Inventario de J. J. Arreola

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Inventario DE J. J. ARREOLA Gerardo de la Cruz*

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Figura señera de la literatura mexicana, Juan José Arreola (1918-2001) ha sido uno de los mayores promotores culturales y artísticos que ha tenido México. Autor de prosa refinada, cuentista de imaginación inesperada, inventor de ficciones llenas de realismo con desarrollos inverosímiles, domador de la palabra, dibujante de trazo rápido y sugerente, acuarelista, experto ajedrecista, profesional del tenis de mesa, amante de las motonetas y del buen vino, admirador absoluto de la belleza y adorador de la mujer, actor, poeta y declamador, tenía el don de convertir cualquier pretexto en literatura escrita y oral. Solían llamarlo “maestro”, y pocos, como él, se han ganado tan a pulso ese importante título.

I. Vida y voz He tardado mucho tiempo en entender cómo debo –acaso sea más correcto decir “cómo se debe”– hablar del maestro Juan José Arreola, porque un hombre como él, tan frontal y a la vez huidizo, exige un ejercicio de palabra y de memoria. El ejercicio de palabra se construye, mejor dicho, lleva construyéndose años; pero el de memoria es necesario acotarlo. ¿Por dónde se le puede atrapar a ese pájaro burlón llamado Arreola? ¿Por la pata del principio, la colita del final? ¿Del ala derecha, la izquierda? El pajarito no se deja atrapar, salta des-

* Escritor. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM.

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de el árbol de la vida y revolotea entre un puñado de páginas que se alzan como las olas del mar para bañarlo a uno en las cálidas aguas de la imaginación; va y viene entre recuerdos inventariados y al garete, míos y ajenos, que dan cuenta de un amor que deseo que, para quien lea estas líneas, viva como aún lo vivo: feliz e intensamente, sin sosiego. Vuela el pájaro burlón al jardín de la casa familiar y contempla, suspendido en el aire frente al ventanal de la habitación de mis padres, a un niño de cinco o seis años, solo frente al televisor (la madre ha ido a recoger a los hermanos a la escuela y no hay que librar batalla alguna por decidir qué se ve), atento a un programa donde Arreola recorre las principales ciudades y monumentos históricos de México e improvisa, con

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esa labia seductora e hipnótica, cualquier genialidad sobre el sitio que visita. Pero no hablo de hoy ni de ayer, sino de dos años que fueron dos series de programas: Vida, cultura y magia (1979) y Vida y voz (1980) de Juan José Arreola. Es lo que hay entonces porque todavía no es la una de la tarde, que es cuando empieza los dibujos animados de Gasparín, y con éstos la barra infantil de Canal 5 (después de Gasparín llegarán mis hermanos de la escuela y habré perdido el control absoluto de la televisión). A los seis años puede resultar bastante aburrido un señor que se planta frente a la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato, y se pone a hablar de Cervantes y del Quijote y del nacimiento de la patria –la patria nacional y de la lengua castellana–, entreverando un aluvión de citas, pasajes de novelas, versos, anécdotas históricas, de los cuales dudo que el niño que agotaba el tiempo de espera de las caricaturas haya entendido siquiera una cuarta parte y, siendo realistas, dudo que hubiese tolerado esa media hora de cultura culturosa sin rechistar. Sin embargo, ese señor que se parece a una tía, de gesto dramático y alborotada melena entrecana, altisonante y extremadamente simpático, se ha vuelto ya una suerte de amigable compañero, una especie de Virgilio no solicitado. Al cabo de unos meses, las cápsulas se repiten. Juan José Arreola vuelve a su discurso sobre Puebla, Guanajuato, las murallas de Campeche, Querétaro, Zacatecas, incluso llega a España y a La Mancha para hablar otra vez de Miguel de Cervantes, Dulcinea y los molinos de viento… No es que Juan José Arreola se convierta en guía de turistas, es el autor quien nos guía de la mano por el mundo que construye, por casualidad, mientras viaja. Habla de Tabasco, pero es el Tabasco que Carlos Pellicer describió, arrebatado por el verbo en pleno discurso inaugural de una escuela, aludiendo a la selva tabasqueña, a esas caobas y esas ceibas amarradas de serpientes, y

