Colección: JEQUES Número: 18 - Páginas: 320 Publicación eBook: 27/09/2012
Tema: Entre la realeza
Argumento: La princesa impostora Era como un cuento de hadas. Hannah accedió a ayudar a una princesa y, pocas horas después, se encontró prometida con un rey. Esa peligrosa farsa tenía que acabar pronto, pues la química entre ellos era demasiado real. La prometida de Zale era una mujer llena de vida que le hacía hervir su sangre azul. Pero ¿era digna de ser reina? Tendría que idear el modo de descubrirlo. Al servicio del jeque Después de ser rechazada y humillada públicamente por el padre de su hijo, la princesa Emmeline d'Arcy no tenía anillo ni fecha de boda y esperaba un hijo ilegítimo. Y, para colmo de males, tenía que cambiar su vida de lujo y hacerse pasar por su hermana gemela, la ayudante personal del jeque Makin Al-Koury. Emmeline, que estaba acostumbrada a que le sirvieran en todo momento, tendría que estar pendiente de los caprichos de su jefe... día y noche. Pero cuando él descubriera su vergonzoso pasado, ¿no prescindiría de ella y pasarían a ser solo un recuerdo sus caricias?
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Ă?ndice. La princesa impostora......................................................................5 Al servicio del jeque.......................................................................114
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Jane Porter
La princesa impostora. A Tessa Shapcott, que compr贸 mi primer libro en enero de 2000 y cambi贸 mi vida para siempre.
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Prólogo. Palm Beach, Florida –Te pareces tanto a mí... –dijo la princesa Emmeline d’Arcy en voz baja; dio una vuelta alrededor de Hannah, con las cejas enarcadas–. La misma cara, la misma estatura, la misma edad. Si tuviéramos el mismo color de pelo, podríamos pasar por gemelas. Es increíble. –Gemelas exactamente no. Usted es mucho más delgada, Alteza –respondió Hannah, que era de pronto muy consciente de su cuerpo al lado de la delgadísima princesa Emmeline. Esta seguía examinándola de la cabeza a los pies. –¿Te tiñes el pelo o es tu color natural? Sea como sea, es precioso. Un tono castaño muy cálido. –Es tinte. Es varios tonos más oscuro que mi color natural y me lo tiño yo misma –respondió Hannah. –¿Se puede comprar ese color aquí, en Palm Beach? Hannah no podía creer que a la hermosa princesa rubia le interesara su tono de tinte castaño. –Seguro que sí. Se vende en todas partes. –¿Podrías comprarlo para mí? Hannah vaciló. –Puedo. ¿Pero por qué lo quiere, Alteza? Está usted preciosa de rubia... La princesa Emmeline sonrió. –He pensado que podría ser tú por un día. –¿Qué? La princesa se apartó de Hannah y se acercó a uno de los altos ventanales de la suite de su hotel, donde se quedó mirando el elegante jardín tropical de Florida. –He metido la pata –dijo con suavidad. Colocó las manos en el cristal como si fuera una cautiva en vez de una de las princesas jóvenes más famosas del mundo–. Y ni siquiera puedo salir de aquí para arreglarlo. No solo por los paparazzi, también por mis guardaespaldas, mi secretaria, mis damas de compañía... –apretó los puños en el cristal–. Solo por un día quiero ser normal. Corriente. Quizá así pueda arreglar esta pesadilla. La angustia de su voz hizo que se le oprimiera el pecho a Hannah. –¿Que ha pasado, Alteza? La princesa Emmeline negó con la cabeza. –No puedo hablar de eso –respondió con voz quebrada–, pero es algo grave. Lo estropeará todo. –¿Qué estropeará, Alteza? Puede confiar en mí. Se me da muy bien guardar secretos y jamás traicionaría su confianza.
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La princesa se llevó una mano al rostro y se secó unas lágrimas antes de girarse a mirar a Hannah. –Sé que puedo confiar en ti. Por eso te estoy pidiendo ayuda –respiró hondo–. Mañana por la tarde hazte pasar por mí. Te quedarás aquí en la suite y yo seré tú. No tardaré mucho, cuatro o cinco horas como máximo, y luego volveremos a ser las mismas. Hannah se sentó en una silla que tenía al lado. –Quiero ayudarla, pero mañana tengo que trabajar. El jeque Al-Koury no me da tiempo libre, y aunque lo hiciera, yo no sé nada de ser princesa. Emmeline cruzó la gruesa alfombra escarlata y se sentó frente a ella. –El jeque Al-Koury no te puede hacer trabajar si estás enferma. Ni siquiera él sacaría a una mujer enferma de la cama. Y no tendrías que salir del hotel. Puedo reservarte unos tratamientos en el spa y que te mimen toda la tarde. –Pero yo hablo como una norteamericana, no como una princesa de Brabant. –Ayer te oí presentar a tu jeque en francés en el torneo de polo. Hablas francés perfectamente, sin acento. –Porque viví un año con una familia en Francia cuando estaba en el instituto. –Pues mañana habla francés. Eso siempre despista a los norteamericanos – Emmeline sonrió–. Podemos hacerlo. Tráete el tinte de pelo por la mañana, uno rubio para ti y tu castaño para mí y nos teñiremos el pelo y nos cambiaremos la ropa. Piensa en la aventura que será. La risa de la princesa resultaba contagiosa y Hannah sonrió a su pesar. –Solo serían unas horas mañana por la tarde, ¿verdad? –preguntó. Emmeline asintió. –Volveré antes de la cena. –¿Y estará segura saliendo sola? –¿Por qué no? La gente creerá que soy tú. –¿Pero no se va a poner en peligro? –Claro que no. Me quedaré en Palm Beach, no iré a ninguna parte. Ayúdame, Hannah, por favor. ¿Cómo podía negarse? La princesa parecía desesperada y Hannah nunca había podido negarle ayuda a nadie. –Lo haré, pero solo unas horas. –Gracias –Emmeline le apretó la mano–. Eres un ángel y te prometo que no te arrepentirás.
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Capítulo 1. Tres días después - Raguva Pero Hannah sí se arrepintió. Se arrepintió más de lo que nunca se había arrepentido de nada. Habían pasado tres días desde que se cambiara con Emmeline. Tres días interminables de fingir ser alguien que no era. Tres días de vivir una mentira. Debería haber parado aquello el día anterior, antes de ir al aeropuerto, y haber confesado la verdad. Pero en vez de eso había subido al avión privado y viajado a Raguva como si fuera la princesa más famosa de Europa y no una secretaria norteamericana que se parecía por casualidad a la princesa Emmeline. Contuvo el aliento para intentar controlar el pánico. Estaba en un buen lío y el único modo de que Emmeline y ella sobrevivieran a aquel desastre era conservar la cabeza fría. Cosa nada fácil teniendo en cuenta que iba a conocer al prometido de la princesa, el poderoso Zale Ilia Patek, un hombre del que se rumoreaba que era tan ambicioso como inteligente. Hannah no sabía nada de realeza, pero allí estaba, ataviada con un vestido de alta costura de treinta mil dólares y con una delicada tiara de diamantes colocada en su pelo rubio teñido, después de haber pasado la noche memorizando todo lo que podía sobre Zale Patek de Raguva. Se dijo que solo una tonta se presentaría ante un rey y su corte haciéndose pasar por su prometida. Pero ella había prometido ayudar a Emmeline y no podía abandonarla de pronto. Respiró hondo cuando se abrieron las enormes puertas de color oro y crema y apareció el gran salón escarlata del trono. Una larga fila de arañas de cristal arrojaba una luz tan brillante que Hannah parpadeó, abrumada por el resplandor. Fijó la vista en el estrado del trono, al otro lado de la estancia. Una larga alfombra roja se extendía ante ella. Una voz la anunció, primero en francés y después en raguviano. –Su Alteza Real la princesa Emmeline de Brabant, duquesa de Vincotte, condesa d’Arcy. A Hannah le dio vueltas la cabeza. ¿Cómo se le había ocurrido cambiarse con Emmeline? La princesa, en vez de regresar, la había llamado y puesto mensajes para suplicarle que continuara la farsa primero unas horas y después un día y otro. Le decía que había habido un contratiempo pero todo se arreglaría y ella, Hannah, solo tenía que mantener la farsa un poco más.
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Una de las damas de honor que había a su lado le susurró: –Alteza Real, todos esperan. Hannah miró el trono situado al final de una larga alfombra roja y echó a andar con paso tembloroso. Vacilaba sobre los tacones altos y sentía el peso del vestido de seda bordado con miles de cristales, pero nada de eso le resultaba tan incómodo como la mirada del rey Zale Patek, que esperaba sentado en su trono. Ningún hombre la había mirado nunca con tanta intensidad y Hannah se sonrojó. Incluso sentado, el rey resultaba imponente. Era alto, de hombros anchos y fuertes y cara atractiva. Pero era su expresión lo que la dejaba sin aliento. En sus ojos veía posesión. Propiedad. Faltaban diez días para que se casaran, pero ella ya era suya a sus ojos. A Hannah se le secó la boca. El corazón le latió con fuerza. No debería haber hecho aquel trato. A Zale Patek de Raguva no le gustaría que lo tomaran por tonto. Cuando llegó al estrado donde estaba el trono, se recogió las pesadas faldas con una mano e hizo una reverencia que había practicado aquella mañana con una de sus ayudantes. –Majestad –dijo en raguviano, algo que también había practicado. –Bienvenida a Raguva, Alteza Real –contestó él en un inglés impecable. Su voz era profunda y seductora. Hannah alzó la cabeza y sus ojos se encontraron. Ella reprimió un gesto de sorpresa. Aquel era el rey de Raguva, un país situado entre Grecia y Turquía, en el Mar Adriático. Aparentaba menos de los treinta y cinco años que tenía y era increíblemente bien parecido. Las fotografías de internet no le hacían justicia. Era un hombre moreno, de ojos marrón claro y pómulos altos sobre una barbilla firme. La inteligencia que denotaba su mirada hizo pensar a Hannah en grandes reyes y emperadores anteriores a él: Carlomagno, Constantino, César... Y se le aceleró el pulso. Era alto y fuerte. Había nacido príncipe y se había entrenado como deportista; había llegado a ser una estrella del fútbol, aunque había dejado su carrera cinco años atrás, al morir sus padres en un accidente de avión del que no había habido supervivientes. Hannah había leído que Zale Patek apenas había salido con mujeres durante la década en la que había jugado en dos importantes clubes de fútbol europeo, porque el deporte había sido su pasión. Y una vez en el trono, había dedicado la misma disciplina y pasión a su reinado.
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Y ese hombre iba a ser el esposo de la princesa Emmeline. En aquel momento, Hannah no sabía si envidiarla o compadecerla. –Gracias, Majestad –respondió, sin apartar la vista de los ojos de él. El rey se incorporó y bajó los escalones del estrado. Le tomó la mano, se la llevó a los labios y le besó los nudillos. El toque de su boca produjo un escalofrío a Hannah, un cosquilleo de la cabeza a los pies. Por un momento los envolvió un silencio expectante, que hizo que ella se sonrojara. Luego el rey la giró hacia su corte. La gente empezó a aplaudir y el rey Patek comenzó a presentarle a sus muchos consejeros. Avanzaban juntos por la alfombra y él se paraba a presentarle a una persona importante tras otra, pero la sensación de la mano de él hacía que le fuera imposible concentrarse en nada. Los nombres y las caras se confundían en su mente y la cabeza le daba vueltas. Zale Patek se disponía a presentar a otro miembro de su corte a Emmeline cuando notó que a ella le temblaba la mano. La miró y detectó fatiga en sus ojos y un asomo de tensión en la boca. Decidió que se imponía un descanso y que el resto de las presentaciones podía esperar a la cena. Salió del salón del trono y la guio a través de la antecámara hasta un pequeño salón de recepciones que terminaba en el Salón Plateado, una estancia que había sido la favorita de su madre. –Por favor –dijo. La acompañó hasta un pequeño sillón Luis XIV cubierto de un tejido plateado con bordados venecianos. Una araña enorme de plata y cristal colgaba del centro del techo y espejos venecianos decoraban la seda de color ostra que forraba las paredes. Era una habitación bonita y relucía debido a la seda, la plata y el cristal, pero nada podía compararse con la princesa. Era esplendorosa. Además de astuta, manipuladora y engañosa, cosa que no había descubierto hasta después del compromiso. Hacía un año que no veía a Emmeline, desde el anuncio de su compromiso en el Palacio de Brabant, y solo habían hablado dos veces antes de eso, aunque, por supuesto, la había visto en diferentes eventos públicos a lo largo de los años. –Estás preciosa –dijo, cuando ella se sentó en el sillón, con la tela azul del vestido rodeándola como una nube y haciendo que pareciera una sirena que esperaba posada en las rocas para atraer a los hombres con su belleza. Esa no era una cualidad que Zale buscara en su esposa ni en la futura reina de Raguva.
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Buscaba fuerza, calma y principios, cualidades que sabía ya que la princesa no poseía. –Gracias –respondió ella; y un delicado tono rosa tiñó su impoluta piel de porcelana. El rubor de ella lo dejó sin aliento e hizo que se endureciera su cuerpo. ¿De verdad se había sonrojado? ¿Pensaba que podía convencerlo de que era una doncella virginal y no una princesa experimentada y promiscua? Pero a pesar de los defectos de su carácter, en persona era pura perfección física, con una estructura ósea exquisita, piel cremosa y ojos azules. No había duda de que poseía una belleza extraordinaria. Había sido el padre de Zale el que le había sugerido que la princesa Emmeline d’Arcy sería una novia apropiada. Entonces Zale tenía quince años y ella cinco, y a él le habían horrorizado los acuerdos preliminares de su padre. ¿Una niña regordeta de ojos azules y hoyuelos como futura esposa? Pero su padre le había asegurado que algún día sería una mujer deslumbrante y había acertado. En Europa no había otra princesa tan hermosa ni tan apropiada. –Por fin estás aquí –dijo, odiando que le causara tanto placer mirarla. Debería mostrarse distante y disgustado, pero sentía curiosidad... y una fuerte atracción física. Ella bajó la cabeza. –Claro que sí, Majestad. –Zale –corrigió él–. Llevamos un año prometidos. –Y sin embargo, no nos hemos visto –repuso ella. Alzó la barbilla con las mejillas muy rojas. Zale enarcó una ceja. –Por elección tuya, Emmeline, no mía. Ella abrió los labios como para protestar, pero volvió a cerrarlos. –¿Eso te ha molestado? –le preguntó después de una pausa. Él se encogió de hombros. No podía decirle que sabía que ella había pasado ese año viéndose con el playboy argentino Alejandro a pesar de estar prometida con él. No le diría que sabía que su viaje de siete días a Palm Beach la semana anterior había sido para ver a Alejandro jugar al polo. Ni que en los últimos días no había estado seguro de que ella se presentara en Raguva para la boda. Pero lo había hecho. Estaba allí.
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Y él pretendía aprovechar los diez días siguientes para descubrir si estaba preparada para honrar su compromiso con él, con sus respectivos países y sus familias, o si pensaba seguir engañándolo. –Me alegra que estés aquí –respondió–. Ya es hora de que empecemos a conocernos. Ella sonrió; una sonrisa radiante que le iluminó los ojos desde dentro, y él sintió que aumentaban el calor y la presión en su pecho. Era absurdo que la belleza de Emmeline lo dejara literalmente sin aliento. Ridículo que lo afectara de tal modo una mujer con un vestido elegante y unas joyas. Llevaba anillos de zafiros y diamantes y una tiara de oro y diamantes que lanzaba pequeños destellos de luz. –Yo también me alegro de estar aquí –respondió ella–. Este es un mundo totalmente distinto al de Palm Beach. –Eso es verdad –asintió él, intrigado a su pesar–. Siento no haber podido ir a esperarte anoche a tu llegada. ¡Hay tanta tradición en este trabajo! Quinientos años de protocolo. –Lo comprendo. Claro que lo entendía. Ella había aceptado también aquel matrimonio a pesar de estar apasionadamente enamorada de otro hombre. –¿Quieres un refresco? Falta menos de una hora para la cena. –No, gracias, puedo esperar. –Me han dicho que no has comido nada hoy; ni anoche desde tu llegada. Ella le lanzó una mirada levemente burlona. –¿Cuál de mis ayudantes se ha chivado? –A mis cocineros les ha preocupado que rechazaras sus comidas. Temían que no fueran de tu agrado. –En absoluto. Las bandejas del desayuno y del almuerzo parecían deliciosas, pero yo era muy consciente de que a las cinco tendría que entrar en este vestido. –No estarás con una dieta de matarte de hambre, ¿verdad? Ella bajó la vista a su figura. –¿Parece que corra peligro de desaparecer? Zale frunció los labios. No, ella no tenía aspecto de matarse de hambre. El vestido cubría unos pechos firmes y, aunque la cintura era de avispa, las caderas también resultaban anchas y femeninas. Los tonos del vestido realzaban su piel suave y cremosa, el azul sorprendente de sus ojos y el rosa de sus generosos labios. Parecía exuberante y apetitosa.
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Zale sintió una punzada intensa de deseo y reprimió el impulso de tocarla. La presión en los pantalones había llegado a un punto casi insoportable. Hacía un año que no se acostaba con una mujer porque había querido respetar su compromiso con Emmeline, pero había sido un año muy largo y estaba impaciente por consumar su matrimonio, diez días después. Si se casaban. La miró y descubrió que ella lo miraba a su vez. Cuando sus ojos se encontraron, sintió un deseo fuerte y primitivo. Se juró que la haría suya aunque no la hiciera su reina. Hannah bajó la vista para romper el extraño poder que tenía Zale sobre ella. Cuando lo miraba a los ojos, de color ámbar y fuego, se sentía perdida, esclavizada por los sentidos, ahogándose en sexo y pecado. Hacía mucho que no sentía aquello... que no deseaba algo tanto que casi le dolía. Hacía mucho tiempo que no había ido en serio con nadie y más todavía que no había deseado que alguien la amara. Disfrutaba del sexo cuando lo compartía con alguien especial. El problema era que no había habido nadie especial desde que se graduara en la Universidad de Texas cuatro años atrás. Entonces tenía veintiún años y esperaba que su novio de la universidad le pidiera matrimonio, pero él rompió con ella y le anunció que estaba preparado para pasar página y empezar a salir con otras. Ahora, por primera vez desde que la dejara Brad, sentía algo. Por primera vez en cuatro años, deseaba algo. Nerviosa e incómoda, cruzó las piernas bajo la enagua y el vestido y sintió el roce del liguero de encaje en el muslo. La lencería de Emmeline. Recordó entonces que el viril Zale también pertenecía a Emmeline. Se levantó y miró brevemente a Zale mientras se alisaba la falda. –Si hay tiempo, me gustaría refrescarme un poco en mi habitación antes de la cena. –No nos llamarán al comedor hasta dentro de media hora. –¿Me disculpas, entonces? –Por supuesto. Enviaré a alguien a buscarte cuando sea la hora. Hannah salió deprisa de la estancia y subió las escaleras hasta su cuarto del segundo piso. Aquello era una locura. ¡Ojalá llegara pronto Emmeline y fuera libre de marcharse! Una vez en la suite, cerró la puerta y corrió a la mesilla, donde estaba su móvil. Comprobó si tenía mensajes, pero no había ninguno. Ni una sola palabra.
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Se llevó una mano al estómago vacío. Habían pasado horas desde el último mensaje de Emmeline. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no contestaba? Hannah luchó por calmarse. Quizá la princesa estuviera ya en camino. Tal vez volara en aquel momento hacia Raguva. Sintió un rayo de esperanza. Era posible. Pero cuando se consolaba con esa idea, sonó el teléfono. Era Emmeline. Hannah contestó de inmediato. –¿Estás aquí? –preguntó esperanzada–. ¿Has llegado ya? –No, todavía sigo en Florida –la voz de Emmeline vaciló–. Me está costando mucho salir puesto que tú tienes mi avión. ¿No podrías enviármelo de vuelta? –¿Has podido arreglar tus cosas? –No. –¿Estás bien? –No corro un peligro físico, si eso es lo que preguntas. Hannah captó en la voz de la princesa que esta estaba al borde del llanto. –¿Va todo bien por allí? –No –Emmeline respiró hondo–. ¿Cómo está Zale? ¿Tan frío como siempre? Hannah se sonrojó. –Yo no lo llamaría frío. –Puede que no. Pero es bastante sombrío, ¿verdad? Creo que no le gusto mucho. –Se va a casar contigo. –Por cinco millones de euros. –¿Qué? –Hannah, es un matrimonio acordado. ¿Qué esperabas? Hannah imaginó el rostro fuerte y atractivo de Zale, sus ojos inteligentes y su constitución alta y fuerte. –Quizá os enamoréis cuando empecéis a estar juntos. –Espero que no. Eso lo complicaría todo –Emmeline se interrumpió, habló con alguien que había en la habitación con ella y volvió al teléfono–. Buenas noticias. No tengo que esperar a mi avión. Un amigo de aquí tiene uno que puedo tomar esta noche. Llegaré por la mañana. Te pondré un mensaje en cuanto aterrice. Con un poco de suerte, nadie se dará cuenta de nada. «Con un poco de suerte», repitió Hannah para sí cuando colgó el teléfono con el corazón extrañamente pesado.
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Capítulo 2. Hannah se dijo que era un gran alivio que aquella farsa imposible estuviera a punto de terminar. Se dijo que se alegraba de irse por la mañana. Pero una parte de ella se sentía decepcionada. Zale la fascinaba. Se retocó el maquillaje y se ajustó la tiara antes de seguir a su dama de compañía por la serie de galerías y estancias que llevaban al gran salón comedor. Caminaban con ligereza, con las faldas susurrando a cada paso. Cuando cruzaban el salón Imperio, se vio en un espejo alto situado sobre la chimenea de mármol blanco. La imagen la sobresaltó. ¿De verdad tenía aquel aspecto? ¿Elegante, resplandeciente? ¿Guapa? Movió la cabeza. No podía creer que ella fuera así. No sabía que podía ser así. Nunca se había sentido guapa. Lista sí. Trabajadora, por supuesto. Pero su padre nunca había valorado su belleza física, nunca la había alentado a usar maquillaje o vestir bien, y por un momento deseó ser de verdad la chica hermosa del espejo. La dama de compañía se detuvo delante de unas puertas altas de madera. –Esperaremos aquí a Su Majestad –dijo. Hannah asintió. El rey Patek y sus asesores llegaron de pronto y la atmósfera se volvió eléctrica. Hannah contuvo el aliento. Zale Patek, alto y fuerte, prácticamente vibraba de energía. Nunca había conocido a un hombre tan vivo ni tan seguro de sí. Alzó la cabeza, lo miró a los ojos y la expresión que vio en ellos hizo que le diera un vuelco el corazón. –Estás preciosa –dijo él. Ella inclinó la cabeza. –Y tú también. –¿Estoy precioso? –Atractivo –ella se sonrojó–. Y regio. Él enarcó las cejas. Se abrieron las puertas y mostraron un salón inmenso, de dos pisos de altura. –¡Oh! –susurró Hannah, admirada por la grandeza medieval de la estancia. El enorme salón estaba iluminado casi exclusivamente por velas de color marfil colocadas en candelabros de plata situados a lo largo de la mesa. Había
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chimeneas de piedra en ambos extremos de la habitación, y tapicerías de color burdeos cubrían las paredes forradas de paneles de madera. El techo alto formaba un dibujo dorado intricado en el artesonado de madera oscura. Zale la miró con un amago de sonrisa. –¿Entramos? –le ofreció el brazo. Ella lo miró. ¿Sería tan malo que disfrutara de ser princesa por una noche? ¿Lo arruinaría todo que Zale le gustara un poco? Al día siguiente se iría a su casa y no volvería a verlo. ¿Por qué no podía ser feliz esa noche? Entraron juntos en el salón, donde estaban ya sentados los invitados en la mesa más larga que había visto Hannah en su vida. Sintió los ojos de todos en ellos y la conversación murió cuando se acercaron a los dos lugares que seguían vacíos en el centro de la mesa. –Es una mesa enorme –murmuró. –Sí –asintió él–. En su origen se construyó para cien personas. Pero hace quinientos años la gente debía de ser mucho más pequeña, o no les importaba apretarse más, porque no creo que hoy quepamos más de ochenta. Un mayordomo uniformado apartó la silla de Hannah mientras otro hacía lo mismo con la de Zale y se sentaron. –Y aun así –le susurró él–, como puedes ver, ochenta también dan calor. Una hora después, Hannah pensó que tenía mucha razón. Sentía calor y algo de claustrofobia mientras la cena de cinco platos seguía su curso. El vestido le apretaba las costillas y Zale era un hombre grande, de hombros amplios, que ocupaba mucho espacio. Y además estaban sus propias emociones, muy confusas aquella noche. Él la intrigaba y le hubiera resultado imposible ignorarlo aunque hubiera querido. Durante su empleo para el jeque Al-Koury, Hannah había organizado numerosas cenas y eventos y se había sentado al lado de incontables hombres ricos, pero ninguno le había hecho sentirse así. Nerviosa. Impaciente. Sensible. Al lado de Zale oía los latidos de su corazón, sentía el calor de su aliento y la piel se le puso de carne de gallina cuando él volvió la cabeza para mirarla a los ojos. Le encantaba que lo hiciera. Que fuera lo bastante fuerte y lo bastante seguro de sí mismo para mirar a una mujer a los ojos y sostenerle la mirada. Probablemente era lo más sexy que ella había experimentado en su vida.
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Y cuando no la miraba, le gustaba también el modo en que miraba a otros, en que observaba el mundo con intensidad y escuchaba con todo su ser... con mente y corazón, ojos y oídos. Zale la miró y a ella se le aceleró el corazón. –No todas las cenas serán tan largas como esta –dijo en voz baja y en inglés. Alternaban el inglés y el francés en honor a los invitados, pero siempre que se dirigía a ella lo hacía en inglés–. Esta se prolonga más de lo habitual. –No me importa –respondió Hannah, procurando hablar sin el menor acento texano–. El salón es hermoso y la compañía excelente. –Te has vuelto encantadora. –¿No lo he sido siempre? –No –él sonrió–. Hace un año no disfrutabas con mi compañía–. En nuestra fiesta de compromiso me esquivaste toda la noche –la sonrisa de él no llegaba hasta sus ojos–. Tu padre dijo que eras tímida. Yo sabía que no. Era una conversación extraña para tenerla allí, delante de ochenta personas. –¿Y por qué sabías que no? –preguntó ella. –Porque sabía que estabas enamorada de otro hombre y te casabas conmigo por deber. Hannah, nerviosa, se frotó los dedos en la falda. –Quizá deberíamos hablar de esto más tarde... –¿Por qué? –¿No tienes miedo de que nos oigan? Él la miró con intensidad. –Me da más miedo no obtener respuestas sinceras. Ella se encogió de hombros. –Pues pregunta lo que quieras. Es tu casa y tu fiesta y son tus invitados. –Y tú eres mi prometida. Ella alzó un poco la barbilla. –Sí. Él la observó durante un momento interminable. –¿Quién eres tú, Emmeline? –¿Cómo dices? –¡Eres tan distinta ahora...! Hace que me pregunte si eres la misma mujer. –¡Qué comentario más extraño! –Pero eres distinta. Ahora me miras a los ojos, tienes opiniones, una actitud. Ahora casi creo que puedes darme una respuesta sincera. –Ponme a prueba. Él achicó los ojos.
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–¿Lo ves? Hace un año no me habrías hablado así. –Nos vamos a casar dentro de diez días. ¿No debería ser directa? –Sí –él vaciló un momento, observándola todavía–. El amor romántico es importante para ti, ¿verdad? –Por supuesto. ¿Para ti no? –Hay otras cosas más importantes para mí. Familia, lealtad, integridad –la miró a los ojos como desafiándola a rebatirlo–. Fidelidad. Ella enarcó las cejas. –¿Pero el amor romántico no incluye todo eso? ¿Cómo puedes amar a otra persona y no entregarte en cuerpo y alma? –¿Tú nunca traicionarías a un hombre si lo amaras? –Nunca. –¿Y no perdonarías aventuras... aunque fueran discretas? –Por supuesto que no. –¿No esperas tomar un amante más tarde, cuando nos hayamos casado y hayas cumplido con tu deber? La pregunta sorprendió a Hannah. –¿Esa es la clase de mujer que crees que soy? –Creo que eres una mujer que se ha visto presionada a un matrimonio que no quiere. Hannah lo miró con la boca abierta, incapaz de pensar en una respuesta. Zale se inclinó hacia ella y bajó la voz. –Creo que tú quieres complacer a otros aunque eso tenga un precio terrible. –¿Porque he aceptado un matrimonio de conveniencia? –Porque has aceptado este matrimonio –él le sostuvo la mirada–. ¿Puedes hacer esto y ser feliz? ¿Puedes hacer que funcione este matrimonio? –¿Puedes tú? –preguntó ella, sonrojada. –Sí. –¿Por qué estás tan seguro? –Tengo disciplina y soy diez años más viejo. Tengo más experiencia de la vida y sé lo que necesito y lo que quiero. –¿Y qué quieres? –Prosperidad para mi país, paz en mi casa y herederos que aseguren la sucesión. –¿Eso es todo? ¿Paz, prosperidad y herederos? –Soy realista. Sé que no puedo esperar demasiado de la vida, así que procuro tener deseos sencillos. Objetivos que se puedan conseguir. –Eso me cuesta creerlo. Tú eres el futbolista que llevó a Raguva hasta la final de la Copa del Mundo. No se alcanza un éxito así sin tener grandes sueños. –Eso fue antes de la muerte de mis padres. Ahora mi país y mi familia son lo primero. Mis responsabilidades con Raguva superan a todo lo demás.
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El tono fiero de su voz hizo temblar por dentro a Hannah. Era un hombre intenso. Y muy físico. Todo en él expresaba virilidad... la curva del labio, la mejilla, la barbilla fuerte... –Necesito el mismo compromiso por tu parte –añadió él–. Si nos casamos, no habrá divorcio ni posibilidad de cambiar de idea. Si nos casamos es para siempre y, si no puedes prometer eso, no deberías estar aquí. Zale apartó bruscamente su silla y le tendió la mano. –Pero basta de conversaciones serias por hoy. Se supone que debemos celebrar tu llegada y las cosas buenas por venir. Vamos a mezclarnos con nuestros invitados e intentar disfrutar de la velada. El resto de la noche pasó con rapidez, pues todos querían tener la oportunidad de hablar con el rey Zale y la princesa Emmeline. Por fin, a las diez y media, Zale escoltó a Emmeline hasta su suite del segundo piso. Había sido una velada extraña. La llegada de ella le había producido sentimientos ambivalentes. La necesitaba allí por el tema del deber. Raguva necesitaba una reina y él herederos. Pero, a un nivel personal, sabía que ella no era la mujer a la que habría elegido por esposa. Zale conocía sus propios defectos... era muy trabajador y entregado. Pero también era leal. Esa era una cualidad que respetaba en sí mismo y valoraba mucho en los demás. Y sabía que quizá a Emmeline no le pasaba lo mismo. Sabía que no había sido mimada por sus padres. Estos habían sido más bien duros con ella, lo que había hecho que se sintiera desesperada por complacerlos. El mundo podía verla como una princesa resplandeciente y segura, pero su padre le había advertido que podía ser difícil a veces, terriblemente insegura. La advertencia del rey William d’Arcy le había preocupado. No necesitaba una esposa difícil e insegura y mucho menos una reina frágil y exigente. Pero su difunto padre había deseado mucho aquella unión. Y aunque llevaba cinco años muerto, Zale quería honrar sus deseos y confiaba en que, una vez que Emmeline llegara a Raguva, se asentaría y se convertiría en la esposa ideal que su padre había imaginado que sería. Habían llegado a la puerta de la suite y ninguno de los dos dijo nada por un momento. –Ha sido un día largo –musitó él finalmente. –Cierto –asintió ella.
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–Mañana por la noche será menos formal. Cenaremos a solas, así que será relativamente fácil. Ella asintió. Sus ojos azules contenían una emoción que él no podía descifrar. –Estoy segura de ello. Él la observó y se preguntó cómo era posible que aquella mujer cálida fuera la Emmeline remota y fría del año anterior. –¿Hay algo que necesites y no te hayamos proporcionado? –preguntó. –Todo ha sido maravilloso. –¿Entonces te alegras de estar aquí? Ella le dedicó una sonrisa trémula. –Por supuesto. Zale no supo si fue el brillo inexplicable de lágrimas en sus ojos o aquella sonrisa vacilante, pero la princesa más hermosa de Europa pareció de pronto tan sola y vulnerable que él se acercó, le puso una mano en la espalda... y encontró piel desnuda. Ella echó atrás la cabeza y la mano de Zale bajó más por la piel cálida. La atrajo hacia sí y ella respiró con fuerza. Bajó la cabeza y la besó en los labios. Iba a ser un beso breve, un beso de buenas noches, pero cuando los labios de ella temblaron bajo los suyos, sintió una oleada de deseo. La atrajo más hacia sí. Emmeline se estremeció y a Zale se le aceleró el pulso. Lo embargó la necesidad de poseerla y profundizó el beso, tomándola como si ya le perteneciera. La presión insistente de sus labios le hizo a ella abrir los suyos. La sensación de las caderas de Emmeline contra las suyas hizo que la sangre le rugiera en los oídos y lo instó a darle unos pequeños mordiscos en la boca que la hicieron estremecerse de placer. Era sensible y receptiva. Su cuerpo temblaba. Zale bajó más la mano, hasta apoyarla en la curva de su trasero, y ella dio un respingo que hizo que sus pezones, erectos, le rozaran el pecho. El deseo le invadió las venas. Ella era deliciosamente suave, y la deseaba con tanta intensidad que le palpitaba el cuerpo. Y sabía tan dulce... Zale quería arrancarle el vestido, desnudarla y explorar todas sus curvas y huecos... como la base de la columna, el espacio detrás de la rodilla o la suavidad entre sus muslos. Quería estar entre sus muslos. Quería abrirle las rodillas y...
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Volvió a la realidad. ¿Qué narices hacía? Estaban en el pasillo, a la vista de las cámaras ocultas que transmitían imágenes a los encargados de la seguridad. Alzó lentamente la cabeza y la miró a los ojos. Los de ella estaban oscuros y nublados; tenía los labios hinchados y la expresión confusa. –Me temo que hemos dado un espectáculo a los de seguridad –comentó él con voz baja y ronca. Ella se ruborizó. –Lo siento. Él le apartó un mechón de pelo rubio de la mejilla. –Yo no. Buenas noches, Alteza. Emmeline lo miró un momento. –Adiós. Entró en su cuarto y cerró la puerta.
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Capítulo 3. Hannah entró en su suite con el corazón galopante y el cuerpo tembloroso. Se apoyó un momento largo en la puerta cerrada y se llevó una mano a la boca. Lo había besado apasionadamente. Lo había besado como si se estuviera ahogando, y quizá era así. ¿Cómo iba a poder irse al día siguiente y no volver a verlo? Pero no podía quedarse. Él no deseaba a Hannah, quería a Emmeline. Y hasta eso le dolía. ¿Cómo podía querer a la princesa, a la que no le importaba nada, cuando a ella le importaba ya demasiado? Y eso era lo que más la confundía y enfurecía. ¿Cómo podía importarle Zale? Lo había conocido aquel día. Había pasado cinco o seis horas con él. No era posible que sintiera nada por él. ¿Por qué, entonces, se sentía enferma y desesperada? –Alteza –Celine, su doncella, salió del vestidor con un camisón y una bata–. No la he oído volver. ¿La he hecho esperar? Hannah parpadeó y se apartó de la puerta. –Acabo de llegar. ¿Puedes ayudarme a quitarme este vestido, por favor? *** Después de dejar a Emmeline, Zale se obligó a apartarla de su mente y concentrarse en otras cosas... como Tinny. Se dirigió a su lado del palacio y paró en la habitación de su hermano menor. Nunca se acostaba sin pasar antes a verlo. Abrió la puerta de la sala de estar de Tinny y vio que estaban todas las luces apagadas menos la pequeña lámpara que había encima de la estantería en la pared más alejada. La luz nocturna de Tinny, que no podía dormir sin ella. Constantine, o Tinny, como lo había llamado siempre la familia, tenía que haber ido con sus padres en el viaje fatídico del avión que se estrelló, pero en el último momento les había suplicado que lo dejaran viajar a St. Philippe, su isla privada en el Caribe, al día siguiente con Zale. Cinco años después, Zale seguía dando gracias a diario porque Tinny no hubiera estado a bordo. Era toda la familia que le quedaba, pero su hermano todavía echaba mucho de menos a sus padres, todavía preguntaba por ellos con la esperanza de que quizá volvieran algún día. –Majestad –susurró la señora Sivka, la niñera de noche de Tinny. Salió de las sombras en camisón–. Está bien. Duerme como un corderito.
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–Siento no haber pasado antes a darle las buenas noches. –Sabía que esta noche había algo muy importante y no vendría –la señora Sivka sonrió–. ¿Cómo ha ido, Majestad? ¿Es tan hermosa como dicen? Zale sintió una opresión extraña en el pecho. –Sí. –Tinny está deseando conocerla. Hoy no hablaba de otra cosa. –La conocerá pronto, lo prometo. –¿Mañana? –No, todavía quedan algunas cosas que aclarar. –Lo comprendo. El príncipe Constantino conocerá a su prometida cuando sea el momento oportuno –la mujer sonrió–. Estoy orgullosa de usted. Sus padres también lo estarían. Se merece todo lo bueno que le pase. –Usted no puede decir otra cosa –musitó Zale–. También fue mi niñera. –Eso es verdad. Y mírelo ahora. Él sonrió. –Buenas noches, señora Sivka. –Buenas noches, Majestad. Zale se dirigió a su habitación. Tenía la sensación de llevar toda la noche en una montaña rusa de emociones y eso no le gustaba. Raramente se dejaba llevar por los sentimientos. Pero Emmeline lo tenía confuso. No era como la recordaba. No se parecía nada a la princesa fría del pasado y esa noche había conseguido llegarle muy adentro. Aquello no era bueno. Los dos sabían que la suya no era una unión por amor sino un acuerdo bien orquestado con incentivos económicos importantes. Cada paso de su relación estaba descrito y detallado en el borrador final del documento de setenta páginas que firmarían por la mañana. Podía desearla y disfrutar de ella, pero no podía olvidar que su relación era, ante todo y sobre todo, un negocio. Y eso implicaba que no podía permitirse dejarse distraer por una hermosa cara y un cuerpo exuberante. Por suerte, él era famoso por su disciplina. La misma disciplina que lo había hecho triunfar en los estudios y los deportes y lo hacía tener éxito ahora como soberano de Raguva. Al criarse como el segundo de tres hijos, había tenido que soportar pocas presiones. Nadie tenía expectativas demasiado elevadas para él. Pero Zale sí las tenía para sí mismo. Desde muy joven había estado decidido a encontrar su lugar en el mundo, a hacerse un hueco que fuera únicamente suyo. Y así,
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mientras su hermano Stephen, el príncipe heredero, aprendía los fundamentos de dirigir una monarquía, él aprendía a jugar al fútbol. Su hermano mayor sería rey algún día y él jugaría al fútbol profesional. Zale tenía dieciséis años y estudiaba en un internado de Inglaterra cuando diagnosticaron leucemia a su hermano mayor, de diecinueve. Sus padres y Tinny se habían trasladado a Londres para estar con Stephen durante los tratamientos de quimio y radio. Stephen había luchado duro durante tres años. Había soportado dolores terribles con la esperanza de que el tratamiento venciera a la leucemia. Zale se había sentido impotente. No había nada que pudiera hacer ni por Stephen ni por sus padres. Así que se había volcado en el deporte porque necesitaba su propia batalla. Había entrenado duro, pues pensaba que era lo mínimo que podía hacer. Stephen luchaba por su vida y él también debía luchar. Después de terminar el bachillerato, había seguido a su hermano a Oxford, donde había entrado en el equipo de fútbol. En su segundo año, el equipo había ganado la liga universitaria. Stephen había estado presente en el último partido. Había insistido en ir, y su padre, el rey de Raguva, había empujado a su frágil primogénito al interior del estadio en una silla de ruedas. Nadie había animado tanto como Stephen durante el partido. Había muerto una semana después. Zale se había culpado. El día del estadio había sido demasiado para su hermano. Zale no recordaba nada de su último año en Oxford. Solo se sentía vivo en el campo de juego. Cuando se graduó, se lo disputaron cuatro equipos. Había firmado con un club importante de España en contra del criterio de sus padres, que querían que regresara a Raguva. Había pasado a ser el príncipe heredero, pero él no quería ser rey. Tenía un amor, una pasión, un sueño. Era el fútbol. «Fútbol», pensó Zale cuando entraba en la suite de cuatro habitaciones que habían ocupado todos los reyes de Raguva en los últimos quinientos años. Su ayuda de cámara lo esperaba en el vestidor. –¿Ha sido una buena velada, Majestad? –preguntó mientras lo ayudaba a quitarte la chaqueta. –Sí, Armand, gracias –respondió. No, no había querido ser rey, pero cuando murieron sus padres, no tuvo más remedio que volver a casa. Y había centrado su gran disciplina y su ambición en su reino.
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Sería un gran rey. Se lo debía a su gente, a sus padres y sobre todo a Stephen. Hannah durmió mal esa noche y dio muchas vueltas en la cama soñando con su marcha y con Zale. Se despertó repetidamente para mirar el reloj, ansiosa por la hora, ansiosa por llegar al aeropuerto por la mañana. A las tres salió de la cama y corrió las cortinas para mirar el cielo nocturno y la luna en cuarto creciente. Al fin amaneció y la luz rosa y amarilla atravesó el horizonte. Hannah yació un momento en la cama viendo subir el sol lentamente y el amarillo y el rosa dar paso al dorado y el coral. Sería una mañana hermosa, sin ninguna nube a la vista. Detrás de la ciudad amurallada había montañas verdes y delante se extendía el Mar Adriático. Hannah miraba desde la ventana para luego recordarlo todo. Las montañas escarpadas, las casas de piedra clara y las murallas. Los tejados rojos. Campanarios y torres. El brillo del sol sobre el agua. Esa mañana la capital de Raguva parecía mágica, como si hubiera salido de un cuento de hadas. Sintió una opresión en el corazón y se dio la vuelta. Se iba a casa. De vuelta a su trabajo y a su mundo. Pero antes se ducharía y después se vestiría y recogería los pocos objetos personales que había llevado consigo en una elegante bolsa de compra que había encontrado unos días atrás. Esa bolsa de compra formaba parte de su plan de «fuga». Un plan relativamente sencillo. Cuando recibiera la llamada de Emmeline, saldría de compras. Un chófer la llevaría a una boutique de moda y desde allí irían al aeropuerto, donde Emmeline y ella se encontrarían en los aseos e intercambiarían la ropa que llevaban. Después de bañarse, Hannah buscó un vestido del vestuario de Emmeline que les valiera a ambas. Optó por uno de color ciruela con cuello bordado y mangas estilo capa que se podía llevar con un cinturón dorado. Hannah se lo pondría sin cinturón, pero se llevaría este en el bolso para que Emmeline, que era al menos cinco kilos más delgada, pudiera evitar que el vestido le quedara muy ancho. Se recogió el pelo en un moño francés informal y añadió unos pendientes clásicos de oro. Cuantas menos cosas tuviera que ponerse y quitarse, mejor. Cuando estuvo lista, pidió café y apareció un lacayo con café y cruasanes. Hannah mordisqueó uno mientras esperaba la llamada de Emmeline.
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Pasaron dos horas y a las nueve llegó lady Andrea para comentar la agenda del día con ella. –Será un día ajetreado –dijo la mujer cuando se sentaron en la sala de estar de la suite y abrió su agenda–. A las diez tiene una cita con Su Majestad y sus abogados en los aposentos de Su Majestad, y a las once la maquillarán y peinarán para posar para su primer retrato oficial. Después, si hay tiempo, el señor Krek le dará una gira por el palacio. Esta noche tiene una cena privada con Su Majestad y unos pocos invitados. Lady Andrea la miró. –¿Alguna pregunta? –¿Cuál es el propósito de la reunión con Su Majestad y los abogados? –Creo que tiene que firmar unos papeles. Hannah sintió un amago de pánico. –¿Qué papeles? –El acuerdo prematrimonial, Alteza, donde se especifican la separación de bienes así como los acuerdos de custodia de los hijos en caso de disolución del matrimonio. Hannah abrió la boca y volvió a cerrarla. Era de esperar que Zale y Emmeline tuvieran un acuerdo prematrimonial, pero ella no firmaría ningún documento legal en nombre de la princesa. Miró su reloj. Eran las nueve y cuarto. Faltaban solo cuarenta minutos para la reunión con Zale y los abogados, y aunque Emmeline aterrizara en aquel momento, sería imposible intercambiarse con ella antes de entonces. Tendría que ganar tiempo, posponer la reunión hasta más tarde. –¿Puede comunicar a Su Majestad que me gustaría aplazar la reunión de esta mañana a esta tarde o a mañana por la mañana? Quiero tener tiempo de revisar los documentos antes de firmar nada. Lady Andrea vaciló, pero asintió. –Por supuesto, Alteza, hablaré con el secretario de Su Majestad a ver si podemos cambiar la reunión. También pediré que le envíen inmediatamente copias de los documentos. En cuanto se quedó sola, Hannah miró su móvil. No había nada. ¿Pero por qué? Se llevó dos dedos a las sienes para intentar aliviar la presión en su cabeza. ¿Dónde estaba Emmeline? Le envió un mensaje de texto preguntándole dónde estaba y a qué hora llegaría y paseó por la suite esperando respuesta. Pero pasaron los minutos sin tener noticias de Emmeline. Lady Andrea regresó sonrojada. –Alteza, Su Majestad no puede cambiar la reunión de esta mañana. Me ha pedido que le recuerde que usted aprobó los documentos hace dos semanas.
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–Entiendo –respondió Hannah con pánico, pues no sabía qué creer–. Pero ahora no me encuentro lo bastante bien para firmar nada. Por favor, comuníquele mis disculpas... –se interrumpió porque el teléfono empezó a vibrar. Era Emmeline. ¡Gracias a Dios! Hannah miró a lady Andrea y sonrió débilmente. –Por favor, intente cambiarlo para después del almuerzo. Estoy segura de que esta jaqueca habrá desaparecido para entonces. No esperó a que se cerrara la puerta para leer el mensaje. No pudimos lograr que aprobaran el plan de vuelo anoche. Estamos intentando conseguir permiso ahora. No te asustes, llegaré pronto. Besos, Emme Hannah estuvo a punto de lanzar el teléfono contra la pared. ¿Cómo no se iba a asustar? –No –parpadeó para reprimir las lágrimas con el corazón latiéndole con fuerza–. ¡No, no, no! Estaba tan furiosa y frustrada que no oyó la llamada a la puerta exterior ni se dio cuenta de que se había abierto. Aunque no oyó entrar a nadie, sintió inmediatamente que no estaba sola. Hasta la energía de la habitación parecía distinta. Alzó la cabeza con los dedos inmóviles en el pequeño teclado del teléfono. Zale. Y estaba enfadado. Hannah lo vio en su expresión y la tomó por sorpresa. –¿Qué ocurre? –preguntó. –¿A qué viene esto? –replicó él. Se acercó con rostro sombrío, mirándola a los ojos. Hannah respiró con nerviosismo, abrumada por la intensidad de él. –No comprendo –respondió, y retrocedió un paso. Zale siguió andando hacia ella. –Yo tampoco –respondió con voz tensa–. Explícame por qué has cancelado la reunión. Ella tropezó con la delicada mesita de café que había entre el sofá de seda rosa y los sillones. No tenía más sitio al que huir. –Me he despertado con jaqueca y va a peor. –Seguro que puedes soportar media hora de reunión. –No puedo. Me duele tanto que apenas puedo leer. –Te leeré yo.
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Aquel sarcasmo le molestó. ¿Por qué se mostraba tan inflexible? –Seguro que podemos aplazar... –No. –¿Y por qué no? –preguntó ella, igualmente cortante. –Porque los abogados están aquí –repuso él–, los documentos están listos y hay que firmarlos ahora. –¿Aunque no me encuentre bien? Él apretó los labios. –Tenía que haber sabido que tus juegos no habían terminado. –Esto no es un juego. –¿Qué quieres ahora? ¿Cómo pretendes aumentar las apuestas? ¿Quieres pedir diez millones por cada hijo? ¿Qué es esta vez? –¡Eso es una locura! –Sí, ¿verdad? Pero así es como juegas tú. –No. Te equivocas. No cambio nada ni pido nada que no sea un aplazamiento para poder tomarme una medicina y tumbarme hasta que esté mejor. –¿Qué te pasa? –Ya te lo he dicho. Tengo jaqueca. –¿De verdad? –él la miró de arriba abajo. –Sí –contestó ella; alzó la barbilla y lo miró a los ojos, retándolo a llamarla mentirosa. Había sido criada por un hombre duro. Su padre no toleraba tonterías, pero le había enseñado que los hombres tenían que ser caballeros y tratar a las mujeres con amabilidad y respeto. Y Zale Patek no la trataba así. –Si no me crees, puedes llamar a un médico y pedirle que me examine para convencerte. –Eso no será necesario. –Yo creo que sí. Está claro que dudas de mi sinceridad, has cuestionado mi integridad... –No lo he hecho. –Sí lo has hecho. Has sido maleducado. ¿Y por qué? ¿Por un contrato prematrimonial? En los ojos color ámbar de él brillaron puntitas doradas. –Fue tu padre el que quiso el contrato. Se ha preparado por insistencia suya y con un gasto considerable, así que no me cargues eso a mí. Hannah palideció. ¿El contrato había sido idea del padre de Emmeline? ¿Qué clase de padre era el rey William de Brabant? –Están todos aquí por tu causa – añadió Zale–. Cinco abogados. Dos de ellos han venido desde tu país y otro desde América, y no voy a decirles a todos que se retiren a sus habitaciones hasta mañana.
