Un Tirano para Eloise

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Un Tirano para Eloise Giulio Vita

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Un Tirano para Eloise. Giulio Vita Primera Edición, 2013 Diseño de la portada: “Cayendo sobre las viviendas de interés social construidas en la ranchocracia adeca-copeyana” de la serie: CARACAS 666 de Francisco Bassim

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NOTA DEL AUTOR Creo en la cultura como motor social y que toda obra tiene el deber de socializarse. Creo también en la tecnología como puente de progreso entre las personas y es por ello que he unido con este proyecto cultura y tecnología para encontrarnos más fácilmente.

Las reglas de este libro son muy simples: Tras leer la novela, compártela con otra persona. Publica una foto en Instagram con el hashtag #UnTiranoParaEloise o comparte una frase en Twitter y menciona a @elreytuqueque Si hay alguna frase con la que te identificas y quieres ser parte de este proyecto, envía un correo a giuliovita@elreytuqueque.com con la frase, tu nombre, tu ciudad natal y una foto. La última y la más importante de todas las reglas: sé libre, rompe las reglas. Tienes libertad de no compartir este libro o de quemarlo.

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A Caracas, aunque no se lo merezca

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I

¿Hace cuánto ya desde que nos conocimos? ¿Tanto? Wao, cómo pasa el tiempo. Es tan extraño verte aquí de nuevo, tan arrugada, tan madura. No, no. No te estoy diciendo vieja. Cómo me atrevería. Si en todo caso, el que se puso viejo fui yo, de tanto seguirte. No, Eloise, no te quería. Salvador, al igual que todos los muchachos de su generación, odia la rutina y teme caer en esa espiral, pero a su vez teme no firmar la historia, no pertenecer a nada. Es todo una contradicción, como todo en este siglo, como todo en el país, en la ciudad, en las estúpidas maquetas de Patricia. Él quería romper las estructuras, cambiarlo todo, desde su persona hasta su país, ¿o desde su país hasta su persona? Quería. Antes. Ya no le importan esas tonterías. “Aquí tienes, Tico” dijo el muchacho pagando las dos cervezas para ir a casa de ella. Esas dos cuadras las hacía siempre un poco borracho, porque disfrutaba más el paisaje. Ese paisaje horrendo que proponía la Caracas del siglo XXI, esa capital asquerosa que competía entre las más peligrosas y muchos años lograba la medalla de oro, esa capital de

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Salvador donde Patricia lo esperaba, todos los viernes a las dos de la tarde, en su pequeño apartamento de las residencias Sans Souci. Chacaíto es una zona que conecta al este con el oeste de Caracas a través del metro y la autopista, es el epicentro del gran problema; una gran avenida llena de basura y una cultura norteamericana mal puesta, algo así como una malformación genética, un tumor que hace del aire menos venezolano y menos gringo que cualquier otra cosa, provocando una completa pérdida de identidad entre la gente. En el fondo, pensaba Salvador esa tarde, es ése el problema: Que no tenemos identidad, no sabemos a quién escuchar y es por eso que infringimos todas las reglas confundiendo hasta a Dios. Haré a mi personaje tal como me gustaría que fuese, un ser humano real, un hombre común, de piel color aceituna y ojos grandes, marrones claros, que al contacto con el sol se vuelven ámbar. Lo pienso con el cabello corto y sonrisa fácil, a pesar de que carga, a través de esta novela, una gran tristeza que sólo logrará empeorar con el tiempo. Él recuerda con gentileza a su pasado pero le es muy borroso el recuerdo, debido a que sus verdaderas raíces (y de esto no hay que decirle nada) no son más que mis deseos, mis intuiciones, mis propias ambiciones, las de su escritor. No por esto quiero crear entre él y yo un orden de jerarquías. Todo lo contrario. Desde que Salvador comienza a existir gracias a que yo escribo sobre él, cobra autonomía y se vuelve independiente, al punto de no necesariamente tener mis mismas opiniones ni mis mismos deseos. También él podría escribir una novela o un cuento y crear un personaje como quiera crearlo y llamarlo, por ejemplo, Samuel, pero Samuel no tendría nada que ver conmigo. También él habría cobrado independencia de Salvador. Esa tarde, casualmente, Salvador recuerda a su tía Filomena, de lo mucho que ella odia aquellos libros estúpidos en que sólo escriben páginas

y

páginas

llenas

de

habladurías,

intentando

parecer

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inteligentes ante los lectores y, en esencia, el libro no dice nada, “ninguna historia de amor del bueno”, los que sólo describen estupideces, o el escritor, preda de un egocentrismo feroz, intenta, a través de su novela, dar un punto de vista personal de las cosas. Salvador recuerda a su tía con picardía y le parece divertida su opinión sobre los libros. Primero porque sabe muy bien que Filomena no es la señora más instruida del mundo y que su conocimiento literario no va más allá de los libros rosa de Corín Tellado y segundo (y mucho más importante) porque todo esto lo decía desnuda, después de una tarde de amor. Salvador enciende un cigarrillo, se rasca la cabeza y limpia las gotitas de sudor que le bajan por la frente. ¿Cuándo será el día que se pueda caminar en santa paz por la tarde? La muchedumbre lo agobia, los empleaditos salen de sus trabajos, contentos, listos a almorzar, y una que otra señora de servicio que inicia su día libre, se mezcla entre los vendedores ambulantes; la policía desplegada por toda la avenida, el olor a orines, la música a todo volumen de distintos puntos de la calle, un vallenato mal grabado, un merengue pasado de moda, una sensación de desesperación que crece en el pecho y allí está el edificio verde, con unas letras de metal oxidado que tímidamente dicen Residencias Sans Souci. Saca su llave, se detiene, la palpa, juega a clavársela en la otra mano mientras busca con la vista el balcón de Patricia. Ahí está, con el jarrón de margaritas que él había puesto. Las margaritas están secas. Qué lástima. Nunca duran como quisiéramos. Abre la puerta y marca el botón del ascensor, pero en seguida cambia de idea y sube corriendo las escaleras. No por emoción, no por goce a verla, sino por un extraño ejercicio de la infancia, una boba manía de poner a prueba su cuerpo cuando éste menos se lo espera. Un rito, en fin, para dejar entendido que la mente tiene soberanía sobre su cuerpo y no al contrario. “Puntual como siempre”

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Ella habla desde mucho más lejos, desde otro lado, otro universo. Lo mira sin levantarse, desde el escritorio de la sala, a través de sus lentes en forma ovalada y un montón de papeles con fórmulas, libros deshechos, como llegados de una gran batalla. Siempre lo mismo. ¿Por qué estudias tanto? De todas formas, ¿de qué carajo te sirve ser arquitecto en la peor ciudad del mundo, en este asco? Pero ella bosteza, deja los libros, estira los músculos, y se quita los lentes, lentamente, mientras se suelta el pelo. “Quiero participar en el asco” No lo dice con malicia ni con camaradería. Pobre Patricia, piensa, nunca hace nada porque quiere, sino por simple teatro, por simple respuesta. Es una fórmula que da un resultado, tal como las que estudia. Y sin embargo, no la pasa mal hablando con ella, lentamente, suave, reflexionando sobre cualquier cosa, aspirando el humo y botándolo despacio, con parsimonia. Abre la nevera, saca la Coca Cola dispuesto a hacerse un cuba libre, ¿son éstas horas de echarse palos? ¿Si no éstas, cuándo? ¿Quieres uno? No. Patricia no toma nunca. No le gusta marearse ni dejarse llevar por algo independiente a ella. Quiere mantenerse fiel a sus intenciones, a sus formulitas, a sus encuentros fingidos. Quiere ser fiel a su infidelidad. No le importa mostrarse, lanzarse al agua. Posiblemente, ésa es la clave de aquel amor. ¿Dijiste amor? Patricia se levanta y él logra ver, desde el balcón, un vestido de flores y que no lleva sostén. Qué lástima, no sabes lo que me gusta quitártelo. Bobo, dice ella, y le sonríe, acercándose, besándolo, apretándose a él, metiendo su lengua hasta su estómago, mordiéndolo, arañándolo. Patri, Patri, tan silenciosa y tan fiera. Primero comes, luego hablas. “Cállate” Ella se aparta de un salto, le da la espalda y camina al cuarto mientras se quita el vestido. Él queda encantado por esas nalguitas que bailan hasta el cuartico azul y bota lo que queda del cigarrillo por el balcón, sin mirar cómo golpea el techo de un automóvil gris, estacionado sin

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sospechar nada. La busca, la encuentra, posa su mano en un seno, enreda sus dedos de un pezón, oscuro, escamoso, amable, y ella gime y ella bésame y ella así así, y su mano que cuela como una cascada por su vientre y se detiene en su ingle y aprieta. Se agitan, enredan el cuerpo en las sábanas blancas, puras, como para hacer un sortilegio, como para mancharlas, y ella se humedece y se muerde un labio y le pide, en el furor de la batalla, que la muerda, que le muerda el cuello, la boca, los senos, que acabe dentro de ella, que no se detenga, que quiere sentirlo venir dentro de ella, que la llene de él, que se entregue. Es la única manera de que seas pasional, Patricia, cuando hacemos el amor. Eres otra persona, piensa, eres un tigre, una selva, una tempestad que arrasa con todo. Él aumenta el ritmo, se excita con sus palabras, siente los dientes de ella clavándosele en la oreja y sus súplicas perversas que entran hasta al cerebro, hasta esa calentura en la panza. Aumenta el ritmo, se vuelve violento, la muerde, le deja chupones, le pregunta ¿te gusta? ¿Así te gusta? Dime que te gusta, dime cuánto te gusta. Ella se deja llevar por el juego, ella goza, a ella le encanta así, así, sigue así y ven, ven, Salvadorcito, ven. Él se apura, él quiere llegar, quiere derramarse en ella, es ahora esclavo de un instinto primitivo por copular, por su libido. Sigue más fuerte, ella grita, él la penetra sin calma alguna, sus cuerpos se impregnan de sudor, se necesitan, se separan y vuelven, como un imán, a atajarse, a pegarse por el calor, a embarrarse de saliva; de cabellos traviesos, y él sigue y ella ahí ahí así; de cosquillas diferentes que perdieron la infancia, y ella ven, ven, ven y él ahí voy; de manos que no saben dónde ir, que recorren desesperadamente el cuerpo de ella: pasean por sus piernas, tocan los deditos de sus pies mientras el culo sigue empujando muy adentro, secan el sudor del rostro de ella, presionan con fuerza los senos y se acerca una lengua seguida de una boca y chupa, chupa mientras allá abajo penetran el infinito, chupa como un niño y siente, a escondidas, que es otra vez un niño que se amamanta de su madre y advierte en esa sensación un extraño

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complejo, y sigue, y sigue y así, ya voy, ya voy, y las manos de ella en su cuello, aprisionándolo, quitándole un cabello, y ajá y llega. Patricia lo ve con complicidad, con cariño y un amor demasiado extraño para él, tan extraño para que se despida porque se le hace tarde, porque tiene que cubrir un servicio, tengo la cámara en el carro y no vaya a ser que me la roben, no, no digas eso, de verdad me encantaría quedarme pero el servicio, no vaya a ser que me quiten este trabajito también. “¿Y qué pasa? Igual eres un mantenido, qué va a cambiar” Eran esos comentarios los que Salvador odiaba de ella. ¿Por qué podía ser tan fría a veces y luego así, tan pasionalmente estúpida? ¿Por qué no podía estar feliz y contenta porque se la habían cogido y dejar de joder? ¿Por qué siempre el dedo en la llaga cuando quieres? A él no le molestaría tanto si siempre fuera pasional, si cuando no pelea, es buena, cariñosa y enamorada. Pero no, sólo lo es en la cama y cuando tiene ganas de joder. Todo por joder. Que se vaya a la mierda. “Vete a la mierda, Patri” Ella lo conoce bien, lo sabía, lo había logrado. Esbozó una sonrisa de victoria y dijo: quien se va eres tú, a tu trabajito de segunda para darle pena a la gente, para que nadie sepa que papito paga todo. La miró.

Si las miradas mataran, pensó ella, pensó su escritor. Se

acercó iracundo, sin decir nada, los ojos estaban por explotarle, quiso golpearla, quiso matar a su padre, quiso quemar todo aquel dinero, demoler el apartamento del edificio San José que había heredado. Se hereda cuando el otro muere, pero el papá seguía vivito y coleando, en Miami,

en

los

burdeles,

engañando

a

mamá

con

las

putas

puertorriqueñas, con las cubanas, con las apuestas, con la cocaína y quién sabe. Pero no se puede decir pobre mamá, porque ella no era pendeja y también salía, aquí en Caracas, con la crema de la crema, ¿vas a pensar tú que me voy a dejar coger por cualquier perdedor?, decía ella y tenía razón, piensa Salvador. Piensa mientras cierra la

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puerta sin decir adiós, oyendo la risita forzada de Patricia-ganas-dejoder, piensa en que le hubiera gustado tener un hermano, mayor o menor, no importa. Quizás así sus padres se habrían sentido más responsables, más paternales, menos negociadores. Porque él fue un negocio y lo sigue siendo: naciste, está bien, nos debes la vida, te debemos responsabilidad, pero como ni tú quieres pagarnos el precio de una vida ni nosotros el de una responsabilidad, te damos la oportunidad del apartamento para ti solito, lo pondremos a tu nombre, y tendrás una jugosa mensualidad, en cambio de que tú no nos jodas con tus problemas ni nos llames ni nos visites, en fin, no queremos hijos pero no somos deshumanos ni irresponsables, ¿qué te parece? Algo así había sido el discurso de papá, hace siete años, cuando Salvador-veintitresaños se graduaba de periodista, feliz, con toga y birrete, entre fotografías con sonrisas hipócritas de mamá, soberana y segura que al día siguiente saldrían en el diario. En el fondo no eran tan malos. Él había aceptado por conveniencia y porque tampoco tenía mucho sentido familiar. Ciertas cosas se heredan, hasta la hijadeputez. Además, le habían conseguido un trabajo en el periódico con muchos beneficios. Lo único que él tenía que hacer ahora era ser constante y dejarse de estupideces, así había dicho su padre con respecto a aquel suceso de cuando era un veinteañero esperanzado y feliz que marchó en contra el régimen del Presidente Chávez. Cuando lo metieron preso, cuando lo golpearon y le robaron la cámara, cuando el viejo lo sacó del lío y no lo volvió a mirar a los ojos. Seguramente ahí fue que se rompió eso con ellos y eso dentro de él y ese hilito que lo ataba a Caracas, a esta ciudad podrida, a este cementerio de roedores. Pero ese rompimiento, ese final, fue el inicio de Eloise, porque fue precisamente gracias a esos días tan extraños que la conoció a ella. Su padre, molesto y cansado, aconsejado de gente importante del círculo, decidió que Salvador tenía que esconderse por lo menos dos semanas, en casa de alguien cualquiera,

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que no tuviese relación con la familia, y fue así cómo la tía Filomena los puso en contacto con los Larralde, amigos de ella, desde hace años. “Fui con Gracielita Larralde al liceo, cómo no voy a ser su amiga, Felipe” le dijo la tía al padre, convenciéndolo no por sus palabras sino por fastidio, resignación. “¿No te acuerdas, Teresa? ¿No recuerdas a Muriel, la prima de ella?” seguía Filomena, hablando con la madre de Salvador, con una sonrisa de malicia “Éramos unas locas borrachas” “Está bien. Pregúntale si pueden tener escondido al Che Guevara un tiempo” Felipe no paró de llamar Che Guevara a su hijo nunca, en un tonito serio pero que escondía una burla, una risa desmesurada, una cierta especie de superioridad, mierdita, basurita estudiantil quién te crees. En cambio, Filomena, acelerada por el notición, no dejó de llorar hasta que lo sacaron de la cárcel, hasta que lo vio y lo abrazó y lo tuvo la primera noche en su casa para acurrucarlo, desnudarlo, hacerle el amor mientras él lloraba sin querer y ella llegaba al orgasmo con los ojos humedecidos y lo llenaba de besos, mi niño, mi niño lindo qué te hicieron, cuéntame, a mí puedes contármelo todo, mi niño lindo, ¿quieres hacerlo otra vez? ¿No? ¿Qué quieres entonces? “Calma” Filomena nunca lo entendió y él nunca la obtuvo. No sólo de ella sino en general. Era ésa una de sus ansias, una de sus grandes taras. Esa noche él durmió rígido y la tía se acurrucó a él, sintiendo por primera vez que hacía el amor con un hombre, de repente, mientras dormían, por su seguridad, por su falta de miedos. Fue ese el punto preciso en el que mi personaje se partió: el gran antes y el después, cuando dejó de reaccionar por voluntades. Al día siguiente, muy temprano, Filomena y Salvador fueron a casa de los Larralde, en Oripoto, lejísimos de donde vivía el viejo. Era una urbanización cerrada con un pequeño puesto de vigilancia, llena de casitas gringas y alegres, pintadas sobriamente, en medio de una selva que luchaba para no ser comida por el asfalto. El gran portón de la casa

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tenía un color de sangre seca y una gran estructura metálica se erguía atrás. Bajaron del pequeño Renault de la tía con la maleta de Salvador. Tocaron el timbre y esperaron. “Te van a encantar” decía la tía. “No hay gente más buena, mi niño” “¿Por qué nunca me hablaste de ellos?” “No sé. A veces los veo, pero estoy tan ocupada, tan en otro mundo” Era cierto, la tía trabajaba en un restaurante que ella administraba sola. Era chef y dueña del sitio, así que tenía que correr todo el tiempo para tener todo arreglado, todo siempre listo, los pescados que lleguen a tiempo, las carnes, las verduras, las muchachas, los mesoneros, y encima la limpieza del lugar. Estaba cerca de donde vivían los Larralde, en el pueblito viejo del Hatillo, entre las casas coloniales de la plaza Bolívar y los puestos de fresas con crema, junto a una librería decrépita que estaba por ser abandonada. Allí empezó la cosa entre ellos, un verano que los viejos se fueron a Estados Unidos y lo dejaron con Filomena, ayudándola en el restaurante. Él tenía diecinueve años y le gustaba el trabajo de mesonero, sobre todo porque lo confundía con la gente sencilla. Se jugaba bromas con los demás empleados, piropeaba a las camareras como lo hacían ellos, se daba del tú con los que descargaban las mercancías todos los miércoles y viernes; se iba después, en la noche, a una tasca de obreros para tomar cerveza y hablar de mujeres. Le gustaba esa vida, quizás por “esa estúpida manía socialista”, como la llamaba el señor Felipe, despectivamente y sin darle importancia. Filomena, en cambio, disfrutaba de aquello, de que él fuera tan caraqueño de la ciudad y no del pequeño este, tan caraqueño del mundo, “que seas tan gente, a diferencia de tus padres” decía ella riendo, botando el humo del cigarrillo por las narices. Ella le había dado llave de su casa “para que puedas entrar a la hora que quieras” mientras pasaba el verano, y un día, cuando llegó de la tasca, ella lloraba en silencio, desde su cuarto en el fondo. Él había tomado mucho pero escuchaba y se veía la mano minuciosamente. No cerró la puerta. Se quedó esperando, en la entrada, que pasara algo,

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mientras se observaba los dedos que apestaban a cigarro, las uñas sucias, los pelitos de los dedos. Se pasó la mano por la cara y abrió del todo la puerta de Filomena. “¿Qué pasa, Mena?” “No es nada, vete, vete, no me veas así” Ella se tapó la cara con la sábana y se acurrucó en el colchón. Salvador, impulsado por el alcohol y la lástima, se sentó al borde de la cama, junto a ella. “Tía, no seas tonta, qué pasó. Por qué lloras así, loca” “Nada, en serio, vete. Mejor vete a dormir” Acercó su mano a la cabecita escondida y comenzó a acariciarla. “¿Qué pasa, vieja, es por el restaurante? ¿Hay problemas de dinero? Sabes que puedes contar con papá...” “Qué va a hacer el dinero, Salva. Al hijo de puta de Felipe me lo paso por el culo” “Jajajá. No digas así. Entonces qué pasa, peleaste con él” Ella dio un salto, se sentó en la cama y, secándose las lágrimas, muy seria dijo: “No. Me dejaron. Me dejaron como un trapo sucio, pero ya basta, no puedo sufrir más. Ya no” Lo miró fríamente, arrugó la barbilla y estalló a llorar. Se prendió de sus brazos gritándole al oído: “Yo lo amaba, a ese perro mugroso, a ese coñoemadre, yo lo amo todavía y él me dejó por otra, por una vieja cacatúa, una sifrina idiota” Salvador quedó sorprendido. Dudó un momento y decidió abrazarla, acariciarle la cabeza, decirle tranquila, tía, que en el fondo no es tan grave, con lo bella que eres tú. Ella volvió a dar un salto, se puso otra vez seria y se secó las lágrimas. Acercó su rostro cerquísima al del sobrino y con esos ojos abiertos de par en par dijo: “¿En serio? ¿En serio piensas que soy bella? Dime la verdad, Salvador” Él sonrió tiernamente.

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“Claro que sí, tía. Si no fueras mi tía estaría loco por ti” “¿En serio? ¿Lo dices en serio? ¡Jura!” “Te lo juro. Tienes un cuerpazo y eres bellísima, no conozco tod...” Filomena lo calló con un beso. “Tía, pero...” “Si lo dices de verdad, entonces demuéstralo. Hazme el amor, Salvador” “Pero tía, yo...” “No me vayas a decir que eres virgen” “No, no, no, pero pasa algo peor: que soy tu sobrino” “¿Y qué? Malo sería que fueses mi hijo, pero ya ves, hasta soy más joven que tu madre” “No menciones a mi madre en este momento” “Jajajá. Vamos, sobrinito, haz gozar a tu tía” Y saltó sobre él, con aquella naturalidad que tenía siempre Filomena, sin más ni menos, apasionadamente, loco por ella, sí, Salvador, estabas loco por ella, por esas arrugas en sus ojos, en sus labios, por esas canas hermosas, por esas piernas flácidas, por esos dientes de marfil fosilizado. Estabas loco por ella porque era divertida, auténtica y no le importaba la falsa moral. Qué libre es Filomena, qué libertad se respira en su pecho, en su risa gozona. Ay, Filomena, qué te pasó. “Sí, buenas” dijo una voz electrónica desde el interlocutor, junto a los trazos metálicos que dibujaban a una especie de lagartija entre “La Barraca”. Qué nombre es. “Hola, Anita, soy Filomena” “¿Filomena qué?” “La amiga de Grachito, gafita” “Ah, hola señora Filomena, cómo está” “Chévere, esperando que me abras” “Ya voy” Sonó un zip zip zip y la voz electrónica preguntó: ¿ya abrió? Pero Filomena y Salvador pasaron sin responder. Atravesaron el jardín

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seguidos por tres perros de ojos verdes y locos, como bizcos pero no eran bizcos, como si ladraran pensando en otra cosa. “Cuidado que te muerden los pies” le advirtió la tía a Salvador, pero los perros no se acercaron. Sólo los siguieron con esas caras largas de nostalgia. El jardín era amplio y a su lado había un estacionamiento lleno de camionetas que dormían rodeando a una mesa de ping pong. La puerta de madera de la entrada se abrió y vieron a una negra de dientes blanquísimos que dijo un hola muy tímido cuando vio al joven. Filomena le saltó al cuello diciéndole “Anita bella, cómo estás, chica, qué es de tu vida”, todo bien, respondía Anitabella, dejándolos pasar y mirando al muchacho como espiándolo. “Éste es mi sobrino, el que se va a quedar aquí unos días” “Ah ya, mucho gusto. Ana” “Mucho gusto. Salvador” dijo dándole la mano. “Tengo que contarte, Ana” dijo Filomena “éste muchachito es mi amante, ¿qué tal?” Salvador se puso rojo y abrió los ojos, Anita soltó una risa que llenó la casa. Una risa sabrosa que durante la estadía en aquella casa, Salvador disfrutó a cada momento. “No te pongas rojo, chico. Aquí estamos en confianza. Anita es mi pana, ¿verdad, Anita?” “Claro, señora Filomena, claro” “Bueno, bueno, ¿y la gente aquí? ¿Dónde están Gracho y Telly?” “La señora está arriba acabando de bañarse y el señor Telly sigue en el trabajo. Recuerde que él trabaja hasta tarde” “Puro trabajo, vale, qué fastidio” La casa tenía piso de cerámica marrón y adentro estaba llena de plantas, de objetos de la India, del Amazonas, todo artesanal. Parecía una gran morada de los hippies pero hecha en el mundo moderno y con orden. Mucho tiempo después, Salvador llegaría a la misma conclusión cuando hablara de los dueños de la casa: esos hippies ordenados que

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no se dejaron llevar por las drogas. La casa reunía todo el encanto de la vida libre pero con mesuras: una hamaca para descansar en la terraza con una parrillera y un pequeño bar. Casi todo estaba hecho de estructuras metálicas y el espacio era ideal para estar, sentirse cómodo. Salvador disfrutó muchísimo estar allí, pero lo agobiaba un extraño sentido de familiaridad. Se sentaron en unos muebles blancos en la sala que se acompañaban de una mesita llena de libros sobre imágenes de Venezuela y de Alpinismo que el muchacho vio con curiosidad, mientras se acomodaba en el sillón. “¿No recuerdas esta casa, Salvador?” “¿Por qué debería?” “¿En serio no recuerdas nada?” La tía Filomena lo miraba penetrantemente, con esa picardía sólita. “Bueno, me parece familiar, pero no sé...” “Jajajá, claro que te parece familiar, tontito. Ésta era la casa de una compañerita tuya, cuando eras chiquito, ¿recuerdas?” “...ehh” “La que hacía las fiestas raras, con la piñata eléctrica” “¿Daniela Hernández?” “Ésa” dijo la tía entusiasmada “El hermano de Gracho era dueño de esta casa y se la tenía alquilada a los Hernández. Después se pelearon noséporqué y Gracielita y Telly le compraron la casa al hermano y ahora estamos aquí, ¿qué tal?” “Wao” “De verdad que sí. El destino es así, las fuerzas del universo nos transportan...” Eso era lo único malo de la tía Filomena para Salvador: su loca creencia en los astros, su esoterismo que provocaba náuseas, sus conexiones con las energías terrestres y extraterrestres, sus encuentros de tercer y cuarto tipo.

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“A mí sólo me interesan los de primerísimo primer tipo, tía” le había dicho una vez, mientras le desabotonaba una camisa de rayas. “Tonto. Algún día me creerás. Todo está conectado” Eso lo decía siempre: todo está conectado. También esa vez, en el sillón. “¿Lo ves? ¡Todo está conectado! ¿No es fabuloso?” En efecto, lo era. A mi queridísimo protagonista le parecía genial una coincidencia. Los recuerdos comenzaron a llegarle repentinamente, como si alguien hubiese abierto la tapa de sus memorias, la cajita de la traviesa Pandora y los demonios y los santos comenzaran la fiesta en su cabeza: donde está ahora la mesa de pingpong, Carlitos Montenegro y yo robábamos hielo seco al heladero de la fiesta, porque las fiestas de Daniela eran siempre para el jet-set, con piñatas electrónicas que echaban humo, hablaban y disparaban caramelos con una fuerza tal que hacía que los niños escaparan de los disparos en vez de ir al encuentro de las chucherías. En ese murito, en cambio, justo el de la entrada, el estúpido y gigante hermano de Daniela casi me parte la mano, con uno de sus juegos de fuerza y yo, por miedo e histeria, le rompí un jarrón en la cabeza, quedando fichado por los Hernández toda la vida. “Todavía no me dirige la palabra” “Jajajá, deja que le cuente a Gracho. Se van a llevar buenísimo. Ya vas a ver”

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II

Salió del edificio y cruzó la calle para rodear Beco y bajar, para llegar a la estación del metro. No estacionaba nunca en Chacaíto. Prefería tomar el metro y llegar a su municipio, a Chacao, y mezclarse con los gusanos que lo dejaban apestando a pobre. Prefería esa sensación de vivir, de tocar fondo sin necesidad, de mártir inútil, y dejarse llevar por el cardumen hasta el centro comercial Sambil, ese gran

monstruo

arquitectónico

que

atraía

a

la

gente

con

su

extravagancia en proporciones, por su abominable aspecto sucio y mal hecho. Estacionaba el carro allí, todos los viernes, para visitar a Patricia, para el polvo de las dos, rápido y fácil. Luego volvía a trabajar, a cualquier sitio que lo mandaran esos hijos de puta del periodiquito. Le fastidiaba dejar el carro en su edificio, a pesar de que del Sambil a su casa no había más que tres cuadras, porque lo obligaría a dar la vuelta y aguantar mucho más tráfico. Ese viernes no tenía ningún reportaje, pero no soportaba estar con Patricia. Eran ya dos semanas que hacía el amor y buscaba una excusa para irse. No la soportaba después, con sus silencios, sus manías idiotas, su estudio insaciable. Le recordaba demasiado a la gente con la que papá lo querría. No a los imbéciles del club de golf, no a ese nivel, sino aquellos estudiosos, abogaditos, mediquitos, grandes banqueros,

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empresarios de corbata limpia. Patricia formaba parte de aquella basura insoportable, de arquitecto-estudio-en-NewYork y casa en París. Salvador sonrió mientras abría la puerta del Fiat amarillo mostaza. Sabía que estaba siendo injusto con sus pensamientos. Sabía muy bien que ella no era así. No era así para nada. En realidad, Patricia daba más importancia a sus estudios que a su nombre. No por nada había conseguido simultáneamente, a los veintitrés años, el título en Física y en Ingeniería Civil. Uno en la Simón Bolívar y otro en la Nueva Esparta. No por nada intentaba ahora ser además de todo un arquitecto de la Universidad Central de Venezuela, la Gran Universidad Central Patrimonio de La Humanidad. Ella quería saber, acumular títulos, ser exitosa en eso. No le importaban las pintas ni los clichés burgueses ni los pecados caraqueños del club Magnum ni ninguna discoteca de moda en el Centro Comercial San Ignacio. Era una muchacha de su casa, de sus estudios, vómito del aburrimiento, cerebro de viejas costumbres. Cuando su padre decidió dejarle el apartamento de Sans Souci, no aceptó porque quería irse de la casa de sus padres sino porque no soportaba el ruido de todos sus hermanos, primos, mamá y etcéteras. Sólo le daba lástima dejar a todos sus recuerdos, porque, a pesar de que seguiría en la misma ciudad y podría volver cuando quisiese, la quinta de La Trinidad la tenía en el corazón, y se mudaría en el otro lado de la ciudad. Por otro lado, quería paz y estar un poco sola para sus cosas. Cosas como Salvador, aunque no era previsto encontrarse cuando le dieron el apartamento como premio de graduación en Física, hace seis años. Porque las cosas con Salvador son, cómo decirlo, ¿antiguas? En el sentido de verse todos los viernes, serán seis meses, quizás un poco más, quién sabe. Pero ellos se conocían de antes, de mucho antes. Fueron noviecitos en la escuela, dueños de un amor desaforado. Salvador fue su primera vez: primera vez que sentí Te amo y lo dije, primera vez que vi un pene entre mis manos, primera vez que me escapé de casa para irme a la playa, primera vez que me ve desnuda un hombre, primera vez que quiero

