Cuando los burros hablan

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«En un extraño texto del libro de Números, Dios le habló a un personaje llamado Balán a través de su burra. En este libro Tyler nos recuerda que Dios le habló a Balán a través de su burra, y que desde entonces, ha estado hablando a través de burros. Es una invitación para que le permitas a Dios que te deje atónito, confunda tu lógica, rompa tus esquemas y te deje maravillándote de lo pequeña que es nuestra imaginación y lo grande que es nuestro Dios». —Shane Clairborne, escritor y activista «Tan rico en profundidad como lo es en ingenio, Cuando los burros hablan es un divertido retozo gravemente serio y empapado de Dios a través de algunos de los bosques teológicos más enredados y encantados de nuestra fe. ¡Una verdadera obra magistral!» —Phyllis Tickle, autora de Emergence Christianity «El libro de Tyler Blanski se propone retar a todo aquel cuyo Dios es demasiado seguro y demasiado pequeño, y esto me incluye a mí. Nos reta a ser tan osados como para consentir en que se produzcan los milagros». —Jana Riess, autora de Flunking Sainthood: A Year of Breaking the Sabbath, Forgetting to Pray, and Still Loving My Neighbor «Profundo, a veces perturbador, siempre encantador, el recorrido de Blanski por el milagroso mundo de Dios lleva a un conmovedor encuentro con el milagro más asombroso de todos: el Cristo. Este libro es un absorbente Progreso del Peregrino para hoy, en el cual se descubre la verdad divina de una manera que será un desafío para los lectores modernos, pero también los invitará a contemplar un paisaje de poderosa belleza en el cual han estado anhelando habitar en secreto. Un libro para saborear y compartir». —Ephraim Radner, profesor de Teología Histórica Colegio Wycliffe de la Universidad de Toronto «La loca historia de Tyler Blanski sobre la fe antigua–futura hace un reconocimiento de los antiguos y espesos bosques de la cristiandad medieval y descubre que lo santo acecha en cada rincón. Divertido,

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profundo y persuasivo, Cuando los burros hablan es una fiel guía hacia un mundo de milagros, misterio y Eucaristía, para llevar a una nueva generación hacia un santo renacimiento de los santos de los tiempos antiguos». —Hans Boersma, profesor J. I. Packer de Teología Regent College «Tyler Blanski nos atrae a un “renacimiento santo” en su libro Cuando los burros hablan. Teje un tapiz de muchos hilos que nos llama de vuelta a la “magia profunda” de una fe terrena, profundamente firme y viva en la cual los burros hablan, el universo está lleno de Dios, la estrellas proclaman el nacimiento de un Rey, y Jesús se nos entrega en la creación por medio del agua, el pan y el vino. Nos llama a salirnos del materialismo de “Atomolandia” y experimentar un universo sacramental llenado por Dios; un universo en el cual Dios habita en nosotros, y nosotros habitamos en él». —El reverendo T. L. Holtzen, PhD, profesor de Teología Histórica y Sistemática, Nashotah House «Tyler Blanski ha escrito una apología imaginativa y persuasiva para una cristiandad en la cual Dios no es una idea de último momento, Cristo es la clave indispensable de la creación y a las metáforas sin examinar del secularismo moderno nunca se les permite asfixiar el radical lenguaje del Evangelio». —David C. Steinmetz, profesor Emérito Distinguido Kearns, Escuela Duke de Divinidades «¿Cómo sonarían las cosas si la burra de Balán utilizara a G. K. Chesterton para comunicarse con los cristianos sofisticados y los escépticos indiferentes? Su sonido se parecería al de Tyler Blanski en Cuando los burros hablan. Si lo que te interesa es una filosofía sólida con el estilo de una conversación despreocupada, vas a querer beber profundamente de este libro». —Donald T. Williams, PhD, autor de Stars Through the Clouds, Reflections from Plato’s Cave e Inklings of Reality

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«Aquí Tyler Blanski obra una profunda magia para traer a una vida llena de color las riquezas de la visión sacramental». —Rodney Clapp, autor de Tortured Wonders: Spirituality for People, not Angels «Estamos viviendo bajo un encantamiento, dice Tyler Blanski; un encantamiento llamado Atomolandia, la tierra de las apariencias, en la cual a la vida se la ha dejado sin ningún misterio, milagro ni magia. En Cuando los burros hablan, Tyler nos presenta otro encantamiento, un encantamiento de una profunda magia que tiene el poder de despertarnos de nuestro sueño, libertándonos para que experimentemos una realidad más profunda y cautivadora que todo cuanto hemos experimentado antes. Haz este encantado viaje con él; es posible que nunca vuelvas a ser el de antes». —Jim Belcher, autor de Deep Church «Hace falta ser un escritor bien dotado como Tyler Blanski, no solo para salirse con la suya, utilizando a un burro parlante como invitación a un “renacimiento santo”, y además, hacer que parezca la mejor invitación que te han hecho en años». —Amy Lyles Wilson, Escuela Earlham de Religión «Cuando los burros hablan es un llamado a una nueva Reforma, por parte de una generación que se está enamorando de nuevo con el cristianismo clásico. Ingenioso, encantador, fiel sin dar disculpa alguna, Tyler Blanski ofrece un nuevo giro en la apologética cristiana». —El reverendo Seven A. Peay, PhD, decano asociado para Asuntos Académicos, profesor asociado de Homilética e Historia de la Iglesia, Nashotah House «¿Quién habría sabido que se podía presentar una poderosa apologética cristiana de una manera tan sólidamente bromista? El libro de Tyler Blanski solo hace lo que San Agustín dice que nuestra retórica debe hacer: informa, persuade y deleita». —David Bartlett, profesor emérito Seminario Teológico Columbia y Escuela de Divinidades de Yale

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«Sincero, extravagante, profundamente teológico, hasta cómico en ocasiones y muy accesible. Tyler es un apologeta contemporáneo de una clase poco usual, en una era que alega que la apologética está muerta. ¡No hay tal! A la luz del Evangelio, nos ayuda a pensar en muchas cuestiones que están en juego en la cultura de hoy, y llamarlas a contar, lanzando una visión para una manera de vivir diferente y llena de Dios». —El reverendo Jack Gabig, PhD, profesor asociado de Teología Práctica, Seminario Teológico Nashotah House; catedrático de la Catechesis Task Force, La Iglesia Anglicana en Norteamérica «Igualmente encantador y travieso, Cuando los burros hablan nos invita a comprometernos con un mundo cristiano más real que los conceptos que nosotros tenemos de él, y Tyler Blanski demuestra ser una encantadora voz que anhela con esperanza un renacimiento cristiano». —Garwood P. Anderson, profesor de Nuevo Testamento y de Griego, Seminario Teológico Nashotah House «Los maestros se sienten especialmente orgullosos cuando sus alumnos escriben buenos libros. Cuando los burros hablan es ahora la segunda vez que Tyler Blanski me ha hecho sentir especialmente orgulloso. Este último libro suyo es claro, ingenioso, elocuente, profundo y memorable. Es la espiritualidad clásica vestida con ropajes modernos y hablada en un lenguaje accesible. En resumen, que es muy, muy bueno». —Dr. Michael Bauman, profesor de Teología y Cultura, Hillsdale College; erudito residente, Semestre de Summit, Summit Ministries

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La misión de Editorial Vida es ser la compañía líder en satisfacer las necesidades de las personas con recursos cuyo contenido glorifique al Señor Jesucristo y promueva principios bíblicos.

CUANDO LOS BURROS HABLAN Edición en español publicada por Editorial Vida – 2013 Miami, Florida © 2013 por Tyler Blanski Este título también está disponible en formato electrónico. Originally published in the USA under the title: When Donkeys Talk Copyright © 2013 by Tyler Blanski Published by permission of Zondervan, Grand Rapids, Michigan 49530 Editora en Jefe: Graciela Lelli Traducción y edición: Ediciones Noufront / www.produccioneditorial.com Adaptación del diseño al español: ThePixelStorm RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS. A MENOS QUE SE INDIQUE LO CONTRARIO, EL TEXTO BÍBLICO SE TOMÓ DE LA SANTA BIBLIA NUEVA VERSIÓN INTERNACIONAL. © 1999 POR BÍBLICA INTERNACIONAL. Esta publicación no podrá ser reproducida, grabada o transmitida de manera completa o parcial, en ningún formato o a través de ninguna forma electrónica, fotocopia u otro medio, excepto como citas breves, sin el consentimiento previo del publicador. ISBN: 978-0-8297-6427-7 CATEGORÍA: Vida cristiana / Crecimiento espiritual IMPRESO EN ESTADOS UNIDOS DE AMERICA PRINTED IN THE UNITED STATES OF AMERICA 13 14 15 16 17 v 6 5 4 3 2 1

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Para mi estimado amigo Michael Ward «Esta fue la razón misma por la que fuiste traído a Narnia: para que al conocerme aquí por un poco de tiempo, me puedas conocer mejor allí».

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Cuánto más felices serían; cuántos más serían ustedes, si el martillo de un Dios más alto pudiera hacer añicos su pequeño cosmos. —G. K. Chesterton, Ortodoxia

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Contenido Prólogo por Fernando Ortega 15 Reconocimientos 19

Primera parte: Una teoría loca

1. Un peregrinaje santo 2. En busca de la magia 3. Una conversión cada vez más profunda 4. Un proyecto de restauración

Segunda parte: Atomolandia

5. Llevando al burro al dentista 6. La cristiandad y Atomolandia 7. Salvar las apariencias 8. Nadie quiere escuchar 9. Desayuno en el Modern

Tercera parte: La coherencia de la creación 10. ¿Se puede confiar en la razón? 11. Contrabandeando de los egipcios 12. Cómo saberlo todo 13. Un mundo de anhelos, no de leyes

Cuarta parte: Servidores de los cielos

14. Nuestra acampada 15. Pero mucho menos parecido a una bola 16. Un mundo bañado en Dios 17. El amor que mueve a las estrellas

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Quinta parte: La santificación del tiempo 18. Arde el tronco de Navidad 19. Una estrella en Belén 20. En el año de nuestro Señor

Sexta parte: Eres lo que comes

21. Magia profunda 22. Cena en casa de Winston 23. El encantamiento para romper el encantamiento 24. Volver a ser miembro 25. Morir con Cristo

Séptima parte: La participación definitiva

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26. Muerte por agua 27. La nueva comunidad 28. Reorientar nuestros amores 29. Vengan a desayunar 30. Un renacimiento santo

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Epílogo Notas Bibliografía

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Prólogo

Q

uisiera presentar Cuando los burros hablan, el maravilloso libro nuevo de Tyler Blanski, hablando primero un poco de mi propia familia. Te ruego que tengas paciencia con este prólogo. Al final verás que tiene sentido. Mi abuelo, Juan Melquíades Ortega, murió en 1991, solo un par de meses antes de cumplir los 102 años. Era un hombre cristiano cuya serena consagración a Dios hallaba expresión en la improbable combinación de dones que el Creador le había otorgado: atender la granja, tejer, contar cuentos y cantar. La granja de mi abuelo lo ataba a la tierra: sus impredecibles estaciones, las necesidades de su familia, las fases de la luna. Sus magníficos tejidos (dos de los cuales pertenecen a la Smithsonian Institution) eran producto de procesos lentos y trabajosos: esquilar las ovejas, hilar la lana, usar tinas de colorantes. Las historias que nos contaba mi abuelo tenían que ver con parientes distantes que habían fallecido hacía ya mucho tiempo, que pastoreaban ovejas en Colorado, y también gitanos que acampaban en las afueras del pueblo en los años treinta vendiendo su mercadería: pociones y tiestos. Mi historia favorita hablaba de una vieja bruja que se podía convertir en coyote. Esta bruja trató de engañar a unos primos míos que se dirigían a un baile. Uno de mis primos se llamaba Juan, un nombre que se consideraba que tenía poder espiritual sobre las fuerzas de las tinieblas. Juan trazó un círculo en el suelo alrededor de la bruja e invocó tres nombres: «¡Jesús, María y José!», y la bruja quedó atrapada en el círculo, incapaz de hacerles daño alguno a mis primos. Estos relatos nos llevaban a nuestra historia y al pasado, pero liberaban nuestra imaginación para que paseáramos por nuestra cuenta a través de los llanos y los cauces de los ríos en el norte de Nuevo México. Después de todos estos años, aún siguen teniendo esa misma magia. Por último, el don del canto era el que conectaba a mi abuelo con el Dios trascendente que él adoraba a través de la obra de sus

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manos. En las calurosas noches de verano cantaba bajo el dosel de las estrellas mientras regaba surcos de chile, maíz, tabaco y melones, y el sonido de su voz era apagado por la suave tierra, el agua y el ritmo de un azadón. Un año después de la muerte de mi abuelo, yo escribí un canto llamado «Mi abuelito», en el cual hago memoria de muchas de las cosas que acabo de describir. Hasta el día de hoy, lo presento con frecuencia en los conciertos. Aunque es uno de los favoritos del público, con demasiada frecuencia me han llamado la atención por haber escrito una letra en la cual no hago mención específica de Dios. Ya he desistido de discutir acerca de esto. En mi mente, es uno de mis cantos que están más llenos de Dios. Aquí es donde se encuentra mi gran entusiasmo por Cuando los burros hablan, un libro estupendo escrito por un joven anglicano barbudo, y de Minneapolis nada menos. Tyler Blanski adora a Jesús y ama profundamente el cristianismo, el de la clase histórica. Mantiene en alto su fe como una antorcha encendida frente al cientificismo y al secularismo. Su libro es un loco y gozoso recorrido por cafeterías, campamentos, lotes de árboles de Navidad, historia medieval y la vasta expansión del universo lleno de estrellas. Todos estos lugares se juntan para hallar su sentido en la encarnación de Cristo. De la misma y hermosa manera, la granja de mi padre, sus historias, sus cantos y sus mantas de lana encuentran su sentido en el pesebre de Belén donde Dios se hizo carne. Tyler y yo nos hemos enviado textos y mensajes por el correo electrónico continuamente durante estos últimos meses, en espera de que este libro saliera a la venta. Es frecuente que comience sus textos diciendo: «Hola, Fernando. ¡Cristo está entre nosotros!» Cuando los burros hablan está repleto de lugares donde hace esta misma proclamación. Cristo está entre nosotros cuando estamos en cama enfermos (como estoy yo ahora), o cuando vamos en auto al trabajo, o les contamos una historia a nuestros hijos por la noche. Aunque nosotros tal vez no estemos conscientes de ello, participamos en un canto eterno que es cantado por toda la creación, y al que se unen todos los santos que han vivido antes que nosotros,

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Prólogo 17 y todas las huestes celestiales que están reunidas alrededor del trono de Dios. Juntos, estamos proclamando: «¡Cristo está entre nosotros!». Juan Fernando Ortega 30 de octubre de 2012

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Reconocimientos Mi gratitud a mi esposa Brittany. Mi gratitud también a Petersons, Michael Ward, Ivan, el Padre Peay y los profesores de Nashotah House. Mi gratitud a mis editores, Carolyn McCready, Andy Meisenheimer y Jim Ruark. Mi gratitud a Tom Dean y Jess Secord. Mi gratitud a ti, Fernando Ortega. Mamá y papá, muchas gracias.

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Primera parte

Una teoría loca En la cual los burros pueden hablar y el cristianismo es un viejo bosque. Se presenta a Stephen el filisteo. También se presentan una teoría loca y la santa trinidad del desayuno. La encarnación tiene unas consecuencias que lo comprenden todo, tanto para el universo como para nosotros. Si los burros pueden hablar, también pueden hablar las estrellas y nuestros calendarios, nuestra vida misma. No necesitamos un avivamiento; necesitamos un renacimiento santo. Pero la senda que atraviesa la cristiandad es vieja y peligrosa, y es necesario hacer primero un cuidadoso reconocimiento de ella.

