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LOS ÁNGELES VAN A CUALQUIER LUGAR, MENOS AL CIELO GERMÁN CAMACHO LÓPEZ

Germán Camacho López

Los ángeles van a cualquier lugar, menos al cielo.

NUEVA LITERATURA LATINOAMÉRICANA SIGLO XXI

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LOS ÁNGELES VAN A CUALQUIER LUGAR, MENOS AL CIELO GERMÁN CAMACHO LÓPEZ

Título de la edición original: Los ángeles van a cualquier lugar, menos al cielo. País de origen: Colombia Idioma original: Español Primera edición: Noviembre, 2015 © Germán Camacho López, 2015 Bogotá, Colombia

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En tu recuerdo vivo, en cada frase tuya; en tu memoria habito, soy feliz, sonrío. En tus razones busco, respuestas que son solo tuyas. En tu mirada cual espejismo habito, en tus pies sangrantes, en las llagas de tus manos. En tu sabiduría busco, respuestas que son solo tuyas. En tus palabras oigo, las mías propias, en cada gesto busco; en los maderos húmedos, de la indolencia. Busco, razones que solo tú comprendes, en mi corazón te busco; te encuentro cada día, de tus perseguidores huyo, en un laberinto sin salida en las montañas vivo; esas que son solo tuyas, solo mías.

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GERMÁN CAMACHO LÓPEZ Los ángeles van a cualquier lugar, menos al cielo INDICE

EL SUEÑO……………………………………………………….. 7 LA BÚSQUEDA DE UN ÁNGEL……………………………… 30 EL INFIERNO…………………………………………………… 46 LOS JUEGOS MENTALES DEL AVERNO..…………………. 62 LAS MERETRICES..……………………………………………. 68 LA DESAPARICIÓN DE UNA HIJA...……………………….. 83 EL DESIERTO…………………………………………………... 91 UN ENCUENTRO CON NÓMADAS………………................. 103 EL MONASTERIO Y LOS FRAILES..………………………… 111 LA URBE O LA GRAN VÍBORA..……………………………. 120 UN ABOGADO DE OFICIO…………………………………… 126 ROALB MURÉ ES INTERNADO..……………………………. 134 .

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Una ráfaga de aire arremetió con inclemente fuerza contra los ventanales del edificio, como si buscara desprenderlos de su marco; un delgado y sutil marco metálico. Un trozo de cemento se desplomó desde lo alto, desintegrándose en minúsculas partículas al impactar contra el gris concreto de la acera. El rechinar de la puerta, se fundió con el crujir de las gomas de zapatos acariciando la encerada madera. Enseguida, un ave pequeña saltó del ventanal hacia la libertad y su trinar fue el último sonido que cobijó el recinto. El sonido envolvente de su banal ser lo rodeó brindándole la paz: vívido anhelo y refugio que todos buscan al llegar a casa. Giró y certificó cerrar la puerta, para finalmente adentrarse en su mundo privado y exclusivo, entretanto, con la mirada supervisaba que en efecto aquel fuera su sitio. —¡Por fin!—farfulló—mientras desentrañaba una alargada exhalación, que le conjuraba de aquel caótico mundo del cual la proximidad de la noche liberaba.

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EL SUEÑO Roalb Muré, era un hombre grueso y garboso, con una tersura en la piel inusual a su edad, y, una abundante cabellera marrón que se descolgaba hasta el roce de los hombros. Tiempo antes, cuando contaba veintiocho años, vio mientras dormía, las imágenes de un mundo que evocaría por siempre; como una lámina fantástica adherida al álbum de sus sueños. Tal retrato sobre los ardores humanos lo acompañaría a lo largo de toda su vida. —Pero…¿Por qué habría de ser tan inquietante un simple sueño? — se preguntó esa mañana al despertar y además… ¿Qué representaba? Muré despegó desde el ventanal de su apartamento impulsado por unas enormes alas, y sobrevoló por sobre los tejados en medio de la oscura noche; rasgando el frío viento que avecinaba su rostro. Entre calles abandonadas de gente, ocupadas por espíritus errantes. Hasta adentrarse de a poco al interior de aquellos palpando sus propias entrañas; sintiendo sus pasiones, temores y angustias. Sin lograr en principio comprender lo que por simple aserto no debía tener explicación. Aquel bosquejo de metrópoli simbolizaba en sí mismo una trinidad de realidades paralelas, unidas en una sola apoplejía. Personificaba una víbora de piel negruzca que desentraña los peores modos del hombre. Esbozó a la sazón de la curiosidad que semejante migración de su ser le generaba, el interior de la víbora de concreto y ruina, buscando en ella un colofón explicativo que, las almas sublimes bajo su suprema miseria supieran exponer. Individuos continuamente paridos, trasegando penurias en una urbe carente de definiciones; demasiado surrealista como para ser interpretada. Un verso sin rima extendiéndose a lo largo de avenidas y esquinas oscuras, de aromas y llanto. Simplemente así era. I Adpero, las almas superiores se persuaden a sí mismas el desertar del plano irreal de las víboras de concreto; sean estas magnánimas o atascadas en su pudrición y, así migrar hacia planos celestiales donde

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hallar a los suyos. Por eso al mirar sus enormes alas, Muré pudo apostar sin más interés del que lo obvio señalaba; que también él era superior en la geografía de aquel inusual espacio dormitado bajo su sombra. Aquel tiempo transitó en una abreviación sucinta, el saliente anunció inaplazable el germinar del astro rey. De modo que Muré abandonó las formas de la urbe con diligencia; rompiendo el viento a su paso, dejando atrás las calles pintarrajeadas por el color del fracaso. Para resguardarse en la seguridad de su nido, concibiendo que aquellos entes no digerirían de buena gana ver un hombre alado sobre sus cabezas. Así, presto, abandonó la pomposa aventura para refugiarse en la esfera donde se sabía seguro. Con todo, el asunto había resultado un evento desencantado, ante el fiasco de apreciar a quienes tuvieron por herencia el mundo y su evidente ausencia de sueños. Almas sin asomo de penitencia ante la puerilidad de sus desiertas vidas. A pesar de la novedad había sido empalagoso apreciar la urbe desde las alturas, recorriéndola una y otra vez sin lograr acertar en su esencia sensatez alguna. Asumió, por tanto, que era menester optar una labor diferente que la de pilotear en sus vuelos nocturnos, aquel monstruo geométrico y amorfo de gris asfalto. Haber sobrevolado tan solo una vez las vías que antes recorría con sus propios pasos, le había servido para discernir esa hostilidad que enfermaba. Aunque poco a poco, en la proximidad de las sombras advenida con el caer de la noche, lo invadió una indefectible curiosidad. <De nuevo el ventanal se realzaba ante él, estimulándolo a lanzarse y levantar el vuelo> Todavía sin inscribirse la medianoche, momento propicio de la más profunda oscuridad, el cielo se teñía de un intenso bruno sin estrellas. Las luces de los comercios iniciaban a apagarse y a través del cristal del ventanal una fuerza indescifrable invitaba al devaneo. II Ergo, sobre la argamasa rectangular de geometrías disformes, la luz de la luna proyectaba la sombra del hombre alado, e incluso, por indisolubles que brotaran los elementos fusionados en tal geodesia de

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persistente emanación, esa noche pudo hallar un valor profuso dentro de aquel caos: A primer vistazo desigualó, afinadamente, cada traza de vida que errática vagabundeaba por esas avenidas. Aunque sutil, resultó fascinante, una epístola para él… todo un evento. La orientación numérica de las chapas en las esquinas; el crujir de los arboles agitados por el viento. Las mórbidas calles lisiadas merced a los inflados cauchos de pesados carruajes. Toda cábala sobre los enigmas que recorrían esas avenidas, y que desde las alturas conseguía falsear su contenido, ahora, se evidenciaba con uniforme nitidez. Entonces, le contuvo una sensación de azoramiento: Hace poco mientras circulaba como un transeúnte habitual aquellas convenciones urbanas de las que estaba al tanto de su contenido, a ciencia cierta, con sosiego distraído podría haber señalado sin el menor esfuerzo cualquiera de esas esquinas. Reconociendo el nombre, cuantas casas, locales, comercios había o donde se ubicaba una estación gasolinera. Empero, inmerso en su singular cosmos privado empezaba a sentirse un forastero. ¿Quién era el ser que ahora sobrevolaba la ciudad con el galardón de una condición privilegiada? Era menester que su curiosidad no le extraviara del camino a casa en medio de la insoluble noche, llevándole a surcar los cielos de una urbe que apenas distinguía, o ser descubierto le pusiera en inminente riesgo ante la incomprensión de sus coartados conurbanos. Si bien, Muré durante su existencia había gozado misceláneas relaciones, con aquella masa en tropel que recorría las sórdidas avenidas bajo su tutela. Roalb Muré. Roalb había vivido una buena vida, sin mayores afujías, y tratado ampliamente a las personas hasta formarse una opinión muy personal sobre ellas. De haber tropezado con uno que juzgara fachosamente necio, simplemente, sometía el asunto a la reflexión de que aquello fuese de algún modo enriquecedor y así, conservado una clemente postura. Ejercicio válido para llegar a ser alguien tolerante y paciente. Pero, innegable, ahora todo era distinto. De tal suerte que optó tomar su quehacer de avizor nocturno con la calma que concernía, como

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era su costumbre. Acertando una postura moderada ante los novedosos eventos. Juzgando lo aparatoso y en extremo aventurado de un anhelar que lo pinchaba, y era esto: descender a la superficie de esa feroz víbora, impregnándose de sus formas, sus colores simulados por la bruma, sus aromas. Mudar la razón cayendo como un ave de presa contra el suelo, agitando el aliento de la cotidianidad en esa comarca insípida. Hacerlo. Obedecer el impulso desatinado de palpar la víbora de concreto desde sus propias fauces; abatirse en sus medulas, a pesar de su evidente posición privilegiada no era un plebiscito pertinente. Verbigracia que, Roalb conservaba remanentes de cordura, que vislumbraban el innecesario riesgo. Al final, decidió ganar un poco de altura declinando la vecindad de las calles; para regresar a su refugio. La inédita restricción que sus extravagantes circunstancias planteaban, le hizo hallarse a si mismo vacío. Sin nadie con quien disertar las particularidades de su condición. Dicho escenario compungió su ser. III Cubierto poco más de medio de trayecto, se encontró con la impúdica calle de bares. Desde su perspectiva, era manifiesta la silueta de hermoseadas meretrices, que dejaban elevar hacia el cielo fumarolas de humo grisáceo matizado de albo, disgregado de sus alargados cigarros. Embargado por un sentimiento de soledad que iniciaba a espolearlo a punto de la aflicción, le irrumpió de nuevo la negligencia de infecundos pensamientos, y sintiéndose más lastimado que premiado por cargar con el consuntivo peso de sus alas; atisbó la posibilidad de tomar tierra, si bien, colmado de titubeos, amparado bajo el cobijo de las sombras. Y, probablemente, su atinada vacilación habría sido suficiente para acallar semejante necedad. Excepto por un ser angelical quien emergió en medio del tropel de fisonomías saturadas de maquillaje y que, como un frenesí le condujo al más irreflexivo acto. En un santiamén, la oscuridad acogió al hombre alado sobre el impávido asfalto, meramente, para encontrar una mirada melancólica en aquel rostro cándido.

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Para entonces los pensamientos de Muré, eran la combinación de un lienzo de Dalí con Picasso. Sintió el albor de un sentimiento inapropiado. No obstante, infirió razones para aliviar su magullado ser y en un rincón, sin atribuir desarraigo a su inesperada y frágil emoción, se estacionó. Prodigándose razones para consumar tan desatinada intención, aun si para él eso fuera cuestión de vida o muerte. Pero apenas si avanzó, cuando el fandango de una turba embriagada le cerró el paso, obligándole a simularse de nuevo en su escondrijo y, disipando en la noche la silueta que buscaba. Solo la frustración le quedó por compañera de viaje. Esa noche al regresar a la calidez de su refugio intentó descansar, pero cabeceó toda la noche sobre la cama sin lograr conciliar el sueño. No solo absorto en el rostro cándido de aquel ser etéreo caído en desgracia; sino también porque sus alas resultaban molestas y le impedían moverse con naturalidad sobre el lecho. Hasta que optó ponerse de pie, caminó en dirección del salón principal y avanzó hasta el dintel de la ventana. Con la mirada nublada por el cansancio, atisbó la multitud de cabezas al sur de su torreón; transeúntes de unas calles anidadas por la decadencia. En ese momento, atinó un perjuicio para su supervivencia: la imposibilidad de salir en el claror del día para conseguir víveres en los comercios colindantes. El crepúsculo le sorprendió pleno de estremecimiento, velado en el pasmo de conjeturar que estaba atrapado en una jaula, y sus celebradas alas, otrora un premio seráfico, ahora acorralaban toda posibilidad a su existencia. De pronto, como el sonido de una voz lejana le convocó con avidez: —¡Hey Roalb! ¡Roalb despierta! Elevó los parpados que ya concebía abiertos, en la alucinación de espabilar estando despierto y, perplejo, se encontró tendido sobre el suelo de la sala en el que había sido siempre su apartamento. Se incorporó de un brinco como impulsado por un resorte, zarandeó la cabeza y miró alrededor intentando discernir que ocurría. De inmediato condujo las manos a su espalda buscando las enormes alas. Para su asombro estas ya no estaban.

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—¡Que sueño tan extraño!—suspiró. Todavía en el aturdimiento de encontrarse en dos planos de disímil singularidad, pero sintiendo que aquello había ocurrido realmente. Luego, caminó hasta la nevera y al abrir la puerta del frigorífico encontró un inmenso compartimiento frío y vacante, donde esperaba sin más una solitaria cerveza. —Este será el desayuno—masculló con aliento resignado. Sentado en medio del salón, con la bebida maltosa cruzando el túnel de su garganta, se sintió despojado, vacío. La evocación de su viaje como un hombre alado era una memoria enteramente vívida, irrebatible desde la realidad de su mente. Incluso, podía sentir los efluvios de la urbe impregnados en su ser; el aroma de tabaco y alcohol de la rúa donde había visto a su ángel, y podía jurar que recordaba, incluso, cada facción de tan perfecto rostro. Muré extrañaba la noche, esa misma que lo hacía libre y como un desterrado lloró la pérdida de su ilusoria libertad. IV Lo vivió de ahí en más fue una mezcla de fantásticos y pavorosos sucesos. En una época donde la dignidad humana se arrastraba bajo una oscura cloaca, testigo primario de la existencia de un cielo azul sobre su cabeza. Muré no fue en absoluto un monstruo, empero, sus actos si lo fueron; arrastrándolo a un profundo abismo en el cual continuó cayendo sin tocar jamás el fondo. Y era solo en sus sueños donde se emancipaba dotado de un poder que transcendía lo humano; como también en ellos conseguía dar rienda a sus pasiones más bajas. Al inmoral desenfreno de la carne y la consecución de toda ambición. Razón por la cual anhelaba tal quimera de su mente, en lugar de la lucidez que le enseñaba un mundo de gusto insípido. Al regresar de sus apócrifos viajes nocturnos yacía sobre la glacial superficie de la sala, donde prefería descansar mientras observaba por largos minutos los muros que le circundaban. Los avistaba

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inmutables cual estoicos antepechos, embestidos por un bravío silencio que profesaba la necesidad de derribarlos. Las reflexiones de su mente borboteaban de ideas enajenadas que iban y venían con toda libertad. Maliciando que un día se lanzaría desde el balcón intentando volar con sus pretendidas alas y, entonces, el impacto contra el adoquinado le haría comprender que aquello era solo un sueño. V Sobrecogido, desplomado sobre el tendido de madera que formaba el piso esperó en silencio, llanamente, aguardando sin saber que más vendría para él. Duró largo tiempo aquel desvarío de sentidos labrados por la lisonja de la locura. Sin conseguir extirpar de su memoria los pensamientos que tropezaban con la luz del sol que iniciaba a desnudar el ventanal. Ahí en medio de la nada, sobre un territorio inexistente que era su nido, el hombre alado se hallaba perdido; víctima del desaliento, de la avidez de libertad. De un anhelo de poder nacido de un sueño. No exhibía la imperiosa figura de un arcángel extraviado en aquel terreno yermo, sino el aspecto de un ave acorralada. Cuando alcanzó finalmente, la consumación de sus aturdidas reflexiones, ganó el valor suficiente para emprender un nuevo vuelo fuera del fortín que lo atrapaba. A esa hora la cercanía del ocaso se mostraba como una cómplice propicia…habían pasado horas. Así que escapó una vez más y el gran río que surcaba la ciudad a modo de columna vertebral de la gran víbora, le sirvió como guía cartográfica. Una vez que hubo llegado al sitio que bien recordaba, simplemente, se quedó apostado en un extremo oscuro del callejón y aguardó en silencio a su amada de rostro angelical, musa de sus sueños; barco navegante de los más instintivos deseos. Piel y aroma que afloraban desde el bar, volando en el viento hasta llegar a él. Ensimismado en su retorica anhelaba el prohibitivo momento de hacerla suya, adpero, una cacofonía estremecedora le resurgió de tales reflexiones y lo impulsó de un solo brinco hasta la acera. [Justo frente a él irrumpiendo la calina, emergió la más extravagante y pavorosa efigie]

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Era la silueta de un infernal depredador azorando la noche. Al allegarse, las sombras, descubrieron seis ojos flamígeros acólitos de unos blancos y rezumantes colmillos, prestos para asestar el definitivo golpe. —Tres bestias— titubeó Muré expugnado con mirada alucinada, en medio de la negrura, la demoníaca escena. No había escapatoria dedujo, tendría que emprender vuelo y regresar otra noche para concebir su plan. No obstante, la silueta amenazante de lo que fuese aquello, le amenazaba. Se aproximaba lenta, precisa, jadeante, avieso en cada paso. Adpero, el horror inicial era solo el ápice de lo que vino a continuación, puesto que la inusitada aparición resultó ser infaliblemente fantasmal y maléfica. No se trataba de tres entidades como concluyera Roalb. Sino que se reveló como un fusionado ser, cuando el fulgor constreñido de la lobreguez noctámbula; fue propicio para desentrañar la silueta ciclópea de un perro negro de mirada bermellón y fuego. Seis ojos sin duda, pero estos se ajustaban en tres cabezas individuales unidas por un solo cuerpo. —¿Que eres?—farfulló Muré—con el temblor agitado de su voz. La bestia meramente gruñó mostrando los nacarados colmillos cual afiladas navajas dispuestas para el ataque. —¿Qué demonios eres?—insistió Muré mientras batía sus enormes alas, avizor a emprender el vuelo. Transcurrió acaso el bastidor de un segundo, cuando la montaraz aparición ante la imagen de aquel con sus alas extendidas, que le proveían el aspecto de un ser portentoso; mutó en un santiamén del ser maléfico a un dócil y trémulo cachorro, emitiendo un lastimero bufido de animal asustado, mientras, retrocedía cruzado sobre sus patas delanteras. —¡Que es ese ruido!—bramó un tambaleante ebrio que emergió de la nada hacia el lugar de Roalb, y con un gesto del dedo índice aparentaba romper el espeso celaje de la noche. —¡Vete cachorro!—ordenó el hombre alado señalando el camino de la velada rúa, mandato que el animal obedeció al instante evaporándose en la penumbra mientras él levantaba vuelo. VI

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Las manecillas del reloj celeste se acosaron y le tomó por sorpresa un ápice de amanecer. Para entonces las calles iniciaban a dibujarse de comensales de bar, quienes despedidos de la llaneza de las prostitutas; partían rumbo a sus lares. Con un lánguido vistazo, desde las alturas, probó acertar a la causante de su impertinencia. Pero le remachó la ausencia del rostro angélico que inquiría y que habría destacado al instante entre aquellas. Sintió un arañazo de nostalgia mientras continuaba el viaje de regreso a su guarida. Durante la furtiva evasión apreció con fijeza la pudrición que irrumpía las entrañas de la víbora de concreto. Era evidente que estaba gobernada la metrópoli por la emanación de algo corrupto, torpemente, imperceptible para las almas comunes que se revolcaban en dicha fetidez. Las calles de la ciudad desde las alturas presididas ahora por Muré, no lucían como las recordara, eran simples callejones abatidos y oscuros. Laberintos que eclipsaban la humanidad de los seres, convirtiéndolos en monstruos decadentes. Finalmente, al retornar, el aroma que surgía de su nido lo reconfortó. De nuevo estaba en su sitio y, exhausto se dejó caer suavemente sobre el tendido de madera que formaba el piso. Ahí, descansó durante horas hasta ser despertado por el ardor de un rayo de luz labrándose en su rostro. Se frotó los parpados y observó en dirección al ventanal, advirtiendo, en ese momento, que se hallaba tendido de espaldas; lo cual no podría haberle resultado posible dado el tamaño de sus alas. Comprendió con pena y desasosiego que aquellos viajes no eran una realidad física, sino el producto de la agitación de su mente; un devaneo irracional e inexplicable. —¿Qué te ocurre Roalb?—Indagó a sí mismo, sabiendo que no obtendría respuesta. Notó, al incorporarse, que el interior de ese lugar que era su hábitat, lucia descuidado y un acerbo aire irrumpía su olfato. Telas de araña gobernaban cada rincón de las paredes convertidas en su imperio y la propia marca de sus pisadas había dejado huellas por todo el lugar, entre corpúsculos de polvo.

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El desencanto de aquel salón no amparaba novedad alguna. Era tal y como lo recordaba: el mismo donde había ingresado tantas veces luego de girar la llave y abrir la puerta. Los muebles dispuestos en idéntica posición y un frigorífico de fondo, entre escasas formas. Parecía, eso sí, dejado al abandono por largo tiempo. Enseguida avanzó hacia el ventanal, con la urgente luz del sol hiriéndole las pupilas; obligándole a cubrirse el rostro con una mano, conviniendo detener el asalto de aquellos fucilazos dorados que voraces le atacaban. Al avistar la calle esta no surgía cual la iconografía de sus sueños, sino que se atestaba de gente apresurada; vehículos, edificios y ruido. Un lugar habitual, tal y como lo era antes de… De lo que él seguía percibiendo como real. Quizá todo eso simulara una suerte de ceremonial de instrucción, para colegir algo que aún no comprendía. Solitario en su resguardo, instituyéndose como uno más entre las columnas y mobiliario del lugar, no sabía que conjeturar. La noche parecía cuidar de él, adpero, en oposición, el día lo hacía sentir débil, abatido. La desazón crecía con cada inspiración de sus pulmones haciéndole sentir que no encajaba en ningún sitio. Recordaba el mundo de forma disímil y en sustitución de eso tan solo le subsistía una cargante soledad. VII Sintió temor. Un profundo recelo que le confrontaba consigo mismo, ¿Quién era realmente el dueño de aquel reflejo sobre el grueso vidrio del ventanal? Alguien que no reconocía, una silueta andrajosa disimulada en un sibilino abrigo, alguien que se presentaba cual reflejo de un fantasma con la única finalidad de enmarañar su mente. Sentía Muré que solo el aire viciado de la ciudad podía liberarlo del hedor que expelía su propio nido. Empero, de forma penitente decidió castigarse, cerrando el ventanal y dejándose caer por el plano de la pared llegó hasta el suelo, para esperar de nuevo, inmutable, su luz que para otros era oscuridad.

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De la nada el silencio se hizo canción y una música inmemorial, como sonido de gaitas, llenó el recinto de agradable mesura. Avivado, Roalb bailó, rió con desparpajo y en el momento propicio…abrió de nuevo el ventanal lanzándose como antes al vacío, en busca de la cándida piel de su amada (Esa misma noche zanjó hacerla suya y se juró a si mismo que nada lo evitaría). Las portentosas alas surcaron los cielos dibujando la silueta de la criatura alada. Roalb Muré sintió esa noche una conexión única y maravillosa: como si atravesara los intestinos de la víbora de concreto y a su paso la conjurara, coexistiendo a modo de cuerpos que se fundían en un éxtasis espléndido; en el letargo de la noche que jugaba a ser su cómplice. Una celestina reservando para él las carnes tiernas, de quien sus fantasías habitara, infundiéndolo de anhelo. El acaso o la tragedia, al postrer, consintieron que Roalb fuese fiel a su promesa. Pocos minutos después la mustia calleja fue testigo del florecer de un augusto desenlace: El mirar de los amantes se cruzó justo en la portezuela del bar, en el entrevero risueño de meretrices avejentadas y, cantilenas ebrias solfeadas al trino de sus gargantas. Forjó el acápite una gran obra, complaciendo a la casualidad, buscando la culminación de una quimera. Conviniendo fructífero el sueño de un ser cuya indecisa bizarría, no sería impedimento para el gozo del amor. No obstante, esa noche envuelta en un halo misterioso, parecía enarbolarse de irrealidad. Sensación de la cual Roalb hizo caso omiso. El palacio convertido en bacanal abrió sus puertas para él. Múltiples caricias le convidaban a cumplir indeliberadas fantasías; pero su neutral objetivo seguía siendo, ante omnia, el mismo. A pesar del roce sugestivo de otras pieles que invitaban al placer. De ningún modo convendría acicate que mudara el único y preciso asunto que le ubicaba en aquella comarca de deleites [El distintivo rostro angélico ante cuya efigie se rendía cualquier muestra de belleza falseada] Las otras no resultaban más que copias burdas del primor que ansiaba y su entusiasmo era parvo para descarriar la afanosa búsqueda que, en principio pareció inútil, puesto que en la tregua del resquicio de la entrada había perdido la silueta y aroma que seguía. Sin

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embargo, la entelequia estaba servida esa noche. La ansiedad mutaría en frenesí, y la copa rebosante de deseo volcaría, sin reparar en excesos, el albur que le había llevado hasta ahí. Justo ante él, en medio del ambiente trémulo de música y cuerpos avivados, brotó de nuevo la fisonomía de su ángel. No muy lejos, escasos dos o tres pasos les distanciaban. Esta visión descartó todo pretexto, fue una señal para Muré; un hado de buena gracia que lo excluía del plano terrenal de los mortales. Ansioso caminó hacia ella como telegrafiando los pasos, sonrió, y el empalago de emociones se acalló en una suave y muda caricia cuando sus miradas se acertaron. Así, sin más, fundidos en un subjetivo arrumaco emprendieron marcha por un sempiterno y enmarañado pasillo de recovecos, en cuyas tangentes se veían los dormitorios aireados por adustos y escandalosos ventiladores, cuyo soplo apenas si refrescaba los extenuados cuerpos de amantes desvergonzados. El dulzón aroma del ron se confundía con el agridulce de las gotas de sudor y las evacuaciones lechosas <el lugar realmente apestaba> sin embargo, el efluvio que manaba de ella, tan frutal y exclusivo, embargaba a Muré impidiéndole razonar. Entretanto, la deseable silueta ajustada en la tesitura del rayón lo invitaba a una pasional locura. Roalb se sintió más vivo de lo que había sido en semanas, vehemente de aleccionarse sin prudencia en aquel bacanal impúdico. El marchito ambiente se dotaba de un extraordinario brillo que ofrecían las amplias caderas de su ángel, a quien seguía cual chiquillo obediente. Poder hacerla suya, era un laurel que le desterraba del fenecimiento de aquellos tabiques que los rodeaban y le confería la mayor de las riquezas. La convicción de una sincera espontaneidad de amantes que se anhelan desde siempre, se instaló en su corazón agitando la consonancia de sus pulsaciones. El esplendor de un mundo ajeno a toda fuerza terrenal, le acompañó hasta instalarse en el quicio de la puerta, que al intervalo se entreabrió exhibiendo el interior del cuarto; declinando tras ellos el bar y sus sonidos decadentes. Muré quiso conversar, pero el mutismo del ángel le conminó de hacerlo, no obstante, fue espontáneo en rodearle la cintura y guiarla hacia el interior donde decididamente se instalaron. Aun así, se sintió temeroso

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y vacilante en su proceder, mientras entrecruzaba sus gruesos dedos en la finura de aquella delicada mano, que le transportaba al exótico paraje de sus emociones. Sin pleitear más con su intención de articular palabras, entendió que estas sobraban en tan sublime momento. El porvenir se ancló en las paredes que les rodeaban. Los amantes fueron cómplices mudos de lo que ahí ocurría, un velado albur que no interrumpía el traquetear de oxidados tálamos en las habitaciones contiguas. VIII Así, Roalb Muré se aventuró por el camino de una fantasía etérea, al interior de un palacete transfigurado en la ciudad misma y la luz de la luna corrigió el reflejo de lo antes dispuesto como candiles. Antes de avecinar sus cuerpos, el hombre alado se persuadió que no existía error en su proceder. —No, no lo había— se repitió acercándose a ella. Sería la una o poco más afianzada la madrugada, pero, incluso, si el amanecer le hubiese sorprendido, aun así, se habría unido a su ángel en el cortejo pasional que los sentidos demandaban. Avivado espoleó las tirantas del vestido, que se abatieron liberando la desnudez de unos suaves hombros y en su derrocamiento hacia el suelo; descubrieron la candorosa geografía de unos senos labrados de egregia maestría, cuyos pezones rosáceos ambicionaron, celosamente, detener el inevitable dispendio de la suave tela. Alentado, siguió repasando la silueta que agitaba el torrente convulsivo de sus venas, la miraba con avidez. Cada tramo de aquel femíneo cuerpo era una oda de perfección. Ella se mostró dispuesta, sumisa en la ligereza que descubría su naturaleza íntima. Finalmente, las prendas se asilaron en el suelo de baldosín encarnado (las de Muré casi violentadas por su propio arrebato) para luego fundirse en una mixtura, art déco, junto a los zapatos. El cuerpo del hombre alado se proyectó ásperamente hacia el de la frágil beldad, y amparada entre sus fuertes brazos, él, le condujo hasta la cama de hierro en cuyo borde se dispusieron. Muré se volvió con el rostro adornado por una sonrisa y, al unísono, también en los labios de

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ella se delineó un tímido esbozo de complacencia que consintió al instante ser besada. Luego, con total indulgencia descargó suavemente la cabeza sobre el almohadón pintado de florecitas rosas y nácar. Enseguida, Roalb, se elevó por sobre el obsequioso cuerpo que le invitaba al regodeo lúbrico. Ahora podía apreciar cada milímetro de aquel anhelado paraíso, y transitando los labios entre los exquisitos senos, volvió la mirada hacia la travesía epicúrea y húmeda, donde su ser guardaría refugio. Las pupilas dilatadas de placer se acoplaron en una precisa pausa cuando la proximidad abrió paso entre la tibieza de los muslos, y el suspirar fue íntimamente acallado por sutiles jadeos. El hombre alado olvidó por completo el amparo de sus majestuosas alas, encajándose con fiereza en la consistente dermis de su amada. Tampoco ella pareció percatarse de la existencia de dichos apéndices fastuosos, incluso, cuando sus manos le apretujaban con vigor hacia su cuerpo y las uñas se adentraban en la carne de Muré, surcándole la espalda como pequeñas espinas de un rosal vulnerado. Ya no había soledad en Roalb, ni tristeza, tampoco el ruido que calaba el viento en un bar ahora inexistente. Podía apreciar las estrellas, la luna en lo alto; el céfiro del crepúsculo. Todo fundiéndose en un baladro natural símil al grito de Munch. No existía el fosco escenario de un lugar corrompido de fetidez, plateas íntimas que enfermaban a micción, y gradillas envenenadas con el aroma a tablón fermentado por el besuqueo del desparrame de alcohol, y excretadas de un aliento raptor. Mientras afuera resistía la visión de un infiernillo, en un retozo atemporal, los amantes avivados y dotados de hermosura angélica, se abastecían de placer en la reclusión de su espacio exclusivo. Concediendo que sus resuellos sustituyeran el perturbar de la música, de la vergonzosa danza que se licuaba en un agitado y primitivo rechinar que embrollaban sus contiguos; esos que magullaban la grosura de su ser con instinto animal. La mansión sin brisa, viciada a serrín oxidado, a fundas aceitosas y humedad, variaba en un apócrifo palacio repleto de celestiales delicias; una egregia libertad que les condescendía transitar por una alameda de deseos. Refugiándolos en la inminencia de sus gemidos, y dejando entre renglones la miopía que anidaba al otro extremo de la puerta.

