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ALLÁ DEL DIAGNÓSTICO DE CÁNCER DE CÉRVIX

(Manejo psicológico del diagnóstico de VPH)

Por Lcda. Sandra López psicóloga y sobreviviente

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Recuerdo que era la época del H1N1; estaba en todas las noticias, pero esa no era mi noticia. La mía era que tenía cáncer de cérvix. Los 40 años que tenía me cayeron encima con la fuerza y el peso de 120. El doctor hablaba, pero yo no escuchaba. Allí, en la oficina, estaba mi cuerpo: mi “yo” estaba en algún lugar del mundo, o del cosmos, a donde sea que van los “yo”, dando vueltas, vagando sin control, como dentro de un tornado de pensamientos, que hoy, mientras te escribo, me atrevo a mirar de frente por primera vez. Vi muchas escenas del futuro de mis tres hijos y de mis nietos (ninguno nacido en aquel momento). Los vi celebrando, los vi llorando, abrazando, riendo… pero yo no estaba con ellos. Vi a mis padres, hermanos y amistades, e incluso, asistí a mi funeral. No sé cuánto tiempo pasó, no creo que mucho, ni cómo “regresé” al presente. Allí estaba yo con la cara bañada de lágrimas. Sin emitir un gemido, lloraba como lloran en los muñequitos animados que parece que lloran ríos.

La vida me sonreía y yo me sentía feliz. Mi hija iba a la universidad y en dos meses me daría ¡mi primer nieto! Los varones estaban en escuela intermedia y elemental, respectivamente. Todos estaban saludables y eran buenos hijos (siguen así). Yo me sentía física y mentalmente bien. Tenía un amor.

Como psicóloga (no lo era para la fecha), hoy sé que por primera y, gracias a Dios, única vez en mi vida tuve un episodio de despersonalización/desrealización, un trastorno disociativo. Estos trastornos son un escape involuntario de la realidad cuando esta se hace insoportable. Dicho simple, la despersonalización es una experiencia de ser un observador externo respecto a los pensamientos, los sentimientos, sensaciones, cuerpo o acciones de uno mismo y la desrealización es una experiencia de distanciamiento respecto al entorno.

El diagnóstico de cáncer pareció el fin del mundo y de cierta manera, lo fue. Habiendo mirado de frente la posibilidad de la muerte, comprendí, como nunca antes, la importancia de estar viva. Esto no es nuevo. Para los psicólogos existencialistas la consciencia de la muerte nos aleja de las preocupaciones triviales y le inyecta a la vida una profundidad y una perspectiva enteramente diferentes.

En mi caso, el cáncer me enseñó a vivir sin apegos. Vivir sin apegos tiene sus retos porque confundimos amar con poseer. Entonces, mientras más amamos o mientras más deseamos algo, más miedo tenemos de perderlo. Sigo amando como siempre, hasta decir “basta” e incluso más allá de eso, solo que ahora comprendo -y acepto- que nada ni nadie me pertenece. Tal vez sea difícil explicar o entender, pero esa perspectiva me permite sentir el amor con más fuerza y con más libertad, quizá porque no temo perderlo. Mañana no sé dónde estaré ni dónde estarán mis amados, pero en el “hoy” amo y vivo intensa e inmensamente. Esto es una tarea diaria: “hoy”.

A lo largo de estos años he aprendido que ignorar el hecho de la muerte puede ser tan negativo como preocuparse demasiado por ella. En el primer escenario, pudiéramos no tomar decisiones importantes, como recibir un tratamiento que nos puede salvar la vida. En el segundo escenario, el de abrumarse por ella, pueden aparecer trastornos como ansiedad y/o depresión. La clave, dicen los existencialistas, es lograr un equilibrio entre ser consciente de la muerte sin agobiarse por ella.