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¡Alégrate mucho, hija de Sion! ¡Grita de alegría, hija de Jerusalén! Mira, tu rey viene hacia ti, justo, salvador y humilde. Viene montado en un asno, en un pollino, cría de asna. —Zacarías 9:9 Y más, que no tendré a deshonra la tal caballería, porque me acuerdo haber leído que aquel buen viejo Sileno, ayo y pedagogo del alegre dios de la risa, cuando entró en la ciudad de las cien puertas iba, muy a su placer, caballero sobre un muy hermoso asno. —Cervantes, Don Quijote (I, cap. XV)

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Capítulo 1

Un peregrinaje santo

S

i yo te dijera que tengo un burro que habla, lo más probable es que te rieras y te sirvieras otra copa. Si yo insistiera en que estaba hablando totalmente en serio, es probable que te me fueras alejando lentamente y, sin enmascarar para nada tu alarma, buscaras la salida más cercana. Nada echa a perder una buena fiesta como una historia acerca de un milagro. «Fue una jugada de tus nervios; una ilusión», me aconsejarían los que se atrevieran a quedarse, escudriñándome con unos ojos preocupados de cachorro. «¿Te has tomado tu medicamento?» Yo no tengo ningún burro, pero si lo tuviera, querría que fuera un burro parlante. Todo comenzó con huevos, una croqueta de papa y tocino: la santa trinidad del desayuno. Mientras estaba sentado en un bar del lugar por la mañana, tragándome un café barato y tratando de escuchar los chismes que estaban diciendo acerca de un político en una mesa cercana, oí que otro omnívoro exclamaba: «¿Quién envió a esa burra loca al Congreso?». Aquella frase captó mi atención, porque cuando yo era más joven era patinador, usaba largas cadenas que tintineaban y llevaba el pelo largo y grasiento, de manera que mis amigos me decían: «Ese pelo es loco, muchacho». Pelo loco se refiere a algo de gente chiflada, con un giro de comedia, divertido o inmaduro. En una ocasión, yo levanté la vista desde mis humeantes tiras de tocino y vi el asno que le sirve de emblema al partido

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demócrata, estampado en la camiseta de un cliente, y entonces fue cuando me di cuenta. Loco. Asno. La burra. La Santa Trinidad. Recordé la historia bíblica de Balán y su burra loca, y en un raro momento de epifanía, me di cuenta de que nunca me había tomado en serio aquella historia. De hecho, nunca me había tomado la mayor parte de la Biblia con tanta seriedad. De alguna manera había convertido los relatos históricos sobre Dios–en–la–tierra como «lecciones para la vida», como si el cristianismo fuera una especie de terapia. Había cerrado los ojos ante la posibilidad de que los relatos de la Biblia fueran no solo capaces de sacudir la vida, sino que también fueran histórica y ontológicamente ciertos: el cristianismo no como creencia personal, sino como realidad pública. En Números, el cuarto libro de la Torá, un libro escrito mucho antes del nacimiento de Cristo, hay un relato acerca de un pagano llamado Balán. En aquellos tiempos, el paganismo era la ciencia popular. No eran las fuerzas ni los principios, sino los dioses, los que hacían que cayeran las rocas, que cambiaran las mareas del océano y que crecieran los sembrados. Todo el mundo creía en los dioses, incluso los gentiles «seculares», y algunas veces hasta los mismos judíos. Desde el punto de vista de los hebreos, se podía decir que ser «secular» significaba que no se era judío: aunque los gentiles creían en sus dioses, no creían en el único Dios verdadero. De manera que es extraño que este gentil llamado Balán fuera profeta. Aunque era pagano, Balán creía en el único Dios verdadero.1 Según la leyenda, Balán tenía el don de conocer el momento exacto en que Dios estaba airado: era un superprofeta, un adivino, y Dios le hablaba en sueños y visiones. Las Escrituras dicen: «Entonces el Señor puso su palabra en boca de Balán» (Números 23:5).2 Su nombre mismo significa «tragar».3 Los israelitas acababan de pasarse cuarenta años deambulando por el desierto y estaban a punto de cruzar el río Jordán para entrar a las verdes tierras de Canaán. Ya habían comenzado a vencer a sus habitantes, y el rey de Moab temía que él fuera el próximo en la lista de gente a eliminar por los israelitas. Entonces mandó a buscar al profeta Balán, «el que traga gente», para que hiciera llover maldiciones sobre los israelitas.4 De manera que Balán ensilló su burra, la misma en la que

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Un peregrinaje santo 25 había montado desde muchacho, y fue tambaleándose sobre ella hasta donde estaba el rey de Moab. Pero Dios no estuvo de acuerdo con los planes de Balán de maldecir a su pueblo escogido. En medio de su viaje, apareció un ángel del Señor ante Balán y su burra y desenvainó una espada para bloquearles el paso. Al principio, Balán no pudo ver el ángel, pero la burra sí. Para gran diversión de sus acompañantes, la aterrada bestia se lanzó a toda carrera hacia los campos que estaban junto al camino, mientras Balán rebotaba encima de ella. Avergonzado, Balán golpeó a la burra para obligarla a regresar al camino. Entonces la burra se arrimó a una pared que había en el camino, mientras el ángel aparecía por segunda vez. Balán se lastimó un pie y, rojo de ira, volvió a golpear a la burra con un palo. Mientras iban adelantando muy despacio, el ángel se les adelantó y se les apareció por tercera vez, asustando a la burra de Balán hasta el punto de echarse al suelo sin querer moverse (los burros son muy tercos; a diferencia de los caballos, es imposible lograr que un burro haga algo que no sea lo mejor para él). Furioso, Balán golpeó de nuevo a su burra con el palo de nuevo (Números 22.27). Entonces, el Señor hizo que la burra hablara. «¿Se puede saber qué te he hecho, para que me hayas pegado tres veces?» Balán le respondió: «¡Te has venido burlando de mí! Si hubiera tenido una espada en la mano, te habría matado de inmediato». Pero la burra le replicó: «¿Acaso no soy la burra sobre la que siempre has montado, hasta el día de hoy? ¿Alguna vez te hice algo así?» Y entonces el Señor le abrió los ojos a Balán y este vio al ángel de pie en el camino con la espada desenvainada. Aterrado, Balán cayó sobre su rostro y el ángel le dijo que podía continuar su viaje para encontrarse con el rey de Moab, pero que no debía maldecir a los israelitas; al contrario, los debía bendecir. Y a medida que se va desarrollando la historia, vemos que sus oraciones de bendición cambiaron realmente lo que les sucedió a los israelitas. Esta historia es la historia de una burra loca en más de un sentido. Aquí vemos una burra, animal famoso por su torpeza y su terquedad, ilustrando una comprensión espiritual mayor que el gran profeta pagano de Mesopotamia.5 «Su burra —una muda bestia de

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carga— habló con voz humana», se nos dice en 2 Pedro 2.16. Así le salvó la vida a su amo, un oráculo que pronunciaba presagios y augurios de parte de Dios. Aunque este relato sea irónico y divertido, es sumamente serio. Al parecer, Dios puede usar a cualquiera —desde un pagano hasta una burra— para que se cumpla su voluntad.6 Lamentablemente, al igual que Balán, nosotros seguimos adelante por nuestro camino, cometiendo errores, ciegos a las advertencias de Dios, hasta que él tiene que usar «burras» para detenernos. Pero el amor de Dios es más real que la ley de la gravedad. Los ángeles están por todas partes. Cualquier burro se podría convertir en un burro parlante. Todo lo que nosotros necesitamos es que Dios nos abra los ojos, como se los abrió a Balán. Y así, como cristiano, y los cristianos creemos en una gran cantidad de cosas extrañas,7 esta historia se ha convertido en mi escudo de armas para una batalla que yo considero que es una de las más importantes de hoy: nuestras suposiciones previas (mayormente silenciosas) sobre lo que podemos esperar de la cristiandad. La «cristiandad» es el reino de Dios que se va expandiendo a través de esa inmensa y libre comunión de los santos, la Iglesia, a la cual llama Cipriano «el resplandeciente ejército de los soldados de Cristo».8 San Ambrosio la llama «el reino de Dios, que es la Iglesia».9 Hacerse cristiano es convertirse en parte de una agrupación libre y solidaria de personas procedentes de diferentes estilos de vida y diferentes edades, pero que experimentan todos el mismo clima, las mismas dificultades, la misma topografía, el mismo excéntrico impulso de seguir a Jesús. En realidad es el culto a una personalidad. Este Jesús, este Cristo, este «luminoso nazareno», como lo llamaba Einstein, es una personalidad que hay que tener en cuenta. Estos seguidores de Cristo dicen que Jesús el Cristo (palabra griega que significa «ungido») es plenamente humano y plenamente Dios, y que hizo su entrada en nuestro mundo y nuestro tiempo. Dicen que es posible conocerlo y ser conocido por él, y ser amado por él, y que su amor puede transformar nuestra vida... este mismo día, en este mismo momento. Es algo que han estado diciendo durante milenios. Una generación tras otra de artistas creativos y también de lineales que funcionan con el cerebro izquierdo son atraídos con un poderoso rayo tractor a su sabiduría, su

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Un peregrinaje santo 27 arrojo y su insondable amor. Y todos sienten un reverente asombro ante él. Dicen que el Dios de la historia, el Dios de las edades, ha irrumpido en sus vidas para comenzar una renovación del corazón humano. Dicen que él lo cambia todo: relaciones, comida y bebida, historia, e incluso los misterios invisibles del espacio y del tiempo. No obstante, hay algunos de mis amigos cristianos (y yo solía ser uno de ellos) a quienes no les gusta la historia de la burra loca de Balán. Disfrutan con las otras historias de burros, como aquella en la que un burro le hace un guiño a Jesús recién nacido, o la otra en la que Abraham carga a su burro para salir a sacrificar a su hijo Isaac, o aquella en la que Jesús hace su entrada en Jerusalén montado en un burro para ser sacrificado por el mundo, mientras la multitud clama «¡Hosanna!». Al menos en estas historias, este mamífero ungulado doméstico de la familia de los equinos, con sus largas orejas y su rebuzno típico, solamente es un burro normal, de los de siempre. Pero yo siento una curiosidad: Si puedo creer en Jesús (ese óvulo inmaculadamente fertilizado), ¿por qué no puedo creer en los burros parlantes? ¿Acaso no estoy dando por sentado que el mundo es milagroso? «¿Por qué les parece a ustedes increíble que Dios resucite a los muertos?», pregunta Pablo, como si sucediera todo el tiempo (Hechos 26.8). Son pocos los que olvidan, aunque solo lo hayan leído una vez, la forma en que Dios le habló a Moisés «entre las llamas de una zarza ardiente» (Éxodo 3.2). Son menos todavía los que pueden pasar por alto la forma en que Jesús utilizó en Mateo 26.75 a un gallo para comunicarse con su discípulo Pedro. ¿O qué decir de la poesía del caballo de batalla en Job 39.25, que «en cuanto suena la trompeta, resopla desafiante»? ¿O del momento en que Moisés partió en dos el mar Rojo (Éxodo 14.21–22), o cuando Josué le ordenó al sol que se detuviera en el cielo, y el sol se detuvo (Josué 10.12–13)? Si yo ya creo que Dios mismo fue torturado hasta la muerte, y después resucitó de entre los muertos, y que la sangre real de Jesús tiene el poder de perdonar el pecado, ¿por qué voy a dudar por un momento que Elías hizo caer fuego del cielo para consumir por completo un sacrificio (1 Reyes 18.36–39)? Yo me solía decir a mí mismo: «El cristianismo no es milagroso; el cristiano es algo seguro». No quería un Dios que fuera más

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grande que yo, que hiciera estremecerse las cosas. La seguridad era lo que quería y, lamentablemente, fue seguridad lo que conseguí. Pero últimamente he estado anhelando algo más que una cristiandad que se parezca a los anuncios y los barrios residenciales del siglo veinte. Quiero descubrir al Dios que vive y respira realmente; el Dios que lo cambia todo con respecto a lo que significa ser humano. El cristianismo no es algo seguro. Abre todo un mundo repleto de fuego del infierno y de juicio, de condenación y de salvación, de una maldad real y una bondad real, y sobre todo, de un amor real, la clase de amor que en todas las demás partes solo hemos conocido en débiles imitaciones y anticipos. La cristiandad (porque en realidad solo es eso, el mundo cristiano) está llena de burros parlantes, zarzas ardiendo, diluvios, serpientes que hablan, gallos que cantan y desastrosas manzanas que, cuando se las muerden, le roban a uno la inmortalidad. Está repleta de una profunda magia. En la historia de Don Quijote y Sancho Panza, este personaje común y corriente decide vestirse con una vieja armadura y salir como caballero errante en busca de aventuras. A su amigo Sancho lo hace su escudero. Entonces los dos se embarcan en elaboradas búsquedas a lomo de caballo que ellos creen reales, aunque no lo son. Atacan molinos de viento, pensando que son unos feroces gigantes. Te quiero invitar a unirte conmigo en lo que se podría convertir en una persecución no tan alocada. Porque al fin y al cabo, los molinos de viento tienen algo de feroces y gigantescos, ¿no te parece? Quiero ensillar un burro y salir cabalgando a través del «Viejo Mundo». Vamos en busca de reliquias de una era desaparecida; una era en la cual los burros hablaban y las estrellas brillaban y los santos no eran gente negativa y pesimista. Vamos por el camino hacia la Iglesia y hacia los viejos libros. Como los cristianos de antaño, queremos vivir en la presencia de Dios. Queremos desempolvar lo que C. S. Lewis llamaba «la imagen descartada», y Owen Barfield llamaba «esas vestiduras descartadas».10 Queremos despertar a la posibilidad de que Jesús se pueda comunicar con nosotros por medio de un burro... o un perro, o un gato, o un patito de goma. Nuestra

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Un peregrinaje santo 29 misión será despertar, dejar que nos domine un encanto. Te dejo a ti el decidir si algo de lo que descubramos habrá valido la pena, y también puedes decidir tú mismo quién de nosotros es el gallardo caballero, y quién es el rechoncho escudero. Así que el libro que tienes en la mano es una invitación a salir en una santa peregrinación. Es el mapa de un tesoro. Y te irá guiando a través de algunos de los terrenos más bellos y peligrosos del cristianismo; tierras largo tiempo olvidadas o descuidadas, tierras que necesitarás un santo renacimiento para poderlas redescubrir. Si yo tuviera que capturar en una sola palabra lo que estoy buscando, lo llamaría creer; esa forma de creer que me invita a vivir esa fe de niños de la cual Jesús dice que es la puerta de entrada a su casa, el reino de los cielos (Marcos 10.15).

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Capítulo 2

En busca de la magia

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ara comenzar mi peregrinaje, atravesé la calle para ver a mi vecino, Stephen el filisteo, un viejo amigo mío del Colegio Bíblico. Su altura, su bigote asombrosamente poblado y sus brillantes ojos azules le dan un encanto espléndido, aunque algo feroz. Lo llamamos Stephen el filisteo porque, a pesar de que sabe más acerca del cristianismo que la mayoría de los cristianos, sencillamente, no cree. No soporta la hipocresía. Además, le encantan las mujeres, las aventuras y la ginebra Bombay Sapphire. Yo le he dicho que el cristianismo tiene todo esto... solo que no de la forma en que él lo quiere. En fin, que atravesé la calle pisando fuerte para anunciarle a Stephen el filisteo que estaba escribiendo un libro cristiano acerca de mi teoría de burro loco. «Me encanta que la gente diga cosas ridículas», me dijo, mirándome como si yo hubiera acabado de salir de la guardería de la iglesia. «¿Ah, sí?», le dije, sintiéndome moderadamente alentado. «Claro», me dijo moviendo una mano. «Pero a los cristianos no les gusta. Tu absurdo libro te va a destruir». Yo tragué en seco. «Bueno, al menos las ejecuciones por decapitación, por ahogamiento o en una hoguera ya no se practican en la Iglesia».