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Tenía razón. ¿Pero qué podía hacer ella? ¿Firmar como Emmeline? Imposible –Sí –dijo con firmeza–. Eso es exactamente lo que haces si tu futura reina está enferma y no puede asistir a la reunión. Zale respiró hondo. Soltó el aire. En su barbilla se movió un músculo. –Te pido disculpas –dijo entre dientes–. No pretendía mostrarme insensible. Por supuesto, tu salud es lo primero. Todo lo demás puede esperar. Hizo una breve inclinación de cabeza y salió de la estancia.
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Capítulo 4. Hannah se dejó caer en el sillón más cercano; el corazón le latía con tanta fuerza que tenía ganas de vomitar. Por un momento no pudo pensar, demasiado alterada por la confrontación con Zale para hacer otra cosa que no fuera procesar lo que acababa de ocurrir. Él estaba muy enfadado y su enfado parecía personal. Como si estuviera disgustado con ella. ¿Por qué? No le había pedido que cambiara el documento ni había dicho que no lo firmaría; simplemente había pedido un aplazamiento. Recordó algo que él había dicho. «Tenía que haber sabido que los juegos no habían terminado». Y había añadido algo de subir las apuestas y pedir millones porque así era como jugaba ella. Había intentado intimidarla y la había acusado de jugar. ¿Quién se creía que era para tratar así a una mujer? Salió tras él y lo alcanzó cuando bajaba la gran escalinata. –Quiero que hablemos un momento –dijo. Él se volvió a mirarla y alzó los ojos sorprendido. –Tu jaqueca parece estar mucho mejor. –No lo está –ella se sonrojó–. Y me debes una disculpa. Has sido maleducado. –¿Yo he sido maleducado? –Y cruel. Deberías avergonzarte. No puedo creer que tus padres te educaran así. Él se ruborizó y sus ojos brillaron de furia. –Yo podría decir lo mismo de ti. Prometida conmigo y jugando con otros... –¡Cómo te atreves! –Ahórrame el teatro. Lo sé, Emmeline. Sé la verdad. –¿Qué verdad? –Sé por qué fuiste a Palm Beach. Sé lo que hacías allí. –Asistir a desfiles de moda, a cenas y a un partido de polo benéfico. –¡Qué buena actriz eres! ¡Partido de polo benéfico! Esa sí que es buena. Te aferras a tu historia, ¿verdad? –No sé de qué me hablas. –No entres en eso –Zale se reunió con ella en la parte superior de la escalera y la intensidad de su mirada hizo que Hannah se sintiera sorprendentemente vulnerable. –¿Qué significa «eso»? –preguntó con fiereza, con el corazón latiéndole con fuerza.
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–Emmeline, lo sé. Sé por qué fuiste a Palm Beach. Sé que fuiste para verlo. Sé que en Florida has pasado todo el tiempo posible con él. Hannah inhaló con fuerza, atónita. No podía ser. Emmeline no podía haber estado con otro cuando estaba prometida con el rey Patek. ¿O sí? –No – susurró, porque no quería creer que la hermosa y encantadora Emmeline d’Arcy fuera infiel–. Eso no es verdad. –No insultes a mi inteligencia. Ya es bastante malo que te hayas visto con él durante todo el compromiso; no me mientas también. Os han visto juntos constantemente. Más de un amigo mutuo se ha preocupado lo suficiente para llamarme y contármelo. Hannah sintió frío. Aquellas palabras la ponían enferma. –¿Qué amigos? –murmuró, horrorizada al pensar que Zale y Emmeline tuvieran una relación así. ¿Cómo podían casarse sin desconfiaban tanto el uno del otro? ¿Dónde estaba en amor y el respeto? –¿Importa qué amigos? – respondió él–. Es la verdad. Has estado con Alejandro todo el tiempo que has podido. Ni siquiera estaba seguro de que fueras a venir aquí. Hannah sentía el corazón enfermo. ¿Por eso había querido Emmeline cambiarse por ella? ¿Porque quería más tiempo con su amante? No, no podía ser... ¿Emmeline era tan fría y calculadora? Movió la cabeza, confusa y traicionada, y deseó no haber empezado nunca aquella farsa. Había creído que era una broma inocente hacerse pasar unas horas por Emmeline, pero allí había mucho más en juego. Países. Reinos. El respeto de un hombre por sí mismo. Apartó la vista. –Lo siento –musitó, aun sabiendo que esas palabras no significaban nada, pues Emmeline seguía aún fuera de allí y la farsa continuaba a expensas de Zale Patek. Su padre se avergonzaría de ella si la viera en ese momento. La había educado para ser fuerte, independiente y sincera. Sincera. Pero ella no era sincera en aquel momento. Y Zale se merecía algo mejor. Como mínimo, merecía la verdad. –Pero has venido –dijo él después de un momento–. ¿Tienes intención de quedarte o solo estás esperando una oportunidad de escapar? Hannah abrió los labios. ¿Pero qué podía decir? Nada. Cerró la boca y lo miró con el corazón dolorido. Deseaba contárselo todo, pero no sabía por dónde empezar.
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Y entonces él se volvió con la mandíbula apretada y bajó las escaleras. Zale necesitaba aire. Cruzó el vestíbulo central, siguió por un pasillo y salió del hermoso palacio por su ala favorita, la que pertenecía al castillo original, una torre de piedra construida casi mil años atrás con paredes gruesas y un parapeto para que patrullaran los soldados. De niño aquel era su escondite favorito, un lugar donde sus hermanos no podían encontrarlo y al que sus padres no iban. Arriba en la torre se sentía libre. Ahora necesitaba esa libertad. Necesitaba libertad para pensar y libertad para respirar. Recorrió el parapeto con sus maravillosas vistas de la ciudad medieval amurallada colocada entre la ladera verde de la montaña y el azul del Mar Adriático. Había perdido el control en la habitación de Emmeline y estaba a punto de perderlo otra vez. ¿Estaba ella loca o lo estaba él? ¿Cómo era posible que una mujer pareciera cosas tan distintas? Ella era muy diferente a lo que él había esperado. Siempre había sido hermosa, pero nunca tan fiera ni tan fuerte. Porque ahora era fiera, animosa, cálida... compleja. Luchó por recordar a la princesa que había conocido en la fiesta de compromiso un año atrás. Todavía se parecía a aquella, aunque en una versión más sana y atlética, y seguía siendo inteligente y buena conversadora, pero todo lo demás era distinto. Sus expresiones. Sus gestos. Su entonación. Todo eso había cambiado, y no lo comprendía. No la entendía a ella. Eso era lo que más le preocupaba. ¿Cuál era la verdadera Emmeline? ¿La mujer reservada y fría a la que había comparado una vez con una hermosa estatua de mármol, o la mujer cálida y encantadora de ahora, que se sonrojaba fácilmente, hablaba con rapidez y había respondido a su beso de la noche anterior con pasión? Si él fuera un hombre en lugar de un rey, quizá podría elegir sentimiento y pasión. Pero era un rey. Y responsable del futuro de su país. Necesitaba una princesa.
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La princesa apropiada. Emmeline era hermosa, pero no parecía la princesa adecuada. Aunque él valoraba la pasión, necesitaba seguridad y fuerza de carácter. Emmeline ahora parecía fuerte. ¿Pero era real o una interpretación? Y el hecho de que no lo supiera a nueve días de la boda era un gran motivo de alarma. ¿Cómo podía arriesgar el futuro de su país a un enigma, un interrogante? Ni podía ni lo haría. Pero si iba a acabar con aquello, tenía que hacerlo pronto. Aceptaría la culpa de la ruptura, pagaría la multa y quedaría libre. Cuanto más lo pospusiera, peores serían las repercusiones. En la suite, Hannah se sentía enferma y caminaba nerviosa por la sala de estar. Debería haberle confesado a Zale quién era, haberle pedido que la perdonara por su colaboración en el engaño y haberse ido a casa. Pero no lo había hecho. Seguía paseando cuando lady Andrea llamó con gentileza a la puerta y la abrió. –¿Alteza? Los estilistas están preparados. ¿Empezamos? Hannah abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. Se había metido demasiado en aquello y ya solo le quedaba esperar que llegara Emmeline para poder escapar. –Sí. Casi tres horas después del enfrentamiento con Zale, seguía sentada en una silla ante el tocador, viendo a Camille, la estilista personal de Emmeline, dar los últimos toques a su peinado. –No vuelva a teñirse el pelo usted misma, ¿de acuerdo, princesa? Si quiere un tono más oscuro o ponerse mechas, dígamelo. –De acuerdo –asintió, dispuesta a aceptar todo con tal de terminar con aquella sesión maratoniana. Teresa, la maquilladora personal de Emmeline, se apartó para mirarla después de trabajar media hora en su rostro. –Perfecta –murmuró, asintiendo con aprobación–. ¿Qué le parece, Alteza? ¿Hay algo que quiera cambiar? Hannah se miró al espejo. Nunca había sido tan rubia y las líneas sutiles del lápiz de ojos y el rímel realzaban el azul de sus ojos. Los labios iban pintados de un discreto rosa brillante y su vestido de alta costura con escote en forma de «V» y mangas largas y rectas le hacía sentirse muy sofisticada.
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–Nada –respondió, atónita por lo mucho que se parecía a la princesa Emmeline–. Estoy... estoy... –buscó las palabras exactas, pero no pudo encontrarlas. –Espectacular –dijo una voz profunda desde el umbral. Hannah apretó con fuerza los brazos de la silla y su mirada se encontró con la de Zale a través del espejo. Él ya no estaba enfadado, solo sombrío, pero ella no estaba preparada para verlo. Ya se habían dicho demasiado ese día. Zale alzó una mano para despedir a las estilistas. –Queremos intimidad, por favor. Hannah tragó saliva. Él tardó un momento en romper el silencio. –Esta mañana no he manejado bien la situación. Hannah no esperaba oírle decir eso. –Supongo que tú nunca cancelas una reunión por un dolor de cabeza –musitó. –No. –Ni tampoco dejaste nunca que un dolor de cabeza te impidiera jugar un partido. –Definitivamente, no. –¿Jugabas con dolor? –Mi trabajo era jugar, no sentarme en el banquillo. –O sea que no hay excusas –musitó ella. –No. En aquello sí se parecía al padre de Hannah, que también era fuerte, física y mentalmente, y la había educado para que se esforzara siempre al máximo. –Entonces entiendo que te enfadaras tanto conmigo –contestó ella–. Pero esta mañana no lo entendía; pensaba que eras un matón. –¿Un matón? –Un hombre poco razonable que quería amedrentarme. Zale pareció sobresaltarse y después sonrió brevemente. –¿Hemos cometido un error, Emmeline? –preguntó. Ella lo miró sorprendida. –¿Qué? –Me pregunto si nos estamos empeñando en algo que no debería ser. Hannah lo miró; estaba demasiado atónita para hablar. –Nunca ha sido fácil entre nosotros –añadió él–. Yo sé por qué he seguido adelante, ¿pero por qué lo has hecho tú? Hay media docena de príncipes con los que podrías casarte en este momento. Podrías elegir a cualquiera de ellos.
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–Pero te elegí a ti –lo interrumpió ella, porque Emmeline lo había elegido y, aunque quizá no lo amara, seguramente quería ser reina de Raguva. –¿Por qué? –Por lo mismo que me elegiste tú. Nuestras familias lo aprobaban, nuestros países forjarán una alianza más fuerte y la siguiente generación estará segura. Zale se pasó una mano por la barbilla. –Me gustaría poder creerte. Ella se enderezó en la silla. –¿Por qué no me crees? –Por tu comportamiento del año pasado. Los fines de semana secretos con tu novio argentino, las prolongadas negociaciones del contrato, tu negativa a pasar tiempo conmigo hasta ahora –él se encogió de hombros–. Con esas tres cosas juntas, sería un tonto si confiara en ti. –Serías más tonto si me dejaras marchar –repuso ella. Algo brilló en los ojos de él. –¿Por qué? –Tu país ha tenido los mismos problemas económicos que el resto de Europa, pero tú tienes planes para darle la vuelta a eso y esos planes me incluyen a mí – Hannah intentaba montar un argumento con los artículos que había leído en internet sobre el impacto que tendría la boda real en Raguva: aumento del turismo, mayores recursos financieros y publicidad–. La popularidad de Raguva ha subido mucho desde que anunciamos nuestro compromiso. La costa es la nueva Riviera y el público no se cansa de nosotros ni de la boda. La emisión por televisión de nuestro enlace dará millones a tu tesoro. ¿Estás dispuesto a tirar todo eso por un capricho? –No es un capricho. Llevo mucho tiempo preocupado por tu idoneidad. –¿Y entonces por qué has llegado hasta aquí? Solo faltan nueve días para la boda. Él achicó los ojos y tardó en contestar. –Me gusta la confianza en las mujeres, Emmeline, pero tú eres descarada. Llevas meses luciéndote con tu novio, ¿y ahora esperas que ignore mi criterio y me case contigo? Hannah se ruborizó. –No hay ningún novio. –Emmeline, sé todo lo de Alejandro. Lleváis años juntos. –Eso era antes de prometernos. Ya no estamos juntos. Él la miró sombrío. –¿Y cómo explicas tu foto con él en el partido de polo en Palm Beach? –Era un evento benéfico y me fotografié con todo el mundo. ¿Por qué no me preguntas
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por las fotos que me hice con los equipos inglés o australiano? –Porque no estás enrollada con ninguno de sus jugadores. –No estoy enrollada con nadie. Esto aquí, prometida contigo. –En cuerpo sí, pero en espíritu no. –Eso no puedes saberlo –Hannah no quería ser responsable del final de la relación entre Zale y Emmeline. Si querían romper, tendrían que hacerlo ellos en persona, no a través de ella–. Tú ves solo mis defectos –comentó. –Quizá porque tus defectos superan tus virtudes. Ella movió la cabeza. –No me das ninguna posibilidad. –¡Te he dado doce meses de ellas! –Pero estoy aquí, he venido. Sigamos el maldito partido, Zale. –¿Qué significa eso? –Que estamos todavía al principio del partido y tú quieres tomar la pelota y salir del campo. Faltan nueve días para la ceremonia, nueve días para descubrir lo que es real y lo que no. Suelta el balón y dame la oportunidad de jugar. –¿Qué sugieres? –Que usemos ese tiempo para aprender a conocernos, que nos esforcemos por ver si puede funcionar antes de tomar una decisión precipitada. Él la miró escéptico. –Suena razonable excepto por una cosa. No podemos cancelar la boda en el último momento, cuando la gente haya incurrido ya en gastos para llegar aquí. Sería una pesadilla de relaciones públicas. –Cinco días y tomamos una decisión. –Cuatro –replicó él–. Y si dentro de cuatro días no estoy convencido, se acabó. No habrá más negociaciones, ¿entendido? Hannah alzó la barbilla y le sostuvo la mirada con expresión decidida. –Lo comprendo perfectamente, pero debes saber que soy dura. Juego duro. Y juego para ganar.
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Capítulo 5. En cuanto Zale salió de la suite, Hannah agarró el teléfono para llamar a Emmeline. Salió el buzón de voz. –Tienes que llegar cuanto antes, Emmeline. Zale amenaza con suspender la boca. Date prisa. Acababa de colgar cuando entró lady Andrea. –Alteza, Monsieur Boucheron, el pintor, está preparado. Hannah deslizó el teléfono en un cajón de la cómoda y siguió a lady Andrea hasta el salón de la reina, donde el pintor había instalado su caballete. Allí pasó dos horas sentada inmóvil en una silla sin brazos, con la suave luz de la tarde iluminando sus hombros y rostro. No se movió ni protestó, pero su aparente calma era fingida. En su interior estaba muy nerviosa. ¿Y si Emmeline retrasaba deliberadamente su llegada para estar más tiempo con su novio? ¿Y si había hecho aquello para vivir un largo encuentro romántico con el tal Alejandro? –¿Un descanso? –sugirió el pintor–. Creo que es hora de que se estire un poco. Hannah asintió y corrió a su habitación. Esa vez consiguió hablar con Emmeline. –No he entendido tu mensaje –le dijo la princesa–. No se oye bien. –¿Estás con Alejandro? –¿Qué? –Ya sabes, tu novio argentino, el jugador de polo. –¿Cómo lo sabes? –Por Zale. No está contento. Tienes que venir hoy y aclarar esto antes de que sea tarde. –Sabes que estoy intentando... –No, Emmeline. No lo sé. Y creo que no lo intentas mucho porque esto se está desmoronando. –¡Pues esto también se desmorona! –Zale quiere romper el compromiso. Cree que no sois compatibles. –¿Cómo puede decir eso? ¡Nunca ha pasado tiempo conmigo! –Precisamente. Si quieres salvar el matrimonio, tienes que llegar pronto, porque nos ha dado, bueno a ti, te ha dado a ti, cuatro días para probar que eres la idónea para casarte con él.
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–No podré llegar antes de mañana como muy pronto, así que te toca convencerlo durante veinticuatro horas de que sí quiere casarse conmigo. –¡Pero yo no soy tú! –Pues sé tú misma. Arregla las cosas. Sé que puedes. –¿Por qué voy a hacerlo? ¿Qué has hecho tú por mí? –¿Qué quieres que haga? Hannah alzó los ojos al cielo. –Solo quiero que vengas y me saques de este lío. Esta es tu relación. Tu compromiso. –¡Lo sé! –a Emmeline se le quebró la voz–. Lo sé. Pero estoy en un lío y todavía no veo mi camino con claridad. –¿Quieres casarte con Zale? –¡Sí! –Emmeline hizo una pausa–. No, no quiero, pero tengo que hacerlo. Es lo que quieren nuestras familias. Si no me caso con él, a mi padre le costará cinco millones de euros. Si no cumplo con mis obligaciones, mi familia paga. –O sea que no puedes romper el compromiso. –No sin deshonrar a mi familia. –¿Y si lo rompe Zale? –Si lo rompe sin motivo, pagará a mi familia dos millones y medio de euros. Pero si tiene un motivo, mi familia tiene que pagarle cinco millones. –¿Por qué él tiene que pagar dos millones y medio y tú cinco? –Él es un rey, yo solo soy una princesa. Y te necesito. Convéncelo de que se case conmigo y, cuando llegue, nos casaremos y lo haré feliz. –¿No puedes hablar con tu familia de esto? –No. Mis padres no lo entenderían ni me lo perdonarían. Son muy estrictos y anticuados. Y ya consideran que estoy... manchada. –¿Manchada? –Que no soy noble del todo. –¿Pero por qué? Hubo un silencio. Hannah tardó un momento en darse cuenta de que la princesa lloraba. –Emmeline, todo irá bien –la consoló–. Las cosas siempre se arreglan. –Esta vez no. Esta vez pierdo pase lo que pase. Hannah arrugó el ceño. Odiaba ver sufrir a la gente. –No te rindas y no pierdas la calma. Haré lo que pueda hasta que llegues. –Gracias. Llegaré en cuanto pueda. Hannah colgó el teléfono agotada. Aquello era un completo desastre. Cuando una hora después llegó lady Andrea para llevarla a cenar, estaba tumbada en la cama investigando en internet a través de su móvil. –Alteza, Su Majestad la espera en unos minutos.
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Hannah alzó la vista de la pantalla donde intentaba saber todo lo que pudiera sobre Alejandro. –Lo sé –dijo–. Termino este artículo y voy. –Pero no está vestida para la cena. ¿Sabe lo que se va a poner? –No, elija usted algo. Lady Andrea la envió a cenar con un vestido azul marino recogido en el cuello pero que dejaba los hombros y brazos al descubierto. Unos pendientes de zafiro adornaban sus orejas y una pulsera a juego le rodeaba la muñeca. Con el pelo recogido en la nuca y tacones altos, se sentía más glamurosa que nunca en su vida. Esa noche cenaban en los aposentos del rey. El mayordomo, que se presentó como señor Krek, la introdujo en la sala de estar y se retiró a preparar las bebidas. Al instante siguiente entró Zale, ataviado con traje, camisa blanca y corbata. –Me gusta el vestido –le dijo. A ella le dio un brinco el corazón. –¿Pero no la dama? Él la miró a los ojos. –Eso todavía no lo he decidido. Hannah enarcó las cejas y apretó los labios. –Pues cuando lo decidas, avísame. El cuerpo de Zale se puso duro al instante. Le fascinaba aquella mujer, su ingenio y su inteligencia. Era hermosa, desafiante y compleja. Había decidido darle otra oportunidad, pero no había sido un gesto altruista, claro que no. Tal vez no le gustara Emmeline, pero la deseaba. Y la intensidad de ese deseo le sorprendía. Quería ver su largo pelo rubio revuelto alrededor de su cara y formando una nube dorada en la almohada. Quería alterar su control y ver si debajo de ese pelo y esa cara había una mujer de verdad, una mujer cálida. –Los dos estamos muy ocupados –dijo–, pero veré si podemos cambiar las agendas y pasar el máximo tiempo posible juntos. –Cuatro días –le recordó ella–. Me has prometido cuatro días a partir de mañana. –Creo que han sido cuatro contando hoy.
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–Mañana –insistió ella con firmeza–. Hoy había pasado ya la mitad cuando hemos hecho el acuerdo. –¿Pero no crees que te aburrirás mucho si tienes que verme cuatro días mañana, tarde y noche? Ella se sonrojó. –Solo ti tú eres aburrido –sonrió–. ¿Piensas ser aburrido? –miró a su alrededor con expresión serena–. Tengo hambre. ¿Sabes cuándo se servirá la cena? Hannah se sintió encantada cuando el señor Krek les anunció la cena, que sirvió en una mesa redonda íntima delante de la alta chimenea de mármol de la sala de estar. –Sabía que tu inglés era excelente –comentó Zale en mitad de la cena–, pero no me había dado cuenta de que hablabas con acento norteamericano. ¿Estudiaste en Estados Unidos o tuviste un tutor de allí? Ella había leído que Zale Patek hablaba más idiomas que ningún otro rey. Español, italiano, francés, inglés, sueco, turco, griego y por supuesto, su lengua materna, raguviano. Era una mezcla rara de estudioso y deportista. –Tutor norteamericano –respondió ella–. ¿Tú también? –No, yo me eduqué en Inglaterra. Me enviaron a un internado a los diez años y después a la universidad. –¿Por qué Inglaterra? –Tradición. Asistí al mismo colegio que mi hermano, mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo. –¿Y tu hijo hará lo mismo? Zale adoptó un tono burlón. –¿Quieres decir nuestro hijo? Hannah alzó la vista y lo miró a los ojos. –Sí, nuestro –se ruborizó. –El primero y el segundo –añadió él–. El heredero y otro más. Fue eso lo que acordaste darme, ¿recuerdas? Hannah lo miró. –¿Por qué insististe tanto en que fueran solo dos, Emmeline? Aún no me lo has explicado –él sonrió–. Por fin tenemos tiempo de hablar todo lo que no has querido hablar este último año. Si queremos salvar nuestra relación, ese es un buen lugar para empezar. –No lo sé. Zale le tomó la mano y se la besó. –¿Es porque temes perder la figura? Hannah retiró la mano; los dedos le cosquilleaban por el contacto. –¡No! –¿Tu libertad? –Eso es una tontería. –Es difícil corretear por ahí estando embarazada. –Yo no correteo y, a pesar de lo que puedas pensar, estoy deseando tener una familia.
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–Pero no una familia numerosa. –No. –¿Por qué? –Preferencia personal. ¿Por qué quieres tú una grande? –Porque me gustó tener hermanos. Su compañía y su amistad significaron mucho para mí –él bajó la vista–. ¿Crees que tu miedo al embarazo se puede deber a la muerte de tu madre en el parto? Hannah se quedó inmóvil. ¿La madre de Emmeline había muerto en el parto? ¿Pero cómo era posible? La madre de Emmeline, la reina Claire, vivía y acababa de pasar una semana de vacaciones en España. –Mi madre vive –comentó; el tema la tocaba muy de cerca, pues su madre había muerto también de parto. –Perdona, debería haber dicho tu madre biológica. Fuiste adoptada por tus padres cuando solo tenías seis días. –¿Cómo lo sabes? –murmuró ella. –Me lo dijo tu padre hace unos meses, cuando negociábamos el contrato. Quería que entendiera que tu renuencia a tener hijos no era por egoísmo, sino probablemente por miedo. –Y si mi padre te dio una razón, ¿por qué me haces pasar por esto? –preguntó ella enfadada. –Quería que me lo dijeras tú. –¿Por qué? Ahora él también estaba enfadado. –Porque me gustaría que me dijeras la verdad por una vez. Me gustaría conocer a la verdadera Emmeline. No sé quién es esa persona ni lo que quiere ni lo que siente. –¿Quieres saber lo que pienso? –replicó ella–. Creo que es un crimen que todavía mueran mujeres en el parto. ¿Cómo podemos permitir que aún mueran mujeres creando vida? –Porque somos mortales. Nuestra vida se acaba antes o después. Jake, el padre de Hannah, le había dicho muchas veces lo mismo. –Es trágico –musitó ella–. Los niños necesitan a sus madres. –Y ellas a sus hijos –él parecía incómodo–. A mi madre le partió el corazón no poder salvar a mi hermano mayor. Dijo más de una vez que le hubiera gustado poder cambiarse por Stephen. –¿Eso no te dolía? –Stephen era el primogénito. Siempre había estado muy unida a él. –¿Y vosotros dos no estabais unidos? –No tanto como me habría gustado. Pero yo era el del medio y mi hermano pequeño la necesitaba más.
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–¿Dónde está tu hermano pequeño? –Aquí, en palacio. –¿Por qué no lo he visto? Él vaciló un momento. –Constantine tiene necesidades especiales y requiere cuidados continuos. Crea vínculos fácilmente y no comprende la pérdida. Hannah frunció el ceño, confusa. –¿Tienes miedo de que yo le haga daño? –Deliberadamente, no. Pero, para protegerlo, he decidido dejar las presentaciones hasta que sepa que te vas a quedar.
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Capítulo 6 Esa misma noche, metida en la cama, Hannah sacó el móvil y buscó en internet Familia Real Patek. Había docenas de artículos en la red, pero pocas referencias a Constantine, el príncipe más joven. Era tres años mayor que ella y Hannah pudo encontrar muy poco sobre él. El príncipe Constantine no existía para el mundo. Entendía que Zale quisiera protegerlo del mundo, pero ¿evitar que su futura esposa conociera al único superviviente de su familia? Eso le hacía pensar que no tenía intención de casarse con Emmeline. Apagó el teléfono y también la lámpara de la mesilla, pero no pudo dormir. Zale no era un hombre fácil. Era fuerte, orgulloso y competitivo. Y cuanto más lo conocía, más segura estaba de que aplastaría a Emmeline. No intencionadamente, claro, sino porque no era consciente de su propia fuerza. Y no se ganaría el corazón de Emmeline con regañinas. Necesitaba cortejarla y conquistarla. Mostrarle su lado más suave. A la mañana siguiente, despertó temprano y llamó a Celine para que la ayudara a vestirse. –¿Puedes enviar recado a Su Majestad de que quiero verlo? –preguntó al salir de la ducha. Eligió un vestido de color albaricoque con una rebeca del mismo tono. Se puso una pulsera de oro y se recogió el pelo en una coleta. Se maquilló muy poco y salió a desayunar. El comedor familiar era una estancia acogedora en el segundo piso. Ventanales altos decoraban las paredes y la luz del sol se reflejaba en el cristal y lanzaba rayos brillantes sobre la mesa de caoba y el jarrón de cristal con tulipanes rosas y amarillos que había en el centro. Zale estaba sentado a un extremo de la mesa con un montón de periódicos y una taza de café al lado del codo. Alzó la cabeza cuando entró ella. –Esto es una sorpresa –dijo. –Agradable, espero –ella se instaló en la silla que en ese momento le apartaba un lacayo uniformado. El lacayo le sirvió café y zumo de naranja antes de tenderle una carta. Hannah enarcó las cejas. ¿Una comida familiar a la carta? –El chef hará lo que te apetezca –comentó Zale desde detrás del periódico.
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–¿Cómo sabes lo que estaba pensando? –Eres un libro abierto –Zale dobló el periódico y lo dejó en la mesa. –¿Y qué estoy pensando ahora? –preguntó ella, removiendo el café. Zale la observó un momento con expresión inescrutable. –Te molesta que no te presente a mi hermano y quieres convencerme de lo contrario. –En absoluto –ella tomó un sorbo de café–. Tienes razón en protegerlo. No me gustaría tomarle aprecio y que luego me diera cuenta de que no me convienes como marido. Él enarcó las cejas. –¿Ahora soy yo el que no resulta idóneo? Hannah le dedicó una sonrisa brillante. –He pensado en lo que dijiste anoche de nuestra falta de compatibilidad y puede que tengas razón. –¿En serio? –No nos conocemos, y el único modo de saber si te convengo es ser yo misma. Así que a partir de ahora seré yo misma y confiaré en que te guste la verdadera yo. Pero si no es así, prefiero irme a casa a casarme con alguien que no disfruta de mi compañía. Zale apretó los labios. –¿Tú me rechazarías a mí? Ella asintió. –Ya que estamos siendo sinceros, confieso que yo tampoco quiero casarme con alguien que no me guste. Él apretó más los labios. –Estoy deseando que pasemos tiempo juntos estos días –continuó ella–. Imagino que habrás planeado actividades divertidas –alzó un dedo–, aparte de firmar documentos, posar para un retrato y elegir porcelana. –Todo eso es necesario si nos vamos a casar. –Pero como eso no lo sabemos, quizá sea un poco presuntuoso elegir vajilla, además de una colosal pérdida de tiempo. Quizá deberíamos empezar por salir. –¿Una cita? –Sí. Almuerzos, cenas. Actividades que nos permitan estar solos y relajados. –¿Esto es una broma? –No, yo jamás bromearía con nuestro futuro. Zale la miró sombrío. –Hace un año apenas me mirabas y estabas muy callada. ¿De dónde ha salido tanta personalidad? Hannah se encogió de hombros.
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–Estaba ahí, aplastada por la desaprobación de mis padres. Pero ellos no se van a casar contigo y yo sí. Zale frunció el ceño. –Tu actitud me parece un poco frívola, pero aprecio tu sinceridad. Hannah reprimió una punzada de culpabilidad. Ella no era sincera precisamente. –Zale, creo que hay muchas cosas que te gustarían de mí si tuvieras la oportunidad de conocerme. Me encanta la aventura, tengo un gran sentido del humor, me gusta viajar y conocer otras culturas. Pero si te limitas a echarme en cara mi pasado nunca sabrás ninguna de esas cosas. –Me cuesta olvidar que hasta la semana pasada estabas con Alejandro. –¿Es el orgullo el que habla? –No. Es que soy realista y sé que la gente no cambia así como así. –Pero también verás que estoy aquí. Quiero pasar todo el tiempo que pueda contigo, con Zale el hombre, no el rey. Pero tú también tienes que querer estar conmigo, porque yo quiero un hombre al que le guste y que disfrute conmigo. Que quizá un día pueda quererme. Zale se levantó. –Quizá debamos empezar de cero –musitó. –¿Tú puedes? Él se encogió de hombros. –No lo sabré hasta que lo intente. Pero hagamos lo que has sugerido. Intentar actuar como una pareja normal que aprende a conocerse. –Bien –sonrió ella. –Esta mañana tengo reuniones, pero cuando termine estaré libre el resto del día –él hizo una pausa–. Quedaremos a las once. Ponte algo cómodo y tráete un bañador y un jersey, por si acaso. Hannah sintió curiosidad por saber adónde iban a ir, pero no lo preguntó. –Estaré lista –dijo. Hannah se puso un pantalón de lino blanco, una camisa de rayas blancas y azules y una chaqueta azul marino. Era muy náutico, pero también lo más informal que pudo encontrar en el elegante vestuario de Emmeline. Guardó uno de los biquinis que encontró. Pensaba que era imposible que pudiera cubrir sus exuberantes curvas, pero le habían dicho que llevara algo para bañarse y ella lo hacía. Cuando bajó a las once menos cinco, Zale la esperaba ya. Y delante del palacio había un helicóptero.
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El piloto les dio auriculares para reducir el ruido. Llevaban micrófono incorporado, pero Zale guardó silencio mientras sobrevolaban la ciudad. –Vamos a mi isla –dijo, a los diez minutos de vuelo–. Hace años que no voy, pero he pensado que nos vendría bien alejarnos del palacio. Volaron veinte minutos sobre el agua de color zafiro. Las islas tenían poca vegetación, solo unos cuantos árboles encima de los acantilados. En una de ellas había ruinas y en otra una sencilla casa de piedra. Aterrizaron en esa casa. El piloto posó el helicóptero en un claro delante de la casa y Zale abrió la puerta, salió y ayudó a bajar a Hannah. El piloto tendió una bolsa de viaje de cuero a Zale y volvió a despegar. Hannah lo miró alejarse. –Volverá a buscarnos, ¿verdad? Zale sonrió. –Vendrá antes de que oscurezca. Y, aunque no fuera así, mi gente de seguridad lleva toda la mañana revisando la isla y pueden llegar aquí en cuestión de minutos. Hannah miró a su alrededor. –¿Por qué llevabas años sin venir? –No he tenido tiempo ni ganas. El sol estaba directamente encima de ellos y hacía calor. Hannah se quitó la chaqueta. –Vamos a bajar a la playa a almorzar –dijo Zale. –¿Eso es un picnic? –preguntó ella, señalando la bolsa de cuero. –No. Bañador, toallas y crema solar. –¿Dónde está el almuerzo? –¿Tienes hambre? –Sed. –Ven. Vamos a la playa. Ya está todo allí. Hannah lo siguió con cuidado por una escalera de piedra que bajaba el acantilado. Sus elegantes sandalias eran muy poco prácticas allí y sus pantalones blancos se mancharon en el dobladillo, pero el agua azul resultaba muy invitadora. Estaba deseando mojarse los pies. Le encantaba nadar y desperezarse al sol. Cuando terminaron de bajar, Zale se quitó los zapatos y se arremangó los pantalones. La guio hasta otra playa privada, donde había una manta de colores extendida en la arena con una cesta grande en un extremo y una nevera portátil en el otro. Zale se arrodilló al lado de la nevera y la abrió. –Cerveza, vino, agua y zumo. ¿Qué quieres beber? –Cerveza, por favor – Hannah se arrodilló también en la manta.
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–¿Cerveza? –Me gusta tomar una cerveza fría un día caliente de verano. ¿A ti no? –Sí, pero no hay muchas mujeres que lo hagan –él sacó dos botellas frías y un vaso. –Sin vaso –ella abrió una de las botellas para él–. ¿Cómo ha llegado aquí todo esto? –Lo han traído los de seguridad. –¿Es una isla de la familia? –No, la compré cuando jugaba al fútbol y quería un lugar apartado de la gente y los periodistas. –¿Traías aquí a tus novias? –Solo a una, y una vez. La encontró demasiado solitaria para su gusto. –¿Y qué haces cuando vienes aquí? –Dormir. Leer. Descansar. Ella tomó un trago de cerveza. –¿Qué lees? –De todo. Novelas. Biografía. Historia. Lo que cae en mis manos. Hannah se mordió el labio inferior. Zale le gustaba más y más a cada momento que pasaba. Pensó que necesitaba enfriarse. –¿Te apetece nadar? –preguntó. –Buena idea. Hace calor –él señaló el acantilado–. Ahí hay una especie de caverna donde te puedes cambiar. O si no te gustan las cuevas, puedes cambiarte aquí. Prometo no mirar. –La cueva está bien –contestó ella. Se acercó a la cueva, donde se puso el biquini. Los pequeños triángulos de la parte de arriba apenas cubrían nada. Metió el estómago como si así pudiera hacerse más pequeña. Tuvo que hacer acopio de valor para volver a la manta. No ayudó que Zale la observara desde la orilla del agua. Se había cambiado también y llevaba un bañador negro y rojo de estilo surfista. Hannah lo miró. Alto, delgado, musculoso... no recordaba la última vez que un hombre le había parecido tan sexy. Dejó su ropa en la manta y caminó hacia él. –Me gusta tu bañador. ¿Haces surf? –Sí. O mejor dicho, lo hacía. Mi hermano Stephen era muy bueno, pero yo hace años que no practico. Hannah entró en el agua y dio un respingo al notar el frío. –¿Adónde ibas? –le preguntó a Zale. –A donde hubiera olas buenas. Brasil, Indonesia, Costa Rica –se pasó una mano por el pelo–. Lo echo de menos. Pero también el fútbol. Me resulta duro pasar tanto tiempo en un escritorio. –¿Y cómo lo soportas? –Corro y entreno en el gimnasio.
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Había cierto dolor en su voz y Hannah sintió una opresión en el pecho. ¡Todo en él era tan real... tan físico! Allí en la isla era un hombre, no un rey, y ese hombre le resultaba increíblemente atractivo. Su instinto de supervivencia le decía que tuviera cuidado, que permitirse sentir algo por él sería un peligro. Pero era difícil resistirse a Zale, con aquella combinación de músculo, piel bronceada, inteligencia despierta y ambición. –Necesitas unas vacaciones como Dios manda –le dijo con voz ronca–. Tener la oportunidad de desconectar. –Estaría bien. –¿Por qué no te las tomas? –Nuestra luna de miel se supone que será eso. Hannah inhaló con fuerza; tenía la sensación de que acabara de recibir una patada en las costillas. Había olvidado una vez más que ella era Emmeline. Que él se casaría pronto con Emmeline y se iría de luna de miel con ella. –Recuérdame cómo vamos a pasar la luna de miel –pidió, odiando el hecho de que se sentía celosa. –Estaremos diez días en mi yate en Grecia y después unos días en París para que puedas comprar. Hannah se mordió el labio inferior. Zale no le parecía el tipo de hombre que disfrutara con un crucero por las islas griegas. Parecía demasiado activo para pasar diez días tomando el sol en un yate. Un poco de descanso no estaba mal, pero él querría también aventura. –Eso no suena divertido para ti. –Es lo que querías tú. Hannah movió la cabeza, enfadada. Emmeline y Zale no estaban hechos el uno para el otro. Emmeline no quería casarse con él, lo hacía por obligación. ¿Cómo podía ser un matrimonio feliz? Pero ella no podía decir nada. Solo estaba allí como sustituta hasta que llegara Emmeline. Y eso también la ponía furiosa. Se metió bajo una ola, exhaló hasta que necesitó tomar aire y entonces volvió a la superficie. Todavía enfadada, nadó unos cuantos metros antes de tumbarse de espaldas a flotar. El sol brillaba con fuerza encima de su cabeza. Sentía el agua fría en la piel y saboreaba la sal en los labios. Zale no era para ella. Jamás sería para ella. Eso no podía olvidarlo. No podía dejar que sus sentimientos nublaran su acuerdo con Emmeline; aunque ese acuerdo le produjera dolor de corazón.
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Se giró y nadó de vuelta hasta donde Zale la esperaba en la arena. –Eres buena nadadora –comentó él cuando ella salió del agua. Su mirada se detuvo en los pequeños triángulos que apenas le cubrían los pechos. Ella notaba en su expresión que le gustaba lo que veía y sus pezones se endurecieron contra la tela del biquini. Se apartó el pelo de la cara con nerviosismo. –Me encanta el océano –dijo, con una debilidad extraña en las piernas. Ningún hombre la había mirado así. Ninguno la había hecho sentirse especial o hermosa. Como si fuera algo que había que tocar, saborear...–. Me encanta estar en el agua. –Me gusta mirarte. –Me gustaría verte surfear un día –contestó ella. Se sentó a su lado. Estaba tan cerca que podía extender el brazo y tocarle los bíceps. Apretó el puño para evitar la tentación. –Tendremos que planear un viaje para hacer surf –dijo él. Tendió la mano y le acarició el pelo mojado–. ¿Adónde iremos? ¿A Bali, a Perth, a Durban...? Hannah se estremeció de placer cuando los dedos de Zale la acariciaron. Le gustaba cómo le tocaba el pelo, el leve tirón en la cabeza, la forma de mirarla... Hacía que se sintiera hermosa. Deseable. Hambrienta. –A cualquier parte –susurró. –¿Y qué harías tú mientras yo surfeo? –la empujó de espaldas contra la arena y se colocó a horcajadas sobre sus caderas. Estaba excitado y Hannah dio un respingo al notarlo. Lo miró a los ojos entreabriendo los labios. Lo deseaba y se moría porque la tocara. –No podría dejarte en el hotel aburrida –añadió él y le acarició un pecho. –No estaría aburrida –susurró ella. Apretó los muslos por la sensación caliente que le recorría el cuerpo. –¿Qué harías? –preguntó él. Hannah no podía pensar con claridad. –Leer. –No sé si eso funcionaría –le echó atrás la cabeza para verle la cara. –¿Por qué no? El deseo ardía en los ojos de Zale y formaba líneas en su boca.
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–No sé si podría dejarte sola mucho rato. No creo que quisiera hacer surf si te tuviera en mi cama. Ella lo miró a los ojos. Él apoyó su peso en los codos y bajó la cabeza para besarla en los labios con ternura. –Te deseo –dijo–. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad? –la besó en la comisura de la boca–. Sabes que no puedo evitar tocarte, aunque debería hacerlo hasta que los dos sepamos lo que queremos. Hannah se estremeció. Ella sabía lo que quería. Lo quería a él. Quería abrazarlo y no soltarlo nunca. Zale la besó en la base de la garganta y luego la volvió y la colocó encima de él. –Creo que yo sé lo que quiero –murmuró ella cuando el pulgar de Zale encontró y rozó su pezón erecto–. Pero quizá tú no te refieres a eso. –¿Y qué es lo que quieres? –A ti. –¿Pero por cuánto tiempo? –preguntó él. Le rozó los labios con los suyos. Hannah lo besó a su vez. –Para siempre –susurró contra su boca, sin importarle si la oía o no. ¿Cuándo volvería a encontrar a alguien como Zale Patek? ¿Cuándo volvería a sentirse tan viva y tan hermosa? Él la miró a los ojos. –Ten cuidado con lo que dices –murmuró, y la estrechó más contra sí, sujetándola por las caderas. Hannah soltó un respingo cuando él frotó la punta de su pene contra ella. Sentía el grosor y la longitud de su erección a través del bañador. Sentía los músculos fuertes de sus muslos y espalda. –Te deseo –dijo con voz quebrada–. Aunque esté mal. Él la besó en los labios. –No puedo hacerte el amor ahora –le dijo al oído con voz ronca–. Pero si sigues sintiendo lo mismo esta noche, no podrás apartarme de tu cama.
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Capítulo 7. –¿Por qué no puedes hacerme el amor ahora? –preguntó Hannah, confusa. Las manos de Zale descansaban en su trasero y su contacto le enviaba oleadas de placer por todo el cuerpo. –No quiero aprovecharme de ti. –¿Crees que me arrepentiré? –Es posible. Y odiaría que ocurriera eso. Hannah se incorporó decepcionada. Pero sabía que él tenía razón. Probablemente se arrepentiría. Evidentemente, él tenía más control que ella. Zale se incorporó a su vez y le besó la cabeza. –No te muestres tan dolida. Quiero protegerte, pero no es fácil hacer lo que debo. Hannah asintió y retrocedió un paso. –Comprendo –respondió, al borde de las lágrimas. Lo deseaba todavía más. Zale se sacudió la arena con expresión sombría. –¿Vamos a ver lo que nos ha preparado el chef? –Sí –ella tomó su toalla y se la envolvió en la cintura. Se sentaron en mitad de la manta y Zale abrió la cesta y sacó la comida en silencio. Pasó un plato a Hannah. –Sírvete. Ella miró la comida... pollo asado, baguettes, quesos, ensalada de patatas, remolacha y fruta. No tenía apetito. –¿Tú te habrías arrepentido de hacer el amor? –le preguntó a Zale con brusquedad. Él suspiró. –Tienes un cuerpo increíble y no me costaría nada explorarlo, pero teniendo en cuenta que todavía tenemos que tomar decisiones, no creo que podamos meternos ahora en la cama. –Todavía tienes que aclararte conmigo. Zale asintió. Hannah juntó las manos. –Descontando el pasado, ¿qué es lo que más te preocupa de mí? Él fijó la vista en la distancia.
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–¡Eres tan distinta! No eres la mujer con la que pensaba que me iba a casar. Y no comprendo lo que ha cambiado. A Hannah le dio un vuelco el corazón. –¿No te gusto? –Sí, me gustas. Me gusta mucho la mujer que hay ahora en la playa. Eres lista, juguetona, segura de ti misma y sexy. Pero esa no es la mujer a la que le pedí matrimonio hace un año, y eso me preocupa. La gente no cambia tanto. –¿Te sentirías mejor si fuera como antes? –Seguramente. Al menos estaría en terreno familiar. Hannah consiguió sonreír a pesar de que sentía ganas de llorar. –Entonces me esforzaré por volver a ser la de antes. Con suerte no tardaré mucho. Volvieron al palacio a media tarde, después de bañarse varias veces y de tomar el sol, pero había tensión entre ellos y Hannah se alegró cuando llegó el helicóptero. Paseó por su sala de estar con desesperación. Quería decirle a Zale quién era y que supiera la verdad sobre ella, pero sabía que cuando lo hiciera lo perdería para siempre. Un sonido suave y apagado llegó a sus oídos y se detuvo a escuchar. Allí estaba otra vez. Un llanto bajo, mitad quejido, mitad gemido, y parecía llegar del dormitorio adyacente. Aguzó los oídos y oyó la palabra «mari», mamá en raguviano. Alguien llamaba a su madre. Abrió la puerta de su dormitorio y oyó más claramente el llanto. Empujó la puerta del todo y la luz de la sala iluminó la habitación. Y aunque los rincones más alejados quedaban en sombra, en uno de los más próximos vio una figura sentada en el suelo, encorvada. La figura se balanceaba en el rincón. –¿Mamá? –preguntó. Alzó la cabeza despacio. Era una voz de niño que salía de un cuerpo de adulto, y Hannah adivinó enseguida de quién se trataba. El príncipe Constantino. –¿Tinny? –susurró, para no sobresaltarlo. Él se frotó la cara con el brazo y la miró esperanzado. –¿Mamá casa? Los ojos de Hannah se llenaron de lágrimas. Se acuclilló en el umbral.
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–No, mi amor, tu mamá no está en casa. ¿Quieres que llame a Zale? Seguro que querrá verte. –Zale –dijo Tinny–. Mi hermano. –Así es. Vamos a buscar a Zale, ¿de acuerdo? Hannah llamó a un lacayo, que a su vez llamó a la señora Sivka porque no pudo localizar a Su Majestad. Cuando llamaron a la puerta de la suite, estaba sentada en el sofá con Tinny mirando fotos de una revista. Hannah abrió la puerta y se encontró con una mujer regordeta y setentona. –Perdone que la interrumpa, Alteza, pero creo que mi niño perdido está aquí. –Sí, he encontrado al príncipe Constantine en mi dormitorio –Hannah abrió más la puerta e invitó a entrar a la mujer–. Aunque no sé por qué estaba ahí. –Estos son los aposentos de la reina, Alteza. Hannah comprendió entonces que el príncipe iba allí a buscar a su madre. –Todavía la echa de menos. La mujer sonrió con tristeza. –No comprende por qué no ha vuelto aún –dijo. Miró a Hannah–. Seguro que os lo dicen a menudo, Alteza, pero es usted la viva imagen de su madre. Hannah se quedó sin aliento. –¿Cómo lo sabe? –La conocí –la mujer frunció el ceño–. Pero creo que no me he presentado. Soy la señora Sivka, la niñera de Su Majestad. –¿Su Majestad? ¿De Zale Patek? –El mismo. Cuidé de los príncipes de pequeños y he vuelto a ocuparme del príncipe Constantine ahora que no están sus padres. Hannah señaló el sofá. –Por favor, siéntese. Me gustaría que me hablara de la Familia Real y de Su Majestad de niño. ¿Cómo era? ¿Era travieso? La señora Sivka sonrió. –Sí, pero todos los niños lo son y el príncipe Stephen y el príncipe Zale no eran una excepción. Eran inteligentes, llenos de energía y deseosos de aventuras. El príncipe Stephen no era tan astuto como el príncipe Zale y a menudo lo pillaban antes. Su Majestad era pequeño, rápido y mucho más artero. –¿Pequeño, rápido y artero, señora Sivka? –preguntó Zale desde el umbral–. Eso no suena muy halagador. La mujer sonrió. –Usted era un granuja, Majestad; pero encantador.
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Zale alzó los ojos al cielo y se acuclilló delante de su hermano. –Tinny –le puso las manos en las rodillas–. No te puedes escapar de la señora Daum. Se ha llevado un buen susto. Tinny se llevó una mano a la boca. –Jugando, Zale. Tinny jugando. –Sé que te gusta jugar, pero no puedes dejarla así. Está llorando. –Tinny quiere a la señora Daum. –Ya lo sé. Pero no puedes irte solo. Cuando quieres dar un paseo, tienes que ir con la señora Daum o la señora Sivka o venir a buscarme a mí. Los ojos oscuros de Tinny se llenaron de lágrimas. –Tinny ver a mamá. Echa de menos a mamá. Zale tragó saliva con fuerza. Su voz se hizo más profunda. –Ya lo sé. Yo también la echo de menos. Tinny se secó las lágrimas con el dorso de la mano. –Ahora cama. Cuento. Zale asintió y le dio una palmadita en la rodilla. –De acuerdo. Vamos a la cama y te leeremos un cuento. La señora Sivka tomó la mano de Tinny y Zale y Hannah los siguieron. Tinny hablaba para sí y se balanceaba adelante y atrás al andar. –Tarda un rato en calmarse –comentó Zale. –¿Va a menudo a la suite de la reina? –Antes sí, pero ahora hacía casi un año que no. Por eso nadie ha empezado a buscarlo por ahí. Cuando llegaron a la suite de Tinny, Zale se ofreció a ponerle el pijama, pero la señora Sivka se negó. –Cuando lleguen los invitados para la boda, no tendrán tiempo de estar a solas, así que deben aprovechar ahora. Hannah abrazó a Tinny. –Buenas noches –dijo en raguviano. Le besó la mejilla–. Que duermas bien. Tinny le apretó la mano. –Buenas noches, Emmie. Emmie. Un diminutivo de Emmeline. Hannah tragó el nudo que tenía en la garganta. Zale y ella volvieron al otro lado del palacio.
