Negros Oleajes - Teófilo Villacorta Cahuide

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BIBLIOTECA DIGITAL ANCASHINA ASOCIACร N WARAS: CIENCIA Y CULTURA

NEGROS OLEAJES

Teรณfilo Villacorta Cahuide 2019 Ediciรณn Digital 2


TEÓFILO VILLACORTA CAHUIDE (Ancash, 1966) Pintor, poeta y narrador. Realizó estudios en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes del Perú, la Escuela Superior de Formación Artística de Ancash. Como pintor ha expuesto sus obras en diversos lugares del Perú y el extranjero. Ha publicado los libros “Aventuras en marea Caliente” (Cuentos), “Nostalgia desde los escombros” (Poesía), “De color rojo” (Relatos), “Marea de sombras Azules” (Poesía), “El mar en los ojos de la niña Buenaventura” (Novela), “Volver al mar como en los sueños” (Cuentos), “Conversaciones con el mar” (Poesía), “Pescador de recuerdos” (Novela), “Negros oleajes” (Novela) y “Luz de París (Poesía). Ha obtenido el Tercer Premio Nacional de Poesía Muchik-Chiclayo (2007). Segundo premio de Novela Corta “Premio Nacional de Educación Horacio” (2009). Primer Premio de Cuento “Premio Nacional de Educación Horacio” (2010). Tercer Premio de Novela “Premio Nacional Horacio 2015”. Ha participado en diversos eventos literarios en muchas ciudades del Perú, así como en el 16° Festival de Poesía de La Habana - Cuba (2012), el III Festival Iberoamericano de Poesía “Salvador Díaz Miró” Las Choapas - México (2013). En el 2014 realiza una serie conversatorios sobre Literatura en la Universidad de Colombia con sede en Medellín. En el 2015 participó en el VIII Encuentro Internacional de Escritores y Artistas en Tarija – Bolivia. En el 2017 realiza una gira por Europa donde presenta sus libros y participa en recitales en Madrid, París Venecia y Roma. En el 2018 participó en el II Encuentro Internacional de Escritores en Santiago de Chile. Actualmente es docente en la I.E. Inca Garcilaso de la Vega de Huarmey- Ancash.


NEGROS OLEAJES

TEÓFILO VILLACORTA CAHUIDE

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SERIE: LITERATURA ANCASHINA CONTEMPORÁNEA

Edición Digital a cargo de: Asociación Waras: Ciencia y Cultura Biblioteca Digital Ancashina © Teófilo Villacorta Cahuide Huaraz, Ancash, Perú Marzo, 2019

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A Rosa Eugenia, mi madre, por haberme sumergido en esa alucinante caleta

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Rosa de los Ángeles dejó caer el pescado sobre el aceite caliente de la sartén. El líquido dorado borboteó emitiendo un sonido parecido al de un chorro de agua. A cierta distancia, Arnulfo contemplaba cómo el pescado iba cambiando de color con el aceite que parecía oro diluido ante la tenue luz del lamparín, mientras la madre, con una actitud de confiada concentración, provista de una espumadera, le daba vuelta para lograr una mejor cocción. La densa noche había caído deprisa sobre una tarde que otras veces parecía prolongarse más. Al cabo de un rato, cuando la madre terminó de cocinar, Arnulfo preguntó si podía colocar los recipientes sobre la mesa para que sirviera la comida, pero ella le indicó que aún no era la hora, además debían de esperar a Maximiano, pues la costumbre de comer junto con el marido era para ella un acto casi religioso aprendido de su madre desde niña. El pequeño Arnulfo se detuvo mirando a la madre con cierta angustia y recordó que, en efecto, durante la comida, nunca se habían sentado a la mesa sin la presencia de Maximiano. Afortunadamente, unos minutos después apareció Maximiano con los remos sobre el hombro, pero extrañamente se detuvo en el umbral de la puerta. Madre e hijo lo observaron sorprendidos por un instante, luego se miraron intentando descifrar por qué no había ingresado rápido como en otras ocasiones. El dolor que Maximiano había sentido en la columna al momento de llegar a la puerta, no era poca cosa. Sin embargo, no le dio importancia y se inclinó para ingresar, bajar los remos y ubicarlos en un rincón de la pieza acondicionada como sala y cocina a la vez. ―Nos tenías preocupado por tu tardanza ―dijo la madre con un suave tono de reproche, mientras aproximaba una silla a la mesa.

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―La mar está brava. No dejaba entrar a donde debía dejar la red ―respondió con serenidad―. Los peces están bien adentro ―culminó con un tono extenuado y se sentó en la silla mirando a su mujer con dulzura. Arnulfo miraba con cierta desconfianza al hombre que en ese instante parecía debilitado. Desde que su madre le presentó como su segundo padre, tenía dificultad para hablarle con seguridad. La madre sirvió la comida, como siempre, envuelta en un riguroso silencio. Solo cuando dispuso las bandejas sobre la mesa atinó a decir que se sirvieran. Media hora después, ante la oscilante luz del lamparín, terminaron de comer. Luego de dar las gracias respectivas, Maximiano prendió un cigarrillo sin filtro, dio una breve fumada y se fue a su habitación. Adentro, apenas logró avistar la cama a través de la lucecilla intermitente del cigarrillo, palpó el borde con mucho cuidado y se acostó sobre la cama, en donde su cuerpo encontró un placentero descanso. Rosa de los Ángeles, como de costumbre, se quedó orando por un instante. Enseguida recogió los utensilios, limpió rigurosamente la mesa y acomodó las sillas. El orden y la limpieza era una manía adquirida de su madre desde niña. Justo, en ese momento, la recordó mirándola con esa ternura con que la despidió la última vez. Aun cuando se opuso severamente a esa relación de la cual surgió Arnulfo, la recordaba con mucha angustia. Pero nunca obedeció cuando ella le anunció que ese hombre la abandonaría. Y así fue, precisamente cuando Arnulfo había empezado a emitir la primera sílaba con la que se nombra al padre. Y Rosa de los Ángeles, al cumplirse la infeliz predicción de la madre, invadida por un abrumador sentimiento de culpa, no tuvo otra opción que huir a esa caleta donde luego de unos meses se comprometió con Maximiano, quien lo encandiló rápidamente con su aspecto magnánimo. Tiempo después levantaron una cabaña de esteras con la ilusión de convertirla luego en una hermosa casa de material compacto. Desde entonces Arnulfo empezó a mostrar otra actitud debido a la presencia de una figura 4


paternal desconocida: la primera sílaba en alusión al padre parecía trabada en su garganta. Sin embargo, Maximiano se esforzaba para que su afecto, tan limpio como el agua, tocara el espíritu del niño.

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Maximiano ha ingresado con su chalana al mar recordando aquel sueño donde un hombre logró librarlo de un oleaje. Aun cuando ese recuerdo parece reducirle la lucidez, ha llegado cerca de un bajío donde los corchos de su red relucen cuando, a veces, se eleva la marea. La frágil embarcación se alborota ante el insistente golpe de las aguas, ocasionando que Maximiano se debilite un poco; sin embargo, logra atrapar la boya y se dispone a levantar la red. Cuando apenas ha levantado unas brazadas, sus ojos brillan ante la cantidad de pescado atrapado. Valió la pena arriesgar su vida para tender la red en esa zona donde la tarde anterior unas olas enloquecidas arremetieron a otras chalanas. Es un gran golpe, piensa tratando de contener el cansancio, y continúa levantando la red con ese ritmo vertiginoso con que acostumbra trabajar en esas circunstancias en que, de pronto, una ola traicionera podría voltear su pequeño bote. La chalana da la sensación de hundirse por el sobrepeso. Maximiano mira preocupado porque aún le falta levantar la tercera parte de la red. Un obligado dilema lo detiene. Finalmente opta por una solución inmediata: saca un filudo cuchillo del cajón de popa y corta la red dejando perder el resto en la profundidad del mar. Enseguida coloca los remos en los toletes, se sienta en el banco del medio y rema acelerado, pero la chalana apenas se mueve como un pesado mamífero. Cuando el sol empieza a iluminar levemente, Maximiano llega a la bahía. Lanza la piedra de inmersión para estabilizar la chalana y se dispone a achicar el agua acumulada por obra de la agitada marea. Antes de desamallar, sacude la red intentando desprender cierta cantidad de peces. En la ramada, situada a unos metros de la ribera, la gente va aglomerándose en torno a otros pescadores. Desde una mediana peña, donde las olas estallan 6


levemente, un grupo de atentos hombres observa a Maximiano. ―Puta, ese sí es un buen golpe‖, grita uno de ellos, mientas otros se limitan a observar al hombre que hace unos meses, cuando la suerte le era esquiva, lo consideraban un inexperto para la pesca. Incluso atribuyeron su mala suerte a su procedencia andina, manifestando que la pesca no era para serranos, sino para aquellos costeños dotados de insólitas pendejadas que cabreaban al destino con su astucia. Pero cuán equivocados estaban, pues la escena de ahora demostraba lo contrario Hilos de sudor, cual diminutos riachuelos, bajan por su rostro. Maximiano siente su cuerpo cansado, pero no le toma importancia. Se pone de pie sobre el banco de popa y pide el apoyo de otra chalana. En breves minutos llega una, conducida por un tipo flaco, de espalda encorvada y cabellos hirsutos. Apega su embarcación por estribor y luego alcanza los balayes a Maximiano mientras unas gaviotas revolotean en su entorno. Después de media hora más o menos, las chalanas se encuentran cargadas. El flaco se ubica en el banco del medio, coloca los remos en los toletes, sujetándolos con la argolla, y empieza a remar mientras Maximiano lo sigue con su chalana. Tras veinte minutos de recorrido, las chalanas llegan a la orilla, donde unos hombres tratan de estabilizarlas. Entre ellos, Maximiano reconoce a Rosendo, el viejo carnicero que ante la ausencia de su esposa Carmela le ofrecía una generosa yapa. Lo ve subir rápido a la chalana, con la camisa abierta, mostrando su panza abotagada y una prematura calva que trata de cubrir con un gorro con visera. Hace unos meses se embarcó como tripulante en la ―San Telmo‖, una lancha de gran tonelaje; pero ahora, debido a la avería del motor, oficiará de recursero. La pesca es así. Uno puede estar en la cúspide de dirigir una buena embarcación, luego puede descender a un simple oficioso y ganarse el pan a costa de la generosidad de los amigos. En ellos cabe exactamente la frase mencionada con mucha nostalgia: ―El mundo siempre da vueltas‖.

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En la segunda chalana, otro grupo de hombres ha empezado a descargar los balayes con celeridad, sin entretenerse en conversaciones vanas. Dos tipos recios, cuyas toscas manos empuñan las asas con rigidez, llevan los canastos a la ramada. El flaco, desde la proa de su chalana, lleva la cuenta rigurosamente. En la ramada la gente va situándose prudentemente en torno a los bayales con la intención de solicitar la generosa contribución de Maximiano, pues cuando un pescador es bendecido por un buen golpe cuenta con licencia para obsequiar cierta cantidad a sus allegados. Al cabo de media hora, los vigorosos hombres, en una operación vertiginosa, terminan de pesar. Un niño delgado, vestido con pantalones cortos y ojotas de caucho, acude al mar portando dos baldes de hojalata a fin de proveer agua para que el Gordito, comerciante mayoritario, lave su pescado. Maximiano mira con profunda ternura al niño y una leve melancolía lo atraviesa al recordar al pequeño Arnulfo. Se abstrae un instante recordando la mirada huidiza del hijo postizo, pero la Tía Manuela, esposa del Gordito, lo saca de su meditación anunciándole el pago correspondiente. Maximiano se acerca a la esquina de la ramada donde la Tía, sentada en un sillón, mandil a cuadros extendido hasta el suelo, saca la cuenta con un lapicero negro sobre una libretita de tapa dura. Luego de cotejar la suma, extrae los billetes, los cuenta celosamente y se los entrega a Maximiano, quien, al advertir el alza del precio, muestra una súbita alegría. Esa variación es casi siempre ignorada por los pescadores: solo en el momento de cobrar advierten si el precio ha sufrido algún cambio, favorable o desfavorable. Luego de verificar el dinero, Maximiano lo guarda en el bolsillo de su pantalón, regresa a la playa y, sentado cómodamente en la chalana, efectúa el pago a los ayudantes.