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Varias veces se liaron sabanas y cuerpos, ¡Que celeste albur había puesto al hombre alado en aquel sitio noche! Su ángel, más hermosa de lo que imaginaba, ni siquiera parecía un ser terreno. La miraba atentamente valuando su posesión, rumiando las contrariedades que habían estado a punto de alejarlo de tal gracia y donaire. En aquel navío lúbrico se trenzaron, en ondulaciones carnales frente al muro que sostenía un ennegrecido e impreciso ventilador, horadado por las arenas del tiempo. La transpiración erótica se desleían entre fundas, y los amantes se arrumbaban en la gloria de su apetito, como si hubieran aguardado por siempre ese momento. El estentóreo musical, las carcajadas, el rechinar de catres eran disonancias ajenas para ellos. Se perderían en el tiempo, entre minutos que acosaban las manecillas del reloj hasta su final interfecto. Muré gozó de toda la voluptuosidad que manaba del ángel, del movimiento armónico de sus caderas. Casi había olvidado que es posible acertar un placer semejante y fue resuelto en desfogar sus instintos, replantando el jardín de sus pasiones con aquella flor. No abdicó hasta el desfallecimiento, hasta que el exquisito placer intimo y secreto, le arrebató el aliento en un fulminante y vehemente estertor que lo abatió sobre el cuerpo de su amada, quien pasmada por la indeliberada satisfacción sobrellevó entre gusto y deseo, la fruición cortejada de sorpresa y dolor. IX Para Roalb aquel espacio era el centro mismo del universo, y adormiló por un instante, exhausto junto a ella, para reavivarse solo minutos después. No sabía del tiempo transcurrido, pero la placidez del momento dio paso a la alarma de la partida, del bienestar sucumbido. Aunque no quisiera marcharse el rayano desenlace era egoísmo que el reloj anunciaba. Con sus cuerpos de costado y rostros enfrentados, le apenó ver la expresión triste en aquel semblante de finas facciones y escudriñando esa

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mirada halló su propio reflejo en ella, confirmando que estaba vivo. Sin embargo, se sintió egoísta, con un trazo de vergüenza matizándole el alma en medio del espacio sórdido que se revelaba a su alrededor. Muré supo que los minutos se aligeraban, que no podría retozar en ese estado por siempre y que, todo lo bello a la postre concluye. Con desaliento redimió su cuerpo del catre rechinante y avanzó sin pudor en dirección de la añeja ducha que aguardaba a un par de metros. Ella, quien aguardaba de espaldas, giró, se sentó y avanzó tras de él, con la cabeza apuntalada hacia el suelo; abrazando con la mirada el rancio baldosín granate. La ablución les albergó entre roces furtivos subyugados por el silencio, y mientras el cristal líquido aseaba su bella desnudez, ansiaron eludir la azarosa realidad que revelaba el sino circunstancial de su encuentro. Roalb en verdad deseaba que no fuera esa la primera y única cita, adpero, la incertidumbre lo acallaba; el temor a lo que esa mirada cercana y distante a la vez pudiese discernir. Simplemente, se aferraba a la pasión ya desahogada, al regocijo de las formas femíneas que le habían conjurado esa noche, aunque con cierto recato, se tomaba libertades para seguir escudriñando tramos de aquel prodigioso cuerpo, cediéndose al regodeo de las cálidas pantorrillas y las pulposas nalgas, mientras el suavísimo vientre le acogía en una calidez que el agua congraciaba. A la vez, buscaba evitar que el ángel advirtiera las membranas que rompían la carne de su envés y en forma de alas lo hacían libre. Mas la lógica diría que, ab initio, ella conocía de esa existencia, empero, prefería creer que su secreto reposaba en el fondo de su propia conciencia, en el cofre oculto de una verdad adecuada. Pero, sui generis, se desnudó una sorpresa mayúscula, cuando las manos del hombre alado prodigadas en la delectación, intentaron acariciar el fresco y níveo busto rodeándola desde atrás, y reveló para su asombro, en principio, algo que dio paso enseguida a la fascinación de tal prodigio desplegado ante él: Ahí, justo en frente, brotaba algo a lo que difícilmente podía dar crédito. Sorprendido le sobrecogió una mixtura de sentimientos que iban de la contracción al sollozo. Al roce de sus manos, directamente sobre el

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suave dorso de la doncella se exhibía la huella de un par de membranas cercenadas; las cuales, Muré concluyó habrían sido un par de alas. No pudo contenerse y exclamó en un donaire de expectación y alborozo, pero a la vez de aflicción: —¡Eres un ángel, realmente eres un ángel! Ella giró, y mientras escurría su empapado cabello, lo miró con afecto, besó sus labios y respondió con escueta naturalidad: —Gracias—, como si aquel motivo de alegría y novedad no significara absolutamente nada. ¡Ay del hombre alado! Ahora que parecía hallar un ser afín en sus particularidades, se allegaba el reconcomio de dejarla en ese sitio. Esta idea le martilló las sienes, quiso llevarla consigo al firme espacio de su nido y así cuidarse mutuamente. Pero esta preocupación se extraviaba en el tímido guiño de quien le invitaba a marchar, a pesar de los entresijos de su aliento entrecortado. El reparo de asentir ante la ironía que suponía haberla hallado, tan solo para perderla al instante, era un cargante impuesto que le conmovía las entrañas. ¿Y si fuese la última vez que la veía? Resignando la regadera y los oropeles, ambos se adelantaron al espacio de la habitación donde reposaban sus ropas y vistieron sus desnudas carnes sin cruzar palabra. Aunque Muré, azorado por la decapitación de los apéndices alados, otrora vestigio de un premio único concedido a seres superiores, quiso indagar el atroz avío que promoviera semejante finiquito. Pero antes de siquiera emitir argumento alguno que revelara tan horrendo castigo a la libertad, ella, gesticuló con la cabeza una señal de rechazo evidenciando su negativa de tocar el asunto. Con el ahínco intacto de querer protegerla y juzgando un fulgor de miedo en su silencio, razonó que el delicado ser demandaba amparo, uno que probablemente solo él podía dedicar, y que sus palabras sancionaron: —Ven conmigo —señaló— solo deseo que… Pero ella le interrumpió con un guiño y sonriendo retraídamente, elevó su dedo hasta los labios de Muré, sellándolos devotamente, para indicar a continuación su clara postura:

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—No lo sé…no será hoy, pero si vuelves estaré aquí, mas no prometas lo que tú mismo no controlas— Resultó un laudo contradictorio para el hombre alado, el motivo de dicha respuesta ¿Cómo prefería seguir entre la decadencia de esos muros y renunciar a su cobijo? Con todo, su juramento era cuidarla, y por ventura la causa de su negativa podía ser la simple desconfianza que, confiaba erradicar en una segunda cita. A ello apostó Muré guardando la sutileza de asentir una sanción que, sin ser compartida, respetaría hasta el adecuado momento. Con pasión intensa la acogió en su pecho, y se concurrió en un sentimental susurro como resignando su señorío: —Adiós, ángel. Pronto nos veremos— Conservó su aroma y, también, el reconcomio de haber sido más persistente. Adpero, el hombre alado marchó hacia la lobreguez de la puerta, en la precipitación de una irrevocable fuga y la desidia de tener que aguardar hasta una próxima visita. Las manos se desligaron en el equivalente de dos losetas, señalando de golpe el camino de salida. La hora del crepúsculo hundida en los intestinos de la víbora, no era perceptible en los entresijos del bar, lo mismo podían ser las tres de la mañana que las cinco de la tarde. En el vencimiento de lo inevitable, Muré, la miró de nuevo y en el interés de lo que se antoja perdido, exhortó una promesa: —¡Jura que me esperaras!— El ángel habló con ojos que no supieron revelar el secreto que encubrían y, al entreabrir la puerta, el elipsis fue expatriado por un baladro de libertinaje que acogió sus formas; transitando de golpe a un estadio disparejo donde todo se apiñaba y subyugaba de perdición. Al salir tropezaron con la masa agitada de comensales de bar, el ruido y las voces que rompían la consagrada paz que lentamente se desinstalaba de su ser. Roalb descubrió que la lógica es un remedo de parodia carente de certeza y contenido, meramente, quedó en silencio viendo como ella se adelantaba para guiar el vaivén de sus deseables caderas, camino al tumulto que aguardaba en el salón principal.

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A sus espaldas había quedado el umbral que separaba realidad y fantasía, cuyo arco daba paso al amplio salón adornado por una alargada barra de madera; moldeada con un viejo roble inmolado para el solaz de comensales ebrios. Un pretérito roble cuyas finas líneas de ámbar recordaban el tesoro de su existencia y lo nefasto de su muerte, mutilado por una sierra cuyos dientes vencieron un día su duro ser. Asimismo, representado en aquella escena quijotesca, observaba Muré a los que antaño fueran hombres y mujeres, en aquel espacio solo restos de una humanidad perdida. X Cuando ella se alejó sin fingida cortesía, solo entonces, pudo distinguir a esos que apestaban a licor, humo, y prendas sudorosas; sus ambarinos dientes que reían en una psicosis nerviosa, mientras danzaban con tremor y ánimo cataléptico lisonjeando el vientre desnudo de las prostitutas. Eso eran… ¡prostitutas! y su ángel también debía serlo, a su pesar y a peso de su inconsciencia. No podía ser de otra manera. No obstante, para Roalb la suave piel y el dulce sexo de aquella, proveído por unas monedas que no recordaba del todo haber cancelado; no era en absoluto la veracidad de su condición. Sino la excusa para reunirlos en el mundo, un lugar al cual ninguno de los dos pertenecía. En una ciudad sin nombre que los abrazaba en la oscura noche, una víbora desde cuyo interior solo era evidente lo más escabroso de la especie humana. Todo el barullo se articulaba en un solo vocablo, era la adusta voz del monstruo dentro del cual se asociaban los burdos comensales. Una beligerancia y caos que advertían a Mure la precisada evasión de aquella majada donde su naturaleza resonaba exótica. Adpero, algo había perdido en aquel paraninfo de sexo que transitaba: el aroma y la silueta de su amada. Con apetencia procuraba que las delicadas formas surgieran en ídem condición a como habían desaparecido, pero, lo único que acertaba era odres y meretrices amigados en el licor. Intentaba descifrar en su

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asechanza ansiosa un tesoro que escrutaba, sabiendo que con cada minuto se hacía más tardía e inoportuna su partida. El aire se le comprimía en el pecho, mientras contendía por abrirse espacio en medio del comercio de carne libidinosa. Los pensamientos se le encajaban y enmarañaban en la cabeza. ¿Dónde estaba el ángel? ¿Cómo, en su distracción se había permitido perderla de vista? ¿Acaso sus pasos recorrían ahora el boulevar de sexo en que voceaba la cruda noche? Apenas transcurridos unos minutos y ya rasgaba su propio juramento. ¡Tonto! Se había prometido cuidarla con vehemente cariño, pero con pueril impericia la dejaba escapar como agua destilando entre sus dedos. ¡No… no podía ser de ese modo! Y una vaga presunción le abrigaba la esperanza de que, la fina doncella, no hubiera conducido sus pasos en dirección al esquivo jardín del crepúsculo que aguardaba afuera. Así, en su delirante conmoción y dominado por el credo de hallarla, se apremió de nuevo en los pasadizos que conducían a las habitaciones. En esos pasillos adosados de gemidos y estertores, como suplicas desarraigadas al aire. Íntimamente ligado a la inexistente simetría de la víbora, mutada en laberinto críptico, rompía Muré de ansiedad los intestinos pestilentes del monstruo. La inescrutable incógnita le distanciaba de cualquier sentimiento fraternal: odiaba ese ser maligno que engullía a su ángel, suprimiendo todo rastro de ella y obligándole a libar el néctar amargo de la perdida. —¡Heredad de perdición donde la has llevado! —se afligía en su clamor. Mientras su carrera frenética se avivaba, incluso, en portones ajenos de epígrafes excitados y rostros patidifusos. Pero la pesquisa de nuestro furtivo acechador se avejentó cuando la brisa trajo consigo un par de hercúleas manos que le disputaron el espacio en medio de la cerrazón del pasadizo y se apremiaron con fuerza sobre sus hombros.

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Inmóvil, el hombre alado certificó quien le atajaba. Hasta escuchar un firme vocablo desgarrando el enigma: —¡Que ocurre imbécil¡ —bramó un excesivo retumbo vocal, prorrumpido de la garganta de una ciclópea figura aceitunada, cuya fisonomía era enrevesado distinguir en la oscuridad. — ¿Que fisgoneas aquí? ¿Qué quieres?— Insistió el gigante al ensimismado Muré. La respuesta se le agitó en la cabeza, mas en principio no consiguió desligarse de su laringe. Asediado por las manos que le apresaban procuró vencer el estremecimiento que le suspendía el habla, entendiendo que debía dar respuesta a su acucioso interlocutor. —¡Busco una mujer!—Confesó finalmente Muré—Busco a alguien…—masculló de nuevo, mientras seguía con la mirada la silueta que en la lobreguez apenas si era perceptible. Sin embargo, el grueso escudero no fue compasivo con la preocupación del hombre alado y desmesurando la esclerótica de sus desparramados ojos, exigió que este retornase por el pasillo rumbo a la salida. —¡Entonces anúnciate como todos en la recepción del bar!— sentenció el gigante mientras lo guiaba, aligerando con las pesadas manos el éxodo y omitiendo cualquier gentileza. Mure se sintió desconcertado ante la anuencia que parecía invocar aquel lugar en relación con su ángel. Era como si para los que anidaban al interior del palacete mundano, la presencia de tan extraordinario ser resultara de lo más común o ¿acaso eran otras las razones que se disimulaban con hermetismo? Algo no encajaba y quiso hacer lo correcto al negociar con su escolta: —Tal vez si usted me permitiera hallar a quien busco, podríamos llegar a un acuerdo benéfico para ambos—sugirió Roalb, virando cuarenta y cinco grados su cabeza. —Creo que eso no sería correcto— expuso el otro. —Bueno, solo si…

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—Señor por favor solo siga— irrumpió el gigante. Instituyendo un molesto silencio hasta el reviro de la salida. Parecía no haber señal de ella, la alarma por lo que ocurría en ese lugar cacareó en las sienes de Muré, adpero, quien lo custodiaba solo quedaría tranquilo cuando él dejara el bar. Lo supo al intentar retornar a la algarabía y ser subyugado por la fuerza para continuar el trayecto que conducía a la puerta principal. En ese preciso instante su mirada se espoleó con una imprevista sorpresa al acertar las formas de la calleja y, perplejo, encontrar la mirada llameante del cachorro infernal que la noche anterior le espantara; la cual se develaba a la distancia ensordeciendo la bruma. Una repentina contingencia, anuncio de una noche ansiosa que lo esperaba. El albur señalando que, tal vez, el ángel recorría esas gélidas calles, mientras él perdía tiempo buscándola al interior de aquella mancebía. De tal suerte que sin mayor protesta se liberó de las manos que lo asían, y circunscrito en la señal que aguardaba afuera, se aligeró a la fuga en el denuedo de encontrarla. Afuera, una vez ampliada la distancia entre el bar y las sombras que lo arrumbaban de su nido. Su andar fue la beligerancia entre la lógica y la propensión de permanecer junto a ella. A pesar de estar habituado a recorrer el plano de la gran víbora, esta vez se sentía irresoluto, guardando la firme esperanza de conservar la esencia de su ángel, y no por el contrario el automatismo de ires y venires, entre rostros curiosos auscultando su naturaleza privilegiada. Suspiró. Hondo y prolongado. Entonces, verbigracia de una fuerza secreta se abatió el misterio y la esperanza renació al divisar a lo lejos la silueta del ángel, evaporándose tras el vértice de una esquina coronada por una edificación de ladrillos carmesíes. Tras ella, un varón de oscuro traje propio de la indumentaria usada por los frailes parecía seguirle. Se apresuró Muré para alcanzarla, entre las sinuosidades de una calle atiborrada de espectros que ansiaban raptarlo, dilatando su paso. Avanzó por un túnel oscuro, solitario, donde la víbora de concreto se manifestaba como una inmensa necrópolis, rebosante de misterios. Cuando, al fin, la esquina del

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edificio estuvo a su alcance el ángel había desaparecido, igual que el hombre de traje oscuro; también el cachorro infernal. Incluso la orilla que definía la acera peatonal ya no estaba. Era como si el mundo mismo finalizará en aquella arista, emergiendo una quimera que se transformaba en el más profundo vacío. Sintiendo el impulso acerbo que le enfriaba las entrañas e ignorando el tic tac del reloj que apremiaba el amanecer, quiso develar el misterio que rotulaba aquel escenario. Y cercado la bruma irguió sus hombros, arqueó la espalda y batió las alas para elevarse por encima de aquel coro de miserias que llamaban ciudad. Auscultó con la mirada las calles, la proyección de sombras, los vértices de la parroquia; el bar, la acera, vehículos que iban y venían. Metros de asfalto que se burlaban de su prisa y le aguijoneaban de desconcierto. ¿Dónde había ido el ángel y quien acechaba tan próximo a ella? Pero la aurora lisonjeaba la noche oscura, y un jardín de infecundidad florecía en su avivada pesquisa. Tendría que escapar a su refugio antes de ser notado en el cielo. No había conmiseración en ello, pero era forzoso abandonar dicha estratagema en que la víbora enmarañaba su ser. Era solo un ser superior sin porvenir, constreñido a desembarcar en su refugio, ocultándose del vulgo ignorante. Más allá de conjeturas o impresiones, la inmensidad de los cielos era un horizonte sin obstáculos que debía atravesar, dejando velados los peligros que recorría su ángel. Era esa la penuria de su tibieza, por no haber sido más inflexible en su decisión de llevarla consigo. Sin darse cuenta el señorío del resplandor matutino logro alcanzado, alguien podría haberlo visto emprender el vuelo, y su irreflexión ponerlo en evidencia. Los minutos confabularon en su contra, la distancia al nido se dilataba inusitadamente, y el calor se fundía en sus alas como si estas fueran de alquitrán. Se sintió en extremo pesado, apenas consiguiendo mantener el vuelo, solo por suerte alcanzó el ventanal para desplomarse fulminado en medio del salón. Si bien la noche le alimentaba y congraciaba su particularidad, el día le arrebata todo sin acento de bondad. Más de doce horas se abrigó a

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la quimera que la extenuación de su cuerpo exigía, elipsis que le alivianó entre sueños, sueños de libertad.

LA BÚSQUEDA DE UN ÁNGEL

Sueños exaltados se volcaban sobre él licuando su mente. En ellos la veía caminando a su lado en una amplia y verde pradera, que al instante mutaba en un sombrío camposanto, abriéndose paso a las arterias colindantes de la víbora de concreto a modo de exhalación; para luego contraerse y volver a su estado inicial. Por horas se repitió este sueño, hasta que la sensitiva caricia de la noche, posó su suave manto sobre la morada haciéndolo despertar. Muré se alzó con ánimo conservado y pesadamente anduvo bajo el cascarón de concreto que formaba su nido protector. Apoyado contra las paredes se dirigió hasta el lavabo contiguo al salón y enjugó su rostro en fría y refrescante agua. Mientras el hilo plateado se abatía en las fauces de la tubería nacarada, giró para observar el reflejo de sus alas en el espejo, tan solo para descubrir que estas no estaban y en su lugar solo encontró surcos rojizos que le atravesaban la espalda. Pávido, el hombre dejó caer el paño que secaría su rostro y se desplomó de rodillas contra el listón de madera que formaba el piso. Cubrió con las manos su rostro, y tembloroso quedó en silencio intentando reacomodar sus ideas y recuerdos. Lejos de sentirse el otrora ganador de un don de divinidad, el crujir de la madera, el impacto del agua contra la loza del lavabo y el profundo silencio que imperaba en el gran salón blanco y austero; lo obligaron a evaluar la situación, entonces, se incorporó y rebuscó con la mirada memorias de una vida normal que activara en su discernir alguna lógica, simples hechos reales, y se escuchó a si mismo repitiendo: —Roalb…Roalb ¿Qué ocurre contigo? Absorto en semejante confusión husmeaba los rincones de aquel lugar en busca de rancios recuerdos, pero su mente embotada certificaba que sus vivencias no eran solo un sueño. Así que descargó los parpados

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queriendo que esa realidad amarga y aborrecible acabara, devolviéndole el instintivo anhelo de victoria del absurdo sobre la razón. Y como lo previera, transcurrido un rato, rechinó un crujir de carne desgarrándose, acompañado por una sensación de extremo dolor; intenso como si barras de metal le atravesaran el tórax buscando la ruta hacia la espalda. Su cuerpo debió activar toda la reserva de analgésicos naturales intentando mitigar semejante tortura; los dientes crujieron sellándose en el mutismo del dolor. Muré, dando tres pasos se desplomó boca abajo en el salón resoplando con la visión nublada; consumido por la terrible vivencia, mientras, se elevaba la imagen de un ala que se extendía con blancas plumas teñidas de sangre; a pesar de todo, sonrió, entendiendo que la libertad tiene un precio. Aun con el dolor latiéndole en los músculos rasgados y cargando el peso de sus membranas que ahora resultaban más pesadas de lo habitual; se arrastró con dificultad hasta el borde del ventanal, alzó lentamente la cabeza, a pocos centímetros del suelo donde aun se hallaba tendido. Sabía que del otro lado se alzaba imponente la figura de la ciudad, la sentía majestuosa con el arribo de la noche; quería salir volando de inmediato, pero la extenuación se lo impedía. De modo que, llanamente, se mantuvo inmóvil apreciando la difusa silueta de la luna, escondida tras el lienzo pardusco del cielo ausente de estrellas. Dando espera a que su cuerpo recuperara el aliento. En su soledad ansiaba el tiempo de reencontrarse con su ángel, aferrarse a su cuerpo y sentir el aroma frutal de su piel; diluirse de nuevo en la melancólica mirada bajo el abrigo protector y cómplice de las sombras y derramar una vez más la vida entre sus piernas. Estos pensamientos le subsanaban el trauma físico de la transgresión a la carne, embotando los sentidos. El recuerdo de ella era un estimable astringente que insensibilizaba el dolor físico, siendo propicio para liberarlo de aquel encierro abrumador. Le influía la cercana paz de una nueva cita, el arbitraje de rescatar al ángel de las entrañas infernales de aquel inmundo claustro parido por la víbora. Era ese su objetivo. Todo lo había planeado. Llegaría al viejo bar de muros gélidos, para reunirse con su amada a la luz de los candiles encendidos a la entrada, y entre bultos corpóreos y

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pieles ajadas usurparía al ser angélico luego de saludarla y, ella, responder su saludo con dulce voz. La redimiría del vapor blanquecino y titubeante de los tabacos hasta que el éter de su aroma infundiera la calle que recorrían. Después, abandonada definitivamente esa calle la llevaría a su nido, donde el amor se consumaría en una dimensión majestuosa. Refugiándose en el primor de criaturas superiores que, juntas, se liberarían cada noche a través de ese ventanal, sobrevolando a su antojo con la única luz de la luna y las estrellas en lo alto; aislados del egoísmo de los seres errantes borboteando en lo bajo. Entonces la víbora no podría asestar nunca más sus colmillos sobre ella. Acompañando por esta certeza, Roalb volvió sobre sus pasos y extendiendo las alas se lanzó al vacío, batiéndolas con fuerza hasta enderezar el cuerpo; para elevarse luego, a gran altura, y dar inicio a la travesía. XI Corrían los días de un monótono y gélido mes de agosto, pero esa noche vibraba en su ser una flama espirituosa. En su aislado recogimiento Muré se hacía ajeno a la inopia de los mortales, a sus derechos negados, vulnerados o abandonados por voluntad propia. Entretanto, las fronteras cripticas de la gran víbora se alargaban en una profunda indiferencia hosca y fuliginosa, que no consentía ser acariciada por los tentáculos de aquel susurro belicoso que formaba arreboles en el aire. Los entes errabundos no eran más que ratoncillos caídos en una trampa donde se apaciguaba y dejaba estar la víbora, pálidos y temerosos cuando esta exhibía sus colmillos nacarados. Abiertos los cielos para Roalb, tímidas sombras dibujaban sus alas y esa noche particular sellaría el destino del hombre alado. Algo había cambiado, sin duda, en Roalb Muré. Era como el capitán de un navío que se encalla y en lugar de girar a babor considera que lanzar el ancla es su única salida. Así vivía la confusión en su mente como si los hemisferios de la razón se hubiesen trastocado y puesto en oposición.

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Una sonrisa le encontró sobrevolando las calles, zanjando avenidas mientras rompía el viento rumbo a su anhelada estación, con aliento expiatorio, empujando con fuerza sus alas. Buscando en la sombra el emerger de la silueta del bar. La ilusión podía leerse en su mirada, buscando aquel punto de luz que impulsaba ruidos al viento; donde las meretrices charlaban y aguardaban a sus clientes. Siguió su recorrido con el retumbo inquebrantable de un aletear ansioso. Con la mirada indiferente ante los juegos necios de los hombres. La ilusión y la paz del ansiado encuentro le ofrecían lo justo para situarse presto en aquel alcázar de perdiciones. Al descender hurgó con la mirada entre el sitio que ocupaban las demás, para encontrar a su ansiado ángel. Luego, se hizo espacio quedando rodeado de fingidas risas mezcladas con la amarga hiel de mujeres y hombres que eran simples objetos de una sociedad decadente. Jovencitas sobrecargadas de maquillaje, obreros y burgueses mezclados a la entrada, esperando turno para salvar el umbral. Mientras, él seguía propuesto a reunirse con alguien que evidentemente no pertenecía a ese sitio. Con cierta prudencia se imbuyó en el ambiente donoso que reventaba adentro. Denotando extraordinaria memoria, el gigante aceitunado de la noche anterior pareció reconocerlo, y esta vez con inusitada cortesía le sugirió que escogiese una ubicación que apreciara de su agrado. Marchando por entre las mesas afluyeron al costado de un gran salón cardinal, aquello parecía un carnaval de los muertos que desnudaba la profunda soledad de esos seres, entre los esplendores de nalgas y senos exhibidos con desfachatez. Después de la batalla para abrirse paso entre los beodos, Muré, consiguió una mesa en la cual instalarse. Con entusiasmo y una sonrisa sostenida, el gigante, preguntó que bebida deseaba. Roalb pidió un Monsieur Periné (Una especie de coctel de Whisky) Con sonriente conformidad, apareció cinco minutos después el gigante trayendo la bebida. El hombre alado no pudo más que agradecer el merito y con un gesto le liberó para que éste atendiera con su inesperada religiosidad a otros comensales. Luego, observó sin complacencia la frivolidad, los encantos exhibidos, pero despreció tales bellezas que llegaban a inspirarle un

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desencanto tal que rayaba con el fastidio. Abandonado tan solo a la pesquisa que sirviera a su satisfacción de encontrar a quien buscaba. A la adoración silenciosa de acertar la criatura de sus sueños, mientras daba sorbos a la copa. La ansiedad se convertía en nerviosismo, la ausencia del ángel era una enfermedad que punzaba los sentidos, se le helaba la sangre en las venas ¿acaso estaría con otro? esta idea le destruía el ánimo y, ¿si la viera cruzar el arco que daba paso al salón siguiendo los pasos de un amante furtivo, como antes había hecho con él mismo <pensaba> pero se avergonzó de esa idea que quiso desechar de inmediato. No tenia objeto seguir sentado a la mesa, no con la pasión que hacía daño y le retorcía los pensamientos. De modo que sin previsión ni disimulo dio manos a la tarea de buscarla. Asomando la cabeza para preguntar a los meseros, al tabernero; por entre las parejas que hablaban y los grupos de amigos, indagando si alguien la habría visto. La buscó por cielo, tierra e infierno que abarcaba ese lugar, obteniendo siempre una respuesta sorda, indiferente, a veces molesta. ¡Nadie había visto una mujer como la que él buscaba! Algunos lucían axiomáticos en su respuesta. Ni el gigante, tampoco la veintena de prostitutas o la celestina que esa noche visitaba el redil, y por obvias razones debía recordarla. Pero le siguió impulsando una obstinación tan profundamente arraigada como su sed de hallarla. Los demás le estorbaban, todo ese lugar le estorbaba, y su neurosis crecía enfrentándolo al desafío de su propia existencia, a la amenaza de una separación inminente; empujándolo a un inimaginable estado de aturdimiento. ¡Nunca…nunca debía haberse alejado de ella! Las consecuencias no podían ser más aciagas, el despertar de esa realidad signaba sombríos presagios. La celestina, quien le observaba le extendió una floja sonrisa, en la cual Muré delineó una farsa y, súbitamente, concluyó lo absurdo, casi ficticio del hecho de que nadie la hubiera visto. Su instinto le hizo razonar una conspiraron en su contra, el subterfugio de esos demonios quienes habían raptado al ángel con el único objeto de torturarle, cortando sus alas y ofreciéndola al servicio de moribundos seres que iban en busca de su final expiación.

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¡No puedo creerlo! — Exclamó—¿donde la tienen? ¿Por qué la ocultan? En el límite de la desazón sintió que los segundos se hacían eternos, antes de que alguien siquiera contestase su pregunta. Y como un rugido sus alas impugnaron la pérdida, emergiendo con ferocidad, sin previo aviso; ocupando el espacio abierto que dejaban en derredor los rostros curiosos ante su protesta. Sentía un irresistible deseo de abalanzarse y sin vacilación penetrar en ellos como lo hacía con la víbora de concreto. Su agitado error proyectaba la silueta inaudita en medio del abrillantando y sombrío burdel, variándose del rojo al azul y luego repitiendo el ciclo. La mirada de todos se agrandó de asombro, estaban extasiados, admirados pero al mismo tiempo temerosos observando la espectral estructura alada. Otros estaban realmente aterrorizados, desamparados del alcohol y vueltos a una cordura que de razonamiento tenía muy poco. Roalb avanzó con imperioso denuedo hacia la celestina ansiando, esta vez sí, una respuesta. El atemporal instante sofocó la música, abriendo espacio a un aire viciado de murmullos. Solo la presencia del gigante oscuro, quien con su mirada vacía le confrontó, consiguió contener un instante los avíos en la mente de Muré, apareciendo de súbito en medio del espacio que lo distanciaba de la mujer. Aquel parecía ser diferente a los demás se conducía como si el temor lo reemplazara por simpatía, no le alarmaba estar frente a él y su determinación no parecía representar una amenaza. Indulgente, descargó el pesado brazo sobre el lomo de Roalb y le susurró: —Amigo, te aseguro que no trabaja aquí la mujer que buscas— El hombre alado respiró en una larga pausa, intentando pensar en lo que decía aquel hombre. —Si es cierto, déjame buscarla en los cuartos, en la oficina…— —No vale la pena los problemas que vas a buscarte—indicó el aceitunado—si en realidad existe nunca estuvo aquí— — No es un error— insistió Muré—estoy seguro. —No voy a discutir eso—dijo el otro—te comprendo, pero esto que haces no tiene sentido. Si quieres dame tu número telefónico, y te aseguro por Dios que te llamaré si llego a verla.

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Inconcebiblemente el gigante parecía ser honesto, como si en sus palabras recayera una inexorable verdad. Enfrentado a tan imperfecto escenario, había perdido el aliento y dudaba también de su lógica, ya antes había despertado sin tener alas…¿Acaso esto no era solo un desbocado impulso de su mente? Incluso si fuera para él, conditio sine qua non,para vivir. Entonces, el aire se le abrevió en los pulmones soslayando perderlo todo, convertirse, meramente, en un manojo de emociones deshumanizadas. Sintió pavor y a la vez encono mientras farfullaba asido al brazo del otro: —¿Dónde está, que le han hecho? Y eclipsado por esos sentimientos, la criatura cerró sus alas para abatirse enseguida en llanto. Su preceptor permaneció en silencio, un compasivo silencio que corearon los demás seres imbuidos en su asombro. Hasta que uno de ellos se proyectó como una estela de aire que le cubría, apareciendo como una forma inmaterial, alguna suerte de energía corporizándose y haciéndose visible; oculto bajo el arco de un capuchón oscuro de forma redondeada, en cuyo interior solo discurría una sombra, un ser incompleto, un rostro inexistente que irrumpía ante él borboteando: —Ven conmigo, te daré lo que buscas—dijo acompañando sus palabras con ademanes. Aparecía de pronto un golpe de esperanza y el recelo que pudiera sentir por aquel desconocido era menor que la gran expectativa de develar lo que ignoraba y con perspectiva coadjutora este le traía. Su condición desigual y contradictoria no gravitaba la mente de Muré, además sus palabras podían conducirlo por un camino que le libraría de la tiranía cruel de aquella estancia que le negaba a su ángel. De modo que acogió con interés su rudimento. —Deja ya estas historias, ven sígueme—fueron sus siguientes palabras en la cacofonía áspera que emergía del fondo del capuz. Con una sonrisa bonachona el bruno gigante pareció asentir dicho resarcimiento al agobiado, mientras este se volvía de espaldas y avanzaba tras los pasos del hombre sin rostro.

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Caminaron por la estancia rumbo a la salida, y era el hombre sin rostro como un anciano monje de andar pausado pero resuelto. Al cruzar la puerta Roalb quiso hablar resueltamente, antes de adentrarse en las fauces oscuras de la víbora con aquel a quien apenas conocía. —Dime ¿quién o que eres?— —Bueno, pues eso no importa ahora ¿no crees? El hombre alado se sintió un poco irritado por la insubstancial respuesta. —¡Ven aquí!—exigió—¿Por qué habría de seguirte? ¿Acaso como sé si lo que dices es cierto o de interés para mí? Allegándose el ser de aspecto místico dijo: —Soy el camino a la respuesta que buscas, pero tendrás que verlo tu mismo. No tengo más que decir por ahora. XII Avanzaron furtivos entre la niebla, entre edificios y avenidas que se fundían con la insondable lobreguez provista de un hálito misterioso. Entretanto, Muré lejano a un par de pasos, indeciso se deslizó por el camino que dibujaba el otro, entre exiguas luces de quinqués que agrietaban la bruma. Lo contemplaba con curiosidad y desconfianza, sin embargo, no abandonaría el propósito fijado. ¿Quién sabe? Por ventura esa noche guardara para él la fortuna de una respuesta necesaria. La imagen lejana de la parroquia surgió dominante al doblar una esquina, se había distanciado considerablemente del bar, y el deseo de indagar de Muré, había mutado en expectación. El transitar de los andantes era el único ruido que alteraba la afonía de las calles, mientras se aproximaban a las paredes de ladrillo y arquitectura suntuosa del templo. Al llegar a la intersección principal donde se elevaban dos capiteles, se detuvieron. Roalb, extrañado, inquirió con la mirada la razón de su presencia en ese lugar. Pero consciente del rostro inexistente de aquel, en cuyos gestos ficticios no acertaría respuesta. Debió aguardar, con ansia palpitante, que los chasquidos de la disfonía del cicerone agruparan las líneas que convocaran el ideal que los ubicaba allí.

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Mientras le observaba con hipnótica contemplación, una sonrisa irónica emergió del capuz, tomando enseguida formas dialécticas. —¿Pensaste que esta era la entrada al recóndito alcázar de respuestas?—siguió riendo, mientras deslizaba la mano y con el dedo índice señalaba en dirección del poniente—¡Oh, no, no! No es aquí. Es ahí donde vamos. Y trazó el camino que llevaba hacia un cementerio contiguo a la parroquia. La mirada del hombre alado floreció en dirección a los contornos de la morada final de los vivos y sintió un estremecimiento que le caló hasta los huesos. El otro le tomó por el brazo y avanzaron con las fluctuaciones de aire que parecían más frías, y el viento se avenía a ellos como un aullido de lúgubres tonadas. Finalmente, alcanzaron el melancólico camposanto, trinchera conclusiva de las guerras de los hombres. Una figura retraída se distinguía a lo lejos, con las cárcavas de fondo, como si buscara algo o simplemente descansar el lomo fracturado por la carga de los años. Debía ser el sepulturero. Envueltos en silencio, prosiguieron con sigilo entre el desfile de lapidas regadas por aquel campo. Roalb, aspiraba develar cuanto antes el misterio que el hombre sin rostro aludía, o salir de una buena vez del frontispicio de la muerte. La respiración se le agitaba y la mirada se confundía entre el celaje rojizo, representando siluetas oscuras que no conseguía discernir si pertenecían al conserje, o eran almas errantes flotando entre ellos. Parecía adivinar él, más no el otro, lo insensato de la transgresión a esos terrenos hieráticos. La contradicción de su actuar y sus propios pasos resonando como un gruñido al pisar la fronda seca, erigían un monologo de preocupación en su interior. Pero con postración embrionaria persistía en la peregrinación, sabiendo que en cualquier momento el expirar del ocaso haría más inoportuna su presencia. Era este el curso de sus preocupaciones, cuando de pronto, el del capuz, interrumpió su razonamiento. —¡Hemos llegado!—señaló frenando junto a un viejo mausoleo. —¿Que hacemos aquí?—indagó Muré.