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–¿Por qué están los aposentos de la reina tan lejos de los del rey? –le preguntó a Zale–. Los tuyos están cerca de los de Tinny. –No todos los reyes querían tener a sus reinas en la puerta de al lado –Zale se adelantó a abrirle la puerta de su suite. –¿Porque los reyes tenían amantes? –Posiblemente. Pero hay otra explicación. –¿Cuál es? –No a todos los reyes les gustaban sus reinas. –Parece un tema común por aquí. Zale se apartó de la puerta para dejarla pasar. –No es por ser contradictorio, pero me estás empezando a gustar. A ella le dio un brinco el corazón. –¡Qué terrible para ti! –Lo sé –respondió él secamente–. Complica las cosas. –¿En qué sentido? Zale la miró a los ojos. –Si me gustas, no querré que te vayas. Hannah se sonrojó. Le cosquilleó la piel. –Pero todavía no te gusto del todo. Él la miró con intensidad. –Yo no estaría tan seguro. A ella se le aceleró el pulso. –¡Cielos! –murmuró–. ¡Qué desastre! –alzó la vista–. ¿Quieres pasar? –Es tarde. –No mucho. Son solo las diez. Podemos pedir café o un vasito de oporto. Él la miró a los ojos. –Si entro, no será a tomar café. Hannah se ruborizó. –Podríamos hablar. –Sabes que no lo haríamos –le miró la boca–. Si te tengo detrás de puertas cerradas, haré lo que he querido hacer desde que llegaste. Ella luchó por respirar. –¿Y qué es eso? Siento curiosidad. –Ya sabes lo que le hizo la curiosidad al gato. –Sí, ¿pero la sensación fue buena? A él le brillaron los ojos. –Buenísima –tendió la mano y la atrajo hacia sí. Hannah echó atrás la cabeza.
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–¿Fue el placer lo que mató al gato? –Eres imposible –declaró Zale–. E irresistible. Si no tienes cuidado, te desnudaré aquí en el pasillo y besaré cada centímetro de tu cuerpo. Hannah se estremeció contra él. Lo deseaba. Lo necesitaba. –Eso podría ser demasiado espectáculo para tus empleados de seguridad. Zale apretó los dientes; la tensión resultaba evidente en su rostro. –No haré esto aquí. Me parecería mal en los aposentos de mi madre. –Pues déjame ir a los tuyos. –¿Lo dices en serio? –Sí. Yo quiero esto... Te deseo. –Espera una hora. Enfríate y piénsalo bien. Porque una vez que hagamos el amor, no habrá vuelta atrás.
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Capítulo 8. Hannah entró en los aposentos del rey con una chaqueta negra encima del camisón y zapatillas de terciopelo negro en los pies. Vio inmediatamente a Zale, que estaba descalzo en el extremo más alejado de la elaborada habitación y el corazón le dio un vuelco. Se había quitado la chaqueta negra, desabrochado el cuello de la camisa y arremangado las mangas. –Chica valiente –dijo desde su lugar al lado de una de las dos chimeneas de mármol que había en la habitación. Era una habitación magnífica, con el techo cubierto de madera y tapices flamencos colgados en las paredes. Pero lo más admirable de todo era la enorme cama con dosel que dominaba la estancia. Cortinas azules y doradas cubrían las numerosas ventanas, y el dosel que colgaba en el armazón de la cama era de terciopelo azul con hilos de oro. –Has venido –dijo él con los brazos en jarras. Hannah se lamió los labios. –Sí. –¿Y lo has pensado bien? Hannah se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. –Sí. Él sonrió y empezó a desabrocharse la camisa. –Y entonces, ¿por qué estás tan lejos? Pero ella no podía moverse. Estaba clavada en el sitio, embrujada por los dedos de Zale, que seguían abriendo botones. ¿De verdad se estaba desnudando delante de ella? Zale se quitó la camisa y la arrojó sobre el respaldo de una silla cercana. –¿Has cambiado de idea? Hannah negó con la cabeza. –Pues ven. Él tenía un cuerpo increíble, un cuerpo de atleta de hombros anchos, pecho fuerte y abdominales duros que bajaban hacia unas caderas estrellas y musculosas; un cuerpo que seguramente le había llevado años desarrollar. –Ven –repitió–. Estoy hambriento de ti. Hannah se estremeció. Caminó hacia él.
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Zale se acercó. Le quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo. Su mirada se posó en el escote del camisón, cuya tela se pegaba a los pechos redondos. –Eres sin ninguna duda la mujer más hermosa que he visto –dijo. Su voz era profunda, ronca por el deseo, y Hannah sintió que todos sus sentidos cobraban vida. –La belleza no lo es todo –murmuró. En la barbilla de Zale se movió un músculo. –Tienes razón –le pasó los nudillos por la mejilla suave–. ¿Y qué es lo que importa, Emmeline? Ella lo miró a los ojos. –Tú. Yo. Nosotros. Zale posó la mirada en su boca, y Hannah se estremeció. –Hazme olvidarlo todo –susurró–. Hazme olvidar todo lo que no seas tú. Zale le bajó los tirantes del camisón por los brazos hasta que la prenda cayó al suelo. Se apartó y la miró un instante antes de tomarla en sus brazos. La besó y ella le devolvió el beso y le echó los brazos al cuello, pero incluso entonces tenía la sensación de que no podía acercarse bastante. Quería más, lo quería entero, y le gustó que le aplastara los senos con el torso y la hebilla fría del cinturón le rozara el vientre desnudo. –Te deseo –dijo él con voz ronca. Después, se apartó para quitarse los zapatos y desnudarse. Hannah se deleitó con la visión de su pene libre, grande, duro y muy erguido. Sintió una punzada de pánico, pues hacía mucho tiempo que no hacía aquello y él parecía demasiado grande. –Te noto nerviosa –comentó Zale. Ella se humedeció los labios. –Sí. –¿Por qué? –Eres... grande. No sé cómo podremos... –No te preocupes, yo sé cómo –musitó él. Hannah captó malicia en su voz y también algo más, algo que parecía ternura. Él le tomó la mano y tiró de ella hasta la alfombra delante del fuego. –¿No vamos a la cama? –preguntó, nerviosa. Hacía cuatro años que no se acostaba con un hombre y de pronto no estaba segura de poder hacerlo. Él la depositó con gentileza sobre la alfombra y se tumbó a su lado. Le pasó la mano por la cintura, las costillas y por un pecho. –Me encantan tus pechos –murmuró–. Son perfectos.
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La acarició de arriba abajo antes de colocar la mano entre sus muslos. Hannah se movió nerviosa y se arqueó impotente. –Eres hermosa –murmuró él. Se colocó encima de ella y la besó en los labios con el cuerpo apoyado en los brazos. La besó en profundidad y después bajó la boca hasta su vientre y jugó con la lengua en el ombligo y después más abajo, en la parte suave del interior de los muslos y en los pliegues todavía más suaves. Hannah gimió y apretó las manos a los costados, abrumada por la intensidad del placer. La lengua de Zale recorrió sus tiernos labios antes de centrarse en el clítoris. Ella se arqueó contra él. Zale le sujetó las caderas y lamió y succionó la carne húmeda. Hannah, jadeante, luchó contra la sensación que la embargaba. Nunca había hecho aquello antes. Pero cuanto más se resistía a la presión, más intensa se hacía esta. –No –negó con la cabeza, con las piernas temblándole con violencia. –Vamos –dijo él con voz ronca–. Termina para mí. Deslizó un dedo en el interior de ella y Hannah llegó al orgasmo gritando su nombre, perdido totalmente el control de su cuerpo. Después estaba agotada, con el cuerpo muy sensible. Creía que no volvería a desear nada nunca más, pero cuando Zale se movió sobre ella y se introdujo un pezón en la boca, el deseo llenó de nuevo su vientre. Él se movió entre sus muslos, pero no la penetró de inmediato, sino que succionó y mordisqueó primero un pezón y después el otro y ella subió las caderas hacia él. –Zale –gimió; sintió la punta del pene contra su humedad–. Por favor. Él la penetró con una embestida lenta y profunda y Hannah contuvo el aliento. Aunque su cuerpo estaba húmedo y preparado, el pene era grande y presionaba. Se esforzó por respirar, buscando relajarse y estar cómoda. Él se movió, esa vez más profundamente. Se retiró una y otra vez solo para volver con más fuerza y de pronto la tensión se convirtió en un placer asombroso. Hannah quería más, quería que siguiera embistiendo, ansiaba la sensación intensa que le decía que iba camino de otro orgasmo. –Más –jadeó–. Más.
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Él la miró a los ojos mientras seguía embistiendo. Ella respiraba ahora superficialmente y el placer se hacía más y más intenso. –Vamos –Zale bajó la cabeza para besarla y Hannah llegó al orgasmo y gritó de nuevo su nombre en medio de un placer tan intenso que parecía casi dolor. Él terminó también entonces, con una última embestida profunda, el cuerpo rígido y los músculos tensos. Ella sintió su orgasmo, lo sintió estremecerse y se relajó sobre la alfombra con un suspiro. Al instante siguiente, Zale se apartó y descansó a su lado unos momentos, sujetándola contra su costado. Después la tomó en sus brazos y la llevó a la enorme cama, donde la depositó entre las sábanas. –Duerme –dijo. Le apartó el pelo de la cara y le besó la frente, la nariz y los labios–. Ahora necesitas descansar. –¿Dormirás tú también? –susurró ella. –Sí. Una hora después, Zale yacía de espaldas escuchando la respiración regular de Emmeline. No podía dormir. Hacer el amor esa noche lo había cambiado todo. Ahora estaban comprometidos; ya era como si estuvieran casados. Y no lo lamentaba; más bien se alegraba de que Emmeline fuera suya. Porque aquello no había sido solo sexo. Había sido más bien... amor. No había contado con amarla. El amor no entraba en el trato. Pero el hecho de sentir tanto hacía que la deseara mucho más. En el pasado, el sexo había sido como el ejercicio... una buena gimnasia y una liberación bien recibida que lo ayudaba a dormir bien. Pero esa noche no podía dormir. En vez de eso, yacía despierto, atormentado por sentimientos intensos. No quería esos sentimientos porque podían confundirlo y nublar su pensamiento. Deseaba a Emmeline, se casaría pronto con ella, pero no sabía lo que ella sentía por él. Sabía que lo deseaba. ¿Pero podía haber algo más entre ellos? ¿Podía haber amor? Esa noche, besándola y penetrándola, se había sentido perdido en ella, perdido en algo que había olvidado que existía. Luz. Calor. Alegría. De repente, Emmeline le parecía algo especial y mágico, como la espera de un niño la mañana de Navidad. Zale se colocó de lado para mirarla, aunque su elegante perfil apenas resultaba visible en la oscuridad.
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Sabía desde hacía años que ella sería suya, pero nunca había esperado aquello... aquel deseo abrumador de protegerla no solo en aquel momento sino para siempre.
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Capítulo 9. A la mañana siguiente, Hannah despertó temprano y desorientada en una habitación oscura y una cama extraña. Al volverse, tropezó con un cuerpo grande y firme y lo recordó todo. Estaba en la cama de Zale y lo ocurrido la noche anterior había sido maravilloso. Se ruborizó al recordarlo. No podía imaginarse a Emmeline gritando el nombre de Zale durante el sexo. No podía imaginarse a una princesa perdiendo el control de ese modo. Se colocó boca abajo, apretó la cara en la almohada y soltó un grito apagado. –Te he oído –comento Zale a su lado–. ¿Hay algo que quieras contarme? Ella se apoyó sobre los codos y miró en dirección a él. –Me eché encima de ti. –Me gustó –él se colocó de espaldas–. Y a ti también. –Sí, pero... –apretó los dientes. –¿Pero qué? –Zale se colocó sobre ella y la montó a horcajadas. Hannah se arqueó bajo su peso. Zale bajó la cabeza y se metió un pezón en la boca. Ella se estremeció. Abrió las piernas y permitió que el cuerpo de Zale se acomodara mejor y la punta del pene rozara sus labios interiores. Empezó a retorcerse bajo él. Necesitaba más, pero Zale alzó la cabeza y cambió al otro pecho para dedicarle la misma atención que al primero. Hannah alzó las caderas. En esa posición, la cabeza sedosa del pene le acariciaba el clítoris. Ella se estremeció y siguió retorciéndose. Zale succionó con más fuerza el pezón y Hannah estuvo a punto de gritar. –Zale, lléname –pidió. Él no necesito una segunda invitación para hundirse en su cuerpo, que estaba caliente, húmedo y preparado. La noche anterior el ritmo había sido lento, pero ahora la penetró como si quisiera demostrar algo, aunque a Hannah le encantó la sensación y la fricción y el modo en que la llenaba haciéndole olvidar todo lo que no fuera él. Solo existía él. Él y ella. Él con ella. Él con ella para siempre. Iba a llegar de nuevo al clímax y la sensación era demasiado intensa. Sentía demasiado, sentía placer y amor. Sentía amor.
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No podía ser, pero eso era lo que sentía. Lo amaba. Cerró los ojos y le clavó los dedos en los hombros cuando el orgasmo se apoderó de ella. –Emmeline –dijo Zale con voz ronca. Hannah abrió los ojos. Emmeline. ¡Cielo santo! Todo ese tiempo no habían sido ella y él, sino Emmeline y él. Porque él deseaba a Emmeline, no a Hannah. Hannah no era nadie. Y si Zale descubría la verdad, la odiaría. Nunca se lo perdonaría. Y tendría razón, pues ella había hecho lo que él más odiaba. Lo había engañado y manipulado. Zale le tocó la mejilla y capturó una lágrima al caer. –¿Por qué lloras? –No lloro. –Confía en mí. Puedes decírmelo. Puedes contármelo todo. Hannah sintió que el corazón le iba a explotar en el pecho. –Soy feliz de estar contigo –musitó. Cerró los ojos. Zale la apretó contra sí y exhaló un suspiro satisfecho. Le acarició la pierna con lentitud. –No hemos dormido mucho y tenemos unos días muy ocupados. –¿Ah, sí? –Yo tengo reuniones esta mañana y tú tienes que terminar de posar para el retrato. Después de eso, le pediré a Krek que te enseñe nuestra ala privada del palacio y con suerte podremos vernos para almorzar –la besó en la mejilla, se levantó de la cama y se acercó a la ventana a descorrer las cortinas y dejar entrar el sol de la mañana. Hannah parpadeó y se frotó los ojos. Zale se tumbó junto a ella y le pasó el pulgar por los labios. –Eres más de lo que esperaba –dijo–. Lo cual es bueno. Y no puedo dejar de desearte. Hemos hecho el amor tres veces en las últimas nueve horas. Y te sigo deseando. El pene le presionó el vientre con un contacto insistente que la hizo sentirse débil. Siempre que la tocaba se derretía. Solo necesitaba una caricia y ya era suya. «Suya», repitió en silencio, mareada por las oleadas de placer que atravesaban su cuerpo. Le hacía sentir como si estuviera borracha, pero de pasión y sentimiento.
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Nunca se había sentido tan próxima a nadie y tampoco había sentido aquello con nadie más. Zale le tomó un pecho y ella respiró con fuerza al sentir al calor de su mano en la piel fresca. Él le acarició levemente el pezón. Se estremeció y Zale gruñó cuando se frotó contra él. Le tomó las caderas murmurando un juramento. –No quiero desearte tanto. –Yo tampoco quiero desearte tanto... –murmuró ella. Zale bajó las manos y la agarró de las nalgas, que apretó como si quisiera separar las piernas y hacer hueco para él. La sensación de sus manos en el trasero y de estar abierta para él resultaba tan provocativa que a Hannah casi se le doblaron las piernas. –Sí quieres –repuso él. Bajó la cabeza para besarla y le mordisqueó los labios–. Estás tan caliente que eres puro fuego. Era cierto. En su cabeza explotaron unas estrellitas y Hannah apretó los muslos con fuerza, enviando volutas de placer por todas partes. Estaba muy húmeda y desesperada porque él la penetrara en respuesta al terrible dolor palpitante de su interior. –Me estás excitando deliberadamente, haciendo imposible que funcione... Zale la interrumpió con un beso; le separó los labios con la presión de su boca y la penetró con la lengua. A ella le encantaba cómo la besaba, con fuerza y fiereza, y le echó los brazos al cuello para apretarlo contra sí. Con la lengua fresca de él en la boca y sus manos en la piel caliente, pensó que le dejaría hacer cualquier cosa, le daría lo que quisiera. El reloj de la chimenea de mármol dio la hora y Zale alzó la cabeza. –No puede ser –murmuró. La apartó con firmeza–. Tengo una reunión en unos minutos y sigo aquí. –No es culpa mía. –Ya lo sé, es mía –la miró–. Pero esa es la parte que me preocupa. El autocontrol nunca había sido un problema para mí, hasta que te conocí –movió la cabeza y entró en el cuarto de baño a ducharse, afeitarse y empezar el día. Hannah, aturdida, volvió a meterse en la cama y se tapó hasta la barbilla. Se sentía perdida y quería recuperar su vida. Lo necesitaba y necesitaba ser ella misma. Y Zale tenía que saber la verdad. Tenía que decírsela. Tenía que hacerle saber que no era su Emmeline.
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Hannah debió de quedarse dormida porque lo siguiente que oyó fue a Celine empujando un carrito del desayuno lleno de comida. Celine colocó el carrito al lado de la cama y empezó a destapar bandejas... fresas con nata, cruasanes, empanadillas de carne, huevos revueltos, yogur griego, zumo de naranja recién exprimido y una cafetera de plata. –Su Majestad ha pensado que le gustaría desayunar aquí –Celine transformó el carrito en una mesa al lado de la cama. Actuaba como si fuera de lo más normal encontrar a Hannah en el lecho del rey. La joven se sentó en la cama. –¿Es todo para mí? –Su Majestad ha dicho que tiene un largo día de citas, actividades y reuniones, empezando por el posado para el retrato de esta mañana, y que necesita desayunar bien. Después del desayuno volveremos a su habitación a prepararla para el posado. Cuando Hannah salió del baño media hora más tarde, envuelta en una toalla turca, la esperaba la estilista personal de Emmeline. Camille le arregló el pelo y poco después Hannah volvía a llevar el vestido del retrato. Teresa se distraía sentada en un taburete hojeando una revista. De pronto dejó de pasar páginas. –¡Ahí está! –exclamó–. Es esa Hannah Smith, Alteza, la norteamericana que se parece a usted y de la que le hablamos en Palm Beach. –¿La que dijisteis que ayudaba a organizar el torneo de polo? –preguntó Hannah. Camille le alisó un trozo de pelo con la plancha. –Sí, y es una lástima que no la conociera. A Teresa y a mí nos habría encantado verlas juntas a las dos. Habría sido fascinante. encantado verlas juntas a las dos. Habría sido fascinante. –Umm –Hannah fingió aburrimiento–. ¿Y dices que sale en la revista? –Sí, en la de esta semana –Teresa se acercó más la revista para leer–. La han fotografiado saliendo de un club de South Beach y está con alguien que no parece muy contento. ¡Oh! Es el jeque Makin Al-Koury. Parece que la esté sacando del club a la fuerza –Teresa miró a Hannah–. Me pregunto si serán novios. Hannah arrugó la frente. –Tenía entendido que solo trabajaba para él. –No lo sé, pero él parece muy enfadado. Prácticamente la lleva a rastras – Teresa sonrió–. Como un novio celoso.
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–¿Qué dice el pie de foto? –No mucho. «El jeque Al-Koury y una amiga no identificada saliendo del Mynt Lounge» –Teresa alzó la vista. Es una discoteca de lujo. Tienes que ser VIP para entrar. –Estoy segura de que no son novios –declaró Hannah con firmeza, sorprendida porque Emmeline y Makin Al-Koury estuvieran juntos–. Los jeques no salen con sus secretarias –tendió la mano hacia la revista con impaciencia–. ¿Puedo verlo? Teresa se levantó del taburete y le acercó la revista. –Ahí –señaló con el dedo. Camille la miró también por encima del hombro de Hannah–. ¿Verdad que parece enfadado con ella? Hannah no podía creer lo que veía. Eran Emmeline y Makin saliendo de un club nocturno de South Beach, cosa que resultaba todavía más increíble porque el jeque Makin-AlKoury no iba a discotecas y evitaba los lugares en los que había famosos y paparazzi. Era un hombre muy celoso de su intimidad y nunca salía con mujeres a las que les gustaran los focos. Hannah fijó la vista en Emmeline, que tenía muy mal aspecto. Demacrada, frágil, con sombras profundas en los ojos. –Ella está muy delgada –dijo. Camille se inclinó más hacia la foto. –Probablemente salga demasiado de fiesta. Todo el mundo hace eso en South Beach. –Makin no –musitó Hannah para sí. Pensó que Teresa tenía razón. Makin parecía lívido en la foto. ¿Qué pasaba entre esos dos? ¿Qué hacían juntos? ¿Y cómo había conocido la princesa Emmeline a su jefe? –¿Qué miráis todas? –preguntó Zale desde la puerta. Hannah se sobresaltó y devolvió la revista a Teresa. –Nada. –¿Nada? –él entró en el vestidor–. ¿Y entonces por qué parecéis tan culpables las tres? –Porque estábamos admirando ropa. Ropa cara. Algo que tú no harías jamás –respondió Hannah con una carcajada–. ¿Qué te trae por aquí? – Tú. Su voz rica y su acento raguviano hacían que todo lo que decía sonara pecaminoso y sexy. Hannah sintió una oleada de calor. Cuando se volvió a mirarlo, le ardían las mejillas. –Me siento muy honrada. –¿Cómo van los preparativos para el posado? –Bien. Solo me falta el maquillaje y salgo.
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Camille y Teresa desaparecieron con discreción cuando Zale se acercó a ella con una caja alargada de terciopelo negro. –Tengo un regalo –dijo–. Algo que tenía que haberte dado a tu llegada. Ella echó atrás la cabeza y lo miró a los ojos. –Pero no estabas seguro de mí. –Eso es verdad –él le tendió la caja–. Pero ahora lo estoy. Hannah alzó la tapa y apareció una tiara resplandeciente. –Era de mi madre –dijo él–. Y antes fue de mi abuela. Era una alhaja maravillosa; el delicado arco de diamantes resplandecía, atrapaba la luz y la reflejaba en todas direcciones. Era una joya clásica y sencilla a la par que espectacular. –No puedo aceptarla –susurró ella–. Es demasiado valiosa. Es una joya de familia. –Pues claro que puedes –la interrumpió él–. Es mía y te la doy a ti, la primera de muchas, Emmeline. Cuando te conviertas en mi reina, te cubriré de joyas. La luz posesiva en los ojos de Zale hizo que Hannah contuviera el aliento. –¿De verdad piensas casarte conmigo? –Sí. –¿Sin dudas? –Sin dudas. Cuando hice el amor contigo, me comprometí. Es como si ya estuviéramos casados. No hay vuelta atrás.
Capítulo 10
Hannah intentó no sucumbir al pánico.
Zale decía que no había vuelta atrás, que era como si estuvieran casados. Y eso podía ser un problema si Emmeline no aparecía. Emmeline tenía que aparecer. ¿Qué iba a hacer? Faltaba una semana para la boda. El mundo esperaba una magnífica boda real, una boda que sería televisada al mundo entero. Emmeline no podía dejar plantado a Zale en el último momento. No estaría bien y no era justo. Hannah tenía que contarle la verdad a Zale, ¿pero cómo darle la noticia? «Eh, rey Patek, yo no soy tu prometida sino Hannah Smith de Bandera, Texas, y estoy aquí para tenerte ocupado mientras tu prometida de verdad arregla unos asuntos en Palm Beach». Apretó las manos e intentó controlar la ansiedad de su mente. Emmeline se presentaría. Había dicho que iría y no rompería su palabra. Media hora después Celine la ayudó a quitarse el traje de noche y ponerse una falda de seda azul marino y una blusa blanca para la gira del palacio con Krek.
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Llevaba perlas gruesas al cuello, una pulsera de perlas y diamantes en la muñeca y zapatos de medio tacón con los que resultaría cómodo caminar. –Como sabe, soy uno de los empleados más antiguos –dijo Krek cuando llegó a la sala de estar de los aposentos de la reina–. Llevo casi treinta y cinco años al servicio de la familia Patek; empecé como lacayo de la difunta reina y después pasé a ser mayordomo de Su Majestad. Como mayordomo principal, soy responsable del entretenimiento tanto privado como oficial. Organizo y asisto en banquetes de estado y recepciones procurando que cada detalle esté perfecto. –Eso es mucha responsabilidad –respondió Hannah. –Lo es, Alteza, pero es lo que he hecho toda mi vida y no me imagino haciendo otra cosa. Caminaron por el largo pasillo, bajaron las escaleras y abrieron las puertas de una hermosa habitación llena de luz y pintada de un color amarillo vivo que contrastaba con elaboradas molduras blancas. –Esta era la habitación favorita de la reina Madeleine –dijo Krek. El alto techo estaba pintado de color azul cielo con nubes vaporosas–. El amarillo era el color favorito de la reina Madeleine porque le recordaba el sol, y aquí era donde prefería recibir –la miró–. ¿La conoció? Era prima hermana de su abuela. Hannah abrió la boca y volvió a cerrarla. –No lo recuerdo. –Si la hubiera conocido, lo recordaría. Era una mujer adorable. Teníamos una relación muy buena. Pero cuando la princesa Helena, la madre de Su Majestad, llegó de Grecia para casarse con el rey Stephen IV, me asignaron a la casa de los recién casados. –¿Le importó el cambio? –En absoluto. El rey Stephen y la princesa Helena eran maravillosos. El suyo también fue un matrimonio pactado, pero se enamoraron poco después de la boda. –¿El suyo fue un matrimonio feliz, entonces? –Muy feliz –fue Zale el que contestó. Había entrado por una puerta lateral y se acercaba a ellos–. Los dos eran inseparables en lo bueno y en lo malo. Y desde luego, tuvieron su parte de malo. –Majestad –Krek hizo una reverencia. –Creo que puedo seguir yo –sugirió Zale. –Por supuesto, Majestad –el mayordomo inclinó la cabeza ante Hannah–. Alteza –y se marchó discretamente. –¿Disfrutas de la gira? –preguntó Zale.
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–Sí. Pero acabamos e empezar. –Pues vamos a continuar –él la llevó al Salón Escarlata, que había sido el lugar favorito del rey Stephen Mikal–. En esta habitación mi abuelo entretuvo al zar, a un sultán, a dos reyes británicos, una docena de duques y también al Papa. –¿Tú conociste a tu abuelo? –Murió cuando yo tenía catorce meses, pero parece ser que pasaba mucho tiempo con Stephen y conmigo. Tengo bastantes fotos con él. –¿Tu hermano Stephen y tú estabais muy unidos? –Sí. Pero también éramos muy competitivos. Al menos yo. –¿Os peleabais? –A puñetazos no, pero de vez en cuando nos retábamos a una carrera o un combate de lucha libre –Zale sonrió–. Stephen era dos años y medio mayor que yo, pero yo no tenía intención de ponérselo fácil. Abrió la puerta de un salón enorme de techos altos y con muchos retratos en las paredes. –Ahora estamos entrando en la Galería Real. Aquí cuelgan los retratos de todos los reyes y reinas de Raguva. El tuyo se unirá al mío. –¿De verdad nos vamos a casar? –Sí. El sexo selló el acuerdo, Emmeline. Está en el contrato prematrimonial. Al hacer el amor, pasas a ser mía. Ella se estremeció. Suya. Zale le apartó un mechón de pelo detrás de la oreja. –Podemos ser felices –dijo. –¿Cómo lo sabes? –Porque tengo sentimientos fuertes por ti –apartó la vista–. Pero ahora vámonos a almorzar. He planeado algo especial. La llevó abajo, hasta un ala vieja del palacio que parecía más propia de un castillo. –La fortaleza original –dijo Zale. Un soldado abrió una puerta cubierta de metal que llevaba a una escalera estrecha. –Esto se construyó a finales del siglo XIV y se alargó y fortaleció en el siglo XVI –le
tomó la mano y empezaron a subir la escalera, fría y en penumbra–. Los reyes siguieron haciendo añadidos y modernizando lo anterior, pero esa parte sigue igual que hace quinientos años. Subieron al menos tres pisos hasta llegar a la parte superior de la torre y Zale abrió otra puerta y apareció un cielo muy azul y paredes de piedra muy gruesas. –El parapeto del palacio –dijo–. Mi lugar favorito cuando era niño.
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Estaban muy arriba, en el punto más alto del palacio, y hacía un día precioso, con el cielo azul y ni una nube a la vista. Las banderas se agitaban al viento debajo de ellos y la brisa trasportaba sabor a sal. –Entiendo que te guste esto –Hannah se reunió con él en el grueso muro y se apoyó en la piedra calentada por el sol–. Un lugar a donde puede escapar un niño y donde puede pensar un rey. –Eso es exactamente –Zale también se apoyó en la pared–. Aquí tengo paz y tranquilidad. Perspectiva. Encuentro que la perspectiva es esencial. Es demasiado fácil a veces verse atrapado en los sentimientos o el estrés de una situación, ya sea real o imaginaria –tendió la mano a Hannah–. Ven. Vamos a comer. En lugar de bajar las escaleras, siguieron andando por el parapeto hasta el otro lado, donde había una torre redonda en ruinas, en la que solo quedaban trozos de paredes y nada de tejado. Habían arreglado con cemento la escalera y colocado un suelo nuevo de piedra. En el centro de la torre en ruinas había una mesa redonda con dos sillas. La mesa estaba cubierta con un mantel rosa pálido con un centro floral de rosas y lirios. Había dos platos de porcelana china con bordes de oro y cubiertos de plata. Zale sacó una silla para ella. –Disfruté tanto con el picnic de la playa que pensé que deberíamos tomar otro almuerzo a solas. Prefiero no tener empleados alrededor. Es más relajado así. –Y más divertido –añadió Hannah–. Gracias. –De nada –Zale se sentó frente a ella y sacó una botella de vino blanco del cubo de plata en el que se enfriaba. La abrió, llenó dos copas y alzó la suya–. Por ti, por mí y por nuestro futuro juntos. A Hannah le ardieron los ojos y tuvo que sonreír para reprimir las lágrimas. –Por nuestro futuro –repitió, y chocó el borde de su copa con la de él. Zale la miró a los ojos buscando algo que ella no supo qué era. –Salud –dijo él. Volvieron a chocar las copas y bebieron. Hannah agradeció profundamente el calor del vino, pues estaba fría por dentro. Fría y asustada. Aquello iba a terminar muy mal. Para tapar el dolor casi insoportable que sentía se inclinó a oler una de las rosas. –Huelen como las de verdad. ¡Gracias a Dios! Él la miró divertido.
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–¿Cuándo dejaron las rosas de oler a rosas? –Hace años, cuando a alguien se le ocurrió hacerlas más duras y resistentes a las plagas. Las flores se hicieron más grandes pero la fragancia desapareció. –No lo sabía. –Supongo que no hay una sección de horticultura en tu manual de rey. –Lamentablemente no hay tampoco un manual. Me habría venido bien tener uno. –¿Por qué? –Los primeros años fueron duros. Todos los días deseaba haber pasado más tiempo con mi padre aprendiendo a gobernar. –Pero entonces tendrías que haber renunciado antes al fútbol. –Lo sé. No estaba preparado para dejarlo. Probablemente no lo habría estado nunca. Pero entonces mis padres murieron y el accidente me obligó a crecer. Ella guardó silencio un momento. –¿Así es como lo consideras tú? –Era príncipe. Debería haber estado aquí aprendiendo de mi padre. –Pero el fútbol era tu pasión. Te encantaba desde que eras pequeño –ella le tocó la mano–. No es de mi incumbencia, pero me alegro de que pudieras hacer lo que tanto amabas. ¡Hay tanta gente desgraciada que odia su trabajo y su vida! Yo no quiero vivir así. –¿Eres feliz, entonces? –Me encanta mi trabajo. Tengo suerte de hacer lo que hago. Él le sonrió y la sonrisa le transformó la cara de atractiva a deslumbrante. A Hannah volvieron a quemarle los ojos y tomó un sorbo de vino rápido para esconder su dolor. Zale tendió una mano y le apartó un mechón de pelo de la mejilla. –Hoy estás muy llorosa. ¿Qué pasa? ¿Qué he hecho? –Nada. Estoy pensando en el pasado y el futuro y en nuestras familias. –Ha habido muchas presiones familiares, ¿verdad? Ella asintió. –Mi padre era el que quería que nos casáramos. Te eligió cuando yo tenía quince años –él sonrió–. Tú tenías cinco y eras regordeta. Me quedé horrorizado. Hannah sonrió a su vez. –Yo también me habría sentido así. –Mi padre me aseguró que de mayor serías una belleza. Y tenía razón. –Gracias. –¿No lamentas lo de anoche? –En absoluto. Me encantó cada minuto.
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–Creo que deberíamos firmar el acuerdo prematrimonial. Tu padre me llama todos los días preguntando por qué no lo hemos hecho aún. –¿Y qué le dices? –Que lo firmaremos cuando estemos preparados. –Seguro que eso no le gusta. –No. Pero ahora esto es entre tú y yo y tengo intención de que siga así. –¿Y necesitamos ese acuerdo? ¿No podemos casarnos sin él? Zale la miró a los ojos. –¿Te casarías conmigo sin un acuerdo financiero? –Confío en ti. –Haces bien. Yo jamás te traicionaría. Hannah se sintió culpable. –¿Te habrías sentido atraído por mí si nos hubiéramos conocido de otro modo? –preguntó. –¿Quieres decir como dos personas normales en la calle? Hannah asintió. Zale bajó la frente y la miró con tal intensidad que ella pensó que podía ver en su interior. –Sí. Claro que sí. Si algún otro la hubiera mirado así, se habría sentido incómoda, pero cuando lo hacía Zale se sentía hermosa... a salvo. Sí, a salvo. Él era su guerrero. Un protector. Un hombre con coraje e integridad. –¿Y yo, te gustaría a ti? –preguntó Zale. –Sí. Él sonrió. –¿Y el príncipe y la princesa vivieron felices y comieron perdices? Hannah tenía un nudo en la garganta que le dificultaba la respiración. –Eso espero. –Yo también –él miró la tapa de plata que cubría su plato–. ¿Comemos? Hannah asintió y retiró su tapa. Apareció una ensalada fría de marisco; a un lado había otro plato con panecillos y mantequilla. –Parece delicioso –musitó. –Sí –él asintió. Pero la miraba a ella, no al plato–. Verdaderamente delicioso. Hannah se ruborizó; su cuerpo adquiría vida, le cosquilleaba la columna y le dolían los pechos. –¿Cómo voy a comer ahora? –Podemos saltarnos el almuerzo y volver a mi habitación.
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–¡No! –lo interrumpió con una risita–. Claro que no. –¿Claro que no? ¿Tan malo fue lo de anoche? –Tú sabes que fue fantástico. –Gracias a Dios. Empezabas a preocuparme. Hannah se echó a reír. –Solo quiero quedarme porque esto es muy hermoso y tú te has tomado muchas molestias organizando este almuerzo. Pero si quieres, nos vamos. –¿Me dejas a mí la decisión? –Tú eres el rey. Zale posó la mirada en sus labios. –Nos quedamos. Vamos a comer. Pero en cuanto terminemos, te llevaré a la cama.
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Capítulo 11. Hannah se esforzaba por comer, pero le resultaba casi imposible con las mariposas revoloteando en su estómago. Zale no ayudaba nada mirándola del modo en que la miraba. Después de media docena de mordiscos, se rindió y se pasó al vino. Cuando terminaba el segundo vaso, supo que había bebido demasiado. No porque estuviera borracha, sino porque estaba demasiado excitada ya. –No comes –comentó Zale–. ¿No te gusta la langosta? Es uno de mis platos favoritos. –Sí. Está muy buena. –¿Cómo lo sabes? No has comido nada. Ella respiró hondo. –Pero estoy contenta. –¿Sí? –Nunca olvidaré esto. La vista. Las flores. La conversación contigo. Él sonrió divertido. –Eso es mucho para recordar. –Pero vale la pena. ¿Cuántas mujeres han podido almorzar con el rey Zale Patek en una de sus torres con vistas al mar? No muchas. –No. Solo tú. A Hannah le dio un vuelco el corazón. –Tendremos que repetirlo –le prometió él–. Quizá en nuestro primer aniversario. –Me gustaría –susurró ella, sabiendo que no estaría allí, que no volvería a tener nada de todo aquello–. Y hay algo más que me gustaría, Majestad. –¿Y de qué se trata, Alteza? Hannah tardó un momento en poder hablar debido al nudo que le oprimía la garganta. Pero decidió que no permitiría que el dolor le robara ni un solo minuto de lo que quedaba de día. –Quiero que me beses. Él se levantó, la alzó de la silla y le apoyó la espalda en una de las paredes. Se inclinó y la besó en los labios con suavidad. –¿Qué tal así? –murmuró; después le besó el hueco detrás de la oreja–. ¿Así está bien? –No. –¿Por qué? Su cálido aliento le acariciaba la curva de la oreja y le producía cosquillas de placer.
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–No es suficiente –murmuró Hannah, colocándole las manos en el pecho–. Quiero más. Quiero que me beses como es debido. –¿Así? –él le mordisqueó el lóbulo. Ella sintió el deseo en su vientre y la humedad entre los muslos. –No, un beso de verdad. Un beso que haga este día perfecto. –Tú ya lo has hecho perfecto –Zale le tomó el rostro entre sus manos y le alzó la barbilla para mirarla a los ojos. La besó con lentitud, al principio con calor y dulzura y luego con más calor y desesperación. Hannah le echó los brazos al cuello y se apretó contra él. Lo necesitaba, lo deseaba, lo quería todo con él. Matrimonio, niños y envejecer juntos; pero eso no podía tenerlo; solo podía tener ese día. Y le sacaría todo el jugo posible. –Te necesito –murmuró contra su boca; deslizó los dedos en su pelo–. ¡Te necesito tanto! Él interrumpió el beso y alzó la cabeza para mirarla. Su pecho subía y bajaba con la respiración y sus ojos estaban nublados por el deseo. Hannah le tocó la boca con la yema del dedo, sorprendida por todo lo que sentía por él. Eso era magnífico. Y terrorífico. –Eres muy hermosa –musitó Zale, y le besó el dedo–. No me canso de ti. –Mejor. Después la tomó en sus brazos, la llevó a una piedra rota a la sombra de la torre y la sentó en el borde. Le subió la falda y le apartó los muslos. Se quedó mirando el pequeño tanga. –Increíblemente sexy –gruñó. Pasó un dedo por la seda húmeda del tanga, mojándolo todavía más. Hannah dio un respingo. Zale le acarició los labios hinchados una y otra vez, haciéndola estremecerse. –¡Qué mojada estás! –murmuró, fascinado por el trozo de seda que cubría el lugar más íntimo de Hannah y acariciándolo lentamente para sentirla estremecerse contra su mano–. Y deseando más –añadió con voz rasposa. Apartó la seda y lanzó un juramento al ver sus labios interiores y el núcleo rosa brillante. Hannah se agarró a los lados de la piedra. Ningún hombre la había mirado tan de cerca e intentó cerrar los muslos, pero Zale se arrodilló entre ellos y los sujetó, manteniéndolos abiertos.
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–¿Qué es lo que tienes? –gruñó, sin dejar de acariciarla–. ¿Por qué me haces esto? Ella se sobresaltó y gritó cuando los dedos de Zale le rozaron el clítoris, tan sensible ya que creía que iba a explotar. –No soy yo –jadeó, con el fuego lamiendo su piel y haciéndola arder–. Eres tú. –No. Nunca he deseado a ninguna mujer como te deseo a ti. Hannah se agarró a la piedra con más fuerza. Sentía la presión acumulándose en su interior, el deseo haciéndose más caliente, más fiero. Estaba al borde del clímax, pero era muy consciente de que Zale le miraba la cara mientras la tocaba, leyendo sus emociones y reacciones. Resultaba sexy pero también terrorífico estar tan abierta delante de un hombre... física y emocionalmente. –Vamos –dijo él–. Quiero ver tu orgasmo. Le abrió más las rodillas con un gruñido y se inclinó para cubrirle el clítoris con la boca. Succionó con fuerza, y cuando ella se arqueó hacia él, deslizó un dedo en su interior y tocó cierto punto en el momento exacto en el que le succionaba el clítoris. Hannah gritó y entró en un orgasmo tan intenso que sus caderas se levantaron de la piedra. Pero él no se detuvo. Siguió succionando e introduciéndole un dedo cada vez más, frotando aquel punto mágico invisible y produciéndole de nuevo calor y cosquillas. Hannah quería decirle que no podría tener otro orgasmo tan seguido, pero él le sopló y la lamió lentamente... ... y ella explotó por segunda vez gritando su nombre. Esa vez lo apartó con una mano temblorosa. –Basta. Estremeciéndose todavía, se colocó bien el tanga y se bajó la falda. –¿Qué me has hecho? –preguntó con voz estrangulada. –Lo que me haces tú cada vez que te miro. Los ojos se le llenaron de lágrimas. –Creo que me has roto –susurró, estremeciéndose todavía. Zale sonrió y le besó la rodilla a través de la falda. Ella echó atrás la cabeza y lo miró. –¿Y tú? –contempló el bulto de una inconfundible erección–. ¿Tú no quieres nada? Él le tendió la mano. –Sí, pero en mi habitación. Ponerte a cuatro patas no resultará cómodo en la piedra.
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Hannah tragó saliva con fuerza. ¿A cuatro patas? Nunca había hecho eso. –Quizá deberíamos probarlo. Zale rio con suavidad y bajaron juntos la escalera de la torre hasta la planta baja. Se dirigían a los aposentos del rey cuando uno de los lacayos los vio y le dijo a Zale que la señora Sivka necesitaba que lo ayudara con el príncipe Constantine. Zale apretó la mandíbula con rostro preocupado. –Voy para allá –miró a Hannah–. Te veré en tu habitación. –¿Hay algo que pueda hacer? –Solo esperarme. Ella lo miró alejarse con el lacayo con aire preocupado y pensó que era un buen hermano. Un buen hombre. En su suite se lavó y se estaba cepillando el pelo cuando oyó vibrar el móvil en el cajón de la mesilla. Corrió hacia allí. –¿Diga? –Hannah, soy yo –dijo Emmeline. –¿Estás bien? –No lo sé. –¿Vas a venir? –No lo sé. Hannah, atónita, se llevó una mano a la frente. –¿Cómo que no lo sabes? –Estoy en Kadar. –¿En Kadar? ¿En el país del jeque Makin? ¿Por qué? –Cree que soy tú. –¡Dile que no lo eres! –No puedo. –¿Por qué? –Lo estropearía todo. Hannah miró por encima del hombro para comprobar que no había nadie cerca. –¡Pero ya se ha estropeado todo! No sabes lo que ha pasado. –Lo siento. De verdad –la interrumpió Emmeline con voz llorosa–. Pero todo está fuera de control. –Tu control, tu vida. Siempre se trata de ti, ¿verdad? –No lo decía en ese sentido. –Pero tú me enviaste aquí en tu lugar y no tenías intención de venir pronto – Hannah estaba tan enfadada que casi gritaba–. Me has utilizado, manipulado... ¿Cómo crees que me siento, atrapada aquí fingiendo que...? –se interrumpió al oír que el suelo crujía tras ella. No estaba sola. Se dio la vuelta.
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Zale. Palideció y por un momento oyó un rugido en los oídos y después nada, solo silencio. Cerró el teléfono, que estuvo a punto de caérsele. –¿Cómo está nuestro buen amigo Alejandro? –preguntó Zale, y cerró la puerta tras de sí. A Hannah le latió con fuerza el corazón y lanzó una mirada de pánico a la puerta cerrada. –¿Quién? –Emmeline... –No es lo que tú te crees. –Por supuesto, tenías que montar uno de tus juegos. Contigo nada es nunca sincero –Zale se sentó en la cama y palmeó el colchón a su lado–. Ven a sentarte. Intentaremos que esto sea divertido –sonrió, pero su expresión era fría y airada–. ¿Jugamos a las veinte preguntas? Yo pregunto y tú respondes –dijo. –Zale, no hablaba con un hombre, no era Alejandro, era una amiga. –¿Y esperas que me crea eso? –Sí. –Yo sé lo que he oído. Querías que viniera a buscarte. –No. No era eso. Lo prometo. Te lo juro. –No –él bajó la voz–. No me jures nada. Hannah cruzó la alfombra temblando de la cabeza a los pies. Le tendió el teléfono. –Llama al último número y verás quién contesta. No es un hombre. Pero él se negó a tomar el teléfono, que cayó al suelo. –Cada vez que empiezo a sentirme cómodo contigo, haces esto. Siempre que me comprometo contigo, me dejas en ridículo. –No –ella entrelazó los dedos–. Yo nunca te haría eso. Jamás –y entonces captó la vehemencia de sus palabras y comprendió que lo había estado engañando desde que llegara allí. Fingiendo ser Emmeline. Fingiendo que se estaban conociendo antes de casarse cuando en realidad no se casarían nunca.
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–No hay una cerradura en tu puerta ni nada que te obligue a estar aquí –dijo él con dureza–. Si quieres irte, vete. Yo tengo cosas que hacer y no pienso perder ni un minuto más contigo. –Zale... Él alzó una mano para silenciarla. –Basta. Ten un poco de respeto, por favor –salió por la puerta.
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Capítulo 12. Zale salió de la habitación y cruzó el palacio hasta el ala nueva que había construido cinco años atrás y que albergaba su gimnasio personal. El gimnasio era en realidad todo un complejo deportivo, que incluía un campo de fútbol en la primera planta, con hierba de verdad, porterías y luces de estadio. En el segundo piso había varias canchas: de tenis, baloncesto y balonmano... además de una habitación con pesas donde Zale entrenaba un día sí y otro no. Al lado de esa sala había un vestuario con sauna, jacuzzi y una mesa de masajes para rehabilitación de lesiones. Zale se desvistió y se puso un pantalón de chándal, una camiseta y zapatillas de correr. Ese día no corrió en la cinta; corrió en la pista que rodeaba el campo de fútbol. Corrió un kilómetro tras otro, pero por mucho que corría, no podía escapar de sus pensamientos. Era una locura haber confiado en ella. Emmeline se acostaba con él pero seguía en contacto con Alejandro. Estaba en su derecho de echarla de allí. Pero terminar con ella no sería tan fácil. Supondría una crisis enorme, tanto personal como política. Pero cuando se fuera y la gente asimilara la noticia, el país seguiría adelante y él también. Excepto porque cuando la imaginaba lejos de allí, no sentía alivio, sino dolor. Y aquello era culpa de ella. Era una bruja, no una princesa, y lo había hechizado. Y él tenía que romper el hechizo lo antes posible. Corrió hasta que le temblaron las piernas, el corazón le latió con fuerza y le costó trabajo respirar. Al fin consiguió calmar su mente y aquietar sus pensamientos. El pecho le dolía todavía, pero ahora se debía al agotamiento, no al sentimiento. Y con eso sí podía lidiar. Hannah pasó media hora caminando por su sala de estar por si volvía Zale. Como no fue así, fue a los aposentos del rey, pero tampoco estaba allí. Regresó a su habitación. Quería arreglar las cosas con Zale pero pasó la tarde sin que volviera a saber nada de él.
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A las siete, comió la cena que le llevó Celine en uno de los carritos que enviaban desde la cocina. A las nueve Celine le preguntó si quería ponerse el camisón y la bata. Hannah negó con la cabeza. –Todavía no –contestó con voz ronca–. Pero no hace falta que te quedes. Me cambiaré sola más tarde. A las diez, Hannah estaba harta de estar sentada, de esperar y de preocuparse. Tenía que hacer algo. Moverse. Caminar. Buscar a Zale. Bajó al ala donde estaba su despacho y biblioteca, además de habitaciones adyacentes para secretarios y asesores, pero él no estaba allí. Las estancias estaban a oscuras. Hannah regresó al ala de la familia, pero cuando llegó a la suite de Tinny, la encontró también a oscuras y a la señora Daum en camisón, pues era la noche libre de la señora Sivka. Hannah permaneció un momento en la escalera, confusa. Un lacayo se acercó a ella. –¿Busca algo, Alteza? Ella se esforzó por sonreír. –Sí, a Su Majestad. Parece que lo he perdido. –Lo siento, Alteza, pero no lo he visto; aunque puedo preguntar si alguien conoce el paradero de Su Majestad. –Eso sería maravilloso. Gracias. –¿Y usted estará en sus habitaciones, Alteza? –Sí. Quince minutos después, Krek llamaba a su puerta para decirle que Su Majestad no había salido, no estaba con su hermano ni en su gimnasio privado pero sí en algún lugar del palacio, aunque no sabía dónde. Cuando se marchó el mayordomo, a Hannah se le ocurrió dónde podía estar Zale. En el parapeto donde habían almorzado ese día. ¿No había dicho que le gustaba ir allí cuando tenía cosas en la cabeza o quería estar solo? Tomó un abrigo de terciopelo azul del vestidor y recorrió los salones y pasillos del palacio hasta la antigua fortaleza. Aquella parte estaba en penumbra y sus pasos resonaban fuertes en el salón medieval cuando buscaba el pasillo que la llevaría a las escaleras de la torre. Pero finalmente encontró el arco de piedra y la escalera circular que la dejaría en lo alto. Arriba, había un guardia delante de la puerta, pero se inclinó inmediatamente y la abrió para ella. Hannah salió al exterior. Era una noche clara y las luces de la ciudad abajo rivalizaban con las estrellas de arriba. Echó a andar en busca de Zale.
