Danza de Vida

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BIBLIOTECA DIGITAL ANCASHINA ASOCIACIร N WARAS: CIENCIA Y CULTURA

DANZA DE VIDA

Edgar Norabuena Figueroa 2019 Ediciรณn Digital


EDGAR NORABUENA FIGUEROA Nació en Huarás, Áncash, en 1978. Es docente de Lengua y Literatura por la Universidad Nacional “Santiago Antúnez de Mayolo”. Dirigió la Revista Literaria Letra Libre. Ha publicado los poemarios: El Grito del silencio (1997) e Itinerario de la Gaviota Cansada (2000). En narrativa: El Huayco que te ha de llevar (2007), Danza de vida (2008), Con nombre de mujer (2008), Silbidos de ichu (2010), Eugenita, linda flor (2010), Fuego cruzado (2014), Doble sombra (2016), Caer como en sueños (2016), Perdedores de oficio (2016), Arte/factus (2017), Como un día que pasa (2017), Vacaciones de Tamya Pakarina (2018) y Tamya Pakarina en el Uku Patsa (2018). Ha participado en el libro colectivo Cautiverio de la buena gente (2009) y ha sido antologado en: Navegar bajo la lluvia (2009), Besos volados (2012), El hombre no camina solo (2013), Diez gritos bajo fuego cruzado (2017), entre otras. Su labor literaria ha merecido reconocimientos en el ámbito local, nacional e internacional. Entre las que destacan: el premio Poeta Joven de la Región Chavín (2000), Juegos Florales UNASAM (2003), Xº y XIº Juegos Florales de la Universidad Ricardo Palma (2006, 2007), Primeros Juegos Florales de la Universidad Peruana – Universidad La Molina (2006), IIº y IIIº Concurso de Narrativa Breve “Identidad Ancashina” (2006, 2007), XIIIº Premio Internacional de Cuento “Carmen Baez” – México (2006), Iº Festival de Letras del CONAJU – Perú (2007), IVº Cuentatón de Lima (2007), finalista en el Concurso de Relato Breve “Habla de tu aldea” – España (2007), así como una mención honrosa en el XIIº Concurso de Relatos Cortos “Juan Martín Sauras” – España (2007) y en el Iº Concurso de Relatos Breves ATINA – Chile. (2007). En el 2008, ganó el Concurso de Cuentos “Protegiendo la Cultura” organizado por INDECOPI e INC – Ancash, así como la Iº Bienal del Cuento Ancashino “Carlos Eduardo Zavaleta”, organizado por el INC – Ancash. Mención honrosa en el certamen literario organizado por la revista Por Escrito – México (2016). Primer puesto en la categoría cuento Premio Huauco de Oro – Cajamarca (2017) y semifinalista en el IV concurso de novela infantil Premio Altazor – 2017.


Edgar Norabuena Figueroa

DANZA DE VIDA


SERIE:

LITERATURA ANCASHINA CONTEMPORÁNEA

Edición Digital a cargo de: Asociación Waras: Ciencia y Cultura Biblioteca Digital Ancashina © E dg a r N o r a b u e n a F i g u e r o a

Huaraz, Ancash, Perú Marzo, 2019


ÍNDICE

Padre de los venados / 5 Lucía / 18 Hombre muerto / 30 Esa vez del huayco / 35 Hilda / 49 Nina Karol / 64 El paquete / 73 Volveré por ti / 79 Juego mortal / 94 Danza de vida / 102

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PADRE DE LOS VENADOS

QALLARI

Pueblo de Tumpa, quebrada del Huascarán, desde lo alto, un gigante albino divisa con serenidad de dios, enorme e infinito. En las inalcanzables cumbres, cae la nieve. Más abajo, el murmullo del agua orquesta un coro interminable y misterioso. Voces que brotan de todas partes musicando el aliento, cancionando el suspiro. Aromas que saltan alegrosos perfumando las entrañas de la tierra húmeda y preñada. Colores arcoíris que van tiñendo de primavera el sendero majestuoso, inalcanzable. Todo, todo es una gran sinfonía de naturaleza viva y omnisciente. Pasos… truenos y hojarascas quebrándose debajo de algo... Ahora la sangre mana... Tayta Waskarán despierta de su contemplativo sueño... Se siente la agonía entre el follaje... La sinfonía parece quebrar su armonía y el canto se torna grito y el color, sombra... Hay sangre entre las hierbas... entre la nieve…

De pronto, divisa unos venados pastando en una breve llanura rodeada de quenuales. Hoy es un día de suerte… …Dicen, Juancito, que hace muchísimo tiempo, es que los cuentos son de esos tiempos y hasta nosotros mismo seremos cuento hasta que alguien nos olvide para siempre pues, Juancito… Acecha… Se acerca... paso a paso... lenta y cuidadosamente... Se detiene... Mira alrededor... La naturaleza parece tomarse un respiro como si el tiempo detuviera su inexorable caminata...

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…Dicen, pues, Juancito, que había un zorro enamorado de su tía puma, pero como ella estaba casada, un día llevó a su tío hasta una quebrada accidentada con pretextos de cazar buena presa y desde un alto abismo lo desbarrancó hasta matarlo… Se acomoda... Ajusta la mira... Debe apuntar un poco más abajo del objetivo para darle justo en medio, ya lo sabe, son tantos años de experiencia que le han enseñado esos trucos de cazador amañado en esos quehaceres... …Dicen que, llegando con la trágica noticia, el zorro se ofreció mantener a la entristecida viuda y así lo hizo, a cambio del amor de su tía. Pero tanto era el apetito de la pumita que el ladino enamorado tenía que cazar más de la cuenta, porque además tenía que mantener a su familia de pequeños zorritos… Escoge a su víctima... es alto y esbelto... en ejemplar macho que tiene los cuernos ramosos y soberbios... …Dicen pues, que tayta Waskarán, al ver que sus venaditos eran cazados injustamente, por la ambición del zorro, lo mandó comparecer y lo castigó transformándolo en el animal más hambriento y detestado por todos... Suspira... Ya lo tiene... Toma aire, lo retiene por unos segundos en su pecho... Siente el latido de su corazón como si fuera un tambor de guerra; advierte cómo palpitan sones de triunfo... …Dicen que, desde entonces, el pobre engañador está condenado a no saciar su hambre y a ser perseguido como un a vulgar ladrón… Se le inflaman las venas de la sien... Un sudor frío e imperceptible rueda por su mejilla tejiéndole una terrible cicatriz... Aprieta, aprieta el gatillo... Ya va a disparar, ya va hacerlo... …Por eso, te lo digo, Juancito, la ambición no está hecha para el hombre, sino para los zorros nomás y cuando un hombre se vuelve ambi-

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cioso, se convierte en un zorro hambriento y detestado por todos, aquí, abajo que es la tierra de todos y allá arriba también… El venado, a la distancia, pasta con una tranquilidad casi divina, ajena a toda ambición humana, sin sospechar su tragedia.

…¡No vayas, malos sueños nomás he tenido en estos días; algo seguramente te va a pasar!, la voz imploró desde dentro de la choza. Eran palabras suaves, teñidas de amor y desesperación. La súplica se confundió con el frío del amanecer y terminó congelada en el rocío de las retamas olorosas y los frescos eucaliptos. Más allá, el horizonte era verde; el cielo, azul y las blancas cumbres se elevaban hacia el infinito. No escuchó la voz de su esposa y cargando su escopeta a la bandolera, sin decir palabra alguna, se fue hacia la quebrada. Hacía años que solamente se dedicaba a la caza de venados. Era un trabajo que su padre practicaba muy de vez en cuando. Él heredó su escopeta y terminó ejerciendo el oficio de cazador, permanentemente…

…No hagas eso, don Juancito, Dios también se molesta cuando cazas por gusto. Allí tienes tus chacras, tus ganados, no tienes necesidad de cazar a los pobres venaditos que ya están escaseando en estas zonas. Así le reprochaban los demás, pero él no les hacía caso, erre con erre como burro terco se volvió. ¡No seas envidioso, si quieres cazar, para todos debe haber!, contestaba ufano, ¡si no es de nadie, es de todos y el que quiere aprovechar, que se aproveche!, replicaba molesto don Juancito…

Pensaba. …ojalá cace un parcito. Disecaré sus cabezas en unas tablitas de molle y las venderé en la feria de Huarás. Sus pellejos bien secados también valen mucho dinero. Piensa. …sus patitas dobladas y clavadas en un madero de molle sirven de colgador. Los venderé a buen precio. Pensó. ~7~


…¡pammm!... El trueno que nace de su escopeta parece despertar a todos los dioses de la quebrada. Ha rebotado contra las peñas más cercanas y se ha despedazado en mil sonidos que se han repetido vehementes y furiosos y se siguen repitiendo en la boca de todas las quebradas, de todas peñas y de todos los árboles; mordiendo al silencio dormido, sacándolo de su sueño, haciéndolo chillar como a niño asustadizo el trueno acaba de despertar a la naturaleza. Ahora se incorpora... Siente miedo... Experimenta un súbito temor que se le ha subido por los pantalones y le tiene atenazado desde el vientre hasta la garganta. No puede pasar saliva. Un inesperado mareo lo invade. Se siente cansado, el vahído pretende derribarlo en los arbustos. A pesar de todo, termina de incorporarse y nota, con desazón, que el venado ahora corre quebrada arriba. Herido. Chillando como solo los venados heridos suelen hacerlo. El chillido de dolor ya no le es ajeno, recuerda que muchos de los que ha disecado y vendido en la feria, terminaron así. Ahora se dispone a capturarlo. Así herido no llegarás lejos, parece decirle y emprende la persecución a pesar de su malestar. Asciende una loma, corre por una breve pampita, pasa un par de riachuelos, una cascada, una hondonada, un breve bosquecillo, otra quebrada y otra pampita y nada. El venado ha marcado con sangre sus últimos pasos. Ahora se siente más cansado, busca una sombra amable y reposa debajo de la frondosa copa de un quenual. Muy pronto, su corazón se aquieta, su cuerpo se calma y sus ojos se adormecen sucumbiendo en un pesado sueño que lo acaricia como a niño de pecho y lo arrulla guiándolo por los sosegados senderos del reposo, de la calma y el abandono del cuerpo cargado de fatigas y dolores. ~8~


¡No debo dormir!, se sacude la fatiga, ¡no debo dormir!, sacude la cabeza con vehemencia. Ahora saca unas hojas de coca de su wallki para espantar el sueño, el hambre y la sed. Mastica, mastica casi con apasionada fiebre. Unas hojas se le caen. No importa, sigue, agita la caleadora, mastica, mastica. Sus pensamientos ahora son tan verdes como la coca. Su aliento se llena de un perfume añorado. La vitalidad de la hoja hermana ahora recorre su cuerpo. Mastica con tranquilidad, con pausa, con más pausa, más y más tranquilo, pausado, tranquilo, pausado… ahora duerme, duerme profundamente. Las hojas de coca yacen en el suelo. La caleadora rueda entre sus pies y, abrazado a su escopeta, ahora sueña, sueña que persigue al venado. Lo captura. Lo desangra y cuando está a punto de llevárselo, se encuentra con un extraño hombre. Es un anciano. Le mira el rostro, no logra reconocerlo. ¿Quién eres?, pregunta. El extraño lo contempla con gesto de paciencia y compasión. Ahora, Juan siente que nuevamente le invade el miedo, el terror. Su cuerpo se le electrocuta, se le detienen los brazos. Está paralizado y no puede dar un paso más. La extraña presencia lo asfixia. Siente que se va a morir. Le falta el aire, sus venas se inflaman, la sangre se le acumula en la cabeza. Siente que va a reventar con la presión de su angustia. Siente que va a morir… Se sobrepone a la angustiante y misteriosa presencia. Sabe que es una pesadilla, intenta salir del laberinto opresor en el que está perdido, no halla la salida. La busca por un lado y por el otro, intenta por arriba, por abajo. ¡Por Dios, quiero despertar, quiero despertar, ya, ya..!, parece gritar, pero solo gime. De tanto intentarlo, al fin halla una luz y corre, corre hacia ella. Tropieza, la presencia lo sigue, pero corre sabiendo que despertando todo eso terminará. Los sueños solo sueños son, se dice. Con la respiración acelerada y la sien perlada de frías gotas de sudor, emerge del pantano de su horrenda pesadilla. Al fin sale del laberinto, el sol lo empaña. ~9~


CHAWPI

Ahora que despierta, ya nada es lo mismo. Recuerda haberse quedado dormido bajo la sombra de un árbol, pero este ha desaparecido y en su lugar hay un inmenso cerco. Al fondo ve una choza. ¿Dónde estoy?, se pregunta. Se incorpora. Dentro del corral, hay una cantidad jamás imaginada de venados descansando como si fueran animales domésticos. ¿Dónde estoy?, se vuelve a preguntar mientras aprieta su escopeta; pero no, ya no tiene escopeta, en su lugar tiene empuñado un palo negro y alargado. ¡Virgen Santísima!, arroja el palo. Ahora se arrodilla, llora pegando su cabeza a la tierra. ¡Tayta Cristo, Tayta Cristo!, grita con todas sus fuerzas, totalmente confundido y abatido. ¡Tayta Cristo, Tayta Cristo!... Ahora percibe unas pisadas. Vienen por detrás. Son pausadas, serenas. Se acercan poco a poco hacia él que se incorpora con la rapidez que le permiten sus huesos cansados, adoptando una posición de defensa. Voltea rápidamente el cuerpo para saber quién es; de pronto, lo ve, se aterra, vacila confundido, lo ve y no puede creerlo, es él, es él, murmura fascinado, horrorizado…

…Dicen que hay un protector para cada animal, Juancito. Así me lo contó mi abuelo que en paz descanse. Me decía, hijo, si vas a cazar venado, zorro, puma, cóndor o vizcacha, primero pide permiso al cerro, al tayta. Llévale coca, sal, ají, azúcar. Pídele para que te dé sus animalitos y no se moleste cuando los caces; de lo contrario, el cerro te hará dormir, te chupará las fuerzas y cuando despiertes, te castigará de la peor manera. El Padre te hará pagar con mucho sufrimiento todos los animalitos que le has tomado sin su permiso. Si es venado, te hará pagar pelo por pelo; si es cóndor, pluma por pluma; y así, te hará pagar por cada animal, sea chico o grande, camine o vuele. Por eso, primero pídele permiso, eso ~ 10 ~


me decía. Así pues, Juancito, cuando vuelvas a la quebrada, llévale coca, ají, sal y azúcar a nuestros hirkas… Va, esos animales están a su buena, quién los cuida, quién es su dueño. No creo en tonterías, Ishico y por más que me lo digas, no lo haré. Sal para mi mujer, ají para mis papas, coca para mi valor y azúcar para mis hijos; nada, nada para el cerro. Eso es creencia de gentiles, de gente no bautizada, creencia de demonios, Ishico. Tú eres bautizado ya, Tayta Cristo se puede molestar contigo por estar creyendo en esas tonterías, más bien anda, corre a la iglesia de Musho, allí hay misa hoy, pídele perdón a Tayta Cristo por lo que me acabas de decir, tú que hasta catequista eres …

¡Cómo es posible, cómo es posible!, se dice una y otra vez sin dar crédito a lo que está viendo mientras su cuerpo tiembla, sus rodillas parecen quebrarse y su corazón palpita como un potro en pleno galope, como queriendo salirse por su boca… ¡Es él, es él!, masculla para sí desesperadamente. El anciano de sus pesadillas se le acerca impasible, midiendo los pasos con su bastón. Viste un poncho extraño, un sombrero viejo y en su rostro un par de ojos negros brillan como el sol a mediodía. ¡Has estado llevándote a mis animalitos sin mi permiso!, le dice con una voz que resuena en todas las cumbres, como si tuviera el poder del trueno. ¡Has estado llevándote a mis animalitos sin mi permiso!, vuelve a resonar la voz misteriosa que parece ser producto del eco y no de garganta humana. ¿No me vas a contestar, Juan?, vuelve a inquirir. ¿Juan?, ¿Juan?, ¿uan?, ¿an?, ¿n?, la voz se repite hasta perderse entre las cumbres mientras el miedo le comprime la carne y le ata la lengua sin saber si aún sigue en su pesadilla. Aterrado y con el cuerpo inutilizado, solo siente que un frío sudor atraviesa por su espalda, baja por sus vértebras y se le mete allá abajo como un dedo acusador, vengativo que luego baja por sus pies que tiemblan como hojas que están a punto de caer. ~ 11 ~


¡Yo, yo, yo no, no sé, yo no sé de qué me hablas, quién eres tú!, su voz rueda torpe y sin fuerzas, apenas llega al suelo y se diluye sin eco, sin convicción, sin verdad que pueda defenderse sola. El viejo le mira a los ojos, furioso y compasivo a la vez. Juan cae de rodillas, llora, exclama perdón, ¡Perdón, taytita, yo no creía, yo no creía!, ¡por favor, no me hagas daño, pagaré por tus animalitos, pagaré todo, taytita!... ¡Claro que pagarás, pagarás por todo!, se oye en el trueno que retumba en la boca de la quebrada.

… No vayas a cazar sin pago, Juancito, los abuelos se molestarán contigo y tarde o temprano te van a castigar la malcriadez. Eso le dijo su difunto padre también, cuando se le apareció en sus sueños. Juan despertó desesperado. Era la primera vez que soñaba con su padre desde que se había muerto en un derrumbe del socavón en la mina de oro de Tumpa, al pie del nevado Huascarán, se sintió huérfano y comenzó a llorar en silencio hasta el chispear de la aurora…

¡Primero llenarás el pozo que está al lado de mi choza! y dándole un cántaro con muchos agujeros, el anciano se sentó sobre la cerca y comenzó a curar al venado herido, ¡Pobrecito, hijito, te voy a curar, mañana estarás mejor! Juan, avergonzado, se dirigió a la lagunilla que estaba a gran distancia y comenzó a llenar agua en el inútil recipiente. Luego de varios intensos vanos, llorando desconsoladamente, comenzó a tapar los agujeros con los retazos de su propia ropa y cuando taponó todos los orificios del cántaro, por fin hizo llegar el primer chorro de agua al pozo de tierra que rápidamente absorbió el líquido desapareciéndolo en el fondo como si se tratara de una inmensa boca con una sed de milenios y milenios. Pasaron días y días, no se sabe cuántos. Cuando por fin el agua estuvo lleno, el anciano le dio otra tarea. ~ 12 ~


¡Pastarás a mis animalitos durante dos días y por cada venado que pierdas con pumas, zorros o cazadores, te quedarás un año más a mi servicio!, la voz volvió a resonar en las quebradas. Al principio, Juan corría diligentemente para que todos los venados pasten en un solo lugar, pero muy pronto encontraría dificultades. Los venados se dispersaron cuando sintieron la presencia de un puma. Era ágil, negro y hambriento. Terminó desollando al más pequeño y cuando volvió con la manada faltante, el anciano puso una piedra sobre el techo de su choza en señal de un año de servicio. A Juan le faltaba otro día más de pastoreo y suspiró resignado, sintiendo la falta que le hacían sus familiares, por un momento contuvo el llanto, pero al no poder más, se echó a llorar amargamente, arrepentido, hasta poco antes del amanecer. Al comenzar la mañana, salió a pastar. El día transcurría tranquilo entre las escondidas praderas de la quebrada del Huascarán. Recogía a los venados que se iban separando, a los más pequeños los llevaba a refrescarse a los riachuelos cercanos y cuando lo estaba haciendo, se dio cuenta de que había obrado mal en todos esos años. La naturaleza me está castigando con justa razón, después de esto, ya no volveré a cazar nunca más y defenderé a los animales de la quebrada, se decía entre lágrimas de arrepentimiento y suspiros de nostalgia porque, además, extrañaba a su esposa y a sus hijos. ¿Qué será de ella, de mis hijos, cómo estarán…? Y cuando pensaba que por fin había terminado la jornada, ...¡pammm!... ¡pammm!... un grupo de cazadores dieron muerte a dos de los venados más grandes y hermosos. ¡Tayta Cristo, Tayta Cristo!, gritó con todas sus fuerzas, lleno de rabia e impotencia. Enfurecido y fuera de sí, corrió tras los desalmados cazadores; pero se dio cuenta de algo que no se había percatado hasta entonces.

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Para los hombres, felices por tan gratificante faena, Juan solo era un perro viejo que trataba de defender a los cuerpos yertos de los venados y que había aparecido misteriosamente de algún rincón de la quebrada. Los cazadores lo capturaron y le dieron una paliza hasta hacerlo aullar de dolor y sangrarlo de tanto culatazo de escopeta. Y así, magullado, aullando y ladrando de dolor, volvió al corral del anciano quien lo curó y alimentó con las sobras de su comida hasta sanarle sus heridas. Se había olvidado de dormir sobre una cama, cubriéndose con una manta. Había perdido el habla; no sabía cuándo, no entendía cómo; ahora era el perro pastor del misterioso anciano y había tres piedras sobre el techo de la choza.

Más allá de la loma, más allá de la breve pampita, del par de riachuelos, de esa cascada, de aquella lejana hondonada, del breve bosquecillo, de otra quebrada y otra pampita y más allá de todo, los tres años que para los hombres serían mucho más, transcurrieron. Juan, convertido en perro, aullaba todas las noches de luna llena sentado sobre una peña desde donde se notaban las lejanas pinceladas de su pueblo. En todos esos años, había aprendido a pelear contra los zorros, contra los pumas que siempre terminaban hiriéndolo. Había aprendido a cuidar a los venados como si fueran sus hermanos. Estos a su vez lo aceptaron como uno más de la familia y en noches de helada, que eran las más abundantes en la zona, lo cobijaban entre ellos para darle más calor. En todo ese tiempo de las tres piedras sobre el techo de la choza, había envejecido, pero había entendido que los animales de la quebrada eran tan sagrados como cada integrante de la familia que había dejado allá en su pueblo, en Tumpa, a donde añoraba regresar para estar junto a ellos. ~ 14 ~


Una mañana, cuando el anciano quitó la última piedra del techo de su choza, este lo llevó hasta un árbol de frondosa copa, le ordenó que se sentara y el perro, envejecido ya, se sentó y se quedó dormido profundamente. Descansaba, al fin, de esas largas jornadas de pastoreo y de las noches de helada en las que aullaba lastimeramente, extrañando a su esposa e hijos. Descansaba al fin de la agotadora penitencia que le había tocado sufrir por haber desoído las advertencias de los demás, por haber cazado sin medida.