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—¡Vamos, solo sígueme! —masculló el hombre sin rostro, como si un premiado tesoro aguardara por ellos. Dirigiéndose de inmediato al interior a través de la puerta entreabierta. Roalb habría preferido no contravenir el descanso de los muertos, pero una duda interior lo impulsó a seguir los pasos del otro. Poco después estaban dentro. Una corriente de aire se contenía en ese espacio, arrastrando consigo un olor fétido. Un olor que se avivaba excitando el olfato, irrumpiendo el encanto del aire para tornarlo nauseabundo. Atributo este ajeno a su compañero, quien de espaldas a él, no evidenciaba conmoción ninguna, por supuesto, al ser un hombre sin rostro no adolecía la afectación de esos efluvios. Sin embargo, resultaba una incógnita cómo entre vueltas y recovecos conseguía desplazarse sin esfuerzo ni penuria evidente. Sin nada que revelase unos ojos, aquel era asombro y novedad. Por un instante, Muré, se sintió impulsado a revelar en vano el secreto que determinaba la afectación de su acompañante, la perspectiva de un oculto ser que era simple voz bajo un paño protector. Camuflado sabe Dios en que intereses, o producto de un simple ardid en el que ingenuamente había caído. Pero no lo hizo, por el contrario, el que vestía hábito frailuno, de pronto le cayó a los pies, como fulminado, y con un hilo de voz emergiendo de él, dijo: —¿Quieres ver? Luego alzó la mano y con el dedo tembloroso apuntó al fondo del mausoleo. El corazón de Roalb era como una herida abierta y palpitante, aquello no podía resultar más incoherente. —Escúchame ¿Qué es lo que ocurre? ¿Qué hay ahí? —En ese lugar reposa un fragmento de tu respuesta— sentenció—la muerte, el amor, la piedad y la vergüenza descansan a unos pasos de ti. Solo ve. —No. espera, yo no…sacudió la cabeza Muré—no debo hacer esto. —¿Cuánto tiempo llevas matándote la cabeza? Querías una respuesta ¿verdad? Empieza a encontrarla hoy mismo.

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Contempló conmovido la fresca puerilidad de la vida, reconociendo que estaba bien vivir, antes que la ingratitud de la existencia que acababa en un mausoleo como ese. Sintió la piel erizada y batió las alas como si fuese a emprende el vuelo. Pero le bastaba la exhortación de aquel hombre desconocido, de cuya boca emergía una promesa. Se acercó lento y dubitativo para contemplar el contorno de un ser sin historia, de cual lo único que sabía era que había muerto. Las telarañas y polvo a su alrededor visaban que hace mucho, eso era casi seguro. Certificó con la mirada lo que revelaba una larga cabellera enmohecida, entre huesos, descomposición, muerte y unos collares coloridos que todavía pendían de su cuello: la victima de tal abandono era una dama. Pero su intelecto, mezclado con admiración y miedo nada revelaban ¿Por qué el hombre sin rostro lo había conducido ante aquel espectáculo de menosprecio por la vida? ¿Cómo podría coexistir, allí, alguna respuesta a su búsqueda? Menos, aún, ¿Qué relación tenía todo eso con el ángel? Interpretando erróneamente que tal discernimiento vendría de aquel que hasta entonces le había acompañado giró. Pero la respuesta fue un laconismo de breve duración ¡el hombre sin rostro ya no estaba! Observó de un extremo a otro, y terminó por conjeturar la superchería de un taimado, más que la certificación de una respuesta. Empero, sus odios enfilarían en aquel de volver a encontrarlo. Todo lo demás, por añadidura, era su propia equivocación. Su exceso de confianza y el frenesí por hallar al ángel. De nuevo miró el cuerpo yerto, fijamente, y como si pudiera escucharlo preguntó: —¿Quién eres?— —¿Quién decretó tu muerte, abandonándote al pesimismo de esta insondable soledad?— ¡Cuánto menosprecio¡ ¡Qué final indigno para alguien que anduvo entre los vivos¡ —Adiós dama desconocida. Guarda tu ausencia y habita en la eternidad de tu prisión, yo partiré con el aliento que todavía conservo en mi carne, probablemente, un día lejano volvamos a vernos.

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Con estas palabras Muré abandonó el mausoleo y, reafirmado en su creencia de superioridad alzó el vuelo. XIII Voló como un fugitivo escapando de la aurora, renegando la desobediencia a su cordura. Las alas le redimían, eran un aliciente que le permitía ser libre y colocarle instintivamente a salvo, atravesando los lugares mejor disimulados por la bruma; entre viejos edificios públicos abandonados, cuyas puertas violentadas por mendigos formaban un corredor propicio para él. Aunque seguía combatiendo con el arrebato de haber perdido al ángel, se conformaba con poder llegar a salvo al nido. Prefería apaciguar el fuego de su mente, y creer que ella estaba bien donde sea que se encontrara. Su vuelo fue tan raudo que el mismo viento quedaba rezagado a su paso. (Ya habría tiempo de preparativos para buscarla de nuevo, ese día) Por el momento se conformaba con soslayar la situación impróvida a la que había sido empujado por el hombre del capuz. En adelante tendría que ser suspicaz y no dar sitio a lo que le ordenaba la exaltación de su ser. El eco de las alas era un estallido de vigor impetuoso, una carrera contra el tiempo que se detuvo de golpe al apreciar el ventanal. El hombre alado se encorvó y disgregó de su encuentro con la muerte, desapareciendo al interior del nido. Con la mirada nublada por el cansancio, cayó pronto en la alucinación del sueño perdiendo la noción del tiempo y el espacio. Adentrándose en quimeras que perduraron el tiempo dilatado que ocupan los sueños; en ellas acertó la fortuna de encontrar a su ángel, como también a otros seres superiores que le otorgaban la gracia de la sabiduría, aliviándolo de todo desaliento. —¡Qué preciado elixir!... ¡Qué dicha ver libre a su amada! Libre de toda ansia de sacrificio, recorriendo campos verdes; celebrando la felicidad de estar juntos, la gratitud de amarse. La fortuna de presentarse ante los suyos: seres místicos del pasado. Entre ellos olvidar las congojas

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de la ausencia, mientras danzaban en las alturas, en un abrazo eterno. El deleite de estos sueños hablaba de una pena extinta, de una renovada esperanza. Luego, la eufonía del sueño se transfiguró en un susurro, in crescendo, que le regresó del mundo de los durmientes. Aquel orfeón forjó, enseguida, una inaudita alborada. Agitó la cabeza creyendo habitar aún el reino de Morfeo, cuando vio frente a él, puesta de pie, al ángel que buscaba. Esta vez ataviada con enormes y esplendentes alas radiantes, de un brillo platinado; dispuesta en una túnica blanca forjada en el más puro y anónimo tejido. Secundaba tal asombro, la más inquietante y contradictoria visión: descansado en sus patas delanteras con despótico arbitrio, yacía el monstruo de tres cabezas, cuya forma era la de un sabueso parido de las entrañas del propio averno, con ojos que despedían fuego y podían arrebatar todo aliento de vida. Con avidez se alzó como un rayo buscando allegarse a la figura dispuesta de su ángel. Pero esta engendrada novedad reveló una vez más la falsa ilusión, evaporando enseguida el idílico escenario. Aguardó, con la ansiedad removiéndole las entrañas al rudo vaivén de las horas que se perpetuaban. Y tan pronto el día en su fulgor fue conjurado, circuló en sus venas el impulso maquinal que le ordenaba emprender el vuelo. Minutos después la inquietud y la desazón le guiaban por el camino de un acontecimiento temido: volver al bar y no encontrar a su amada. XIV Al arribar tropezó con la autoridad del aceitunado, cuyo arreglo era impedirle el ingreso por las portezuelas entreabiertas, el sonido irrumpía desde adentro y algunos imberbes ansiosos de sexo también aguardaban alcanzar el interior de rostros gastados en rímel, para disfrutar las mieles de una desdichada fortuna. El acuerdo de simpatía forjado la noche anterior con el gigante, parecía haberse roto; entretanto, los demás comensales se proyectaban a la entrada, pero con hosquedad el avizor se empecinaba en estorbar el paso de Muré. Había una verdadera distancia formal entre ellos, y otros invadían la posición del hombre

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alado queriendo hacerse espacio. Finalmente, lo que parecía vano se desahogó y las puertas buscaron sus laterales. —Sigue…sigue—invitó con sequedad el custodio—haciendo un ademán. Al ingresar notó que el lugar estaba repleto, las sillas amontonadas llenas de gentes sentadas junto a las mesas. Era como un fortín de seres grasientos y mascaras de fingida alegría. Alguno lo empujaba y pedía de inmediato disculpas, así cada uno se hacía espacio apretando al vecino contra la mesa para poder allanarse su propio sitio. Del mismo modo hizo Roalb, avanzando por una senda estrecha, logrando ocupar un lugar próximo a la barra, entre cuerpos suspendidos en inverosímil ebriedad. Le inspiraba desánimo el lamentable espectáculo: el bullicio, el corredor angosto, las miradas cargadas de feroz liviandad. Seres menesterosos suplicando un poco de afecto. Asqueado, con ansiosa espera solo veía rostros inútiles para él, iban y venían ocupando de nuevo su sitio, algunos asistían al llamado de música, otros alargaban la mirada perdida, como si al igual que Muré, esperaran el arribo de un ser ansiado. Pasó unos minutos sentado en esa silla a pocos pasos de la barra, viendo a los demás avivar, con alcohol, su embrutecimiento. Hasta que él mismo se precipitó por un trago de whiskey. De pronto, procedente de un rincón, el viento trajo al del rostro que jamás vería, quien al notar su presencia se mostró alegre, lo evidenciaba su voz al saludar casi como un diablejo gracioso: —Y bien ¿Cómo estuvo tu encuentro en el mausoleo? —dijo con voz resuelta. — ¿Vienes y me preguntas sobre eso de lo que has de saber mucho más que yo? —Reclamó Muré con una rabia que tiraba y tiraba, cerrando el puño dispuesto a descargarlo contra aquella bestia, asegurándose que no quedara sin castigo por sus mentiras. El otro sonrió menospreciando el reclamo. —¿Piensas que fue un engaño? mi apreciado amigo si ocultas tu mirada, difícil resultará que halles colofón a tu búsqueda. El único misterio aquí es que te niegas a ver la verdad.

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—¡Qué dices, embustero!—Le observó con fiereza el hombre alado. —Mira a tu alrededor, estoy seguro de no cometer una incorrección. ¿Qué es lo que ves? ¿Un palacio que habita tu añorada princesa?—, indicó—sabes bien lo que te trae aquí: te resulta inevitable el aroma que expele la piel de estas zorras. Solo que un buen día decidiste inventar un rostro para ellas, uno que jamás ha existido. Tal manifestación, expresarse de ella en esa forma, sabiendo que para él existía con categórica autenticidad; fue una terrible afrenta que Roalb no pudo soportar. Con salvajismo explotó lanzando a un costado la silla, arrojándose con viveza sobre su grotesco acompañante; quería herirlo, arrancar la fuerza vital de su ser, si es que esta existía. Hacerlo andrajos y descubrir si realmente había un cráneo bajo esa manta oscura. Entonces le sobrevino un desvanecimiento, la cognición le volvió la espalda, y no supo nada más. Como en un viaje de la conciencia despertó en medio de la velada niebla, entre el brumoso telón de la calle. Sintiendo que entre sus alas avanzaba lenta y decididamente una emulsión salobre que certificó era limo. Estaba tendido en el suelo junto al bancal, no lejos del bar. Con pesadez elevó la cabeza. Sus recuerdos eran solo esbozos de hombres, gritos y, harapos tumbados en el suelo. Sillas y copas que rodaban. Su cerebro latía en un dolor difuso, con la duda que le salía al paso. Se levantó, sacudiendo sus ropas y despertando sus extremidades adormiladas; avanzó hacia las inmediaciones del bacanal esperando encontrar una respuesta. Sin embargo, escuchó el diálogo y encontró las siluetas de un numeroso grupo de agentes policiales que se acercaban. Su confianza era inquebrantable, pero confrontarlos era una opción baldía. Con pesadez sombría, dedujo que el frailuno le había engañado de nuevo. Las alturas le raptaron, con la luna como devoto testigo. Recorriendo con la vista la urbe, acabó por instalar en su mente una idea capital. Mientras volaba fijó su atención en los cristales de un alto edificio el cual revelaba sus propias formas, impulsando las alas en un compás vigoroso que se repetía de arriba a abajo en un ángulo de 45 grados; llevándolo esta vez en dirección contraria a su nido. Atrás dejaba

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las aficiones mundanas de jóvenes y viejos. La ciudad era una víbora ondulante carcomida por una aberración llamada urbanismo. Así avanzaba con un vigor turbulento e irreflexivo, extremando su vuelo, como si con ello ahuyentara a la misma muerte. Y era justamente un lugar de muerte el que aguardaba. Las calles fueron testigo de un solitario hombre alado que rondaba en las alturas, siguiendo en dirección del viejo cementerio, dejando escapar toda razón quien sin invitación, como antes, convino adentrarse en sus terrenos. Estado ahí siguió la ruta al mausoleo y cruzando en la clandestinidad la entrada; dio algunos pasos hasta disponerse frente al montón de huesos sin cárcava. La observó con tristeza, con ablandamiento de ánimo como si la conociera de siempre y, luego, de antedicho inició un monologo que representaba una suerte de dialogo, más que eso un razonamiento, con aquella anónima forma entremezclada de hueso y cabellera: —¿Quién ha cercenado tu transitar anónima doncella, vulnerando el acatamiento de ordenanzas divinas?—dijo con laconismo, entreviendo un crimen en aquel fallecimiento. —¿Quién ha sido? Dime. —Sabes acaso ¿Qué recóndito artilugio me conduce aquí a tu final morada? ¿Por qué el hombre sin rostro me desafía a reconciliarte en prueba de mi incertidumbre? —continuó enlazando palabras ante el anaquel mortuorio. —¡Crees estar al tanto de quien busco? ¿Qué le hayas visto alguna vez?—murmuró—¿Será como una estrella, como un signo en lo alto, un ser divino que sonríe mientras nos mira? Solo un penetrante silencio habitaba al interior del panteón, y era la voz de Muré la única resonancia que lo hendía. Su voz que coreaba simples pensamientos inconexos, fluctuaciones de cordura rematadas en aullidos de demencia. Preguntas sueltas que se alzaban con la brisa fétida del lugar. De pronto saltó de la irreflexión, con perplejidad, razonó estar frente al cadáver de una extraña en un precario sepulcro devorado por el tiempo. Y repeliendo tal contradicción a la razón salió del lugar y emprendió el vuelo proyectándose por encima de las tumbas. En la

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contracción de los minutos su silueta se hizo invisible entre las formas y sonidos de la urbe, solo una expiación nocturna surcando la niebla rojiza. XV Desde entonces fue una fiera que no reconoció el derecho de otros a estar vivos; ajeno a cualquier justicia, o compasión; cautivo de la lobreguez de sus instintos, de la necesidad de un ulterior resultado. Una ciudad se conminó de horrendos hechos, de la libertad banal del estamento. El hombre alado solo acertaba la crueldad que convoca respuestas y cada respuesta equivocada era una sentencia de muerte. ¡Ya nació, ya nació…ay de nosotros. Ya llegan los tiempos finales! Aullaba el vulgo horrorizado. Grandes penurias se batían sobre ellos. El Mecenas infernal de tres cabezas y ojos de fuego, espíritu protector del alado, se enarbolaba en sus actos horrorosos que instauraban un nuevo orden. Era natural que le viniese admirable dado su naturaleza demoniaca. Más el vulgo no estaba preparado para tan desigual combate contra oscuras fuerzas. Su alimento que era el amarillismo de la prensa solo conseguía amedrentarlos, sentían que el propio infierno se había transferido a sus calles. Poniéndolos en fuga, haciéndoles correr como borregos y la ineficacia de la artillería policial se evidenciaba más que nunca. Un revés exagerado para las acciones de un solo individuo, incluso, si este tenía alas. A ciencia cierta nadie sabía que ocurría, eran solo historias sueltas de mujeres mutiladas, espantosas aberraciones y una total carestía de justicia. Como un éxtasis religioso se fundía la monstruosa capacidad de horadar el raciocinio de todo un pueblo. EL INFIERNO Con carácter irritable Muré contaba los días, su voluntad avasalladora de encontrar al ángel le había valido perder toda libertad, toda felicidad. Ya no hallaba virtud en el ventanal, era solo un espejuelo

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de desventura que le invitaba a una viña de entelequias que era la ciudad, a persuadirse en una conducta bestial entre la perversidad de esos seres egoístas. A contaminarse de dolor y ausencia. ¡Cuánto la extrañaba! vivir lejos de ella, era solo la vanidosa intención de creerse vivo habiendo muerto hace mucho. Aferrado a la dolorosa mueca de una fútil esperanza. Días y noches se convirtieron en la misma silenciosa rutina para el hombre alado, suplido por un misántropo atrapado entre el tiempo y las paredes. Solo le acompañaba su cólera. Una noche decidió marchar, escapar de su odioso automatismo y visitar el bar, imaginando que el azar los convocara. (En cada aleteo evocaba el recuerdo de su amada ausente) Al arribar a la estancia, el mudable gigante aceitunado le permitió avanzar como si se tratara de un viejo compañero ausente. Esa comarca libidinosa avivaba las contrariedades del hombre alado que le afligían sabiendo que no la encontraría en ese, antes, su sitio; el cual se erigía insípido. Y, absurdamente, cual si fueran desde siempre confidentes, le convocó el gigante: —¡Amigo, vamos sigue!—y prosiguió murmurándole al oído— Hoy tenemos algunas señoritas nuevas. Una insólita familiaridad, sin duda, sustituía las otrora reticencias de ese quien se hacía camarada y con un gesto le exhortaba a ingresar. Muré asintió la proposición adentrándose mansamente en el lugar que evocaba amargos recuerdos y avanzó hasta acomodarse con inercia en una mesa. Al instante, un mesero se acercó y consultó que le podía ofrecer. Una botella de whisky estuvo bien para él, que le compensase el vacio y la soledad que se abigarraba en su pecho. Cuando el otro partió, se quedó mirando fijamente el gentío sin pensar en nada. Minutos después arribó la bebida acompañada por una contradicción: un par de vasos de cristal. Pero antes de aclarar el asunto el mesero ya se había retirado. Más extraño todavía, aquel sin rostro al que aborrecía, surgió de la nada acomodado a su lado. Pronto Roalb se exacerbó ante tal ficción, empero, el otro le contuvo:

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—¡Aguarda!, no traigo intenciones ocultas, ni ansío acorralar tu sosiego. Solo escúchame. —¡No tengo por qué hacerlo!—replicó Muré— Lo justo sería que me librara de ti a puñetazos —Dame solo unos minutos, luego decide que harás— insistió el sujeto quien se disponía a revelar un asunto. Pero en el intervalo arribó toda una expedición de meretrices exhibiéndose majestuosas y deslumbrantes, con orejas y cuello engalanadas por falsas joyas y los senos constelados de brillantes. Mas, en ellas, no acertaba Muré preciosidad ninguna; de modo que agradeció se marcharan para poder hablar con el otro. —¡Habla ya!, ¿Cuál es el esta vez el fingido develamiento? —Debes aguzar tus oídos—Reclamó el del capuz con aspereza en la voz— Lo que voy a decirte no busca replantar tu harapiento legado. Y así hablo: <Reconozco que eres un inédito espécimen, un exiguo que fructificó en la gracia de seres superiores; premiado con cartílagos voladores que solo han traído consigo vicisitudes. Es el costo de tan magnánima recompensa, pero es tu ventura y nadie puede jamás señalar que no hay para ti un salvador en estos inclementes tiempos. Mas lo inconveniente de esto ha sobrevenido cuando decidiste ser un merodeador codicioso, trayendo oscuridad a esta urbe. Irrumpiendo al interior del titánico helminto de asfalto con el que intiman sus entes errabundos, esos mismos que tú desprecias. Ahora, debo decir que la senda que conduce a tu amada no la encontraras aquí. La respuesta es abrigada por el terceto de cabezas demoniacas que tus noches han visto. Retiro el velo de este asunto anhelando que el amargo de tu hiel no anegue las noches de la urbe, cegando la vida de otras doncellas> Esto revelaba el hombre sin rostro. Miró cómo el horizonte que planteaba aquel, le enviaba allí donde él hombre encuentra a sus peores enemigos. El lugar de la bestia que es comarca de pesadilla y castigo. ¿Era otro engaño acaso? simples mentiras para expulsarlo a la tierra del desamparo.

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—¡Me culpas por el desencanto de la víbora! —refutó Muré con aliento agitado. Antes quisiera conocer el por qué de tu pesquisa y… ¿qué sabes acerca de los crímenes de las livianas doncellas? A pesar de su resistencia le pareció ver a los lejos una vaga luz de esperanza, que por un recóndito misterio traía consigo el frailuno. Máxime cuando aquella voz sin cabeza permanecía fiel a la veracidad de lo predicado: —No busco reñir con tu intelecto, sin embargo, una irrebatible verdad se perpetúa ante tí, pero reserva al abismo de tu mente. Ya una vez te lo dije: a quien buscas en ningún tiempo ha transitado las desventuras de este desprolijo suelo. Eres tú mismo quien innúmeras veces ha hurgado y manoseando estos placeres. Solo precísate a unir las circunstancias que aíslan tu cielo y las entrañas de la gran víbora, entonces, hallarás la puerta que buscas— Instó el locuaz asistente. Al escucharlo se irguió de la silla con engreimiento, en clara oposición a lo expuesto. —No hay verdad en tus palabras hombre sin rostro. ¿Quién mejor que yo estaría al tanto de la emulsión infecta que desprenden estos muros? El otro lo miró de frente con su existencia dudosa bajo el favor del capuz. —Me parece justo que tengas dudas —dijo—. Pero te aseguro que no habita en mi, interés particular alguno. Muré hizo una pausa y repitió defendiéndose instintivamente: —¡Es mentira! Incluso, si hay nobleza en tu dicción te equivocas. Basta que preguntes a cualquiera de los anfitriones, a la celestina, los mozos o las meretrices, para saber que ninguno de ellos me conoce. Sin embargo, diciendo esto, sintió por primera vez el malestar de la duda, desconcierto y suspicacia. ¿Podría ser cierta, cuando menos en parte, la revelación de su acompañante? Lo examinó con asombro mientras la duda ocupaba el lugar de la certidumbre. —Es así… como también a veces la muerte es el renacer a la vida—terminó diciendo el preceptor desapareciendo enseguida.

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Roalb extrajo del bolsillo un par de billetes arrugados que lanzó sobre la mesa sin reparar la cantidad que sumaban. Y de inmediato se hizo, también, paso hasta la salida. XVI En su retirada comprendió que las palabras del hombre sin rostro, eran la única pista sobre el ángel, no había tiempo para adivinar la veracidad en ellas. Ignorarlo era darle de nuevo la espalda a su amada. Así debía ser, en el ruido de la noche solo pudo adivinar un destino: ese por el cual desfilaban almas penitentes desde tiempos milenarios. Le pareció oír que resonaba no lejos un trotar de patas. Al girar reconoció enseguida al brutal y nervudo custodio infernal de tres cabezas, siguiéndolo a sus espadas. Casi sonrió al notar al monstruo galopante. Se detuvo al notar su presencia, todo era como un ensueño: la noche, la mirada llameante, el misterio que aguardaba en el torturante averno. La pareció leer lo que pensaba esa cabeza triplicada, propia de un confín de desdichas. —¡Cuán lejos estamos amigo! Te sigo—farfulló Muré. Y el cuerpo alado alzó vuelo hasta perderse en el terreno de los pudrideros anodinos que anidan los olvidados. Atrás quedó el aroma de la víbora de concreto, el tropel de cuerpos embriagados, los autos, las vías, los templos. Quería ser libre junto a su amada, lejos de eso, las circunstancias lo empujaban al predio más sombrío: Un inframundo de almas flageladas donde cualquier bondad hiede de muerte. Estando cerca, sintió amilanarse, despertó en él un bien sentido instinto de supervivencia. Su primera mirada al camino que se coronaba en una ciclópea roca lo estremeció por completo. Imaginó el interior de un abismo de martirios, gobernado por seres bestiales, gritos y sufrimiento e, incluso, por una brevedad concibió la retirada. Con un gesto la bestia feroz reveló el deseo de hacer descender al que transitaba en lo alto, al detenerse allí mismo, eludiendo el resto de la travesía aérea. Muré acató la señal y entre rocas despeñándose

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continuaron, a pie, el recorrido. El guardián del averno le guiaba y, de tanto en tanto, daba una ojeada para certificar que aquel le seguía. Más arriba en un lugar de sombras y maleza, el impetuoso guía se detuvo de golpe junto a un gris monumento de roca. Habían llegado a la puerta del tártaro que destacaba como un fuerte coronando la cima. Instintivamente, Roalb, se volvió para lanzar una última mirada al campo agreste que dejaba atrás, sintiendo un gélido frío que le congelaba el alma. <Se avocaría en un terreno con el cual no estaba familiarizado, una comarca de ignoto pavor> La gruesa y solida base dejaba entrever un resquicio por el cual atravesaron. Apenas ingresar experimentó una sensación de angustia al pensar que su amada pudiera estar ahí. Efectivamente, era el lugar que buscaba, un crepitar lejano y siniestro lo certificaba. Se avinieron en su mente todos los peligros a los que se exponía ¿Realmente encontraría al ángel? ¿Valía la pena todo aquello? Estando en aquel pasadizo el tiempo parecía avanzar con extrema lentitud. Al principio parecía solo una cueva subterránea, luego…el clamor, un grito..., un hondo silencio. Y de pronto múltiples lamentos que se ampliaban. Voces que subían como ecos en tropel y tropezaban en sus oídos. Aullidos de agonía. El corazón de Mure se agitaba pulsante en el pecho, buscaba sus propios pies ocultos por el vidriarse de su mirada en la intensa bruma rojiza. Pero aunque lo intentará desmesuradamente era imposible ver absolutamente nada. La limitada irradiación provenía de los refulgentes fanales que el animal tenia por ojos. Por un segundo una exigua luz brilló en lo alto, permitiéndole ver siluetas y, en los muros, como si fueran parte de ellos, manos que se extendían queriendo alcanzarlo. Era un corredor que infundía espanto. Sus realidades, por otra parte resultaban formidables, era como un dantesco organismo de muerte; de respiraciones agitadas, atrocidades y dolor, revuelto con el hedor que subía hasta su nariz, y flotaba por todas partes. Sintió que llevaba días caminando, aun sabiendo que habían transcurrido solo segundos. Intentaba aliviarse de tanta imperfección... concibiendo a la vez, una expiación a su egoísmo, a los horrores proveídos a seres inocentes.

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Le pareció que era eso ¡Si. Una expiación para sí mismo! No solo la búsqueda del ángel. De llegar a morir, al menos no sería una muerte deshonrosa. Por supuesto, no quería que ese lugar abismal le sirviera de sepulcro. Y mantenía la certidumbre de encontrar a su amada y salir avante. Pero cada paso hacia más intolerante ese lugar, era una tempestad de alaridos que estallaban en su cabeza; un estrepito de gritos precipitados…gritos moribundos de quienes no mueren. Entonces temía de nuevo quedar atrapado en aquel martirio subterráneo, lejos del cielo que surcaban sus alas. XVII La gruta ennegrecida rara vez llameaba como iluminada por un cerillo. Pero no era una devota imagen lo que revelaba, sino que horadaba cualquier aliento. Muré fijaba la mirada en seres convertidos en piedras sangrantes que suplicaban clemencia. Adpero, se imbuía de quietud para ignorar la masa de donde emergían tales llantos, y mientras descendía con el tremor que le tocaba los huesos, iba contando sus pasos. Esto para facilitarse recrear la apariencia de la caverna en caso de encontrarse en inminente peligro y tener que apresurarse a escapar a través de ella. En algún momento dudaba, claro, del éxito mismo de su viaje. Mientras el que jadeaba, eventualmente, se hacía visible y el hombre alado apuraba el paso para no perderse. En ciertas partes el suelo podía sentirse acuoso y del techo manaba, junto con pedruscos que se desprendían, un líquido sanguinolento. Luego, la viveza de los gritos y el llanto instituían un drama de almas condenadas que se repetía durante todo el trayecto. ¡Qué lugar de horrores se provee el hombre! El tiempo se sentía como si hubiese transcurrido años. De pronto el feroz guardián se contuvo <evidencia de que en ese punto sus caminos se separaban> continuar solo era un cargo inesperado, pero supo que era vano intentar convencerlo de lo contrario. Eran las normas del averno. La bestia de tres cabezas es solo un custodio que vigila el acceso y no se aprovisiona del daño que habita en sus entrañas.

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Solo, a merced del destino, agradeció al cachorro confiando verle de nuevo, y con incertidumbre sin ocultar el temor convino continuar. Transcurrió un tiempo sin tiempo, que al cabo de unos pasos se hizo silencio, un hondo muy hondo silencio. De un momento a otro, se proyectaron sobre el fondo del camino, envuelta en un resplandor carmesí, las formas de una puerta de chapa platinada rematada por el símbolo de un círculo conteniendo, a su vez, nueve agujeros. El hombre alado avanzó con la cautela de un gato espiando a su presa, con la palpitación del pecho y estomago revueltos; con la imagen del símbolo reforzándose en su mirada. Cualquier asomo de duda tendría que borrarse. El interior, ahora, próximo, emitía un estadillo de sonidos entremezclados; una estridencia seca, rotunda, flemática. Escapaba por las aristas de la portezuela un humo pastoso y centelleante. A continuación se abrieron las alas metálicas en un retumbo ahuesado, dejando entrever una especie de caótico pueblo, de cosas que volaban y fragmentos de sombras y seres rotos. Todo el interior escapaba a la cognición, a cualquier lógica. En el aire se hilvanaba un gran reloj de péndulo que señalaba las 12:01 de la mañana, sus manecillas eran como sables que cortaban cabezas, piernas y brazos a quien se aproximara. Los restos se desplomaban abatidos, pero al instante se juntaban de nuevo como sacos vacios de intestinos, que volvían a rellenarse. Así lucia el lugar de oprobios. Siguió con mirada atenta la espantosa visión, irracional e inhumana. Entendió que en ese lugar de pesadilla es posible perder la conciencia. Temió quedar enterrado en el averno, pero descendió de un salto a su espacio subterráneo. Si el ángel estaba ahí, más que nunca debía esforzarse por rescatarla. La morada demoniaca tenía por piso el cielo, los restos de seres rotos y enmarañados llovían, en oposición, hacia arriba. Atravesando un espacio de entidades convulsas por el impacto con estos. Múltiples voces ininteligibles se fundían unas con otras. Dio un paso más, luego caminó y caminó, aterrado de ver blandir a los condenados sus manos y dientes como armas con las que dañaban a

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otros y a sí mismos. El demonio no era visible pero se regodeaba de aquello y su presencia podía sentirse en todas partes. —¡Protégete…protégete!—rezumbaba una vos en sus oídos, pero no era la suya, ni de nadie que hubiera visto. Los otros eran más bien, formas odiosas y cargantes a la vista. Monstruos que se apuñalaban con sus propias garras en un conflicto perenne. Era un sangriento Guernica. Pero mataban para hacerse bien, porque ansiaban ser liberados, heredar la gracia de la expiación por medio del sacrificio. Su furia era la invencible barbarie que incluso en el tártaro secunda al alma humana. Algunos eran simples lacayos y aduladores en busca de limosnas; también hembras enfermas deseosas de contaminar con su sexo. Muré, ocultando su horror, intentaba darse ánimo pensando que todo eso terminaría pronto. XVIII Transcurrió mucho tiempo; casi interminable. Anduvo por caminos de venas abiertas, desde donde emergían gritos de dolor y tristeza, procedentes del suelo, que era realmente a la inversa, en lo alto. Fue perdiendo de a poco la noción de las horas transcurridas, sin embargo, su alma resistía con estoicismo la espeluznante prueba. A su paso surgían gemidos, llanto, suplicas, choques de cuerpos en el aire. Muertos que emergían de nuevo a la vida, rastros de sangre e intestinos. Crujidos de cráneos fragmentándose al impacto contra un asfalto que no era asfalto sino mendrugos de piel fundidos unos con otros; endurecidos desde tiempos remotos. Ese suelo constantemente se rajaba en un sordo crujido que inesperadamente lo empujaba hacia abajo, y sus alas se había hecho completamente inútiles [eran solo dos apéndices pesados que apenas si conseguían despegarse de su juntura] Un poco más allá vio envuelto en fucilazos lo que parecía ser un alcázar religioso, rodeado de cadáveres en llamas. Sintió un profundo horror ¿A dónde conducían sus pasos? En el mismo lugar que semejaba una plaza encontró también un centro hospitalario incandescente, del que emergían seres cargados de enfermedades ruinosas. Luego se arrojaban unos contra otros con rapidez

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y violencia, pero no existía cura ni medicación que se arrebataran; solo forjaban una nueva calamidad de cuerpos y harapos crepitantes. Aun así, siguió al paso de su mirada viendo surgir entes que arrastraban sus piernas destrozabas y elevaban sus brazos en señal de suplica. Entonces se hacía palpable la risa del maligno sobre una comarca sin aristas, sin forma ni principio. Lo que suponía ser el suelo expelía la sangre fétida de unos seres oscuros que se desangraba en forma de lluvia. Mientras sucedían estas cosas vinieron tres a su encuentro. Uno habló. Tenía destapado el cráneo en cuyo interior ocultaba muchas cosas que llevaba, el del medio arrastraba sus piernas, era tuerto y por rostro acusaba una máscara destrozada. El otro, pálido en extremo, y de cuerpo enjuto, dejaba entrever unos ojos blancos que serpenteaban tras unos vendajes hechos hilos. El que habló dijo: —¡Tú,…tú vienes por el ángel. Pero él no va a entregártelo!— Al escuchar esto un escalofrío de entusiasmo le recorrió la espalda, conmovido sobremanera por las palabras de aquel extraño mensajero. ¡Frente a él, el pavoroso ente, certificaba que el ángel si estaba ahí! Y por mucho que le abrumara el no conocer su situación, toda su campaña tomaba sentido. ¿Qué son ustedes?—Indagó Muré—¿Conocen al ángel? Pero en lugar de la descripción que acallara los golpes que resonaron en su pecho, con un relato pormenorizado del lugar donde se encontraba su amada. Estos seres emprendieron a vocear rarezas y pleitear entre ellos. Le miraban socarronamente y aullaban. ¿Qué era aquello? ¿Estaban locos o solo se burlaban de él? Pero, cual qué. En vano intentó hacerlos entrar en razón, con cada pregunta parecían más enajenados. —¡Vamos,…vamos!—gritaba el más pequeño a los otros dos con voz agitada. Intentó contenerlo por la fuerza, pero el incoherente era ágil, demasiado ágil para un exhausto Muré. —¡Ah… embustero!—gritó el que se arrastraba—¡Ya hemos oído de ti. El dice que eres un mercader!