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«Correcto», me dijo Stephen para consolarme. Sus ojos parecían más azules. «Y además, la Constitución de Estados Unidos y la Declaración de Derechos están de tu parte también». «¿Te importaría que yo tomara un poco de tu ginebra?», le pregunté. «De ninguna manera», me contestó Stephen, y me preparó un fuerte trago cristiano. A pesar de las consoladoras palabras de un viejo amigo, volví a cruzar la calle de vuelta a mi apartamento, y me inundó la preocupación como si me hubiera envuelto una nube. Llamé a Stephen desde mi teléfono móvil. «¿Sí?», dijo Stephen con tono cortante. «¿Y si la gente piensa que soy un hereje?» «Tyler, los cristianos siempre se enojan cuando alguien desafía sus estereotipos sobre Dios, la magia y la ciencia. No te preocupes. Aunque viviéramos realmente en los tiempos medievales y aún nos estuviéramos gritando mutuamente nombres como el de “hereje”, lo cierto es que no te podrían llamar hereje a ti, y también es cierto que tú no los podrías llamar herejes a ellos tampoco por no estar de acuerdo contigo». «¿Por qué?», le pregunté. «Porque, que yo sepa, no hay parte alguna de tu teoría de burro loco que ponga en tela de juicio o contradiga la ortodoxia del Credo Niceno... o el Credo de los Apóstoles, o el Credo de san Atanasio. Tú eres el teólogo. Deberías saberlo». Yo asentí con la cabeza, pero Stephen, por supuesto, no puede oír cuando uno asiente con la cabeza. Entonces siguió hablando en medio de mi silencio: «Tanto si están de acuerdo contigo, como si no lo están, limítate a estar agradecido de tenerlos como compañeros de viaje. A mí me encantaría inscribir a esas personas negativas en una justa; ya sabes, esa clase de competencias en las cuales los caballeros nobles cabalgan uno frente a otro para ver quién vence con su lanza. O bien, podríamos sentarnos todos a conversar mientras tomamos una cerveza roja hecha por los frailes». Yo reí con pocas ganas. Grandemente animado con las palabras de Stephen el filisteo,

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En busca de la magia 33 tiré mi teléfono en el sofá y escribí unas cuantas preguntas: ¿qué significa vivir en un mundo donde los burros pueden hablar? ¿Qué significa ser un hombre o una mujer que Dios ha creado? ¿Cuál es nuestro lugar en el universo? ¿Qué significa que Dios no solo se revela a sí mismo por medio de palabras, sino que también se volvió realmente humano, encarnado? ¿Qué es exactamente lo que están haciendo los cristianos cuando son bautizados o reciben la Cena del Señor? ¿Hay en el universo un significado que incluso los paganos y la gente secular puedan descubrir, y cómo lo integramos con nuestra fe? ¿Cómo pensaban los cristianos acerca de la Iglesia antes de la era de los televisores, los autos y las corporaciones? En la búsqueda de respuestas a cuestiones como estas, voy cabalgando sobre un burro, sosteniendo las riendas de una era que ya pasó, tal vez de otra que está por llegar. Quiero descubrir la historia de Dios en la realidad y en senderos donde ha crecido la hierba y han sido descuidados. En mis primeros intentos por hacer un reconocimiento, me precipité y continué haciendo públicas mis intenciones. Con mucho agrado, les anuncié a mi familia y mis amigos, e incluso a mi casa editora que viajaría por la cristiandad en busca de la magia. Casi todo el mundo me dedicó alguna seria admonición o reprimenda. El viejo bosque de la cristiandad está repleto de peligros: osos, gatos salvajes y jabalíes; rústicos chiflados de los lugares más remotos, viejas herejías y fábulas mortales que van abriendo un surco para penetrar en el cerebro de malhadados caminantes para enviarlos a la apostasía y las blasfemias. Unas sombras espeluznantes acechan desde una neblina más espesa que el humo de los bosques. Basta con que leas acerca de las visiones de santa Hildegarda de Bingen o los impulsos de Francisco de Asís, y comenzarás a entender la idea. Allí nos podrían suceder cosas inconcebibles. Y entonces está también el controvertido asunto de san Dionisio de París, quien recibió la encomienda de convertir al pueblo galo e hizo una labor tan buena, que los paganos del lugar se enojaron y lo decapitaron. Después de algo parecido a una especie de caza a ciegas de huevos de Pascua, Dionisio encontró su cabeza, la recogió y siguió predicando. Así se convirtió en el patrono de los que sufren de do-

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lores de cabeza. Y también está san Fiacre, quien estaba tratando de edificar un nuevo monasterio. El obispo le ofreció tanta tierra como pudiera arar en un día. Él viró al revés el suelo con la punta de su vara, derrumbando árboles y pulverizando grandes rocas. Una mujer desconfiada le dijo al obispo que Fiacre estaba usando de hechicería. Pero el obispo reconoció que aquello era obra del Señor, y Fiacre edificó su monasterio, en el cual, dicho sea de paso, prohibió la entrada de mujeres. Es el santo patrono de los jardineros y... bueno, de los taxistas. Y esa es la parte buena. Antes de entrar en ninguna investigación real, tuve que sufrir historias que me causaban aprensión (compartidas siempre con una ahogada risa intencional y una sonrisa) sobre desconsolados viajeros que se aventuraban a salir en una santa peregrinación, solo para hallarse al despertar en la compañía de astrólogos paganos, o compartiendo la misma tienda de campaña con una tradición germana durante unos pocos y coloridos instantes. Otros han salido a recorrer los viejos senderos por los que caminaban nuestros ancestros, solo para tropezarse con orates, brujas o lectores de horóscopos. Oí historias de pobres peregrinos que desaparecían de repente en una herética neblina. Otros han deambulado hasta las neblinas que esconden las que ha sido llamado las luminosas tinieblas de Dios, y nunca han vuelto a ser los mismos de antes. Solo me hicieron falta un poco de lectura ligera y casi ninguna imaginación para imaginarme que lo mismo me sucedería a mí. Por ejemplo, descubrí recientemente la única novela completa que sobrevivió del latín, Las metamorfosis de Lucio Apuleyo. Este libro influyó tanto en el estilo de la prosa de Agustín, que él le puso a este picaresco relato el apodo de «El asno de oro». Relata la historia de un hombre pobre que quiere aprender magia. Trata de convertirse en ave, pero se horroriza al descubrir que en lugar de convertirse en ave, se ha convertido en un burro: «Por fin, examinando desesperado todo mi cuerpo, me vi obligado a enfrentarme a la mortificante realidad de que no había sido transformado en un ave, sino en un simple burro».1 Después sigue toda una serie de aventuras excesivamente obscenas y un poco más ostentosas de la cuenta para relatarlas aquí. «Sábete, amigo Sancho», advertía Don

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En busca de la magia 35 Quijote en este asunto, «que la vida de los caballeros andantes está sujeta a mil peligros y desventuras».2 Sin embargo, ninguna de las historias que leí superaba a los relatos de la Biblia, unos relatos en los cuales Dios literalmente hace que la tierra deje de girar, se convierte en un ser humano, camina sobre el agua, levanta a Lázaro de entre los muertos, vence él mismo a la muerte y promete vida eterna. Mientras más leía, más decidido estaba a explorar los escritos de tipo sobrenatural y popular, y el evangelio. A pesar de todo, decidí internarme de manera irreversible en el viejo bosque, en aquellos días anteriores a la llegada de los llamados trituradores de madera de la Ilustración. Aunque yo no soy ningún san Jorge cuando de pelear con dragones se trata, me eché encima toda una mochila repleta de libros de biblioteca, apreté con fuerza las riendas de mi burro y entré portentosamente en el viejo camino, junto al borde de los oscuros pinos.

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Capítulo 3

Una conversión cada vez más profunda

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omo veremos en nuestra exploración de la Eucaristía en particular, el reino de Dios se halla sumamente cercano. Tengo la esperanza de que esta santa peregrinación nos guíe a una conversión cada vez más profunda. El viejo bosque de la cristiandad es una invitación a la adoración; más concretamente a la participación en la Eucaristía, a reafirmar una vez más que el Hombre que nació en Belén era realmente de una misma sustancia con el Padre; que todas las cosas fueron hechas por él, y que el misterio de la Palabra hecha carne es puesto a nuestra disposición en la Cena del Señor. Andar con dificultad por todo un mundo de burros parlantes es algo que siembra dentro de una persona una nueva hambre por el cuerpo y una nueva sed por la sangre de la Palabra encarnada. El cristianismo encantado es un fuerte golpe medieval para nuestra imaginación. Hasta nos podría inspirar de nuevo a llamarle «Hermano Asno» a nuestro cuerpo, como Francisco de Asís, aquel delgado santo que se precipitó desnudo por los bosques para adorar al Señor y amar a los necesitados. Para él, el mundo estaba vivo con la actividad de Dios. Para él, los milagros, como los electrones, podían saltar en cualquier lugar, y no todos los burros eran burros tontos. Mi gran meta para nosotros es que creamos eso mismo: que creamos mejor. Creer no es fácil, pero le da forma a toda nuestra vida. A muchos de nosotros nos puede parecer francamente im-

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posible, y no nos ayuda el que haya hoy tantas iglesias que estén haciendo del cristianismo algo demasiado complicado. En mi niñez se me decía que cuando vamos a la iglesia, queremos que nos presenten un buen espectáculo. Esto no es cierto. Cuando somos bautizados en los viejos bosques del reino de Dios, morimos a nuestro viejo yo y resucitamos en el cuerpo de Cristo, su Iglesia. Es decir, que la Iglesia no está hecha para presentarnos un espectáculo, sino para que participemos en una vida compartida de servicio activo en el reino de Dios. También se me decía que mi atención duraba poco y que, en pocas palabras, no me interesaba lo intelectual. Sin embargo, en la cristiandad encantada del pacto, somos hechos a imagen de Dios y dotados no solo de una vida emocional, sino también de cerebro. Somos llamados a ser discípulos, estudiantes de Jesús. Pablo nos exhorta a superar la dieta de «leche espiritual» para que nos podamos convertir en adultos en Cristo. Deberíamos tener el deseo de aprender más acerca de las Escrituras, la teología, las disciplinas espirituales y la historia de la Iglesia de Dios. Deberíamos tener el deseo de amar al Señor nuestro Dios con todo nuestro corazón, alma, cuerpo y mente. Otro inmenso obstáculo a la hora de viajar por el cristianismo histórico es el mito de que no queremos religión. El siglo veinte pensaba que la tradición y la historia estaban pasadas de moda, así que hizo que la iglesia tomara el aspecto de una escuela de negocios o de una tienda de mercaderías. Cuando yo iba a una iglesia como esta, se me persuadía de que no quería ser religioso, sino que quería ser «espiritual», «relevante», o incluso «genial». Ahora bien, ¿qué esperamos recibir de un Dios al que se puede empaquetar para presentárnoslo a través de un negocio dedicado al espectáculo que mercadea con todo cuidado su producto entre los deístas terapéuticos y moralistas de los barrios residenciales?1 Por supuesto, no esperamos un encuentro de la vida real con el Dios uno y trino de los tiempos, el Creador de los cielos y la tierra, el Juez de toda la humanidad y el Redentor del mundo. Ese Dios es aterrador. Así resulta que los santos del ayer eran unos tipos formidables, excelentes. Entendían que el cristianismo es una religión; esto es, una fe comunal encarnada y en acción. Si he nacido de nuevo, ya

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Una conversión cada vez más profunda 39 no puedo seguir siendo un deísta individualista, terapéutico ni materialista. No querría inventarme una fe personal de devociones privadas realizadas en mi lugar privado de oración, a expensas de una vida activa en el cuerpo colectivo de Cristo que su Iglesia. Dentro de mí, el Espíritu Santo me grita que viva mi fe en la comunidad de los creyentes. Esta «fe vivida» es la religión. Todas las iglesias tienen su liturgia, pero no todas las iglesias tienen una liturgia cristiana. Algunas han favorecido la liturgia del concierto de rock, o la liturgia del megacentro comercial, o la liturgia de la corporación. Pero como cristiano, somos llamados a la liturgia de la Iglesia que no está atada al tiempo; la liturgia reconocible para la comunión mundial y atemporal de los santos. La palabra de vieja escuela para esta universalidad, esta comunidad intergeneracional e internacional, es «católica» (del griego καθολικός, kazolikós). Esta es la creencia según la cual la Iglesia del mundo entero es la novia de Cristo, la amada de Dios. Cuando somos los amados de Jesús, la Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros (lee Juan 1.14), crece cada vez más en nosotros el hambre por la liturgia. Esto se debe a que Dios, quien trajo a la existencia a este mundo con su palabra, quien ha escogido las palabras para que sean su medio de revelación en las Escrituras, y quien nos exige que profesemos nuestra fe, es un Dios de palabras. La «liturgia» es el papel de un creyente dentro de la comunidad cristiana. Los domingos por la mañana, este papel se convierte mayormente en un papel de decir y escuchar palabras. Esta lectura de las Escrituras, repetición de los Credos, confesión de pecados, oración con las palabras del Padrenuestro, celebración de la Eucaristía y canto —además de lo que se dice y se canta colectivamente— es lo que se llama «liturgia». A muchos de nosotros, la belleza de la liturgia y la santa magia de la cristiandad nos podrán parecer alarmantes al principio, porque fuimos criados pensando que el mundo es como un horno–tostadora de mostrador, o que Dios es una especie de benigno primer impulsor. Este «desencantamiento», por usar la expresión de Max Weber, lo presenciamos de la manera más obvia en nuestra actitud acerca de la Cena del Señor. Muchos hemos aceptado la idea de que la Cena del Señor solo es una estéril costumbre de comer pan y

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beber vino mientras «pensamos en Dios». Y es mucho más que una gimnasia mental. Si el cristianismo fuera lo mismo que el dualismo gnóstico, la Santa Eucaristía solo sería una manera de recordar a Jesús. Pero el cristianismo tiene que ver con la encarnación y el milagro... al menos cuando uno anda montado sobre un burro. En mis primeros años de vida pude conocer diferentes ideas sobre lo que es el cristianismo. Durante toda mi niñez, mi familia asistía a la Iglesia Bautista Belén, de Minneapolis, que pastorea John Piper. Allí fue donde fue alimentada por vez primera la humildad que aún siento ante las Escrituras. Estudié en una escuela primaria fundamentalista llamada Calvin Christian School. Pero en mi penúltimo año de secundaria no asistí a ella, sino a la escuela pública local. A lo largo de toda mi adolescencia, asistí a la iglesia Wooddale, una megaiglesia situada en un barrio residencial. Yo vivía y respiraba todo lo que tenía que ver con Wooddale, y hasta ayudé a comenzar el equipo de adoración del grupo de jóvenes. Mis primeras novias y mis amigos más cercanos estaban en aquella inmensa iglesia. Terminé haciéndome rizos al estilo de los rastafaris y trabajando en una cooperativa de alimentos orgánicos, y a los diecisiete años, era un «participante en el pacto» en Solomon’s Porch, de Doug Pagitt, una bondadosa y colorida comunidad emergente posmoderna. Alrededor de ese tiempo, comencé a asistir al Centro Perpich para la Educación en las Artes, una escuela secundaria única, dedicada a las bellas artes, donde estudié guitarra en mis dos últimos años de secundaria. Aquella escuela estaba repleta de lesbianas y liberales, actores dramáticos llenos de tatuajes y jóvenes raperos, y fue allí donde comencé mi modesta carrera de músico. En realidad, es más bien un entretenimiento, pero me encanta componer cantos folclóricos, producir discos y también pisar fuerte al mismo tiempo que soplo mi filarmónica en los bares de Uptown los viernes por la noche. Aunque contemplé tras bambalinas muchas de las maravillas del arte escénico moderno, no aprendí gran cosa en la secundaria especializada en las artes, y lo sabía. Así que terminé yendo nada menos que al Hillsdale College, en el sur de Michigan, una institución situada en el extremo opuesto del espectro político, moral