USHANAYQAQ

Al despertar, ya no era un perro, ya no era ese chucho lanudo que corría detrás de los venados para ahuyentar a los zorros y pumas. Era don Juan otra vez. Al despertar del todo, se palpó los brazos, los pies, el pecho, la cara. Se palpó todo el cuerpo, emocionado, riendo a carcajadas, contento, muy contento. Saltó de alegría. Bailó de la dicha; pero pronto su cuerpo se cansó, notó que ya no era el mismo de antes y que había envejecido terriblemente. Entonces, pensó en su mujer y en sus hijos, lloró, lloró por él, por ella y por ellos. Emprendió el camino de regreso, sin pérdida de tiempo, tropezando con cada retazo de lejano recuerdo azucarando sus pasos, tratando de recordar el camino de regreso. Cuando llegó al pueblo, ya no logró reconocerlo. Las casas ya no eran de paja, sino de adobe y con tejados rojos. El pueblo que había dejado ya no existía. Había muchas calles nuevas, personas que ya no conocía y cuando, haciendo memoria, logró llegar hasta donde antaño estaba su choza, en su lugar, halló una enorme casa y a dos hombres ya jóvenes tallando un arado en el patio. Se les acercó con alegría, con emoción, con todo ese amor guardado por décadas debajo de la apariencia de chucho guardián. ¡Hijos de mi

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corazón, hijos de mi vida!, quiso gritarles, pero un sentimiento de reserva detuvo sus palabras, enredó su lengua y zurció su boca. ¡Ave María Purísima!, le saludaron, al unísono, los jóvenes de rostro broncíneo y con una mirada muy parecida a la de él. ¡Sin pecado concebida!, al fin contestó Juan desatando sus labios. Estaba a punto de desplomarse, temblaba, pero no de miedo; sino de emoción, de alegría y rabia por tanto tiempo perdido por su tonta ambición. Se sentía culpable por todo, se sentía hambriento de perdón. Eran sus hijos, sí, los estaba reconociendo. ¡Por aquí vivía una señora, doña Teodora Aguilar!, preguntó casi desfalleciente, conteniendo el aire en su cansado pecho. Los jóvenes lo miraron con atención, no sabían quién era aquel que estaba preguntando por su madre. Pronto, uno de ellos contestó con voz trémula y tono de guardada melancolía. Era nuestra mamita, pero se murió hace años, la voz del más joven se apagó de pronto, ahogado por un intenso dolor. Nuestro padre lo mató, dicen que se fue con otra mujer a la costa; por allá lo han visto, dicen. Nuestra mamita sufrió mucho por su ausencia y años después, ella se murió de dolor. Otro súbito sufrimiento mezclado con rencor, calló la voz del hermano mayor a quien se le cayeron unas lágrimas que rodaron por su cobriza mejilla hasta empapar la madera que estaba tallando. Y tras un breve silencio, tal vez meditando la palabra justa, Juan contestó casi reclamando, ¡Tu tayta no se fue con otra mujer!, ¡tu tayta se fue a cazar y cayó por una de las quebradas, allá al pie del Huascarán, allí se murió el pobre! Después solo hubo silencio. Por el suelo, la sombra veloz y enorme de un cóndor arrastró las huellas del ayer. Sus palabras eran una pesada verdad que iba aplastando el resto de su gastada

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vida. Cansado, solo pensó en irse. Ya nada allí era para él, tu tiempo había pasado. ¿Quién eres tú, cómo sabes eso?, preguntó uno de los hermanos, mientras en su rostro se dibujaba la incertidumbre. El anciano no respondió, sintió que era mejor así. Hay respuestas que es mejor guardar, pensó. En silencio, dio media vuelta y se fue, lentamente. Y mientras daba un paso tras otro, alejándose de sus amados hijos que no lo habían reconocido, sentía que su corazón se partía a la mitad y cada mitad en la mitad y cada uno de esos pedazos en otra mitad y así, poco a poco, sintió que su corazón se partía en infinitos pedazos de amargura y desconsuelo.

USHAY

Más acá de la loma, de la breve pampita, del par de riachuelos, de la cascada, de la hondonada, del breve bosquecillo y de la otra quebrada y la pampita y de la nada, Juan se detuvo al borde de un abismo. Era tan oscuro como su destino, tan vacío como su vida. Sintió que era el fin, que ya era hora de hacer el último pago. ¡He perdido mi juventud, a mi mujer y a mis hijos; lo he perdido todo!, rugió amargamente. Cerró los ojos dejando caer una última lágrima. Se dejó llevar por el viento y sintió el frío atravesándole sus cansadas carnes y cuando estaba así, volando en el breve vacío, tal vez de su imaginación, escuchó con grata amargura la tardía voz de los dos jóvenes allá, a lo lejos. Y quiso volver y ya no pudo y quiso amar y ya no pudo y quiso vivir y ya no pudo… ¡Papá, papacito, taytita, taytita, eres tú, eres tú!, le gritaron, pero justo en ese preciso momento, Juan resbaló de sus cálidos sueños para caer a la más fría y profunda realidad que lo despertó solo para darse cuenta de que todo ya estaba consumado... ~ 17 ~


LUCÍA

HUK

Noche de luna. …¡Lucía, Lucía, despierta, hijita!... Las estrellas bailan un huayno celestial. ¿Qué pasa, mamita?... El viento lame las matas de pajabrava, incendiadas de plata y frío. …¡anda a traer agua, hijita!... El sendero duerme un cansancio de siglos. …¿has visto mi gancho, mamita?... Entre punas y quebradas, una choza sobrevive al olvido, el humo sale del techo de paja y se nota el brillo del carbón en el fogón. …¡tú no tienes ganchos, hijita!... El manantial queda a unos minutos de la choza. Lucía estaba soñando con ganchos, pero ahora toma el balde y, en silencio, camina recordando esos ganchos y peines que en su sueño un apuesto hombre le ha regalado, …¡algún día me casaré con un hombre como él!

...¡No, no lo hagas!, gritaban los grillos. ¡Carajo, qué vas a hacer!, saltó indignado un sapo a lo lejos. Y por más que hicieron lo posible, no pudieron detenerlo. La hoja brilló con la saliva de la luna y luego el blanco manto se manchó de rojo. Un grito, un sonido seco y sordo. Los sapos croaban su nocturna sinfonía y los grillos chirriaban dándole serenata a las estrellas. Un hombre corrió hacia el abismo. Mientras tropezaba por el sendero, la luna le cubría con su platinada miel. Llegó hasta el borde del abismo y se arrojó sin más demora como si temiera llegar tarde a su cita con la muerte. Un grito quebró el silencio, un sonido seco y sordo resonó por la quebrada, luego el eterno silencio volvió a reinar como si nada hubiese pasado entre aquellas piedras ensangrentadas… ~ 18 ~


La inmensa luna se refleja en el puquial, Lucía la contempla por largo rato, es un disco plateado en el que puede ver su rostro adolescente, su mejilla tersa y sus ojos inquietos, llenos de vida y hermosura. Sumerge el balde y ambas figuras se difuminan en la fría piel del agua que despierta al sentir el recipiente entre su vientre. Así también es la vida, unas veces nítida, otras veces confusa, se dice adormilada y a punto de sucumbir en el profundo sueño que le hará aparecer nuevamente a su apuesto galán regalándole exquisitos ganchos y finos peines tallados en cuerno de toro. Está a punto de incorporarse, ahora sucede algo muy extraño...

…No se me escapará, de esta noche no pasará el muy jijuna. Lo atraparé, claro que lo atraparé. Para él tengo mi machetito bien afilado y cuando esté asomando su cara de chancho donde mi hijita, ¡zuajjj!, de un solo tajo, caray, le volaré la trompa bellaca para que no se atreva más con mi Hildita. Así será, así tiene que ser. Ella como florcita de azucena que es, tiene que casarse con alguien mejor, con alguien de la ciudad tiene que ser, no con campesino de por aquí nomás que solo la hará sufrir…

Un muchacho rubio y de ojos azules se le aparece mientras está de cuclillas. Ella se asusta. Es de estatura pequeña. Quiere correr y no puede. Tiene el cuerpo rechoncho. Intenta gritar y solo le salen quejidos ahogados, sordos sonidos que se pegan a su lengua. Él la mira con dulzura. Su corazón comienza a retumbar como tambor de carnaval. Parece que desea decirle algo. Su frente comienza a sudar gotas frías de miedo, ya no puede respirar, siente morir, suelta el balde dentro del puquial y es como si soltara parte de su realidad, el extremo insustituible de su realidad. Él solo se queda mirándola, extasiado. Ella se desvanece. El extraño la lleva en silencio mientras ella pide ayuda sin hacerlo. Grita sin gritar, forcejea sin hacerlo, todo es pesadilla, pero también realidad. Siente dolor y éxtasis a la vez, siente sueño y vida en un solo trago. ~ 19 ~


…¡La muerte, la muerte ronda tu destino!, se oye reptando la voz de un grillo. ¡La muerte, la muerte se acerca a tu suerte!, el chirrido es incesante, insistente. ¡Carajo, chuqllush, no seas malagüero!, la voz del hombre trata de acallarlo pateando entre los ichus. …!Vas por venganza y traerás tragedia!, un sapo croa a lo lejos, ¡tragedia por venganza, lágrimas por risa, dolor por satisfacción, locura por muerte!... el hombre trata de acobijarse aún más, se envuelve en su poncho haciendo oídos sordos a las voces que otras veces obedeció ciegamente. ¡No, carajo, no, mi hija tiene que ser la mujer de otro mejor! …!No será como quieres, no será así!, ¡no será como dices, no debe ser así!, una luciérnaga pasa alumbrando sus palabras. El hombre lo mira con rencor, coge un terrón de tierra y logra derribarlo. ¡Jajaylla!, ni levantarte puedes, se burla. ¡No será como dices, sino como digo!, le repite la moribunda y apaga su voz. El hombre se encoleriza, sale por un instante de su escondite. Y tú nina kuru, ¿qué más dices, pues?, interroga enloquecido. ¡Si matas al amante, matarás a tu hija!, parece restallar con un leve y postrero brillo. Al entenderlo, el hombre aprieta con amargura a la pobre luciérnaga entre la palma de su mano. Apaga tu luz malhablada, carajo…

Es el Ichik Ullqu, ese diminuto ser que vive en los oconales y manantiales. Ese que se esconde en espera de muchachas vírgenes para procrear en ellas arcoíris. Ahora Lucía no puede defenderse, se deja arrastrar completamente impávida por la breve pampa que termina en un barranco. Las estrellas siguen bailando, un búho emerge con su canto, ¡tu cuuu, tu cuuu, tu cuuu!; pero todo es parecido al silencio. Es evidente que el Ichik Ullqu se la lleva para que ella sea su pareja, la arrastra sin siquiera esforzarse y sus pasos suenan, ¡shill, shill, shill!, por toda la pampa plateada de luna, noche que ahora comienza a orquestar, ¡se la lleva, se la lleva, la virgen al Uku ~ 20 ~


Patsa para que sea su pareja!, un grillo canta… ¡San Santiago, san Santiago, que salgan los padres con palos y los perros comiencen a ladrar!, las ramas de los eucales comienzan a susurrar… ¡Ya está, ya se fregó, Dios la crea virgen y el Ichik Ullqu se la goza!, un sapo croa socarronamente… ¡Aunque vaya la bella con bulla, nadie la escuchará!, cantó otro grillo.

…La luna está quieta allá arriba, callada, parece meditar algo. El hombre siente sus parpados pesados, ¡No debo dormir, no debo hacerlo!, murmura para sí. Pero el cansancio pesa como plomo sobre plumas. El hombre se entrega, sin saberlo, al deleite del sueño. Ahora se ve alistando su machete, se ve bufando de rabia, divisa el horizonte, entre los cerros y los bosques, su hijita vuelve del pastoreo y él esconde el machete debajo del poncho. Pronto anochece y llega la hora de la cena, luego, la muchacha se despide y se dirige a la choza desde donde cuidará de los ganados. El tayta hace mucho que no va desde que perdió una de las piernas en un derrumbe de socavón mientras trabajaba en la mina. Dicen que fue venganza del Muki, pero él sabe que fue por un cartucho de dinamita que explotó Dios sabe por qué. Pero no se ve sin piernas y no se pregunta siquiera qué es lo que pasó. Nada, solo sabe que tiene que ir a vigilar a su hija. Se posa detrás de una piedra enorme y desde allí, ve a su hija arroparse entre las mantas. Divisa por unos instantes la luna plateada de la noche y luego ve a Lucía cobijarse dentro del cubículo de paja. Es solo sospecha, mi hija no tiene amante, parece pensar. De pronto, ve una silueta delgada, como la de una culebra erguida, divisar por todos lados, en silencio, penetra a la choza desde donde emanan tibios murmullos de amor que hacen enardecer de cólera al hombre detrás de la piedra. Ahora se ve caminando hacia la choza, se ve y no puede creer que se esté viendo a sí mismo. Algo coge dentro de su poncho, sabe qué es, pero no está seguro. Ahora, no está seguro siquiera de que lo que está viendo pues se parece a la realidad, pero también a un sueño. De pronto se ve ~ 21 ~


entrando a la choza, ahora saca algo desde debajo del poncho. Sí, ya está seguro, es un machete, sí, ya lo recuerda, ya sabe para qué entró. Lo que después ve, es algo espantoso. No hay ningún amante, por ningún sitio. La débil luz de la vela recién encendida hace brillar la cabeza destrozada de una muchacha. Es Lucía, Lucía. ¡No, no, no puede ser!, grita, se coge de los cabellos, ¡No puede ser, no puede ser mi Lucía!, de pronto se ve corriendo por las inmensidades de la puna. Correr y correr hasta un abismo. Cuando cree que se está viendo caer, despierta…

Ahora llega al borde del barranco, hay unas matas espesas de espino… ¡Si Dios por aquí te guía, es porque así lo quiere!, murmura el espino y las polleras de Lucía se atascan entre sus filudas agujas, ¡el dolor es la vida, el dolor te salvará, el dolor, qué sería de la vida sin el dolor; si hasta el mismo Cristo probó de mis agujas!, y las espinas se prenden de ella y comienzan a atravesarla. El Ichik Ullqu jala y jala y solo hace que ella sea punzada aún más por las espinas. Ella siente que los cardos le atraviesan la carne de las piernas, se le incrustan en el vientre, se clavan en sus senos, ya no aguanta tanto dolor, no puede soportarlo, ¡Virgencita de las Mercedes, sálvame!, parece gemir, ahora el dolor es un cuchillo que corta poco a poco la acerada cadena del hechizo, poco a poco, ¡Sálvame, Virgencita de la Puerta!, ¡sálvame, Madrecita querida!, hasta que por fin, el dolor termina cortando las cadenas con las cuales el Ichik Ullqu la había atado maléficamente.

…El hombre detrás de la piedra se despierta de pronto. Ha sido una pesadilla, una terrible pesadilla. No puede mantenerse en paz, está alborotado, respira por la boca como si hubiera estado corriendo por toda la inmensidad de la puna. Para tranquilizarse, saca unas hojas de coca de su wallki y comienza a chakchar. Pregunta, sí, ahora pregunta a la hermana coca, cómo le irá esta noche. Pero la bendita se le amarga en la boca.

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¡Ajjj!, logra escupir desesperadamente a la verde y amarga profecía. Qué pasará, qué pasará. A nosotros los pobres todo nos pasa… Divisa hacia la choza, el plateado resplandor de la luna ahora lame la cabeza de su amada hija. Pero algo a lo lejos le hace alborotar aún más todavía, ¡No puede ser!, Diosito, ¡no puede ser! y comienza a rezar, desesperadamente, atropellando sus propias palabras. ¡Padrenuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…!, y se olvida de todo, del amante de su hija, de su sueño funesto, de las palabras de la naturaleza y logra verlo ahora más cerca, más y más cerca, ¡Santa María madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…! Y el alma en pena, se aleja chillando por la oscura inmensidad de los cerros, se pierde por las quebradas y deja al hombre detrás de la piedra, completamente desolado. ¡Por los siglos de los siglos, amén!…

Ahora ella por fin puede agarrarse de los matorrales, por fin puede gritar haciendo que los perros se despierten en ladridos vehementes y las gallinas en sus jaulas comiencen a cacarear como si oyeran el anuncio del Juicio Final. El Ichik Ullqu se enoja, de sus ojos rojos parece emerger fuego, ¡carajo!, parece refunfuñar agitando su puño contra el cielo. Sabe que ya no será posible llevársela, ahora oye voces a lo lejos, gritos que salen de la choza y que se expanden rápidamente por toda la pampa como el humo que se derrama en boca del viento. El Ichik Ullqu intenta una vez más, ¡carajo, apúrate, Lucía!, pero ella se aferra a la vida y grita desesperadamente. ¡auxilio, auxilio! Impotente, el Ichik Ullqu la abandona no sin antes dejarle una pequeña semillita en su parte íntima. ¡Ja ja ja jay lla!, se oye carcajear antes de desaparecer entre la oscuridad del barranco, dejando una nubecilla pestífera que envuelve a la muchacha y que impide que sus familiares la socorran de inmediato puesto que tienen que cubrirse el rostro para poder sacarla de entre los cardos y entre arcada y arcada, llevarla hasta el puquial donde la bañan de inmediato. ~ 23 ~


ISHKAY

¡Es el hijo del Ichik Ullqu!... Ya han pasado los días de torcaza y con ellos las semanas de cernícalo y han transcurrido también los meses de cóndor por el azul cielo de la puna; Lucía, poco a poco, ha engordado sin querer. ¡Es el hijo del Ichik Ullqu!, se dicen sus padres, desconsolados al saber que a su hermosa Lucía ya nadie la deseará para esposa. ¡Ni cura, ni médico pueden curarla!, ¿quién sabrá cómo curarla?, se vuelven a lamentar mientras el padre afila su viejo machete. Y ya sin saber a dónde acudir, la llevan ante el brujo Borja Malanoche, el más famoso de esos lares de Dios. ¡Dicen que tiene el hijo del Ichik Ullqu en su barriga!, le explica el afligido padre. Y él, con oraciones y pasadas de cruz y hojas misteriosas, logra sacarle a la niña una culebrilla de colores muy intensos que parece un arcoíris vivo y de movimientos eléctricos. Al verlo, la madre llora, el padre escupe coca y el brujo termina de ahogarlo con sus rudos dedos mientras Lucía logra ver los últimos latigazos de cola de la culebrilla que ha salido de su parte íntima. ¡Entiérralo en el lugar más seco de la comarca, para que nunca más germine; rocía agua bendita a los cuatro rincones de tu casa para que nunca más entre!, ¡tu hija aún no está salvada, cuídala mucho, que vaya a misa todos los domingos, que se confiese, carajo, ahora la gente ya no quiere creer en Dios!, ordena el brujo Malanoche mientras recibe las cuatro ovejas como pago por su trabajo. ―¡Así lo haremos, taytita, así lo haremos!, se despiden. Y así lo hicieron sin más demora.

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KIMSA

Desde entonces, Lucía ha cambiado muchísimo, se ha marchitado como azucena vieja y su belleza ha desaparecido como las flores en julio, está callada y como suspendida en sus sueños, …¡Tu hija aún no está salvada, cuídala mucho!... las palabras del brujo Borja Malanoche, aún resuenan en los oídos de su angustiado padre. Sin sospechar lo que ahora le está pasando a su amada Hilda.

…Dios me está castigando por desconfiar de mi hija, se dice llorando, arrepentido por su actitud de padre egoísta y celoso. Mañana mismo voy a pedirle perdón a mi Lucía, se dice, murmura tratando de sentirse en paz consigo mismo. Pero pronto, logra ver algo que no puede creer. ¡Carajo, es cierto, es cierto!, refunfuña desencantado. ¡Por la jijunagrandísima! Se olvida de las voces que ha estado escuchando, se olvida de la pesadilla, del alma condenada que ha estado a punto de arrastrarlo a los recovecos del infierno. Lo ve, piensa que es un sueño, pero ya no se ve a sí mismo, solo puede ver sus manos, su único pie, puede sentir el frío penetrándole la carne. No estoy soñando, es verdad, es verdad. Mi hijita tiene un amante, pero eso ahora mismo lo voy arreglar, ahora mismo, qué caray, con mi hija nadie se mete, a mi hija le espera alguien de la ciudad…

Ella lo espera ansiosamente, ¡vendrá, vendrá!, se dice mordiéndose el labio inferior con ansiedad, lúbrica y coqueta, enamoradísima. Es un hombre flaquito y larguirucho, de cara corta, unos ojillos delgados y labios tan finos que parecen de culebra; pero Lucía no se ha fijado en él, sino en los ganchos y peines que le ha regalado en todo ese tiempo. Sí, se trata del negociante que conoció hace un par de días y que la enamoró con esas chucherías. Ahora ese hombrecillo llega, Lucía se alegra tanto que al instante se desnuda para él, enamorada, enamoradísima. ~ 25 ~


Están en la choza a donde, desde hace unos días, ella acude para vigilar a los animales, mientras sus padres duermen preocupados por ella, ignorando por completo que ahora mismo se están enredando como enloquecidos por una ansiedad de juntar sus carnes hasta hacerla una sola. Ella gime y él se ha convertido en un ser extraño, pero al día siguiente, el amante desaparece, Lucía lo busca entre sus cobijos y nada, se ha ido. El hombre es bajito y su voz es más bien silbante, susurrante, pero a ella eso no le importa. Está hechizada que es lo mismo que estar enamorada. Lo ama, también a los ganchos y las pulseritas que le va regalando cada vez que se entrega a él. Pasan los días y los encuentros con el misterioso amante continúan sin levantar la más mínima sospecha. Él siempre desaparece al alba, pero en su lugar, a Lucía le deja las chucherías que ella esconde para que su madre no la interrogue, pero también le deja un terrible dolor en los senos, de los cuales ya ha aparecido leche. Se sorprende del suceso, pero calla ante su madre que llora al ver a su hija cada día más flaca y horrible, ¡Qué te pasa hijita, te estás envejeciendo como papa guardada, te estás marchitando como flores de arveja bajo la nevada!, la maternal voz angustiada lame el rostro de la muchacha que se aleja callando sus pecados. Ella se mira en las aguas del manantial y no puede ver más que a la Lucía hermosa y radiante de juventud y salud. Mi madre miente, se dice desconsolada al sentir que le reclama injustamente; mientras siente, a su vez, el cosquilleo de su cuerpo extrañando a su amante, y al sentirlo, se muerde el labio inferior tratando de acallar una siniestra sonrisa, mira a todos los lados y suspira enamorada, perdidamente enamorada. Seguramente esta noche también vendrá, me traerá lo que más me gusta y me hará lo que lo más me gusta también, sonríe en secreto mientras el engañoso reflejo del puquial cambia de imagen a otra donde se ve a una Lucía flaca y horrenda, pero ella ya no ve. ~ 26 ~


TAWA

Esta mañana, su padre ha bajado al pueblo, a conversar con el brujo Borja Malanoche. Han chakchado juntos y a través de la coca y el humo del cigarro, se han enterado de que la muchacha es la amante de una culebra y que ese animalejo le chupa la vida a través de su leche materna. …¡Así es, Fermín, tu hija es la amante del Supay que la ha señalado con el Ichik Ullqu, tienes que salvarla, tienes que hacerlo; de lo contrario, tu hija se irá al infierno para parir más demonios, de esos que paran nomás jodiéndole la vida a nosotros lo más pobres…!, y el padre de Lucía, ha llorado como becerrito desmamantado al saber la negra suerte de su hijita. ¡Ella no ve a una culebra arrastrarse a su cama, ve a un hombre apuesto que llega a cortejarla!, le explica, ¡Lo tienes que matar; de lo contrario se llevará a tu hija y su alma sufrirá!, le dice mientras le da una botella de agua bendita, ¡Con esto debes rociar un machete para que puedas cortarlo! Pregunta siempre a la coca, cuándo puedes hacerlo, la mamita coca siempre estará contigo en las buenas y en las malas. ¡Rézale también a nuestro Diosito, a la Virgencita; ellos también te protegerán, Fermín, porque contra el mal solo ellos pueden ayudarte!...