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Arreola en su faceta de comentarista deportivo

ese venado que de pronto se detiene, alza una manita, y escucha ¡hasta el centro de la tierra! Y todo es en él, mientras lo narra, sorpresa y emoción desbordada… Hasta que la serie deja de transmitirse. Faltaría a la verdad si dijera que la cancelación del programa le ha dejado un gran vacío a ese niño; sin embargo, tomando en cuenta que esos dos años significan la tercera parte de su vida, la ausencia implica un cambio sensible en su rutina. Arreola volverá a la televisión más de una vez, no de manera inmediata sino muchos años después, a principios de los noventa, como comentarista deportivo, acompañando al periodista Jorge Berry; y al centro del espectáculo, invitado por la producción del programa La movida de Verónica Castro. Son los años en que Televisa e Imevisión (que poco después se convertirá en TV Azteca) intentaron hacer de la televisión cultural un activo, y Juan José Arreola y otros tantos intelectuales fueron sus caballitos de batalla. El

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intento, no sobra decirlo, rindió frutos, aunque no hayan sido tan jugosos como esperaban.

II. De capa y sombrero Pero el amor a Juan José Arreola, estoy seguro, no viene de entonces, sino de antes, mucho tiempo antes, de cuando yo no había nacido y mi madre era estudiante de Psicología a mediados de los sesenta, justo cuando Arreola daba clases, quién sabe de qué, en la Facultad de Filosofía y Letras, en Ciudad Universitaria. Ya entonces era más que famoso como escritor y promotor cultural: era una celebridad intelectual. El grueso de su obra, perfecta y compacta, estaba resuelta en dos libros de cuentos publicados por el Fondo de Cultura Económi-

ca: Varia invención (1949) y Confabulario (1952). Arreola era más que un referente de la literatura contemporánea: era un estilo, una forma de entender el mundo y hacer literatura, que algunos veían en oposición al universo del otro Juan, Rulfo. Dos maneras de asumir la realidad que, analizadas a fondo, nunca se opusieron, como el mismo Arreola lo confirmó con su novela La feria (1963). Y es que el supuesto cosmopolitismo de Juan José Arreola tiene tintes marcadamente provincianos. Pienso en el recuerdo descrito por mamá y su relato me devuelve la imagen de un duende, una especie de saltimbanqui peripatético que daba sus mejores lecciones desplazándose de punta a punta por la Universidad. Llegaba en su motocicleta (una Vespa), agitando su amplia melena bajo el chambergo, envuelto en una enorme capa

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Arreola daba clases en la Facultad de Filosofía y Letras, en Ciudad Universitaria

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negra como de El fantasma de la Ópera, siempre rodeado de estudiantes –mujeres, fundamentalmente–, dando cátedra. Con Arreola no había de otra manera, apenas articulaba unas cuantas frases y podría pensarse que uno estaba frente a fray Luis de León (¡Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida / senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido!) o ante el mismísimo Quevedo o Garcilaso, a quienes cita de memoria, a veces con fidelidad, aunque generalmente sus citas van de la paráfrasis a la exégesis, sin importar el tema, porque para cualquier situación, cualquier pretexto, tiene destinada una reflexión filosófica, ética, moral, histórica, literaria o anecdótica personal. Es el Midas de la palabra: todo lo que toca se convierte en verbo, en poesía.

III. Poesía, mujer y mundo Además de un par de libros de Juan José Arreola (un Bestiario y una de las muchas ediciones de La feria), había en casa un disco doble producido por RCA Victor, Poesía, mujer y mundo en la voz de Juan José Arreola; ahora puede consultarse, íntegro, en YouTube, pero durante años estuvo fuera de mi alcance. Nunca me cuestioné su procedencia, nunca he indagado cómo llegó a la casa, sólo recuerdo que siempre estuvo allí, hasta que dejó de estar. Ocasionalmente lo poníamos en la tornamesa, con curiosidad y poco convencimiento. Entonces comenzaba a sonar la voz atiplada de Arreola, profunda, seria, dulce, amorosa, declamando con todo el color dramático que podía imprimirle al texto, a Ramón López Velarde, a Pablo Neruda, a Manuel Gutiérrez Nájera. Así me presentó a “José Ramón Cantaliso” de Nicolás Guillén, y las muchas tesituras que puede alcanzar un poema como este: “José Ramón Cantaliso, / ¡canta liso!, canta liso, / José