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quedarme desnuda en frente de un hombre, primera vez que quiero casarme, primera vez que lloro así, primera vez que me quiero morir, primera vez que odio a muerte (a papá, a mamá, a ti), primera vez que no quiero estar con nadie más, primera vez que me doy cuenta que esto nos está haciendo daño a los dos y es mejor que termine aquí porque, además, por primera vez en mi vida, engaño a alguien que amo con otra persona, empezando la universidad, porque las cosas son tan diferentes ahora que no nos vemos siempre, como cuando íbamos al colegio, y Carlos, bueno, es un compañero, y lo veo siempre porque estudiamos juntos y no está nada mal y un día, en la biblioteca, mientras tú me esperabas en la parada del bus, él me besó y yo me dejé. Salvador se fue un año a la casa de Miami a hacer el vagabundo y a sufrir por Patricia, luego, su padre decidió no pagar más la universidad de allá porque “qué vaina es esa de botar el dinero para que tú te eches aire en las bolas”, y volvió para estudiar en Caracas, viviendo en la casa de Filomena y en la casa de sus padres, un poco de un lado a otro, olvidándola por completo, yendo de cama en cama hasta dar con la de su tía, emborrachándose con los muchachos de la universidad, con José Luis en el bar de Tico, deprimiéndose solo, en los madrugonazos, alegrándose de repente por haber conocido a Eloise, de aquí para allá, hasta que un buen día, después de terminar de jugar al amor con Eloise, en un supermercado, en el pasillo de cereales, encontró a Patricia, hecha una mujer y manteniéndose siempre igual, siempre despeinada y de prisa, siempre con aquella mirada de “yo no quería hacerlo”: “Patricia...” “Salvador. Cuánto tiempo” Así. Así volvieron a verse. ¿Cuánto de ese encuentro? ¿Dos años? Algo así. Desde entonces se veían para hacer el amor, en una relación abierta pero sin contarse nada. En temporadas, Salvador desaparecía con otras o en sus preocupaciones, y luego volvía a llamarla, y ella siempre atendía. Pero hace seis meses se pusieron de acuerdo en la cita

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de

las

dos,

todos

los

viernes,

sin

permiso

de

desaparecer

repentinamente. Salvador mira la pantalla del celular que le dice tienes un mensaje, y lo abre, a ver, quién podrá ser, seguro es la loca ésta, pero no, es Jose, el buen José Luis, aquel cochino rufián: háblame, el mío, en qué andas. En qué ando, en qué ando. Marca el número, enciende el vehículo, arranca en retroceso, sale del estacionamiento y llama, deteniéndose en el tráfico de la entrada. “Salva” “¿Qué pasó, hermanazo?” dice él, con una voz teatral, que no es suya “¿Dónde estás para buscarte?” “Estoy en el trabajo pero puedo pedir permiso para ir a visitar a mi mamá al hospital” “Jajajá, perro de mierda. Está bien. Espérame abajo. No tardo” “Vaya” Siempre así. Salvador se imagina cómo terminará el día de hoy mientras una gotita de sudor intenta alcanzar la soberanía de su rostro, reproduciéndose velozmente. Tomarán donde Tico o donde los chinos, pedirán una cerveza tras otra hasta que no podrán más, seguro alguien los mirará mal o ellos mirarán demasiado bien a la muchacha de alguien y comenzará la pelea, los botarán o los lincharán o, en el mejor de los casos, se quedarán hablando hasta la madrugada, hasta la mañana siguiente, en la acera del bar, en plena plaza de Chacaíto, fumando cigarrillos prestados, con las piernas que no podrán levantarse y se levantarán al día siguiente a las siete de la noche con un sentido de culpa horroroso por no haber ido a comer con Patricia esa noche, tanto que se lo había recordado que era el único fin de semana libre. Quería que la llevaras a bailar y te fuiste a hacer el imbécil como cuando tenías dieciocho años, es que nunca creces, vale, contigo no se puede ir en serio, eres siempre una decepción. Y el mal aliento y el dolor de cabeza y el olor del cuarto te harían más pesadas las lágrimas de Patri, quien seguramente no se quedaría con esa y se iría con sus pocas amigas a

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uno de esos bares que ella odia, para buscarse un tipo y sacarle fiesta, justo como ella odia hacer, sólo para intentar hacerte daño. Así que se humillaría después de que tú la trataste mal. Eres un efecto en cadena, un mal de esos grandes, porque no basta que la dejes plantada por tus amigotes fracasados sino que además haces que ella se rebaje para llamar tu atención. Qué asco. Qué asco todo. ¿Por qué eres así, tan desconsiderado? ¿Cuándo fue que te volviste un idiota como todos los demás hombres del mundo? ¿Cuándo crecerás, Salvador? El semáforo se puso en verde por tercera vez y sólo ahora Salvador pudo avanzar unos cuantos metros por el congestionamiento que se había hecho en la calle: carros encima de carros, gente retrocediendo para ir por otro sitio, motorizados que pasaban por los huecos mínimos que quedaban entre los automóviles, vendedores ambulantes de agua y golosinas que aprovechaban el momento para llenarse los bolsillos, peatones inconscientes que atravesaban la calle: con tal, nadie se mueve; fiscales de tránsito bastardos que entorpecían la ley natural de las cosas, la anarquía de los no-semáforo, porque en esta ciudad esas cosas que cambiaban de luces y colores sólo sirven para adornar los cruces y nada más: aquí se respeta la ley del más vivo al volante, del más arrecho. No basta tener la razón sino la intuición, la habilidad y la destreza para colarse entre las ruedas de autobuseros insensatos. Tanto así que las infracciones no son penalizadas por los conductores sino los idiotas que no hacen bien sus vivezas: idiota, cómo no te vas a comer la luz, ¿no te das cuenta que hay gente que tiene que llegar temprano? Salvador se muerde el labio pensando en la soledad de Patricia esta noche. Se arrepiente justo cuando José Luis cierra la puerta del copiloto y dice: “Pa’ la tasquita, ¿no?” “No sé. Hace poco estuve ahí. Tico va a decir que soy un borracho” “¿Y qué somos nosotros pues?” “Eso lo sabemos tú y yo, pero no lo tienen que saber los demás. No vaya a ser que las muchachitas empiecen a pensar lo mismo”

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“Bah. Todas quieren a los mierdas, al fin y al cabo” “Vamos a los chinos” “Está bien” Salvador carraspeó. Sintió el nudo en su garganta y vio la cara decepcionada de Patricia, la niña que nunca ha querido bailar hasta esta noche, esta noche que tú le vas a arruinar, Che Guevara de Mierda, Borrachín Infantil del bar de Tico, gran cosota que te crees seguramente. “Hoy no puedo tocar fondo” “Tranquilo que yo tampoco. Te acompaño para un par de cervezas pero luego tengo que ir de nuevo a la oficina. Tenemos un peo con números que no cuadran con cuentas viejas y bueno” Siempre así, piensa, siempre comienza así. Es una conversación repetida, en estructura y formato, hasta en número de palabras, de caracteres. Todo está predispuesto, también el final. Los dos en una sala de billar fumando y golpeándose con los palos y José Luis que le rompe la cabeza a un pobre diablo con la bola ocho. “Ésta vez es en serio, Jose. Hoy no puedo” “A vaina. Yo también te lo digo en serio. Alguien nos está robando y tenemos que ver a quién hay que caerle a tiros” “Jajajá” “¿Y tú qué tienes? ¿Cuál es el apuro? Si quieres me voy ahora” “No te pongas así, primor, es que tengo que hacer una cosa en la noche, una cena, una vaina así” “¿Y eso? ¿Con cuál perra?” “Una de por ahí, una cualquiera” “¿Y para qué tienes que cenar? ¿Qué es eso? En la noche se toma cerveza” Llegaron al lugar. Los chinos de Chacao era el mejor lugar para los borrachos callejeros que necesitaban ahogarse sin mucho dinero.

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“Epale, hermanazo, cómo está la cosa” gritó José Luis entrando al local con un brazo en alto, saludando a toda Chinatown que los acogió con el mismo calor de siempre. “Eso es lo que me gusta de este lugar” dijo José Luis “que siempre hay lugar, a cualquier hora, para las basuras como nosotros” “Ni siquiera nos miran feo” “No, todo lo contrario. Estos chinos sí que saben lo que es la vida” “Jajajá” “Pásate dos verdes, chino” gritó José Luis al mesonero y, mirando a Salvador, hizo un ademán con el rostro, invitándolo a hablar “¿Entonces? ¿Quién es?” “Es Patricia” sonrió mi protagonista. “¡Qué bolas tienes tú! Es que los hombres no aprendemos. Nos encanta ponernos la soga al cuello, ir al entierro vivos. Tú sí que eres gafo, Salvador. Eras uno de los pocos tipos a los que le tenía respeto, hasta ahora” “¿Qué hablas tú? Te la pasas con la misma putita casada y sigues enamorado como un bobo” “Pero que coge tan bien que hasta Dios se hace la paja viéndonos. Estoy seguro que la cosa ésa, la Patricia, no tira así” “Puede ser, pero por lo menos no arriesgo una bala en el culo cada vez que me la da” “Jajajá. Salud, Salvador. Te quiero, hermanazo” “Yo también, Jose” Graciela Larralde bajó por las escaleras junto a la sala y Salvador pudo ver dos ojos verdes que sonreían, abriéndose enormemente; una sonrisa que reía, de una mejilla a otra; una nariz pequeñita y un cabello liso y rubio. Movió la melena hacia atrás y se acercó, con esa sonrisa que lo deslumbró desde el primer segundo, y abrazó a Filomena. “Filo, chica, cuánto tiempo. ¿Cómo estás? Te veo bella”

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“No tanto como tú. Qué rabia, Grachito. Estás demasiado buena. Me sentí diez años más vieja viéndote” “Jajajá, ay, chica, qué cosas dices” “Es en serio. Mira, mira, este jovencito que ves aquí es mi sobrino, el hijo de Tere, ¿te acuerdas de Tere?” “Mucho gusto, yo soy Graciela” ella le dio un beso en la mejilla y algo parecido a un abrazo. “S...s..Salvador... sí, yo soy Salvador” “¿El hijo de Teresa? Ya me acuerdo. ¿Cómo está ella?” “Casada con un imbécil peor que ella” “¡Filomena!” exclamó Graciela Larralde abriendo sus ojos abiertos para desaprobarla con su mirada y mirarlo a él con consuelo. “Será mentira” “Tranquila” dijo Salvador, quien no lograba desencantarse de la sonrisa de Graciela. Se daba cuenta que, sorprendida o represora, seguía sonriendo, con la boca o con los ojos. Bellísima, pensó. “Tiene razón mi tía” “Ah no. No digas eso de tus padres” “Bueno, bueno, Gracho. Deja el fastidio y ofréceme un vinito para celebrar” “Ay, verdad, vamos a sentarnos afuera con un vinito” Graciela fue hacia la cocina y los invitó a ir afuera, a la terraza con la hamaca y la parrillera. Se sentaron alrededor de una mesa que estaba en el medio y desde donde se podía ver Caracas y sus montañas. A esa hora la neblina comenzaba a pintar el paisaje, los pájaros hacían ruido y otros cantaban. Asombrado, Salvador veía colibrís que revoloteaban alrededor de unas plantas que colgaban del techo, para tomar su néctar. “Nunca había visto colibrís así de cerca. Esta casa es lindísima, tía” “Sí, vale, y ellos son cheverísimos. Te lo juro” “Se nota”

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Salvador miraba a Graciela, a través de la puerta de vidrio que comunicaba la terraza con la casa, sirviendo el vino en tres copas con aquella sonrisa permanente. Miró la hamaca, los adornos extraños: los cráneos de varias vacas colgados de un muro, puestos sobre una mesa como adornos comunes y corrientes. La cosa no quedaba mal. Ni siquiera causaba impresión, pensó Salvador. Vio los grandes árboles de mango y respiró fuerte para sentir el olor a hierba mojada que flotaba en el aire. Sintió cómo sus sentidos se renovaban, cómo su vista precisaba cada objeto, cómo las narices se abrían para dejar entrar aquellos perfumes nuevos y registrarlos, en algún compartimiento especial del cerebro, donde nadie pudiera encontrarlos. Se le erizaron los vellos y tuvo ganas de besar a su tía, y su autocontrol fue difícil de sostener. Se sentía contento, calmo, eufórico, arriba y abajo de todo. Se sentía bien. Graciela salió con tres vasos llenos de vino blanco y se sentó entre ellos, alrededor de la mesita de madera redonda. “Entonces, entonces, cuéntenme” dijo el ama de casa. “Ajá, Grachito, primero que nada, chinchín, salud por Salvador y todos esos jóvenes bellos que salieron a manifestarse en contra de ese perro de Chávez” “¡Salud!” “Salvador estaba haciendo fotos en medio del peo y nada, lo agarraron por pendejo y de vaina no lo volvemos a ver, a mi pobre niñito bello. Mira qué asustado está. ¿No es una belleza, Gracho?” “Coye vale, pobrecito, ¿te hicieron daño?” “Prefiero no hablar de eso. Discúlpame. No quiero ser grosero. Es sólo que...” “Yo te entiendo perfectamente. Pero ahora estás bien y al seguro” “Eso es lo que le he venido diciendo yo, Grachito. Bueno, la cosa es que el papá se puso histérico y casi que ni lo quiere ver más. Creo que le tiene pavor al gobierno, ese viejo idiota de tu padre” “¡Filomena!”

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Salvador sostenía el vaso de vino entre los labios, para no tener que hablar y las seguía con los ojos. “Bueno, bueno, la cosa es que a Felipe no sé quién lo aconsejó de que lo mejor era que Salvadorcito se escondiera unos días hasta que se calmaran las cosas allá abajo, y no vaya a ser que pase como en Argentina que los desaparecían, decidimos meterlo en un sitio donde nadie pudiera saber que está. No creo que pase nada, en verdad. Aquí no tienen las bolas de los argentinos pero uno nunca sabe. Queda decisión tuya todavía. Si no quieres más que esté aquí o da fastidio, me avisas. Él es un muchacho bellísimo. No habla mucho al principio, pero cuando lo conozcas no vas a poder callarlo, igualito a mí, y es buena gente. Me ayuda siempre en el restaurante” “Sí, sí, creo que lo he visto por ahí, alguna vez” “Seguramente. Entonces ¿qué opinas?” “Bueno, mira, te hablo con franqueza. Yo no creo que esto vaya a empeorar. Ayer fue el peor día y ya está por calmarse la cosa. Yo no tengo inconvenientes con que viva con nosotros. Tienes que sentirte bien, Salvador, imagínate que ésta es tu casa y que somos tu familia. Luego te presento a todos. Telly estaba un poco en desacuerdo con la idea porque sabes, un muchacho aquí, con las niñas” “No vale, qué va a hacer este loco” dijo Filomena sonriendo a Gracho y poniendo un pie sobre la entrepierna de Salvador. “No, yo sé, yo sé. Que se quede lo que quiera. La vamos a pasar chévere. Eso sí te aviso: esta es una casa de parranderos” “Qué bueno” alcanzó a decir Salvador al tragar la última gota del vaso. “Pobrecito, debes de estar asustado” dijo Graciela mirándolo con compasión. “No vale. No es nada. Ya lo peor pasó”

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III

Salvador miró la hora en su celular. Odiaba llevar relojes de pulsera, porque lo ponían nervioso, lo hacían sofocar y siempre terminaba quitándoselos en el momento menos pensado, corriendo en la calle, lanzándolos a la deriva. No era un comportamiento normal y por eso había dejado de usarlos: temía por la opinión peatonal. Eran las ocho y diecisiete, eran doce cervezas en total, eran cuatro ojos llorosos, cansados, sangrientos y la garganta jodida por tanto humo. Eran dos voces quebradas e interrumpidas por la tos, por la falta de lágrimas inoportunas, por el silencio estático que los hacía pensar lo mismo, recurriendo a los mismos medios: “Somos unos fracasados, Jose” “Y que dios nos bendiga” “No, no, Jose, lo digo en serio. Tengo treinta años y mírame. No logré nada” “¿Y qué querías lograr? ¿Ganarte un Pulitzer?” “No. Pero por lo menos no ser un empleadito con un sueldo de mierda” “¿Y cuál es el problema? Debe ser que estás pasando hambre” “Ese es el problema. Que sigo dependiendo de mi papá y no hago nada en contra de eso” “Entonces no te quejes. Por cierto, ¿cuántos nos va a salir esto?” “Tranquilo. Hoy pago yo. Ayer llegó el cheque del viejo”

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“Qué basura eres. Jajaja. Salud por eso” “¿Te das cuenta? Ese es uno de nuestros problemas. Es por lo que me fui del viejo. Por estos niñitos mimados. Y yo sigo siendo uno, que se las da de rebelde, sí, pero sigo siendo un mantenido, al fin y al cabo” “Salvador, la plata no es mala. No te metas a chavista ahora” “Yo sé yo sé, pero la plata que uno se gana no es mala, no la que te da tu papi” “Coño, Salvador, no me jodas ahora. Toma y cállate” “La verdad es que estoy malísimo, Jose. En serio. Palabra” “¿Por qué?” “Es por Patricia” “¿Qué pasa con la puta esa?” “Creo que le voy a pedir que se case conmigo” “Jajajajajaja” “Es en serio. Ya cállate” “No, no, esto es demasiado bueno. No puedo, no puedo, jajajaja” “...” “Jajaja... Disculpa, disculpa. Dime, en serio, qué carajo dices” “Eso. Me quiero casar. No por ella sino por mí. Quiero tener un carajito, hacer algo con mi vida” “Salvador, estás pensando mal. Si estás aburrido con tu vida, haz otra cosa: recorre el mundo, búscate otra, pero no montes familia. Eso es malo. Sobre todo así como la quieres montar tú: por fastidio. No seas imbécil” “Sí pero es que no sé, me da lástima, la pobre” “¿Quién?” “Patricia. Está tan sola, siempre estudiando, siempre tan terca” “Eso es falta de macho” “No seas imbécil. Te hablo en serio” “Yo también. Cuando una mujer está siendo bien cogida, está contenta. Cuando no, se la pasa con una cara de culo y con tu pipicito seguro no debe estar gozando”

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“Qué imbécil eres. Uno no puede hablar contigo, coño” Filomena comenzó a contar con demasiado lujo de detalles a Graciela todo lo que había ocurrido el día que Salvador estuvo preso y él, vaciando la copa de vino, se sustrajo del lugar y recordó aquel día otra vez, mientras su tía describía cosas que él le había dicho, sintiendo las mismas emociones pero ahora diferentes, como algo que no le pertenecía, como cuando una película sacude. Le habría gustado que todo aquello no hubiese pasado en la vida real sino en el cine, desde su butaca, justo para secarse las lágrimas mientras se comen palomitas de maíz, y salir de la sala, comentar unos días las escenas, el trabajo del director, los actores y listo, seguir con la vida como antes, en vez de quedarse atrapado en este estático tiempo, con esa herida que no cicatriza, que de vez en cuando arde, sin darse cuenta, sin darle paz, quitándole cualquier voluntad por cualquier cosa. Qué sensación más rara, pensó, saber que estuvo allí, que sí pasaron esas cosas, y a la vez sentirse tan despegado de ellas, tan lejos de los policías, de los militares, de los estudiantes. Qué cosa más rara sentirse parte y no parte de los estudiantes, sentirse tan poca cosa, tan pequeño, tan afectado por lo que ocurrió y tan tranquilo como para seguir viviendo. ¿Qué pasó, Salvador, qué cambió ese día dentro de ti? La percepción del país, la relación con la ciudad, con la gente, con todos los estudiantes, con los chavistas, con la oposición, contigo mismo. ¿Qué piensas de ti mismo ahora? ¿Te sientes bien? ¿Te sientes un héroe? No. Estás demasiado lejos de sentir heroico lo que hiciste. Todo lo contrario. Te sientes abatido, cobarde, estúpido, engañado y empacado a tu casita, donde tu linda tía sin escrúpulos te protege. No te sientes tú. Te odias por eso. Te odias tanto por no haber podido volarle los sesos a los policías, mandar al carajo a los militares, por no haber sido torturado una semana, un mes, un año, a pan y agua. Te odias por no ser un rebelde completo, un verdadero Che Guevara hecho y derecho. Odias a los medios de comunicación que no te hicieron caso

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no por publicidad sino por los otros. ¿Qué pasó con los otros? Ah, odias también a los otros, a los que no lo lograron, los que nadie sabe dónde están ni que alguna vez existieron. Salvador mira la sonrisa de Graciela, los ojos verdes que se abren y se sorprenden a cada cosa que dispara Filomena, tan eufórica, tan feliz. Las mira disperso, pensando en el día anterior que en ese momento parece haber ocurrido hace millones de años, y eso le parece todavía más ridículo, provocándole un vacío en el estómago. Qué estupidez que ni siquiera haya durado veinticuatro horas, siquiera quince. Todo ocurrió muy rápido pero fue tan intenso que ya se quedó atrás, en otro año, en un calendario que nadie consulta. Recuerda la llegada a la Plaza Brión, más o menos a esta hora, a las tres de la tarde, junto unos amigos de la universidad y su cámara Canon Réflex digital que la utilizaría para tomar toda la marcha y publicarla en el periódico de la universidad, sintiendo que sin violencia también se logra el cambio. Las marchas estudiantiles en contra de Chávez iniciaron porque el gobierno había decidido no renovar la concesión a un canal de televisión opositor y, rápidamente, registrando un hecho insólito en los últimos diez años de gobierno chavista, las universidades escupieron estudiantes a diestra y siniestra, levantados a favor de la libertad de expresión y el ejercicio de la libertad de prensa, por lo menos así decían ellos. “No intentamos ser políticos, no estamos apoyando a los líderes de la oposición ni a los partidos. Estamos apoyando a la libertad. Somos estudiantes, no políticos” gritaban los primeros días, antes de que se dieran cuenta que los estudiantes tienen un poder político mucho más grande que el de toda la oposición. Primero fueron foros universitarios, fuego de boca en boca, panfletos aquí y allá, luego fue una convocatoria general a salir a la calle, a invadir las plazas, las avenidas, y, sin más ni menos, el estudiantado acogió esta invitación de una manera maravillosa, adornando las

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ciudades de cabecitas amarillas, rojas y azules, dejando sin saber qué hacer a la policía ni al gobierno. Los medios de comunicación chavistas, al principio, no transmitían nada de lo que ocurría y nadie se interesó mucho. Luego, cuando Chávez falló en cordura y decidió convocar a las ballenas, a la fuerza policial y a la violencia, fue como golpear a un panal de abejas, y los estudiantes se multiplicaron, rabiosos como perros callejeros, con ganas de sangre y de protestas, locos de venganza, por todos estos diez años. Se debe entender que todos los veinteañeros de la generación de Salvador crecieron con el gobierno, vieron los milagros y las cosas reales que pasaban en el país, en primera persona. Muchos lo hacen culpable de todas sus personales desgracias, como “no tengo dinero para el carro”, “me robaron en plena luz del día” y otros pesares. Fue una respuesta al hastío, al gran grito que aclamaba la esperanza de poder ir en contra de un gobierno autoritario. Salvador también quería gritar y fue a registrarlo todo, alegre por la locura de la gente, las ganas de seguir de los estudiantes. Nunca había visto Chacaíto tan copado, ni siquiera en las peores horas. Ese día no se podía caminar, literalmente, no había paso por muchos sitios. Miles de personas se reunían, alrededor de una tarima que dejaba hablar a uno que otro estudiante. “¿Qué somos?” decía un estudiante con un micrófono “¡Estudiantes!” respondía al unísono la masa deforme de brazos y piernas con gorritos y silbatos de Venezuela, con franelas pintorescas en contra del régimen o en favor de la libertad de expresión. “¿Y qué queremos?” “¡LIBERTAD!” El presidente de la República desvalorizaba las marchas, alegando que eran todos niños de papi y mami, nacidos en una cuna de oro y ahora estaban molestos porque no pueden explotar más a los pobres, e invitaba a no dejarse vencer el espíritu patriótico, a ellos, los venezolanos verdaderos, no estos niños de cuna de oro, no estos carajitos mimados que actúan como autómatas del Imperio Yanqui,

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porque seguramente sus padres o ellos mismos reciben cheques de la CIA, agitadores de conveniencia, y Salvador llegó a creer en parte lo que decía Chávez en cadena nacional, porque quizás era la clase acomodada la que más sufría, pero luego se dio cuenta (y esto lo encantó) que las marchas no trataban de una clase social sino, de hecho, de salvar la libertad

de

expresión:

Había

estudiantes

de

las

mansiones

y

marginados sociales, de La Lagunita y del 23 de enero, del Country Club y de Cotiza. No se trataba de la clase social ni del color de piel. El presidente estaba equivocado. Cuántos morenos, cuántos rubios como el sol, cuántos muchachos y muchachas cantando lo mismo al unísono sin pertenecer al mismo sitio. Esto era mucho más profundo, porque el gobierno tiránico actual afectaba mucho más a ellos, a los que no podían escapar a la casa en Miami, con el pasaporte europeo, como hacían todos los burgueses venezolanos. Porque en este país la cosa es al revés, le decía Jose una vez, emigran los que tienen dinero y se quedan los que ya no tienen oportunidades. Porque aquí la gente prefiere fregarse en la mierda antes que comenzar de nuevo en otro sitio, Salvador. “Te lo digo yo,” decía Jose “los venezolanos no servimos para nada” Había una confusión terrible, de rostros, manos, pies, banderas puestas al revés y alzadas muy alto, en símbolo de socorro internacional, gente que gritaba insignias, coros conocidos, aplausos, risas, abrazos. ¿Eran esos los ingredientes de la esperanza? ¿La juventud que toma la capital? ¿Las noticias de Maracaibo, de Mérida, de Barquisimeto siendo tomado por los estudiantes a pie? ¿De eso te sentías atraído, Salvador, de aquel presentimiento de que estabas logrando algo por tu país, por ti, por algo? Marchaba con Alejandro, un ex-compañero del liceo y con Ernesto Manzanares, con Rosita Núñez, con Alberto Scremin. Marchaba, sus recién-sacados-del-horno compañeros de universidad que no estaban seguros todavía si querían ser periodistas o empresarios. Encontraba en Ernesto una simpatía extraña. Él protestaba sonriente, contento de

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estar allí junto a los otros, en son de guerra. Porque cuando las cosas se

ponían

feas

y

la

policía

disparaba

perdigones

o

bombas

lacrimógenas, Ernesto era el primero en buscar las piedras más grandes “para romperle la cabeza a uno de esos hijos de puta” o desde el suelo, caliente y humeante, tomaba las bombas y las lanzaba de vuelta al escuadrón metropolitano. Ernesto sentía por los policías un odio común, compartido por todos, por rebeldía a las figuras de autoridad (sobre todo las chavistas) y un odio personal, hecho a justa medida para él, en su cuerpo robusto, porque muchos años antes, en la época del paro petrolero, cuando una parte del país marchaba en contra de Chávez, su primo Danilo había dejado la piel en la calle, por uno de los pistoleros del famoso Puente Llaguno, que lo había alcanzado a distancia, haciéndolo víctima. Estas marchas, se dividían en tres partes: los estudiantes que iban en son de paz, a favor de la libertad, como Salvador; los estudiantes que más que estudiantes eran guerreros en busca de sangre de policía; y los que marchaban sin querer, porque así perdían clases, porque era chévere y sonaba genial decir que nosotros también estuvimos allí, pero estos últimos no se acercaban a los gritos, y bastaba poco alboroto para que corrieran a sus casas. “Habla, no seas gafo. No jodo más” “Te digo que Patricia está triste y yo también. Somos un asco de pareja. Ya no me acuesto con más nadie que con ella. No sé si ella me es fiel” “Seguramente no” “Yo también lo pienso. Pero eso no es lo importante. La veo tristísima y me veo tristísimo. Me estoy quedando viejo. No tengo un hijo” “¿Y para qué carajo quieres tener un hijo tú? Qué estupidez” “Eso lo dices porque ya eres padre” “Muy a mi pesar. ¿No te acuerdas cómo fue eso?” Claro que te acordabas, Salva, te acordabas saliendo de madrugada a buscarlo y él fumando como un loco y con los ojos que casi casi salían

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de sus órbitas y maldecía a todo y a todos, hasta a ti, por qué no habías llegado antes, por qué no te trajiste una pistola, por qué no quieres ayudarme a empujarla por las escaleras. Maldecía a Dios, por haberlo hecho tan fértil, por haberla hecho tan fértil, con tanta gente que no puede tener hijos, justo él tenía que ser. ¿Hace cuánto eso? Tenías veintiséis, ya hace cuatro años. En el periódico de papá ya todos te conocían y seguías buscando a la indicada, seguías yendo a las discotecas con esperanza, a las fiestas con necesidad desesperada que escondías con humor. Eras simpático, eras buenagente, a los demás les gustaba estar contigo, hablarte, escuchar tus bromas, tus reflexiones. Eso antes del declive, antes de dejarte llevar por las tascas, por la resignación y quedarte con Patricia definitivamente, sabiendo muy bien que no la querías, que no la necesitabas. Claro que te acordabas, cómo no. “Cómo no. Por cierto, ¿cómo está el monstruico?” “Bien, grandísimo. Jodiendo más que nunca. Costosísimo. Te lo digo yo: tú no quieres tener hijos” “Jose, todos queremos reproducirnos, dejar la semilla en la historia” “Haz

un

ensayo

sobre

cualquier

vaina.