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Una conversión cada vez más profunda 41 y educativo. Solamente había (que se supiera) dos lesbianas en el recinto, y a nadie le parecían interesar las modas o los espectáculos. En Hillsdale todo el mundo hablaba de libros e ideas. Nunca había oído hablar de las artes liberales, y me sorprendió descubrir en mi primer semestre de estudios clásicos que nuestra cultura occidental no es algo que nosotros nos inventamos recientemente. Nos guste o no, hemos recibido las tradiciones grecorromana y judeocristiana. En Hillsdale me tropecé con la iglesia más fea, pequeña y corriente que jamás había visto: Christ’s Church, una pequeña iglesia anglicana. Fue allí donde encontré las hermosamente avejentadas oraciones de la cristiandad, la liturgia histórica y los credos. Allí conocía un pequeño puñado de cristianos que vivían juntos en amor en una vida diaria que tenía sus raíces en la Palabra y los sacramentos. Descubrí que mi fe no consistía solamente en mi persona, mi Biblia y mi iglesia a la moda, flotando en el espacio exterior. Aquella humilde y sencilla iglesia anglicana me invitó a una fe que era evangélica y católica, siempre vieja y siempre nueva; a la moda, pero también histórica y ortodoxa. Desde que me volví a mudar a Minneapolis para pintar casas y escribir libros, he sido miembro de Church of the Cross, otra iglesia anglicana repleta de parejas jóvenes, gente anciana, personas de todos los colores y las razas, adolescentes y gente de edad madura, todos enamorados de Jesús. No soy uno de esos cristianos que con toda tranquilidad llevarían en el parachoques de su auto un letrero que dijera: «Nosotros hacemos las cosas a nuestra manera, y los demás son unos idiotas». No me siento amargado con ninguna de las iglesias que he conocido, ni ando huyendo de ninguna de ellas. Entre todas, les han dado forma a mi amor y entrega a Jesucristo como Señor de una manera a veces averiada y a veces hermosa. Y así, este peregrinar no tiene que ver con salirme de ninguna tradición o particular denominación, ni con aferrarme a ninguna. La meta de nuestro viaje no es ni siquiera recuperar una edad de oro, o hacer que nos convirtamos en mejores bautistas, evangélicos o anglicanos. Lo que estamos buscando es amar más a Dios y conocerlo mejor. La exploración de la fe antigua–futura del cristianismo llena de vida nueva nuestro discipulado con respecto a Jesús.

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Capítulo 4

Un proyecto de restauración

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ecesitamos un renacimiento santo. Un avivamiento sin renacimiento solo hace gente convertida; sin embargo, hoy en día ser «cristiano» no siempre significa ser semejante a Cristo. En cambio un renacimiento nos invita a convertirnos en discípulos de Jesús; a convertirnos en estudiantes suyos para toda la vida. Yo solo soy un pintor de casas de Minneapolis, pero creo que el Espíritu Santo está despertando en los cristianos de hoy el hambre por espacios en los cuales puedan convertirse en estudiantes —discípulos— de Jesucristo. La actividad de Dios en la tierra, siempre antigua y siempre nueva, es una corriente continua de salvación tras salvación, y estamos invitados a participar en estas historias de una manera íntima. Es real que hay una gran nube de testigos (Hebreos 12.1). Es real que hay «una Iglesia universal y apostólica».1 Y cuando fuimos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, nacimos de nuevo en esta compañía de los santos. La palabra renacimiento nos suele hacer pensar en el Renacimiento, ese avivamiento de la literatura y las artes que se produjo desde el siglo catorce hasta el dieciséis, impulsado por un interés renovado en los modelos clásicos de la antigüedad. Nos vienen a la mente nombres como los de Petrarca, Dante, Boccaccio y el pintor Giotto, por no mencionar a Rafael, Leonardo da Vinci, y Miguel Ángel. La música floreció. El arte estalló. La literatura alcanzó

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nuevas alturas. Es un período que resplandece en la historia. La gente buscaba lo bueno y cierto del pasado, y lo vivía en el tiempo presente. Nosotros nos hallamos en el umbral de otro renacimiento —un renacimiento según Dios; un renacimiento santo—, porque renacimiento es lo que sucede cuando una visión y una vitalidad nuevas entran a toda prisa en las viejas verdades y tradiciones. Las personas se ven a sí mismas como parte de algo mayor y hermoso. Despiertan. Las mentes y los corazones cobran vida. La historia es transformada. No necesitamos obsesionarnos acerca de lo que es nuevo, ni de cómo «adquirir cultura». Los renacimientos no se producen de esa manera. Los renacimientos se producen cuando las personas miran a lo que es bueno, verdadero y realmente hermoso en el pasado, y después lo viven en tiempo presente; lo viven a su propia manera exclusiva. Si uno no revuelve lo que hay en el caldero, la sopa se quema. Los renacimientos incomodan a todo el mundo, porque revuelven las cosas. Y así la gente, o bien va a perseguir de nuevo a los cristianos, o se va a hacer cristiana, pero no va a tener manera de bostezar y ser indiferente ante la Iglesia, porque tiene exactamente el mismo aspecto que el resto de la cultura contemporánea. La Iglesia en renacimiento se esfuerza por ser lo que ha sido llamada a ser: la luz de Cristo. Jesús es un ariete para lo que significa ser humano. Dos mil años y algunos más no han sido tiempo suficientemente largo para captar a plenitud las consecuencias de la encarnación y las repercusiones de la resurrección. Las ramificaciones de lo que Dios puso en movimiento en la cruz lo cambian todo en cuanto a nuestro mundo y a lo que significa ser humano. Hasta Balán, y su burra de nerviosas orejas se hallan dentro de la urdimbre de la tela con la que estaban hechos los pañales que envolvieron a Jesús. Las palabras de Cristo «tienen en sí mismas algo de temible majestad».2 Cambian lo que significa ser humano. Son nuestro juicio y esperanza. Nuestra galaxia canta acerca del Señor con una elegancia matemática, una sutileza y una poesía extraordinarias. Esto me hace caer de rodillas. Algunas veces, hasta me ha llevado a ejecutar

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Un proyecto de restauración 45 pequeñas danzas en mi cocina, derramando café por aquí y por allá. Me siento como un niño en el zoológico, apuntando sin que me cause vergüenza, contemplando como un tonto, llamándoles la atención a los burros. Añadamos a esto un poco de sintaxis al estilo del siglo dieciséis, imitemos el fuerte acento castellano de la época, y pongamos incluso un muslo de pavo asado, y tendremos mi teoría del burro loco; la teoría de que el mundo es una resonancia de Dios, y que no nos podemos escapar de él. De hecho, vivimos en un «reino» en el cual el Señor está reinando. Moisés se acercó a la zarza ardiente, la zarza que ardía con la presencia de Dios, y se quitó reverentemente las sandalias. Para san Francisco, el mundo entero era una zarza ardiente, en cuyas llamas estaba Dios, y así, por reverencia, nunca usó sandalias. Nosotros también nos deberíamos quitar nuestro calzado.

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Segunda parte

Atomolandia En la cual se sugiere que yo no soy una máquina. Se presenta a Britta, y también a Oliver. Se lleva al dentista a la burra de Balán. Exploramos Atomolandia, la llamada Ilustración, y la idea de «salvar las apariencias». Con el fin de saber algo, las personas tienen sus puntos de partida; cosas que consideran como evidentes en sí mismas. Para los cristianos, Jesús es el punto de partida. Él lo cambia todo en cuanto a lo que significa ser humano. Britta y Tyler toman el desayuno en el Modern Café.

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«Así que las va a descuartizar», observó Pavel Petrovich; «no tiene fe en los principios, pero sí tiene fe en las ranas». —Ivan Turgenev, Padres e hijos Tratamos a las personas, los lugares y las cosas de acuerdo a la forma en que los percibimos. —Wendell Berry, Life Is a Miracle

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Capítulo 5

Llevando al burro al dentista

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na fresca noche de otoño, invité a mi buen amigo Oliver a venir a mi casa para comernos una pizza congelada. Nos encanta sentarnos en mi cocina para escuchar viejos discos de blues y beber cerveza barata. Oliver tiene los ojos de color verde marino y un cabello tieso de color fresa con rizos que van rebotando. Es ingeniero de computadoras. Fue criado en una familia judía ortodoxa, pero ahora es agnóstico, así que siempre terminamos hablando acerca de cosas de informática realmente complicadas, y nos encanta discutir. Como él sabe tanto acerca de la cultura hebrea, yo le hablé de Balán y de mi teoría del burro loco. No manifestó entusiasmo alguno. «¿Hablas en serio?», me preguntó con recelo, mientras abría una lata de cerveza. «La ciencia ha demostrado que los burros no pueden hablar. El universo está gobernado por unas leyes fijas, Tyler». «No existen tales “leyes fijas”», le contesté. Oliver me miró como si yo hubiera perdido el juicio. «¿Y si eso que nosotros llamamos “ley” no es más que la metáfora de un modernista para describir lo indescriptible?», le pregunté. «La razón por la cual los huevos se convierten en pollitos y las manzanas caen de los manzanos es tan misteriosa como la razón por la cual habló la burra de Balán, o la razón por la cual Jesús nació de una mujer virgen».

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«Hum...» Oliver fingió estarlo pensando por un instante, mientras se rascaba su rostro urbano mal rasurado. «No». «Piénsalo», le dije. «Aunque en la práctica contemos con que las manzanas caigan de los manzanos, en realidad no podemos afirmar que siempre deban caer. En realidad, ni siquiera podemos depender de que lo hagan. Apostamos a que lo hacen. Y apostamos porque lo hemos observado repetidas veces. Pero no es una “ley”». Oliver puso su cerveza en el mostrador con autoridad. «Pero la ley de la gravedad es una realidad evidente, Tyler. Es la que mantiene al mundo unido. Hay leyes fijas por todas partes. Y demuestran que los milagros son imposibles». «¿Y eso cómo es?», le pregunté. «Bueno, puesto que tú lo sacaste a relucir», me dijo, «toma el mito cristiano del nacimiento virginal de Jesús. Gracias a la ciencia moderna, sabemos que es imposible que suceda una cosa así. Tiene que haber un espermatozoide». No todos los días oye uno a un viejo amigo decir con convicción la palabra espermatozoide. Yo pensé por un instante en lo que él me estaba diciendo. «Pero cuando José, su prometido, descubrió que ella estaba encinta, quiso suspender la boda», yo le dije. «La mayoría de los hombres lo habrían hecho», me dijo Oliver, asintiendo vigorosamente con la cabeza, mientras sus rizos se sacudían como un tazón lleno de uvas rojas. «Esto es, mientras supo que por lo general, una mujer no puede tener un bebé, a menos que haya dormido con un hombre», le dijo. «Por eso al principio José quiso suspender la boda. Él no era ningún ingenuo inocente». «Pero José sí era un ingenuo inocente», me replicó Oliver, levantando los brazos con exageración. «Al final, creyó en el nacimiento virginal de Jesús». «Sí, pero no porque no tuviera idea sobre la procedencia de los bebés. José sabía que a los niños no los trae la cigüeña. Sencillamente, no vivía en un mundo de “leyes” fijas e inquebrantables. Para él, la posibilidad de que una manzana cayera hacia arriba

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Llevando al burro al dentista 51 era una posibilidad real. Creyó que el embarazo de su prometida era algo hecho por Dios, un milagro, un giro en el transcurso esperado de los acontecimientos». «Es probable que también creyera en los duendes, los orcs y los hobbits», dijo Oliver con un suspiro, tal vez molesto porque un par de hombres entonces solteros ambos, estuvieran sentados un viernes por la noche, hablando de espermatozoides. El olor de la pizza estaba comenzando a llenar el lugar. «No se trata de que seamos un montón de seres humanos ignorantes, desconocedores de la magia que nos rodea por completo. La ciencia moderna ha demostrado que lo sobrenatural no existe», dijo rechazando mis palabras. «¿Cuáles ciencias?», le pregunté. «A menos que tú seas un Hufflepuff o un Slytherin», me contestó con la mirada perdida, «todas ellas». «Pero la ciencia no ha demostrado que no existe lo sobrenatural», yo dije, casi gritando. «¿Por qué no?», me preguntó Oliver. «Ningún hechizo de chamán ni ayuno alguno sobre un monte sagrado podría convocar al espectro electromagnético. Los profetas de las grandes religiones no estaban conscientes de su existencia, no porque hubiera un dios que se guardara los secretos, sino porque les faltaban los conocimientos que la física ha adquirido con tanto esfuerzo. A los pies de un gurú no se puede aprender neurobiología. La ciencia es la única forma viable para llegar a conocer algo». «¡Ahora me vas a decir que los místicos orarían mejor usando una calculadora de bolsillo!», le grité. El reloj automático del horno sonó dando un golpe. «Los científicos son los supersticiosos. Son ellos los que creen en “leyes” inventadas que nunca han visto. Se imaginan una especie de tierna e imaginativa conexión entre los huevos y los pollos, entre las manzanas que dejan el manzano y las manzanas que llegan al suelo. Pero hace falta dar un salto de fe para creer que esa conexión constituye una “ley”. Que nosotros sepamos, se trata de magia». «Pero la ciencia demuestra que no hay poder capaz de romper las leyes fijas del universo. La magia no puede hacer que uno y dos sean tres», me contestó Oliver. Estaba comenzando a levantar la voz.

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«Claro que no», le dije, mientras traía la pizza a la mesa. «Pero creer que Elías pudo subir corporalmente al cielo no es algo que ponga en duda que uno y dos son tres. Los científicos hablan del nacimiento, la muerte y los ríos que corren hacia abajo como si estas cosas fueran tan obvias y necesarias como que uno y dos son tres. Pero no lo son». «Sencillamente, no es racional», me interrumpió Oliver. «Pero sí es racional», insistí. «Cierto, los “hechos” se suelen repetir. Sin embargo, la forma en que nosotros explicamos estas repeticiones está en manos de la razón. Y la razón no excluye la posibilidad de que una manzana pudiera caer hacia arriba, o que una mujer virgen pudiera dar a luz a un hijo. Imaginarse una conexión entre un espermatozoide y un niño, y llamarle a esto “ley de la naturaleza” no lo hace necesario. Los cristianos creen en los milagros, pero no viven en un mundo de axiomas sin demostrar. Viven en la historia, una historia de creación, caída, redención y consumación». Oliver me miró por encima de la pizza que ya se estaba enfriando como si lo que estaba diciendo no tuviera sentido alguno. Entonces se lo traté de explicar desde otro ángulo. «Si tienes cinco dólares en tu cómoda, te garantiza la aritmética que mañana tendrás allí cinco dólares?», le pregunté. «Por supuesto», me dijo Oliver imperiosamente. «A menos que mi compañero de cuarto me los robe». «Entonces,» le dije, poniendo pedazos de pizza en nuestros platos, «¿las leyes de la aritmética nos dicen cuánto dinero va a haber en tu cómoda mientras no haya una interferencia externa; mientras ningún compañero de cuarto ladrón quebrante las leyes de la decencia?» «Por supuesto,» me contestó Oliver ya exasperado, mientras abría una servilleta. «Y entonces también, es imposible fertilizar un óvulo con un espermatozoide... a menos que haya una interferencia externa, un “compañero de cuarto divino que sea ladrón”, por así decirlo. La razón permitiría esta posibilidad, a pesar de que apelemos a la simple repetición de las realidades físicas».