Ahora el padre cuida constantemente a Lucía, la acecha en la puna, la vigila en su chocita de vigilancia, pero nada, ella no se encuentra con nadie; mejor dicho, no ve a nadie entrar a la chocita o acercarse a ella mientras pasta los ganados. Pero pronto se da cuenta de su error. ¡Si es una culebra debe de escurrirse por el suelo!, y esta noche, su coca está más dulce que nunca, ¡mi coca dice sí, dice sí!, suspira aliviado, se acerca poco a poco, empuña el machete bien afilado, se asoma a la chocita y allí los encuentra. ¡Sí, sí…! Lucía está desnuda y sobre ella una culebra negra y gorda se retuerce mordiéndole los senos con voraz apetito mientras traba~ 27 ~


ja su cola en la parte íntima de la niña que se arquea sufriendo un dolor anestesiado por el hechizo y el amor. No soportando más semejante escena, el padre entra a la choza, furibundo, enloquecido y hace saltar a la glotona culebra de una sola patada y una vez a orillas del lecho, levanta su afilado machete y de un solo tajo le corta la cabeza que rebota en una de las paredes de la choza. Lucía, al ver a su amante en ese estado, recién sale del trance y se da cuenta de todo. El padre respira agitadamente y tiene la frente perlada de frío sudor, levanta otra vez su machete y comienza a cercenarlo con más furia todavía, pedazo a pedazo y corta cada pedazo en otro más pequeño, hasta que la sangre que sale de la carne de la criatura se mezcla con la leche que ha bebido; pero ahora mismo ocurre algo impensado, algo que se mezcla con vida y pesadillas…

…Empuña el machete, ciego de celos, de furia, tambalea, se ayuda como puede con su único pie, el tiempo y las necesidades le han enseñado a caminar casi con toda normalidad ayudado con un bastón. La sombra del hombre detrás de la piedra ya no está allí, ahora avanza hacia la choza. De pronto, levanta el machete, la hoja brilla con el plateado suspiro de la luna. Un grito, un sonido seco y sordo. Sí, un grito, un sonido seco y sordo. Luego el eterno silencio… Dicen que acechó al amante de su hija para matarlo, pero la gente sabe que mató a su propia hija antes de arrojarse al abismo a donde las almas condenadas llevan a sus víctimas…

Los ojillos infernales de la culebra, antes de saltar con otro certero machetazo, maldicen al eufórico padre. Y el padre, con esa venda maligna en sus ojos y en su alma, ya no puede ver a su hija,

~ 28 ~


ya no logra verla; sino, a una blanca culebra revoloteando entre las cobijas manchadas de sangre y leche materna. Mira desesperado, sin razón. ¡Lucía!, ¡Lucía!, ¿dónde estás, hijita, dónde estás?... ¡Taytita, soy yo, Lucía, soy Lucía!, se oye gritar. El silencio ahora se quiebra con el chirrido de los grillos que parecen despertar y gritar ¡No lo hagas, Fermín, es tu hija, tu hija!, pero él ya no oye. Se agita buscando a su hija que está justo frente a él, pero no la ve. Ya no la ve, en su lugar una blanca culebra se retuerce tratando de fugar del filo del machete. ¡Es Lucía, tu Lucía!, croan los sapos con desesperación. La muchacha grita horrorizada al ver los ojos erráticos de su padre, grita aún más cuando levanta el machete cuyo filo brilla con el haz de luz de luna que se filtra por el techo. ¡No, papá, papacito, soy yo, Lucía, Lucía!, se le oye gritar a la muchacha momentos antes de retumbar entre las quebradas un sonido sordo, seco y fatal que la inmensa puna ha de guardar en su memoria de piedra milenaria y silente, por los siglos de los siglos…

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HOMBRE MUERTO

Tiempo seco y lamentoso donde no había ni qué comer, así eran esos años. Así es ahora también. Las sementeras polvorientas ya no daban para vivir y no había más que calaveras blanqueándose al sol de lo que habían sido nuestros animalitos. Hasta ahora se pueden ver. Así es ahora también. Así vivíamos. Así moríamos. Estirando la cuerda de la felicidad que de tanto sol y olvido ya estaba rota. Con una vida que se nos iba resecando, poco a poco, bajo el sol que volvía correosas nuestras pieles y a punto de secarse nuestras pupilas que asomaban su esperanza al horizonte calcinado. Porque eso sí, la esperanza nunca la perdimos. Así es ahora también. Eso también nos decía el cura que venía muy de vez en cuando. No pierdan la esperanza, hijos míos; bienaventurados los que padecen en la tierra porque ellos gozarán de la gracia de Dios en el cielo; eso nos decía sin siquiera apearse de su cabalgadura y dándonos la bendición, más como a muertos que como a vivos, se iba de este lugar olvidado por todos. Sin siquiera frenar para volver a vernos desde lejos. Así es ahora también. Por eso hicimos lo que hicimos y no como ellos dicen. No fue así, no nos volvimos abigeos porque quisimos, ni mucho menos porque nos cogió la haraganería de noche a la mañana, sino porque el estómago no conoce de panes ajenos ni duros si está vacío. Ni los niños entienden un ¡Hoy no habrá comida!, aunque les metas la razón a punta de correazos. Así fue antes también, hasta ahora.

Esa noche clarita la recuerdo. Con el estómago vacío y polvoriento que ya teníamos. Cántaro reseco a donde ya nada bueno ~ 30 ~


podíamos meter para llenar su inmenso hueco. Planeamos robarle una ovejita al patrón que para entonces había cercado el puquial y era el único que tenía los potreros vivos para sus ganados. Ellos dicen que se dieron cuenta desde la primera oveja que les faltó en la manada. Tal vez sí, pero yo digo que no, además eso ya no importa ahora. Entrábamos por donde ya sabíamos entrar y salíamos por donde el hambre nos había enseñado que debíamos hacerlo. No dejábamos rastro ni de la sangre ni de los huesos en nuestras casas. Hasta el rastro del animalito nos lo comíamos. Aunque la única huella que nos descubrieron fueron nuestras caras ya rellenas de vida y nuestros músculos inflados de carne fresca y sangre bullente en nuestras venas. Es que no había otra forma de seguir dándole cuerda a la vida miserable que estábamos viviendo. A kilómetros y kilómetros de donde vivíamos no se veía más que la tierra afiebrada y cuarteada. Apuñalada por un sol cada vez más filudo e intenso. Los árboles cada vez más negros y polvorientos se agachaban para nunca más levantarse y los arbustos hechos ceniza, se disipaban al calor del viento del mediodía como si fuesen imágenes de nuestras fantasías; así era todo. Hasta ahora sigue así. Sequía, era la sequía. Y nosotros en medio de todo, negándonos a secarnos para no quedar como carne acecinada. Y para colmo, solo sus potreros seguían con vida con el agua del manantial que ya no nos pertenecía tampoco. Lo que se dice que es malo, mal termina; así también nos decía el cura que vino. Pero yo creo que lo decía más para disuadirnos de robarle al patrón quien, aunque nuestras mujeres hechas piltrafas fueran a pedirle algo a cambio de trabajo, no les daba nada. Ni un grano trigo para los niños que morían entre sus brazos, ni una papita con qué calmar los gritos de los agonizantes; y más bien, desataba a esos perros gordos y agresivos que terminaban deshilachando sus polleras y mordiendo sus secas pantorrillas. Así es el patrón, así fue y así será. Así es ahora también.

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Éramos muchas familias en estos lares que eran de Dios, porque ahora no sé a quién pertenece, si es que alguien quiere ser dueño de este valle de lágrimas, qué digo valle de lágrima; más bien desierto de secas ánimas que habiendo muerto se niegan a morir. Al principio, todos nos paramos en el umbral de nuestras casas esperando el retorno de las nubes, pero las muy jijunas no llegaban y, poco a poco, las familias se fueron desapareciendo o se fueron convirtiendo en ceniza sollozante y maltrecha que el viento limpiaba del pueblo cada tarde hasta convertirla en un manojo de casas donde solo habitaba la soledad y la desdicha más reseca. Yo les decía que no debíamos irnos, que estos terrenos nos pertenecían desde antaño, que el gringo que había venido a mirar las piedras y analizar las tierras de nuestros cerros, nos había dicho que había oro, que pronto se abriría una mina, que tal vez Dios nos estaba ajustando las carnes para no olvidarnos de Él cuando no llegue la hora de la bonanza que es tiempo donde solemos olvidarnos de agradecer, de pedir, de suplicar y nos creemos dueños de nuestra felicidad. Alguien se paró cubierto de polvareda, ese día que vino a decirnos que iba a abrir una mina y que ella nos daría la vida que nos hacía falta y le dijo al gringo y a su comitiva que el oro era lo de menos, que ¡El oro no se puede comer así nomás, necesitamos agua que pueden traérnoslo desde los ríos de allá arriba con canales o decirle al patrón que abra el camino hacia el puquial! y la gente se dio cuenta de que aún se podía vivir en estas tierras si es que los demás quisieran ayudarnos a buen vivir con lo poco que le pedíamos a cambio de todo lo que estaban pidiéndonos. El gringo escuchó con paciencia como si oyera el murmullo de las hojarascas bajo sus botas y se fue asintiendo con la cabeza, ¡Yes, yes, trabajou, agua, muchou trabajou, mucha agua! Algunos se quedaron esperando lo que el gringo nos había ofrecido. Otros, de madrugada, a la medianoche se escaparon para no volver jamás.

~ 32 ~


Así fue que solo quedamos dos familias y el gringo no volvió porque sabía que el maldito oro que hay en estas tierras le saldría gratis una vez que nosotros termináramos de resecarnos bajo este sol infernal, bajo esta sequía que se empecinaba en calcinarnos. Hasta que nos encontraron en el potrero del patrón. Antes, incluso, le dije a Juvencio que esta noche no. ¡No, primo, hay malos augurios para hoy, mi coca está amarga, los perros a lo lejos aúllan!, eso mismo le dije y él, testarudo, ¡Qué va, primo, el hambre no conoce de malos augurios! Así es ahora también. Así nos fuimos y cuando traspasamos la cerca de alambre de púas ya nos estaban esperando. Con que ustedes son, nos apuntaron con sus armas y nos llevaron hacia la casa hacienda. Seguro se habrá enterado de que yo pude escapar gracias a que me tropecé y caí en la acequia ancha entre unos matorrales. Aproveché el guiño de la luna y corrí a los montes, lejos de la cerca de púas. Mi salvación fue como un sueño. En cambio, a mi primo le hicieron sufrir mucho. Le cortaron lo que a todo hombre le hace falta para ser hombre. Sus gritos yo también los oí desde lejos, luego terminó colgado de una gruesa rama del eucal que está junto a la casa hacienda. Y allí estuvo, quieto y como si estuviera contemplando aún con hambre los ganados del patrón que esa noche no pudimos robar. Así es ahora también. El hambre pudo más, yo tenía que llevarle algo a mi familia y a los hijos de mi primo que se había sacrificado y no quería que fuese en vano. Tuve que volver otra vez cuando el hambre arreció de nuevo y nos cogió del cogote. Y allí, junto al corral, debajo de mi primo, aún colgado como ropa vieja que se pone a resecarse al sol; los encontré a quienes días atrás nos habían capturado. Pero se habían vuelto ciegos los muy jijunas. Je je je, Dios los ha castigado por trabajar con el patrón, pensé eso, pues no podían percatarse de mi presencia, incluso, el perro pasó husmeando por mi lado sin siquiera fijarse en mí. Esa noche aproveché y me ~ 33 ~


robé una oveja más cuando se fueron a dormir y así hice durante unas semanas hasta que mi mujer y la mujer de mi primo, se fueron del remedo de pueblo que ya parecía cementerio abandonado. Se fueron sin siquiera avisarme y cuando llegué cargando unas arrobas de trigo que había logrado cambiar en un pueblo lejano, solo encontré cenizas. Polvo y más polvo sobre sus huellas en el camino. Así fue antes también. Lloraba con esas lágrimas espesas que salen a malas de los ojos y esos sollozos que salen raspando la garganta, como el rumor de una caverna: así me encontraron los mismos hombres que habían colgado a mi primo. Así es ahora también. No me hicieron nada, como si continuaran ciegos, se pasaron con sus cabalgaduras sin siquiera tener apremio de que me pudieran atropellar. Entre ellos reconocí al gringo, al mismo patrón y a los ingenieros que habían venido antes. Tasaban las tierras que antes habían sido nuestras, ¡Esta es la veta, aquí se hará el procesado del material! Yo quería reclamar, decirles que esas tierras eran del pueblo, pero ya no tenía fuerzas para nada. Y cuando por fin logré articular algo, el gringo y el patrón ni siquiera se dieron vuelta para verme pujar, con esfuerzo, las palabras que se hacían polvo en mi boca ya reseca desde hace días.

Alguna vez pensé que me habían dejado vivo por piedad, pero sé que no fue así. Ahora sé que me habían dejado vivo porque ya estaba muerto; porque ya no se puede matar a un muerto. Un hombre muerto que blanquea su mísera calavera bajo el sol de la sequía mientras la tierra se estremece calenturienta con los primeros dinamitazos de la mina de oro. Así fue antes… Así es ahora también… ~ 34 ~


ESA VEZ DEL HUAYCO

1

…Esa vez del huayco, hijito, esa vez del huayco… ¡Los muertos ya no sienten, los muertos ya no tienen miedo! Tú estás muerto, Juliancito… ¿es que todavía no te has dado cuenta?... te desbarrancaste como becerrito tierno, hijito… esa vez del…

¡Huayco!..., ¡huayco!... La voz rueda por el oscuro camino como el bramido de un toro bravo que trota y rebota contra cada roca. Es una palabra que se diluye y resurge entre la manta oscura de la noche. Voz mojada y febril que llega arrastrándose hasta el patio de la casa donde estamos rezándole a la Virgencita de las Nieves para que se acuerde de nosotros. ¡Mater dei, ora pro nobis preccatoribus!, soltando latinadas con el catequista Crisóstomo, “¡Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio, et nunc, et semper, et in sæcula sæculorum. Amen!” ¡Huayco!..., ¡huayco!... Y mi tayta salta como si hubiera visto a la mismita muerte queriendo cogerle del cogote, mi mamita comienza a llorar dando lamentos que parecen gemidos de alma de quena. El grito termina por arrancarme del mundo de los sueños. Me incorporo rápidamente mientras vuelvo a sentir el olor de las flores y hierbas machacadas por la tormenta. Diviso a todas ~ 35 ~


partes, desesperado, no puedo ver nada más que oscuridad y sentir el cariñoso olor de mi madre rondando muy cerca de mí. Acabo de darme de cara contra el negro semblante de la tierra que ahora ruge molesta y febril, con ese rostro fiero y obstinado que se renueva y trae nueva semilla con cada huayco.

¡Los muertos ya no sienten, los muertos ya no tienen miedo! Tú estás muerto, Juliancito… ¿es que todavía no te has dado cuenta?... te desbarrancaste como becerrito tierno, hijito… esa vez del…

2

―¡Castigo de Dios, castigo!, don Peregrino se arrodilló al ver que el río crecido se llevaba el último tronco del puente. La mangada había ensombrecido el día y ya desde la mañana no cesaba de caer el blanco granizo que hería los tejados y hacía sucumbir las sementeras. Recogimos a los ganados en los corrales lejos del río, presintiendo lo peor. Aguardamos en el zaguán las noticias de los demás que habían subido a la laguna a ver si se rebalsaba porque la tierra no paraba de temblar… No nos percatamos de la hora. No sabíamos cómo había sucedido; solo lo escuchamos. Sus gritos se mezclaron con el bramido del furioso río y salimos corriendo, temiendo lo peor. Y así fue. La pobre Epifanía había resbalado al río tratando de salvar a su corderito y era engullido por el río que mezclaba su diminuto cuerpo con las piedras que arrastraba. ―¡Epifanía, no, mi Epifanía!, su madre corrió hasta donde le fue posible.

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―¡Mamá, mamita!, volvió a gritar solo dos veces más. Estaba aterrado, ¡Mamá, mamita! no pude moverme más, había corrido hacia el río para socorrerla, como los demás ¡Mamá, mamita!; pero al verla morir de esa fea manera, el cuerpo ya no pudo responderme. Los demás intentaron llevar un palo para sacarla, pero el río estaba tan crecido que hacía imposible todo intento salvador. Solo pudimos verla hundirse, ser engullida y masticada una y otra vez por el terrible río hambriento...

―¡Sangre, pago; la tierra quiere pago de sangre!, don Peregrino volvió replicar al escuchar a don Seferino. Este se había arrastrado hasta el pueblo con otra mala noticia. ―¡El socavón, el socavón! ―su voz teñida de muerte y lodo, volvió a sobresaltarnos― ¡Se ha derrumbado el socavón, se ha derrumbado con toda la gente adentro! ―¡Virgencita de las Nieves, Virgencita…! ―exclamaron las mujeres, santiguándose, clavando sus rodillas en el suelo. ―¡Hay que ir a rescatarlos, apúrense! ―mi tayta salió con una pala en la mano dirigiendo al grupo de personas que más tarde volverían llorando porque no habían podido desenterrarlos. ―¡La tierra ha pedido sangre, lo ha pedido y se lo ha bebido a su regalado gusto como a chichita de fiesta! ―el más viejo del grupo de mineros apuró el trago tratando de aliviarse de la impresión; ellos habían escapado de las garras de la muerte. ―¡El cerro se nos vino encima cuando estábamos desenterrándolos a los compañeros! ― uno de ellos nos explicó con gesto aún retorcido. Mi padre estaba callado, desfigurado el rostro por la fascinación que le produjo la inminencia de la muerte. Pensando en la ~ 37 ~


tragedia de la cual había escapado. Refugiándose en el retazo de vida que acababa de salvar del lodo voraz del huayco… …Pronto anocheció, a nosotros nos mandaron a dormir, a pesar de la intensa lluvia que seguía cayendo. ¡Qué van a hacer aquí despiertos, a los niños les busca el sueño todavía! Los mayores esperaban noticias de quienes habían ido a la laguna. ¡Amarga mi coca, qué estará pasando allá arriba entre los nevados que se ponen chúcaros cada vez que llueve de esta manera tan malsana! Algunas mujeres aún consolaban a la madre de Epifanía que lloraba enloquecida por la pérdida de su hija. Angelita linda ya es, desde el cielo te va a ver, no te va a dejar; vamos a rezarle más bien en vez de llorarla, sino se va a volver alma en pena y andará sufriendo, mejor recemos para que encuentre paz...

3

…De pronto, la tierra comenzó a temblar como cogida por la fiebre de malaria y por todas partes se oyó que la bóveda celestial se resquebrajaba de muy mala manera. No faltó quien hizo caer al cielo en pedazos que fueron llenando las lagunas y derribando quebradas, destruyendo pueblos y arrasando sementeras llegaría pronto a nosotros. ¡Es el Fin del Mundo, Juliancito, Fin del Mundo no mata inocentes, si la tierra se llevara a todos sus hijos tendría pena de la vida, no sabría qué hacer sola! Su aliento a coca me inundó de lleno las narices; era mi tío Lorenzo Norabuena quien había llegado al patio de la casa agujereando la noche con su lamparín de carburo. Nosotros que somos lo que somos, vamos a salvarnos, así debe ser…

¡Huayco!..., ¡huayco!...

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Esta vez mi padre llegó hasta las manos piadosas del lamparín que retrató sus gestos de horror y su voz mojada nos llenó de muerte a los que esperábamos algo de vida en el zaguán. ―¡Se viene, se viene! ―gritó desesperado. Nuestros pasos fueron a caer al patio azotado con tanta granizada. Pronto la lluvia terminó mojándonos y golpeando nuestras mejillas con las furiosas gotas que seguían cayendo desde hace horas. Enrumbamos por el camino a las punas de Uchpa Alto, por una ladera opuesta a la laguna que amenazaba con desbordarse. Todos salimos con lo que pudimos. Todos llorábamos por lo que dejábamos y no podíamos llevar. Pero alguien recordó algo. Alguien se detuvo al recordar ese algo. Alguien se puso a pensar entre la gente presurosa al recordar ese algo. Alguien gritó luego de pensar entre la gente presurosa al recordar ese algo: ―¡No debemos dejar a nuestra Virgencita! ―la voz hizo que todo el grupo reculáramos como si estuviéramos a punto de cometer un sacrilegio. Algunos se santiguaron implorando perdón por el olvido. Otra sombra clamó desde mi lado: ―Ahorita mismo lo traigo don Damián ―se ofreció para ir a la capilla donde estábamos abandonándola a su suerte. Y mi padre, acercándose a la sombra que se hizo más nítida y humana conforme la luz del lamparín de carburo le iba iluminando, le alcanzó las llaves. ―Vayan con don Agripino y cárguenlo con toda su anda, rápido nomás, que se viene, se viene la laguna. Y otra vez, los rostros humanos a quienes mandara mi padre, se fueron convirtiendo en sombras que corrían hacia el pueblo ~ 39 ~


y pronto se hicieron parte de la noche y del horror que no paraba de mordernos las entrepiernas haciéndonos temblar y anudando nuestras tripas con cuyo dolor llorábamos sin cesar. ―¡Julián, toma! ―mi padre me alcanzó el lamparín de carburo y sentí el olor de la muerte en la tímida, pero potente llama saliendo de él. Mi padre comenzó a ayudar a los demás que se iban demorando en el camino. La tierra seguía temblando enfebrecida; a lo lejos, el bramido del río seguía inundando de miedo toda la quebrada donde, desde hace mucho, el pueblo había construido sus casas. Era la primera vez que la lluvia nos hacía correr así de esta fea manera. ―¡El río, el río esta vez se llevará también algunas de nuestras casas! ―volvió a murmurarme mi tío Lorenzo Norabuena, adelantando su paso para hacérmelo sentir con su aliento a profecía. Súbitamente, un relámpago dibujó el rostro distorsionado de la noche, la puerta del cementerio se interpuso ante nosotros. ―¡Jesús, María y José!, hasta nuestros muertos seguramente quieren escapar ―murmuró doña Serafina, metiendo las inasibles manos luminosas de su linterna entre las rejas de la puerta del camposanto para acariciar unas cruces bajo la tormenta. El poncho que me abrigaba comenzaba a pesarme y mis brazos se fueron entumeciendo cada vez que las extendía para iluminar el sendero que más parecía una acequia cargada de piedras y arbustos arrancados. Uno que otro pajarillo confundido entre el lodo y algunos otros animalillos que mamá decía que eran malagüeros, a veces, tropezaban hechos piltrafas contra nuestras ojotas. La lluvia no perdonaba ni a los animalitos del campo…

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…Sombras caminando en plena oscuridad. Siluetas vivas y empapadas. Fantasmas que tropezaban y caían al charco de lodo. Apariciones golpeadas por la lluvia que hacía hoyos en la tierra y desbarataba las hojas de todas las plantas. Éramos la reseca vida y nos negábamos a la fresca muerte que nos traía el huayco… éramos la mala hierba en la sementera y nos negábamos a ser arrancados de la tierra, de la vida.