En

Venezuela

faltan

intelectuales, no niños. Esos los tenemos tan de sobra que se han vuelto un problema grave” “No entiendes nada. Eres un imbécil” “Puede ser, pero no tienes a nadie más” “Eso es verdad” Tomó cerveza, sediento, puso la botella en la mesa, se limpió la boca con la mano y buscó en el bolsillo la caja de cigarrillos. “¿Quieres uno?” “No” dijo José haciéndole ver el cigarrillo en su mano “Ya tengo” “Entonces dame fuego” Dejó encenderse el cigarrillo, aspiró profundamente y dijo, mientras botaba el humo:

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“Ayer estaba en Los Naranjos, cobrando el cheque y vi a la que me arruinó” “¿A quién, vale? ¿A Patricia?” “No vale, qué Patricia ni qué Patricia. A Ella. La invité a tomar un café, qué imbécil soy” “¿Pero quién?” “¿No recuerdas a mi Eloise?” “Ah... ¿cómo es que se llamaba en verdad?” “Eso no importa. Estaba ahí, tan señora contenta, tan mamá” “¿Estaba con los hijos?” “No, pero me dijo que tenía dos, y eso es suficiente para joderme el día” “¿Y de qué hablaron?” preguntó el amigo, mientras llamaba al mesonero “Jefe, aquí necesitamos más cerveza” “De todo. Nos quedamos dos horas o qué sé yo. Ella está felizmente casada con el cabrón que me la robó” “Pero no...” “Qué importa cómo fueron las cosas, Jose. No jodas. Suena mejor así, me siento peor diciendo que fue con el que la robó. No me arruines el sufrimiento. Es lo único que me falta” “Jajajá. Tienes razón. A la salud del cabrón, entonces” “Ni de vaina. Qué pavoso eres. A la salud de ella, en todo caso y si es necesario” “Ajá, entonces ¿qué pasó? ¿No la violaste ahí en medio de toda la gente?” “Cada segundo que hablaba con ella, me lo imaginaba. No es joda. En serio. Imaginaba que me lanzaba atravesando la mesa y la callaba con mi boca, desparramando el café, impresionando a las personas que bajaban y subían por las escaleras mecánicas, llenando de curiosidad a los niños, desvistiéndola, besándola en el suelo del centro comercial, haciéndole el amor mientras los tipos de seguridad me golpeaban, nos intentaban separar como perros, pero nosotros éramos perros, noso...” “Ya estás borracho, chico. Voy a mear. Espérame”

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Salvador miró a José Luis alejarse y volvió a su cabeza, a los guardias del centro comercial que lo golpeaban, a Eloise que reía de goce, de alegría y le decía dime que me amas y él te amo te amo como siempre te amo de nuevo y ella yo nunca te he parado de amar, Salva, y los guardias que los jalaban, molestos, desesperados, niños corriendo alrededor con globos que se escapaban de sus manos, llenando el cielo de colores. Gente loca, gente rara, muchedumbre que se tapaba los ojos y bululú que se abre paso para mirar a los amantes entre las tiendas, entre los prejuicios, entre los lugares, a través del tiempo, a través de las traiciones, a través de todo el dolor del mundo, Eloise, ven aquí, Eloise, vuelve a este estúpido que no supo valorarte, que no entendió nada, ni siquiera diez años después. Salvador se imaginaba todo mientras ella hablaba de su vida alegre, de su

casita

en

construcción,

justo

ahí,

en

Tusmare,

la

misma

urbanización de todos los Larralde; él imaginando un amor renaciendo mientras ella exponía las bases de su vida, sólidas, como mujer seria de treinta años que superó el pasado, superó las locuras idiotas de la juventud porque encontró lo que buscaba. ¿Tú también lo encontraste, Salvador? Claro que no. Y sabes muy bien que nunca lo harás. Salvador recuerda, desde aquella silla segura y junto a esas dos señoras cálidas que se intercambian chismes y chistes, aquel furor que sintió cuando decidieron irse de Chacaíto y bajaron

por Ciudad

Banesco para descubrir que la policía había cerrado con cinco unidades una de las calles, para no dejarlos seguir. La gente del banco, desde sus oficinas, lanzaba papeles que rompía, para decir que de alguna forma los apoyaban. Y no eran pocos en apoyar a los estudiantes. Eso había que admitirlo: no estaba solo el movimiento, y no era la CIA ni ningún otro servicio de Inteligencia en contra del gobierno. No. Salvador fotografiaba a un grupo de motorizados, tan prejuiciados por los ciudadanos, que se acercaron a hacer piruetas en demostración de apoyo, como símbolo de hermandad y dijeron que seguirían la marcha

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para asegurarla y darle aliento, porque los días anteriores habían visto otro grupo de motorizados vestidos de rojo que amedrentaban con violencia a los estudiantes y “no todos los motorizados somos chavistas. Muchos de nosotros los apoyamos”. Estaba también la gente de los pequeños periódicos, aunque el interés de ellos quizás era profesional. Estaban las abuelitas que, hartas de ver todo por partes y censurado desde casa, decidieron encarar la batalla personalmente y ponerse los zapatos de goma para acompañar a sus nietos. Estaban aquellos que no se habían convencido al principio y que poco a poco fueron yendo a marchar. Claro que no todo era color de rosa en Caracas, no todo era esta linda película gringa. Una gran mayoría de jóvenes se quedaba en casa por desinterés, por comodidad, porque no le importaba la política, decían. Una gran parte de medios de oposición guardaban las garras para ponerse del otro lado del puente, junto al gobierno, censurando imágenes reales que ocurrían. Él miró a unos muchachos correr hacia adelante y otros hacia atrás. Unos iban hacia Las Mercedes y otros intentaban alcanzar la Plaza Brión, por las estaciones del metro. Salvador, armado con su cámara, se separó de su grupo para seguir a los estudiantes encapuchados que corrían hacia el origen de los disparos y las bombas. El aire se llenó de ruidos de explosiones; gritos de gente: no disparen, alguien me ayude, devuélvanse, atrás atrás, todos atrás, no tiren más piedras, alto al fuego, quién tiene pasta de dientes, no veo nada; humo por todos lados que desprendían las bombas, caras que iban y venían con pañuelos en la boca, muchachas desmayadas que eran arrastradas por otros estudiantes. Repentinamente, todo se había vuelto un campo de batalla y ellos perdían, porque no veían a los soldados del otro equipo. Los estudiantes más temerarios intentaron ganar campo yendo a la carga, con peñas que tomaban de las partes en construcción de algunos edificios. La policía metropolitana retrocedió y los temerarios ganaron el espacio de debajo del puente, sin darse cuenta que estaban atrapados, sofocados por el humo. No les importó y, armados de vinagre y pasta de

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dientes, corrieron hacia la policía. Eran cientos, ya no miles. De todas formas, la policía hizo retirada, asustada de lo que podían hacer los muchachos, sedientos de venganza. Salvador siguió a un grupo que subía por un monte, hacia la autopista Francisco Fajardo, y una mano lo empujó al suelo, justo antes de que un perdigón lo alcanzara. “Tienes que tener cuidado, mi pana,” dijo un rostro encubierto “si quieres llegar a publicar esas fotos. Quédate detrás de nosotros” Hizo caso y el grupo de estudiantes tomó la autopista poco a poco. El canal estaba en desuso porque los conductores, estacionados a trescientos metros, temían llevarse por delante algún policía o un estudiante. Había un módulo de policía del otro lado de la autopista y los estudiantes usaban la defensa como una barricada, desde la que lanzaban piedras, intentando acertar sobre las cabezas de algún puerco. El otro canal, el de la policía, seguía usándose. La gente no se detenía y hacía el trabajo más difícil para la policía, porque cuando intentaba cruzar tenía que cuidarse de los autos veloces y la lluvia de piedras. Salvador había quedado con los más temerarios, tomando todas las fotos posibles. Otro grupo de estudiantes, ayudaba a los de arriba

lanzando

piedras

desde

abajo,

que

algunos

automóviles

resentían. Todo era confuso y violento. Todo se desgarraba de sus recuerdos y lo hacía volver a aquel vacío en el estómago. Los estudiantes ganaban campo pero quedaban muy pocos. Algunos sangraban. La policía se había dejado de sutilezas hace mucho. También ellos estarían cansados, luchando una batalla que no era la suya. “Esto es entre Chávez y yo” gritó un estudiante mientras lanzaba una piedra sobre el módulo de policía. Salvador, absorto por lo que ocurría, dejó de darse cuenta lo que ocurría realmente: saltó la defensa y quedó del otro lado de la autopista, de la parte de la policía, siendo el único imbécil en hacerlo, mientras los otros estudiantes retrocedían y la policía lograba cruzar ayudada de escudos antibalas que utilizaban como techos en contra de las piedras.

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Salvador había quedado entre las piedras y a merced de la policía. Se encontró frente a frente con la primera unidad que intentaba ganar campo, en medio de la defensa y le temblaron las piernas. No sabía qué hacer. Ellos estaban muy cerca, a un metro de él, y los nervios no lo hicieron despegar el ojo de la cámara ni su dedo del botón de acción. Disparaba fotos sin razón, como un loco, e intentaba buscar una solución en su cabeza. Veía los autos que pasaban junto a él demasiado rápido como para lanzarse sobre ellos, y la policía tan cerca. Así que puso la cámara en video e intentó romper el hielo con la policía en vez de correr.

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IV

¿Te diste cuenta, Eloise, que éste es el mismo lugar donde nos vimos por última vez? Sí, qué cosas. Tienes cara de que te casaste. Cara y anillo de casada. Tonto Salvador, angustiado Salvador, metragolarabia Salvador, sentado en el bar de los chinos, ya demasiado borracho, demasiado pasado de hora, comenzaba a sentir la culpa que se le metía por esos ojos llorosos y rojos de cigarrillo, le pasaba por la garganta, le destruía las cuerdas vocales, poniéndolo más ronco de lo que estaba, alojándose en el pecho, para presionar y quedarse así, ejecutando su penalidad. Pobre Patricia, piensa Salvador-soy-un-miserable, pobre muchachita pintada y vestida que espera en su apartamentito de mierda que su caricatura de príncipe azul vaya a buscarla en el carrito chocado, en el carrito que ya no da más, en el carrito que ha decidido, de un momento a otro, no llevarlo más al Sans Souci. Eloise tan segura de sí misma lo había destruido. Habría preferido no verla nunca más, tenerla bien enterrada en su cementerio personal de fracasos, de sueños inconclusos, de papagayos muertos. ¿Te acuerdas, estúpida, cuando Salvador te llamaba Papagayo porque le recordabas a la libertad, a la ligereza de volar sin pensar en nada más, a la ternura de los niños del barrio a las tres de la tarde que esperaban que cayera el

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sol con sus papagayos bien arriba? ¿Te acuerdas, putita? ¿Te acuerdas, hermosa? Lo fascinante de una historia del pasado que vuelve a nosotros es el olvidar las cosas malas, los deterioramientos de las parejas, el hastío, las mañas, los tontos detalles que nos hacen ver a la otra persona un ser despreciable. Si la cosa terminó mal, recordamos el trágico fin y podemos volver, porque pasó hace mucho y uno no puede odiar para toda la vida, mas nunca funciona por los detalles, los mínimos particulares que no son más que los pilares de una comunión de dos. Hay historias de todo tipo: largas sufridas, cortas maravillosas, sufridaslargasmaravillosas,

cortas

sufridas,

maravillosascortas-

largasaperíodos, etcétera. Pero hay siempre una traumática gran historia, que nos tiene jodidos siempre. Seas caraqueño, seas gringo, chavista, opositor, tendrás siempre que rendirle cuentas al amor, sobre todo si eres un obsesivo como Salvador quien, además, es un niño caprichoso en el plano de los sentimientos. La cuestión que más le molesta con Eloise no es que ya no lo ame ni que las cosas no vuelvan a ser las de antes, sino que ella tenga una vida tan feliz, tan arreglada, tan perfecta y sin él. Es algo que Salvador no logra comprender, no puede aceptar por nada en el mundo. Tiene que seguir creyendo que sufre, que el esposo la engaña o que lo tiene chiquito, que los hijos son odiosos y horrendos, que la economía se les está yendo por el desagüe. No, Salvador no puede aceptar una felicidad tan tranquila, tan en contra de la naturaleza. Ni siquiera yo, su creador, logro entender cómo alguien está tan fresco y tranquilo después

de

haber

dejado

en

este

terremoto

existencial

a

mi

protagonista. Esta rabia que sientes, Salvador, esta rabia añeja de la infancia que te hizo estar lejos de ella y de todos los demás que dan un paso en falso en ti. Esta rabia por ser diferente a los demás, Salva, por no tener ningún buen amigo, por no poder comunicarte con los otros como quisieras, por las tardes en el restaurante de Filomena mientras mamá va al

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gimnasio y papá está ocupado o no está. Esta rabia oscura y maligna como un tumor de vivir solo y no tener el afecto que quieres. Esta rabia por ser tan patético de no poder relacionarte con nadie más fuera de la mesa del bar con Jose, porque no entras en ningún grupo y te importa, porque todo lo criticas, porque no sabes adaptarte y el gran drama es que quisieras. Esta rabia porque soy un imbécil, piensa Salvador en la mesa del bar mientras Jose mea, soy un

imbécil de comentarios

cuchillos; un hombrecito triste que poco soporta las reglas de este inmundo hecho de rufianes y ladrones, pero que se entrega a ellas, a esas reglas bobas, al dinero sucio de papá, al apartamentico burgués de papá, a la indiferencia de papá. Esta rabia de ser un cobarde. Porque así está hecho este asco de lugar, Jose, piensa Salvador mientras Jose sigue meando, nada es completamente puro y las personas son así: sacan y meten clavos hasta no tener que hacerlo porque se aburren. Sólo los locos estúpidos creemos en estas fábulas infinitas, Jose, en amar a la misma muchacha toda la vida, a pesar de que no esté. Esta rabia que te llevó lejos de ella y la hizo sufrir y te hizo sufrir y te quema, te quema ahora que ya no la quema a ella. Te quema saber que por culpa de tu rabia ella consiguió una mejor vida y no te gusta, no te parece bueno, no amas así, te importa un culo la empatía, la bondad, que se joda la bondad, piensas, que se vaya al infierno todo el amor empático de este mundo, piensa. Piensas demasiado cuando estás borracho, Salvador, y nunca dejas de estarlo. “Gracias” “No fue un cumplido. Vámonos. Yo manejo. Ya tocaste fondo” Ese fue el gran estúpido error. Debiste correr. Esos animales no creían en ética policial, en derechos del ciudadano, en carta verde, en blablablá que creías cuando marchabas con los demás ignorantes. Los únicos que estaban claros eran los extremistas como Freddy, aquel negro mata-policías, ¿te acuerdas? Lo conociste el primer día de manifestaciones, amigo de Ernesto Manzanares, amigo de todos

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ustedes, a sus órdenes para cuando las cosas se pongan feas. Él luchó hasta el final. Lo desaparecieron, a diferencia de ti, basurita. Él sí fue un verdadero héroe, torturado con golpes y con falta de agua, con insultos, con escupitajos y desechado en algún monte, quemado junto a otros, en un cementerio de basura que a nadie le importa. Sólo a ti te importa su fantasma todavía. Sólo a ti te importa saber que pudiste haber sido tú y no fuiste y nadie entiende que no te sientes aliviado por eso sino en culpa. “¿Por qué culpa? ¡Tú no tienes la culpa de nada, mi niño!” decía Filomena a tu lado, semidesnuda. Ella tampoco entendía en ese entonces ni ahora. Mucho menos ahora que te callaste, que decidiste no hablar nunca más de eso, de no enfrentarlo, de no explicarle a nadie. De todas formas qué van a entender todos estos no-marchantes. Qué van a entender ellos que no vieron el terror si ni siquiera tú comprendes todavía del todo lo que sientes, esa culpa, ese sentirte un cobarde, esas preguntas sin responder: ¿qué pude haber hecho diferente? ¿Pude salvarlos? ¿De haber podido salvarlos, lo habría hecho? ¿Qué más tenía que hacer que no haya hecho? ¿No fue suficiente con las fotos, con el cuentico, con la carta? “Pana, ¿no tienes pasta de dientes?” Te reíste por los nervios. ¿Quién llama a un policía metropolitano “pana” en plena manifestación estudiantil en contra de la policía, sobre todo cuando éste se encuentra a un metro de ti, y detrás cinco, seis policías más, buscando abrirse campo entre las piedras que llegan de abajo. Había un reportero chavista que saltaba de aquí para allá, con un carnet de un canal que no recuerdas, quizás de un periódico, y te miraba malísimo pero no decía nada. Estaba muy cerca los policías y de vez en cuando decía “Vamos a agarrar a esos coñoemadres. Vamos a escoñetarlos”. Qué hijodeputa, pensabas, pero tenías demasiado miedo y no eras tan estúpido. Ya te costaba trabajo soportar el corazón bumbumbum, aparentar indiferencia ante aquel escuadrón, ver los

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carros pasando a tu lado a docientos kilómetros por hora y esquivar las peñas que llegaban del cielo. Te habías quedado en el medio, en el centro estúpido. Te caían piedras estudiantiles y estabas a punto de caer en las manos de la policía. Ya estabas tú solo contra el mundo, contra ti mismo, más bien. El policía no entendió tu pregunta, la cámara seguía filmando y tú te sentiste un superreportero, uno de esos que podrían ganar mención heroismo periodístico, si es que eso existía en algún lugar del planeta; te sentiste National Geographic, un gran documentalista, ganarías el Oscar, seguramente, nadie tendría dudas. Ah, qué tonto, Salvador, qué tonto eras en aquel entonces. No era inocencia, era estupidez. No había otra forma de explicarlo, te dijo una vez tu padre. ¿Qué no te dijo tu padre sobre aquellos acontecimientos? Quisiste llegar hasta el fondo sin saber que estabas yendo por el camino justo y te faltaba poquísimo. Las piedras seguían cayendo, los policías se cubrían con los escudos, ayudados por la defensa. Intentaban atravesarla, para ganar toda la autopista. Los estudiantes habían bajado y los tenían desde abajo controlados. Era difícil para ellos, se sentían desesperados. Salvador pudo ver los ojos de aquel policía, angustiados, nerviosos, intentando dirigir a la tropa con aquel imbécil que les saltaba alrededor y este otro idiota en frente, apestando a bomba lacrimógena que preguntaba: “¿Qué les están lanzando?” El policía entendió pero quiso ganar tiempo. Salvador actuaba por error, no porque quería. Quería callarse, quería irse a casa, quería no preguntarle nada al policía, quería no ser un reportero famoso. “¿Cómo?” “Que qué les están lanzando a los estudiantes” “Perdigones” dijo el policía, antes de dar una orden de avanzar a la tropa. “De plástico” dijo, aclarando la inocencia, no vaya a ser que el video pasara a manos equivocadas. “¿De plástico?”

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¿Por qué, por qué tenías que seguir preguntando? ¿Por qué no te callabas? ¿El Oscar valía la vida? ¿El Pulitzer de mierda vale tanto la pena como para arriesgar así la vida, en medio de una autopista asquerosa? ¿Vale la pena morir bajo un cielo que llueve piedras, gritos, motores? Lo sabía. Sólo un idiota como yo dejaría escaparse una mujer tan bella. No, yo no. Ya sabes que prefiero la libertad... ¿Y tienen hijos? Graciela Larralde dejó de reír del chiste contado por Filomena mientras una guacharaca posaba sus patas sobre la estatua de un niño. Salvador miró con ojos de asombro aquella ave que sacudía sus alas entre aroma de flores. Qué lindo que en este país sea siempre primavera, pensó. La conversación entre las dos señoras se interrumpió repentinamente y dirigieron sus miradas hacia el muchacho melancólico que las miraba con una tranquilidad acogedora. La dueña de la casa puso una mano caliente sobre la mano helada del joven y penetró su alma con aquellos ojos verdes, vivos, grandes, entusiastas: “Puedes quedarte aquí todo el tiempo que lo necesites. Considera ésta tu casa de ahora en adelante” El tic nervioso de Salvador se activó con esas palabras y batió los párpados varias veces, sin poderse controlar. Balbuceó un gracias, enrojeció y bajó la cabeza. “Qué lindo ese muchachito” dijo Graciela y miró con aires de complicidad a Filomena. “Mi muchacho es bellísimo” dijo la otra mientras lo cogía por la barbilla “¡Sube esa cara, niño! ¡Déjate de tonterías! Aquí no estamos en casa de tus padres” “Yo no sé cómo sea la relación con tus padres, Salvador, pero no quiero juzgarlos a ellos ni a ti. Quiero que te sientas cómodo aquí, porque un sobrino de Filomena es como un sobrino mío. Nosotros somos muy familiares. Aquí vas a estar bien. Todavía no ha llegado nadie. Una está

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en la universidad, la otra en casa de la abuela, el otro con sus amigos, y no sé. Ya te los presentaré. Mientras tanto vamos a mostrarte tu cuarto y acomodarte. ¿Te parece?” “Sí, claro que sí” Filomena miró su reloj e hizo una mueca de disgusto. “Qué pena contigo, Graciela, pero ya me tengo que ir. El restaurante no se maneja solo y los que dejo de encargados son unos locos” “Tranquila, chica, vaya que aquí está todo listo” Se abrazaron con un cariño franco y sincero. Filomena se puso en frente de Salvador y besó su mejilla fuertemente. Lo abrazó con ahínco y le habló al oído: “Pórtate bien, mi niño bello, tranquilo que ya pasó todo lo malo. Estás bien y vas a estar bien. Recuerda que estoy aquí contigo para lo que sea” Lo aferró de los brazos y se alejó un poco para poder observarlo mejor con esa sonrisa maternal y conmovida que ponía Filomena en los matrimonios, y se lanzó a sus brazos de nuevo, esta vez con más pasión. “Te quiero mucho, Salvador” “Yo también te quiero, tía” “¡No me digas tía en momentos así!” Filomena se fue con los tres perros locos que la siguieron hasta el portón de la entrada. Al cerrar la puerta de madera, Graciela invitó al joven a bajar las escaleras llenas de bichos: mariposas, hormigas voladoras, cocos, gusanos peludos y otros animalitos no identificados que se habían instalado en esas escaleras sin muchas intenciones de irse. Salvador sintió una emoción extraña que provenía de la infancia, una sensación de libertad, de conocer la naturaleza, la misma que siente un niño cuando se pone en contacto por primera vez con las criaturitas de este mundo. En el piso de abajo había una especie de antesala, con un computador y una librería de enciclopedias y biografías. Había un pequeño sofá junto

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a la puerta de vidrio que daba al jardín posterior de la casa, de donde llegaban cantares de pájaros y perfumes de flores y grama mojada. Había cuatro puertas: tres habitaciones y un baño. La primera, en frente de las escaleras, era la de Eloise: un cuartito hippie, un cuarto que no era cuarto sino selva, lleno de estructuras metálicas, un escritorio de madera, un gran ventanal que daba al jardín, donde iba la cama. Salvador estaba encantado del suelo, de los olores, de los colores. Tenía unas ganas locas de quitarse los zapatos y sentir la textura de aquel piso, pero lo disimuló, viendo a Graciela con timidez. “Ésta es la colección de caracoles de mi hija” dijo la señora señalando una mesa llena de conchas y erizos. Un gran cuadro de Bob Marley junto a una bandera rastafari se hacía dueño de la habitación, dejando las fotos de amigos y los afiches de surfistas empequeñecidos. El cuarto seguía por un pequeño pasillo que daba hacia un baño con un lavamanos gigante que mucho después Salvador no podría dejar de utilizar, y después un clóset lleno de vestidos desordenados y zapatos, y carteras y medias y pantaletas tiradas que mucho mucho mucho después Salvador usaría para esconderse y asustar a Eloise, en sus juegos eternos, a ver quién asustaba más a quién. Amar a una persona durante diez años, piensa, no es amor sino soledad. No es posible que uno siga melancólico por ella, cómo va a ser, si no la viste nunca, en todos estos años, si tuviste tus amoríos, tus amigotes, tu trabajo, tu vida, tu propia vida, y qué vida, ¿no? Qué gran vida de mierda, ¿no? La tuviste, la tienes todavía. Estás joven. Eres un muchacho de treinta años. Qué son estas arrugas en los ojos sino buenmozura, ¿o no? Qué te importa, qué te importa que la perseguías por la casa de las mariposas riéndote hasta más no poder junto a ella, destruyendo los nervios de los demás Larralde que no entendían la alegría, las risitas, las correderas por la casa, el entierro de aquel colibrí. Junto a la habitación de Eloise, estaba la de huéspedes que era usualmente utilizada por sus hermanos, los morochos, que eran hijos

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de un matrimonio anterior que había tenido el señor Telly, el padre de Eloise. “Ésta será tu habitación durante estos días, Salvador” dijo Graciela entrando en un cuarto lleno de bichos y una cama grande, fresca y con cobijas rojas. Había un clóset semi vacío y un mueble que se alargaba por toda una pared con fotos de una muchacha rubia, muy parecida a la señora de la casa. “Ésta es mi otra hija, Erika” dijo Graciela “Es hija de mi primer matrimonio” “O sea que aquí tienen una cultura por los hijos” “Sí, somos los míos, los de él y los nuestros. Jajajá” Ese sentido de familia a Salvador lo extrañaba tanto a la vez que lo atraía, lo conmovía, lo hacía dueño de sí. Mucho después, conviviendo con ellos, cuando vería escenas en que Erika reía junto a Telly y bromeaba con Eloise, como si fuesen hermanas directísimas, él se llenaría de aquella sustancia pegajosa de la que está hecho el amor, la fraternidad y el pertenecer. De eso se trató todo, a fin de cuentas. Era eso lo que te quemaba, desde el principio. Desde las manifestaciones, desde tu familia, desde Eloise, desde Graciela y sus Larralde. ¿Era ese pertenecer? ¿Era eso? Sí, seguramente que sí. Pertenecer, Salvador. Ja. Ésta sí que es una palabra excelentemente hermosa. Pertenecer encierra lugar, nacimiento, amor, punto de partida, norte, refugio. Era eso lo que buscabas. Es eso lo que sigues buscando y sabes que no encontrarás. Es eso lo que perdiste con ella, lo que perdiste en las manifestaciones, lo que te quitó el gobierno, lo que nunca te dieron tus padres. Pertenecer. To belong. Appartenere. Es verdaderamente espléndido como verbo, como acción, como emoción. Espléndido y melancólico. Su hermosura puede ser triste para

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aquellos que, como tú, Salva, pertenecen a algo que no existe más y que, cuando lo hizo, no fue tan bueno. Pertenecer a una familia. Belong to a person who you love. Appartenere a un luogo dove tornare sempre. Pertenecer. Sería bonito pertenecer, pensaste desde el bar, desde mucho antes, desde mucho después. Sería bonito pertenecer a algo que valga la pena volver a ver. Sería bonito pertenecer a alguien con quien compartir un sitio, piensa, para que luego nazcan hijos que allí pertenezcan y que a ellos pertenezcamos. “Imagino que yo pertenezco a la vieja calle donde crecí, Jose, a pesar de que todo fue una porquería, incluyendo la parte buena. Imagino que pertenezco a Caracas, esta ciudad-animal envenenada hasta los ríos” “Ven, ya nos tenemos que ir” Mira a lo lejos, al infinito, a ningún punto del bar, mientras Jose lo ayuda a levantarse y lo arrastra hasta el automóvil, en una noche de luces que arrojan al suelo la vista, en una noche de putas y borrachos. Piensa: Imagino que soy sólo un polvo de estrellas que el viento removerá algún día sin mucho alboroto.

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V

“Agarra ese mamagüevo” gritó el Policía Metropolitano Oswaldo Gaviria, señalándote en mitad de la autopista, cuando ya habías logrado esquivar las sospechas del escuadrón que cruzaba la calle, ganando el campo entero entre piedras que llovían. Te llevaron dentro del enjambre y ellos se reían; estaban felices de tener a uno de los activistas para golpearlo e insultarlo. Eso es lo que más te dio miedo: las risas, la alegría en aquellos rostros resentidos. Esos negros de mierda, pensaste, y después te sentiste mal, te sentiste racista, te sentiste un imbécil y bien hecho lo que te hicieron si piensas así. Temblabas. Temblabas cuando intentaste correr mirando con terror al policía apuntándote con el dedo índice; temblabas cuando ningún automóvil te ayudaba: temblabas cuando una mano, desde arriba, te halaba por el pañuelo que tenías amarrado en el cuello para taparte del gas lacrimógeno. Luego entendiste que él estaba del otro lado de la autopista, teniéndote como un pescado, hasta que llegó Gaviria para arrastrarte con golpes, agarrándote fuerte, hasta el módulo policial que tenían, desde su pequeña guarida. “Soy reportero. Yo soy reportero” “Sí, ¿de dónde?”

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“Soy estudiante” Cambiabas de profesión en segundos y el policía sabía que mentías. Temblabas, balbuceabas, todo tu valor se había ido con el viento, con la furia policial de esos delincuentes que pertenecían a la seguridad pública. Ah, qué tonto fuiste, Salvador, qué tonto no haber corrido cuando podías, qué tonto haber atravesado esa calle. Qué tonto no haber tenido miedo cuando debías. ¿De qué te sirve ahora el miedo? ¿A qué te ayudó? Ya no. Ya el miedo había perdido su razón de ser y te estabas apagando, mientras Gaviria te empujaba dentro de la camioneta para presos y los demás cadetes veían curiosos, sedientos al nuevo invitado. “Documentos de identidad, ya, mamagüevo” Querías reírte. Querías hablar sobre derechos de un preso, pero tus niveles de estupidez todavía no habían subido a tal punto. “Desnúdate” Dudaste. Poco a poco, te quitaste las ropas, pero no fue suficientemente rápido, fuiste un idiota, los hiciste molestar y te dijeron que te agacharas. Temías por la virginidad de tu culo. Temías por lo que pasaría. Te matarías. Si te daban por el culo, te pegarías un tiro. No podrías soportar vivir con esa carga. No, eso sí que no. “Toca el suelo con la cabeza” No entendías. No podías hacerlo. Era imposible y balbuceaste algo y erraste: aquel policía de tres metros de ancho y alto subió, haciendo alboroto con sus botas, pateándote, cogiéndote por la nuca y pegándote la cabeza al suelo, desgarrándote los músculos. “¿Viste que sí puedes, mariquito?” Tenía razón en eso: sí podías. Necesitabas ayuda. Te dolía el golpe en la cabeza y lo palpaste, pero el policía te vio y comenzó a patearte, a llenarte de golpes y tú no dijiste una palabra, siquiera un grito de dolor. Resistieron tus costillas, tu ciudadanía violada, tu grito a la libertad sofocado. Te quedaste callado hasta que Gaviria te quitó de encima a su compañero.

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“Vete de aquí, vale, tú eres un abusador” le dijo. “Y tú, carajito, siéntate. Yo tengo todos tus documentos y la cámara. Tranquilo” ¿Dos? Siguiendo la tradición familiar. Debes ser buenísima como mamá. No, no me hables de él. No me interesa. ¿Eres feliz, en general? Salvador era, en aquellos días en la casa de las mariposas, receptivo pero no por voluntad sino por su estado de letargo. Percibía aquellas grandiosas sensaciones con cariño pero algo le faltaba para vivirlas en plenitud, algo que no encontraría nunca más, después de los sucesos con la policía. Graciela lo dejó en su cuarto “para que arregles tus cosas y descanses”. Salvador se acostó en la cama, con los zapatos puestos, y se dedicó a mirar el techo lleno de mariposas. Le parecían lindas, también las que eran horrendas. Le pareció lindo que se reunieran allí, a descansar del vuelo, a hablar sobre la abertura del capullo, a filosofar sobre el ser gusanos o no serlo. Había algo perdido, un deseo. No quería llorar más. No había escuchado noticias nuevas de las marchas estudiantiles desde lo ocurrido porque estaba muy confundido para querer saber. De todas formas, se resolviese o no el problema, Salvador había dejado una parte de su libertad allí, en la calle, y no la recuperaría. Era eso que le quemaba. Es algo que ni siquiera yo que soy su creador podría describir con palabras, y se me hace muy difícil de cualquier otra forma. Sólo puedo acertar que ese algo es y será irrecuperable, es esa su mayor turbación ahora, mientras piensa en lo libres que crecen las mariposas, tan a diferencia de los venezolanos, tan a diferencia de él. José Luis abre la puerta del apartamento de Salvador, a quien lleva a rastras. También él tiene los ojos rojos pero no bebió tanto como su amigo. Se tropieza con la mesita del teléfono en la entrada y deja el cuerpo casi-muerto en un sofá verde horroroso que recuerda la peor parte de los años ochenta.

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Toma un papel en la mesa tropezada y escribe “Me llevo el carro. Mañana usas el metro por borracho. Jose” con una letra torpe. Un ronquido contamina el silencio en el apartamento y José Luis sonríe y cierra la puerta a sus espaldas. Enciende el auto de Salvador para atravesar a la ciudad bastarda, entre los nuevos trajes de la noche, tan perfumados, acompañados de aquellas lindas flacas maquilladas que apestan a perfume francés y se visten con el presupuesto mensual de toda una familia. A José Luis no le importa la política. Nunca le ha importado. Vive el día a día, trabajando en esto y aquello, cuando las cosas están bien, tomando cerveza para ahogarse los fantasmas, fumando cigarrillos para quemarse el alma que le huele mal. Los caraqueños de la clase media tienen una ciudadanía frustrada: no pertenecen a los pobres, víctimas oprimidas que ahora protagonizan el tiempo, ni pertenecen a los ricos, felices jugadores de golf que ahora se sienten

oprimidos

por

el

chavismo.

