El libro y la edición en Cataluña: apuntes y esbozos
El libro y la edición en Cataluña: apuntes y esbozos
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© 2001 Manuel Llanas i Pont © 2004 por la presente edición Gremi d’Editors de Catalunya València, 279 - 08009 Barcelona
Traducción de: M. Llanas y M. Farran Coordinación, realización y producción: KOSMOSS.L.
ISBN: 84-932300-5-7
D.L.: B-10996-2004
Primera edición: marzo 2004
Presentación
La historia del libro y de la edición integran un capítulo imprescindible de la historia de la cultura. Para justificar tal aserto viene en mi ayuda un filósofo italiano, Eugenio Garin, quien, al recopilar en 1991 sus ensayos sobre la materia, dejó escritas observaciones como las siguientes:
La historia de la cultura no se hace […] sin hacer historia de la edición, y no sólo de su organización concreta, sino de la trama sutil de los diferentes vínculos que se establecen entre todos cuantos contribuyen al nacimiento de un libro, de una revista, de un ejemplar de una publicación cualquiera. Esta realidad, a mi entender innegable, no suele tener eco en el ámbito académico hispánico, que, en general, no ha fijado un área de conocimiento que trate del libro y de la edición de forma explícita y específica. Ello repercute en una carencia crónica de monografías sobre el mundo de la edición, cuya presencia en las grandes obras de síntesis y de referencia resulta, por consiguiente, subalterna y marginal. En visible contraste, culturas como la francesa, la anglosajona y la italiana, por citar tan sólo tres entre las punteras en el asunto que nos ocupa, han generado y generan estudios
y balances históricos que, sustentados en una amplia bibliografía de base, revisan y actualizan periódicamente las trayectorias editoras respectivas.
La necesidad de emprender el estudio de la edición catalana se me impuso hace media docena de años, en la Universidad de Vic. Se me había confiado a la sazón la docencia de una asignatura, la historia del libro impreso, cuya trascendencia aún sigo intentando transmitir a los estudiantes. Poco después, y en la misma universidad, empezaba a dirigir las actividades de un grupo de investigación, que ha trabajado y trabaja alrededor de las relaciones entre edición y traducción en la Cataluña contemporánea. No tuve más que tantear el tema de estudio para darme cuenta de que casi todo estaba por hacer. A renglón seguido me señalé el propósito de comenzar a abordarlo seleccionando las fuentes documentales: bibliografía y archivos públicos y privados. Fue al concluir tal tarea cuando tomé conciencia plena de una paradoja ya intuida: conocemos mejor la edición antigua (con la incunable en primer y destacado lugar) que la contemporánea. Era urgente, pues, poner manos a la obra e intentar sacar del olvido un cúmulo de iniciativas editoriales del mayor interés.
En fin: dado este conjunto de circunstancias, era fatal que la propuesta del Gremio de Editores de Cataluña me sedujera enseguida. Se trataba y se trata de elaborar una aproximación histórica a la edición catalana, una síntesis estructurada de lo que se sabe de ella complementada con lo que indagaciones y pesquisas, limitadas en el tiempo, puedan aportar. En el contexto
de dicho proyecto, que debe culminar en 2006 y del cual está a punto de ver la luz el tercer volumen (correspondiente al siglo XIX), se consideró asimismo la conveniencia de redactar una especie de pórtico que ofreciera, de forma esquemática, una serie de apuntes sobre aspectos relevantes de la historia de la edición en Cataluña. He aquí, pues, el origen del presente libro, que alterna contenidos amplios y sustantivos con otros más concretos y adjetivos. Y que aspira a reflejar, aunque sea pálidamente, la riqueza de una dilatada tradición cultural. Una tradición que constituye una inmejorable carta de presentación y al mismo tiempo uno de los más legítimos orgullos de la nación catalana.
Manuel LlanasLa época incunable
asta el año 1500 las primeras imprentas se instalan en Barcelona (1473; fecha no segura pero más que probable, que la convertiría en la ciudad pionera), Tortosa (1477), Lérida (1479), Gerona (1483), Tarragona (1484) y Montserrat (1499). Si de Cataluña pasamos a los actuales territorios de lengua catalana, tenemos que añadir a la nómina Valencia (1474), Valldemossa (1485) y Perpiñán (1500), y Zaragoza (1475) si ampliamos la perspectiva a la antigua Corona de Aragón. En las nueve localidades de lengua catalana se imprime un total estimado de 258 obras, 135 de las cuales en latín (un 51%), 117 en catalán y 6 en español. En el conjunto de Europa son cifras muy modestas, con porcentajes, además, sesgados, porque en la misma época la imprenta europea difunde un 77% de los libros en latín, un 22% en lenguas vulgares y un 1% en griego y en hebreo, magnitudes que revelan una producción muy decantada hacia las obras en la lengua sabia, las únicas sin fronteras lingüísticas y, por lo tanto, las únicas exportables. Se sabe, para citar un caso quizá extremo, que la imprenta veneciana exportaba las cuatro quintas partes de lo que producía. Por contraste, en Cataluña se tiende al consumo interior. En palabras del doctor Jordi Rubió, nuestros impresores de la etapa incunable no se arriesgan a montar grandes empresas de edición y se contentan
Phocas. De principalibus orationis pantibus (Barcelona: Pere Posa, 1488)
con la ganancia fácil del libro importado en latín (religioso, jurídico y escolar) y del libro local en catalán (popular, literario y también jurídico). Fueron unos buenos comerciantes, pero unos industriales medrosos. Además, la imprenta barcelonesa no dispone de instituciones culturales que la amparen o la apoyen. El Estudi General de Barcelona, por ejemplo, celoso de sus privilegios y a diferencia, pongamos por caso, de la universidad de Salamanca, volvió siempre la espalda a la edición. Pero cabe añadir que a escala peninsular el panorama no es más halagüeño. Así, en el resto de la península Ibérica trabajan 46 imprentas en 21 localidades, con una producción aproximada de 650 obras. Nada que ver, ni de lejos, con las 500 imprentas italianas, las 200 alemanas o las 160 de Francia.
Sí que nos parecemos a Europa, en cambio, en las tiradas (entre 400 y 500 de media, con unos mínimos de 100 y unos máximos de 2.000), y en el origen de los impresores, la gran mayoría alemanes, hasta el punto de que en Barcelona en el siglo XV sólo encontramos tres impresores catalanes: Pere Posa, Pere Miquel y Gabriel Pou. (Un cuarto nombre, el de Bartomeu Labarola, no es seguro que fuese catalán.) A su lado aparecen a menudo los nombres de Enric Botel, Joan Planck, Joan Rosenbach, Jordi von Holtz y Nicolau Spindeler, profesionales nómadas que volvemos a encontrar en una serie de ciudades, en solitario o asociados con otros colegas. Todos hacen de impresores y de editores y alguno hasta regenta una librería, si bien el oficio de librero, de larga tradición previa, no llega nunca a confundirse con los dos primeros.
Si el primer libro impreso conocido en catalán son las Obres o trobes en llaors de la Verge Maria, aparecido en Valencia en 1474, el primer impreso en catalán en Cataluña es una traducción (el Regiment de prínceps, de Egidio Colonna), aparecida en 1480. De manera parecida, la Suma d’art d’aritmètica, impresa en Barcelona en 1482, es el primer libro de matemáticas publicado en la península Ibérica. Si bien es verdad que el libro impreso rebajó el precio del manuscrito entre una quinta y una octava parte, continuaba siendo en general un producto caro. El elemento más costoso en la elaboración del libro era el papel, superior al proceso de impresión mismo (material tipográfico incluido), y el precio de venta era el doble, o se aproximaba, del de la impresión. Un precio que,
Página de la Suma d’art d’aritmètica (Barcelona: Pere Posa, 1482), de Francesc de Santcliment, la primera obra de matemáticas impresa en la península Ibérica
A la izquierda, detalle de otra página del mismo libro
Tipos del Flos Sanctorum romançat
(Barcelona: Joan Rosenbach, 1492)
evidentemente, no nos dice nada si no lo comparamos con otros de otros ámbitos de la vida cotidiana. Los misales eran los libros más caros: un Breviario de Vic de 1498 se vendía a dos libras (una libra, igual a 24 sueldos). En el otro extremo, un libro de horas popular se vendía a un sueldo. Un año antes, en 1497, el alquiler de una tienda en la barcelonesa plaza de Sant Jaume valía media libra al mes; y el jornal de un cajista veneciano (es decir, un operario cualificado) era, el mismo año, de dos libras y media mensuales, más otra libra en concepto de alojamiento y alimentación. Un último aspecto que destacar es el grado de difusión de nuestro libro incunable, que en 1490 ve aparecer el primer best seller en catalán, Tirant lo Blanc. Esta primera edición, en efecto, realizada en Valencia, constó de 715 ejemplares, equivalentes, atendiendo a la demografía catalanófona de entonces y ahora, a una tirada actual de unos 8.500. Todo un éxito, corroborado per el hecho de que en 1497, agotada la primera edición, hubo que hacer la segunda, en Barcelona y de 300 ejemplares.
Un primer incunable hispánico falso
El Libellus pro efficiendis orationibus, una gramática de Bartomeu Mates impresa por el alemán Joan Gherlinc en Barcelona, lleva en el colofón la fecha de 1468. Durante mucho
tiempo pasó por ser el primer incunable hispánico, hasta que el doctor Jordi Rubió demostró que la fecha era errónea y que aquella gramática en realidad se había publicado veinte años después, en 1488.
Montserrat, el sello editorial en activo más antiguo del mundo
A pesar de un sensible vacío de más de dos siglos (entre el XVII y el XIX), la Abadía de Montserrat, en efecto, puede exhibir este título con orgullo. En concreto, hay documentos que parecen probar que se imprimen allí unas bulas en 1493. La abadía albergaba entonces, juntamente con el monasterio de Subiaco (el primer lugar de Europa fuera de Alemania, al lado de Roma, donde, en 1465, llega la imprenta) uno de los únicos talleres tipográficos establecidos
De instructione novitiorum (Montserrat: Joan Luschner, 1499)
Página del Missale Benedictinum, con grabados y viñetas (Montserrat: Joan Rosenbach, 1518)
Diurnale secundum consuetudinem observantie monachorum congregationis sancti Benedicti de Valleoleti (Montserrat: Joan Rosenbach, 1518)
en un monasterio antes de 1501. Así, en 1999 celebraba el quinto centenario del primer libro que se imprimió, en 1499. Montserrat pertenecía desde 1493 a la congregación benedictina de Valladolid, que en 1497 encargó al abad García Jiménez de Cisneros la edición de los libros litúrgicos propios de la congregación. Cisneros buscó a continuación un impresor con experiencia en el ramo y dispuesto a trasladar el taller tipográfico al monasterio, y lo encontró en la figura del alemán Joan Luschner, que el 16 de abril de 1499 acababa de estampar el primer libro montserratino, un pseudoBonaventura: el Liber meditationum vitae Domini nostri Iesu Christi, de 392 páginas y en letra gótica de tres formatos. Era apenas el principio de una intensa colaboración. Porque el abad, aprovechando la ocasión, programó simultáneamente la edición de obras fundamentales de la devotio moderna, por la que estaba muy interesado, y de un amplio repertorio de bulas, que en conjunto llegaron a tiradas próximas a los 200.000 ejemplares. De esta manera, del obrador montserratino de Luschner salieron probablemente, sólo en 1499 y dejando ahora aparte las bulas, un total de ocho libros. Los de carácter litúrgico con tiradas entre 100 y 400 ejemplares, y los de carácter espiritual, entre 800 y 1.000. Entre estos últimos destacan dos pseudoBonaventura más, Tractatus de spiritualibus ascensionibus y De instructione novitiorum, y el código espiritual de los monjes, Regula eximii patris nostri beatissimi Benedicti
A partir de entonces y hasta el siglo XX, Montserrat trabajó sobre todo con impresores barceloneses, en una actividad sometida, como es natural, a los vaivenes de una historia a menudo agitada. En 1918, el abad Marcet hizo instalar otra vez una imprenta e impulsó la actividad editorial. Era la reanudación de una tradición, hoy felizmente continuada con el nombre de Publicacions de l’Abadia de Montserrat.
Los primeros bibliófilos
Sin duda, el más significativo y relevante es el humanista barcelonés Pere Miquel Carbonell (14341517), archivero real, historiador y primo de Jeroni Pau (el primer helenista catalán). Carbonell vivió de lleno la transición del libro manuscrito al impreso, y así lo refleja su nutrida biblioteca privada, integrada tanto por compras personales como por ejemplares que, lejos de su alcance, se veía forzado a copiar, cabe decir que –lo explica el doctor Jordi Rubió– con una magnífica caligrafía y en espléndidos pergaminos. A veces, igualmente, llenaba de notas marginales las obras que leía. La pasión por la cultura contaba, es obvio, pero también un deseo de disciplinarse “ne mulierosus persisterem” (para no persistir en ser inclinado a las mujeres, a ser mujeriego). Y Carbonell todavía aclaraba: “Y esto no lo digo sin razón, porque mi naturaleza es muy libidinosa, y sé seguro que si no me hubiese dado a copiar y a componer libros, me habría envuelto en muchos pecados. Por ello los días de fiesta me dedico a la escritura o al estudio, refugiándome en mi casa en la vida solitaria, para que mi corazón no sea perturbado por las vanidades, y así
Arriba, letra capitular de De principalibus orationis pantibus (Barcelona: Pere Posa, 1488)
Letra capitular de La vida e trànsit del gloriós Sant Jerònim (Barcelona: Pere Posa, 1492)
A la derecha, página de la traducción catalana de las Metamorfosis, de Ovidio (Barcelona: Pere Miquel, 1494)
no ofenda a la majestad de Dios”. Pocos testimonios son tan explícitos como este del papel de los libros como medio de redención de la conducta.