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–¿Qué haces? –la voz de él llegó desde las sombras y Hannah se sobresaltó y miró a su alrededor. –¿Dónde estás? Zale se apartó de la pared. La luz de la luna marcaba la silueta de su cuerpo alto e iluminaba su perfil. –Aquí. Hannah no veía su expresión, pero su voz era dura y su tono impaciente. Vaciló un momento, pero siguió andando. –Siento que tuvieras que oír eso antes, pero no es lo que crees. No era Alejandro. No he hablado con él desde Palm Beach, y allí muy poco. –No me importa –gruñó él. –Pero a mí sí; por eso tenía que encontrarte –respiró hondo y apretó el abrigo con nerviosismo entre los dedos–. Sé que no he sido fácil. Sé que no soy la mujer que querías. ¡Ojalá lo hubiera sido! ¡Ojalá pudiera ser la mujer perfecta para ti! –No necesito que seas perfecta –gruñó él–. Pero no toleraré el engaño. –Lo siento. Pero debes saber que desde que llegué solo he querido una cosa, y es a ti. Él emitió un sonido de disgusto. –Lo digo en serio, Zale. No hay nadie más. Necesito que me creas. –Emmeline –dijo él con tono de advertencia. –Odio que estés enfadado. Por favor, perdóname. –Emme... Ella cortó su protesta alzándose de puntillas para besarlo. Los labios de Zale estaban fríos y rígidos, pero ella no se rindió. Lo besó despacio, con dulzura, tomándole la cara entre las manos. La barba le raspó las palmas y finalmente su boca empezó a ceder bajo la suya. Zale la besó con fuerza, de un modo casi agresivo. Y el beso explotó al instante en algo caliente, hambriento y fiero. Él le deslizó una mano en el pelo, enroscó un mechón en torno a los dedos y le echó atrás la cabeza para tener más acceso a su boca. Le separó los labios y le introdujo la lengua. La besó hasta que a Hannah le dio vueltas la cabeza y bailaron estrellitas ante sus ojos. Luego la apartó, la empujó contra la pared fría de piedra, le agarró las manos y las subió por encima de su cabeza, inmovilizándola. –Esto no funciona –le dijo al oído con voz ronca–. Lo nuestro no marcha. Hannah sentía el calor de sus dedos en las muñecas y la presión de las caderas contra las suyas. El pecho amplio y duro de Zale le aplastaba los pechos y tenía una de sus rodillas entre los muslos, frotando su lugar más sensible. No sentía ningún miedo, solo placer. Y deseo.
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Lo deseaba incluso cuando se mostraba salvaje y furioso y quería castigarla, porque sabía que jamás le haría daño, que siempre la protegería aunque fuera de sí mismo. –Pero sí funciona –respondió Hannah–. Al menos esta parte, cuando estamos juntos así. –Pero el sexo, por bueno que sea, no hace que funcione un matrimonio. Tiene que haber más. Yo quiero más. –Pero podríamos tener más –protestó. Echó atrás la cabeza y los labios de Zale bajaron por su cuello prendiendo fuego a su piel y su cuerpo. –Sí, más teatro –le respondió él, con los labios en la base de su garganta–. Más mentiras. Pero no puedo hacerlo. No lo haré. –Me prometiste cuatro días. Todavía quedan dos. –No. –Por favor. –No. –¿Mañana no es el Baile de la Amatista y el Hielo? Sé que es un evento donde recaudáis muchos fondos. ¿No será raro que yo no esté? –Sería peor pasar la velada fingiendo que me gustas. Hannah se encogió. Él la soltó y retrocedió un paso. –Odio ser cruel, Emmeline, pero los dos sabemos que no eres la mujer apropiada para mí. Hannah comprendió que había perdido la batalla. Zale había terminado con ella. Tenía intención de echarla de allí, y quizá era lo mejor. Tal vez aquello tenía que acabar así. Se iría por la mañana y él nunca sabría la verdad. No sabría que había sido engañado. –Estoy cansado –musitó Zale. Le volvió la espalda–. Cansado de hablar y de discutir. Hannah sentía también su agotamiento en la voz, en el modo en que hundía los hombros y en sus palabras. –Comprendo. –Por la mañana llamaré a tu padre y le diré que nos hemos dado cuenta de que esto no funcionará. Le diré que ha sido una decisión mutua y que nuestras diferencias son demasiado grandes para superarlas. –De acuerdo.
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Él la miró. –Es mejor hacerlo así que esperar hasta el último momento para cancelar la boda. –Estoy de acuerdo. Zale bajó la cabeza y cerró los ojos. –Y entonces, ¿por qué me parece esto un infierno? Ella sintió un nudo en la garganta y le ardieron los ojos. –Porque a pesar de nuestras diferencias, sentíamos algo el uno por el otro. Él respiró hondo. –Lo siento. Hannah se acercó y lo abrazó por la cintura. –Es culpa mía. Eres tú el que tiene que perdonarme. –Es tarde –gruñó–. Vámonos a la cama. –¿Puedo dormir contigo esta noche? –Eso es buscarse problemas. Ella le besó el pecho. –No causaré problemas –susurró–. Solo quiero estar cerca de ti, dormir contigo por última vez. –No cambiaré de idea, Emmeline. Te irás por la mañana. –Sí. Zale guardó silencio tanto rato que ella estaba segura de que se iba a negar. –Entonces pasaremos nuestra última noche juntos y nos despediremos por la mañana –musitó finalmente. Hicieron el amor en la enorme cama cuyo dosel de brocado formaba un capullo solo para ellos. Era como si el resto del mundo hubiera desaparecido y solo existieran ellos dos. Zale la amó despacio en la oscuridad; aplazó su orgasmo hasta que la hubo llevado al clímax una y otra vez. Esa noche había dulzura y tristeza en todas sus caricias. Hannah cerró los ojos y saboreó su cuerpo, extendido sobre ella, su piel cálida y deliciosa al tacto. Cuando llegó al orgasmo por segunda vez, el corazón pareció rompérsele y le costó mucho contener las lágrimas e impedir que Zale sintiera su dolor. El dolor era considerable. Lo amaba y él nunca lo sabría. Las lágrimas le quemaban bajo los párpados mientras se estremecía en sus brazos.
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«Perdóname, Zale», le susurró en silencio, besándole el pecho. «Perdóname por no haber sido lo que tú necesitabas que fuera». A pesar de su agotamiento, Zale no podía dormir. Los pensamientos corrían por su mente y le dolía el pecho. Siempre había necesitado orden. La incertidumbre no era para él. Para él la ambivalencia era semejante al caos. Y el caos era sinónimo de pérdida. Pérdida de paz, de concentración; pérdida de control. Y él necesitaba estar en control siempre. Las pocas veces en que no lo estaba sucedían cosas terribles, cosas con resultados trágicos. La leucemia de Stephen. El accidente de sus padres. Los ataques de Tinny. El control era importante. Pero con Emmeline era distinto. Con ella sus sentimientos eran caóticos, primitivos. Ella suspiró, murmuró algo ininteligible en sueños y se apretó contra el calor de su pecho como si fuera el lugar donde quería estar. Y Zale sintió un dolor afilado. ¿Cómo podía seguir amándola? ¿Cómo podía querer abrazarla todavía?
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Capítulo 13. Al despertar, Hannah tardó un momento en darse cuenta de que estaba sola. Cuando lo percibió, se volvió boca abajo en la cama y enterró la cara en la almohada. Era por la mañana, Zale se había ido y ella tenía que marcharse. Se le contrajo el corazón y le dolió el pecho. «No llores», se dijo. «Tienes que conservar la calma por él. No pierdas la calma hasta que te vayas». Se concentraría en su futuro, en volver a su vida, la vida de una mujer corriente de veinticinco años que trabajaba para pagar sus facturas y sus caprichos. Siempre le había gustado ser independiente y autónoma. Había disfrutado trabajando y volviendo después a su apartamento a acurrucarse en el sofá para ver sus películas favoritas o leer sus libros preferidos. Apenas acababa de ducharse en el baño de su suite, cuando llamó lady Andrea a la puerta para comentar con ella la agenda del día. –Será un día muy ajetreado con el baile de esta noche –la mujer consultó sus notas–. Tomará café con Su Majestad en su despacho y luego tendrá que reunirse con Monsieur Pierre, que ha llegado esta mañana con el vestido para el Baile de la Amatista y el Hielo. Hannah no dijo nada. Al parecer, Zale la convocaba a su despacho para despedirse allí. Muy apropiado. Muy regio y profesional. –Gracias –musitó–. Me vestiré enseguida. Veinte minutos después se hallaba sentada en el despacho de Zale, una estancia llena de estanterías con libros desde el suelo hasta el techo, y tomaba café sentada en una silla delante del escritorio. Zale apenas la había mirado desde su llegada unos minutos atrás. Tampoco había tocado su café. Miraba un punto de la mesa y tamborileaba en ella con los dedos. –¿Has dormido bien? –preguntó finalmente. –Sí, gracias. –Ayer estaba muy disgustado. Te oí hablar por teléfono y me sentí traicionado. –Lo comprendo, Zale. No voy a hacer una escena. –Te debo una disculpa. Tú decías la verdad. No hablabas con Alejandro. Hannah sintió un escalofrío de alarma. –¿Cómo lo sabes? –Sufrió un accidente de polo ayer en Buenos Aires. Estuvo horas en el quirófano y todavía sigue inconsciente en Cuidados Intensivos –la miró–. Imagino que ya lo sabías...
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–No. Zale apartó la vista y tragó saliva. –Lo siento. Sé que tienes fuertes... sentimientos por él. Hannah se miró las manos. –Siento que esté herido, pero no estoy enamorada de él. –¿No? Lo miró a los ojos. –¿Cómo podría cuando siento tanto por ti? Zale le sostuvo largo rato la mirada. –¿Todavía sientes algo por mí aunque anoche estaba dispuesto a echarte? Los labios de Hannah se curvaron en una sonrisa trémula. –Sí. Él parecía pálido, tenso e infeliz. –Lo siento. Tendría que haber confiado en ti. ¿Podrás perdonarme? Hannah se sintió inmediatamente culpable. –Sí. –¿Y te quedarás? No quiero presidir el baile sin tenerte a mi lado. –Sí. Por supuesto. Me encantará estar a tu lado. –Gracias –parecía aliviado, aunque su expresión seguía sombría–. En ese caso, tienes que ir a probarte el vestido. Hannah asintió. Forzó una sonrisa y se marchó. Un rato después, estaba en su vestidor, embutida en un vestido blanco de estilo griego cuya cremallera no quería cerrarse. Nadie decía nada. Ni lady Andrea, que estaba sentada en el rincón con su cuaderno de notas, ni Camille ni Teresa, que se apoyaban en la pared. Ni Celine, que se movía detrás de Anton Pierre, el modisto de París que había llegado esa mañana con los dos vestidos encargados... el de la gala de esa noche y el vestido de novia para la ceremonia del sábado. El vestido debería haber caído en cascada formando una elegante columna de color blanco. En vez de eso, la tela oprimía las axilas de Hannah y la espalda no se cerraba. –Meta el estómago –dijo Anton Pierre. Tiró fuerte de la cremallera con los labios apretados y expresión crítica. –Ya lo hago –Hannah hizo una mueca cuando la cremallera le pellizcó la piel de la espalda. –Más –insistió él.
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Ella soltó un grito cuando la cremallera volvió a pellizcarla. –¡Ay! ¡Pare! Eso duele. Anton alzó las manos al cielo. –Si este vestido es estrecho, el traje de novia tampoco le valdrá. Sus pechos y caderas son enormes, Alteza. ¿Qué ha comido? –No mucho –respondió Hannah, que sabía que había perdido al menos dos kilos y medio en la última semana. –Tonterías. Yo creo que se ha atiborrado de mantequilla y bombones. Llevo años vistiéndola y siempre me ha pedido que le diga la verdad, así que lo haré. Está gorda –tomó un trozo de espalda cerca del sujetador y la pellizcó–. Esto es terrible. Debe perder cinco kilos inmediatamente o no podrá lucir mi traje de novia. Está hecho para una princesa, no para una boxeadora. –¡Fuera! –aulló la voz de Zale desde el umbral–. Váyase, Pierre. Antes de que lo eche personalmente. Se volvió hacia lady Andrea. –¿Cómo se atreve a permitir que un modisto hable así a Su Alteza? ¿Dónde está su lealtad? Creo que tiene que hacer también las maletas y acompañar a Monsieur Pierre en el avión de vuelta. Lady Andrea se llevó una mano a la boca y reprimió un sollozo. –Majestad, perdón. Estaba a punto de intervenir... –¿Cuándo? –la interrumpió él–. ¿Hasta dónde pensaba dejar que llegara ese hombre? Lady Andrea movió la cabeza y se secó las lágrimas. –Es toda la respuesta que necesito –dijo Zale–. Vaya a empaquetar sus cosas. A continuación se volvió hacia Celine, Camille y Teresa. –¿Y vosotras tres? ¿Cuál es vuestra excusa? ¿Por qué no habéis hecho nada para proteger a Su Alteza? Celine abrió mucho los ojos. –Yo quería hacerlo, Majestad, pero tenía miedo. –¿De qué? –No creía que debiera hacerlo porque Monsieur Pierre es muy famoso y es el diseñador favorito de la princesa –apretó las manos–. ¿Debo ir también a recoger mis cosas? Zale miró a Hannah, que seguía de pie en el centro con el vestido apretado en el pecho. –Dejaré esa decisión a Su Alteza –dijo–. Pero quiero que salgáis las tres ahora mismo. Deseo hablar con la princesa a solas. Las chicas huyeron del vestidor y cerraron la puerta. Zale se acercó a Hannah. –Date la vuelta –dijo.
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Ella lo hizo y él bajó la cremallera para que pudiera salir del vestido. –¿Por qué le has dejado que te hablara así? –le preguntó. –Se supone que debo estar delgada –susurró ella. –Tonterías. Estás perfecta. Yo no cambiaría nada de ti. Hannah parpadeó. –Pero los diseñadores de moda prefieren modelos delgadas. La ropa se luce mejor así. –La ropa me importa un bledo. Me importas tú. A ella le dio un vuelco el corazón. –¿De verdad? –¿No se nota? No he conseguido dejar de tocarte desde que llegaste. ¿Cómo se atreve Pierre a hablarte así? Todavía siento ganas de salir tras él y darle un par de lecciones. –¿Pero y el baile de esta noche? Necesito un vestido. –Haremos que arreglen ese. Conozco una modista raguviana que puede enseñarle un par de cosas a Anton Pierre. –¿Crees que podrá arreglarlo? –No solo arreglarlo. Eva mejorará el diseño – Zale movió la cabeza–. Convertirá lo que yo creo que es un vestido bastante aburrido en extraordinario. Eres una mujer maravillosa y no te mereces menos. –Gracias –susurró Hannah con voz quebrada. Zale la abrazó. Le puso las manos en las caderas y la apretó contra sí. Pero después de un beso largo, la apartó con gentileza. –Si no hago unas llamadas ahora y localizo a Eva, no tendrás un vestido para esta noche. Ella sonrió traviesa. –No importa. Iré desnuda. –De eso nada –gruñó él. Salió de la estancia y Hannah se arrojó riendo sobre la cama. Seguía allí, debatiendo si debía pedir a Zale que readmitiera a lady Andrea, cuando vibró su móvil en el cajón de la mesilla anunciando un mensaje. Hannah tomó de mala gana el teléfono. No voy a ir a Raguva. Cancelo la boda. Se lo diré a Zale en cuanto te marches. Avísame cuando te hayas ido. Lo siento. Hannah parpadeó y volvió a leer el mensaje.
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Todo había sido en vano. Emmeline no se casaría con Zale y él se quedaría humillado y furioso. Unos puntitos bailaban delante de sus ojos. Tenía que marcharse. Llamaron a la puerta. –¿Alteza? Soy Celine. ¿Puedo pasar? Hannah no podía hablar. –¿Alteza? Los ojos se le llenaron de lágrimas. Tenía que irse. Pero no podía hacerlo horas antes del baile. No podía humillar de ese modo a Zale. Se iría por la mañana. –Sí –contestó con voz débil y estrangulada–. Adelante, Celine. La chica abrió la puerta y la encontró sentada en la cama secándose las lágrimas. –¿Va todo bien, Alteza? –Muy bien.
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Capítulo 14. Faltaban menos de tres horas para el baile y Hannah estaba recibiendo un masaje sueco en una camilla especial en su vestidor. Había luz de velas y sonaba música instrumental suave, pero no conseguía relajarse. –Respire hondo –dijo la masajista, frotando aceite de lavanda en sus hombros tensos–. Ahora exhale despacio. Bien. Otra vez, Alteza. Hannah hacía lo que le decía, pero le costaba relajarse cuando todo en su interior estaba lleno de nudos. Odiaba a Emmeline por lo que había hecho. Y a sí misma por haberle seguido la corriente. No tendría que haber ido allí. –Alteza –dijo la masajista con firmeza–. Olvide todo lo demás y concéntrese en la respiración y en sentirse bien la próxima media hora. Y de algún modo, Hannah consiguió relajarse y apartar todo lo demás de su mente, pero la ansiedad regresó en cuanto se metió en la ducha. ¿Cómo iba a arreglar aquello? No podía proteger a Zale de lo que iba a ocurrir. Solo le quedaba la verdad. Eva había cambiado el diseño del vestido y le había bordado flores enjoyadas que cruzaban el corpiño y caían desde un lado de la cadera hasta los pies en un alarde de pétalos de colores púrpura y amatista. Llevaba zapatos de tacón de aguja de un tono dorado claro y el pelo rubio en un recogido alto y sujeto con horquillas relucientes de color amatista. De las orejas le colgaban unos pendientes de diamantes y amatistas y un brazalete adornaba su muñeca. En ese momento, del brazo de Zale, se sentía como una princesa. –Esta noche eres una diosa –le dijo él cuando llegaron a la puerta del salón–. Más hermosa de lo que ninguna mujer tiene derecho a ser. Hannah se ruborizó de placer. –No sé qué decir. Zale llevaba frac negro, camisa, chaleco y corbata blancos y estaba increíblemente atractivo, sobre todo cuando sonreía, como en aquel momento. –Solo di «gracias». Entonces los anunciaron y entraron en el enorme salón decorado en tonos blanco y oro, una docena de grandes columnas de hielo en forma de árboles llevadas allí para la ocasión. Las ramas blancas y congeladas de los árboles estaban cubiertas por cordones de lucecitas blancas y el único punto de color
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en el salón blanco eran los elegantes vestidos de las mujeres, en tonos púrpura, violeta y lavanda. Zale y Hannah se dirigieron a la mesa presidencial con la mano de él apoyada en la espalda de ella. –¿Qué te parece? –preguntó Zale. –Es mágico. Me siento como una princesa de un cuento de hadas. –¿Cuál? –Cenicienta –tocó una de las flores enjoyadas de su cintura–. Eva ha agitado su varita mágica y me ha convertido en una princesa para tu baile. Lacayos uniformados llenaron sus copas altas con champán. –Por mi princesa –dijo él. –Por mi rey –respondió ella. Bebieron. –¿Todos los reyes de Raguva se han casado siempre con miembros de Familias Reales? –preguntó ella–. ¿Ninguno se ha casado con una plebeya? – Solo uno en los últimos cien años, y renunció al trono para casarse con ella. –¿Por qué es fundamental que sea de sangre azul? –Nuestra casa nació de los jefes de una tribu y la gente de Raguva ha luchado mucho por preservar la monarquía, aunque somos, como Brabant, una monarquía constitucional. Hannah arrugó la frente. –¿En vuestra constitución dice que debes casarte con alguien de sangre real? –Sí. –¿No podrías casarte con una plebeya? –No sin renunciar al trono. –¿Y tú no harías eso? –No podría. –¿Por qué no podrías? –No podría ser tan egoísta como para anteponer mis necesidades a las de mi país –él sonrió–. Todas mis novias eran plebeyas–. Tú eres mi primera princesa. Y ella tampoco era una princesa de verdad. Sintió el corazón pesado durante la cena y de pronto Zale se levantó y le tendió la mano. –Alteza –sonrió con calor–. ¿Me permite este baile? –Sí. Hannah se levantó y le tomó la mano. Zale la guio hacia la pista de baile mientras la orquesta tocaba las primeras notas de una canción de amor familiar que ella había tocado interminablemente en su guitarra, de adolescente. –Tu canción favorita –murmuró Zale, tomándola en sus brazos. Hannah sintió una profunda emoción. ¿Cómo lo sabía? Y entonces recordó que se refería a Emmeline. Y Emmeline no iba a ir allí.
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Todo terminaría esa noche. Por un momento no pudo respirar, sofocada por un dolor aplastante. A la mañana siguiente le dejaría una nota y se marcharía. Él la odiaría cuando encontrara la nota y ella tampoco se perdonaría nunca haberlo engañado. –Bailas muy bien –le susurró. –Porque tú eres mi compañera perfecta. Hannah echó atrás la cabeza y se perdió en la mirada de Zale. Adoraba su cara. Adoraba todo lo relacionado con él. –Esta noche estás lleno de cumplidos. Zale le sonrió. –Soy feliz. –Me alegro. Él la estrechó más contra sí y Hannah apoyó la mejilla en su chaqueta y recordó a Cenicienta. En La Cenicienta la magia terminaba a medianoche. El carruaje de cristal se convertía en calabaza, su vestido en harapos. Y Cenicienta volvía a no ser nadie. Terminó la canción y él se llevó su mano a los labios y le besó los dedos. –Gracias. Hannah miró aquel rostro atractivo que era dueño de su corazón. –¿Has estado enamorado alguna vez? –Sí. –¿Ella era plebeya? –Sí. –¿Qué pasó? Él apretó la mandíbula. –Murieron mis padres y me convertí en rey. Hannah lo miró a los ojos. –¿Renunciaste a ella? Zale asintió. Le apartó un mechón de pelo de la mejilla. –Dolió –admitió–, pero estaba destinado a pasar. Si no hubiera terminado con ella, no estaría aquí contigo. Zale vio que Hannah se ruborizaba y una capa de lágrimas añadía profundidad a sus hermosos ojos azules. Nunca la había visto tan hermosa, aunque parecía más sentimental y frágil que nunca. Seguramente por el agotamiento. La noche anterior había sido dura y ninguno de los dos había dormido mucho. –Veo a unos amigos allí –dijo. Le tomó la mano–. Vamos a saludarlos. Durante la velada le había presentado a distintas personas a las que creía que debía conocer... miembros de su gabinete, miembros del Parlamento, hombres
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y mujeres influyentes de todo el mundo. Pero ahora la llevaba con sus viejos amigos, amigos de ella, gente a la que Emmeline apreciaba. Cruzaron el salón para reunirse con el príncipe griego Stravros Kallas y su esposa, la hermosa Demi Nowles. El príncipe Stavros era primo hermano de Zale y había sido amigo de Emmeline desde la infancia. Cuando Stavros había pedido matrimonio a Demi Nowles, una heredera griegobritánica, Emmeline se había alegrado mucho, pues hacía años que era amiga de Demi. Un año habían sido inseparables y habían recorrido juntas las discotecas más exclusivas de Europa. –Creo que conoces a esos dos –comentó Zale–. Quizá deberías presentármelos tú. Emmeline no contestó. Zale la miró y vio pánico en sus ojos. –Si me haces el honor... –insistió él. Emmeline sonrió, pero su expresión estaba congelada. Tendió la mano al príncipe Stavros. –Es un placer –dijo–. Encantada de volver a verlo. Stravros le miró la mano, miró a Zale y de nuevo a Emmeline antes de estrecharle lentamente la mano. –Sí –asintió incómodo–. Tienes buen aspecto, Emmeline. Zale frunció el ceño y Demi los miró confusa, aunque su expresión se aclaró rápidamente. –Oh, Emmie, ya lo entiendo. Te estás riendo de los norteamericanos y sus extraños modales. Vienes de Palm Beach y el torneo de polo, ¿no? Creo que estuvo muy bien. –Sí –asintió Hannah–. ¿Cuánto tiempo vais a estar aquí? Siguió un silencio incómodo y Demi arrugó la frente. –Hasta la boda, claro –respondió perpleja–. A menos que hayas decidido sustituirme como dama de honor. De nuevo hubo un silencio y Zale captó la mirada sorprendida que intercambiaron Stavros y Demi. Tomó la mano de Emmeline. Estaba temblando. Él no comprendía lo que ocurría. –No –repuso Hannah. Sonrió–. No digas tonterías. ¿Cómo voy a casarme sin tenerte a mi lado? Stavros sonrió y Demi abrazó a Emmeline, pero Zale no se dejó engañar. A su prometida le ocurría algo. Siguieron andando. –¿Estás bien? –le preguntó en voz baja cuando se hubieron alejado.
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Ella se tambaleó. –No me encuentro bien. Zale le rodeó la cintura con un brazo para soportar su peso. –Ya lo veo –la guio a través de una puerta estrecha oculta entre los elaborados paneles blanco y oro y salieron a una habitación pequeña de color crema, donde la tomó en brazos y la depositó en un diván en el rincón. Emmeline cerró los ojos. Estaba pálida. –¿Te sientes mareada? –Un poco. –¿Qué quieres que te traiga? Unas lágrimas rodaron por sus mejillas. –Nada. Zale llamó a un lacayo. –Brandy y agua –ordenó. El hombre volvió rápidamente y Zale acercó la copa de brandy a Emmeline. –Bebe. Te ayudará. Ella se sentó, se secó las lágrimas con la mano y tomó un sorbo. –¿Cómo te sientes ahora? –le preguntó él. –Mejor –dijo ella. Pero le castañeteaban los dientes y seguía muy pálida. Zale se quitó la chaqueta y se la puso sobre los hombros. Se acercó a la chimenea y miró el hogar frío. –No los has reconocido –dijo con brusquedad. Ella alzó la cabeza. Sus ojos azules se ensombrecieron. –No. –Y le has estrechado la mano a Stravros. Es un amigo de la infancia. –Te he avergonzado. –No, ese no es el tema. No comprendo. ¿Cómo podías no conocerlos? –Estoy cansada, Zale. Confusa. He dormido poco últimamente... –Eso no se sostiene. Tú viajas continuamente. Eres una trotamundos, no paras mucho en el mismo sitio. –Pero ha habido mucho estrés. Hemos tenido problemas y falta poco para la boda... –No me lo trago. Tú eres Emmeline d’Arcy. Te creces con el estrés. Dime lo que ha pasado ahí dentro. Por qué te portas así. –Te lo estoy diciendo, pero no me escuchas.
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–No. Lo que dices son mentiras. Lo veo en tu cara. Y quiero la verdad. Ella levantó la copa de brandy con mano temblorosa y bebió otro sorbo. –Creo que deberías sentarte –dijo. –Prefiero estar de pie –declaró él con rabia. Ella asintió. –Esto no va a ser fácil. –Por favor –gruñó con impaciencia–. Ahórrame el drama. Ella alzó la barbilla. Durante un momento no dijo nada; luego se encogió de hombros. –No soy Emmeline.
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Capítulo 15. Zale apretó los dientes. Aquello era ridículo. –No es un buen momento para hacer teatro. –No soy Emmeline –repitió ella con voz y rostro inexpresivos–. Soy Hannah Smith. Zale la miró a los ojos y comprendió por fin que hablaba en serio. Se sentó con brusquedad. –¿Cómo que no eres Emmeline? –Me he hecho pasar por ella –susurró la joven, apretando las manos en su regazo–. Le estaba haciendo un favor a Emmeline. Iban a ser solo unas horas mientras ella iba a ver a unos amigos, pero no volvió y yo tuve que subir al avión y venir aquí. Zale la miró atónito. Emmeline había perdido la cabeza. Necesitaba ayuda. –Te llevaré a un doctor –dijo con gentileza–. Te buscaremos cuidados... –No estoy enferma –lo interrumpió ella–. Solo he sido muy tonta y no espero que me perdones, pero es hora de que sepas la verdad. Lo miró con ojos brillantes. –Soy norteamericana. Trabajo en Dallas como secretaria de un jeque árabe llamado Makin Al-Koury. –Conozco al jeque Al-Koury. Era el anfitrión del torneo de polo de Palm Beach. –Yo organicé el evento –ella suspiró–. Y allí conocí a la princesa Emmeline d’Arcy. Nos confundieron tan a menudo que pidió conocerme. La princesa tenía que ocuparse de algo y me pidió ayuda. –¿Para suplantarla? –Sí. Dijo que no podría marcharse si no era disfrazada, así que salió del hotel como si fuera yo. –¿Adónde iba? –No lo sé. No me lo dijo. Solo me dijo que tenía que ocuparse de unos asuntos y que volvería en unas horas –Hannah unía y separaba los dedos–. Pero no regresó ese día ni al siguiente, así que aquí estoy. No volvieron al baile. El Baile de la Amatista y el Hielo terminó sin ellos. En vez de eso, Zale la acompañó a la suite de la reina y se dirigió al parapeto, donde caminó por la torre durante media hora. No podía creerla. No podía. No había dos Emmeline en el mundo. Emmeline d’Arcy era una belleza tan peculiar que no podía haber otra mujer igual que ella.
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Lo que implicaba que Emmeline estaba enferma y tenía que alejarla de Raguva, de las presiones del palacio, de los preparativos de la boda y de toda la atención que conllevaban esas cosas. Necesitaba descanso y cuidados médicos y él procuraría que los tuviera. Llamó a Krek y le dijo que tenía que prepararle una maleta. –No sé cuánto tiempo estaré fuera... una o dos semanas. Y encárgate de que la doncella de Su Alteza le prepare también una maleta. –Pero Su Alteza ha bajado hace un rato con una maleta pequeña. Su doncella ha encontrado esto en el suelo de su suite. Se le ha debido de caer al salir –el mayordomo sacó un móvil del bolsillo del pantalón–. Quizá pueda dárselo usted cuando la vea. Zale tomó el teléfono y lo abrió. Mensaje de Emmeline. Mensaje de Emmeline. Mensaje de Emmeline. Sintió una opresión en el pecho. Krek se retiró en silencio y Zale empezó a leer todos los mensajes, de entrada y salida. Sabía que tenía tiempo, pues Emmeline, o Hannah, o quienquiera que fuera, no iría a ninguna parte. Las puertas del palacio estaban cerradas y nadie entraría ni saldría sin su permiso. Hannah había preparado una maleta y se había puesto ropa de viaje, pero no podía salir del palacio. Las puertas de la verja estaban cerradas y los guardias ni siquiera se dignaban a mirarla. Había intentado persuadirlos para que le abrieran la puerta, pero ellos se limitaban a mirar al frente como si no estuviera allí. Hannah dejó de suplicar y se sentó en los escalones frontales. Hacía una noche clara y fresca y empezaba a tener frío, pero prefería morir congelada a volver dentro. –Hannah Smith –dijo la voz de Zale desde el escalón superior–. Tienes mucho que explicar. Hannah se levantó despacio, consciente de que su conversación con Zale sería horrenda. Y acertó. Él la interrogó durante horas, repitiendo las mismas preguntas una y otra vez. –Lo que has hecho es ilegal –dijo con dureza a las tres de la mañana–. No solo has suplantado a la princesa Emmeline, sino que has cometido fraude además de perjurio. Ella lo miró con el cuerpo temblando de fatiga.
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–Lo siento. –No basta. –¿Cómo puedo arreglarlo? Quiero arreglarlo. –No puedes. Debería meterte en la cárcel un par de años. ¿Qué clase de persona eres? ¿Quién hace lo que has hecho tú? –Yo nunca accedí a venir aquí... –Pero lo hiciste. Hannah se encogió de hombros. –No dejaba de pensar que Emmeline llegaría en cualquier momento y todo se acabaría. –¡Lo que has hecho es un crimen! ¿Cómo has podido? –No lo sé –Hannah se sentía horrible–. He sido una estúpida, pero no sabía cómo parar esto. Me gustaste desde el principio. Me enamoré... –Por favor, no entres en eso. –Es la verdad. Me enamoré a primera vista y sabía que pertenecías a Emmeline, pero ella no venía y tampoco me dejaba irme. Hubo un silencio. –¡Y pensar que casi me enamoro de una impostora! ¡Dios mío! Te llevé a mi cama. –No puedes culparme por eso. Tú también querías acostarte conmigo. –Sí, porque pensaba que eras mía. No sabía que eras una chica norteamericana que se divertía haciéndose pasar por mi prometida. –Eso no era así. Yo no quería traicionaros ni a Emmeline ni a ti... –Pero lo has hecho. Y te has acostado conmigo y lo has disfrutado. ¿No? Ella apretó los dientes y no contestó. –¿Dónde está Emmeline ahora? –preguntó él. –No lo sé. No me lo ha dicho. –Tengo que llamar a su padre y contarle lo que ha pasado. Habrá que comunicar a los invitados que se cancela la boda. Ella bajó la vista. –¿Puedo hacer algo? –Sí, puedes irte. Quiero que te vayas a primera hora y no quiero volver a verte nunca. Hannah se marchó antes de que amaneciera. Esa vez los guardias la dejaron salir y cruzó las puertas con paso inestable.
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Lo peor había pasado por fin. Zale sabía la verdad y ella era libre de volver a su vida, reanudar su trabajo y ver a sus amigos. Cuando llegó al centro de la ciudad, fue a la estación de tren a comprar un billete y descubrió que no tenía dinero suficiente para cruzar Raguva ni mucho menos para salir del país, pues había dejado sus tarjetas de crédito en su habitación del hotel de Palm Beach. Necesitaba que su padre le enviara dinero y una de las secretarias de Dallas su pasaporte. Metió la mano en el bolsillo para llamar a su padre, pero no encontró el móvil. Lo buscó en la maleta, pero sin resultado. Agotada, cerró la maleta. Su problema no había pasado desapercibido. Un señor mayor que trabajaba en el mostrador de la estación se acercó a ella y le habló en una mezcla de inglés y raguviano. –¿Necesita ayuda? Ella asintió. –Necesito encontrar un hotel barato para un par de noches hasta que mi padre pueda enviarme dinero. El hombre señaló un hotel de la acera de enfrente. –Es agradable y limpio –dijo con una sonrisa de simpatía–. Y no cuesta mucho. Dígales que la envía Alfred. Hannah le sonrió agradecida. –Lo haré, gracias. Él asintió y la miró alejarse hacia el pequeño hotel. La mujer de la recepción parecía estar esperándola en la puerta. La invitó a entrar y la acompañó personalmente hasta una habitación pequeña, donde le explicó cómo funcionaban la televisión y el termostato de la habitación. Hannah le dijo que necesitaba un teléfono para una llamada a cobro revertido a Estados Unidos y la mujer sacó su móvil del bolsillo y se lo dio. Pero la operadora no pudo localizar al padre de Hannah para que aceptara la llamada. Lo intentaron dos veces más y Hannah acabó por rendirse. –Puede intentarlo luego todo lo que quiera. Estaré aquí todo el día –dijo la mujer. Hannah lo intentó tres veces más, pero siempre que el operador llamaba a su padre, saltaba el buzón de voz. Al final del día, se había resignado a permanecer al menos un día más en Raguva. Las primeras veinticuatro horas después de la marcha de Hannah, Zale quería venganza, pero al segundo día empezó a pensar en ella de otro modo, aunque
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se odiaba por ello y por desearla después de lo ocurrido. Él sabía lo que era seguir adelante sin mirar atrás. Sabía ser despiadado y duro. Y se obligaría a serlo en aquel momento. Ella se había ido y no habría perdón ni segundas oportunidades. El tercer día se levantó más enfadado y frustrado que cuando se había acostado. La buscaría y la haría pagar por lo que le había hecho. Pero primero tenía que encontrarla. Pasó la mañana haciendo averiguaciones y a mediodía recurrió a Krek. –En el hotel Divok, Majestad –le dijo él–. Bajo el nombre de Hannah Smith. Zale intentó ocultar su irritación. –¿Cómo sabes dónde está? –Su Alteza es muy conocida. La noticia se extendió con rapidez. –Nadie me lo ha dicho. –Todo el mundo sabe que está enfadado con ella. –¿Todo el mundo sabe por qué? Krek se encogió de hombros. –Riña de amantes, algo de ese tipo. –¿Saben que se ha anulado la boda? –Sí, Majestad, pero todos esperan que la perdone y que se celebre la boda. –Eso no va a pasar. –Lo que usted crea que es mejor. –Krek, sé que nos oísteis discutir y que la mitad del palacio seguro que sabe la verdad. Ella no es Emmeline d’Arcy, es una impostora norteamericana. –Sí, Majestad. –¡Krek! El mayordomo hizo una reverencia. –¿Va a salir, Majestad? Zale lo miró de hito en hito. –Sí. –Muy bien, Majestad. Zale esperó en su coche blindado mientras sus escoltas revisaban el hotel y aseguraban las entradas delantera y trasera antes de dejarlo entrar. La recepcionista se mostró efusiva y los guio a cuatro de sus guardaespaldas y a él hasta el último piso, donde estaba la habitación de Hannah Smith. –Es una de nuestras mejores habitaciones –dijo–. Y procuro que todos los días tenga flores frescas.
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Zale le dio las gracias y llamó a la puerta. Hannah abrió una rendija y se asomó. Tenía el pelo revuelto y estaba pálida y con sombras profundas bajo los ojos. El interior de la estancia estaba en penumbra, con las cortinas corridas aunque era casi mediodía. Ella parpadeó al verlo. –¿Qué haces aquí? –No sé –respondió él–. ¿Puedo entrar? El pasillo no es un buen lugar para hablar. Hannah abrió más la puerta. –Adelante. Zale miró la pequeña habitación con un ramo de violetas en un jarrón pequeño cerca de la cama. –¿Por qué sigues aquí? –Porque no tengo dinero para irme. –Deberías habérmelo dicho. –¿Para que te rieras en mi cara o me metieras en la cárcel? Zale se encogió de hombros. –Estaba enfadado. Todavía lo estoy. Ella se sentó a los pies de la cama con las piernas cruzadas. –Mi padre me ha enviado una tarjeta de crédito y mi pasaporte. Llegarán esta tarde. Me iré pronto –lo miró–. Lo siento mucho. –¿Eso es todo? ¿Esa es tu disculpa más sentida? –Me disculpé hace dos noches y no sirvió de nada. –¿Y qué? Quiero volver a oírte. Quiero que pruebes tu sinceridad. –¿Cómo? Zale la miró de arriba abajo. –Seguro que se te ocurre algo. Hannah se estremeció, de nervios y rabia, pero también de anticipación. –No puedes echarme de tu palacio y luego esperar que te invite a mi cama. –¿Por qué no? –Porque no quiero acostarme contigo –replicó con fiereza–. Eres cruel. –La noche del baile dijiste que te habías enamorado de mí a primera vista. ¿O eso también era mentira? Ella lo miró a los ojos. –No –susurró–. Es verdad. Sabía que estaba mal seguir haciéndome pasar por Emmeline, pero me encantaba estar contigo, cerca de ti... lo amaba todo de ti. –Te gustaba estar conmigo. Ella asintió. –Más de lo que me ha gustado nunca estar con alguien.
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Zale deslizó una mano en su pelo. –Y yo he disfrutado más de tu compañía que de la de ninguna otra persona. El tono ronco de su voz hizo que a Hannah le cosquilleara la piel y se le acelera el pulso. –¿Qué hacemos ahora? –preguntó él. –¿No estás enfadado conmigo? –Sí, pero eso no cambia lo que siento por ti. –¿Y qué sientes por mí? Los ojos de Zale se oscurecieron. –Amor. A Hannah se le paró el corazón. Lo miró maravillada. –¿Tú me amas? Él bajó la cabeza y le rozó los labios. –Soy un tonto, pero sí. Hannah cerró los ojos con el corazón galopante. –Un tonto no, Zale, porque yo te amo muchísimo. –Repite eso. Abrió los ojos. –Te amo, Zale. Te quiero más de lo que he querido nunca a nadie.
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Capítulo 16. Zale yacía en la cama con Hannah en los brazos y las cortinas abiertas para ver el atardecer. Habían hecho el amor durante horas con una ternura agridulce. Él sabía que el deber y el sentido común exigían que se alejara de Hannah, pero ella le resultaba tan esencial para su vida como Tinny. Y él jamás dejaría a Tinny. ¿Pero quién subiría al trono si la elegía? Tenía primos, desde luego, pero ninguno de ellos vivía en Raguva, sino en lugares tan lejanos como Sydney, París o Buenos Aires. Lugares urbanos, sofisticados y excitantes. El primero en la línea era su primo Emmanuel, un hombre cultivado y compasivo. Aprendería fácilmente, pero su salud era débil. Tanto que su esposa y él no habían tenido aún descendencia debido a su débil corazón, lo que implicaría que la sucesión volvería a ser un problema. Nicolás, su hermano menor, era el siguiente en la línea de sucesión. Era un hombre carismático pero derrochador; estaba siempre endeudado y buscando algún pariente que lo ayudara. No, Nicolás arruinaría Raguva en menos de un año. Hannah le puso una mano en el pecho. –Deja de pensar –murmuró–. No hay nada que decidir. Me iré por la mañana. –No quiero perderte. –Será más fácil cuando me haya ido. Y los dos sabemos que, cuanto más tiempo me quede, peor será. Y tú no puedes abandonar tus responsabilidades. Eres el rey. Este es tu país y tu destino. –¿Tan fácil es para ti irte? –No. Pero si renuncias al trono por mí, yo siempre me sentiría culpable. –Tiene que haber otro modo. Hannah se acurrucó contra él. –Pero no lo hay, ¿verdad? Estaba decidido. Ella se iría por la mañana. La llevaría al aeropuerto y tomaría un avión para Dallas. Zale llamó al palacio y pidió al chef que les enviara la cena. Comieron en la habitación del hotel, bebieron una botella de vino y charlaron durante horas de todo menos de la marcha de Hannah por la mañana.
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–Sé que no estoy en posición de pedir favores –dijo ella con suavidad al amanecer–. Pero quiero pedirte uno. ¿Puedo ver a Tinny por última vez antes de irme? Zale no contestó. –Una visita muy breve –añadió ella–. Será distendida. No me pondré triste ni exageraré la despedida. –No sé, Hannah. Cree que vas a ser su hermana y no entenderá por qué no estás aquí. –¿Pero no estará confuso ya? Puedo decirle que tengo que ir a Texas a ver a mi familia y hablarle de Texas, de ranchos y de cowboys. Por favor. Me ayudará saber que no me he alejado de él sin despedirme como si no importara. –Está bien. Llamaré a la señora Sivka y le diré que vamos a tomar el té de la mañana con él. –Gracias. Tres horas después, estaban sentados con Tinny en la sala de estar de su suite. La señora Sivka les sirvió té a ellos y leche con cacao a Tinny. Hannah le habló de Texas y de los animales de los ranchos. Le encantaba la risa de Tinny y el modo en que aplaudía cuando estaba contento, pero el té terminó pronto y llegó el momento de la despedida. Tinny le dio un abrazo y un beso. Hannah lo abrazó a su vez y luego tomó las manos de la señora Sivka entre las suyas. Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas. –Lo siento, Alteza. Hannah tragó saliva. –No puede llamarme así. Soy Hannah Smith. La mujer le apretó las manos. –Cuídese mucho. –Lo haré. –Y sea feliz. La sonrisa de Hannah vaciló. –Lo intentaré. Zale la tomó por el codo y se dirigieron a la puerta. –¿Y tengo que dejarte ir así? –le preguntó cuando estaban ya en la limusina. Hannah se había prometido que no lloraría y estaba decidida a cumplir su promesa.
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–Sí. –¿Y qué se supone que voy a decir ahora? –preguntó él al pie del avión. Ella se clavó las uñas en la palma de la mano para no llorar. –Dime adiós. –No. Hannah le tomó el rostro entre las manos. Lo miró a los ojos y lo besó con ternura. –Adiós, Zale. Es hora de que me vaya. Zale vivía un infierno. Con Hannah se había sentido completo. Fuerte y en paz. Hasta que ella llegó a Raguva no se había dado cuenta de lo vacío y solo que estaba. Y ahora se había ido y se había llevado su corazón. Zale pasó dos semanas sin apenas hablar. Comía poco y dormía menos. Cuando no estaba trabajando, corría. Y cuando ya no podía comer más, se tumbaba en la cama y rezaba. La amaba. La necesitaba. Era testaruda, impetuosa y sentimental, pero él nunca había amado así a nadie. Tenía el corazón roto y no había nada que pudiera hacer. La vida era la vida y le había dado unas cartas difíciles. Casi un mes después de la marcha de Hannah, Zale estaba un día en la ventana de su despacho cuando llamaron a la puerta. Entró la señora Sivka, que parecía mucho más frágil que un mes atrás. Como si hubiera envejecido diez años en treinta días. –Perdone la intromisión, Majestad, pero hay algo que tengo que decirle. –¿De qué se trata? En el rostro de la mujer era palpable la ansiedad. –Hay algo que nunca le he dicho a nadie. Algo que juré que no diría jamás. Fue un juramento de sangre, una de esas promesas que no puedes romper. Y nunca la he roto. Zale suspiró irritado. Estaba cansado y no se sentía de humor para juegos de palabras. –¿Y siente la necesidad de romperla ahora? –preguntó con sarcasmo. –Sí. –¿Por qué? –Puede cambiarlo todo.
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–¿El qué? –La verdad. –Señora Sivka, por favor. La mujer arrugó la frente. –Había dos niñas, Majestad, no una. La princesa Emmeline y su hermana gemela, la princesa Jacqueline. Zale parpadeó. –¿Qué? –La princesa Emmeline tuvo una hermana gemela. –Eso son bobadas. El rey William me lo habría dicho. –Él no lo sabía. Nadie lo sabía. –¿Pero qué dice? –La verdad. Yo estaba allí cuando la princesa Jacqueline dio a luz en Marmont, la casita de caza de la familia en el norte de Brabant. La niñera de Su Alteza había sido mi amiga desde la infancia y me pidió que estuviera en el parto. Yo cuidaría del recién nacido los primeros días y ella de la princesa Jacqueline. La señora Sivka respiró hondo con expresión suplicante. –Fue un parto difícil. Nadie esperaba gemelas y, aunque había una comadrona allí, enseguida vimos que algo iba muy mal. Su Alteza sangraba por dentro. Marmont está a una hora en coche de la ciudad más cercana. Pedimos ayuda pero no había ningún helicóptero disponible ni ningún equipo médico cerca de nosotros –apretó los labios–. Su Alteza sabía que se moría. Se interrumpió a causa de las lágrimas. –Su Alteza Real era muy valiente y bastante tranquila. También fue muy específica con lo que quería que hiciéramos. Una de las niñas iría con su hermano al palacio de Brabant y la otra iría con su padre a Norteamérica. Yo le llevé a la princesa Jacqueline con la noticia de que Su Alteza Real había muerto en el parto pero quería que él tuviera a la hija de ambos. –¿Él sabía que la princesa Jacqueline estaba embarazada? La señora Sivka asintió. –Su Alteza Real le había escrito y se lo había dicho, pero la familia de ella no les permitió verse. –No puedo creer todo esto. La señor Sivka hundió los hombros. –¿Por qué me dice esto ahora? –le preguntó Zale. –Porque lo cambia todo. –No cambia nada.
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–Majestad, la princesa Jacqueline es su princesa Hannah. Zale se sentó bruscamente en el alféizar de la ventana. –No debería usted inventar historias –dijo con dureza. –Yo nunca le he mentido, Majestad. Y no voy a empezar ahora. La mujer abrió la puerta y apareció Hannah vestida con vaqueros y una blusa blanca, con el pelo suelto y la cara libre de maquillaje. Lo miró con sus ojos azules, que resultaban enormes en su cara pálida. –Hola, Majestad. Zale no podía respirar. Hannah estaba allí y era suya. Princesa o no, daba igual. Siempre daría igual. Renunciaría alegremente a todo por la oportunidad de estar con ella. La señora Sivka sonrió ampliamente. –Majestad, le presento a Su Altea Real, Hannah Jacqueline Smith. Zale no supo quién de los dos se movió primero, pero de pronto estaban abrazados. –Pensaba que no volvería a verte –musitó ella con voz temblorosa. –Me estaba volviendo loco sin ti aquí. –Lo sé. –¿Cómo? –He llamado todos los días al palacio y hablado con la señora Sivka o con Krek para preguntarles por ti. Me destrozaba que fueras tan desgraciado. Él le tomó la cara entre las manos. –Pero ahora estás aquí. Hannah parpadeó. –Y no pienso irme nunca, a menos que tú me eches a patadas. –Te necesito aquí, Hannah. No quiero vivir sin ti. –Eso me dijo la señora Sivka cuando la llamé el martes. Me dijo que temía por ti, temía que te autodestruyeras. Y entonces me dijo quién era yo –se mordió el labio inferior para que dejara de temblar. El nombre de mi partida de nacimiento es Hannah Jacqueline Smith. Mi padre nunca me dijo de dónde había sacado el segundo nombre hasta esta semana, después de que la señora Sivka me lo contara todo. Zale miró a la niñera. –No puedo creer que haya esperado tanto para decir la verdad. –Había hecho una promesa, Majestad. –Ridículo –murmuró él.
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Hannah lo besó en los labios. –No seas cruel –susurró–. Al menos nos lo ha dicho. Zale la miró. Aquello era increíble. Hannah era hermana gemela de Emmeline y una princesa de Brabant. –Es un milagro. –Lo es –ella asintió–. Y mi padre corrobora la historia de la señora Sivka. Ella me llevó con él cuando yo tenía solo una semana de vida. –Le habrá sorprendido mucho saber que tiene otra hija. Hannah vaciló. –Eso no se lo he dicho aún. He pensado que lo haré cuando venga a nuestra boda. Zale sonrió. –¿Y cuándo es nuestra boda, Alteza? Hannah le devolvió la sonrisa. –La señora Sivka y yo hemos pensado que dentro de una semana. Zale miró a su sonriente niñera. –¿Ahora planea mi boda, señora Sivka? –¿Por qué no? Yo le cambiaba los pañales. –Puede retirarse –dijo Zale con severidad fingida–. Y muchas gracias por todo. –Ha sido un placer. Cuando se quedaron solos, Zale sentó a Hannah en la esquina de su escritorio y se colocó entre sus piernas para acercarse todo lo posible a ella. –Princesa Hannah –bajó la cabeza y la besó en los labios–. Mi princesa de Brabant. Ella se estremeció. –Ah... ¿Podemos cerrar la puerta? –Excelente idea. Te he echado mucho de menos. Hannah lo besó y le rodeó las caderas con las piernas. –Zale, te amo. –No tanto como yo a ti. Ella sonrió con malicia. –Pruébalo. –No te preocupes, Princesa; lo haré.