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Una mañana, cuando el cielo se encapotaba levemente, apareció en la caleta un hombre de aspecto intelectual y mirada profunda que parecía escrutar más allá de lo superficial, al mismo tiempo melancólico y silencioso. Vestía camisa blanca, impecable, pantalón de tela negra, zapatos negros con una ligera capa de polvo, y llevaba un saco de lanilla gris colgado en su brazo derecho. Lo acompañaba una presentable señorita quien al parecer era su asistente o algo parecido. Y fue ella justamente quien se acercó a Maximiano, que en ese momento conversaba con unos pescadores, para saludarlo con mucha confianza y presentarle a don José, un investigador de las costumbres de los pueblos del Perú que llegaba por recomendación de un pescador, cuyo nombre no recordaba en ese momento. Antes de que el hombre soltara una palabra, Maximiano le escrutó el rostro de claro aspecto melancólico y sintió como si llevase el preludio persistente de la muerte. Obviando aquella extraña sensación, le ofreció una sonrisa y le estrechó la mano. El visitante también sonrió y el bigote se le ensanchó levemente. Luego, como para sumar puntos a su amable atención, Maximiano le dijo que contara con él para cuando lo necesitara. Entonces el taciturno investigador, sobre la marcha, le pidió acompañarlo a entrevistar a los pescadores provenientes de la sierra. Fue así como en una oportunidad le presentó a un antiguo pescador natural de Abancay. Esto, sin duda, activó la emoción del visitante, pues ambos eran de la misma región: solo que don José había nacido en Andahuaylas. Calixto, así se llamaba el abanquino, le dio un efusivo abrazo y le invitó a degustar un cebiche en uno de los expendios de la playa mientras le narraría algunos pasajes de su vida, sobre todo cómo había llegado a Culebras. Camino a la playa, mientras doblaban la esquina del malecón, un grácil perrito lanudo se le acercó a don José, con un gesto familiar como si lo reconociera de pronto. Don José le brindó una mirada paternal y, mientras el can le husmeaba los pies, se agachó para acariciarle el lomo lanoso y terso. Pero en ese instante apareció un niño

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llamando al perro por su nombre y éste, moviendo la cola, se volvió hacia el pequeño que lo cargó en sus brazos y se retiró como si no hubiese visto a nadie. Al llegar a un humilde quiosco de cebiches, la dueña, vestida con un mandil a cuadros, les ofreció cuatro bancas de madera antigua que, aunque emitían un leve crujido, conservaban cierta consistencia. Don José, demasiado caballero, le cedió el banco primero a la bella señorita, enseguida se sentó a su lado. Luego lo hicieron los otros dos. Mientras la señora iba preparando el cebiche, Calixto, que había estado aguantando las ganas de desembuchar parte de su historia, indicó, mirando con nostalgia al investigador, que había llegado a Culebras en la época del boom del guano, contratado por una empresa que llevaba hombres a las islas guaneras para hacerlos trabajar en la extracción del preciado fertilizante. Aunque ganaba bien y gozaba de buena alimentación brindado por la empresa, era un trabajo matador que duró buen tiempo. A estas alturas de su vida sentía como si buena parte de su fuerza física había quedado allí; pues ahora, con sus casi sesenta años, solo podía dedicarse a la pesca con sedal. En ese instante, cuando el investigador estaba como ido pero asimilando la historia, la chica lo alertó: ―José María‖, ante el gesto de la cebichera que estaba por alcanzarle el plato. Entonces, Maximiano volvió a mirarlo y algo repentinamente le pareció familiar: el nombre o el rostro. Y no pudo contenerse de preguntarle si ese era su nombre verdadero. El hombre le dijo que sí, pero que le llamara solo José. El delicioso potaje a don José le pareció uno de los manjares más exquisitos probado en su vida, solo comparado con uno similar degustado en Chimbote con unos pescadores avezados, quienes además, tras invitarles unas botellas de cerveza, lo habían llevado a conocer el Tres Cabezas, mítico burdel donde los fogosos parroquianos competían en puntualidad. Para asentar el cebiche, como era habitual, la señora les ofreció un jarro de chicha de jora. Al probar el primer sorbo, don José sintió un sabor agridulce que le pareció excitante. Maximiano le dijo que esa bebida era del norte, y no podía saber mejor porque la señora, quien la había preparado, era de Sullana. Don José frunció el entrecejo y se quedó pensativo por un instante. Hizo un rápido

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recuento de la variedad de estirpes que había visto desde su llegada. ―Todas las sangres‖, murmuró para sus adentros. Tras agradecer a la cebichera por la esmerada atención se despidieron y, con los rostros colmados de satisfacción, regresaron por la calle que conducía a las afueras de la caleta. A mitad de camino, Calixto se despidió con nostalgia porque pensó no volver a ver a aquel hombre sencillo y, aunque taciturno, grato. Pero cuando este le prometió que regresaría pronto, se fue con una amplia sonrisa. Enseguida, mientras se dirigían hacia el paradero de autos, don José le pidió a Maximiano que le consiguiera hospedaje para su próxima visita. Maximiano se quedó pensativo, como buscando en su memoria a la persona que pudiera alquilarle una casa. Y ante la aparente remota posibilidad de encontrar, le dijo: ―Al final, le brindaré un espacio en mi casa‖. Pero don José le manifestó que no quería incomodarlo, probablemente por allí encontraría, era cuestión de buscar. Al llegar al paradero de autos, el ilustre visitante y la bella señorita que a veces devenía en largos silencios, se embarcaron con destino a Huarmey, para de allí regresar a Chimbote, donde se encontraban hospedados.

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Cuando el sol de la mañana apenas aparecía, Rosendo llegó a la casa de Maximiano acompañado de un hombre delgado, bigotes pequeños y rostro ligeramente alargado, quien llevaba un deslucido saco azul marino, pantalón negro de lino y sombrero de fieltro gris. Tenía unos sesenta años y era propietario de El Perené, flamante embarcación recién lanzada al mar. Ricardo —así se presentó con una voz aflautada— le dijo que necesitaba una persona con experiencia para hacerse cargo de su nueva embarcación. Maximiano se quedó pensativo, pero con la idea de que si aceptaba sería para mejorar la situación de su hogar. Sin embargo, la duda empezó a rondar por su cabeza: nunca había laborado en una embarcación como esa. El viejo Rosendo, al verlo en esa actitud indecisa, le exhortó a que aceptara. Ricardo insistió, indicándole además que podría asegurar el futuro de su familia. Maximiano miró de nuevo al hombre, exhaló un breve suspiro y aceptó, recordando cómo Rosendo, sin tener experiencia, había ingresado a laborar en esa lancha en la que ahora era un experto tripulante. El día en que Maximiano se embarcó en la flamante embarcación, la mañana parecía iluminada por una luz artificial. Como artificial le parecía el momento en que se ubicaba en la proa de El Perené a guiar las faenas. Por ser la primera vez, el dueño le recomendó salir en las mañanas a la pesca del calamar para ir conociendo a sus tripulantes y adecuándose a las maniobras de la embarcación. Entre sus tripulantes era notoria la presencia de Policarpio, un tipo solitario y de aspecto descuidado: su cabellera y su vestimenta siempre estaban desaliñadas. Tenía una ralísima e erizada barba como gruesas cerdas de aspecto demoniaco. Qué decir de sus dientes roídos, donde la risa parecía convertirse fácilmente en tristeza, al punto de solo proferir la escueta interjección de: Je, je, motivo por el que los pescadores le apodaron Jejé. El negro Cuníco, siempre implorando con voz melodiosa al Negrito de Ayabaca, era el segundo tripulante. Completaba el

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grupo, el meditabundo Conchetu, cuyo apelativo devenía de inconclusas mentadas de madre a cosas o acciones desagradables. La embarcación, con su radiante motor zeta, después de recorrer algunos lugares de probable pesca llegó a la zona indicada: una extensa playa de aguas límpidas y tranquilas. Desde allí, hacia el este, podían ver los carros transitando por la Panamericana; mientras hacia el norte, unos botes, apenas perceptibles, pescaban cerca de los arrecifes. El sol se había ubicado en medio del cielo, destellando una hermosa luz dorada sobre el color turquesa del mar. En ese instante Maximiano recordó haber escuchado a un pescador que cuando eso sucedía era momento de pescar el calamar. Con tal convicción, mientras el negro Cuníco maniobraba la caña del timón dando vuelta a la embarcación, el debutante patrón ordenó arrear el boliche sobre esa aureola formada por el sol. Jejé largó la boya y empezó a soltar el paño con los corchos. Conchetu desplegó rápidamente la gareta. El bote aceleró su velocidad formando un gran círculo con los corchos que amarilleaban ante la luz solar, mientras Maximiano, desde la proa, señalaba la dirección a seguir. Finalmente, todo el boliche se extendió en el agua. Maximiano apagó el motor y con un gancho levantó la boya. Enseguida dio vuelta la gareta en el mástil y empezó a jalar junto con los tres tripulantes. Al cabo de una hora, cuando habían levantado casi todo el paño, aparecieron los primeros calamares expulsando violentos chorros de agua mezclada con tinta. Una extensa masa violácea evidenciaba la cantidad insospechada de calamar. Los ojos del negro Cuníco blanquearon jubilosos. Jejé lanzó su escueta exclamación de alegría y miró a Conchetu, quien a su vez se limitó a sonreír mientras se limpiaba el sudor con el dorso de la mano. Finalmente, después de un esfuerzo conjunto, levantaron la bolsa.

El sol se había deslizado lentamente hacia el horizonte. En la playa distante, un considerable grupo de hombres acarreaba un descolorido chinchorro. Cerca 13


de un camión, una ligera humareda se elevaba con lentitud desde un fogón. En la embarcación de Maximiano los tripulantes miraban con alegría la cantidad de calamares. ―Diez balayes‖, calculó Conchetu, y Maximiano, considerando que su debut debía ser con una pesca mayor, propuso realizar una segunda cala, pero Conchetu sugirió que era suficiente. El resto aprobó por unanimidad. Entonces, sin más discusión, decidieron retornar a la bahía. Al llegar a la caleta vieron a otros botes ya anclados, aquellos que estuvieron pescando en otra zona. En las ramadas, como era habitual, se iba formando una gran aglomeración, mientras a bordo de El Perené, cuatro tripulantes mostraban una inesperada fortuna a través de las cubiertas atiborradas con esa exuberante masa gelatinosa con la que identificaban al calamar. Sin duda, habían realizado su primer gran golpe. El sol se iba perdiendo entre nubes que cruzaban lentas el horizonte; pero la tarde aún era cálida. El movimiento de la gente y el merodear de los pájaros le conferían a la caleta una suerte de imprevista festividad. La chalana destinada a descargar zarpó con media hora de retraso. Al llegar, se apegó por estribor y el flaco alcanzó la soga para que los tripulantes la afirmaran. Luego subió los balayes. Después de una hora, cuando terminaron de colocar los balayes repletos en la chalana, Maximiano subió a la proa y el flaco empezó a remar con celeridad.

Ubicado ya en la ramada, Maximiano supervisaba atento mientras un grupo de voluntarios vaciaba el calamar en cubetas de fibra para luego pesarlas en una gran balanza invadida de óxido. La compradora, una mujer delgada, cabello lacio recogido en un moño y acento andino, anotaba la cantidad en una libretita. Cuando terminaron de pesar, el hombre encargado de llevar la cuenta indicó: cuatrocientos kilos. Maximiano, al verificar la cantidad, consideró un récord; pues 14


la máxima alcanzada era veinte por embarcación, monto con la que podían cubrir fácilmente los alimentos de una semana, debido al precio oneroso. Evangelina, la radiante compradora que difícilmente regateaba el precio, luego de convertir la suma de kilos en soles, condujo a Maximiano a una improvisada oficina para efectuar el pago respectivo. El lugar era una casetilla levantada con palos y esteras y contaba con una mesa de madera sin pulir y una silla de junco. La mujer se sentó en la silla, sacó los billetes del bolsillo de su típico mandil a cuadros y fue contándolos sobre la áspera superficie de la mesa. Maximiano miraba los billetes repitiendo mentalmente la cantidad anunciada por la comerciante. Cuando terminó de contar, la mujer arrimó los billetes hacia el lado de Maximiano. No se lo puso en la mano como otras veces porque pensó que la cantidad ameritaba una verificación. Sin embargo, Maximiano, confiado en la honestidad de la mujer, no los volvió a contar: los guardó en los bolsillos de su pantalón. La mujer pidió que le siguiera abasteciendo, probablemente el precio se incrementaría. Esta última frase a Maximiano le sonó falsa. Sabía que cuando la pesca se incrementaba el precio tendía a bajar. Aun así, esbozó una leve sonrisa y asintió moviendo la cabeza maquinalmente. Al salir de la improvisada oficina, Maximiano reunió a sus tripulantes para distribuir la ganancia. La cantidad considerable los obligó a buscar un lugar más discreto como el quiosco del viejo Macro donde vendían una serie de frutas y comestibles. Allí, ante una botella de gaseosa, bajo la disimulada mirada del viejo, Maximiano distribuía el dinero. Aun cuando separó el cuarenta por ciento para el dueño del bote y otra cantidad para el combustible, la ganancia era buena. Luego se retiró a su precaria cabaña, que a veces se invadía de tristeza por la constante preocupación de su mujer. Pero ese día la situación fue distinta: una amplia alegría iluminó el rosto de Rosa de los Ángeles cuando Maximiano, mostrándole el dinero, prometió renovar la vivienda, comprar más enseres y ropa para todos.