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Era inútil alcanzar un acuerdo en medio de aquel caos. Los chillidos de los tres martillaban al interior de la cabeza de Muré. Le insultaban y cuando intentaba tomarlos, rápidamente, se diluían de entre sus manos. —Acaso ¿crees que él no te ve? Agarrado,… agarrado de sus tetas muertas. De tantas formas intentó Roalb actuar y responder: desde la simpatía hasta los golpes, pero todo fue infructuoso. Y el tiempo que era un enemigo inexorable, empezó dando golpecitos de tic tac en el gran reloj que flotaba. Nada más escuchar esto los tres enviados aullaron como si una fusta les desgarrara las carnes, incluso, sus rostros deformes revelaron un profundo pánico y la ansiedad de huir. En una andanada de ímpetu el hombre alado quien intentó alcanzar a uno de ellos, sintió una descarga y cayó de rodillas, prescindiendo de todo arresto de vigor; jadeando con la vista nebulosa en medio de la calleja formada por pieles humanas. Así permaneció en un trágico silencio. Más allá la imagen de esos cadáveres errabundos se iba desvaneciendo. El aliento tardó en volver a su cuerpo magullado, quiso llorar, pero no tenia lagrimas hace mucho. Meramente aguardó abstraído lanzando miradas a las horribles visiones. Como un artilugio más del infierno. Con la única emoción que lo mantenía vivo: el recuerdo del ángel. XIX Sin duda el averno le había infligido una terrible derrota. Sin embargo, pudo seguir adelante con una disposición concluyente y severa. <Encontraría al ángel, aunque esa marea de horrores le arrastrara una y otra vez al inicio> la duda cruel era: ¿Dónde estaba su amada en aquel inmenso lugar de pavores? Y el dolor que le acompañaba era también el de la marcha que convertía cada segundo en eternidad, obligándolo a tomar breves descansos. Tiraron sus pasos, entre restos mortuorios y columnas de humo que flotaban, cuyo olor, cada vez más intenso, revelaba la cercanía de la

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fuente. A lo lejos surgió entre el paisaje infernal, una línea sinfín de brumas azufradas, que se prolongaba entre sombras y arreboles. Más allá de los cielos (o suelos) de sangre llovediza. Al avanzar por la dicotomía de un valle de niebla sulfurosa y ramajes de huesos, el hombre alado vio con sorpresa un rio de azufre y fuego que ocupaba el lugar del valle. Cuando quedó entero al descubierto le sorprendió contemplar la escena aberrante y sádica que surgió: ese lugar prominente donde había calculado no habría absolutamente nadie, mostró la cantidad de más de diez mil condenados, hombres y mujeres concupiscentes que fornicaban con el rey del averno. Visibles en el espacio que formaba el labrantío ígneo. Surgían de todos lados al igual que su placer que era como bramido; el señor de la oscuridad los estremecía dejando su huella en ellos; llevándolos por un espiral de fantasía que concedía creerse libertos de los horrores de la condena. Estos se mostraban satisfechos en la quimera porque dormían con ojos abiertos, en la ilusión que la bestia les proveía. Era el egoísmo su defensa, frente al rio fulgurante de llamas se dejaban caer entre jadeos, cautivos de la lobreguez de sus instintos. Estos miserables tendían sus manos hacia el demonio porque conocían de su riqueza, y tanto mujeres como hombres disponían su sexo macilento para que les eligiera. Con mirada velada clamaban <Señor…, señor ven elígenos> como si aquel ser oscuro fuera un hacedor de milagros. Pero ninguna moneda ni premio venia de él, todo era ilusión y engaño. Cuando salían del trance y se veían desesperados en medio de gran agitación. De inmediato aparecía un grupo de seres que venían en dirección de ellos, invadiendo el valle. Estos llevaban consigo animales como dragones y se iban instalando unos junto a otros. Los que montaban los dragones venían ataviados con trajes ostentosos, y eran hombres de poder y de leyes; los trajeados al encontrarse hablaban con voz fuerte y ademán expresivo, usando hábilmente las palabras. Saludando también a los condenados, diciéndoles que eran signatarios de una labor benéfica, entonces, aquellos al verlos experimentaban una satisfacción que dimitía su pena. Pero el rostro de esos aduladores se deformaba odiosamente porque mentían, escudriñando el interior de las víctimas para burlarse de su dolor. Luego, otros que les secundaban avanzando a pie, en medio de

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carcajadas, se allegaban a los penados e inoculaban en ellos una inyección de un líquido dañoso que contenía veneno de enfermedad, miseria, agobio y rabia, al igual que conformismo que los resignaba sosegados sobre el campo, junto al rio. Así, desfallecidos, yacían de nuevo con una sonrisa, y una vez desaparecida su expiación se impulsaban de nuevo a las manos del maligno que nadie veía. Forzado al extremo de la razón, con la aversión de los desencantos exhibidos, comprendió que no existía forma de atravesar aquel valle. Con desprecio dejo atrás a los miserables que le inspiraban repugnancia, a los jinetes de dragones, y el campo de azufre que exhibía las falacias del infierno; regresando al lugar que se disfrazaba, en oposición, como ciudad. La inquietud empezaba a señalar que no hallaría al ángel. La buena fortuna parecía no sonreírle. A pesar de la carga de congoja, retornó al lugar que era la plaza, donde antes había hablado con los tres seres monstruosos. Al llegar vio lo que parecía un edificio, transversal a la iglesia en llamas. De inmediato, se sentó junto a este para tomar un descaso, su aspecto, sin duda, era grave. Su mirada era difusa, el mentón se le había cubierto de una espesa barba; las manos le temblaban y la resequedad le arañaba la garganta. Estaba fatigado; la ilusión de su amor era el único impulso para la victoria, que parecía fluirse entre sombras y seres bestiales. Sostenido contra el tabique de aquel edificio permaneció encogido a punto de dormitar. De pronto, sintió que alguien se aproximaba y espabiló de inmediato, frente a él encontró un rostro de palidez cerúlea. Con iris traslucidos, y un automatismo carente de emoción. Era una anciana descarnada de cabellos blancuzcos. La miró con locura, con violencia en el corazón, con palabras atragantándose al no saber qué haría aquel andrajo humano. Si huiría, igual que los otros, apenas le preguntase algo. Empero, a continuación, la vieja despegó los labios con frases que silbaban como jadeos: —¡Solo vete de aquí! —dijo—. Tú no conoces este lugar; yo tampoco pertenezco a él, pero le he visto de cerca. Si persiste en tu obstinación, serás solo una presa de caza para ellos. Calló un momento y, enseguida, añadió con certificada calma:

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—Aquí no encontrarás el rostro que buscas. ¡Vete, tonto…! Eres tu propio enemigo. ¡Él ya sabe que estás aquí! —¿Qué es lo que sabes? dime —imprecó Muré. Pero tal como había aparecido, la anciana, se esfumó como un simple viento, una imprevista aparición. Aquel silencio dio paso a una intempestiva anarquía, como un estadillo de alarma; primero los entes que flotaban quedaron inmóviles, pero luego prendieron en desmesurado griterío. Pronto el hombre alado sabría el motivo de tal azoramiento. Los penitentes se abatían en una total barahúnda, disputándose el espacio unos a otros en una carrera furiosa; escapando locos de horror. Cayendo rotos, sangrantes, desmembrados, tirados por un impulso incontrolable. Algunos lloraban, se cortaban y desparramaban los intestinos con el reloj enclavado, como un trofeo, en lo alto. Los cadáveres rígidos y grotescos asomaban, pronto, su cabeza para vivificarse de nuevo; torturados en un terrible suplicio. La razón no era otra que la presencia del dueño de horrores entre ellos. —¡Señor alado! — Bramó una voz que resonaba como un rugido, y ensordecía todo el averno— ¿A qué debo su presencia en mi estancia? Muré quedó en silencio, atendiendo con fijeza la dicción del ser invisible. Sintiendo de pronto un frío glacial, como si los tímpanos se le hicieran hielo invadiéndole cerebro, boca, y mirada. Experimentando al tiempo un enardecimiento de suplicas, gritos y vociferaciones en medio de la voz de trueno. —¡No conozco de castigo que te convoque ante mis huestes¡— indicó el sombrío—¿Acaso eres un ladrón? —No. no lo soy—contestó Roalb Muré. —De ser cierto lo que afirmas, ¿No buscas un ser desaparecido entre nosotros? ¿Le has encontrado?... Todo surgió con diáfana claridad, lo que era borroso y confuso se liberó de las penumbras. Su pensamiento progresó hacia una deducción categórica: <No era cierta la afirmación de aquel demontre. El ángel era suyo por derecho propio, y nada lo ligaba a la villa de martirios>

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—¡No debe estar aquí!— levó una voz en su cabeza la cual pretendía cortar cualquier duda. Entretanto, el otro hablaba, y avanzó una oferta de riqueza inesperada, estirando las palabras con sonrisa maliciosa. —Sé que andas de espaldas en tu búsqueda y estoy dispuesto a ayudarte—afirmó—¿por qué no que no permites que ponga a tu disposición mis medios?... Pronto, Muré, intuyó una conspiración sorda y absurda para apoderarse de su ser. —Solo debes asentir y estará hecho—insistió. El hombre alado no sabía cómo contradecirlo sin evidenciar que conocía la verdad. Reconocía que su negativa podía excitar la furia de aquel ser. Estaba arrinconado en un controvertido juego y la persistencia del otro con su sonrisa tramposa evidenciaba el ardid. Aquel, solo buscaba pretextos para empujarlo a una condenación implacable. —Bien hombre alado, ¿eliges el poder y los recursos ilimitados que te ofrezco?... La duda le acalló por un momento. ¿Por qué el regente de la tenebrosa comarca se molestaba en ofrecerle todo aquello? —¡No te obligo, hombre alado, pero una respuesta me viene conveniente!... —continuó entonando—quizá debas hacerlo ahora, para ganar el apreciado premio. ¿Cómo alguien que impartía solo dolor y humillaciones, hablaba con tanta quietud de ofrecimientos? Fue desvelado Mure. Por una ventana abierta entró la luz serena de la verdad. Su asentimiento, era lo que ansiaba la inicua entidad para prolongar sus días en el disfraz de la oscuridad, como hacía con los condenados junto al rio de fuego. Y cruzó en su mente el sendero de su enorme equivocación al dar por verdaderas las mentiras del hombre sin rostro. De pronto se incorporó del piso donde permanecía. Como una vieja puerta oxidada sus alas se abrieron en un sordo crujido, empujándolo nuevamente hacia arriba. De nuevo fue una criatura formidable.

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Los fustigados, entre gritos y suplicas intentaban alcanzarlo, aunque eran solo restos bestiales de una humanidad perdida, esclavos degollados a diario por el sistema que establecía el demonio. Nunca había percibido Muré tanta grandeza como en aquel momento. Por primera vez la vida era un tesoro sagrado que no le causaba daño. ¡Acababa de despertar a la realidad! Pero ahora tendría que batirse en duelo contra los feroces cautivos que le ansiaban como parte de ellos y se volcaban entre empujones hacia él. Hubo gritos, lamentos, ruegos desesperados. —¡No te vayas, señor alado! —Gritaban— ¡mátalo..., mátalo! La lucha continuó mientras Muré se encumbraba camino a las alturas. Avanzaba desgarrando sus cuerpos, rompiendo sus esqueletos que se abatían en medio del asedio. Del averno brotaban melodías fúnebres y el estrépito brutal del demonio ¡Cuan largo parecía el camino de regreso al plano de los vivos! Los heridos caían encorvados de forma grotesca, goteando su sangre y vísceras putrefactas; se agitaban al impactar el suelo, pero luego se restablecían. El número de persecutores aumentaba con las órdenes incesantes del monarca infernal, que repiqueteaban por todas partes. —¡Tráiganlo ante mí! —rugía. Pero Roalb avanzaba como un bólido, a pesar de los golpes que recibían y la pesada carga de los que se aferraban a sus piernas, múltiples manos, y jadeos que lo asían. —¡Mi apreciado hombre alado!...—dijo el maligno recobrando su ironía—aun puedo ofrecerte muchas cosas. Pero él era un hombre despierto, en uso de la razón, quien experimentaba una inapreciable sed de libertad. El balido de la inmensa caterva era insuficiente siquiera para hacerle tornar la mirada. Su búsqueda era la del advenimiento a la vida, ¡la huída era lo mismo que encontrarla!... tenía la certeza. El recuerdo del ángel se enardecía en su pecho, todo sacrificio por ella valía la pena. <¡Ah desgraciado hombre sin rostro! Cuando lo hallara sabría el precio de su falta.>

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Ya no sería testigo de la cruel irregularidad del tártaro que existe y es horrendo, cuya brutalidad destruye y se burla de lo que antes fueron hombres, desfigurando grotescamente la existencia humana. Los que iba dejando heridos a su paso, solo eran esbozos de una vida inexistente, espantosas criaturas andrajosas; brazos, piernas, troncos y cabezas que rodaban por todas partes. Cráneos abiertos de pensamientos falaces. Seres artificiales sin vida propia diseccionados para regocijo del demonio. Caras de sonrisas fingidas, cavidades nasales incapaces de percibir el olor de la muerte. La eterna miseria de restos humanos que se sentían vivos. —¡Lo quiero aquí! Tráiganlo—seguía bramando con ansiedad y cólera el oscuro, cuya presencia era como un céfiro que lo cubría todo. Pero el averno se agrietaba al contacto con las alas enormes de quien escapaba de su reino. En lo alto continuaba la tempestad, gritos como truenos estallando en su cabeza. Rugidos de agonía, rabia, clamor de seres moribundos. Luego del estrépito hubo silencio. Y vio una amplia arcada coronada por luces, con los ojos desorbitados, y conteniendo la respiración dio el último impulso a la libertad. Al fin salió, la luz y el aire se avivaron envolviéndole el rostro. Desde las entrañas del averno emergió el último rugido de agonía… No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero imaginaba que mucho. Enseguida, continuó en busca de la civilización que antes conocía. LOS JUEGOS MENTALES DEL AVERNO Transitó por sus oídos el dulce trinar de las aves, excepcionalmente hermoso. Reemplazando los ardores y estrépitos del infierno, malamente tolerados ¡Oh, pesadilla la que lentamente se esfumaba!. Salir de aquel espantoso abismo era un éxito del cual había llegado a dudar. Pero ahora, el aire fresco se influía en sus pulmones y las sombras daban paso a una luz cálida y materna, de frescos amaneceres que recordaba lejanos.

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Sintió una gran alegría, cerró los ojos buscando perpetuar tan agradables recuerdos. ¡Qué hermoso amanecer a la vida! Pero al abrirlos de nuevo, grande fue su sorpresa. Miró con extrañeza todo cuanto le rodeaba, una inesperada realidad irrumpió su emoción arriando hacia él una larga lista de formas conocidas: inexorable y estancado en el tiempo emergía su apartamento. Algo se contrajo en sus entrañas, un estremecimiento de angustia equiparable a su estadía en el infierno. Con ánimo dolido vio todo aquello que le recordaba una vida simple, distribuido exactamente en el mismo orden: idénticas manchas en las paredes, el mismo color de pintura, iguales muebles, taburetes, cuadros, cortinas; el frigorífico de fondo. ¡Todo, tan pesadamente tedioso y habitual! Y albergó la desolación más aguda al notar en su espalda la desaparición caprichosa de sus apéndices alados. Otra vez lo urgía la penosa sensación de discernir si simplemente estaba enloqueciendo. ¿Lo había soñado todo? Acaso, ¿También ella era un sueño? Sorteó los restos de intrascendente orgullo que conservaba y fue en busca de lo que esperaba le fuera de utilidad inmediata: el ventanal. Con método, también las calles eran la afirmación de lo que siempre fueron: vías atestadas de automóviles, transeúntes apresurados, bancos y comercios. Sillas de hierro sometidas al ardor de la intemperie, aleros cubriendo las cabezas de las señoras y sus sombreros de verano. Burgueses siguiendo el séquito hipócrita de los rotativos, en el puesto de revistas de la esquina. <Ni siquiera el infierno había conseguido liberarlo de la víbora de concreto> ¿Por qué, ese ser, lo sometía de manera arbitraria? Era un velo cuya respuesta anidaba en sus calles. Bien entrada la noche, como un simple hombre, dejó el apartamento y abordando el ascensor llegó al primer piso. Saludó al conserje y le notificó que tardaría. Le condujeron, por primera vez en largo tiempo, el automatismo de sus pasos. Había parques, comercios y calles, una y otra más…

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La noche ocupaba su sitio, y un aluvión de personas se abría espacio hacia la línea del metro y las autovías. Los arboles impasibles apenas si evidenciaban el movimiento de hojas, mientras los candiles proyectaban sus troncos gruesos en la acera. Solo quedaban unas cuadras para llegar al bar, si es que existía (De todo dudaba), donde esperaba encontrar alguna respuesta. Después de unos minutos vio alzarse la portezuela y las meretrices a la entrada, sintió una extraña sensación de regocijo al notar el lugar donde se abandona el pudor y se regocija el instinto. Persistía en el dolor por su pérdida, pero al menos esa ostentosa pieza mundana, se atribuía carácter de familiaridad. Uno que no conocía y que custodiaba la puerta, lo recibió con cortesía como si fuera un gran señor y lo invitó a seguir al palacete de deleites. No había diferencia que consentir, todo lucia igual, como si tan solo el día anterior hubiese estado ahí; vestidos exóticos, penachos, pieles al desnudo; ebrios ilustres. Todo un insigne caos, Una agraciada camarera hizo el honor de encontrarle una mesa. —Por el momento quisiera solo una cerveza—indicó con mejor ánimo Muré. Minutos después la muchacha regresó trayendo la bebida, sus encantos e interés por atender al comensal. Roalb asintió con un gesto y agradeció mucho que la mujer invitara a las demás señoritas a presentarse ante él. Esto con la intención de descartar que la presencia en su mente fuera solo un recuerdo, una evocación fantasiosa de su imaginación. Y no, en efecto, alguna de las acompañantes que frecuentaba el bar. La mujer saludó con gentileza su solicitud. Y al poco rato apuntaron las primeras gracias femeniles en excursiones de tres o cuatro, o alguna de ellas viniendo sola. Le conmovió el interés de todas ellas por servirle de compañía, como si fuese propio de su labor, tanta obsequiosidad. Unas parecían preservar el toquecillo de las primeras formas cándidas en su cuerpo, a otras les invadía el efluvio de mujeres experimentadas; pero todas desbordaban en sensuales atributos, rompiendo los obstáculos morales que estorban a la sociedad burguesa. El rímel y el marinar de cosméticos

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se endurecían en sus caras. Era un desfile variopinto que aun conservando su primor, no evidenciaba bajo su fingimiento las formas femeninas que buscaba. Ninguna de ellas era el ángel que evocaban sus recuerdos, aquello lo conducía por caminos abiertos de duda, esparciendo la suspicacia de que una entelequia hubiese fraguado todo. Al final, terminó por alegrarse de que un ávido recuerdo como ese pudiera ser liberado, una revolución despuntó al interior de su cerebro, la impaciencia se eclipsó y se sintió impelido a pedir una botella de whiskey. Tenía intención de terminar ebrio, sin poderse mantener erguido, al igual que los cofrades que aullaban: ¡Otra botella por favor! Era esa su excusa admisible e insubordinada. Se fue abriendo paso la ebriedad mientras disfrutaba la verbosidad y el contoneo femenil, y se disfrazaba de fiesta, danzando y dando voces como hacían los otros; quienes, incluso, le saludaban y apoyaban con entusiasmo. En su desesperado intento por ser libre, Muré, se estableció en el plano de los mortales sintiendo que nunca había sido un hombre alado. Y junto a ellos accedió a los servicios carnales que ofrecían, entre labios despintados, y rostros aviejados por el peso de la noche. Entre cuerpos abollados, y sentimientos retorcidos por el desvencijar del dinero. Se imbuyó hasta rodar sin control en un vigoroso regodeo de sonidos, cabelleras largas, miradas febriles; entrepiernas abiertas, rostros palidecidos, bocas dilatadas, y gemidos. Un viaje desbocado cuya marcha terminó de espaldas a una puerta que cerraba tras de él, transitando tambaleante por un pasillo de risas, canticos y voces que bromeaban a su paso. XX Se había distanciado ya de la puerta que poco antes lo albergara, cuando de pronto, como un sable cortando una venda de sus ojos, revelándose contra todo razonamiento. Resultado del alcohol en la sangre o solo una cruel ironía; su mirada acogió una sorpresiva aparición: adelante, en la entrada del salón principal, mientras se avejentaba el

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recuerdo que quien creía existía solo en su cabeza, una gran sorpresa se advino. ¡Era ella! ¿Cómo podía serlo? Pero confiaba en su mirada y en la voluntad que instigaba a conocer la verdad. —Es ella —farfulló sucinto— Es mi amado ángel. ¡Grotesco destino que persistía en sus burlas! Quien con extrema vileza jugaba con sus sentimientos; situándole de nuevo junto a ese ser delicado y amoroso. Su única y verdadera adoración. Con avío resuelto se impulsó hacia ella; aunque parecía que la distancia que los separaba fuera un reino entero donde acaban por interponerse ebrios y meretrices. Avanzó empujándolos, haciéndose espacio, repeliendo su encuentro, evadiendo sus miradas. Salvando un obstáculo enorme que extremaba su angustia. Mirándola de lejos con ternura, obstinado en alcanzarla. Cuando le parecía llegar a sus manos una nueva puerta se abría, y de nuevo el pasadizo era saturado por cuerpos, aromas y risas. Todo era inútil, era cosa de ampliarse la distancia con cada paso. <Era su amor... su amor, conviniendo de nuevo el sufrimiento, el sacrificio, la vehemencia, el alma desgarrada>. Cada intento por obtenerla se hizo más infructuoso, en lugar de encontrarse se alejaban. —¡No.., no…, no puede ser! —lanzó un intempestivo bramido de dolor Muré. Al pasar por una de las puertas entreabiertas, entendió lo que realmente ocurría: lo supo al ver un templo lleno de feligreses, el cual llameaba, y también un centro hospitalario, muchedumbre; gritos…todo era parte de un sitio que bien recordaba: el infierno. —¿Qué ocurre?—gimió con voz trémula, llevándose las manos a la cabeza en una mezcla de incredulidad y angustia. Su cabeza estaba repleta de voces. —¡Yo te conozco…te conozco señor alado!—sentía como una inmensa rueda dando vueltas a toda velocidad, hasta aquietarse con el sonido de una mustia dicción: —¡Despierta! estás perdiendo la razón, quedarás atrapado en el recuerdo!

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—¡Ja…! me espanta la forma en que merodeas con curiosidad a las chicas—!—exclamaban voces que parecían venir de todas partes de su cabeza— ¿No lo ves Roalb?... —¿Te conozco? —indagó. —Todos te conocemos—Exclamó un vocablo delirante—tu nos escuchas, y nosotros a ti ¡Vamos…, vamos señor alado, entréganos al ángel! —¡Ah, cómo le amas!... ¡Cómo te engañas!—vociferó otro— ¿Recuerdas señor alado cuantas rameras has besado en sus libidinosos labios? ¿Recuerdas el aroma grácil de sus pechos y su sexo humedecido? —¡Tráenos el asolador invierno de muerte, arroja fuego sobre la tierra renacida,…violación…,agitación…,mutilación!— — ¡Te arrebataré criatura alada, tu eternidad será mía!— invocaban lóbregos ecos. ¡Cuán desgraciado se sentía!... Lanzando una súplica de desesperación, implorando misericordia a las voces que le atormentaban... ¡Ay de Rolb Muré, el hombre alado! Sintió vergüenza por su personalidad torcida, se sintió desolado, juzgándose a sí mismo con la reciedumbre de un inquisidor. ¿Qué había dentro de su cabeza inútil y desvariada? Se sintió irritado, era verdugo y victima al mismo tiempo, un hombre bueno que no conseguía defenderse de uno malo. Pero milagrosamente el poderío de los seres superiores vino hasta él y volcando el señorío de sus miedos reparó aquellas ficciones. ¡Qué diferente fue entonces el interior de su cabeza! Los vocingleros empezaron a acallarse uno a uno, comprendiendo que no tenía sentido luchar contra alguien que sabia defenderse. Roalb sonrió por la intendencia que se confería. Y lo mismo que un submarino acorazado fue rompiendo los glaciales de su manía. Acabó por dominar sus emociones y su mirada brilló con fulgor. —Vete, señor alado—dijo ulteriormente una voz amorosa. Se detuvo un instante, como si dudara y al fin se hizo individual. Con calma se elevó dentro de su propio cráneo y cayeron los restos de quienes había vencido. Saltó los muros oxidados del castillo mental, entre enjambres de dolores, culpas, miedos, pensamientos

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enmarañados. Y creyó ver por última vez a la anciana descarnada de cabellos blancuzcos, que le había brindado consejo. La asunción rompió una quimera: si el ángel no había asomado nunca al vientre del infierno, solo podía estar en la víbora de concreto. LAS MERETRICES Tras el libidinoso devenir de las meretrices había también una historia, un teatro de penurias y placeres de quienes fueran una vez inadvertidas jovencitas de clementes principios morales. Señoritas de familia y faldas escolares a cuadros. A quienes la perenne rueda dentada del sistema, agrupaba como abejas obreras al servicio del los intereses burgueses. Retozando la mano ansiosa en sus tiernas carnes, liberando impaciente el broche que libera el sostén del pudor. Erigiendo para ellas un mundo oscuro, donde reivindicar el falo de su egoísmo, y como en el infierno de Muré jugar perversos juegos de manipulación para hacerles creer, también a ellas, que las alhajas que adornan los cuellos son señal de indispensable garbo. Una empresa sin alma convocando como el fulgor a la polilla, toda clase de entes: hombres de negocios, banqueros, obreros, oficinistas; políticos, extranjeros, mansos y fieles, e incluso cortesanas de finos hábitos… Por supuesto, para la gran víbora no existía menoscabo ni vileza de aquellas cuyas artes se empleaban con destreza en cautivar a los comensales. Ocultando secretos impronunciables bajo los tabiques del imperio libidinoso, que albergaba citas imprevistas de amantes desconocidos. No…, nada de eso. Era más bien un sufragio al, estatu quo, de la decadencia humana. La meretriz como distracción, y no como envilecido sacrificio ingénito. Eran sus historias simple narrativa que fingían a los huéspedes, entre simuladas caricias, y prendas desplazadas por el suelo. Un desbordante mundo de ficciones que confería al mundo matices fantásticos, en los ojitos desbordados de rímel.

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Afuera aguardaba siempre un tumulto de ansiedades presto a poseerlas como objetos de placer, acumulando con apremio billetes arrugados y monedas de oro, junto a exiguas pertenencias. Así de moral ligera se liberaban del equipaje del pudor. Dispuestas a todo, a lo que no está descrito ni siquiera en los libros del Marqués de Sade. Las desventuras, los principios, la instrucción académica, debían ser pronto reemplazadas por la noticia del día, y si el cliente denotaba aburrimiento por el asunto; había que desembuchar hasta acertar el tema de su interés. Por eso algunos las consideraban sus mejores consejeras, ellas, parecían estar al día en asuntos que incluso los más ilustres ignoraban. No era de extrañar aunque su estilo portara fingimiento. Tiempo atrás la vida de los errabundos que las frecuentaban estaba desarraigada y solo ansiaban la libertad de lo mundano que siempre resulta más original que la cotidianidad superflua. Por supuesto, lo veraz y lo aparente son dos caras contrapuestas, y el cariño y formas atentas, escondían también otras realidades; irrebatibles dramas de necesidad que buscan ser baldeados con dinero, en urbes donde se nutren familias enjuagando parabrisas en semáforos; vendiendo frutos de huerto bajo veranos indolentes, rompiendo el asfalto con manos llagadas, lavando platos o grasientos váteres . No..., no es muy luminosa la polis cuando hay chiquillos en casa que demandan cuidado y tiempo. Entonces se llega a desear muchas cosas, y el éxito parece erigirse al interior de los palacetes de placer. A lo mejor junto a la barra pueda sonreír la buena fortuna, emerger la riqueza, el amor…; la propuesta de una vida distinta. El anillo en el dedo de una chica, con todo el donaire que la familiaridad indica. ¡El fin de un cuento de horror! La fuga de las dimensiones colosales que adquiere la víbora de concreto, quebrantando la voluntad de hombres y mujeres; vulnerados por su libídine junto al río de fuego. De las falsas historias que en un tiempo sin tiempo hacen creer que el estamento se enaltecerá para ventura de todos. Y en ese juego de pavores las meretrices soñaban llegar a ser cortesanas, diseñadoras de moda, actrices, modelos..., o cualquier otra

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cosa; excepto secuestradas de un sistema que en pleno siglo moderno, se glorificaba en sus peores tabúes. XXI Para subsistir en ese lado “pintoresco” de la vida, que resulta tan vulgar a unos y atrayente a otros, había que imbuirse de un aire de supremacía; en medio de situaciones extrañas que se avenían a diario. Seres estupendos y otros emergidos de irreales planos. De esta manera los recelos se vaciaban al ritmo de las copas, entre caudales de ilusorio oro y el breviario de la existencia que se enarbolaba al interior de un burdel de variopintos matices. ¿Pero quiénes eran las meretrices de aquella urbe? ¿Qué las hacia disímiles de otras? ¡Nada…,absolutamente nada¡ Cabellos de bucles, rostros avivados en matices terracota, labios purpúreos, carnosos y dispuestos; Rímel bruno y abrasador que encubría dignamente la huella de sollozos. Doncellas sin dote, princesas de un burdo palacio; parentelas de la codicia. Tan solo patrañeras para una mayoría que juzgaba con desprecio a las de su clase, su sexualidad y prácticas. Pero a ellas lo salvado, salvado. Coexistían en la realidad diaria, admitían ser plebeyas consentidas. Las piadosas emperifolladas les tenían sin cuidado ¿Qué podían saber esas señoras? Si hasta religiosos desfilaban por sus camas. Padres, hermanos, hijos, esposos y una modesta sección de mujeres inquirían sus “favores”. Pobres o acaudalados que hacían parte de una sociedad mojigata y enferma. Pero no sentían rabia, todos esos secretos se velaban a media voz y se guardaban para ellas en el cofre de un negocio como cualquier otro; simplemente, una pompa piadosa. También toleraban los gestos de ficticia ignorancia que regían a sus progenitoras, quienes ponían nudo a una vaga y dolorosa evidencia para no hacer temblar los cimientos de su moral adecuada. Tenían miedo…, miedo de ver con atención el lugar recóndito y húmedo que les proveía sostén.