La

clase

media

no

tiene

protagonismo alguno en la historia venezolana actual ni pasada, son extraños seres que de día comparten el bus con el proletariado y de noche van a las discotecas con la oligarquía. Son tipos desdichados que no tienen nada por qué vivir, se sienten fantasmas en su propia ciudad, la mugre de la mugre, los gusanos más tristes de la selva, que no son comidos porque no son notados. La considero la clase más afectada por este gobierno y los pasados, porque mientras a unos los han excluido y pisoteado, a estos no los han dignado siquiera con la presencia de la humillación, de la exclusión, han ido simplemente desapareciendo y en la individualidad ocurre un rompimiento con el país y con la misma sociedad, haciendo personas completamente ajenas a su momento y a su lugar. Así el ciudadano de la clase media pierde su identidad, paranóicamente, y ocurre que se llenan de rabia que ahogan con licor, como Jose, otros que se llenan de resignación y vagan solos, vagan largos, pequeños, anchos, vagan sin nada qué perder ni nada qué ganar, aprisionados en

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su destino de no ser nada para el ciclo histórico del país. Esa fue la razón principal de las manifestaciones estudiantiles: esa gran confusión social. La falta de identidad convocó a los caraqueños a hacerle frente a la historia, a demostrarle al tiempo y a los catedráticos de qué estaban hechos y lo que podrían lograr. Allí estaban marchando, los ricos que fueron a pasar el rato, en vez de ir a la playa o de compras; los pobres que fueron a defender su derecho a la libertad de expresión y a demostrar que el hecho de ser pobre no significa ser chavista; y la clase media, aquellos mediocres que eran la gran mayoría: los rabiosos que tiraban piedras, los indignados que fueron a ver nomás, los eufóricos que tomaban fotos y gritaban; todos ellos, todos los perdedores allí buscando encontrar una personalidad, intentando surgir como algo, comprando el periódico al día siguiente a ver si un periodista creativo les había puesto nombre. ¿Qué somos, qué somos? Ah, estudiantes. Pertenecemos a los estudiantes de la generación del año 2007. ¿Qué les parece, amigos? Ya somos parte de un grupo. Somos estudiantes. Todos nosotros. Ah, qué alegría. Salvador se despierta con un fuerte dolor de cabeza –la cerveza siempre le pega en la cabeza- que lo obliga a tomar dos grandes pastillas que pasa con un jugo de naranja natural próximo a pudrirse. Siente unas punzadas horrorosas en la nuca e imagina a cada neurona que muere, un suicidio colectivo en su cerebro. No recuerda cómo llegó al sofá. El apartamento no es muy grande: tiene una cocina empotrada junto a la sala con la televisión y aquel horrendo pero querido mueble verde donde durmió anoche, una pared que separa la habitación del resto de la casa y un pequeño baño donde también está la lavadora, muy a la europea. Así hacían antes los edificios en Caracas los extranjeros que venían a construir. Detrás del sofá, semiescondido por las cortinas, hay un pequeño balcón que permite ver a los transeúntes muy de cerca, ya que no es un edificio muy alto.

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En el baño se apoya del lavamanos y examina el rostro abatido de aquella caricatura que necesita afeitarse. Se lava la cara y no se seca. Se quita las ropas y va por la casa en interiores con su asqueroso jugo en la mano y aquel sentido de culpa por no haber llamado ayer a Patricia. ¿Por qué no lo superas, Salva? ¿Por qué no puedes entregarte de una buena vez a la que está esperando, como hace todo el mundo? ¿Por qué sigues persiguiendo algo que ya pasó? Qué vaina. Lo peor es que cuando estabas allí, en la casa de las mariposas con ella, no te importaba tanto ni notabas lo feliz que eras. ¿Por qué nadie nos avisa cuando somos felices para que no lo arruinemos? ¿Por qué no podemos conformarnos? Sobre todo en Venezuela, en esta Banana Republic donde todos los días la gente se acostumbra a los criminales, a los ranchos, a la pérdida de las instituciones en el país, a los tantos años de chavismo, a la basura en las calles, a los niños hambrientos, a la angustia, al miedo. Sobre todo al miedo. Nos acostumbramos tan bien que nada nos impresiona, que nada nos pica. ¿Por qué tú no te pudiste acostumbrar a Eloise cuando podías y sí te puedes acostumbrar a la tiranía de la criminalidad? Tú te acostumbraste a este país, Salvador, a esta jaula invisible donde todos se creen libres, acostumbrados a esta libertad de segunda mano, y no te pudiste acostumbrar a una muchacha que te hacía verdaderamente libre, realmente feliz. Todo por tus estupideces filosóficas, por tus pajas mentales, por aquellos fantasmas que ya no superarás nunca. Y ahora, no contento con haber perdido a Eloise, le haces daño a Patricia, lo único que te queda fijo, la única piedra que te sostiene, que no te abandona como te tendrías merecido. La camioneta que lleva a los detenidos de la Policía Metropolitana la llaman vulgarmente “La Jaula”, aunque está abierta en la parte trasera. De hecho, Salvador está viendo cómo se aleja la calle, sentado en el fondo del vehículo. En primer plano está Gaviria y otro policía,

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sentados, cuidando esa salida. Le tiembla todo. Nunca se había sentido tan asustado, tan desorientado. Siente los cabellos halados por una fuerza rara, los labios que no paran de temblarle, las manos no responden a sus órdenes y es preda de un violento tic nervioso en los ojos. Se da bofetadas para controlarse pero no puede, su cuerpo ahora forma parte del miedo y no más de él. “¿Qué pasa, carajito? ¿Te vas a cagar ahora?” dice Gaviria con una sonrisa fraternal. Él intenta recobrar la calma y lo mira, y mira detrás del policía, a la autopista que se aleja rápido y reflexiona cuán peligroso sería lanzarse entre los policías, sin darles tiempo de nada, en medio de la autopista. Algún auto lo pisaría o ellos dispararían. No, no es eso lo que te frena. Tienes más miedo de lo que ocurrirá donde sea que te estén llevando. No te lanzas porque tienen tus fotos y no habrá valido la pena y, además, tienen tu cédula de identidad, así que te podrían localizar muy fácilmente. Es estúpido como plan. Gaviria lo leyó en tus ojos: “No, chamín, no vayas a lanzarte. Te vas a matar” Lo miras fijamente, sin responderle. Quieres hacerle creer que no pensabas en eso. “Dime, ¿dónde estudias?” “En la Santa María” Respondes con velocidad, por instinto, quieres mantenerte despierto, quieres estar consciente de todo, de lo que ocurre, quieres no demostrar miedo a pesar de que no hay forma de lograrlo. “¿Adónde me están llevando?” “Escúchame con atención, carajito. Nosotros deberíamos llevarte al módulo de Petare pero el Presidente mandó la orden desde hoy de llevar a todos los estudiantes a la Guardia Nacional. Yo creo que les van a dar duro. Te hablo claro porque es así. Es verdad que el pajuo ése te pegó pero yo lo separé, ¿ves? Ellos, en cambio, te van a dar coñazo entre todos. Esos son unos abusadores hasta con nosotros. Así que mi

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consejo es que llames a los tuyos o alguien que conozcas para que te saque. Si nadie se entera que estás ahí, no vas a salir más nunca” “¿Es en serio?” “Ah pues. ¿Por qué te voy a mentir? ¿No conoces a nadie de poder?” Pensaste. Pensaste en todos, en todos los que conocías, en tus tíos, en tus amigos, en cualquier persona y diste, diste con alguien. “Creo que sí. Mi mamá es prima de Luis Chacón, ¿sabes quién es?” “¿Quién es ése?” preguntó Gaviria a su compañero. “¿Ese no es el presidente del hipódromo?” dijo el otro. “Sí, exacto. Él estuvo en el golpe del ’92 con Chávez y bueno, es un militar” “¡Coño, a ése es que tienes que llamar!” dijo Gaviria, emocionado por la noticia. Qué raro, pensaste. ¿Por qué te ayudan así? Usaste tu celular, llamaste a tu padre pero el servicio estaba congestionado, qué desesperación, la llamada no caía, decidiste enviar un mensaje a cuatro, diez personas: me metieron preso, ayuda, voy a la guarnición cinco del Batallón de Ayacucho. Vengan a buscarme, por favor. “Sigue llamando igual” dijo Oswaldo Gaviria. “¿Qué me van a hacer allá?” “No sé, chamín. Esos son locos. Lo mejor es que llegue pronto alguien. Nadie sabe que la orden del Presidente es ésa y Chávez está bien arrecho con ustedes, por todo este peo que armaron. ¿Para qué hacen todo esto? Igual van a perder y es peor para ustedes” No quisiste debatir con él. Se veía amistoso pero seguía siendo el otro lado del muro, el malo. “¿Y la cámara?” “Muéstrame qué fotos hiciste, a ver” “Mira, sólo son las marchas, no fue el enfrentamiento” Te acercaste a su puesto y el otro policía te apuntó con la pistola. Lo miraste, respiraste profundo y manejaste la cámara para Gaviria, saltando las fotos del enfrentamiento.

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“Mira, sólo marchas, mariqueras” “Bueno, bueno. Vamos a ver. No sé si te la dé” “¿Y el chip? Dame sólo el chip” “No puedo hacer eso, chamín. Yo ya reporté que tenías una cámara” “Pero no el chip. O déjala en un lugar o mándala a un correo” dijiste sonriendo, queriendo parecer relajado, como si todo fuera un juego. “Primero preocúpate por si sales vivo de aquí, chamín” dijo severamente Gaviria. La llamada no caía, los servicios seguían congestionados. Seguro aquel hijodeputa de Chávez había roto las comunicaciones y, sin embargo, los mensajes habían llegado. Eso esperabas. Por lo menos a una persona. Entró una llamada, repentinamente, de Alejandro, tu amigo del liceo, el que habías dejado marchando para perseguir a los estudiantes encapuchados. “Salvador, ¿dónde coño estás?” “Estoy preso, Ale. Llama a mi mamá y que llame a Luis, dile eso. ¿Recibiste la dirección?” “Sí, pero cómo” “No tengo tiempo. Por favor. Ven tú también. Depende todo de eso” “Está bien, está bien” Qué vaina. El celular se queda sin batería. Justo lo que faltaba. Falta de comunicación total. Sigues temblando, sigue el tic en los ojos. Contrólate. Tienes que controlarte, Salvador. Te van a joder si no lo haces. Este es un país para hombrecitos, no para niñitas que se hacen pis por el miedo. Estas son marchas de machos, no de niñitos de papi y mami, como dice Chávez, que nacieron en cuna de oro y lloran cuando empieza la vida real, la cárcel, los puños, la vaina seria. No llores, carajo. Eso es lo único que me importa. La felicidad es algo muy complicado. Prefiero la vida fácil. Qué bien que tú lo hayas logrado.

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VI

Había decidido apagar el celular hasta que todo se arreglara. No quería hablar con nadie. No quería darle explicaciones a ninguno de sus amigos. Alejandro de seguro se preguntaría por su paradero pero prefería mantenerlo en secreto. El día antes, desde casa de Filomena, lo había llamado, asegurándolo que todo estaba bien pero que no se verían por un buen tiempo, que le avisara a los demás, si quería. Él y Alejandro se conocían desde los días en el bachillerato, cuando aún usaban uniformes azules y no tenían idea de que iban a tener que verse siempre, unidos por la rutina, por los hechos importantes. Para Salvador, era mejor no decirle nada todavía. Sentía que así lo estaba protegiendo, dejándolo en la ignorancia. Aunque algo más allá, mucho más hondo en su ser, lo alejaba de todos sus amigos del pasado, no quería ver a ninguno de los que había conocido antes de estar preso. Le recordaban otra época, otra vida, una más contenta. Quizás estaba exagerando pero se sentía incómodo, no soportaba la idea de hablar con ellos de nuevo, de las mismas bromas, de los chistes pasados de moda, de las estupideces banales que ya perdían sentido y significado. Quería exiliarse de su vida antes de las marchas por un buen tiempo, resguardarse del mundo para curarse las heridas que éste le había causado, volver a encontrarse con su estado más primitivo para poder volver a ser actual, dueño de su tiempo, y no había mejor lugar que la

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casa de las mariposas, rodeada por un jardín tropical donde Eloise lo llevaría mucho después, una noche de lluvia, con los pies descalzos, para jugar a ser niños. “Salvador, ¿no quieres comer nada?” Se despertó con esa voz lejana que se acercaba a él de una manera profunda, ahogándolo de una dulzura extraña. Ella brillaba, con esa mirada que destellaba travesura, infancia, a pesar de la edad. Gracielita Larralde estaba parada en la puerta, invitándolo a salir de su escondite. “¿Cuánto he dormido?” “Bastante. Son las ocho ya” Salvador miró el cielo sin luna por la ventana del cuarto y se estiró. “¿Quieres seguir durmiendo?” “No, no. Ya estoy bien” “Buenísimo. Así comes algo” “No vale, tranquila. Estoy bien” “No seas tonto. Ven a comer y así te presento a los demás” Se toca la garganta, carraspea, hace una morisqueta de mal gusto. Anoche fumó demasiado y ahora tiene las cuerdas vocales inflamadas. Quiere convencerse de que el jugo le está ayudando pero el sabor amargo y agrio lo hace dudar. Quiere dejar de hacerle daño a Patricia, quisiera querer llamarla, quererla como ella lo quiere, pero no puede. Algo dentro de él le provoca repulsión en su relación con ella, algo que siempre viene después del sexo, algo que está en el aire cuando hablan, una incomodidad, una sensación de estar actuando todo el tiempo, de tener que convencerse a cada minuto para poder entregarse. No la soporta, no la ama y ni siquiera está atraído físicamente por ella. Pero sería un canalla si la abandona ahora, como siempre ha hecho. Sería una canallada y sería una estupidez, porque quién luego, quién te va aguantar. ¿Filomena? ¿Filomena casada? No, ella ya no está para tus cosas, para tus berrinches, tus escenas de celos como la que hiciste en el matrimonio, cuando te la quitaron para siempre, aquel idiota

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esculpido, deportivo aventurero de mierda. ¿Volverías a hacer una escena tan tonta? Estaban todos, también tus padres, en Los Roques. Era una boda-fin de semana para los más allegados y tú lo quisiste arruinar todo, en tu soledad, en tu arrechera, hace tres años. Wao, tres años. Desde hace tres años que no hablan más. Qué cosas nos pasan. Pensar que eran uña y mugre, que eran arenita y agua salada. Y todo porque tú no podías aguantarte, porque no podías ser un adulto, como te dijo ella, duramente. Fue muy dura. Eso sí. Fue demasiado dura. Ni siquiera la reconociste en ese momento. Pero tampoco te reconociste a ti mismo,

tan

celoso,

tan

posesivo,

tan

tremendamente

estúpido.

Filomena estaba tan feliz de que él estuviera allí, a pesar de su relación con la familia. Estaba contenta de tenerlo en la isla durante todo el fin de semana. “Qué bueno que estás aquí, mi amorsote” le decía en el avión. Lo que más te molestó fue que no te lo presentara antes, que fuera tan sin anestesia, tan éste es Joaquín, mi futuro esposo, nos conocimos en Madrid pero es chileno. Te quedaste sorprendido y te montaste en el avión que iba a Los Roques sólo porque ella te lo había prácticamente rogado. Aguantaste un día y medio en peñeros, ella pura risitas con él, en los cayos caribeños, él besistos y besitos, debajo del agua, tu papá que sigue sin soportarte y tu madre contenta por Filomena, en las rocas, los demás invitados gozando como si volvieran a ser muchachos, en la arena, queriendo ser tragado por la arena, sintiendo calientísima la arena, odiando sobre todo a esa arena hasta que en El Gran Roque, mientras todos se bañaban en sus posadas para ir a cenar y divertirse, la buscaste a su habitación y le pediste que salieran a caminar y ella claro que sí, mi amor, cómo no, y ese vestido de flores y su piel bronceada y sus dientes blanquísimos que te ofrecían una sonrisa grande y alegre y sus cabellos un poco castaños invadidos por las canas y esas arruguitas en los ojos. Ah, Salvador, qué bella estaba, qué joven se veía a tu lado, un viejo de veintisiete años, un amargado incomprendido, un buscapleitos.

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Los Roques en la noche tiene un ambiente cálido que se junta a un vientecito fresco y las mejillas te pican por haber estado tanto al sol durante el día. “¿Qué pasa, Salvador?” Caminaban por el pueblo, entre las casas pintadas de rojo, de azul, de verde, todas pintorescas, todas alegres viviendas de pescadores, de extranjeros que habían dejado todo para instalar una posada en un país tropical. Los susurros del mar se confundían con los llamados de las gaviotas y los niños, allá lejos, pescaban desde el muelle y ponían lo que encontraban en un tobo rojo, para luego quién sabe hacer qué. Filomena se veía contenta, caminaba viendo la arena, levantando la cabeza cada tanto para sonreírle. Parecías una muchachita, tía, parecías la misma mujercita por la que me volví loco, y te quitaste las sandalias para caminar descalza, para sentir la arena fría en medio de esa oscuridad invadida solamente por algunas luces del centro del pueblo, por la lámpara de alguna casa. “No te cases, Filomena” Tu voz te era infiel, estabas angustiado, el cuerpo era pesado, te desesperaba su risita burlona, esos ojos de ternura resignada: “Qué cosas más tontas dices, gafito, cómo que no me case” Y lo hiciste, la tomaste de los hombros y la miraste serio, serísimo, como si estuvieras a punto de anunciarle una muerte, y la besaste, dejándola descuidada, sin saber qué hacer, qué bandido, qué rufián, eso no se hace así, dijo ella, yo ya estoy grande y tú ya tienes que hacer tu vida con una carajita que te quiera, hacer una familia y no quedarte viejo y solo como me quedé yo hasta ahora que conseguí a Joaquín, no seas tonto, no te pongas así, mi amor, y su mano en tu cara, su mano tiernísima en tu rostro rojo de furia y ella que te miraba con compasión, con lástima con québicholepicóaéste. “No te cases, Filomena, yo no quiero conseguir a nadie. Estoy enamorado de ti” No, tía, no te rías, loca, no seas mala, no te rías así, tan divinamente.

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“Qué vas a estar enamorado de mí. Eso lo dices ahora porque estás solo” “No es cierto. De verdad siento mucho, siento algo aquí” Te tropezabas, no sabías lo que hacías ni lo que decías ni lo que querías decir ni lo que deseabas hacer. “Yo también te quiero un montón, mi niño bello, pero no podemos vivir así toda la vida. Lo nuestro fue lindo pero yo necesito envejecer y tú conocer al mundo, ser feliz” “Yo quiero conocerlo contigo, Mena, quiero ver todo contigo, ser feliz a tu lado” “Eso te pasa por ver tantas películas gringas, mi amor. Me tengo que casar porque quiero a Joaquín muchísimo y él me quiere. A ti no te he dejado de tener en mi corazón pero tienes que respetar mi decisión como yo he respetado las tuyas cuando te vas detrás de esas faldas jóvenes” “Es diferente. Esos son momenticos. Si quieres, dejo el libertinaje y nos casamos” “Pero qué tonterías dices, loquito, deja la bobada. Me voy a poner brava si sigues” Y el fuego, y la violencia y toda la rabia que desbordaba y el vete a la mierda y el darle la espalda y el perderte por el pueblo hasta encontrar una discoteca, la única quizás y emborracharte y la mañana siguiente irte en el primer avión a Caracas sin despedirte de nadie, sin dejar explicaciones, sin atender el celular a tu llegada a la capital, sin volver a verla después de muchísimo, incómodo, en una cena familiar. Qué broma. Siempre perderemos todo lo que nos haga felices y la mayoría de las veces será por nuestra culpa. Salvador quisiera llamarla. Yo sé que quisiera llamarla pero no lo hará. No lo hará porque siente que ya todo está roto, que ya nada es igual, que se equivocó y su imagen quedó como el niñito malcriado, que ensució todo lo que había construido. No, no es por orgullo sino por vergüenza a sí mismo.

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No sé por qué te dejé. Imagino que fue porque me odiaba, Eloise. Tú no tuviste nunca la culpa. Sé que ya no importa pero prefiero dejarlo en claro. No se trataba de que yo era feliz y no lo sabía sino todo lo contrario: yo estaba tan consciente de ello que no lo soporté, me sofocaba estar tan contento. Qué loquito, ¿no? “¿Qué me va a pasar?” “No sé, chamín, pero esos tipos son unos locos. Además con ese pelo largo tuyo y la barba. Esa es la clase de gente que a ellos les da arrechera.

Quítate

los

zarcillos

porque

esos

son

capaces

de

arrancártelos. Quítate también el sombrero ese y el cinturón” “¿Por qué?” “Porque esa es la ropa que usan ustedes, esos sombreros con la bandera y los cinturones. En serio. Ellos lo saben y les da rabia. Te lo digo como consejo. Dámelos y yo los escondo” Gaviria parecía sincero en sus preocupaciones pero quién sabe. Mejor estar alerta. De todas formas, tenía un punto válido y te quitaste todas esas cosas. La autopista se alejaba mucho más rápido, nadie quería responder y te llena una sensación de bienestar, de una tranquila decepción. Una nostalgia antigua, vieja, ya usada otras veces, te llena el pecho. Estar seguro de que vas a morir. Esa sensación tan rara, tan en primera persona. Porque no es lo mismo saber que por el orden natural de las cosas debemos morir a constatar el momento justo, el preciso instante. Salvador, estabas seguro de que ese día morirías, que no te quedaban más que unas cuantas horas, si eras afortunado, para seguir viviendo. Sabías también que no sería una muerte rápida sino que habría otros golpes y serían mucho más fuertes, menos controlados. Te volverían trizas, te harían beber tu propia sangre, te romperían todo y te lanzarían a la basura, como un perro. Lo sabías pero ya te había dejado de importar. Era dueña de ti esa nostalgia extraña, esa nostalgia por

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morir tan rápido, por irte con esos policías, sin nadie querido a tu lado, por un ideal que nadie recordaría, irte sin ser recordado era la cosa que más te afectaba, porque ningún medio sabía lo que pasaba y de todas formas no lo dirían. Querías una plaza toda para ti, con tu estatua, tu nombre grabado. Querías un día que te hiciera homenajes. Qué triste irte sin decir adiós, sin terminar la carrera, sin derrocar a Chávez, sin cumplir todos tus sueños. Lo más triste es que no tenías muchas personas de las que querías despedirte. Tenías nostalgia del futuro, de lo que habría pasado si te dejaban vivir, de las personas a quiénes habrías conocido. Quizás, si te daban tiempo, podías dejar de quejarte, podías lograr ser feliz y olvidar a tus fantasmas. Tiempo, sólo querías un poco más de tiempo, como todos. Pero tú en serio lo necesitabas o por lo menos eso creías. Morir no sería una aventura fabulosa, como creía Peter Pan y creías tú cuando lo leíste, sino más bien una desgracia, un sueño injustamente interrumpido. Tú querías seguir en esta aventura, en este tiempo, en esta fábula de ahora, porque tenías esperanzas en la gente, en el destino y si no las tenías, preferías ser tú quien decidiera dar fin a todo y no ellos, no los otros. Odiabas que te quitaran esa última decisión, ese último paso, que atropellaran tu derecho a protestar, a vivir, a morir como te diera la gana. ¿Y cómo querías morir? Porque muchas veces, antes de las marchas, quisiste hacerlo, pero ahora te quejas porque el destino te envía la oportunidad. Pero no, no se trata de eso, no se trata de que te quiten la vida sino que seas tú quien decida, el que apriete el gatillo. La libertad, la absoluta libertad reside en el verbo elegir. No ocurre tan bien la práctica de nuestra libertad que cuando elegimos una cosa por otra, un vestido, un pantalón, dónde comer, a quién amar, con quién trabajar, en qué planeta vivir. Sólo en ese momento logramos ser realmente libres. De eso se trata. Es ése el principio de la evolución, la respuesta inmediata: la libertad del pez que eligió salir del agua, del mono que eligió pensar, de los esclavos que eligieron ser esclavos hasta que se cansaron y quisieron dejar de serlo. Porque sí, también decidir algo que nos afecte,

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nos hace libres. No hay nada más libre que alguien capaz de elegirse esclavo. No para renunciar a su libertad sino para ponerla en práctica, en el modo de su elección personal, la de esclavizarse a alguien. Ocurre igual cuando amamos: elegimos darnos a alguien, entregarle nuestra libertad para aplicarle devoción y afecto. De eso se trata el matrimonio, en principio: ser capaces de darnos al otro, entregándole nuestra libertad para que él nos dé la suya y así ponerlas a jugar. Sólo que luego este concepto fue degradando por el carácter posesivo del Hombre y la dificultad que tiene para entender la diferencia entre entregarse y renunciar a su libertad, provocando una jaula de corazones. Pero la esencia es esa: la sumisión por voluntad, el respeto hacia la libertad del otro y la ofrenda de la nuestra, el gran intercambio. Tú también, Salva, cometiste ese tonto error de confundir la palabra entrega con subyugación, cuando decidiste abandonar a Eloise, mucho después, cuando ya había curado todas tus heridas y te sentías maravilloso, y ella, que sólo te dio un cariño sin condicionamientos, se sintió herida y desorientada, por lo que tuvo que odiarte para luego olvidarte. La Jaula llegó a la Guarnición, donde esperaban los soldaditos con sus fusiles en la mano, mirando adentro, a la presa, con una sonrisa asesina. “Llegó el primero” gritó uno, gozando, mientras encontraba la mirada de terror de Salvador. Cerraron la reja por donde habían entrado y alrededor de diez hombres de verde, curiosos, rodearon la camioneta de la Policía Metropolitana. Oswaldo Gaviria se bajó y llamó al superior, quien no se hizo esperar para destruir cualquier síntoma de esperanza. Subió por las escaleras marrones, llenas de bichitos, alegre por subir, de seguir a esa mujer radiante. En la mesa lo esperaban dos muchachos que se miraban con picardía y, antes de que notaran su presencia, hablaban con sonrisas del vuelo de los buitres. “Bueno, Salvador, ésta es mi hija Erika o Tata de cariño”

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“Hola, Erika, mucho gusto” Tata tenía los mismos ojos que su madre, verdes y siempre alertas, llenos de entusiasmo y la sonrisa que le daba tres vueltas a su cabeza de lo grande que era. Rodrigo, en cambio, tenía la apariencia de estar siempre tranquilo, sonriente, mas no feliz. “y Rodrigo, su novio” “Un placer” El novio parecía incómodo, sonriendo por educación y mirando a Tata de vez en cuando, como intentando comunicarle algo a través de los ojos. Se había instalado un silencio extraño en la conversación que Rodrigo, por ser buena gente o saber comportarse en sociedad, intentó desvanecer con preguntas divertidas, animando a los presentes a exprimirse. Sería siempre así con él, a medida que se conocerían, y Salvador nunca lograría entender si aquello, entre ellos dos, era amistad o civismo. Ana llevó los platos a la mesa y comieron mirándose, como cuando vemos a un animal nuevo o algo raro que nos llama la atención y nos aleja al mismo tiempo. “¿Y tú qué estudias?” dijo Rodrigo. “Comunicación Social, en la Santa María. ¿Y ustedes?” “Yo estoy por obtener el título de Letras en la Central” dijo Tata. “Y seguramente con todos los honores” aclaró Graciela Larralde. “¿Ah sí?” “Bueno, eso no lo sé, pero estoy terminando mi tesis todavía, que me tiene vuelta loca” “¿Y sobre qué es?” “Sobre Dostoievsky, ¿lo conoces?” “Por supuesto. Pero he leído sólo Crimen y Castigo. Me fascinó pero quisiera leer algo más” “Mi tesis se basa en Los Demonios. Deberías leerlo. Es excelente” “Préstamelo si lo tienes” “Claro que sí”

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Esa noche cenaron con una conversación de literatura, sin tocar el tema del país, de las marchas ni del hecho que ahora Salvador se estaba escondiendo en la casa de las mariposas. Rodrigo no abría mucho la boca y se notaba incómodo con aquel invasor sin afeitar, y Graciela promovía las palabras, los argumentos, la armonía entre los miembros de la comida para crear un lazo que comenzó a fortificarse mucho después, mientras convivían. Me atrevo a pensar que Tata nunca estuvo de acuerdo ni con las marchas estudiantiles ni con que su madre dejara a un completo desconocido esconderse en su propia casa. Tenía miedo y no quería arriesgarse por un forastero. Esto Salvador lo entendía y nunca le molestó. Era del todo comprensible mas no compartía su aversión por las marchas, por el levantamiento de los estudiantes. “¿Para qué vas a ir?” le escuchó Salvador una vez “¿Para que te maten como un perro?” Tatica hablaba desde una clase social privilegiada, con el poder de decidir emigrar a un lugar mejor en cualquier momento, escondiéndose en su burbuja de cristal para evitar cualquier conflicto con el gobierno. Muchos preferían esto, sobre todo la burguesía, pero Salvador lo había rechazado, había decidido no irse del país, no encerrarse en su casa, mas no la juzgaba a ella. Era el resultado de la ignorancia, del patriotismo a medias, como todo en Venezuela, hecho con esa falta de pasión. Eloise todavía no llegaba. Está con su novio, decía Grachito Larralde, impaciente, con unas ganas locas de que la conocieras. Unas ganas que tú no tenías. No querías hacer nuevos amigos. No querías hacer nada en particular, sólo quedarte con tus pensamientos en esa casa mágica, querías comprenderlo todo, querías ganar.