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Al cabo de una semana, en efecto, la cabaña se vio hermosamente renovada. Compraron más sillas y una mesa amplia y consistente, además vestido para todos. El dinero alcanzó hasta para engreír a Arnulfo con un camioncito de madera pintado de múltiples colores, con barandillas similares a las del camión que los trajo de la sierra. Para Rosa de los Ángeles también hubo un inesperado regalo: un tocadiscos a pilas en forma de maletín con discos de vinilo que, ni bien abrieron el aparato sobre la mesa, hicieron girarlos para, con el efecto de una pequeña aguja, escuchar una hermosa melodía andina, transportándolos a su pueblo por tres intensos minutos. Definitivamente, el propósito elemental de Maximiano iba dando sus primeros frutos: al fin el pequeño Arnulfo se animaba a pronunciar las primeras palabras de saludo, con una tímida aféresis de papá. La madre, además de alegrarse, motivaba al niño para completar la palabra, porque él es tu verdadero padre, hijo.

Mientras esto sucedía en casa de Maximiano, Rosendo, después de realizar estupendas faenas con la lancha donde ahora era el segundo patrón, gozaba de un merecido descanso. La vieja Carmela, luego de guardar en el aparador la carne no consumida por los clientes, le sugirió acostarse en la perezosa de madera. Mientras seguía ordenando sus trastos, a menudo se detenía a observarlo cuando Rosendo se esforzaba en ver las letras de un periódico y se preguntaba sí se estaba volviendo ciego. Pero al comprobar que tal actitud era a causa de la pesada somnolencia, volvía a sus labores. Y cuando el sopor había sumergido a Rosendo en un profundo sueño, llegó, como una súbita revelación, un hombre blanco, cabello levemente encrespado y ojos claros como el agua. Carmela lo miró sorprendida, pero el hombre le dijo que no se asustara. Enseguida preguntó: ―¿El señor Rosendo Panizo? ―Sí, aquí vive ―dijo Carmela, afianzando la mirada hacia su marido. 16


―¿Es él? ―volvió a preguntar el hombre, mirando ahora a Rosendo que seguía durmiendo en la perezosa. ―Sí, ahora mismo lo despierto ―y se dispuso a despertarlo invadida por el aura de una presunta buena suerte. Cuando Rosendo Panizo despertó y miró a la puerta, todavía con los ojos entrecerrados, se sorprendió al reconocer a la persona de la que todo el mundo hablaba debido a su colosal fortuna. Era increíble, estaba ante el mismísimo Banchero Rossi. Por un momento pensó en una alucinación provocada por el sueño, pero al escuchar la palabra del hombre constató su realidad y se levantó rápidamente dispuesto a saludarlo. ―Rosendo ―dijo el hombre, luego de estrecharle la mano―, quiero que te hagas cargo de una de mis lanchas. ―¿Yo, señor? ―Rosendo dudó un momento. ― Si, tú mismo. ―Bueno, está bien. Pero debo comunicarle al patrón de la ―San Telmo‖. Yo soy el segundo. Si no le aviso, se puede molestar. ―Si quieres, te acompaño ―le propuso Banchero generosamente―, para convencerlo por si no te deja ir. ―Bueno, señor, si usted gusta. ―No me digas señor, dime Lucho. Simplemente Lucho. ―Bueno, entonces, vamos, don Lucho. ―Vamos. Antes Rosendo pidió a su mujer que le alcanzara el gorro con visera para proteger su prematura calva del sol. Enfilaron por la transitada calle principal que llevaba a la caleta. En el trayecto, Banchero le preguntó a Rosendo cómo es que lo había reconocido. 17


Rosendo contestó con una leve sonrisa: ―Como sabrá, usted es famoso no solo por tener mucho dinero, sino porque siempre anda con pescadores sencillos. Tuve la ocasión de verlo en Chimbote, cuando atracamos en el muelle. Usted no se dio cuenta porque entonces yo era un simple tripulante, ¿quién iba pensar que ahora patronearía una de sus lanchas?‖. Banchero explicó cómo había llegado a Culebras a buscarlo especialmente a él; pues su fama de segundo sonaba en otros puertos y los pescadores anunciaban que la buena racha de la ―San Telmo‖ era por Rosendo y no por el patrón, un negro enclenque abandonado por la fortaleza de la que antes hacía gala en otras embarcaciones. Entonces Rosendo había empezado a comandar la lancha de manera encubierta cuando el negro, con los estragos de la borrachera, se metía a dormir en el camarote. A ese lamentable estado fue reducida la vida del negro Perfumo —otrora recio pescador procedente del Callao— debido a su licenciosa vida. Y los tripulantes de la ―San Telmo‖ sabían perfectamente que la lancha, en la práctica, era comandada por otra persona. Probablemente fueron ellos quienes corrieron con el rumor sobre el acertado trabajo de Rosendo, debido al incremento de la producción en los últimos días. Al llegar a una fonda de adobes ubicada detrás de la fábrica pesquera, una ráfaga de melodía los recibió desde una vieja radiola: La Sonora Matancera bullía con una tonada que aceleraba el brindis de los parroquianos. Rosendo no se equivocó: en ese bar se encontraba el negro Perfumo. Cuando ingresaron, unos pescadores se pararon ruidosamente para saludar al Hombre, como también llamaban a Banchero. Uno de ellos, tambaleante, se atrevió a llamarlo don Lucho. Banchero hizo un gesto de saludo, esbozó una amistosa sonrisa y se dirigió a la mesa del fondo, donde se encontraba Perfumo con dos pescadores y una meretriz traída del prostíbulo de Huarmey. El negro se paró sorprendido, pero Banchero le pidió permanecer sentado. Enseguida consideró plantearle la propuesta directo, sin rodeos: ―Vengo a decirte que me llevo a Rosendo para hacerse cargo de una de mis lanchas.

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―¡Está loco, don Lucho! ―refutó el negro, sin perder la calma―. Él es mi brazo derecho. No, no puede ser. ―Dime, cuánto quieres para dejarlo ir. El negro tenía los ojos aparentemente abatidos. En la radiola continuaba La música de La Sonora Matancera, ahora con la voz de Celia Cruz. Banchero esperó la respuesta sin dejar de mirar al negro, que en ese momento le recordó a Charol, otro gran pescador de Huarmey, a quien le costó trabajo llevarlo a Chimbote para comandar otra flamante bolichera. El negro Perfumo, que había bajado la mirada al piso, volvió a mirar a Banchero, llenó su vaso de cerveza, tomó un prolongado sorbo y dijo: ―Usted dirá, don Lucho. Banchero extrajo un fajo de billetes de su saco y lo puso sobre la mesa. La mujer que ahora acariciaba el cabello de su eventual hombre, despidió una mirada resplandeciente. ―Bueno, don Lucho, gracias. Que tenga suerte con Rosendo. Es un buen pescador. Antes de que Banchero abandonara el establecimiento, Perfumo le estrechó la mano, abrazó a Rosendo y les deseó suerte a ambos. La mujer despidió una sonrisa prostibularia. Salieron.

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La cabaña de Maximiano, implementada con más enseres debido a la buena temporada, resplandeció con la presencia de Rosa Bella Flor, alumbrada una tarde cuando Maximiano se hallaba en altamar. Doña Peta, la comadrona del pueblo, acudió ante el llamado de Arnulfo cuando los dolores de Rosa de los Ángeles indicaban el inminente parto. En aquel cuarto, forrado con hule para evitar la filtración de la humedad, doña Peta la atendió con la eficacia heredada de su madre. Los ojitos de la recién nacida parecían finísimas líneas, sus pequeños labios apenas gesticulaban en un maquinal intento por succionar la miel de una hojita de cebolla china que la madre le daba con arrobadora ternura. Previamente, con apoyo de la comadrona, le puso los pañales y un conjunto de lana, elaborado por ella, cuyo color rosado había sido escogido al azar, solo con el presentimiento de que sería mujer, pues en esa remota caleta no existía ni una famélica posta médica, menos existiría aquel aparato que permitiera reconocer el sexo antes del nacimiento. Cuando Maximiano regresó de la faena, encontró a la nueva integrante de la familia durmiendo junto a la madre. La alegría se incrementó tanto que sintieron como si se saliera de la intimidad de la vivienda anunciando a todo el pueblo. Sin embargo, debido al obligado reposo de la madre, Maximiano y el pequeño Arnulfo debían compartir las tareas de la casa. Cuando la pesca era de noche, el padre se ocupaba de la cocina mientras Arnulfo aseaba la casa y lavaba las ropitas de Rosa Bella Flor; pero cuando los cardúmenes de pescado aparecían en el día, Arnulfo asumía toda la tarea. En uno de esos días en que le tocó preparar el almuerzo, mientras la madre se reponía lentamente de los trastornos del parto, Arnulfo se dirigió a comprar los insumos para la comida. Para ello, la madre le había anotado los ingredientes en una hoja de cuaderno. Desde aquella ahora resplandeciente morada, Arnulfo bajó por un pedregoso camino hasta llegar a un angosto callejón con acceso a la calle principal donde 20


se ubicaban las expendedurías. Y la primera en visitar fue la carnicería del viejo Rosendo, pues la receta incluía una buena porción de carne destinada a un sustancioso caldo. Aun cuando la angurrienta Carmela había aprendido a manipular la balanza inclinando el peso a su favor, el niño pensó en una buena porción. Al ingresar vio a la dependiente leyendo un periódico provisto de unos lentes gruesos con montura de carey marrón. A un costado, sobre la losa de un pequeño aparador, reposaba la carne rodeada por escasas moscas que insistían en posarse, pero la vieja, de vez en cuando, flameaba el periódico a fin de espantarlas. Al ver al niño en el umbral, esbozó una sonrisa amable. ―Qué se te ofrece, hijito ―dijo, mirando la bolsa de red sostenida por la mano del niño. Arnulfo dio unos pasos hacia el mostrador. ―Véndame un kilo de carne –dijo, y no tuvo necesidad de desplegar el papel porque el precio lo había memorizado. ―Muy bien ―dijo la vieja, mientras se disponía a tasajear la carne para luego colocarlo sobre el platillo de la balanza. ―Despácheme bien, por favor ―indicó el niño, recordando la advertencia de su madre. ―Está bien despachado, hijo ―afirmó con seguridad la vieja―. Cómo te voy a engañar, si Rosendo es amigo de tu padre… ¡son como familias! El niño miró serenamente, al cabo recibió el paquete de carne y lo depositó en la bolsa. La sospechosa actitud de la vieja lo hizo pensar que sus palabras no eran francas. Sin embargo, le brindó un forzado gesto de cordialidad, pagó la cuenta y salió apresurado. Debía seguir comprando el resto de insumos. Hacía unas casas más adelante se ubicaba la tienda de Carrizales, y hasta allí se dirigió apresurado. Antes de ingresar se detuvo atraído por un puesto de revistas montado rústicamente en la siguiente vivienda. Cruzó raudamente hacia 21


el lugar donde un viejo, con un sombrero de ala ancha en la cabeza, atendía sentado en un banco de madera. Sobre la pared de adobes carcomidos había un arco de madera delgada, cuyos verticales estaban unidos por gruesos cordeles de donde pendía una gran variedad de revistas especialmente de cómics, como El Tío Sam, Pato Donald, Ratón Mickey, Condorito, entre otras. Arnulfo se quedó mirando las revistas frente al viejo, quien, al ver a otros niños acercándose, dijo con marcado entusiasmo: ―Han llegado nuevas‖. Ante tal anuncio, Arnulfo se acercó a constatar, pero el viejo, al verlo con la bolsa en la mano, trató de ahuyentarlo, exhortándole a cumplir con los mandados de su madre. No quería tener problemas como cuando una mujer le reclamó el dinero que su hijo había gastado en revistas. Al oír la indicación del viejo, los muchachos, concentrados en la lectura, miraron a Arnulfo con cierta curiosidad. Entre ellos resaltaba uno de cabeza rapada y nariz prominente: el canillita Condorito, quien venía todas las mañanas desde Huarmey portando un grueso fajo de periódicos y retornaba con la desnutrida envoltura de cartón donde, con escritura gruesa y ligada, figuraba su nombre: Alfredo Jamanca. Arnulfo lo miró minuciosamente y constató su increíble parecido con el personaje del cómic. Esbozó una ligera sonrisa como aprobando la palomillosa actitud de aquellos que le habían estampado el apodo. Luego se dirigió a la tienda de Carrizales. Al ingresar, vio al dependiente limpiando un escaparate de vidrio conteniendo numerosas golosinas. Carrizales, al verlo asustado debido a su demora, intentó amonestarlo: ―¡Muchacho de mierda! ―dijo sin dejar de limpiar los cristales de la vitrina―, hace rato te he visto cruzar… tu madre debe estar esperándote. Arnulfo se detuvo en su intento de acercarse al mostrador, vio el rostro fruncido del dependiente, quien vestía su clásico pantalón con tirantes y camisa a cuadros, y, sobreponiéndose de su repentina duda, dijo: ―Disculpe, don Carrizales, despácheme lo que indica esta lista.