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Llevando al burro al dentista 53 Oliver hizo una pausa. «Sencillamente, todo esto me hace sentir incómodo», dijo resoplando. «No me había dado cuenta de que tú estuvieras cubierto de pelaje». Nos reímos y comimos una gran cantidad de pizza. Decidimos no volver a hablar de milagros —o lo que es más, de espermatozoides— durante el resto de aquella noche. En su lugar, nos limitamos a los discos y la cerveza.1 Mucho después de haberse marchado Oliver, yo permanecí junto al fregadero, lavando la vajilla de toda la semana y pensando. El cristianismo presenta una historia muy distinta a la que presenta el secularismo. «A Jesucristo —el cual resulta que nació de una mujer virgen, le hizo una trampa a la muerte y ascendió corporalmente a los cielos— ahora se lo puede comer bajo la forma de una galleta», escribe el científico popular Sam Harris, desconcertado ante lo milagroso.2 Los escépticos aceptan de buena fe que unas “leyes” imaginarias lo sostienen todo, y que no hay nada que las pueda quebrantar. Pero siguiendo su manera de razonar, muy bien podrían creer que la magia es la clave del universo. No pude menos que preguntarme: un burro parlante, ¿es un portento divino o un problema dental? Todos nuestros supuestos previos modernos se enfrentan a la posibilidad de los milagros. Si Balán fuera un científico moderno y oyera hablar a su burra, es probable que le estudiara las cuerdas vocales al animal. Especularía sobre si esas cuerdas vocales están físicamente capacitadas para producir sonidos humanos, y si lo son, cómo los pliegues de tejido membranoso que se proyectan hacia adentro desde los lados de la laringe para formar una hendidura a través de la glotis en la garganta, se alinean con la columna de aire de la burra de tal manera que sus bordes vibran para producir el fenómeno que nosotros llamamos «voz». Pero si Balán habría sido poeta, al escuchar que su burra estaba hablando, todo lo que habría hecho sería escuchar. Habría sopesado el significado de las palabras de la burra. Habría meditado en la acción que esas palabras estarían pidiendo de él. Tanto Balán el científico, como Balán el poeta, habrían experimentado el mismo milagro. Ambos habrían estado en lo correcto en cuanto a sus

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observaciones. Pero habrían recibido dos tipos de información totalmente diferentes. Habrían vivido unas historias que se habrían contradicho entre sí de una manera extrema. Uno habría bendecido a los israelitas, mientras que el otro habría llevado a la burra al dentista.

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Capítulo 6

La cristiandad y Atomolandia

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a gente de la cristiandad vive una historia diferente a la de los que viven en «Atomolandia», un mundo habitado por materialistas que solo creen que todo lo que existe son los átomos, las leyes de la física y el simple mundo físico. Ni la ciencia ni el método científico tienen nada de malo, pero hay algo de malo en creer que todo el universo solo consiste en un conjunto de ladrillos plásticos de colores que se enganchan entre sí, y al que acompaña una variedad de engranajes, minicálculos y artefactos diversos, como si el mundo estuviera hecho de piezas de Legos. Estos ladrillos que se enganchan entre sí, dicen algunos, son los bloques a partir de los cuales se ha construido todo, incluyendo el amor, e incluyendo también la idea de Dios. Richard Dawkins hace notar que, estadísticamente, la gente creyente hereda la fe de sus padres, y llega a la conclusión de que aunque «las imponentes catedrales, la conmovedora música, las estimulantes historias y parábolas ayudan en algo... su religión es un accidente de nacimiento». Así llega a la conclusión de que la religión se debe basar en realidad en «la epidemiología, y no en las evidencias».1 Tú no eres más que un producto secundario fortuito del tiempo y el azar. A veces me pregunto si no habrán lanzado un encantamiento sobre la silueta empírica moderna. Son tantas las personas que confían en las estadísticas, o en lo que está de moda, o incluso en el pragmatismo de papel mascado. Algunos de mis amigos han ido tan lejos

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como para afirmar que el amor es una adaptación para la supervivencia de la especie. Yo creo que ese encantamiento fue lanzado por vez primera en el siglo doce, cuando Averroes insistió en que la razón se oponía de alguna manera a la revelación, y finalmente llegó a producir sus frutos cuando filósofos como Descartes, Locke, Newton y Bacon agitaron sus varitas mágicas de hadas madrinas y dijeron en estas u otras palabras similares: «Desde ahora, el mundo es una maquinaria». Poco a poco, nos comenzamos a ver a nosotros mismos como objetos capaces de salirnos de nuestro ambiente para poderlo pinchar, manipular y controlar. Puesto que ya no éramos criaturas (en latín, creaturæ) creadas por un Creador, éramos libres para convertirnos en seres autónomos capaces de falsificar todo lo que nos rodeaba, convirtiéndolo en una extensión de nuestra propia voluntad. Por fin el hombre podía arrastrarse fuera del lodo del que fue hecho para hacerse semejante a un dios. Hizo falta que transcurrieran cuatrocientos años, pero el encantamiento ya está haciendo ahora todo su efecto. ¿Alguna vez has tenido ese sentimiento de enojo cuando se te paraliza la computadora, o el desagüe de la casa se te atasca, o el Wi–Fi gratuito de la cafetería local no está funcionando? Es más que un sentimiento de enojo. Yo me he sentido genuinamente encolerizado, furioso, cuando mi teléfono móvil no funciona bien. Cualquiera pensaría que me pongo furioso cuando veo injusticias o persecuciones, pero en lugar de ser así, donde pierdo los estribos es cuando la conexión con la Internet se pone lenta. Mi computadora portátil ya no existe para mantener mi vida transcurriendo tranquilamente; lo que hace es ofender mi autoabsorción. Mi ilusión de dominio sobre el mundo, mis delirios de omnipotencia, quedan hechos añicos. Cuando vayamos desprendiendo una tras otra las capas para dejar al descubierto el crudo latido de lo que está pasando realmente en esos momentos de ira —cuando el refrigerador se rompe o el fregadero se queda inexplicablemente atascado— tal vez descubramos que el cambio de perspectiva que comenzó con lo que la jerga histórica llama «la Ilustración» no ha tenido nada que envidiarle a la fundición del becerro de oro. La era moderna dijo: «Yo decido lo que es realidad», y la era postmoderna elevó este individualismo a la enésima potencia. El

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La cristiandad y Atomolandia 57 relativismo que se asocia con tanta frecuencia al postmodernismo, en realidad es una especie de hipermodernismo. Es la ideología de Atomolandia: «La naturaleza ha muerto. Por tanto, el significado de algo es lo que yo lea en ello, y la verdad es lo que yo quiero que sea». Hagamos esto por un tiempo suficiente, y comenzaremos a sentirnos como dioses. Queremos trofeos, simplemente por presentarnos en shorts de fútbol. La era moderna buscó este dominio por medio del control, y celebró abiertamente a las máquinas por habernos levantado del lodo. Hoy hemos dado un paso más: hemos vivido con máquinas por tanto tiempo, que creemos realmente que hemos trascendido por encima de nuestra condición de criaturas. ¿Has notado cómo todo, desde un hornillo–tostadora hasta un iPod, es diseñado ahora para que no parezca una máquina? Todos los mecanismos internos, las «entrañas», han sido escondidos de la vista. Aunque quisieras desmontar un microondas, no podrías hacerlo. El encantamiento ha tomado toda su fuerza: tenemos el dominio sin tener que reconocer cómo lo tenemos. ¿Acaso es de sorprenderse que nos quedemos lívidos cuando se nos va la electricidad, o cuando necesitamos llamar al fontanero? Nuestro sentido de autonomía y de señoría es puesto en peligro, dejando al descubierto a una criatura social y moral asustada, llena de lodo, dependiente. Bajo la sombra de Atomolandia no hay milagros, porque nadie los busca. Aunque un burro te hablara con el español de Cervantes, tú no creerías lo que te ha sucedido. ¿Qué haremos a la medianoche, cuando desaparezcan nuestras zapatillas de vidrio y nuestras carrozas se vuelvan a convertir en calabazas? Las máquinas y la tecnología no tienen nada de malo. Pero hay algo que no anda bien en Atomolandia, el mundo de fantasía en el cual la creación es una gran acumulación de aparatos mecánicos en la cual no hay un Dios. Se mofa de la religión, a pesar de que es en sí mismo una religión: el cientificismo, la fe radical en el poder del conocimiento científico y de la técnica para salvar a la humanidad. Muchos pensadores contemporáneos olvidan que, aunque algunas veces es útil, describir al universo como una maquinaria no es en realidad proclamar una profunda verdad, sino emplear una inservible

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metáfora tecleada en las imperfectas y tercas máquinas de escribir de la era moderna.2 La paradoja de la bioquímica, la química de la vida, es que no puede definir la vida. Apenas la puede estudiar. Antes de poder abrir una célula para poderla analizar, tenemos que empezar por matarla. «Es típico de los modernos mecanistas», decía G. K. Chesterton, «que, aun en los momentos en que se tratan de imaginar una cosa vida, solo pueden pensar en una metáfora mecánica a partir de una cosa muerta».3 Como yo solamente estoy sobre un burro, es muy posible que no me siente lo suficientemente alto como para convencerme de que no somos más que una nube de átomos. Pero, al menos que yo sepa, las personas hacen máquinas, pero ellas mismas no son máquinas. El cuerpo humano no es una computadora, ni un juguete de cuerda. Es más que una compleja composición de átomos, o de bloques engarzados unos con otros. Desde una perspectiva, «el cerebro humano, que solo pesa 1,4 kilos»,4 podrá funcionar como una máquina, pero esto no significa que sea una máquina. Al encontrarnos con la ética, con las obras grandiosas de arte o con el sufrimiento humano, señalar que los humanos tenemos átomos es algo trivial. Es como decir que la música es un violín en un atril, al mismo tiempo que se ignora al violinista y al compositor. «¿Quién podría comprender la música solo a partir del análisis de la composición de los instrumentos que tiene una orquesta?», pregunta Erwin Chargaff. «La noticia de que todos los trombones están hechos de bronce es trivial, cuando se mide contra la inmensidad del universo de la música. Tal vez santa Cecilia tocara con dulzura una trompeta hecha de vidrio».5 ¿Qué es más verdadero: la música o los instrumentos? ¿O están ambas cosas inseparablemente conectadas entre sí? O bien, usemos una metáfora diferente: cuando la gente de Atomolandia ve a los niños jugando con Legos, la única realidad que reconocen es el plástico acrilonitrilo butadieno estireno del que están hechos los Legos, y la forma en que estas piezas se engranan entre sí con un grado de precisión total. Pasan por alto a los niños, y el hecho de que están construyendo un castillo con nobles caballeros y hermosas damas, y entrando en batalla contra unos peligrosos dragones. ¿Cuáles son más reales: los niños y la historia, o los Legos?

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Capítulo 7

Salvar las apariencias

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n un mundo de fantasía hecho solo de Legos, la gente comienza a pensar junto con el científico popular Sam Harris que la religión es una enfermedad mental y que la teología solamente es una rama de la ignorancia humana.1 Según el físico teórico Stephen Hawking, la creencia de que el cerebro es una computadora es la que curará a la gente de la religión. En una entrevista, Hawking proclamaba esta nueva mitología: «Yo considero al cerebro como una computadora que dejará de trabajar cuando fallen sus componentes. No hay cielo ni más allá para las computadoras averiadas; esas cosas solo son un cuento de hadas para gente que le tiene miedo a la oscuridad».2 El etólogo Richard Dawkins está de acuerdo con él, y escribe: «No hay ninguna fuerza vital guiada por un espíritu; no hay tampoco ninguna jalea mística protoplásmica, pululante, jadeante y palpitante. La vida no es más que bytes, bytes y bytes de información digital».3 De hecho, el ampliamente aclamado y famoso autor y biólogo Edward Wilson dice que los bebés son unos «maravillosos robots».4 Sugiere en su libro On Human Nature [Sobre la naturaleza humana] (un título que es extraño que salga de un laboratorio) que el cerebro es una máquina puramente bilógica formada por diez mil millones de células nerviosas; un artefacto para la supervivencia y la reproducción. Las personas no son más que unas «máquinas extremadamente complicadas» y «el cerebro es una máquina»5

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Lo que nosotros llamamos pensar, en realidad solo es un conjunto de reacciones químicas y eléctricas. Somos el producto de nuestra propia arquitectura molecular, que dirige de manera automática nuestra ética, la cual resulta ser lo único que nos distingue de las computadoras electrónicas. El azar y la necesidad ambiental crearon la especie. Dios es nuestra idea original producida por la evolución genética de los tejidos nerviosos y sensoriales; una idea que encuentra en última instancia su origen en quarks y cáscaras de electrones. Así, «las creencias están capacitando realmente los mecanismos necesarios para la supervivencia».6 La palabra que hace todo el trabajo pesado para los pensadores de Atomolandia es realmente. Cuando alguien dice que a es realmente b, ese «realmente» es una abreviación de esto: «Aunque ni lo puedo probar ni refutar, me deberías escuchar, porque yo tengo un conocimiento secreto (γνωσις, gnosis)». Es como decir: «Si el emperador anda desnudo, realmente lo que sucede es que está usando ropajes invisibles. El emperador está desnudo. Por tanto, sus ropajes son invisibles». Tal vez no seamos capaces de refutar de una manera lógica la creencia en los ropajes invisibles, pero sí podemos conocer muchas cosas acerca de la clase de personas que los usan. El método de los científicos populares tiende a resolver por medio de dictámenes unas ideas que siguen estando abiertas a enjuiciamiento y a variación, aun desde dentro de la comunidad científica. Las pruebas empíricas no han demostrado en lo más mínimo que realmente no hay Dios, que realmente la ética solo es una adaptación para la supervivencia de la especie, y que nosotros somos realmente unas máquinas. Estas cosas son explicaciones nacidas de las conjeturas de una filosofía cuyo punto de partida es dar por sentado que no hay Dios. Aunque he leído muchas veces las palabras de Wilson, no las puedo ver como otra cosa que no sea un oxímoron: «La mente humana evolucionó para creer en los dioses. No evolucionó para creer en la biología».7 Después explica que la creencia en que existe Dios evolucionó porque ofrece una ventaja adaptativa, pero que la creencia en la biología no evolucionó porque es «un producto de la era moderna».8 Conjetura con el celo de todo un misionero que la libertad es un autoengaño,9 pero también dice que es una ilusión útil, porque le

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Salvar las apariencias 61 da a nuestra especie una ventaja en la adaptación.10 «Como especie, nos podemos sentir orgullosos, porque después de haber descubierto que estamos solos, les debemos muy poco a los dioses».11 El agricultor–poeta Wendell Berry observa valientemente con respecto a esta afirmación soberbia y totalmente ajena a la ciencia: «Esto sería una noble blasfemia, como la de la mujer de Job, si el empirista o el Sr. Wilson creyeran en los dioses, pero ninguno de ellos lo hace. Solo se trata de una gastada frasecita hecha procedente de una iconoclasia “científica” familiar: un orgullo desmedido sin provecho alguno».12 Desde Wilson hasta Hawking; desde Harris hasta Dawkins y el ya fallecido Christopher Hitchens, los profetas de Atomolandia cubren sus filosofías con las vestimentas invisibles de la ciencia. Sus manidos tópicos en los cuales «el emperador no lleva ropa puesta» se repiten en las aulas, la propaganda y el periodismo contemporáneos. Ante las soperas plateadas del esnobismo intelectual de estos escritores, las personas comunes y corrientes con dudas legítimas y preguntas sinceras caen como urogallos ante las escopetas. El público amistoso y no erudito los soporta de buena gana. Sus libros nos dan una buena instantánea sobre las clases de supuestos no científicos que los científicos esperan de nosotros que aceptemos en buena fe. En realidad, es imposible caminar por la calle sin tropezarse con alguien de la misma ralea de Wildon, o un fanático suyo. No estoy bromeando. Después de caminar las cuatro calles que separan mi apartamento en Uptown de mi librería de libros usados favorita en Minneapolis para comprar Sobre la naturaleza humana, de Wilson, entré en una cafetería cercana. Al cabo de unos minutos, una atractiva joven de rizos muy largos y lujosos se sentó junto a mí y exclamó: «Me encanta ese libro. Wilson es mi héroe. ¿Qué piensa usted de él?» Yo le dije que pensaba que era un buen escritor que tenía mucho que decir, pero que no estaba demasiado seguro de sus presuposiciones. «¡Oh!», dijo, echándole una mirada privadamente amable a mi barba casi medieval, y de repente estaba más interesada en su café expreso que en mí. No nos dijimos ni una palabra más. Era como si alguien hubiera corrido una cortina. Yo me sentí triste, pero un poco aliviado, por no haberme librado de la posibilidad de invitar a salir a una joven tan hermosa, solo para desenterrar más