Este sintético perfil de Carbonell puede completarse con un divertido episodio de principios del siglo XX, cuando un lote de incunables latinos procedente de la biblioteca de nuestro archivero apareció en Caldes de Montbui (localidad próxima a Barcelona). Con el cebo
Problemas familiares de Pere Miquel Carbonell
Conocemos aspectos íntimos de la personalidad de Pere Miquel Carbonell gracias a los comentarios y anotaciones sobre su propia vida que escribía regularmente y que Jordi Rubió ha exhumado. Parece ser que no tuvo suerte en el matrimonio, y así en un momento determinado exclama: “nemo libris et uxori deservire potest” (“nadie puede servir a la esposa y a los libros”). Otras preocupaciones familiares, como las
dificultades para casar a tres hijas, perjudicaban su actividad intelectual. No obstante, el doctor Rubió añade que “se sobreponía a todo, y aunque fuera “re uxoria captus” (prisionero del matrimonio), día y noche no deseaba otra cosa que adquirir la doctrina de los hombres ilustres “et nihilominus scribere semper et legere, quae mihi solatia sunt ingentia” (“y a pesar de todo, leer y escribir siempre, que son grandes consuelos”).
de esta noticia, el librero y bibliógrafo Antoni Palau Dulcet (que, satisfecho, describe la chanza en las Memòries d’un llibreter català) publicó en 1908 un catálogo que anunciaba, para el 28 de diciembre, la venta en subasta pública de 29 incunables catalanes de la biblioteca de Pere Miquel Carbonell, entre ellos un ejemplar de la segunda edición (1497) de Tirant lo Blanc. Según el testimonio del propio Palau, no fueron pocos los libreros y bibliófilos víctimas de la inocentada.
Pervivencia del libro incunable. La Inquisición
Los censos de incunables sólo pueden ser aproximados. Para empezar, hay que tener en cuenta que cuando hablamos de obras impresas nos referimos tanto a libros como a opúsculos y hojas sueltas, muchos de los cuales se han perdido, como lo atestiguan los inventarios de bibliotecas y librerías que conocemos. En segundo lugar, también se han perdido ediciones enteras de libros importantes, como lo ejemplifica la traducción catalana de la Biblia publicada en Valencia en 1478 (me refiero a ello en el párrafo siguiente). Esta desaparición masiva de ejemplares de una edición la ilustra un fenómeno paralelo: el hecho de que se conserven tan pocos ejemplares de ciertas obras. De los dos mil que se tiraron en Gerona, en 1495, del Psaltiri laudatori, de Francesc Eiximenis, sólo nos ha llegado uno; de los 715 del Tirant lo Blanc de 1490, tres; o de los 300 del Tirant lo Blanc de 1497, uno solo. En tercer lugar, obras comercializadas en los territorios de lengua
Portada y detalle de Llunari e reportori del temps, de Bernat de Granollachs
catalana a veces se imprimían fuera; es el caso del Llunari, de Bernat de Granollachs, impreso en 1491 en Sevilla; o de trece bulas de cruzada impresas en Toledo (el arzobispado de esta ciudad tenía el privilegio exclusivo); o de un Tractat de pronosticació, aparecido en Toulouse en 1485; o del Liber elegantiarum, de Joan Esteve, y del Psaltiri traducido por Joan Roís de Corella, obras impresas en Venecia en 1489 y 1490 respectivamente.
En la conservación de ciertos incunables ha pesado también la intervención inquisitorial, que a lo largo de los siglos fiscalizó y destruyó con eficacia los libros reputados de heterodoxos. Un aspecto nada
desdeñable de la condena por parte de la Inquisición era la lengua de los libros, sobre todo de los religiosos y bíblicos, que sólo podían circular en latín. El propósito era alejar a la mayor parte del público lector de los textos sagrados, a fin de evitar interpretaciones discrepantes del dogma. En este contexto, las prohibiciones de las traducciones de la Biblia a las lenguas vulgares fueron taxativas, y constituyen, por sí solas, todo un capítulo revelador de los efectos de la actividad inquisitorial. Desde inicios del siglo XIII, cuando las Cortes de Tarragona de 1234 prohibieron la posesión de “llibres de Vell o Novell Testament en romanç” (libros del Viejo o Nuevo Testamento en romance), abundan las noticias sobre la existencia de versiones catalanas de las Sagradas Escrituras. A principios del siglo XV, dos reinas, Violante de Bar y María de Castilla, expresan el deseo
En la página anterior, obra de Erasmo de Rotterdam, mutilada, en una biblioteca de la Compañía de Jesús
Arriba, colofón de la Biblia valenciana de 1478
Arriba, Històries e conquestes del rei d’Aragó (Barcelona: Carles Amorós, 1534)
En la página siguiente, un clásico de la cocina catalana, obra de Robert de Nola publicada por Carles Amorós en Barcelona en 1520 (Llibre de doctrina per a ben servir, de tallar i de l’art de coc) y un vocabulario catalánalemán y alemáncatalán impreso por Joan Rosenbach en Perpiñán en 1502
de disponer de una “Bíblia en romanç molt bona”, y consta que en 1427 el rey Alfonso el Magnánimo compró una. Pero a fines del mismo siglo, a las suspicacias tradicionales de la jerarquía católica sobre las versiones bíblicas se añadió la grave sospecha de estar vinculadas al judaísmo, que así podría pervivir entre los conversos. Cabe decir que no eran sospechas infundadas; consta la existencia, a mediados del siglo XV, de numerosas biblias en hebreo, al margen de las versiones catalanas. Y, en el siglo XVI, se extendió el temor por el luteranismo. Todo esto desencadena un celo extremado en la persecución de las traducciones bíblicas. Se trata de un proceso con unos hitos cronológicos muy precisos. En 1447, por ejemplo, delante de la catedral de Barcelona se quemaron veinte biblias, por fuerza traducidas. Con el establecimiento de la Inquisición castellana la persecución se hizo obsesiva. En 1492, de nuevo en Barcelona, “foren cremades, en la plaça del Rei de la present ciutat, las bíblies en pla [es decir, en romance, traducidas del latín] altres llibres descendents de la Bíblia, los quals llibres foren en grandíssim nombre”. Nada ilustra mejor esta historia como la peripecia de la primera traducción catalana impresa de la Biblia, estampada en Valencia en 1478 y supuestamente traducida por Bonifaci Ferrer, hermano de san Vicente muerto en 1417. La bibliofobia inquisitorial llegó a tal punto que, de esta Biblia, sólo conservamos un ejemplar del libro de los Salmos (París, Biblioteca Mazarina) y la hoja final con el colofón. Las vicisitudes de este libro fueron tantas, a lo largo del siglo XV y posteriormente, que dieron origen a una novela policiaca de Rafael Tasis (La Bíblia valenciana).
El siglo XVI
Según el célebre inventario de Norton (A descriptive catalogue of printing in Spain and Portugal [15011520]), a principios del siglo XVI Venecia contaba con 150 talleres tipográficos, y toda la península Ibérica con sólo 30. Se puede decir que la imprenta y la edición catalana no salen de la situación precaria y subalterna, a escala europea, en la que nacen. Sí que varía, y mucho, la lengua de las ediciones. Para tener una idea de este aspecto, transcribo unos porcentajes referidos a la ciudad de Barcelona. En la primera mitad del siglo eran los siguientes: 46% en catalán,
Ilustración del Consolat de mar (Barcelona: Joan Rosenbach, 1518)
Abajo, a la izquierda, Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega (Barcelona: Carles Amorós, 1543)
Abajo, a la derecha, portada de la Crònica de Ramon Muntaner (Barcelona: Jaume Cortey, 1562)
40% en latín y 14% en español. Y en la segunda mitad el español sube mucho, ganando terreno al latín y, sobre todo, al catalán: 18% en catalán, 27% en latín y 55% en español. Si en el siglo anterior la mayoría de impresores eran alemanes, en el XVI serán franceses y provenzales. Lo son, pongamos por caso, Carles Amorós, Pere Montpesat y Claudi Bornat, activos en Barcelona, y Arnau Guillem de Montpesat, pariente del segundo y editor, en Tortosa y en 1539, del famoso Llibre de les costums generals escrites de la insigne ciutat de Tortosa. Dentro de esta centuria, en Tarragona el impresor de más relieve es Felip Mei, hijo del flamenco Joan Mei, establecido en Valencia. En Barcelona, mientras Carles Amorós da a la estampa,
entre otras obras notables, el Llibrede doctrina per a ben servir, de tallar i de l’art del coc (1520), el primer libro de cocina impreso en el mundo, obra del cocinero Robert de Nola, las Obres de mossèn Ausiás March ab una declaració en los marges de alguns vocables escurs (1543) y Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega (1543), el también librero Jaume Cortey publica la segunda edición de la Crònica de Ramon Muntaner (1562; la primera edición, de 1558, se publica en Valencia) y Claudi Bornat, activo mercader del libro, introduce la cursiva y los tipos griegos y hebreos y produce sobre todo para el mercado eclesiástico y universitario. Todo parece indicar que la consideración social de los impresores, o al menos de la mayoría, era mucho menor que la dispensada a los libreros, que en 1553 y en Barcelona fundan el primer gremio profesional, la Cofradía de Sant Jeroni dels Llibreters, que sólo acepta a los impresores bien entrado el siglo XVIII (reinado de Carlos III) a pesar de las reiteradas peticiones de estos últimos.
Joan Guardiola, editor y librero del Renacimiento
Joan Guardiola, nacido en Tàrrega, instalado en la actual calle barcelonesa de la Llibreteria y muerto en 1561, es un ejemplo del empuje y de la pujanza económica de los editores y libreros que, dedicados a la importación de libros y a la defensa gremial de los intereses propios, dan la espalda a los impresores locales. De hecho, Guardiola, miembro fundador de la Cofradía de Sant Jeroni dels Llibreters, contaba ya, en
el momento de ingresar en el oficio, con un cuantioso patrimonio personal, obtenido por vía hereditaria y matrimonial. Como editor, en solitario o asociado, se le conocen veinticuatro títulos, catorce de los cuales en catalán (obras religiosas, históricas y de consumo) y diez en latín (obras litúrgicas –a menudo encargadas por el obispado de Urgel–y jurídicas). Como librero, el grueso de su clientela procedía de medios jurídicos (36,5%), eclesiásticos (33%) y de otras librerías (8,5%). El inventario de los fondos de la librería de Guardiola, realizado a su muerte por libreros expertos siguiendo instrucciones suyas, distribuye los libros en cinco grupos:
1) teología; 2) leyes; 3) humanidades, poesía y filosofía; 4) istrología (sic; comprende matemáticas, cosmografía y astrología) y medicina; y 5) música. El número más elevado de ejemplares corresponde, con mucha diferencia, al tercer grupo (libros destinados en especial a los estudiantes), seguido por el primero, el segundo, el cuarto y el quinto. Por contraste, los libros más caros eran los del segundo y el primer grupos (juristas y eclesiásticos, los clientes con mayor poder adquisitivo), y los más baratos, los del tercero. El factor precio es inseparable del formato. Los libros más económicos abandonan el folio en beneficio del octavo, tamaño que, aparte de ser más manejable, reduce sensiblemente los costes. No hace falta explicar, pues, por qué el 74% de los libros del tercer grupo eran en octavo. Un último dato: de media y de forma aproximada, un ejemplar del segundo grupo costaba el doble que otro del primero, cinco veces más que uno del cuarto o del quinto y multiplicaba por diez el precio de uno del tercero.
El siglo XVII
En la misma línea de modestia tipográfica y editora de los siglos anteriores y con una producción también destinada al consumo interior, el 40% de los libros son obras de devoción, sermones y tratados teológicos, seguidas por la literatura y por la filosofía política. Justamente, en los países de lengua catalana se imprime una parte nada despreciable de la literatura española del siglo de oro. Se consolida, pues, la hegemonía bibliográfica del español, que relega el catalán al terreno de las publicaciones populares: libros de lectura escolar, pliegos y hojas sueltas u opúsculos de poca entidad. Un millar mal contado de registros de libros impresos en esta centuria en Barcelona proyecta el resultado siguiente: 672 en español, 222 en latín y 112 en catalán. En la misma capital de Cataluña sobresalen, entre otros nombres, los de Sebastià Cormellas,
Portada de dos hojas de noticias, de 1641 y 1645, impresas por Gabriel Nogués
Expedición de los catalanes y aragoneses contra turcos y griegos (Barcelona: Llorenç Déu, 1623)
Ordinario de la diócesis barcelonesa impreso en el taller de los Cormellas
Detalle de Delicias del Parnaso, de Luís de Góngora (Barcelona: Pere Lacavalleria, 1634)
padre e hijo, Sebastià y Jaume Matevat, Esteve Lliberós, Pere y Antoni Lacavalleria, Joan Jolis, Jeroni Margarit y Rafael Figueró. Margarit, por ejemplo, publicaba el 1609 la Crònica universal del Principat de Catalunya, de Jeroni Pujades; y el 1634 Pere Lacavalleria estampaba Delicias del Parnaso, de Luis de Góngora, una colección de poemas con el texto depurado. No obstante, el fenómeno nuevo y emergente de la edición en este siglo son las hojas de noticias impresas, una forma embrionaria de prensa que toma una gran importancia a partir de la guerra de los Segadores. Un historiador británico, Henry Ettinghausen, ha estudiado estas publicaciones y ha reproducido muchas de ellas en facsímil. Mitad informativas y mitad propagandísticas, las confeccionaban muchos impresores de la época, eran de aparición irregular y constaban de 4 o, como máximo, 8 páginas. Valga como muestra este título, estampado en Barcelona por Jaume Matevat el 1641: Relació molt verdadera de la victòria que han tingut les armes franceses y catalanes contra lo exèrcit de los castellans junt a Tarragona. Pues bien: en este contexto se sitúa la figura de Jaume Romeu.
Jaume Romeu: un recuerdo
Dedicado sobre todo a las hojas de noticias, Romeu se convierte, en Barcelona, al menos en la intención, en el promotor (impresor y editor a la vez) del primer semanario aparecido en la península Ibérica: Gaseta vinguda a esta ciutat de Barcelona, per l’ordinari de París, vui a 28 de maig, any 1641. Traduïda del francès en nostra llengua catalana. “Gaceta” era la denominación que, en Europa, se había generalizado para designar a los semanarios. El nombre y el modelo los había fijado, en París, Théophraste Renaudot, un protegido del cardenal Richelieu que en 1631 empieza a publicar la Gazette de France, pronto muy imitada. Romeu, pues, se apunta a la moda aprovechando los acontecimientos bélicos y, por tanto, el deseo de noticias por parte del público lector. Y encabeza el primer número del semanario con una presentación que demuestra, a la vez, intuición mercantil y sensibilidad cultural: su Gaseta será útil tanto al lector en general como al historiador, del presente y del futuro. Como es corta y de gran interés, merece la pena traducir entera esta presentación:
La curiosidad de los impresores de Francia me ha dado ocasión de que los imite, pues lo que es bueno siempre es imitable. Estas cartas, nuevas verdaderas per tantos títulos, están foliadas y notadas con letra de cuaderno, para que los curiosos puedan juntar todos los sucesos que suceden en Europa, en particular en cada año, para que así los historiadores vayan seguros y advertidos. Así proseguiré, y quien quiera tener esta curiosidad de quererlo juntar y encuadernar podrá, y quien no sabrá los sucesos asegurados, e impresos ya, enviados cada semana de París.
