por Ernesto Tivoli
SPREAD
“En aquellos años del país no existía la idea de crear bosque, sino la de un parque recreativo para los futuros habitantes de las nuevas unidades habitacionales que comenzaron a brotar. Desde la mitad del siglo pasado hasta hoy, ha sido una especie de parque recreativo, reserva ambiental, bosque desarbolado (y desangelado) y salón de fiestas al aire libre.” Mi novia y yo terminamos ahí, en el bósque de Aragón, entre el sol y el pasto amarillento, porque el doctor le recomendó caminar prolongadamente para oxigenar al bebé. Después de dos horas de ser sermoneado por el sol y sofocado por ella, me detuve debajo de un árbol y le pedí que descansara mientras iba a conseguir una paleta de hielo con forma de obelisco que había visto semiderruida en la mano de una niña. De camino al carrito paletero me detuve ante una estructura plástica gigantesca, rebosante de colores, atascada de niños, caliente por el sol y fea por todos lados. Sin embargo, lo realmente desquiciante del cuadro era el berrido de una niña de no más de cuatro años. La alarma nuclear atrapada en el cuerpo de la doncellita se debió de activar en el momento en que reconoció las opciones que tenía para bajar del horrible juego: por un tobogán gigantesco o una resbaladilla lovecraftiana. Su padre le gritaba: “no te pasa nada”, “no tengas miedo”, “yo te agarro”. La niña callaba, negaba con la cabeza y reiniciaba los alaridos. Después de un rato el padre cambió de estrategia: “para qué te subes allá”, “ahora te avientas”, “ya me voy, eh, ahí tu sabes”. Recordé a mi amigo Felipe. El rey de los Techos. Su padre había sido asistente de diputados por un muy buen tiempo, pero nunca consiguió ningún puesto, ni ningún otro trabajo. La mamá de Felipe lavaba y planchaba ajeno (qué chistosa expresión, imaginen: comer ajeno, comprar ajeno, amar ajeno). Vivían en un champiñón habitacional en el centro de un conjunto Basidiomycota, bastante famoso por la proximidad de sus departamentos. Felipe regresaba de la escuela
y brincaba sobre los edificios todos los días. El Rey de los Techos. Nunca se cayó, pero se enculó joven. Se endeudó mucho y muchas veces. Su padre, fúrico y desesperado, al principio vendía de todo para ayudarlo; con el tiempo lo dejó a su suerte, pero se ensombreció y los ojos se le hundieron. Podías encontrar al don a la entrada de la unidad, sentado en un banco con una Tecate en la mano derecha; si le preguntabas por Felipe no te contestaba, pero apretaba la lata. Con rabia. La última vez que vi al Rey de los Techos llevaba las obras completas de Kafka bajo el brazo. Bauman nos advierte que el poder patriarcal va más allá de las palabras, es un entramado de carga genética, instinto, convivencia e historia. Shakespeare, en su culpa de abandonador, nos llenó de una caterva de complejas relaciones padre e hija en sus obras. Freud se regodeaba con el descubrimiento de un conflicto humano ancestral reflejado en cierta obra de Sófocles. Palahniuk nos advierte, en labios de un personaje con transtorno de identidad disociativo, que somos hijos del abandono, que nuestros padres se casaban con nuestras madres, engendraban, se quedaban seis años y se iban a abrir nuevas franquicias. Curioso occidente paternal cargamos. Mientras caminaba hacia la sombra del árbol donde me aguardaba una preñada mujer dormida, con sendas paletas derritiéndose en mis manos y escuchando a Topo Gigio ronronear su deseo de ser como su progenitor, una bocina anunció el extravío de una niña. La voz pausada y carente de afecto que anunciaba la desaparición me crispó los nervios y arrojé las paletas al aire. Mientras se estrellaban sobre el cemento caliente, deshaciéndose en un hirviente beso, pensé en los padres que sabían engendrar resentimiento y temor en su progenie. Miré dormir a mi novia, vi su vientre hinchado y me dije: “¿cómo saldré de esta?” -Ernesto Tivoli-
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Editado y Dirigido por JORGE URIEL MENA | Fotografía por GUSTAVO PONTÓN | Texto por ERNESTO TIVOLI Publicado y editado por Editorial GeGe© CD MX | editorialGeGe@gmail.com
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