…De pronto, la Virgencita de las Nieves llegó. ―Por aquí, hijito; por aquí, Julián ―su voz celestial y materna calentó mis oídos y tranquilizó mi alma. Dirigió mi brazo para alumbrar el camino y fue como si la tierra siguiera bramando, siguiera temblando con la fiebre palúdica; pero que se hubiera olvidado de nosotros―, no te preocupes, hijo, la tierra está enferma, pero pronto sanará y todos volveremos al pueblo ―me consoló, cariñosa. Al escuchar su voz tan cálida y armoniosa, se me salieron algunas lágrimas y me volví para verla en todo su esplendor de madre de Dios; pero al dirigir el lamparín hacia donde la voz venía, ya no pude hallarla. Vacío y más vacío. Sombras anhelantes de vida y seres con olor a muerte tropezaron ante la falta de luz. ―¡Carajo, Julián, qué haces, alumbra el camino!..., ¿acaso quieres desbarrancarnos? ―reclamaron airados conteniendo el paso errado hacia el profundo abismo que bordeaba la ruta. No pude explicarme qué es lo que había pasado con la Virgencita de las Nieves, si la había sentido tan cerca de mí, ¿a dónde se había ido?, ¿se habría retrasado?, no pude desviar la luz del lamparín otra vez y tuve que conformarme con la migaja de calor que aún me quedaba de su mágica presencia…

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…Ya más tarde… ―¡Pobre madrecita, debe estar sufriendo más que nosotras! ―exclamó doña Panchita al ver a la imagen de la Virgencita de las Nieves toda manchada de barro, empapada de lluvia como cualquier mortal, sufriendo en la cuesta, como cualquiera de las mujeres, pujando sobre los hombros de los espectros que la cargaban. ―¡Pobrecita la Virgencita, seguro que está sufriendo más que todas nosotras; es que no está acostumbrada a tanto sufrimiento! ―se lamentaron también las otras mujeres como para darse fuerza a sí mismas. ―¡Ay, madrecita, madrecita, perdona nuestros pecados! ―otra sombra exclamó retrasando el paso de quienes íbamos detrás de la Virgencita. No había aguantado las ganas de volver a buscarla y nuevamente había desviado la luz del lamparín. Esta vez, mi tío Lorenzo Norabuena no me lo perdonó y quitándome el candil de carburo, me mandó con el resto de la gente que tropezaba detrás. Recalé al lado de doña Serafina quien con su “luz de mano” era como una sombra con ojo propio. ―Apúrate, Julián, no te vayas a desbarrancar, ya ves que la tierra quiere sangre y no pide permiso para tomarla ―alguien murmuró a mis oídos. Por unos instantes, solo podía tantear el camino resbaloso y lindante con la muerte, imaginaba qué pasaría conmigo si me desbarrancara, ¿papá correría a salvarme?, ¿podría vivir hasta que me encuentren?, por un momento me sentí en el fondo del abismo, con el cuerpo hundido entre el lodo y todo atravesado por las filudas piedras de la cañada. Por unos instantes, imaginé, sentí a mis padres gritando en plena oscuridad, ¡Julián, Juliancito!, queriendo bajar por la senda infranqueable, queriendo hallar un retazo de la luz de mi vida, en plena oscuridad. Me aterré de tales ideas, me ~ 42 ~


acurruqué entra las demás sobras y me alejé lo más que pude del barranco que bordeaba el camino oscuro a pesar del lamparín de carburo y de la linterna que llevaba doña Serafina… …Ella iba reconociendo a quienes iban a su lado, los iba inundando con el húmedo relámpago de su “luz de mano” mientras caminaba presurosa. ―¡Tú eres Pulli, el hijo de don Arístides Yaruyánac!, ¿y tú?, ¡ya sé!, ¡tú eres Hilda, la esposa de mi sobrino Heladio Norabuena!, ¿y tú, quién eres?, ah, tú eres Francisco, el hijo mayor de doña Teodora y Juancito, y tú eres Mingo y tú Andresito, y tú... y tú... ―iba contando a vivos y muertos entre las sombras que escapaban. La lluvia seguía arreciando, pronto escuchamos el rumor del río limpiando las calles del pueblo y el batacazo de las casas que se iban durmiendo al arrullo de su furiosa corriente. Yo, a veces, pensaba que todo eso era un sueño, pero un inesperado relámpago me volvía a pintar el lodoso camino herido por la tormenta. Cuando, otra vez, lo imposible sucedió. Doña Serafina iluminó una extraña sombra lodosa. ―¿Tú no eres Agustín Córdova? ―preguntó con voz destemplada al espectro que desde el cementerio había aparecido en el grupo de sombras que éramos y que nos seguía en completo silencio, tratando de no ser descubierto. ―Sí, mamita, soy tu hijo Agustín ―la sombra respondió con voz gangosa, con tono de disculpa y sentimiento de alegría. Doña Serafina enmudeció por unos instantes, la luz que nacía de su linterna comenzó a temblar como la tierra a nuestro alrededor. Se la oyó balbucir unas palabras que la sombra de su hijo no quiso escuchar. Tomó aire y resopló nuevamente. ―¡Vete, tú estás muerto, los muertos ya no deben temer a la muerte, vete, vete de aquí! ―la voz se tornó llorosa y rotunda. ~ 43 ~


―¡Mamita, quiero irme contigo, allá me siento muy solo y hace mucho frío, tengo los huesos húmedos! ―la voz suplicó para no alejarse de su madre, negándose a volver al oscuro cementerio. Al oírlo, algunos de nosotros volvimos la mirada, en verdad, un espectro jorobado y vestido con una mortaja que arrastraba por el camino, estaba al lado de doña Serafina quien comenzaba a llorar y tropezar sus pasos. ―¡No puedes acompañarme a donde voy, hijito; así como no me iré contigo todavía, tienes que seguir tú solo, pronto estaré contigo para acompañarte y no me separaré de ti, te lo prometo! ―¡No, mamita, no puedo irme sin ti!, ¡tengo miedo, todo está tan oscuro y frío por allá! ―suplicó la sombra. ―¡Siempre tuviste miedo a la lluvia y a la noche desde que tu padre se desbarrancó por aquí nomás, en estos mismos tiempos! ―¡Siento mucho frío, mucho miedo! ―volvió a suplicar. ―¡Es porque todavía no era tu hora, hijito, no era tu hora; pero ya debes irte, yo iré después todavía! ―rogó la madre. ―¡No, mamita, no, tengo miedo y siento mucho frío, por allá todo está tan oscuro como por aquí, déjame ir contigo, acompañémonos como antes! ―volvió a suplicar la sombra.

…Dicen que Agustín había bebido toda la tarde en la cantina de doña Guadalupe y así ebrio se fue a la casa de su amante. ―¡Abre la puerta, Justina! ¡Abre las piernas, Justina! ¡La puerta y las piernas, Justina! ―se le oyó ordenar desde el puente―. ¡Aquí está tu Agustín, tu macho machín Agustín! ―algunos dicen que tropezó cuando cruzaba el puente y por poco cae al furibundo río.

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Cuando al fin llegó a la casa de Justina, (felizmente su marido andaba metido en uno de los socavones de la mina de carbón), algunos encapuchados, al mismo tiempo, también llegaban a la plaza del pueblo y comenzaban a reunirlos a todos para una asamblea popular. No lo vi, pero los que lo vieron dicen que apenas Agustín entró, se subió sobre la ajena Justina y cuando estaban en plena faena amatoria, los encapuchados tumbaron la puerta que los guardaba. ―¡Sal en nombre del pueblo, Agustín! ―gritó una voz que él reconoció al instante. Y entre el fuego de la lujuria y el sopor de su embriaguez, no se aguantó que le aguaran el gusto y les contestó con la sangre enardecida y el cuerpo tan caliente como su cabeza: ―¡Cual pueblo ni qué carajo, so mancarrón cachudo!, ¿no ves que estoy ocupado haciendo al pueblo? ―su voz alucinada brotó iracunda. Los que lo vieron dicen que fueron sus últimas palabras. El mismo hombre que le había ordenado que saliera, sacó un cuchillo de su cinto y se lo pasó por la garganta, así como estaba, sobre Justina que reconoció en la mano asesina, la mano de su esposo. Yo no puedo dar fe de lo que dicen, pero lo cierto es que su cadáver fue arrojado al río. Eso dicen y si el río suena es porque piedras lleva, las mismas que molieron el cuerpo degollado y ebrio de Agustín…

―¡Te he dicho que te vayas ya, Agustín, caracho!, ¿no me has escuchado, hijito?, ¡tú ya estás muerto, no tienes por qué preocuparte por la vida que ya no tienes, ni por la poca vida que aún me queda! ¡Anda ya vete, tú siempre fuiste obediente en vida, no te estés portando mal ahora que ya estás muerto! ―doña Serafina reprochó airada hasta que la sombra se diluyó entre la noche. Cuando mi tío Lorenzo Norabuena se dio cuenta, paró la marcha del grupo y dirigió el rayo luminoso del lamparín de car~ 45 ~


buro hacia donde lloraba doña Serafina en furiosa discusión con una de las sombras. La luz fue delineando cuerpos, ponchos mojados, sombreros con las alas caídas, rostros asustados y gestos contorsionados. Mi tío Juan, mi padre, mi mamita, mi tía Victa estaban junto a mí, ahora eran figuras que podía reconocer para mi alegría. La sombra de Agustín había desaparecido. Nadie lo vio más, divisamos por todos lados, no había rastros de él. El camino estaba limitado por un abismo muy profundo y era imposible que se haya ocultado por allí. A lo lejos, las rejas de la puerta del camposanto rechinaron como si alguien estuviese cerrándola. ―¡Agustín, hijito, hijito! ―la madre comenzó a llorar, al ver que la sombra la había abandonado―, falta poco nomás, hijito, poco nomás para acompañarnos y buscar a tu padre. En toda esa noche no paró de llover. Llegamos a la puna, una inmensa pampa desde donde ya no pudimos escuchar el temible bramido del enfurecido río. Nos cobijamos en las cuevas de los gentiles y algunos hasta pudimos dormir con el poco retazo de la vida que aún manteníamos con nosotros…

…¡Huayco!..., ¡huayco!... Aún resonaba en mis pensamientos cuando mi mamita me hizo despertar. Era hora de volver al pueblo. Saber qué había pasado con nuestras casas, con nuestras sementeras. Saber hasta dónde Epifanía había sido arrastrada por el coleroso río que se la había llevado, sediento de vida como estaba. ¿Era verdad que la laguna se había desbordado?, por mucha lluvia, hijo, me decía mi padre. Es porque un pedazo de cielo se ha caído a sus aguas, mi tío Lorenzo Norabuena volvía a susurrarme a escondidas. ¿Será cierto que nuestras casas y sementeras han sido arrasadas por el huayco? Cada cierto tiempo la tierra se limpia para ~ 46 ~


borrar la mala semilla, la mala gente y para poner nueva vida. No, no es cierto, Juliancito, una serpiente bien grande sale del Uku Patsa y pelea con el hijo de la Virgencita de las Nieves, según nuestros pecados, es el daño que nos toca. La serpiente es vengativa, Juliancito, eso es porque antes era nuestro dios, por eso, de vez en cuando, se miden la fuerza para saber quién va a gobernar estos lares, volvía a explicarme mi tío Lorenzo Norabuena, con sus palabras de coca y misterio…

4

…Troncos arrancados de raíz como hombres sorprendidos por la muerte a mitad de la vida, durmiendo en la calle del pueblo. Piedras enormes como ojos arrancados de rostros de gigantes, salpicados por todas partes con miradas de terror. Un burro olvidado por su dueño, ahogado, aún atado a su estaca. Unas casas derrumbadas y lodo y más lodo por todas partes. Mi padre organizó la reconstrucción del pueblo de Uchpa Bajo y con el tiempo las piedras que nos regalara el último huayco sirvieron para los cimientos de la iglesia que se construyó mucho más grande que el anterior. La escuela también fue reconstruida y esta vez se pusieron muros de contención en la ribera del río…

Desde entonces, han pasado algunos años. Recuerdo una madrugada en que mi padre ensilló el caballo. Me envió con mi tío Alberto que era negociante. Crecí lejos de las quebradas, me hice hombre lejos del río, de la laguna, de la mina y de los huaycos. Estudié en un colegio de la ciudad. Desde entonces, ya han pasado muchos marzos y el pueblo se ha caído y levantado una y otra vez en una testaruda y constante danza de vida. ~ 47 ~


Ahora llego al pueblo, siempre llego al pueblo por el mismo camino limitado por el abismo; siempre, en esta misma fecha. Unos muchachos juegan en el patio que funge de plaza. Se esconden de mí como si fuera un fantasma que se ha negado, hasta ahora, a partir del mundo de los vivos. El sol se ha puesto y comienzan sangrar las nubes. Fuego entre las cumbres tiñe de sangre el horizonte. Me apeo, esta es mi casa, me digo con afiebrada nostalgia. Llamo a la puerta. Y mientras espero, pienso en todos esos años lejos dolorosamente lejos de los míos. Y entre esos pensamientos, un recuerdo emerge. Una noche, una mujer y una sombra. Doña Serafina y el alma de su hijo. ¿Qué habrá sido de ella?, murmuro con nostalgia. Ahora se acercan, oigo pasos detrás de la puerta. Alguien se afana en quitarle las aldabas, y por fin, el portón viejo y oscuro abre sus fauces como una patria tantas veces negada para mí. ―¡Mamita, mamita, soy yo, Julián, Juliancito! ―le murmuro con cariño y quiero entrar para abrazarla. ―¡Hijo, hijito!, ¿qué haces aquí? ―inquiere confundida, quiere estrecharme, pero se refrena―. ¡No, tú ya no puedes entrar a esta casa, hijito, tú debes vivir en otra!... ¡Tú ya no perteneces a esta casa, a este mundo, hijito!... ―¡Es que siento mucho frío, mamita; frío y mucho miedo! ―trato de acercarme a ella, pero ya no puedo tocarla, ya me es imposible asirla. Lloro, lloro y recuerdo que siempre pasa lo mismo desde esa vez… ―¡Los muertos ya no sienten frío, hijito, los muertos ya no tienen miedo! ¡Tú estás muerto, Juliancito!, ¿es que todavía no te has dado cuenta?... te desbarrancaste como becerrito tierno, hijito… esa vez del huayco, fue esa vez del huayco ―y comienza a llorar como esa noche lloró doña Serafina, cuando tuvo que despedir a la sombra de su hijo Agustín a la mala. ~ 48 ~


HILDA

I

Cuando lo vio pasar bajo la copa de los arrayanes dormidos, no sabía que iba para eso; de lo contrario, le hubiera gritado antes de que cruzara el puente. ―¡Oye, Heladio, a dónde vas así tan borracho! ―y segurito la voz de don Cancio Vega hubiera resonado como un trueno saliendo de entre el ramaje del bosque, donde estaba talando eucaliptos. Donde después, valgan verdades, luego de ver a Heladio cruzar el puente y reptar como gusano apurado la tortuosa cuesta del camino, se quedó tumbando y tumbando arrayanes como si la locura se hubiese apoderado de él y de su filuda hacha. Cuando doña Eusebia llegó con el almuerzo, don Cancio Vega se limpiaba el sudor de la frente llorando con una mirada hinchada de asombro por tantos arrayanes difuntos tendidos, de largo a largo, en todo el bosque con el olor de sus troncos mutilados y sus hojas magulladas. A esa misma hora, seguramente, Heladio ya estaba haciendo lo que no debía de hacer, mordisqueando como perro rabioso su mermada dignidad. Si en esa precisa hora en que cruzaba el puente, don Cancio Vega hubiera dejado su hacha taladora y le hubiera gritado a Heladio, algo, cualquier palabra, él seguramente hubiera tenido tiempo para reflexionar; pero Heladio no lo tuvo. Subió por el sinuoso camino, bufando como toro bravo, resoplando rabia y sudando una sed de venganza, sintiendo que en su cabeza retumbaban las ~ 49 ~


palabras que anoche había oído de la sincera boca de sus compadres. Al coronar la cima, era mediodía, a esa hora don Cancio Vega ya estaba saboreando su almuerzo, dejando de pensar en tantos arrayanes muertos a su rededor y seguramente, doña Eusebia, estaría recogiendo las negras uvas de arrayán, para usarlos como medicina. Heladio, con la respiración acelerada, divisó al fondo del angosto valle y allí encontró, casi escondida entre lúcumos y pacayales a su casucha, su rojo tejado humeaba pensativa, hundida entre un espeso silencio, verde y frío. Al verla, corrió sin darse aliento ni hacer pausa alguna en sus pasos, era preferible seguir el camino sin pensar en nada más que en el asunto. La bajada se perfumó con los papales florecientes, Heladio tampoco quiso pensar en que ya era tiempo de aporcarlos. Corría, corría sin darse tregua, temía que, si descansaba, tendría tiempo para reflexionar y hasta tal vez, para desistir de lo que estaba dispuesto a hacer a como dé lugar porque ya se lo habían anticipado sus compadres.

Al entrar por el polvoriento patio, no le ladró ningún perro. Solo el Pumaco lo acompañó, lamiéndole las botas de jebe, hasta la puerta de la cocina donde, ineluctablemente, los encontró. Se escucharon algunas voces amenazantes, algunos murmullos suplicantes, golpes sordos de puñetazos, de patadas, arañazos, sonido de cuerpos trenzados y olla hirviendo afiebradamente. Pulli se incorporó del piso a donde fue a parar y cogió un enorme cuchillo para defenderse, mientras que, con una mano, aún se cogía los pantalones para evitar que se le cayeran ante el marido que llegaba para cobrar venganza del atraso sufrido.

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Pelearon. Heladio cogió el cucharón metido en la olla y usándolo como letal garrote, le propinó un golpe en la nuca que lo dejó privado con el rostro en el polvo y con una presa de gallo en la cabeza. Ella estaba espantada, no podía moverse presa del miedo, la olla seguía hirviendo el caldo de gallo cuando un grito desesperado despertó a todas las aves del huerto. A la hora en que don Cancio Vega terminó de almorzar, Heladio corría quebrada abajo, seguramente dándose cuenta de lo que había hecho, pero poco avanzaría, el cansancio y la mala noche que había pasado, le hicieron caer en un sueño profundo bajo la sombra de un frondoso árbol de hachapushpu.

II

…¿Las mariposas son las almas de los muertos? Sí, Heladio, cuando la gente se muere, una mariposa sale de su cuerpo y visita a todas las personas que en vida conoció, para despedirse de ellas…

Mariposas, siempre quiso soñar con mariposas grandes, pequeñas, de todos los tamaños; blancas, rojas, amarillas; de todos los colores; con antenas grandes, pequeñas, que volaran, que estuvieran quietas. Siempre quiso soñar con mariposas frente al mar, como si fuesen gaviotas. Ahora sus sueños se volverían realidad. Pegando la cabeza en el tronco del frondoso y fresco árbol, Heladio cerró los ojos y soñó sintiendo la libertad que no habían sentido nunca antes. Se abandonó a la blandura de la vigilia y comenzó a dibujar mariposas a orillas de una playa crepuscular entre el rumor de las olas. ~ 51 ~


Ahora tenía unas alas enormes, eran fuertes como el acero, pero tan delgadas como un papel. En su sueño se acordó de que siempre anheló conocer el mar y se elevó por sobre las quebradas que lo habían envuelto en su inmensidad y le hacían sentir un minúsculo gusano de papa y se dirigió hacia la había dibujado. Voló y voló hasta ver desde el cielo a su difunto padre aporcando los papales en flor. ¡Hijo, vuelve, vuelve!, parecía que le gritaba, ¡Heladio, a dónde vas, a dónde!, pero él quería conocer el mar aunque sea en sueños y olisqueando el aire, como puma hambriento de anhelos, sintiendo la brisa aún lejana, se dirigió hacia donde sus deseos lo arrastraban, hacia un cielo más cálido y hermoso, hacia donde el sol hería las nubes haciéndola sangrar. Surcó los aires, pasó quebradas, abismos, valles y hondonadas hasta que, en lugar de su amada sierra, una estrecha llanura se extendió como una faja que se resistía ahogarse dentro del mar que lo azotaba con sus olas una y otra vez, así lo había dibujado. Se posó en la solitaria playa. ¡Por fin, por fin conozco el mar!, dijo sin decir, sintió sin sentir. Estaba ya soñando. De pronto, ya no tenía alas, montaba un caballo blanco, galopaba sobre la arena, tratando de hallar el límite a la playa, el confín del mundo. Galopó y galopó hasta llegar a tocar los rayos del sol, se sintió libre hasta hollar senderos inaccesibles; al fin, sonrió satisfecho tocando el borde del mundo. Se apeó. Buscó un lugar tibio para sentarse y ver las olas que venían y se iban y se iban y volvían y cada ola no era igual, y cada gota de agua que le mojaba los pies era el beso de unos labios distintos. Se sentía feliz, ¡esto es el paraíso!, parecía gritar. En verdad, todo le parecía el cielo, porque todo lo que deseaba se le volvía realidad en menos de un parpadeo. El sol estaba ya a punto de ocultarse, las nubes amarillas se incendiaban de tarde, de distancia y ensueño. Era feliz, como no pudo serlo cuando estaba despierto. ~ 52 ~


Se acordó de las mariposas y, al instante, como hojarascas que caen de la copa de los árboles, una gran cantidad de mariposas le comenzó a llover. Eran de todos los tamaños y colores, combinaciones que jamás hubiera creído encontrar, tamaños que nunca antes había visto. Unas tenían cara de muchachas bellas, otras tenían el rostro de sus amigos de promoción, de esos muchachos que se fueron de viaje de promoción al Cuzco y que jamás regresaron. Recordó que lloró desconsolado porque no pudo ir con ellos, ¡cuando tengas con qué, irás a conocer al mundo!, le consolaría su madre; pero luego ella se alegraría de su pobreza; toda la promoción había perecido en el fondo de un ignoto abismo… La más grande de todas tenía su rostro, ¡mamá, mamá!, gritó y en su mente se incrustó una imagen imperecedera, …¿las mariposas son las almas de los muertos, mamá?, sí, Heladio, cuando veas una mariposa en la casa, no la vayas a atrapar, seguro será tu padre que vendrá a despedirse de ti... Y desde entonces, siempre mantenía la puerta abierta con la esperanza de que su padre, muerto en una corrida de toros en la fiesta patronal del pueblo, viniera a despedirse de él, con un último juguete que salvara su malhadada infancia; pero él no vendría. Y más bien, vería a su madre convertirse en una de esas mariposas blancas, diciéndole lo mismo: …¡Espera a tu padre que vendrá a despedirse de ti, así como yo estoy viniendo!..., y él se quedó siempre esperando en el poyo de la casa y siempre divisando el cielo para ver si alguna mariposa se acercaba, hasta que vino ella, con sus ojitos de choloque y su cuerpito de jovencita de escuela para acallar los gritos de soledad que ya le habían nacido en su solitario corazón como matas de mala hierba en sementera abandonada. Desde entonces, su deseo era soñar con mariposas, con todas ellas y de entre tantas, tenía la esperanza de hallar a su padre para despedirse de él, la esperanza de volverlo a ver y hasta de besarlo, …¡Papá, papito, por qué pues papito, por qué te fuiste, te moriste, papito, por qué!... y se acostaba viendo las estrellas que se filtra~ 53 ~


ban por el techo de su casucha, viendo a la luna y al cielo incendiado, pero no veía a ninguna mariposa, a ninguna.

…Cuando la gente se muere, una mariposa sale de su cuerpo y visita a todas las personas que en vida conoció para despedirse de ellas, si no, no puede irse tranquila a la otra vida, por eso, espera a tu papá, él tarde o temprano vendrá y se despedirá de ti. Yo, yo ya me encontraré con él al rato nomás… ¡Mamita, mamacita, tú también, tú también, por qué pues, mamita, por qué me están dejando solo, por qué mamacita…!