La imprenta del Quijote
Estamos en el capítulo LXII de la segunda parte de la novela. El protagonista, llegado a Barcelona, donde lo hospeda Antonio Moreno, acaba de presenciar el fantástico episodio de la cabeza parlante. En un momento determinado, a don Quijote le apetece pasear por la calle a pie, sin prisas y a ser posible sin llamar mucho la atención:
Diole gana a don Quijote de pasear la ciudad a la llana y a pie, temiendo que si iba a caballo le habían de perseguir los mochachos, y, así, él y Sancho, con otros dos criados que don Antonio le dio, salieron a pasearse. Sucedió, pues, que yendo por una calle alzó los ojos don Quijote y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: «Aquí se imprimen libros», de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en esta, enmendar en aquella, y, finalmente, toda aquella máquina que en las emprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón [cada una de las secciones de la imprenta, centrada alrededor de una caja tipográfica] y preguntaba qué era aquello que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales; admirábase y pasaba adelante. Llegó en esto a uno y preguntóle qué era lo que hacía. El oficial le respondió:
– Señor, este caballero que aquí está –y enseñóle un hombre de muy buen talle y parecer y de alguna gravedad– ha traducido un libro toscano en nuestra lengua castellana, y estoyle yo componiendo, para darle a la estampa.
El animado coloquio subsiguiente con el traductor sobre las virtudes de la traducción, don Quijote la amplía con preguntas como esta: “Pero dígame
vuestra merced: este libro ¿imprímese por su cuenta o tiene ya vendido el privilegio a algún librero?” El diálogo se enzarza entonces en denunciar los trapicheos de impresores y libreros, solos o conjurados, para engañar al autor, por más que, en este caso, se trate de un traductor (el cual disfrutaba de plenos derechos de edición, ya que el autor era extranjero). He aquí la respuesta del traductor a la pregunta y la continuación y el final de la conversación:
Don Quijote paseando por Barcelona según un grabado de Gustave Doré. Al fondo, la basílica de Santa María del Mar
En la página siguiente, una edición más de una novela muy divulgada: el Partinobles (Barcelona: Joan Jolis, 1729)
Relación diaria del sitio de Barcelona, capital del Principado de Cataluña (Gerona: Gabriel Bro, 1714)
– Por mi cuenta lo imprimo respondió el autor– y pienso ganar mil ducados, por lo menos, con esta primera impresión, que ha de ser de dos mil cuerpos [ejemplares], y se han de despachar a seis reales cada uno en daca las pajas [en un abrir y cerrar de ojos].
– ¡Bien está vuesa merced en la cuenta! –respondió don Quijote–. Bien parece que no sabe las entradas y salidas de los impresores y las correspondencias que hay de unos a otros. Yo le prometo que cuando se vea cargado de dos mil cuerpos de libros vea tan molido su cuerpo, que se espante, y más si el libro es un poco avieso y nonada picante.
– Pues ¿qué? –dijo el autor–. ¿Quiere vuesa merced que se lo dé a un librero que me dé por el privilegio tres maravedís, y aun piensa que me hace merced en dármelos? Yo no imprimo mis libros para alcanzar fama en el mundo, que ya en él soy conocido por mis obras: provecho quiero, que sin él no vale un cuatrín [moneda de poco valor] la buena fama.
Estas invectivas contra impresores y libreros, hijas seguramente de experiencias amargas que tuvo con ellos, Cervantes las prodiga en otras de sus obras. Todo indica que las relaciones del gran escritor con impresores y libreros merecerían una monografía, de la cual ahora sólo tocamos un aspecto: la imprenta que aparece en el Quijote. La crítica ha sostenido y sostiene que la descripción que se acaba de transcribir corresponde al taller tipográfico de Sebastià Cormellas padre, natural de Alcalá de Henares como Cervantes y probablemente conocido suyo. Se trata de la hipótesis más verosímil, reforzada además por el hecho de que el escritor debía de frecuentar aquella imprenta durante la única estancia segura que hizo en Barcelona, en verano de 1610.
El siglo XVIII
El hecho determinante de la producción impresa es el desenlace de la guerra de Sucesión, con la derrota, a principios de siglo, de Mallorca, el País Valenciano y el Principado de Cataluña a manos de los ejércitos borbónicos de Felipe V. La edición en los territorios vencidos se resiente mucho, porque esta derrota provoca, entre otras cosas, la implantación de la legislación castellana del libro (mucho más restrictiva y llena de monopolios), el desplazamiento de la manufactura del papel y el nombramiento de un impresor real. Para rematarlo, en Cataluña la situación se agrava porque se concede a la imprenta de la
universidad de Cervera (creada en 1717) el privilegio de imprimir los libros de todos los niveles de enseñanza (privilegio que, todo hay que decirlo, a menudo se vulneró). En estas condiciones, la actividad de los impresores está en función de las simpatías que desvelan entre los vencedores. Uno de ellos, Rafael Figueró, barcelonés, austriacista y, así pues, partidario de los vencidos, desaparece del mapa; por contra, otro, Josep Teixidor, renegado notorio, es nombrado impresor real (título, cabe decirlo, más honorífico que sustancioso). Aún así, a lo largo del siglo trabajan familias de impresores de relevante y positiva actividad: los Martí, los Surià o los Piferrer (de quienes me ocupo un poco más adelante).
Hacia el último cuarto de siglo, una serie de factores (entre los cuales una cierta reducción del analfabetismo, el fortalecimiento del tejido urbano y el incremento del comercio con España y América) permite que la producción editora barcelonesa pueda remontar un poco. A lo largo del siglo, la imprenta llega por primera vez a una serie de ciudades catalanas, como Cervera, Figueres, Manresa, Mataró, Olot, Reus, Tremp, Vic y Vilafranca del Penedès. Disponemos de algunas cifras, por desgracia muy parciales y demasiado locales, sobre la lengua de todas estas ediciones. En Barcelona, durante la primera mitad del siglo XVIII sólo se imprime en catalán el 5% de la producción. Y en Gerona, a lo largo de todo el siglo, los talleres de los Bros y Oliva imprimen en las proporciones siguientes: 21% en catalán, 23% en latín y 56% en español.
Carles Gibert y las trabas legales del setecientos contra el libro
De todas las figuras vinculadas al libro a lo largo del siglo XVIII, la del librero, editor e impresor barcelonés Carles Gibert Tutó es la más significativa de la manera en que los impedimentos legales y, por tanto, externos, estrangulan el espíritu de iniciativa. Como librero, Gibert suministraba a su clientela todo tipo de libros, extranjeros incluidos, a los precios más bajos. Y ofrecía catálogos de las existencias, precedidos de prólogos llenos de interés. Como editor le conocemos, entre otras, una colección de comedias representadas por entonces en Barcelona, y no clásicas, sino traducidas del francés y del italiano. Y como impresor, en 1775 disponía, según él, del taller mejor equipado de Barcelona: cuatro prensas y un nutrido repertorio tipográfico. Además, y con el deseo de ampliar la producción y completar el ciclo de elaboración del libro, se había hecho construir, en Gelida (cerca de Barcelona), un molino papelero. Con el aval de todo este utillaje y trayectoria, en 1788 Gibert envía un memorial al Consejo de Castilla, que, desde el decreto de Nueva Planta, era el único organismo que podía conceder licencias de impresión. Un memorial que solicitaba “la competente facultad para reimprimir todas y cualquiera de las obras que ya anteriormente
Felipe V y el libro
El muro de incomprensión con el que choca la solicitud de Carles Gibert es fruto del monopolio del Consejo de Castilla en la concesión de licencias de impresión. Un monopolio que, fijado en Castilla por una pragmática de 1558, se extiende también a los reinos vencidos en virtud del decreto de Nueva Planta. En este contexto, una cédula de Felipe V con fecha de 17 de diciembre de 1716 detalla el procedimiento de imposición de la legislación castellana sobre el libro “en los reinos de Aragón, Valencia y Cataluña”, aduciendo “la abolición de los fueros y [las] nuevas reglas establecidas para el mejor gobierno de cada uno de los expresados Reinos”. De los supuestos abusos que la cédula denuncia y trata de corregir hay unos cuantos que resultan penosamente recurrentes, como las “perjudiciales consecuencias [del libro] contra la pureza de nuestra sagrada religión, buenas costumbres, derechos y regalías de la Corona”. En contraste, otros propósitos, como la preservación de los derechos de las ediciones legales, eran objetivamente beneficiosos.
Página siguiente: Teatro de los niños o Colección de composiciones dramáticas para uso de las escuelas y casas de educación, una obra escolar publicada en 1828 por la casa Piferrer
La Gramàtica i apologia de la llengua catalana, de Josep Pau Ballot, la publica en Barcelona en 1814 Joan Francesc Piferrer. Detalle de signos de puntuación
se hubiesen dado a la prensa con licencia del Consejo, exceptuando aquellas que disfruten privilegio privativo y prohibitivo”. Gibert fundamentaba el plan editorial en la reimpresión de obras de mucha demanda y lo defendía esgrimiendo argumentos de distinto carácter, sobre todo culturales (elevación del nivel de la instrucción pública) y económicos (encarecimiento de los libros venidos de Madrid debido al transporte y necesidad de mantener un agente para tramitar continuamente las licencias de impresión). Añadía todavía que la apertura del puerto barcelonés al comercio americano permitía exportar a aquel continente libros más baratos que los publicados en Madrid. Todo fue inútil. En agosto del mismo 1788 el Consejo de Castilla le denegaba la solicitud. En cualquier caso, Gibert vivió frecuentemente asediado por problemas económicos, por deudas y por acreedores. En 1807, cuando tenía unos setenta años, su nombre figura en el catastro de libreros e impresores como pobre de solemnidad. Como se pregunta Jaime Moll (el estudioso a quien debo estas noticias), ¿se trataba de un ardid fiscal o del triste fin de un hombre de empresa?
La casa Piferrer: libreros, impresores y editores
En Barcelona, la casa impresora y editora de más empuje a lo largo del siglo XVIII, a distancia de las demás y equiparable a las madrileñas de Ibarra o de Sancha, es la de la dinastía de los Piferrer, instalada en la plaza del Ángel desde 1702 hasta 1868, año en que cierra para siempre. La trayectoria de esta
empresa, por fortuna estudiada, da a conocer muchas informaciones reveladoras del mundo del libro en la Cataluña de la época. Los Piferrer empiezan con un negocio de librería, y a medida que prosperan se aventuran en la impresión (a partir de 1715, el día siguiente de la derrota) y abren varias tiendas. Su ideología nos la dibuja un dato: un miembro de la estirpe, Tomàs Piferrer, ostentó los títulos de impresor real y de impresor del Santo Oficio de la Inquisición. La política de edición de la casa se dirigía a cinco
tipos de clientela: las instituciones políticas y administrativas, los organismos religiosos y educativos, los profesionales libres (sobre todo juristas), el lector popular (literatura de consumo: aleluyas, romances, gozos) y el profesional del libro (distribución y comercialización de libros destinados a otras librerías). De la magnitud de la empresa de los Piferrer, que tiene relaciones comerciales sobre todo con España, dan fe las cifras de libros que, en 1794, se albergaban en el edificio central de la plaza del Angel: 250.000 ejemplares, correspondientes a más de mil títulos.
La edición romántica
Está integrada por una serie de nombres que, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, viven la transición del Antiguo al Nuevo Régimen, ideológicamente motivada por el impacto de la Revolución Francesa y del Romanticismo. Conocen algunas de las grandes novedades técnicas que en el mundo del libro aporta la Revolución Industrial, pero, ya sea por falta de recursos económicos o de coraje, las aplican con timidez. Al fin y al cabo, trabajan aún de forma semiartesanal, sujetos a un concepto tradicional del oficio que, pongamos por caso, consideraba inseparables las figuras del librero, del impresor y del editor. (Dicho sea de paso, en nuestro país el perfil que hoy tiene la profesión de editor es de implantación y consolidación muy tardías.) Pero una cosa es cierta: de nombres hay donde escoger, porque entre 1800 y 1850 en Cataluña tenemos registrados unos 150 impresores-
editores, algunos de ellos medianos y la gran mayoría pequeños. Para ilustrar este panorama he escogido tres de los primeros.
La casa Brusi, de mucho renombre gracias al Diario de Barcelona, entra en el siglo XIX de la mano de Antoni Brusi Mirabent (1782-1821), que tenía instalada la imprenta en la calle de la Llibreteria y trabajaba a menudo por encargo de la Junta de Comercio. En 1819 crea una acreditada fundición de tipos y al año siguiente, asesorado por el discípulo principal de
Al lado y arriba, cubierta, letra capitular y página de Recuerdos y bellezas de España, obra romántica por excelencia publicada por Joaquim Verdaguer
Los trobadors moderns, obra publicada en Barcelona por Salvador Manero en 1859, es una de las antologías más célebres de la poesía romántica catalana
Senefelder, se convierte en uno de los primeros introductores de la litografía en España. Su sucesor, Josep Antoni Brusi Ferrer (1815-1878), formado en Europa, lleva la casa a su punto más alto: multiplica la difusión del diario, que bajo la dirección de Joan Mañé Flaquer vive la época dorada, y edita obras de renombre (entre otras, las de Jaime Balmes) y revistas ilustradas que, como El álbum de las familias (18591861), eran suplementos del Diario. Brusi Ferrer nos legó unas memorias, escritas alrededor de 1865, llenas de noticias interesantes. Con la tercera
generación, representada por Antoni Maria Brusi Mataró (1846-1887), se inicia la decadencia de la casa a pesar de la publicación de una extensa colección de novelas, asociada al periódico.