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Epílogo. Era tarde. Había sido un día largo y Zale se dirigía en ese momento a las habitaciones de Tinny para darle las buenas noches. En cuanto llegó allí, olvidó su agotamiento y permaneció un momento en el umbral, observando y escuchando. A Hannah, su adorada princesa, embarazada de su primer hijo y al dulce e inocente Tinny, que la adoraba con todo su corazón. ¿Qué más podía desear un hombre o qué más podía necesitar un rey? Los miró emocionado. Hannah alzó la vista y sonrió. –Llegas justo a tiempo para el último capítulo. –Bien –Zale entró en la estancia y se sentó en el sofá al lado de ellos–. Es mi favorito. –Porque te encantan los finales felices –Hannah le sonrió. –Sí –él le tomó la mano y se la llevó a la boca–. ¿Estás cansada? ¿El niño da muchas patadas? Ella se tocó el vientre redondo. –Antes sí, pero ahora está escuchando. Sabe que su papá está aquí. –¿Leo yo el capítulo? –Sí, Zale –Tinny tomó el libro de manos de Hannah y se lo dio a su hermano–. Sí, léelo ya. –Sí, lee –Hannah apoyó la cabeza en su hombro–. Estoy deseando llegar a la parte en la que la princesa se casa con el príncipe y viven felices y comen perdices. –Eso es lo que hacen, ¿no? –Zale abrió el libro por la primera página del último capítulo. La voz de Hannah se volvió ronca. –Sí, Majestad. Eso es lo que hacen. Vivir muy felices.
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Jane Porter
Al servicio del jeque.
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Capítulo 1. Alejandro tenía que estar allí. Tenía que estar. Porque si no estaba en el Mynt Lounge, la discoteca más de moda de South Beach, ya no estaba en South Beach. Había mirado antes en las otras discotecas, conocía a Alejandro y sabía que solo iba a los lugares más chic. Y tenía que estar en el Mynt Lounge porque ella necesitaba verlo. La princesa Emmeline d’Arcy bajó del taxi en la acera y se metió un mechón de pelo detrás de la oreja. Haría que Alejandro la escuchara. Le haría comprender su posición y seguramente él cambiaría de idea cuando entendiera lo que había en juego. El nombre de ella. Su reputación. Y lo más importante, el futuro y la seguridad de su hijo. Sintió náuseas y se esforzó por contenerlas. No se iba a poner a vomitar cuando todo dependía de los cinco minutos siguientes. La princesa Emmeline d’Arcy, del Estado europeo de Brabant, enderezó los hombros y se dirigió a la entrada, sin hacer caso de la cola que daba la vuelta al edificio y bajaba por la calle lateral. Alejandro cumpliría la promesa que le había hecho. Tenía que hacerlo. Cuando se acercó a la puerta, el portero le abrió al instante la cortina de terciopelo rojo y la dejó pasar. No la conocía personalmente ni sabía que era de la realeza europea, pero resultaba evidente que era alguien importante. Una VIP. Y el Mynt Lounge era un lugar para famosos, modelos y VIP. Dentro de la discoteca en penumbra, estrellas gigantes y bolas metálicas colgaban del techo y chicas gogó futuristas bailaban en la barra con poca ropa y botas hasta el muslo. Una muralla de luces púrpura parpadeaba detrás del discjockey y otras de otros colores parpadeaban pintando de púrpura, blanco y oro a la multitud que se movía en la pista y dejando los rincones en sombra. La princesa miró a su alrededor en busca de Alejandro, rezando para que estuviera allí y no se hubiera ido ya de South Beach al torneo de polo de Greenwich. Sus caballos habían partido ya, pero él solía seguirlos más tarde. Una camarera se acercó a ella, que negó con la cabeza. No estaba allí para divertirse, estaba allí para asegurarse de que Alejandro hacía lo correcto.
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Habían hecho el amor y la había dejado embarazada. Había jurado que cuidaría de ella y ahora tenía que hacerlo. Emmeline quería un anillo, una fecha de boda y tener un hijo legítimo. Él se lo debía. Ella no había pensado nunca vivir fuera de Europa, pero aprendería a amar Argentina al lado de Alejandro. Podían vivir en su casa de las afueras de Buenos Aires y tener hijos y criar caballos. Era un futuro distinto al que había planeado su familia. Estaba destinada a ser reina de Raguva y casarse con el rey Zale Patek, y su familia se llevaría un disgusto. Para empezar, porque Alejandro no era miembro de la aristocracia y, además, porque tenía fama de playboy. Pero una vez casados, los padres de Emmeline terminarían por aceptarlo. Alejandro era rico y podía cuidar de ella. Y Emmeline creía en su corazón que lo haría así en cuanto entendiera que ella no tenía otra opción. Las princesas europeas no podían ser madres solteras. Aunque nunca había querido casarse con el rey Zale Patek, lo respetaba. Cosa que no podía decir de Alejandro, aunque sí se hubiera acostado con él. Una estupidez. Había sido estúpido acostarse con alguien a quien no amaba con la esperanza de que quizá él sí la amara y quisiera protegerla y rescatarla como si fuera Rapunzel encerrada en su torre de marfil. Se estremeció horrorizada. Pero lo hecho, hecho estaba y ahora tenía que ser lista y no perder la cabeza. Tragó saliva compulsivamente y alisó la tela de satén color azul de su vestido de cóctel. Sentía los huesos de las caderas bajo las manos temblorosas. Nunca había estado tan delgada, pues su estómago no conseguía retener nada. Tenía náuseas mañana, tarde y noche y rezaba para que remitieran cuando entrara en el segundo trimestre del embarazo. Oyó una risa fuerte procedente de la parte de atrás. Alejandro. Estaba allí. El estómago le dio un vuelco y su cuerpo se puso tenso y vibrante de ansiedad. La había ignorado y evitado sus llamadas, pero tal vez cuando la viera recordaría lo mucho que había dicho que la adoraba. La había perseguido sin descanso durante cinco años jurándole amor eterno. Ella se había resistido mucho tiempo, pero había sucumbido la primavera anterior en un momento de debilidad y le había entregado su virginidad. No había sido la experiencia apasionada que Emmeline había esperado. Alejandro se había mostrado impaciente, irritado incluso. A ella le habían sorprendido el vacío y la crudeza del acto sexual, pero se había dicho que sería mejor la próxima vez, que a medida que lo fuera queriendo, aprendería a relajarse, aprendería a responder. Había oído decir que el sexo era muy distinto cuando había sentimientos por medio, y confiaba en que fuera verdad.
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Pero no había habido una próxima vez. Y ahora estaba embarazada. Ridículo. Terrorífico. Sobre todo porque estaba prometida con otro hombre. Era un matrimonio acordado, un matrimonio que había sido planeado años atrás, cuando era solo una niña, y ahora faltaban solo diez días para la boda. Obviamente, no podía casarse con el rey Patek embarazada de Alejandro, así que este tenía que hacer lo correcto y aceptar su responsabilidad en la catástrofe. Enderezó los hombros, alzó la cabeza y entró en la sala VIP en penumbra. Observó los sofás bajos llenos de invitados. Divisó a Alejandro inmediatamente. Era difícil pasar por alto la camisa blanca ondulante que realzaba a la perfección su pelo oscuro, su piel morena y su atractivo perfil latino. No estaba solo. Una joven morena con un minivestido rojo se sentaba en su regazo. Penélope Luca. Emmeline reconoció a la joven modelo que se había convertido recientemente en la chica de moda. Pero Penélope no solo se sentaba en el regazo de Alejandro, sino que este tenía la mano metida bajo su falda y le rozaba el cuello con los labios. Por un momento Emmeline no pudo moverse ni respirar. Se quedó inmóvil, transfigurada por la imagen de Alejandro complaciendo a Penélope. Era humillante. ¿Aquel era el hombre que le había prometido amor eterno? ¿Era el hombre que la quería a ella, Emmeline d’Arcy, por encima de todas las demás? ¿Era el hombre por el que ella había sacrificado su futuro? –Alejandro. Su voz sonó clara y afilada. Se abrió paso entre la música, el murmullo de voces y las risas. Las cabezas se giraron hacia ella, que era vagamente consciente de que la miraban, pero solo tenía ojos para Alejandro. Este alzó la vista hacia ella con expresión burlona, con los labios pegados todavía al cuello de la chica. No le importaba nada. A Emmeline le temblaron las piernas y le pareció que daba vueltas la habitación. A él no le importaba que lo viera con Penélope. No le importaba nada lo que sintiera Emmeline porque no sentía nada por ella; nunca lo había sentido. Entendió entonces que todo había sido un juego para él... acostarse con una princesa. El reto. La caza. La conquista. Ella no había sido más que una muesca más en su cinturón. Y después de poseerla y robarle su inocencia, la había descartado como si no fuera nada. Como si no fuera nadie.
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La cegaron la furia y el dolor. Furia contra sí misma, dolor por su hijo. Había sido una estúpida y solo podía culparse a sí misma. ¿Pero no había sido ese tu talón de Aquiles toda la vida? ¿Que necesitaba amor y ansiaba sentirse validada? Su debilidad le avergonzó. Las náuseas la asaltaron con fuerza. –Alejandro –repitió su nombre bajando la voz y con dagas clavadas en el corazón–. ¡No toleraré que me ignores! Pero él la ignoró. Ni siquiera se molestó en volver a mirarla. A Emmeline le temblaron las piernas y le ardieron los ojos. ¡Cómo se atrevía! Se acercó con rabia. –Eres un embustero y un tramposo. Un hombre patético. –Basta –dijo una voz profunda masculina detrás de ella. Una mano se posó en su hombro. Ella luchó por soltarse de la mano; no había terminado con Alejandro. –Cumplirás con tu deber –insistió, temblando de rabia. –¡He dicho que basta! –repitió el jeque Makin Al-Koury, con la cabeza baja y los labios cerca de la oreja de Hannah. Estaba muy enfadado y se dijo que era porque su ayudante había desaparecido y él había tenido que perseguirla como a una yegua recalcitrante, pero había algo más. Hannah iba vestida como... como sexo con zapatos de tacón de aguja. Imposible. Hannah no era sexy. Pero allí estaba, con un vestido de cóctel tan estrecho que parecía pintado en su cuerpo esbelto, con el satén color turquesa pegándose a sus pechos pequeños y firmes y resaltando su trasero alto y redondo. El hecho de haberse fijado en su trasero lo dejó sin palabras. Nunca había mirado su cuerpo, ni siquiera sabía que tenía cuerpo, y ahora la tenía ante sí con un vestido ceñido, ojos pintados con kohl y el largo cabello cayéndole libre sobre los hombros. La cascada de pelo que le caía por la espalda atrajo de nuevo su vista al trasero y al instante su cuerpo se endureció de deseo. Makin apretó los dientes, disgustado por aquella respuesta de su cuerpo. Ella había trabajado para él durante casi cinco años. ¿Qué narices le ocurría? Hannah intentó apartarse y la mano de Makin pasó de la tela al hombro desnudo. Su tacto era tan erótico como su imagen, y él se excitó todavía más. Emmeline d’Arcy volvió la cabeza, atónita porque alguien se atreviera a tocarla, y se encontró con unos hombros interminables sobre un pecho amplio cubierto con una elegante camisa negra.
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–Suélteme... –musitó. Echó atrás la cabeza para mirarlo mejor, pero no consiguió verle la cara. Su visión quedaba limitada a la barbilla y la mandíbula. Una mandíbula fuerte y angulosa y una barbilla cuadrada. La única suavidad que podía ver era la piel bronceada del cuello, donde llevaba abierta la camisa. –Te estás poniendo en ridículo –dijo él con dureza, en un inglés con un leve acento y con una voz extrañamente familiar. ¿Pero por qué le resultaba familiar? ¿Lo conocía? Y lo más importante, ¿la conocía él? ¿Era uno de los hombres de seguridad de su padre, el rey William, o del rey Patek? Intentó verlo mejor, pero era muy alto y la discoteca muy oscura. –Suélteme –repitió. –Cuando estemos fuera –repuso él; aumentó la presión en el hombro. Emmeline se estremeció al sentir el calor de la piel de aquel hombre sobre la suya. –No iré a ninguna parte hasta que haya hablado con el señor Ibáñez... –Este no es el momento ni el lugar –la interrumpió él. Su mano pasó del hombro a la muñeca, donde apretó los frágiles huesos. Emmeline se estremeció. –Suélteme inmediatamente –tiró de la muñeca. –De eso nada, Hannah –respondió él con calma. Hannah. Creía que era Hannah. A Emmeline le dio un vuelco el corazón. Un estremecimiento de frío bajó por su columna. Aquella voz profunda y familiar, su extraordinaria altura, su tremenda fuerza... Era el jeque Makin Al-Koury, el jefe de Hannah. Se puso tensa y comprendió que estaba en apuros. Llevaba cuatro días haciéndose pasar por su ayudante personal. El jeque la sacó a rastras de la discoteca. Cuando llegaron a la calle, a Emmeline le daba vueltas la cabeza. Solo entonces la soltó y ella lo miró a la cara. Parecía muy enfadado. –Hola –musitó Emmeline. Él enarcó una ceja oscura. –¿Hola? –repitió con incredulidad–. ¿Eso es todo lo que tienes que decir? Ella se lamió los labios. Cinco días atrás le había parecido una idea brillante suplicarle a Hannah, la chica norteamericana que se parecía tanto a ella, que
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se intercambiaran unas cuantas horas para que pudiera escapar de sus escoltas y hablar con Alejandro. Hannah se había teñido de rubio y ella de castaño. Habían intercambiado el estilo de pelo y el vestuario. La idea había sido hacerlo solo por unas horas, pero habían pasado ya días y las cosas se habían complicado bastante, pues Hannah estaba ahora en Raguva, en la costa dálmata, haciéndose pasar por la princesa Emmeline, y ella seguía en Florida fingiendo ser Hannah. –¿Qué hace aquí? –miró al jeque y su mirada quedó atrapada en sus ojos. Unos ojos grises, casi plateados. –Impedir que te pongas totalmente en ridículo –respondió él, sombrío. Tenía un rostro demasiado duro para ser considerado atractivo al estilo clásico, con mandíbula cuadrada, barbilla fuerte, pómulos altos y nariz recta–. ¿Has perdido el juicio? La desesperación volvió afilada la voz de Emmeline. –Tengo que volver a entrar. Necesito hablar con él. –Él no parecía interesado –replicó el jeque. Emmeline se sonrojó de vergüenza, porque él tenía razón. Alejandro no parecía interesado en absoluto. Pero eso no cambiaba su objetivo; solo implicaba que tenía que esforzarse más por hacerlo entrar en razón. –Ni siquiera sabe de quién hablo. –Alejandro Ibáñez –replicó él–. Vamos, sube al coche. –No puedo. –Es preciso. –Usted no lo entiende –la embargó el pánico y se le llenaron los ojos de lágrimas. No podía ser madre soltera. La echarían de su familia y se quedaría en la calle. ¿Cómo iban a sobrevivir su hijo y ella sin la ayuda de Alejandro?–. Debo hablar con él. Es urgente. –Puede que sí, pero hay paparazzi por todas partes y tu señor Ibáñez parecía... no disponible para una conversación como es debido. Por favor, sube al coche. Solo entonces se percató Emmeline de los flashes de las cámaras que saltaban a izquierda y derecha. No por ella, pues Hannah Smith era una mujer corriente, sino porque el jeque Al-Koury era uno de los hombres más poderosos del mundo. Su país, Kadar, era el mayor productor de petróleo de Oriente Medio. Las potencias occidentales se morían por entablar amistad con él. Y Hannah había sido su ayudante durante varios años. –Tomaré un taxi a mi hotel –dijo con voz ronca, luchando de nuevo contra las náuseas. El jeque le sonrió.
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–Temo que me has entendido mal –hizo una pausa con la vista fija en su cara–. No era una petición, Hannah. No estoy negociando. Sube al coche. Ella no pudo respirar por un momento. Se sentía rota, aplastada. Él sonreía, pero era porque tenía intención de ganar. Los hombres poderosos siempre ganaban. Emmeline alzó la barbilla, pasó delante de los paparazzi y entró con gracia en el coche. Respiró hondo cuando Makin se instaló a su lado, demasiado cerca. Cruzó las piernas, intentando hacerse más pequeña. Él era demasiado grande. Exudaba energía, intensidad, y eso hacía que a ella le latiera el corazón con tanta fuerza que se sentía mareada. Emmeline esperó a que el conductor se hubiera apartado de la acera para darle el nombre de su hotel. –Me hospedo en el Brakers –dijo–. Puede dejarme allí. El jeque ni siquiera la miró. –No te dejaremos en ninguna parte. Vamos al aeropuerto. Diré en el hotel que empaqueten tus cosas y las envíen a nuestro avión. Ella tardó un momento en poder hablar. –¿Avión? –Nos vamos a Kadar. A ella se aceleró el pulso. Apretó los puños. No podía ceder al pánico. –¿Kadar? Él la miró a los ojos. –Sí, Kadar, mi país, mi hogar. Tengo una conferencia importante en Kasbah Raha dentro de unos días. Asisten dos docenas de dignatarios con sus esposas. Fue idea tuya, ¿recuerdas? Emmeline no sabía nada de organizar conferencias ni torneos de polo internacionales ni ninguna de las demás cosas que hacía Hannah como ayudante del jeque, pero no podía decirlo así. Además, si Hannah podía hacerse pasar por una princesa europea, ¿no podía ella hacerse pasar por secretaria? No debía de ser tan difícil. –Por supuesto –respondió con firmeza, fingiendo una confianza que no sentía–. ¿Por qué no iba a acordarme? Él enarcó las cejas. –Porque llevas cuatro días seguidos sin trabajar aduciendo que estás enferma aunque te han visto moverte por toda la ciudad. –No me he movido tanto. Me cuesta trabajo retener comida en el estómago y solo he salido del hotel cuando ha sido necesario. –¿Como esta noche? –Sí.
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–Porque tenías que ver al señor Ibáñez. –Sí. –¿Por qué? –Eso es personal.
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Capítulo 2. «Personal». Su Alteza Real Makin Al-Koury, príncipe de Kadar, miró a Hannah, sorprendido de que su sensata secretaria se hubiera enamorado de un hombre que tenía una mujer en cada ciudad, además de una esposa y cinco hijos en su país. –¿Qué te dijo? –preguntó con frialdad–. ¿Que te amaba? ¿Que no podía vivir sin ti? ¿Qué te dijo para acostarse contigo? Ella se sonrojó. –Eso no es asunto suyo. Así que Alejandro Ibáñez sí la había seducido. Makin apretó los dientes. Odiaba a poca gente, pero Ibáñez era el primero de la lista. Como se movían en los mismos círculos del polo, lo había visto en acción y conocía sus tácticas. El argentino convencía a las mujeres de que eran especiales, únicas, y de que no podía imaginarse viviendo sin ellas. Y ellas se lo tragaban. Al parecer, Hannah también. En los últimos cuatro días había intentado entender qué le había pasado a su eficiente secretaria. La había perseguido, como ella a Alejandro, y esa noche, en la discoteca, lo había entendido todo finalmente. Se había enamorado y el argentino la había utilizado y le había partido el corazón como a tantas otras. –Tu vida personal está afectando a tu vida profesional, y eso afecta a la mía – respondió. Ella apretó los labios y lo miró con furia. –¿No me está permitido estar enferma? –Si no es verdad, no –respondió él–. En este caso, debes tomarte días de asuntos propios, no una baja por enfermedad. Aunque pálida, estaba erguida y con la barbilla alzada, haciendo gala de una elegancia, arrogancia incluso, que él no le había visto nunca. –No estaba bien y sigo sin estarlo –declaró–. Pero puede pensar lo que quiera. Hannah nunca le había hablado así, y su cuerpo se endureció. Bajó la vista a sus piernas, que eran interminables. Largas, delgadas, desnudas, cruzadas en la rodilla... –No me gusta esa actitud, Hannah –gruñó–. Si quieres conservar tu trabajo, tendrás que cambiarla.
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Ella se ruborizó. –Solo me defiendo –lo miró–. ¿O eso no me está permitido? –Ya estás otra vez. –¿Cómo? –Insolente, desafiante... –Estoy confundida. ¿Soy una empleada o una esclava? Makin guardó silencio un momento, atónito por su audacia. ¿Qué había sido de su perfecta secretaria? –Me decepcionas –dijo con brusquedad–. Esperaba más de ti. Ella se puso tensa. Palideció. Por un momento pareció orgullosa y herida, como un luchador sin armas. Makin sintió una extraña opresión en el pecho. No le gustó. Él no quería sentir. Ella trabajaba para él, no al contrario. –No sé a qué juegas, pero se acabó. No pienso perseguirte más ni negociar. O hacemos esto a mi modo o se termina aquí y empiezas a buscarte otro empleo mañana. Ella respiró con fuerza, pero no dijo nada. Lo miró con una luz desafiante en sus ojos azules. ¿Cómo había podido pensar que Hannah era tranquila y controlada?, se dijo Makin. En aquellos misteriosos ojos azules no había nada de calma. Ella era toda sentimiento. ¿Quién era aquella mujer? ¿La conocía acaso? Frunció el ceño. Posó la vista en ella y le fue imposible apartarla. Siempre había sabido que Hannah era atractiva, pero hasta ese momento no se había dado cuenta de que era hermosa. Incandescente. Lo cual no tenía sentido, pues Hannah no era el tipo de mujer que resplandecía. Era sensata, estable y centrada en su trabajo. Rara vez se maquillaba y no seguía la moda. Y sin embargo, esa noche parecía tan delicada y luminosa que él sentía tentaciones de tocarle la mejilla para ver qué se había puesto para parecer tan radiante. –¿Me amenaza con despedirme, jeque Al-Koury? –preguntó ella. –Ya deberías saber que yo nunca amenazo ni mantengo conversaciones absurdas con mis empleados. Si hablo ahora contigo es porque tienes que saber que he llegado al límite de mi paciencia y... –No quiero ser grosera, jeque Al-Koury –lo interrumpió ella; soltó un gemido–. ¿Cuánto falta para el aeropuerto? Porque creo que voy a vomitar. Para Emmeline, el resto del viaje hasta el aeropuerto pasó en una nube de movimiento y horror. Recordaba poco aparte de la limusina entrando por
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puertas grandes y parando luego al lado de un avión privado increíblemente largo. Subió las escaleras ayudada por un auxiliar de vuelo, que la acompañó hasta un dormitorio y, a través de una puerta, a un baño pequeño. El auxiliar de vuelo encendió las luces del baño y cerró la puerta tras ella, dejándola sola. Emmeline se acuclilló delante de la taza y vació su estómago en ella. El ácido que le quemaba la garganta no era nada comparado con el ácido que le carcomía el corazón. Todo aquello era culpa suya y de nadie más. Había sido débil, tonta e insegura. Se había acercado al hombre equivocado en un momento de necesidad y, para empeorar aún más las cosas, había arrastrado a Hannah a todo aquello. Sintió remordimientos. ¿Por qué no era más fuerte? ¿Por qué estaba tan necesitada? Aunque, por otra parte, ¿cuándo no había ansiado amor? Apretó los dientes. Sabía que no podía culpar a sus padres. Ellos habían hecho lo posible, lo habían intentado, pero, al parecer, ella había sido siempre así. Desde pequeña quería que la abrazaran, necesitaba cariño y reafirmación constantes. Ya de niña le había avergonzado necesitar mucho más de lo que podían darle sus padres. Las buenas princesas no tenían necesidades y no causaban problemas. Emmeline hacía ambas cosas. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Volvió a vomitar. Llamaron con suavidad a la puerta. –¿Hannah? Era Makin Al-Koury. A Emmeline le dio un vuelco el estómago, lo cual no ayudó nada a las náuseas. –¿Sí? –¿Puedo entrar? No podía decirle que no. Trabajaba para él. –Sí. Se abrió la puerta y una sombra cayó sobre el suelo. Emmeline parpadeó para reprimir las lágrimas y miró a aquel hombre alto, de hombros anchos y expresión sombría. –¿Necesitas algo? –preguntó él. –No, gracias. –Estás enferma. Ella asintió. –Sí. –¿Por qué no me lo has dicho? Emmeline arrugó la frente.
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–Lo he hecho. El jeque apretó la mandíbula. –¿Has visto a un médico? –No. –¿Por qué no? Has dicho que no podías retener nada. Deberías hacerte pruebas o ver si el médico te receta algo que te ayude. –No me ayudará. –¿Por qué no? –preguntó él con impaciencia. Ella tragó saliva. Él podía ser el jeque más rico del mundo, pero no era un hombre moderno. Bajo su traje de corte elegante, había un hombre del desierto. El jeque Al-Koury no emplearía a una mujer embarazada y soltera aunque fuera norteamericana. Era un tema cultural, un asunto de honor y respeto. Una mujer soltera embarazada causaría vergüenza a todos los que la rodearan, incluido su jefe. –Es solo estrés –dijo–. Estoy... muy disgustada. Pero lo superaré, lo prometo. Él la miró con tal intensidad que a Emmeline se le erizó el pelo de la nuca. –Pues entonces contrólate. Cuento contigo. Y si ya no puedes hacer tu trabajo, házmelo saber para que busque a alguien que pueda. –Sí puedo. Él la miró un momento sin decir nada. –¿Por qué Ibáñez? –preguntó finalmente–. ¿Por qué precisamente él? Ella hundió los hombros. –Dijo que me amaba. El jeque apretó los labios con expresión de incredulidad. –¿Y tú lo creíste? –Sí. –No puedo creer que te tragaras sus mentiras. Les dice lo mismo a todas. Pero tú no eres como todas. Eres lista, educada, deberías saber más. –No fue así. –¿No podías detectar la falsedad en sus halagos? ¿No podías ver que es un fraude? ¿Un mentiroso? –No. ¡Ojalá lo hubiera hecho! Makin miró a Hannah arrodillada en el suelo, con el pelo cayéndole enredado por la espalda. En otro momento podría haberse sentido conmovido por su frágil belleza, pero se negaba a sentir nada por ella, que se había vuelto tentadora, seductora. Se había convertido en un problema. Él no permitía que su vida personal y profesional se mezclaran. Sexo, deseo, lujuria... no tenían cabida en el trabajo. Nunca.
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–Yo te respetaba –dijo con dureza–. Ahora ya no estoy seguro. Ella se encogió, visiblemente herida. Makin experimentó una sensación incómoda, pero la apartó con la misma intensidad feroz con que lo había hecho toda su vida. Había sido hijo único y había estado muy unido a sus padres. Su padre, un beduino poderoso y príncipe de Kadar, le llevaba casi veinte años a Yvette, la madre francesa de Makin. Makin casi nunca los había oído hablar del pasado, pero había ido recogiendo detalles suficientes para hacerse una idea de su noviazgo. Se habían conocido cuando su madre tenía veinte años y estudiaba cine en París. Era hermosa, inteligente y estaba llena de grandes planes, pero a las pocas semanas de conocer a Tahnoon Al-Koury, había aceptado su proposición de matrimonio y había cambiado sus sueños por los de él. Se habían casado en una ceremonia íntima en París y habían regresado juntos a Kadar. Makin solo había visto a sus abuelos maternos una vez, en el funeral de su padre. Su madre se negaba a hablar con ellos, así que le había tocado presentarse él mismo a sus abuelos franceses. No eran las personas terribles que había imaginado, solo eran ignorantes. No comprendían que su hija pudiera amar a un árabe, y mucho menos a un árabe confinado en una silla de ruedas. Makin había crecido con su padre en silla de ruedas y no había sido terrible ni trágico, al menos no hasta el final. Su padre era muy inteligente; estaba entregado a su familia, adoraba a su esposa y luchaba por mantener toda la independencia que pudiera a pesar de la naturaleza degenerativa de su enfermedad. Makin tenía veinte años cuando murió su padre. Pero en los años que pasó con él, nunca lo había oído quejarse aunque soportaba fuertes dolores y bastantes indignidades. No, su padre había sido un hombre orgulloso y fiero y le había enseñado, con su ejemplo, que la vida exigía fuerza, coraje y trabajo duro. –¿No me respeta porque quería ser amada? –preguntó Hannah con voz ronca. Él la miró a los ojos, sintió la misma punzada incómoda y se parapetó contra esa sensación. –No respeto que quisieras ser amada por él –hizo una pausa; quería que ella lo entendiera–. Ibáñez no está a tu altura. Es egocéntrico y vulgar y las mujeres que lo persiguen son tontas. –Eso es duro. –Pero cierto. Siempre está en medio de algún escándalo. Prefiere mujeres casadas o prometidas, como esa ridícula princesa Emmeline.
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–¿Ridícula princesa Emmeline? –lo interrumpió ella–. ¿La conoce? –He oído hablar de ella. –Pero no puede decir que sea ridícula. –Sí puedo. Conozco bien a su familia y asistí a su decimosexto cumpleaños en Brabant. Está prometida con el rey Zale Patek y siento lástima por él. Lo ha puesto en ridículo persiguiendo todo el año a Ibáñez a pesar de estar prometida con Patek. Nadie la respeta. La princesa tiene la misma ética que una gata callejera... –Es horrible decir eso. –Soy sincero. Quizá si otros hubieran sido sinceros con Su Alteza, habría salido distinta –él se encogió de hombros–. Pero ella no me importa, me importas tú y si puedes hacer tu trabajo con claridad y eficiencia. No dejes que Ibáñez te haga perder ni un segundo más de tu tiempo o del mío. Todo en él me aburre –la miró a los ojos–. ¿Está claro? –Sí. –Pues serénate y ven a sentarte a la cabina principal para que podamos despegar. Emmeline se lavó la cara, se cepilló los dientes y se pasó un peine por el pelo. El cabello oscuro le seguía resultando extraño. Echaba de menos su color rubio, su ropa y su vida. Respiró hondo, muy consciente de que su egoísmo y estupidez habían causado un impacto en mucha gente. Hannah, el rey Patek, el jeque Al-Koury. Lo que tenía que hacer era arreglar las cosas. No solo por ella, sino por todo el mundo. Un rato después estaba sentada en la cabina principal con el cinturón abrochado y una manta de viaje subida hasta el pecho. –¿Quieres que suba la calefacción? –preguntó Makin, que estaba sentado cerca escribiendo en su ordenador portátil. –Estoy bien –respondió ella. –Pueden traerte otra manta. –Estoy bien. –Estás temblando. Ella se sonrojó. –Es más emocional que físico –respondió. –Ibáñez no vale que pienses en él. Es un embustero y un villano. Tú mereces un gran hombre. ¡Qué ironía! Hannah merecía un gran hombre y ella, Emmeline, solo merecía desprecio.
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Tragó saliva. El desdén del jeque le dolía. No debería ser así. No la conocía y ella no debería dejar que le importara su opinión, pero le importaba. Había tocado un punto débil. Había visto a la Emmeline que se sentía indigna de amor. Siempre se había preguntado por qué se sentía tan insegura y tan sola y en su decimosexto cumpleaños, media hora antes de su gran fiesta, había descubierto que sus padres no eran sus padres biológicos, que había sido adoptada. Su madre biológica había sido una joven soltera de Brabant pero nadie sabía quién era su padre. Había acudido a la fiesta completamente confusa. No sabía por qué su padre, el rey William, se había sentido obligado a darle la noticia antes de la fiesta, pero le había estropeado la noche. En vez de bailar y celebrar con sus invitados, se había puesto a pensar en la madre que había renunciado a ella, en si se parecería a ella o si alguna vez pensaría en su hija. Habían pasado nueve años desde aquella revelación y todavía pensaba en eso. ¿El hecho de ser adoptada podía tener algo que ver con su sensación de vacío y su miedo al abandono? ¿Podía haber echado de menos a la madre que la había dado a luz? –¿Qué esperabas lograr esta noche en la discoteca? – preguntó Makin de pronto. Ella se subió más la manta en el pecho. –Dijo que me amaba. –Sí, lo sé. Ya me lo has dicho. –Y pensé que, si me veía esta noche, recordaría lo que sentía por mí – prosiguió ella–. Creí que recordaría que me había pedido que me casara con él. –¿Te pidió que te casaras con él? –repitió él con incredulidad. Ella alzó la barbilla con aire de desafío. ¿Por qué le resultaba tan increíble al jeque? –Sí. Makin guardó silencio largo rato. Simplemente se quedó sentado, mirándola como si sintiera lástima por ella. –Alejandro ya está casado –dijo finalmente–. No solo eso, sino que es padre de cinco hijos. El mayor tiene doce años y el menor nueve meses. –Imposible. –¿Te he mentido alguna vez? Emmeline no contestó y él volvió su atención al ordenador. Ella se subió la manta hasta el cuello. ¿Alejandro estaba casado y tenía cinco hijos? Las cosas iban de mal en peor.
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Capítulo 3 Horas después, a Emmeline la despertó la vibración que producía el tren de aterrizaje al desdoblarse preparándose para tomar tierra. Miró por la ventanilla medio dormida, pero no pudo ver nada debajo del oro pálido... ¿o era beige? Tal vez un poco de ambos. Ni edificios ni luces ni carreteras ni señales de vida; solo arena. Se estiró un poco. En la distancia se veía una mancha de color gris. ¿O era verde? No sabía lo que era, pero no podía ser una ciudad y tampoco había un aeropuerto, y sin embargo, ellos bajaban como si se dispusieran a aterrizar. Momentos después tocaban tierra y rodaban por una pista de asfalto negro bordeada a ambos lados por un gran desierto rojizo. En la distancia, en la misma dirección en la que había visto la mancha verde grisácea, pudo ver una cordillera, pero incluso las montañas mostraban colores cobre y oro a la luz de la mañana. No sabía por qué, pero esperaba una ciudad. La mayoría de las princesas reales que conocía en Dubai y en los Emiratos vivían en ciudades cosmopolitas, centros glamurosos llenos de boutiques de moda, hoteles de lujo y restaurantes de cinco estrellas. Los jeques de la época eran modernos y más ricos que el resto del mundo, incluidos sus homólogos europeos. Podían permitirse todos los lujos de la vida y poseían aviones, yates, coches de carreras, campos de polo y montones de caballos caros. Ese era el mundo al que Emmeline esperaba que la llevara el jeque Al-Koury. Pero en vez de eso solo había arena y más arena. Un mar de arena que se extendía en todas direcciones hasta las montañas rugosas. Había pensado que quizá podría meter a Hannah en un avión y llevarla allí. Pero no iba a poder meterla en el desierto e intercambiarse por ella sin que nadie se diera cuenta. Allí no pasaría desapercibido un avión. –Pareces decepcionada –dijo Makin. A Emmeline se le aceleró el pulso. –¿Por qué iba a estarlo? –preguntó. Los ojos del jeque se posaron en los suyos. –Nunca te ha gustado el desierto ni Kasbah Raha –dijo con suavidad–. Prefieres la vida en Nadir, donde hay mucho más ajetreo. O sea que estaban de verdad en mitad de la nada. Lo que implicaba que llevar a Hannah allí sin ser detectada sería casi tan imposible como salir ella.
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–Es posible –contestó, procurando que no le temblara la voz–. Pero me encanta cómo abrillanta la arena el sol de la mañana y cómo lo vuelve todo cobre y oro. –¡Qué interesante! Normalmente odias el desierto. Dices que Raha te recuerda demasiado a tu rancho de Texas. Emmeline intentó valientemente seguir la conversación. –Pero yo amo el rancho, me crie allí. –Tal vez. Pero en Nadir tienes amigos, un apartamento propio en el palacio y actividades sociales, y cuando estás aquí, estás muy sola. O sola conmigo. Las palabras «sola conmigo» causaron un temblor de ansiedad a Emmeline, que no podía imaginarse pasando días a solas con él. Tenía que conseguir llevar a Hannah allí de inmediato. A él le brillaron los ojos y ella habría jurado que le leía el pensamiento. Se sonrojó. Se dijo que era imposible. Él no podía leer la mente ni saber cuánto la alteraba. Y sin embargo, sus ojos plateados eran tan directos y penetrantes que sintió un escalofrío de miedo y anticipación. Él era muy distinto a todos los hombres a los que conocía Emmeline. Mucho más... Makin estiró las piernas en el pasillo y sus anchos hombros llenaron su asiento. Medía un metro noventa por lo menos. Aunque Alejandro era atractivo, Makin Al-Koury exudaba poder. –Por suerte, esta vez estarás demasiado ocupada atendiendo y entreteniendo a mis invitados para sentirte sola –añadió él–. Confío en que estará todo a punto para su llegada. –Por supuesto –ella sonrió para ocultar el hecho de que no tenía ni idea de lo que su jefe hablaba. Pero buscaría a algún empleado que la pusiera al día. –Me alegro. Porque anoche cuestionaba seriamente tu capacidad para preparar este fin de semana. Aunque, después de dormir la mayor parte del vuelo, pareces más relajada. –Lo estoy –respondió ella. –¿Has tomado algo para dormir? –No. ¿Por qué? –No sueles poder dormir en los aviones. Emmeline no supo qué contestar, pues había aprendido a dormir en aviones desde una edad muy temprana. Había crecido viajando, primero con su familia y después sola. –Creo que estaba muy cansada –comentó. Y era cierto. Últimamente siempre tenía sueño y, al parecer, era otro de los efectos del embarazo–. ¿Y usted?
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¿Ha dormido algo? –Menos de lo que quería –él bajó la vista, ocultando su expresión–. Me costaba dormir; estaba preocupado por ti. Ella oyó algo en su voz que la emocionó. Un sentimiento sincero. Auténtica preocupación. Tal vez odiara a Emmeline, pero quería a Hannah. Emmeline sintió envidia. Ella habría dado algo por ser la inteligente y eficiente Hannah, una mujer digna de cariño y respeto. Apartó la vista parar mirar por la ventanilla. Por fin habían parado en aquel vasto desierto. Una flota de vehículos negros brillantes esperaba al lado de la pista. Aunque era temprano, el calor titilaba en ondas iridiscentes sobre el asfalto negro y la arena circundante. Aquel vasto desierto era el mundo del jeque Al-Koury y Emmeline tuvo la sensación de que su vida ya no volvería a ser igual. Makin estiró las piernas en el asiento trasero de su coche, un vehículo potente con cristales ahumados y paneles reforzados a prueba de balas. Su familia tenía palacios por todo Kadar, pero la rústica kasbah de Raha había sido siempre su favorito. Hasta el nombre de Kasbah Raha, «Palacio del Descanso», simbolizaba paz. Paza y calma. Y las tenía. Allí en el desierto podía pensar con claridad y concentrarse sin que lo distrajeran el caos y el ruido de la vida de la ciudad moderna. –Vamos a repasar la agenda de hoy –dijo–. ¿Cuáles de mis invitados llegan primero y cuándo? Esperaba que Hannah buscara su teléfono en el maletín, pero ella se limitó a mirarlo con expresión confusa. –No lo sé. Makin frunció el ceño. –Tu trabajo es saberlo. Ella respiró hondo. –Parece que he perdido mi agenda. –Pero hay una copia de tu agenda en tu portátil. ¿Dónde está tu portátil? Ella se encogió de hombros. –No lo sé. Makin Al-Koury tuvo que apartar la vista y mirar algo que no fuera ella. Su impotencia empezaba a irritarlo. No quería enfadarse con ella, pero encontraba provocador todo lo que ella decía. Miró el desierto y se dejó calmar por el familiar paisaje. A otra persona podía resultarle monótono, pero él lo conocía como la palma de su mano y lo relajaba.
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–¿Has perdido tu ordenador? –preguntó finalmente, con la vista fija en las dunas ondulantes en la distancia. –Sí. –¿Cómo? –Debí de dejármelo en alguna parte cuando no estaba... bien. –¿En South Beach? –Antes de eso. Debió de ser en Palm Beach justo después del torneo de polo. Lo tenía para el torneo y después desapareció. –¿Por qué no me lo habías dicho? –Debería haberlo hecho. Lo siento. Parecía tan nerviosa y desesperada que él reprimió sus críticas y respiró hondo. Acababan de romperle el corazón y no era ella misma. Podía intentar mostrarse paciente con ella al menos ese día. Se esforzó por hablar con normalidad. –Habrá una copia en tu ordenador de sobremesa. Cuando lleguemos al palacio, puedes ir a tu despacho e imprimir la agenda y me informas más tarde. –Gracias –susurró ella. Él respiró hondo y miró su cara pálida y su cuerpo tenso. Tenía los hombros rígidos y la columna muy recta. Era extraño. Todo en ella era extraño. Hannah antes no se sentaba así. Tan alta y tan tiesa, como si se hubiera convertido en otra persona. Lo cual le recordó algo. –En el avión has hablado en sueños –dijo–. Mucho. Sus ojos se encontraron y ella separó los labios, pero no emitió ningún sonido. –En francés –continuó él–. Con un acento impecable. Si no supiera que no es así, diría que es tu lengua materna. –¿Usted habla bien francés? –Por supuesto. Mi madre era francesa. Hannah se sonrojó. –¿He dicho algo que pueda avergonzarme? –Solo que estás en un lío –él hizo una pausa–. ¿Qué has hecho, Hannah? ¿De qué tienes miedo? La joven palideció. –Nada. Makin reprimió su irritación. ¿A quién creía que engañaba? ¿No se daba cuenta de que la conocía? La conocía quizá mejor que nadie. Habían trabajado tan próximos durante años que a menudo sabía lo que iba a decir antes de que lo dijera. Conocía sus gestos y expresiones y hasta sus vacilaciones antes de dar su opinión. Pero nunca habían sido amigos. Su relación era estrictamente profesional.
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Conocía sus hábitos de trabajo, no su vida. Y tenía que creer que, si se había metido en un lío, tendría los recursos para salir de él. Era fuerte, lista y autosuficiente. Le iría bien. Aunque en aquel momento no parecía estar nada bien. Se había puesto pálida y tragaba saliva con fuerza, como si luchara por no perder el control. –¿Quieres que paremos? –preguntó Makin–. ¿Estás...? –Sí. Sí, por favor. Makin habló con el chófer y un momento después aparcaban al lado de la estrecha carretera. Ella se apartó del coche con sus tacones altos clavándose en la arena. Makin y el chófer permanecieron al lado del coche por si ella necesitaba su ayuda. Aunque era todavía relativamente temprano, hacía calor. Un calor muy seco, muy diferente al de Florida. Florida estaba bien, pero aquel era su desierto. Su lugar estaba allí. Se hallaban a pocos kilómetros de Kasbah Raha y estaba impaciente por llegar al palacio. Pasaba varios meses al año en Raha y solían ser sus favoritos. Allí hacía ejercicio y trabajaba, a veces hasta bien entrada la noche. Disfrutaba mucho de su trabajo y pasaba mucho tiempo en su escritorio porque era donde quería estar. Pero no todo era trabajo. Tenía una amante en Nadir a la que veía varias veces por semana cuando estaba allí. Hannah sabía que existía Madeline, pero no hablaban nunca de eso, como tampoco hablaban de la vida amorosa de Hannah. Sonó su móvil y Makin lo sacó del bolsillo del pantalón y vio que era el jefe de seguridad de su palacio en Nadir. Contestó en árabe. Mientras escuchaba, se quedó frío. Aquello no podía llegar en peor momento. Hannah estaba ya vulnerable y eso la destrozaría. Pidió a su jefe de seguridad que lo tuviera informado y colgó. Cuando guardaba el teléfono, reapareció Hannah con una sonrisa de disculpa. –Lo siento mucho. –Sigues enferma. –Tengo el azúcar bajo. Hoy no he comido aún. Makin habló al chófer en árabe y este inmediatamente fue al maletero y sacó dos botellas de agua. Las entregó a Makin, que abrió una y se la tendió a Hannah. –Está fría –comentó ella sorprendida.
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–Hay una pequeña nevera en el maletero. Mantiene las cosas frías en los viajes largos. –Muy buena idea. Hace calor aquí –ella se acercó la botella a los labios y bebió. Makin notó que le temblaba la mano y vio las sombras de color morado debajo de sus ojos. Estaba agotada. Necesitaba descansar y recuperarse. No necesitaba más noticias malas. No necesitaba más estrés. No podía ocultarle la noticia y no lo haría, pero no tenía por qué decírselo todavía. Ninguno de los dos podía hacer nada. Esperaría hasta que ella hubiera tenido ocasión de ducharse, cambiarse y comer algo, porque por el momento parecía al borde del colapso. –¿Vamos? –preguntó.
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Capítulo 4. Emmeline fingía mirar el árido paisaje cuando la realidad era que evitaba la mirada de Makin. Sabía que la miraba. Desde que pararan en la carretera parecía aún más callado y sombrío, si tal cosa era posible. Vio una mancha verde aparecer en el horizonte. Mancha verde que fue cobrando forma, convirtiéndose en árboles y huertos a medida que el desierto iba dando paso a un fértil oasis. El oasis, alimentado por un río subterráneo procedente de las montañas, se convirtió en una ciudad de paredes de arcilla roja y calles estrechas. El chófer del jeque entró en una carretera aún más estrecha sombreada por altas palmeras de dátiles, que ofrecían protección contra el calor del desierto. Se abrieron las enormes puertas que daban entrada a la ciudad amurallada. –Estamos en casa –musitó Makin, cuando entraban en otro camino bordeado de palmeras, cuyas pesadas ramas parecían plumas contra el cielo azul claro. Otras puertas se abrieron y cerraron, mostrando un edificio pintado de rosa pálido. Pero cuando el coche siguió avanzando, Emmeline descubrió que el palacio no era solo un edificio sino una serie de edificaciones hermosas conectadas por enrejados, patios y jardines. No había dos iguales. Unas tenían torres y otras cúpulas, aunque todas mostraban las mismas paredes lisas de arcilla cubiertas de buganvillas moradas y blancas. El coche se detuvo delante del edificio más alto, una edificación de tres pisos con intrincadas puertas bañadas en oro y enormes columnas doradas, azules y blancas flanqueando la entrada. En la puerta se alineaban empleados, vestidos con pantalones y chaquetas blancos, que sonrieron y se inclinaron cuando el jeque Al-Koury salió del coche. Emmeline estaba acostumbrada a la pompa y la ceremonia, pero en los empleados del jeque había algo diferente. Lo saludaban con calor y con un placer que parecía sincero. Sentían afecto por él y, por su modo de responderles, él les correspondía. Makin la esperó en la puerta y cruzaron juntos las altas puertas doradas, dejando atrás el brillante sol y el calor deslumbrante. El vestíbulo, sereno y aireado, mostraba una alta cúpula azul y oro, y las paredes de color crema estaban decoradas con sofisticados dibujos dorados. Emmeline respiró hondo, disfrutando de la tranquilidad y el delicioso frescor. –Encantador –musitó.
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El jeque alzó una ceja y la miró interrogante. Emmeline se sonrojó. –El frescor –dijo–. Es una buena sensación después del calor. Él asintió. –Te acompaño a tu habitación –dijo–. Quiero asegurarme de que todo está como debe estar. Echó a andar y ella lo siguió a través de uno de los muchos arcos exquisitamente tallados que salían de la entrada, con los pasos de ambos resonando en el suelo de piedra caliza. Bajaron por un pasillo decorado con columnas y donde entraba el sol por ventanales altos y pasaron oro arco que llevaba a un cenador cubierto de rosas. Makin se detuvo delante de una hermosa puerta de caoba y se hizo a un lado para que ella la abriera. Hannah entró en un apartamento espacioso. La sala de estar, de techo muy alto, era elegante y de colores más cálidos que el resto del palacio. Las paredes eran de oro pálido y los muebles dorados con toques de rojo, marfil y azul. De la sala salía un dormitorio con un baño incorporado y había también una cocina pequeña donde Hannah podía preparar café y comidas sencillas. –La cocinera ha hecho tu pan favorito –él señaló una hogaza envuelta en papel de aluminio en la encimera de la cocina–. En el frigorífico hay yogures y leche y todo lo demás que te gusta. Si no quieres que la cocinera te envíe una bandeja con el almuerzo, prométeme que comerás algo inmediatamente. –Lo prometo. –Bien –él vaciló, claramente incómodo–. Tengo que decirte algo. ¿Podemos sentarnos? Emmeline se sentó en un sofá bajo tapizado de seda de color crema y él se quedó de pie ante ella con los brazos cruzados. –Ha habido un accidente –dijo con brusquedad–. Anoche de camino al aeropuerto, Alejandro perdió el control del coche y se estrelló. Penélope murió en el acto y Alejandro está en el hospital. Emmeline luchó por procesar lo que acababa de oír. Abrió la boca y volvió a cerrarla sin emitir sonido alguno. –Ha estado toda la noche en el quirófano –continuó Makin–. Tenía una hemorragia interna y su estado es muy grave. Emmeline apretó las manos, demasiado atónita para hablar. Penélope había muerto y Alejandro podía no sobrevivir. Resultaba increíble.
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Se le oprimió la garganta y unas lágrimas calientes llenaron sus ojos. –¿Alejandro conducía? –preguntó con voz ronca. –Él iba al volante, sí. –¿Y Penélope? –Salió despedida con el impacto. Emmeline cerró los ojos. ¡Estúpido Alejandro! Su corazón estaba con Penélope, que era muy joven... solo diecinueve años. Una lágrima resbaló por su mejilla y se la secó con la mano con rabia. Estaba furiosa con Alejandro, que rompía vidas y las tiraba a la basura. –Lo siento, Hannah –musitó Makin–. Ya sé que te creías enamorada... –Por favor –ella alzó una mano para acallarlo–. No lo diga. Él se acuclilló ante ella, le tomó la barbilla y la obligó a mirarlo. –Sé que no es un momento fácil para ti, pero sobrevivirás a esto, lo prometo. La sorprendió pasando el pulgar por la curva de su mejilla y atrapando las lágrimas que caían. Fue un gesto tan tierno y protector por su parte, que casi le partió el corazón. Hacía años que nadie la tocaba con ternura. –Gracias –dijo. Makin se incorporó. –Estarás bien –repitió. –Sí –se secó los ojos–. Tiene razón. Me ducharé y cambiaré y me pondré a trabajar. ¿A qué hora nos vemos? –Tómate el día libre –dijo él con firmeza–. Come, duerme, lee, nada un poco. Haz lo que tengas que hacer para poder volver al trabajo. Necesito tu ayuda, pero en este momento no me sirves de nada. Ella se sonrojó. –Lo siento. Odio ser un problema. Él le lanzó una mirada peculiar. –Descansa y mejórate. Esa será la mayor ayuda –se marchó y la dejó sola. Emmeline sacó el teléfono del bolso y marcó el número de Hannah. –¿Diga? –Hannah, soy yo. –¿Estás bien? –No lo sé. –¿Vas a venir? Emmeline vaciló. –No sé –repitió, aunque sabía que ya no podía ir a Raguva. Hubo un silencio.