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VII

Sí, sé que te hice mucho daño. Después de todos estos años, yo no he logrado perdonarme. Fui un tonto. Ojalá tú sí puedas. Pero la pasamos muy bien juntos, ¿o no? Ahora trabajo en un sitio de mierda y dejé muchas cosas atrás. Disculpa. Sé que te molesta, Eloise, pero necesito que entiendas que tú me quitaste todas las cicatrices y yo, terco como una mula, me provoqué otras, por egocéntrico o por miedo a quitarte ese brillo especial, qué sé yo. ¿La amaste? ¿En algún momento realmente la amaste, Salvador? Quién sabe. Después de todo, ¿qué es eso del amor? ¿Qué es esa cosa que nos han vendido por todos lados para sentirnos mal los que estamos solos? De qué se trata, Salva, el amor hacia otra persona, hacia la compañera. Porque bien sabemos que hay muchos tipos de afectos: a la patria, a la madre, a Dios. Por lo menos esos son los principales y más artificiales. Sin embargo, aquel por la compañera adecuada, quizás sea menos irreal que aquellas tres invenciones. No lo sabes. No estás seguro ni de lo que sientes por ti como para ocuparte ahora de lo que sentías por Eloise o de lo que sientes por Patricia. Son cosas muy diferentes que se unen solamente porque tu piel intervino en las dos. Pero qué es sentirse alegre por ver a la otra persona, de qué se trata apartando la sexualidad. Eso sí: con Eloise la cama siempre fue terrible, tanto para ti

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como para ella. Sus cuerpos nunca convergieron. ¿Era eso razones de dudas sobre el amor? Puede ser. Pero también es cierto que con ninguna, ni con la más pasional de tus pocas mujeres, superaste el sentimiento que te provocaba Eloise. Ah, Eloise, ese nombre tan no suyo y tan bonito para usar como recordatorio. Te gusta creer que no existe. Lo único que te hace dudar sobre la existencia del Amor es el recuerdo de aquella vez. Esa vez única y especial, esa vez maravillosa sentiste algo, te sentiste diferente. ¿Amor? Probablemente. Por lo menos un éxtasis que no ocurrió de nuevo ni con tus experimentaciones con los alucinógenos. Aquel día extraño que decidieron quedarse en casa encerrados, escuchando música en ropa interior y emborrachándose hasta la médula. En el pequeño radio puesto en la sala de estar, sonaba Fito Páez con su Circo Beat entero. Tú la mirabas, sentado en el suelo con una sonrisa idiota mientras ella fumaba de pie invitándote a bailar al ritmo del Tema de Piluso. No lograbas levantarte y ella se reía de ti, alegre. Tomaste un sorbo de ron con coca cola y ella, con la copa de vino en la mano del cigarrillo, se despojó del sujetador para lanzártelo. Tú reíste y brindaste a la salud de sus senos. Ella se rió y te pidió de nuevo que bailaras. Volviste a intentarlo, sosteniéndote de las paredes. Estabas muy borracho y a la vez deseoso de bailar. Una vez de pie, te dirigiste hacia ella con un baile sin nada de ritmo pero constante. Ella reía y fumaba y tomaba vino y te besó y la besaste y mientras Fito se desgarraba la voz, intentaron hacer el amor con torpeza. Sin embargo, lloraste. Te deshiciste en lágrimas sobre ella. Tú que no habías podido llorar todo ese tiempo, lo hiciste por mamá, por papá, por los golpes de la policía y los de los militares, por el país, por ti mismo, y Eloise, sorprendida de aquella demostración de debilidad, te acurrucó en su regazo, pidiéndote bajito en el oído que lloraras todavía, que lo sacaras todo, todo ese odio, toda esa rabia amarga que te hacía tan estúpido de vez en cuando. Eloise era mujer y madre, condena y perdón, lo podía ser todo. Tú te entregabas a aquella rubia de piernas largas y corazón de mar brillante, te dejabas acariciar los cabellos, en fiel tributo a la

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infancia de mierda que recordabas y la que habrías querido recordar. Eras un borracho triste y enamorado, necesitado de aquel afecto, demasiado necesitado como para poder sentirte a su nivel, por lo que mucho después tuviste que abandonarlo todo, cuando ya tus heridas de canalla habían sido cicatrizadas por sus manos de sal. Sí, ese día sentiste algo extraño. No sólo porque pudiste llorar, que ya es mucho, sino que ella se elevó sobre ti, haciéndote recobrar la sangre derramada y la piel dejada en el camino. Cuando uno sufre de un trauma horroroso como una tortura o un secuestro, normalmente se bloquea, sin ser consciente, y lo deposita en un desván de la memoria, para no conseguirlo. Esto lo hace el cerebro sin que uno se dé cuenta para poder volver a la vida diaria y no enloquecer. Las cosas más horribles que puedas imaginar, querido lector, aquellas de las que el cuerpo logra salir vivo, luego tienen que enfrentarse a la memoria. Muchos torturados de guerra se han recuperado al cien por ciento de las heridas físicas. Sin embargo, jamás pudieron encajar nuevamente en la sociedad por culpa de las heridas mentales que quedan, las cuales, son mucho más graves que las del cuerpo. Salvador, después de haber caído preso, delegó los recuerdos de las marchas al olvido. No es esta una forma de superar el dolor sino de lidiar con él, que es muy diferente. Eloise, en aquella borrachera, le hizo recordar y drenar, como si el cuerpo envenenado de recuerdos fuese purgado por el amor de aquella linda muchacha sin pretensiones de nada más que de hacer el bien. El teniente Alberto Crisóstomo Moncada subió a La Jaula con la debida seguridad militar, botando un cigarrillo al suelo y sentándose en frente del recién llegado que temblaba, que lo miraba con unos ojos asustados. Sonrió de alegría porque aquel insecto se cagaba de miedo. “Y lo que te espera” pensó Moncada, porque de aquí no te vas a ir así de sencillo. “Yo soy el teniente Moncada. ¿Cuál es tu nombre, imbécil?”

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“Yo, yo...” “¿Tú qué, mariquito?” “Yo soy Sal...Salvador” “¿Salvador qué? ¿Qué te crees? Esto no es una conversación amistosa sino un registro. Dame tu cartera, con todos tus documentos” “Pero...” “Cállate y obedece. Aquí se acabaron los jueguitos. ¿No querías marchar? ¿No querías dártelas del saboteador? Ahómbrate y deja de hacer así con los ojos. ¿Tienes miedo? Entonces no tenías que marchar” Le diste todo, lleno de miedo, te golpearían, te harían mucho daño, ya te lo veías, no podías decir nada y qué importa si ya te van a hacer daño, por qué no hablas, ¿acaso tu valentía es sólo de la boca para afuera, mientras no haya peligro? ¿Acaso eres lo que él piensa que eres? Controla el tic, controla los ojos, deja de demostrarte débil, ya basta, detente. “Ahhh” sonrió él viendo tu carnet de la universidad “Están en la Santa María, una universidad privada. Claro, claro. Es lógico de pensar” “También están marchando muchas universidades el gobierno, si es por eso” “Te recomiendo que te calles si no quieres...” “Señor” interrumpió Gaviria “él tiene derecho...” “¿Qué es esto? ¿Un PM discutiendo conmigo, un teniente? ¿Quién te has creído tú? Si me diera la gana los meto presos a los dos hasta el fin de sus días, así que me haces el favor de...” Y el celular sonó. Qué maldición. Justo en ese momento tenía que sonar. “Aló” “Apaga ahora mismo ese celular si no quieres que la cosa se ponga peor” Lo apagaste. Miraste un número desconocido que te llamaba. “Aquí no puedes estar llamando. Tienes que considerarte preso, en este instante, todos los derechos están, digamos que congelados”

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“Pero tengo derecho a una llamada” “Jajajá, deja de ver televisión gringa, qué pendejada es esa. Aquí tienes derecho a callarte la boca si no quieres pasarla peor de lo que la vas a pasar” Te sentías extraño, abandonado por tu raciocinio. Te habías entregado a tu destino. Ya estabas muerto. No te importa nada y, sin embargo, algo dentro de ti todavía creía que podías lograrlo. O quizás no lo creía pero necesitaba creerlo. Le costaba aceptar que te habías abandonado a la idea de morir así, sin más ni menos. “Huevoncito, ¿tú crees que en este momento Petricca, el dueño de la Santa María, y Granier, el dueño de RCTV, no se están cayendo a palos mientras ustedes marchan y hacen bochinche inútil?” “Yo no estoy marchando por RCTV sino por la libertad” “Bah, qué libertad. ¿Acaso no estás en una universidad privada, en una casa seguramente? ¿Quién les ha quitado nada? El único que salió mal es Granier y de todas formas sigue siendo rico, tomándose sus wiskicitos con sus amigos millonarios, y en cambio uno, pelando bola y tú, al igual que tus amigos, jodidos por nosotros, porque de una u otra forma tenemos que desquitarnos” “O sea que no creen en Chávez sino que lo hacen por conveniencia” “Cuándo he dicho lo contrario. ¿Y qué? Quien me da de comer es él” Como los perros, pensaste, pero no dijiste nada. No tenías las bolas tan grandes. Marcel Granier, pensaste, quizás sí estaba gozando en ese momento, fumando habanos en su gran villa quién sabe dónde. Tal vez a él le importaba un carajo todo lo que estaban haciendo lo estudiantes, pero tal vez no. Era esa la cosa. Además que no era por rescatar a ese estúpido canal de telenovelas sino por el atropello a ese canal estúpido. Marchaste porque fue reducida tu capacidad de elegir, tu opción de tomar el control remoto y sintonizar otra cosa o subir el volumen a alguna telenovela erreceteveriana. No te importaba si ahora Granier se reía de todos ustedes. Además, hasta donde tú sabías, a pesar de que

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les quisieran decomisar los equipos, el presidente de la cadena de televisión había declarado que “regresaremos a trabajar el lunes incluso si estamos fuera del aire y la gente no puede ver lo que estamos haciendo”, y eso era algo que valía la pena. Algo por qué seguir luchando. No, Granier no podía ser un hijo de puta. “Bueno, cuídenme a este pajarito mientras esperamos a la otra camioneta. Voy a revisar qué vamos a hacer” “¿Nos vamos?” dijo Gaviria. “No. Quédense hasta que lleguen los otros. No sé qué hay que hacer todavía. Espera” “¿Me van a torturar?” Él se levantó sonriendo, como si todo fuera un gran chiste: “No, todavía no” Y bajó de la jaula. Tus ojos desorbitados, la presión en la frente, la cabeza que te daba vueltas, las ganas de vomitar, de vaciar el estómago de aquel horror. Todavía no. ¿Qué quería decir aquel todavía? ¿Qué tenía que pensar? ¿Qué tenía que hacer? Te iban a torturar y no podías hacer otra cosa que esperar tranquilo, pero no había forma que te calmaras, que encontraras estabilidad. El tic en los ojos era mucho peor ahora. Desde el salón bajó un señor con peinado de telenovela, alto y bronceado con una voz gruesa que utilizó para saludar a todos. “Éste es mi esposo, Salvadorcito. Telly, Salvador” “Mucho gusto, chamo. Bienvenido” “Gracias. Un placer” Se estrecharon la mano, extraños, incómodos, distantes. Qué extraño era todo. Demasiado familiar para ti, Salvador, con la familia que te gastabas. Encuentro familiar cercano para ti era acostarte con la hermana de tu mamá. Ah, pero qué bueno era, ¿no? En seguida Telly te pareció un buen tipo a pesar de que sentías que te odiaba, como siempre sentiste con respecto a los hombres que tienen

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pareja. Siempre has tenido la sensación de que produces una especie de recelo en ellos, como si te odiaran sin razón alguna, pero no te importaba, lo aceptabas. Además, tú eras el invasor en ese momento y no debías olvidar lo mucho que tenías que agradecerle a la familia. “¿Qué pasó, cuándo vamos al Roraima?” preguntó Rodrigo a Telly. “Coye, chamo, tenemos que ir. Vamos a cuadrar la movida para diciembre” “Todos los años nosotros vamos al Roraima, Salvador. ¿Tú nunca has ido?” preguntó Grachito Larralde con su mirada espía. “No, no. No conozco muchas cosas fuera de Caracas. He estado siempre aquí” “Ay, mijito, tenemos que hacerte viajar. Eso es buenísimo” “A mí me gustaría muchísimo, la verdad” Pero no fuiste nunca, porque no soportaste tanto como pensabas. Viajaste mucho con ellos, viajaste y conociste muchas cosas de tu país, de ti, cosas lindas, porque las malas ya las conocías y esa noche te sentiste bien, ¿desde cuándo no cenabas entre tanta gente? A pesar de que eran unos extraños, te daban calor, te hacían sentir bien, estando juntos, riéndose de cosas que no entendías, de chistes personales, de grupo, con la sonrisa de Grachito Larralde que te buscaba entre los demás y te animaba a participar. Qué linda era Grachito Larralde contigo. Qué buena es, pensabas, es tan buena como Filomena. Te quería muchísimo. Te quiso desde el principio, te adoptó casi casi con papeles y sellos del Estado. Todos se despidieron y fueron a dormir. “Imagino que no tienes sueño, muchachito” dijo Grachito Larralde “Ésta es tu casa. Puedes ver televisión, si quieres un libro de Tata ella te lo presta, como quieras. Siéntete en tu casa” “Gracias. De verdad que sí, Graciela” “¡No me digas Graciela que es horrible! Dime Gracho o mamatía o como quieras” “¿Mamatía?”

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“Así me dicen en la familia” “Ah. Me voy a quedar con Gracho” “Muy bien, entonces” “Aunque me encanta como suena Graciela” “No, no no. Parece que me estuvieran regañando” “Yo siento que estoy agradeciendo” “Jajajá. Bueno, quizás más tarde llegue mi otra hija, déjame llamarla a ver dónde anda” ¿Cuántas noches pasaste desvelado? Las pocas veces que lograbas llegar al sueño, te perseguían esas pesadillas horribles, esos tiros, los gritos de los demás, “agarra a ese mamagüevo”, una bomba lacrimógena accionándose, el aire sofocando todo, Moncada que te golpea de nuevo, que te escupe, que te pisa como a una cucaracha y eres una cucaracha mugrienta, algo más bajo y la bota llega, la ves llegar y splash. Tardaste mucho tiempo en poder dormir tranquilamente. Todavía hoy, de vez en cuando, llega desde el pasado un episodio así en sueños o en el tráfico o cuando no piensas en nada, tomando ron en tu feo sofá. La conociste en aquel primer desvelo. Llegó con dos muchachas, hablando y riendo muy algo. Tú imaginaste que era ella (porque ya habías conocido a todos los demás integrantes de la familia Larralde) pero seguiste en el balcón, mirando las montañas caraqueñas, intentando no pensar en nada. Caracas, más que una ciudad, es un valle donde antes se respiraba frescura y se veía verde adonde se fuera. Hoy en día sigue siendo un montón de casas rodeadas de pulmones naturales pero ha crecido, como una gran metrópolis equivocada; entre rascacielos, quintas lujosas y un cáncer en forma de ranchos se la está comiendo a una velocidad espeluznante. Es por eso que los de la capital están tan atraídos por las playas, por la montaña, por las ciudades organizadas de Europa, por cualquier cosa que los haga escapar del calor en el tráfico, de la violencia y el sucio.

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Desde La Barraca no se veían ranchos. Por lo menos no todavía, pero el panorama comenzaba a perder verdor, con aquellos edificios gigantes y centro comerciales mal puestos, por puro goce de la industrialización llevada al límite criminal. “Hey, ¿quién eres tú?” dijo una voz detrás de él. Él se volteó, con aire pensativo y miró una muchacha de cabello castaño y ojos marrones junto a otra un poco más gorda de cabello rojizo que delataba inseguridad en la mirada. “Yo soy Salvador, me estoy quedando aquí por un tiempo” “¿Y por qué?” Una tercera voz que entraba interrumpió la interpelación. “Bueno, mija, ¿y tú qué, la detective? Es al que metieron preso” dijo Eloise, entrando en escena, con sus cabellos rubios, casi blancos y sus ojos azules. “Ahhh ya. Disculpa. Jajajá. Yo soy María Esperanza” “Salvador, mucho gusto” “Carolina” dijo rápidamente, casi con miedo, la muchacha de cabello rojizo, sin quitarle los ojos de encima. Esos ojos oscuros que lo veían por dentro, por fuera y le entraban por la garganta, para saber los peores secretos de su alma, que apuntaban a su boca, buscando una entrada conveniente. Esos ojos que siempre te parecieron que guardaban demasiadas cosas, las que Carolina nunca logró decir. Eloise entregó los dos vasos de vino blanco a sus primas y se quedó con el suyo. Encendió un cigarrillo y sonrió incómoda para presentarse. A ella nunca le gustaron las primeras impresiones, los primeros encuentros con la gente. No le gustaba estar en tela de juicio, en la formalidad insoportable que la sociedad nos obliga tener con los desconocidos. Se sentaron en la mesa redonda y te sentiste de más. Se miraban entre ellas y reían sin razón. Querían preguntarte cosas, ya tenías experiencia en ese tipo de gente, pero no se atrevían. “Bueno. Yo me voy a dormir. Fue un placer conocerlas”

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“Chauuu” dijo Eloise con ese español cantado que tanto te gustaba. Atravesaste la sala y bajaste por las escaleras, escuchándolas cuchichear y reír. ¿Qué habrán dicho de ti aquella vez? ¿Se habrán olvidado que estabas allí o se interesaron por aquel forastero de barba y pelo largo? Te sigues preguntando por qué Gaviria no te mató. Por qué el sargento no te llevó a una cámara de tortura para desaparecerte. Quizás ahora estarías tranquilo, contento de no tener que pensar en los fantasmas, feliz de no decepcionarte de ti mismo, activista frustrado. Muerto serías un mártir, tu vida habría tenido una razón y sobre todo, estarías en la calma. Esa falta de angustia que has siempre buscado y evitado. La cancelación de todas las voces en tu cabeza, la quema de los recuerdos que te hacen un rufián. Morir para hacer lo que el amor no logró. Morir porque no sabes amar. Morir porque aunque no quie…riing rinng. “¿?” Riiing, ring. “Aló” “Salvador” “Patricia” “¿Cuándo vas a dejar de jugar conmigo y madurar?” “¿Por qué lo dices?” “Bueno, está bien. Por nada” “Está bien” “¿Vas a ser así?” “¿Así cómo?” “Chao, Salvador, llámame cuando crezcas” “Chau” “¿Por qué mierda tienes que ser así?” “No hay razón para gritar, Pa…” Clack.

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Ya imagino lo que ocurrirá: Patricia pondrá a prueba la indiferencia de Salvador, con la esperanza secreta y ridícula que él está actuando, que no podrá resistirse y la llamará rogándole que regrese. Después de dos semanas perderá toda ilusión hasta que él vuelva a aparecer o ella, odiándose por eso, lo llame intentando (sin logro) ser indiferente. También pienso que si él la llama será sólo para volver a acostarse con ella o porque está borracho y se siente solo. La relación de ellos es más antigua que sus propias individualidades. Pero no, Patri, esta vez no volveré a llamar, dice Salvador sin penas. ¿No fue Wilde quien dijo que los sentimientos de aquellos que amamos nos parecer ridículos una vez pasado el enamoramiento? “Ése es un hablador” dijo Gaviria “No te puede negar tu derecho a llamar” “…” “Es tu derecho” “…” “Llama ahora, pero agáchate” “¿Y si se dan cuenta?” “Ahora que estacionemos, llamas y envía la dirección: Guarnición cinco, bata…” “Sí, ya sé” “Apúrate antes de que vuelva ese hijo de puta del teniente” La llamada con prisa, el número que marcabas una y otra vez porque los nervios te confundían y la maldita tembladera no te permitía componer en orden correcto el nueve, cuatro, cinco… de tu tío. Porque alguien tenía que buscarte, que hicieran una gran marcha hacia ti, que te sacaran así fuese con tanques de guerra. Te estabas cagando del miedo y tus ojos rojos encontraban a los amarillos de Gaviria. Pobre Gaviria, piensas ahora, con tanta mierda que tuvo que ver aquellos días y toda la que tuvo que hacer. Qué grandísimo hijo de puta, dijo una vez

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José Luis, pero tú no quisiste decir nada, porque él fue el único policía que te salvó, tu único chance de sobrevivir esa podredumbre. Un chance que supiste aprovechar, llamando a todos, así sea uno, hasta que una llamada entró al celular. El número del papá de Luis, al que atendiste con emoción, con esa pegajosa esperanza que años después te haría sentir estúpido. “¿Aló? ¿Salvador?” “Sí, tío. Estoy preso. Llama a Luis” “¿Por qué te metieron preso?” “¿Qué importa eso ahora? ¡Llama a Luis! ¡Es de vida o muerte!” “¿Estabas marchando en contra de Chávez?” “Sí, pero estaba tomando fotos, no est…” Clack. Ese clack áspero, sin necesidad de otras explicaciones que el mismo hecho de cortar la llamada. Tu propia familia te había abandonado. El primo

de

tu

mamá,

Luis

Chacón,

quien

le

escribía

cartas

revolucionarias que justificaban sus acciones patrióticas. El primo Luis que luchó en el ’92 por igualdad social, por equidad económica, por justicia, y luego de que Chávez se convirtiese en presidente, fue asignado a presidente del Hipódromo de Caracas. Tu primo Luis que desvanecía

con

una

sonrisa

maligna,

amenazante

y

llena

del

resentimiento chavista que se divisa desde hace muchos años. “¿Marchaste en contra de nosotros? Ahora come mierda” La propia familia prefería dejarte morir antes que permitirte contrariar un sistema política, una ideología tiránica que iba a desaparecer a todos aquellos que cayeran en las garras metropolitanas de la policía. Mirada desesperada a Gaviria que te interrogaba con los ojos. Tus manos de prisa marcando otro número, a tu tío, otro tío, de oposición, a quien sea con tal de sacarte de allí. Desesperabas. Y eso que te habías entregado a la alegría de tu muerte. Ah, pero el imbécil de Gaviria, aquel fabuloso, te dio esperanzas de salir de ésta y las tomaste, sin

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mucho esfuerzo. Sentías la fatalidad llegar, la tembladera invadir tu control y las gotas de sudor sobre tus ojos rojos. “Aló” “Tío, soy yo, Salvador. Estoy preso” “Tu mamá me dijo. Estoy yendo para allá” La voz anestésica de tu tío, el hermano de tu mamá. El podría ayudarte. “Dime exactamente dónde coño estás” Y esa dirección que ya recordabas de memoria, que repetías como un tatuaje en tu lengua: “Guarnición cinco del batallón cinco. Eso es yendo por Tazón, ¿sabes llegar?” “Por tu bien, espero que sí” “En serio” “Cálmate. Espéranos allí y no hagas más estupideces” El imperativo de tu tío Alberto hacía reaccionar tu embrutecido instinto de supervivencia. Quizás sí era posible llegar a salir sin un rasguño de allí (sin contar los golpes de aquel policía cabrón). “Esconde el celular” ordenó Gaviria “Ahí viene Moncada. Está pasando algo” Pero antes de Moncada, llegó otra jaula, llena de estudiantes que apestaban a bombas lacrimógenas y a miedo. El teniente subió una vez más a tu jaula y te miró de arriba abajo. “Vamos a hacer un trato, basurita. Acaba de llegar una manada de imbéciles como tú. En ti está decidir si quieres unirte a ellos o cooperar y decirme si reconoces a uno de ellos” Gaviria, sentado en una extraña posición, intentaba decirte que no lo hicieras, mas su advertencia no era útil. Tú sabías lo que harías. Miraste a través de las ventanas y reconociste a un muchacho de Bellas Artes que hacía malabares, un antiguo amigo, que seguramente no te recordaría.

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VIII

Aquellos días que Salvador transcurrió en la casa de las mariposas, representaron un espacio atemporal para la reflexión de lo que había ocurrido y lo que ocurría en el país. Eloise pasaba más tiempo fuera de la casa que en ella, al igual que los demás miembros de la familia. Sólo Ana y los tres perros atolondrados acompañaban a los pensamientos de mi querido protagonista. Ana con sus cambios de humor repentinos, con sus chistes pícaros y su risa sabrosísima que valía más que el chiste en sí. Ana que te hizo conocer cosas privadísimas de la vida de Eloise en esas tardes chismosas, donde indagabas, un poco porque querías, un poco por juego, un poco por entretener

a

tus

personales

fantasmas.

Distraer

las

pesadillas

echándote al agua del enamoramiento, jugando como cuando eras un niño para ocultar el lado oscuro de la vida adulta, de tu vida de humano

consciente

de

su

propia

muerte.

Sobre

todo

eso:

el

conocimiento excesivo y sofocante de la propia mortalidad. He buscado apuntes de esos días con el fin de novelizar el ánimo y hacerte comprender lo que sentía mi querido Salvador, mas tendré que convocar a la memoria de aquello que él mismo recuerda pues, no hay nada registrado en papel. Fueron días de reflexión, de un nuevo nacimiento personal y no de egocentrismo literario. La tinta no dijo nada pero sus emociones jugaron un papel importantísimo en el ánimo

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del joven. A pesar de que se escondía por razones políticas, no quiso ver los noticiarios ni leer ningún tipo de periódico o escuchar la radio. El problema del país no le importaba. No le interesaba discutir con nadie de lo que estaba ocurriendo en aquellas marchas. Los extraños le parecían sólo metiches insoportables que no entenderían aquella flama, aquel ardor que ocurría dentro de él después de haber sentido el vacío total. Este ardor, esta angustia a la que no le da la gana de irse, que prefiere tranquilizarse dentro de ti, adormecerse unos días, algunos años, antes que mudarse. Este fuego añejo que no es pasional sino infantil, que no es fugaz sino histórico, que no es celular sino bacterial. Aquello es, exactamente, una bacteria que te está consumiendo -sin que tú lo notes- mientras sonríes, mientras saludas, mientras crees que te enamoras y veamos una película y allí, en el silencio del amor, reaparece, pero nadie entiende, nadie logra entenderte, aunque allí está. Qué triste. Qué triste todo. Aún más cuando estamos contentos. ¿Me quieres? ¿Me querrás para toda la vida? Qué te voy a estar queriendo yo para toda la vida, loca de carretera. Promesas bobas, promesas serias: si te mueres yo me mato. Promesas medio bobas y medio serias: yo te caso conmigo. ¿Prometes? ¿Es una promesa? ¿Lo juras? ¿Juras? Todos aprisionados a una promesa, a un trato indestructible, al documento burocrático de la compañía, con firma de testigos, si se puede. ¿En qué parágrafo explica la parte de lo que pasa si te dejé de querer, hace tiempo, hace tanto que ya no estoy seguro si alguna vez lo hice? Así que ahora debes de cortarte un poco y darme tu dedo. Ajá. Somos hermanos de sangre y dónde estará ahora mi hermano, cómo es que se llamaba aquel niño sin rostro. Quema, todavía quema y no te das cuenta, Salvador. Después de todos estos años y no te das cuenta. Tres, cinco, nueve y once días pasaron.

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“Es hora de tomar una decisión, basurita” dijo Moncada, retándote, excitado de tenerte así, como una rata asquerosa. Pero no. Tú no caerías con eso. Si para algo te sirvió tu cheguevarismo fue para no delatar nunca a ninguno de los que considerabas de tu equipo. El muchacho malabarista de Bellas Artes te miraba fijamente y en su mirada encontraste fuego. Él quería ser golpeado, quería llegar hasta el fondo de todo, a la prisión, a la lista de desaparecidos del chavismo. No era un cobarde como tú. En tu mirada él vio cobardía, vio el miedo de los intelectuales ante las armas. No eras como ellos. Eras una marica que te estabas ensuciando los pantalones. Eras una marica pero no un delator. Por eso miraste al teniente Moncada y le dijiste, intentando modular sin titubeos, que no, que no conocías a nadie. En todo caso, ¿para qué los tenías que reconocer? ¿Quién eras tú en la historia del país y quién era el joven malabarista? Más allá de tu cheguevarismo, Salva, también estaba la obviedad de que, en realidad, un desconocido delatando a otro desconocido no cambia nada para ninguno de los bandos. Recordaste, sobre todo, esas deformaciones del carácter que ocurren cuando un ser que se siente inferior consigue poder, así sea una pizca, y rápidamente abusa de él, asustando a los otros, como aquel militar que ahora se sentía el titiritero de esos muchachos asustados e ingenuos. “Peor para ti, basurita” y se bajó de La Jaula. Dos guardias nacionales subieron y te bajaron a los golpes. Tenías la mirada en el suelo y el estómago vacío, lleno del vértigo que ocurre cuando sabemos que es el fin. Un fin irreal, a contra natura, perpetrado por terceros y no Dios. Un fin que pudimos haber controlado, a diferencia de la vejez. Pero tú lo habías decidido y más que miedo sentías frustración de no tener dos ametralladoras, como esas grandes películas en que los buenos siempre ganaban. Frustración de no poder hacer nada, ni siquiera forcejear porque, en el fondo, siempre queda la esperanza suprema, la última gota del vaso. Por eso no forcejeabas ni intentabas correr. Creías que se

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podía resolver todo. O quizás eras sólo un cobarde y ya te habías entregado a la muerte, sin siquiera luchar. Los guardias te llevaron dentro de una habitación oscura y te sentaron en una silla. No podías ver nada. El aire era demasiado denso para respirar y el miedo te mareaba, te daba ganas de vomitar, de desaparecer. Querías una bala que te atravesara la cabeza y terminar con todo de una buena vez. Pero no, el dolor psicológico era más placentero para los guardias que cualquier otra cosa. Te amarraron las manos y los pies sin decir nada. “Ahora vas a ver lo que es bueno, maricón” dijo uno de los guardias. No veías nada y, sin embargo, sentiste la orina y escuchaste las risas de los guardias. “Para que aprendas, pedazo de basura” Luego un golpe en la cara y otro y otro y otro. No protestabas. No gritabas. No te dolía. Sólo sentías un calor inmenso, un calor asfixiante, un calor que te iba a hacer desmayar y otro golpe, otro golpe y una patada que hizo que cayeras de la silla y perdieras el aire del estómago. “Levántate” ordenó uno mientras otro reía. No podías levantarte, amarrado a la silla y golpeado. ¿Cómo ibas a levantarte? “Levántate o te quiebro” dijo la misma voz. Intentabas respirar profundo en esa incómoda posición. Sentías el sudor y la sangre en tu rostro. Escupiste sangre y eso los hizo molestar, quién sabe por qué. Corrieron hacia ti y comenzaron a patearte, como si fueras un balón de fútbol, como si fueras un saco. Un saco de huesos. Eso te habían vuelto. Pateaban presos de una sed primitiva, de una necesidad extraña de hacer daño aleatoriamente, de romper algo por romperlo. Había un odio dentro de ellos que necesitaban exteriorizar. El flagelo de la clase alta hacia la pobre, quién sabe. La realidad de vivir en un mundo de mierda todos los días, tan cerca de esa mierda. Quién sabe. Lo único de lo que estás seguro, Salvador, es que sentiste un crick dentro del cuerpo y seguramente se debía a algún hueso roto. Las botas

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militares son demasiado pesadas y tú eres muy flaco como para aguantarlas. Te están rompiendo, patada tras patada, en un silencio extraño, y escuchas a Mozart. Recuerdas las grandes composiciones de Mozart en tu cabeza y te abstraes de la masacre que sufre tu cuerpo. Decir basta o pedir misericordia sería excitar más a esos seres vejados por la venganza de una clase social. Mejor Mozart y esperar que se sacien contigo hasta que no aguanten más. Porque llegará un momento en que no aguanten, no aguanten más el odio, no aguanten el ejercicio, no aguanten ver más sangre, no aguanten ver cómo te desmayas mientras Mozart termina y todo, absolutamente todo, se vuelve blando y feliz, en otro mundo, por unos minutos tan largos como la propia vida. Es verdad. Nunca te confesé con exactitud por qué te llamaba papagayo, Eloise. Voy a decírtelo ahora. Es muy sencillo. Como sabrás, los papagayos adornan el cielo de esta ciudad contaminada, y parecen ser lo único inocente que nos queda entre el smog y el delito... Las cosas fueron esclavas de una rapidez de fábula y ellos fueron sumergidos en un cuento de hadas, donde había un dragón, un mercenario que amaba a un hadita y estos centavos puestos en la gran alcancía de la espera, para que crecieran flores adentro y el mundo se les pintara. Todas las grandes historias de amor, aquellas que realmente valen la pena, tienen un comienzo de base similar: son violentas, letales y los amantes, una vez sabiéndose el uno para el otro, esfuerzan todo lo que pueden su propio amor, para que esa unión sea mucho más rápida, porque temen las inseguridades, los puntos en blanco que nadie logra explicar y a todo tienen que ponerle nombres, fechas, conceptos. ¿Fue eso lo que ocurrió, Eloise? ¿Le dimos demasiados nombres a nuestro personal lugar? ¿Fue eso, Salvador? ¿Forzaron demasiado el poder de su querer para hacerlo más robusto consiguiendo debilitarlo?