Hijo de Vicenç Verdaguer Vila (nacido en 1752 y regente de la imprenta Herederos de la Viuda Pla), Joaquim Verdaguer Bollich (1803-1864) funda la imprenta y la editorial que llevan el nombre familiar en 1828 en Barcelona, donde utiliza, por primera vez en España, una prensa de hierro Stanhope y abre
Tommaso Grossi. La noia fugitiva (Barcelona: Joaquim Verdaguer, 1834)
Esta historia de España, de Romey, fue traducida y publicada por Antoni Bergnes de las Casas
en la Rambla del Mig la librería Verdaguer, la primera que tuvo un fondo de obras en francés. Joaquim Verdaguer, que había aprendido el oficio de cajista en la casa Didot de París, publica muchas de las primeras obras de la “Renaixença” catalana y Recuerdos y bellezas de España (1839-1865), una de las obras más prestigiosas de la edición romántica hispánica. Un hijo suyo, Àlvar Verdaguer Coromina (1839-1915), continúa el negocio paterno, amplía la librería (que congregaba una tertulia a la que asistían personalidades como Milá Fontanals, Joaquim Rubió Ors, Josep Balari Jovany, Víctor Balaguer y Valentí Almirall y que no cierra hasta 1959) y, desdoblado de
escritor, colabora en publicaciones como Lo Gai Saber o La Renaixensa. Àlvar Verdaguer es el impresor, por ejemplo, de algunos volúmenes de la colección Biblioteca Catalana, dirigida por Marià Aguiló, y de obras varias de este último.
Tres miembros más de la familia tienen relación con el mismo ramo. Una hermana de Verdaguer Bollich, Francesca (nacida en 1790), trabaja de cajista en la casa Brusi, durante la invasión napoleónica acarrea una prensa portátil y, como su padre, da continuidad a la casa Herederos de la Viuda Pla. Los otros dos eran hermanos de Àlvar: Dionís (1829-1858), que
Portada de la revista Museo de familias, publicada por Antoni Bergnes de las Casas
Letra capitular utilizada por Tomàs Gorchs en su edición del Quijote de 1858
trabaja en la librería Reinvald de París y después con su padre, y Celestí, que, instalado en Barcelona por cuenta propia, gana fama con la impresión de carteles cromolitográficos de grandes dimensiones.
La razón social Imprenta de A. Bergnes y Cía, activa entre 1830 y 1843, la promueve y sostiene Antoni Bergnes de las Casas (1801-1879), catedrático de griego y rector de la Universidad de Barcelona, padre del helenismo moderno en Cataluña y renovador de la enseñanza de lenguas. Se trata de una librería, imprenta y editorial muy importante para la difusión de la literatura romántica y, a pesar de su corta vida, de una gran actividad. Pone en circulación una serie de colecciones en formato pequeño (como la Biblioteca Selecta, Portátil y Económica), destinadas a difundir obras literarias, científicas y de divulgación que el mismo Bergnes a menudo traduce y revisa. También publica títulos de más extensión (como las obras completas de Buffon, en 58 volúmenes) y es pionera en la edición de bibliófilo. Y, al mismo tiempo, impulsa dos revistas: El vapor. Periódico mercantil, político y literario (1833-1835), una cabecera mítica de nuestra cultura que acaba siendo diario, y El museo de familias (1838-1841), con cerca de tres mil suscriptores. Justamente en la redacción de El vapor, Bergnes abre un gabinete de lectura, novedad del momento que se reserva a los suscriptores. Caracterizada por un espíritu de selección, la empresa naufraga económicamente y en 1843 se hace cargo de ella otro editor, Joan Oliveres Gabarró. Hoy en día, Bergnes de las Casas da nombre a la sección de la Biblioteca de Cataluña que conserva el fondo documental y bibliográfico de las cámaras catalanas del libro.
Primeros editores industriales
Bajo este epígrafe reúno tres de las principales casas editoras que, entrada ya la segunda mitad del siglo XIX, aplican las grandes transformaciones que en las artes gráficas produce la Revolución Industrial a la edición, que se convierte así en una industria más. Para ello les hacía falta, por una parte, una fuerte capitalización inicial y, por otra, un extenso mercado consumidor que les permitiese sacar rendimiento de grandes inversiones. De ahí que, en general, la industria catalana del libro en este período trabajase para el público español y latinoamericano.
Agricultura general, una publicación de la casa Salvat de principios del siglo XX
Hoja informativa y publicitaria de 1901
El fundador de la casa Espasa, Josep Espasa Anguera (1840-1911), había emigrado a Barcelona procedente de La Pobla de Cérvoles (comarca de Les Garrigues) y entró en el mundo de la edición abriendo un centro de suscripciones. Entre 1860 y 1877, la editorial, con el nombre de Espasa Hermanos, publica de vez en cuando en catalán; en 1881, Espasa se asocia con Manuel Salvat, su cuñado, y la razón social pasa a llamarse Espasa y Compañía, que dura hasta 1897 y en 1886 se traslada desde la calle Aribau a un edificio nuevo de la Gran Vía. En estos años la editorial alternaba las novelas por entregas, las publicaciones periódicas, las ediciones monumentales y las obras de medicina. Con Manuel Salvat ya fuera de la empresa, de 1897 a 1908 toma
el nombre de José Espasa, y de 1908 a 1911, José Espasa e Hijos, año en que se hacen cargo de ella los hijos: Josep (1873-1949), Joan (1875-1930) y Lluís (1876-1923) Espasa Escayola. Entonces ya se había iniciado la publicación (1908) de la celebérrima enciclopedia homónima, que exigía muchos colaboradores intelectuales (trabajaron en ella en total 33 redactores fijos y 616 eventuales), un taller de artes gráficas muy bien equipado y una gran dotación de personal. Así lo explica la misma enciclopedia en 1924:
Para la impresión y tiraje [el taller] cuenta con varias máquinas de componer del tipo más moderno y perfeccionado, y, en lugar de la modesta máquina de imprimir movida a brazo con que comenzó la casa, existen hoy ocho accionadas por electromotor, estando al servicio de las dos secciones
Algunas innovaciones técnicas
Ni que decir tiene que la industrialización del proceso editorial exigió incorporar las últimas novedades en el campo de las artes gráficas, tanto de maquinaria (procedente de Francia y de Alemania), como de tipos de imprenta (que, a pesar de las aportaciones locales, se importan sobre todo de Alemania), de reproducción de
ilustraciones (que alterna la rehabilitación de la xilografía con la cromolitografía y el fotograbado) o de la fabricación de tintas y de papel. Debe destacarse, en este último aspecto, que la industria papelera catalana se convierte, a partir de 1850, en la principal proveedora de la península Ibérica y de América del Sur.
En la página siguiente, cubierta de una obra publicada por Montaner y Simón en 1898 y hoja informativa y publicitaria de la casa de 1901
150 operarios. Hay que mencionar, además, la sección de plegado en la que se dispone de los medios mecánicos más completos.
En 1926, cuando ya habían salido 50 volúmenes, José Espasa e Hijos se fusiona con la editorial Calpe (Compañía Anónima de Librería y Publicaciones Españolas), propiedad de Nicolás Mª de Urgoiti, y la empresa resultante, Espasa-Calpe S. A., se instala en Madrid.
Montaner y Simón, la editorial más importante de España en el paso de los siglos XIX a XX, la fundan en 1868 Ramon de Montaner Vila (1832-1921) y Francesc Simon Font (1843-1923), y a continuació difunde obras de gran formato, a menudo de lujo, muy ilustradas (mediante la nueva técnica de la cromolitografía) y en varios volúmenes, como historias de España, historias universales, historias del arte o historias naturales, al lado de una enciclopedia en 26 volúmenes (Diccionario enciclopédico hispanoamericano de literatura, ciencias y artes, aparecido entre 1887 y 1910), un tipo de publicación monumental que desde entonces distingue a las editoriales de más empuje y volumen económico. Además, hay que destacar colecciones como la Biblioteca Universal Ilustrada y dos revistas, de presentación fastuosa y de gran difusión, La ilustración artística (1882-1915) y El salón de la moda (1884-1913), que incorporan el fotograbado y que entre otras cosas contribuían a fidelizar a la clientela, repartida entre España y América. En conjunto, la editorial consigue una convivencia feliz entre las innovaciones técnicas de la edición industrial y la preservación del libro como objeto artístico. En 1879
se traslada a la calle Aragó, a un edificio propio que, obra del arquitecto Lluís Domènech Montaner (pariente del primero de los propietarios fundadores), actualmente es la sede de la Fundació Antoni Tàpies.
Manuel Salvat Xivixell (1842-1901) se formó en las imprentas de Magriñá i Subirana, de Narcís Ramírez, de Jaume Jepús y de Josep Espasa. Casado con una hermana de este último, entre 1881 y 1897 se asoció con su cuñado, cuya editorial tomó entonces el nombre de Espasa y Compañía. En 1897 Manuel Salvat abandonó la sociedad y fundó al año siguiente la casa editora Salvat e Hijo, que trasladó a la calle Mallorca y que dirigió hasta la muerte. Por su parte, tanto el hijo del fundador, Santiago Salvat Espasa
Esta obra de Josep Pijoan, en tres volúmenes, la publicó la casa Salvat entre 1914 y 1916
(1891-1971; entre 1962 y 1965 fue el primer presidente catalán de la Unión Internacional de Editores), como sus nietos, Joan y Manuel Salvat Dalmau, consiguieron que la editorial fuese la de mayor magnitud del mundo hispanófono (eran las décadas de 1960 y 1970, cuando la casa llegó a tener 4.000 empleados). El crecimiento lo fundamentaron en enciclopedias y colecciones por fascículos (como Monitor o Fauna), género en el que fueron pioneros, o en colecciones de amplísima divulgación, como la Biblioteca Básica Salvat, que a principios de la década de 1970 inundaba el mercado con ejemplares a precios muy reducidos. Hoy el sello editorial Salvat todavía perdura, pero desde 1992 se encuentra totalmente en manos de la multinacional Hachette.
La edición religiosa en el siglo XIX
Es, con mucho, la más difundida de aquel siglo. Del Camí dret i segur per arribar al cel (Camino recto y seguro para llegar al cielo), de Antoni Maria Claret, sin duda el best seller ochocentista en catalán, se publicaron en total 400.000 ejemplares, tirada que se encuentra a una distancia sideral de las otras conocidas. En esta aproximación describo tres de las iniciativas más logradas en este terreno.
Jaume Subirana Canut (1817-1862) crea en Barcelona, alrededor de 1845, la librería y editorial de su nombre, que establece primero en la plaza de Sant Jaume y en 1860 traslada a la calle de la Portaferrissa y que dedica sobre todo a la venta y publicación de obras religiosas. Muerto el fundador, la casa adopta el nombre de Viuda e Hijos de Jaime Subirana (de 1862 a 1890) y, bajo la dirección de Jacint Calsina, es asesorada por destacados clérigos que, como Josep Morgades o Tomàs Sivilla, con el tiempo llegarán a ser obispos. En manos de los hijos, Joaquim (1851-1906) y Eugeni (1855-1934) Subirana Fajol, a partir de 1890 pasa a denominarse Subirana Hermanos y obtiene el título de editorial y librería pontificia; es entonces cuando emprende la publicación del Anuario eclesiástico y edita obras de gran formato y difusión, como los principales libros de texto de los seminarios católicos de España y América. Durante muchos años obsequió a los clientes con una revista bibliográfica, Orthodoxon biblion, de título más que significativo. Por otra parte, es famosa la tertulia que Eugeni Subirana congregaba en la librería: asistían obispos y otros
Esta traducción catalana del beato Alfonso María de Liguori la publicó Pau Roca en Manresa en 1852
En la página siguiente, a la izquierda: página de la edición octolingüe e ilustrada de El liberalismo es pecado, de Fèlix Sardà Salvany, publicada en Barcelona por La Hormiga de Oro en 1891
A la derecha: volumen del padre Claret publicado por la Librería Religiosa en 1863
eclesiásticos de nota al lado de relevantes intelectuales y polemistas católicos laicos, como Joan Mañé Flaquer y Josep M. Quadrado.
La Librería Religiosa, radicada en la calle de Avinyó de Barcelona, era más activa como imprenta y editorial que como librería propiamente dicha. La prueba es que sus publicaciones las distribuía, en Barcelona, otra librería, la católica de Pau Riera. Esto era habitual en la época, por más que en este caso la librería religiosa albergase otra influyente tertulia de clérigos y seglares. La funda en 1848 un canónigo de la sede de Tarragona, Josep Caixal Estradé (1803-1879, obispo de Urgel desde 1853), e inmediatamente recibe la protección y el apoyo del padre Claret. Las cifras de tiradas de la Librería Religiosa de las que disponemos son exorbitantes y, sin embargo, están completamente documentadas: entre 1849 y 1859, 1.711.500 libros, 1.055.500 opúsculos y 1.447.000 hojas volantes. Durante los años posteriores a 1851, en los que el padre Claret fue arzobispo de Cuba, se sabe que se fletaron veleros para transportar a la isla publicaciones de la editorial. Unas publicaciones que en general eran catecismos, devocionarios y obras apologéticas, a menudo traducidas del francés y a veces en doble versión español-catalán.
El factótum y maître à penser fundacional de todas las iniciativas reunidas bajo el nombre singular de La Hormiga de Oro es un carlista de nombre impresionante, Lluís Maria de Llauder de Dalmases (1837-1902), que en 1876 había puesto en circulación El Correo Catalán, el periódico más destacado del tradicionalismo catalán a lo largo
de muchos años. Ocho después, en 1884, Llauder empieza a publicar la revista La Hormiga de Oro, que tiraba 20.000 ejemplares repartidos entre España y América y que perdura hasta julio de 1936. Y con el mismo nombre, en 1885 inauguraba, en la calle Ciutat, una librería, y en 1887, en la Rambla Santa Mònica, una imprenta y editorial, donde trabajaba Sebastià Carner, padre del poeta Josep Carner, que también colaboró en la empresa. No sería necesario añadir que las publicaciones se especializan en obras de piedad: catecismos, hagiografías, sermonarios o clásicos de la literatura religiosa. En la sede actual, en el Portal de l’Àngel, la casa se instala en 1941.