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–¿Cómo que no lo sabes? Emmeline miró las altas montañas rojas visibles más allá de los muros del palacio. –Estoy en Kadar. –¿En Kadar? –repitió Hannah–. ¿En el país del jeque Makin? ¿Por qué? –Cree que soy tú. Hannah respiró con fuerza. –Dile que no lo eres. –No puedo. –¿Por qué? –Lo estropearía todo. –¡Pero ya se ha estropeado todo! –gritó Hannah–. No sabes lo que ha pasado. –Lo siento. De verdad –dijo con voz llorosa–. Pero todo está fuera de mi control. –Tu control, tu vida. Siempre se trata de ti, ¿verdad? –No lo decía en ese sentido. –Pero tú me enviaste aquí en tu lugar y no tenías intención de venir pronto. Me has usado, manipulado... ¿Cómo crees que me siento, atrapada aquí fingiendo que...? –Hannah se interrumpió bruscamente. La línea quedó en silencio. Hannah había colgado. Emmeline miró el teléfono atónita. ¿Pero qué esperaba? Se las había arreglado para estropearle la vida. Makin se levantó de detrás de su escritorio y salió en busca del director de seguridad de la kasbah, quien había prometido revisar con él las alas de los invitados y repasar las medidas de seguridad. –¿Qué familias estarán en ese edificio? –preguntó en un momento de la gira. –Los Nuri de Baraka, Alteza. El sultán Malek Nuri y su hermano el jeque Kalen Nuri junto con sus esposas. El jeque Tair de Ohua. –¿Y en el edificio de mi derecha? –Los dignatarios occidentales. Makin asintió. –Bien –le aliviaba ver que no solo estaba preparada la seguridad, sino que la kasbah parecía inmaculada. Aunque varios de sus palacios y casas eran hermosos, Kasbah Raha siempre lo dejaba sin aliento. La kasbah en sí tenía siglos de antigüedad y sus colores copiaban los del desierto... el rosa del amanecer, las majestuosas montañas rojas, el azul del cielo y el marfil y oro de la arena.
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Era el lugar donde mejor trabajaba. Razón por la cual nunca había llevado a Madeline allí. Raha era un lugar para la claridad de pensamiento y la reflexión personal, no para el deseo o la lujuria. No quería asociar el placer carnal del sexo con Raha, pero de pronto, con Hannah bajo su techo, empezaba a pensar en cosas muy carnales en lugar de centrarse en la conferencia. Hannah. Solo su nombre hacía que su cuerpo se endureciera. Y esa tensión hizo que tomara una decisión. Si no podía trabajar con ella allí, Hannah tendría que irse. Era un mal momento, pero había demasiado en juego para dejarse llevar por la duda.
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Capítulo 5. Emmeline se duchó y envolvió en la bata que había desempaquetado y colgado en el armario al lado de la de Hannah. Ojeó con curiosidad la ropa de Hannah. No era de mala calidad, pero sí práctica. Hannah vestía de un modo conservador en consonancia con su trabajo. Se tumbó en la cama y sintió un afecto repentino por su suplantadora. Pensó que Hannah era el tipo de persona que hacía muchas cosas por sus amigos. Y también las había hecho por ella. Debió de quedarse dormida, porque horas más tarde la despertó el timbre de la puerta. Se incorporó y vio que el sol estaba ya bajo en el cielo y sombras de color violeta cruzaban el dormitorio y colgaban en los rincones. Fue a abrir la puerta. Fuera había uno de los empleados de la cocina con un carrito de plata. –Buenas tardes, señorita Smith. Su Alteza ha pensado que hoy querría cenar en la intimidad de su cuarto. Emmeline abrió más la puerta y el hombre empujó el carrito a través de la sala de estar hasta llegar al patio de suelo de baldosas. Allí se acercó a las mesas y sillas más próximas a la piscina y cubrió una mesa redonda pequeña con un mantel antes de depositar en ella platos, cubiertos, copas, velas y un centro de flores. Luego se inclinó ante ella con respeto y se marchó con el carrito vacío. Emmeline se acercó a la mesa, que estaba preparada para dos. No cenaría sola aquella noche. Y eso acabó con su sensación de bienestar. En cuanto Hannah le abrió la puerta, Makin supo que había cometido un error. Debería haberla llamado a su despacho para decirle que la iba a enviar fuera, haberla convocado como a una empleada en lugar de darle la noticia durante la cena. Había pensado que hablar en privado amortiguaría el golpe, pero se había equivocado. Sería peor en su habitación. Peor aún, ella se había vestido para la cena, cosa que no hacía nunca. ¿Por qué se había puesto un vestido de cóctel y aquellos zapatos dorados de tacón de aguja que hacían que sus piernas parecieran sedosas e
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interminables? Makin la siguió despacio hasta el jardín. Posó la mirada en la mesa y su nerviosismo aumentó aún más. Ella se había vestido a juego con la mesa. Su vestido naranja era un tono más oscuro y vibrante que el del mantel color albaricoque y oro de la mesa. Velas altas enmarcaban el centro floral de rosas color crema. Otro error. Sus empleados lo habían entendido mal. La culpa era suya. Tendría que haber sido más claro. Había pedido una cena tranquila con Hannah para poder hablar con franqueza con ella y había solicitado que la sirvieran en su habitación para que no los interrumpieran. No se le había ocurrido que esa sencilla petición se convertiría en aquel arreglo íntimo para dos. Makin había ido cientos de veces al apartamento de Hannah, pero nunca habían cenado a solas allí. Cuando cenaban juntos, era siempre por motivos profesionales. Ella había asistido a muchos banquetes con él, pero nunca habían estado los dos solos a la luz de la luna y las velas. La iluminación lo cambiaba todo, y el brillo suave del mantel de seda bordado también. El brillo de la tela y el resplandor de la luz creaban intimidad... sensualidad. Menos mal que esa tarde había tomado la decisión de enviarla a una oficina distinta a trabajar con personas diferentes. Y menos mal que había decidido actuar con rapidez. Las relaciones eran complicadas, sobre todo en el terreno laboral, y él siempre se esforzaba por no mezclar lo personal con lo profesional, aunque ahora, con Hannah, esa línea empezaba a borrarse. Cuando estaba a su lado, empezaba a ansiar... algo. Y no era hombre que ansiara nada. –Tenemos que hablar –dijo con brusquedad, señalando la mesa. Hannah se sentó obediente y lo miró. Era Hannah y, sin embargo, parecía otra persona. Quizá por el vestido de cóctel y la pulsera de oro que llevaba en la muñeca. Y porque se había dejado el pelo suelto. ¿Cómo le iba a decir que la enviaba lejos cuando estaba tan encantadora? Makin apartó la vista de ella y miró la piscina. No recordaba haberse sentido nunca tan incómodo. Soltó los hombros, intentando liberar la tensión acumulada en los músculos entre los omoplatos. La camisa blanca le resultaba demasiado estrecha en los hombros y sentía los pantalones calientes sobre la piel. Aquello era absurdo. Ridículo. ¿Por qué sentía esas cosas? Era su jefe. Uno no se aprovechaba nunca de su posición de poder. Esa era una lección que le habían inculcado a fondo desde muy pequeño. Y sin embargo, su erección era muy real, y su pulso errático también.
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Estaba enfadado, muy irritado y muy impaciente. Con ella, consigo mismo, con todo aquello. Estaba seguro de que hacía lo correcto enviándola a Londres a la mañana siguiente. No se permitiría tener dudas. A ella le gustaba la división de Londres y trabajaría bien allí. Al día siguiente por la tarde se habría instalado en su nueva oficina y se adaptaría sin dificultad. Pero, por alguna razón, le parecía mal darle la noticia allí, cuando estaba tan hermosa que lo dejaba sin aliento. –Ese es un vestido nuevo –dijo cortante, casi en tono acusador. Ella frunció el ceño. –No, no es nuevo. Hace un tiempo que lo tengo. –No lo había visto nunca. Hannah se pasó una mano por el regazo, como para alisar arrugas imaginarias en la tela. –No me lo había puesto con usted. –¿Por qué ahora sí? Ella apretó los labios. –Puedo cambiarme, si quiere –empezó a levantarse–. No sabía que le molestaría el vestido. –No me molesta. –Está enfadado. –No es verdad. –Me pondré otra cosa. –¡Siéntate! –casi gritó él–. Por favor –añadió en voz más baja. Makin se apoyó en el respaldo de la silla y luchó por buscar las palabras correctas. Las palabras que le permitirían subirla al avión para Heathrow a la mañana siguiente con la menor cantidad de melodrama posible. Odiaba el melodrama y odiaba las lágrimas. El vestido le dejaba los hombros al descubierto. La línea del escote estaba oculta por un collar ancho de oro. Parecía una princesa de cuento. Casi podía imaginarla esperando a su valiente caballero, al noble príncipe que le daría el final feliz del cuento. Pero él no era de los príncipes que creían en esas cosas. Era demasiado pragmático. Demasiado ambicioso. Tenía un objetivo en la vida. Una misión. No le bastaba con ser un gran líder para su gente, su misión personal era más grande que las fronteras de Kadar. Su misión era ayudar al mundo.
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Sonaba grandioso. Quizá incluso lo hacía parecer algo mojigato. Pero si su padre había podido lograr lo que había logrado con una enfermedad degenerativa brutal, él podía conseguir aún más. Tenía que hacerlo. El mundo se estaba matando a base de contaminación, ahogándose en productos químicos y estrangulándose debido a la deuda. Los ricos eran cada vez más ricos y los pobres, enfermos y hambrientos seguían sufriendo y muriendo a un ritmo escalofriante. En los últimos cinco años se había reunido en privado con visionarios poderosos y ricos de la industria de la música y el mundo de la tecnología punta para unir recursos y causar un impacto importante en el mundo. El objetivo era llevar agua potable a todas partes, ayudar a vacunar a los niños del Tercer Mundo, proporcionar mosquiteros que ayudaran a proteger de la malaria a las personas vulnerables. Comida. Refugio. Educación. Seguridad. Para todos los niños, fuera cual fuera su religión, raza, cultura o género. Esa era la ambición de su vida y por eso iba a enviar a Hannah lejos. Ella se había convertido en una distracción, y nada podía interponerse entre su trabajo y él. –Jeque Al-Koury, quiere despedirme, ¿verdad? Él la miró, y sintió un dolor sordo en el pecho. –Sí –contestó con brusquedad–. No, despidiendo no. Es un traslado. –¿Adónde? –A las oficinas de Londres. –Pero yo vivo en Dallas. –Siempre te ha gustado Londres. –Pero mi casa... –Ahora estará en Londres –la miró a los ojos–. Si no quieres seguir trabajando para mí, lo comprenderé. Pero si quieres, te incorporarás al departamento de relaciones públicas de la división internacional. Ya estaba. Ya lo había dicho. Respiró hondo. Por primera vez en días se sentía de nuevo en control. Hubo un silencio. Hannah apretó los labios, pero no dijo nada. –Es un ascenso –comentó él–. Los de recursos humanos te darán alojamiento temporal hasta que encuentres algo que te guste... –Me gusta trabajar aquí, con usted. –Ahora eres necesaria en otra parte. –Ayer me necesitaba aquí.
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–Las cosas cambian. La mirada de Hannah se volvió implorante. –Alejandro fue un error. Admito que cometí un error. –No tiene nada que ver con Alejandro. –Tiene mucho que ver. –Te equivocas –replicó él. –No soy estúpida –le brillaban los ojos de rabia. –No, no lo eres. –¿Entonces por qué? –se inclinó hacia delante con las mejillas sonrojadas–. Le he dado todo durante cuatro años. Durante cuatro años, he hecho míos sus objetivos, he puesto sus necesidades por delante de las mías. No tomo vacaciones, no tengo vida social, ni siquiera tengo un vestuario a la moda. Mi vida es usted y solo usted. –Razón de más para que debas ir a Londres. Ella lo fulminó con la mirada. –Habrá un aumento de sueldo y mejores beneficios –añadió él–. Incluida una semana más de vacaciones. Hannah frunció los labios. –¿Una semana más que añadir a las semanas y meses que nunca he utilizado? –Quizá sea hora de que empieces a tomarte esas vacaciones. –Quizá sí. Su tono arrogante lo enfureció. ¿Cómo se atrevía a hablarle con esa actitud? ¿Cómo se atrevía a mirarlo por debajo de aquellas largas pestañas negras como si el problema fuera él y no ella? ¿Y qué narices le ocurría a él? En aquel momento no se reconocía. El pene le dolía y palpitaba, ansiaba tocarla, agarrarla por la muñeca y atraerla hacia sí para besarla y hacerla suya. Y no era solo deseo, sino necesidad de conocerla, de sentirla, de hacerla parte de él. Apretó los puños. Estaba claro que no era el mismo. Él no era agresivo y no daba lecciones a las mujeres, pero en aquel momento quería recordarle quién era y lo que era y que no podía jugar con él. Él era el jeque Makin Al-Koury, uno de los hombres más poderosos del mundo. Tenía un plan y una visión y nada lo distraería de ellos. Desde luego, no su secretaria. Ella era reemplazable y él lo había probado organizando su traslado a Londres. –¿Y por qué este ascenso en este momento? –preguntó ella.
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–Yo estoy preparado para un cambio y creo que tú también. Ella enarcó las cejas. –¡Qué amable por su parte pensar por mí! –No me refería a eso. –Mejor. Y le pido respetuosamente que no tome decisiones por mí basadas en lo que cree que necesito. No me conoce. No sabe nada de mí. –Eso no es respetuoso y sí te conozco. Lo sé prácticamente todo de ti. Ella se echó a reír en voz alta. Se rio en su cara. –Si me conociera, Alteza –enfatizó el título–, sabría quién soy –hizo una pausa– y quién no soy. Su descaro era increíble. –Vas demasiado lejos –dijo Makin con dureza–. Yo intento ayudarte. Ella apartó la vista. –Intenta librarse de mí. –Tal vez –musitó él. Era la verdad; la había dicho por fin y, por el modo en que se encogió ella, supo que también la había oído. Los dos guardaron silencio un rato que pareció interminable. Makin la observó y sintió un susurro de dolor. La echaría de menos. –¿Es eso, entonces? –preguntó ella. Lo miró a los ojos como si intentara ver en su interior, llegar hasta su mismo corazón. Makin la dejó mirar sabiendo que no podría ver nada, que ella, como todos los demás, solo veía lo que él les permitía ver. O sea, nada. Nada excepto distancia. Un espacio vacío. Años atrás, sabiendo que su padre se moría y que su madre no quería vivir sin su padre, Makin había construido un muro alrededor de sus sentimientos, enterrado su corazón detrás de ladrillo y cemento. Nadie, ni siquiera Madeline, tenía acceso a sus sentimientos. –¿Por eso estamos cenando aquí? –añadió ella–. ¿Ha venido aquí a decirme eso? –Sí. Hannah lo miró un momento más con los ojos brillantes. –Está bien –se encogió de hombros casi con indiferencia y se puso en pie–. ¿Puedo retirarme? –Todavía no han servido la cena.
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–No creo que pueda comer nada ahora, y me parece una pérdida de tiempo quedarme aquí charlando cuando puedo empezar a organizar mi viaje de mañana.
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Capítulo 6. –Todavía no han servido la cena –repitió él con calma. Emmeline lo miró. –Estoy segura de que la cocina puede enviar la comida a sus habitaciones, puesto que yo ya no deseo comer –respondió, enmascarando su furia con su expresión más regia y serena. Él movió la cabeza. –No voy a hacer que mis empleados me persigan por todo el palacio con un carrito de comida –respondió cordialmente–. He planeado cenar contigo y comeré aquí –sonrió, pero el calor de sus ojos era peligroso, como si no fuera enteramente civilizado–. Y tú también. Ella no le había visto nunca aquella mirada. Siempre lo había considerado un jeque árabe sofisticado, con demasiado dinero y poder. Pero en aquel momento transmitía agresividad. Resultaba extraño... y confuso. Emmeline se apoyó en el borde de la mesa. –No puede obligarme a comer. –No, no puedo obligarte. Por eso te lo estoy pidiendo. ¿Quieres hacer el favor de cenar conmigo? Tengo hambre y sé que tú no has comido casi nada hoy y una buena cena no te haría daño. Estás muy delgada ahora. No comes suficiente. –Si me quedo y como, ¿reconsiderará su decisión de enviarme a Londres? – No. Mi decisión es firme. No la cambiaré. –Por favor –a ella se le quebró la voz–. Por favor. No quiero ir a Londres. –Hannah. –Trabajaré más. No me parece justo que me eche después de cuatro años... –¡No te echo! –él se levantó también–. Y no supliques. No tienes motivos para suplicar. Sobre todo cuando no has hecho nadas malo. –Si no he hecho nada malo, ¿por qué me aleja? –Porque a veces es necesario un cambio. Emmeline se sentía muy mal. Había vuelto a fallarle a Hannah. Se secó una lágrima antes de que cayera. La mano le temblaba tanto que no acertó con la lágrima y tuvo que volver a intentarlo. –No hagas eso. –¿Qué? ¿No se me permite estar dolida? ¿Tengo que dejar que me aleje como si me diera igual? –Sí.
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–¿Por qué? –Porque tu trabajo es hacerme la vida más fácil y no lo haces. –¡Qué terrible! –Pero cierto. Ella se esforzó por capturar otra lágrima. –No sabía que no se me permitía ser humana. –Entiendo que estés decepcionada, pero esto no es algo personal y me gustaría que te mostraras profesional. Si pudieras sentarte... –No. Él apretó la mandíbula. –¿No? ¿He oído bien? A ella le tembló el labio inferior. –Sí. Makin avanzó hacia ella. –Eso es insubordinación, Hannah. –No me dejaré amedrentar. –Soy tu jefe –se detuvo ante ella, tan cerca que Emmeline tuvo que echar atrás la cabeza para verle la cara–. ¿O lo has olvidado? –No –susurró, porque la hacía sentirse frágil, tonta y muy poco racional–. Siento haber metido la pata. –Acepto tus disculpas –dijo él. Hannah cerró los ojos. Asintió con la cabeza. –Hannah. Ella no podía mirarlo, no cuando se sentía tan abrumada por todo. –Hannah, abre los ojos. –No puedo. –¿Por qué? –Porque verá... verá... –¿Qué? –él le alzó la barbilla con un dedo. Ella abrió los ojos y lo miró con las lágrimas nublando su visión. –A mí. Durante un momento interminable, él simplemente la miró a los ojos. –¿Y qué tendría eso de malo? –preguntó. La ternura inesperada de su voz hizo que a ella le diera un vuelco el corazón. –Yo no le caigo bien. Él respiró con fuerza. –En eso te equivocas.
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–¿De verdad? –De verdad –el jeque bajó bruscamente la cabeza y la besó en los labios. Era lo último que Emmeline esperaba. Lo último que quería. Se quedó paralizada con los labios rígidos. Por un segundo incluso olvidó respirar y el aire se acumuló en sus pulmones hasta que empezó a darle vueltas la cabeza y unos puntitos bailaron ante sus ojos. Él la besó despacio, con un beso que tenía más de consuelo que de pasión. Ella se estremeció y apoyó una mano en su pecho con intención de apartarlo, pero a su mano pareció gustarle la sensación y abrió los dedos sobre los músculos que envolvían las costillas del jeque. Emmeline se inclinó hacia delante, atraída por su calor, su colonia y la frescura de su boca. Él le mordisqueó el labio inferior y ella se estremeció de placer y separó los labios con un respingo apagado. Makin le pasó un brazo alrededor de la cintura y la atrajo hacia sí. Le separó los labios con la lengua, lo que provocó una sensación caliente y eléctrica por el cuerpo de Emmeline, que se estremeció de nuevo y abrió los labios. Sus pechos se hicieron pesados y doloridos, con los pezones exquisitamente sensibles. Nunca la habían besado así, nunca había sentido algo ni remotamente parecido. La boca de Makin sabía a menta y un afeitado reciente volvía suave la piel de su mandíbula dura. Sus sentidos estaban inmersos en el placer de todo aquello. De nuevo él le recorrió los labios con la punta de la lengua y ella abrió más la boca. La lengua de Makin se deslizó dentro y Emmeline sintió su mano en la parte baja de la espalda, creando una caricia lenta sobre sus caderas que le provocó sensaciones nuevas. Era como si se extendiera fuego bajo su piel. La necesidad tensaba su vientre y ella alzó las manos hasta la cara de él y le devolvió el beso. Makin respondió jugando más con la lengua dentro de su boca y besándole los labios hasta que todos los nervios de Emmeline cobraron vida. Ella se arqueó y apretó las caderas contra él, con lo que fue consciente de su erección. El contacto de su pene entre los muslos le convertía las piernas en gelatina. El único hombre que la había besado hasta entonces había sido Alejandro, la noche que le había quitado la virginidad. Su beso había sido duro y ella no había sentido una lengua de fuego en las venas ni un dolorcillo sordo entre los muslos. Había sentido presión. El choque de la mandíbula, los labios, la lengua y los dientes. Pero ahora no había choque. No, Makin hacía que se derritiera, disolvía sus huesos en estanques de miel dulce. Miel de deseo. Miel de necesidad.
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Él subió lentamente la mano desde su trasero hasta la curva de su pecho. Emmeline se apretó contra él buscando una satisfacción que no sabía nombrar y aferrándose a su camisa. Oyó un gemido ronco y desesperado y comprendió que era suyo. Había gemido en voz alta y, si ella lo había oído, él también. Se sonrojó de vergüenza y empezó a apartarse, pero los dedos de Makin le rozaron un pezón y ella se estremeció y volvió a apretarse contra él, entregándose a aquella sensación caliente e intensa. Makin emitió un sonido primitivo y viril. La agarró de la nuca y la mantuvo inmóvil para besarla más profundamente. Emmeline se ahogaba en deseo, estaba abrumada por la necesidad. Él podía hacer lo que quisiera con ella siempre que no dejara de tocarla. Sintió su mano subiéndole la tela del vestido por el muslo y sus dedos deslizarse por la piel desnuda. Se estremeció y se agarró a su cuello. Estaba vacía, insoportablemente vacía, mojada, y necesitaba que la calentara, que la llenara y... –No –dijo él con dureza, y la apartó de sí–. No –repitió–. No puedo hacer esto. Emmeline no pudo contestar nada; la sangre le palpitaba todavía en las venas y sentía un anhelo terrible entre las piernas. –Esto no debería haber pasado –añadió él–. Te pido disculpas. No volverá a ocurrir. –No importa... –Sí, sí importa. Está mal. Tengo una amante. No quiero esto de ti. Se alejó sin más y Emmeline, atónita, se dejó caer en la silla más próxima. «No quiero esto de ti». Esas palabras dolían. Se levantó y echó a andar alrededor de la piscina. Era más fácil cuando se movía, no sentía tanto. Resultaba más fácil soportar el desdén de Makin. Y finalmente, después de un rato andando, pudo decirse que la reacción del jeque había sido exagerada. Había sido un beso y nada más. Y sin embargo... Bajó una mano hasta el valle entre sus pechos. Había sido un beso caliente y explosivo. Un beso que le había hecho comprender lo que quería de un hombre.
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Fuego. Pasión. Cosas que le habían enseñado a creer que eran malas. Sin embargo, en los brazos de Makin, no le habían parecido perversas sino dulces. Se mordió el labio inferior confusa. En conflicto. ¿Cómo podía estar mal algo que causaba una sensación tan buena? Makin Al-Koury la había herido después, pero el beso en sí había sido increíble y la había hecho sentirse increíble. Como si ella importara. Se acercó a la mesa, sopló las velas una por una y volvió al apartamento de Hannah. Estaba cerrando las puertas de cristal que daban al patio cuando sonó el timbre de la puerta. ¿Habría vuelto Makin? –Buenas noches, señorita Smith –dijo el empleado de la cocina cuando le abrió–. El jeque va a cenar en su habitación, pero ha dicho que usted querrá comer algo. Hasta ese momento no se dio cuenta de que el beso, aquel beso agridulce, no había ido destinado a ella. Makin creía que había besado a Hannah Smith. Y si lamentaba haber besado a Hannah, su secretaria perfecta, ¿cómo reaccionaría si supiera que había besado a Emmeline d’Arcy, la princesa a la que despreciaba? Tragó saliva e hizo lo que le habían enseñado a hacer toda su vida. Sonrió con cortesía y dio las gracias al empleado de la cocina por llevarle la cena. A las dos y media de la mañana, Makin seguía levantado, así que saltó de la cama y renunció a la ilusión de intentar dormir. Estaba enfadado consigo mismo por su pérdida de control. Él nunca perdía el control. Y aquel beso... Amenazaba con cambiarlo todo. Le había hecho sentir cosas que él no sentía, que no había pensado que podía sentir. Abrazarla y besarla había sido embriagador. Se había sentido como otra persona. Alguien diferente. Había sentido. Y de pronto ya no quería enviarla a Londres, sino conservarla allí para él. No como secretaria sino como amante. Pero ya tenía una amante. Y hasta esa noche había estado contento con ella. ¿Por qué lo tentaba tanto Hannah? ¿Por qué Madeline ya no le parecía suficiente? Abrió las puertas de cristal y salió a la terraza. La luz de la luna volvía el jardín blanco y plateado. Se apoyó en la barandilla, consciente de que su atracción por Hannah era más fuerte que nada de lo que había sentido nunca por ninguna mujer. Eso no debería gustarle, no debería permitirlo. Nunca había querido fuego o intensidad con sus mujeres. Era demasiado pragmático. Quería conveniencia, compañía y satisfacción. Y con Madeline tenía todo eso.
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Le gustaba su rutina en Nadir. Cenaban juntos, conversaban un rato, hacían el amor y él volvía a casa. Nunca se quedaba a pasar la noche. Y era el tipo de relación que quería. ¿Qué clase de amante sería Hannah? Se imaginó instalándola en una hermosa casa con vistas a los jardines reales de Nadir; se imaginó trabajando todo el día y yendo a verla por la noche. La imaginó abriendo la puerta vestida con algo naranja y vaporoso, o quizá un camisón negro de raso. Se excitó. No querría cenar ni hablar. Querría poseerla inmediatamente. Una locura. Por eso precisamente tenía que alejarla. No quería sentir tanto por una mujer, no quería mezclar los sentimientos en eso. Tenía un trabajo que hacer, un plan de futuro, un plan que no incluía noches sin dormir y pensamientos eróticos. Le gustaban las mujeres serenas y sofisticadas. Mujeres que no lo provocaban ni desafiaban ni lo excitaban hasta el punto de que no podía pensar ni dormir. Como había hecho Hannah esa noche. Menos mal que se iría por la mañana. El sol entraba a raudales por la ventana de su despacho y se reflejaba en la pantalla del ordenador, lo cual le molestaba en los ojos. Makin se sentía fatal. Había sido una noche dura. Una noche larga. Había dormido muy poco y a las siete estaba de nuevo en su escritorio tomando una taza de café tras otra con la esperanza de despertarse, conseguir algo de claridad y, con un poco de suerte, sacudirse la sensación de culpa y vergüenza. Había tratado mal a Hannah la noche anterior y seguía enfadado consigo mismo por perder el control, por permitir que la lujuria y el deseo nublaran su mente. No debería haberla besado. Le pediría disculpas más tarde, justo antes de que subiera a la limusina camino del aeródromo, y seguiría adelante sin mirar atrás. Todo iría bien. Hannah se marcharía después del desayuno, sus invitados llegarían a media tarde y para entonces ya tendría claras sus prioridades. Miró el ordenador y siguió leyendo noticias internacionales. Normalmente dedicaba una hora a leer sus periódicos favoritos, y en la versión online del New York Times se encontró con el accidente del jugador de polo argentino. Pinchó en el enlace y leyó la noticia, pero el artículo solo decía que el jugador parecía encontrarse algo mejor. Miró las tres fotos que acompañaban el artículo.
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Había una de Ibáñez subido a caballo en el campo de polo, una en la que posaba con su equipo en el último torneo de Palm Beach y una hablando con la princesa Emmeline de Brabant. Makin miró esa última con atención. Ninguno de los dos presentaba su mejor aspecto y Makin sospechó que probablemente no eran conscientes de la cámara. Alejandro parecía enfadado y la princesa lloraba. No se necesitaba mucha imaginación para intuir a qué se debía la pelea. ¿Quizá la princesa había descubierto que había otras mujeres? Mujeres como Penélope. Mujeres como Hannah. Makin pinchó en la foto y la agrandó. Observó a la princesa con nerviosismo creciente. Le resultaba muy familiar, como si la conociera íntimamente. Estudió sus ojos y su expresión. Él conocía aquella expresión y aquellos ojos. Su nerviosismo fue en aumento. Copió la foto a su escritorio y volvió a agrandarla. Analizó el cuerpo esbelto de la princesa, el movimiento de la cabeza, el fruncimiento de los labios... Era claramente desgraciada. Y aunque ese no era su problema, reconocía aquella cara. Era la misma que había visto toda la noche en su insomnio. La cara de Hannah. Contuvo el aliento y abrió una carpeta de fotos del ordenador, de la que extrajo una, tomada el año anterior en una cena de negocios en Tokio. Era una foto de Hannah aceptando un kimono. La foto tenía el mismo ángulo que la de la princesa hablando con Ibáñez. Hannah llevaba el pelo recogido en una coleta y la princesa llevaba un moño en el torneo de polo. Agrandó la foto de Hannah y la colocó al lado de la de la princesa. El parecido era asombroso. Sus perfiles eran muy similares. La barbilla, la nariz, la frente... Hasta el color de los ojos. Si se cambiaban el color del pelo, podían ser la misma. Quizá idénticas. ¡Y pensar que habían estado a punto de encontrarse en Palm Beach! Ambas habían estado en el campo de polo, las dos habían asistido el domingo... ¿Era posible que Hannah fuera...? No. No. Imposible. La gente no se intercambiaba así como así. Era una idea ridícula; eso solo pasaba en las películas de Hollywood. Y sin embargo, cuando volvió a mirar las fotos y a compararlas, no pudo menos que pensar que se podía hacer.
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Si se cambiaban el pelo y la ropa y enmascaraban un poco sus acentos, Hannah y la princesa podían hacerse pasar la una por la otra. Makin se cruzó de brazos y miró el monitor atónito. ¿Cómo no lo había visto antes? ¿Por qué no había captado las diferencias... los cambios? La delgadez súbita de Hannah, su belleza frágil, el sentimiento en sus ojos... ¡Hablaba francés a la perfección! La Hannah que estaba con él en Raha no era Hannah. Era la princesa Emmeline d’Arcy, de veinticinco años, prometida del rey Zale Patek de Raguva. Lo que significaba que no había besado a Hannah sino a la princesa Emmeline. No había sido Hannah la que lo había excitado; era Emmeline. A quien deseaba era a Emmeline. Increíble. Tamborileó con los dedos en la mesa. Impensable. No sabía qué juego se traían, pero no tardaría en descubrirlo. Imperdonable. Golpeó el escritorio con fuerza y se puso en pie. Tenía que hacerle una visita a la princesa.
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Capítulo 7. Emmeline abrió la puerta con la esperanza de que fuera el desayuno, pues hacía media hora que había pedido huevos y tostadas. Pero en la puerta estaba Makin Al-Koury, muy elegante con camisa y pantalones negros. Seguramente acababa de ducharse y afeitarse, pues su pelo moreno relucía todavía, la piel de su barbilla estaba tensa y suave y ella captó el olor de su colonia de sándalo. –Madruga mucho –dijo, con el estómago convertido en un manojo de nervios. –Normalmente estamos trabajando a las siete y media –respondió él–. Tú te retrasas. Había algo frío en su sonrisa esa mañana y a ella le dio un vuelco el corazón. Juntó las rodillas y se obligó a mirarlo a los ojos, que parecían tan fríos como el hielo. El beso de la noche anterior le había gustado, pero ahora, a la luz del día, sabía que había sido un gran error. El jeque Al-Koury era demasiado poderoso y poco civilizado. –No me extraña que me eche de aquí por perezosa –respondió con ligereza. –Nadie puede ser siempre perfecto –él le sonrió–. ¿Cómo estás esta mañana? –Bien. –¿Y has dormido bien? –Sí, gracias. –Excelente –él la miró con expresión inescrutable–. En ese caso, supongo que estarás lo bastante bien para que te dicte un rato. –¿Dictar? –preguntó ella. –Necesito escribir una carta. La enviaré en el avión contigo. –Por supuesto –Emmeline luchó contra el pánico y se recordó que podía hacer aquello. Podía mantener el juego un poco más, fingir un poco más–. ¿Quiere que vaya a su despacho? –Eso no es necesario –él empujó la puerta hasta abrirla del todo–. Ya estoy yo aquí. Emmeline se hizo a un lado para dejarlo entrar. –Voy a buscar un bolígrafo y papel. –Encontrarás ambas cosas en el escritorio del dormitorio –musitó él–. Por si lo has olvidado. Emmeline lo miró intentando entender adónde quería llegar con todo aquello, porque definitivamente iba a alguna parte y a ella no le gustaba.
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–Gracias. Fue al dormitorio a buscar la libreta y un bolígrafo y se detuvo un momento en el espejo de encima de la cómoda. Estaba elegante con una blusa de seda de color marfil y una falda de encaje a juego. Se había recogido el pelo hacía atrás y añadido un collar de perlas, y confiaba en que el exterior ocultara su ansiedad. No sabía nada de dictados, pero no se lo diría al jeque. De vuelta en la sala, se sentó en el borde del sofá de seda color oro pálido. –Estoy lista. Él la miró y sonrió de nuevo. –No sé muy bien cómo empezar. Quizá puedas ayudarme. Es para un conocido, el rey Zale Patek de Raguva. No conozco muy bien el saludo. ¿Alteza Real o simplemente Alteza? ¿Tú que opinas? Emmeline se sonrojó. Luchó por mantener la voz tranquila. –Creo que cualquiera de las dos cosas. –Muy bien. ¿Por qué no empezamos por «Alteza Real»? Ella tragó saliva, asintió, escribió las palabras en la página y alzó la vista hacia él. –He descubierto algo que no se puede ignorar. Es un asunto personal urgente y no le hablaría de él si no fuera importante –Makin hizo una pausa y miró por encima del hombro de Emmeline–. Bien. Lo has escrito casi todo y la letra es muy bonita. Pero te agradecería que usaras taquigrafía. Me cuesta mucho pensar cuando escribes tan despacio. Ella asintió y miró la libreta sin verla. No podía hacer aquello. En realidad casi no podía respirar. Le daba vueltas la cabeza. –Te has saltado una línea –el jeque Al-Koury se inclinó hacia la página–. Lo que acabo de decir de que he descubierto información relacionada con su prometida la princesa Emmeline d’Arcy. Escríbelo, por favor. Esperó hasta que ella lo hubo hecho. –Tu letra se ha vuelto más pequeña –comentó él–. Menos mal que la mecanografiarás antes de enviarla. ¿Por dónde íbamos? Ah, sí, por su engañosa prometida, la princesa... –Ya tengo esa parte –lo interrumpió ella. –Lo de engañosa no. –No lo ha dicho la primera vez. –Lo digo ahora. Escríbelo. Es importante. Él tiene que saberlo. El bolígrafo quedó inmóvil sobre la página. Emmeline no logró que se moviera; no podía seguir con aquello.
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–Hannah, termina la carta. Ella se mordió el labio inferior. –No puedo. –Es preciso. Es vital que salga esta carta. El rey Patek es una buena persona y un hombre íntegro. Tiene que saber que no puede confiar en su prometida, que ella carece de escrúpulos y de moral y no llevará más que vergüenza... –Si me disculpa –se levantó del sofá con los ojos ardiendo y el estómago pesado–. No me siento bien. Corrió al baño, cerró la puerta y se sentó en el suelo frío de mármol al lado de la bañera. Pensó en las palabras del jeque Al-Koury. «Engañosa, carente de escrúpulos y de moral». Su madre diría lo mismo. Nadie hablaría en su defensa. Su familia la juzgaría y castigaría como hacía siempre. La puerta del baño se abrió con suavidad y una sombra cayó sobre el suelo blanco. Emmeline alzó la vista hacia el jeque con un desafío silencioso en sus ojos azules. Makin miró a la princesa sentada en el suelo con un brazo alrededor de las rodillas. Teniendo en cuenta su precaria situación, esperaba que ella se mostrara llorosa y suplicara perdón, pero lo miraba a los ojos con la barbilla alta y los labios apretados. Makin enarcó una ceja. ¿Ese era su juego? ¿Fingir que él era el villano y ella la víctima? Fascinante. Era mejor actriz de lo que él creía. La noche anterior lo había conmovido con su fragilidad y él había querido colgarse una espada y correr en su defensa. Había querido ser un héroe y ofrecerle la protección que tan desesperadamente parecía necesitar. Pero todo había sido una interpretación. Ella no era Hannah ni era frágil, sino una princesa manipuladora a la que solo le importaba ella misma. No había cambiado nada. Seguía siendo la princesa imperiosa y mimada que era ya nueve años atrás, en el baile de su decimosexto cumpleaños. Su padre le había preparado una gran fiesta, llena de invitados importantes, y ella se había pasado la velada con una pataleta, llorando toda la noche. Makin, avergonzado por su padre y disgustado por el histerismo de la chica, se había retirado temprano y había jurado evitarla en el futuro. Y lo había hecho. Hasta ese momento. La miró a los ojos pensando que ella personificaba todavía todo lo que él despreciaba en la cultura moderna. La sensación de tener derecho a todo, la
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fijación por la fama, la veneración por el dinero. Pasar por la vida apoyándose en la imagen. Y sí, Emmeline era preciosa y él la había deseado la noche anterior. Pero ahora que sabía con lo que lidiaba, ya no la deseaba. Lo dejaba frío. Se apoyó en el tocador de mármol blanco. –No tienes gripe –dijo con voz dura. –No. –Y ayer no estabas enferma por tener bajos los niveles de azúcar. Ella alzó aún más la barbilla. –No. ¿No se daba cuenta de que había descubierto su juego y estaba furioso? ¿De que le costaba mucho mantener el control? –¿De cuánto tiempo estás? – preguntó. Ella abrió mucho los ojos. –La verdad –gruñó él. Emmeline lo miró con expresión rebelde y labios apretados. Ahora no había nada de débil ni impotente en ella. Incluso sentada en el suelo parecía regia, orgullosa y dispuesta a combatirlo con uñas y dientes. ¿Cómo se atrevía? Debería estar suplicando misericordia. –Estoy esperando –dijo él con impaciencia. –Siete semanas –contestó ella finalmente–. Día más o menos. «Día más o menos», repitió Makin en silencio. En aquel momento la detestaba. Detestaba todo lo que ella representaba. –Asumo que Alejandro Ibáñez es el padre. Ella asintió. –Y por eso hiciste una escena en el Mynt. La princesa se sonrojó. –Yo no hice una escena. Él hacía una escena... –se interrumpió, se mordió el labio inferior y apartó la vista con expresión torturada. Por un momento, Makin casi sintió lástima de ella; casi, pero no del todo. –Y la segunda pregunta, Alteza Real, es qué has hecho con mi secretaria Hannah Smith. –Jeque Al-Koury...
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–¿Qué te parece si dejamos ya los títulos, acabamos con cualquier pretensión de formalidad y cualquier sugerencia de respeto? Tú no me respetas a mí ni yo a ti. Así que te llamaré Emmeline, tú puedes llamarme Makin y, con un poco de suerte, quizá consiga por fin la verdad. Ella se levantó despacio y se alisó la falda color marfil recubierta de encaje, que realzaba la forma redondeada de sus caderas y sus nalgas altas y firmes. Makin se excitó en el acto, lo cual hizo que se enfadara aún más. ¿Cómo podía desearla todavía después de todo aquello? –¿Cómo te has enterado? –preguntó ella. –Por casualidad. Estaba leyendo el periódico en internet y me he encontrado con un artículo sobre el accidente de Alejandro. Una de las fotos que acompañan el artículo es tuya. Estáis los dos detrás de los establos y parecéis a punto de pelear. Tú estás llorando. Por eso me he dado cuenta –miró la cara pálida de ella–. Yo conocía esa expresión –«y esos ojos», añadió para sí. Ahora que sabía la verdad, podía ver lo diferentes que eran los ojos de Emmeline de los de Hannah. El color era el mismo, pero la expresión no. La de Hannah era serena y firme y la de Emmeline tormentosa y cargada de sentimiento. Cualquiera que no supiera la verdad, podría pensar que Emmeline había crecido en un barrio difícil, luchando por cada bocado de comida en lugar de llevar una vida fácil de lujo. Se le oprimió el pecho. Se dijo que era de furia. Pero no era solo furia; había también traición. –¿Qué has hecho con Hannah? –repitió con tono de desdén–. Quiero recuperarla inmediatamente. La princesa respiró hondo y enderezó los hombros. –Está en Raguva –vaciló–. Haciéndose pasar por mí. –¿Qué? Ella se mordió el labio inferior con nerviosismo. –Necesitaba hablar con Alejandro de mi embarazo, pero él no se ponía al teléfono desde la conversación que tuvimos en el campo de polo. Yo estaba desesperada. Tenía que verlo. Necesitaba su ayuda. Así que le pedí a Hannah que se cambiara conmigo un día para que yo pudiera ir a verlo en persona. –¿No podías ir a verlo con tu identidad? –Él me evitaba, y además, mis escoltas no me habrían dejado ir. Tenían órdenes de mis padres de mantenerme alejada de él. –Tus padres hacían bien en no confiar en ti. Ella se encogió de hombros y salió del baño. –Probablemente.
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–¿Probablemente? –él la siguió–. ¿Eso es todo lo que tienes que decir? Emmeline volvió a encogerse de hombros. –¿Qué quieres de mí? ¿Una disculpa? Muy bien. Me disculpo. Makin estaba atónito por aquella indiferencia. De pronto ella parecía la personificación de la calma y el control. ¿Cómo era posible? –¿Cuándo te cambiaste por mi ayudante personal? –El domingo pasado. El día veintidós – ella se acercó al armario empotrado, sacó un montón de ropa y la llevó a la cama. Estaba haciendo el equipaje. Al parecer, asumía que iba a ir a alguna parte. –Hace una semana de eso –él se apoyó en el umbral con los brazos cruzados. ¿Adónde creía que iba? ¿A Londres? ¿En su avión? ¿A su costa? Fascinante. Emmeline asintió y salió del armario con media docena de pares de zapatos de tacón. Makin la observó colocarlos en orden al lado de las otras prendas. –¿Y cuánto tiempo pensabas dejar a mi secretaria en Raguva? Emmeline alzó la vista de los zapatos e hizo una mueca. –No lo sé –confesó. Se sentó en el borde de la cama, al lado de la ropa y los zapatos–. Todavía no había pensado en eso. Makin la miró de arriba abajo. –Increíble –musitó. Ella no contestó. Makin se acercó. –Pero ¿quién te crees que eres? ¿Cómo has podido colocar a mi ayudante en esa posición? ¿Sabes lo que le ha costado eso? Ella siguió sin decir nada. –Su trabajo –él estaba furioso y Emmeline parecía remota, distante, como si estuviera por encima de todo–. Está despedida, así que felicítate por ello. Emmeline alzó la vista. –Pero dejaste claro que no había ninguna como ella. –No la había. Pero tú cambiaste eso cuando le pediste que trasladara su lealtad de mí a ti. –Eso no es cierto –Emmeline se inclinó hacia delante–. Ella te sigue siendo muy leal. Le encanta trabajar para ti. Por fin veía Makin alguna reacción. Alguna emoción. Pero era demasiado poco y demasiado tarde para los dos. Se encogió de hombros con indiferencia.
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–Es toda tuya. Ahora puede trabajar para ti. –Por favor, no hagas eso. Por favor. A Hannah le encanta su trabajo. –Pues podía haber pensado en eso antes de irse a Raguva a hacerse pasar por ti –se acercó a la puerta, pero se volvió antes de salir–. Y no sé por qué haces el equipaje. No sé adónde crees que vas ni cómo vas a llegar allí. Porque estás en mi desierto, en mi mundo, y estás atrapada aquí conmigo. Salió del apartamento sintiéndose más furioso que al llegar. Habría consecuencias. Y a ella no le gustarían.
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Capítulo 8. A Emmeline le temblaban las piernas cuando cerró la puerta detrás de Makin. Le temblaban de miedo. Aunque también se alegraba de que la verdad hubiera salido a la luz. Odiaba mentirle y fingir que era su perfecta Hannah. Ahora ya no tenía que seguir mintiendo. Él podía decir lo que quisiera de ella, podía ridiculizarla y despreciarla, pero ya no le daría el poder de hacerle daño. Salió al jardín y paseó por el patio con su aroma a rosas y con el sol calentándole la piel. Aquel lugar podía parecer un paraíso, pero Kasbah Raha era una hermosa jaula de oro más. Otro edificio lujoso y seguro donde estaba confinada. Atrapada. Y Makin era un hombre poderoso más que creía que podía amedrentarla y controlarla. Pero ya estaba harta de ser manipulada y controlada. Había llegado el momento de crecer, de abrir los ojos y usar el cerebro. Ella también tenía cerebro y a los veinticinco años ya era hora de que se hiciera cargo de su vida y tomara decisiones para el futuro. Un futuro con su hijo. Un hijo que en ese momento era lo más importante del mundo. –Pareces un tigre en el zoo. La voz de Makin la sobresaltó. Se volvió y lo vio en el umbral. –Ya no hay intimidad –comentó. Él se encogió de hombros. –No me has abierto la puerta. –Y por eso has entrado solo. ¿Has olvidado algo o se te ha ocurrido otro modo de humillarme? –Eso lo haces muy bien tú sola –él señaló un banco a la sombra–. Pero tengo noticias. Siéntate. –Prefiero estar de pie. –Estás embarazada de siete semanas; yo prefiero que te sientes. Su tono evidenciaba que esperaba que obedeciera. Pero olvidaba que no tenía poder sobre ella. –Tal vez, pero recuerda que yo no soy Hannah. –Lo recuerdo. Siéntate. Hay algo que tengo que decirte y no es fácil.
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A Emmeline le temblaron las rodillas. –¿Alejandro? –susurró. –Sí. Ella se llevó una mano al vientre y se sentó en el banco. –Lo siento –musitó él. A ella le dio un vuelco el corazón. –¿Qué ha pasado? –preguntó. –Entró en parada cardiaca hace un par de horas y no han podido reanimarlo. –Ha muerto –musitó ella. –Sí. Emmeline cerró los ojos, asaltada por sentimientos diferentes. Sorpresa, dolor... Pero la pena no era por ella ni por Alejandro, sino por los cinco hijos de él, cuyas vidas cambiarían para siempre. –¿Te sientes mareada? –preguntó Makin. Ella abrió los ojos. –No. –Debe de ser un gran golpe para ti. –Sí. –Lo siento. Emmeline se apartó un mechón de pelo de la cara. –A ti no te caía bien. –Era padre. Emmeline asintió. –Yo también lo siento por sus hijos –respondió; se dio cuenta de que su hijo jamás podría conocer a su padre–. Me pregunto si lo sabrán ya. Si lo sabrá su esposa. –¿Eso no es algo hipócrita? –¿El qué? –Fingir que te importa su familia. –¿Y por qué no iba a importarme? –Perseguiste a Ibáñez, te acostaste con él. –Yo no sabía que estaba casado hasta que me lo dijiste tú; y no lo perseguí, me persiguió él. –¿Y eso hace que esté bien acostarse con un hombre casado? –¡No! ¡Cielos, no! Estoy horrorizada, disgustada. Fue un gran error.