Y hasta parecía que el alma de Pulli, aún oliendo a pecaminosa muerte, le estaba visitando en sus sueños. Aún estaba en aquella remota playa y las mariposas le caían en la cara y en todo el cuerpo, acariciándolo amorosamente, pero una mariposa, la que tenía cara de zorro y ojillos de chucho, se posaba en la palma de su mano y parecía que le decía: …¡Perdóname, perdóname, primo; si no me perdonas, no podré irme de este mundo, no me podré ir en paz, primito!... Y Heladio, sintiendo que estaba distante y ajeno a esa antigua y remota realidad, tratando de acallar los gritos de su conciencia ya despierta: …¡te perdono, primo, descansa en paz, pero si me lo hubieras dicho antes, tal vez, tal vez, primo!..., y sintiendo, a su vez, la paz que tanto estaba buscando para él, lo dejó volar. El sol incendiado como una naranja se ocultaba tras el infinito mar, las mariposas seguían acariciando sus pómulos, sus labios, sus pies, su pecho. De pronto, pensó en Hilda, sus caricias, sus besos, sus manos recorriendo su espalda, su cuerpo cálido y joven …¡Hilda, Hilda!..., suspiró. Y le pareció que todas las mariposas tenían el rostro y las manos de Hilda, los labios y los ojos de Hilda. Estaba en una burbuja de magia y amor. Una burbuja de sueño y fantasía que pronto se rompió.

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Y ya las mariposas parecían haberse cansado de acicalarlo. Una de ellas le golpeó fuertemente el rostro. ¡Carajo!, exclamó súbitamente adolorido, otra se incrustó en su estómago haciéndole perder el aliento de la vida, otra le golpeó en la nuca, el golpe le pareció un garrotazo. Se levantó desesperado y las arenas de la inmensa playa se fueron disolviendo conforme abría los ojos, intentó asirse a esa mutilada y diluida realidad, volvió a cerrarlos y pudo ver todavía una distante ola que venía a refrescarle con otra realidad y aún pudo ver mariposas o gaviotas volando a su alrededor que otra vez se volvían a estrellar contra él, sacándolo de ese mundo. Por un momento no supo si soñaba o despertaba o volvía a vivir o comenzaba a morir. Abrió los ojos, las arenas de la inmensa playa se transformaron en cerros cercanos y distantes, cerros verdes y sombríos y las mariposas se fueron a convertir en hojarasca, seca y crujiente. Algunas en piedras filudas que caían contra él; otras, en ramas espinosas que se clavaban en su piel. No lo dejaron soñar más. Lo arrojaron a la cruda realidad. Lo ataron como a novillo para la corrida y lo llevaron al pueblo.

III

…De verdacito, compadre, el Pulli zorro se goza a tu mujer cuando te vas a la mina. Yo lo he visto, compadre. No, cómo ya, compadre, no es mentira, cómo cree que es por envidia. No, compadre, no lo es. Si no me cree, pregúntale a Jerónimo Chinchay aquí presente, él también lo ha visto entrar y salir de la cocina de tu mujer. Pregúntale, compadre, te lo digo porque ya mucho te atrasa ese zorro Pulli que además es tu primo. Para pecado, está bien una o hasta dos veces, pero ya seguidito, compadre, eso es atrasar a nuestro prójimo, eso es maldad, compadre… ~ 55 ~


…Claro, Heladio, no quería decírtelo, porque antes hay que estar bien seguros, seguritos, hombre. Y ahora sí, ya estoy más que seguro. La semana pasada nomás, por ejemplo, mientras hacías doble turno para comprarle la pollerita a tu mujer como lo has dicho, yo tumbaba algunos eucales frente a tu casa y allí lo vi, compadre. El Pulli zorro se dentró a tu casa, luego de divisar por todas partes, como zorro ladino que es. Después, no salió hasta muy pasada la tarde. Este jijuna qué michiga nomás hará con la mujer de mi compadre, diciendo, me acerqué poquito a poco, hasta agüeytar a tu mujer bien ensartadita en el Pulli, en la mismita cocina, compadre, mientras hervía tu cena. Y al verlos yo, ¡Madre Santa!, me santigüé y me fui corriendo sin saber qué hacer y hasta hoy, compadre, que tengo el valor de contártelo con la lengua que ya la tengo aliviada y desatada con el licor que a Dios gracias, nos está brindando. Por eso, compadre Heladio, cuando haces doble turno, el Pulli también se dobletea con tu mujer. Caray, que estoy borracho y que por eso no me cree, compadre, aquí también estamos tomando con Davicho, con él estuve trabajando ese día y él te lo puede decir también, por algo es tu otro compadre… …Don Heladio, no es por hacerle amargo el trago que nos ha invitado, ni es por desagradecimiento, pero el asuntito es cierto. Y hasta por mi parte también, lo he descubierto. ¿Se acuerda de la fecha en que tuvimos reunión en el pueblo y llegué tarde? Bueno, ese día nos encontramos con Pulli en el camino, yo pensaba que iba también a la asamblea, pero no, se fue para el valle, por donde está su casa. Pero yo no sabía nadita de nada y ni siquiera sospechaba, pero doña Grimalda me gritó desde lejos que le detuviera a su torito Lichis que ya cruzaba el puente y tomaba el mismo rumbo que Pulli, lo seguí al Lichis y no paré hasta alcanzarlo ya casi llegando a tu casa. Y allí pues lo vi. Caminó por tu patio y se dentró a tu cocina, yo nada más sé, pero seguro recordará que Pulli ese día no se acercó a la asamblea. Y como dicen sus dos compadres aquí pre~ 56 ~


sentes, yo también creo que Pulli se goza a tu mujer y ya está bueno para gusto de ella también, pero así seguidito, hasta Dios castiga eso porque ya no es casualidad, sino pecado mismito… …No, no, tranquilo, Heladio, quieto con eso, compadre; las cosas hay que solucionarlas con cabeza fría. Mejor, mándese una rondita más de chicha con punto, que ya mañana temprano te acompañamos hasta tu casa. Quién sabe, hasta con suerte, podemos encontrarlo a Pulli metido en tu cocina, como zorro ladrón que es… …Seguramente piensa que volveré dentro de una semana, así diciendo he salido de la casa, ¡volveré en siete días, los patrones me mandan con un encargo! y mi mujer ha llorado todavía, la muy jijunagranuja, seguro, por dentro, de alegría. Yo pensando que era de pena por mi ausencia. Se ha abrazado a mí y me ha seguido hasta el puente, ¡Cuídate mucho, regresa pronto!, diciendo, más seguro para asegurarse de que en verdad me estaba yendo. Por la jijunarreflauta, hasta ahorita no puedo creer que ella me esté engañando, pero mañana mismo voy a llegar a la casa, voy a aprovechar que no hay encargo ni nada y voy a arreglar este asunto, ¡doña Sinforosa, una jarrita más, por favor, ahora tengo que apagar este rencor que ha comenzado a quemarme el pecho!… …Puede contar con nosotros, compadre, le acompañaremos para que le pongas en su sitio a tu mujer y a ese Pulli traidor. Cara de zorro ese, qué se habrá creído, ultrajando a mi compadre. ¡Doña Sinforosa, otra jarrita más, que yo pago el que sigue y a ver si mejor no nos trae todo el cántaro para que evite el trajín!... …Iré a mi casa y pobre de Pulli si lo encuentro donde no debe estar. Allí mismo se lo cortaré y le obligaré a comérselo para que nunca más se meta con la mujer de su primo, de su prójimo; porque eso es hasta pecado, ¿no recuerdan acaso al padre Raymundo sermonear los domingos que no debemos meternos con la mujer de nuestro prójimo?... ~ 57 ~


IV

Ahora eres una bestia furiosa que no mide sus pasos, que no cree en nada más que en las palabras que anoche escuchaste. Ya no caminas; corres. Corres al saber que te quedaste dormido en la cantina. No sabes si hubiera sido mejor traer a tus compadres como testigos, pero ellos no podían siquiera ponerse en pie, ¡Compadres, compadres!, les sacudiste, les palmeaste la cara, hasta agua les echaste, pero nada, aún seguían nadando en el alcohol de la chicha con punto. …¡Por el camino andamos y por allí nos encontraremos, ve con Dios compadre!..., uno de ellos logró resollar de tanto sacudón, pero no supiste si era por ti o por lo que estaría soñando.. Ahora estás cruzando el puente, a lo lejos, oyes unos hachazos, seguramente es don Cancio Vega, el tayta de Pulli, piensas. Si me dijera algo, una palabra, un ¡Qué te pasa, Heladio, estás borracho otra vez!, seguramente me quedaría conversando con él; pero no me dice nada, tengo que seguir mi camino, te resignas. Subes la cuestita, ya no oyes los pajarillos trinar, ni ves los papales florecer. Tus manos tiemblan al imaginar que puedes encontrarlos a los dos, allí, metidos en tu cocina, ensartaditos como dos perros, como te han dicho te están cada vez que te vas. ¡No, no me engaña, es mentira, envidia de mis compadres!, ahora gritas, una súbita fiebre te ha subido a la cara, te hace perlar la frente, pero no paras, no te detienes a descansar ni a pensar en lo que vas a hacer. Si está sola, se salvará. Se salvará y le diré lo que me dijeron los compadres, le pediré perdón por dudar de ella y nos iremos juntos a la fiesta de San Andrés para olvidarnos de este asunto. Sí, así será, así debe ser porque ella me ama, no me engaña, no, ella sería incapaz de hacerlo, incapaz de pecar.

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Caray, pero qué pasará si los encuentro a los dos, juntos como me han dicho que siempre están cuando no estoy. Soy capaz de matarlos allí mismo. Pero no, no debo matarlos, no debo. Mejor será que yo los descubra y de vergüenza hasta ella tendrá que irse de mi casa, pero a Pulli, a Pulli, a ese zorro ladino le voy a dar una golpiza para que nunca más se atreva con ninguna mujer. Tantos golpes le voy a dar que pensará mejor volverse amujerado; lo voy a arrastrar hasta donde su padre está tumbando árboles y le diré que he castigado a mi primo porque lo he encontrado con mi mujer y segurito, él también, quitándole el mango a su hacha, le dará una tunda que jamás olvidará… Llegas, el patio está en silencio, pareces no oír nada, pero, ¡qué es!, ¡qué es!, ahora llega a tu oído un murmullo de mujer adolorida, gemido de mujer que agoniza. Algo, algo pasa, tal vez tu mujer yace enferma, tal vez accidentada y tú pensando que está con otro. Te arrepientes, quieres correr en su auxilio. Pero te sosiegas, ahora atisbas el oscuro vientre del dormitorio. No hay nadie. Uno de tus perros se acerca y te lame la bota de jebe. Te asustas. Los gemidos siguen, rítmica, monótonamente, parecen de dolor, de placer, de infidelidad, parecen todos los gemidos juntos. Te acercas a la cocina, …¡siempre entra a la cocina, a la cocina, como zorro ladino que es. Siempre se goza a tu mujer mientras hierve tu cena!..., recuerdas algunas palabras ya lejanas. Los gemidos son más intensos, espasmódicos, desesperantes. Estás sudando. Ahora dudas, no debo entrar, sí debo entrar. Te asomas a la cocina. Has cerrado los ojos, no quieres ver, pero tus oídos siguen percibiendo aquel gemido espasmódico. Es más cercano, como si estuviera ante ti; de pronto, el aroma a pecado hirviente invade tu olfato; ya no puedes dudarlo, no puedes resistirte más a la inefable verdad. Ahora abres tus ojos, inevitablemente, mordido por la curiosidad, atosigado por los celos; y allí están, tal y como tus compadres te lo han contado, tu esposa y el zorro jugando, como si fueran niños enamorados, al papá y a la mamá. ~ 59 ~


Su rostro sudoroso se contorsiona de placer. Sus pupilas en blanco seguramente están en una visión paradisíaca. Pulli ahora la sienta sobre la bicharra, haciendo lucir sus piernas labradas en fina madera de aliso. No puedes creer en lo que estás viendo. Tu mente se nubla, tu cuerpo comienza a temblar, todo tu odio, toda tu sed de venganza te han abandonado. Estás a punto de desfallecer, de tumbarte bajo el umbral de tu cocina. Ahora los gemidos se mezclan con el borboteo de la olla que comienza a tiritar con una fiebre inesperada. Lo sientes, es un caldo de gallo lo que está hirviendo. ¡Caldo de gallo, te hace más gallo!, recuerdas que alguna vez oíste. ¡Caldo de gallo, como te gusta!, recuerdas que alguna vez te ofreció tu mujer. ¡Sobra, sobra de zorro he estado comiendo, carajo!, te envalentonas. Sobre de la olla, sobra de la cama, solo sobras… Te ha visto. Tu mujer ya no pone cara de gozo. Su rostro se ha puesto rígido, como si estuviera viendo a la muerte. Sus piernas se han paralizado y ya no danzan al compás de su pecado. Pero Pulli parece que todavía no se da cuenta, sigue en su intento de llevar a cabo su engaño, puja, puja con más fuerza, ¿qué te pasa, mujer?, parece susurrarle. Ella no contesta. Está paralizada del todo. Él nota sus pupilas en blanco, ¡debe ser porque le gusta!, piensa y vuelve a pujar y puja aún con más fuerza; pero ella ya no se mueve. ¡Así no se puede, Hilda, afloja pues!, le susurra, pero pronto, le invade un presentimiento atroz. ¡Ay, Dios!, salta como gato deshaciéndose inmediatamente de la mujer que se queda paralizada, con el valle lleno de arbustos expuesto a la luz de la mañana. Te agarras a golpes con Pulli, has reaccionado al fin, te has dirigido directamente a él y le has llenado la cara de potentes zurdazos, ahora que está tumbado, una tras otra, las patadas no dejan de lloverle en todo el cuerpo, no sé qué palabras le gritas, no se oyen bien desde aquí, solo se oyen los sonidos de tus golpes. ~ 60 ~


Ahora te diriges a tu mujer que sigue con las polleras levantadas y las piernas abiertas, aterrorizada. ¡Y tú…!, logras articular como pidiendo explicaciones. Ahora Pulli se incorpora, ha cogido un filudo cuchillo, se abalanza contra ti. Lo esquivas. Coges el cucharón de la olla donde el caldo de gallo está hirviendo y antes de que voltee para arremeter de nuevo, le das un cucharonazo en la nuca que lo hace caer al piso, con los ojos abiertos, viendo, en un rincón de la cocina, a un kututu haciendo su trabajo con las hembras. ¡Ahora te toca a ti!, acabas de gritar, pero ella no ha reaccionado todavía y tiene aún los ojos en blanco y la boca abierta.

V

Lo encontraron durmiendo bajo un frondoso árbol de hachapushpu, soñaba con mariposas de todos los colores, de todos los tamaños. Cuando se acercaron a él, despacio, temiendo que les haga lo mismo que a Pulli, le vieron el rostro plácido, angelical. Hasta parecía sonreír de una intensa alegría. ¿Qué estará soñando este desgraciado?, pensaron los que estaban adelante, con los lazos listos y los palos preparados. Los que estaban detrás, solo pensaban en venganza. Don Cancio Vega apretaba un nudoso palo y doña Eusebia tenía una rama de espinas. Ambos lloraban sin creer en lo que le había pasado a su Pulli a quien habían hallado muerto.

Soñaba con mariposas, una lluvia de mariposas que me acariciaban y hasta parecían besarme. Pero pronto, todo esto acabó. Las mariposas se estrellaron contra mí como piedras odiosas que me despertaron. Otras incrustaron sus alas como filudas hojas de cuchillo que penetraron mi espalda hasta convertirse en espinas clavadas entre mi carne. Desperté.

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Me habían rodeado mientras dormía. ¡Llevémoslo a la plaza, a la plaza!, gritaron luego de que me tuvieron laceado y bien amarrado. Don Cancio Vega, bufando de rabia y respirando rencor, se acercó a mí y mirándome en silencio, terminó propinándome un soberano palazo que me amontonó sobre la tierra. Perdí el conocimiento. Cuando desperté, estaba en medio de la plaza, amarrado a un poste. ¡Hay que llevarlo a Yanama, hay que entregarlo a las autoridades!, gritaron todos y así me llevaron, amarrado como estaba no podía caminar bien. Felizmente mis compadres me ayudaron, ¡Qué has hecho, compadre!, recuerdo que me dijeron todavía, ¡si no era para tanto, compadre, para qué matar a Pulli. Ahora ya te fregaste, pero estaremos contigo, compadre. El pueblo de Yanama quedaba a unas horas de camino y todos los que me habían capturado, me acompañaron para verme padecer.

VI

Tal vez Dios quiso que fuera así, una lluvia torrencial hizo que nos escondiéramos a mitad del camino, bajo los pacayales, los lúcumos, bajo las peñas y arbustos. Era muy tarde. Comenzaba a oscurecer, al cruzar el angosto puente de madera húmeda, resbalé de mala manera. Así seguro habría sido mi destino. Seguro me iba a salvar de la caída, el río no estaba muy caudaloso ni el puente era demasiado alto; pero fue suficiente para dejarme colgado durante unos minutos con la soga apretándome el cuello hasta perder todo el aire del cuerpo y volverme morado como los higos maduros; seguro que Dios, así también lo quiso. Pobre gente, con el miedo de mi muerte tuvieron que comprarme un buen ataúd. Me velaron como a todo buen cristiano y ~ 62 ~


hasta tayta cura trajeron del pueblo. A mis padres nada les hicieron faltar y hasta colaboraron para el gasto. Toretes y ovejas sacrificaron y mi entierro en lugar de tristeza destiló alegría, la alegría del consuelo y hasta parecía fiesta patronal en lugar de entierro… Cuando todos supieron lo que me habías hecho, hasta tus padres te despreciaron. Te velaron una noche nomás y te arrojaron al cementerio, sin misa de cuerpo presente ni nada. Tu tayta, todo avergonzado por la vida que llevabas y doña Eusebia, toda apenada por ti, fueron los únicos que te llevaron flores a tu tumba dibujada por piedras. A mí, en desagravio, todos me acompañaron, me llevaron en buena tumba y aquí estoy. Pero sabes que, Pulli zorro, de nada nos sirven estas cosas. Ahora tenemos que esperar a nuestra Hilda, el despenador irá al rato al pueblo y le ayudará a morir más rápido. Y una vez los tres, tendremos que buscar cada quien la salvación para su alma. Sabes que, Pulli traidor, ahora que veo a Hilda que se nos acerca como avergonzada por todo lo que nos hizo, recuerdo la fuguita de huayno que cantábamos cuando éramos compañeros de escuela, no sé si lo recuerdas, pero la fuga más o menos decía así:

“Qué haré contigo, palomita, qué haré contigo; si te castigo te vas, si te perdono me ofendes, qué haré contigo, palomita, qué haré contigo.”

~ 63 ~


NINA KAROL

…¡Por favor, Alberto, no lo hagas!, una voz de muchacha, de unos quince o catorce años, suplica. Pero él ya no ve a la muchacha que amó; sino a un terrible monstruo, a una nina mula de la que tanto su abuelo Juan le había hablado. …Las nina mulas son las almas de las mujeres pecadoras que se acuestan con los curas, hijo, si te encuentras con ella, agárrale de las orejas y mírale bien a la cara para que sepas quién es quién en esta vida de máscaras… Ahora se acerca a la muchacha, el amante está pasmado por la aparición, no logra siquiera aclarar sus pensamientos. ¿Karol, eres tú?, una voz amarga inunda el ambiente.

…¡Tu cuuu, tu cuuu, tu cuuu!...

Nina Karol era una niña en su casa y una mujer en la calle. Allí la conocí, justamente. Habría sido pasada la medianoche, cuando me hizo la señal de pare y la llevé a su casa. En el camino, atiné a verla por el retrovisor un par de veces, estaba distraída con las luces de la ciudad y noté que no tendría más de catorce años, sus pechitos azorados recién brotaban de la superficie plana de su tórax y sus piernas descubiertas recién estaban formándose. Una semana después ocurrió lo mismo, esta vez me atreví a preguntarle su nombre, Nina Karol, me contestó distraída, sin querer. ¿De qué trabajaba? Era bailarina en una discoteca. ¿Cómo lo hacía?, salía de casa con el cuento de divertirse con sus amigas, pero se iba a trabajar casi toda la noche.

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No podía creer lo que me estaba diciendo, así que decidí ir a la discoteca el siguiente fin de semana y allí la encontré, contorneándose al ritmo de la música y excitando a los hombres que no paraban de mirarla con lujuria. ¡Nina, Nina, Nina!, le gritaban en ebrio coro. Al reconocerme, bailó para mí y en un intermedio, me preguntó si esta vez también la llevaría a casa. Yo le sonreí, asentí enamorado. ¡Claro que sí, Nina Karol!

…Avenida Centenario, un hombre sale de un bar y fuma un cigarrillo. Las goteras de la lluvia crepuscular aún caen estrellándose contra el pavimento. Parece pensar en algo. Recordar imágenes atrapadas por sus sueños. ¿Qué significará?, murmura en silencio. Sus palabras se enfrían y terminan muriéndose luego de patalear sobre la fría acera. Ahora camina hacia la iglesia, una gran cruz pegada en el frontis le hace sacar la mano de la casaca y se hace la señal de la cruz que termina con una ceremoniosa inclinación de cabeza. Su rostro triste y adormecido por el alcohol parece enmudecer el llanto…

Poco a poco, nos fuimos conociendo, los fines de semana la llevaba a la discoteca y la sacaba de allí hasta guardarla en su casa. Vivía en compañía de un padre borracho y una madre que solo se mantenía postrada ante una cruz y las telenovelas que le sorbían el pensamiento. Que no te vean, me susurró una noche mientras, de sorpresa, me dio un beso en la boca, antes de bajar del coche. ¡Gracias, te pago la semana entrante! y cómo no, baja nomás. Y cómo pagó, claro que pagó. Me gustaba su forma de pago, me enamoró. Pasaron algunas semanas y Karol era mi enamorada. Así fue. Estudiaba el tercero de secundaria y todas las tardes llegaba con mi taxi a recogerla, a veces nos íbamos a las afueras de la ciudad y volvíamos antes de que se haga demasiado tarde, bajaba una ~ 65 ~


esquina antes de su casa. No quiero tener problemas con mi familia, me decía y luego de darme su acostumbrado beso, bajaba. ¡Gata, gatita remolona, gatita fiera!, pensaba en la sensualidad de Nina Karol que aún mantenía cierto aire de niña y se asomaba a la etapa de mujer. Una de esas noches en que se iba a bailar, se sintió mal. No podré bailar, me comentó pesarosa, pero luego me propuso que fuéramos a un lugar más oscuro y privado. Un cuarto de hotel para poder descansar juntos, me musitó casi arañando mi oreja izquierda. Y así lo hicimos, pero juro que no pasó nada más después.