Arriba y en la página siguiente, iniciales diseñadas por Eudald Canibell en 1901
En la página siguiente, una muestra de 1906 de las colecciones económicas de la casa Maucci
Edificio de la editorial Maucci, inaugurado hacia 1901 en la calle Mallorca de Barcelona
El libro de consumo y la editorial Maucci
En el último cuarto del siglo XIX, la publicación de obras, especialmente literarias, destinadas a un público masivo, se encontraba en punto muerto. Flojeaba, dice un testimonio coetáneo, la venta de libros por entregas, que había gozado de tanta difusión hacía treinta o cuarenta años. Sólo editores como Tasso, Gili, López Bernagossi, Saurí y algunos de tema religioso intentaban, con grados variables de convicción, satisfacer las crecientes demandas de los sectores sociales mayoritarios con ansias lectoras. A la vista del éxito obtenido, sólo el editor Manuel Maucci adivinó de lleno las necesidades culturales de una gran masa de público. En esto todo el mundo coincide: la Maucci es la primera editorial que ofrece libros económicos en grandes tiradas, que inundan el mercado y hunden la competencia. Nacido en Italia, donde hacía de librero, Manuel Maucci pasa diez años en Buenos Aires vendiendo primero y después editando libros. Se instala en Barcelona en 1892 y a continuación establece una sucursal en Madrid y casas distribuidoras en Buenos Aires y en México. En 1901, año en que la editorial se traslada al número
166 de la calle Mallorca, Maucci había publicado
300 títulos en 400 volúmenes y cada año distribuía un millón de ejemplares de libros de una peseta, un tercio de los cuales vendía en España y los dos tercios restantes en América y Filipinas. Un catálogo de 1908 ofrece centenares de títulos repartidos en veinticinco colecciones, la gran mayoría literarias, con alternancia de literatura culta (narrativa europea de
autores de primera fila) y popular o folletinesca (Ponson du Terrail o Carolina Invernizzio) y con precios que, oscilando sobre todo entre los treinta céntimos y la peseta, debían de resultar imbatibles. Esta es la cara. La cruz, la denunciaban ya escritores que, como Josep Pous Pagès, conocieron muy de cerca la emergencia del fenómeno Maucci. La editorial, en efecto, no tenía ningún escrúpulo en mutilar los originales para que se ajustaran al patrón de las 250 páginas, y las traducciones, mayoritarias en el catálogo y encargadas a traductores ignominiosamente retribuidos, daban ganas de llorar, de tan infames. Era el resultado de lo que Pous llamaba “mercantilismo insaciable” del editor.
Arriba, y en la página siguiente, detalles de la portada del segundo volumen de Bibliofilia, publicación de Ramon Miquel Planas
La edición de bibliófilo y la bibliofilia en el Modernismo
Bajo la influencia, o no, de modelos foráneos, como la Kelmscott Press (que da a conocer 52 obras entre 1891 y 1898), de William Morris, a raíz del Modernismo el libro se revaloriza artísticamente. En rigor, se trata de una vertiente más de la enorme capacidad creativa del movimiento, que genera, en el terreno de la edición, auténticos modelos de refinada bibliofilia. Tipos fundidos expresamente y papel de hilo de gran calidad, verjurado o satinado, se ponen al servicio de la dignificación del libro como objeto artístico, y, hay que decirlo también, por reacción contra la vulgaridad, despersonalización y adocenamiento de una parte de la edición industrializada.
Dentro de este proceso, destacan para empezar dos iniciativas de coleccionistas y eruditos ligadas a una línea histórica o arcaizante. Ambas invocaban como precedente, de forma explícita o implícita, la figura de Marià Aguiló, que en 1873 había empezado a publicar en pliegos sueltos el Cançoner de les obretes més divulgades en nostra llengua materna, con caracteres góticos y con grabados y viñetas de inspiración antigua. Se trata de la Societat Catalana de Bibliòfils, que entre sus integrantes contaba con Antoni Rubió Lluch, Santiago Rusiñol, Eduard Toda, Isidre Bonsoms o Pau Font de Rubinat (presidente) y que entre 1905 y 1912 publica diez volúmenes de textos antiguos impresos en los talleres Oliva de Vilanova; y del Recull de Textes Catalans Antics, colección impulsada por cuatro reputados bibliófilos (el general Lluís Faraudo
de Saint-Germain, Ignasi de Janer, sustituido pronto por Ramon Miquel i Planas, y Ernest Moliné Brasés) que entre 1906 y 1917 publican 18 fascículos con ilustraciones de sabor antiguo que imprime la tipografía La Académica, de Serra Hermanos y Russell.
Estas dos iniciativas colectivas son flanqueadas y continuadas por otras individuales, debidas a personalidades que a menudo se mueven a caballo del mundo de las artes gráficas y de impulsos intelectuales. Este es el caso, en primer lugar, de Eudald Canibell (o Canivell), operario de imprenta en su juventud, cofundador del Institut Català de les Arts del Llibre, primer bibliotecario de la Biblioteca Arús (la primera biblioteca pública de Barcelona), editor del Anuario de Artes Gráficas Neufville (fabricantes de los tipos más innovadores de las imprentas modernistas), autor de Tipos góticos incunables para impresiones artísticas y ediciones de bibliófilo (1904) y, en fin, activo participante en buena
Segundo número de Bibliofilia, revista promovida por Ramon Miquel i Planas
Este volumen de Eudald Canibell es un clásico de la bibliofilia catalana
Volumen de una colección de sabor arcaizante, activa entre 1906 y 1917
parte de las publicaciones bibliofílicas de su tiempo. A su lado se alinea Joan Oliva, de Vilanova i la Geltrú, que después de aprender el oficio tipográfico en París y en Londres, en 1899 instala una imprenta en su población natal que en 1915, ya en manos de sus hijos (Víctor y Demetri), se traslada a Barcelona, donde Víctor Oliva tendrá un papel protagonista. Hay que mencionar también la figura de Octavi Viader, de Sant Feliu de Guíxols, responsable, entre otras publicaciones audaces, de dos ediciones limitadísimas del Quijote (1905 y 1907) sobre hojas de corcho. Pero sin duda la figura más relevante de la bibliofilia catalana en el primer cuarto de siglo XX es Ramon Miquel i Planas, académico, erudito, traductor, presidente honorario del Institut Català de les Arts del Llibre y promotor infatigable de ediciones de textos catalanes antiguos y de multitud de iniciativas, desde revistas como la Revista Ibérica de Exlibris (1903-1906) o Bibliofília (1911-1920) hasta colecciones como Biblioteca catalana (16 volúmenes entre 1908 y 1917), Bibliofília (4 volúmenes entre 1918 y 1920) o Pequeña colección del bibliófilo (24 volúmenes entre 1921 y 1928).
En conjunto, y a pesar del carácter elitista y minoritario que le es inherente, este movimiento bibliofílico ejerce una benéfica influencia sobre las artes gráficas, que habían ido despreocupándose de los aspectos materiales y estéticos del libro. Así, refuerza el uso del papel de hilo, hace que se revalorice la calidad de la impresión y la selección de tipos, reaviva las técnicas de encuadernación, impulsa el ex-librismo y permite la incorporación de artistas e ilustradores, el más destacado de los cuales, en el período que consideramos, quizá fuera Apel·les Mestres.
La feria del libro de Leipzig de 1914
Las ferias anuales de Frankfurt y Leipzig, celebradas desde el siglo XIII, se especializan en el libro a lo largo de los siglos XV y XVI. Y compiten hasta que, hacia 1760, la primera decae y permite así el protagonismo exclusivo de la segunda. Desde entonces y hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, la feria de Leipzig se convirtió en el escaparate internacional del libro. De hecho, Leipzig contaba, entre otras instituciones, con una prestigiosa escuela de artes gráficas, donde hacia 1930 estudiaba, para citar un ejemplo próximo, el futuro editor Gustau Gili Esteve. Después de 1945, enclavada la ciudad dentro de la Alemania del Este y, pues, dentro de la órbita soviética, aquella feria es sustituida por la de Frankfurt, que desde 1949 sólo ha ido ganando relieve en cada edición. En Leipzig, pues, tenía lugar anualmente una feria del libro y de las artes gráficas que reflejaba la potencia cultural y editora de la ciudad. No hubo en ella ningún pabellón de España hasta la edición de 1914 (la feria tenía lugar entre junio y julio), gracias a la iniciativa del Institut Català de les Arts del Llibre. Así lo confiesa un reportaje sobre la feria de Leipzig
Estands de Montaner y Simón y de Hijos de Paluzíe en la feria de Leipzig de 1914
Leipzig, 1914. A la izquierda, presencia de J. Thomas, Bailly-Ballière, R. Sopena y J. Vidal, todos ellos de Barcelona; a la derecha, estand del Institut Català de les Arts del Llibre
aparecido en la revista ilustrada madrileña La Esfera el mismo 1914, que hace un balance triunfalista de la aportación española. Un balance ricamente acompañado de fotografías, que inmortalizan los escaparates de impresores y de editores como J. Thomás, Montaner y Simón, Ramon Sopena, Paluzíe y Joan Vidal Mateu, y que permite darse cuenta de que el Institut Català de les Arts del Llibre concurrió a la feria con estand exclusivo, que agrupaba a otra serie de impresores y editores. En medio de la hojarasca retórica del reportaje destaca con luz propia una observación, que de paso constata la competencia que, para el mercado americano de la edición en español, representaban Nueva York y ciertas ciudades del centro y del norte de Europa: “No se tenía idea en Europa de nuestro progreso en las industrias gráficas. Los editores que en París, en Heidelberg, en Londres, en Nueva York, en Lieja, en Berna, imprimiendo libros en español explotan los mercados crecientes de la América latina, no se han dado cuenta hasta ahora de que la supremacía de sus negocios sobre el de los editores españoles proviene de causas ajenas a la máquina de imprimir; tienen en sus países facilidades de transporte y organizaciones bancarias de que España carece”.
El libro escolar
A lo largo del siglo XIX, y a pesar de varias disposiciones legales restrictivas, el número de libros autorizados para la enseñanza no hizo más que crecer (entre 1848 y 1883, 1.218 títulos reconocidos oficialmente en España para la enseñanza elemental). El llamado libro de texto fue, desde el principio, un buen negocio: para los editores, para los libreros y para los docentes, que solían ser sus autores. Estos últimos, en especial, encontraban en él una fuente de ingresos suplementarios que compensaban unos salarios escasísimos.
Dentro de aquella centuria, probablemente la primera editorial de importancia comercial que se consagra al libro escolar es Paluzíe Editores, fundada por Esteve Paluzie Cantalozella (1806-1873). Paluzie, maestro, se refugió en Valencia perseguido por los absolutistas y en 1840,
Dos libros escolares de la casa Paluzíe, de 1898 y de 1900
Arriba, catálogo ilustrado de libro escolar de la casa Bastinos en 1897, con fotografías de los autores de los libros
La librería Bastinos en 1886
instalado en Barcelona, fundó un colegio y le asoció una editorial de libros escolares, de tanto éxito y difusión que parte del fondo todavía lo ofrecía en 1935 el catálogo de la Imprenta Elzeviriana y Librería Camí. Muchos de estos libros, ilustrados con litografías, se imprimían con tipos de letra manuscrita dibujados por el mismo editor, que también era muy aficionado a los mapas y a los atlas. Un hijo de Esteve, Faustí, dio aún más impulso a la actividad comercial de la casa, que se introdujo en el campo de la estampería infantil (teatrillos, recortables, etc.) y que en 1892, después de costosas inversiones en las últimas novedades técnicas del momento, se había convertido en una gran empresa editora y de artes gráficas. Muerto Faustí Paluzie (1901), los hijos continuaron el negocio hasta que, en la década de 1920, lo traspasaron a la Imprenta Elzeviriana.
Cronológicamente le sigue Joan Bastinos Coll (18161893), que en 1852 abre una librería en la barcelonesa calle de la Boqueria, embrión de la Librería y Casa Editorial Bastinos, que empieza a publicar hacia 1865. El crédito y la confianza obtenidos por la casa entre los maestros es inseparable de la publicación, entre
1859 y 1900, de El Monitor de Primera Enseñanza, una de las revistas pedagógicas catalanas de mayor longevidad. Cuando se da a conocer el catálogo de 1877, con un centenar de títulos, ya se había incorporado a la empresa el hijo de Joan, Antoni Bastinos Estivill (1838-1928). En 1886 trasladan la librería a la calle Pelai, sede especialmente indicada por su proximidad a la Universidad. Antoni Bastinos mantiene la actividad editorial hasta 1917, y la librería pasa, en 1927, a manos de otro librero, Josep Bosch Oliveró. Josep Dalmau Carles (1857-1928), maestro y pedagogo, funda en Gerona en 1904 la editorial Dalmau Carles, que, con la entrada en 1915 de un yerno, Joaquim Pla Cargol, se convierte en Dalmau Carles Pla S.A. y durante más de medio siglo difunde libros de enseñanza en España y en América. La editorial contó siempre con imprenta propia, taller de encuadernación y librería. Y sus fundadores y propietarios eran a la vez autores de muchas de las obras publicadas. El 1928 la casa tenía abierta en Madrid y para los docentes una exposición permanente de libros y material de enseñanza.
Ciento cincuenta ediciones hasta 1936 avalan este libro de aritmética de la casa Dalmau, Carles, Pla, S. A.
Abajo, logotipo de la editorial
Originada en dos empresas de artes gráficas, Seix Barral, creada en 1911, en un principio se centra en el libro escolar y es asesorada por pedagogos tan notorios como Joan Palau Vera, Pau Vila y Artur Martorell, cosa que le permite publicar libros escolares y material pedagógico innovadores y de calidad.
Seix Barral y otros editores de libro escolar colaboraron en grados diversos con la Associació Protectora de l’Ensenyança Catalana, entidad privada que, fundada en 1889, recibe un fuerte impulso a partir de 1914 y el 1933 tenía 7.800 socios. En 1936, a raíz de su I Congreso Nacional, organizó una exposición sobre el libro escolar catalán que constituye uno de los conjuntos didácticamente más renovadores de la época. Publicaba gramáticas (una de las cuales debida a Pompeu Fabra), libros de lectura, de aritmética, de geografía, de ciencias naturales, de historia de Cataluña (debida a Ferran Soldevila y Ferran Valls Taberner) y de historia general (realizada por Enric Bagué y Jaume Vicens).