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–¿Y tu compromiso? ¿Eso tampoco lo sabías? Emmeline tragó el nudo que tenía en la garganta. No tenía nada de sorprendente que Makin disfrutara ridiculizándola. Sonaba patética. Estúpida. –Sí. –Eso es un alivio. No me gustaría pensar que lo sabía todo el mundo menos tú. Ella se ruborizó. –Me persiguió él, no al revés. Algunos días me llamaba o ponía mensajes sin cesar, y eso se prolongó durante años. –¿Estás diciendo que es normal ser infiel? –No. Pero yo no estaba casada con Zale todavía y confiaba en casarme por amor, no por dinero. Mis padres sabían que no quería un matrimonio de conveniencia. Quería un matrimonio por amor y pensé que, dado que Alejandro me amaba, podríamos tener eso. –Si no querías casarte con Zale, ¿por qué no lo dijiste? ¿Por qué aceptaste el compromiso? Makin Al-Koury era un hombre poderoso y sabía mucho de política y de economía, pero no lo sabía todo. No sabía lo que era ser una joven protegida, sin vocación aparente, con pocas habilidades prácticas y una falta absoluta de experiencia del mundo real. Su único objetivo y poder estaba en su habilidad para casarse. –Porque no tuve elección. –¿Te forzaron al compromiso? Emmeline se encogió de hombros. –Hay muchas formas de presionar, no siempre es cuestión de fuerza física. A las mujeres se las puede intimidar psicológicamente, emocionalmente... –movió la cabeza–. Pero la verdad es que yo sabía desde niña que mis padres elegirían a mi esposo. Ya se encargaron ellos de que conociera mi deber desde siempre. –Pues parece ser que no. Porque todo el mundo menos el rey Patek sabe que has tonteado durante años con Ibáñez. Ella se ruborizó. –Eso no es cierto. –¿No estás embarazada? –Sí. Me acosté con él. Pero fue solo una vez y era... mi primera vez –a ella le tembló la voz–. Era virgen hasta entonces. Makin hizo una mueca de desprecio. –Cree lo que quieras –dijo Emmeline–. No tengo que responder ante ti ni impresionarte ni intentar caerte bien. Tú y yo jamás pensaremos lo mismo... – se interrumpió, horrorizada al descubrir que estaba a punto de llorar. Hubo un silencio. Emmeline tragó saliva y alzó la barbilla. No se dejaría acobardar por el modo en que la juzgaba él. Otros la juzgarían igual, incluidos
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sus padres, y eso le dolería pero no la mataría. Con el tiempo había aprendido a que no le afectara la desaprobación. –Sé que no tienes una gran opinión de mí –dijo–. Pero seré una buena madre. Haré lo mejor para mi hijo, empezando por ver a un doctor en cuanto vuelva a Europa. –Entonces no perdamos más tiempo y sube a un avión para Brabant. –No voy a Brabant, voy a Londres. –¿No vuelves a Brabant? –No. Jamás. –Pero es tu casa, tu país. –Ya no. –No puedes cambiar tu derecho de nacimiento. Desciendes de una de las Familias Reales más antiguas de Europa. Tus lazos de sangre te atan a tu país. –Encontraré otro país al que llamar casa. Muchas princesas lo hacen. –Brabant sigue siendo una monarquía constitucional y, hasta donde yo sé eres la legítima heredera del trono. ¿Por qué vas a renunciar a eso? –Porque no soy la verdadera heredera –dijo ella con voz ronca. –Eso es ridículo. –Pero cierto. Y por eso no volveré a casa ni pediré perdón o misericordia. No tengo que decirles nada a mis padres. Tengo veinticinco años, soy mayor de edad y tengo acceso al fondo de dinero que me dejó mi abuelo. Si no lo malgasto, será más que suficiente para vivir. –¿Y tu hijo? Si te alejas de tu familia, jamás lo aceptarán. –No lo aceptarán de todos modos. –Si te vas a esconder en la campiña inglesa, desde luego que no. –No me esconderé. Viviré con discreción y espero que me dejen criar a mi hijo en la más estricta intimidad. –¿Esperas? –él apretó los labios–. ¿Ese es tu gran plan? Buena suerte, la vas a necesitar. Makin se volvió para marcharse. Emmeline respiró con fuerza, como si la hubiera abofeteado. –Puede que yo huya, pero a ti se te da muy bien alejarte –le gritó con los puños apretados y la voz vibrante de sentimiento. –¿Qué? –Puedes hacerlo porque tienes poder –continuó cuando él se volvió–. La mayoría no podemos; tenemos que quedarnos donde estamos y encajar lo
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que nos echen. Pero tú no. Eres uno de los hombres más ricos del mundo y todos quieren tu aprobación o tu protección. Debe de ser una buena sensación. Él echó a andar hacia ella. –¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? Eres una invitada en mi casa. Dependes de mí. –Yo no lo he pedido. –No, me has impuesto tu presencia haciéndote pasar por mi ayudante. –Entonces deja que me vaya. –Me encantaría. Emmeline se encogió, herida. ¿Pero por qué le importaba lo que pensara él? Tragó saliva y caminó hacia la casa. –Genial. Pues ya somos dos. Si tienes un chófer, dile que me lleve al aeródromo y saldré de aquí inmediatamente. –¿Con qué avión? Ella se detuvo. –Con el que pensabas enviar a Hannah. –Oh, con mi avión. Pero eso era para Hannah. Tú puedes enviar a buscar el tuyo. –Ya no tengo avión. –Pues tendrás que pedirles ayuda a tus padres. Emmeline apretó los dientes. –A eso me refería al decir que te encanta tu poder. Quieres que el mundo piense que eres una persona buena y preocupada. Planeas conferencias, promocionas eventos y financias investigaciones, pero solo lo haces para demostrar que eres superior. –Alguien debería enseñarte modales. –No serás tú. No tienes ninguno. –Quizá debería dejarte en la autopista del desierto a ver si pasa algún beduino y te lleva a casa. –¡Qué caballero! –¿Y por qué voy a ser un caballero? Tú no eres una dama. –Ahora te diviertes, ¿verdad? En los ojos plateados de Makin brilló una luz caliente. –No. En absoluto. Ayúdame a entender qué es lo que quieres de mí. ¿Quieres lástima? ¿Comprensión? ¡Pobre Emmeline, pobre princesita, qué mal la han tratado! –¡Vete al infierno! Emmeline pasó a su lado y entró en la sala. Él era
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increíblemente machista. Tan arrogante que le costaba creer que fuera el mismo hombre que la había besado la noche anterior. –¿Adónde vas? –preguntó él. –A terminar de hacer el equipaje. Tus beduinos parecen una opción maravillosa comparados contigo.
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Capítulo 9. Cuando Makin Al-Koury decidía actuar, lo hacía con rapidez. Y esa vez lo había hecho con tal rapidez que a Emmeline todavía le daba vueltas la cabeza. No podía creer que estuviera sentada en su avión solo media hora después de que le hubiera dicho lo de los beduinos. Desgraciadamente, no se dirigía a Londres, sino a Brabant, y la acompañaba el jeque Makin Al-Koury, que había decidido que tenía que escoltarla hasta allí y dejarla al cuidado de sus padres. Todo un príncipe. –¿Necesitas algo? –preguntó él, cuando el avión se disponía a despegar. –¿No llegan tus invitados esta tarde? –Sí. –Tú no estarás. Creía que esa conferencia era muy importante para ti. –Lo es. –¿Y no deberías estar aquí para recibirlos en lugar de llevarme a mí a un lugar al que no quiero ir? –Me ha parecido prudente sacarte de Raha antes de que lleguen mis invitados. Emmeline asintió. No se fiaba de ella. Creía que causaba problemas a dondequiera que fuera. «Deja que piense lo que quiera», se dijo. «No importa. Él no importa». –No soy peligrosa –dijo con voz ronca, incapaz de contenerse ni de ocultar que estaba dolida–. No te habría avergonzado. –No podía correr ese riesgo. –Pero no estarás para recibir a tus invitados. –Mi amigo el sultán Nuri de Baraka hará los honores. Emmeline conocía a Nuri, los había visto a él y a su esposa, la princesa Nicolette Ducasse, en distintos lugares a lo largo de los años. Eran una pareja muy atractiva y parecían muy felices. –¿Sabe por qué no estás allí, que te sientes obligado a entregarme personalmente al verdugo? –Eres muy melodramática. –Y tú muy crítico. Pero me han criticado toda mi vida. Estoy acostumbrada. –¿Quién te critica? –Mis padres, en particular mi madre. –¿Cuál es su queja? –Tiene muchas –Emmeline arrugó la nariz–. Pero la principal es que soy demasiado sentimental. –¿En qué sentido? Ella fue contando las quejas de su madre con los dedos.
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–Soy muy sensible. Hablo deprisa. Me pongo nerviosa. Lloro por cualquier cosa. –¿Lloras por cualquier cosa? –Depende de la cosa. Makin sonrió. Aquella Emmeline le gustaba más. Resultaba poco pretenciosa y directa. –¿Tu madre y tú siempre habéis tenido una relación tensa? –Desde la cuna. –¿Por qué? –¡Ojalá lo supiera! Ella arrugó la frente. Se había puesto vaqueros y un blusón blanco para el viaje y, con el pelo suelto y sin maquillaje, parecía más joven e inocente. –Yo era bastante sentimental de niño –dijo Makin con brusquedad–. Sensible. Nunca olvidaré a mi madre hablándome cuando tenía ocho o nueve años para decirme que ya era mayor y no debía llorar. –¿Recuerdas por qué llorabas? –Mi padre se había caído de la silla de ruedas y estaba asustado. –Pero eso debió de ser terrorífico. –Tuve que ver cosas peores. –Parece que tuviste que crecer deprisa. Él se encogió de hombros. –Mi madre me necesitaba. Era importante ser fuerte por ella, y por mi padre – se dio cuenta de que la conversación se había vuelto muy personal y cambió de tema–. Nunca te había visto con vaqueros. –Son de Hannah. Estaban en su armario. Yo nunca he tenido unos así. No son de diseño, son los auténticos. Usados, suaves. –Hannah se crio con su padre en un rancho de Texas. Creció montando y ayudando a enlazar terneras. –Una vida muy distinta a la mía. –No te imagino en un rancho. –Yo tampoco, pero sí monto. Antes competía. –¿Saltos? –Sí, era bastante buena. A los veinte años entré en el Equipo Ecuestre Olímpico de Brabant. –¿Participaste en los Juegos Olímpicos? –Bueno, llegué allí, pero me caí en la primera carrera. Fue una mala caída; pasé casi veinticuatro horas sin sentir nada del pecho para abajo. Gracias a Dios eso se pasó, pero no pude volver a competir. –¿Cuántos años hace de eso? –Cinco –ella se miró el estómago–. Así conocí a Alejandro. Estaba presente cuando me caí y fue al hospital a preguntar por mí.
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Las enfermeras no lo dejaban entrar; él les dijo que era mi prometido y lo dejaron –hizo una pausa–. Así empezaron los rumores entre él y yo. Pero no estábamos enrollados. No hubo nada entre nosotros hasta marzo. –Pero os han visto juntos muchas veces a lo largo de los años. –Porque él me buscaba. Nunca al contrario. Él no era mi tipo. Sé que no me crees, pero me esforcé mucho por rechazarlo. Aunque, cuanto más intentaba apartarlo, más decidido estaba él a ganar. Makin sí podía creer aquello. Ella era muy hermosa; poseía una cualidad rara y luminosa, como si hubiera una luz interior que la hiciera brillar. –A los hombres les gusta la caza –dijo. –Eso he aprendido –ella intentó sonreír, pero la sonrisa no llegó a sus ojos–. No me amaba. Ni siquiera me deseaba. Solo quería apuntarse un tanto –lo miró a los ojos y sonrió con burla–. Y lo consiguió. Ahora él ha muerto, yo estoy embarazada y nada volverá a ser lo mismo, ¿no? Makin sintió tanta emoción que casi se quedó sin aliento. Ella había pasado una temporada difícil y eso no iba a mejorar pronto. Entonces supo que necesitaba un amigo, alguien que estuviera a su lado. –Tienes razón, no lo serán. –Estoy asustada. Él volvió a emocionarse. La princesa glamurosa y resplandeciente que pasaba por la vida sin conocer los problemas de los mortales corrientes había desaparecido. Parecía joven y muy vulnerable. –Puedes abortar. Nadie se enteraría. –Yo sí. –Sería lo mejor para ti. –¡Pero no para el bebé! –ella se sonrojó–. Y sé que no te gusta Alejandro... –Esto no tiene nada que ver con él –la interrumpió Makin–. Y yo no suelo defender el aborto, pero creo que ahora tienes que ser pragmática y sopesar tus opciones. Eres la princesa Emmeline d’Arcy y el mundo espera más de ti. –Tal vez, pero no puedo abortar. Quiero a ese niño y estoy dispuesta a hacer todos los sacrificios posibles para que tenga la mejor vida que yo pueda darle. Makin la miró a los ojos, dividido entre la admiración y la preocupación, consciente de que el camino que tenía por delante no sería fácil. Pero la vida no era cuestión de tomar decisiones fáciles, sino decisiones correctas, y si lo correcto para ella era tener el hijo, él la apoyaría al cien por cien. La vida era frágil, preciosa y llena de imprevistos, como él sabía bien.
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Había sabido desde la adolescencia que nunca podría tener hijos debido al gen que había heredado de su padre. Y a los veinte años, seis meses después de la muerte de su padre, se había hecho una vasectomía para asegurarse de que no dejaría embarazada a una amante por descuido o por accidente. Simplemente no podía correr el riesgo de pasar una enfermedad así a sus hijos. Ya había tenido bastante con ver sufrir a su padre. –Entonces tienes que ser fuerte –dijo–. Defiende esa convicción y no dejes que nadie te aparte de lo que crees que es lo correcto. Viajaron en silencio hasta que el piloto anunció que iban a iniciar el descenso. Emmeline miró por la ventanilla. –Seguimos volando encima del desierto. –Vamos a parar en Nadir a repostar. Solo estaremos quince o veinte minutos en tierra –miró el pelo de Emmeline, consciente de que no era su verdadero color–. ¿Tienes una peluquera personal? –Sí, está en Raguva con Hannah. –O sea que puede estar en cualquier parte –Makin vio que ella lo miraba–. Hannah ya no está en Raguva. Esta mañana ha abandonado el palacio y ya debería estar de camino a Dallas. –¿Entonces el rey Patek lo sabe? –Descubrió la verdad anoche. –Mis padres también deben saberlo. –Les he enviado recado de que teníamos que parar para repostar. No nos esperan hasta media tarde. –Será muy desagradable cuando lleguemos a Brabant. –Tienes que afrontar a tu familia antes o después. –Después me parece preferible. –Tal vez ahora sí, pero siempre es mejor afrontar los problemas de frente. Yo actúo lo antes posible. Te ahorras sufrimiento más adelante. –Por eso estamos ahora en el avión. Mejor llevarme a casa rápidamente que retrasarlo y arriesgarte a tener más problemas. –Exactamente –asintió él–. Mi padre me enseñó a no enterrar la cabeza en la arena. Si haces eso, la gente piensa que estás avergonzado o tienes algo que ocultar. –Yo estoy avergonzada. No estoy orgullosa de ser madre soltera. –Como tú has dicho, cometiste un error. –Un error muy estúpido. Makin sintió una opresión en el pecho y se alegró de acompañarla aunque solo fuera como apoyo moral.
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–Lo hecho, hecho está –dijo–. No puedes volver atrás, solo puedes ir hacia delante. –Sí. –Pero no creo que debas ir a casa teñida de morena –dijo–. Conozco a alguien que te puede ayudar. Vendrá al aeropuerto y subirá al avión mientras repostamos. Emmeline se tocó el pelo. –¿Seguro que vendrá? ¿Es tu estilista? –No, la de Madeline. –¿Madeline? –Mi... amante. Emmeline frunció el ceño. –¿Y a Madeline no le importará que su estilista me arregle el pelo? –No lo sé – él se encogió de hombros–. Rita es una experta y te hará recuperar tu color natural antes de que lleguemos a Brabant. Una hora después, volvían a estar en el aire tras haber repostado en Nadir. Rita, la estilista, había llevado consigo todo lo necesario. Enseguida mezcló el color y lo aplicó en el cabello de Emmeline. Esta estaba hora sentada hojeando una revista mientras esperaba a que subiera el color, cuando llamaron a la puerta y Makin la abrió una rendija. –¿Estás visible? –Sí. –Pareces una alienígena –musitó él, observando el papel de aluminio y la pasta de color morado–. ¿Dónde está Rita? –En la cocina aclarando los boles y los pinceles –Emmeline dejó la revista–. Es muy buena. Sabe lo que hace. –Trabajó en un salón de París antes de que la contratara Madeline. –¿Siempre has tenido una amante? –preguntó ella. Makin parpadeó. –¿Qué clase de pregunta es esa? –Siento curiosidad. Y tú me has hecho muchas preguntas personales. No sé por qué no debería yo hacer lo mismo. –No he dicho que no puedas. –Bien. ¿Por qué una amante en lugar de una novia? Él vaciló un momento. –Por comodidad. –¿Para ti? –Sí. –¿Y qué saca ella? –Confort. Seguridad. –¿Seguridad económica? –Sí. –Porque seguridad emocional no. –Yo no diría eso.
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–Porque tú tienes todo el control. Es una relación en tus propios términos. La ves cuando quieres y ella tiene que estar disponible cuando llames. Lo cual, por cierto, es horrible. –Madeline no es desgraciada. –¿Cómo lo sabes? –Porque no se ha quejado. –Puede que le dé miedo quejarse. –Madeline no me tiene miedo. –Pero no se sentirá muy segura... No tiene una relación contigo. ¿La quieres? –Eso no es asunto tuyo. –¿Piensas casarte con ella? –Eso tampoco. –Pero hace tres años que es tu amante. –Eso te lo ha dicho Rita, ¿verdad? –No la culpes. Yo pregunto mucho. –Eso me lo creo –comentó él con sequedad. Emmeline se sonrojó. –Yo odiaría ser la amante de alguien. Odiaría tener que pasarme la vida esperando a que alguien me llamara o viniera a verme. –Madeline tiene amigos en Nadir y una vida social ajetreada. –Yo preferiría ser pobre y que alguien me quisiera a tener mucho dinero y no tener amor. –Tú puedes decir eso porque llevas ropa de alta costura y te invitan a las fiestas más exclusivas. –Pero yo preferiría gustar a alguien por mí misma y no tener tantas cosas. Makin sonrió de pronto y movió la cabeza. –Eres como un perro con un hueso. No vas a dejar el tema, ¿verdad? Ella lo miró un momento y sonrió con renuencia. –Lo siento. Creo que me he dejado llevar un poco. –Admiro tus fuertes convicciones. La sonrisa de Emmeline se hizo más amplia. –¿Sabes?, no eres tan malo. Tienes algunas cosas buenas. –Hace unas horas decías que era un maníaco del poder. Emmeline se sonrojó. No supo si reír o llorar. –No lo he olvidado. Ni tampoco que no somos amigos. Y que no nos caemos bien. Él sonrió.
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–Eres incorregible. No creo que nadie pueda controlarte. –Muchos lo han intentado. Makin la miró a los ojos. –No puedes mudarte a Inglaterra. Serías infeliz. Vivirías en una pecera. No podrías ir a ninguna parte sin que te siguieran una docena de paparazzi. –En el campo sí. –No. En cuanto la prensa rosa se entere de que estás embarazada y soltera, jamás te dejarán en paz. –Pero no puedo quedarme en Brabant encerrada en el palacio bajo el dominio de mis padres. No es sano. –¿No tienes casa propia en Brabant? Mis abuelos me dejaron una propiedad en el norte. Es bonita, un castillo pequeño con un jardín maravilloso. Pero mis padres dicen que, entre empleados y personal de seguridad, me resultaría muy caro vivir allí. –¿No has dicho que tienes dinero propio? –Sí, pero no tanto como para mantener un castillo habitado. Y nuestro pueblo no necesita que sea una carga. –Creo que a tus ciudadanos no les importaría. Te quieren. Emmeline pensó en las multitudes que se congregaban cuando hacía una aparición pública. –Y yo a ellos. Siempre han sido muy buenos conmigo. Pero ahora estoy embarazada y los avergonzaría. Yo tenía que ser su princesa perfecta, la sustituta de mi tía Jacqueline, que murió antes de nacer yo y todavía la lloran. –Era bellísima. –Y muy joven. Murió con veinte años. –Pero ahora tú creas una nueva vida –dijo él con firmeza–. Un bebé de la realeza para que tus ciudadanos lo adoren. Emmeline tragó saliva. –Pero yo no soy de la realeza. –¿Qué? Ella asintió. –Y Alejandro es plebeyo, así que el niño no tendrá título ni estará en la línea de sucesión –se le quebró la voz–. Por eso tenía que casarme con el rey Patek. Tenía que casarme con alguien que tuviera sangre azul de verdad. Pero ahora no puedo casarme con ningún príncipe y, por lo tanto, ya no estoy en la línea de sucesión, ni mi hijo tampoco. –Pero no comprendo. Tú eres hija del rey William y la reina Claire.
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–Hija adoptiva –Emmeline lo miró a los ojos–. Me adoptaron a los seis días de nacer. Al parecer, soy bastarda, algo que todavía avergüenza terriblemente a mi madre adoptiva incluso ahora. Makin la miró atónito. –¿Sabes algo de tus padres biológicos? –Solo que mi madre era una plebeya de Brabant. Joven, embarazada y soltera. –¿Y tu padre? –Nadie sabe nada de él. –¿No puedes averiguarlo? Emmeline negó con la cabeza. –No fue una adopción abierta. Mi madre biológica no sabía quién me iba a adoptar y mis padres son muy reservados. Yo no sabía que era adoptada hasta que cumplí los dieciséis años –hizo una pausa–. Mi padre me lo contó justo antes de mi gran fiesta. Makin achicó los ojos. –¿El mismo día del cumpleaños? Ella se encogió de hombros. –Ya sé que parece infantil, pero me quedé destrozada. No tenía ni idea y de pronto mi padre me dice que soy ilegítima, una bastarda nacida del pecado – frunció los labios–. Allí estaba yo, con mi hermoso vestido de fiesta y mis primeros zapatos de tacón, sintiéndome tan mayor y tan contenta. Y de pronto mi padre me lleva a un lado y me lo suelta todo. Creo que no era su intención herirme tanto como lo hizo. Pero ¿llamarme bastarda? ¿Decirle a su única hija que era producto del pecado? Sonrió con tristeza. –Me desmoroné. Me pasé la noche llorando. Una bobada, lo sé. –Habría sido terrible para cualquiera. –Tal vez –Emmeline guardó silencio un momento–. Así que ya ves. Comprendo el estigma y la vergüenza de ser ilegítima. Sé lo que es que te juzguen y te rechacen. Pero quiero a mi hijo. Él o ella no es un error y haré todo lo necesario para procurar que tenga la mejor vida posible.
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Capítulo 10. Emmeline estaba sentada mientras Rita le secaba el pelo. Makin, entretanto, estaba en la cabina principal repasando mentalmente la conversación con ella. La princesa no era como él creía. No era superficial, solo un poco naif. ¿Pero se podía odiar a alguien por carecer de experiencia? Ahora entendía que en marzo hubiera sucumbido al pánico y se hubiera vuelto hacia Alejandro con desesperación, porque quería que la amara alguien y sabía que su futuro esposo no la amaba. Había sido un gran error de juicio, pero no era una mala persona. Makin deseó no haber precipitado aquel viaje a Brabant. Pero ya era tarde para dar media vuelta. Solo le quedaba ofrecerle su apoyo y hacerle ver que no estaba sola. Una hora después estaban en la limusina que los llevaba al palacio. Antes de aterrizar, Emmeline se había puesto una falda de tubo negra y una blusa de satén también negra, así como collar y pendientes de perlas, y se había recogido el pelo en un moño elegante en la parte de atrás de la cabeza. Estaba muy nerviosa, pero procuraba disimularlo. –Por lo que pueda servir, yo no defiendo los matrimonios acordados –dijo él–. Son populares en mi cultura, pero no son para mí. Ella lo miró sorprendida. –¿Tus padres no intentaron concertarte un compromiso? –No. Ellos se casaron por amor y querían lo mismo para mí. –¿Viven todavía? –No. Mi padre murió cuando yo tenía veinte años y mi madre un año después –vaciló–. La muerte de mi padre la esperábamos; llevaba mucho tiempo enfermo. Pero mi madre era joven... solo cuarenta y un años. Fue un gran trauma. No estaba preparado para perderla. –¿Un accidente? –preguntó ella. –Infarto –él arrugó la frente–. Personalmente creo que fue la pena. No quería vivir sin mi padre. Emmeline lo miró. Empezaba a entender que aquel hombre tenía profundidades ocultas. Su frío exterior escondía una naturaleza apasionada. –¿Fueron felices juntos? –Mucho. Tenían una relación extraordinaria y se quisieron desde el primer día hasta el último. Fui afortunado al tener unos padres que se querían tanto y al formar parte de ese círculo de amor. Eso me convirtió en la persona que soy.
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–¿Y por qué no te has casado? Él se encogió de hombros. –No he encontrado a la persona apropiada. –¿Y cómo tendría que ser ella? –No lo sé. No la he conocido todavía. Pero te lo diré en cuanto la conozca. Emmeline rio y a él le gustó su risa. Era alegre... pícara... y hacía que pareciera más joven y más feliz. Miró sus labios y de pronto deseó tocarla. –Tengo un plan –declaró con firmeza; no podía permitir que ella lo afectara tanto. Tenía un plan, una visión. Había jurado hacer algo importante con su vida y lo haría. Pero para eso no debía dejarse distraer. –Ya no falta mucho –comentó ella, seria de nuevo. El vehículo salía de la autopista a una calle tranquila y ella miraba los edificios que pasaban, pero su expresión era serena y sus ojos azules permanecían claros y tranquilos. Cualquiera que no la conociera podría pensar que se dirigía a un desfile de moda y no a un encuentro difícil con sus padres. Y Makin comprendió que él no la había conocido antes. Había visto el exterior, a la joven increíblemente hermosa, su estilo, su expresión plácida... y había imaginado que pasaba por la vida sin dejarse marcar por ella, indiferente a la fragilidad humana. Se había equivocado. Ella no era estirada, melodramática y petulante. Era sentimental, pero también lista, cálida y con un punto travieso. –Me parece que debiste de ser terrible de niña –comentó. Ella arrugó la nariz. –Debí de serlo, porque hasta los trece años, creía que mi nombre era Emmeline-ven-aquí-te-la-vas-a-cargar. Makin rio con suavidad, aunque el pecho le dolió de pronto. Ella era divertida y dulce. Y encantadora. Y él no sabía por qué no se había dado cuenta antes. –Me alegro de haber tenido ocasión de pasar estos últimos días contigo – musitó–. En el fondo eres bastante agradable. Ella soltó una risita. –Cuidado. No seas tan bueno. Podría pensar que somos amigos. Makin pensó que a ella probablemente le vendría bien un amigo.
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–Dime. ¿Qué pasará cuando lleguemos a tu casa? –No será agradable. Dirán cosas muy duras, en especial mi madre. –¿Tiene mal genio? –Sí. Puede ser... ofensiva. –Recuerda que son solo palabras. –Sí –asintió ella. Sonrió–. Estaré bien. Aquella sonrisa casi pudo con él. Apartó la vista hacia la ventanilla. Fuera llovía y las nubes volvían la tarde oscura y sombría. –Ahora parece terrible –comentó–, pero esto pasará. De hecho, mañana a estas horas podrías tener un montón de problemas nuevos. –¡Oh!, espero que no –ella se echó a reír, delante ya de las puertas del palacio–. Creo que ya tengo bastante. A Emmeline le pareció que entrar en el salón del palacio, donde esperaban sus padres, era como entrar en un campo de minas. Su madre explotó antes de que la joven terminara de cruzar la puerta. –¿En qué estabas pensando? –la reina Claire d’Arcy se puso en pie al instante–. ¿O lo has hecho para humillarnos? –Por supuesto que no – respondió Emmeline con firmeza. Siguió andando hacia ellos. Sabía que Makin iba detrás, pero en aquel momento esa era la menor de sus preocupaciones–. Yo jamás querría humillaros. –Pues lo has hecho. Zale Patek no ha dado razones específicas para romper el compromiso, solo que le preocupa vuestra falta de compatibilidad. Compatibilidad –repitió la reina con amargura–. ¿Qué significa eso? –Zale quería ser amable. La culpa es mía. –¿Por qué no me sorprende? –Siento haberos decepcionado. –¿Y cuándo no? –E intentaré compensaros. –Muy bien. Al menos estamos de acuerdo en algo. Volverás a Raguva inmediatamente y suplicarás a Su Majestad que te perdone. Haz lo que sea preciso, pero no vuelvas sin su anillo en el dedo. –No puedo. –Eso no es una opción. Es tu deber casarte con él y darle un heredero. –No puedo, madre. Ya estoy embarazada. Se hizo un silencio. Su madre se hundió en su sillón al lado del de su padre. –Por favor, dime que he oído mal –susurró. –¡Ojalá pudiera! –la voz de Emmeline le sonó débil incluso a ella misma. –Y por supuesto, Zale Patek no es el padre.
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–No. –¡Zorra! Emmeline oyó que Makin respiraba con fuerza, pero ella no se inmutó. Esperaba aquello. Sabía que no iba a ser agradable y no lo era. –¿Cómo te atreves? –gritó Claire–. ¡Desagradecida! ¿Cómo te atreves a arrojarnos a la cara todo lo que hemos hecho por ti? Emmeline sintió que Makin se colocaba a su lado. –Lo siento –musitó. –¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Nos deshonras a todos y lo sientes? Emmeline alzó la barbilla, decidida a conservar la calma y a permanecer fuerte. Las lágrimas no servirían de nada. –Sí. Y aunque esto es lo último que quería que pasara, asumiré la responsabilidad. –¿Y puedo preguntar quién es el padre o es un secreto? Emmeline abrió los labios, pero Makin se adelantó. –Soy yo –dijo con voz firme. Emmeline se volvió hacia él con la boca abierta, pero Makin no la miró. Miraba a su madre con una mueca en los labios. –Soy yo –repitió con fiereza–. Y me gustaría un poco de respeto, por favor. Emmeline tendió la mano hacia él. –¿Qué haces? Makin le apretó los dedos. –Arreglar esto –gruñó. –Esto no lo arreglará, confía en mí. –No, es hora de que confíes tú en mí –él sonrió en dirección a los padres de ella, salió con Emmeline por la puerta y la cerró tras ellos. A Emmeline le temblaban las piernas en el pasillo. –¿Sabes lo que acabas de hacer? –preguntó, sujetándose con fuerza al brazo de él. –Sí –Makin la miró con el ceño fruncido–. Estás mareada, ¿verdad? –Un poco. Él lanzó un juramento y la tomó en brazos. –No tendría que haberte traído aquí. –Pero lo has hecho. Vamos, bájame. Estaré bien en un momento. Él no le hizo caso. Salió con ella al vestíbulo y empezó a subir las escaleras de dos en dos. –Makin, por favor. Puedo andar.
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–No voy a consentir que te desmayes y os hagáis daño el bebé o tú – respondió él–. ¿Tu habitación está por aquí? –En el segundo piso, sí. Pero no me desmayaré. –Mejor –él cambió el peso de ella de brazo cuando llegaron a la parte superior de las escaleras–. ¿Izquierda o derecha? Emmeline miró por encima del hombro de él. –Derecha, pero puedo andar. –Fantástico. ¿Qué habitación? –Esa –señaló una puerta cerrada–. Y no hacía falta que dijeras que eres el padre. Pensaba decir la verdad. –¿La verdad? –repitió él. –Sí. Eso fue lo que tú me dijiste. –Hasta que he visto a tu madre en acción y he pensado que era el diablo. –Makin. –Lo sigo creyendo –él cruzó el dormitorio con el mismo paso rápido que llevaba–. No me extraña que Alejandro te pareciera una opción atractiva. Tu madre es terrorífica. –A ti no te ha asustado. Él la apretó con fuerza. –No, pero me ha enfurecido. Emmeline respiró hondo. El cuerpo de Makin era duro y musculoso. Su fragancia a canela confundía los sentidos y sentía su corazón latir bajo el oído. Alejandro había sido frío en la cama, pero Makin probablemente no lo sería. Tampoco se mostraría despegado o indiferente. La idea de estar en la cama con él desnudo a su lado la encandilaba y asustaba a la vez. Era muy atractivo, pero también muy grande, muy fuerte... demasiado abrumador en todos los sentidos. La depositó en la cama y ella se acomodó en el centro e intentó despejar su mente. –Eres adulta, Emmeline. No les debes nada –dijo él, con los brazos cruzados. –Mi madre cree que sí. –Ya me he dado cuenta –él movió la cabeza con disgusto–. Por eso ha hablado. Quería un nombre y se lo he dado. –Pero eso solo lo empeorará todo. Ahora esperará que te ocupes del niño. –Lo haré. –No, no lo harás. Es mi responsabilidad, no la tuya.
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–¿Y qué quieres que haga? ¿Que te deje aquí con ellos? Emmeline apartó la vista. –Ella no habla en serio –musitó–. Suena peor de lo que es. Solo tiene mal genio. –Se ha pasado de la raya. –Sí, pero luego se calmará y se sentirá mal. Al final siempre se disculpa. –Eso no lo arregla. –Lo sé. Pero siempre ha sido así y yo no la voy a cambiar ahora. –¿Y qué quieres que haga? –Vuelve a Kadar y concéntrate en tu conferencia. Es importante para ti. –Pero tú también lo eres –la miró a los ojos–. No permitiré que te hagan más daño. –No lo harán. Ya ha pasado lo peor. Makin apretó la mandíbula y cerca de su oreja se movió un músculo. –¿Estás segura? Emmeline no quiso pensar en nada que no fuera dejarlo libre. Aquel lío no era culpa de él y no podía permitir que se mezclara en eso. –Sí –le tendió la mano–. Y espero que podamos ser amigos. Él le tomó la mano. –Amigos –repitió lentamente. Ella asintió. Forzó una sonrisa para ocultar la emoción. Lo echaría de menos. Había llegado a gustarle mucho. –¿Podemos seguir en contacto? ¿Escribirnos unas líneas de vez en cuando? – Me parece muy buena idea –contestó él.
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Capítulo 11. Cuando se marchó Makin, Emmeline permaneció en su habitación e incluso cenó allí, pues era incapaz de afrontar a nadie. Se quedó dormida echándolo de menos y se despertó pensando en él. Casi agradeció que la llamara su padre aunque solo fuera para dejar de pensar en Makin. Se abotonó una blusa de seda azul marino con dedos temblorosos. La llevaba a juego con una falda del mismo color y añadió un cinturón ancho de color chocolate a juego con los zapatos de tacón alto. Se recogió el pelo en una coleta y fue a la biblioteca con el estómago lleno de nudos. Makin debía de estar ya en Kadar, rodeado de su adorado desierto y su trabajo importante. Emmeline sintió un anhelo en el pecho, cerca del corazón. Llamó con firmeza a la puerta de la biblioteca y esperó a que el rey William le diera permiso para entrar. Cuando lo hizo, lo encontró sentado en su enorme escritorio buscando algo en el cajón central. –No tenía ni idea –murmuró–. Me gustaría que nos lo hubieras dicho. Eso habría hecho menos incómoda la escena en el salón –la miró–. Fue muy incómoda, especialmente con Al-Koury allí. Ella respiró hondo. –Sí, padre. –Al mismo tiempo, comprendo por qué no habías dicho nada. Entiendo que AlKoury quería hablar antes conmigo y agradezco la cortesía. Me alegra que sea un caballero y quisiera pedir tu mano como es debido. –¿Qué? –Aunque debería haber venido solo y haber pedido tu mano antes de viajar contigo. Es un poco incorrecto, estando tú prometida con Zale Patek. Y resultó violento, en especial para tu madre. Pero los dos sois humanos. Esas cosas ocurren. –Padre –dijo ella. Pero él no la escuchaba. Nunca lo hacía. –Para tu madre no es tan fácil. Sigue luchando por aceptar todo esto, pues es muy tradicional. Para ella no te quedas embarazada y después te casas. Es al contrario. Emmeline parpadeó. No entendía nada. El rey William alzó una mano.
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–Pero le prometí a Al-Koury que no te criticaríamos y no lo haremos. También le prometí que nos centraríamos en lo positivo, así que permíteme felicitarte. Al- Koury será un buen marido. Tú sabes que Patek me gusta, pero el jeque... Tiene mucho dinero. Cien mil millones, doscientos mil millones, quizá más. –¡Padre! –Tienes razón. No debería mencionar su riqueza. Pero es importante y él y yo negociaremos luego el contrato prematrimonial. Tenías un buen contrato con Zale Patek y negociaré otro igual de bueno con Al-Koury. –Padre, no comprendo. –No te preocupes por el contrato. Eso es entre él y yo. Y los abogados, claro. Los suyos vienen ya hacia aquí –la miró un momento y sonrió–. Tu madre no aprobaría que dijera esto, pero estoy orgulloso de ti. Has atrapado a uno de los hombres más ricos del mundo. No es un hombre fácil de complacer y es obvio que te quiere. Felicidades, querida. Lo has hecho muy bien. –¿Cuándo has hablado con él? –preguntó ella con voz estrangulada. –Anoche. Vino a verme cuando te retiraste a descansar. –Dijo que se iba a casa –susurró ella. –Le hemos dado la Suite Ducal. –¿Sigue aquí? –Por supuesto. Sonó el teléfono y su padre se apresuró a contestar. –Es una llamada importante –le dijo–. Nos vemos esta noche a las siete. Tomaremos una copa y habrá una cena de celebración. En el pasillo, Emmeline respiró hondo, intentando procesar lo que había dicho su padre. ¿En qué estaba pensando el jeque? Se dirigió a la Suite Ducal, pero Makin no contestó a su llamada. –El jeque está abajo, Alteza –dijo una doncella, desde la habitación de enfrente–. Está tomando café en la terraza. Emmeline le dio las gracias y se dirigió a la terraza, donde encontró a Makin desayunando al sol. –¿Qué has hecho? –preguntó con voz temblorosa. Esa mañana lo había echado de menos y quería verlo, pero no en esos términos. –Arreglar las cosas –respondió él con calma. –¡No! Las has empeorado. –¿Por qué? –Mi padre está en la biblioteca frotándose las manos pensando que va a conseguir parte de tu dinero, cosa que no ocurrirá puesto que no nos vamos a casar.
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–Yo le dije que sí. –Eso parece. Pero no me has preguntado a mí. –No, todavía no. Pero necesitas protección y casándote conmigo estarás protegida. –¡Qué arrogante! –Pero cierto. –No me casaré contigo. No quiero casarme contigo. –¿Por qué? Ella enarcó las cejas. –¿Necesitas razones? –Sí. Emmeline movió la cabeza incrédula. –Eres arrogante, controlador y mantienes amantes. –Ya he terminado mi relación con Madeline. –Estás loco. –No seas tonta. Es lo mejor para el bebé y lo sabes. –Pero no es lo mejor para mí. Si hubiera querido un matrimonio de conveniencia, me habría casado con Zale. Pero no lo quería y no necesito que mi padre y tú hagáis tratos en la biblioteca. –Eres muy melodramática. –Tal vez, pero tú sabes que no somos compatibles y solo has pedido mi mano porque mi madre estaba gritando. –Grita muy fuerte. –¿Lo ves? –Emmeline estaba al borde del llanto–. Has pedido mi mano porque odias las emociones excesivas. No estabas cómodo con los gritos y llantos y, para evitar sentirte impotente, asumiste el control del único modo que se te ocurrió. –No es verdad. No me sentía impotente. Sabía muy bien lo que hacía. –Lo has hecho por lástima –susurró ella–. Porque no podías soportar no hacer nada. Él la miró largo rato. –Lo he hecho porque podía y quería hacer algo. –¿Pero cómo me ayuda eso? –Porque lo cambia todo. Da a tu hijo un apellido y una familia. Al casarte conmigo, tu hijo será legítimo y tendrá seguridad y respeto. No le faltará de nada. –Excepto tu amor. –Eso no lo sabes.
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–Sí lo sé. Yo soy adoptada y me dieron todas las cosas materiales que pudieron, pero nunca fue suficiente. Nunca me sentí querida. Y yo no le haré eso a mi hijo. Emmeline se volvió sin esperar respuesta y corrió hasta el jardín. Siguió corriendo por el camino que llevaba a la rosaleda. Lo odiaba. ¿Cómo podía hacerle eso? Se sentía traicionada por Makin. Pero lo peor era que sabía que él tenía razón. Casarse con él lo cambiaría todo, garantizaría a su hijo una vida de lujo y protección. Tragó saliva, dividida entre el conocimiento de que Makin podía ofrecerle una buena vida a su hijo y el deseo de ser libre e independiente, consciente de que todo tenía un precio. La gente hablaría, podía ser cruel. Podía convertir la vida de su hijo en un infierno. Miró las rosas. Se sentía vacía e indigna de amor. –Yo no soy el rey William –dijo la voz de Makin detrás de ella–. Ni la reina Claire. Soy Makin Tahnoon Al-Koury y estoy aquí porque elijo estar aquí. Cuando oí a tu madre ayer me di cuenta de que necesitabas a alguien que creyera en ti, alguien que te protegiera. Yo puedo y lo haré. –¿Pero por qué? –Porque, ahora que te conozco, veo que hay muchas cosas que me gustan... –Pero no me quieres. Y no puedes fingirlo. Makin la miró a los ojos. –No tengo que amarte para desearte. Y te deseo. A ella se le aceleró el corazón. –Te refieres a... mi cuerpo. –Me refiero a ti. –Pero tú no me deseas. Él curvó los labios con una expresión oscura y peligrosa. –Pues sí. Se acercó a ella, bajó la cabeza y la besó en los labios. Fue un beso brusco y Emmeline se estremeció cuando la lengua de Makin le invadió la boca como si ella le perteneciera ya.
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Pero ella no era de nadie y luchó por soltarse. No pudo, él era demasiado fuerte. La invadió el pánico. No permitiría que comerciaran con ella. Furiosa, le mordió el labio. Él maldijo y alzó la cabeza. –¿A qué viene eso? Emmeline le dio un puñetazo en el brazo. –¡Tú no eres mi dueño! –Claro que no. Eres una mujer, no una propiedad. –¿Y por qué has hecho un trato con mi padre antes de hablar conmigo? Eres igual que él. No respetáis a las mujeres. –Eso no es cierto. Yo respetaba mi madre, la admiraba más que a ninguna otra persona que haya conocido. –¿Y qué la hacía tan admirable? –Era una mujer europea moderna casada con un jeque de Oriente Medio. Tuvo que lidiar con la enfermedad de mi padre. Fue para mí un ejemplo de fuerza y coraje. Y sobre todo, amaba a mi padre y me quería a mí. –Y eso la hace admirable. –Sí. Lo dijo con tal convicción y autoridad que Emmeline lo creyó. Y dejó de tener ganas de luchar. –Pero tú también trabajas mucho para lograr cosas –dijo. –Sí. Pero porque necesito muy pocas. Soy solvente en todos los sentidos, tengo buena salud, siempre me he sentido querido. Y por eso puedo permitirme centrarme en otros, lo que me permite dar algo a mi vez. –¿Y no hay nada que quieras tú? ¿Nada que necesites? –Yo no he dicho eso. Sí quiero algo. Te quiero a ti. Había tanta convicción en su voz, que Emmeline sintió una oleada de sorpresa y placer. –¿Pero por qué a mí? –preguntó. Makin guardó silencio un momento. La miró con intensidad. –Tú no tienes ni idea de lo que vales, ¿verdad? –Yo soy un costoso dolor de cabeza. Un problema constante que requiere atención –sonrió, pero sus ojos ardían. –Todo el mundo necesita atención. Y las princesas, en particular las princesas hermosas, tienen fama de ser costosas. Emmeline rio. Miró el labio de Makin. –¿Te he hecho daño? Él se lamió el interior del labio. –Solo un poco de sangre. Nada serio.
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–¿Te he hecho sangre? Perdona. –Estoy bien. Y me alegra que te enfades y luches. La vida no es fácil y uno no puede quedarse quieto cuando las cosas se ponen difíciles. –¿Eso es lo que le enseñarías al niño? –Sí. –¿Y si es niña? –Especialmente si es niña. La vida es difícil y llena de adversidades, pero es parte del juego y tienes que levantarte y seguir adelante. Emmeline guardó silencio un momento. –Casarme contigo es lo mejor para el bebé, pero no es fácil para mí. Tengo mucho orgullo, no me gusta depender de los demás y no quiero que otros arreglen mis errores o resuelvan mis problemas. No soy impotente ni estúpida. –Mejor. Porque yo no me casaría con una mujer que lo fuera. Emmeline lo miró con su orgullo luchando todavía con su sentido común. Ella tenía esperanzas y sueños. Había cosas que quería para sí misma. Como casarse con el hombre al que amara. –Sería muy fácil ceder y dejarte ser el príncipe de los cuentos, pero eso no es lo que quiero de un hombre. Ya no. –¿Y qué quieres? –Ser yo el príncipe. Llevar la espada y matar a mis propios dragones. Hay una persona fuerte dentro de mí. Solo tengo que encontrarla. Liberarla. –Creo que vas bien encaminada –respondió él. Le tomó la mano. –¿De verdad has terminado con Madeline? –Sí. –¿Por qué? –Porque soy y seré siempre fiel, Emmeline. –Entonces, nuestro matrimonio... ¿será real? –Desde luego. –¡Oh! –Pareces sorprendida. –Sorprendida no, solo nerviosa. Él la llevó hasta un banco situado al lado de un reloj de sol y se sentó con ella en el regazo. Emmeline se sonrojó al sentir sus muslos bajo el trasero y se movió inquieta. –¿Por qué estás nerviosa? –le preguntó él. –No tengo mucha experiencia. –Dijiste que Alejandro había sido el primero. –Sí. Y no me gustó. Él le dio la vuelta para mirarle la cara. –La primera vez no suele ser la mejor. ¿Te gustó besarlo? –No sentí nada. –¿Te gustó besarme a mí? Emmeline se sonrojó y apartó la vista.
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–Estuvo bien. –¿Solo bien? Ella lo miró. –¿Buscas cumplidos? –No. –Pues lo parece. –Estoy bastante seguro de mí mismo en ese terreno. –Quizá demasiado seguro. –¿Tú crees? –Es posible. –Vamos a poner a prueba esa teoría, ¿te parece? Cuando Makin bajó la cabeza e inhaló el aroma de Emmeline, fresco, ligero, dulce, se excitó al instante. Pero la besó despacio, consciente de que tenía todo el tiempo del mundo porque ella sería suya. Sería su esposa, su amante la madre de su hijo. Estaba destinada a ser suya y la besó como si fuera la primera vez y estuviera descubriendo la forma de sus labios y la suavidad de su boca. La sintió temblar contra él, inclinarse hacia él, y la estrechó contra sí, aunque sin apresurarse. Quizá un día ella sería un caballero andante, pero todavía no había llegado a eso. Aún no creía en sí misma. Ni siquiera sabía todavía quién era. Por el momento le recordaba a la Bella Durmiente. Necesitaba que la despertaran con un beso, un beso que le hiciera saber que era hermosa y deseable. El cuerpo de Emmeline se iba acoplando al suyo y Makin tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no desabrocharle la blusa o subirle la falda. Pero la primera vez de Emmeline le había dolido y la segunda tenía que ser perfecta. Alzó la cabeza de mala gana y la miró a los ojos, que en ese momento eran más oscuros, de un tono violeta profundo y nublados por la pasión. –Cásate conmigo, Emmeline. –¿Y qué sacas tú de esto, Makin? Él la besó en los labios. –A ti.
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Capítulo 12. Esa noche iban a tomar un cóctel con los padres de Emmeline antes de la cena en la habitación forrada de paneles de madera que era la favorita de su padre, pero su madre seguía sin aparecer. Emmeline estaba sentada en el sofá con Makin al lado, pero el contacto de su muslo con el suyo le impedía relajarse. Sus pensamientos eran caóticos. Lo miró. Era fuerte, poderoso, atractivo. Podía tener a quien quisiera. ¿Y decía que la deseaba a ella? Imposible. Seguro que su padre le pagaba algo. Pero Makin era uno de los hombres más ricos del mundo. No necesitaba dinero. –Si tu padre no estuviera aquí, te besaría hasta borrarte esa expresión –gruñó él de modo que solo ella pudiera oírlo. Emmeline se acercó el vaso de agua con hielo al estómago. –Eres imposible. Muévete un poco. Me abrumas. –Yo no he elegido la habitación ni el sofá –replicó él. Cierto. Aquella habitación se reservaba para amigos íntimos y parientes y, a pesar del techo alto y de los grandes ventanales, estaba llena de antigüedades pequeñas que habían pasado de generación en generación; muebles que se habían hecho para personas más pequeñas que ellos. –Me pregunto por qué tarda tanto tu madre –dijo el padre de Emmeline–. Quizá debería ir a ver qué pasa. –Puedo ir yo si quieres –se ofreció Emmeline, encantada de escapar. –No es necesario que corras por ahí en tu estado –William dejó su bebida en una mesita–. Quédate y descansa. Iré yo. –Buen intento –musitó Makin cuando se quedaron a solas. Ella se levantó y se alejó de él. –Tengo algo para ti –dijo Makin. Emmeline lo miró. Él era enorme y el sofá era minúsculo. –Me pones muy nerviosa –dijo. –¿Por qué? –No lo sé. Pero cada vez que te miro, siento mariposas en el estómago. Makin se levantó y se acercó a ella. Sacó una cajita del bolsillo y la abrió.
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Emmeline parpadeó al ver el enorme anillo de diamantes sobre terciopelo azul oscuro. –Dame la mano –le dijo él. Apretó el puño. El diamante era enorme. ¿Cuatro kilates? ¿Cinco? –¿Eso es lo que creo que es? –susurró. –Sí. –No puedo llevar eso. –¿Por qué? –Demasiado extravagante. Algo más pequeño y sentimental estaría me... –Es el anillo de boda de mi madre. –¡Oh! –lo miró–. Perdona. –Sacas conclusiones precipitadas. A ella le latía con fuerza el corazón. –Lo sé. Otro defecto mío –murmuró. Tendió la mano izquierda y él le puso el anillo. –Es precioso –dijo ella. –Y tú también. Emmeline alzó la cabeza. Había lágrimas en sus ojos. –Yo no lo soy. –¿Te has mirado al espejo? –Sí. –¿Y qué ves en él? –Defectos, fallos... –se mordió el labio inferior–. Makin, no soy la mujer de las revistas. No soy la princesa bella y resplandeciente. –Menos mal. Yo no quiero una mujer hermosa pero artificial. Quiero a alguien real y tú lo eres. La llegada de los padres de Emmeline le impidió decir más. Claire los precedió al comedor. La mesa, por supuesto, era muy elegante, con porcelana china, cubiertos de plata y cristalería lujosa. Al principio no hablaron mucho, pero el vino fluía alegremente y la reina se mostró más animada a partir del segundo plato. Emmeline la miró nerviosa, consciente de que el alcohol volvía más callado a su padre y más parlanchina a su madre. Makin seguía con la primera copa de vino y ella se preguntó qué pensaría. –No digas que no te he advertido –repitió Claire–. Siempre ha sido un problema. Desde muy niña. Nunca ha habido un bebé que llorara tanto.