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Forjando arreglos que si escuchabas con atención resultarían de lo más risibles, jurando que sus hijitas tenían la suerte de contar con amigos acaudalados que vivan en la parte alta de la metrópoli; dotados de una filantropía poco acostumbrada es estos días. Y era, justamente, ellos quienes formulaban un acuerdo subjetivo de bondad económica que les libraba de la miseria. ¡Ay de aquellos que exudan generosa bondad! Claro, ni siquiera ellas se tragaban tales apariencias, ¡Pero cómo ansiaban tragarlas las pobres infelices! Entonces emergía la figura de la celestina, la única capaz de entender su vida forzosa, la amarga comedia que no adjudica bonachones naturales y obsequiosos. La pesada carga de la superioridad humana sobre ellas. ¡Solo por no tener unos pesos! El carácter que obliga a volver la espalda, y avergonzada entreabrir las piernas, esgrimiendo ilusorios jadeos; en el arreglo de instaurar pliegues y arrugas en una cama grande y sucia. Jóvenes núbiles con propensión de rameras, diciéndose a sí mismas: <Solo quiero juntar un poco de dinero> En cambio, de soslayo, la intención del destino era otra: zanjar un surco en sus vidas que, en efecto, las contuviera entre mostradores de oropel y faldas cortas; mirada cansada y cabelleras mustias. Gráfico y fructífero era el mundo ilusorio donde pasaban buena parte de su vida; un lugar de acontecimientos fantásticos que se sucedería de golpe, como venido de una varita mágica; como los cuentos que conocían de niñas. Una quimera que disipaba cualquier fatalismo, lejos de la avenida mugrienta donde se erigía el palacete. La ilusión de albergar un día, en sus brazos, el sosegar de aleteos de una hermosa criatura alada. Cherry, Lo mencionado puede ser a todas luces veraz, pero también lo es el hecho de que algunas meretrices no disimulaban su afinidad por serlo. Tal era el caso del alma del burdel, quien afloraba espontánea en medio de aquel ambiente ondulante. Se destacaba de las otras no solo por su simetría de innegables cualidades, sino también por su melena ambarina

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y vocablo estrepitoso cuyo retintín sacudía la serenidad, a veces, bucólica de la mancebía y sus recovecos; por donde iban y venían esas gráciles avecillas desnudas. Así era Cherry, siempre sonriendo con su risa vívida de niña, tras unos labios sensuales y carnosos; pómulos redondos, ojos alumbrados como fanales encendidos y una naricita recta. Era la expresión de un día de campo cuando emergía ajustándose el corpiño que marcaba sus pequeños, firmes y redondos senos, otro de sus tantos atributos. Pero… ¿Cómo había terminado aquel noble pajarillo de manos delicadas, talle esbelto y piernas cortas y macizas como pilares, en un lugar semejante? Infinidad de motivos podrían aventurarse, lo cierto es que ella misma había relatado dicha historia, una y otra vez, a sus cofrades: En la plaza donde vivía, en una calleja de vecinos muy hermanados, se reunía su padre con otros fulanos al interior de una sospechosa casa solariega. Allí pasaban el rato entre juegos de carta, apostando unos pesos, tomando cerveza y departiendo con jóvenes acompañantes; la mayoría de ellas complacientes y de picaresco talante. Esas puertas de manera extraña nunca estuvieron cerradas para ella, bien por la cercanía con su padre, o quizá por ser un avecita que desde niña tuvo por hábito morder, arañar y patear a otros chavales. Se adivina pues que una criatura como esa que brota cual manzanilla en medio de la breña, no se deja de manera improvisada en cualquier sitio. Por eso la pobre permanecía al lado del padre (La madre se marchó por la crisis en busca de mejores horizontes, aunque tiempo después supo que les había abandonado a su suerte). No tardó en hacerse la favorita de todas, ocupada principalmente en jugar con pulseras y collares que ellas mismas le facilitaban. Alguna se unía de vez en cuando al juego, cuando quedaba libre; a lo mejor buscando en qué ocupar el tiempo. Pero entre la alegría de los juegos infantiles, algo era diferente, en ese entonces no lograba identificar qué era. Entretanto, su padre tumbado en la silla, dormitaba, y al instante agarraba otra botella. Por otra parte, las señoritas que lucían siempre

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magnificas, contentas y afectuosas, no paraban de hacer preguntas al que tenían delante. Transcurrió el tiempo, si no completamente feliz, por lo menos absorta; viendo como algunas se congregaban en grupos y se unían en un juego de pomposas frases y risas. Comer y dormir en ese lugar se hizo habitual, también encontrar tiempo para la trivialidad del retozo. Así fue creciendo sin una figura materna, y con un padre ebrio. Bajando del tranvía de la niñez, entendió el carácter de la morada donde crecía, supo el por qué de las gracias femeniles, faldas cortas, frases cariñosas, y el oficio que desempeñaban. Como un estallido de hilaridad que le ganaba risas comprendió que vivía en un burdel. El viejo ya no hizo intentos por salir del lugar, su vida fue beber y jugar a las cartas. Un gringo de piel tostada quien era el dueño de casa, siempre presidia la fiesta del progenitor y sus amigos. Sacaba un fajo de billetes, que enarbolaba de manera magnánima, y de golpe abonaba: —Aquí usted no pagar…, yo invito— De modo que el fracasado se volvió un perro fiel, solo que echado entre redomas vacías. Una noche tomó un abundante sorbo de aguardiente, sonrió a la niña y un poco, socarronamente, también al gringo. Luego escupió algo que en el momento pareció de poca importancia: —¡Cuídeme a la niña!— Reclamada tal petición, recostó la cabeza sobre la mesa como acostumbraba, y pareció dormir de forma imperturbable. La mañana siguiente no tuvo el privilegio de despertarlo. Por lo menos murió como un cristiano. —¡Ah, pobre infeliz! partió con la mano estirada hacia la copa, en la distracción de sus amigos que ni siquiera notaron la ausencia de su alma. Nadie lo echaría de menos. ¿A quién podía importarle su partida? Tampoco interesaban sus pecados. Cherry calló un instante con la mirada gris y absorta, luego continuó:

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—Es curioso lo que uno recuerda, la delgada línea de sucesos que acompañan hasta la tumba—Reflexionó. —Cuando papá murió tuve que trasladarme de forma permanente y la estadía en la casa solariega trajo para mi nuevas aventuras—hizo la observación—Para entonces y sin llegar todavía a la mocedad, era evidente que la naturaleza me había dotado de los encantos que hacen ladear a un hombre y prolongar la mirada en las formas de una señorita. Luego añadió: —¡Cuánto tengo para contar! Pero hasta yo tengo cosas que callarme. Lo cierto es que mis juegos de niña se convirtieron en algo mucho más excitante. Entonces bostezó, paseó la vista alrededor de la habitación, sonrió a sus amigas y luego cerró los ojos buscando entre sueños recuperar sus alas. XXII Su padre había muerto dejándola en una mansión de lenocinio, pero no le derrumbó la noticia. No sintió ningún resentimiento por el hecho de verse obligada a estar allí. Era su casa desde hace años. Mientras parloteaba con las mujerzuelas, ahora una suerte de hermanas mayores; los visitantes, la convidaban a la mesa ignorantes de que era una virgen. —Ya quisiera yo un cuerpecito como ese para ganar más dinero—decía alguna de ellas. Esa carita ingenua, de ojitos desparramados, pronto descubriría caminos velados. —Ella va a tener que hacerlo en algún momento, en cuanto la descubra alguno y ofrezca buen dinero al gringo él no lo duda— murmuraban. Esas frases no hacían daño a la muchacha, más bien le causaba gracia los comentarios de lenguas sueltas. Las aventuras arrebatadas y sensuales no eran para ella.

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—Yo no quiero eso... no me interesa —decía —.Quiero pilotear un avión, y viajar por todo el mundo. (Aunque imaginaba… ¿Si no aportaba dinero cuánto tiempo más le tendrían en casa?) Las demás le miraban de arriba abajo con dulzura. Un poco turbadas y descompuestas por sus propias vidas. <También ellas tenían sueños que nunca realizarían> A ella y a las otras les convidaban siempre cerveza, vodka, tequila o aguardiente, que con educación dimitía. Algunos no la perdían de vista, culpa de la genética que madura los frutos antes de primavera. Algunas de sus compinches también de bella apariencia y espíritu libre. Se mostraban con tacto y cultura, usando refinados términos para complacer a los forasteros que las frecuentaban. No le tomó miedo a ese mundo, no lo rehuía ni le generaba asco. Le era familiar desde niña, y también desde niña había notado la disposición del gringo en hacerle frecuentes regalos. En la música encontró un nuevo encanto y en el danzar se hizo diestra. Una noche cuando bailaba escuchó a dos damiselas comentar: —¿Has notado que todas las miradas son para ella?— —¿De quién?—inquirió la otra— —¿De quién va a ser? De don Lino, el gringo. —Ay…, espero que no..., es solo una niña. Ella escuchaba atentamente. No había pensado que realmente aquellas razonaran semejante cosa. —Tal como te lo digo ¡parece que el gringo se han enganchado! —agregó. La otra miraba con expresión discrepante, mientras daba un sorbo a una cerveza y respondió: —Sí es así. No me gusta. Debemos cuidarla, pero no debe enterarse ella. Es mejor traerla a nuestra habitación—y prosiguió— podemos idear una clave para cuando él se aproxime. Sin embargo, poco menos que inútil resultó la estrategia de salvarle del apuro. Cuando el deseo es superior al hombre, ni la más metódica, esforzada y resuelta táctica es suficiente. Una tarde de domingo, a las cinco, hora del café expreso que tomaban las chicas a la

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vueltecita de casa; el repiqueo de unos pasos se detuvo junto a la puerta bajo el arco del aposento. Debían estar las tres, pero había una sola: ella. —La primera vez jamás se olvida—acotó Cherry. Esa tarde las carnes de su núbil cuerpo sentirían, por primera vez, el filo de un fogoso apetito de sexo. El gringo había visto la oportunidad y no dudo tomarla. Aguardó un momento, y luego se acercó. Ella estaba recostada mirándolo con su carita de niña. Se sentó a su lado, le tomó la mano y se la besó. —Será mejor que me vaya—susurró ella débilmente. Él la observó unos instantes y luego se acercó a su rostro besándola en la boca. Aquello le inspiró un miedo extraño combinado con agrado, se estremeció en una risa nerviosa, y un despertar erótico inédito que le bajaba como un cosquilleo irresistible por todo el cuerpo. Era el encanto de algo insólito y prohibido, mientras él metía la lengua en su boca. ¡Nunca había sentido cosa igual¡ Luego le acarició suavemente el cuello, y podía jurar que también él temblaba. —Eres perfecta —murmuró a su oído. Mientras le desabotonaba la blusa, se la quitó y puso a un costado de la cama. Tumbada boca arriba, (no llevaba sujetador) así resultó fácil palparle los pequeños senos que acarició con la sutileza que convenían sus grandes manos. —Perfecta…, hermosa —dijo de nuevo. Acarició y lamió las areolas rosadas en un juego exquisito. Luego, se humedeció sus propios dedos, le subió la falda y condujo rumbo al sur enrojecido de su cuerpo, separando con una leve presión los labios vaginales. El pulso y el corazón le latían con fuerza, en palpitaciones que subían hasta los oídos. Entonces le compuso los cabellos desarreglados, quedando mudo y satisfecho ante la creación divina que emergía a sus ojos. Sin resistirse al deseo de abrazarla y, suavemente, poseer su cuerpo. Giró la cabeza para cerciorarse que nadie viniese y, enseguida, la rodeó con sus brazos.

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Terminó de desnudarla entre pasiones que despertaron de golpe en su ser, inflamando un prodigo desenfreno que revelaba un carácter disímil al de la niña ingenua y hermosa. ¡Con qué naturalidad lo asumía! Gritando de dolor, lejos de todo escrúpulo. — ¡Quería sentirlo dentro de ella, disipando la vida entre su entrepierna inflamada! Dio un grito, y luego otro… ¡Qué violencia y que placer la conmovían! En ese mismo instante, sin dar tiempo a nada, se oyó la voz alegre de las meretrices quienes ya habían retornado. Segundos después sus gritos fueron reemplazados por unos que explotaron al unísono y provenían del tabique de la puerta: —Pero…¡Qué…! ¿Qué ha hecho don Lino? ¿Qué es lo que ha hecho? Los ojos desarrapados de las compañeras impactadas por la indígnate escena se colmaban de rabia, ante su mirada sorprendida e ingenua— El gringo se levantó, dio un brinco brioso, se compuso y empezó a ir de un lado para otro, haciendo gestos e intentando conjurar el bullicio desatado. —¡Esto apesta! Es solo una niña—se turbaban cada vez más las damiselas—¡podría ser su hija! Cherry se acalló sin ninguna señal de arrebato, sin perder una fase de su inocencia; agarrada a la falda con la que cubría su intimidad de las miradas furiosas que saltaban en chispas. Las otras animaban y envolvían a la pequeña con sus palabras doloridas, preocupadas. Cuando de pronto, casi esforzándose por permanecer estoica, de sus labios brotó una leve sonrisita. —Tranquilas.—dijo ante el rostro curioso de todas—¡Él no hizo nada que yo no quisiera! Entonces toda la atención viró hacia ella ¡Virgen Santa! ¿Qué dices niña? ¿Qué te hizo este canalla?

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Estaba pálida pero llamaba la atención la persuasión de sus palabras. Con autoridad, cubriéndose el sexo con una mano y el pecho hace minutos virgen, con la otra, reiteró: —Don Lino no es un canalla. Les juro que yo lo quise— El gringo avanzó hasta la puerta y se alejó en dirección al salón principal, tras él marcharon las mujeres con la emoción todavía balanceándose en sus cuerpos. Impacientes, aturdidas, fatigadas, entre protestas. —Espero que se vaya... que ahora sí, se vaya para siempre—dijo una de ellas. Cherry no comprendió de lo que hablaba. Solo una de nombre Daniela permaneció junto a ella, se acercó, descargó una mano en sus muslos generosos y luego la abrazó. Era la única que había notado a la primera, la insinuación de los gestos de la muchacha. A nadie besaban de esa forma a menos que consintiera ser besada…, ni se levantaban tales rubores de rostro solo a causa de la vergüenza. Desde entonces se hicieron mejores amigas, les allegaba la edad y los pensamientos de sus cabecitas todavía llenas de sueños e historias de príncipes. Entretanto, el gringo en lugar de romperse los sesos infiriendo una solución, salió del apuro convirtiéndola en su amante. La llenó de regalos, de la mejor comida, de pijamas de encaje. Y dormían juntos en su lecho de amor clandestino. En aquel fondo celeste que convirtió su vida, ella aprendió a amarlo; nada importaba que le triplicara la edad, había honestidad en ello, al menos de su parte. Entre los brazos de aquel intruso de su cuerpo, al que una vez viera como un padre, se sintió dichosa. Pero tal complicidad se volvería en su contra; las miradas afectuosas de las que creía su familia se llenaron de furia, levantaron una barrera de aplastantes silencios, de críticas inesperadas, de carraspeos rabiosos. Los inexplicables melindres tenían origen en los celos, en la dignidad afectada de quien se cree traicionado al perder un amante noble y generoso a manos de una mocosa. Las borracheras propias del trabajo, claro, avivaban esos sentimientos feroces.

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Era chocante semejante reconcomio, una fatalidad diaria, ¿Cómo a quienes sentía su propia familia, le trataban de esa forma solo por haberse enamorado? Pero lo peor no fue eso, sin mediación, con el carácter salvaje que tiene el azar, le jugó una broma; una treta que la empujó a un profundo abismo cuando menos lo esperaba. Había ingresado al amor con el mismo furor que saldría. Su famosa aventura con el gringo no fue más que un engaño planeado, un ultraje a la ingenuidad. Era claro que algo debía haber sentido por ella, pero en Nueva York le aguardaba una rubiecita que a menudo llamaba y de la cual, la ingenua, nunca supo el nombre. Quizá la misma razón por la cual faltaba a la casa semanas enteras aduciendo que eran viajes de negocios. ¡Qué tonta…, Que gran tonta era! A pesar de las promesas, el gringo de piel tostada había omitido decir que era casado, y además contratista de una agencia de inteligencia americana, de la que abrevió mayores detalles, y que aquel dominio que fuera su casa por años, era solo una fachada, un centro de operaciones en su propio argot. (A menudo esta infidencia le asaltaba el recuerdo como una absurda pesadilla.) Con cortedad moral, el gringo, una noche intentó referir lo complicado de tal fingimiento que en línea recta lo conducía de regreso, luego de tanto tiempo, a la fuente de donde manaba. Como si resultara fácil de entender una vida de dos partes, la primera visible para ella y otra extraída de una confabulación de película. ¿Quién era el gringo? ¿Un ladrón, un matón, un mentiroso, un agente? O solo alguien que de forma ignominiosa sacaba provecho, incluso, de la virtud de una niña. Esa misma noche la abrazó en la oscuridad del cuarto, ella lo rechazó, y la expresión en el rostro de aquel desconocido fue el último encanto de una vida trazada en un anaquel de mentiras. ¡Ya nada valían sus encantos! Era una despedida precisada que disipaba las falsas ilusiones forjadas desde la niñez. ¿Qué significado tenia para él? Remotamente lo adivinaba.

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El americano se marchó con un beso en la frente, y como un camaleón cambiando de colores salió a la calle en medio de la lluvia. Nunca más supo de él. Una fina gasa que rodeaba los ojos de Cherry, se abatió en el embaldosado de la realidad y un vasto camino se abrió frente a ella, donde se esparcieron los pedazos de un corazón roto. A pesar de todo, la morada siguió funcionando con la guía de una sus antiguas amigas obrando como celestina. Con el mundo patas arriba, los primeros días le aprisionó el funesto engranaje instituido en su contra, que no aflojaba ni se saciaba. El dinero de don Lino se esfumó con él, sin servir de mucho lo que había dejado; ¡Tampoco, claro, para contentar a las ofendidas cofrades! Nuevas ansias perturbaban su espíritu como una víbora mordiéndole la carne. Los días se hicieron bastos y oscuros. Empujándola a descubrir un camino que al principio llegó a asquearle. Era la primera vez que bebía, forzada por la tristeza, el calor y el hambre y a menos que empezaran a escucharse tres golpes en la puerta, acompañados por un silbido, anunciando la terminación del servicio sexual, tendría que dejar la casa. Conoció los altibajos de la vida, su espíritu libre estaba atrapado en una gran jaula, una charca en la cual se hundía; entre tabiques viciados que le ataban de manos. Las ganancias empezaron a volverse un quebradero de cabeza, y traían a veces fogosas discusiones entre la nueva administradora y ella. Era la obsesión por unas monedas, un lugar de granujas en una cuadra de putas. Pero un golpe de inesperada fortuna le sonrió como una suave brizna con nombre de mujer: Daniela. XXIII Durante meses siguió refinando su inconsciente sensualidad en una voluptuosidad forzosa; en el miserable abrazo carnal del destino, una quimera producto del engaño. Atendiendo mocetones, viejas esculturas de bronce, fisonomías dispares, extremidades largas y cortas; figuras rollizas, escuálidos, refinados, burdos, pasivos. Fogosas, sensuales y etéreas mujeres que recorrieron el norte y sur de su cuerpo; en todas las direcciones. Todos ellos durmieron entre sus piernas.

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Entonces miraba el pasado y un cruel desengaño se le influía en el alma. Daniela fue su aliciente y, su complicidad se hizo única una noche mientras dormían juntas como era habitual. Todo comenzaría como un simple jugueteo de adivinar encontrar las manos en medio de la lobreguez. El reloj señalaba las dos. Así se reconfortaban del día, de las alas rotas y evocaban la suavidad de su ser. Inesperadamente el juego se convirtió en flirteo, del roce de manos Daniela pasó a esbozar delicados círculos con la punta de los dedos, por encima de su pijama. Una deliciosa caricia que le ponía erectos los pezones. No tardaron en estar desnudas. Mientras Cherry, con las manos le apretaba suavemente los senos, su amiga pasaba la lengua por los suyos y le acariciaba las nalgas. Largo tiempo, impaciente, había esperado esa señal. Se lanzó sobre ella y, tomándole la cabeza con ambas manos estampó un beso interminable en su boca sedienta... Después le acarició las orejas, la nuca, las mejillas y, por el camino de placer que transitaban, rodaron sobre la cama suspirando con emoción trémula; la cara de su amante tomaba una expresión bravía, desfachatada. La devoraba a besos, besos que sabían a la más deliciosa fruta. ¡Qué niña mala! ¡Qué putita! exclamaba mirándola satisfecha, bajándole las bragas mientras le descargaba la barbilla en el cálido vientre y en un impulso resuelto se volvía a su sexo para desbordarse ansiosa en la intimidad de su higo de placeres. Por eso ambas quienes tantos meses estuvieran hundidas en el pesimismo profundo y justificado por la conducta excesiva e infame de sus compañeras; vislumbraron que la única manera de cortar la mala racha era dejar la casa solariega. La decisión fue, sin duda, una estela de luz que llegó un día con la opción esperanzadora materializada en el arribo a otra gran casa pública; donde vinieron con el objeto de buscar, y encontrar, al fin la maldita alegría que les comprobara que en el mundo aún persiste algo bueno. No renegaban de su condición de prostitutas, no anhelaban ser secretarias ni obreras de una gran fábrica; solo buscaban un poco de afecto y comprensión. Y del palacio libidinoso devino la codiciada alegría, una noche cuando sentadas en la salita de espera fueron

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admitidas en el corralito de placer. Tomadas de la mano, sonrieron y fueron felices. Aunque haya sido por breve tiempo. La libertad que experimentara esa noche, y creyera tan felizmente duradera. A la postre se convirtió en un profundo dolor, como tantas otras veces ocurriera para ella. Pero no existe la sonrisa franca, el amor infalible ni la realidad simpática de momentos felices, cuando el destino muestra sus grandes dientes prestos a clavarse en la débil carne. La inmovilidad de esa carne que inadvertida se conmovió sobremanera un día, cuando Daniela desapareció de su vida sin dejar rastro; esfumándose para siempre de los recovecos del palacete. La vida que por unos meses fecunda y amable, se colmó de inquietudes. La vasta hermosura de su candorosa plebeya se volvió un recuerdo que le hostigaba el alma. Cada noche aguardó su regreso en el golpetear de las manecillas del reloj: tres…, cuatro…, cinco y finalmente el albor, nada se la traía de vuelta; viendo como la luz que creía alcanzada se teñía de oscuridad. La fulminó esa partida y con hipocresía intentó achacarle vida a esos tiempos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Se preguntó tantas veces cuál era el motivo para abandonarla. ¿Abandonar a quien le amaba? Valuando que el problema a veces no es encontrar un techo donde dormir y una mesa donde alimentarse, sino la condición del carácter. A la larga todas las putas son nómadas; al menos la mayoría. Incluso con comida, familia o afecto a su alrededor. Entendió que tormentos y sufrimientos no le faltarían, su naturaleza era en si misma dolorosa. Pero con la partida de Daniela dejaba todo atrás, sin saber cómo seguir adelante. Lo peor de todo, sin ninguna duda: el desánimo diario, el dolor intenso en el fondo del pecho, la melancolía, el no saber si se había ocupado lo suficientemente de ella. Si haberla sacado de su sitio era un castigo y la consecuencia del abandono, que no podía olvidar a sus antiguas amigas y le reprocharía en el futuro, de volver a encontrarse, el miedo y la soledad tenaz a que la expusiera, creyendo que ambas eran felices. Si era su albedrió, o quizá, a diferencia de ella quería ganar dinero “decentemente” optando por marcharse sin escarbar en su moral donde seguramente nada encontraría.

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Vislumbró mil razones que iban del trabajo al simple desamor, pero ninguna aminoraba los latigazos que su partida infundía, cada día traía mas angustia, más abandono, más desolación. Pero, claro, sería una pena además de todo, morir de hambre... y entonces, comprendía a cabalidad la principal regla del trabajo de una puta: mostrar ante el cliente vivacidad, simpatía, talante, cultura; disfrutar la música y el baile. Saber mantener una charla superflua, y pasarse de largo entre tragos de whisky, vodka o aguardiente, las propias penas. La tristeza, la rabia, el llanto quedan reservadas al fulgor de la mañana; pero en las noches del burdel no hay lugar a dramas A veces imaginaba a su amada deambulando por calles y bares con aliento gélido y la irracional, sea cual fuere, razón que la alejaba de casa. Pero temía al mismo tiempo el motivo de alguna adversidad. Ansiando que apareciera ¡Oh…, cuantas veces creyó verla doblando la esquina de un edificio, tan bacante, tan burlona como era!. La ausencia de Daniela se prolongó demasiado tiempo, como para que el avecilla pudiera soportarla, ya no era ella, nada quedaba de su sonrisa y algarabía. El consuelo de sus compañeras apañadas en el dolor, le venía insuficiente; su dolor era ininteligible para ellas, le cortaba las alas y solo el amor podía retornarlas. Las últimas luces se iban apagando; un tinte carmesí cubría el crepúsculo de la urbe, y su ser quedaba completamente desolado. LA DESAPARICIÓN DE UNA HIJA La ruina se cernió sobre la gran víbora ocultando la luz y dejando solo tinieblas. Los acontecimientos marcharon de un modo absurdo, como si una entidad lóbrega aborreciese la urbe y trazara una línea de horrores sobre ella, en sus esquinas y senderos. La más inconcebible y execrable época en años. Un siniestro avizor que rondaba la bruma caliginosa cayó sobre las calles desiertas. Aunque seguramente, a posteriori, esta época como tantas otras se olvidaría, entre el sonido de un rio cruzándola y fachadas decadentes de tiempos mejores.

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La tenebrosa zaga de muerte inició en una célebre pero discreta casa solariega a las afueras de la metrópoli, que sirvió de encubierto serrallo por largo tiempo. Fue todo un espectáculo de costillas partidas, un cuerpo seco sin entrañas; las piernas como dos vigas que permanecían enteras. La mirada gris apuntando hacia arriba cual faros de la osamenta de aquel cuerpo reventado, y destripado a las afuera el prostíbulo, a solo tres pasos. Un resuello tenebroso vició el aire, se albergó en los cielos, cubrió los campos. Un soplo de muerte pasó por ese burdel. Al principio se creyó que la impudicia, lujuria y apostasía de toda moral, habría sido la basa para tan despiadado accionar del misterioso verdugo. —Tal vez un feligrés molesto—insinuaron muchos. Sea cual sea la razón ¡vaya que dejó huella! cuando menos en el recuerdo de algunos. Un profundo abismo donde caían almas cuyos cráneos impactaban antes contra el asfalto. Como también un olor de pestilencia concebible con tales actos. De improviso, las calles de la víbora de concreto advirtieron la altivez del sanguinario que las recorría. Se contagiaban de temor, de frustración y rabia, en una mixtura horrorosa. Y en aquellos fanales de meretricio era donde más se viciaba el aire con desasosiego y miedo…un vivificado miedo. El aroma de azufre subía hacia esos pobres infelices, haciéndoles crepitar los dientes; sabiendo que todos habían deambulado por esas habitaciones apestosas a humedad, polvo, amores rancios, y moral curtida. Y también para todos, los motivos del monstruo eran desconocidos. Las semanas siguientes recabaron un par de osamentas adicionales para la necrópolis, para efectos prácticos beneficiaria única de semejante tragedia. La existencia se derrumbó por un inmenso túnel subterráneo, por el cual deambulaban sin rumbo. El verdugo parecía siempre dos pasos delante de las fuerzas oficiales, obligándoles a apresurar el paso por suelos resbaladizos escasos en pistas que seguir. Al final, la inoperancia del estamento policial estimuló a los habitantes no sólo a protestar, sino a organizarse en grupos de seguridad privada, más bien, verdaderos motines de opiniones acaloradas que

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propendían poner cerco al perturbado, encerrarlo y votar la llave; dejándolo tras barrotes para poder seguir a la usanza convenida hace tiempo con la urbe. La ciudad se erigió en un estrado de culpas y señalamientos. Todos apestaban a pecado, y los ánimos se caldeaban cada segundo. Era un dolor de parto que ponía a todos como opuestos; cuando menos hasta encontrar al culpable de aquellos grotescos albures. La urbe debía encontrar su equilibrio. El mismo acto de destrucción, dolor y muerte, era causa, irónicamente, de un instinto por sobrevivir, de restaurar el deber moral; la represión a la libertad ¡la esclavitud de aquellos sufrimientos injustos! XXIV Roalb Muré seguía impasible, ensimismado, multado en el fragor matinal y azorado en la búsqueda noctívaga. Temía al sino de nunca encontrar al ángel, de no cumplir con el único débito que tenia por vida. Aborrecía la realidad y cualquier percepción externa, diferente de su propio dolor. No sentía una pizca de compasión por esas criaturas que para él estaban medio muertas y eran solo una repugnancia a sus ojos. Por el contrario, la ciudad deseaba que pasara todo cuanto antes y eso, claro, hizo emanar exorbitantes teorías y hasta conspiraciones. La cordura empezó a caer desfallecida y, los gritos, pasos apurados…, multitudes agolpadas ante la aparición de un cadáver destripado, no ayudaban mucho. En oposición, la vida del hombre alado se convirtió en un salón en medio de una ciudad que abominaba, paredes grasientas, un diván a la izquierda de un ventanal; a la derecha una puerta que daba al cuarto de baño, contiguo a una habitación. Al fondo una nevera; unos pasos más allá el recibidor que daba a la entrada. Múltiples días ahí, muchas noches en el bar. Sin embargo, una de ellas, de modo inesperado, mientras esperaba sentado a la mesa, algo llamó su atención. Dudó un momento al mirar hacia la puerta de acceso. Sus ojos se afincaron bien, los abrió para ver mejor. —¡El frailuno!— masculló.

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—¡Ven aquí infeliz. No te vayas!—gritó de inmediato con voz estruendosa. Brotó entonces la mirada del otro, parado junto al bedel, observándolo en suspenso: — ¿Qué quiere usted, señor? Dijo allegándose rápidamente y, como si apenas lo reconociera al verlo, exclamó: — Oh... ¡eres tú hombre alado! ¿Pudiste encontrar lo que buscabas? ¿Dónde estuviste todo este tiempo? —¡Está bien, ya basta! —dijo Muré, observándolo con fijeza. A punto de descargar toda su fuerza contra él y ordenó: —!Vamos a la calle ahora, inmediatamente, demonio! !ya no toleraré tus insoportables mentiras! —!Encima está aquella historia de que la hallaría en el infierno ! !en un infierno que apesta a dolores de muerte y azufre! Y le agarró por la sotana mientras vociferaba, echándose a andar por el laberinto de mesas que llevaba a la salida. Estando afuera le condujo al otro extremo, por la orilla de la avenida, diagonal al palacete. En un arranque de rabia empezó a golpear el exterior del hábito que parecía corresponderse con una verdadera entidad, más bien un despojo atrapado dentro de este. Le propinó fuertes golpes por todo el cuerpo y justo encima del capuz, sin ningún sentido de compasión y con toda la aversión que lo embargaba. Pero tras los golpes el del hábito no parió lamento alguno, ni mostró oposición cuando le pegaba. <Quizá no había frío ni calores humanos en él y simplemente era un muerto vagando sin encontrar la luz> Siendo el caso no tenia sensación ni sufrimiento y los golpes le venían completamente ajenos, así que la cólera de Muré era inútil. Eso concluyó. Tal búsqueda de resarcimiento y justicia no favorecía a ninguno de los dos. Liberándose del éxtasis inicial quiso saber la causa de su descaro. —¿Qué quieres desdichado? ¿Crees que todos vuelven…? ¿Que fácilmente se renace del nido de moscas, tripas, cabezas, piernas y brazos donde me enviaste?

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—A sido todo un malentendido, pero te aseguro que tengo información valiosa.—aseveró este—Señor alado, las autoridades tienen un oficio…, necesitan apresar a alguien…. Roalb lo miró con parpados exageradamente izados. —¿Qué significa eso? —vociferó. Ellos… ¿Sabe? Tienen sus ambages, no obstante, ya hicieron indagaciones—continuó el otro. Algunos, claro, han confesado sus sospechas. Según dicen el apetito voraz del asesino no es algo que quieran alimentar por largo tiempo; no resulta rentable para ellos. Además los hace parecer incompetentes—y siguió—Un fulano les dijo que vio a la bestia hace un par de días, merodeando en el centro. Solo espero señor alado que sus motivos se precisen de razón. —¿Realmente no comprendo qué quieres con todo esto? ¿Hacia dónde va este asunto? — Seguramente no tienen un nombre, pero tampoco es motivo para inscribirse sin autorización en las noches de la urbe. La criatura anónima debe inferir que competir con la policía puede ponerlo entre rejas. Del otro lado de la acera lo miraban con curiosidad dos muchachas, quizá no tan sabias y discretas, para estar libres de la sutil subversión en su contra. Seguramente cavilaban deslizar suavemente su intriga, llamar a los policiales y pedir que le atraparan. Sintió ganas de tocarlas, apenas si rozarlas y borrar de sus ojos esa estúpida mirada inquisitiva. Pero se dio cuenta que era semejante tal condición en muchos otros que antes viera. Palmo a palmo le recorrió el desazón de tan inmisericordes sospechas. De pronto, súbitamente retumbó en su cabeza un grito, desfondándose de sus entrañas, emergiendo de su pecho abierto; forjándose a salir gutural y horroroso. La urbe fue total incertidumbre y, notándolo, se hizo una pregunta: ¿Quién era ese a quien veían? ¿Era el acechador? —La mano del torturador quiere atraparlo, tiene su nombre escrito en un gran libro de horrores—continuó el del capuz.

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En ese instante apareció junto a la entrada del bar uno que la noche anterior había mencionado ser detective y llegó preguntado, a varios, cosas que importunaban a Muré. Incluso a él le había preguntado a que se dedicaba. Era un perro bien entrenado, Roalb lo sabía. Estaba ahí como un animal que acecha, en ese lugar donde todos querían fornicar a las bellas muchachas. Solo él, un perro policial, se rehusaban a ello. No por moral, por supuesto. El hombre alado sintió un agitar cruel y sanguíneo recorriéndole por la vena aorta; voluptuosa, llena de vitalidad y dolor. —!Eso mismo señor alado, lo llevaran allí donde llevan a todos los otros, donde cierran sus puertas y la profundidad de la noche reina!. Señaló—pero yo lo he cubierto le aseguro. He intentado protegerlo de las murmuraciones de la gente. Roalb quedó en silencio pensando para sus adentros. Hasta que todo estalló en forma de una chocante revelación: Su presencia tantas noches en las calles de la urbe, su abandono de toda compañía; sus modales, su propia apariencia y hasta su fracaso lo convertían en sospechoso. Adquirían total sentido las palabras del hombre sin rostro. La ciudad quería justicia para sus innombrables heroínas, mártires a las que antes repudiaba. Y en un inesperado giro, él mismo, quedaba en el centro de aquel afán de probidad, con su integridad desafiada. De modo austero tendría que convocarse en los cielos, en medio de las siluetas frías de los edificios, acaso fuera de toda posibilidad de hallar a su amor ¡Qué perversa parodia emergía empujándolo a un laberinto! La madre, Una madre desolada había zarpado años antes tras la quimera de porvenires mejores, ¡oh…desventurada decisión! Revalida de seiscientas cartas abarrotando un código postal, una por cada semana, sin albergarse en la manita que ansiaban.

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Había escrito para no morir de soledad, porque cuando todo transcurre lentamente, solo se ambiciona el deseo de retener el recuerdo del ser amado, un recuerdo que el tiempo siempre quiere arrebatar. La retórica de unas cartas llenas de amor como testimonio dolido de alguien que, no estará cada noche para prodigar un beso de buenas noches en una frente cálida. Condenada de un mundo inclemente, quien pide a gritos volver a ella; por tanto, las cartas que escribía eran lo único que la mantuvo viva; momentáneamente viva en la brevedad de unos minutos. Era un simple rostro sin nombre que solo ansiaba vivir en el recuerda de su hija, en las calles que caminaron juntas, en la alegría de los cuentos infantiles. No contaba la madre lo que hacía cuando decidió marchar, no se cuestionó si era el dinero más importante que la compañía. Si aquel hombre que dormía a su lado distanciados por un tempano de hielo, por lazos afectivos eclipsados; alcanzaba a dimensionar el valor de la prenda que dejaba en sus manos. Si acaso no era un simple ser mortal, sobrevenido en sus cuarentas, con la sazón del fracaso; con la tajante y pertinaz convicción de que la cerveza, el aguardiente, el vodka o el coñac reviven a los muertos. Por su comprensión no desfiló nada de eso, era el padre, y por más desgarramientos que hubiese entre ellos la dimensión indeliberada del amor por su hija debía ser otra cosa. Al fin de cuentas ser padre es el mayor obsequio divino. Por eso representó en su mente la validez de semejante postulado con un, mea culpa, transitable. Admitiendo a lo mejor que los prejuicios del dinero a veces resultan forzosos; que lo inmediato como el cariño y la presencia, se pueden solucionar después tal como exige el sistema. Y en abstracto emplazar a un ser marginal como imprescindible tutor de una hija. La justificación de un azar que deslumbró el dolor adusto de un, alea jacta est, sin vislumbrar el traspié de abandonar a una cría con quien padece una congénita imposibilidad de compromiso.