Durante la Dictadura de Primo de Rivera surgió la iniciativa del libro de texto único. El mismo dictador la defendió en el discurso de clausura de la Conferencia Nacional del Libro, en 1927. Y la defendió como solía hacerlo, sin circunloquios ni medias tintas. Así, dijo, había que controlar al máximo el libro de texto porque “el pensamiento virgen de los hijos que las familias entregan a las aulas [...] sea encauzado por ideas de orden y de tradiciones verdaderamente españolas”. De hecho, continuaba, en este tipo de libros había encontrado, con alarma, “ataques a la disciplina militar, a la moral cristiana, a los sentimientos
patrióticos, que fueron reales, y que si no lo fueren deberían mantenerse en la ilusión del espíritu humano para conservar enhiesto y rígido el principio patriótico”. No hay duda de que, al general, había que agradecerle por lo menos la franqueza.
Hay indicios que hacen pensar que el libro escolar se comercializaba mucho en América antes de 1939. Uno de ellos es que en 1937, interrumpido el flujo exportador por culpa de la guerra civil, Antoni López-Llausàs y Agustí Calvet (Gaziel) viajaron a Colombia con el propósito, a fin de cuentas frustrado, de fundar en la capital una editora especializada en libros de enseñanza que irradiase a toda la América de habla española.
En la actualidad continúa teniendo mucho peso en el mercado global del libro. Si en 1998 en España se publicaron 60.000 títulos, que representan aproximadamente 240 millones de ejemplares, sólo el libro de texto acaparó 6.500 títulos y, ¡ojo!, unos 55 millones de ejemplares.
La Conferencia Nacional del Libro de 1927
El mismo Eduard Aunós que, ministro de Trabajo, Comercio e Industria del Directorio, cobijaba oficialmente en 1926, como veremos más adelante, la iniciativa de celebrar el día del libro, un año después convocaba y patrocinaba en Madrid una Conferencia Nacional del Libro que tuvo lugar entre el 21 y el 26 de abril de 1927. Se trataron varios temas de interés: reforma de la ley de propiedad intelectual, defensa contra las ediciones pirata (sobre todo en Latinoamérica), implantación de aranceles en la importación y exportación de libros, políticas para proteger y fomentar el libro, organización de la industria editorial librera y subvenciones y adquisiciones de libros por parte del Estado, aunque algún tema no previsto, como el precio del papel, animó también los debates. En cuanto a los editores catalanes, que acogieron la conferencia con interés, acudieron bastantes. Estaban Ramon Miquel i Planas (representando al Institut Català de les Arts del Llibre), Victorià Seix (representando a la Cámara Oficial de la Industria de Barcelona), Gustau Gili Roig (representando a la Cámara Oficial de Comercio y Navegación de Barcelona), Vicent Clavel, Josep Zendrera, Enric Bailly Ballière, Alesi Boileau y los editores representantes de la Cámara Oficial del Libro de Barcelona: Víctor Casellas, Josep Fornés, Ramon Rialt, J. Fernández de la Reguera, Joaquim Sopena, Joan Seguí, Manuel Pobul, Francesc de P. Feliu y Alfons Vinardell. Pero a pesar de las aparentemente halagüeñas expectativas, parece evidente que las
conclusiones de la conferencia naufragaron, en parte por la solemnidad oficialista que las enmarcaba (mucha presencia de cargos políticos, subrayada por el discurso de clausura del dictador en persona) y en parte también por la absurdamente masiva convocatoria de representantes de sectores heterogéneos (editores, industriales de artes gráficas, escritores y libreros al lado de fabricantes de papel, la sociedad de autores, profesorado universitario, militares de Estado Mayor y representantes de ateneos, de colegios de doctores y de centros y entidades de variada condición). La publicación del contenido de las sesiones, transcritas taquigráficamente, permite darse cuenta de que los editores catalanes fueron los más críticos con la marcha de la conferencia. Clavel, por ejemplo, se quejaba de la poca elevación de las discusiones y no se recataba en añadir que “es triste el espectáculo que estamos dando”; y Gili, sin duda el editor con más protagonismo de la conferencia, terminaba confesando, en el balance final, que una asamblea de 80 o 100 personas era inoperante. Cabe destacar, en último lugar, que el libro de actas y acuerdos de la conferencia, publicado el mismo 1927, incorpora como apéndice una memoria del Institut Català de les Arts del Llibre sobre las enseñanzas y la formación profesional de los operarios del gremio
Eugenio d’Ors y las bibliotecas populares en 1927
Uno de los discursos de apertura de la Conferencia Nacional del Libro –y sin duda el de mayor altura intelectual–fue el de Eugenio d’Ors. Hacía siete años que había cambiado de lengua y de cultura, pero el recuerdo de su trayectoria hasta 1920 no lo abandonaba. Prueba de ello es que justificaba su presencia en el acontecimiento por el hecho de haber sido “el promotor de un sistema de bibliotecas populares, por aquellos días extendido únicamente a Cataluña, pero que un obstinado ensueño mío persiste en creer que va a extenderse un día, como un nuevo sistema de circulación espiritual, por todos los pueblos y lugares de España”.
En la página siguiente, a la izquierda: cubierta de Julia Asensi. Las estaciones (Cuentos para niños y niñas), publicado en Barcelona por Antonio Bastinos en 1907
A la derecha: cubierta de Lola Anglada para Alícia en terra de meravelles, de Lewis Carroll, publicado en Barcelona por la editorial Joventut en 1927
de artes gráficas. Una memoria hija de la preocupación del Institut por este tema desde la creación, en 1905, de su escuela profesional.
El libro infantil y juvenil
En 1912, Pau Vila publicaba un opúsculo, reeditado frecuentemente, con el título Què els portaran els reis als nostres fills? (¿Qué les traerán los Reyes Magos a nuestros hijos?) Se trata de una defensa de la importancia educativa del juguete, con un último capítulo sobre los “llibres que poden posar-se en mans dels nois” (libros que pueden ponerse en manos de los jóvenes). De los títulos que consigna se desprenden dos realidades. Primera: la mayoría de volúmenes recomendados son en español y proceden de las editoriales Araluce, Sopena o Seix Barral. Y segunda: del depauperado panorama en catalán sólo sobresale una colección (La Rondalla dels Dijous) y algunos títulos de otra (Biblioteca Popular) de la editorial L’Avenç. Cabe decir que Pau Vila olvidaba, vaya usted a saber por qué, la editorial Baguñá, promotora de la revista infantil En Patufet y de las populares secuelas que la siguieron (en especial las de Josep M. Folch i Torres). El hecho es que desde aquel 1912 hasta 1936 el panorama se enriqueció sensiblemente. Por una parte, porque el libro infantil y juvenil es acogido por parte de editoras prioritariamente consagradas al libro para adultos (como la colección Grumet de la editorial Proa); por otra parte, porque surgen otras que se dedican a ello, si no en exclusiva, de manera preferente. Este último es el caso de Muntañola y de Juventud (que alternan
el español y el catalán), de Mentora, que publica en catalán, impulsa una revista (Llegiu-me) y está vinculada a Juventud, o de Molino, que publica en español y, según parece, es la primera en España en divulgar los productos de la factoría Disney, como la revista Mickey, de 1935.
Un repaso a la trayectoria del libro infantil y juvenil, ni que sea tan sucinto y esquemático como este, no puede omitir de ninguna de las maneras una referencia a la editorial Bruguera, que, sobre todo en las décadas de 1950 y 1960, acapara el mercado con todo tipo de revistas y de libros que se distribuyen especialmente en los quioscos. Bruguera, de hecho, había empezado, en la misma línea y antes de 1939, con el nombre de El Gato Negro, pero la gran
expansión, española y americana, es muy posterior. En los años dorados, la editorial llega a tirar tres millones y medio de ejemplares mensuales de cómics y 540.000 semanales de novelas de quiosco, en esencia novelas rosa y del oeste.
Paralelamente, de la edición en catalán en este ámbito conviene destacar unas cuantas iniciativas (algunas colecciones de las editoriales Ariel, Selecta, Arimany, Aymà o Joaquim Horta), siempre a contracorriente de la dictadura franquista, de las cuales la de mayor continuidad y éxito es La Galera (aparecida en 1963). La introducción del catalán en la escuela primaria y secundaria supuso, para este género, un fuerte impulso. En 1981, por ejemplo, mientras que en Francia los libros infantiles y juveniles eran el 16% del total, en catalán eran el 25%, porcentaje excesivo que se ha ido corrigiendo. Pero el sector se mantiene vigoroso, como lo prueba la proyección exterior. Así, el Consell Català del Llibre per a Infants (Consejo Catalán del Libro para Niños), fundado en 1982, promovió la creación de un organismo estatal, la Organización Española para el libro Infantil (OEPLI), que ha permitido la presencia del Consell en los foros internacionales conservando la propia personalidad. Por ejemplo, el reconocimiento por parte del IBBY (International Board on Books for Young People, un organismo consultor de la Unesco) y la participación en la feria anual de Bolonia, de libro infantil y juvenil, donde durante varios años se otorgó el premio Catalònia.
El día del libro, una iniciativa catalana
Ya en 1923, el escritor y editor valenciano Vicent Clavel Andrés (establecido desde 1920 en Barcelona, donde regía la editorial Cervantes) había propuesto a la Cámara Oficial del Libro de la ciudad, de la que era vocal, la necesidad de instituir un día dedicado al libro, que sugería que fuese el 7 de octubre, fecha supuesta del nacimiento de Cervantes. Una vez asumida, el 1925 la Cámara hacía llegar la propuesta de Clavel al ministro de Trabajo, Comercio e Industria del Directorio de Primo de Rivera, el catalán Eduard Aunós, el único político que, dicho sea de paso, fue ministro en las dos dictaduras del siglo XX. Aunós la acogió bien y la transformó, el febrero de 1926, en un real decreto, cuya exposición de motivos exhibe impúdicamente el carácter españolista que se quería imprimir a la conmemoración. Así, con la prosa tan hiperbólica como ridícula de estos casos, empieza por decir que “es el libro español sagrario imperecedero que difunde y expresa el pensamiento, la tradición y la vida de los gloriosos pueblos hispanoamericanos y plasma o perpetúa las concepciones del genio de la raza”; y señala como objetivos “propulsar la cultura, rendir pleitesía a los genios de la raza, divulgar las concepciones de los escritores españoles y facilitar la expansión de la lengua y del alma hispánicas para enaltecer la Patria y agrandar y fortificar sus prestigios insuperados”. Con estos designios sectarios y exclusivistas, el 7 de octubre de 1926 se celebra el primer día del libro. Sus primeras ediciones ponen ya de relieve distintas
Día del libro en la librería Catalònia (1929)
Primer cartel del día del libro en Barcelona (1926)concepciones de la celebración: en Barcelona, más popular y comercial; en Madrid, más oficial y académica. Muy pronto, libreros y editores se dan cuenta de la inconveniencia de la fecha escogida (coincidía con las ventas del libro escolar de texto y el tiempo otoñal no solía acompañar) y consiguen sustituirla por el 23 de abril, día cierto de la muerte de Cervantes que coincide con Sant Jordi (San Jorge). El primer día del libro que se celebra por Sant Jordi, además, es en 1931, poco después de la entusiasta proclamación de la Segunda República. Ya entonces había arraigado en Cataluña, por parte de los editores, la costumbre de dar a conocer muchas novedades el día del libro y, por parte de la Cámara, la de publicar opúsculos relacionados con la fiesta que, siempre en español, se encargaban a destacados impresores, editores y escritores (entre otros, Víctor Oliva, Ramon Miquel Planas, Carles Soldevila y Joan Estelrich) y se distribuían gratuitamente.
El éxito del día del libro en Cataluña a menudo se ha asociado con el hecho de que no es fiesta oficial, un factor que fomenta la presencia masiva de gente en la calle. El colofón provisional de esta historia presenta un hito brillante: el 15 de noviembre de 1995, la conferencia general de la Unesco, presidida entonces por el catalán Federico Mayor Zaragoza, declaró el 23 de abril de cada año día mundial del libro, con dos objetivos: fomento de la lectura y provisión de libros a zonas económicamente depauperadas. Este acuerdo cristaliza por primera vez el abril de 1996, fecha en que Barcelona alberga el congreso de la Unión Internacional de Editores. Y en parte sale adelante
gracias al hecho de esgrimir que en un 23 de abril habían muerto también otros dos escritores: Shakespeare (símbolo del área anglófona) y el Inca Garcilaso de la Vega (que permitió que los países latinoamericanos se sumaran a la iniciativa).
Linajes de editores
Aunque no nos encontramos ante la continuidad de una misma familia, Herederos de la viuda Pla es el establecimiento de librería, imprenta y editorial que pasa por ser uno de los más longevos de Cataluña. Según parece, lo funda el impresor Joan Jolis en 1660 y lo instala en la barcelonesa calle de Cotoners. Le sucede su hermana, Isabel Jolis, que muere soltera habiendo dejado como heredero un administrador de la casa, Bernat Pla, que cambia el nombre por Herederos de Joan Jolis y se casa con Tecla Boix. A la muerte del marido, Tecla Boix se convierte la viuda Pla, cuyos herederos (de las familias Verdaguer, Bocabella y Dalmases) continúan el negocio. En 1828 toma el nombre de Herederos de la Viuda Pla, en 1913 se traslada a la calle de Fontanella y el 1983 cierra definitivamente las puertas la librería, única sección que había sobrevivido hasta entonces. Desde tempranas fechas, la casa se centró en la edición de libro religioso (vidas de santos, opúsculos piadosos, obras litúrgicas y de catequesis y gozos), acompañado subsidiariamente de obras sobre lengua, como la primera edición del diccionario (18391840) de Pere Labèrnia o la gramática catalana de Pau Estorch y Siqués (1857). En 1908 recibió la distinción de editorial y librería pontificia.