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tarde aquella noticia, tal vez en medio de una cena iluminada con velas: «Eh... ¿y usted en quién cree?», me habría preguntado con una sincera sorpresa mientras se le salían los rizos del pañuelo. «En Jesús», yo le habría repetido, mirándola a sus azules ojos. El restaurante se habría quedado repentinamente silencioso. «Pero... Bueno, ¿no ha oído hablar usted de la biología?» «Claro que sí». Ella habría asentido remilgadamente y cruzado sus brazos de alabastro. Entonces, con una oleada de compasión, se inclinaría hacia mí: «En realidad, ¿sabía usted que el cerebro no es más que un aparato?», me habría susurrado, invitándome a compartir su asombro. «Hasta es alimentado por sustancias bioquímicas y capaz de producir en masa ideas tan grandes como Dios, ¿sabe?». Cuando los burros están felices, paran las orejas; cuando están asustados o nerviosos, las dejan gachas, como Eeyore, en Winnie–the–Pooh. Si tú nos estuvieras echando unas miradas furtivas a mí y a mi bella compañera de cena, y yo tuviera orejas de burro, no sé en qué posición estarían. Tengo la esperanza de que las hallarías erguidas y curiosas, mientras yo preguntaba, parpadeando soñoliento: «¿Eso es todo lo que es el cerebro?». Este es el asunto. Antes de la era moderna, las personas estaban conscientes de que sus teorías acerca de la forma en que funciona el mundo solo eran eso: teorías. A sus datos los llamaban «fenómenos», lo cual para ellos significaba algo parecido a lo que nosotros queremos decir con la palabra apariencias. La expresión que dominaba la astronomía durante la Edad Media era «salvar las apariencias».13 Un modelo científico era valorado por conveniente o práctico, no porque fuera lo que nosotros hoy llamaríamos una realidad. La idea era trabajar con los modelos o paradigmas explicativos más capaces de «salvar los fenómenos» (σώζειν τὰ φαινομένη, sodzein ta fainomene). Una hipótesis de un astrónomo era un arreglo, un apoyo, para salvar las apariencias. «Las cosas parecen ser de esta forma», diría. «Parecen ser así y así; dan la impresión de ser así». Los científicos del siglo dieciséis, quienes también solían ser obispos, no estaban en desacuerdo por el hecho de que él usara el telescopio, ni porque hubiera divisado las lunas de Júpiter. Estaban en desacuerdo con su

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Salvar las apariencias 63 teoría sobre lo que es una teoría. Galileo creía que una teoría no es una teoría, sino una realidad. Sus hipótesis no «salvaban las apariencias», sino que afirmaban estar declarando la verdad.14 El concepto de que los modelos y los relatos que escribimos para explicar los fenómenos sean en realidad verdades profundas, fue codificado en la llamada Ilustración del siglo diecisiete, y desde entonces se ha convertido en algo que no se pone en duda. Observar a alguien cuando trata de comprender que la «ley de la gravedad» es una metáfora hecha por el hombre para describir lo inexplicable, es como observar a alguien luchar con un demonio para quitárselo de los hombros. La gente piensa realmente que la «ciencia» existe independientemente de la narrativa humana, o fuera de ella; esa era la forma en que un pensador medieval pensaba acerca de Dios. Por eso los científicos pueden decir cosas acerca de evolucionar para creer en Dios, no en la biología.15 Los cristianos creen que los seres humanos creados carecen de metas si están alejados de Cristo. Por tanto, la Trinidad es la clave de la naturaleza humana. Pero los científicos que se hallan bajo el encantamiento de Atomolandia creen que la clave de la naturaleza humana es la biología.16 Los fenómenos ya no son reconocidos como modelos de hechura humana, sino como realidades establecidas. «Cuando se olvidan la naturaleza y las limitaciones de las imágenes artificiales», escribe Barfield, «estas se convierten en ídolos».17

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ientras más tiempo exploramos las diferencias entre Atomolandia y la cristiandad, más descubrimos que estas maneras de concebir la realidad se hallan en directa oposición entre sí. La primera es la Ciudad del Hombre, y la segunda es la Ciudad de Dios.18 Cada una de estas ciudades hace preguntas diferentes. El físico Paul Dirac da esta respuesta a la pregunta sobre si la luz es una partícula o una onda: ambas, y de manera simultánea. La luz aparece como una onda si le haces una «pregunta de onda», y aparece como partícula cuando se le hace una «pregunta de partícula». Esto nos recuerda que nuestras observaciones siempre serán las observaciones de unos observadores. La ciencia siempre será una ciencia humana; un salvar las apariencias. No hay tal cosa como una «ciencia pura», porque nuestras hipótesis dependen de la clase de preguntas que les hagamos a nuestros

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burros. Balán el científico y Balán el poeta habrán podido vivir historias muy diferentes, pero al final, todo científico que fríamente se decida a ser «objetivo» nunca conocerá realmente la profunda totalidad de una mujer, o un árbol, o un burro. Solamente el afecto y la intimidad nos revelan las cualidades más profundas de la creación. Vemos oscuramente, a través de un velo, y como exploraremos más adelante, nuestra manera de saber es moldeada por nuestra manera de amar.19 Dios caminaba en el huerto, porque nosotros somos del huerto. El espacio entre la especie y el espécimen no es tan grande. En Atomolandia estamos aislados de lo que nos rodea; «observamos objetivamente» un «ambiente» en busca de «datos». Pero en la cristiandad se nos invita a participar amorosamente en la creación, y por eso siempre tenemos sucios los dedos. A diferencia de Dios, nosotros no somos capaces de salirnos fuera. Nuestros cinco sentidos falibles, nuestros instrumentos que hemos inventado, nuestro lenguaje, nos invitan a participar en la creación como criaturas. Hay un techo para el conocimiento humano, y solo la revelación divina puede instalar en él claraboyas. La mayoría de nosotros no leemos libros de filosofía sobre el materialismo. Entonces, ¿cómo fue que nos volvimos materialistas? El modelo creado por los académicos se filtra en los tribunales de justicia, en las aulas y finalmente, en la cultura popular, donde es absorbido por adolescentes y niños, y adultos comunes y corrientes que nunca leerán un libro de filosofía. Así se vuelve un hábito prejuiciado e irreflexivo. Tal vez pensemos que vivimos en un mundo de libros inmaculados y suéteres J. Crew; un mundo tan avanzado, que no necesita molestarse con una poesía desgastada y una religión hecha jirones. Pero esta ideología nace de una religión, aunque sea la religión del elitismo de Nueva York, de las exageraciones de los presentadores de noticieros, la neolengua, Microsoft, McDonald’s y MTV. Detrás de cada publicación de investigación científica, calendario, modelo de negocio, libro para niños o canto popular hay una constelación de suposiciones sobre la clase de criaturas que somos. Aun si estas ideologías afirman no ser religiosas, son las que tejen nuestra narrativa religiosa, porque los seres humanos somos inherentemente religiosos por naturaleza.

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Capítulo 8

Nadie quiere escuchar

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l becerro de oro de Atomolandia se encuentra en la formación de la consiliencia, la cual es supuestamente la «unidad de todo conocimiento» para el cientificismo. Sin embargo, la coherencia de la creación en la cristiandad no se parece en nada a la consiliencia; su poesía no se parece para nada a lo que algunos científicos llaman «la presencia de la poesía».1 Para aquellos que creen en el Cristo crucificado y resucitado, la unidad de todo conocimiento se encuentra en Cristo, pero bajo el encantamiento del cientificismo, la unidad se encuentra en las leyes de la física.2 De hecho, en Atomolandia lo desconocido es ahora una manera de hablar de lo que va a ser conocido. Según dicen ellos, la ciencia terminará teniendo todas las respuestas. Si no conoce algo, es que no lo conoce todavía. Dentro de esta rúbrica, la búsqueda del conocimiento nos lleva a matar para hacer la disección, buscar a toda costa la respuesta con poco espacio para el respeto, el asombro o la reverencia.3 Pero la edificación de la torre de Babel no culminó en una consiliencia, sino en una confusión. ¿Y si hay algunas cosas que sencillamente nos es imposible llegar a conocer, y fingir lo contrario es jugar a ser Dios; comer del árbol del Conocimiento del Bien y del Mal? ¿Cómo nos vamos a deshacer de esas enormes cantidades de desechos nucleares? Aún no lo sabemos. ¿De dónde procede el universo físico? Aún no lo sabemos. ¿Por qué existe el

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sufrimiento humano? Aún no lo sabemos.4 Frente al sufrimiento humano, la ideología, el dogmatismo y el desesperado optimismo del cientificismo están muy cerca de la bancarrota. ¿Y si la idolatría de Atomolandia es culpable de algo decididamente inmoral y malevolente? «[Los filósofos] formularán estos cargos», escribe Wilson; «falacias por ambigüedad, simplismos, reduccionismo ontológico, cientificismo, y otros pecados hechos oficiales por un siseante abucheo. Ante todos los cuales me declaro culpable, culpable, culpable».5 Ciertamente. El reduccionismo, el optimismo ciego y la máquina se hallan en el corazón mismo de la ideología moderna, una ideología que produce sus frutos no solo en las pruebas con animales, el abuso de drogas, los pesticidas, la industria agraria y los horrores de los pabellones psiquiátricos del siglo veintiuno, sino también en Mauthausen, Dresden, Hiroshima y Da Nang. Y en proyectos como Body Worlds, de Gunther von Hagens, en el cual él plastifica el cuerpo humano y lo exhibe al público, como si la objetificación y la explotación estuvieran justificadas en nombre de la educación y el espectáculo; como si los seres humanos no hubiéramos sido fabricados de una manera admirable y maravillosa, y no lleváramos en nosotros mismos el aliento mismo y la semejanza de Dios. Hasta hace solo unos pocos años, los cristianos de todos los tiempos y todos los lugares han tenido un cuidado apasionado con el cuerpo humano, en especial cuando ha «caído en el sueño» (nuestra palabra cadáver procede del verbo latino cádere, de donde viene nuestro verbo «caer»). En la cristiandad, un cadáver no es una simple masa de átomos carente de sentido. Es una criatura durmiente, un don de Dios que no es posible profanar, denigrar ni convertir en mercancía. Es verdaderamente extraño que pensemos que estamos tan avanzados gracias a la ciencia y la tecnología. El Código de Núremberg sobre la ética médica no está fundado en un nuevo descubrimiento de la bioquímica, sino en una antigua y poética convicción. El doctor Eduard Wirths, en el campo de concentración de Auschwitz, era una clase de doctor muy distinta a la clase de doctora que era Hildegarda de Bingen en el monasterio de Rupertsberg, y la diferencia no es que Wirths estuviera más adelantado o evolucionado.

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Nadie quiere escuchar 67 La ciencia no es más que una herramienta en manos de villanos y de santos; ahora bien, ¿puede la ciencia discernir quién es quién? Por sí misma, la biología no puede alegar nada contra el aborto y la eutanasia, como tampoco puede defender la dignidad humana y el amor. Se tiene que limitar a construir su caso a favor del valor de la vida humana, acudiendo a alguna otra disciplina. El cientificismo no es solamente una metodología; es una cosmovisión, una «estructura de plausibilidad», por usar la frase del sociólogo Peter Berger. La investigación científica y la tecnología no tienen en sí nada de malo, pero no debemos dar por sentado que estas búsquedas se puedan realizar fuera del señorío de Cristo, el Logos (λόγος, logos), el Creador y Sustentador de toda materia. «Puesto que toda ciencia... está interesada por la Trinidad antes que todas las demás cosas», escribía san Buenaventura, «por necesidad, toda ciencia debe presentar algún rastro de esta misma Trinidad».6 Nuestro fallo ha estado en separar en un compartimento distinto la encarnación y la resurrección de Jesús, para segregar la actividad de Dios en la tierra de nuestras investigaciones científicas en esa misma tierra. Escucha cómo cantan los ángeles, pero los pastores están ocupados dividiendo átomos y los magos están en la escuela de administración de empresas, y nadie quiere escuchar.

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Capítulo 9

Desayuno en el Modern

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sí que llevé a mi amiga Britta al Modern Café, el bar donde yo había tenido mi epifanía del burro loco, según la cual los milagros son posibles porque Cristo es la clave de la creación. En particular, este local de Minneapolis tiene una atmósfera clásica y acogedora. Un inmenso pez espada cuelga de una pared, y los muebles barnizados de color madera de cerezo hacen un fuerte contraste con las losas de color verde como la espuma del mar y con el tapizado. El encargado del bar recuerda tu nombre (y tu veneno favorito) después que lo has visitado unas pocas veces. Lo más importante de todo es que los estratos de buen tocino con huevos fritos tienen mucho más sabor que las comidas rápidas corrientes en otras madrigueras peores. Nosotros pedimos un par de desayunos al estilo de santas trinidades y nos sentamos, calentándonos las manos sobre las tazas de café. Estaba nevando afuera. El bar estaba repleto. Yo tomé un buen trago de café y me recosté en mi silla del bar. «Necesito que me des tu opinión sobre algo», le dije, levantando la mirada hacia el pez espada. «Adelante», me dijo Britta. «No sé dónde voy a parar con esto. Tal vez a ninguna parte». Guardé silencio durante un minuto, tratando de poner en orden mis pensamientos. Quería escuchar realmente lo que Britta pensaba de todo aquello, porque es muy sabia. Está en una escuela, estudiando

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italiano, francés, español y un poco de portugués. Viaja por toda Europa con una cámara y un diario, bebiendo el vino, aprendiendo los idiomas de las diferentes naciones, y consiguiendo de alguna manera un título universitario al mismo tiempo. También sucede que se halla maravillosamente enamorada de Jesús, y nunca se siente satisfecha cuando de él se trata. Es una de esas jóvenes que llevan consigo su Biblia dondequiera que van, y siempre la está leyendo. No puede parar de hablar de Jesús y de la Biblia. Por eso la llamo cuando estoy pensando más de la cuenta. Así que le comencé a explicar que me había estado preguntando si el cristianismo popular, de manera implícita y a veces también explícita, no estaría funcionando a partir de las suposiciones previas del cientificismo de «Atomolandia». Con frecuencia tenemos teorías sobre «el Dios de los intervalos», como si el conocimiento comenzara por nuestros experimentos, y no con la revelación de Dios. Le hablé acerca de mi teoría del burro loco y de que estoy orando por un santo renacimiento. Britta me escuchó pacientemente, mientras esperábamos que nos sirvieran el desayuno. «Bueno, no sé», dijo cavilando, mientras tomaba unos cuantos sobres de azúcar. «Cuando los cristianos nacen de nuevo, es posible que no despierten hablando francés y danzando como Buzz Lightyear. Por lo menos, los cristianos que yo conozco. La mayoría de ellos ni siquiera saben bailar. Pero sí despiertan para ver el mundo entero de una manera diferente, en especial nuestras ideas sobre el amor, el tiempo y la gente». «Por supuesto, tienes razón», le dije. «Pero aun así, me pregunto si la cultura cristiana de hoy en general no habrá aceptado la idea de que Dios vive en las márgenes del mundo, donde el conocimiento científico disminuye. Es como si fuéramos secularistas en estado de negación que nos estuviéramos recuperando. Todo lo que hacemos es añadirle un tono sonrosado a nuestro secularismo secreto». «Eso me lo vas a tener que explicar un poco más». El encargado del bar nos volvió a llenar las tazas de café y yo volví a poner en orden mis pensamientos.