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―A quien vas a pedir disculpas es a tu madre… muchacho irresponsable, carajo ―reprobó una vez más su actitud, mientras se colocaba los lentes para leer la lista. En unos minutos, Carrizales dispuso los artículos sobre la superficie del mostrador: arroz, fideos, aceite, papas y paquetes de saborizantes. Enseguida sacó la cuenta y Arnulfo le extendió un billete de diez soles. Luego acomodó los insumos en la bolsa, recibió el vuelto en monedas y abandonó el local no sin antes expresarle un ligero agradecimiento. El viejo apenas lo miró. Al llegar a la cabaña, el niño sintió un silencio envolvente. No pudo percibir ni el mínimo ruido del viento. ¿O era la sensación de una ausencia inexistente que le taladraba el corazón debido a su culpabilidad por la tardanza? Sin embargo, pensó en la preocupación de su madre, y por un segundo creyó escuchar su regaño. Entró empujando suavemente la puerta, pero le fue imposible evitar un leve ruido. Se dirigió directamente a la cocina, dejó la bolsa sobre la mesa y fue al cuarto donde la madre descansaba con la criatura. Enseguida volvió a la cocina y prendió el Primus, que hace unos días la madre había adquirido con el fin de acelerar la preparación de la comida. Puso una cacerola con agua, luego encendió el antiguo fogón y colocó otra olla donde sazonaría el guiso. Desde que la madre le enseñó la preparación de algunas recetas, gracias a su prodigiosa memoria, las realizaba con cierta eficiencia; de modo que no necesitó molestarla solicitándole sus indicaciones, más cuando, en cierta forma, estaba en falta. A la una con unos minutos más, Arnulfo terminó de preparar el almuerzo. Entretanto, Maximiano llegaba a la bahía con una gran producción. Por la arriesgada manera de cargar demasiado a su embarcación, se había ganado el respeto de muchos pescadores. Había temporadas en que, de pronto, el calamar se asolaba y la presencia de la cojinova se convertía en una suerte de bendición cuando los cardúmenes ingresaban hasta la bahía y los pescadores realizaban dos y hasta tres viajes en una mañana. Desde la elevada cresta de las peñas se veían grandes manchas de anchoveta, las mismas que acarreaban cojinovas, y

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los pinteros, provistos de sedales, se ubicaban en los acantilados y pescaban cantidades considerables. Aquella tarde, El Perené, con apenas cincuenta centímetros de altura, flotaba demasiado cargado. Maximiano había realizado otra gran faena, y se le veía en la proa, sonriente, con el impermeable moteado de aquella sustancia pegajosa de la cojinova. Y mientras el negro Cuníco destilaba una sonrisa de oreja a oreja, cantando para sus adentros al Cautivito de Ayabaca, Conchetu permanecía parado junto al mástil y Jejé no dejaba de controlar el motor que por instantes exhalaba una breve humareda. Después de anclar la embarcación, Maximiano llamó al chalanero. Al cabo de unos minutos, el flaco llegó en su chalana, se apegó con cuidado por estribor y subió los balayes, mientras, ubicado en una segunda chalana, un hombre corpulento se ofreció de bodeguero: el que se sumergiría a la bodega a sacar los pescados desde la parte más recóndita en donde solían meterse en su intento por escapar. Aunque la tarde era cálida, una fresca brisa llegaba del Este. En la ribera, los hombres se iban transformando en espesas sombras, mientras, a bordo, los tripulantes desarrollaban una operación vertiginosa a fin de llenar los canastos con celeridad. Cuando terminaron de acomodar los balayes en la chalana, Maximiano se ubicó en la proa y el flaco empezó a remar rápido. En la playa esperaban los canasteros: tipos fornidos que trasladarían los balayes a las ramadas. Y fueron estos quienes ayudaron a estabilizar la chalana cuando llegó a la orilla. Maximiano bajó de inmediato y se dirigió a la ramada a controlar el peso, mientras el flaco trataba de jalar la soga para asegurar la chalana de la parte trasera de un bote varado. De inmediato los canasteros empezaron a trasladar los balayes con celeridad. Era allí donde aparecían unos avezados muchachos lanzándose a los cestos con la intención de atrapar algún pescado y escapar raudamente.

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Al llegar los canasteros a la ramada, Maximiano veía con cierta incomodidad cómo el pescado disminuía. Pero tomaba con serenidad esa rufianesca actitud porque en el fondo consideraba un tácito regalo para estos facinerosos. Sin embargo, en muchos casos aquella ilícita acción abortaba, sobre todo con los más débiles a quienes se les caía en su intento de atrapar el pez más grande. Aún con la disminución del peso, ocasionado por estos malhechores, quienes con el tiempo convertirían su ilícita acción en una actividad común, la producción era buena. Al medio día terminaban de desembarcar. A bordo, el bodeguero sacaba las últimas cojinovas y baldeaba la bodega dejándola bien limpia. Cerca de las ramadas, en un improvisado cubículo de esteras, la entusiasta negociante se aprestaba a contar la abultada suma de dinero ante un Maximiano rozagante por la buena temporada.

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Un sábado por la mañana apareció nuevamente don José, el ilustre intelectual. Pese a que su primera visita fue un tanto desapercibida, muchos pescadores lo identificaron. Pero esta vez apareció solo. Sabiendo dónde hallar a Maximiano a esas horas, se dirigió al malecón y otra vez lo encontró con dos pescadores en una amena charla. Esta vez no se dignó en llamarlo sino que irrumpió para saludar a uno por uno empezando por Maximiano, a quien desde ya consideraba su amigo. No obstante a que don José ya los había saludado, Maximiano hizo un gesto de presentación y les habló de quién se trataba. Los otros pescadores mostraron un gesto de amabilidad e intercambiaron breves frases. Enseguida Maximiano se despidió de sus amigos para llevar al visitante al humilde hospicio que le había conseguido. En el camino no se contuvo de contarle, con rebosante alegría, sobre el nacimiento de su hija. Don José apenas sonrió, pero en cambio le brindó una efusiva palmada en el hombro. La humilde cabaña donde se alojaría el ilustre visitante quedaba frente a la casa de Maximiano. Pertenecía a doña Fernanda, una anciana que, junto con su esposo, había tenido que mudarse a una pieza contigua para cederle en calidad de préstamo al visitante, por tratarse de un amigo de su apreciado vecino. Y hasta allí lo condujo Maximiano. Cuando don José vio que desde la cabaña se apreciaba la bahía en toda su plenitud, no pudo evitar un regocijo que lo hizo olvidar de la precariedad con la que estaba construida: esteras viejas y maderas temblorosas. Ciertamente la casa presentaba una vista estupenda. Justo cuando estaba por abrir la puerta de latón apareció la anciana para conocer a su huésped, quien de inmediato saludó y le agradeció por la amabilidad. Quiso darle un billete, pero se contuvo porque pensó no trasgredir esa inmaculada solidaridad que la anciana le ofrecía. Cuando doña Fernanda se despidió, don José le pidió a Maximiano que lo 26


acompañara a ingresar. Adentro, ante la poca iluminación, pudieron ver las condiciones básicas de la pieza: una cama chica con una mesilla, un mediano bidón de agua y hasta un Primus con un par de ollas. Aunque el visitante no pensó echarle mano a la cocina, igual se entusiasmó por aquel detalle. Y, tras sacar una libreta de apuntes, dejó su cartapacio sobre la mesa. Enseguida, mientras salían de la pieza, le pidió a Maximiano —si disponía de tiempo— acompañarlo a visitar a otros pescadores. Maximiano lo lamentó, pues esta vez no podía acompañarlo porque debía cumplir con ciertas reparaciones a su vivienda. Le ofreció para otro día. Entonces don José pensó en Calixto, quien andaba con tiempo de sobra. Y justo cuando se iban a despedir salió el pequeño Arnulfo de la casa de Maximiano. En ese instante, al descubrir su clara fisonomía andina, don José no dejó de preguntar quién era niño. Es mi hijo, pero no es mi hijo, dijo Maximiano, con una confusión involuntaria. A ver, aclaró, es mi hijo pero yo no lo hice. Es decir, yo soy su padrastro; pero lo quiero como si fuera mi hijo biológico. Una mezcla de angustia y sorpresa lo atravesó al visitante: recordó su infancia allá en Lucanas, a donde lo había llevado su padre a vivir con su adusta madrastra. Pero a diferencia del pequeño Arnulfo, querido por Maximiano, la madrastra lo había tratado con suma crueldad, llevándolo muchas veces a permanecer con los indígenas, empleados de su fundo. Don José, invadido de una cierta congoja, quiso contarle este triste episodio pero vio por conveniente hacerlo en otro momento. Se despidió de Maximiano, hizo lo mismo con el niño, pero solo con el gesto de la mano, y se marchó hacia la caleta. Por la tarde cuando el sol se ponía como una bola de fuego en el horizonte, don José regresó a la cabaña. Maximiano, siempre atento al paso de la gente, sintió su llegada. Al verlo entrar en su pieza fue llevándole un paquete de velas. La puerta estaba abierta, así que no necesitó tocarla. Recién, cuando estuvo en el umbral, don José se percató de su sorpresiva presencia. Maximiano le dijo que le traía la luz, y le mostró el paquete, pero no se lo entregó hasta cuando sacó una vela y la encendió. Luego, mientras la colocaba en una botella a manera de candelabro, le preguntó cómo le había ido. El visitante, visiblemente cansado se sentó sobre la cama y, hojeando su libreta de notas, le dijo, bien, que había

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logrado entrevistarse con más personas cuya historia de sus vidas se semejaban a la de los pescadores de Chimbote. Que una razón más para creer que allí confluían todas las sangres, era la presencia de gente procedente no solo del norte, del sur y de los andes, sino también del Callao, esos chalacos pendejos, pero carismáticos y amigables, como el afable Machimbray, un negro surgido del candente y temible mundo de los Barracones, guarida de los más avezados delincuentes. Aquella noche prolongaron la charla por varias horas, donde, más resuelto, don José le contó sobre su trágica pero paradójica feliz infancia, vivida con los indígenas de su tierra. Por esa razón estaba embarcado en la búsqueda de una identidad general, donde no hubiera marginación de ningún tipo, un mundo donde se juntaran todas las razas para construir una humanidad en armonía. Le confesó además que había escrito libros sobre ese tema, y de esa investigación, y con la que estaba realizando en Chimbote, escribiría otro libro, del cual tenía el título provisional. Maximiano lo escuchaba atento mientras afuera la oscuridad se volvía más densa. En un momento, cuando Maximiano estuvo por preguntarle sobre el título de aquel libro donde retrataría a Chimbote, sacó su libreta y, ante la tenue luz de la vela, trazó una línea en medio y escribió arriba: zorro, luego, debajo de la línea, volvió a escribir otra vez, zorro. Preso de la ignorancia Maximiano no comentó nada. Al contrario, pensó que el hombre estaba loco. Pero, inquieto como siempre, le preguntó: —Disculpe don José, pero ¿qué tiene que ver el zorro con su investigación? El visitante sonrió pensativo antes de darle la respuesta. —Mira, desde ya tú eres un zorro, y no me refiero a que seas vivo o pendejo como lo relacionan por acá, sino un mensajero; y, como eres de la sierra, puedes ser de arriba, y los costeños natos son los mensajeros de abajo. Ya entenderás mejor cuando leas el libro. Te lo obsequiaré en compensación a tu generosidad. Espero terminarlo antes de morir. Cuando terminó de hablar, una luz tenebrosa titiló en sus pupilas y su rostro pareció adquirir un aspecto fantasmal. Maximiano se percató de ello y desvió la 28


conversación por otro asunto. Le preguntó qué le había parecido las mujeres de Culebras, también migrantes del ande, que aun atesoraban una pureza espiritual, como su mujer, que, a pesar de las vicisitudes, seguía con él sin vulnerar en lo mínimo esa fidelidad a prueba de todo. Don José reaccionó, como siempre, como si volviera de otro mundo, para halagar a la esposa de Maximiano que, pese a no conocerla a profundidad, le daba la indudable sensación de ser una buena mujer en todo el sentido de la palabra. Y, sin querer, la conversación se deslizó por los interiores de la vida de Maximiano, quien le habló de sus planes en la pesca, de los problemas que no faltaban en el hogar. También le contó, con un aire de preocupación, de las supersticiones de su mujer y, sobre todo, de la felicidad que le había traído al hogar su pequeña Rosa Bella Flor. La pálida cera se había consumido hasta la mitad, por lo que ambos se dieron cuenta de que el tiempo había pasado rápido. El visitante vio que su reloj de pulsera marcaba las once y tantos. Entonces indicó que debía descansar. Maximiano asintió con la cabeza y, tras un súbito bostezo, se despidió.