Joaquim Abadal
Casamitjana
En la página siguiente, de arriba abajo: Josep Abadal
Casalins, Rosario
Anglà Abadal y
Heliodor Abadal
Casalins
Otra empresa editora está en condiciones de disputar a los Herederos de la Viuda Pla el récord de longevidad. En efecto: a lo largo de tres siglos, del XVII al XX, varias ramas de la familia de los impresores y editores Abadal se diseminan por tres ciudades: Manresa, Mataró e Igualada. Aun así, el origen de la dinastía se encuentra en la población de Moià, donde Pere Abadal Morató (muerto en 1684) hacía de pelaire y al mismo tiempo era conocido como xilógrafo, en especial de aleluyas. Un hijo suyo, Pau Abadal Fontcuberta, se traslada en 1718 a Manresa e inaugura la imprenta, continuada, hasta bien entrado el siglo XIX, por cuatro generaciones más: la de Andreu Abadal Serra (muerto el 1778), la de Ignasi Abadal Gerifau, la de Ignasi Abadal Bohigas y la de Andreu Abadal. Otro hijo de Andreu Abadal Serra, Joan Abadal Gerifau (1754-1830) es quien, en 1779, se instala en Mataró, donde el mismo año introduce la imprenta. En esta ciudad, capital de la comarca del Maresme, Joan Abadal establece bien pronto las líneas futuras del negocio, que, con una librería de complemento, consistía en trabajar para el colegio de los Escolapios, el Ayuntamiento y la industria local y, al mismo tiempo, en publicar estampas religiosas y hojas y pliegos sueltos de tradición popular: aleluyas, romances y gozos. El heredero de Joan Abadal Gerifau, Josep Abadal Casamitjana (1787-1854), continúa con el negocio en Mataró, mientras que otro hijo, Joaquim, el 1835 se traslada a Igualada, donde se establece de impresor. En este oficio, la rama igualadina de la familia cuenta con dos representantes más: Marià (1840-1901) y Emilià Abadal. En Mataró, en cambio, Josep Abadal Casalins (1817-1878), hijo de Josep Abadal
Casamitjana, ensancha el negocio familiar publicando una serie de revistas; simultáneamente, se convierte en caudillo del republicanismo local. Se da la circunstancia añadida que dos hermanos suyos, desvinculados del negocio, se convierten, no obstante, en grabadores de libros. Son Joan y Heliodor Abadal Casalins, el primero de los cuales se gana, en Barcelona, una notoria reputación de grabador al boj. A la muerte de Josep Abadal Casalins se encargan de la empresa dos hijas, Anna (1846-1909) y Paquita (1858-1926) Abadal Anglà, la segunda de las cuales acaba comprando la parte de la hermana. Una hija de Paquita, Elvira París Abadal (1894-1954), es la última representante de la familia, cuya imprenta se extingue definitivamente en 1971.
Innocenci López Bernagossi (1829-1895) aprende el oficio de impresor y editor con Lluís Tasso y en 1855 abre en la Rambla y en la calle Ample de Barcelona la Llibreria Espanyola, pronto una auténtica plataforma de lanzamiento, tanto de revistas (La Rambla, El cañón rayado, Lo noi de la mare o dos tan legendarias y duraderas como La campana de Gràcia y L’esquella de la torratxa, todas teñidas de la ideología republicana del propietario) como de libros, en buena parte debidos a una serie de escritores populares (Serafí Pitarra, Conrad Roure, etc.) que López tenía en exclusiva. Un nieto suyo, Antoni López-Llausàs, escribía en 1933: “Yo he visto vender 30.000 Esquelles o 40.000 ejemplares de un álbum titulado Barcelona a la vista en la librería de mi abuelo. Y los fascículos que se llegaban a despachar de Gumá es algo que hoy todavía nos parecería fabuloso”. Antoni López Benturas (1861-1931), hijo de Innocenci, continuó el camino emprendido por el padre (incorpora Santiago Rusiñol a la plantilla de escritores de la casa),
Abajo, de izquierda a derecha: Lluís
Millà Gàcio, Àngel
Millà Navarro y escaparate de la librería Millà
del cual se separa Antoni López-Llausàs (1888-1979), fundador de la Llibreria Catalònia, que agrupaba, al margen de la librería estricta, una imprenta, una editorial y una distribuidora. La Catalònia cobija algunas de las revistas más representativas de la modernidad durante la Segunda República (D’ací i d’allà e Imatges) y, entre otros títulos de memoria perdurable, publica, en 1932, el Diccionari general de la llengua catalana, de Pompeu Fabra. En el exilio argentino, López-Llausàs reanuda con éxito el oficio de editor.
El nombre de los Millà se sitúa al lado del de otros editores que (como Bartomeu Baxarias, Salvador Bonavia, Rossend Ráfols o los dos primeros López) inciden en el terreno de la literatura popular o de consumo en catalán. Melcior Millà Castellnou (18301906) es el primero de la dinastía. Prestidigitador profesional, empieza a vender libros en los encantes y, por ferias y mercados, romances, aleluyas y libros
populares. Un hijo suyo, Lluís Millà Gàcio (1865-1946), actor y autor teatral, inicia hacia 1880 la tarea de editor, tanto de obras teatrales como de revistas, y en 1901 traslada la librería-editorial a la barcelonesa calle de Sant Pau, donde todavía continúa; el 1926 publicó un catálogo de obras teatrales en catalán que recoge unos cinco mil títulos. Un hermano suyo, Francesc Millà Gàcio, aunque desligado de la actividad familiar, fue impresor y, como tal, fundador de La Neotipia. Hijo de Lluís es Àngel Millà Navarro (1890-1975), tercer miembro del linaje, también autor teatral y esporádicamente periodista, que en 1931 inauguró la célebre colección Catalunya Teatral, de larga duración. Han continuado y continúan esta tradición más que centenaria los dos últimos vástagos del tronco familiar: Lluís Millà Reig (1921) y Lluís Millà Salinas (1957).
La editorial Sopena la fundó en Barcelona, en 1894, un aragonés de la provincia de Huesca, Ramón Sopena López (1869-1932). A primera vista, su expansión se basó en la exportación a América, en un gran taller de artes gráficas (que durante muchos años imprimió por contrato los listines telefónicos) y, sobre todo, en un amplísimo catálogo, que a grandes rasgos en 1936 se diversificaba así: diccionarios y enciclopedias, narrativa a precios reducidos para adultos (en una línea parecida a la editorial Maucci), libro infantil y juvenil (que incluye recortables, una novedad del cambio de los siglos XIX a XX) y textos de uso escolar, materias todas en las que la editorial se erige en líder en lengua española (divulga, por ejemplo, novelas de Buffalo Bill, Nick Carter o Dick Turpin). Cabe destacar asimismo la colección Biblioteca de Grandes Novelas, que con centenares de títulos, la gran mayoría traducidos, trataba de poner al alcance de
A la izquierda, Gustau
GiliRoig
A la derecha, Lluís Gili con su familia. Joan Gili es el niño con el aro en la mano
todo el mundo desde la gran narrativa europea hasta los autores de folletín más difundidos y, así, hacer efectivo el lema de la casa: nulla dies sine linea. En síntesis, la editorial ha continuado fiel a sus orígenes, tanto el hijo del fundador, Joaquim Sopena Domper (1894-1964), como el nieto, Ramon Sopena Rimblas (1934), que continúa rigiendo sus destinos, ahora juntamente con dos hijos, Ramon (1958) y Joaquim (1961) Sopena Egusquiza.
Nacido en Santa Coloma de Queralt, Joan Gili Montblanch (1850-1905) ejerce en Barcelona la representación de una editorial litúrgica belga hasta que el 1890, con el nombre de Juan Gili Editor, se decide a imprimir y publicar por su cuenta manuales y breviarios en latín. A partir de 1905, la empresa, en manos sucesivas de familiares (Maria Dolors Gili Roig o Joaquim Gili Moros), se convierte en Herederos de Juan Gili y Editorial Litúrgica Española (1919) y obtiene la exclusiva pontificia de vender libros litúrgicos en latín en España y en la América de habla española. Cierra las puertas en 1970, víctima en buena parte de los cambios en la liturgia introducidos por el concilio Vaticano II. Otros dos hijos del fundador, Gustau (1868-1945) y Lluís (1882-1957) Gili
Roig, inicialmente vinculados a la empresa paterna, pronto se emancipan. El segundo, Lluís, crea en 1907 la editorial Luis Gili, en la cual el libro religioso alterna con el literario; de un hijo suyo, Joan Gili Serra (19071998), editor en la Gran Bretaña, hablo en otro momento. El primer hijo, Gustau, es quien da continuidad a la dinastía. En 1902 funda la editorial Gustavo Gili, de temática muy diversificada pero con gran atención al manual técnico (electricidad, mecánica, agricultura, etc.) y, en la década de 1920, a las colecciones de bibliofilia (Pantheon y La Cometa). Gustau Gili Roig, de hecho, es todo un personaje: militante de un partido político catalanista y conservador, impulsor de organismos gremiales y autor, en 1944, de una obra importante sobre el mundo del libro. Continuadores suyos son Gustau Gili Esteve (1906-1992), Gustau Gili Torra (1935) y los hijos de este último, el cual ha especializado la editorial en los campos de la arquitectura y el diseño.
La edición en catalán después de 1939: un homenaje
Al margen de las clandestinas, de 1939 a 1946 pasan siete años sin novedades editoriales catalanas. El propósito genocida del franquismo era evidente: destruir el público lector en catalán, que pasa todos estos años sin ver ningún libro pasablemente nuevo o atractivo en su lengua. Los inventarios confeccionados por Albert Manent y Joan Crexell de libros y opúsculos en catalán dan fe de ello de forma incontrovertible. Así, y durante los años más duros, con autorización se publica uno en 1939, otro en
Traducción catalana clandestina de Shakespeare, seguramente la única clandestina de la historia
Este libro de 1946 es el segundo autorizado en catalán de aquel año
1940, cuatro en 1941, cinco en 1942 y siete en 1943. Dieciocho libros en cinco años, la gran mayoría religiosos y publicados bajo el paraguas de la censura eclesiástica. Josep Pla, que vivió los hechos en primera fila, no dudó en concluir que “en 1946 no había en el mercado ningún libro catalán que no estuviera editado como mínimo diez años antes”. De hecho, y como resultado del desenlace de la Segunda Guerra Mundial, en 1946 se produce una leve apertura censora. El día del libro de aquel año, por ejemplo, reaparecen públicamente volúmenes en catalán y un editor, Rafael Dalmau, da a conocer el primer libro inédito con permiso (Mosaic, de Víctor Català). Y, al lado de la de Dalmau (entonces editorial Dalmau y Jover), otras editoriales salen a la luz procurando aprovechar el resquicio abierto: Estel (de Maria Montserrat Borrat), Aymà (de Jaume Aymà Ayala y Jaume Aymà Mayol, padre e hijo, que habían publicado sólo en español a partir de 1939) y Torrell de Reus (de Salvador Torrell). Otras editoriales, aún, como Baguñà, Millà y Alpha, reanudan la actividad anterior a 1939. Por la edición en catalán apuesta igualmente, aunque de forma testimonial y esporádica, Josep Janés (que, desde el final de la guerra, publicaba sólo en español) y el grupo de la revista Destino, que desde 1942 impulsaba la editorial Áncora. De todas las iniciativas nacidas en 1946, sin duda la de más ambición, recursos y planificación fue la debida a Josep Maria Cruzet, colaborador desde 1928 de López-Llausàs en la librería y editorial Catalònia y, a partir de 1946, fundador y propietario de la editorial Selecta. La tenacidad y el sacrificio, personal y económico, de Cruzet fueron decisivos en la gradual normalización de la edición en catalán.
Una normalización que, bajo la dictadura franquista, resultó de una lentitud exasperante: la cifra de 865 libros en catalán publicados en 1936 no se recupera hasta pasados cuarenta años (855 libros en 1976). En el fondo, se trató de un proceso de reconquista del público lector, un proceso mediatizado por problemas crónicos de distribución. Durante muchos años no hubo, en efecto, ninguna distribuidora que se ocupara en exclusiva del libro en catalán.
Dicho proceso, que hoy para algunos está ya cerrado o próximo a cerrarse, ha tenido que superar una infinidad de obstáculos y zancadillas hasta hace bien poco. La edición en catalán, por ejemplo, no estuvo presente en la feria de Frankfurt con estand propio hasta la edición de 1982. Desde 1978 (año de creación de la Associació d’Editors en Llengua Catalana) hasta 1982, la representación catalana pasaba a través del Instituto Nacional del Libro Español (INLE), que mezclaba los libros en catalán con los libros en español. Los mezclaba tanto que en 1981 (lo ha explicado el editor Carles-Jordi Guardiola) pusieron la novela Benvinguda al consell d’administració, de Peter Handke, en la sección de ciencias empresariales.
La censura franquista
Hija de una guerra civil, la dictadura franquista no bajó ni un solo instante la guardia censora, que, al compás de los tiempos, sufrió los naturales altibajos. Un editor catalán actual, Josep Lluís Monreal, que ha conocido unas cuantas censuras, sostiene que la franquista fue mucho más dura y atrabiliaria que,
Josep M. Cruzet, el 1961, leyendo un discurso en el homenaje que se le tributó a raíz de la edición del número 300 de la colección Biblioteca Selecta
por ejemplo, la de Pinochet en Chile o la de Videla en Argentina. E, indiscutiblement, fue mucho más larga. De ahí la importancia de estudiarla, de conocer sus procedimientos de actuación y sus repercusiones.
Así, el 5 de marzo de 1939 los editores catalanes recibían del Servicio Nacional de Propaganda (adscrito al Ministerio de Gobernación) una “nota de la censura de libros” que, “a fin de someter a la legalidad vigente en la España Nacional cuanto se relacione con el régimen de librerías y editoriales”, les ordenaba presentar, en un plazo de 48 horas, una lista de las obras publicadas desde el inicio de la guerra civil y, al mismo tiempo, todos los catálogos disponibles. ¿Qué tipo de libros estaban perseguidos? En primer lugar, como es obvio, los de “tendencia marxista”, pero también las “publicaciones pornográficas y cuantas contradigan el espíritu del Movimiento Nacional”. Es decir: todos los libros que se consideraran inconvenientes. En esta primera etapa de depuración de los fondos editoriales, la Cámara Oficial del Libro de Barcelona, en un intento de salvar los prohibidos de la destrucción, propuso a la Jefatura Provincial de Propaganda que se aceptase saldar las obras prohibidas en América, iniciativa que en principio es recibida favorablemente. Josep Maria de Casacuberta, que tenía una larga lista de obras de su editorial, Barcino, condenadas por la censura, intentó acogerse a dicha posibilidad el mes de mayo del mismo 1939, pero en julio la Cámara lo desengañaba: la Subsecretaría de Prensa y Propaganda había cambiado de idea y desestimaba la, digamos, solución americana. El resultado fue que Casacuberta, el mes de setiembre, tuvo que
acabar vendiendo 7.845 kilos “de papel de rama y encuadernado, de diversas obras, destinado a su conversión en primera materia para la fabricación de cartón”. Este camino lo siguieron, sin ningún género de dudas, muchas más toneladas de libros, con el subsiguiente descalabro económico para los editores afectados.