…Ahora piensas en ella, yo sé que piensas en ella, su cuerpo claro bailando para ti, sus pechitos pequeños rebotando contra tu duro cuerpo. Sí, ya sé, te duele recordarla. Sé que no la has olvidado todavía. Sé que jamás la olvidarás. La mujer más tierna que has conocido en tu vida, sus ojitos de niña y sus dientes tan blancos como su alma. Toda una niña en camino a ser mujer y tú la tuviste tantas veces en el cuartucho de un hotel barato. Caminas, tu cigarrillo está a punto de acabarse, no sabes a dónde ir, de pronto, ya no sabes ni qué hacer, invadido por el súbito recuerdo de Nina Karol. ¡Oh, Karol, Nina Karol, Karol!, exclamas queriendo llorar. Si en este momento estuvieras conmigo, pareces suspirar, si en este momento te aparecieras frente a mí, te diría cuánto te amo, murmuras desolado. Estás a punto de pasar por la iglesia del barrio Centenario, la gente sale, parece que la misa ha terminado. Miras distraídamente al tumulto que se arropa al sentir el frío de la noche. De pronto, sucede…

Desde hace algún tiempo, Nina Karol estuvo huidiza conmigo. Se escondía entre sus amigas a la salida del colegio y había prohibido mi ingreso a la discoteca donde solía bailar. Cuando terminaba su trabajo salía acompañada por el guardaespaldas del ~ 66 ~


local y tomaba otro taxi. La perseguía y ya no iba a su casa. El otro día la perdí de vista cuando la estaba siguiendo. Se perdió a la altura de la iglesia del barrio Centenario, de allí, ni sus huellas. Habría pasado más de un mes desde aquella escena. Decidí olvidarla, total, es un problema si es menor de edad, me consolaba. Y para olvidarla más rápido, decidí trabajar doble turno. Los pensamientos se disuelven cuando uno está ocupado y tras el volante casi todo el día, dejé de pensar en Nina, Nina Karol.

…¡Es ella, es ella!, la voz se pierde entre el sonido de los autos que se agolpan por ganar a los pasajeros que han salido de misa. ¡Es ella, por Dios, es ella! y el hombre apresura los pasos y se dirige a contracorriente hacia la multitud que pronto le corta el paso. Tropieza con una anciana que termina gruñendo, con unos niños y una mujer embarazada. Una niña, de unos quince años, tal vez catorce, sale disimuladamente, parece distraída, tal vez absorta en esa niebla celestial y divina en la que aún se halla sumergida, gracias al santo momento de la misa. El hombre la mira desde lejos y hasta cree verle el aura que solo los seres divinos poseen. ¡Es ella, es ella!, vuelve a murmurar para sí, hace rato que ha abandonado su cigarrillo aún chispeante sobre el frío pavimento, ahora un auto pasa por sobre él y lo deja sin brillo, sin chispa de vida. ¡Karol, Nina Karol!, el hombre grita desesperadamente. La muchacha de unos quince o catorce años tal vez, parece no oírle. Ahora un joven un poco más alto que ella, la abraza con cariño, la conduce hasta un taxi. ¡Karol, Nina Karol!, se oye el grito más solitario y desesperado; pero la voz parece ser tragada por la noche, por el frío. Nina Karol acaba de tomar el taxi que ahora se aleja por la avenida Centenario hacia el lado sur de la ciudad. El hombre se desespera, revisa sus bolsillos, se asoma hacia el pavimento, extiende la mano para detener un taxi… ~ 67 ~


Una noche, una jovencita delgada y totalmente cubierta por una misteriosa manta, me hizo la señal de pare, había salido de la iglesia. No le pude ver la cara, aunque no tendría más de quince años. ¡Al cementerio, urgente!, me dijo casi a gritos y yo aceleré con miedo. Cuando estuve ante la puerta del cementerio, divisé por el retrovisor para preguntar hacia dónde exactamente, pero ella había desaparecido. Comencé a buscarla, pensé que se había bajado mientras estaba en marcha. No podía saber qué se había hecho. Cuando di la vuelta, ella se dirigía presurosa por el camino hacia el cerro Rataquenua, ese lugar que dicen que es mágico, que pasan cosas raras y que en la antigüedad era como un lugar sagrado, una Pakarina que llaman. Le toqué la bocina, pero ella no volteó y tras doblar una breve curva por el muro del cementerio, desapareció. No podía creerlo, me bajé del automóvil para constatar lo increíble y al divisar en esa silenciosa noche de luna, la vi a media cuesta del cerro, era ella. Estaba caminando por la ladera con tal rapidez que parecía volar. Subí a mi auto y aceleré sin pensar en nada más que en averiguar lo extraño de aquella situación. Cuando coroné la cima, por esa trocha que casi me desbarranca en mi empecinada averiguación, media hora después, divisé por todo el breve prado que hay en la cima y no había señales de ella. Pero de pronto, algo totalmente increíble pasó.

…¡Taxi, taxi!, gritas con desesperación. Uno se detiene. Te subes apresuradamente, ¡siga al auto blanco, por favor! Ahora pasas el puente Quillcay. La gente abarrotada en la calle camina sin importarle el frío. Las luces que se encienden y se apagan como luciérnagas gigantes, te llenan de melancolía. Se parecen a las luces de la discoteca, murmuras. El taxi ahora dobla por la avenida Villón, el chofer te dirige la mirada, ¡siga al taxi, por favor!, vuelves a ordenar. Sientes que tu corazón está a punto de salirse por tu boca, ya no puedes decir nada más. La ciu~ 68 ~


dad se está volviendo cada vez más silenciosa, más oscura. Estás llegando al cementerio y el taxi que persigues no ha parado todavía, ¿a dónde vas?, ¿a dónde?, si por aquí no vives, murmuras desolado, confundido. ¿Al cerro, señor, subiremos al cerro?, ¡Sí, al cerro, no pierdas al auto blanco! Pero eso es otro precio, ¿me pagara?, Sí, sí, tome, tome este billete…

Un hombre espoleando una mula se me apareció en pleno bosque, el animal que cabalgaba era extraño. Parecía una mula, pero tenía la cabeza de una mujer. Sí, la reconocí, era Nina Karol. No podía creer lo que estaba viendo, pero era totalmente cierto, ella me gritaba, ¡Alberto, Alberto, ya no mires más en lo que me he convertido! Y también el jinete era otro ser insólito, vestía una negra sotana y deliraba adolorido, como si su castigo fuese estar sobre esa extraña encarnación de mujer y bestia. No, no estoy diciendo que la mujer sea una bestia; no me malinterprete, por favor. El extraño ser quería apearse del animal, quería soltar las riendas, pero una fuerza extraña y ajena a él, no le dejaba; así que, para desquitarse, espoleaba al sufriente animal que chillaba como si se tratase de una mujer a la que se le estaba golpeando, gritaba como una muchacha de unos quince años más o menos. Salí del bosque lo más rápido que pude, pero la criatura me alcanzó y me propinó varias coces que casi me hacen rodar por el barranco de Rataquenua. Traté de escapar como pude, estaba espantado, aterrado; cuando a lo lejos, se oyó el solitario canto de un gallo madrugador. El jinete comenzó gritar, a enloquecer sobre el animal tapándose las orejas. …Si te encuentras con algún demonio, no dudes en darle un puñetazo con tu mano izquierda…, recordé que alguna vez me dijo mi abuelo Juan y tomando valor le propiné un zurdazo al jinete que estaba aturdido. Tan fuerte habría sido mi puñetazo que ~ 69 ~


él rodó por el barranco entre chillidos infernales que me parecieron de dolor y arrepentimiento. Cogí inmediatamente a la criatura que tenía la cara de Nina Karol y la contuve de sus bridas mientras botaba fuego de su trasero tratando de liberarse. Quería saber de qué se trataba todo esto, ya no me importaba el miedo que me hacía temblar como rama al viento, ya no me importaba el sudor que rodaba por mi rostro y bañaba todo mi cuerpo, no me importaba nada más que averiguar qué es lo que estaba pasando.

…Un taxi se detiene a las afueras de la ciudad, una pareja baja de él. Desde el mirador de Rataquenua, Huarás es un bello espectáculo. La pareja se queda sentada mirando la ciudad encendida en plena noche, intercambian caricias, besos. Caminan hacia el bosque. Alberto los ha seguido hasta allí, avanza poco a poco. Quemándose de rabia, inundándose, poco a poco, de celos y odio inusitado. La luna ha salido y las estrellas refulgen. La pareja se desnuda. Alberto recuerda ahora ese cuerpo nacarado que se enciende con los rayos de la luna. Un murmullo, de pronto un quejido. Un susurro ahogado y dos cuerpos que se calcinan sobre la hojarasca. Muslos que vuelan como blancas palomitas, senos que se apretujan como la masa de unos panes divinos. Festín de peras, melones y plátanos. ¡No lo hagas, muchacho, no lo hagas!, se acerca, los palitos se quiebran bajo el peso de sus celos, pero los amantes no se dan cuenta. Bufa de rabia y su aliento a rencor invade el ambiente, pero los amantes solo respiran el olor de sus respectivos cuerpos, sudorosos, amielados de luna. ¡No lo hagas, muchacho, no lo hagas!, pero Alberto ya no puede escuchar a la voz de su conciencia, ahora está ensordecido por la ira que lo ha transformado en un temible monstruo vengativo…

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Cuando estábamos en esa lucha, los rayos del sol comenzaron a relumbrar las copas de los árboles más grandes y tranquilizándose la mula me comenzó a rogar, ¡Déjame ir, déjame ir, Alberto, no debe verme el sol, no debe hacerlo, el sol es la mirada de Dios, Alberto!, rebuznaba y rebuznaba en su ruego; pero ya era demasiado tarde, una tímida brizna de sol le había lamido la punta de su oreja peluda. Ante mis espantados ojos, la criatura se fue convirtiendo en ella, en Nina Karol, en la niña de la cual me había enamorado. Estaba desnuda, reconocí inmediatamente, con amarga nostalgia, su piel blanca y sus senos pequeños. Estaba demasiado golpeada, con moretones por todo su cuerpo, un cuerpo de quince años más o menos. La sacudí conteniendo en mí, un poco de equilibrio, pero ya estaba muerta, ¡Karol, Nina Karol, no, no te mueras, Karol!, grité alucinado sin saber bien si era real o pesadilla lo que estaba viviendo.

Sí, sucedió algo increíble. Era una nina mula. La muchacha que se había bajado de mi taxi sin que yo haya parado y que había ascendido la ladera de manera increíble, ahora se me aparecía convertida en una nina mula. Santiguándome, antes de que me calcine con el fuego de su trasero, corrí hacia mi auto y no sé cómo nomás no terminé desbarrancándome con tanta velocidad que bajé.

…¡Por favor, Alberto!, ¡no lo hagas, Alberto!, una voz de muchacha, de unos quince o catorce años suplica. ¡Ya, esto no es justo, no lo hagas, te puedes arrepentir! ¡Y tú quién eres, qué te metes en donde no te han llamado! ¡Alberto, piénsalo bien, te vas a arrepentir! Ahora los rivales se trenzan a golpes, la sangre emana como de un surtidor. Los colosos tienen el cuerpo sudoroso, la luna relumbra sobre los músculos que luchan por sus vidas. De pronto, uno cae por el barranco, se ~ 71 ~


oyen sus gritos que se apagan, poco a poco, entre la oscuridad. Un sonido seco y distante termina con todo. ¡Nooo!, el grito de una muchacha de unos quince o catorce años se vuelve a escuchar. A lo lejos, las siluetas de dos personas forcejean, luchan sanguinariamente. Uno de ellos termina inane, viendo con sus pupilas frías y quedas a la luna que muy distante sigue alumbrando, ajena a la tragedia de la noche…

***

Así pasó, y no como ustedes dicen. No los vi juntos, ni les seguí hasta donde se fueron, no les encontré en plena intimidad, ni los asesiné por celos. No señor, no arrojé por el barranco a su amante, ni a ella la golpeé hasta que se muera. No fue así, ya le he dicho todita la verdad. Si hasta ese señor que no es ni siquiera mi conocido les ha dicho lo que esos eran por estar pecando. Ella era la nina mula, tiene que creerme, señor policía, Nina Karol era una niña de su casa, una mujer de la calle y la nina mula de la parroquia del barrio Centenario que se murió porque le dio el sol en la punta de su oreja peluda y pecadora, tiene que creerme, señor policía, se lo juro, soy inocente.

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EL PAQUETE

…Ahora siente que sus venas se le hinchan y que toda la sangre de su cuerpo se le llena en la cabeza ahogando sus más claros pensamientos. Empapada en llanto, ve solo figuras dislocadas de su realidad. Cargada por sus verdugos es colocada sobre la gran piedra de sacrificio. Ahora atan sus manos y sus pies. Y mientras el sacerdote la contempla, exclama oraciones al dios carnívoro, al dios del fuego, eleva el cuchillo de obsidiana finamente brutal. Ahora logra recordar aquel sueño que la ha perseguido desde siglos. …Ella aparece en una ciudad extraordinaria, enormes casas pulidas y coloridas con una arquitectura perfecta. Artefactos insólitos, enormes animales que rugen y que abren su vientre para transportar personas. Pero ya no es mujer, es un hombre que camina con un misterioso paquete entre las manos y lo único que le es familiar es la envoltura del paquete: un manto de aklla sagrada. De pronto, un hombre con la misma cara del sacerdote, vestido con un uniforme extraño, lo detiene dentro de un edificio… Ahora el sacerdote abre el pecho de Wayta mientras sus ojos aún ven las imágenes de esa maravillosa realidad. Su corazón todavía moviéndose con el último retazo de vida, emerge sangrante entre los dedos del anciano quien lee una funesta verdad salpicada de sangre. No puede creerlo, consulta con el humo que sale del sahumerio, ¡no puede ser!, examina otro órgano, lo extrae del tórax, ¡malaya, malaya!, ahoga su grito y engañosamente predice una buena jornada para el monarca que alista sus tropas para enfrentar a su hermano rebelde. Mientras tanto, los ojos abiertos de Wayta, reflejan la imagen de una cruz rompiendo los símbolos del inca. Pero ya nadie logra verlo, todos reverencian al sacerdote por sus sabias palabras y brindan por el Sapa Inka. La verdad, otra vez oculta solo redime el camino trazado por las estrellas para el fin del gobierno incaico.

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¿De dónde sacó esta manta?, te preguntas al doblar la esquina. Un canillita se te atraviesa, ¡asesino!, ¿qué me has dicho?, ¡periódico, señor, lleve su periódico! ¡Abortos clandestinos se incrementan en la ciudad!, ¡Periódico, lleve, lleve su periódico! Ahora prosigues en silencio, con la cabeza agachada, tratando de escapar de la mirada acusadora de toda la gente. ¡Ellos lo saben, leen mis ojos, saben lo que tengo entre mis manos!, dices mientras caminas sin dirección, sintiendo que el paquete golpea aún con vida. Padeciendo el frenético palpitar de tu pecho. Semáforo en verde. Paras. Escuchas, ¡asesino!... ¿qué?, ¡asesino!, la voz resuena de todas partes, ¡asesino, asesino!, divisas enloquecido, tratas de esconder el paquete. Y mientras sientes que tu conciencia carcome tu cuerpo, queriendo desvanecerlo, la recuerdas casi con amarga nostalgia.

Conociste a Shantall en el colegio donde laboras. Era la muchacha más alta y la más guapa del salón. Te enamoraste de ella a pesar de tu norma personal: “No enamorarse del material de trabajo”, pero con ella fue imposible seguir la norma jamás violada en diez años de servicio. Hace tres meses salieron de paseo al campo. Te apartaste del grupo para no verla con esa blusa transparente que dejaba al descubierto sus senos protuberantes. Estuviste jugando con una rama, dibujando musarañas; de pronto, ella se acercó a ti y te besó, “no debo romper mi norma, ¿qué será de mi moral de docente, de mi ética profesional?, aún pensaste antes de ahogarte en la miel que te inflamaba todo el cuerpo. No pudiste contenerte más y la acostaste olvidándolo todo. Así pasaría el tiempo, venía a tu habitación una hora antes del colegio, jugaban a que se amaban y hasta se tomaban unos vasos de cerveza. Ella salía primero, luego tú, divisando arrepentido, ~ 74 ~


siempre arrepentido, pero esperando siempre el siguiente encuentro. Hasta que un día llegó llorosa; ¿qué te pasa? y ella, que estaba embarazada y no sabía qué hacer, y tú, no puede ser, por qué no te cuidaste, pero si ella se cuidaba, tú tienes la culpa por no cuidarte también, y tú, pero acaso yo te busco para eso, y ella, eres un perro, perro, perro, y tú, mejor no discutamos aquí, que pasa, pasa, y ella, que no, que ya es tarde, que tenía que ir al colegio para que su madre no sospechara, y tú, ya nos fregamos, y ella, tú no, yo sí, las mujeres perdemos siempre, los hombres caen de pie donde sea y las mujeres de barriga, por cojudas, y tú, no digas groserías, qué dirán los vecinos, y ella, dirán que ya me fregué, qué más pueden decir, y él, no digas eso, lo afrontaremos juntos, ¿juntos?

Esta mañana la has llevado al consultorio, la curaron. Ya está, te dijo el médico, un tipo con cara de carnicero y expresión de cerdo mofletudo. La menstruación ya fue corregida, amiguito, si vuelve a pasar, estamos para servirlo. Te extiende la mano con satisfacción. Te sientes avergonzado, arrepentido. Y al embarcarla en el taxi, ella te ha dado el paquete, ese mismo paquete que ahora te pesa como una cruz. ¡Asesino, camina!, una jovencita te ha rozado al pasar, ¿qué?, ¡disculpe, no ha sido mi intención!, baja la cabeza y se aleja, te das cuenta de que murmura, ¡asesino!; ahora el semáforo está en rojo. ¡Pasa, asesino!

…¿Es tu paquete?, la mujer se le acerca mientras ella contempla el dorado arco que sale de entre sus piernas y que se le está transformando en sangre. Al oírla, se incorpora de prisa, quiere escapar; pero está débil, tropieza mojándose con su propio líquido. Ahora la mujer la lleva hacia los soldados que la están buscando. Y mientras es arrastrada, recuerda que se quedó dormida al costado del arroyo, dentro de la sacra casa y que, en su sueño, una serpiente brillante y hermosa se cobijó entre sus vírgenes senos y metió su cola de~ 75 ~


bajo de la manta mientras le iba mordiendo el cuello. Tendrás un hijo de Dios, un hijo de Dios, le murmuraba cariñosamente. Pero ahora… ¿quién era el padre Waraq Wayta, quién?, la interrogan sin piedad. Ella solo recuerda que después del sueño, la barriga comenzó a crecerle y antes de que las demás se dieran cuenta; decidió no tenerlo. No debo tener un hijo de Dios, porque no me creerán; debo tenerlo solo del Sapa Inka, solo de él. Esa mañana escapó de la sagrada casa, y por la tarde, ya lejos de sus perseguidores, por efectos de las hierbas abortivas y el esfuerzo de no querer parirlo, el engendro salió de su cuerpo. Era una bolita sanguinolenta, aún palpitaba cuando saltó de su vientre, lo envolvió con su manta y echó a correr, desfalleciente, tratando de escapar de aquellos quienes la estaban buscando. Escondió el paquete entre unos arbustos. Temblaba, de miedo, de tanto esfuerzo, y mientras escapaba, sintió la necesidad de orinar y así lo hizo. Divisó a todos los lados y se acuclilló oculta tras un muro de andén. Pronto el arco dorado que emergió de entre sus temblorosas piernas, se tornó rojizo. Sintió que la vida se le iba en ese líquido, suspiró desesperada, queriendo llorar. Cuando levantó la cabeza, la vio. Era ella y entre sus manos, el feto aún sangrante, ¿Es tu paquete, niña?…

Estás buscando un lugar para arrojarlo. Ya probaste la alcantarilla, la manta con que está envuelto lo hace muy grande; has desistido. Pruebas en una esquina abandonada, pero lo vuelves a recoger sudoroso y agitado, al ver que una mujer te ha visto. Si lo dejo debajo de un asiento de parque sería mejor, ahora piensas; pero hay mucha gente que transita por allí, a lo mejor me ven y sospechan. Pueden pensar que soy un terrorista que está dejando una bomba. Ahora caminas impaciente, como si algo te quemara el alma. Las palmas de tus manos sudan como tu frente. Sientes fiebre. Si te desmayaras en plena calle, tal vez te descubran más pronto de lo que te imaginas. Cruzas la avenida repleta de automóviles ~ 76 ~


y gente que se agolpa hacia todas las direcciones. Sientes necesidad de orinar, buscas un baño público mientras vuelves a escuchar, ¡asesino!, no sé de dónde, de los automóviles, del canillita, de los postes de alumbrado, del cielo mismo, ¡asesino, asesino!, ahora pasa una de las alumnas del colegio donde trabajas, ¡hola, profe!, ¿qué tal?, ¡hola, hija!... ¡asesino, asesino!... ¿qué?, ¡que le vaya bien, profe, no nos tranquee en el examen, por favor!...

…Waraq Wayta, ya desfalleciente, no pronuncia ni una sola palabra. Sabe que morirá. Las akllas solo sirven para el Sapa Inka. Ella ya no puede servirlo. Ya no tiene un lugar en el sagrado recinto. Es llevada ante el sacerdote. ¡Que sea sacrificada a Wallallu!, mientras ella, solo recuerda las imágenes de sus inextricables sueños. Hombres con rayos en sus brazos, seres cubiertos de barbas y metal atrapan al soberano con la facilidad de un puma cazando llamas. Ella recuerda ríos de sangre, carne amontonada de donde emerge la pestilencia del Fin del Mundo; la maskapaycha rota para siempre. Ahora la llevan al templo donde se alza un pequeño altar de piedra pulida y manchada de sangre. El sacerdote la examina. Ordena que la desnuden mientras los demás se reúnen para oír las profecías que saldrán de los órganos de la muchacha; pero ella sabe que los suyos no demorarán en alcanzarla en el otro mundo…

Ahora llegas. La señora que atiende los servicios ha entrado para limpiar el pabellón de mujeres. Divisas por todos los lados, no hay gente, es tu oportunidad, ¡es tu oportunidad!; metes el paquete dentro del tacho de basura que hay en la entrada de los sanitarios. Cuando la mujer sale con un trapeador en la mano, tú ya estás aliviado del todo. Te sientes contento, puedes al fin respirar sereno y tu alma vuelve a la calma. Pagas unas monedas y entras. Mientras contemplas con satisfacción el arco dorado que sale de ti, te das cuenta de que un policía acaba de entrar. Un súbito temor te invade al verlo y al recordar un insólito sueño que parece perse~ 77 ~


guirte desde hace siglos… el mundo está de cabeza, eres una mujer que está a punto de ser sacrificada. Desnuda, el sacerdote te mira a los ojos, está alucinando por el brebaje que ha bebido antes de iniciar el rito, está a punto de recibir una revelación de los dioses. Eleva su cuchillo de obsidiana que reluce letalmente sobre su cabeza y te lo clava en el pecho luego de pronunciar el conjuro que lo llevará hasta la verdad ansiada, aún puedes sentir tu sangre bajar por la gran piedra del altar y tu corazón todavía latiendo entre las manos del sacerdote que lo eleva como si fuese un cáliz…, pero ahora te estremeces de miedo. Quieres correr, pero te contienes. Terminas de miccionar, piensas salir pausadamente y hasta, tal vez, saludes al policía que dibuja el mismo arco dorado que tú. Cuando ya estás a punto de salir, la mujer que atiende los sanitarios, con gesto aterrado y con la manta andina abierta entre sus manos, mostrando el feto aún chorreando sangre; te pregunta si el paquete es tuyo, …¿Es tu paquete?... Mudo, desesperado y con las imágenes de un mundo inextricable aún entre tus ojos, tratas de escapar, tropiezas torpemente y el policía te sujeta del brazo sin siquiera terminar de miccionar. Ahora ves su rostro, es el mismo sacerdote que en tus sueños te saca el corazón, te aterras, confundido. Miras el mundo al revés mientras oyes desde otra dimensión de la realidad, ¡que lo sacrifiquen a Wallallu, a Wallallu Karwinchu!