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La mala suerte se había instalado en forma sigilosa con la presencia de un ave malagüera que llegaba todas las tardes a la cabaña. Rosa de los Ángeles, presagiando algo malo, intentaba espantarla las veces que la oía graznar en el techo. Aunque Maximiano era demasiado incrédulo, la recomendación de don José para tener cuidado con aquella ave, le rondaba por la cabeza. Sin embargo, al final se dejaba vencer por la pereza de cumplir con matar a ese pájaro de mal augurio. Lamentablemente, contra todo pronóstico, el mal presagio se cumplió cuando una tarde, mientras Rosa de los Ángeles lavaba ropa, Rosa Bella Flor, debido a una grave y persistente neumonía, cerró sus ojitos para siempre. Aun cuando fue consciente de su descuido, la madre le atribuyó la culpa al destino y, sobre todo, a la ausencia de una posta médica donde pudiera conseguir medicamentos para contrarrestar ese resfrío que venía acarreando desde hace unos días. Y, con un dolor punzante en su corazón, se sumió en un llanto inconsolable hasta cuando Arnulfo volvió de la escuela. Más tarde, al llegar de la faena y encontrar el cadáver de su hija, Maximiano se hundió irremediablemente en un silencioso llanto. Y no tuvo mejor consuelo que esperar a don José para correr a contarle la infausta noticia y ponerse a llorar en medio de un fraternal abrazo. Las muestras de consuelo de las afables vecinas llegaron como un bálsamo de resignación al dolor, principalmente la de don José quien fue el primero en acudir a darle el pésame a la madre. Aunque a Maximiano se le hacía difícil resignarse porque sentía como sí Rosa Bella Flor había sido arrancada de sus entrañas. Pero Rosa de los Ángeles, admitiendo que las cosas graves sucedían por el extraño mandato de un dios que ella tan arraigadamente creía, se limitó a comprender el motivo del fallecimiento y organizó el velatorio con apoyo de las vecinas. La antigua mesa volvió a ser ubicada en un lugar más visible de la sala, justo frente a la puerta por donde la luz ingresaba con más fuerza. Sobre ella 30


confeccionaron una ingeniosa gruta a base de carrizo forrado con papel de cometa blanco, como blanco sería el lienzo de la mesa y la mortaja. A las seis de la tarde, cuando la oscuridad caía precipitadamente y encendían las primeras velas, la gente empezaba a llegar. Los cirios blancos, dispuestos dentro de la gruta, alrededor de la difunta, mostraban una bella iluminación. El velatorio duraría el tiempo en que Cárdenas, el viejo carpintero de la caleta, fabricara el ataúd con esa morosidad desesperante con que acostumbraba entregar los pedidos a sus clientes. Aun cuando urgía la obra por tratarse de un difunto, debían esperar dos rigurosos días. Mientras tanto, el rostro de Rosa Bella Flor, coronada con albas flores artificiales, mantendría su angelical paciencia a punta de formol. Después de dos días, tiempo en que el carpintero Cárdenas terminó de confeccionar el ataúd todavía oliendo a resina, fue depositado el cuerpo de la difunta Rosa Bella Flor, con las manitos juntas sobre el pecho empuñando una flor de papel crepé. Luego, con la congoja todavía fresca, Maximiano claveteó delicadamente los bordes, sellando de esa manera el efímero paso de su niña por esta vida. Por la noche, mientras continuaban con el velatorio, don José, previa solicitud a la madre, se animó a entonar una triste canción de su pueblo. Lo hizo en quechua, dejando admirado a la concurrencia que parecía hundirse en una congoja más profunda al oír las melancólicas notas del canto. Pero el desprendimiento definitivo de la vida se concretaría con la sepultura. Un reducido grupo de acompañantes se sumó al traslado del blanco féretro por la calle principal de Culebras. Arnulfo iba adelante llevando la cruz donde había escrito las iniciales de la pequeña con pintura negra. Al llegar a las afueras del pueblo, un micro destartalado trasladó a la gente al camposanto de Huarmey. Allí, bajo un riguroso silencio, cavaron el hoyo correspondiente. Enseguida, ante el abrumador llanto de los padres y el impetuoso viento de la tarde, sepultaron el pequeño ataúd.

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Desde aquel trágico episodio, a la madre le fue difícil recobrar la tranquilidad: se sentía culpable de no haber hecho algo por conseguir algún medicamento que pudiera prolongarle la vida a la criatura. Sin embargo, la presencia de Arnulfo, cada vez más atento con Maximiano, parecía devolverle la tranquilidad, porque además comprobaba que el esfuerzo de su esposo no era en vano. El niño iba asimilando ese amor paternal que desde hace buen tiempo se esforzaba en prodigarle Maximiano. El padre, además, había empezado a llevarlo a la escuela, y al comprobar su buen rendimiento, se inundaba de alegría. Las calificaciones de Arnulfo en la escuela efectivamente eran buenas. Así lo anunciaban las entusiastas vecinas, entre ellas la flaca Salvamonte, madre de una muchachita dotada de una buena dosis de chifladura. Amalia, nombre de su única e irreverente retoño, irrumpía de pronto en las clases con una pregunta de completa absurdez o soltaba una broma insólita, ocasionando burla justamente por carecer de gracia. Vivía en una cabaña cerca de la de Arnulfo, y los días en que no asistían a la escuela solían reunirse a jugar. Alejandrina Salvamonte era una mujer escaseada de carácter para poner en línea a esa alocada chiquilla. Desde la muerte de su esposo en altamar, se había sumido en una suerte de permanente desconsuelo. Pero actuaba con la actitud de una madre hacendosa de antaño. Era padre y madre para su hija. Aunque de padre solo tenía la rudeza para lavar pescado en la caleta porque a la bellaca Amalia sus regaños no le inspiraban el mínimo respeto; al contrario, incidía más en esos desatinos a los que tenía acostumbrado a la vecindad. Con frecuencia la veían salir, escoba en mano, intentando espantar a su malcriada hija. En ese trance, su desmejorado cuerpo parecía transformarse en la imagen inconfundible de una bruja que lo único que le faltaba era volar. Su esquelético aspecto se notaba más en sus manos crispadas, en donde los huesos parecían pugnar por salirse de la piel. En su rostro enjuto, siempre fruncido, la nariz era de una construcción tal que contribuía a esa apariencia brujeril, rematada por breves e imprudentes bigotes, con unas cejas prominentes y encanecidas como sus cabellos. Apariencia con la

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que, bajo la inconsciente contribución de la hija, se había ganado el preciso apelativo de La Bruja Salvamonte. Y para completar su rosario de extravagancias, Amalia tuvo la audacia (en complicidad con Arnulfo y otros niños) de poner en práctica la imitación de algunos personajes del desgarrado circo que hacía una semana había llegado en las afueras de la caleta. Como todos los sábados en la tarde, mientras las madres lavaban prendas o realizaban otras tareas de la casa, una caterva de muchachos y muchachas se sumergía en imprevistos juegos hasta avanzada la tarde. Aquella vez fue en una vivienda abandonada donde decidieron representar algunos números presenciados durante la función del circo: Arnulfo empezó a personificar al gorila que caminaba en dos patas cargando dos baldes de agua. Pero en vez de baldes, del palo de escoba que Arnulfo cargaba en la espalda ante a la risa de los muchachos, colgaban dos pesadas piedras. A los pocos minutos llegó otro muchacho, la cara salpicada por un delgado amasijo de moco y polvo, portando una botella con alcohol y varillas de alambre con las puntas envueltas con trapo a manera de hisopos. Cuando Arnulfo terminó de dar vueltas con las piedras colgadas de la vara, el muchacho de cara sucia se posicionó en el centro y despojó rápidamente la camisa mostrando su escuálido torso. Luego tomó los hisopos, empapó con alcohol y los prendió. Recorrió ante las miradas sonrientes, mostrando las varillas prendidas. Enseguida volvió al centro, depositó un poco de alcohol en su boca y sopló fuerte sobre el fuego ocasionando que se elevara en grandes flamas. A continuación llegó el turno de esa loquilla, que podía sorprender con cosas inauditas. Se había escondido en un rincón de la derruida pieza para salir sorpresivamente. Al cabo de unos minutos apareció la figura resplandeciente de una Amalia desenfadada, sin ropa e imitando a la bailarina del circo, cubierta solo con un hule transparente a manera de bikini, dejando entrever sus incipientes pezones y su imberbe pubis. Una carcajada atronadora se derramó por todo el ambiente. Los muchachos reían golpeando desenfrenados la palma de sus manos. Ella seguía moviéndose sensualmente, al

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compás de esa música imaginaria que llegaba a sus oídos tenuemente desde el ronco parlante del recordado circo: Moscú, Moscú… Dónde mierda quedará Moscú, pensaba ella, sonriente, estirando las manos y moviendo sus caderas. Luego, Moscú, Moscú… y los niños cagándose de risa y aplaudiendo a rabiar. Y al pasar cerca de ellos sentía como si lo incitaban a moverse más, y seguía recordando la música: Moscú, Moscú… No permitía detener la magia de la melodía, y seguía balbuciendo cualquier cosa a fin de no perder el tono: Moscú, Moscú…la lalá la la, la lalá la la… qué mierda que no supiera la letra, si el lenguaje de su cuerpo era la mejor canción en ese momento en que los niños, de tanto verla moverse, habían encontrado en su promisorio trasero, un motivo para que sus manicitos imberbes reaccionaran de inmediato. Pero la reacción más eficaz fue la de la flaca Salvamonte, que, como bruja fisgona, se percató de que algo extraño sucedía en la deshabitada vivienda, de donde emergía una humareda a causa de los hisopos que aún se mantenían encendidos. Buscó a su hija por toda la casa y no la halló. Entonces, con esa inevitable furia acrecentada rápidamente, salió otra vez con la escoba dispuesta a espantar a su zamarra. Controló un poco su ira y se dirigió sigilosamente hacia el lugar donde continuaba la función de los irreverentes muchachos. Al llegar, se apegó con cuidado a la pared de la casona con la intención de no levantar sospecha y, cuando estuvo muy cerca, saltó en medio del pequeño grupo de actores arremetiendo con la escoba a la fresca bailarina Amalia, quien tomó sus ropas raudamente y emprendió la carrera, mientras en su mente seguía sonando: Moscú, Moscú…como un eco interminable. La flaca Salvamonte corrió tras ella como una bala. Amalia corría descalza, casi desnuda, por el frontis de las viviendas que a esa hora permanecían cerradas, siempre con la canción en la mente: Moscú, Moscú…, hasta que llegó a su casa y entró como una tromba: Moscú, Moscú… Se dirigió a su cuarto y se escondió debajo de la cama, Moscú, Moscú… ahora me saca la mierda, Moscú, Moscú... Al llegar, la vieja hizo tronar la puerta como anunciando su acumulada furia y el inicio de una soberana paliza, que dejaría moreteado el esplendoroso cuerpo de la alucinada bailarina.

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Cuando Maximiano volvía de la pesca, al llegar a su vivienda, no podía evitar el recuerdo triste de su difunta hija. Aun cuando la esposa le brindaba aliento para continuar con una vida normal, se resistía a encontrar el consuelo para recobrar la tranquilidad. Sin embargo quien si logró al menos cambiarle el semblante fue don José, cuando le propuso que lo acompañase a seguir entrevistando a viejos pescadores a cambio de darle un dinero. Maximiano aceptó gustoso, y al día siguiente decidieron recorrer la orilla de la playa hasta llegar a un acantilado donde, a solicitud de don José, se sentaron a observar el vaivén furioso de la marea. Don José sentía estremecer su alma con la reventazón de las olas sobre las rocas, y el canto de las gaviotas le parecía un himno fúnebre. Demasiada sensibilidad asaltaba al visitante al contemplar la naturaleza marina. Pero todo, absolutamente todo, lo iba anotando en su libreta. Por la tarde, antes de que la oscuridad se condensara más, tomaban café en casa de Maximiano. Su presencia en cierto modo le daba otro cariz al ambiente familiar. La mujer, de poco hablar, no intervenía en la conversación: se limitaba a servir el café cuando necesitaban más, y se consagraba a la enseñanza de las tareas de Arnulfo. La charla duraba hasta tarde, hasta cuando la madre y el hijo ya estaban en lo mejor del sueño. Momento en que don José, con una leve fatiga, se retiraba a descansar. Cierto día don José vio atravesar la calle principal a un grupo de personas que llevaba una sandía sobre el hombro y, desde entonces, siempre con la curiosidad de saber la procedencia de las cosas, estuvo con la idea de ir al lugar donde producían esas refrescantes frutas. Por esa razón solicitó a Maximiano que lo llevara a la campiña. Una mañana salieron con dirección a El Molino, lugar donde por entonces se llevaba a cabo la cosecha de sandía. Enrumbaron por la calle principal hasta llegar al cruce con la Panamericana; de allí enrumbaron hacia la pequeña aldea, a donde llegaron aproximadamente en media hora. Un letrero grande con el 35


nombre del lugar les daba la bienvenida. Se dirigieron al centro, donde una pileta antigua, reseca y descuidada, indicaba que habían llegado a la plaza principal. Estuvieron por un instante recorriendo con la mirada las callecitas invadida de copiosos arbustos, cuando apareció una campesina arreando una manada de cerdos visiblemente gorditos. Don José no dudó en acercase hacia la mujer para saludarla y, acariciando a uno de ellos, preguntarle si estaban en venta. La mujer le respondió que sí, pero que tenía que hablar con su patrón, mientras don José no dejaba de pasar la mano con ternura por el lomo del animalito que parecía inclinarse como sucumbiendo a las caricias. La mujer se despidió amablemente y continuó arreando a los cerdos. Abrumado por el regocijo, como siempre le sucedía al encontrarse con algún animalito, volvió a la pileta para dirigirse a un campo de cultivo; pero cuando estaban por abandonar la plazuela, lo abordó un hombre con visible pinta de extranjero, era el famoso Giovanni, un yugoslavo radicado desde muchos años en El Molino, donde casi toda la gente lo consideraba como padrino. Llevaba un sombrero de ala ancha y vestía ropa de campesino. Saludó con un castellano bien pronunciado y preguntó si estaban buscando algo para poder ayudarlo. Maximiano le indicó que don José, además de realizar investigaciones, estaba interesado en conocer el sitio donde sembraban las sandías. El gringo Giovanni movió la cabeza de arriba hacia abajo y les invitó a su casa a probar la mejor sandía que tenía en ese momento. Luego dijo que los llevaría a la chacra. Al ingresar a la espaciosa vivienda del gringo, el diseño interior le recordó a las casonas de los grandes gamonales de su tierra: al centro una pileta rodeada de espacios verdes, después una vereda con lajas de piedra sobre la que se ubicaban unos bancos de madera. En realidad la casa de Giovanni era toda una sorpresa por dentro, pues por fuera apenas tenía una fría pared blanca con una puerta sencilla. Los invitó a sentarse justo en esos acogedores bancos. Allí, bajo la sombra de unas parras, vieron al gringo meterse en una pieza para salir luego con una inmensa sandía que lo llevó a la mesa donde, además del cuchillo, había un enorme jarrón con flores vivas. Una vez colocada la sandía, tomó el cuchillo y cortó en cuatro gajos, luego le ofreció uno a cada visitante. Enseguida 36