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Desayuno en el Modern 71 «Muy bien. Sígueme en esto, y mira a ver si lo que digo tiene algún sentido», comencé. «Si Cristo no es nuestro punto de partida, lo tiene que ser algo que no sea Cristo. Por ejemplo, el Sueño Americano. Me parece que cuando nos olvidamos de que Jesús tiene aplicaciones prácticas para todos los rincones de la vida humana, (muchas veces de manera inconsciente) metemos a Jesús en una caja y seguimos adelante con “la vida real”, y con eso nos referimos a nuestros autos, a Walmart, a los negocios que se acaban de fusionar, y cosas así. Comenzamos a administrar las iglesias como si fueran negocios, y no iglesias. Nuestros cultos de adoración imitan la liturgia del megacentro comercial, o del espectáculo de medio tiempo del Super Bowl, no porque estemos tratando de alcanzar a la cultura, sino porque en realidad, nosotros somos la cultura. ¿Tiene algún sentido lo que digo?» «Sigue hablando», me dijo. «Me pregunto si acaso algunos cristianos no pensarán que nuestras iglesias deberían ser pensadas como centros comerciales, porque ellos mismos en realidad piensan que Jesús es un producto que se puede mercadear, comprar y consumir. Me pregunto si algunos cristianos no administrarán nuestras iglesias como negocios, no porque el modelo moderno de administración de empresas pueda ser útil, sino porque creen que es un paradigma mejor para la iglesia, que el modelo eclesial de los apóstoles y de la iglesia católica histórica». «En ese caso, ¿te estás preguntando por qué somos secularistas disfrazados de cristianos?», me preguntó Britta. «Exactamente», le respondí. «Carecemos de una visión santa», siguió ella presionando sobre el tema. «No tenemos imaginación. No hay transformación espiritual. No...» «¡No tenemos ninguna idea terrenal del cielo!» Britta pensó por un minuto, revolviendo con lentitud su café, con las piernas cruzadas y un aspecto muy cosmopolita. «Bueno, si las cosmovisiones fueran le café», dijo pensativa, «yo diría que una gran cantidad de personas entre nosotros los cristianos se han conformado definitivamente con lo barato. Por lo menos, el sabor

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mecánico de nuestro café está cubierto por el del azúcar y la crema. Por lo menos, nuestra cosmovisión secular está endulzada con un suplemento cristiano. Nosotros solo nos atrevemos a llamarlo el “Dios” sacarina». Precisamente en ese momento el encargado del bar nos trajo nuestros platos. «¡La sacarina es mi Dios!», dijo estallando teatralmente, mientras le hacía un guiño a Britta. Ella puso los ojos en blanco, y comenzamos a comer. «Me parece que es una forma excelente de expresarlo», continué diciendo yo, mientras abría mi servilleta. «Piénsalo. ¿Cuántos sermones has oído acerca de “salvarse”, como quien está comprando un Seguro para el Alma?» «No han sido pocos», me dijo. «¿Has notado alguna vez que suelen comenzar por la suposición previa no expresada de que todo, desde las colinas de la Toscana hasta el cinturón de la constelación de Orión, existe por su propia cuenta, sin Cristo? De no haber sido por el pecado, todo lo que hay en el mundo material sería estupendo. Pero a causa del pecado, Jesús viene volando, como un extraterrestre venido del espacio exterior, para salvarnos del pecado y de la “simple materia”. Se presenta el evangelio como si hubiera una separación entre el cielo y la tierra, y Jesús fuera el puente». «Damos por supuesto que existe una separación entre lo natural y lo sobrenatural», aclaró ella, «como tú me estabas diciendo antes». Yo asentí. «Pero ahora que lo pienso, cuando leo la Biblia recuerdo que nunca están separados. Jesús no solo es mi Salvador, sino también mi Creador. Desde el comienzo mismo del Génesis, está involucrado y activo en el mundo. Es como...» e hizo una pausa, en busca de la palabra correcta, mientras jugaba con el salero y el pimentero; «es como si lo santo estuviera acechando en todos los rincones; como si cualquier cosa pudiera ser una revelación de la presencia de Dios». Britta sacó su Biblia como si fuera sagrada. Su cubierta barata de cartoné estaba ya destrozada. Entre Job y los Salmos se

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Desayuno en el Modern 73 veía sobresalir un plano del Metro de París. Abrió en Colosenses y leyó en voz alta: «Porque por medio de él fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, visibles e invisibles, sean tronos, poderes, principados o autoridades: todo ha sido creado por medio de él y para él. Él es anterior a todas las cosas, que por medio de él forman un todo coherente» (1.16–17). Yo parpadeé. «En realidad, nunca lo había pensado demasiado, pero para los cristianos todo lleva en sí una dimensión más», fue su conclusión, mientras se la veía radiante. «Todo ha sido formado por Cristo. Jesús no es una especie de ocurrencia tardía. Es mucho más que una sopa de pollo para el alma. Es el arquitecto de todo lo que existe, y el que lo ama todo. ¿Sabes una cosa, Ty? Mientras más leo la Biblia, más comienza el mundo entero a parecerse a una minibiblia; un capítulo dentro de la gran historia de Dios. Me miró fijamente a los ojos. «Bueno, ¿qué quieres?» «Quiero que los cristianos conozcan realmente el amor de Cristo y permitan que ese amor transforme por completo su manera de ver toda la realidad. Quiero que el evangelio se encarne en sus vidas diarias». «Yo también quiero lo mismo que tú». «¿Querrías orar conmigo para pedir un santo renacimiento?» «Lo voy a hacer». Y oramos allí mismo en el bar; oramos para pedir que no metiéramos nuestra fe en un compartimento separado, ni la convirtiéramos en algo abstracto; para que Dios no se cansara de nosotros porque nos es difícil creer. Llano y simple. Directo y concreto. Me parece que Britta estaba en lo cierto al hablar de «una dimensión más». Cuando no la reconocemos, nos perdemos la verdad sobre quién es Cristo, y cómo podemos ser metidos dentro de él; la historia de la entheosis, la divinización y la entrada de la humanidad en Dios. Olvidamos que nos podemos unir a la gran historia de la salvación lograda por el Cristo crucificado y resucitado. Él es el Centro y la Circunferencia, el Principio y el Fin, nuestro Todo en Todo.1 ¿Es esto algo que nos debamos limitar a escribir en un letrero para el parachoques del auto y pegarlo en la parte trasera

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de nuestra furgoneta? Por supuesto que no; eso sería vulgar. Sin embargo, es algo con lo que sí debemos sellar nuestro corazón de manera indeleble. Pablo dice: «Vuelvan a su sano juicio, como conviene, y dejen de pecar. En efecto, hay algunos de ustedes que no tienen conocimiento de Dios; para vergüenza de ustedes lo digo» (1 Corintios 15.34). Con demasiada frecuencia, los cristianos creemos en Jesús, como si él fuera un lujoso adorno en un edificio forjado en otra cantera que no es la cristiandad. La piedra que rechazaron los constructores no se ha convertido en la piedra del ángulo. Pero «si la esperanza que tenemos en Cristo fuera sólo para esta vida, seríamos los más desdichados de todos los mortales» (1 Corintios 15.19). Somos llamados a creer que Jesús es el Dios del universo, y no solamente un amable maestro de moral. Y somos llamados a convertirnos en tontos santos por Cristo. No nos debe importar lo absurda que le pueda parecer la fe en Jesucristo a la gente que vive en Atomolandia.2 En una carta escrita en 1912, Albert Einstein escribía: «Mientras más éxitos tiene la teoría de los quanta, más infantil parece». A veces, mientras mejor sea la teoría, más infantil parece. Al fin y al cabo, la palabra infantil solía significar «bendecida». A la sombra de la cruz, toda teoría se puede convertir en una theoría (de theós o zeós, Dios; n. del t.), el proceso de encontrarse con Dios, de contemplar la creación a la luz del Creador, no solo a base de observarla atentamente en el laboratorio, sino por medio de la oración contemplativa en el corazón. Las teorías pueden ser caminos hacia la theosis, la unión definitiva con Cristo. La theoría es posible porque Dios está presente en todas partes, aun en el mundo material, porque vivimos en un mundo en el cual los burros han hablado, y por donde una vez caminó Jesús. «Podremos no hacer caso de la presencia de Dios, pero no la podemos evadir en ninguna parte», escribió C. S. Lewis. «El mundo está repleto de él. Dios camina de incógnito por todas partes».3 Como mi amiga Britta, necesitamos buscar las palabras de Dios en el libro de texto que es la creación.

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Desayuno en el Modern 75 «Porque mis pensamientos no son los de ustedes, ni sus caminos son los míos —afirma el Señor—. Mis caminos y mis pensamientos son más altos que los de ustedes; ¡más altos que los cielos sobre la tierra! Así como la lluvia y la nieve descienden del cielo, y no vuelven allá sin regar antes la tierra y hacerla fecundar y germinar para que dé semilla al que siembra y pan al que come, así es también la palabra que sale de mi boca: No volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo deseo y cumplirá con mis propósitos». (Isaías 55.8–11)

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Tercera parte

La coherencia de la creación En la cual Stephen el filisteo y Tyler se preparan para la Navidad, y es posible conocerlo todo. Se puede confiar en la razón y la gente no tiene que andar «buscando» la verdad. La ciencia moderna es tan antropomórfica y poética como la ciencia medieval. La postura medieval no es especializada, sino que es integrada y holística. Algunas veces el cristianismo toma un aspecto muy pagano, porque el paganismo es un cristianismo confundido. Comenzamos a contrabandear de los egipcios.

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El maravilloso e inconcebiblemente intrincado tapiz es deshecho hilo tras hilo; cada uno de sus hilos es sacado, roto y analizado; y al final, hasta el recuerdo del diseño se ha perdido, y ya no es posible recordarlo. —Erwin Chargaff, Heraclitean Fire Los historiadores serios están abandonando la absurda idea de que la iglesia medieval perseguía a todos los científicos como brujos. Está muy cerca de ser exactamente lo opuesto a la verdad. —G. K. Chesterton, Saint Thomas Aquinas

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Capítulo 10

¿Se puede confiar en la razón?

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. K. Chesterton dijo en una ocasión que es imposible disfrutar de nada sin humildad... pero que hoy en día tenemos una manera equivocada de ser humildes. «Se suponía que el hombre dudara de sí mismo, pero no dudara de la verdad; esto ha terminado siendo exactamente lo contrario. Hoy en día, la parte del hombre que el hombre no reafirma es precisamente la parte que no debería reafirmar: él mismo. La parte de la que duda es exactamente la parte de la cual no debería dudar: la Razón Divina».1 Mi generación de adultos jóvenes tiende a pensar que la verdad va y viene a su antojo, y por eso creemos en nosotros mismos. No sabemos qué es cierto, y ni siquiera sabemos de qué manera averiguar qué es cierto. En realidad no sabemos lo que es verdaderamente valioso. No sentimos que nada sea realmente digno de confiar más allá de nosotros mismos, lo cual significa que no nos queda otra cosa más que nuestra propia persona. Por eso pensamos que es tan importante triunfar, o no tener nada de qué lamentarnos, o estarnos moviendo siempre «en una dirección positiva». Esto se manifiesta en nuestra vida diaria de las maneras más extrañas.2 Por ejemplo, hoy en día, los adultos jóvenes nos imaginamos que en algún momento futuro superaremos la Primera Fase de la vida adulta —una fase salpicada de viajes, fiestas, encuentros y adquisición de dinero— y por fin nos asentaremos en la Segunda

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Fase, en la cual nos casaremos, tendremos hijos, nos dedicaremos a una profesión seria, compraremos una casa o un condominio y comenzaremos un estilo de vida de consumidor masivo al estilo de la clase media, con todos los acompañamientos adecuados de perros y amigos y autos y televisores. Casi no se habla del cuidado de los niños o de los ancianos, o de un cuidado general de nuestras comunidades, y ciertamente, ni se menciona la idea de servir a Dios, o de descubrir la verdad y servirla. No pensamos en función de una madurez o responsabilidad o deber, sino en función del éxito y de nuestra propia realización. La idea es que si yo me establezco, yo seré capaz de hacer lo que yo quiero hacer en la Segunda Fase. Y así, estamos obsesionados con nosotros mismos, y nuestras actitudes individualistas y consumistas les dan forma a nuestra filosofía y a nuestra manera de verlo todo en la vida. No hay hecho, verdad elevada, realidad objetiva ni ley que sea independiente de nuestra experiencia personal subjetiva. Nuestra imaginación está enturbiada por una profunda confusión e incertidumbre acerca de lo que es objetivamente correcto e incorrecto, o bueno y malo. ¿Cómo es posible que exista una verdad identificable y objetiva, si somos incapaces de conocer nada que se halle fuera de nosotros mismos? Al fin y al cabo, ¿no es la verdad otra cosa más que una convención social que recogemos de nuestros padres? ¿Qué tal si otros hijos de otras culturas creen en otra verdad distinta? La idea es que todo lo que es verdadero, lo es para la gente, porque la gente lo hace verdadero a base de creer en ello. Pero me imagino que G. K. Chesterton respondería que lo verdadero es verdadero porque es objetivamente verdadero, tanto si nosotros creemos que lo es, como si no lo creemos. Cuando de creencias se trata, mi generación es lo que siempre hemos sido: clientes. Pero somos tan indecisos y tan veleidosos, que en realidad nunca hacemos nuestro nada: ningún bien más alto, ninguna religión; ni siquiera nosotros mismos. Si no hay Dios, toda la moral es subjetiva y arbitraria e interna. No estoy tratando de demostrar la existencia de Dios, pero sí estoy tratando de ser razonable y coherente. No quiero fingir que vivimos en un mundo que es caótico y carece de sentido, cuando todos los días vivimos como si tuviera sentido y estuviera en orden.