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VOLVERÉ POR TI

A

Pensaba en Borracho y en su hermana cuando el inesperado sacudón del bus, que traqueteaba por la descuidada trocha, me hizo morder la lengua dejándome un sabor de sangre en la boca. Divisé por la ventanilla, ¡es aquí!, exclamé al recordar las palabras de Borracho, ¡lo hallamos en la curva del diablo, dando vueltas en un remolino del río!

Me encontré con él esa tarde, horas antes de salir del pueblo. Fuimos a tomarnos unas botellas de cerveza y charlamos durante todo el crepúsculo hasta que llegara la hora de partir. ¿A qué te dedicas ahora, Mingo?, me inquirió nostálgico, pues hacía ya diez años que no había vuelto al pueblo. Estoy estudiando docencia en la universidad, le respondí, mientras apuraba el vaso de cerveza que me hacía falta por el intenso calor que se sentía debajo del techo de calamina. ¿Y tú?, continué maquinalmente, ¿qué ha sido de tu vida durante todos estos años? Borracho bajó la cabeza como si mis palabras le hubieran abierto una gran herida en el pecho, divisó en silencio el sendero que se levantaba alrededor del pueblo y suspiró como un toro que se sabe de camino al camal. Parecían pesarle sus pensamientos, entorpecerse su lengua para cada palabra. La cantina era un rancho abierto con un techo de calcinado zinc, el viento a veces nos traía las hojarascas que ayudaban a mi mente a configurar recuerdos de antaño. A lo lejos, se oía el mori~ 79 ~


bundo rumor del río que mostraba sus más escondidas piedras, llenas de musgo negro incendiándose bajo el sol y los peces buscando cobijo para ocultarse de algún ojo hambriento. El pueblo se levantaba en un angosto vallecito rodeado de cerros anaranjados y pelados en el que solo se atrevían a sobrevivir los cactus que a la hora del crepúsculo levantaban su silueta de hombres solitarios esperando alguna esperanzadora lluvia que les permita sobrevivir otro día más. El arrebolado cielo parecía sufrir ausencias, las flores pensativas agachaban sus pétalos tibios, la polvareda se levantaba huracanada semejando un racimo de almas ansiosas de respiro. Alrededor del puñado de casas, había huertas de frutales que llenaban el ambiente de una fragancia de mangos, de naranjas, de plátanos y ciruelas, aroma de recuerdos huérfanos y dolorosos. ¿Te pasa algo, Borracho?, parece que no te sientes bien. No, no, estoy bien, solo que, en estos últimos años, todo ha cambiado. Cuando levantó la cabeza noté que tenía razón. Su rostro estaba congestionado por alguna mala carga que le habían dejado todos esos años, sus ojos enrojecidos parecían uvas a punto de secarse, sus labios estaban oscuros y cuarteados, sus nudosas manos brutalmente envejecidas al igual que su rostro y su voz cancina. Ahora le pesaba hasta la respiración. Al verlo así, me llené de lástima. Me dio la impresión de que no solo habían pasado diez años, sino todo el tiempo. La vida puede reducirse a un segundo de existencia. Ahora estamos aquí, al rato, no se sabe si seguiremos existiendo, pensé mientras trataba de interpretar el amargo fulgor de los ojos de mi amigo de infancia y adolescencia. ¿Qué ha cambiado?, ¿acaso tu hermana se ha casado y tus padres se han ido a vivir a Chimbote?, pregunté amontonando las preguntas más inofensivas y menos hirientes que se me ocurrieron mientras apuraba otro sorbo de cerveza. Tal vez no esperaba respuesta, hay asuntos que es mejor ~ 80 ~


no enterarse, por el bien de uno mismo, de los recuerdos, de la vida, por el bien de todos. Pero los dados ya habían sido tirados, tarde o temprano estos dejarían de bailar sobre la mesa y terminarían marcando los números de la respuesta. Esos números bueno o malos que marcan nuestro destino, nuestra vida.

B

Mariela murió. ¿Mariela? Sí, el año pasado, el río se la llevó… “…―¡Vamos pues, Marielita. Vamos al río. Con la crecida, segurito hay muchas truchas. Qué dices. Te daré lo mejor de lo mejor! ― susurró al oído el ladino Pascual, tratando de controlar sus codiciosas manos que intentaban asir lúbricamente a la muchacha. ―No, no iré contigo ni al río, ni al cielo ni al infierno, ni a ninguna parte, como zorro mentiroso que eres segurito me quieres engañar ―y la graciosa muchacha se aleja de su tentador, llevando algunas frutas recogidas en el huerto. ―¡Cómo ya, Marielita, por mi madrecita que no te faltaré, además, sabes que a tu hermanito Borracho le gusta la trucha, mándale unas cuantas al pobre, por encomienda! ―pronto, Mariela parece reflexionar, ya caíste mujer, ya caíste y nada ni nadie te podrá salvar, piensa para sí, el embaucador…”

…No puede ser, pensé que ella estaba en Chimbote, con razón no la encontré en todo el día por el pueblo y nadie me dijo nada… “…―Él está lejos pues, Marielita. Quién sabe, tal vez hasta ya se habrá casado con una huarasina. ―¡No seas mal hablado, Pascual!

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―Yo solo digo lo que pienso pues, Marielita, tú aquí solita y él allá, seguramente gozando con huarasinas. ―Él ha prometido que volverá para casarse conmigo. ―Pero Marielita, si aquí estoy yo, ¿por qué no me aceptas, eh?...”

…Fue en marzo, había llovido toda la noche y el río estaba crecido por las lluvias en las alturas. En otros años, íbamos llenos de curiosidad a ver la enorme corriente que bajaba bramando como un toro y mirábamos fascinados cómo arrastraba troncos de árboles añosos, ovejas hechas piltrafas, vacas manchadas de lodo y muerte y hasta alguna vez creímos ver el cuerpo de un hombre flotando en el remolino que se forma debajo del puente, al verlo, volvimos asustados a casa. El año pasado ocurrió lo mismo, pero yo tuve que irme a Chimbote a buscar trabajo y ella se quedó con los animales, sola… …―Él me dijo que volverá después de terminar la universidad, yo le he dado mi palabra: te voy a esperar hasta que vuelvas. ―Eso no es amor, Marielita, amor es matrimonio y yo me quiero casar contigo. ―Mira, Pascual, es mejor que regresemos porque tú ya te estás poniendo fastidioso con esto. Ya sabes que no te aceptaré por más que te arrodilles ante mí, no te quiero, no te quiero…”

…Recibí la noticia por teléfono, un tío logró comunicarse conmigo y me lo dijo así, de buenas a primeras: “Oye, Borracho, vuelve inmediatamente al pueblo porque a Mariela se la acaba de llevar el río y no hemos podido encontrarla”.

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“…―¡Ya, caramba, tanto rogar para nada, ahora mismo, Marielita, te voy a enseñar que soy varón y tú, ahora mismo aprenderás a ser mujer!

Orillas del avenido río. Entre los matorrales, una muchacha y un hombre forcejean. Ahora la mujer cae, grita, patalea y da de arañazos a su atacante que ya está sobre ella. Una faldita que se levanta y un pantalón que se afloja. Una promesa que se mantiene y una pasión que se enciende. El río ruge sin cesar, la red de pescar puesta sobre una roca sospecha una muerte cercana…”

…Al escuchar a mi tío, me di cuenta de que toda mi familia se había marchado para siempre, a mi mente volvió, como una película de terror, todo el recuerdo de la muerte de mis padres, porque ellos también murieron, ¿sabes?, ¿qué?, ¿cómo dices?, ¿no sabes?, eso sucedió hace dos años. “…Llegarán como todos los meses, nos matarán, nos matarán…” …¿qué pasó con tus padres?, “…¿No hay cupo?, ¿no hay?, ¡traidores, traidores!, ¿saben qué hacemos con los traidores?, ¿saben?…” ¡cómo que están muertos!, Borracho, ¿me estás bromeando o qué? “… ¡A la plaza, a la plaza con estos!, ¡por favor, el próximo mes les pagaremos, el próximo mes!…” No te estoy bromeando, Mingo, mis padres han muerto hace dos años, los malditos cumpas los asesinaron porque no pudieron reunir el dinero para el cupo. Ese año no hubo nada en la chacra y solo nos sosteníamos de nuestra pequeña granja de cuyes, pero una noche entró la maldita comadreja y dejó a todos los cuyes muertos, en medio del galpón. A la mañana siguiente, cuando mi hermana y yo entramos para dar de comer a los cuyes, los encontramos amontonados uno sobre otro, en forma de cruz. No se había salvado ni uno solo, “…¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué nos has abandonado?…” al enterarse del perjuicio, mi papá y mi mamá se desesperaron. Los cumpas ~ 83 ~


estaban por llegar y no había dinero para el cupo. Ya el mes pasado se habían llevado al viejo Angustiano, te acuerdas de él, ¿verdad? Claro, íbamos los tres a robar chirimoyas de su huerto. Sí, a él mismo. ¿Y qué pasó con él? Se lo llevaron. ¿Qué? No regresó al pueblo y ni siquiera supimos nada de él, solo comentarios de que lo habían asesinado por las quebradas… “… ¡No se los lleven, no se los lleven, es verdad, es verdad, las comadrejas han matado a todos los cuyes, las comadrejas los han matado!”… A la noche siguiente del perjuicio de la comadreja, llegaron los terrucos, esta vez más sanguinarios que nunca. Estaban enojados porque habían sido diezmados cerca de Pariacoto, los policías habían matado a dos de ellos. Esa noche nos hicieron desfilar, y hasta varios de los jóvenes fueron reclutados “…¡Viva el pueblo revolucionario!... ¡Viva!... ¡Viva la senda luminosa del pensamiento Gonzalo!... ¡Viva!…”; esa noche no lo olvido hasta ahora, todos habían reunido el cupo, menos mis padres. Desde lejos, yo solo vi que se los llevaban al centro de la plaza, luego ya no pude verlos más. La noche estaba oscura y al poco rato se oyeron dos truenos. Al día siguiente, recién me enteré que los truenos habían sido los dos balazos que habían terminado con la vida de mis padres… “… ¡Papacito, mamacita!, ¿por qué, por qué?…” Mi sentido pésame, Casimiro, la verdad, me sorprendes con tantas malas noticias. Yo pensaba que todo estaba tranquilo, tal vez los recuerdos me engañaron, cuando se vive lejos uno deja de sentir la tierra que ha abandonado… “… ¡No nos dejen en esta vida, no nos dejen aquí, papito, mamita, no nos dejen, ¿qué haremos sin ustedes, qué haremos ahora?…” Desde entonces, yo me hice cargo de mi hermana. Ella siempre decía que, si no se iba a Huarás, a buscarte, se iría Chimbote, a estudiar alguna carrera, pero como ya te dije, el río se la llevó.

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“…―¡Qué vas a hacer, Pascual, no, no lo hagas! ―Y la muchacha parece escaparse de las manos del hombre por unos instantes… ―¡Quieta, quieta, yegua, ahora vas a saber de mí! ― la vuelve a arrojar al suelo que tiembla por la crecida del río. Ahora él intenta sacarse los pantalones del todo, el cinturón se obstruye, la falda se enrolla entre las piernas de la muchacha. Intenta levantarse para desatascar la prenda. Ella logra escabullirse, ahora corre, corre. Él se levanta y en dos pasos la retiene. La muchacha está desesperada. Mira a todos lados, no hay salida, no hay salida. Pero pronto encuentra una y mordiendo la mano del atacante, se arroja al río que se la engulle en un santiamén. ―¡Marielita, qué has hecho! ―el rugido seguía siendo intenso cuando él reaccionó. Dio unos pasos más para verla, pero ya no pudo encontrarla…”

Después de la llamada de mi tío, viajé tan pronto como pude. Toda la gente la estaba buscando y dos días después de que el río se la engullera, la encontramos atascada entre unos troncos oscuros y ramas de árboles en la curva del diablo.

C

―¡Doña Meche, dos cervecitas más!, a veces, Borracho, no sé cómo comprender la vida, haces todo lo posible para ser feliz y siempre pasa algo y siempre alguien viene y lo jode todo. ―Así es, Mingo, este pueblo es un pueblo fantasma, la mayoría de la gente comenzó a marcharse después de ti. Aquello parecía una epidemia. La gente recogía todo lo que podía, cerraba sus casas y se iba sin rumbo. Lejos de los cumpas, muy lejos de los ~ 85 ~


cupos. Dejando a los pocos animales empeñados, vendidos a precios ínfimos. Quién podría tener más de dos o tres billetes por estos lares de Dios, para pagar tanto cupo. Se iban dejando sus frutales. Abandonando su vida de campesinos que antes era tranquila, pero que se había convertido en una verdadera pesadilla por los cumpas, y encima, por culpa de los militares que eran casi igual, hasta peor que los otros. Su rostro lleno de rencores me hizo sentir miedo, temor de todo lo que había vivido, en mi corazón crecía una semilla de sombra que iba creciendo, poco a poco, latido tras latido. Me bebí un largo sorbo de cerveza tratando de entender lo que me estaba pasando. La vida no había valido nada en mi pueblo.

D

Éramos los tres amigos inseparables: Borracho, Mariela y yo. En ese tiempo no le gustaba que le dijeran Borracho, pero para su mala suerte, el cuento sobre la noche en que fuera engendrado se había difundido por todo el pueblo. La gente solo esperó a que naciera para imponerle el sobrenombre antes que cualquier nombre y apellido, ¡Borracho!, le llamaban en el pueblo, y él, a regañadientes, volteaba para recibir algún recado para su padre que trabajaba como molinero, ¡Borracho, dile a tu papá que mañana llego con una acémila de trigo!... ¡Borracho, dile a tu mamá que me traiga un par de cuyes pelados para el cumpleaños de don Antonio!... ¡Dile pues, Borrachito, a tu taytita, que me pague la deuda del par de botellas de anisado!... ¡Borracho, Borracho, Borracho!, y él los correteaba con un enorme palo de caña, ¡Ya Borrachito, nunca más te digo Borracho, nunca más Borrachito!, y él se desquitaba con todos los compañeros de escuela, a caña limpia, tratando de borrar el estigma que al final lo marcaría de por vida. ~ 86 ~


Antes de que Casimiro naciera o justamente la noche en que habría sido concebido, don Cenobio Poma, hijo del primer molinero del pueblo, se había macerado en el amoroso anisado de doña Natividad. Salió de la cantina de su amante con una botella en la mano, cuando tropezó con la piedra del camino, se percató de que la luna incendiaba la noche y de que las estrellas podían moverse con él, a su ritmo, a su paso. Pensó en su mujer, en la mujer con la que hace pocos días se había casado. ¡Florencia, Florencia, parece que ahora sí, mamacita!, murmuró entre zancadas y sorbos de anisado, ¡Florencia, Florencia, ahora sí, mamacita, ahoritita sí! Cruzó el viejo puente que lo llevaría hasta su casa recién construida, casi a las afueras del naciente pueblo, sintió el tenue rugir del río dormido debajo del puente; de pronto, un presentimiento, un miedo helado le subió por los talones, por el tobillo y siguió subiendo hasta meterse dentro de su cuerpo y refulgir intensamente en sus ojos aterrados al recordar que su padre, don Anfiloquio, el primer molinero del pueblo, se había caído desde ese mismo lugar luego de haber celebrado un negocio de molienda. “…Dicen que después de recibir el pago por la molienda se fue a la cantina de doña Dolores, su amante y ahogado en anisado, al pasar el puente se cayó y terminó ahogándose en la corriente del río”, le contaría su madre, una tarde en que les vino a visitar la amargura del Día de los Muertos…

Sintió al miedo dentro de él y para mermar su insana presencia levantó la botella de anisado y bebió tratando de dominarlo, brindando con él. ¡Salud, miedo! Dio unos pasos más y cruzó. Se sintió libre de la muerte, se sintió fuerte, invencible, increíblemente viril. Entonces, murmuró para sí, ¡Florencia, de todos modos, hoy sí; Florencia, de todos modos, hoy sí!, cuando ya estaba a ~ 87 ~


punto de llegar a su casa, se le dio por gritarle a su mujer las intenciones que tenía, ¡Florencia, Florencia, alístate, mujer, dispuesta nomás, mamacita! Y el grito aguardentoso y ebrio se dejó repetir aún con más claridad en la boca de los cerros, ¡Florencia, espérame lista, ahora mismo encargamos un machito!, ¡Florencia, ten remangada tus polleras, ten levantada tus piernitas!, ¡Florencia, abre la puerta, abre la puerta, mujer, estoy con ganas, ahora sí, Florencia!, ¡así, así, mamacita, así mismito, mamacita, ja ja ja jayyy lla!, el eco se oyó en toda la comarca como un revoltijo salaz de todos los cerros. Esa noche, los campesinos salieron asustados para saber qué es lo que sucedía. Los perros comenzaron a ladrar y algunos echaron pies en polvorosa hasta llegar ladrando a la casa del hijo del molinero. Pero no solo se oyeron los gritos del macerado en anisado, se oyeron los gritos de Florencia, gritos de una mujer cumpliendo sus labores maritales; de tal modo que, cuando llegaron algunos vecinos, empuñando palos y machetes, pensando en la peor de las desgracias; Florencia tuvo que aminorar sus gritos y explicar que su marido había llegado ebrio y oliendo a licor de anís a reclamar lo que era suyo por la gracia de Dios y la bendición de sus padres que recién la habían casado. Pocos meses después, Florencia exhibía una prominente barriga. Estaba embarazada y el pueblo no demoró en atribuirle el embarazo a esa noche de borrachera lujuriosa. Nacerá borracho, decían maliciosamente viéndole aún dentro de su madre. Nacerá oliendo a anisado, asustaban a Florencia que acariciaba su vientre voluminoso. Los niños nacen con un pan bajo el brazo, el tuyo nacerá con una botella de anisado en cada mano porque su padre lo hizo borracho, se reían algunos. No le va a gustar la leche, Florencia, va a querer amamantar de una botella de anisado, le anticipaban las mujeres más serias del pueblo. No le gustará dormir en tu cama, querrá irse a vivir a la cantina de doña Natividad, le gritaban desde el otro lado del camino. Florencia, tendrás que abrir una cantina si no quieres que padre e hijo salgan de casa. ~ 88 ~


Cuando Casimiro dio su primer grito en la tierra, ya su destino estaba predestinado, escrito en la conciencia de los campesinos, en especial, de los que habían oído los desesperados gritos de Florencia aquella noche. ¡Ya nació el borracho!, ¡tiene los mismos ojos del padre, seguro que también va a ser molinero, amante de una cantinera y hará hijos de borracho también!, ¡si hasta parece oler a anisado, qué criatura para más!, exclamaron burlones.

E

―¡Doña Meche, dos cervecitas más!, ―Borracho parecía hundirse en un mar de recuerdos oscuros que no le dejaban liberarse, permanecía en silencio, contemplando indistintamente, el vaso lleno y vacío y parecía que no bebía del vaso, sino de su mente, de sus recuerdos y tormentos. Me quedé mirándolo por unos instantes y me brotó una lágrima de tristeza que opaqué al instante―, ¡salud, amigo, por los que se fueron, se van y se irán! ―¡Salud por los que aún quedamos en esta jodida vida! ―despertó.

Los tres íbamos a la escuela y al volver entrábamos a la huerta de don Angustiano a robar chirimoyas y naranjas, en las fiestas patronales jugábamos de lo más lindo y fue en esos tiempos que ella y yo nos enamoramos. Seré tu esposo cuando sea grande, le decía cuando nos escondíamos juntos de la lluvia, yo te daré muchos hijos para que nos ayuden a pastar, me decía sonriendo mientras se abrazaba a mí. Pero pasaron los días, los años, terminé la escuela y tuve que irme a la ciudad a donde mis padres me enviaban. Para que seas profesional, Mingo y puedas salir de la miseria y de paso, ayudarnos en nuestra vejez, me decían esperanzados. ~ 89 ~


Volveré por ti, le decía aquella aciaga tarde en que partí. Volveré por ti, le repetía mientras tratábamos de retener la caída del día. Si no vuelves, te buscaré, me decía. Si no vuelves te buscaré, me repetía llorando, haciéndome probar sus lágrimas, tristemente saladas, en un último dulce beso. Esa tarde, aún lo recuerdo, me tuve que despedir de ella que se abrazaba a mí para no dejarme partir, “¡No, Mingo, no te vayas, no te vayas, te voy a extrañar mucho, me voy a morir sin ti!” Pero mis padres no quisieron oírme cuando traté de quedarme en el pueblo, “Te vas y te vas, tienes que ser un profesional y no un campesino rejodido y requemado como nosotros.” Entonces solo me quedó despedirme de ella, “Te lo prometo, volveré por ti; te lo prometo, volveré por ti, volveré por ti… si no vienes a buscarme, iré por ti, iré por ti, te buscaré, te lo prometo, te buscaré, aunque me muera…” Y una vez sentado en el bus, comencé a llorar amargamente. Tal vez, presintiendo que ya nunca más la volvería a ver. Tal vez sintiendo que mi corazón quedaba prendado en ella como señal de mi promesa de amor. Cuando el bus partió, sentí que mi alma se dividía y que me quedaba sin patria, sin amigos y sin ella, para siempre, para siempre…

F

Algunas horas después, pensaba en Borracho y su hermana cuando el inesperado sacudón del bus, que traqueteaba por la descuidada trocha, me hizo morder la lengua hasta hacerme probar de mi propia sangre. Divisé, adolorido, por la ventanilla, había un incendio de luces por el sendero y el sol se asía a los cerros para no morir tan pronto. Sin embargo, anochecía ya. ¡Es aquí!, exclamé al recordar las palabras de Borracho, ¡Lo encontramos en la curva del diablo, dando vueltas en un remolino del río! ~ 90 ~


―¡Es aquí, es aquí! ―exclamé desesperado. Abrí la ventanilla y contemplé el río por unos instantes. De pronto, el bus pareció detenerse. ¿Alguien subió?

