El comerciante

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Las baldosas mugrientas de la calle, vestigios de un tiempo pasado, dan al lugar una apariencia gris y triste. Paredes de colores pardos bañadas por la luz solar con pequeños balcones protegidos por barrotes de hierro oxidado. Sencillas guirnaldas que recuerdan a una Navidad pasada. Todo esto ofrecía al paraje un ambiente un tanto extraño, pero que le resultaba agradable a nuestro personaje. Era un hombre de mediana edad, un tanto envejecido. Su cara era redonda, llena de arrugas que iban surcando su piel morena. Sus ojos eran negros como el fondo de un pozo, igual que su bigote, a diferencia de su abundante y blanco pelo. Vestía una chaqueta verde con unos pantalones y unas botas marrones y desgastadas. A pesar de su profunda tristeza, la calle estaba viva. Llena de personas de aspecto alegre, y de árboles para simular el bosque. Y como cereza en un pastel,


En tiempos pasados, regentaba una pequeña frutería de pueblo con su amada mujer. Pero con el paso del tiempo, la mujer murió. Apagando así el corazón del marido. Este, ahogado por la pena, decidió con muchos esfuerzos continuar con el negocio. Pero con una diferencia, ya no salía al exterior. Él se dedicaba a cobrar a los clientes y a mantener limpio el local. Del trato con los mercaderes y con la gente del pueblo, se encargaba su hijo. Solía llevar un gorro gris de lana, una chaqueta esponjosa y unos pantalones de montaña de color verde triste. Cuando los últimos rayos de sol iluminaban la calle, cerraba el local. Y durante casi todas las noches, observaba por la ventana a quien osase pasar por la calle. No por posesión ni poder, sino por odio y rabia al ver que felices eran sus vidas. Felicidad que el nunca más podría poseer. Esto hizo que los visitantes ya no paseasen por el lugar, y condenasen a la calle a una muerte lenta.


sar de los deseos de nuestro protagonista, durante el anochecer de algunos días, se volvía a abrir la tienda para dar vida a la calle. Era entonces, y do el hombre mayor yacía en la cama pensado en su amada mujer, que los vecinos del pueblo salían para hablar y cuchichear de él. Miles de farsas y s se susurraban las viejas unas a las otras en relación a la muerte de su querida. Pero como estas desaparecían, otras aún peores aparecían.

ías iban pasando, y el corazón de nuestro amigo se iba encogiendo cada día más, y si les tengo que ser sincero tenía miedo. Él sabía que no era cedor de seguir viviendo, y que por más que lo intentase, nunca se olvidaría de su querida mujer. Era como si su esperanza lo abandonase y se esfumara o la ceniza que se lleva el viento.


Hubo un día, en que su cerebro no pudo continuar. Ya no sentía, ni mucho menos podía pensar. Su hijo, al ver lo destrozado que estaba su padre la perdida, decidió cerrar el negocio durante unos días, cosa que no gustó mucho a les mercaderes. Esto hizo que las malas opiniones de la famil multiplicasen y se expandiesen por toda la comarca. Hasta tal punto que era casi imposible encontrarte con alguien que no le juzgara mal. La calle seguía igual, pero desierta y mojada. Era como si las nubes se hubieran decidido para esparcir un poco de su melancolía material sobre lugar. Solo algunos, generalmente turistas que desconocían la historia, seguían las baldosas ahora inútiles de la calle.


Hubo un día, de esos en los que por la noche se habría la tienda, que un hombre misterioso vestido de rojo y marrón, y con un gorro negro, apareció. Tenía una caminar extraño, y cuando estabas cerca de él, sentías escalofríos por todo el cuerpo. Este extraño, bajó por la calle, hasta situarse delante de la frutería. Sin pensárselo dos veces, entro. Saludó con la cabeza si mover los labios. Mientras este rebuscaba en el escaparate, un sentimiento de temor se apoderó de nuestro hombre. Instintivamente, su corazón empezó a la latir más rápido, y un sudor frío le empezó a caer por la espalda. El extraño, se acercó al mostrador. Y sin mostrar compasión alguna, acercó el cuchillo al cuello de el protagonista y lo cortó. Con tal sencillez lo hizo que ni el cuchillo se ensució. Se marchó con aire indiferente y dejó el cadáver allí, sin apenas colocarlo en una posición más natural.


Al día siguiente, su hijo lo descubrió. Lleno de tristeza cogió a su padre y lo abrazó con toda su fuerza. Fue en ese mismo instante cuando aceptó que se había quedado huérfano. Como no tenía otra opción, cerró la tienda y puso en alquiler el local, con la esperanza de que alguien emprendedor lo cogiera, y diera una nueva vida.


Por suerte, al cabo de unos años, el local se reabrió. Pero esta vez no era una frutería regentada por vecinos que todo el mundo conocía. Sino un negocio especializado en cremas y productos naturales a manos de unos ingleses. Estos, para fortuna de su nuevo local, decidieron organizar una gran abertura, a la que acudieron miles de visitantes. Con el interés de saber quien había sido el valiente para alquilar ese lugar maldito. Los jefes de este nuevo lugar no conocían su historia, pero poco después de la inauguración la descubrirían. Corría la voz que nuestro hombre había sido víctima del fantasma de su mujer, que , por falta de cariño, se lo había llevado con él. Pero en realidad, era mucho más sencillo que esto. El asesino, no era más que un mercader que estaba harto de ver como la calle dónde él había crecido había caído en el olvido, y todo por la tristeza de un simple frutero.


es como poco a poco, nuestro escenario fue cobrando la vida que había perdido. Nuevas negocios se crearon. Entre ellos relojerías, farmacias, nuevas erías y tiendas de informática.

generaciones que habían presenciado los hechos terribles pasados, ya no eran presentes. Y por lo tanto, esas historias de fantasmas habían aparecido, aunque siempre quedó un sentimiento extraño al entrar en esa tienda. Había gente que decía que se oía a la mujer, aunque otros los aban diciendo que era el viento.

í fue, un hombre destrozado por amor terminó muriendo a manos de otro. Otro, que igual no lo hizo con rabia, sino por compasión para darle la rtunidad a Pedro, nuestro hombre, para que pudiera reunirse con su amada una vez por todas.


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