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El suyo fue un juego del que apuesta y pierde, del que se atreve a jugar en la convicción de ganar, mirando un solo lado de la balanza. Durante seiscientas cartas sin respuesta la niña vivió solo en sus recuerdos, recuerdos que ella misma fabricaba en la esperanza de enderezar el desvío de sus decisiones. Sintiéndose cada día víctima del azar, y victimaria a la vez. Entre la monomanía y los recuerdos ingrávidos, al fin pudo regresar varios años después de vivir sin amor, de haber elegido conscientemente una atonía emocional. El sopor perenne de lo que creyó una buena decisión. Pero urbes como nuestra gran víbora no se limitan al contemplativo desinterés de observar a quienes contagian su paisaje; por el contrario, quieren engullirlos, agobiarlos para arrancarlos de su suelo; para volverlos poco menos que seres fantasmales. Y la niña que buscaba era eso: un fantasma que nadie recordaba. Un alma errante, el espectro de una vieja memoria. Una letanía gris que se instituía en el pecho de la desconsolada. Entonces la señora se alojaba en el alcázar venerable cuya circunstancia es el fuego que arde en el corazón de quienes se adentran en sus recovecos. —Señor…, Dios todopoderoso, aun no he caído pero siento desfallecer ad portas del colapso. Enséñame la piedad que lave mis pecados y consienta lograr tan apreciable cometido de hallar a mi pequeña. Solo tú puedes signar tal designio…,—Y, así proseguía su plegaria—es por eso que pido de ti prudente fortaleza y aliento. No abogaré por mi persona ni por mis actos, no es necesario porque entiendo que tu grandeza aprecia mejor mi yerro. Aun cuando yo misma no pueda ser eximida debo pedirte, mi bien amado señor, por la vida de ella. Como tu humilde servidora que soy, por supuesto, no me atrevo a exponer argumento alguno ante tu inmensa sabiduría, menos contrariar lo que a tu buen saber hayas establecido. Sin embargo, en medio de estos altos y dignos muros que edifican tu casa; así como dentro de ellos se edifican las almas de los hombres, doy fe sobre mi certeza que haré lo imposible para encontrar a mi niña.

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Tan solo otórgame tu auxilio, es esta mi humilde petición, sabes que es ella mi único y más preciado bien… Pero entre el aturdimiento que había transfigurado a la ciudad y el excedido informar de la prensa y la radio, esta metáfora de abandono se alzaba todavía más funesta. Los cuerpos abandonados y carcomidos sin respuesta rondaban símil edad a la de su propia heredera, encarnando un peso adicional para su atormentada conciencia. La aterrada mujer recorría las calles de una urbe cuyas maneras eran entremezclar vida, muerte y justicia en una sola mixtura. Quizá lo que estaba buscando era un simple cuerpo vacante en medio de la aridez policial; la ponderación de los chismes. La aminorada eficacia del relato de los medios, ausente la mayoría de veces de rigurosa exactitud. Sin hacerse a engaños era una atmosfera de creciente terror que no aclaraba el destino de su hija; el espanto golpeaba despojándola a veces de cualquier esperanza, transfigurándolo todo, llenándole el alma de fisuras. Volviendo cada segundo su penitencia final, el sobresalto constante a medida que avanzaba sin poder decirse hacia donde iba. Tan solo en sus sueños la encontraba, en una alegoría que desafiaba toda lógica: podía verla despegar desde un gran ventanal ataviada con dos formidables y níveas alas, como si todo formara parte de una dichosa emancipación. Entonces la contemplaba volar libre…libre hacia el firmamento. EL DESIERTO El códice de la existencia de Muré se partiría en dos esa noche. Grandes dificultades y turbación aguardaban para él, truncando su alucinada búsqueda. Un portal se había abierto dejando expuesto al hombre alado. Después de dejar al frailuno enderezó rumbo al nido, ignorando oscuros presagios que se dibujaban en la paz de la noche; malos augurios en medio de los cuales continuó su porfiado vuelo. Sin intuir los peligros, ni adivinar los planes de quienes se avenían hacia él, obstinando darle caza; en la ambición de arrebatarlo de la libertad de los aires. Atacarlo con uñas y dientes y transmutar sus noches al albor del día.

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Muré debió notar esos indicios que se aproximaban como estratagema ofensiva, mas, un ser superior como él no temía a los efluvios que se agitaban en la lobreguez de la urbe. No obstante, fue sorprendido al ver, in anima vili, tres idénticas harpías justo frente a él, copias exactas de una absurda contradicción quienes aparecían al umbral de su vuelo impidiéndole el paso. Estas traían consigo un mensaje: la alegación de una detención ciudadana: El hombre alado les escuchó con discrepante atención y realzada desconfianza: —¿Y esto, ad portas, del clarear que bien saben no es mi sitio? Señalada esta confidencia, notó en medio de la calle una agrupación humana en cantidad de unos quince, relacionados ciertamente con las harpías. Así que soslayó con llaneza y abreviada animosidad: —Ahora inventan esta emboscada. Estoy harto de los señalamientos con los que pretenden asir a un ser a todas luces superior a ustedes… —¡Abran paso! Demandó en una ráfaga de furor que sobresaltó a las entidades y a quienes aguardaban abajo. Pero aquellos marchaban febriles a una guerra, a sus propios quehaceres de muerte y de miedo; en una obstinación casi mecánica. Y como si un toque de trompeta rugiera se batieron en duelo. Su carácter erguía aprietos para el alado al verse atacado desde tres flancos. Aquella apología de justicia consiguió desgarrar la voluntad del agredido precipitándolo hacia la cartografía de la víbora de concreto; mudando los aires por el cetrino suelo, donde resueltos, los demás se integraron a la ofensiva. El tiempo de batalla desvaneció la discrepancia soberana entre la bruma y el albor dejando a Roalb en una profunda abstracción. En el subyugar de aquel territorio hostil, el encantamiento de sus alas surgía irreal y el artificio de lo real era su apresamiento. ¡Descabellado albur, el hombre alado fue prendido por la muchedumbre turbada!

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Así, el sueño de su bien ponderada libertad se hizo alienada pesadilla, pues tras una supuesta estructura moral, quienquiera que regentara tal moralidad pública no tenía más intención de justicia que la suya propia. Todo se metamorfoseaba en el término del dictamen expurgado por una voz que divergió entre todas las demás: — ¡Hay que darle muerte! La innombrada complicidad de sus adversarios emergió de pronto… No haber leído las advertencias provocó el infausto desenlace; los acontecimientos ya estaban desencadenados y el grupo de tramperos, al fin, dominó a su presa. Le habrían matado a golpes y abandonado su cuerpo moribundo en el lugar mismo, pero ante tales medios ilícitos temían al riesgo de ser descubiertos. Algunos incluso, denotaban nerviosismo y remordimiento. ¡Si por lo menos fuese entregado a las autoridades! —Pensaba, aterrado, para sus adentros—. ¿Cómo salir inmune de aquel revés? ¿Cómo lograr el éxito en la luminiscencia del día que le castigaba inclemente? Si en esa turba no existía ánimo conciliador, eran cual lobos oliendo sangre. Por un tiempo indeterminado, unos cinco minutos probablemente, la caterva debatió tras el velo de la comisión ¡Dios era testigo de su causa, el cuerpo de aquel monstruo alado debía ser expatriado! Esa fue la conclusión: Le conducirían a un desierto lejano por varios kilómetros el cual no formaba parte del imperio de la metrópoli. Roalb Muré en su fenecimiento, con el rostro contra el asfalto, solo adivinaba siluetas amorfas, y bisbiseos incomprensibles. Mientras su mirada era cruzada por el umbral de luz que le daba de pleno en la cara. Como un brillante metal, todo refulgía y aquel fulgor era lo más doloroso que había sentido nunca, esto le obliga a entrecerrar los ojos. Era una pesadilla de claridad diáfana, como relámpagos de fuego abriéndole la piel. Terminó por desplomarse, sin fuerza ni oxigeno en los pulmones; en medio de baladros, mientras la muchedumbre se apresuraba, y solo podía ver un desarreglo de rodillas junto a él. Con el último resuello deslizó los parpados y se desmayó.

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XXV Lo despertó el chirrido de neumáticos sobre el suelo polvoriento, la mañana todavía humeante caía como una fina llovizna metálica que irradiaba su rostro. Estaba atado y tendido boca arriba sobre el suelo metálico de un oxidado y viejo jeep, cuyas junturas silbaban al menor golpe en la arena y parecía detenerse merced a la fatiga y el oleaje efusivo del calor del mediodía, Muré intuyó la hora por la ubicación del sol próxima al cénit, según su cálculo habría transcurrido seis horas. Arriba, las nubes como un follaje de blancos copos de nieve, revelaban un cielo ignoto y una frontera distante de la urbe. —¡Esto está muy mal! Es algo serio, aun están a tiempo de recapacitar—señaló con aliento vibrante Roalb Muré. Pero dos que iban junto a él, le observaron intensamente, sin dirigirle la palabra y enseguida sus ojos flanquearon de nuevo el sendero. El camino desde su posición, se iba dilatando por extremos de roca de contornos geométricos, montañas monótonamente coloridas, las barras de hierro del jeep y el choque metálico contra el suelo y el meridiano que parecía engullir el ruido de lo que evidenciaba ser una caravana de tres o cuatro autos. El hombre alado intentó razonar el resto del trayecto, con los dos perros de caza que le custodiaban uno a cada lado, pero estos permanecieron con los labios plegados y la mirada perdida en el horizonte, fingiendo no escuchar las reclamaciones verbales del exaltado prisionero. Finalmente, el jeep se detuvo con un seco tirón de freno y el conductor dio la orden de descender. La suerte estaba echada. Llegaron a un terreno libre en medio de cordilleras serpenteadas. —Aquí termina todo—dijo uno mientras lo bajaban del automóvil. Con la llegada de otro automóvil y tras este, el sonido de bocinas de otros dos que se aproximaban se completó la caravana, en la que iban también las harpías. La muerte parecía aproximarse de forma inesperada.

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Por encima de una avalancha de pensamientos que lo envolvían miró a la turba: —¿Qué son ustedes? un mal menor, simples lacayos de un demonio al cual he confrontado antes—sentenció con tono dominante y colérico. El acento vehemente, la voz severa con que emergían estas palabras sorprendieron a quienes lo miraban con ojos agrandados. Sintieron sorpresa y temor, Muré era cualquier cosa, acaso una contradicción, todo, menos un condenado. —¡Mátenlo!—bramó uno que estaba a unos cuatro pasos delante del grupo. ¡Carajo mátenlo. A eso vinimos!—insistió con mirada arrogante. Y su voz sonó como un sordo eco en medio del receptáculo pedregoso. No sabía el que estaba adelante la causa de aquel mutismo, de modo que giró para entrever, al hacerlo se encontró con una medrosa inmovilidad y un temblor de piernas que se resistía a dar crédito a lo que descendía desde el costado de un peñasco: Los verdugos, antes dispuestos a la matanza, tenían los ojos desmesuradamente abiertos, estaban pálidos, temblorosos; cautivos de una profunda conmoción. A corta distancia emergía la figura de un sabueso negro con denuedo amenazante, pero más que eso, se libraba a una contradicción horrenda puesto que tenía dominadas por un solo cuerpo tres cabezas, y su mirada se componía de seis ojos encendidos como el fuego. La sorpresa se hizo miedo, y el miedo les imbuía de una trágica aridez muda, fijados al suelo en posición indefensa ante la antinatural bestia. Ni uno solo conservaba la compostura en su semblante. Era tan inopinada e inaudita la irreal aparición que algunos, seguramente, creían estar soñando. Sus rostros pálidos y graves se miraban hipnotizados de terror, temían lo peor; el reflejo mismo de lo que emergía de las profundidades del infierno. Por el contrario Roalb mostraba quietud. No…, no cabía la aprensión en su mirada. Aquello que los demás protestaban con la mirada y con cada centímetro de su ser, que les coreaba tormento y alerta de fuga. Era algo bien conocido para él.

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Algunos temerarios insinuaron repeler al monstruo, mantenerlo en su sitio, pero solo lograron apurar el avance en dirección del grupo. El ardor de la inmolación se apaciguó como si despertasen de un trance. ¿Podía ser era cierto aquello? Y también se asombraban de lo que evidenciaba ser una expiación para el condenado ¿Quién era el hombre atado frente a ellos, al cual pensaban dar muerte? Se aterraron al considerar la deferencia con la cual una gracia superior parecía protegerle, disponiendo ante ellos el ardiente fuego y la destrucción que traía la criatura infernal. Con el pecho incendiado, todo carecía de sentido, no era un espectáculo que quisieran presenciar por mucho. Sobrecogidos, estupefactos, el horror les hizo temer por sus propias vidas mientras batallaban por el superior beneficio de hacerse paso hasta los autos, queriendo cada uno ganar el puesto al otro; corrían entre pedruscos a toda velocidad, con innegable angustia, algunos de ellos entre alaridos y empellones. En una carrera frenética, el pelotón de ejecución pronto fue desmantelado ¡Hay…de aquellos ingenuos, como corrían repitiendo que no querían morir! Y más allá de la polvareda que levantaron los autos, surgió un nuevo mundo para Muré. El trayecto que ahora lo distanciaba de la urbe representaba un camino de varios días; puesto que no eran seis horas como en su cálculo, sino todo un día con esas horas el tiempo que había permanecido inconsciente. Sin embargo, reía el hombre alado, ¡cómo reía junto al cachorro infernal! regocijado por el fracaso de aquella cacería furtiva. XXVI En un arranque deliberado desató y comenzó a desenrollar la sucia soga que lo dominaba, reintegrándose de nuevo a la libertad, recobrando la mecánica de piernas y brazos. Abriendo, luego, paso a la contemplación del paisaje de superficies disímiles que le rodeaba, un lugar anónimo para Muré, descomunal y envuelto entre áridos farallones. Algunas heridas le arrancaban ardores, pero estaba de

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regreso y contento de estar envuelto en la soledad que tanto apreciaba, incluso, en un terreno desconocido y de geografía incomprensible. Así que permaneció tumbado junto al espectro infernal, echado también, conviniendo el descanso: fuerte, vigoroso, con su jadeo silente, imperturbable con sosegados ojos ígneos. Ambos renovaban fuerzas con la condición única que los hacia uno mismo. Roalb lo miró con la intención de dirigirse a este en una idea aproximada del designio que establecía: —Gracias cachorro. Este hombre alado velará por ti, cuidará de ti un día—dijo. En ese instante la bestia desapareció como un espíritu que se proyecta al interior de un remolino de arena y viento; como un eco repercutiendo entre las altas murallas de roca, eclipsando el apalear de sus pezuñas. El hombre alado suspiró hondamente y serpenteó con la mirada la estructura pétrea que se izaba ante él, desembocando en los cielos donde el sol dorado e inmenso se suspendía. Con tal retrato de la naturaleza creyó acertar la paz, en una deducción cándida, indocta de crepúsculos negros que se avecinaban con mensajes para el alado. Mientras prolongaba el impensado destierro, tendido boca arriba, contempló el rectángulo añil en las alturas y el astro fulgente sobre su cabeza, quienes menguaban el intenso daño y se hacían más tenues. Escuchó sonidos como un martillear de pasos sobre la tierra que llegaban hasta sus oídos, primero distantes luego muy próximos. Elevó la cabeza abandonando toda abstracción y se sorprendió al advertir la respuesta de aquellos pasos apurados. —¡Señor alado…, señor alado!—gritaba alguien en medio de aquellas murallas. Conforme con una grafía bien conocida que dudó en principio atinada: se trataba del frailuno quien venía a su encuentro. Lo miró fijamente creyéndolo un espejismo, pero el otro prosiguió: —Señor alado, lamento tomarlo desprevenido— Roalb emergió del trance y recobró el aliento. Aunque en principio se mostró reacio, ante la cercanía del hombre sin rostro y le observó con difidencia.

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El otro se arrodilló ante él sin evidenciar, como siempre, un rostro tras el capuz. —Escuche, beba un poco de agua de este cazo —Dijo. Mirando a través de una claridad sin ojos; mientras le ayudaba a incorporarse y recostarse contra un tabique a sus espaldas. El hombre alado tomó un par de sorbos del líquido vital. —¿Qué haces aquí?—consultó a quien permanecía arrodillado, con su túnica polvorienta. —¡He seguido a los barbaros que le apresaron señor!—respondió. —Habla con la verdad—continuó Muré con voz ronca y apagada—¿es otro de tus embustes?—y continuó tensando la cuerda de sus dudas— ¿Fuiste quien me empujó hacia ellos? —Nunca haría algo parecido, señor—aseguró con la voz ronca que surgía de su garganta—simplemente me hice invisible a los ojos de esos granujas que no consiguieron verme; así descubrí el sitio al cual lo traían. Puedo serle de gran utilidad aquí. —Acaso ¿Resultaría favorable que te prefiriera a ti, que has causado daño con tus mentiras?... ¿Es preferible a deambular por este terreno natural que desconozco por completo?—su voz subió con un tono de disgusto que se envenenaba de rabia. —Observe señor alado—dijo el otro tocando ligeramente la punta del capuz—¿Qué razones si no ayudarlo me convocarían en este lugar?— y continuó—invoco a su sensatez de entender que es esta una emergencia y eso es suficiente. Muré lo observó, al tiempo que asentía ante verdades que resistía a medias, pero eran las únicas que tenia. Aquel engendro resurgido de algún lugar de muerte, era su único auxilio en esos desolados terrenos. —Ahora… ¡Vámonos. De prisa. Debemos irnos!—apuntó su preceptor, descorriendo el cerrojo de una plausible verdad—¡Esos barbaros regresaran en cualquier momento trayendo consigo refuerzos! Y Agarrándolo por el brazo le ayudó a incorporarse. —¡Espera! —Gritó el alado—¿Hacia dónde iremos? ¿Acaso no te percatas del entresijo que son estas tierras? —Al norte, señor, es ahí donde iremos—señaló apuntando con la mano en dicha dirección.

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Con su cuerpo todavía débil, Muré se abrazó al frailuno para sostenerse. —Vamos…—dijo con voz entrecortada. Y ambos partieron cruzando los alcores y misterios que forcejeaban en esas montañas. XXVII Por el agreste ambiente geológico iniciaron la fuga, a través de una naturaleza ante la cual se evidenciaba inútil toda resistencia. Intentaban obrar conforme al plan del hombre sin rostro, pero era evidente que les perseguía el peso de un entorno en extremo discrepante. Además, estaba sucediendo algo: las alas de Roalb Mure, sin reacción, se resistían a un armónico quehacer, permanecían inmóviles y variaban en una dolorosa tortura, un vulgar suplicio. Sin certeza de a dónde iban continuaron acosados por el calor y los vértices pétreos que se elevaban continuamente y ponían a prueba todas sus fuerzas. Le inquietaba transitar por entre esos despeñaderos, esta idea mortificaba al alado e intentaba mover vanamente los apéndices víctimas de la más inoportuna parálisis. El lugar era un paisaje arcaico sin vegetación, perdido entre cuevas, riscos y, probablemente, un río floreciendo a lo lejos; del cual las laderas encumbradas de montañas escindían toda posibilidad de avistamiento. Con todo, Roalb no podía evitar pensar en el ángel, en su mirada afligida, en la particular geografía de un cuerpo perfecto, cuya ausencia le devastaba terriblemente. Pensaba en lo anómalo de su historia juntos, en la chica del mausoleo; en los extraños sucesos que lo habían empujado a la locura que, ahora recorrían sus pasos eclipsados en aquella natura monstruosa de dureza inusual. Lo cierto era que continuaba en profundo silencio, avanzando entre la fuerza delirante del viento al golpear contra las murallas. Entonces no podía imaginar el ominoso presagio, cuyo temor ya había intuido.

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Transitaron por una cordillera bastante cerrada que impedía ver lo que había del otro lado. Pero era esa pizarra ondulante de grandes picos el obstáculo a salvar para alcanzar el río y el anhelado norte. Más allá de lo que abarcaba la vista se izaba un otero de muros verticales, un gran bloque que se instituía como la única ruta posible al otro lado. ¡Quizá valía la pena intentarlo! Si bien, era un exabrupto que cortaba el aliento, empezaron a ascender y a medida que avanzaban erosionaban la pared desprendiendo pequeños pedruscos. Desde cerca la verticalidad impresionaba y generaba un profundo vértigo, el pico debía rondar los 5.000 pies de altura, toda una odisea para un escalador inexperto. Ganando altitud el aire silbaba creando retumbos similares a lamentos, a través de las faringes que se formaban en la roca. Hasta entonces el ascenso no había revestido mayor peligro. Adpero, a partir de entonces el trayecto resultó más escabroso. Evidentemente, se trataba de un plan irreflexivo, promovido por el afán y no por la razón. De pronto, un paso en falso desató un atierre y estuvo a punto de hacer perder el equilibrio al frailuno, quien se apuró con brazos y piernas; haciendo cualquier cosa útil que le permitiera asirse de nuevo en la roca resbalosa donde se había golpeado con dureza. Muré, apenas si pudo abrir la boca para prevenirlo con un grito. Conforme se arqueaba con los brazos extendidos, prodigó una última mirada llena de apego con la cual pareció despedirse del hombre alado ¡Quizá volverían a verse!, pero de momento era la despedida. Y como un torbellino mayor al que arrebatara al cachorro infernal, el del capuz se esfumó como un viejo harapo abatido por el viento; trasportado como un retazo de lienzo que, aún en esa despedida, no indicó reparo. ¡Pobre desdichado! Finalmente, derrocó su irreal existencia y retornó al interior de la monomanía que era su forma. <No tenía por qué haber sido de ese modo> consensuó Muré en un débil lamento. —Adiós. —Rumió con tristeza, agobiado por tan fútil existencia —Adiós inédito amigo.

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Pero dio una orden a su discernimiento ¿De qué servía retornarlo al plano de la realidad? ¿Dónde lo llevaría sin que fuese una simple carga inútil? Consideró justas sus cavilaciones. No era momento para un proceder inútil, la certidumbre de la supervivencia daba paso a la serenidad de una llana conjetura: de algún modo la noble causa del hombre sin rostro había sido liberarlo de sus verdugos, permitirle emanciparse de la fiereza de aquellos. Y eso haría. Yo te cuidaré hombre alado susurró el viento con la voz del frailuno. Y fue un aliciente precisamente para dirigirse a exhortar tal empresa que irrumpía aquel muro pétreo de altos pies inaccesibles; al que se encontraba aferrado. Fue extraordinaria la voluntad del hombre alado bajo el cielo de aquel relieve inclemente, característica propia de los seres superiores. Y abriéndose paso entre la roca viva, con sus propias manos usadas como escoplo coronó la cima. Ante sus ojos se abrió un mundo admirable esculpido por la silueta de un gran río, que deseó vehementemente explorar. Comenzó a descender lentamente con movimientos firmes y suaves; el sol reverberaba sobre la piedra, pero de ese extremo el otero mostraba un grado de inclinación generoso que consentía ser transitado, considerablemente menos abrupto. Sus pies crujían al tocar el suelo salvando pináculos y terrados rocosos que no presentaban mayor esfuerzo. Abajo la altiplanicie que desgarraba el caudal de agua formaba pilones naturales en la orilla. Como transitando por un antediluviano puente pétreo, no tardó en alcanzar la explanada; donde el caudaloso afluente descendía en la sempiterna soledad de su propio bajorrelieve. ¡Era una lástima que el del capuz, hubiese fracasado! Muré no conseguía orientarse, sin embargo, intuía que evidentemente aquel le ayudaría a encontrar el sendero a la ciudad más cercana. Podía imaginar que existiera no lejos alguna masía aislada del ejido agreste.

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En las proximidades de la costa podía ver estratos de piedra caliza arrastrada desde las montañas hasta avecinarse en el agua que, finalmente, colonizó con su extenuado ser. Sin saber donde ni cuando, vio el reflejo de su silueta en la corriente, soslayando la resaca que se atribuía indeliberada. No sintió que fuera un remedio, no sabía cómo deshacer aquel albur; ni ansiaba tocar el fondo del río, tampoco esperar con inercia un desenlace que solo por su mano sobrevendría: Debía regresar a la urbe, era preciso. El palidecido cuerpo se adentró en el agua que ahora le cubría media cara, el reflejo del sol y el cabello ondulante hacia adelante, inducía una mecánica ilusión pero no de vitalidad. Habría jurado que estaba muerto si de repente no hubiera empezado a deslizarse hacia el fondo, lenta…, muy lentamente. Debieron pasar solo segundos entre la última imagen que notara y la detención sosegada en el lecho rocoso. Al incorporarse de nuevo sus pisadas sonaron como un chasquido de huesos al romperse, como si anduviera entre hojas secas que se pisan en una tarde de campo. Un desagradable estremecimiento le recorrió la espalda. Cesó todo movimiento. A continuación no escuchó nada más, intentó no moverse ni un milímetro, y sus ojos abiertos e inermes advirtieron que aquel lugar se instauraba sin ningún signo de vida, bien fueran peces o cualquier otro hábitat acuático, tampoco arbustos o breña en las orillas. Era como un infinito espacio en blanco que solo reflejaba el tono azul del agua y los cielos en lo alto. Empezó a sofocarlo ese mundo carente de celeridad. Imaginó que realmente eran pensamientos de una última memoria. Fue expulsando poco a poco el aire que tenía acumulado en los pulmones. Y podría decirse que aquella era una comarca de muerte, bien fuera dulce o mansa, pero al fin de cuentas muerte. Emergió tal premisa a sus ojos: además de los cerros y el agua del río, no existía otra naturaleza que se fundiera en ellos. Era una sensación vívidamente extraña. Solo tenía para sí la reminiscencia del rostro de su amada, representando un universo distinto; con palabras que hablaban de la

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contemplación del viento…, de las nubes. Hasta del oxigeno que respiraba, de cada glóbulo de su sangre ardiente, vibrante y enamorada. Roalb Muré era una incoherencia, una contradicción, la incorrección entre mortales. No lo excitaba la humanidad, ni el mundo de las pasiones, ni otras mujeres distintas del ángel. UN ENCUENTRO CON NÓMADAS Sería inaudito que alguien se sintiera atraído por aquellos dominios de letal serenidad aunque la gracia del paisaje resultara también admirable. Una sequía se repartía invariablemente, donde solo asomaban exiguos prados muertos. La llanura era un campo de batalla abandonado, donde ni siquiera irrumpían los restos de aquella lucha natural. Por todas partes, emergía nada más que sombras, siluetas de las colinas proyectadas en el suelo y el agua; en el aire, grandes espirales luminiscentes que abarcaban varias leguas a la redonda. El calor transitaba un avivado ascenso por encima de los 40° grados, tal vez más. Estaba perdido en aquel territorio yermo que fingía ser un paraíso —¿Qué rumbo debía tomar? —pensaba con impavidez. ¿Cómo podría salvarse e ir en busca de sus enemigos? Aquel entorno daba una acepción a su deseo de justicia que podía leerse como venganza. Le pareció que lo sufrido era una suerte de expiación por su acometida en la urbe. Se preguntó con embebecimiento si no sería otro de sus sueños del cual despertaría en cualquier momento. Pero el manantial, la humedad pastosa, las paredes de roca a su alrededor; luego de unas dos horas, le certificaron una tortura real que no se acabaría mientras el sol le abrasara la piel. Así, sus conjeturas debían ser ciertas. Se trataba de un enardecido sacrificio que representaba una expiación. Era el paisaje que se extendía delante expresando que la vida no era como la había concebido ni lo que hubiera creído hasta ese momento, útiles gestos de una gran expiación. El sincero obsequio de los seres superiores, una ceremonia de purificación, la intervención a su alma, el lavatorio de sus culpas.

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Y como imaginaba debía luchar para volver a la vida, para retornar a su ángel. Su alma se sintió atraída por tal superioridad. Enardecido por semejante entusiasmo trazó todo un plan para regresar. Su propósito era emprender de inmediato el camino, pero todas las fuerzas de su carne eran exangües. Vacilante sobre sus piernas intentó avanzar, pero de inmediato supo que había tenido días mejores, y a los pocos pasos cayó desfallecido, tendido en tierra. No había transcurrido el tiempo, aun estaba en las primeras inercias del desvanecimiento cuando, súbitamente, producto de la casualidad el desamparo fue concluido por la presencia de un grupo de gentes aproximándose. Era la muerte o la gloria pensó sin espantarse. Los reconoció solo como siluetas ambulantes de personas y animales que venían a su presencia como en un ensueño. En el transcurso de los minutos siguientes unos rostros curiosos estudiaban de cerca a la criatura abatida. Se aproximaban con miramiento, con precaución de no cruzar terrenos inseguros. Los más pequeños entre aquellos exclamaban: —¡Ehaaa…,ehaaa!! ¡¡Ori…,ori!! —Con mirada asombrada. Muré aun sobre la tierra, con los ojos bien abiertos, se encontró mirando sus idas y venidas con curiosidad y un dejo de preocupación. ¿Quiénes eran? Tan solo parecían un grupo homogéneo de hombres, mujeres y chavales, que delante de él cruzaban en voz alta sus reflexiones. Trató de ponerse en pie, pero los días sin comer, el escaso líquido ingerido, (puesto que el agua del río evidenció no ser salubre) la debilidad acarreada por el intenso sol, hizo que sus piernas temblaran, se doblaran y de nuevo se desmoronó en el suelo. En silencio declinó la cabeza, cerró los ojos y se venció ante aquellos. Si era el fin, en todo caso confiaba que concluyera rápido. No tenía miedo. Volvió a abrir los ojos y esta vez prorrumpió: —Vamos, que esperan, vengan por mí. Estoy preparado. Entonces emergió ante él una mocetona con ojos color almíbar y largo cabello negro a la altura de la cintura. El hombre alado sustentó esa

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mirada, mientras la muchacha se aventajaba un par de pasos delante del grupo dándole un vistazo en el cual acertó benevolencia. Finalmente, ayudándose con un lenguaje de señas le indicó que le ayudaría a ponerse en pie. Una vez consiguió levantar el cuerpo, ya liberado del suelo, en principio torpe pero luego con denuedo físico, Roalb consiguió avanzar con pies vacilantes. Enseguida, con gentil delicadeza, la joven le indicó que se apoyara ofreciendo como sostén uno de sus brazos. Cuando al fin la mecánica de sus pasos fue restablecida, toda aprensión de enfrentarse a esos extraños había desaparecido. Se vio influido de alivio y conforme avanzaba cojeando en dirección al grupo. Los que lo veían aproximarse asentían con una sonrisa, ajena a toda interrogación, desconfianza o recelo, cual si fueran amigos. Su curiosidad parecía ignorar lo que bien podía resultar a su intelecto una extraña bestia alada. Y también Muré bajo el templado sol esbozó una tímida sonrisa. Alineado en su camino donde permanecía el resto de la bandada, estos se agrupaban en torno de un viejo patriarca de aspecto rudo, largas piernas, y cuello arrugado, que permanecía rígido como una estatua. El hombre luego de liberar el brazo izquierdo de su bienhechora se plantó ante él y extendió su mano. A pesar de su aspecto fiero el hombre le tendió la mano con preclara simpatía. —¿Quiénes son ustedes?— indagó Muré. Aquel que se patentizaba como un viejo sabio, arqueó las cejas, guardó silencio; elevó la mirada y delineó una ligera sonrisa como si extrañase la pregunta. Era obvio que aquellas palabras le eran tan ininteligibles como la contestación que debía proferir. Todos los otros le miraban con respeto y evidente admiración. —¿Japillí?—consultó con tono reverente. Pero esos segundos de rápidas preguntas, era evidente que no conducirían a ningún lado. Muré asintió con la cabeza en la incertidumbre de no acertar el fondo de aquella dicción.

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En ese instante, el hombre dijo algo y tomó un tubo en forma de vejiga que llevaba asido por una cuerda al cinto, luego de retirar el tapón que lo sellaba lo extendió hacia él. El hombre alado no tenía idea de lo que era, pero se arrojó por ello, certificando lo que su avidez adivinaba: era agua, todo un torrente que descendía por su garganta proveyéndole de nuevo aliento. Una milagrosa distracción que lo hizo sentir de nuevo vivo. Una vez que el viejo volvió a encajar el receptáculo de cuero en su lugar, algunos miembros del grupo intercambiaron comentarios en su ignoto lenguaje. Roalb no lo lograba descifrar, pero hacia la prueba de encajarlo con la acción lindante, así forjaba una idea mental equivalente. Fue como supo que hablaban de tomar el camino de regreso. Aquellos nómadas, dedujo, al advertir que la caravana se completaba con cabras y un cerdo salvaje encerrado en una jaula; eran similares a los mercaderes y cazadores que pasan por las ciudades y caminos ofreciendo su mercadería. ¡Monró…, monró! Lanzaban sus extraños vocablos, mientras se ponían de un lado y otro, ofreciéndole un trago de agua. Delante, el mayor era la referencia a todo el grupo de unos veinte que le seguía. Roalb les devolvió una mirada cansada. Luego echó un vistazo atrás, a la contemplación de ese azur estanque que habría sido su tumba. Sintió de todo corazón que aquellos humildes errantes le acercaban más a los seres superiores y en comunión les agradecía en la única lengua que conocía, entonces estos se limitaban a sonreír. Quizá pensaban: <También el desierto nos agobia, pero vamos a sacarte de aquí hombre alado> Anduvieron y anduvieron sin parar, por largo rato, entre el aire cargante y el paisaje inhóspito. Muré sentía el cuerpo rígido, las plantas de los pies insensibles; los labios resquebrajados y una llama diminuta de esperanza que ansiaba recuperar el movimiento de sus alas. Durante el camino los nómadas recogieron viejos trozos de leña y a pesar de la extenuación y la inexperiencia, también él se ofreció a llevar parte de la carga, pero estos se negaron rotundamente. Avante el viejo sabio lucia fuerte e inflexible, como si sus pies estuvieran adaptados, cual pezuñas, a ese terrero.