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Los jóvenes tienen sed de conocimiento y temen por el tiempo mucho más que cualquier viejo próximo a la muerte, porque para ellos cada día es uno menos y necesitan verlo todo ahora, hacerlo todo ahora, y la concepción temporal es muy lejana a la realidad. Es por eso que en el amor nos prometemos todo, nos necesitamos mucho más, sufrimos horriblemente, porque no es más que un contrato, una garantía de que alguien está allí en el montón de mierda en que vivimos. Todo comenzó desde antes, después de aquella fiesta, una noche en que él tomaba cuba libre y ella vino blanco, en la terraza de la casa, envueltos por una brisa rica. Él se dejaba menear por la hamaca y ella sentada a su lado, con una sonrisa amena que escondía sus intenciones. Había tomado su diario prometiendo no leerlo, para hacerle un dibujo. “Es feísimo, todo negro y triste. Voy a pintarlo” “Pero no puedes leer nada, papagayo” “¡Deja de llamarme así!” “¿Y cómo te gustaría ser llamada?” “No sé. Un nombre francés” “¿Francés? ¿Por qué francés?” “Ay no sé, me encantan los nombres franceses, como Julie o Eloise” “¿Eloise? Eloise es un buen nombre. Va a ser mi nombre para ti” “¿Ah sí?” “¿Te molesta?” “No, me parece raro pero cado loco con su cuento” “Entonces tú serás el cuento de este loco” La mejor parte en una relación es la coquetería del principio: las flechas a ciegas, los tiros que sabes que tienes seguros pero nadie acepta sino que atraviesan a las dos personas como un acuerdo tácito, la preparación del campo de acción, donde sólo se entrena, se pasa la pelota un poco, se trota por la cancha para sentir cómo es la grama y luego el momento cumbre, el beso, la locura, los teamos. Debería terminar todo después del sexo, felizmente, sin represalias, sin

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enemigos, sin teodios, sin Eloise que se casa con un idiota y no con Salvador. Debería terminar todo tranquilo, como un viaje alegre que luego recordaremos con alegría y nostalgia. “Me voy a dormir, Salvador. ¿Tú no?” “No. Me quedo un rato aquí, pensando en papagayos” “Gafo. Buenas noches” Se acercó con los ojos muy fijos en él y le puso un beso muy cerca de la boca. Luego soltó una risita mirándolo con picardía y se fue. Ah, con lo bueno que sería ahora volver a esa hamaca, con tus ojitos y lo que dices y reír hasta llorar, hasta mearnos, hasta explotar. Esa era la última noche de Salvador en la casa de las mariposas. Había hablado con Filomena en la tarde y los dos consideraban que las cosas se habían calmado y que lo peor había pasado. Iba a ir a vivir donde Filomena unos días y luego, poco a poco, se mudaría al apartamento del San José de su padre, el que hoy es suyo. No se mudaría definitivamente en ese momento, sino poco a poco, viviendo donde la tía, donde sus padres por muy poco y llevando sus cosas, sin pensarlo, a aquel apartamento de Chacao. Sentía que por fin podía recobrar el sueño. Te arrastran, basurita. Quieren que te despiertes y te llevan a otro sitio. No sabes dónde. Toda esta oscuridad te da vueltas y sientes náuseas y sangre y, sin embargo, no hay rastros de dolor. El miedo aplaca todo, hasta las heridas más terribles. Te estás dejando vencer, te estás entregando a la resignación de morir. Qué cobardía la tuya. Qué basurita eres, realmente. Tanto marchar y tomar fotos para que dos militares te hagan cambiar de idea con unos cuantos golpes bien puestos. Porque sí, saben poner muy bien esos golpes. Mucho mejor que la policía. Saben cómo romperte las costillas sin que te des cuenta. Te arrastran, entonces, y te sientan en una silla porque no puedes mover las piernas. Estás dopado por la entrega. Alguien te limpia la cara. Sientes una toalla húmeda y demasiado fría que pasea por tu

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rostro. Te obligan a tomar agua. No te das cuenta de lo que pasa. Tienes los ojos abiertos pero no logras enfocar bien. “Éste como que se jodió” “No vale. Sólo se desmayó. Ya vas a ver que se despierta ahora” “No sé. Yo lo veo muy mal” “Ay, ahora te sientes culpable” “No. Sólo que nos dijeron que no nos pasáramos de la raya” “Que no nos pasamos, coño. Ya se va a despertar. ¿Verdad que te vas a despertar ya, maricón?” El militar se acerca a tu rostro, busca un síntoma de que sigues vivo y te sonríe. Te sonríe con esa expresión maliciosa que tenían todos cuando llegaste a la guarnición. Te odian. Estos tipos de verdad te odian, Salva. Te quisieran muerto a golpes, suplicando por tu vida. No soportan a ninguno de los de tu clase. El hecho de que sigas vivo seguramente es porque el viejo metió la mano en esto, o quizás Luis Chacón. Pero no. Seguramente no fue Luis. Debe haber sido papito, quien con su dinero y su poder hizo que todos los militarsuchos se cagaran y te tuvieran todavía más rabia, porque tú, exactamente tú, representas lo peor de tu clase: los niños de papi y mami que pueden salir de cualquier problema, sean culpables o inocentes, pasando por arriba de los juzgados, borrando expedientes, haciendo que todo se olvide con la firma de un cheque sustancioso. Sí, Salva, seguro te ibas a salvar de ésta. Qué bien por ti. Papito de nuevo resolvió todo. Te piden que te levantes pero no lo logras. Tus piernas dejaron de responder. Quieres levantarte. En verdad quieres hacerlo pero todo te da vueltas y tus articulaciones no quieren hacerte caso. No te consideran digno de comandarlas. Te levantan, entonces, y siguen llevándote a rastras, insultándote. Te cargan de nuevo a la jaula y te sientan ahí. Logras enfocar un poco. Demasiados policías contigo. Serán cinco o seis. Están ellos y tú solo. ¿Dónde están los otros muchachos? No lo sabes. Ya no importa tampoco. Ves a Gaviria. Su

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rostro toma forma en frente de ti. Te mira preocupado, buscando algo dentro de ti, si sigues vivo. “Gaviria” “¿Estás vivo, carajito?” “Supongo. ¿Adónde me llevan?” “Tranquilo. Cállate ahora que ya te vamos a explicar” Uno de los policías no se ha subido al camión porque está peleando con Moncada. No entiendes bien de qué se trata pero los dos se gritan sobre jurisdicciones y órdenes y etcéteras que no tienes idea. Al final, el policía le dice al teniente: “No me interesa, Moncada. Éste es nuestro y nos lo llevamos, te guste o no” “Haz lo que te dé la gana, imbécil, pero no respondo” dice el militar, iracundo. El policía sube al camión y le grita al conductor que arranque. Escuchas el motor encenderse y el miedo te aprisiona de nuevo. Tienes más miedo ahora de cuando te estaban golpeando. Antes, por lo menos, sabías que ibas a morir. Ahora no sabes qué pasa. La incertidumbre es un gusano malvado que nos destruye por dentro, sobre todo en momentos especiales como estos. Era mejor saberte muerto, esa seguridad, esa calma de saber lo que pasaría. Por lo menos sabías a qué prepararte. Sin embargo ahora cambiaban las cosas. ¿Adónde te llevaban? ¿Te iban a matar en alguna zona abandonada? ¿Papi había salvado tu pellejo? Pero mejor no hablar. No ahora, Salva. No seas idiota. Intenta resistir un poco más y no cometas estupideces. Patricia odia odiar a Salvador. Preferiría que él la dejase quererlo. No tanto para que él reciba sino por la necesidad de dar. Le molesta esa manía suya de cagarla siempre, de ser tan bueno para arruinarlo todo. Y sin embargo, no puede sacarse esa espina, no puede dejar que el agua corra y conseguir a otra persona. Lo ha intentado, en pasado. Lo ha intentado muchas veces: todas las que él decidió renunciar por preferir la soledad o a alguna puta estúpida. Pero todas esas veces se sintió más

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sola. A pesar de que conoció muy buenos tipos. Algunos patanes pero no demasiados. El justo necesario para la regla pero nada más. Los demás, a ser sinceros y justos, fueron siempre buenos tipos. Algunos hasta la hicieron sentir feliz. Pero nunca sintió esas cosquillas, esa angustia horrenda como la que siente cuando él no responde más. Ninguno fue capaz de transmitirle esa energía que él cargaba en todo su cuerpo, a cada momento. Tampoco voy a mentirles con una historia de romanticismo obsesiva y fabulosa. Si Patricia no se casó nunca, al principio, fue por no perder su libertad y después porque no soportaba los tipos con los que salía. Siempre escapó de las historias demasiado serias con tan sólo una llamada de Salvador, quien la llamaba sólo para olvidarse de una de sus puticas casuales. Porque así había sido él hasta ahora: egoísta, utilizándola sólo como baúl de deshechos, su pocito de semen. Suya, Patricia. Fue siempre suya. Nunca de otro modo. Con el fin de amortiguar el dolor que le causaba ese desbalance entre los dos, lo justificaba asegurando que él no pertenecía a nadie, tampoco a las putas de las que él creía enamorarse perdidamente. Él sólo estaba loco por el amor y a él pertenecía mas era demasiado egocéntrico, demasiado egoísta, demasiado hijodeputa como para poder pertenecer a otro ser humano. Por eso sus comentarios ofensivos hacia él. Nunca para ofender sino para provocarlo, para sacudirlo de ese letargo en el que se ha encerrado durante todos estos años, entregado a un trabajo de segunda, a una vida de segunda, sólo para poder seguir victimizándose ante su padre, ante la gente, ante él mismo. Destruir toda una vida por no admitir que es un pequeñoburgués de mierda y envolverse, llenarse de eso, romper sus cualidades, matar su potencial sólo para poder decir que pertenece a la clase media-baja. Eso a Patricia le da rabia. No lo puede soportar. No lo puede ver reducir así. Sobre todo porque cuando lo conoció, cuando era un muchachito de quince años inteligente e inquieto, veía en él un gran hombre a futuro, alguien que iba a lograr demasiadas cosas grandes en la vida. Para ella era no sólo ver a su amor hecho trizas sino a una persona que suponía ser grande, hecha

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un granito de arena, hecha polvo por orgullo, por falta de coraje, por una grandísima estupidez. Este fin de semana pasó sin que él se dejase ver, en ella volvió aquella angustia que creyó enterrada, hace muchos años, en la juventud. Pero no. Ha vuelto ahora esa maldita angustia, esa pérdida del control, porque él no responde el teléfono. Esa necesidad idiota de que responda el teléfono, así sea para decir que no quiere verla. Eso sería mejor. Menos insoportable que su evasión, que la ignore, como si fuera otra más, otra de sus putas de mierda, y ella no, no puede aceptar eso. Es una cosa u otra. No las dos. No puede ser, Salvador, que tenga que estar sólo cuando tú quieras. Entre ella y él siempre ha habido algo que no se pueden transmitir, una falta comunicacional que no permite la entrega y, por ello, el amor. Por lo menos de parte de él. Es extraño porque él, aunque sea contradictorio, se da mucho más de lo que ella lo hace. Patricia siempre reserva algo, un silencio, una mirada, porque siempre que está junto a él siente el miedo de que la están utilizando, de que no está siendo querida. En cambio, él, siempre que ha intentado que las cosas se arreglen, le ha dado todo el amor que contiene. El poquito amor que contiene, sí, pero se lo ha dado todo. Mientras que ella, mi querida Patri, con un amor tres veces más grande que el de él, no logra ponerse a la altura. Lo único que puede hacer es provocarlo, poner los dedos en sus yagas. ¿Por qué se nos hará más fácil hablar con desprecio que decir palabritas de amor? Eso la frustra y también a él. Seguramente él se ha vuelto más mezquino. Su inseguridad pasada lo volvió más duro y la barrera actual de ella hace que nunca logren concretar la plenitud. Ella está obsesionada por amarlo pero no logra demostrarlo mientras que a él no le interesa para nada, o por lo menos pareciera, y sin embargo, aporta mucho más en ese terreno seco de su cariño. Patricia se mira al espejo. Hoy se siente particularmente bella. Recuerda los besos de él y se toca un seno. Preferiría que sus senos fuesen más grandes pero no considera una opción operarse. Sólo lo lamenta como

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algo que no pudo ser y listo. Le provoca hacer el amor pero decide no tocarse y terminar de arreglarse. Está decidido. Irá a su casa. Él nunca le ha querido dar copia de la llave pero ella un día, a escondidas, la hizo. Él lo descubrirá hoy. No puede ser más este correcorre, este te amo y te odio. Ya no somos dos carajitos. Tenemos que madurar, Salva. O me tomas o me dejas. Así mismo. No aguanto más llorar por ti, no aguanto más pensar en ti, no aguanto más todo esto sin ti y contigo. Estoy harta de los puntos medios, piensa Patricia, harta de este amor no de segunda sino de tercera categoría, embarrado por tus ausencias y mis silencios. Es ahora o nunca. Si no, fin, punto y final y que sea lo que sea, cada cual por su lado. Salvador despertó guindado de una hamaca, por culpa de los primeros rayos del sol y el olor a café que había invadido la casa. Se repuso y pudo ver a Graciela en la cocina, con una sonrisa y una taza de cerámica, invitándole a sentarse en la sala. Eloise ya se había ido a la universidad pero le había dejado dicho que le escribiera para lo del viernes. Mucho antes, él le había comentado sobre una reunión con el partido izquierdista español en Venezuela, a la cual había sido invitado por lo ocurrido en las marchas, ido a parar allí por las amistades de su padre. Querían fundar una célula del partido en Caracas para obtener votos parlamentares de los españoles residentes en Venezuela. La fecha de inauguración del partido era el viernes y Salvador podía llevar a quien quisiera y, para no ir con sus padres y en una de esas tantas borracheras, invitó a Eloise, quien aceptó sin muchos preámbulos. Antes de que llegara Filomena, Salvador pudo desayunar con Gracho, hablando de cualquier cosa. “¿Te sientes más tranquilo ahora, Salva?” le preguntó ella de repente. “Sí, sí. De verdad que no podría estar más agradecido contigo y con todos. Han hecho mucho” “No tienes nada que agradecer. Ha sido un placer tenerte acá” “Yo sé que ha sido inoportuno. Muchas gracias”

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“Esta será siempre tu casa, Salvador” “Gracias. De verdad” Graciela tenía todas las cualidades maternales de las que la madre de Salvador carecía. Le faltaba todo ese cinismo con el que él había crecido, toda esa ironía, todo ese rencor por los otros seres humanos. Esa mujer bellísima y dulce parecía producto del sueño de un desesperado. A ella la ciudad perdida no la había contaminado para nada. Seguramente por el hecho de que vivía, al igual que todos ellos, encerrados en esa burbuja de ciudad impecable, retirada en las montañas del valle caraqueño, para tapar los ojos ante la injusticia y la violencia. Salvador, como todo buen izquierdista de la clase media, sentía

aceptación

y

aversión

por

esa

situación

de

las

clases

privilegiadas, de esa vida feliz, de esas infancias alegres y sin dificultades, de la subyugación de tener servicio doméstico, casas demasiado grandes y espaciosas. Sin embargo, los Larralde no provocaban esa antipatía. No eran unos ricos de Country Club ni bananeros que creían en la explotación. Eran, de una cierta forma, humildes en sus formas de ser. Disfrutaban con una casa de playa sin electricidad, guindados de hamacas y comiendo mango. Eso sí: tomaban vino en vez de anís pero reclamar el buen gusto al paladar es el argumento de un resentido. Salvador les tenía cariño. Eran una especie de hippies con dinero, la generación Woodstock en el Caribe, sin los ideales de los capataces ni los resentimientos de la zona. En el fondo, todos los ideales de socialismo e igualdad se desarrollan en las clases media/altas y no en el proletariado, como suele creerse. Los pobres acumulan odios por culpa de las represiones y cuando logran llegar al poder, actúan en un socialismo para algunos que termina siendo el culto a la pobreza y la represión a los ricos. Sin embargo, las clases pudientes son las que deciden y crean los verdaderos cambios de paradigmas justos e igualitarios. No hay que olvidar que Bolívar era un mantuano, educado con los mejores maestros de la época y terminado de formar en Francia. Puede que haya querido liberar a los negros por

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interés, pero no importa. Lo que importa es que construyó un ambiente propicio para que todos los venezolanos nos sintiéramos libres e iguales. Sobre todo libres, cualidad imprescindible para la felicidad y el avance social. Por supuesto que Simón si no actuaba por interés lo hacía por misericordia. No olvidemos tampoco que quien lo crió fueron tres mujeres negras. El todo parece una historia hollywoodense: el niño rico que queda huérfano y crece bajo la protección de personas que no eran consideradas personas y mira las injusticias y los recelos que estas leyes crean, viviendo bajo el dominio del Reino Español, poco a poco crece y se instruye, fomenta los ideales del Ilustrismo en su corazón aventurero y así decide liberar las cadenas que oprimen a su Patria, o algo así juramentó en el Monte Sacro. Y no sólo lo logra sino que el ego o la pureza de su espíritu, lo lleva a liberar a otros cuatro y ayudar la Independencia de muchos más. Estoy seguro de que si alguno de esos directores yanquis, encantados por el honor de la guerra y los patriotas de corazón, no tardarían en rodar la maravillosa historia nuestra. Claro está que no captarían el latinoamericanismo ni las dobles morales, como el hecho de haber encarcelado a Francisco de Miranda, el primer venezolano universal y real precursor de las independencias. Él no era un aristócrata, es cierto, pero su padre era un pequeñoburgués, obstinado en darles educación universitaria a sus hijos y comprar propiedades, así que aunque no haya logrado entrar en el jet set de la época, ofreció a sus hijos grandes comodidades y la capacidad, por lo menos a Miranda, de convertirse en ese gran hombre. Obviamente, con esto no hay que pensar que ahora los ricos son buenos y liberadores y los pobres malos y represivos. Pero la historia ha demostrado que (para explicarlo en términos anacrónicos) cuando la aristocracia sucumbe en ideales izquierdistas, consigue un cambio más positivo. Todo el sueño expansionista de Bolívar, la estratégica Gran Colombia fue hundido antes de empezar por el general José Antonio Páez, el gran caudillo. Los ignorantes comparan al Libertador con Hugo Chávez, sin embargo son obvias las similitudes que hay entre el actual

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Presidente de Venezuela y el caudillo: los dos conservaban ese resentimiento y eran apoyados por los campesinos (el poder popular) y los dos rompieron relaciones con Bogotá, impidiendo que se cumplieran las ideas bolivarianas, las verdaderas ideas bolivarianas, no aquellas actuales, desfiguradas por la ignorancia y la manipulación. Quién sabe, quizás si Bolívar hubiese sido más tiránico poniendo en su sitio a Páez, la historia no se repetiría actualmente y fuésemos una potencia. Pero de quiénsabes en quiénsabes nos acumulamos las hambres y las pobrezas.

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IX

¿Qué defendías, exactamente? Sinceramente, Salvador, ¿por qué habías ido con tu cámara hasta ese puente? ¿No fue por puro egocentrismo mediático? ¿Por decir lo que hiciste y no por el hecho en sí? Francamente y viendo las cosas en su justa medida, ¿no fuiste tú también un canalla? ¿De verdad te importaba este paisucho de mierda? Porque ningún muchacho de tu clase social realmente sentía ese apego por su tierra, por lo menos no más allá de un delirio colectivo y superficial. Los venezolanos consideran su país por las maravillas naturales que tiene: por sus médanos de Coro, por su Salto Ángel, por el Archipiélago de los Roques, por el trocito de Amazonas que nos permitieron, por el cerro Ávila que le da oxigeno a esa ciudad mal hecha, arquitectónicamente incorrecta, podrida en smog y violencia. Pero en realidad, ¿qué es un país? ¿Qué te define como venezolano? Salvador se relaja con el agua caliente que cae de la ducha y se enjabona con parsimonia. Vuelve a recordarse años atrás, miles de años atrás y odia a los chavistas extranjeros y los nacionales. Siente un desprecio académico por la ignorancia y asocia al chavismo con eso: con esa falta de cultura que ha arrasado a todo su país. Su país que lo odia y que él odia. Muchos años antes, una muchacha le reclamó por pensar así, le dijo que era un ingrato. ¿Un ingrato?, había respondido con sorpresa nuestro querido muchacho, mi país no me ha dado nada de lo

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cual estar agradecido. ¿Ah no?, había respondido ella con gran seguridad, ¿y qué hay de las maravillas que tiene? ¿De las águilas blancas en Los Andes? ¿De nuestras sabanas? ¿De nuestra selva? ¿De nuestra costa? ¿Qué hay con toda la riqueza que existe? Salvador, a este punto, había gastado su paciencia y le disparó: el problema de la gente que vive en ese delirio tuyo es simplemente que son un montón de superficiales, como bien lo dice nuestro récord de Misses del Mundo y del Universo de las que tanto nos sentimos orgullosos. Enamorarse de la belleza de un país, al igual que de una persona, es una acción de lo más despreciable y superficial. Casi infantil. Si para eso estamos, ¿por qué no amo al Perú, con su maravillosa Cuzco, ciudad que, además, fue construida y no regalada por el Cielo, como pasó aquí? Nos sentimos orgullosos de cosas que sólo nos pertenecen por geografía porque ni siquiera nuestros indígenas hicieron grandes proezas en ningún campo, a diferencia de los aztecas o los incas. Nos sentimos orgullosos de ser una sociedad que vive de la superficialidad, del instante, y por eso no cargamos una cultura que valga la pena, ni en literatura ni en música (con la excepción de uno que otro que no va más allá del intento). Todo esto había ocurrido en un bar y de noche, entre un grupo de amigos que miraban con burla la discusión, desinteresados de las palabras de Salvador. Salvador, desde esa época remota, ya sentía cierta aversión por sus compatriotas. Los consideraba imbéciles e infectos de las corrientes yanquis como la comida rápida o las portadas de las revistas. Estaba seguro que esa misma estupidez de la clase media y rica había traído al poder al actual indio presidente quien, envuelto de una gran ignorancia, sólo igualable a su picardía, había concurrido en política aprovechándose del descontento y del hambre que sufría el 80% de la población. Una población, además, que había sido ignorada por la clase pudiente, por los gobiernos anteriores que elogiaban al libre mercado y al consumismo depredador. Los latinoamericanos no piensan igual a los europeos. Todo ese sentido político y amor a la patria, todo ese romanticismo que se le ha dado en

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los libros ha sido puesto por europeos o norteamericanos que no comprenden un carajo sobre el modelo de pensamiento que allí reside. Somos humanos, sí, comemos y cagamos, pero no somos iguales en el amar ni el vivir ni mucho menos en el morir. El instante es el núcleo que concibe la vida en América Latina. Se vive el ahora, el momento exacto, sin después, porque mañana no sabemos si vamos a seguir vivos y no porque tengamos hambre ni porque estén cayendo bombas. Eso no pasa aquí, en verdad. El instante viene de mucho antes, de una tradición indígena que se unió al neoliberalismo del norte. Venezuela es una tierra olvidada por sus habitantes. Por eso nada ha perdurado ni nada perdurará. En parte, Chávez fue un bien al país y para esta zona del planeta, porque le devolvió protagonismo, obligó a recordarles al mundo y a los venezolanos que existíamos de una u otra forma. Así creó su caprichoso ALBA y provocó escándalos con el Rey de España y así, ese militar zambo, cuyos antepasados son negros e indios, logró convertirse en el Primer Presidente de Venezuela que paseó por la alfombra roja del Festival de Venezia (ciudad de donde deriva el nombre de nuestro país) porque nada más y nada menos que Oliver Stone le hizo un documental. Él, quien ha dado de qué hablar a periodistas de todo el mundo, quien ha hecho del Sur y parte del Centro de América su personal tablero de ajedrez por puro poder, por puro egocentrismo. Él ha sido el único venezolano, después de la generación de los independistas (Miranda, Bolívar, Sucre, etc.) que levantó la voz en contra del norte y en contra de cualquiera que quisiera oponerse. Claro está que fue sólo la voz. Salvador sonríe pensando que todo es parte de un gran teatro internacional, de un gran acto mediático, porque mientras en la mañana amenaza a EEUU con una guerra, por las noches salen los barcos con tanques de petróleo para los yanquis, vendidos a precio preferencial. Lo mismo pasa con el hambre en el país y los niños en la calle, que siguen allí, o con la corrupción que le sigue reclamando a sus precesores pero que ahora está peor y más grave. ¿Quién sabe si con el poder que ha logrado acumular y con otras

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intenciones, Chávez sí habría podido salvar estos países? Lástima que no esté instruido, piensa Salva, lástima que no sea blanco. Ja. Porque también él es parte de ese colectivo, al fin y al cabo. Los ricos siempre siguieron las políticas de explotación, creando una calidad de vida sólo buena para ellos, para ese pedacito de población, y sin utilizar, estúpidamente, toda la tierra que podía trabajarse, generando así un gobierno centralizado, colapsando Caracas, la cual tampoco prospera en oportunidades. Mientras tanto, Chávez sólo promete y arregla algunas casitas, expropia las haciendas para que las invadan y las usen de sitio para acampar y destruirlo, construye centrales eléctricas pero todas soluciones de un día para otro, para que la prensa lo difunda y se mantenga una estática en la felicidad del pueblo con su Presidente, gran profeta y amo. De todas formas, tampoco tu clase social hizo nada bueno. No tenía las pelotas de los salvadoreños de izquierda ni de los argentinos que fueron desaparecidos. Ninguno de tu clase social/época fue capaz de crear algo coherente y real, como un partido político o una poesía, como el “Poema de Amor” de Roque Dalton, ese gran Himno de los subversivos. No hay, en tu generación de Ipods e internet, un sólo grupo paramilitar o paraciudadano, ningún Montoneros ni FARC ni sandinistas ni Sendero Luminoso.

Sólo

niños

acostumbrados

a

un

sueño

americano

distorsionado que se conectan a sus computadores o van a la playa con el auto lleno de cervezas y ron con coca cola, para pasar ese rato y olvidar toda la semana que pasó dejando más de doscientos asesinatos. Así es tu generación, Salva, un puñado de superficiales. Ni siquiera cobardes porque para la cobardía se necesita primero la información del miedo y ustedes carecen de todo tipo de evento que ocurre realmente en el país. Para otros, los pocos que están interesados en política de la clase media alta en extinción, la solución es matar al zambo que los manda y matar a todos los pobres o apartarlos, fustigarlos de nuevo con el látigo, como siempre ha tenido que ser, y así, ya a los veinte años, cuando tú eras golpeado por los militares, ellos se vestían con chaqueta

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y corbata y se sentaban a lamerle los pies a los políticos de la oposición, en esas oficinas dedicadas a planear y gastar dinero en campañas electorales en vez de gastarlo en construir un plan de gobierno verdadero y palpable. Toda tu generación está compuesta por unos niños malcriados, de papi y mami, como tantas veces dijeron los dirigentes del chavismo cuando los veían marchar. Niños que se mean en los pantalones apenas la policía llega. Tú mismo te diste cuenta porque nadie te prestó ayuda cuando te metieron preso ni después. Para todos eras como un bicho raro, un torturado, un idiota. Ya no pertenecías ni al grupo que protestaba porque tampoco estabas con los extremistas que querían matar a los policías. Así que no eras de ninguna parte. Habías, como siempre, perdido tu identidad ciudadana. Te odiaban los pobres por cómo te vestías, por cómo hablabas, porque el privilegio apesta y sus narices estaban muy afinadas. Te odiaban los ricos porque la clase media que no quiere ser rica, que no paga millones para entrar a un bar de clase y en cambio prefiere la humildad de las borracheras en la plaza, daba asco. Tú les dabas asco. Y a tu clase media, tu querida y golpeada clase, a la que tanto querías pertenecer, sin conseguirlo, le parecías sólo un niño malcriado y necesitado de atención. ¿Por qué, Salva, por qué no podías ir detrás de ese venezuelan dream, del cual podías estar tan cerca gracias a papi? ¿Por qué ese inconformismo? Porque por lo menos ellos, esos muchachos felices en sus burbujas, sabían bien lo que querían y cómo lo querían: querían su auto antes de los dieciocho años, querían un trabajo en alguna empresa norteamericana o montar su propio estudio o su propia marca de ropa. Querían dinero. Ellos querían tener seguridad monetaria y extra seguridad. Tú sólo ibas por ahí desprestigiando a los demás, dando sermones, diciendo idioteces seudocomunistas sin creer en Marx, sin creer en Cristo, sin creer en Wallstreet, sin creer en nada. Y el problema, querido, de andar a medias, es que individualmente no te complementas. Sabemos que el mundo no es perfecto, que ninguna ideología va a ser cien por ciento correcta, pero tienes que apuntarte en

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un partido, tienes que ir hacia una dirección. ¿De qué te sirvió rechazar los privilegios de papi? Porque en cuanto a honor te quedas dudoso: tu apartamentito confortable te lo dio él, tu trabajucho de segunda, te lo dio él. Tu credo fue peor, al final, que el de todos. Tú decidiste la mediocridad como modelo de vida. ¿Qué ideales? ¿Qué valores? Un carajo. Tú fuiste más cobarde y seguramente mucho más estúpido. Tiene razón Patricia de seguir clavando su dedo en tus heridas, esas heridas que tú mismo te provocaste. Salvador mira la nota de José Luis y lo llama. “Estoy en el trabajo. Ven y almorzamos juntos” “Está bien. En media hora estoy allá” ...Ellos vuelan por encima de nuestras cabezas, ilusionándonos con su libertad inviolable.... Patricia, a diferencia de lo que profesaba su escritor, entraba a casa de Salvador mientras él llegaba al trabajo de José Luis. No le impresionó no encontrarlo. En el aire del apartamento, flotaba un sudor pesado y desagradable. Estuvo tomando, pensó ella. Abrió las cortinas y liberó la clausura de las ventanas para que el aire pudiera llevarse todo ese gas alcohólico. Entró a la habitación y sintió incomodidad al ver la cama deshecha. En especial, le molestaba el desorden de cualquier tipo, menos el de su ciudad, a la cual aceptaba desordenadamente ordenada. Revisó entre cuadernos algunas anotaciones sin disciplina sobre ensoñaciones que no entendió ni quiso profundizar. Pasó los dedos entre algunos libros que formaban una torre en el suelo, porque Salva nunca ha querido comprar una librería. ¿Dónde voy a meterla?, preguntaba. Además, me gusta tener los libros por todos lados, concluía para irritarla. Siempre en el suelo, había un equipo de música bastante humilde rodeado de cd’s de todo tipo. Un montón de música para que Salva pudiese hacer el amor con quién sabe cuáles perras. Presionó el botón