cogió uno para él y les dijo que se sirvieran. El primer bocado que don José dio le supo a una dulzura refrescante, incomparable con cualquier fruto. Maximiano ya la había probado antes, y ahora no hacía más que confirmar la versión de que la sandía de El Molino era la mejor del Perú, no por ello en Lima se ofertaba así. Tras degustar el rico, carnoso, refrescante fruto, el gringo lo llevó a la chacra donde un grupo de campesinos se encontraba en plena clasificación de sandías: las de primera, las de segunda y los boliches que eran una especie de sobrantes que muchas veces regalaban a la gente. Allí le presentó al dueño del sembrío, un hombre entrado en años, quien, con una sonrisa familiar, saludó a los visitantes estrechándole las manos. Además, les dijo que se sintieran como en su casa, que cuando sus peones terminaran de clasificar, les obsequiaría algunas. Al cabo de media hora, cuando los visitantes decidieron retirarse, en efecto, el dueño le ofreció un par de sandías a cada uno. Maximiano no dudó en aceptar, pero don José se negó amablemente. Con un atardecer precipitado, pero aun cálido, retornaron con una sensación de vitalidad como si el campo le proporcionara más energía. Durante el camino, don José, de cuando en cuando, se animaba a echarle una mano con el costal donde Maximiano llevaba las sandías. Cuando, agotados pero felices, llegaron a la calle principal, la gente no dejó de mirarlos con curiosidad, sobre todo a don José, que tenía el cuerpo cubierto por una visible capa de polvo. Al llegar al pequeño y desolado barrio, Maximiano le indicó a don José que, con toda confianza, podía darse un baño en su casa, en un cubículo de esteras donde había acondicionado una precaria ducha. Don José le agradeció por la oportuna invitación. Luego de ingresar a su melancólico hospicio, salió portando una toalla y una bolsa pequeña conteniendo sus enseres de aseo. La ducha quedaba en la traspuesta de la casa, así que para entrar en ella se dio una vuelta por el perímetro de la casa. Adentro por fin se sometió a la frescura del agua por unos minutos.

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Con el cuerpo fresco y el espíritu renovado, vistiendo un impecable terno gris dejó la ducha para dirigirse a la cabaña, de la cual tardó solo unos minutos para salir con su morral en el hombro, dispuesto a retornar a Chimbote.

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Otra luz alumbró el hogar de Maximiano con la llegada de María Bella Flor. La madre optó por ponerle ese nombre en homenaje a la hija anterior, y porque sintió el nacimiento de una segunda flor en su vida. El alumbramiento fue en la mañana, con un sol que contribuía plenamente a una renovada alegría. La comadrona había acudido otra vez puntual a realizar su labor ante la presencia de Maximiano, quien se había tomado un descanso para velar por su mujer. La madre se sometió nuevamente a un estricto descanso, mientras Arnulfo se encargaría de las labores del hogar, alternando con sus estudios. El padre volvió a su habitual faena de pesca con la esperanzadora alegría que le brindó la nueva criatura. Cumplido el período de reposo, Rosa de los Ángeles volvió a dirigir el destino del hogar con más energía, gracias a la fuerza que le brindó el nacimiento de su nueva hija. Sin embargo, a Maximiano la suerte en esos últimos días le estaba siendo esquiva: no producía la buena pesca de antes. Pero por encima de esos preocupantes eventos seguían con la rutina de siempre. Mientras tanto Arnulfo se preparaba para realizar la Primera Comunión. En la escuela, una profesora vinculada a la Iglesia le brindaba charlas junto con otros alumnos. La fecha indicada sería durante la misa de aniversario de san Pedrito. Y aquel día llegó. Los pobladores vivían momentos en que manifestaban su fe al patrón de los pescadores. Indudablemente, el motivo principal de la fiesta era la banda, el baile y los fuegos fatuos. Por otro lado, un grupo de entusiastas pescadores alistaba el bote donde pasearía a la imagen. En aquel grupo se encontraba Maximiano, que había recobrado la fe dejando de lado ese escepticismo que a veces lo asaltaba porque creía que la suerte era algo aparecido de la nada. Pero convencido por el 39


negro Cuníco, quien atribuía sus ganancias al milagro de su Negrito de Ayabaca, terminó por creer en el santo. La preocupación central de Maximiano no era la fiesta, sino los preparativos de la Comunión de Arnulfo; una Comunión sencilla, sin mucha parafernalia, como había indicado la profesora con su dulce acento de mujer bondadosa. Los alumnos solo debían presentarse con uniforme escolar, una flor blanca y una vela orlada con cinta dorada. El día de la misa, Maximiano tenía listo los objetos que llevaría su hijo durante la Primera Comunión. Eran las nueve y media de la mañana y faltaba media hora para iniciar la ceremonia. Vestido con el uniforme impecable, Arnulfo esperaba que su padre le alcanzara la vela adornada con cinta de envolturas de cigarrillo y una flor blanca confeccionada con papel sobrante de los adornos de la difunta Rosa Bella Flor. Faltando veinte minutos salieron de la casa. Rosa de los Ángeles decidió no asistir para evitar que su bebé sufriera un repentino resfrío, pues el viento en el trayecto al templo era de tener mucho cuidado. Cuando padre e hijo llegaron a la Iglesia, encontraron a los niños ubicándose en dos filas cerca del púlpito donde el cura hacía la misa. A las diez, con exactitud apostólica, el cura dio inicio a la ceremonia. En el curso de su espacioso ritual bendijo a los presentes, en especial a los pescadores. Algunos aprovecharon para alcanzarle estampitas con la imagen de san Pedro para ser bendecidas. Tras una prolongada espera llegó el momento anhelado por Arnulfo. El cura se acercó pausadamente al grupo de niños, elevó una silenciosa oración y empezó a entregar la hostia. Al finalizar, conversó brevemente con la profesora, quien a su vez convocó a un grupo de hombres que precisamente no eran los padres. Aquella actitud desorientó a Arnulfo. Pero la profesora se dio cuenta, se aproximó rápido hacia Maximiano y le comunicó algo al oído. Maximiano miró a aquellos hombres y se acercó discretamente a su hijo. 40


―¡Chucha, la vaina es con padrino! ―dijo suavemente, mientras Arnulfo miraba un tanto ruborizado. ―Afuera está el vecino Rómulo ―atinó a decir el niño, como una implícita sugerencia de que dicho hombre pudiera sacarlos del apuro. Maximiano aprovechó la confusión de la gente para salir apurado, decidido a solucionar el asunto. En la puerta, en efecto, encontró al vecino Rómulo, un hombre generoso pero de una rectitud sin precedentes. ―Vecino, quiero que sea el padrino de mi hijo ―le planteó sin rodeos. ―Me agarra de sorpresa, vecino ―respondió el hombre, esbozando una sonrisa amable―. Además, estoy misio. Usted sabe, hay que bajarle un sencillo al ahijado. ―No, no se preocupe vecino, solo represéntelo como su padrino nomás. ―Bueno… Y se metieron por entre los alumnos que salían alegres, acompañados por sus padrinos.

Extrañamente, desde el día en que Arnulfo hizo la Comunión, Maximiano estuvo invadido por un aura de mala suerte. En su desesperación atribuyó el mal a su mujer, quien ingenuamente le comentaba de sus malos sueños. En cierta ocasión, aturdido por la supersticiosa idea de su mujer, le dijo que dejara de soñar cojudeces. Lo cierto es que la desesperación le carcomía la tranquilidad. Ni la animación persistente del compadre Rómulo ni nada podía sosegarlo. Nadie podía devolverle la alegría que desbordaba cuando llegaba cargado de pescado. Rosa de los Ángeles, a diferencia de su marido, puso especial interés en las temibles imágenes de sus sueños, e impulsada por una secreta ansiedad, bajo esa superstición que la asaltaba al recordar los consejos de su madre, pensó indagar la causa de esa repentina mala suerte mediante una espiritista norteña instalada en las afueras del pueblo. Pero, además de una extraña indecisión, la 41


incredulidad furiosa de Maximiano la detenía. Así dejó discurrir el mal momento, con la remota esperanza de que Dios, a través del santo Pescador, cambiase el rumbo malo. Sin embargo, en cierta ocasión, una vecina le manifestó que la mala racha de su marido no era obra de Dios sino de la maldad humana. Además, añadió que una mujer de aspecto malsano estaba coqueteando a Maximiano, atraída por su dinero. Pero Rosa de los Ángeles, debido a su asombrosa ingenuidad, no le creyó. La mujer remató indicando haber visto subir al bote de Maximiano a un hombre con una botella de la que luego vertió un líquido oscuro. Esta última versión sí que removió la conciencia de Rosa de los Ángeles y sintió como si fuese sacudida por una violenta ola. Finalmente, la oficiosa vecina recomendó tener cuidado: en los hombres no debemos confiar del todo, porque cuando tienen dinero las mujeres se les pegan como moscas, haciéndolos cambiar, si no es con la fuerza del sentimiento, con el embuste de la hechicería. Cierto día, mientras Arnulfo se encontraba en la escuela y Maximiano en altamar, Rosa de los Ángeles decidió acudir a donde Reina Soledad de los Santos, la curandera recién llegada del norte, la de los amarres sentimentales, la que curaba la mala suerte con baños de florecimientos y hasta remediaba el susto de los hombres salvados de ahogarse. Con María Bella Flor cubierta con una frazadita de lana, salió apresurada procurando no ser vista. Bajó a la calle principal y enfiló hacia la casa de la curandera. Al pasar por los establecimientos trató de no mirarlos. Solo cuando pasó por el puesto de alquiler de revistas del viejo atinó a ver cómo este permanecía acurrucado por el frío. Al cabo de unos minutos llegó a la vivienda ubicada en una callejuela angosta de aspecto solitario. Frente a la puerta, aun cuando había hecho el esfuerzo por llegar, dudó en tocar, pero rápidamente un impulso interior lo obligó. Sus nudillos sintieron la tosca textura de la madera al golpearla. Al rato, la puerta se abrió maquinalmente y apareció la figura de una mujer diminuta, delgada y mal vestida. Rosa de los Ángeles la examinó con los ojos rápidamente y una leve frustración pasó por su

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mente porque pensó que aquella impresentable mujer no podía ser la famosa curandera. Sin embargo, cuando intentaba pensar que las brujas no tenían aspecto elegante, la mujer le pidió que ingresara. Como buena recepcionista no era necesario mediar alguna interrogante: sabía perfectamente a qué llegaban las mujeres. La condujo por un callejón apenas iluminado hasta un recinto donde un olor a hierbas aromáticas lo invadió. Al ubicarse plenamente en la sala, vio a una mujer gruesa, vestida con chompa oscura y falda floreada. Su cabellera, invadida de canas, relucía ante la tenue luz. Rosa de los Ángeles se quedó observándola por unos segundos, pero la mujer, poniéndose los anteojos de montura redonda, con una voz imperativa la conminó a sentarse sobre un peculiar sillón de madera reservado para los clientes. ―A ver hijita, ¿en qué puedo servirte? ―preguntó la curandera barajando los naipes. ―Quiero hacerle una consulta… ―quiso continuar pero se detuvo mirando la tenue luz de la ventana, como buscando la frase precisa, que en ese momento, al pensar en Maximiano, parecía no encontrarla. ―Sigue hija, sigue… no tengas miedo ―insistió la mujer, desparramando ahora las cartas. ―Creo que mi marido me está engañando con otra… ―No es que creas hijita… él te engaña, lo advertí cuando ingresaste. De los hombres no hay que confiarse, más si son pescadores. ¿Tu marido es pescador? ―Sí, así es. ―¡No te dije! Además, si ganan buena plata, las mujeres están rondándolos siempre, y si no les hacen caso, le echan la cochinada. Aquí han venido mujeres con el mismo caso. ―Señora… también he venido porque mi marido hace días que no gana dinero, está, como él dice, salao. ―¡Es por las mujeres pues hijita! ¡Las queridas siempre los salan! 43