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Ramón. / Duro espinazo insumiso: / por eso es que canta liso / José Ramón Cantaliso, / José Ramón…” y me lo aprendí de memoria. Esta circunstancia, sin embargo, no fue cosa de una tarde ni una precoz obsesión infantil. Me encontraba cursando ya los estudios universitarios cuando Juan José Arreola, su práctica de la lectura en voz alta, me demostró que la mejor forma de entender un texto era leyéndolo así, en alta voz, descifrando las secretas intenciones que los autores han puesto en cada línea. Y si este procedimiento valía para la lectura, valía también para la escritura. Pocos lectores de poesía en voz alta –no en balde así bautizó a la legendaria compañía de teatro universitario de la Casa del Lago– interpretan el poema. Arreola dejó múltiples testimonios de estas interpretaciones, más que declamaciones, de las cuales la Suave patria de Ramón López Velarde es la más emblemática –porque Arreola, a la vez que era muy francés (a la Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias), era muy mexicano, muy de Zapotlán el Grande–. Pienso en esta enseñanza y me lleva a creer

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que el mundo se comprende mejor, y es más bello, cuando emerge la música de la poesía, esa poesía interna que marca el ritmo de nuestros corazones.

IV. Inventario Vuela el pájaro burlón y vaga por la memoria hasta un tiradero de libros de segunda mano, en los tiempos en que las librerías de ocasión resultaban una verdadera opción económica. Desde la polvosa portada color naranja de un librito más o menos conservado, Arreola, sonriente y con sombrero ruso, enfrascado en el símbolo universal de la idea, es decir un foco, me hace guiños. Se trata de Inventario (1976), una colección de textos libres… qué digo libres, ¡libérrimos!, como es la libertad arreoleana, que fueron publicados día

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tras día en las páginas de El Sol de México, entre el 8 de febrero de 1975 y el 10 de diciembre de 1976. “Inventario viene del latín inventarium y significa la relación ordenada de los bienes y demás cosas pertenecientes a una persona o entidad. Pero también alude al documento en que constan esas cosas” explica Juan José en las primeras páginas del libro, y yo me digo que esta serie de memorias en torno al pájaro burlón llamado Arreola, no responden a nada excepto a ese mismo afán de ordenar el caos de una querencia incurable que, tal vez, me viene de herencia. Pero ese Inventario, a diferencia de este, que es una declaratoria de vida, una charla exquisita y continuada con Juan José Arreola, tuvo un efecto más inmediato en mí. Transcurría la primera semana del noveno mes del año 1992. En breve sería legalmente mayor de edad y creí oportuno proclamar entonces mi total autonomía. No lo pensé mucho. Llegado mi aniversario coloqué en la puerta de mi dormitorio un solemne manifiesto: “No me den consejos, puedo equivocarme solo”, rezaba el lema, que enriquecí con un minúsculo paréntesis: “únicamente despiértenme a la hora indicada”. La idea parecía buena, aunque poco original. Había plagiado de principio a fin el episodio de una página de vida de Juan José Arreola. Empero, el final de la aventura dista mucho del plagiado. En el caso del joven Arreola, su padre celebró la ocurrencia, no obstante su tío lo censuró de manera muy severa. En cambio, mi madre leyó mi carta de independencia y se reservó la merecida reprimenda; sonrió con indulgencia y continuó aconsejándome y despertándome “a la hora indicada”, como lo había solicitado. En suma, me ignoró olímpicamente. Al paso del tiempo, la anécdota se quedó grabada como lo que en mi caso fue, mera ocurrencia. Arreola, sin embargo, transformó la humorada en una reflexión sobre la vejez y la sabiduría.

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V. El prodigioso miligramo Una hormiga, censurada por la sutileza de sus cargas y por sus frecuentes distracciones, encontró una mañana, al desviarse nuevamente del camino, un prodigioso miligramo. Sin detenerse a meditar en las consecuencias del hallazgo, cogió el miligramo y se lo puso a la espalda. Comprobó con alegría que era una carga justa para ella. El peso ideal de aquel objeto daba a su cuerpo extraña energía; como el peso de las alas en el cuerpo de los pájaros. En realidad, una de las causas que anticipan la muerte de las hormigas es la ambiciosa desconsideración de sus propias fuerzas.