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de PLAY y se echó en la cama, viendo cómo la habitación se llenaba de los acordes de Emmet Ray. Nunca sintió esa casa como parte de la historia de ellos dos porque él siempre ponía reservas en usar ese apartamento. Eso la hacía sentir insegura y usada de vez en cuando, y sin embargo, se sentía extrañamente feliz en ese colchón ingrato. Tomó de la mesa de noche un álbum de fotos que no había visto nunca. Había muchos detalles de ese apartamento que Patricia desconocía pero ella no es una metiche y no le gusta escarbar donde no se le ha llamado. Aunque nadie es perfecto, así que abrió aquel pequeño tesoro, descubriendo

aquellas

fotos

que

la

quemarían

por

dentro,

envenenándola, devolviéndola sin más ni menos a sus inseguridades de quinceañera pero no infantiles, poniéndose más triste. La Jaula de Gaviria salió de la guarnición militar, tomando la gran autopista hacia Petare. “¿Sabes qué es Zona 7, carajito?” “Sí, creo” dudó Salvador “es una estación de la policía metropolitana, ¿no?” “Algo así” respondió Gaviria “Ahí estamos llevando a todos los que metemos presos nosotros” “¿Y los que se quedaron en la guarnición?” “Olvídate de ellos. Ahora preocúpate por ti” “¿Qué quiere decir eso?” “Hazme caso y no jodas más. Escúchame bien. Alguien importante que tiene que ver contigo llamó a mi superior y bueno, ordenaron soltarte. Tú me mentiste. Me dijiste que no tenías nadie importante” “No, pero yo” “Está bien. No importa. Yo no quiero joderte. Pero óyeme bien. Nos vamos a encontrar con tu contacto en Petare y ahí te vas a ir con ellos. Va a llegar con mi superior. Él te hará una serie de preguntas. Tú le vas a decir, si te pregunta, que nadie te hizo daño, nadie te amenazó y etcétera”

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“Tranquilo” “Y no te lo digo por mal ni nada. Todo lo contrario. Si le dices que mi colega te dio coñazo, sólo se va a arrechar más por hablador y te va a meter preso” “Entiendo. Tranquilo” “Está bien. Y ahora deja el miedo que ya vas a llegar a tu casa. Confía en mí” Lo preocupante, para Salvador, era la incertidumbre. Sobre todo porque Petare es el barrio más grande de América Latina después de las favelas de Sao Paulo. No se pronosticaba nada demasiado bueno pero prefirió confiar en el policía antes de hacer alguna estupidez. Siguieron hasta adentrarse entre las viviendas rurales que se extendían, aferradas a lo que había sido una montaña, alternando tanques de agua con antenas de televisión, cables que se confundían entre ladrillos y techos de zinc. El gran teatro de la miseria. La jaula se detuvo y los policías se bajaron, menos Gaviria. Detrás del vehículo estacionó el auto del señor Felipe, tu padre que, a partir de ese momento, quebraría cualquier vínculo afectivo contigo. Gaviria te dio la orden de bajar y ahí estaba él, tu padre, frente a ti, evitando tu mirada y con una expresión de fastidio. Llegó otro vehículo policial que trajo consigo a Farías. El sargento o capitán o lo que fuese Farías, el superior de aquellos peones. “Yo soy el padre del muchacho” se presentó el señor Felipe ante Farías. “Muy bien. Venga para acá para que arreglemos este problemita” y lo apartó del grupo, a unos pocos metros de los vehículos. En un movimiento veloz y aprovechando la distancia de su jefe, Gaviria te tomó del brazo. “Toma este número” “¿Qué es?” “Es un celular al que vas a llamar cuando se acabe todo este peo de las marchas. Así te devolveré la cámara” “A mí no me importa la cámara. Sólo quiero las fotos. Dame ahora la memoria de la cámara”

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“Coño, carajito, me vas a meter en un lío” “Por favor, Gaviria. Yo no voy a hacer nada con esas fotos. Por lo menos para que haya valido de algo todo lo que pasé” Gaviria vaciló, miró a su alrededor y buscó la cámara en la jaula. Siempre vigilando que nadie viera nada indebido, le pasó la cámara “Quítale tú la memoria. Yo no sé hacerlo. Date prisa y escóndela” Salvador la sacó con facilidad y se la puso en el cinturón. Los otros policías parecían relajados, apartados e imaginando que su compañero Gaviria estaba concluyendo algún negocio para sacarle más dinero al muchacho. “Gracias, Gaviria” “Tranquilo pero no olvides llamar al número” “Yo nunca he entendido cuál es tu problema con los ricos si tú también eres un hijito de papi y mami” sentenció José Luis mientras apoyaba su cerveza a la mesa. “Soy parte de ellos en parte y no por elección. Yo elegí ser diferente” “Esas mariconadas comunistoides tuyas son medio hipócritas, si quieres que te sea sincero. Yo nunca he ido a una marcha en mi vida y no te molesta eso. Porque yo no soy privilegiado. Condenas a los pudientes porque no te apoyaron en tus estupideces y te crees la gran cosa sólo porque te dieron unos cuantos golpes” “...” “No me veas con esa cara de pendejo. Es la verdad. No ir a marchar era la respuesta más inteligente. ¿Para qué iban a marchar? ¿Para qué iban a dejarse matar? Las cosas no iban a cambiar, como no han cambiado todavía y muertos hay a cada día y a cada hora como para preocuparse por los que murieron en las marchas porque quisieron” “La cosa es mucho más profunda, Jose” “No, para nada. El error del movimiento estudiantil en esa época fue que veían el problema en Chávez y nuestro querido presidente es sólo la versión humana de cosas que están ocurriendo desde hace mucho

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antes. Él les abrió los ojos pero ustedes fueron tan mezquinos que, viendo el hambre, la pobreza, la violencia, los asociaron con el chavismo y todavía hoy creen que matando al presidente, todo se va a solucionar porque, según ustedes, antes nada de esto pasaba” “¿De quién hablas cuando dices ustedes? ¿Por qué los venezolanos nunca nos incluimos semánticamente? ¿Por qué todos cargamos esa soberbia de creernos más allá o sobre el problema?” “Ay, no me vengas con pendejadas. Yo, particularmente, estoy sobre todos ustedes, sobre todos los chavistas imbéciles y la oposición doblemente estúpida” “Qué pendejada” “No, en serio. Por eso trabajo. Porque nadie te va a dar nada. Este país es una guerra y no tiene fin. Anótatelo. Aquí quien manda no es Chávez sino los delincuentes, los malditos que sacan la pistola para robarse un par de zapatos. Esos sí nos tienen jodidos. Y esta vez sí me incluí como parte de la sociedad. Porque sí: todos estamos jodidos por la violencia. Están matando gente como a hormigas. ¿Has visto las cifras? Y no te creas que son cosas inventadas por Human Rights ni esas asociaciones gringas que quieren opacar a los países que están en su contra. Son las cifras que vemos todos los días. ¿Cuántos amigos no me han matado por robos simples y tonterías?” “Bueno, tú tampoco tienes amigos muy inocentes” “Puede ser pero los que se mueren son los que no son delincuentes. Es un asco y nadie se da cuenta realmente. Cuando vemos la cifra de los muertos del fin de semana, que hace que en tres meses superemos a los muertos de la guerra de Irak, directamente la asociamos con Chávez, ese Chávez ícono de la muerte, ese Chávez símbolo de todo el mal. Lo hemos vuelto nuestro némesis y nuestra salvación. Si Chávez tiene tanto poder y tanto carisma es por culpa de quienes se le oponen sin argumentos. Por culpa de citarlo en cualquier cosa que ocurra. Por eso no se dan cuenta que el rollo de nuestro país no es Chávez, tampoco lo son la pobreza ni el hambre ni la corrupción ni el odio entre clases

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sociales. Todas esas cosas son resultados del problema principal, de nuestro verdadero mal: la idiosincrasia. Y nuestra idiosincrasia, el ser venezolano se

enorgullece de la picardía. O bien, joder al prójimo.

Quien saque más provecho de cualquier situación es el más de nuestra sociedad, aquel que no deje pasar la oportunidad, aquel que encuentre la salida fácil, y esto no es cosa de ricos o pobres. No me vengan con estupideces. Es sólo que ahora la corrupción, al igual que la delincuencia, es más desorganizada que en los gobiernos democráticos de la Élite. Pero siempre robaban, absorbían todo lo que podían, sin dejar legados, sin proyectar a un país para todos” “Yo creí que no te interesaba tanto la política” “No me interesa. No estoy hablando de política. Son cosas que pasan a diario. Aun así, imagino que todos somos políticos o tenemos nuestros diez minutos de reflexión por perplejidad. Ojalá fuesen más. Porque nuestro problema de idiosincrasia se suma al poder de acostumbrarnos a lo que sea. Somos autómatas, pobres y ricos. Todos nosotros somos gente sin ideales, sin la pesadez del sufrimiento patriótico, de querer cambiar las cosas. Por eso los muchachitos de nuestra época sin dinero, lo apostaban todo a su revólver, sin el cargo de conciencia pues, su medio les bastaba. Pero además de aquel que perdonamos (yo no) por su realidad, por la sociedad envenenada y etcéteras, también hay algo peor: aquel que asesinó por fastidio, por no tener más nada qué hacer, aquel niñito que sí pudo ir a los buenos colegios de la capital y tuvo a los dieciséis años una camionetota del año y con ella iba al barrio a comprar cocaína y de vez en cuando disparaba con la pistola de papi a algún mendigo, por gozar de la buena vida, por aburrimiento, porque en este asco de país no se valora la vida. No se valoran leyes de ningún tipo: ni sociales ni universales. Quizás por ese inconformismo latinoamericano, esa falta de reglas o, más bien, falta de Estado que reglamente, quizás por eso hay tantos chanchullos, tantas estafas, tanta desorganización y es eso, no otra cosa, no un Chávez ni ninguna generación espontánea, lo que crea la pobreza y la violencia. Porque la

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violencia no llega sólo por no poder comer. Nunca he creído eso. Mira a los suecos esos que se meten a las universidades armados hasta los dientes para acabar con todo y con ellos. La violencia surge por fastidio, por no saber qué hacer con tanta libertad y buena vida, o surge por falta de leyes y el mal planteamiento de la moral. No es que creamos que asesinar o robar está bien, pero tampoco nos parece que está tan mal. ¿Cuántos ex-clase media no dicen “es verdad que antes robaban pero no era tan evidente como ahora”? Lo que quiere decir que está bien robar pero no ser sinceros. ¿Te das cuenta los valores de nuestra idiosincrasia?

¿Por

qué

crees

que

hay

tantas

revoluciones

y

contrarevoluciones en el continente? Toda la historia ha sido pasar de una dictadura a otra. Nosotros no. En eso tenemos que estar orgullosos. Nuestro costumbrismo, antes de Chávez, nos había hecho quedar en la maravillosa hipocresía que es la democracia. Pero toda latinoamérica se trata de eso. Una vez, un español que vino para acá, después de convivir seis meses con nosotros, me dijo <<¿Sabes por qué ustedes los latinoamericanos tienen dictadores y nosotros no?>>” Jose tomó un sorbo de cerveza y miró con una sonrisa resignada a los ojos de Salvador: “¿Sabes por qué, Salvador?” “No” “Porque en Europa ya nadie quiere escuchar. Están hartos y se cagan en todo. Por lo menos los españoles. Nosotros seguimos con la necesidad de escuchar a alguien, de ser hijos, quizás porque somos un país sin padres. Por eso los Grandes Oradores como Chávez o Fidel pueden seguir ostentando su popularidad y no interrumpir el Aló Presidente” “Bueno pero eso también hace que seamos tan chéveres: escuchar al otro y ayudar al otro ha sido siempre algo bueno de nosotros” “Antes de que viniera toda esta avalancha por culpa de esa bondad excesiva. Ahora no”

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“No sé. Además, ¿qué tienen de malo las revoluciones? ¿o sea que somos anticonformistas conformistas?” “Exactamente eso somos. Las revoluciones sin bases ideológicas reales no son más que adolescentadas o el jueguito de la papa caliente, el pasarse el poder y listo, porque las verdaderas revoluciones, como la francesa, imponen un cambio de paradigma” “En eso Fidel acertó” “Sí pero fue un cambio a peor” “Para ti, pero fue un cambio” “Sí pero la idea de la naturaleza es que evolucionemos, que mejoremos, no que nos encaprichemos y vayamos de atrás pa’lante como vamos acá o como van en Cuba, con su buen panorama de burdeles habaneros y hoteles de lujo y todo lo demás es una isla de mierda que pretende ser país en el 2009 viviendo en una escenografía de 1958” “Esta reflexión sorpresiva te hace parecer más que un pobre borracho de bar” “Pero soy menos que eso” “No, en serio, Jose. ¿De dónde te vino toda esta clase de sociología?” “De que me tienes cansado de tus lamentaciones estúpidas. Es hora de que reacciones” “Yo reacciono. El problema es que tú quieres que todos creamos que nada sirve para nada” “A eso llegaste tú también, después de que todos los pendejitos que gritaban en las marchas te dieron la espalda” “Eso no significa que no exista un cambio” “Ahora estás sólo contradiciéndome por ganas. Tú y yo muy bien sabemos que este país de mierda va a enderezarse el día que se instale una dictadura extrema, que asesine, que limpie, que haga cumplir las leyes o, como le dijeron nuestros amigos del sur, que “reorganice a la Nación”. La diferencia es que no perseguirían estudiantes universitarios ni intelectuales consagrados sino a los delincuentes, al cáncer de este país”

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“O sea que está permitido matar a delincuentes y a estudiantes no” “Por supuesto que sí. No es lo mismo matar a una plasta de mierda que a los quince años ha ya asesinado a veinte personas por robarles o porque le provocó a matar a alguien que se está formando y piensa diferente” “El problema es que ese quinceañero quizás se comporte así por culpa del medio en el que vive” “No me importan las excusas. Hay que limpiar ese medio” “Para eso se invierte en escuelas y en urbanizar las zonas rurales” “Es verdad. Por eso es un largo proceso de reorganización. El problema es que mientras inviertes en escuelas y en intentar salvar las generaciones que llegan (cada día más veloces y en camadas más grandes), ¿qué haces con esos quinceañeritos asesinos? ¿Qué haces con la parte ya contaminada? Primero amputas la pierna, luego te intentas salvar el cuerpo” “Qué vaina que tengas razón” “Siempre” “¿No te jode tener razón en esto?” “Para nada. Es la vida” “No, Jose. Es nuestra realidad que ha degenerado en esto. Es una lástima haberme puesto a considerar ideas como las tuyas porque sé que para las leyes humanas o de Dios está mal. Está mal que tengamos que pensar así, que tengamos que aprender a sobrevivir de nosotros mismos, porque acá no estamos en guerra y no hay odios de zonas independentistas ni extremistas” “Pero hay un gran odio entre las clases sociales y eso sí lo hizo despertar Chávez. Ojo: dije despertar. No quiere decir que no existía. Sólo que estaba muy bien anestesiado” “No, pero más que odio entre clases, siento que hemos perdido el valor real de la vida. Acá no vale nada. Podemos morir ahora porque a alguien se le ocurre probar su nueva pistola ilegal y se acabó todo” “Eso también. Guerra es guerra”

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“Es que ni siquiera es una guerra civil, que por lo menos serviría para renacer, para derramar hacia algún lugar, así sea la intervención internacional. Es una matanza, como si siguiéramos leyes naturales y por lo tanto las aceptemos tranquilamente. La docilidad de nuestra nacionalidad me jode muchísimo” “Tú siempre has sido demasiado maricón en muchos aspectos. Yo veo las cosas más a secas. Es así: hay que reaccionar y cargar la pistola. Listo” “...” “Te complicas demasiado con tonterías, Salvador” “Pero... si tan mal la ves y tan bien lo has explicado, ¿por qué nunca emigraste?” “Salva, los venezolanos no sabemos emigrar. Es verdad que estamos infectos de costumbrismo pero sólo podemos aceptar la mierda de nuestra casa, no la de los otros. ¿No sabías que somos el país latinoamericano que menos emigra? Los únicos que se van son los más ricos, porque no están tan arraigados a la tierra y no tienen ese amor autodestructivo y estúpido que nosotros” “En eso te equivocas con generalizar” dijo Salvador, recordando con nostalgia la pasión desmesurada que ponían los Larralde y sobre todo Tata por el país propio, a un punto desesperante que él no lograba compartir. “Quizás pero lo que exceptúa mi regla no es más que un margen mínimo e insignificante” “Eso es un cambio” “Bah, una irregularidad, más bien” “Me gustaría no creer en las generalizaciones pero es tan ridículo no hacerlo” “Es así. Por lo menos en las situaciones extremas, como la de nosotros, en donde hay que tomar decisiones extremas y de prisa” “Pero no me has dicho por qué no te has ido, tú, gran ser superior a nosotros, venezolanos infames”

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“Ah eso sí que no. No me he ido, imbécil, porque yo también soy parte de esta mentalidad. Sólo que soy conciente de ello: conciente de mi tedio, de mi costumbrismo, de mi picardía. Es más, quizás soy mucho peor que los demás por eso de estar conciente” “O quizás mejor pero más cobarde” “Pendejo. Pero puede que tengas razón. De todas formas, no me interesa (ni tampoco sé si alguna vez me interesó), más allá de estar algo frustrado

pero

eso

lo

tenemos

todos

los

latinoamericanos.

La

frustración como pasaporte. Ja”

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X

En esa época Salvador era un peatón más porque papi había hecho el trato de darle el auto después de graduarse. Ser caraqueño y contar como medio de transporte a los autobuses y al metro, es una aventura digna de respeto. El peatón está en el peor puesto en la escala de carnívoros de la ciudad, irrespetado por las motos, los autos y los otros peatones que se lo llevan por delante si no hace caso. A eso se le suma el peligro de los carteristas, tan comunes como el smog que infecta y afecta los sentidos del pobre pasajero urbano. Tiene que hacerse camino entre todos esos cuerpos, entre el sudor tropical de miles de manos, el aliento desprovisto de higiene de aquellas bocas, la grasa de esas cabezas que se arman como un gran cuadro sobre la guerra o el desorden; se hace camino, intentando no desesperar y protegiendo sus bolsillos o su bolso para que no vaya algún inoportuno a importunarlo; se cuida también de los mendigos que piden dinero o comida que, si se dispusiera a ayudarlos, quebraría con su personal economía ya muy afectada por la crisis actual y antigua. El peatón intercepta las calles, cruzando sin mirar el semáforo pues, el tráfico de Caracas se hace tan pesado que ningún conductor respeta las señalizaciones ni los fiscales, creando una especie de ley tácita, de cruce aventurero donde no se olvida el intercambio de maldiciones entre conductor y caminante, un intercambio, además, necesario para quitar la rabia de estar atrapado

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en el tráfico y aquella de no tener un auto para quedarse atrapado en el tráfico. Si todo va bien, logra llegar a alguna boca del Metro, donde encontrará el contraste entre la ciudad gris que intenta moverse arriba y la modernidad ajena debajo del suelo: hay que tener en cuenta que Caracas, desde la creación de su tren subterráneo, en los tempranos ochenta, hizo una campaña propagandística de respeto al vehículo. Se creó una cultura paralela del venezolano del suelo y el del subsuelo. Afuera se caían a golpes, robaban, insultaban, tomaban cerveza en la calle, gritaban, reían, pero cuando se adentraban, a través de unas escaleras mecánicas que desendían, todo parecía cambiarles las reacciones. De repente, no entraban comiendo ni el más mínimo antojo ni mucho menos bebiendo, no se atrevían a pegar chicles en los asientos y era indiscutible dar el puesto a los ancianos y a las mujeres embarazadas. Aun hoy, después de todos estos años de violencia, se mantienen trenes impecables y, lo más impresionante, sin necesidad de guardias de seguridad. Los tratos tácitos son mucho más efectivos y respetados que las leyes y los tratados internacionales porque se hacen parte de la naturaleza del hombre. Las leyes, en cambio, son parte del análisis de un tercero en una posición privilegiada y nunca son aprobadas por todas pero sí cumplidas, por obligación. Aquel que va en contra de una ley, es un inconforme pero aquel que va en contra de un trato tácito es un traidor de su raza. Por eso es mucho peor visto y altamente condenado atreverse a pintar en las paredes del Metro a robarle

a

alguien

en

las

afueras

caraqueñas.

Claro

que

la

sobrepoblación de la capital y la falta de creación de nuevas líneas (sólo contamos con tres, modestamente) hacen que uno tiente la asfixia y sea muy fácil quedarse sin sus pertenencias. Es cierto que para entrar a un tren, hay veces, en las horas pico, que uno tiene que luchar y empujar y ser empujado y molestarse y sentir cómo apestan los otros y llegar a un estado de fraternidad carnal entre el sudor compartido y las seguras bacterias que felices viajan entre ojos que son rascados por manos que se apoyan en los tubos. Por supuesto que es una experiencia más que

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desagradable pero se mantiene la limpieza, extrañamente, y el respeto por el tren. No por la gente. Nunca, en Caracas, habrá respeto por la gente. Pero sí por ese tren futurista, rápido como un cohete y hecho por alemanes (¿o fueron los japoneses?). Salvador sólo puede comprender ese extraño trato tácito subterráneo cuando piensa en la sumisión que tiene el venezolano por lo extranjero. Ese extraño trato preferencial que se le da al forastero, razón enorme por la cual muchos europeos no quisieron devolverse a su Patria pues, ya la habían cambiado. Un trato que llega de una falta de autoestima muy grande, que causa mediocres proezas de cualquier tipo, por la resignación a que somos menos. Ese pensamiento lo atormentaba. Le daba rabia que sus compatriotas fueran tan estúpidos de creerse más estúpidos que los otros. El verdadero amor al país no era apoyar a todo lo que fuera made in Venezuela sino apoyar y crear siempre lo mejor. El problema es que nos comparamos con lo que creemos que somos: estos mediocres. Cuando presentamos un libro, una canción o una película o, lo que es peor, un proyecto de país, no somos críticos muy duros porque lo comparamos con la imagen que nos hemos hecho de nosotros mismos, con un gran complejo de inferioridad. Eso hace que aceptemos todo, toda la basura, toda la inutilidad, toda la mediocridad y empeoramos como sociedad y nada perdura. Si en algo tuvieron razón los grandes locos del Tercer Reich es que, por ser hijos de la Raza Superior, debían demostrarlo y así, direccionados por su megalomanía, promovieron cultura, fuerza militar y economía. Claro que los métodos fueron equivocados y también lo que se creía en cuanto a ser mejor. Pero estuvo bien eso de demostrar lo que valemos. Aunque, pensándolo bien, mejor no hacer públicas ciertas opiniones, piensa Salva, del Führer y sus desquiciados. Esperaba a Eloise en frente del edificio de Chacao, vestido con traje y corbata. Nunca lograba adaptarse a la formalidad de los vestidos, lo hacían sentir incómodo, le parecía que nunca lo hacían ver bien, sobre todo por su delgadez desproporcionada con las medidas estandar de los vestidos. No le gustaba mucho la idea de que ella lo buscara. Lo hacía

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sentir incómodo pero ella insistió y las ganas de estar con ella eran más fuertes que su personal complejo de inferioridad. Ella llegó en su Starlet blanco, detuvo el auto en frente de Salvador y él rápidamente subió, para evitar crear tráfico en la pequeñísima calle Mohedano. “Holaaa” canturreó tímidamente Eloise, maniobrando el volante y vestida elegantemente de blanco. De repente estalló en una carcajada alegre: “¡Qué cómico te ves vestido así!” “¿Por qué? ¿Acaso no parezco una persona decente?” “Para nada” Eloise tenía razón. Salvador, a pesar de que había peinado su cabello demasiado largo y recogido en una cola, seguía pareciendo un “bohemio”, como solía decir Mena. “¿Te afeitaste?” “Bueno, me acomodé pero me dejé el bigote y la chiva, ¿ves?” “Qué feo” El auto se abrió paso en la avenida. Tenían que dar una vuelta ridícula para llegar al estacionamiento del Altamira Suite. “Discúlpame de nuevo por hacerte buscarme” “No seas gafito. ¿Cuál es el problema?” “No sé. Normalmente las muchachas como tú sólo salen con tipos con auto propio, mejor si es una camioneta” “¿Qué quiere decir <<las muchachas como yo>>?” “No sé” balbuceó Salva, sorprendido de tener que dar explicaciones “Ya sabes, las aristócratas” “Jajajá. Qué estupidez. Además, yo no soy como las demás” Y era verdad, piensa Salvador, Eloise no mentía en ese sentido. Ni tampoco en otro. A ella no le interesaban los lujos, ni ese culto a la imagen que había, no le interesaba salir de noche al San Ignacio, a esas grandes discotecas caraqueñas para gastar un millón de bolívares por tomar unos tragos. Ella era hippie. Su auto era de segunda y no iba con pretensiones ridículas. El único crimen que podían apuntarle los

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chavistas era quizás que le gustaba viajar. Sin embargo, no para quedarse en hoteles cinco estrellas, como esos nuevoricos del gabinete gubernamental, sino para acampar, para caminar, para conocer realmente. No, Eloise no era esa parte de la ecuación venezolana, esa clase pudiente de Country Club que odiaba a sus propios hermanos. Eloise era libre y buena. Qué idiota, Salva, qué idiota que eres cayendo ahora en cuenta, a estas alturas, a una ditancia tal que hace imposible un nuevo inicio. Te ganó tu prejuicioso comunismo hipócrita, tu izquierdismo europeo hacia ella te hizo criticarlo todo, hasta lo ilógico del asunto. Qué idiota. Al final actuaste con ella con las mismas maneras que actuaron aquellos que rompieron la estatua de Cristóbal Colón, declarándolo, después de quinientos años, un racista y oligarca imperialista. Actuaste al igual que la policía metropolitana cuando golpeaba a los estudiantes porque eran “hijos de papi y mami y no tenían derecho a marchar porque no eran parte del pueblo”. Fuiste excluyente, como todos los resentidos que suben al poder, y lo fuiste cuando tuviste en tu poder su amor sincero, su amor libre, su amor sin condicionamientos políticos ni sociales, su amor así, suave y aun así muy fuerte, que te sostenía y te alentaba a ser mejor persona. Si sabríamos lo mezquinos que podemos llegar a ser, si alguien nos avisara, podríamos evitar tanto daño, así sea por llevarle la contraria al mensajero de nuestros crímenes, así sea por demostrarnos que somos algo mejor. Si alguien nos avisara sobre el aburrimiento que no es más que una forma de cobardía a la que nos remitimos cuando no sabemos cómo resolver nuestras culpas, quizás podríamos ser felices toda la vida, como Eloise, el papagayo. Pero esas cosas llegan después y mientras tanto, al principio, se construyen las expectativas y cualquier cosa, a diferencia total del final, es excusa para querernos, cualquier detalle nos conmueve y nos une a la otra persona. “Me da una pena horrible” “Tranquila. Te juro que estamos ahí un rato y nos vamos. Además vamos a poder tomar vino gratis”

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“Eso me parece excelente” “Sí” “¿Tus padres van a ir?” “No. Mi tía me dijo que tenían cosas qué hacer y a ella no le gustan esas cosas” “¿Y tú por qué tienes que ir?” “Conozco al presidente del partido y no quiero quedar mal. Además papá me lo reprocharía” Dejaron el auto en el estacionamiento privado del Altamira Suite. Era una edificación maravillosa, cerca de la Plaza Francia, una de las cosas que nos quedan a los caraqueños para sentirnos orgullosos y mostrarla a los turistas. Mientras esperaban el ascensor había una tierna timidez entre los dos que se transmitían con miradas y sonrisas. Él la veía imponente, con sus grandes huesos y a la vez delgada, sus pechos prominentes y sus cabellos rubios. Esos extraños cabellos de oro que tanto le molestaban a ella, porque la hacían resaltar entre los demás. ¿Cuántas veces no habías dicho, indignada, que te ibas a volver morena y taparte como una monja? La sublime Eloise resaltaba donde sea que fuese pues, su belleza era digna de admirar sobre todo por la particularidad de su blancura, de sus ojos demasiado azules y sus cabellos siempre demasiado rubios, por su altura y aquellas piernas tan largas. Eso hacía que muchos se intimidaran, como si ella pusiese, con su belleza, una capa protectora, y no era verdad, no lo hacía. Eso era frustrante. Le molestaba resaltar, para bien como para mal. Salvador caía no en lo intimidante de aquella belleza sino en lo encantador. “Te ves muy bien en ese vestido” “Ay no, yo no lo soporto. Yo soy una montuna. Odio los tacones y esta clase de vestidos. Me dan vergüenza” “¿Por qué? Te ves muy bien. No tienes nada de qué avergonzarte” El ascensor llegó y ellos subieron, vestidos de gala, como ninguno de los dos era, disfrazados para la ocasión.