Eso me lleva al siguiente punto: aprendí a vivir el momento presente. El día que recibí la noticia, mientras esperaba en la salita, estaba tensa porque se me estaba “acabando” el tiempo (¡ja!). Debía estar en el trabajo a la 1:00 de la tarde y tenía planificado hacer algunas diligencias cuando saliera del médico, antes de llegar a la oficina. Cuando salí de allí nada de eso tenía importancia. “Saqué voz” para llamar al trabajo “como si nada” y me excusé para la tarde. Lo que estaba en la lista no se hizo hasta casi un mes después y no pasó absolutamente nada porque no fui al supermercado, no compré detergentes o vitaminas. Hoy es lo único que tengo; es el único lugar donde puedo “hacer”, cosa que no puedo ni con lo que está en el pasado ni con lo que no ha llegado. “Hoy” es el día más importante de mi vida y de la tuya.

¿Qué pasó ese día y los siguientes? Ese día lloré, lloré y lloré; me permití sentir. Llamé, como pude, a un buen amigo, que llegó en menos ná’. Paseamos por lugares y tocamos temas que no recuerdo. Sí me acuerdo de que cuando me calmaba, él aprovechaba y preguntaba o comentaba; de nuevo: no recuerdo el contenido, pero sí lo que hicimos. Cuando yo volvía a llorar, él cambiaba el tema; no lo forzaba. Poco antes de la medianoche me dejó en mi casa y, sí, dormí. ¿Recuerdas que unas líneas arriba escribí que diagnóstico de cáncer pareció el fin del mundo y de cierta manera, lo fue? Pues el “fin del mundo” fue esa noche. Al otro día, despertó una “yo” nueva, que “yo” no conocía, que ni siquiera sabía que existía.

Como no tenía plan médico en mi trabajo, esa mañana, instintivamente, me pregunté “¿quiénes pueden ayudarme?”. Para ese tiempo yo era periodista y había entrevistado a muchas personas de poder o que conocían a alguien que podía. Empecé a llamar. Seguí sin plan médico, pero me eduqué y eso ayudó a que me sintiera más segura. Al poco tiempo perdí el trabajo, y lo que de momento pareció malísimo, resultó ser bueno porque me permitió cualificar para el plan de salud del gobierno. Un peso menos encima.

Compartí la noticia con las personas más importantes de mi vida, con lo cual activé mi red de apoyo. No estuve sola en ningún momento del proceso. El apoyo de mi familia y amistades fue crucial. Mi cuñada me acompañaba a todas las citas porque yo sabía lo que tenía que preguntar (periodista al fin), pero olvidaba las respuestas, así que ella era algo así como mi portavoz. Mi familia me apoyó económicamente (no somos ricos, hicieron un “serrucho”) y otros me apoyaron “estando”. Si solo hubiera habido una persona conmigo, como quiera no hubiera estado sola.

Al poco tiempo, me operaron, removieron todo el sistema reproductor (¡bienvenida menopausia!) y pasaron unas cuantas semanas antes de que llegaran los resultados de patología. Honestamente, en este punto me olvidé del cáncer y empecé a vivir por primera vez: dejé atrás las tragedias pasadas y me deshice de los “y si esto, aquello o lo otro” del futuro. Conseguí trabajo y eso también fue un alivio porque me sentía útil, productiva e independiente.

Cuando llegó la patología ¡celebramos! Gracias a la sabiduría de mi médico que me hacía el PAP cada seis meses, no anualmente, mi cáncer se detectó súper a tiempo y no fue necesario otro tipo de tratamiento. Estaba curada y mi tarea en lo sucesivo era ¡vivir!

Quizá todo este proceso te suene “fácil” porque mi historia no es la de Rhaiza o la de mi prima Maiteé, que no sobrevivieron al cáncer de cérvix. Estoy segura de que ellas también empezaron a vivir tan intensamente como pudieron después de su diagnóstico y escojo pensar que eso fue lo que se llevaron. Tú, que estás en la lucha, independientemente del resultado, vive, siente, abraza. Recuerda que ahora sé cuál fue mi resultado, pero no lo sabía entonces. Esta historia empezó a escribirse después del diagnóstico y mientras esperaba el resultado; fuera el que fuera. En el mientras tanto aprendí a vivir. Es una historia que no ha terminado; la tuya tampoco.

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