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–No puedes culparla por eso, Claire –intervino su padre–. Era bastante pequeña al nacer –miró a Makin–. Cuando nos la entregaron, no pesaba ni dos kilos. Creo que la niñera probó cinco tipos de leche antes de encontrar una que pudiera tolerar. –¿Ves? Siempre ha sido imposible complacerla –añadió Claire–. Ya de niña tenía mal genio. Lloraba durante horas y se negaba a dejarse consolar. –Los bebés lloran –comentó William. Emmeline lo miró, sorprendida de que la defendiera. Casi nunca contradecía a su madre, pero quizá el vino le daba valor esa noche. Su padre la miró a su vez. –Esta noche estás preciosa, Emmeline. Se sintió conmovida por el cumplido. Sonrió. –Gracias. Es el vestido. –No es el vestido, eres tú. Has crecido y eres... eres igual que ella. –¿Quién, padre? –¡William! –lo riñó Claire. Pero él alzó una mano como para pedir silencio a su esposa. –Tu madre. –Yo soy su madre –corrigió Claire. –Madre biológica. Emmeline sintió carne de gallina en los brazos y se le erizaron los pelos de la nuca. Miró atónita a Claire y de nuevo a su padre. –¿Conocíais a mi madre biológica? –Sí –respondió William tras una leve vacilación–. Y creemos que, en vista de la ceremonia de mañana, tú también deberías saber quién era. A Emmeline se le aceleró el pulso. –¿Quién era? ¿Cómo era? ¿La conocíais? –Pues claro que la conocíamos – respondió su madre con brusquedad–. No habríamos adoptado a un bebé cualquiera. Te adoptamos a ti porque eras... diferente. –¿Diferente? Claire tomó un sorbo de vino. –Especial. No eras un bebé cualquiera, llevabas sangre real. –¿Real? –Tu madre es la princesa Jacqueline –dijo su padre, levantándose–. Mi hermana. Emmeline negó con la cabeza. –No. Yo no... No.
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–Es verdad –Claire miró su copa vacía con consternación–. La hermana pequeña de William. Eras diez años mayor que ella, ¿no, cariño? Su padre estaba al lado de la mesa con los dedos apretados en el mantel. –Doce –su voz era grave–. Mis padres la adoraban y yo también. Nadie imaginó que al enviarla lejos... ninguno habría podido soñar... Fue un terrible error. A Emmeline le daba vueltas la cabeza. –No comprendo. Mi tía Jacqueline murió a los veinte años de un problema de corazón... –Esa fue la historia que contaron sus padres para tapar los hechos sórdidos de su muerte –intervino Claire con gran satisfacción–. Tu madre murió al darte a luz. Ahora sabes la verdad. Todos guardaron silencio un momento. –¿Por qué me habéis ocultado la verdad todos estos años? –preguntó Emmeline. –No parecía relevante –repuso Claire. –Puede que para ti no, pero para mí lo es todo. Claire golpeó la mesa con la mano. –¿Y por qué es tan importante? –Porque sí. –¿Eso es todo? –Sí –Emmeline se levantó–. Es lo que siento. Y tengo derecho a sentir lo que siento y a ser quien quiero ser. Creo que dejaré el café y el postre para más tarde. Si me disculpáis... Se volvió y sonrió a Makin. –¿Me acompañas, querido? Makin no olvidaría jamás ese momento. Si hubiera podido, habría aplaudido. Pero no era buena idea. Por eso la quería para sí. Por eso era suya. Era brillante. Asombrosa. Majestuosa. Era la princesa d’Arcy, hija de la adorada princesa Jacqueline d’Arcy. Jacqueline se habría sentido orgullosa. Se levantó. –Sí –dijo. Y le ofreció su brazo. Emmeline salió con él con piernas temblorosas y subió las escaleras aferrada a su brazo, pensando que no habría podido hacer aquello sin él.
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Makin le daba seguridad. Hacía que se sintiera fuerte. Tragó saliva cuando entraban en su habitación. –Aquí no se aburre uno, ¿verdad? –No –asintió él. Emmeline caminó un momento por la estancia, demasiado agitada para sentarse. No era hija de una plebeya de Brabant. Su madre había sido la princesa Jacqueline, la princesa más hermosa de Europa, y había muerto al dar a luz. Había muerto dándole la vida a ella. Era terrible. Trágico. Pero al menos ahora sabía la verdad. –Ahora ya lo sabes –musitó Makin–. Ya no hay más secretos. Emmeline lo miró. –Si no me hubiera tenido, todavía viviría. –Si sus padres no la hubieran enviado a que diera a luz en secreto, habría vivido. –¿Crees eso? –Sí. Ella asintió. –Y ahora, veinticinco años después, yo también estoy embarazada y soltera. –Sí, pero los errores ocurren y aprendemos de ellos. Y yo estoy deseando empezar una familia contigo. Creo que va a ser muy interesante. Tú me haces sentir vivo. –Y tú me das seguridad. Ya soy más fuerte gracias a ti. –Siempre has sido fuerte. Simplemente no lo sabías –la besó en los labios. Llegó una tos ahogada desde el pasillo. Makin alzó la cabeza y Emmeline miró a su padre, que estaba de pie en la puerta con una bolsa en la mano. –No estaba cerrada, pero puedo volver luego. –No –Emmeline se ruborizó–. Adelante, por favor. William vaciló. –No sé si te valdrá, pero este es el vestido con el que Jacqueline hizo su presentación en sociedad. Madre lo guardó y he pensado que quizá quieras llevarlo para la boda. Aunque quizá tengas ya otro... –Me encantaría llevarlo –Emmeline le tomó la bolsa–. Adelante –repitió–. Me alegra que estés aquí. ¡Hay tantas cosas que quiero saber! –Ya me imagino – William vaciló–. Sé que suena cruel lo que hicieron mis padres de enviar fuera a Jacqueline a dar a luz. Pero se habían criado en una época en la que los
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embarazos de soltera se tapaban. Creían que así protegían a Jacqueline. No esperaban que pasara lo que pasó. –No recuerdo que mis abuelos fueran crueles –Emmeline se sentó en la cama. –No lo eran –asintió su padre–. Y perder a Jacqueline los destrozó. Nunca se recuperaron de su muerte. La abuela se pasaba el día contigo. Claire tenía que pelearse con ella por ti. Era terrible –soltó una risita–. Lo siento mucho. Solo intentábamos proteger a Jacqueline y después a ti, pero ahora entiendo que la verdad es mucho mejor. Emmeline pensó que aquel era el momento oportuno para sincerarse con su padre, pero antes de que pudiera hablar, William le tomó la mano y se la acercó a la mejilla. –No sabes cómo me alegro por ti –le apretó los dedos–. Significa mucho para mí que tengas lo que tu madre no tuvo nunca. La oportunidad de casarte con el hombre que amas, de llevar una vida normal... o lo más normal posible siendo una princesa. Emmeline sintió un nudo en la garganta. Su padre había tenido una vida más dura de lo que ella había imaginado. –Es difícil llevar una vida normal cuando eres de la realeza, ¿verdad? –Lo es. Sobre todo si se es tan hermosa como tú –él le besó la frente–. Me alegro de que tengas a Makin. Él es un hombre sincero. Puedes estar segura de que se casa contigo por las razones apropiadas.
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Capítulo 13. Makin observó a Emmeline caminar por la capilla del palacio del brazo de su padre. El rey llevaba el uniforme negro militar de la Fuerza Aérea de Brabant y su porte era altivo y orgulloso. Emmeline quitaba el aliento con el vestido de su madre y una tiara sobre su pelo rubio. El vestido, de color marfil, se pegaba a sus pechos y caía desde la cintura en una falda amplia, con flores de seda bordadas también en color marfil. La seda atrapaba la luz y creaba sombras. Makin pensó que no podía haber elegido un vestido mejor. Para Emmeline, la ceremonia pasó en una nube de sonido y movimiento. El órgano tocaba algo animoso. Los bancos estaban vacíos excepto por su madre y el obispo que esperaba en el altar con Makin. Su padre la besó y entregó su mano a Makin. Oyó la voz del obispo y luego a Makin repitiendo los votos. Ella repitió los mismos votos. El obispo volvió a hablar e intercambiaron los anillos. Makin le alzó el velo y la besó en los labios. Y todo había terminado. Estaban casados. Después hubo una breve reunión, consistente en tarta de boda y champán. Emmeline tomó un trozo de tarta y un par de sorbos de champán y sintió de pronto que quería irse lo antes posible. Salir de Brabant. Aquello era su antigua vida y estaba lista para la siguiente. –¿Has terminado? –preguntó a Makin. Él le sostuvo la mirada. –Sí. –Yo también. Me voy a cambiar. –Yo llamaré a la tripulación de vuelo y les diré que llegaremos pronto. Cuando estaba arriba, en su habitación, llegó su madre. –Venía a ofrecerte mi ayuda, pero ya te has cambiado –dijo Claire. –Sí –Emmeline se puso un pendiente–. Ya estoy lista. –Emmeline... A la joven le ardían los ojos y tragó saliva con esfuerzo. –¿Qué quieres que diga, madre? Hace dos días dejaste muy claro lo que sentías por mí. Soy una vergüenza, un problema, un fracaso.
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–Yo nunca te he llamado «fracaso». –Pero una vergüenza y un problema sí. La reina respiró hondo. –No has sido una niña fácil. –No soy una niña, madre. Soy una mujer que va a tener un hijo, y puedo prometerte algo: jamás le diré a mi hijo o hija que es un problema o una vergüenza. ¡Qué cosa tan horrible para que se lo diga una madre a su hija! – Me pillaste por sorpresa. –Al parecer siempre lo hago. Hubo un silencio. –Quizá no he sido siempre la mejor madre del mundo –Claire carraspeó–. Pero lo he intentado. Y tú siempre has sido tan sentimental, tan necesitada... –No empieces –Emmeline cerró los ojos. –Escúchame. Yo no me expreso bien. No se me dan bien las palabras, pero eso no significa que no te... quiera. –Te cuesta decirlo, ¿verdad? –Sí. –No me lo has dicho nunca. –Porque no era necesario. Yo era tu madre, tú eras mi hija... –Y los niños quieren ternura. Quieren afecto. –Lo sé. ¡Tú lo sientes todo con tanta intensidad...! Igual que tu madre –le tembló la voz–. Todo el mundo la quería. Su muerte destrozó a tus abuelos y le partió el corazón a William. Por eso te quería, te quiere tanto. –Y tú no. –Yo sí. Lo intenté todo contigo, pero de bebé eras inconsolable. Te pasaste seis meses llorando día y noche. Tu abuela siempre quería consolarte y yo le decía que no, que eras mi hija y quería hacerlo yo. Y lo hacía. Caminaba contigo durante horas. William venía a las dos de la mañana y me pedía que me fuera a la cama, pero yo no lo hacía. Estaba decidida a ser una buena madre, a encontrar el modo de que me quisieras –sus ojos se llenaron de lágrimas–. Pero nunca me quisiste. –Yo te he querido siempre. De niña solo quería tu aprobación, pero tú no podías dármela. –Eras igual que ella. –Que Jacqueline. Claire asintió.
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–Y estabas resentida por eso –concluyó Emmeline. –Creo que sí. –¿Por qué? –Porque quería que fueras como yo. Una vez a bordo del avión, Emmeline se acurrucó en su asiento y se quedó dormida. Makin llamó a su amigo el sultán Malek Nuri para preguntar cómo iba la conferencia de Raha. Malek le contó que todo iba bien, aunque sus invitados lo echaban de menos. –¿Cuándo vuelves? –preguntó–. ¿Llegas hoy? –No. Voy de camino a Marquette. –¿Tu isla del Caribe? –Sí –Makin vaciló–. Acabo de casarme. –¿Qué? –Me he casado con Emmeline d’Arcy. Malek Nuri se echó a reír. –Makin, amigo mío. Creía que solo la ibas a acompañar a su casa. –Esa era la idea. –¿Y qué ha pasado? –No podía dejarla marchar. Los recibió un chófer con un Jeep descapotable, que los llevó hasta una plantación. La casa tenía más de dos siglos, construida al estilo colonial, con un tejado inclinado, techos altos y paredes gruesas de piedra para mantener fresco el interior. Al entrar en la casa, Emmeline descubrió que podía ver el océano desde casi todas las habitaciones, con los últimos rayos de luz tiñendo todavía el agua de colores malva, lavanda y rojo. La casa en sí estaba amueblada con maderas oscuras de estilo colonial, una mezcla de antigüedades españolas, francesas e inglesas, muebles llevados de Europa durante los siglos XVI y XVII. Las telas, sin embargo, eran suaves y ligeras, linos blancos y tapizados alegres verdes, rojos y azules. Emmeline siguió a Makin hasta el dormitorio principal, que tenía ventanas por todas partes. Cuando llegaron, su equipaje estaba ya allí y una doncella colocaba la ropa en la gran cómoda de caoba y el armario. Makin dejó a Emmeline para que se bañara y se cambiara para la cena. Cuando se cerró la puerta, miró nerviosa a su alrededor. Se había terminado dormir sola. Estaban casados y compartirían el dormitorio.
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Movió la cabeza. No podía hacerlo. No podía cenar con él y luego acostarse con él como si fuera lo más normal del mundo. Apenas lo conocía. Se habían besado unas cuantas veces, pero eso no era una relación. Seguía asustada cuando llamó la doncella y le preguntó si necesitaba ayuda. La chica, como todos los empleados, hablaba francés. –Sí –repuso Emmeline–. ¿Puede decirle por favor al jeque Al-Koury que no me encuentro bien? –¿No cenará con él, Alteza? –No. Por favor, dígale que no me siento bien y me voy a acostar.
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Capítulo 14. Makin entró sin llamar en el baño, donde ella estaba sumergida en el agua hasta la barbilla. –¿Qué te pasa? –preguntó–. ¿Necesitas que te vea un médico? –No. –¿Tienes calambres? ¿Mareos? –No –ella tragó saliva y se hundió más en el agua caliente–. Soy estoy cansada. –¿No estás enferma? –No. Él lanzó un juramento. –¿Tienes idea del susto que me has dado? Creía que tenías dolores, que podías tener un aborto... –No me pasa nada. Solo estaba –movió la cabeza– evitándote –suspiró–. Me pone nerviosa consumar el matrimonio y he decidido esconderme en el baño. ¿Eso hace que te sientas mejor? –No, pero esto sí. Él se inclinó sobre la bañera, la sacó del baño y la llevó empapada al dormitorio, donde la dejó caer sobre la cama. Antes de que Emmeline pudiera moverse, se puso a horcajadas sobre ella y le sujetó las muñecas. –Deja de esconderte –le dijo entre dientes–. Deja de huir y empieza a vivir. –¡Quítate! –gritó ella furiosa. –Lo haré cuando me apetezca –respondió él, mirando sus pechos mojados–. ¿No es eso lo que haces tú? Me dejas fuera esperándote cuando no tenías ninguna intención de venir. –Tenía miedo –declaró ella, intentando desesperadamente soltar las muñecas. –¿De qué? –De ti. De esto –jadeaba de frustración. –¿Y qué te da miedo de esto? –Todo. Estar desnuda. Que me toques. Que me conozcas. –Pues supéralo. Porque te voy a tocar y a conocer y a hacer que te sientas bien aunque sea lo último que haga. Emmeline respiró con miedo. –¿Aunque yo te diga que no quiero? –Tú sabías que esto sería un matrimonio de verdad –la miró–. Tienes un cuerpo precioso y estoy deseando tocarte y saborearte en todas partes.
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Bajó la cabeza y la besó en el cuello. A ella se le puso piel de gallina y sus pezones se endurecieron. –Al menos tus terminaciones nerviosas funcionan bien –murmuró él. Fue bajando desde el cuello hasta la parte superior de sus pechos. Cerró la boca en torno a uno de los pezones y succionó. Ella se estremeció. Después pasó al otro pecho. Succionó más fuerte el pezón y Emmeline se apretó contra él buscando alivio, pero le resultaba imposible encontrarlo con su boca volviéndola loca. La presión, fuerte y rítmica, hizo que fuera consciente de lo vacía que se sentía, de lo mucho que lo necesitaba. Porque lo necesitaba. Necesitaba que la tocara, la besara, la lamiera y la llenara. Que hiciera lo que fuera con tal de que llenara el vacío anhelante que había en ella. Las manos de Makin le acariciaron el abdomen y las caderas. Su boca siguió entonces el camino de las manos hasta llegar al vientre, donde rodeó el ombligo y pasó luego a la curva de la cadera. –Abre las piernas –le dijo. Besó el hueco donde los muslos se unían a la pelvis. –No puedo –Emmeline se estremeció cuando le besó los rizos dorados en la unión de los muslos. –¿Por qué no? –Makin deslizó un dedo entre los rizos. Emmeline dio un respingo. Abrió mucho los ojos e intentó apartarse. –Perdería el control. –Eso es lo que se supone que tienes que hacer. –No. Eso no me gusta. Makin soltó una risita. –¿Por qué no? –la acarició con el dedo, deslizándolo entre los húmedos pliegues. –Sentiré demasiado. Y perder el control nunca es bueno. –Pero si no lo pierdes, no conocerás el placer. Y el placer es algo bueno. Seguía acariciándola y a ella le resultaba cada vez más difícil concentrarse en algo que no fueran las sensaciones deliciosas que le creaba con sus caricias. Pero el placer no era solo sexual; sentía todo el cuerpo sensible, intenso y vivo. Esa vez no se resistió cuando él le abrió las piernas y se colocó entre sus muslos. Para ella fue un shock que bajara la boca y la lamiera allí. –¡Makin! Él la acarició con la lengua y los dedos a la vez y la sensación pareció crecer y crecer.
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–¡Maldita sea! –exclamó Emmeline, con el cuerpo muy caliente y la piel húmeda. Quería algo más, pero no sabía cómo encontrarlo–. No puedo, no puedo, no puedo –repitió. Y entonces él succionó su sexo y su cuerpo se estremeció de placer. Emmeline luchó largo rato por recuperar el aliento mientras su cuerpo temblaba, exquisitamente sensible de la cabeza a los pies. Nunca en su vida había sentido nada igual. –Eso es un orgasmo –dijo admirada. Makin le besó la cara interna del muslo. –Sí. Eso es un orgasmo. Ella respiró hondo. –Entiendo que pueda ser adictivo. –¿Lo ves? Sí me necesitas. –Tal vez –musitó adormilada. Makin se desabrochó la camisa, se bajó al suelo y empezó a quitarse los pantalones y el resto de la ropa. Alejandro había estado desnudo con ella, pero Emmeline no lo había mirado. Aquella noche había sido una nube de miedo e inseguridad, pero ahora le resultaba imposible no mirar a Makin. Era muy viril, desde los hombros anchos hasta la cintura estrecha o los músculos de los muslos, por no hablar de su miembro grande y erguido. –Eso no me entrará –musitó ella. Él sonrió. –Sí te entrará. Tu cuerpo es algo maravilloso. –Es demasiado grande. –Estás muy mojada. Ella se encogió de hombros. –Me dolió... con él. –Eras virgen y no parece que él fuera muy gentil. –¿Y tú lo serás? Él se tumbó a su lado, con el peso apoyado en el codo. –¿Alguna vez te he hecho daño? –No –susurró ella. –No lo haré nunca. Emmeline, abrumada por la emoción, no podía respirar. Makin era fuerte y seguro de sí mismo y ella quería ser igual de fuerte para él.
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–¿Lo prometes? –Sí. Él bajó la cabeza y le cubrió la boca con la suya. El beso fue extraordinariamente lento, casi lánguido. La besó hasta que ella le echó los brazos al cuello porque necesitaba acercarlo más.A Emmeline le gustó que se colocara sobre ella. Casi ronroneó cuando le aplastó los pechos con el torso y sus músculos le frotaron los pezones. Abrió los muslos para dejarlo hundirse entre sus caderas y las movió para colocar la erección a la entrada de su entrepierna. Respiró con fuerza cuando el pene rozó su humedad. Gimió cuando él frotó la punta en su núcleo. –¿Te duele algo? –preguntó. Ella sintió una gran presión en el pecho y le picaron los ojos. Si no tuviera miedo, podría amarlo. Si no tuviera miedo de ser rechazada, podría entregarse a él. Pero tenía miedo. –No –susurró. –Te deseo. –Tómame. Makin la penetró despacio. Tenía miedo de hacerle daño. Se detuvo, se centró en su mente y en besarla y hacerla sentirse bien. Empujó más hondo y esa vez ella se movió, recibiéndolo más adentro. Makin gimió. Movió las caderas y Emmeline dio un respingo. Le apartó el pelo del cuello, le besó el cuello y volvió a moverse. Embistió despacio, besándole el cuello y las puntas de los pechos. La oía respirar y veía sonrojarse sus mejillas y enrojecerse sus pechos. Escuchó su respiración para saber dónde estaba y lo que necesitaba. Era fácil retrasar su placer, había aprendido a controlarse hacía años, y esa vez quería verla llegar al orgasmo. Y cuando ella empezó a respirar en pequeños jadeos, supo que estaba cerca. Colocó los dedos entre sus cuerpos y le tocó el clítoris. La sintió quedarse inmóvil y supo que estaba lista. Volvió a tocarla y ella gritó. Esa vez él siguió embistiendo, los músculos internos de Emmeline apretándolo y robándole el control hasta que ya no pudo contenerse más. Sintió que explotaba dentro de ella. Fue el orgasmo más intenso que podía recordar. Le palpitaba todo el cuerpo. Pero no era solo físico; el pecho también le dolía.
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La besó. La sensación se centró en su pecho y por un momento no pudo respirar. Era un dolor que solo había conocido dos veces. A la muerte de su padre... y de su madre. Era un dolor creado por amor. Alzó la cabeza, miró los ojos de Emmeline y entendió por qué había insistido en casarse con ella. La amaba. ¿Por qué no lo había visto antes? ¿Por qué no había entendido lo que sentía? –Makin –susurró ella. Él le acarició el pelo. Ahora entendía que su deseo de protegerla, de hacerla suya, se debía a que era suya. –Todo va bien –dijo. Y era cierto. Emmeline yacía en la cama con la sábana de algodón subida hasta el pecho y escuchando la respiración de Makin. No podía dormir. Él le gustaba demasiado y eso le asustaba. Enamorarse era peligroso. Quería ser valiente y temeraria. Quería blandir una espada y luchar con dragones, pero los únicos dragones en su vida eran los que llevaba dentro. Y esos seguían siendo demasiados grandes para vencerlos. Veinticinco años de miedo e inseguridad no desaparecían en una semana. Veinticinco años necesitando aceptación no terminaban por una noche de sexo. Lo malo del miedo era que creaba más miedo. Y ella tenía miedo de abrirse y que la aplastaran. De enamorarse y descubrir más dolor. Y el único modo de proteger su corazón era preservarlo; pero cerca de Makin tenía muy poco control. A su lado se sentía terroríficamente vulnerable. ¿Aquello era amor? ¿El amor podía estar tan lleno de miedo? Lo miró. Un dedo de luz de luna le iluminaba la boca. Tendió la mano para tocarle la mejilla. Era un buen hombre. Mejor de lo que ella merecía.
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Capítulo 15. Aunque había dormido muy poco, Emmeline se despertó a las seis y salió de la cama sin hacer ruido para vestirse en el amplio vestidor. Se puso una falda larga de algodón y un top de punto, tomó unas sandalias y salió a dar un paseo. Cruzó los jardines de la villa y descendió las distintas terrazas para pasear por la arena pálida de la cala. La cabeza le dolía por la falta de sueño y el corazón estaba aún peor. Makin la oyó salir de puntillas con las sandalias en la mano. Sabía que no había dormido bien y que había esperado impaciente el amanecer para poder escapar. Se levantó y fue a buscar café a la cocina. La cocinera estaba ya allí horneando. Lo saludó efusiva y le sirvió una taza de café. Preguntó dónde querían desayunar. –Fuera –dijo él–. En la terraza superior. Su Alteza ha ido a dar un paseo, así que esperaré su regreso. Salió con el café y se apoyó en la balaustrada. Seguía allí cuando apareció Emmeline con las mejillas sonrojadas y el pelo color oro revuelto. –¿Has dormido bien? –preguntó él. –Sí. ¿Y tú? No le decía la verdad. No confiaba en él. –Estaba preocupado por ti. –¿Por qué? –Porque me importas. –Entonces no te preocupes, estoy bien –sonrió–. ¿Has desayunado ya? Me muero de hambre. Después de desayunar pasaron el día tomando el sol y nadando, tanto en el mar como en la piscina, y a media tarde, después de un almuerzo abundante, Makin se disculpó para ir a trabajar un rato y Emmeline se echó una siesta. Cuando despertó, se desperezó y miró el cielo azul brillante y el agua turquesa. Le gustaba Marquette y había disfrutado pasando el día con Makin. Se metió en el baño a ducharse. Con la toalla envuelta estilo toga en la cabeza, volvió al dormitorio y encontró a Makin tumbado en la cama con las manos detrás de la cabeza. –Casi me meto contigo en ducha. Ella se sonrojó.
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–Yo me ducho sola. –No por mucho tiempo. Emmeline desapareció en el vestidor. –¿Qué es esto? –preguntó. Salió con un vestido de satén color marfil que llevaba encima una ristra larga de perlas. –Uno de los vestidos que encargué para ti. –¿Cuándo? –Ayer cuando volábamos desde Brabant. Dormías y yo me aburría, así que compré un poco por internet. Ella inspeccionó el vestido. –Es alta costura. Esto no se compra en internet. –Envié un e-mail al diseñador y pedí un par de vestidos para la luna de miel. –¿Y cómo han llegado tan pronto? –Envié un avión a buscarlos. –¿Así sin más? Él se encogió de hombros. –Pensé que te quedarían bien. –Eso es muchísimo dinero. –Tengo muchísimo dinero. Ella apretó los labios y se esforzó por no sonreír. –Eres un desvergonzado. –Lo sé. Pero me gusta –saltó de la cama–. Quizá deberíamos saltarnos la cena. La tomó en brazos y bajó la cabeza para besarle el cuello. –Quizá no necesitamos cenar –susurró ella. Makin sonrió, pero había una luz peligrosa en sus ojos. –Yo no, pero tú sí; no comes lo suficiente –se apartó con firmeza–. Voy a ducharme y vestirme en la otra habitación, pero esta noche serás mía. Emmeline se vistió y maquilló un poco. Cuando terminó se miró al espejo del tocador. La tela fina del vestido luchaba por contener sus pechos. Era una prenda atrevida; hablaba de pasión, seducción y sexo. Sexo. Eso era lo que tenían juntos, ¿no? Sexo apasionado, sexo del bueno, y tendría que aprender a contentarse con eso y no querer más. Bajó al jardín, donde los empleados le señalaron la terraza intermedia, en la que habían levantado una jaima de seda blanca con antorchas en cada extremo y largos palos de bambú enterrados en el suelo.
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Cuando Emmeline se acercaba, vio a Makin dentro de la jaima, de espaldas a ella y mirando al mar. Llevaba una camisa de lino blanco y pantalones de color avena. –¿Nunca llevas ropa tradicional? –preguntó ella, cuando entró. En la jaima había una mesa puesta para dos. El mantel era del mismo color que el mar y en el centro de la mesa había un jarrón con orquídeas blancas y un candelabro con velas también blancas. –En casa a veces. Y para hacer negocios en Kadar –contestó. Emmeline miró la zona de sentarse delante de la mesa. Un sofá bajo tapizado del mismo color azul que el mantel con cojines blancos. En el suelo ardían más velas blancas en candelabros de cristal. –Esto es muy hermoso y romántico –dijo. –Mis empleados se alegran mucho por nosotros –él le llenó una copa alta de agua fría y a continuación llenó otra para sí mismo. –Que no pueda beber no significa que tú no puedas. Makin se encogió de hombros. –No necesito beber para estar contigo. De hecho, prefiero no hacerlo. –¿Por qué? –Disfruto demasiado de ti. A ella le dio un vuelco el corazón. –Me encanta estar aquí. –¿Has disfrutado hoy? –Mucho. –¿Qué es lo que más te ha gustado? –Nadar. Bucear. El arrecife de coral es impresionante. Está lleno de peces preciosos. –A mi madre también le encantaba esto. –¿Marquette era su isla? –Se la compró mi padre como regalo de boda. Cuando yo era niño pasábamos muchas vacaciones aquí, pero hacía años que no venía. –¿Por qué? –Ahora tengo que trabajar. Y suelo estar muy ocupado para viajes de placer. Ella frunció el ceño. –Todos los hombres necesitan relajarse. –Mi madre le decía lo mismo a mi padre. –¿Y él la escuchaba? –Casi siempre. –Bien. Tú también tienes que escucharme a mí.
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Makin sonrió. La velada se le hizo larga. No quería pasar dos horas sentado a una mesa comiendo y hablando, así que se alegró cuando volvieron al dormitorio y cerró la puerta tras ellos. La ayudó a quitarse el vestido y al instante deseó enterrarse en ella. Abrirle las piernas, sentarla encima y hacer que lo montara. Pero todavía no. Le besó el cuello y la sintió estremecerse. Bajó una mano hasta su pecho y le acarició el pezón. Emmeline se retorció de deseo. –Te deseo –susurró Makin. Ella se giró en sus brazos con una sonrisa y los ojos brillantes. Makin pensó por un momento que parecía feliz, verdaderamente feliz, y el corazón le brincó en el pecho. Le tomó el rostro entre las manos y la besó antes de desnudarse. Después, ya sin ropa, se sentó en el borde de la cama y la colocó en su regazo, donde la sentó sobre su erección hasta que quedó instalada firmemente sobre sus muslos y con el pene dentro. La guio con las manos en las caderas y la ayudó a encontrar el ritmo que sabía que le gustaba. Ella estaba húmeda y él percibió que su respiración se hacía más rápida y oyó sus pequeños respingos de placer. Era el sonido más sexy que había oído jamás y lo excitaba aún más dentro de ella. Ella terminó primero y él no tardó en seguirla. La tumbó de espaldas sobre la cama y la abrazó. Guardaron silencio un rato. –¿Tú siempre haces lo correcto? –preguntó ella. –Lo intento –respondió. –¿Y nunca te preocupa que hacer lo correcto pueda no ser siempre lo correcto? –No –hubo una pausa–. ¿Por qué lo dices? Emmeline tardó un momento en contestar. –Algún día querrás hijos propios –dijo finalmente–. Y tengo miedo de que los quieras más que a... –No. Ella se incorporó sobre un codo y lo miró. –Lo harás –dijo–. Es lo natural. Él le acarició el pelo. –Yo no tendré hijos biológicos. No puedo.
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–¿Por qué no? –La enfermedad de mi padre es genética. Yo no la tengo, pero no puedo correr el riesgo de tener hijos y transmitírsela. El final de mi padre fue horrible. –Pero tú hablaste de empezar una familia. –Y lo haremos. Hay muchos niños en el mundo que necesitan padres, amor y un hogar estable. Siempre he pensado que adoptaría. –¿Y cuándo pensabas decírmelo? –Te lo estoy diciendo. –Sí, pero ¿y si yo me hubiera casado contigo esperando tener más hijos? ¿Y si quiero más hijos? –Espero que los quieras. Me encantaría adoptar y dar hermanos a nuestro pequeño. –¿Y los querrías a todos, fueran quienes fueran sus padres? –Sí. –¿Cómo puedes estar tan seguro? –Porque serían nuestros, tuyos y míos. Ella se tumbó a su lado. –¿Querrás de verdad a mi bebé? –susurró. –Sí –le apartó el pelo de la cara–. Seré un buen padre. Tuve uno estupendo. Me enseñó a dar cariño. Emmeline lo miró. No sabía cómo lo había hecho, pero se había enamorado de él. Lo amaba pero no se fiaba del amor. De hecho, amarlo lo empeoraba todo. Porque ahora él tenía el poder de herirla. Ahora podía partirle el corazón. La deseaba, pero ella sabía que el deseo se debilitaba y temía que él perdiera interés cuando pasara la novedad. Se iría. Si no físicamente, sí emocionalmente. Y eso la volvería loca. Volvería a sentirse como la chica que no podía tener suficiente amor. Y odiaba ser tan necesitada. Había odiado querer más de lo que podían darle sus padres y la verdad era que ya quería más de Makin. El sexo no era suficiente. No podía ser solo su mujer en la cama. Quería su corazón. Se inclinó y lo besó en los labios. Si fuera más fuerte, más dura, más parecida a Hannah, quizá podría confiar. Quizá entonces podría creer que había algo bueno en ella, algo que alguien podía amar. Pero no era Hannah. Lamentablemente, no se parecía nada a Hannah. El paseo matutino de Emmeline le pareció una marcha fúnebre. Caminó en círculos por la playa intentando afrontar la verdad. No podía seguir así. No podía permanecer en aquel paraíso y hacer el amor con Makin como si aquello fuera una luna de miel de verdad.
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No era una luna de miel. Era un infierno. Vivía en el infierno y era culpa suya. Se había enamorado de Makin. Lo necesitaba y la intensidad de sus sentimientos le asustaba. Se sentía consumida por el miedo, por la necesidad y el dolor. Makin no podría amar a alguien como ella, a una mujer tan miedosa y tan... tan dañada. No tardaría en descubrir cuánto lo necesitaba y eso le abrumaría. Sus necesidades abrumaban a todo el mundo. Era mejor dejarlo ahora, cuando todavía podía. No sería lo bastante fuerte para una despedida prolongada. Mejor hacer una ruptura rápida y limpia y seguir adelante. Respiró hondo y exhaló el aire deprisa. Sabía que se engañaba. No sería una ruptura limpia, sería brutal. Y tendría que ser brutal con Makin para conseguir que se fuera. El corazón le dolió al pensar en eso, pero se dijo que él estaría bien. Era fuerte y sobreviviría sin ella. Era ella la que quizá no podría hacerlo sin él. Cuando volvió del paseo, él estaba de pie en la terraza superior mirando al mar. –¿Ha sido un paseo agradable? –preguntó. –Sí. –¿Estás bien? Ella se apartó un mechón de pelo de los ojos. –Sí. ¿Por qué? –Me ha parecido oírte llorar cuando caminabas abajo. A Emmeline se le formó un nudo en la garganta. –No. Sería el viento. Él la miró. –Todavía oigo el llanto en tu voz. Ella forzó una sonrisa, se acercó y lo besó en el hombro. –Es tu imaginación –dijo con ligereza–. Voy a ducharme y a vestirme. ¿Has desayunado ya? –No. –Dame quince minutos y vuelvo. Se dirigió al dormitorio, consciente de que Makin observaba todos sus pasos hasta que entró en la casa. Él sabía que algo iba mal. La presionaría para saber la verdad y ella se la diría. Sucedió tal y como esperaba. Seguían desayunando y hablando de lo que querían hacer ese día cuando Makin le dijo de pronto que sabía que estaba disgustada, que lo había despertado su llanto por la noche.
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–No me digas que no te pasa nada –dijo–. Es evidente que sí. ¿Qué es? Él no esquivaba los problemas, los afrontaba de frente. Emmeline sintió una oleada intensa de amor y admiración. Era un hombre bueno y fuerte. Y necesitaba una mujer a su lado que fuera buena y fuerte. Ella no lo era ni lo sería nunca. –He cambiado de idea –susurró–. He cambiado de idea –repitió en voz más alta y más firme–. No puedo hacer esto. –¿Hacer qué? –preguntó él. Ella se blindó contra la debilidad; no se permitiría vacilaciones. –Esto. Estar aquí contigo así, como si de verdad fuera tu esposa. –Eres mi esposa. Ella se obligó a mirarlo a los ojos y sostenerle la mirada. –No del todo. –Dijiste los votos. Llevas mi anillo. Emmeline miró la enorme piedra que le pesaba en el dedo. El corazón le dio un vuelco. Era el anillo de la madre de él. Se lo quitó y se lo dio. –Tómalo, pues. No volveré a llevarlo. –No. –No puedo hacer esto. Pensaba que podría, pero me equivocaba. No funcionará. No soy la mujer indicada para ti, no soy una mujer a la que puedas amar como tú quieres. –Tú no sabes lo que quiero. –Sí lo sé. Quieres una mujer como tu madre, una mujer buena y cariñosa que haga tu vida mágica y especial, que te quiera por encima de todo. Pero yo no sé amar así. Él la observó durante un momento interminable con expresión grave y ojos vacíos. –No te creo. Pienso que tienes miedo. –Yo no te quiero, Makin –la mataba decirlo; era mentira, pero sabía que tenía que ser brutal, que tenía que hacerle daño, y lo hizo. Vio cambiar su expresión y endurecerse sus rasgos. Ella lo amaba, pero él no podía saberlo o no la dejaría marchar. Emmeline luchó por conservar la compostura–. Nunca te querré. –¿Por qué no? Si quería cortar todos los lazos, si iba a hacerlos libres a ambos, tenía que dar un corte profundo. «Brutal» se dijo. «Sé brutal y termina con esto».
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Forzó un tono burlón. –¿De verdad necesitas preguntarlo? –Sí. Ella se encogió de hombros. –Tú nunca serás Alejandro. Makin ni siquiera parpadeó. Se limitó a mirarla intensamente y ella mantuvo una sonrisa fija y un rictus de crueldad en los labios. –Lo amaba –añadió–. Tú sabes que lo amaba. –Me dijiste que no. –Sé lo que dije, pero era mentira. He estado jugando contigo todo el tiempo. Por fin hubo una chispa de emoción en los ojos plateados de Makin. –¿Por qué, Emmeline? Ella estuvo a punto de derrumbarse. Pero sabía que, si no lo hería fuerte, la perdonaría. Era ese tipo de hombre. Tenía que ser odiosa y terrible. Tenía que cerciorarse de que la dejaría marchar para siempre. –Porque a veces hacemos teatro para conseguir lo que queremos. –¿Y qué querías tú? –Un apellido para mi hijo. Una historia para la prensa. –¿Y esa historia soy yo? Ella asintió. –Aunque nos divorciemos, diré a todo el mundo que el niño es tuyo. Cuando nazca, le daré tu apellido. Puedo tener una buena vida como divorciada, pero como princesa embaraza soltera no habría podido. –Puedo exigir una prueba de paternidad y hacer públicos los resultados. –No lo harías. –Lo haría. –Te casaste conmigo para hacer lo correcto. Eres un hombre que cree que puede cambiar el mundo, y lo haces. –Me has utilizado. A ella se le contrajo el pecho. –Sí –extendió la mano con el anillo en la palma–. Tómalo. Dáselo a tu próxima esposa. Esperemos que elijas mejor. Makin se alejó de la mesa sin decir palabra. Emmeline permaneció sentada quince minutos, esperando contra toda esperanza que él volviera, la sacudiera, la besara y le dijera que era una tonta. Porque era una tonta. Una tonta asustada. Pero él no volvió.
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En vez de eso, oyó el motor lejano de un avión y se quedó paralizada. Era el avión de Makin. Makin la dejaba. Se levantó con el corazón latiéndole con fuerza. ¿Qué había hecho? ¿Qué les había hecho a los dos? Corrió desde la terraza al jardín superior y el rugido del motor del avión se hizo más fuerte. La invadió el pánico. ¿Qué le ocurría? ¿En qué estaba pensando? ¿Cuándo dejaría de tener tanto miedo? Tenía que detenerlo, alcanzarlo, hacerle saber que era todo mentira. Bajó corriendo las escaleras de madera que bajaban a la playa. El avión despegaría en cualquier momento. Era imposible llegar a la pista a tiempo, pero quizá pudiera llamar la atención del piloto; tal vez Makin la vería en la playa. Una vez allí, corrió hacia el agua. El ruido del motor aumentó. Emmeline se volvió y agitó los brazos en el aire cuando el avión blanco pasó directamente por encima. Se elevó en el aire y ella se introdujo más en el agua moviendo los brazos como una loca. Alguien tendría que verla. Pero el avión siguió subiendo sobre el océano y alejándose de la isla. Emmeline dejó caer los brazos a los costados. Él se había ido, como se temía. Porque ella lo había alejado.
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Capítulo 16. Emmeline permaneció un par de horas en la playa, incapaz de salir de la cala. Las piernas no la sostenían. No podía dejar de llorar. ¿Cuándo iba a crecer, a convertirse en la princesa fuerte que mataba dragones y a dejar de ser la princesa de la torre? Makin no era un dragón, era un príncipe, un héroe. El hombre al que amaba con todo su corazón. Aunque fuera un corazón roto. Pero los corazones se podían arreglar, el amor podía curar y ella podía hacerse más fuerte. Podía volverse valiente. Solo tenía que decirle la verdad a Makin. Que lo amaba y que se esforzaría por cambiar si él tenía paciencia y le daba esa oportunidad. Se secó las lágrimas con el dorso de la mano. Tenía que volver a la casa. Las primeras gotas de lluvia cayeron mientras el viento soplaba en rachas que azotaban las palmeras. Emmeline miró el cielo oscurecido. Las nubes eran negras. El viento empezó a aullar. Se dirigió rápidamente a las escaleras. El viento golpeaba con fuerza cuando subía la vieja escalera de madera y Emmeline se detuvo un momento porque la sintió moverse y crujir. Se estremeció. De pronto hubo un sonido fuerte, se agarró a la barandilla y sintió que los escalones empezaban a caer. Pensó con pánico en el bebé y al instante siguiente cayó sobre la arena blanda seguida de toda la escalera. Se sentó y se llevó una mano al vientre. No había sido una caída grande. El niño estaría bien. Se levantó y gritó pidiendo ayuda. El viento hacía tanto ruido que estaba segura de que se tragaba su voz. Gritó de nuevo, pero no llegó nadie. La lluvia caía con fuerza y Emmeline estaba sentada en la playa mojada abrazándose las rodillas y pensando el modo de salir de allí. No se le ocurría ninguno seguro. Tendría que esperar a que pasara la tormenta. El tiempo se hizo cada vez más lento. Los minutos se convirtieron en horas. La oscuridad descendía rápidamente y el viento seguía aullando, pero Emmeline creyó oír un motor. ¿Había vuelto Makin? ¿Se había enterado de que estaba desaparecida y había vuelto a buscarla? Pero nadie podía volar con aquel clima y el intenso viento haría imposible que aterrizara sin peligro en el pequeño aeródromo de la isla.
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Luchó contra el pánico. El viento seguía aullando, la marea subía y las olas rompían a pocos metros de ella. Si la marea subía mucho más, pronto tendría que nadar. Le pareció que alguien gritaba su nombre y una luz brilló por encima de su cabeza. Allí arriba había alguien. Se levantó y gritó pidiendo ayuda. La luz amarilla se movió. –¿Emmeline? Era Makin. Se le paró el corazón. –¡Estoy aquí, Makin! –¿Qué haces ahí? –Quería detenerte y... –¿Te has vuelto loca? Es un maldito huracán. –No lo era cuando te has ido. –No te muevas de ahí. Él desapareció y reapareció un momento después. Ató una cuerda larga a uno de los anillos de metal que habían aguantado las escaleras, se ató la cuerda a la cintura y bajó haciendo rappel por la pared del acantilado. –Dame la mano –dijo cuando llegó abajo. Ella obedeció. –Agárrate fuerte –ordenó él. Tiró de ella lentamente hacia el círculo de sus brazos, protegiéndola con su cuerpo–. Date la vuelta y mírame –le dijo al oído–. Rodéame la cintura con las piernas. –Makin... –Cállate, Emmeline. Haz lo que te digo. Rodéame la cintura con las piernas y cruza los tobillos. Y agárrate fuerte, ¿entendido? Ella asintió contra su pecho y sintió que él empezaba la ardua escalada acantilado arriba. Cuando llegaron arriba, Makin respiraba con fuerza. –No tienes ni idea de lo furioso que estoy –dijo–. Podrías haberte matado. Podría haberle pasado algo al bebé... –Intentaba detenerte. –Iba a volver. –No lo sabía –ella temblaba a causa de la ropa mojada y por la expresión de furia de Makin–. Y yo te había dicho esas cosas terribles y odiosas y tenías derecho a irte... –Yo nunca te dejaría. –Pero te has ido. –Tenía algo que hacer.
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–Creía que no ibas a volver. –Tienes mucho que aprender, pero ahora debes ir a la casa. Dúchate, come algo y ven a la sala de estar dentro de media hora. No llegues tarde, ¿comprendido? Emmeline obedeció. Se duchó, se vistió, tomó un té caliente, mordisqueó una tostada con mantequilla y se presentó en la sala de estar. Makin no estaba, pero había otra persona. Un hombre alto y delgado de pelo rubio canoso y piel bronceada se volvió al oír sus pasos. Llevaba pantalones vaqueros y botas de cowboy y un cinturón estilo del Oeste con una hebilla enorme de plata. –Oh, perdón –Emmeline se paró en seco–. No sabía que teníamos invitados. El hombre era tan alto como Makin y de hombros anchos. Tenía unos ojos azules penetrantes y una boca firme. –¡Dios mío! –exclamó–. Jacqueline. Emmeline sintió carne de gallina en los brazos. –¿Qué ha dicho? –Increíble –él se adelantó un paso–. Eres igual que ella. Tenía acento de Texas. ¿Un cowboy de verdad? –¿Quién? –susurró ella. –Tu madre. –¿La conocía? –Sí. –¿Sabe quién soy? –preguntó ella débilmente. –Mi otra hija. A Emmeline le temblaron las piernas. Se sentó en un sillón. –¿Otra hija? Él asintió. –La gemela de Hannah. –¿Hannah? –Hannah Smith. Tu hermana. ¿Hannah era su hermana gemela? Imposible. –¿Cómo...? –La princesa Jacqueline tuvo gemelas –fue Makin el que habló. Había entrado en la sala y fue a situarse al lado de Emmeline–. Dos niñas, y os separaron al nacer. Una fue a Texas y la otra con tu familia en Brabant. Emmeline se tapó la boca y miró al texano. –No puedo creer que... –Por fin junté las piezas ayer –aclaró Makin–. Llamé a Jake para confirmar mis sospechas. Cuando le dije lo que sabía, tomó el primer avión para St. Thomas y yo lo he traído aquí. Emmeline no podía apartar la vista del hombre. –¿Tú eres mi padre? Jake Smith asintió.
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–No sabía que erais dos –gruñó–. No puedo creer que no haya podido criaros juntas. A Emmeline le quemaron los ojos. –¿Cómo era mi madre? –Como tú –respondió Jake–. Lista, amable, divertida. Y la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Emmeline se secó unas lágrimas. –¿La amabas? –Más de lo que pueda expresar con palabras. Los tres cenaron juntos y hablaron sin parar. Emmeline hacía preguntas y Jake las contestaba. De vez en cuando ella se secaba unas lágrimas y miraba a Makin. Su expresión casi le rompía el corazón. No solo quería su cuerpo. No solo quería sexo. La quería a ella. Tal vez incluso la amaba. Su padre le contó cómo había conocido a su madre. Jacqueline estaba de gira por Norteamérica y Jake, un ranger de Texas, había sido uno de los encargados de su seguridad allí. –Nos enamoramos entre Austin y San Antonio. Solo hicimos el amor una vez, pero yo la amaba. Quería ir a pedir su mano, pero cuando regresó a Brabant, no volví a saber nada de ella. No supe que estaba embarazada hasta que un día se presentó una mujer en el rancho con una niña y me dijo que Jacqueline había muerto y esa niña era nuestra hija. Emmeline lo miró. –¿Hannah sabe que soy su hermana? –Ahora ya sí. –Quiero verla. –Llegará mañana por la mañana –dijo Jake. Más tarde, cuando estaban a solas, Emmeline se acercó a Makin. –Me amas de verdad –susurró–. Antes no estaba segura. Creía que solo me querías por el sexo. O quizá a una mujer como Hannah. –No. Es inteligente y tu hermana gemela, pero no siento atracción por ella. En cambio, contigo... no puedo dejar de tocarte. Emmeline cerró los ojos. –Tienes que perdonarme por haberte dicho esas cosas terribles. –Ya lo he hecho –él sonrió–. Esto es el destino, querida. Fuiste hecha para mí. –Te amo, Makin. –Lo sé.
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–¿Lo sabes? ¿Cómo? –Porque no puedes contener tus sentimientos. Y yo también te amo y estábamos destinados a estar juntos. –¿Cómo puedes estar tan seguro? Solo llevamos una semana juntos. –Mi padre solo conoció a mi madre unos días antes de casarse con ella y pasaron veinte maravillosos años juntos. Nosotros lo estaremos al menos cuarenta y veremos crecer a nuestros hijos, casarse y tener hijos. ¿Qué te parece eso? –El final feliz de un cuento de hadas.
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Epílogo. Siete meses después... Era un día hermoso en Nadir, en el ala del hospital reservada para la familia AlKoury. Había sido una noche larga para los que estaban en la sala de partos y Emmeline agradecía el apoyo de su esposo y su hermana, pues diecinueve horas de contracciones la habían dejado agotada y el dolor empeoraba aún más. –Ya casi está –anunció la enfermera. Emmeline movió la cabeza. –Duele mucho. Makin miró a la enfermera de hito en hito. –Dele algo para el dolor inmediatamente. –Demasiado tarde –la mujer miró a Emmeline–. Alteza, en la próxima contracción, respire hondo y empuje. –¿Sin darle algo para el dolor? –insistió Makin. –Sí, Makin –contestó Hannah desde el otro lado de la cama–. Tú has insistido en estar presente para ayudar, pero gritando así no ayudas, así que calla o márchate. Makin apretó los dientes, pero su expresión se suavizó en cuanto miró a Emmeline. –Lo siento –le apartó el pelo de la cara mojada–. Odio verte sufrir. Emmeline apretó con una mano a Hannah y con otra a Makin y concentró toda su energía en traer a su bebé al mundo. –¡Ya está! –exclamó la enfermera–. Ya está aquí su hija. La niña soltó un grito penetrante. –¡Oh, Emmeline, es preciosa! –Hannah besó a su hermana en la mejilla–. Felicidades. Emmeline miró a su esposo, que solo tenía ojos para la recién nacida. –¿Puedo sostenerla? –preguntó él a la enfermera. –¿Quiere esperar a que la limpie? –No, he esperado demasiado para conocer a mi hija. Los ojos de Emmeline se llenaron de lágrimas cuando la enfermera le pasó la niña a Makin. Este la sostuvo contra su pecho. –Jacqueline Yvette –dijo con suavidad. Y la niña dejó de llorar–. ¿Qué opinas del nombre? –preguntó a Emmeline, acercándole a la niña.
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Emmeline miró a su hija. Era una cosita roja con una mata de pelo oscuro. –Es perfecto –musitó. Makin se inclinó a besarla. –Como su madre. La reina Hannah Jacqueline Patek salió emocionada de la habitación para ir a decirle a su esposo que la siguiente generación de princesas hermosas acababa de llegar.
Fin
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