Conviene añadir que donde la censura se ensañó con especial encarnizamiento fue en la edición en catalán, una pieza clave de la política genocida del franquismo contra la lengua y la cultura propias de Cataluña. Josep M. Cruzet, fundador y propietario de la editorial
Página de las memorias de Maurici Serrahima tachada por la censura porque hace referencia a la huelga de tranvías de 1951
Selecta, fue quizá, en este sentido, el profesional que sufrió mayores represalias. Es sabido, por ejemplo, que en 1943 la censura lo sometió a la humillación de autorizarle la publicación de las obras completas de Jacint Verdaguer sólo en ortografía arcaica, anterior a la oficial del catalán. No lo es tanto, probablemente, que, por el hecho de haber publicado en 1948 una versión catalana de El criterio, de Jaime Balmes, contando sólo con el nihil obstat eclesiástico, la censura retirase la edición entera y multase la editorial Selecta con 40.000 pesetas, una cifra entonces astronómica.
Dos editores y la censura franquista
En un ensayo de notable interés publicado en 1944, Bosquejo de una política del libro, el editor Gustau Gili Roig, segundo de la dinastía, dedicó un capítulo a la censura. Alertaba de los riesgos de un rigor excesivo, hacía propuestas de reforma y, por lo que ahora interesa, ponía al descubierto los “peligrosos efectos del régimen actual” (quería decir, ¡no faltaría más!, del régimen de censura). Eran los efectos negativos que la censura tenía para los editores que, en España, publicaban en español y exportaban a América. ¿De qué repercusiones se trataba? Según Gili, tres. La primera: beneficiar a los editores americanos, “nuestros más temibles competidores, quienes aprovecharán nuestra impotencia para reproducir y difundir aquellas obras que en España se retiren o se prohíban”. La segunda: cuando los contratos de edición con autores y editores extranjeros estipulen una liquidación de derechos de autor proporcional al número de ejemplares vendidos y la censura retire la edición o prohíba la obra, los editores, en España, “quedarán en postura poco airosa y sujetos a enojosas reclamaciones”. Y la tercera: los filtros tan restrictivos que la censura aplica a los libros en español importados de América provocan, en el
Los libros prohibidos en 1939
En una circular de 7 de setiembre de 1939, la Cámara Oficial del Libro de Barcelona, acatando las órdenes recibidas de los vencedores de la guerra, orientaba a los libreros catalanes acerca de la depuración de los fondos de las librerías. “Los libros prohibidos –resumía– pueden dividirse en dos grandes grupos: 1) Los prohibidos de un modo definitivo y permanente. 2) Los prohibidos temporalmente”. Y a continuación entraba en detalles: “A los primeros pertenecen las obras contrarias al Movimiento Nacional, las anticatólicas, teosóficas, ocultistas, masónicas; las que ataquen a los países amigos; las escritas por autores decididamente enemigos del nuevo régimen; las pornográficas y pseudo-científico-pornográficas y las de divulgación de temas sexuales; las antibelicistas, antifascistas, marxistas, anarquistas, separatistas,etc. Al segundo grupo pertenecen los libros de tipo no político o religioso, escritos por autores contrarios al Movimiento o cuya situación respecto al mismo no ha quedado definida aún”. Da la impresión de que la Cámara habría concluido mucho antes si se hubiera limitado a consignar los libros autorizados.
Este Bosquejo, de 1944, constituye un balance y una prospectiva de positivo interés
mismo continente, “duras represalias contra nuestro libro”. De manera que “sólo debería prohibirse la importación de obras pornográficas, sectarias, subversivas o marcadamente antidogmáticas”. Desaparecida ya la dictadura franquista, y también, pues, la censura que dependía de ella, otro editor, Carlos Barral, recapitulaba en un volumen de sus memorias (Los años sin excusa) los tratos que había tenido con ella. Así, aparte de describir oficinas y funcionarios frecuentados y de reportar arbitrariedades que había sufrido y negociaciones en que había intervenido, subrayaba como uno de los factores más desesperantes el hecho de que “los criterios de cada censor eran absoluta y salvajemente personales, dictados por las manías y las frustraciones personales de cada uno”. Y de que, en cuanto a las traducciones, la lengua del libro original determinaba diferentes sensibilidades censoras. En efecto: si las “lenguas latinas convocaban la intransigencia en cuestiones atinentes a la moral, las buenas costumbres y la ortodoxia religiosa”, las “germánicas suscitaban el dogmatismo político”.
La expansión americana
Según la memoria del Institut Català de les Arts del llibre contenida dentro del libro de actas y acuerdos de la Conferencia Nacional del libro de 1927, las repúblicas hispanófonas de América fueron un mercado para el libro español hasta la segunda mitad del siglo XIX. “Dejaron de serlo, en favor de otros países, a causa de concederse mayor importancia al doctrinarismo de los partidos políticos que al desarrollo de la instrucción y fuentes de riqueza de la patria española”. Fuese cual fuese la causa, lo cierto es que algunos de los datos disponibles avalan esta realidad. Así, en 1891 sólo un 3% de los libros en español que llegaban a América salían de España; el 97% restante procedía, por este orden, de EE.UU., de Francia, de Alemania, de Inglaterra y de Italia. No es extraño, pues, que en la misma conferencia de 1927 un participante declarase que “los libros de texto de la segunda enseñanza en la América latina son franceses o traducidos al castellano por franceses”. En este contexto, los primeros editores que intentaron la aventura americana tuvieron que abrirse paso a contrapelo: Montaner y Simón, Salvat, Sopena, Maucci. A lo largo del siglo XX se añaden a la lista, entre otros, Gustavo Gili, Seix Barral, Labor, Bruguera, Planeta, Marcombo y Océano. A pesar de las dificultades, desde el principio para algunos editores el volumen de exportaciones a América equivalía a un porcentaje elevado de la facturación global. En 1902, por ejemplo, Maucci exportaba a aquel mercado dos tercios de los libros que publicaba. En un capítulo sobre el mercado americano incluido en el Bosquejo de una política del libro (1944), Gustau Gili Roig declara que en las
Volumen de una de las colecciones más divulgadas de la editorial Labor
Esta traducción, debida al novelista ochocentista Juan Valera, la publica Gustavo Gili en 1940
décadas de 1920 y 1930 la exportación a América representaba el 39% de los libros vendidos anualmente en España. Más en concreto, en 1921 su propia editorial exportaba a América el 52% de la producción, y en 1931, “otra importante editorial barcelonesa” (probablemente Salvat) exportaba el 55%. Y en la misma época, del total de libros exportados de España a América, el 70% correspondía “a la zona de Barcelona”. Pero Gili frenaba los entusiasmos que la magnitud del mercado americano podía producir en los editores neófitos. Y los frenaba aportando datos de 1942, según los cuales entre un 35 y un 40% de la población americana hispanófona era analfabeta, porcentaje al cual, decía, había que añadir el segmento de población no adulta para poder medir con rigor el volumen de potenciales clientes del libro en español.
Con la perspectiva actual, se trata de una expansión más de distribución que de producción que tiene lugar sobre todo a partir de 1970. Y que sufre una crisis fortísima en1982, cuando la coincidencia de una serie de factores, encabezados por el hundimiento simultáneo de importantes economías latinoamericanas, repercutió muy negativamente en las editoriales con intereses en el continente.
Editores catalanes fuera de Cataluña
En Madrid, y en el siglo XIX, se instalan varios de mucho relieve. Lo son, sin duda, Josep Gaspar Maristany y Josep Roig Oliveras, fundadores de la librería e imprenta Gaspar y Roig (1845-1881), una de las empresas económicamente más sólidas; obtiene un éxito notable con la colección Biblioteca Ilustrada y es una de las primeras en Madrid que basa el negocio en las publicaciones por entregas.
A su lado, el nombre de Manuel Rivadeneyra (1805-1872) es legendario. Viajero de joven por España y por Europa, en 1829 vuelve a Barcelona y trabaja de tipógrafo con Josep Torner y con Bergnes de las Casas. Con este bagaje, en 1837 se establece en Chile, país que lo considera fundador de su industria editorial.
Otros editores en Madrid
Además de los mencionados, un grupo de editores catalanes o del área catalanófona se instala en Madrid a lo largo del siglo XIX: Repullés, Ginesta, Fontanet, Duran, Boix, Marés, Verges, Vila o
Ayguals. De todos, el más conocido es Wenceslao Ayguals de Izco (18011873), nacido en Vinaroz, impresor, editor y escritor, célebre sobre todo por sus novelas de folletín. También es valenciano Manuel Aguilar, que, formado
Volumen de la colección Biblioteca de Autores Españoles, iniciativa de dos catalanes
profesionalmente en Barcelona, protagoniza una rutilante trayectoria editorial en la capital de España a partir de 1923; es autor de unas interesantes memorias (Una experiencia editorial).
A la izquierda, escaparate de la librería londinense The Dolphin en 1935
A la derecha, el editor Joan Gili y su esposa en 1938
En 1846, y de nuevo en Madrid, inicia la publicación de la célebre Biblioteca de Autores Españoles (BAE), que llega a los 71 volúmenes en 1880.
Antoni López-Llausàs (1888-1979), cofundador en Barcelona en la década de 1920 de la librería, editorial y distribuidora Catalònia, ya en el exilio, en 1939, se hace cargo, en Buenos Aires, de la editorial Sudamericana, que, entre otros autores, da a conocer a Gabriel García Márquez. Y, en México, en la década de 1950, funda la editorial Hermes, que publica libros de economía, biografías, historia, narrativa, arte y derecho.
Joan Gili Serra (1907-1998), hijo del editor Lluís Gili Roig, funda en Londres en 1934 la editorial The Dolphin Book Company y la librería The Dolphin Bookshop con la intención de incrementar
el interés por la cultura hispánica en la Gran Bretaña. Socio fundador de la Anglo-Catalan Society, el propio Gili escribe y publica en su editorial, trasladada a Oxford durante la Segunda Guerra Mundial, una Catalan Grammar (1943), volumen acompañado de traducciones de Unamuno, de García Lorca, de Juan Ramón Jiménez, de Carles Riba, de Josep Carner y de Salvador Espriu o de una antología de poesía catalana. Joan Gili y su esposa, Elisabeth McPherson, son la pareja a la que Carles Riba dedica la tercera de las Elegies de Bierville.
El crítico de arte y marchante Joan Merli Pahissa (1901-1995) había impulsado, antes de 1936, una serie de revistas artísticas (La mà trencada, Les arts catalanes, Art) y una colección de libros, Els Poetes d’Ara, dirigida por Tomàs Garcés. Con esta experiencia, y ya en el exilio, en Buenos Aires fundó la revista Cabalgata (que dio a conocer a Julio Cortázar) y dos editoriales: Poseidón (1942) y Malinca (1960). La primera, la editorial de libros de arte más destacada de Argentina durante muchos años, se especializa finalmente en arquitectura (y publica, por ejemplo, la traducción al español de casi toda la obra de Le Corbusier). Y la segunda se singulariza por una colección de novela negra, que reúne a algunos de los autores más reputados del género.
Joan Grijalbo Serres (1911-2002) era, en 1937, delegado del gobierno catalán en la Cámara del Libro de Barcelona, hecho que determinó su futuro de editor en México, donde se exilia en
1939 y donde empieza a trabajar en la editorial Atlante, financiada por Juan Negrín. En 1949 funda la editorial Grijalbo, que, entre muchas otras colecciones, difunde las Biografías Gandesa (en recuerdo de su población natal), de temas sociales, económicos y de conocimientos generales. Con el tiempo, la absorción de otras editoras hispanoamericanas hace que se convierta en el Grupo Editorial Grijalbo, con oficinas en buen número de países americanos y en Barcelona, donde Grijalbo vuelve en la década de 1960 y donde mantiene el sello propio y al mismo tiempo lo ramifica en otras editoriales: Crítica, Grijalbo/Dargaud o Junior (estas dos últimas, con gran protagonismo en el ámbito del cómic).
En 1988, Joan Grijalbo vendió la empresa al grupo italiano Mondadori, con el que había empezado asociándose. Y, aún en 1994, fundaba la editorial Serres.
Organismos en torno al libro en el siglo XX
La primera cámara del libro se constituye en Barcelona el 6 de junio de 1900 con el nombre de Centro de la Propiedad Intelectual; declarado corporación oficial por una Real Orden de 5 de noviembre de 1918, toma la denominación de Cámara del Libro y de la Propiedad Intelectual, que por Real decreto de 15 de febrero de 1922 se convierte en Cámara Oficial del Libro de Barcelona. La de Barcelona y la de Madrid eran las únicas existentes. La primera tenía jurisdicción en Cataluña, en las islas Baleares y en las provincias de Castellón y Valencia, y la segunda en el resto del territorio estatal. Eran corporaciones oficiales y órganos consultivos del gobierno y, como tales, de afiliación obligatoria para fabricantes de papel, editores, libreros, impresores, grabadores y encuadernadores. También formaban
Sello de la Cámara Oficial del Libro de Barcelona anterior a 1939
parte de ella, aunque de manera voluntaria, los periodistas. Aparte de las cuotas de los asociados, el presupuesto de las Cámaras se nutría de un recargo sobre la exportación de libros y de dos arbitrios que grababan el papel, tanto el de producción estatal como el importado, concepto, este último, que se encuentra en el origen de muchas disputas gremiales. Después de 1939, la Cámara de Barcelona, como la de Madrid, fue absorbida por el Instituto Nacional del Libro Español (INLE), creado entonces de nueva planta, y hoy se ha convertido en la Cámara del Libro de Cataluña, organismo que agrupa a editores, libreros, empresarios de artes gráficas y distribuidores.
El Institut Català de les Arts del Llibre nació (1898) con la intención de aglutinar a los diversos sectores vinculados a las artes gráficas. Sus fundadores, por consiguiente, eran tipógrafos, impresores y editores: E. Canibell, J. Casas Carbó, J. Cunill, F. Giró, J. Ll. Pellicer, J. Russell y A. Verdaguer. Aparte de promover la edición de monografías y memorias, publicaba la Revista gráfica (1900-1928), de gran interés, creaba una escuela de formación profesional gremial (1905) e intervenía en la creación de la Cámara Oficial del Libro. Como tantos otros organismos, el Institut desapareció para siempre con el término de la guerra civil (1939).