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XXVIII Sin saber si era mediodía o atardecer, el hombre alado siguió la huella de los nómadas por el pardo de la arena. No asomaron arbustos ni animales a lo largo camino, tampoco arroyos distintos de aquel gran afluente dejado atrás. Solo la eternidad de un árido y estacionario desierto, kilómetros y kilómetros de arena frente a ellos. Varias horas después, mientras el errático y aturdido caminante se preguntaba hacia donde iban, les oyó repetir con acento de glorificación: <¡Chater…,chater…!> En ese momento vio un pequeño campamento en cuyos terrenos se adentraron, miró alrededor y visualizó un par de caravanas rancias; dos escuálidos caballos y una res, junto a los cuales descansaban en un par de sillas yuxtapuestas una de otra, un mozalbete y una muchacha. —¡Planó/plañi!—Indicaron unos, señalando en dirección a los que esperaban. Estos se incorporaron reverenciando al mayor y dando la bienvenida a los otros; auscultando con extrañeza al alado. Habían llegado justo antes de perder la luz del día, ya la oscuridad anunciaba su inminencia, las voces ininteligibles se formaban como un eco a su alrededor. A pesar de tan evidente escases, notó que todos estaban en buena forma. Apenas llegaron se dispusieron a descansar acomodados en el suelo —¿Durquipén? —dijo con evidente tono de pregunta una anciana que formaba parte del grupo, señalándole los pies. No supo que responder y se limitó a ver a su izquierda, como un grupo de mujeres hurgaba dentro de las caravanas trayendo consigo matojos secos, y listones de madera, para depositarlos de inmediato en un desnivel del suelo cuyo polvo de ceniza evidenciaba el lugar de una fogata. Otros miembros empezaron a preparar todo para acampar esa noche. Pronto estuvieron congregados en torno a la fogata con la irradiación acariciándoles el rostro; la conversación iba y venía en relación con temas velados para Muré. Pero era un coloquio abierto al

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cual lo integraban, mientras él respondía como le era posible por medio de señas, con atención y creyendo acertar la interpelación en esas palabras. Les habló del ángel, de su búsqueda, de cómo había ido a parar a esas tierras feroces. Las mujeres, entretanto, preparaban una cocción de arroz y judías que compartieron como alimento esa noche. Ahí acamparon y pronto el fatigado comensal se desmoronó por el agotamiento, inclinó la cabeza, cerró los ojos y sintió que la dureza del suelo sobre el cual descansaba era una suave y confortable frisa. Los días siguientes al que los más pequeños nombraban “batipurí” intentó explicar al alado los pormenores de su sencilla vida. Por ejemplo: intentaban permanecer algunos días en las zonas donde encontraban agua, pero cómo las víboras y animales salvajes perciben la presencia humana, transcurrido un tiempo se abastecían del líquido y otros suministros para continuar el viaje. Lo cual a veces era difícil, pero siempre encontraban un nuevo sitio. Cuando el jefe de la familia se marchaba para explorar, los demás conocían bien sus labores, y el campamento seguía trabajando, (también un muy recuperado Muré cumplía labores que el mismo se asignaba) Por las noches, como siempre, junto a la fogata la familia contaba historias, algunos cantaban, bailaban, los pequeños jugaban…, y tenían conversaciones donde también Muré participaba. En el campamento siempre había algo que hacer mientras aguardaban la hora de la comida. El hombre alado aprendió técnicas ignoradas en las ciudades, pero vitales en desiertos como ese. Una de ellas encontrar agua en sitios que ni siquiera evidenciaban filtración. Resultaba paradójico que el gran río a unas millas de ahí, resultara una trampa mortal, entretanto, las profundidades de la arena proveían del líquido esencial. Unas veces se obtenía perforando el suelo para formar largos canalillos en la tierra, desde donde se sorbía directamente o con bambúes conseguía instaurarse una improvisada fuente, y era usada para beber, en la cocción de los alimentos, y para la higiene personal.

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También conocían el uso de las hierbas y variadas técnicas que servían como infusión y emplastos curativos, esto ayudó grandemente a la recuperación de Roalb Muré. De tal suerte que el esfuerzo de cada uno era la dedicación a la causa de la supervivencia. Sentía que nacía en él un espíritu nómada, sin embargo, esa naturaleza solo podría ser libre junto a su amada. Si alguna vez se había sentido rendido, su familia adoptante lo llevaba de vuelta a la intención de regresar a la ciudad y buscar al ángel. Los viajantes eran esencialmente vegetarianos. Se alimentaban de todo aquello que brotaba de la tierra y sabían distinguir bayas, frutos y semillas venenosas. Los animales que llevaban consigo solo los utilizaban para obtener la leche, y el cerdo que llevaban encerrado era más una especie de mascota resguardada para no terminar en los fauces de un depredador. El agua que encontraban era también para sus animales, a quienes adjudicaban, idem, derecho como a las personas. Y aunque su provisión de agua fuera escasa en algún momento. Sabían que podían obtenerla en otros lugares, era como si las profundidades de aquel terreno yermo fuera una gran ensenada. Al partir acostumbraban dejar señales para que otros grupos itinerantes pudieran hallar fácilmente el lugar. También dejaban semillas y granos que pudieran preservarse y resultar de utilidad para otros. Las mujeres transformaban los granos de trigo, cebada, centeno en una harina que servía para hacer batidos, o tortas, y junto con el arroz, las judías y algunas hierbas conformaban la base de la dieta. En las noches formaban un círculo tomados de las manos y, junto a la fogata, elevaban una plegaria a quien llamaban: <Debel>, agradeciendo por los alimentos recibidos. El viejo sabio, el batipurí, era el centro en torno al cual giraba toda la estructura social. XXIX Semanas después llegó para el hombre alado el momento de retomar su camino solitario, silencioso. En el fondo se su corazón sentía que era una pasión desatinada e incluso dudó marcharse, partir solo,

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totalmente solo, sin una mano que se estrechase a la suya. Pero la noble certeza de dicha oblación le infundía serenidad, sabía que tal renuncia tenía por finalidad altruista el rescatar a una inocente. Abandonó el campamento muy temprano en la mañana. Todo el grupo se congregó en torno suyo para despedirlo, mientras agradecía al batipurí y a todos quienes le habían recibido como uno más de la familia. Cuando el sol empezó a despuntar, el viejo, con oscuros y firmes ojos penetrantes; hablando en lengua nativa le señaló cual era el camino a la ciudad que se extendía muy lejos de ellos. Más allá de valles y riscos. El grupo le mostraba el camino a la civilización, si a ese caos cabía tal titulo. Pero tomó de ellos múltiples enseñanzas que llevaría consigo de vuelta a la urbe. Cada uno: mujeres, jóvenes, pequeños y adultos se despidieron con afecto; en una forma de lenguaje universal que dimitía cualquier traducción. Esas personas humildes le habían regalado otra oportunidad y en los ojos de Roalb se avivaron conmovidas lágrimas que emergían del fondo del corazón. —Tal vez volvamos a encontrarnos—dijo deseando que realmente fuera así. Por ahora debía retornar a una ciudad todavía más desconocida de aquella que dejara. Adpero, se alejó caminando con el convencimiento de hacer lo correcto. Una estrada de arena se tendía delante suyo, donde tendría que arreglárselas como pudiera. En cierto momento se volvió hacia el grupo que a la distancia le acompañaban con la mirada, mientras sus huellas se perdían en la arena. Lo aprendido con los nómadas fue de gran utilidad en su viaje de regreso a la civilización. Saber cómo conseguir agua y alimento le permitió sobrevivir en los rigores del árido clima; al igual que improvisar una fogata y una estera de ramajes secos en las noches gélidas, cuando escudriñando el cielo acertaba el rostro de su ángel. Entonces el desierto adquiría una grafía maravillosa, era natura con toda su fuerza y esplendor. Una, savia, agitada e inquieta que le arrastró a través de diversos parajes y feroces resquicios. Conoció el riguroso significado de regresar, y la travesía le llevó más tiempo del calculado; la distancia que le separaba de la ciudad, a veces, parecía insalvable.

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El calor sofocante le atascaba una saliva jabonosa en la garganta, las fosas nasales se le cerraban; dificultando el respirar. Y la lengua seca e hinchada parecía una estopa atravesada entre los dientes. En algún momento el paisaje yermo desafió la ingenuidad de su plan: un ser como él no pertenecía a esos terrenos, y sin la ayuda de los nómadas empezó a sentirse fatalmente perdido. La cabeza se le inundó de voces, de imágenes quiméricas. Entonces una mañana, como muchas otras, entre tormentas de arena empujadas por fuertes ráfagas de viento, justo cuando descendía desde un peñasco vio a lo lejos la silueta de un hombre. Quien vestía una túnica marrón, y avanzaba a paso lento. Solo conseguía distinguir la gracia de la silueta, por lo que creyó sería el hombre sin rostro que emergía en forma de espejismo, balanceándose difuso entre los suelos de sílice. Sin embargo, lanzó un alarido, quizá para demostrar que sus ojos le engañaban o simplemente para expatriar la tribulación que aquel monstruo de arena le imponía. El macizo de roca se tragó sus gritos, no obstante, el espejismo se perpetuó avanzando hacia el lugar donde se encontraba. Pasaron unos segundos y la extenuación lo venció de rodillas mientras repetía: <Ayúdame hombre sin rostro…, ayúdame> Cuando despertó se encontró el semblante de un hombre ataviado, efectivamente, con traje de fraile. Pero la mirada de aquel descartó que fuera el del capuz, este tenía los cabellos platinados, y una barba espesa acentuada en el mentón; sus ojos eran de un profundo cobrizo y había dignidad en su expresión mientras le observaba piadosamente. Las emociones de Roalb eran una contradicción, tenía la boca tan ásperamente seca que apenas si podía hablar. El otro que lo miraba fijamente se limitó a sonreír y dijo: —Descuida, estoy aquí para ayudarte. EL MONASTERIO Y LOS FRAILES Con los ojos bien abiertos los rasgos del hombre se vieron más acentuados, había un aire de resolución, de confianza que desprendía su persona. Mientras le sostenía por una de sus exangües articulaciones, el

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monje hizo un gesto de deferencia y le alcanzó un recipiente de alfarería que llevaba bien sujeto a un largo cordón que le bordeaba la cintura. Este gesto le recordó al viejo Batipurí. —Escucha—exclamó al enderezarse y con voz austera indagó: — A propósito. ¿Cómo te llamas? El alado abandonó su posición para erguirse y responder. —Roalb —contestó—,Roalb Muré. —Ah…muy bien Roalb y dime… ¿Por qué has venido aquí? ¿Qué te trae a estas tierras hostiles? El alado bajó la frente, confuso e impreciso. ¿Qué podía decir a este amable místico?... Y deseoso de reducir explicaciones, estrechó el cerco a sus fatalidades: —Vine a explorar y terminé por perderme... indicó lánguidamente. —Pues escucha, Roalb— Reflexionó— Será mejor que vengas conmigo. No conviene que sigas aquí. — Así que… ¿Quién es usted? Le he visto aproximarse, pero es inusual que alguien recorra estos caminos, y se adentre entre estos muros de roca—observó Muré. —Soy el hermano Abel, fraile de la orden de los Reformantes.— Explicó con tono solícito. Después de la presentación y el saludo, el padre quiso saber detalles de la vida del exánime redimido, tendiéndole la mano para que se irguiese completamente. Y también le explicó la razón de su presencia ahí. El elemento del pensamiento piadoso que lo impulsaba era la necesidad de ayudar al desvalido, alimentar y dar de beber al sediento, como ahora hacia. Era ese su juramento. —¿Qué juramento es ese?...—Inquirió Muré con extrañeza. —Yo creo que el mayor gozo de la existencia es amar al prójimo. Puede encontrarse una gran satisfacción en el sacrificio de servir humildemente, en dedicarnos a los demás; y esta satisfacción es superior a todas las otras—aseguró.

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Muré le escuchó atento, imaginándose las ideologías que habitaban dentro de aquella cabeza cubierta por el capuz del hábito. —¿Quién era ese hombre?... ¿Qué significaba todo este asunto de amar al prójimo, incluso si resultara un desconocido? El otro, mientras tanto, aplicaba cierto aire oratorio al dirigirse a su compañero. El acento piadoso, la voz inconcusa con que brotaban esas palabras le sorprendieron. La expresión que mostraba era la de una persona mayor; que conoce el verdadero sentido de la vida y siente conmiseración ante los ingenuos que aún se entretienen con poca cosa. Reflejaba un gran sentimiento de fraternidad, un deseo abstracto de sacrificio. Equiparable, ese mismo ardor al que sentía él por su ángel. Muré avanzaba con asombro entre las palabras del fraile y en ciertos momentos creía que su verdadera finalidad era mostrarle la existencia de los seres superiores. Mientras caminaban salvando terraplenes y riscos rocosos de granito natural, le miró muy circunspecto y dijo: —Es solo una elección, más bien un acierto. Escoger a quien tiene el poder de salvarte la vida. —¿Qué significa eso? ¿Quién es ese que puede salvarme la vida? —Lo miró con gesto curioso. La mirada del fraile brilló de manera especial. —Su nombre es Dios, y es quien ha edificado todo cuanto existe. Él es el camino de toda verdad, de toda bondad. Así, si ayudas a tu prójimo, te ayudas a ti mismo. —<¿Dios?>—se cuestionó para sus adentros, sin comprender muy bien aquellas palabras, pero al instante creyó comprenderlo: Dios era uno de los seres superiores y el religioso le conocía bien. Por eso había recorrido tantas millas para ir a buscarlo. Le miró con ojos límpidos, agrandados, despejados. Se sintió libre de contradicciones, sorpresas o miedo. La respuesta se deslizó se sus labios con la misma simpleza de la mirada. —¡Es Dios..., Un ser superior!

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¡Por supuesto!... Los ojos del religioso mostraron un gran convencimiento. ¡Dios es toda inteligencia y toda tenacidad! ¡Qué manera de decirlo! ¿Quién podía negar, como decía aquel, la existencia de un Dios aliado, que manifiesta ante todos su divinidad? El fraile se sintió orgulloso. —Y… ¿qué es esa orden de los Reformantes? —preguntó el hombre alado con impaciencia por conocer la respuesta. —Esta tierra nos pertenece a todos—Revisó el coadjutor—es parte de la heredad de Dios. Y nosotros llevamos varios siglos recorriendo estos desiertos erigidos por murallas, donde viajantes como tú, extravían el paso…,—y continuó con entusiasmo describiendo las gentilezas de su deber. En Muré germinaba simpatía por la bondad de sus hazañas. Y evocó con añoranza a los viajantes que le habían acogido hace poco. —¿Y los nómadas que recorren estos valles y peñascos? Auscultó con laconismo. —Oh… ¿ellos? ¡Claro que les conozco!— dijo —pero ninguno habla nuestra lengua. Viven en asentamientos cerca de las fuentes de agua, donde construyen refugios. Pero llevan tanto tiempo entre arenas que se volvieron parte del desierto; su piel pareciera resistir mejor las inclemencias y no se permitirían la tediosa vida de las urbes. Son errabundos que apenas si asoman a la civilización. XXX Los peligros y el cansancio se desvanecían con la certidumbre del laurel que significaba el retorno, con cada paso se habían aproximado un poco más, momentáneamente, salían de la sordina en que los mantenía el engreimiento del sol y el fraile se dignaba cruzar unas palabras para infundir ánimo, Muré lo seguía atento. —He ahí la cimbra del puente—dijo el cisterciense señalando un primitivo viaducto de losas y madera—Pronto entraremos en la ciudad. La posibilidad de abandonar su destierro fue el pensamiento más placentero para el hombre alado.

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El que encabezaba calló de nuevo, continuando la marcha. Y su silencio dio paso a los sonidos de aves reposadas en las copas de verdes ramajes, que iniciaban a despuntar; lo que regentaba un buen augurio para el invitado. Al fin el virtuoso con voz conmovida y apasionada exclamó la palabra redentora: —¡Hemos llegado…! Al entrar en la pequeña urbe, Roalb, no tardó en reconocer la excelsitud gloriosa que emergía. Cuando se detuvieron, reconoció el antiguo castillo de muros hollados. ¡Cuán lejana parecía ahora la lucha contra los arenales! La entrada del monasterio se perfilaba sobre un fondo de tejados y una torre coronada por el símbolo de una cruz. Todo parecía tranquilo, de una profunda paz. De pronto vio a lo lejos, silentes y gráciles, emerger la figura de otros beatos. Experimentó una reposada admiración al ver al fraile, saliendo de su lasitud para adentrarse avivadamente en los terrenos de la iglesia; mientras los demás se avenían a ellos para saludar con una sonrisa amistosa. Después del largo tiempo de hostil mutismo, exceptuado por el afecto de los nómadas. Se encontró al pie de la torre de una iglesia. Vivo, como uno más entre aquellos y no como una simple bestia alada. Y como si les admirara su presencia en breve, otros estaban dirigiéndose a él, dándole la bienvenida. Mientras el padre Abel parafraseaba y envolvía a los demás con su retórica, repitiendo la hazaña que ambos habían conseguido ¡Como celebraron haber coronado ese suelo! XXXI En asunto de una semana. Grandes piedades llenaron de riqueza la vida de Muré: comida, bebida y baño, dejaban de espaldas aquel valle extenso, profundo y rocoso que, como una simple memoria, parecía dormir apacible. Había perdido la noción del tiempo. No sabía si llevaba en ese transitar varios días o simplemente horas.

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Lo atravesó todo con mirada fisgona, desde los orígenes del monasterio relatados con devoción de boca de sus fieles. Hasta la persistencia arqueológica de un edificio con más de quince siglos de existencia, cuya función original, incluso, aquellos desconocían. <Lo cierto era que a finales del siglo IX ya existía mención sobre una pequeña abadía monástica asentada en sus predios> aseguraban. El monasterio había conseguido a lo largo de esos siglos pequeños privilegios de papas y monarcas, entre ellas la construcción de la iglesia donde oraban los devotos y que otrora fuera centro de peregrinaje, en observancia de su indiscutible valor artístico. Aunque, a posteriori, el albur de conflictos, guerras, y ataques habían provocado la decadencia de sus años regios, y ahora se vivía más bien una época de disciplinada consagración religiosa; regentada por el padre Benigno, el prior del monasterio. La abadía que encontraba su redención económica en el cultivo de cereales y también la vid. Se componía de un edificio de tres plantas, con evidentes reformas a lo largo del tiempo, y estructuras más antiguas que se evidenciaban en algunos ángulos menores. Los pisos superiores estaban reservados para los monjes, entretanto, la planta baja servía de despensa y bodega. El interior se elevaba con bóvedas sostenidas por onerosos pilares y arcadas de entrelazos que parecían girar en el aire; distribuyendo el espacio donde se apreciaban relieves y murales. La cabecera estaba formada por ábsides semicirculares, según explicaran a Muré los religiosos, con imágenes de apóstoles. También había una cámara de reliquias, un altar de mármol, algunos restos de pinturas murales en los techos y una girola rodeando el altar, entre otras decoraciones que rendían culto a la fe. Algunas otras galerías servían como lugar de lectura, escritura, meditación y esparcimiento, que utilizaban los monjes en su vida cotidiana. Al norte estaba la torre del campanario, y al levante del monasterio se alzaba una amplia sala capitular favorecida por una bella ornamentación; donde el abad Benigno despachaba asuntos importantes y también se reunía con la comunidad de monjes, para recordar las

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escrituras sagradas y tratar otros asuntos referentes al monasterio y su comunidad. Finalmente, al lado sur del claustro se accedía por una puerta de dintel y tímpano al interior de un refectorio donde destacaba una ventana de óculo. Esta galería era compartida con la cocina situada al poniente; en la cual podía verse un lavatorio que servía a la veintena de monjes y que se remataba en una puerta que conducía directamente al huerto. Y aunque pocas veces un laico (máxime alguien contrario a su propia naturaleza) había tenido acceso a la intimidad del monasterio; al hombre alado le trataban como si fuese un ungido. Para irrigar el huerto disponían de un depósito de agua subterráneo que también era fuente de suministro del lavatorio. Era esta la vida apacible que les brindaba abrigo y mantenía a favor de los bríos enardecidos de las víboras de concreto. Cultivaban sus comestibles, preparaban medicinas, y recomponían todo cuanto necesitara reparación. Y era la hoz y el martillo que diestramente usaban esos fieles, símbolo de fraternidad e igualdad. Así, le acogieron a pesar de no ser uno de los suyos, de las normas estrictas o de lo inadecuado de su presencia en el monasterio. ¡No…, nada de eso! cualquier aspecto que les diferenciara fue omitido por los bondadosos frailes. XXXII Si bien parecía redimido, no era el alado una criatura que perteneciera a esas murallas, apenas si lograba entender el mensaje del claustro, del deber profundo que aquietaba la libertad. Más todavía recordaba y ansiaba al único y e imperecedero ser que podía corregir su existencia: el ángel. Reposar en la abadía, tener una cama, alimentos y pasear por los campos bajo la luz del sol sin sentir que era fuego que quema, ¡claro que era un alivio! Pero no siempre se trata de ello cuando alguien convoca el palpitar de un corazón… y sabía que el suyo no palpitaba sino que corría

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ávido tras ella, por la excitación, por la incapacidad de recuperar ese aroma. Intentó encontrar durante el tiempo en el monasterio algo semejante y tuvo que apartar toda comparación. La fragancia que manaba de ella, toda su frescura: ni los frutos de la vid, ni las delicadas cañas alargadas del trigo; tampoco el aroma de la mirra, le eran comparables. O el lirio, el viento, el sol y la lluvia… ¡Nada era tan etéreo y palpable al mismo tiempo como la calidez de su piel! Y no le era posible por más que quisiera, sofocar el ardor místico, inenarrable, turbulento; que era de hecho su existencia misma. Ahí estaba de nuevo, con toda rotundidad, abriendo la puerta de la despedida. El toque del ángelus anunció la movilización de los monjes, algunos de los cuales estaban en los campos. Y los dos amigos, Muré y el padre Abel, instintivamente, estrecharon las manos en una avenencia amistosa que convenía una adiós referido desde tiempos cuando sus voces eran sonidos del desierto. Salieron también al encuentro el prior Benigno y los demás monjes. El hombre alado se inclinó saludando a un lado y a otro, estrechando manos adeptas. El templo estaba sus fieles; ante el altar donde figuraban en haz las creencias de aquellos aliados del buen Dios. Roalb los miró erguidos con sus edades diversas, sus labios articulando bienaventuranzas, la mirada vidriosa reflejando la nostálgica despedida entre flamas de cirios. Y sintió que algo se contrajo en su pecho con estremecimiento. Esos rostros dolidos y encantados en una rara ambigüedad, le hicieron resonar que el mismo ya no ocuparía el mismo espacio. Pero a la vez los percibió solitarios, sin libertad; llenos de creencias que él mismo no había discernido; puesto que tal concordia, sentía, padecía de libertad. De la necesidad de un enorme salto que sacara a ese clemente Dios de las escrituras para forjarlo equiparable a sus admisibles seres superiores, rodeándolo de la naturaleza misma del universo que era su esencia. Así, de la misma manera, veía al Dios de altares, forzosamente subyugado entre muros.

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Entonces una voz como sonido de trueno infería en su cabeza: —¿Quién eres tú ser de armónica claridad, cuya voz resulta anónima, incluso, para aquellos que te siguen?— —¿Soy acaso un simple hombre sin rostro?—preguntó de nuevo. —¿Quién eres tú Dios? ¿Habitan en ti todos los seres superiores? La naturaleza en toda forma conocida e ignorada. Mi propio anhelo de libertad. —Dios silencioso…, —Replicó afligido—Dios de múltiples rostros, soy yo tu semejanza. ¡Ay… del tiempo que había sofocado la razón de Roalb Muré! No era Dios el cancerbero de esos muros. La puerta siempre está abierta. Hay un jardín más allá del monasterio. No mires atrás, no grites, ni te lamentes, ni implores piedad a las luces que brillan en el cielo, ve y busca tu suave ángel, porque tus propias manos le han mancillado. No miró con indiferencia esa religión, por el contrario, reconoció pronto la necesidad de la fe. Incluso al orar con los otros, entre rezos vagos e indeterminados, comprendiendo que todos los seres luchan, que lo hacen por una tierra a la que se aferran sin saber defender. Y más allá del carácter de tales creencias, el hombre bueno es el reflejo de una santidad sin mayor defecto que el idealismo. El arribo de un automóvil, que había llegado para trasportar a Muré, fue anunciado. Ya en la majestuosa entrada, el conductor lo saludó amablemente, sin hacer ahínco en su particular aspecto de viajero sin equipaje. Tampoco en su carácter alado (esto último ninguno parecía notarlo) Tuvo que contenerse para no llorar mientras dejaba el templo. No tenía casi voz. Y solo atinaba mirar atento el efusivo séquito de religiosos, el templo ¡que magnifico lucia! Elevando luego la mirada para fijarse en la cruz, y arriba el cielo de azur y límpido. —Oraremos al cielo por ti—dijo el padre Benigno frente a la comitiva que le despedía. Agitando su mano con fuerza—¡Que la fuerza del evangelio te guie…! —¡Tú... mi buen amigo! —Lo abrazó efusivamente el padre Abel—¡Encontrarás lo que buscas!

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Como un chiquillo Roalb se sostuvo en ese abrazo, extendido por minutos. Y luego se volvió para abrazar decididamente a los otros monjes, a punto de brotar en llanto. Y sin duda de regresar añadió: —Ustedes serán por mucho mi familia, al igual que los nobles nómadas del desierto. Si alguno se hiciera vuestro enemigo, la furia del hombre alado le cobijará. Entonces giró de espaldas al soportal principal, y avanzó. —¡Buen día señor!... ¿A dónde lo conduzco?— barbulló el chofer que aguardaba. —A la estación de trenes por favor— certificó. LA URBE O LA GRAN VÍBORA De las víboras de concreto y su emanación que desfigura la existencia; puede decirse que en principio son burdas copias de una misma fábula: el entusiasmo inicial, el provisorio júbilo de su fundación; el festejo y la posibilidad incierta de progreso. Esto por regla general al tenor de un índigo río que las cruza. Grandes congregaciones humanas sin otra concordancia que la de establecerse ahí, y aislarse del resto de los pueblos; para mantener tiempo después relaciones intermitentes con aquellos. Pero pronto emergen los hilos agitados de la angustia y la ansiedad, las sonrisas mezcladas con desprecios y las ansias de poder de los burgueses deseosos de notificar su condición de clases. Las víboras son a veces un viaje casual a ninguna parte, a bordo de la locura. Los más humildes viven en la medida de la prudencia y el dogma, entre un discurso que les remacha la importancia del sentido de pertenencia por su urbe. Mientras el afluente enérgico marca la ruta de las avenidas, y da vitalidad a una ciudad que sin él estaría muerta; aunque contraste con ello su propio destino fúnebre. Al principio esta víbora goza los esplendores y riquezas de todo inicio, máxime si es pacífico, empero, ab initio, los azotes están inscritos en su naturaleza, que a la postre trastorna por mucho el ritmo de la urbe.

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Viene entonces la ofensiva redentora de la burguesía para instalarse en el poder, limitándolo todo: desde el propio pensamiento crítico hasta la cultura y sus riquezas literarias, artísticas y de relaciones sociales. El pueblo descubre que, como en una relación enfermiza venera más la política que toda expresión de libertad y defiende los pleitos de los burgueses como si fueran propios. Exclamando con orgullo: ¡Hoy, nuestra ciudad denota progreso y oportunidades para todos! Son estos los momentos más tortuosos en las víboras de concreto, cuando los entes se agasajan por sus miserias, negándose a percibir el oscuro, incierto y basto horizonte que decididamente se extiende frente a ellos. Y basta con el burgués ensalce su propia condición para que aquellos se inclinen y le reverencien como idóneo aliado. Farsantes blasonan el río, ab ídem, afligido de infortunios; le ponen en postales y tiñen sus largos repechos, ahora foscos, entre calzadas y empinados edificios. Así también era el mundo que transitaba Roalb Muré, unas veces con sus pasos otras en vuelo. Una urbe marchita surcada por un río cual sombra de un diáfano pasado en el que flotaban las ringleras del declive. Las majestuosas avenidas, palacios, y plazas contrastaban con su fondo agujerado; otrora rodeado de verdes florestas. A la postre, estas opacidades se habían extendido a las gracias de la aclamada civilización, como si una brisa mortecina les abrigara. Pocas primaveras después la urbe era un gigante atascado en su crecimiento, sobrevenido en el caos. Un monstruo geométrico y pestilente bañado por una ola destructora llamada: progreso. Una pleamar que depositaba todo al interior de esas entrañas infecundas. La humanidad se confinaba en un túnel estrecho y oscuro; el burgués enriquecido adolecía de novedosas ideas. Y el río que en su revolvimiento ansiaba ser libre, chocaba contra el asfalto y los muros que lo avasallaban cual fronteras ignominiosas. La luz que una vez iluminara a la metrópoli súbitamente se apagó, los defectos de su origen ya no enorgullecían a nadie y la sonrisa variaba en semblantes fieros, distanciando a los antes hermanados.

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Bien codiciaríamos referirnos dignamente de la urbe, pero para ser urbe debe primar un orden matemático que confiera en ello un ensamble, una órbita, una consumación. Y no, por el contrario, un mixto acuerdo de quimeras sin anverso ni cruz. Bastaba dar una ojeada para inferir que aquel laberinto había colapsado sobre si, a pesar de los atajos o ambiciones de los que algunos se surten para sobrevivir. En tal escenario un orden social piramidal no generaba ningún alivio, sino un sarcasmo absurdo; un compendio de tragedias exclusivas de esos bulbos sibilinos que se autodenominaban ciudadanos. Quienes buscaban paliar con sus doctrinas la semiótica de su rastrera existencia; olvidando la sutil línea que divide realidad y fantasía. XXXIII El hombre alado quien esta vez viajara en tren, mirando con desánimo, por la ventana, los parajes que dejaba atrás. Iba en busca de una esquiva ventura, acaso si el azar le permitiera encontrar a quien amaba. En el trayecto el paisaje iba tomando bajo el sol un gesto artificiosamente dañoso, un aviso que rotulaba un sentido de errata al retumbo labrado y aparatoso del tren. Una semilla de ignoto labriego sembrada en los surcos de su cerebro. La razón del odio y el sombrío devenir. Una reja abierta al atisbo de reflexiones y señalamientos, al férreo azote de la culpa, que si bien no desorientaba la testarudez de hallar a quien amaba; si erigía un ardid que se llenaba de otros debates hasta el momento impensados. Algunas veces, Muré había tropezado con el obstáculo subterráneo de la moral, por ejemplo, al encontrar el cadáver sin tumba arrellanado en el mausoleo. Pero esta vez, en el avance rectilíneo de la locomotora, aquel reconcomio seguía también avante; hundiéndose en los regueras de su pensamiento. Estallando con vigor, desempolvando un nefasto aforismo de muerte entre sus propias manos. El lívido secreto que guardaba en las entrañas de su cabeza, germinaba de pronto, creando toda una naturaleza expectante. Era una

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nueva semilla en gestación, preparada a extender sus extremidades; a escavar en las raíces del cráneo para remover los monstruosos efugios allí ocultos. Cuando creyó que todo estaría bien comprendió que la urbe era, irremediable, la divina comedia selecta y pertinaz donde manaba el fruto jugoso del amor y el aborrecimiento. Ahí estaba transitando un camino de montículos y pueblos, pero el sitio que anhelaba era una barricada de harpías y pelotones de fusilamiento; de cadáveres, piernas y brazos. De campanadas sonando a rebato. Finalmente, arribó a la estación, rayana a la plaza principal de la urbe; descendió de la máquina y presto cruzó la avenida. Al llegar notó que varios policiales se facilitaban un descanso de guardia, apostados en las banquetas de la plazuela. Lo mismo que disfrutó su arribo por la oportunidad de hallar al ángel; esos uniformes desentrañaron en grado extraordinario la avivada culpa: esa que fuera causa del depravado accionar de los verdugos que lo apresaran, tiempo antes, lanzándolo al desierto. Como una fuente de prontitud intelectual los crímenes pasados emergieron, y lo que fuera un día una preocupación trivial; se urgió de entresijos e incógnitas. Las ideas se le colmaron de una intuición, un encargo azaroso; la esencia de un método paradójico. Era esto, que con toda resolución debía enfilar hacia el grupo de oficiales y, abiertamente, substancialmente…, confesar que, ad nutum, se entregaba a ellos como el sanguinario transgresor de meretrices que la ley perseguía. En un juego abstracto e incomprensible sus pies clamaban retirada, pero su razón obedecía a una orden imperiosa, terminante y severa. En otras épocas no se habría acercado a esos hombres; pero su mente era un navío cruzando el océano inevitable de la confesión, obligándolo a ilustrar la gravedad los hechos; sin siquiera buscar nuevamente al ángel. ¿La partida había terminado o apenas empezaba? ¿Servía al interés de algún éxito la disparatada idea? Irresoluto avanzó hacia ellos y estando en frente saludó:

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—Buen día señores…,Yo…, —continuó, mirando fijamente al grupo— debo hacer una declaración: —Soy el asesino de meretrices que las autoridades buscan— prorrumpió lánguidamente. Los más jóvenes de entre ellos negaron extrañados con un gesto de la cabeza, pero mostrándose atentos a lo que decía. No necesitó decir más. Todos sintieron la misma duda, porque nunca el más cruel parricida se da un descanso para entregarse de forma tan anónima. —No le comprendemos—dijo uno con la frente contraída y mirada asombrada. Al unísono todos dejaron escapar una espontanea carcajada, <¡ja…, ja…, ja…!> como si se tratara de una gran broma. Otro de los uniformados avanzó al frente y a pesar del gesto resuelto y la oratoria que demandaba justicia, dijo: —Si lo que quieres en salir en los periódicos. Eso puedes hacerlo yendo directamente, quizá como columnista. Todos los presentes rieron estrepitosamente ante estas palabras. Como hombres de justicia no conocían antecedente de sacrificio semejante ni de tan alto decoro. —Eres bastante gracioso—apuntó otro—pero ya vete. Déjanos en paz. A pesar de sus burlas, Muré perpetuó su acometida: Se daba cuenta mientras sus oyentes reían, que su arenga debía cultivarse de hechos. Hechos que solo el merodeador nocturno conocería, toneladas de peso que cargaba en su mente; aplastantes verdades que aquellos registrarían como ciertas. Si flaqueaba por un solo instante, su ambición implicaría una derrota a la justicia, de modo que debía ser perspicaz. De lo contrario, solo se llevaría las sonrisas maliciosas que lo señalaban; los policiales regresarían al cuartel y harían alusión de lo acontecido, convirtiendo todo en un juego del abdicado. Quería lograr penetrar en el espíritu de aquellos, hacerlos sentir identificados; que descubrieran a primer vistazo que su culpa no era un cálculo equivocado.