―¿Usted puede curarlo? La gorda se levantó lentamente, apagó la vela gastada y encendió una nueva. Luego se dirigió a un pequeño altar, donde una gran cantidad de imágenes y frascos de indescifrable contenido rodeaban a dos cráneos barnizados. Encima de esos trastos había dos espadas de metal colocadas en forma de aspa. La mujer las tomó con una cadencia visiblemente ensayada, regresó a su mesita de estudio y colocó con mucha serenidad las espadas junto a las barajas que aún permanecían dispersas. ―Mira hija, para eso tienes que traer una prenda íntima de tu marido y un poco de cabello, con eso le hago un seguro para que lo lleve con él, o en caso contrario debe colocarlo en su bote. Verás que su pesca va a mejorar. ―Pero… mi marido no cree en estas cosas. ―Ya vas a ver, cómo lo hacemos creer. ―¿Cuánto va a ser su trabajo, señora? La curandera la miró de pies a cabeza con fingida preocupación, se levantó del sillón y se dirigió al altar nuevamente. Contempló por unos segundos las imágenes y volvió a su mesa. ―Mira hija, por el dinero no te preocupes ―dijo mirándola fijamente―, de eso hablamos después. Cuando veas los resultados me pagas como puedes. Yo trabajo con Dios, no con el diablo. Por si acaso yo curo, no hago daño. ―Gracias, señora… entonces volveré después. ―Sí, pero primero debo hacerte un florecimiento, ahorita; y a la bebé, que la veo mal. Unos minutos después Rosa de los Ángeles se sometió a un ligero ritual consistente en un cruce de sables, que las ágiles manos de Reina Soledad de los Santos realizó intentando eliminar los malos espíritus. Luego le esparció un líquido aromático con la boca. 44


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La caleta estaba cubierta con el velo gris del invierno, pero un tímido sol intentaba atravesar las nubes, mientras Maximiano, sentado en la cubierta del bote, remendaba su red. Su mala suerte se había incrementado con la presencia de una gran cantidad de lobos marinos, quienes, además de devorar su exigua pesca, desgarraron una buena parte de su red. Al mediodía, apenas una débil luz se derramaba sobre la arenosa playa. El mar, sin embargo, relucía como un espejo ondeante. Ese mar que, si bien ahora era esquivo con Maximiano, no dejaba de atraerlo por su incomparable pulcritud, y era lo único que no había cambiado. Por eso decidió remendar a bordo, rodeado de esas hermosas aguas que le componían el alma cuando se sentía destruido como una débil red. Y hasta allí debía enviarle el almuerzo Rosa de los Ángeles. Los otros tripulantes habían acelerado el remiendo con el fin de almorzar tranquilos en sus hogares y volver a la mañana siguiente. Cuando la bandeja con el almuerzo estuvo lista, Rosa de los Ángeles la metió en una bolsa de plástico y ordenó a Arnulfo llevarla a la playa para que el chalanero a su vez le entregara a Maximiano. Desde la cabaña hacia la playa había una distancia relativamente corta, de modo que Arnulfo no tardó mucho en llegar y entregar la bolsa al chalanero, quien de inmediato la colocó en la proa y empujó su chalana haciéndola flotar con unas breves olas, luego subió ágilmente y empezó a remar. Al llegar, el hombre apegó su chalana al bote y alcanzó la bolsa de comida a Maximiano. Luego hizo un elocuente gesto de despedida y emprendió el retorno. Maximiano se sentó cómodamente en la proa, abrió la bolsa y extrajo la vasija donde unos pejerreyes fritos reposaban deliciosamente encima del arroz blanco. Tomó el tenedor y empezó a engullir. Al terminar, buscó en la bolsa la botella de limonada, la abrió y bebió un prolongado sorbo. Luego tomó las agujas con el nailon y volvió a remendar. 45


Entretanto Rosa de los Ángeles, invadida por una constante preocupación, continuaba con sus labores en la casa. A veces, cuando su ansiedad aumentaba, se arrepentía de no haber regresado donde la curandera llevando las prendas de Maximiano. Sentada en una silla deslucida como su alma había dejado caer los palillos del tejido y miraba fijamente la puerta por donde veía llegar a Maximiano, feliz y radiante. Al cabo de unos minutos, la presencia de Arnulfo la devolvió a la realidad. Esa realidad que debían afrontar ambos por encima de los malos momentos, como se proponían en las noches, antes de dormir, implorando a la estampa de san Pedro, que Maximiano, gracias a la persistente orientación del compadre Rómulo, había colocado en la pared de frente a su cama. Era cierto que muchos pobladores detestaban las acciones de hechicería, no obstante que la fama de Reina Soledad de los Santos, sobre la sanación de enfermedades malignas, se había regado por casi todo el pueblo en la voz de escasas pero entusiastas mujeres que de pronto habían sometido a sus maridos a una docilidad salvaje. Era cierto también que en el interior de Rosa de los Ángeles existía un marcado sentimiento de confusión: no sabía si inclinarse beatíficamente hacia la creencia religiosa o recurrir al trabajo esotérico de la curandera norteña y acabar de una vez con esa maldita mala suerte. Por su parte Maximiano, amparado en la creencia religiosa de los pescadores, entre ellas la de Rómulo y especialmente la del pequeño Arnulfo, había adoptado una progresiva fe gracias a que la bondadosa profesora inculcaba el estudio de la Biblia a los hijos de los pobladores. Y fue el pequeño Arnulfo uno de los primeros en alegrarse cuando la profesora le comunicó la llegada de un párroco, el mismo que se establecería por buen tiempo en la iglesia, a diferencia del calvo gruñón que llegaba de Huarmey solo en ocasiones especiales. Un sereno amanecer de setiembre, en efecto, llegó el padre Julio cuando un tímido sol se cernía sobre la caleta. La noticia de su llegada fue como un benigno viento que ingresó en muchos hogares, donde los pescadores acrecentaban su fe en san Pedro. Sabido era de antemano que el afable cura no solo limpiaría las

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almas de los enrevesados hombres, poseídos de pronto por un aire malsano, sino que, previa coordinación con el sargento de playa, tenía planificado llevar a cabo una ardua campaña de limpieza de la playa. ―Un pueblo debe ser limpio de cuerpo y espíritu‖, rezaban los carteles que el padre Julio mandó a colocar en las paredes de las ramadas, anticipándose a la labor de limpieza. Y los domingos, a la hora de la misa, emprendía un discurso ameno, distinto a lo habitual, donde, además de dar a conocer temas bíblicos de rigor, exhortaba mantener limpia la playa y la nutrida concurrencia asentía con expresivos gestos de agrado. A una semana de su estancia, después de una breve ausencia, el padre Julio volvió con un vetusto escarabajo verde agua, cuya gastada apariencia indicaba haber recorrido millones de kilómetros. El peculiar vehículo se estacionó cerca de la iglesia con el sonido de un motor igualmente cansado. Tras unos segundos bajó el cura con un manojo de palas y escobas. La profesora, que esperaba en la plazuela con una cuadrilla de niños, fue en su ayuda. Dos hombres, al parecer pescadores jubilados, se sumaron voluntariamente a la tarea. La mañana discurría bajo un sol opaco cubierto por escasas nubes. Sin embargo se sentía un ambiente agradable, a la par con la alegría de los niños que tomaban el trabajo con mucha satisfacción. Ante la orden del párroco, los voluntarios formaron dos cuadrillas, repartieron las herramientas y, bajo la batuta del cura, enfilaron hacia la playa. Arnulfo iba en el primer grupo con la pala en el hombro y la loca Amalia, que se había sumado al grupo con dos niñas más, iba en el segundo, portando la escoba que, en un descuido de la profesora, la posicionaba imitando a su madre mientras los niños soltaban una estruendosa carcajada, pero el cura y la profesora estaban dotados de una paciencia infinita para entender la ocurrencia de los niños. Al llegar a la caleta se detuvieron en una esquina con el fin de hacer una rápida inspección. Lo primero en observar fueron los botes viejos descansando 47


sobre la arena salpicada de basura. En la parte húmeda de la arena, restos de algas eran removidos por las olas. En algunas embarcaciones los pescadores arreglaban sus aparejos de pesca. Otros reparaban sus desgarrados botes con mucho esfuerzo, montando maderas desprovistas de toda estética. El padre Julio no se limitó a contemplar en forma superficial, sino que, debido a su instinto de ir más allá de lo aparente, empezó a imaginar una playa demasiada pulcra, como una pintura vista en casa de un coleccionista, cuya atracción por el mar lo marcó desde ese instante porque pensó que el artista de tan maravillosa obra estaba guiada por la mano de Dios. El amigo coleccionista además le reveló que su inmenso amor por el mar lo había llevado a nombrar a sus hijas: Mar Lucía y Mar Angélica. Pero el padre Julio, que no podía tener una primogénita para bautizarla con aquel hermoso nombre, abrigaba la esperanza de contar por lo menos con una pintura de esa valiosa colección, como le prometió su amigo el día en que le mostró sus pinturas. Sin embargo, después de realizar su labor espiritual en la serranía, ahora estaba frente al mismísimo cuadro en vivo, aunque un poco deslucido, pero que desde ya empezaría a darle los brochazos para volverla reluciente como un óleo. Dos hombres, vestidos con ropa de pesca, se acercaron con prudencia hacia el párroco que parecía ido; pero el afectuoso saludo de uno de ellos lo sacó de su fantasía. ―Buenas, cómo está usted‖, contestó el padre con esa amabilidad a flor de labio. Pero el hombre, antes de continuar la conversación, se detuvo a observarle el rostro, haciendo una comparación mental con aquellos párrocos blanquiñosos, de ojos claros y lustrosa calvicie, a diferencia del oscuro y lacio cabello del padre Julio, quien, ante la mirada fisgona del hombre le preguntó cuál era el motivo de su visita. El hombre forzó una sonrisa y dijo que solo quería saludarlo y se despidió cordialmente mientras su compañero lo esperaba sin inmutarse. El padre ordenó iniciar la tarea. Arnulfo se dirigió hacia la orilla con otros dos niños, se quitó las sandalias y empezó a juntar restos de algas. En la otra esquina, donde se encontraban los

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botes destartalados, el padre Julio recogía envolturas de golosinas con otro grupo, mientras los oficiosos, debido a su fortaleza física, retiraban las piedras grandes y las iban colocando bajo la muralla de argamasa que circundaba a la antigua fábrica pesquera. Con el avance de las horas el trabajo se afianzó y la playa quedó limpia. Y para darle una especie de brillo imaginario le pasaron la escoba varias veces. La fase final vino con el traslado de los costales llenos de basura hacia las afueras del pueblo, a donde llegaría el ingenioso recolector de basura consistente en una carreta de madera tirada por un burro. A las doce con algunos minutos más retornaron a la iglesia, para de allí, en forma ordenada, regresar a casa.

Mientras tanto Rosa de los Ángeles, invadida por un persistente sentimiento de preocupación, rogaba para que María Bella Flor sanara del resfrío sufrido en los últimos días. Su preocupación aumentaba cuando recordaba el fatal desenlace de su anterior bebé. Pero ante la súbita llegada de Arnulfo volvió a pensar en su responsabilidad habitual: servirle la comida y continuar con las tareas de la casa. Antes de dirigirse a la cocina echó un vistazo al cuarto donde la bebé dormía emitiendo leves ronquidos. Enseguida fue al fogón y constató que las cacerolas mantenían la comida caliente. Sirvió en una bandeja de plástico los frejoles con el arroz y la llevó a la mesa donde Arnulfo esperaba con cierta angustia, pues ni bien tomó la cuchara empezó a engullir con avidez. La madre dijo que comiera con calma, pero el muchacho siguió apresurado. Luego se sentó a tejer esperando que el hijo terminara de comer. Afuera, el viento llegaba con un zumbido melancólico. El cielo se tornaba nebuloso: el tímido sol acabó por morir antes de la hora. En la bahía el viento aumentaba, ondeando fuerte las aguas, moviendo frenética las embarcaciones donde los pescadores zurcían sus redes, entre ellos Maximiano, que se había propuesto continuar hasta el final, pues eran varios días sin laborar.