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... Los papagayos vuelan alto, muy alto, alejándose de cualquier regla, a pesar del hilo que desde la tierra los sostiene... Patricia quisiera llorar, quisiera no sufrir, quisiera que la rabia no le oprimiera hasta el llanto. Se queda allí, impasible, en la pequeña habitación de Salvador, donde lo esperaba, donde ahora se siente estúpida, ridícula, como la caricatura de una historia a la cual no pertenece. Pareciera que es parte de otra dimensión, que lo que ella se considera para él, no es más que una imagen que ella ha creado (sin siquiera razones de parte de Salvador), es una obstinada entrega que nunca ha existido. Todo este tiempo no ha sido más que un encuentro entre dos solitarios que no tienen con quién coger. Se desespera, se derrumba por dentro, sin comprender lo que pasa, lo que hará ahora, ahora con esta noticia nueva que venía a darle a aquel rufián, ahora que nada tiene sentido: ni luchar ni no luchar, ni vivir ni morir. Morirse, eso quisiera. O mandarlo de una buena vez al carajo y conseguirse a otro, un tipo mejor, pero no. Morirse, eso quisiera. Morirse para socavar de su corazón todo ese amor imbécil y falso, todo ese amor que se ha inventado, que había creído sentir con su cuerpo, porque los cuerpos no deberían mentir. Sí las almas, sí los ojos, sí las palabras. Sobre todo las palabras o los tonos de la voz. Pero el cuerpo cuando se entrega no debería ser capaz de hipocresías y no porque es incorrecto sino porque no debería, no debería tener esa capacidad, Dios Santo, y ahora qué voy a hacer si no reconocí en mi cuerpo la mentira del suyo. En quién voy a creer ahora si sus manos todavía me hacen temblar y creer que él está queriendo que yo tiemble porque luego, cuando beso sus labios, él también siente ese fervor. Pero no, mentira. Fervor un coño. Ni tampoco piquiña cuando ella no está ni nada de nada. Por eso se escapa siempre cuando ella lo invita a hacer algo más que no sea sexo. Y ahora está allí, en la casa sola, esperando que él quiera venir, porque seguramente estará tomando, ¿con quién estará? ¿Vendrá con una muchacha que conocerá en un bar esta noche? ¿Qué

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hará entonces ella? ¿Qué pintará en esa situación? Lo mejor sería irse, no vaya a pasar lo inesperado y quede más ridícula de lo que ya ha quedado para ese apartamentito de mierda, custodio de aquel álbum de fotos insoportable, desgarrador, maldito. Ay de mí, piensa Patricia, mientras se tapa los ojos con las dos manos y se derrama entre las sábanas de Salvador. Un hilo que no los aprisiona, ni mucho menos, sino que los mantiene cautelosos, para que tanta libertad no los corrompa ni los haga olvidar que existe el mundo. Es la misma borrachera de ayer y de anteayer. Son siempre repetidas, sin nada que cambie. Durante demasiados años la cerveza entorpece las palabras de Jose y Salvador, con las mismas ropas una y otra vez, la misma actitud harta y conforme por la vida que les ha tocado vivir, esa misma actitud de mierda que no los permitió lograr nada importante, la misma que los ató a la vida de los bares sin ninguna esperanza de futuro, recordando mujeres que ya no tienen nada que ver con ellos y escupiendo sobre el suelo del país que les tocó vivir. Es siempre igual. Ahora, por ejemplo, desde el otro lado de la mesa, Salva, tu gran amigo aplastará el cigarrillo contra el cenicero para enseguida encender otro. Tú pedirás otras dos (“las dos últimas, ahora sí”). “Te van a echar del trabajo” sentenciaste. “¿Y a ti que ni siquiera vas dos días a la semana?” “Mentira. De vez en cuando voy, a cobrar el sueldo” “Qué mierda eres. Tanto pelear a favor del cambio y tú eres parte del problema” “Ah, ya que no puedes con ellos, úneteles” “Qué fácil. ¿Qué hora es?” “Ya dieron las seis. Yo debería irme. Quisiera ver a Patricia” “¿Sigues con esa idea idiota?” “¿Cuál? ¿La de casarme? Por supuesto”

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“Qué pendejo” “...” Hubo un silencio pensativo que los dos utilizaron para descargar las cervezas en el estómago. “Salvador...” comenzó Jose con una mirada repentinamente triste. “¿Qué pasa?” “¿Sabes qué va a pasar cuando se caiga Chávez?” “Bueno, cuando murió Hitler, se acabó la guerra” “No, Salva, no es tan sencillo. Ésta no es la guerra mundial. El peligro de una batalla sin ideales es ese: si nadie cree en nadie, no existe el temor y, sin temor, estos animales seguirán matándose entre ellos” “Yo quisiera creer todavía que existe un cambio y que no somos unos animales” “Nosotros no somos los animales sino todas estas bestias que nos rodean, los ricos y los pobres” “...” “Y no me pongas esa cara porque sé que tú también lo piensas” “...” “Mi mayor miedo, en realidad, es por el día de cuando llegue la democracia, Salva” “Pero, ¿por qué coño dices eso, Jose?” “Cuando llegó la democracia en Argentina después del período sanguinario de Reorganización Nacional, cuando llegaron los rusos a República Checa después de la segunda Guerra Mundial, cuando murió Franco; en todos esos eventos y, en muchísimos otros, más que la libertad del pueblo, celebramos la impunidad de los culpables, alegremente, con Alfonsín en Buenos Aires y la URSS en todo el este de Europa. Sin juicios a los verdaderos artífices del pandemonium, tal como la caída del régimen Nazi, con todos los cerebros exiliados que envejecieron felizmente. Tal como Pérez Jiménez o Carlos Andrés Pérez, quien vivió alegremente en Miami con todo nuestro dinero en sus bolsillos. Cuando este gobierno se caiga, ocurrirá lo mismo: las ratas se

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irán al extranjero con el dinero robado y nuestros desaparecidos quedarán en el olvido y ¿por qué no? Quizás después de eso se lancen a gobernadores o alcaldes, como la hija de Fujimori en Perú. El agravante es que tenemos mala memoria y no tenemos ni Plaza de Mayo ni mucho menos Madres o Abuelas que nos recuerden nuestros muertos, aquellos escondidos. En este país de mierda la muerte por la delincuencia se ha vuelto algo tan común que ya no vale la pena luchar por las muertes políticas” “¿Cómo que no? ¿Qué dices?” “Te impresionas porque perteneces a esa clase de mierda que considera más importante al estudiante de buena familia que fue asesinado por la policía que aquel pobre trabajador que muere en el barrio porque le quieren quitar la paga quincenal” “No es por eso, Jose...” “Sí lo es. Yo también pienso así. Sí creo que una vida vale más que otra, al igual que todos ustedes. Sólo que no me miento a mí mismo. Por eso el pueblo nunca creyó en ustedes” “Jose, tengo que irme a casa y pienso que tú deberías hacer lo mismo” “¿Qué te pasa? ¿Tanta política te hace cagar en los pantalones?” “No. Pero ya es tarde y tú estás empezando a ponerte impertinente” “Te da miedo porque digo la verdad” “No, Jose, es sólo que ya no me importa lo que le pase a Chávez o a nosotros, ni ahora ni después. Además que no entiendo qué mosca te picó hoy con toda esta habladuría política a estas alturas, cuando tú, en el momento de las marchas estudiantiles, te burlaste de todos nosotros y te importó un carajo mandar a la mierda todo por lo que luchamos” “Por supuesto y todavía hoy me burlo de lo ridículos que son y que fueron” “Bueno, voy a buscar a Patricia” “Casarte no va a resolver nada” “Pero casarme con ella no va a complicar nada”

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“Eso lo dices ahora” “Bueno, como sea, hermanazo, quédate con el carro. Mañana lo busco” dijo Salva poniendo el dinero para la cuenta sobre la mesa. “¡Carajo! Carro y cuenta paga. Ésta es mi noche” Tú me ilusionaste, desde el primer momento, con esa libertad que tenías, Eloise. Cuando te veía, me provocaba ser feliz, lanzarme a volar como lo hacías tú... Para los caraqueños, Altamira es una de las urbanizaciones más emblemáticas de la ciudad. Su símbolo más importante es la gran Plaza Francia, que se compone de un obelisco que se levanta fálicamente en medio de ella, una fuente maravillosa y una cascada que deja correr el agua hasta la entrada de la estación del metro. Estos símbolos mantienen el orgullo de la capital a los pies del Ávila, nuestro pulmón natural y luchador incansable contra el smog. Sí, El Ávila, la misma montaña que inspiró a Ilan Chester para componer su más famosa canción. El mismo valle que Chávez rebautizó con el antiguo nombre indígena “Waraira Repano”. Otra de esas hazañas presidenciales sin sentido, justificadas a través del estúpido discurso del orgullo y el respeto de nuestras raíces. ¿Cuáles raíces? piensa Salvador. Los indios Caracas ya no viven en este valle desde hace siglos y la ciudad se ha convertido en un converger de nacionalidades que, con la catalización del tiempo, crearon al caraqueño común. No por esto somos menos venezolanos o más españoles. En Venezuela siempre ha habido, desde antes de Chávez, un balance entre las voces indígenas y los bautizos de los colonizadores. Por ejemplo, nuestra capital se llama Santiago De León de Caracas, en nombre del explorador De Losada y el nombre de la tribu que poblaba ese lugar anteriormente.

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Altamira, además, se encuentra dentro de Chacao, municipio bautizado con el nombre del Cacique de la tribu que gobernaba el valle en sus orígenes. Claro que los indígenas fueron asesinados brutalmente y despojados de sus tierras, pero Salvador ni ningún otro venezolano tuvieron la culpa. Tampoco los descendientes de los españoles, obviamente. Eso lo sabíamos y habíamos aprendido a convivir sin borrar las voces de esta América pero viendo hacia adelante, sin odios absurdamente ancestrales. Quizás sea lo más absurdo de este dogma chavista: despertarnos un rencor que no teníamos. Nuestros indígenas fueron los más dóciles. Hubo

tribus

más

guerreras

que

otras

pero

desvariaríamos

si

pensáramos que nosotros, seres de piel impura, sangre sucia, mezclados con negros, blancos e indígenas, deberíamos sentir rabia por un país que en algún momento de la historia nos hizo daño. Sería más lógico odiar a los yanomamis del Amazonas (tribu que aún existe),

porque

los

autóctonos

de

esta

tierra,

los

Caracas,

desaparecieron porque lucharon contra el extranjero enemigo hasta la muerte, tal como lo hizo Chacao. Mientras tanto, ellos, los yanomamis, se entregaban a los españoles dócilmente, prostituyendo sus tesoros, su religión y, en la mayoría de las veces, sus cuerpos. Salvador piensa: ¿Por qué si esta montaña, nuestra bella Ávila, no nos odia por todo el irrespeto que le hemos infringido, nosotros sí tenemos que hacerlo?

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XI

Y es por eso, papagaya mía, que yo quise ser tu hilo, para mantenerte en libertad. En todos estos estos años, desde que la policía te liberó, no llamaste a Gaviria para recuperar tu cámara. A pesar de que él había sido el policía bueno, no podías confiar en él al punto tal de llamarle y visitarlo. Eras un idealista mas no un imbécil. Quizás él, por dinero, te la habría devuelto, mas el miedo que te quedó no iba a superarlo la fe. Además, Gracho te lo había pedido: “por favor, mi niño, lo material se recupera. Mejor perder una cámara que pasar por otro susto como el que pasaste”. Y en gran parte tenía razón. Estabas cagado. No querías pasar nunca más por aquellas sensaciones tan extrañas. El miedo es algo muy extraño. Una vez que estabas seguro de que morirías, esa extraña sustancia desapareció de tu cuerpo por completo, y tu alma la sustituyó por la resignación y, hasta se podría decir, por una cierta alegre tranquilidad. Sin

embargo,

cuando

papi

hizo

que

recuperaras

la

libertad,

instantáneamente volvió aquel miedo y, esta vez, fue mucho peor del que tenías desde el comienzo de todo. Has vivido sin poder siquiera ver a un policía y no sentir terror, y ni hablar de los militares. Te dejaron marcado con la cicatriz del terror. Después de la libertad, te sumaste a

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la larga lista de los paranóicos, una lista escrita con los nombres de los médicos que operan a los maleantes en las favelas por un sueldo de mierda, medicamentos y equipos escasos, y con el peligro de ser asesinados si lo hacen mal; por los conductores en las autopistas que temen a los motorizados, esos piratas del asfalto; por los niños que no pueden jugar a la pelota por temor a estar en medio de un intercambio de balas; por los periodistas que quisieran cumplir su oficio sin tener que manipular la información; esa lista de los miedosos, aquellos apellidos refugiados en el silencio, en la resignación de vivir con cadenas, sin una pizca de orgullo, esa lista de tu generación, Salvador, la de nosotros, los que nos quedamos sin futuro. Es el miedo y no otra cosa lo que aumenta la delincuencia. Es el miedo a la delincuencia, sí, pero también es el miedo al hambre, a ser pobre, a no ser nadie. Es el miedo que deriva al despego de los valores y hace que nos dé igual ser criminales porque sabemos que no tenemos derecho a un país mejor y, por como pintan las cosas, tampoco a un mejor cielo. Somos víctimas y victimarios. Por supuesto que Eloise drenó mucho de esos miedos. Al menos te despabiló para que vieras las buenas cosas de este paisucho asqueroso y recuperaras gran parte de aquella libertad dejada en el cuarto de tortura. Esa libertad, Salva, la fabulosa Libertad, otra utopía que atenta contra nuestra alegría. Entonces bien: en el municipio de Chacao, dentro de la urbanización de Altamira, a la izquierda de la Plaza Francia, por la calle que baja, hay un bar/restaurante llamado, debido a su estructura, 360°. Es un espacio para la high class a través del cual puede verse toda la ciudad en una perspectiva completa. Muchas veces es alquilado para hacer

reuniones

terriblemente

aburridas

como

la

del

partido

izquierdista español que, cuando Salvador y Eloise entraron, ya llevaba treinta y siete minutos de haber empezado.

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El orador sonrió al ver los ojos de Salva. Seguramente lo cautivó la esperanza de que la juventud se interesase. De hecho, la sala estaba repleta de una población no más joven de sesenta años. Se sentaron al final, un poco incómodos, sin poder mirarse y rodeados de la voz ronca del orador. Había unas veinte personas, hombres de traje elegante y mujeres con grandes joyas que destilaban un olor a perfume y polvo. Eloise estaba nerviosa y se aguantaba las ganas de reír. Esto lo sabrías muchos meses después, en aquellas conversaciones con ella para recordarse cómo se conocieron, un ritual ridículo que tienen los enamorados fundado en la nostalgia de las primeras mariposas estomacales y por el miedo de un futuro improbable. Pasaron algo más de cuarenta minutos cuando el orador –un viejo catalán de cabellos blancos, ojos verdes y buena salud- invitó a Salvador a tomar su papel: “Quisiera invitar al hijo de un querido amigo, quien amablemente ha venido representando a los jóvenes españoles en Venezuela. Además veo que está muy bien acompañado. Ven, Salvador” Los amigos de tu padre te fueron siempre desconocidos. Todas esas politiquerías te aburrieron desde que eras un niño. Seguramente porque desde esa época las estabas escuchando. Mientras los viejos aplaudían y te buscaban con la mirada, Eloise se sonrió. Fue la primera vez que pudiste verla en la reunión. “Ve” te animó Eloise, con aquella voz dulce y necesaria. Te pusiste de pie, algo agobiado y desesperado. No querías cagarla. Todo lo contrario. No querías cagarla ante los ojos de ella, por supuesto. Le diste la mano cálidamente al catalán y te aclaraste la garganta ante los demás, sonrientes y esperando. “Yo soy Salvador…” Tu apellido caló entre la gente como un buen augurio. “Hace poco caí preso por marchar a favor de la libertad de expresión. Cuando nos disponemos a plantear un partido de izquierda en la actual

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Venezuela, debemos tener cuidado con no confundir el izquierdismo europeo con el latinoamericano. Los españoles tienden al socialismo como un sistema que intenta asegurar educación y salud públicas. Pero en América Latina, como todo, este concepto se ha alienado y hoy día pareciera más bien una excusa para separar a la sociedad y crear una demagogia. Por supuesto que apoyo la idea de un partido que represente a los descendientes de españoles que residen en Venezuela, y que con esto podamos ayudar a que se afiancen los lazos entre los dos países, sobre todo en estos días en que se promueven odios absurdos. Por eso pido un aplauso a este nacimiento. Un nacimiento que debemos celebrar con cautela. Gracias” Eloise sonreía entre las manos que aplaudían, entre la sonrisa esperanzosa de aquellos sextogenarios y sus miradas aprobatorias. “Ahora” intervino el viejo catalán de nuevo “los invito a la mesa donde habrá vino y tapas hechas por las mujeres de nuestro partido” Hubo otro aplauso y todos fueron, poco a poco, levantándose. Tú y Eloise se quedaron sentados, sonsteniendo su sonrisa en tu mirada. Algunos que pasaban, te ponían una palmada o te ofrecían un apretón de manos. A ti no te importaba nada más que ella y sus ojos azules y su cabellera rubia y cualquier cosa. Cualquier cosa, Eloise, era válida para quedarse viendo tus ojos mientras la gente ni se daba cuenta de aquel puente. “¿Tomamos vinito?” “¿No quieres irte?” “No, tonto. Hay vino gratis. Tomamos una copa y nos vamos. Así no quedamos mal” Ah, Eloise-vinoblanco, Eloise bandida, Eloise-nosoportoestostacones, Eloise-yo-prefiero-el-vino-tinto. Qué bonita, Eloise, qué bonita eras de pie, con aquel vestido maravilloso y ese aroma a playa que nunca pudiste quitarte, quejándote con Salvador de no poder fumar en ese salón de reuniones. “Me gustó mucho el discurso”

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“Qué vergüenza” “¿Por qué? A mí me encantó” “Gracias pero igual, no sé” Mentiroso como siempre, Salvador, escondías tu ego asqueroso en una humildad improvisada. Tu necesidad de resaltar siempre, sobre todo ante ella. Esa necesidad que deriva de tu inseguridad, de tu falta de agallas para obtener lo que quieres, siempre cubriéndote con lo que quieres que vean de ti. Ah, todas estas cosas que todavía no conoces de ti mismo fueron las que te hicieron perder a aquella muchacha tan divina. Patricia duerme entre las sábanas de Salvador. La pasa mal. La puerta, mientras tanto, comienza a abrirse, poco a poco, empujada por la fuerza que ejerce la silueta que tambalea. Los ruidos que se escuchan en el salón despiertan a Patricia. Mira hacia el radio y se da cuenta que el cd ha terminado. Tiene miedo por un instante. “¿Eres tú, Salva?” “¿Patri?” Ella lo ve entrar a la habitación con los ojos resplandecientes. “¿Qué haces aquí, Patricia? ¿Cómo…?” “Ya eso no importa. Me quedé dormida.Ya me voy” “¿De qué hablas? ¿Qué pasa? ¿Cómo coño entraste aquí?” Salvador se mantiene en la entrada de la habitación, haciendo equilibrio y desconcertado. Sin darse cuenta, tomó más de la cuenta. Patricia, atontada por el sueño y la anestesia del llanto, se levanta a buscar sus cosas. “¿Qué haces, Patricia?” Ella no le hace caso y sigue buscando, en la oscuridad de aquella Caracas absurda. “Tranquilízate. Justo contigo quería hablar. No sé cómo llegaste pero está bien. Quédate”

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Patricia se detiene. Repentinamente un escalofrío le corre por la espalda. Él dijo quédate, lo escuché decirme quédate, por qué me dijo quédate. Ella se levanta desde el otro lado de la cama y lo mira, rasgando con el cuchillo de su mirada aquellas tinieblas. Por qué nadie enciende la luz, dios santo, por qué me mira así. Y la duda es cierta: Salvador la mira con ternura, con un cariño que antes no tenía, pareciera mirarla con amor, ¡con amor! “¿Me quedo?” No puedo creerlo, no puedo creerlo y no puedo creerlo. Me dijo que me quede. “Sí, por favor” Esto es demasiado. Quiere que me quede y no está molesto por lo de la llave. Ni siquiera me ha preguntado por lo de la llave. “¿Por qué llorabas?” El tiempo se ha detenido. Los dos distantes y estáticos, como en una mala película independiente, tomando distancia en aquella habitación mínima. “Eso ya no importa” “Dime” Él da un paso y da otro. La toma en sus brazos y ella llora, por qué lloras, Patricia mía, no llores más, mi amor, tranquila, y la besa y la quiere y la desnuda y la besa y ella llora que llora y él la besa y le quita la ropa interior y la acaricia y ella llora que llora y ella por favor hazme el amor, por favor hazme tuya, yo ya no puedo más así, Salvador, necesito seguridad, necesito de ti. “Tengo que decirte algo antes de que sigamos jugando” “No estamos jugando. Ya no más. Me di cuenta de que te quiero” “Estoy embarazada” “…” Él la mira mientras entra en ella y suelta una carcajada alegre, sin burlas, sin mentiras. “¿En serio lo dices?”

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“Sí, ¿de qué te ríes?” “De que es perfecto” “Pero ayer…” “No importa el antes, Patri. Importa todo ahora. Todo lo demás ha sido un capricho. Tú eres lo que quiero. No hay nadie más” “¿Y la rubia? Vi las fotos de ella. Todavía las guardas contigo” “Ella no tiene nada que ver con nosotros” “Pero sí tiene que ver contigo, Salvador. Yo no soy estúpida, aunque te quiera” “¿Por qué tienes que ponerte así cuando te hago el amor?” “Porque ya no quiero sufrir” “No vas a sufrir más. Ella no es nada para mí. Fue una quimera. Tú eres mi verdad. Eres mucho más importante” “¿Y si algún día ella te busca?” “No lo hará” “Pero si lo hace” “Justo ahora estoy eligiéndote a ti” Te abraza y llora más, basurita. “Jura” “Lo juro, tonta” La besas con sabor a cerveza y con sabor a mentira. Pero ese último sabor no lo notan ni ella ni tú. La quieres muchísimo y estás decidido. Te excitas con la idea de su embarazo y con tener que quedarte con ella. Terminas y, aún desnudo, te levantas y buscas el álbum de fotos que tanto dañó a Patricia. “Lo voy a tirar, para que te des cuenta de que ya no me interesa” “No. No te estoy pidiendo eso” “Nunca me has pedido nada. Es hora de que yo haga las cosas que te callaste”

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¿De qué hablaron mientras tomaban vino? De cualquier cosa, ¿verdad, Salvador? Creo que hiciste bromas tímidas, intentando llegarle a través de la simpatía. Por

supuesto

que

se

cumplió

la

burocracia

adecuada

de

la

conversación: “¿Y tú qué estudias, papagayo?” “Turismo en la UNE” “Ah y ¿qué quisieras hacer después?” “No sé. Trabajar en una aerolínea o hacer mi propio hostal en la playa. No sé. En verdad quisiera viajar toda la vida” Qué intersante es la coquetería: dos completos extraños pueden darse cita en un lugar cualquiera sin tener nada en común y, aun así, llegar a quererse. Todo gracias a las mentiras que decimos o a las verdades que ocultamos para quedar bien. Claro que no lo hacemos por amor. Eso llega mucho después y sin que nos demos cuenta. Al principio sólo existe una atracción física, un impulso primitivo de la naturaleza o como quieras llamarlo. Luego, de un salto, casi tirándose por la ventana, salieron de la sala, aterrizando en el autito blanco. “¿Adónde vamos ahora?” “¿Quieres ir a cenar?” “No. Yo no tengo mucha hambre” te dijo Eloise mientras despertaba al motor “y ya estoy encendida por el vino” “¿Quieres ir a un bar?” “¿No prefieres que vayamos a tu casa?” Eloise-espíritu libre-siempre antes que tú, atravesando Altamira, intentando escabullirse del tráfico para subir por la calle Mohedano y entrando entre dos autos para estacionar el auto. “Bueno…” y sin que puedieras agregar más cosas, agregó: “Pero vamos a parar primero a comprar vino” Y así hicieron: dos botellas d vino blanco y entrar al apartamentito del San José, lleno de cajas de cartón y desordenado. Eloise entró sin

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vergüenza, apropiándose del lugar, tan decidida como tú no eras. Parecía ella la que vivía allí y no tú, con sus movimientos seguros y los tuyos precavidos. “Me gusta tu apartamento. Es acogedor” “Eso es una bonita forma de decir pequeño” “Tonto. En serio te lo digo. Me gusta” “Gracias, es de mi papá” “¿Y por qué están todas estas cajas aquí?” “Me estoy mudando aquí” “¿O aquí traes a las brujas con las que sales?” preguntó con picardía, pellizcándote con la mirada. “No, no” dijiste sonriendo, un poco avergonzado “y en todo caso, fuiste tú la que propuso venir” Dejó su bolso en el sillón y abrió el balcón, dejando entrar una agradable corriente de aire. “Voy a abrir el vino” “Está bien. Luego ponlo en la nevera para que se enfríe” te dijo mientras encendía un cigarrillo y se tumbaba en el sofá. “¿No tienes música?” “Sí, ahí está el reproductor, en la esquina, ¿lo ves?” “Sí” “Allí también están los discos. Elige tú qué escuchar” Era una niña curiosa que se arriesgaba a abrir los cajones de tu vida, deslizando su cuerpo y dominando el lugar. La miraste mordiéndose el labio inferior y buscando entre tus discos. “¡No puedo creer que tengas Sui Genesis!” Entraste al salón con las dos copas en la mano. “¿Cómo los conoces? Casi nadie de nuestra edad los conoce” “Yo los amo. El novio de mi hermana me hizo un disco hace años” “Qué bien” “Ponlos”

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Eloise pasaba las canciones, buscando frenéticamente la adecuada, hasta que exclamó “¡ésta!” y el aire del cuarto fue sustituido por la voz de Nito Mestre diciendo todos sabemos que fue un verano descalzo y rubio. “Un verano descalzo y rubio, papagayo” dijiste “…como tú” Ella le sonrió y se quedaron mirando. Eloise, Eloise, Eloise. Debería describir más cómo eras, qué hacías, qué te gustaba, cómo te gustaba. No sé. Te sentaste en el sofá, querida, en frente de Salvador, que se sentó sobre una caja. Se miraron durante largo rato. Tú le veías las manos largas que tenía y pensabas, abstraída de aquella situación, sobre aquella situación. Tenías el don de perderte, de querer y de dejar de querer, de necesitar y desechar, como luego te pasó con Salva, ¿no es así? Salvador te miraba sonriendo, en aquel éxtasis del disfrute antes del goce, aquella etapa previa a la declaración, ah, el placer de lo incierto que es cierto, la hipocresía del ritual amoroso. Lo demás no importa tanto. Ella puso en repeat la canción y durante diez o quince o quién sabe cuántas vueltas de Sui Generis, te contó sobre su familia y tú le contaste lo que pensabas de las cosas en general. Así es al inicio: uno presenta sus credenciales, sus filosofías de vida y sus preferencias, sean o no del todo transparentes. No tanto porque uno quiera mentir sino que ningún veinteañero se conoce muy bien como para dar un juicio definitivo sobre cualquier cosa. Hablaron y hablaron, atrapados por esa cuerda floja que se rompía cada vez más, por la tensión que sufrían las bocas por no poder besarse, por la piquiña de los cuerpos envueltos en ropas. Eloise a un cierto punto de la conversación abrió todas las ventanas del salón para fumar mejor. Llovía suavecito y el olor a ciudad mojada los puso más alegres. “Qué rico” dijo ella. Las botellas habían terminado. “Sí” “Este sofá está mal” “Sí y es horrendo”

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“Vamos a moverlo para abrir el balcón” “Está bien” Con la alegría de los borrachos y riendo, empujaron el sofá hacia otra pared y lo voltearon para poder sentarse viendo al balcón. Abrieron los ventanales y en un intento de Eloise por quitar la cortina, se rompió y los dos se pusieron a reír. Fuiste hacia el sofá y la miraste acostado en el sofá mientras ella te veía de pie, fumando delante de esa lluvia sabrosísima. “Un verano descalzo y rubio, Eloise, como tú” repetiste Ella se acercó, como si lo hiciera de toda la vida. Se acostó sobre ti y te besó. “…” “…” “Quédate aquí” “No puedo” Tú sonreíste y la miraste. Sentirla entre tus brazos te dio una especial seguridad. “Te necesito conmigo” “…” Ella dudó un instante. Te miró muy seria, esparcida por todo el sofá y sobre ti. Sus cabellos dorados parecían tener vida propia ya que se metían entre tus orejas, en tus ojos, en tu nariz. Volvió a besarte, esta vez con un beso más suave y largo. Cerró los ojos, se acurrucó sobre ti y te dijo, con un susurro casi incomprensible “Yo también te necesito, aunque sea una tontería”. Sonreíste y se quedaron dormidos por el vino y por el sueño causado por la fatiga de la tensión del amor en construcción. Demasiado dormidos para darse cuenta que la lluvia se proponía crecer. No todo lo que dije sobre el miedo es cierto, Salvador. Por lo menos no para ti, ¿verdad? Lo sé. Te conozco demasiado como para que puedas engañarme con tu silencio. El miedo, según tú, produjo las marchas

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estudiantiles. Si la gente salió salió a la calle para enfrentarse a la policía de Chávez y a su cancerbero, la Guardia Nacional, fue por el miedo. Por el miedo a quedarse sin país, por el miedo a ser una generación sin permiso de futuro, los muchachos de toda Venezuela tomaron las calles. Algunos, los manosblancas, de manera pacífica. Otros, en cambio, con bombas molotov y piedras. ¿Es así también para ti, Salva? Yo creo que no fue el miedo lo que te llevó a marchar sino que te contagió el espíritu de libertad y esperanza que se respiraba en aquella época, pero tú siempre sostendrás que fue el miedo a perder la identidad y no otra cosa. Lo demás es una añadidura. Quién sabe. Quizás tengas razón tú. Lo importante es que no resolviste nada ni para tu país ni para ti mismo. Sólo te quedaron cicatrices, al igual que a Caracas, ¿o no, basurita? Anteriormente he explicado que la capital venezolana es un valle. Esto la dota de un clima agradable que no es ni muy caluroso ni muy frío. Tiene las bondades del trópico y sin embargo alberga las brisas de las montañas más agradables. El único problema que tiene, por su posición geográfica con el Caribe, son las precipitaciones que ocurren de vez en cuando. Venezuela es un país sin estaciones pero con ciudades de climas muy diferentes. La naturaleza ha decidido dividir su curso en seis meses de sequía y seis meses de lluvia. Obviamente no todos los días llueve pero cuando ocurre, hay problemas. Estas lluvias de gran violencia, surgidas por un trato entre el viento y la lluvia, suelen llamarse aguaceros. Los aguaceros demostraron su poder aquella noche grata, justo cuando Eloise y tú dormían borrachos con el balcón abierto. Poco a poco el apartamentito del San José fue llenándose de agua de lluvia. Te levantaste aturdido por el frío y pusiste un pie en el suelo. La sensación te desagradó. Apartaste a Eloise un poco y te incoporaste en el sofá, mirando sin entender la gran laguna que se había formado alrededor de ustedes. “Papagayo, ¿qué hiciste?”

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“…” “Despierta, papagayo. ¿Qué hiciste?” “¿Qué hice de qué?” Eloise se levantó y miró la laguna. Enseguida recobró el sentido y comenzó a reír. “¿Esto es vino, papagayo? ¿Dejaste la botella de vino abierta?” “¿Cuál botella?” Paseaste los dedos por el suelo y te los chupaste. “No. Es agua de lluvia” “Obvio. Cómo va a ser vino, borracho” “Jajaja. Es verdad. Pero tiene que ser tu culpa” “¿Por qué mi culpa?” “Tú eres una sirena. Atraíste al agua hasta mi humilde morada” “Tonto” A partir de ese evento fabuloso, inició el proyecto. La maqueta del cariño puso sus primeras piezas, con sus planos bien trazados entre bocas que se encuentran, su trabajo de ingeniería estudiado por dedos tímidos que encuentran otros dedos, para entrelazarse y por aquellos aromas acertados. Así se aprobó toda la permisología y se dirigieron a los obreros de sus emociones, deseando saber con exactitud hacia dónde los llevaría tanta arquitectura. Más que deseo, creo que era la sólita necesidad que tenemos todos a la fe y de creer en el otro para construir un lugar en los corazones. “Abrázame” pedía ella, y él la acurrucaba con su inseguridad de ser humano. Así pasaron una semana, alternando entre la cama y el sofá, no tanto para hacer el amor, sino durmiendo, endulzados por un pacto delicioso entre Eros y Morfeo. Fue en aquellos episodios de siesta perpetua donde brotaron los puentes que los unieron. Pequeños episodios cotidianos, en esa cama del San José, levantándose sólo para ir al baño, cambiar el disco del radio o servir cuba libre. Ron y cigarrillos, piensa Salva, ¿qué habríamos hecho sin esos divinos vicios? ¿Qué habría sido de nuestro

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idilio sin la música? ¿Qué sería del Amor, en líneas generales, sin los cantantes, sin las bandas de rock, sin las orquestas sinfónicas, sin aquel radio puesto en el suelo de nuestra habitación, Eloise? Claro está que así también comenzaron a utilizar el pegamento extraño de los enamorados, usado para recoger sucesos y coincidencias necesarias para explicarse por qué están juntos, como si el hecho de que el azar o el destino interviniese hiciese de la relación mucho más importante. Una especie de mantra para sacudirse lo ordinario de la historia. Así inventaron mentiras: siento que te he querido desde siempre, desde antes de conocerte; imagino que debimos haber estado juntos por un trato extraño del destino; sé que no podré querer a nadie más, y cosas así.

Mentiras

que

construyeron

un

paraíso

artificial

divino.

Personalmente, no creo que las cosas que nos hacen sentir las mentiras, no sean verdaderas. Por eso los enamorados la pasan bien al principio y por eso mismo nostalgian tanto al final. No tanto por idealizar al otro sino porque las sensaciones que vivieron, aunque basadas en engaños, fueron buenas. La exquisita droga del amor nos cobra

factura

a

todos

por

igual,

antes

o

después,

con

la

proporcionalidad de cuánto hemos gozado.

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145


146


8Q 7LUDQR SDUD (ORLVH HV XQ WHVWLPRQLR GH OD 9HQH]XHOD GH &KiYH] SUHFLVDPHQWH OD GHO DxR FXDQGR ORV HVWXGLDQWHV VDOLHURQ D OD FDOOH SDUD SURWHVWDU FRQWUD ORV DEXVRV SRU SDUWH GHO JRELHUQR D OD OLEHUWDG GH H[SUHVLyQ


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