En más de un texto he citado aquella conferencia en que Arreola se explaya en torno a Rulfo, en la cual participaron Fernando Benítez, Carlos Fuentes, Salvador Elizondo e Yvette Jiménez de Báez. La tertulia en memoria de Rulfo,

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cuyo plato principal era la presencia de Arreola, me llevó al Palacio de Bellas Artes. Como era de esperarse, al autor de Pedro Páramo lo celebraron en la Sala Principal. Mi memoria me dice que el sitio estaba a reventar. Arreola, sin embargo, no se presentó sino hasta el momento en que estaba programada su participación, y empezó a dictar su charla: “Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte… ¡ayúdame Carlos Fuentes!”, y Fuentes apenas intercaló una frase fácil que Juan José tomó al vuelo para hablar, por más de veinte minutos, sobre Juan y el universo rulfiano. La conferencia, por azares del destino, ha llegado a mis manos una y otra vez (está disponible en Internet); lo que hay atrás de esa charla es lo que pocos saben: un desencantador encuentro. Verdad o mentira, había llegado a mí la historia de que al encontrarse por primera vez Jorge Luis Borges y Juan José Arreola, éste se lanzó a sus pies exclamando: “¡Maestro, he leído toda su obra!”. Borges, dueño y señor del autoescarnio,

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respondió: “Lamento la pérdida de tiempo”. (En otro momento, en México, Borges declararía a la prensa, respecto a ese encuentro, que Arreola le “permitió intercalar un par de silencios”). Borges y Arreola son personalidades afines. En mi valiente imaginación, me vi al final del homenaje con mi exclusiva edición de Inventario bajo el brazo, lanzándome a los pies de Arreola y diciéndole: “¡Maestro, he leído toda su obra!”. En mi imaginación, Arreola comprendía el guiño y me decía: “Lamento la pérdida de tiempo”. En el mundo real, concluyó la participación de Juan Rulfo y, mientras hablaba Yvette Jiménez de Báez o Salvador Elizondo, no recuerdo el orden, corrí a los pasillos de la Sala Principal de Bellas Artes con la idea de interceptar a Arreola. Y lo hice. Pero pudo más la impresión de tenerlo frente a frente, con la mirada fija en mí, y me paralicé, como luego me sucedería con otro autor. Enseguida el personal de Literatura del INBA me dijo que no podía estar allí y me invitó a retirarme. No pude articular una sola palabra. Nosotros, hormiguitas insignificantes, al menos una vez en nuestras vidas nos topamos con ese prodigioso miligramo de algo indefinible que supera nuestras propias fuerzas y obviamos la pesada naturaleza de esta carga, y sucumbimos, pero felices y satisfechos. Yo creo que ese día me venció el peso de ese miligramo prodigioso que era Juan José Arreola. Yo creo que al final, tantas y tantas cosas que tenía en la cabeza le produjeron esa larga enfermedad que terminó por ponerle fin a su vida.

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Y en este episodio de mi vida pensaba yo un 3 de diciembre de 2001 en Guanajuato, cerca de la plaza de las Ranas (aunque podría ser del sapo, que “viéndolo bien, el sapo es todo corazón”), cuando la noticia de la muerte de Juan José Arreola me arrancó un par de lágrimas –las únicas que he derramado por un personaje cercano a mi corazón–. Al ver mi aflicción, mi mejor amigo, igualmente arreoleano, me reprendió: “¡No hay que llorar por la muerte de un hombre pleno, al contrario, hay que celebrar su vida!”.

VI. Hizo el bien mientras vivió Darme a los demás, ser sincero, enseñar y formar a los que se acercan a mí de buena fe, sin esperar nada a cambio. Eso es lo que soy, lo que fui. El unicornio que buscaba todos los días a su dama en un claro del bosque para verse en su espejo y convertirse en tiempo de la memoria, en ese tiempo en el que ahora escribo mi vida.

Con estas líneas, el hijo mayor de Juan José Arreola, Orso, simplifica la biografía de su padre en el epílogo de El último juglar (1998), un verdadero testimonio de amor filial. Inventariadas algunas de mis memorias, que son perfectamente olvidables, me queda claro que no hay mejor forma de hablar de Juan José Arreola sino desde el humilde papel de discípulo nada aventajado. Me enorgullece decir que fue, y sigue siendo, maestro para mí en múltiples aspectos.

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