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Pero estos no eran hombres de gran inteligencia a pesar de la influencia de su autoridad, y percibían un aparente e inexplicable goce en semejante confesión; como si se tratara de una simple trivialidad. No había lugar en su lógica analítica. Así que el mejor jugador debía tomar ventaja en aquel pulso enrevesado. —Es realmente una broma ¿verdad?—balbució el uniformado. —No —insistió ávidamente el alado—; es la verdad…, es la maldita verdad. Lo sostendré ante el juez y ante quien sea. El oficial levantó los hombros con glacial humor, pidiendo de nuevo que les dejara en paz. —¡Es la verdad te digo! —aseguró el declarante— Todo ocurrió tan aprisa, que… Luego continuó: —Simplemente estaba furioso, buscaba a alguien y todos parecían en contra…ahora sé que sus vidas era tan valiosas como la nuestra. Solo entonces le escucharon con atención circunspecta. Algunos parecían no dar crédito a lo que oían; pero la verbosidad en sus palabras contagiaba su sentir y el de todos. —¡Yo las maté!...—gritó, una voz ensordecida por el hinchamiento de las venas del cuello, describiendo en detalle los hechos. Quedaron paralizados, se alargó un silencio de estupefacción; una alarma resonando en el pecho. Permanecieron inmóviles, con la boca entreabierta, y los ojos desparramados. La imaginación se quebró ante ellos; allí estaban ante el culpable del pánico general, entregándoseles sin resistencia. De una forma inquietantemente pacifica, sin lucha ni protesta. ¿La batalla por encontrar al feroz asesino realmente concluía? ¿La catástrofe pavorosa de la urbe cerraba su oscuro capitulo? —Ni, siquiera yo encuentro lógica en todo esto, a pesar de estarlo escuchando— dijo con tono conciliador el joven uniformado—usted deberá acompañarnos a la delegación. Pero será el juez quien valide la veracidad de su confesión. —Síganos…

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UN ABOGADO DE OFICIO Se detuvo el vehículo donde era transportado, y al llegar al vestíbulo policial le pareció que era tan amplio y regio; tan blanco, con grandes ventanales por los que se deslizaba el reflejo de la ciudad; tan señorial, que su imagen invertía el sentido mismo de la urbe. Cuando sus escoltas se detuvieron notó que el edificio estaba repleto de uniformes y procesados; bajo la tutela de las banderas en haz que representaban la nación, la comarca, la ciudad y la institución. También aguardaba una multitud implorante compuesta en su mayoría por jóvenes mujeres. El hombre alado notó hombres de su edad, y algunos mozalbetes; rígidos, fieros… articulando los labios, fijando la mirada quisquillosa que reflejaba la difidencia a la autoridad. Eran padres, hijos, hombres de creencias, mujeres devotas elevando plegarias. Eran entes combatiendo contra la víbora de concreto, luchando por defender su derecho a llamarse ciudadanos. Comparó lo que le rodeaba con la llanura de muerte llamada infierno. <No, no era posible> Forzosamente recordaba haberse liberado de ella. Era solo un conformidad que las hacia lucir falsamente similares. Al mismo tiempo resucitaron en su memoria todos los ultrajes inducidos ¡Roalb Muré se sintió un canalla! Recordó con escándalo las mujeres arrodilladas elevando sus ojos en gesto de angustiosa súplica. Clamando piedad. Vio sus manos entrando en ellas, su sangre… —¿Se encuentra bien? –consultó el que le guiaba. —Sí. Estoy bien—afirmó. Recorrieron tres o cuatro despachos por un largo trecho silencioso y seguro, lo cual atañe a esos recintos. El comandante acababa de recibir la confirmación del apresamiento del asesino. Por el camino que emprendieron, unos minutos después, lo encontraron. Roalb era el único candidato a detenido que había sido tenido en cuenta para una entrevista directa con aquel, por tanto, debía ser claro y sucinto para dar a conocer los pormenores de su confesión.

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Puesto que la justicia debía mostrar su eficiencia a través de enmarañados cálculos, para evitar hacer perder el tiempo a un ilustrísimo juez; como solía pasar con frecuencia. En realidad era una breve entrevista, importante para esclarecer ciertas cosas que compondrían la base del caso; a fin de no aplicar una carga excesiva y permitir al ejercicio de la ley seguir su adecuado curso. A pesar de profesarse tranquilo, Muré no podía evitar cierto estremecimiento que transfiguraba en un sudor frío y un arrebatamiento latente en su pecho. El oficial estaba apoyado en un escritorio, al ingresar lo miró y saludó a los policiales que le custodiaban. Su frente era amplia, surcada de pliegues. Lo estudiaba con un rostro muy pálido, y ojeras prolongadas en unos ojos tristes, bajo unas espesas cejas que ceñían los parpados. Estaba enfundado en un capote azul, de cuello cruzado, con seis botones dorados en cada extremo, y presillas en los hombros. Roalb le devolvió la mirada. De inmediato el otro pidió tomar asiento al proscrito. — ¿Dice usted que es el asesino?—inquirió. —Claro, por supuesto que sí—dijo. —¿Se da cuenta de la gravedad de tal afirmación?—le siguió atisbando con sus ojos melancólicos. —Si, por eso estoy aquí—señaló— —Usualmente esto es lo acostumbrado dada la gravedad de la causa, y sirve para hacer acotaciones, tomar notas y estudiar la veracidad de la declaración—continuó el interlocutor. Roalb se sintió satisfecho con tal diligencia y se limitó a asentir sin salir al paso se asuntos innecesarios o aparentes. Pero en ese momento, irrumpió en la puerta, sacándose el sombrero ante los funcionarios; ofreciendo un saludo cortés, y luego adentrándose al despacho, uno que llamó la atención de todos. Vestido con traje formal y cubierta la cabeza por una espesa melena, lejano del aspecto de los condiscípulos uniformados. El comandante, los oficiales, el secretario, y demás, coincidieron en saludar amablemente al muchacho de verbosidad privilegiada.

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Desde el primer momento no cupo ninguna duda sobre el talento de quien asomaba. —¡Señor Muré, interrumpa su declaración! —aulló enseguida el lampiño perfumado. Y tendiendo la mano estrechó la del imputado con diligente comisión, benevolencia y cierta admiración. —Mi nombre es Albert… Albert Rumme…, Rumme con doble m— observó de pie mientras recuperaba la respiración. Sacando del traje un pañuelo que se llevó a la frente secándose lentamente el sudor y, finalmente, añadió: —Soy su abogado. —¿Mi abogado?—Rectificó el interpelado con sorpresa. Sintiéndose de pronto como un extraño ante su propia declaratoria. El otro asintió con sonrisa ampliada. XXXIV Albert Rumme. Con ello quedó decidido el futuro destino del hombre alado, por un estrecho camino de normas, leyes y mandatos. Albert Rumme, jurista, no se diferenciaba en particular del resto de ciudadanos. Al igual que ellos, poseía una naturaleza estable, y un talento que bien lo podría haber conducido por el camino comercial, dado su obsesivo apego al dinero. Entre sus bienes reveló a Mure, a lo largo del juicio, contaba con un modesto apartamento a las afueras de la ciudad. Una bóveda en el cementerio, una evidente resistencia a la iglesia purgada en sus aficiones materiales; algunas acciones en un club, entre otras inmodestias. Evidenciaba también (aunque no lo dijo) un vago respeto a la justicia y una férrea dedicación a la normas instituidas por otros burgueses como él. Era un bebedor y jugador de cartas ocasional, nunca empedernido, y formalmente libre de prejuicios.

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Maldecía todo el tiempo, por los mendigos, los obreros y todas las injusticias que podrían soslayarse con la riqueza, si esta no estuviera en manos de unos cuantos, probablemente, una contradicción moral viniendo de su parte. Algún fin de semana tomaba parte en un juego de blackjack programado entre amigos, cuidando elegir con cautela el momento propicio de cada jugada. Y su vida amorosa no se diferenciaba a la de cualquier muchacho que considera a las mujeres artículos de uso. Eran esas las cualidades que alternaba con un adecuado sentido familiar, y un desmesurado orgullo propio. Su dadivosidad con los clientes, si bien, podía parecer incongruente; representaba la conveniencia de su ambición por escalar posiciones dentro del sistema legal. Y su capacidad de torcer todavía más lo que ya está torcido sobrepasaban sus dones espirituales. Sus lecturas se circunscribían a periódicos, magazines y grandes tomos de leyes. No tenía mayores ambiciones artísticas que la representación de la sociedad en sus salones y teatros, como también el glamour de propio círculo social. Su existencia como la de cualquier otro era de la menor variación. Compartía con las prestantes familias de la ciudad la desconfianza hacia toda fuerza democrática, cambio, libertad, anarquía o libre espiritualidad. Pero en Roalb, notaba a alguien talentoso de forma extraordinaria. Bastaba contemplar el retraimiento y la abstracción casi obsesiva que con deferencia le prestaba. Esa mente oscurecida, pródiga en tales figuras que jamás había conocido en ningún otro y que sobrepasaba en cierto nivel el de los habituales ciudadanos, lo cautivaba. Sólo Dios sabía que había tras esos ojos, de donde quería extraer cada detalle extraordinario, de particular naturaleza, a la vez enfermiza. A la justicia, <esa que durante tantos siglos los ciudadanos honrados creen haber instituido> no había que tenerla siempre en cuenta. Aseguraba con recóndita intuición que parecía derivada súbitamente de la ilegalidad.

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A carta cabal, era un talento o un fraude descollante. Acaso un observador imbuido en tendencias modernas, teniendo en cuenta la débil naturaleza de la sociedad y la vetustez de los sistemas que señalan un clarísimo síntoma de degeneración en aquella hipertrofia llamada urbe. Con tales defensores contaba el sistema, jóvenes y codiciosos funcionarios; maestros de la justicia imprecisa de la cultura moderna. Solo así se podía subsistir en aquellas víboras y seguir ascendiendo, siendo civilizado; reconociendo que la vida reposada de la burguesía, necesita de caminos sólidos y felices, aunque estos impregnen de un irremediable hálito de pudrimiento las villas cercadas por dichas normas. XXXV En el entretejido del juicio del hombre alado, la urbe estuvo mosqueada, flotaba en los aires un aroma sofocante de justicia. Como de costumbre la sala de audiencias se llenaba y los medio de comunicación mentían, falseaban y trastornaban para vender noticias. Roalb Mure fue durante una brevedad la crónica del momento; su historia figuraba en libelos y pantallas. Los reporteros lo convertían en todo un personaje y, tras él, la figura de un altivo Albert se hacía ampulosa, si bien, era claro lo estricto de su misión: convertirse él mismo en toda una inspiración legal cuyo prestigio ascendía a fuerza de rumores, fotografías y publicaciones. Sobre el hombre alado, Functus officio, hace mucho se había señalado un dictamen, que en el valor de la reserva procesal no se emitía. La historia predicha en los tribunales, con todo lujo de detalles, como era de esperarse no conducía a ninguna fuente de información creíble. Eran datos, fechas, tallas de victimas; reuniones en bares, chismes, especulaciones que florecían en diarios y bufetes. Mientras la lista de hechos era sobrepasada por una antagonista ficción. ¿De veras Roalb Muré había cometido esos crímenes? La inoperante justicia empezaba a creer que era improbable, y resultaba en extremo atractiva la reverenciada idea que instituía Rumme:

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Roalb era tan solo el propietario de una imaginación desbordada, a quien no era posible endilgarle los antiguos crímenes de las meretrices. Simplemente el beneficiario de una prestación estatal que le eximia de impuestos y le permitía pagar un alquiler; quien por único delito tenia, confinar la búsqueda de empleo en la ambigüedad de pasarse las noches entre burdeles. Era más bien el perfil de una víctima del sistema en oposición al de un victimario. Con estas declaraciones y numerosos alegatos confrontaba el legista el valor moral de juez, fiscal y jurados. A tal punto que la querella tomaba tintes de protesta social en antítesis a la defensa de las occisas de las que apenas se hablaba. Los medios terminaron absurdamente recabados por la noticia que vendían más pasquines y minutos al aire: un vistazo a la triste historia de un huérfano que para ganar el reconocimiento que nunca había tenido; se inculpaba a sí mismo de asesino. Un blanco fácil para una sociedad cruel, la inapelable punición de una víbora de concreto. ¡Estaba claro al menos para ellos! XXXVI Eran las once y media de un lunes…, un lunes gris y lluvioso. Cuando llegó Albert Rumme, en compañía del defendido, a un edificio situado en una arista del centro de la ciudad; donde se instauraban las causas penales. En la calle, frente a la entrada, había una larga fila que reptaba lentamente, muy…muy despacio, dando paso a querellantes y querellados. En el interior, un uniformado, con un detector de metal diagnosticaba la ausencia de artefactos perniciosos a la seguridad. Adentro un vestíbulo rodeado de pasillos se llenaba de semblantes nerviosos, aguardando ser conducidos a las salas de tribunal. En el primer piso figuraba, en una placa metálica, el nombre del regente de la causa de Roalb Muré: el honorable Juez Franco Stalin. Un vejete de unos sesenta años, desgreñada melena gris; barba rala y entrecana y unos ojos avellanados que apolillaban al mirar. Rumme quien sostenía un maletín marrón en la mano derecha, reconociendo el salón de litigio se dirigió a su defendido:

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—Vamos. Es hora. Se distanciaron ambos de la entrada principal adentrándose en dirección al lugar que les aguardaba. Al ingresar, abogado y defendido saludaron a los presentes que se hallaban reunidos. Luego, tomaron asiento en la primera fila. Concluidas todas las fases del proceso era esa la comparecencia final. Ese día el juez decidiría después de acusaciones, señalamientos, quejas, lamentos; reclamos y declaraciones de inocencia, si existía razón para la detención, una fianza o la exculpación definitiva. A eso de la una de la tarde apareció el juez tras el estrado e hizo señas para que los relacionados con la causa se pusieran de pie. Todos aguardaron en silencio. —Este caso—dijo— ha resultado ciertamente insólito. Inclinó un instante la cabeza atisbando un legajo de papeles y continuó—Por demás, corresponde decidir y no dar largas al asunto… —Conozco la ley hace más de cuarenta años —continuó—. Y he atendido casos excepcionales… Desde un punto de vista sensitivo, resulta difícil evitar la tentación de hallar al culpable de estos crímenes que han azotado a la ciudad, más allá de las condiciones particulares de las víctimas—anotó— sin embargo, desde lo práctico. Las pruebas allegadas no ostentan un valor decisivo de culpa sobre el procesado. —¿Lo comprende señor fiscal?—Inquirió dirigiéndose a este. —Lo comprendo—asintió lánguidamente el otro. —Así que inclinado a favorecer esa ley a la que he servido por largos años—prosiguió— reseño que el delito del acusado no es otro que el de inducir a error a nuestro sistema legal. Mientras decía esto se formaban líneas de sudor en los surcos de su frente. —Naturalmente, tal consideración no exige privación de la libertad. Adpero, el asunto me lleva en otra dirección—indicó esto con una expresión en la mirada que no abrigaba duda respecto de lo que diría a continuación.

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—Si bien, tras sus alegatos el jurado ha declarado a Roalb Muré inocente, depende de mí acertar la conveniencia en mi sentencia final— añadió. La respuesta vino tras unos instantes de reflexión. Contempló al público presente. Hizo un esfuerzo por mostrarse absolutamente tranquilo y, al final, se dispuso a emitir el veredicto que su presencia exigía. Rumme permanecía por primera vez en una discreta posición en segundo plano. En un período de tiempo razonable regresó a su disertación. El juez quiso ser benévolo y dar un beneficio al pobre infeliz. Le dejaría libre, claro, pero antes debía cumplirse una condición: —Su internación en un hospital psiquiátrico, donde pueda recuperar la razón y al menos parte de su vida. Luego, que haga lo que quiera. La resolución flageló a Muré, quien volvió a sentarse sin expresar dicción. Albert, el brillante jurista, implacable con los acusadores; sintió también un estremecimiento, pero explicó a su cliente que a pesar de todo era un fallo favorable. Se escucharon voces y protestas detrás de las sillas que aquellos ocupaban. Los medios se apresuraron a editar sus declaraciones, entretanto, legista y defendido abandonaron la sala para continuar dialogando afuera: —Bien, abogado –dijo Roalb—. ¿y… ahora qué? —No se preocupe, tenemos unos días para apelar el fallo y evitar la internación—aseguró. Al día siguiente, los matutinos destacaron con algunas fotografías y reportajes el caso. Pero un par de días después, incluso, la tragedia de las doncellas era un recuerdo tenue y vacio. Los reporteros echaron mano de nuevas aventuras: drogas, pandillas, delitos menores; vida nocturna y toda la vívida peligrosidad de la víbora de concreto. La seguridad social por su parte conduciría a Roalb Mure, una semana después, a un esplendido manicomio estatal.

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Albert Rumme mostró ser tan poco fiable como cualquier otro burgués: había cobrado la relevancia que quería y con eso bastaba. La estación de Muré en el psiquiátrico ya no era asunto suyo. ROALB MURÉ ES INTERNADO El día acordado el personal de enfermos vestidos con un prístino uniforme, subieron al hombre alado en un coche ambulancia y emprendieron camino, con celeridad, atravesando la ciudad hasta alcanzar una empinada pendiente a las afueras. No menos de tres horas tardó el viaje. Hasta divisar una alta tapia blanca coronando el ascenso; rodeada por un paisaje primitivo lindante de tierra rojiza y más lejos por bosques de abedul. Llegaron al enrejado de la puerta principal resguardado por centinelas, y una vez liberados los candados, un estridente timbre anunció el arribo del nuevo paciente. Aguardaron un instante junto a la reja hasta ser confirmado y autorizado su acceso. Minutos después, frente a la fachada del edificio, junto a una gran puerta que le recordó los tiempos en la abadía, los enfermeros bajaron del coche llevando a Muré para entregarlo a una joven con, idem, uniforme. Sus cabellos eran oscuros, ojos alegres y labios delgados que dejaban asomar unos dientes blancos a través de una ligera sonrisa, e iba acompañada por un hombre alto y corpulento de tez blanca y melena castaña ensortijada. A la luz del día, el hospital era un enorme fantasma gris en cuyo interior la razón se desvanecía. El alto tabique que rodeaba por todas partes el edificio se encontraba muy apartado de la zona central, lo que proveía un vastísimo patio por donde el personal médico iba y venía atareado. Algunos pacientes quienes deambulaban libres, cruzaban voces con seres imaginarios; otros se precipitaban yendo al encuentro del hombre alado quien se mantenía a distancia. Alguno le agitaba la mano en señal de saludo, y más allá otros echaban a correr disputando carreras hacia metas ilusorias.

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Una joven arrastraba el carrito de la niñez que habitaba su mente, y en una arista un viejecito de níveos cabellos tiraba de una caña de pescar. Todos esperaban algo con manos vacías, pero la cabeza repleta de recuerdos que representaban amores, amigos y apegos. Era el lacónico drama de su imaginación. La invención que iba de invierno a verano entre altos muros que les hacían prisioneros. A pesar de tales pesares era la morada que conocían. Donde acertaban una mano que les ayudara a ponerse en pie, una sonrisa perturbada; el alivio a los días de fracaso y los triunfos pasados. El lugar donde simplemente atisbaban con la mirada perdida la fachada recortada por muros blanquecinos, que ocultaban su corazón dentro de un cuerpo extinto; lejano de los candiles, de las calles lluviosas, de las casas de lenocinio. Muré se sintió mareado por todo aquello, no era el camino de justicia calculado; al principio se sintió furioso contra el sistema y la fina línea que lo separaba del absurdo. Pero pasarían días y semanas antes de abandonar ese sitio. Mientras la libertad retornaba pensó que algo podría aprender en su reclusión, de todos modos, él era alguien que había estado en el infierno, el desierto y un monasterio; volviendo siempre de aquellos lugares, viendo la oscuridad y la luz del otro lado. Enarcó las cejas, encogió los hombros y asumió el hecho de vivir ahí por una larga temporada. Los enfermeros que lo recibieron en medio de una tenue lluvia, de inmediato, le condujeron al interior; cruzaron el umbral, de allí pasaron a un vestíbulo y luego a un corredor donde había varios cuartos. Mientras caminaban escuchó la conversación entre ellos que no mencionaba nada referente a él. Anduvieron una treintena de pasos hasta llegar a una habitación, al ingresar notó que a pesar de la brizna que se colaba por una ventana, la temperatura era templada. La enfermera con una voz suave y agradable, lo guió hasta una cama y lo hizo sentar en ella. —Siéntate aquí, y espera un segundo—dijo.

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Bridget, podía leerse en una credencial identificativa sujeta por un clip a la pechera de su bata. Enseguida le señaló algunas normas, entre ellas el deber de hacer su propia cama, mantener en orden el aposento…, también indicó que era prohibido fumar en la mayoría de dependencias. Luego, extrayendo una jeringuilla de su mandil lo tomó por el brazo, elevando la manga de la camisa; y después de introducir la aguja en un frasquito de color amarillo; tirando del embolo le aplicó una inyección justo en medio del musculo deltoides. Al momento, el alado, cerró los ojos con una profunda somnolencia que le invitaba a dormir. En pocos minutos su cabeza se allegaba a una almohada, después, sus zapatos rozaban el suelo y la superficie de la cama acogió blandamente sus alas. El letargo le persiguió en su trayecto a las sabanas, y pudo alcanzarle rápidamente. Sus parpados iniciaron a cerrarse, la luminiscencia se desvaneció quedamente mientras la enfermera se volvía para dejar el cuarto. La vio alejarse y abrir la puerta junto a su acompañante. Al cerrarse la hoja con un crujir metálico la penumbra se apoderó de sus sentidos. Cayó en un profundo estado onírico y soñó con el ángel, en su quimera la transportaba con sus poderosas alas hacia un lugar incógnito. Pero era un lugar de oscuridad que la hería y dañaba; como una tenebrosa cueva cuya lobreguez se hacía intensa a medida que avanzaba. La negrura se hizo tal que ya no podía verla ni sentirla entre sus brazos. Conmovido y alterado revoloteaba por toda la galería, sin encontrarla y sus sentidos eran inútiles en aquella estancia. Aturdido y espantado la escuchó gritar y ese hondo grito lo despertó. Entonces vio parada a la enfermera Bridget, junto a la puerta. XXXVII Bien transcurrió el tiempo, un día se convirtió en muchísimos más, tan deprisa como una bestia desbocada. Pero el hombre alado no se adaptaba a semejante encierro y tampoco mitigaban las ansias por el ángel. Sin embargo, no podía hacer absolutamente nada y cuando la esperanza lo llevaba a exponer lo ridículo de su reclusión, la única

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respuesta del personal era que se esforzara en recuperarse, como si en verdad fuera un lunático. El doctor Edmond Colmer era su médico de cabecera, un tipo siempre sonriente de aspecto intelectual y superior, que manejaba con singular asenso el arte del proceso psiquiátrico; quien afirmaba: —Primero debes familiarizarte con lo que pasa en tu cabeza. Luego saldrás de aquí. Pero nunca una respuesta concreta o que satisficiera las demandas de Muré. Y la ansiedad se agrandaba dentro de él. Cuanto más tiempo transcurría entre esos muros, más paradójico le resultaba. En cuanto a su antiguo aliado: Albert Rumme, no instauró ningún recurso para liberarlo de ahí. Simplemente, había archivado su expediente y andaría, sabe Dios, en que cruzadas legales salvando traficantes y verdugos; posando para los medios, vulnerando un frágil sistema legal, y acrecentando su repentina fama. Lo cierto era que le importaba un bledo sacar a Roalb de aquel aislamiento. Fue evidente que llevaba demasiado tiempo en el manicomio, cuándo supo cuantas personas trabajaban en él, cuál era la función de cada uno; como ejercían su profesión y, a veces, incluso, sacaban provecho de los internos. El doctor Colmer, había establecido un programa para el alado que consistía más allá de la medicación y sesiones de terapia; en permanecer varias horas al día en contacto con los demás pacientes. Esto bajo la supervisión del personal médico y de vigilancia, como se hacía con todos los otros. Así eran los días de Roalb Muré, lejos de su nido. El corazón se le agitaba en el pecho. Algunas noches le resultaba imposible conciliar el sueño. ¿Cuánto tiempo lo mantendrían confinado? ¿Cómo funcionaba ese sistema incompresible? ¿Cuáles eran las supuestas anomalías de su mente? Para él resultaba axiomático ser el más cuerdo de entre aquellos que iban de un lado para otro sin llegar a ningún lugar; entre gritos y palabras grotescas. A quienes escuchaba, hasta, en la cerrazón de la madrugada.

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Pobres infelices incapaces de valerse por sí mismos. Mas él era distinto…, era un hombre alado sorprendido en esos pabellones de locura; un asesino de meretrices, un inductor del caos. Cualquier cosa ajena y distante de semejante abismo existencial. En las mañanas después de hacer la cama y asear su cuerpo en una estancia de uso comunal, se sentía lucido, aunque físicamente cansado entre el querer ser libre para buscar al ángel y el maquinar la salida de aquella fábrica de trastornos. Cuando Bridget le emponzoñaba el líquido del tarrito amarillo conseguía adormecerse y en sueños que eran muy profundos sus poderosas alas lo transportaban hacia lugares ignotos. De nuevo en la oscuridad insondable de la cueva. XXXVIII Salía al patio, llanamente, para observar a los demás. Sus rutinas a veces ridículas, sus faenas desequilibradas; un espectáculo triste y cómico a la vez, que resultaba desolador e inusual a sus ojos. Entretanto, su memoria se veía precisada al rostro conocido y amado; al digno aroma y la delicada mano que una noche aciaga le arrebatara. Vivía en “el país de las maravillas” y donde buscaba acomodo en cualquier esquina. Percibiendo las miradas furtivas que le seguían atentas. Hablaba lo menos posible, y al advertir que alguno se le acercaba, bajaba la mirada y se distraía en otro asunto. Pero era inevitable que el gran patio se fuera poblando con el transitar de los minutos y apenas conseguía evitar que sus camaradas de encierro le agobiaran con excentricidades. La mayoría de ellos no resultaba amenazador o pendenciero, empero, eran ajenos a la realidad y su razonar forjaba un terreno baldío. No podía notarlos como sus semejantes. No…por el contrario, eran completamente distintos. Algunos inquietos, taciturnos, risueños, apacibles, solitarios; todos en, idem, coexistencia. Era demasiado chocante para un ser con sus cualidades, nada corriente; vehemente de libertad. Quien se había aventurado en terrenos que otros ni siquiera contemplarían.

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Pero ello era el óbice declarado a su libertad que le aquejaba cada día. Toda consulta suya era una confirmación de la paranoia del médico y sus ayudantes. El diagnóstico absurdo de Colmer quien lo creía un esquizofrénico. Un enfermo delirante sobrellevando la peor de las crisis, un delirante crónico deformando la realidad. Tales posturas venían a Muré disparatadas, incomprensibles y radicalmente absurdas. Por el contrario, su lógica formaba un conjunto armónico, perfectamente reglamentado, y basado en la razón de una comprensión natural del mundo. Se percibía a sí mismo como alguien extraordinariamente lúcido, persuadido de su agudeza superior. Por tanto, era esencial proscribir cuanto antes aquella fábula delirante que otros habían forjado. Y aun si se tratara de un prendimiento legal, ad libitum, del sistema. No pensaba seguir detenido. Esa fue su conclusión. Y estaba razonablemente despierto cuando la instituyó, de lo contrario no habría sentido tanta impresión surgiendo dentro de él; cuando sin precedente un escalofrío le recorrió el cuerpo. Una sensación que fue en aumento hasta que el ambiente mismo de la habitación, donde se encontraba en ese momento, se transformó por completo. Todo estaba en silencio, pero como abruptas percusiones en su cabeza surgieron voces anónimas irrumpiendo su deliberación; pasando paulatinamente al plano exterior…, in crescendo, hasta emitir con dejo vibrante: —Hola señor alado. Muré sacudiendo la cabeza escuchó como hipnotizado las palabras. No conseguía concertar a quien correspondían, por lo que se limitó a escuchar si emergían de nuevo. —Ya no me reconoce señor –manifestó enseguida el que hablaba. Pero la sospecha a que asistía le sorprendió todavía más, pues procedía de un conjeturado desahucio. Quedó paralizado por la sorpresa de semejante sortilegio al escuchar con orejas ampliadas, la voz del hombre sin rostro. —¿Realmente eres tú frailuno? —dijo con voz farfallosa.

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—¿Tanto le sorprende que haya vuelto? —¡Claro que me sorprende! Pensé que tu… —se interrumpió. —¿Pensó que habría dejado el plano de la víbora? En el desierto le dije que quizá volveríamos a vernos.—Afirmó lo que hasta entonces era una simple voz—¡Así que aquí estoy! Y me alegra saber que se encuentra bien. —Yo también me alegro—señaló Muré ¡Así tendré cuando menos con quien platicar! Una clara simpatía y jovialidad surgió entre ellos. —Y dígame, señor, ¿cuándo saldremos de este alcázar?—inquirió el del capuz todavía descorporizado. —Pronto frailuno…muy pronto—señaló. Enseguida el otro habló. —Venga conmigo señor hay algo que debo mostrarle. —¿De qué se trata? —¡Venga…sígame! El alado se incorporó y cruzó el umbral que lo distanciaba de la ventana de la habitación, la cual facilitaba la visión de la corraliza solazada por los pacientes. Se detuvo junto al acristalado y su mirada penetró el espacio amplio que se extendía del otro lado; entonces contempló una imagen orlada por el tecleo monótono del viento, la cual florecía como un efluvio: Al fondo de aquel paisaje como una fantasía de otros tiempos, fuera de toda realidad, situado en la clandestinidad más profunda; sentado sobre sus patas traseras ocupaba un espacio, con sus ojos llameantes de fuego, el custodio de tres cabezas. XXXIX Las cosas volvieron a su cauce, hasta cierto punto para Roalb, en cierto modo como había predicho que pasaría. El regreso del hombre sin rostro y la bestia infernal, habían traído consigo un estallido de esperanza notorio en su carácter. Incluso, resistía con cierta correspondencia, los imprecisos bisbiseos de los enfermos mentales que se le aproximaban.

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El destino que parecía estar jugándole una treta. Tuvo un acuerdo de paz, cuando rubricaba que no ocurriría nada que lo pusiera en el camino del ángel. Pero las cosas tienen la virtud de llegar a su punto por sí mismas, y cuando el tiempo parecía suficientemente dilatado como para recuperar a quien nunca olvidaría. Una mañana, a mediados de mes, un acontecimiento fuera de lo corriente cambiaría todo… Estaba en su habitación, la puerta se encontraba abierta. Una silueta en la esquina, coreada por Colmer y Bridget, atrajo su mirada, y esto fue lo que vio en aquel visitante: una cincuentona de aire grácil, en todo modo semejante al ángel, no parecida, sino ella con años de más. Como él mismo habría imaginado que seria a esa edad. –Por favor siga–invitó la enfermera–. Esta mañana le hemos administrado un sedante, así que estará bastante tranquilo. La mujer avanzó con gesto vacilante. La luz tenue de la habitación se reflejaba en las pupilas de sus ojos. –¿Puedo hablarle?—constató. –Sí, señora, claro que sí—certificó la asistente. El doctor y ella se mantuvieron unos pasos atrás. Roalb quien observaba como si su propia mirada estuviera perdida entre la de la señora, permanecía en la cama con el mentón elevado. Ella continuó y se sentó a su lado. Él la tomó enseguida de la mano; una mano que sintió sorprendentemente cálida y empezó a acariciar. En su rostro había una expresión de pródiga curiosidad, como si hasta entonces no diera crédito de aquella presencia. Con la boca ligeramente abierta, le miraba de pies a cabeza. Los movimientos de Muré eran erráticos, como si no estuviera seguro si sus manos podían establecer contacto con ella o tocarla. Sentía tales estremecimientos internos, si bien, permaneció sentado. Entonces le mujer se dispuso junto a él. Luego la mano del alado fue en busca de aquella boca carmín y con el dedo índice le cubrió los labios. —Estamos solos—dijo. Como si ignorara atender a los otros presentes, puestos de pie junto a la puerta.

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Extendió la vista sin dar crédito. Era la blancura de su piel, sus ojos, la forma del rostro, sus expresiones. Supo quién era inmediatamente. El hombre alado inclinó la cabeza y se mantuvo así. —¿Puede hablar conmigo? Preguntó la señora. —Por supuesto que sí —contestó sin sopesar los pensamientos que giraban vertiginosamente en su mente. —Necesito de su ayuda. —¿Qué clase de ayuda? —¿Conoce usted a mi hija? –Sí, señora, por supuesto que la conozco. El personal médico guardó silencio. La señora se acercó y le susurró unas palabras. En la cabeza de Roalb todo estaba revuelto. –¿Qué hizo usted con ella? –Amarle...,—dijo. —Entonces… ¿Qué hizo con ella? ¿Qué fue lo que ocurrió? La pregunta sobresaltó a Muré, quien poniéndose de pie emprendió una lenta peregrinación hacia la ventana. Luego, miró fuera. Entonces se volvió y enarcó las cejas. –Ella está en algún lugar… –empezó a hablar de nuevo—Solo que la he perdido. –¿Qué quiere decir? ¿Dónde…? –Aquí. Aquí mismo, entre mis alas. La mujer se llevó las manos al rostro que clavó entre su pecho y lloró con un lamento afligido y apurado, con el sentimiento de la peor desolación. ¡Sentía, por Dios, que nunca más vería a su pequeña! En su arrebato no miraba a nadie, solo gimoteaba con una lluvia de rocío liberándose de sus ojos. Y era tal la tristeza que afloraba en su ser, tal su aprieto, su sinceridad; que se hizo contagiosa la pena, en quienes observaban, y en virtud de la compasión fueron a socorrerla. —¿Está usted bien?—preguntó Bridget al instante con un rostro que irradiaba comprensión y apego—¿desea un calmante o una bebida aromática?

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LOS ÁNGELES VAN A CUALQUIER LUGAR, MENOS AL CIELO GERMÁN CAMACHO LÓPEZ

Pero era evidente que además de no poder contestarle, lo único que quería la señora era salir de ahí. —Le acompaño—indicó la enfermera. El médico con aire resuelto también se dispuso a salir del cuarto junto con las mujeres. Pero luego se detuvo. —Es mejor quedarme y darle un vistazo—indicó a la asistente, refiriéndose a Muré. Naturalmente, ellas si abandonaron el aposento. En medio de las exclamaciones de dolor de la madre. De espaldas al galeno permaneció el hombre alado, sumido en un hierático silencio, a un costado de la pared, junto a la ventana en la cual mantenía apoyado un brazo. La respuesta que sus labios ansiaban expresar nunca llegó. Como si fuese a iniciar de nuevo la conversación, dudó mirando al patio sin emitir sonidos. De súbito, permaneció en aquel silencio absoluto, no hablaba ni gesticulaba. Su expresión no decía nada. Como si su mente fuera una hoja en blanco, o estuviera cautivo en un estado catatónico. Ahí no iniciaba nada. ¡Minutos. Solo minutos! La censura del instante final. Le sobraba demasiado tiempo para ser alguien que no tenía en deferencia esos minutos. Era un hombre recostado contra la pared, alguien cruzando el umbral de la locura. —¿La ha encontrado señor alado?. —No existe criatura más bella.

FIN

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