―Buenas noches, ¿este asiento está libre? ―una voz melodiosa y triste a la vez hizo que me asustara. Volví la cabeza, era ella, no podía creerlo, era ella; pero no, no podía ser cierto. Debe ser una persona que se parece a ella, pensé tratando de reaccionar al instante. ―E, este, sí, sí, claro, claro, siéntese nomás ―me hice a un costado para que ella se repantingara a mi lado. Se sentó en silencio, el bus traqueteaba y nos sacudía con frecuencia, no sabía qué hacer ni qué decir. La veía lindando entre mis deseos y la locura, la contemplaba azorado, sorprendido por tan espléndido parecido. No puede ser, ella está muerta. Está muerta. Casi dos horas después de contemplarla confundido y con temores que habían inundado mis pensamientos, intenté conversar con ella, averiguar quién era, a dónde iba. ―¿A, a dónde va, se, señorita? ―murmuré casi sin poder articular mis palabras, sintiendo que mi lengua era un pesado bloque de adobe que no podía dominar. ―Voy a Huarás ―me contestó con diligencia y su voz me sonó íntima. “…te amo y siempre te amaré, recuérdalo todos los días para que no te olvides de mí...” ―¿A, alguna visita? ―esta vez intenté verla a los ojos, pero la luz de la luna era imprecisa en su rostro; ya había anochecido. ―Sí, voy a visitar a mi enamorado ―un aroma a rosas blancas inundó mis sentidos, era el mismo aroma de su piel. “…hueles a

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flores, Marielita, te amo mucho, cuando seamos grandes, nos casaremos, seremos felices hasta el último día de nuestras vidas…” Todo eso parecía un sueño, pero no lo era, en verdad estaba sentada a mi lado y yo conversaba con ella. ―¿E, enamorado? ―le dije sorprendido, intentando identificarla, ¿dónde, dónde la he visto antes? ―Sí, hace años que estudia en la universidad. Su silencio también me pareció conocido, como cuando ella divisaba el crepúsculo y se ponía melancólica. El bus seguía su marcha por la tortuosa carretera, la luz de la luna se filtraba errante, esta vez pude ver sus ojos. Eran cristalinos, tan cristalinos como las de un ángel, como las de mi amada, ¿será ella?, ¿será que no murió en realidad?, ¿será que estoy muerto?... ―¿No siente frío? ―me quité la casaca y se la puse sobre sus hombros, en un arranque de atrevimiento, que más me pareció por puro amor o nostalgia; ella me agradeció con una sonrisa. “…me gustas cuando ríes, te pareces mucho a las flores, a los lúcumos maduros, a los plátanos dulces, me gustas cuando ríes porque eres mi vida…” Así, continuamos nuestro viaje hasta llegar a la entrada de la gran ciudad. ―¿Cu, cuál es tu nombre? ―me atreví a preguntarle sabiendo que eran los últimos minutos del viaje. ―Noemí, me llamo Noemí. ―¡Mu, mucho gusto, mi, mi nombre es Do Domingo Menacho ―le dije tratando de tomar más confianza. ―Sí, ya lo sé, te conozco, Mingo. Me quedé pasmado, mi respiración por un instante quedó suspendida. Estaba confundido, era ella, no lo era, sí lo era…

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―¿Qué, cómo? ―Bueno, me tengo que bajar, desde aquí ya puedo llegar ―se levantó del asiento y yo seguía debatiéndome entre la vida y la muerte porque no podía respirar.

No recuerdo que el bus se haya detenido para que ella baje. Ni me percaté si el bus se detuvo para que ella suba. Solo recuerdo que ella estuvo allí y me dijo que iba a Huarás, a cumplir con su promesa. “Cuando se fue, me prometió que regresaría, pero como sigue estudiando, estoy yendo a visitarlo, porque yo también se lo prometí, prometí ir a buscarlo. Volveré por ti, me dijo. Yo también he vuelto por él, he vuelto por él, he vuelto por ti…”

Cuando pude reaccionar, ya no estaba allí, la divisé por toda la oscura calle, saqué la cabeza por la ventanilla, miré a todos lados; no estaba ya. Había desaparecido del lugar. Al volver a sentarme, estaba confundido, no sabía qué me había pasado, no podía articular ni una sola palabra; divisé a mis costados, mi casaca estaba sobre el asiento vacío y aún tibio por la extraña presencia, de pronto, el corazón comenzó a dolerme y lloré amargamente al reconocerla. Ya no podía dudar de que fuera ella. Mariela, Mariela Noemí. Así como se llamaba la mujer que siempre amé y amaré y a quien le prometí amor sincero diciéndole, volveré por ti, volveré por ti…

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JUEGO MORTAL

CHAKMAY

…Estamos muertos, quienquiera que nos vea en esta laya, sin dudar, dirá que no; pero sí, estamos muertos. Nuestras cabezas están abiertas como calabazas apedreadas. Ya son varios días los que estamos durmiendo sobre el colchón de nuestra propia sangre. No puedo verla, pero siento que de sus fosas nasales salen los blanquitos gusanos de la muerte como de las mías. Ya no la siento, pero seguro que debemos estar oliendo a puritita muerte, a carne putrefacta, a niños muertos en esta estrecha gruta que se ha convertido en nuestra tumba. Estamos muertos. Lo malo es que nadie nos escucha, nadie; como en vida, así también en la muerte. Nuestras palabras son silencio para el que no quiere oírnos. Nuestros cuerpos son despojos que no llegarán a sepultar porque no importamos, no existimos, jamás existimos para los demás. Somos invisibles, somos los otros, somos del pueblo nomás. Ella está con la cabeza pegada a mi pecho, hemos quedado como dos huerfanitos, abrazados hasta el último instante de nuestras vidas. ¿Por qué nos asesinaron?, no lo sabemos. Aún rondamos la tierra tratando de esquilmarle a nuestros pútridos cuerpos alguna respuesta, pero todo intento es vano. Las preguntas de los muertos son tan vanas como las preguntas de los vivos. Las moscas llenan nuestra gran herida y el sol quema nuestras sangres hasta volverlo un pedazo de frustración pegada al piso caliente como un siniestro dibujo de ilusiones truncas. Quien nos mató, se fue tranquilamente fumando un cigarrillo, desde entonces, no lo hemos vuelto a ver…

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…¡Al río, al río!, sonó la voz de trueno que rodó por las calles del pueblo, grito de viento feroz que eleva sombreros descuidados; al oírlos, dos niños se escondieron en una estrecha grieta del viejo muro de la iglesia, ¡no vayas a gritar, por nuestra Virgencita; no vayas a llorar, por nuestro patroncito san Isidro! ¡Escóndete, Edelmira, escóndete! El mediodía calcinaba con ráfagas de infierno. Los árboles arañaban al viento dormido en fiebre, todo era celestialmente infernal; terrenalmente sangriento… ¡Al río he dicho, a todos, a todos!, el que estaba al mando alargó su cuello de perro galgo y empujó a los rezagados que tropezaban con los bordes de sus ponchos bayos y rotosos. Ahora un aroma de muerte y pólvora se presentía en el aire estancado como un fétido vientecillo de infortunio. Uno de ellos buscó y rebuscó todas las arrugas de la tierra. Los conocía a todos. Faltaban dos niños. Se dirigió hacia las ruinas de la iglesia donde sabía que solían jugar y allí los encontró y antes de que ellos pudieran darse cuenta de su funesta suerte, una picadura de serpiente que chasqueó la cola, los hizo dormir. El hombre se dio media vuelta y se fue mientras trataba de encender un cigarrillo. Tras él, un tímido charco de sangre tibio y humeante, brotó de entre las sombras, tratando de entender lo que había pasado. Al poco rato, todo el grupo se perdió por las sementeras que daban al río. Hubo silencio, los niños atrapados en la sombra salieron semejando pedazos de almas perdidas. Esperaron a que se vayan y corrieron a buscar a los suyos. ¡Por allá, por allá!, corrieron sin sombras ni cuerpos, ahora solo eran anhelos vivos, inocencias latentes, solo niños muertos con cuerpos desangrándose en una rajadura de muro, pero ellos no se habían dado cuenta todavía. Los demás, amontonados como carneros que se sacrifican para la fiesta patronal, se desangraban con las pupilas abiertas al borde del río, entre el fétido olor a pólvora quemada y sangre recién vertida. ~ 95 ~


MURUY

Nos asustamos la primera vez que los vimos llegar; pero después, hasta cariño les tuvimos porque cada vez que llegaban, el presidente mandaba matar ovejas y cuyes para el almuerzo, además nos hacían cantar, dar vivas, desfilar por la callecita empedrada del pueblo y hasta besábamos una banderita roja que siempre dejaban izada en medio de la plaza. Nos enseñaban historia, más que el profesor de la escuela a quien regañaban y castigaban para que nos enseñe lo que ellos querían que supiéramos. ¡Viva, viva!, comenzábamos a gritar con entusiasmo. El que se llamaba camarada Vicente era nuestro amigo, flaquito él, tenía una mirada rabiosa que se componía cuando le hacíamos reír con nuestras inocencias, siempre gritaba enfurecido, pero era muy cariñoso con nosotros, nos regalaba caramelos a los que gritábamos más y marchábamos demostrando pasión y hasta nos hacía tocar el arma que siempre tenía terciada a su pecho, ¡algún día serán como nosotros!, suspiraba viéndonos gustar de los caramelos que ganábamos. Todo era júbilo, fiesta para nosotros. No íbamos a la escuela y hasta nuestros padres nos dejaban libres con ellos quienes no paraban de enseñarnos nombres raros y dar vivas ante una inmensa fotografía de un barbudo que parecía mirarnos con siniestro cariño y ante el dibujo de una hoz cruzada con un martillo. Pero el pueblo se jodió desde que llegaron los otros, estos no vestían de negro, ni tenían pasamontañas en la cabeza, no nos hacían desfilar, ni cantar, ni dar vivas; pero eso sí, el presidente también mandaba matar ovejas y cuyes para agasajarlos. Bien vestidos de verde parecían sapos viejos, enormes hojas de arrayán que olían de mala manera, tenían también sus armas y eran más agresivos, más carajeadores. ¡Al ejército, carajo!, ni bien llegaron, rompieron puertas y sacaron a los maltoncitos de sus casuchas. Esa tarde, arrearon a todos los jóvenes del pueblo. ¡Leva, leva!, le había ~ 96 ~


oído gritar a don Ignacio Milla, minutos antes de que rompieran la primera puerta; pero seguro ya era tarde, porque ninguno escapó. A los jóvenes, los amarraron como a novillos para el camal y a las jovencitas las encerraron en el local comunal y desde allí solo las oímos gritar como a los chivatos de doña Fulgencia Morote. ¿Por qué las estarán castigando?, ¿no habrán hecho la tarea?, ¿no sabrán jugar a los camaradas?... ¡cállate, Andresito, no te vayan a escuchar los milicos!, mi mamita me tapó la boca con el rebozo de su manta al mismo tiempo que salía arrojada por la puerta, la desdichada Miguelina, con las ropas todas deshilachadas y ensangrentadas. Lanzada como un vómito de ultrajes que no paraba de llorar y empuñar la tierra negra del piso para cubrirse la cara. Poco después, cuando estaban ya a punto de desaparecer por las curvas del camino, mamitas y taytitas, con qué sentimiento lloraron por sus maltoncitos levados. No los había visto jamás de esa laya, todos moqueando, berreando como toros separados de sus becerras, como si en vez de soltar sollozos, les salieran truenos de la garganta, retumbe de mangada o bramido de río en tiempos de lluvia. Las mujeres, en cambio, lloraban cantando plañidos yaravíes. Sí, entre lágrimas, las mamitas cantaban el yaraví de la despedida y el pronto regreso. Desde esa vez del llanto, no he vuelto a ver a otro pueblo que llore de igual manera.

QURAPYAY

Estábamos jugando con Edelmira y con todos los muchachos que quedábamos en el pueblo, siempre me tocaba jugar al papá y a la mamá con ella. Jugábamos que teníamos harto ganado y que los vendíamos para comprarnos sombreros nuevos para la fiesta del pueblo; cuando ella dizque me estaba sirviendo la sopita

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que no era más que agua y un poco de hoja de matico picado, los volvimos a ver, aparecieron como cada mes. Marchamos, cantamos y nos gustó mucho el nuevo juego que trajeron, ellos lo llamaban “juicio popular”, y así se llevaron por la chacrita que está junto al río, a don Ponciano Ponte que había perdido en el juego. El hombre alto que siempre nos hacía desfilar y que parecía perro galgo, dijo no sé qué palabras antes de llevárselo. Nosotros no pudimos ir, algunos mayores no nos dejaron ni siquiera ver, al poco rato reventaron avellanas como si estuviéramos en vísperas de la fiesta patronal, luego vimos un denso humo subir desde la chacrita. Así, de tiempo en tiempo, fueron desfilando don Alipio Gamarra, don Efraín Sotelo, don Graciano Willca, don Casimiro Ochoa, lo malo del juego es que ellos ya no regresaban y dejaban a las mamitas y a los hijos llorando desconsolados. Edelmira también lloraba por su taytita, don Alipio Gamarra que fue el segundo en ir por la chacrita a orillas del río, luego su mamá le diría que se había ido de viaje, que ya iba a regresar; pero pasaban los días y las semanas y el taytita de Edelmira no volvió nunca más. En esos días nosotros también jugábamos al “juicio popular”, escogíamos a Pulli, a Filli, a Rodolfo, a Hectu, les decíamos que se iban de viaje y lo llevábamos hasta la orilla del río. Yo imitaba al camarada Vicente, obsequiaba capulíes como caramelos y tenía un palo grueso como mi arma. Les mandaba cruzar el río indicándoles que por allí se iba a Lima. Edelmira les daba comida y piedritas que eran monedas y ellos se iban contentos, ¡a Lima, a Lima!, diciendo, mientras las frías aguas lamían sus pies. A Lima a traer más plata, vestidos nuevos y libros para hacer la tarea. A Lima para que el resto no ande diciendo que no conocemos la capital. ~ 98 ~


…¿Recuerdas?, desde que nos pusieron en la escuelita, ya no pudimos separarnos. Marido y mujer seremos, marido y mujer con muchos hijitos, muchas sementeras y ganados. Eso soñábamos antes de que los tucos llegaran a engañarnos. Nos dijeron que eran buenos, que solo querían justicia e igualdad para todos. Mejor hubiera sido quedarnos sin su justicia y sin su igualdad, al menos ahora estaríamos vivos y hasta tal vez, pensando en casarnos en la fiesta patronal. Pero eso ahora se jodió. ¿Recuerdas?, hasta tu taytita me tenía mucho cariño, ¡Andresito, caray, ya crece para que te cases con mi Edelmira!, me gritaba sonriendo. Y tú, mariposita, al escuchar a tu taytita, te ponías roja de la emoción. ¡Ah, Edelmira, qué feliz éramos antes de que vinieran a jodernos la vida! Antes de que esos jijunas quieran hacer justicia dizque para nuestro bien. Luego llegaron ellos, dizque la fuerza del orden, cuál orden ni ocho cuartos, más espantados que andaban nuestros taytas, más todavía los asustaban y maltrataban. Desde que ellos llegaron, ya nadie quería tener mujer del pueblo porque casi todas ultrajadas, lloraban apretando al hijo de algún milico en sus entrañas. Cuál fuerza del orden ni huevos de chancho capón, cuando se fueron nos dejaron a todos la vida más jodida y desordenada que antes. Ya nada fue igual desde que llegaron los milicos. Segurito por allí nomás se encontraron con los tucos, y ¡pin, pan, pin, pan!, se habrían dado de alma hasta matarse unos a otros. Pero nosotros, al final, pagamos la muerte de todos. Se vinieron enfurecidos contra el pueblo y nos ajusticiaron como si nosotros tuviésemos la culpa, como si nosotros les hubiésemos dicho, ya niñitos, jueguen a la guerra pues y si nos les gusta cuando el otro les haga daño, aquí estamos nosotros, el pueblo para pagar los platos rotos de sus travesuras. ¿Acaso nosotros le dijimos a los cumpas que vayan por esos lares de Dios defendiéndonos como si no pudiésemos nosotros mismos hacerlo? ¿Acaso llamamos en algún momento a los milicos a que vengan a defendernos dizque en nombre de una patria que solo se acuerda de nosotros cuando no hay nadie más que joder? Enfurecidos llegaron hasta el pueblo como si hubiésemos tenido la culpa de sus malas ideas y sus guerritas de niños que no podían soportar. ~ 99 ~


HALUTSIKUY

Esa mañana estábamos jugando a las escondidas. El sol quemaba y el cielo estaba intensamente azul. Sudabas de cólera porque no podías encontrarme. Yo me aguantaba la risa en mi escondite y de tanto buscarme, por fin me habías escuchado. Fue entonces que llegaron por el camino de siempre, esa vez, no sé por qué, sentí mucho miedo al volver a verlos y no quise salir de mi escondite y más bien, te jalé hacia la sombra. Desde allí vimos cómo comenzaron a jugar sin nosotros. Pero ya no estaba el camarada Vicente, era otro que también se parecía a un perro galgo, decía algo que no podíamos entender, algo como que el camarada Vicente había sido asesinado por los militares, que era nuestra culpa, que nos declaraba traidores, que nos sometía a “juicio popular”, que nos había sentenciado a muerte y otras palabras más que no pudimos escuchar bien. Los juntaron a todos, arrearon a chico y a grande por la misma chacrita junto al río y una vez allí, hicieron sonar sus avellanas. Mandaron a todo el pueblo, ¡seguro a Lima!, pensé, ¡seguro para que trabajen y compren abono, para que puedan comprarse ropa nueva para la fiesta!, murmuraste tú, mientras tu carita de azucena silvestre se ponía mustia y llorosa.

…Ahora caminamos sin caminar, vemos sin ver, lloramos sin llorar y hablamos sin hablar; esto es como vivir sin estar vivo. Y quién dice que la muerte es el descanso, cuál descanso ni nada, aquí las cosas siguen igual de jodidas. Nadie nos ha dicho si esto es el cielo, el infierno o es aún la vida. Caminamos y caminamos todo el tiempo, sin rumbo, sin sol, ni día ni noche. ¡Ay, Edelmira, solo tus ojitos de taru-

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ka eran mi consuelo, esos ojitos que ahora yacen junto a mi pecho, nublados por la muerte, carcomidos por el olvido…

Cuando se fueron del pueblo, salimos desesperados a buscar a nuestros padres, ¡no vaya a ser que se hayan ido dejándonos!, gritamos. Pero no los pudimos encontrar. Ya desesperados, llegamos a una pampita junto al río, escondida por matorrales. Allí los hallamos a todos. Amontonados como reses desolladas. Reconocimos la cara de don Policarpio Pineda y nos asustamos, advertimos el pecho abierto y ensangrentado de don Gilberto Sifuentes y nos inundó el miedo, la cabeza destrozada de don José, a doña Julia, a doña Ponciana y a Miguelina también y a nuestros amigos de juego, como dormidos, debajo de don Gumercindo que tenía una picadura de armamento en la espalda. Ya no pudimos aguantar más, caímos de rodillas ante ellos y lloramos como nunca lo habíamos hecho. Lloramos como ellos habían llorado cuando los de verde sapo se habían llevado a todos los jóvenes y ultrajado a las muchachas que ahora yacían con la boca abierta igual que sus pechos enrojecidos. Y lloramos más todavía, al encontrar la cara de nuestros padres, bien aplastados debajo de don Ignacio Milla, todos durmiendo sin razón, con la sangre aún tibia y humeante empapando sus cuerpos. Todos habían perdido en ese maldito juego que nos habían traído a nosotros que solo sabíamos jugar al papá y a la mamá, a la chacrita, a las escondidas, al trompo y a las canicas. Y cuando estábamos padeciendo de este infortunio, el cielo comenzó a llorar afiebradamente, pero tú y yo, ¿lo recuerdas?, ya no volvimos a sentir las consoladoras caricias de la lluvia de mayo anunciando la nueva vida. Entonces supimos que el mañana ya no sería para nosotros, nunca más...

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DANZA DE VIDA

…Fuego entre la nieve...

El crepúsculo se incendia con un resplandeciente fuego amarillo que acaricia la mejilla de Tayta Mayo en plena procesión, mientras contempla el contrapunteo de su plateada cuadrilla de shaqshas contra la dorada shaqsha de Paramonga que es su más fuerte rival. La gente se va agolpando poco a poco, saben que no es un simple contrapunteo, es una danza de vida, una danza por la renovación, por la salvación. Ágiles guerreros de broncíneos músculos, piruetean frente a frente. Sus ojos se hieren mutuamente incendiando el alma del rival. Pinkullo y tinya resuenan en la batalla. La coca perfuma el ambiente. Brincan, sudan, forcejean. La gente los mira con asombro. Los danzantes semejan dos dioses infatigables. La plazuela soledana es un campo de batalla donde presente, pasado y futuro, abajo, aquí y arriba se fusionan en un solo tiempo y espacio. En una sola danza de vida

…El sol rasguña las nubes de la quebrada, las hace gemir intensamente amarillas. Fuego que lame las entrañas del cielo, fuego que incendia las almas…

Tu traje plateado es sacra armadura. Tu destino es ganar. Derrotar a la sombra hasta hacerla parir las luces de la vida. Tayta Mayo es bondadoso, pero a cambio, quiere que le hagamos quedar bien en su fiesta. Por eso, debes ganar. ~ 102 ~


…Silencio entre las cumbres, un anaranjado encendido lame los ichus de la puna, el silente cóndor enmudece su vuelo ante el huayno milenario que silba el ichu…

Ahora agitas tu chicote, el aire se inunda con sus truenos. El viento baila al son de tus movimientos. Los cerros vibran al ritmo de tu corazón. Los árboles mueven su copa al compás de la tinya. El aroma del huayno se mete al alma de todos. Cuando los shaqshas de Tayta Mayo bailan, toda la tierra se mueve a su ritmo. El sudor cae al piso y merma el polvo de milenios de batalla. Truenas los chicotes, el cielo parece resquebrajarse de dicha y los plateados trajes llamean con el anaranjado rayo del sol que agoniza esperando el sacrificio salvador.

…Melancolía incierta entre las copas de los eucales. Un rojo resplandor se enciende en los nevados. Las nubes están sangrando. Los apus meditan una batalla eterna. No hay dios ajeno ni propio, ahora todos somos iguales, parecen gritar los vientos…

El rival de dorado traje ahora piruetea con habilidad de puma, es un hábil pájaro en el aire, un astuto zorro que brincotea con agilidad. La gente lo mira admirada. Aplauden, bullen ignorando su aciago destino. La gente está hechizada por el dorado baile celestial. Parece que va a ganar. Si nos gana, Tayta Mayo se molestará con nosotros.

…Fuego entre las quebradas, la llamarada purpúrea se mezcla con un carbón violeta que huele a chicha. La sombra ya invade con su ~ 103 ~


violencia de anochecer. Ha caído el día… la noche invade al guerrero caído…

Es tu última oportunidad. Tu corazón es un tambor de guerra que comienza a estallar, el huayno fluye en tu sangre. Eres cóndor en tus vuelos, puma en tus saltos mortales, taruka que brincotea con el latir de la tinya. Destilas un agradable perfume a coca, aroma de milenios y sabores de papa y maíz. Brillas con todos los colores de la vida. Eres un huayco milenario. El huayco que nos ha de purificar la vida. Mantienes en vilo a los vivos y muertos que han venido a verte. Ahora eres tú nuevamente, el triunfante campero que se rinde ante su Santo Patrón, en señal de reverencia y gloria. Has ganado. Has ganado. Ahora la gente corre eufórica por todas las calles de Huarás. El día que hemos soñado ha llegado. Se encienden las luces de una nueva existencia y la danza de vida continúa para siempre.

…Fuego entre la nieve...

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DANZA DE VIDA

2019 La Edición Impresa la pueden solicitar a: Angélica Goñi Alvarado Urb. San Isidro, Santa Casa – Huaraz – Áncash Informes y pedidos: 995288681 - 934365385 Bibliofilia Ediciones de Enrique Milla Cáceres Jr. Guzmán Barrón N° 301, Huaraz – Áncash RPM WhatsApp: 943494853 - RPC: 944128896 E-mail: bibliofiliahuaras@gmail.com Facebook: Bibliofilia Huaraz


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