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Arnulfo debía cumplir con la faena de limpieza emprendida por el cura, es por eso que Maximiano no pidió que le llevara el almuerzo. Desde su bote había visto a los niños trabajando en la playa y una reverberante alegría le brotó del corazón al saber que su hijo estaba entre ellos. Mientras tanto, en el interior de la vivienda, la madre aguardaba la llegada de su esposo. De rato en rato atizaba los restos de carbón en el fogón a fin de mantener la comida caliente, mientras Arnulfo, que había terminado de comer, lavaba pacientemente su plato, cuando de pronto sintió un abrupto carraspeo en el cuarto. Corrió de inmediato a ver qué sucedía. Al ingresar vio a la criatura convulsionando a causa del resfrío que al parecer se había agudizado más. Desesperado, la tomó entre sus brazos tratando de calmarla, pero la madre, que se había dado cuenta del hecho, corrió angustiada a auxiliar a su bebé. La tomó rápido entre sus brazos, casi arrebatándola de las manos de Arnulfo, y empezó a palmearle el pechito con cuidado. La criatura entró en un momento de esperado sosiego y Rosa de los Ángeles aprovechó en ir a calentar el jarabe casero de ajos, cebolla y miel, mientras Arnulfo la tomaba en sus brazos nuevamente. Tras unos minutos la madre regresó con la taza de jarabe, vació en una pequeña cuchara el líquido ligeramente denso y le dio de beber abriéndole la boquita con los dedos. La criatura intentó rechazar el remedio, pero la madre logró que lo ingiriera con un poco de agua de menta. Luego de darle el medicamento, la miró con mucha preocupación. Arnulfo absorbió aquella ansiedad. ¿Acaso presagiaba que algo malo sucedería? Su angustia se acrecentaba cuando recordaba el trágico caso anterior. Sin embargo, como un leve alivio, de pronto apareció en su mente la imagen del esmirriado Mataporgusto que solía curar terribles resfríos con la sangre del pelícano. Recordó cómo una vez lo sorprendió capturando una de esas aves para luego cortarle el pescuezo y sorber su viscosa sangre. ―Es bueno para los bronquios‖, le dijo aquella vez. Arnulfo quiso ir por el viejo Mataporgusto pero pensó que su madre se opondría. Al contrario, se burlaría por la curiosa o absurda manera de remediar un mal que ya era de temer. Pero otra vez la persistente y recia figura de Mataporgusto, con su esquelético torso desnudo, 50


inmune a los resfríos, lo impulsaba a convencer a la madre. En esa cavilación estuvo cuando de pronto la criatura empezó nuevamente con la tos, esta vez más fuerte y prolongada. La madre, pendiente de su estado, acudió nuevamente desesperada; mas al ver la gravedad de la criatura irrumpió en un llanto seco impulsado por una fuerza malsana que se metió en su cuerpo violentamente al punto que su corazón quiso paralizarse. Al ver el trágico estado de la madre, Arnulfo no tuvo otra opción que hablarle del remedio del viejo Mataporgusto y solicitó permiso para ir por él. Mientras la madre cobijaba a la criatura tratando de calmarle la abrupta tos, Arnulfo salió apurado y enfiló por el escabroso camino con dirección a la vivienda del viejo Mataporgusto. Al llegar tocó la puerta con insistencia anunciando su nombre. El viejo, al oír esa voz desesperada, le pidió ingresar. El niño traspuso de inmediato el umbral y se dirigió por un angosto pasadizo hasta donde estaba el viejo componiendo un antiguo mueble. Mataporgusto, al notar su desesperación, le pidió que hablara rápido. El niño explicó apresurado el grave estado de su hermanita, mientras el hombre, frunciendo el rostro, pedía que se calamara, que haría lo posible para curarla. Luego, el viejo sacó un frasco y un cuchillo y pidió al niño acompañarlo a la caleta. En diez minutos más o menos llegaron a la ribera. El viejo Mataporgusto pidió al niño aguardar a cierta distancia, luego se acercó con cuidado hacia una manada de pelicanos y en un descuido se lanzó sobre uno de ellos y le torció la cabeza con mucha habilidad. Enseguida tomó el cuchillo e hizo una abertura en el cuello de donde brotó un delgado chorro de sangre. Arnulfo se acercó rápido y puso el recipiente debajo de la abertura para recibir la sangre que manaba como un pequeño surtidor. Tras llenar el frasco y esconder el ave muerta, fueron a recoger algas en la orilla. El viejo había descubierto que el extracto contribuía a menguar la fiebre.

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Cuando regresó con el viejo Mataporgusto, Arnulfo encontró a su madre descansando, quien, al verlo con el viejo, se puso de pie rápidamente. Entonces Arnulfo dijo que don Apolonio ―nombre del viejo― prepararía el brebaje para curar a María Bella Flor. La madre asintió con la cabeza y atinó a señalar el fogón, donde Apolonio puso a calentar la sangre en una pequeña cacerola con un poco de agua más el extracto de las algas. Cuando el preparado dio un hervor, lo vació en una pequeña taza, echó una cucharadita de azúcar y, luego de entibiarlo, le alcanzó a Rosa de los Ángeles para que le diera de beber a la criatura; pero la madre, al entrar al cuarto, no tardó en lanzar un grito estremecedor. Arnulfo y el viejo ingresaron apresurados a ver qué sucedía, fue entonces cuando la vieron inconsciente, aferrada al cuerpecito de la criatura. El viejo Mataporgusto se dio prisa para cargar a la madre y acostarla en la otra cama, mientras Arnulfo intentaba restablecer a la pequeña; pero fue en vano: la bebé yacía sin vida. Al rato la madre empezó a recobrar el sentido gracias a los paños con alcohol que le puso el viejo en la cabeza. Así, restableciéndose lentamente se sentó al lado de la criatura y un inevitable llanto lo invadió nuevamente. Arnulfo aspiró profundo, miró al viejo Mataporgusto y encontró una fortaleza que evitó quebrarse. Mientras la madre seguía susurrando palabras ininteligibles, mirando el cuerpo inerte de su Bella Flor, Arnulfo pidió al viejo que le ayudara a disponer la mesa y elaborar otra vez la artesanal capilla ardiente. Después de una hora, cuando Maximiano llegó a casa y vio la mesa destinada al velatorio, sintió una fría punzada en su corazón y un temblor cruel recorrió por su cuerpo. ―¡Puta mare!‖, exclamó furioso, y el resonante eco se multiplicó en sus oídos. Sin percatarse de la presencia del viejo, corrió hacia el cuarto y, al ver nuevamente ese cuadro desgarrador, lanzó un violento puñetazo en la pared de estera y se desvaneció. Ahora, la madre, un tanto restablecida, lo asistió pasándole el trapo con alcohol por la nariz. A los pocos minutos volvió en sí. Se sentó en la cama con mucha calma y contempló el cuerpecito sin vida con 52


una inmarcesible tristeza y amargas lágrimas invadieron sus mejillas recordando con rabia que hace unas horas, un ave negra parecida al zarcillo, se había posado en la punta del mástil de su embarcación exhalando un extraño canto gutural y él no le había dado importancia, pero ahora entendía que aquella ave había sido una mala señal. Esa mala señal que se agravó cuando, como para coronar la tragedia, se enteró de la muerte de don José por intermedio de Rosendo, quien, tras dos días de la muerte de la bebé, le mostró el diario El Farol de Chimbote donde daba a conocer la terrible muerte del gran escritor peruano. Al leer la nota completa supo que se había suicidado disparándose un tiro en la cabeza. Asimismo se enteró que se llamaba José María y se apellidaba Arguedas. En ese momento recordó los pocos pero intensos días vividos al lado de aquel melancólico personaje y, evocando las charlas que lo habían marcado para siempre, extrañamente, se llenó de un profundo sosiego que le permitió ver la vida con mayor esperanza. La muerte de la segunda bebé sirvió para fortalecer más a la familia y optar definitivamente por la creencia en un ser superior que les permitiera salir de esa mala racha. Se lo habían dicho los vecinos el día en que llevaron al camposanto los restos de María Bella Flor, aunque a Rosa de los Ángeles la idea de acudir a la curandera le daba vueltas en la cabeza. Así fue que se animó a visitarla de nuevo, dispuesta a conocer definitivamente la verdad. Y acudió con una fe acrecentada en los últimos días. Esa fe con la que empezó a ver la luz blanca de un camino que desde ya le inspiraba tranquilidad. Esa tranquilidad que le devolvería las ganas de vivir como en los primeros días en que conoció a Maximiano cuando todavía no era tentado por la maldad, esa soterrada maldad que había empezado con él y, como hierba mala, se iba extendiendo en toda la familia. Así parecía sentirlo ella. De modo que su decisión era de vida o muerte, aun cuando su marido le increparía por esa insólita forma de impedir el mal; pero el objetivo era evitar la adversidad de las cosas. Así fue como llegó otra vez a la vivienda de la curandera, donde la asistenta la hizo sentar en ese peculiar sillón impregnado de extraños aromas.

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Allí la sorprendió Reina Soledad de los Santos, quien de inmediato, mirándola con serenidad, le preguntó: ―¿Qué traes ahora, hija? ―Se trata de mí, señora… Quiero que me adivine la suerte. Qué es lo que me pasa. ¿Por qué se mueren mis hijitas? ¿Cuál es el problema? ¿O me han hecho daño? La gorda cogió los naipes con mucha tranquilidad y no habló sino hasta cuando estuvieron distribuidos sobre la mesa. ―Vamos a ver, hija ―dijo, ubicando las cartas indistintamente. Rosa de los Ángeles se mantuvo en absoluto silencio, sin despegar la mirada de las manos de la mujer. Hasta que la curandera, tras coger la última carta, la miró con un marcado aire de preocupación y dijo: ―No eres tú, hija… ni tu marido. Es tu hijo. Rosa de los Ángeles se alteró rápidamente al punto de querer mandar al diablo a la mujer, pero esta le pidió tranquilizarse, que para bien de ella debía aceptarlo porque las cartas nunca la habían engañado. Y continúo: ―Estás destinada a no tener hijas mujeres… en cambio sí tendrás varones, y muchos. El asunto es que tu hijo lleva una cruz en la planta de un pie. Esa marca es el motivo de tu mala suerte con las hijas mujeres. Rosa de los Ángeles enmudeció de pronto: sus ojos fieros brillaron punzantes en la oscuridad, su corazón se paralizó ligeramente y vio nuevamente la blanca luz en la ventana donde intentó hallar la imagen de Arnulfo para increparle por la maldita señal, pero rápidamente volvió a la curandera cuando le dijo que podía curar al niño. Un aire de alivio volvió a bombear su corazón con más fuerza y en su mente brilló la esperanza: traería al niño ni bien lo convenciese. Para que te vaya bien en el colegio, le diría, tratando de convencerlo, sin insinuarle que el maleficio se había instalado en uno de sus pies.

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Con el espíritu aparentemente tranquilo, Rosa de los Ángeles salió del oscuro consultorio y emprendió el camino de retorno. Al llegar a su cabaña encontró a Arnulfo sentado a la mesa realizando sus tareas. Desde que ingresó no abandonó la idea de llevarlo como sea. Antes decidió ingeniárselas para comprobar por su cuenta si realmente tenía aquella marca. Esperó que Arnulfo terminase de escribir. Luego le ordenó bañarse como siempre, en el corral, dentro su precaria ducha. Antes dijo que debía cortarle las uñas, como un eficaz pretexto para llevar a cabo su objetivo, a lo que el niño accedió dócilmente y llevó una pequeña silla al corral y se sentó a esperarla; en ese momento la madre llegó con el cortaúñas, se sentó en el suelo, le despojó las sandalias y colocó el pie derecho en su falda. Hizo el ademán de revisarlo poniendo la planta frente a ella, de manera que pudiera buscar la marca, pero no la halló. Recortó las uñas sin prisa, evitando delatar su intención aun cuando el niño no tenía la remota idea. Enseguida procedió con el izquierdo, exponiendo la planta con más confianza, en donde al fin, luego de rastrear meticulosamente, pudo hallar la insinuante forma de una cruz. De pronto, una densa oscuridad cubrió sus ojos ante esa señal que parecía cobrar vida, impidiéndole mirar más allá de un simple rasgo ocasional. Sin embargo, Rosa de los Ángeles hizo un desesperado intento por reavivar su fe en Dios y pronunció una rápida oración intentando salir de esa oscuridad en la que se había sumergido rápidamente; pero no pudo, porque, después del frío sudor que invadió su cuerpo, un inevitable desvanecimiento la tumbó.

Tras el negro oleaje de tragedias, la vida de Maximiano cambió de pronto cuando, una mañana de setiembre, se le apareció Banchero proponiéndole que patroneara una de sus lanchas pero con la condición de que se fuera a vivir a un departamento del moderno edificio que había comprado para sus trabajadores en Chimbote. A Maximiano le era imposible creer que aquel ofrecimiento era cierto. No lo había presentido ni en su más remoto sueño. La historia de Banchero le había parecido siempre una fantasía debido a la exageración de la gente. Pero

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ahora, estando frente a él y escuchando sus persuasivas palabras, no podía dudar que su propuesta fuese real. ―Debe ser la bendición del almita de don José‖, se dijo para sí. Y, lleno de regocijo, aceptó sin vacilar un instante. Al día siguiente un inmenso camión de mudanzas se estacionó frente a la calle curveada que daba acceso a la casa de Maximiano. Tres robustos hombres bajaron y se dirigieron a realizar el embarque respectivo. Aproximadamente al mediodía terminaron de cargar todos los enseres de la casa de Maximiano, hasta los objetos de apariencia insignificante. Incluso los vestidos de las difuntas, que Rosa de los Ángeles guardaba en una bolsa de plástico, se los llevaron como para recordarlas y tener presente que aquellas angelitas también habían hecho su paso por esta sinuosa vida. Tras despedirse con mucha nostalgia de los pocos vecinos del barrio, entre ellos la carismática doña Fernanda, Maximiano subió con su mujer y su pequeño Arnulfo al camión que lo llevaría a un ambiente definitivamente mejor, donde el progreso crecía aceleradamente, con la arrasadora producción de la pesca.

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SERIE: LITERATURA ANCASHINA CONTEMPORÁNEA

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