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¿Se puede confiar en la razón? 81

Bertrand Russell hizo famosa su afirmación de que una persona es «producto de causas... Su origen, su crecimiento, sus esperanzas y temores, sus amores y sus creencias, solo son el resultado de unas colocaciones accidentales de átomos».3 En otras palabras, los seres humanos son algo así como catástrofes, colisiones, casualidades fortuitas. Las sinfonías de Beethoven y los dramas de Shakespeare; todo abrazo de amor y toda muerte de un mártir solo son felices choques de átomos, leves accidentes en un universo de leves accidentes. Aunque no hay un átomo de prueba de que Dios hiciera el universo, tampoco hay manera de probar que no lo hizo. Sin embargo, dondequiera que miramos, hallamos sugerencias, pistas en cuanto a cuál de las dos cosas es la más probable. Por ejemplo, no es poca cosa el hecho de que vivamos en un mundo, y no en un caos. Mientras más aprendemos, más vemos que nuestro universo no es caótico, sino que es ordenado, tiene patrones y diseños, tiene sentido y cumple un propósito. Por eso nos sentimos bien fabricando puentes y pescando en el hielo. Si el mundo no fuera un mundo, sino un caos, no nos atreveríamos a cruzar un puente, porque los ingenieros no podrían confiar en la física, ni tampoco a estar en pie sobre un lago congelado, porque se podría derretir de forma instantánea hasta alcanzar los –10º centígrados. Todo razonamiento científico inductivo sugiere que el hielo de mañana se derretirá a temperaturas superiores a los 0º centígrados bajo las condiciones reinantes hoy. El razonamiento inductivo no puede demostrar que esta regularidad de la naturaleza va a continuar; solamente lo puede aceptar en buena fe, porque es algo razonable. Si la «razón» es simplemente un choque accidental de átomos y de sinapsis retorcidas, ciertamente, no se puede confiar en ella. Para que nosotros podamos evaluar la razón, incluso para evaluar el razonamiento inductivo que se produce en el laboratorio científico, la razón misma debe estar por encima de la naturaleza. Debe proceder de otra fuente que no sea un estallido, por grande que sea. Al igual que los argumentos a favor de Dios, la interpretación según la cual la ética, el amor, el bien y el mal son todos una adaptación para la supervivencia de la especie tampoco se puede demostrar ni rechazar. Sin embargo, a diferencia de los argumentos

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sobre Dios, esta interpretación no se funda en la razón: ¿por qué habríamos de confiar en la razón o la verdad, si no son más que unas chapuceras modificaciones de electrones y neuronas? Nosotros pensamos, porque Dios piensa. Conocemos, porque Dios conoce. Hablamos, porque Dios habla. Usamos palabras para describir la realidad, porque Dios usó palabras para crear la realidad. No nos limitamos a escoger de manera arbitraria las etiquetas que les vamos a poner a unas colecciones de objetos sin sentido. Aunque es cierto que la gente les llama «burros» a los burros, y «nitrógeno» al nitrógeno, de aquí no se deriva forzosamente el que al darle nombre a lo que descubrimos, estemos creando sentido para algo que de lo contrario sería un vacío sin sentido. Aunque es cierto que la gente le señala sentidos al texto que es la creación, también es cierto que el texto de la creación ya está rico de intenciones que puso en él su Autor. El sentido ya está presente. Aunque la ideología de Atomolandia lo esconda de la vista, el mundo se halla repleto de pistas, ecos y rumores de Dios. Resuena con una racionalidad, y moralidad, y sentido, que nosotros no inventamos, sino que recibimos. Por la gracia de Dios podemos razonar y amar y conocer realmente las cosas. «Por medio de tu luz, nosotros vemos luz» (Salmos 36.9, paráfrasis del autor).

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Capítulo 11

Contrabandeando de los egipcios

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oda verdad es una verdad de Dios. Pero no es necesario ser cristiano para captar destellos de la verdad, algunas veces incluso para contemplar visiones vívidas y precisas. Por ejemplo, no hace falta ser cristiano para ser un buen médico; y hablando en general, yo preferiría ver a un buen doctor, que a un doctor cristiano que no sea tan bueno. Aunque Cristo hizo el cuerpo humano, no necesitamos conocer a Cristo para conocer el cuerpo humano. De una manera parecida, el mundo les hace resonancia a la verdad y la bondad de Dios, y la persona no necesita conocer a Cristo para percibir esta verdad y esta bondad. En un mundo creado por el Logos y llenado por el Logos, los humanos no podemos menos que tropezar con la verdad. Por eso, a pesar de las defectuosas premisas del cientificismo, los cristianos no tenemos por qué tirar a la basura nuestras computadoras portátiles, ni rechazar la medicina moderna. Los descubrimientos de la astrofísica son descubrimientos hermosos. Los datos adquiridos acerca de la forma en que funciona el cerebro son datos de gran utilidad. La Ciudad de Dios siempre ha tomado prestados conocimientos procedentes de la Ciudad del Hombre —aun de la ciencia, y hasta del paganismo— y los ha llevado al contexto mayor de las historias de la salvación de Dios. En el pasado, la gente usaba la expresión «despojar a los egipcios» (cf. Éxodo 12.36) para las ocasiones en las cuales los cristianos

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han reconocido que a pesar de que hay cosas como la retórica griega o el arco y la cúpula romanos son ideas paganas, hay verdad en ellas. Por ejemplo, el filósofo griego Pitágoras (580–500 a.C.) trató de interpretar todo el cosmos en función de los números por medio de un estudio sistemático y místico. Aunque los cristianos interpretamos todo el cosmos físico en función de Cristo, hemos encontrado gran verdad y utilidad en el teorema de Pitágoras sobre el triángulo rectángulo. Puesto que toda verdad es una verdad de Dios, la geometría ya no es solo pagana, sino también cristiana. Con la palabra pagano solemos definir a «todo aquel que no sea cristiano», de manera parecida a como los judíos de la antigüedad le llamaban gentil a todo el que no fuera judío. Algunas veces la palabra paganismo también trae a la mente las artes ocultas, la hechicería o la adoración satánica. Pero en este libro, cuando pensemos en el paganismo, no debemos pensar en la magia negra, o la brujería; más bien debemos pensar en recorrer el Louvre de París o visitar el Panteón en Roma; en leer a Homero o a Virgilio, o en estudiar el humanismo del renacimiento. Aquí, la palabra paganismo no significa ni simplemente algo que no es cristiano, ni las artes ocultas, sino más bien aquellos mitos e influencias culturales sobre el cristianismo que son artísticas y que ilustran la verdad, aunque sean ajenas a la Biblia. «¿Qué tiene Atenas que ver con Jerusalén, o la Academia con la Iglesia?», preguntaba Tertuliano.1 ¿Y qué tiene que ver Atomolandia con la cristiandad? ¿Cómo podemos utilizar la ciencia sin unirnos nosotros a la secta popular del cientificismo? ¿Cómo podemos adoptar lo que es bueno y útil en la cultura que nos rodea, sin vendernos? Los canteros de la cristiandad siempre le han añadido los ladrillos buenos y hermosos de la cultura a la catedral de la verdad. Los medievales en particular fueron maestros en el arte de despojar a los egipcios. Solo tienes que mirar una catedral gótica. Los constructores tomaron los principios de la arquitectura pagana y los usaron para señalar hacia Cristo, en especial al destacar la verticalidad y la luz. En el arco ojival, dirigieron hacia arriba al viejo arco romano, haciendo que señalara hacia Cristo como una saeta. En su creación de las bóvedas de crucería, la vieja bóveda quedaba

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Contrabandeando de los egipcios 85 dirigida hacia Dios. Todo, desde los conjuntos de columnas, las bóvedas, los arbotantes y el esquema cruciforme del edificio como un todo, estaba destinado a recordarle al pueblo el reino de Dios. Las catedrales eran los rascacielos de aquellos días y, aunque los rascacielos de hoy nos recuerdan el poder del dinero, las torres y las agujas de las catedrales, que sobresalían por encima de los edificios de la ciudad, le indicaban al pueblo que mirara hacia arriba. Como hizo el apóstol Pablo en la Colina de Marte, los arquitectos medievales tomaron lo mejor de la arquitectura pagana, y lo bautizaron al introducirlo en la narrativa cristiana. Esto lo pudieron hacer, porque la realidad de Jesús y de su reino era el punto fijo por donde comenzaban, su estrella Polar, la única cosa de la que no dudaban. Cuando los cristianos viven en la luz de Cristo, siempre están despojando a los egipcios. No lo pueden evitar, porque todo tiene el potencial necesario para testificar sobre la gloria de nuestro Salvador. «Dios hizo al Hombre para que este fuera capaz de entrar en contacto con la realidad», decía G. K. Chesterton; «Y a quienes Dios ha unido, el hombre no los separe».2 En la cristiandad, el conocimiento no se puede guardar en un compartimento aparte, ni reducir al mundo de los especialistas. Es un solo diamante multifacético. Jesús es la unidad del universo. Por tanto, hay una unidad en el conocimiento que trasciende tanto el reduccionismo de la consiliencia como la separación en compartimentos típica del modernismo. En muchos sentidos, me parece que hemos olvidado la manera de despojar a los egipcios, de tomar lo que es bueno en otras disciplinas distintas de la teología, e integrarlas para levantarlas dentro de la teología, «la reina de las ciencias».3 Puesto que los cristianos medievales de tiempos pasados eran maestros en la celebración de la cohesión de la creación en Cristo, no tardé mucho tiempo antes de dirigir a mi burro por los senderos llenos de maleza y casi olvidados del medioevo. Y así es como los próximos capítulos exploran esa dulce y arcillosa senda que es el medium ævum, la Edad Media. A lomos de un pobre y humilde burro, exploraremos la manera en que los cristianos despojaron a los egipcios en aquellos tiempos; cómo tomaron los mitos y las ciencias populares de sus días y los bautizaron en el reino de Dios.

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uando yo estaba analizando seriamente esta idea, Minneapolis estaba cubierta por sesenta centímetros de nieve, y en una mañana ártica de d iciembre, Stephen el filisteo y yo fuimos a buscar su árbol de Navidad. «Quiero que sea grande y verde», me dijo con entusiasmo, aumentando considerablemente el volumen al decir grande y verde. Llevaba puesto un inmenso gorro de Papá Noel que le caía por la espalda. Después de una buena media hora de esforzarnos por hallar el mejor árbol, yo comencé tímidamente a caminar de lado junto a Stephen para ver cómo le iba y para hacerle una pregunta. Estaba contemplando boquiabierto el árbol de Navidad más grueso y más grande que estaban vendiendo. «¿Es posible saberlo todo?», le pregunté. Stephen apartó lentamente la vista del imponente árbol y bajó los ojos hacia mí. A lo largo de los años, Stephen se ha ganado la reputación de ser el hombre al que se puede acudir para enfrentarse con las preguntas intelectuales más difíciles. Su adusta frente y su suficiente sonrisa de sabelotodo hacen que sea cualquier cosa, menos afable. Volvió hacia mí su feroz mirada. «¿No has oído hablar de Thomas Young?», me preguntó, mientras se llenaba de hielo su inmenso bigote. Yo no había oído hablar de él. «Es ese tipo inglés que tenía una ambición de aprender tan grande, que estudió cuatrocientos idiomas, llevó a cabo experimentos que pusieron los fundamentos de la física cuántica, descifró la Piedra de Rosetta, y justamente cuando estaba a punto de morir, inventó el seguro de vida. Lo sabía todo». «¡Vaya! ¿De veras?» «De veras». Nuestro aliento se quedaba flotando en el aire congelado. «El único problema es que el conocimiento humano ha estallado desde 1829, el año en que él murió. Ya no hay un solo cerebro humano que lo pueda saber todo; ni siquiera el suyo. ¿Crees acaso que Sir Thomas podía mezclar el Mojito perfecto? ¿Hacer aterrizar a un avión? ¿Bailar breakdance? ¿Reparar el motor de un Volkswagen? ¿Fabricar un par de zapatillas Nike? ¿Descubrir

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Contrabandeando de los egipcios 87 un par de lentes de sol Prada falsos?» Me miró gravemente. «Lo dudo». Yo asentí. «Y en aquellos tiempos ni siquiera tenían la Wikipedia», dije en broma. «Sí, ni tampoco tenían el control de la natalidad», me dijo Stephen, sintiendo mi sarcasmo. «Me agradaría que nuestra vida no estuviera tan dividida en compartimentos ni fuera tan estrecha», le dije. «Tyler, no sé si te has metido realmente en las cuestiones de los monjes medievales y los eruditos y todo eso, pero no es tan malo que el mundo sea regido ahora por especialistas. La Wikipedia podría ser la mejor hora para el mundo, puesto que hemos reunido el conocimiento en una fácil guía fácil de seguir y absolutamente completa con respecto a todos los temas, y para siempre». Se acercó a un árbol grande y lo sacudió, de manera que sus agujas muertas cayeron por todo el suelo. Dio un resoplido y se dio vuelta para hallar un árbol cuyas agujas muertas no hubieran sido rociadas con pintura verde. «¿Quieres saber cómo construir una bomba nuclear? ¿Quieres aprender a arreglar un refrigerador? ¿Quieres construir tu propia computadora, como Oliver?» Al decir esto sonrió, y el bigote se le inclinó un poco. «Lee a los expertos, a los especialistas, amigo mío. Sir Thomas se sentiría orgulloso». Yo hice un mohín. No me parece que el mundo necesite más expertos. Hoy en día se nos anima a entrenarnos a un gran costo para hacer una cosa, y esa cosa únicamente. Una vez que llego a casa de, digamos, diseñar adhesivos, me siento a comerme una cena que solo conozco a través de la caja de plástico en que la traje. Sé vagamente que mi comida contiene venenos, así como sé vagamente que mi trabajo con los adhesivos crea venenos también. Me paso la tarde con mis hijos, viendo a otros expertos en la televisión. Mis hijos se han pasado el día al cuidado de expertos en educación, expertos en fútbol y salud, o tal vez expertos en el cuidado de niños pequeños. No tengo ni idea de lo que haría si perdiera mi trabajo, o

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si la compañía de servicios al público cerrara, o si los recogedores de basura se fueran a la huelga, o si la industria agraria colapsara, o si mi conexión inalámbrica a la Internet quedara inutilizada. Que yo sepa, hay muy poco de lo que me pueda sentir orgulloso en lo que he producido yo mismo. Mi esposa es una experta en, digamos, protodoncia (dientes artificiales). Yo no entiendo lo que ella hace. No entiendo la mayoría de las cosas, incluso mi cuerpo. No tengo la capacidad de comprender. Así que consulto a expertos certificados que se especializan en la impotencia y la ansiedad, y me recetan una píldora diseñada por especialistas en farmacéutica. Y entonces, tal vez tenga la suerte de descubrir a Wendell Berry, el aristotélico de Kentucky, y leer en un afortunado día: «El sistema de especialistas falla desde un punto de vista personal, porque la persona que solo puede hacer una sola cosa, no puede hacer virtualmente nada por sí misma. En cuanto a vivir en el mundo por su propia voluntad y habilidades, el campesino o el miembro de una tribu que sea más ignorante, es más competente que el trabajador o técnico o intelectual más inteligente en una sociedad de especialistas».4 Mi mente volvió de pronto a la realidad cuando Stephen comenzó a contemplar sorprendido otra conífera. «El problema de un mundo de especialistas», comencé a pensar de nuevo, «es que los especialistas saben mucho sobre muy poco. Piensan que comprenden el cuadro general, pero no es así. Se han pasado una gran cantidad de tiempo estudiando una cosa pequeña, pero nunca han estudiado la forma en que esa cosa encaja con todo lo demás. Así es como se encuentran maestros de biología que piensan que la biología ha reemplazado de alguna forma a la teología, o filósofos que piensan que la física es irrelevante. Pero todo está conectado». Stephen dijo: «¡Ajá!» y, totalmente decidido, cargó con el árbol de su elección. «Este serviría», proclamó. Yo lo sacudí. «Tienes razón». «Claro que tengo razón», me dijo, como si raras veces no la tuviera.

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Contrabandeando de los egipcios 89 Cargamos con orgullo el árbol hasta donde estaba el Boy Scout para pagarle. Al parecer, había otra cliente que estaba haciendo la compra de su árbol desde la calefacción de su camioneta suburbana, haciendo que el pobre muchacho arrastrara pinos hasta la puerta de su vehículo para que ella los pudiera evaluar. Su taza de café de Starbucks estaba cubierta de lápiz labial, y la usaba para gesticular sus aprobaciones y rechazos. Stephen movió la cabeza. Se quitó los guantes y comenzó a contar el dinero. Nos llevamos el árbol a casa, amarrado a lo largo del techo en mi camioncito rojo, y después lo arrastramos hasta el apartamento de Stephen, deseando enseguida haber tenido detrás de nosotros a un conserje con una aspiradora. Había agujas por todas partes. Después estuvo el problema de pararlo y que quedara derecho. Yo me deslicé debajo de la conífera y apreté la base alrededor del tronco, mientras me caían agujas en la boca y las orejas, y entre el cuello de mi camisa y mi cuello, mientras Stephen gritaba sus decretos. «Muévelo hacia la derecha. Sí, así mismo. Ahora, hacia mí. Izquierda. Muy bien. ¡No! Demasiado lejos», vociferaba. «Muévelo hacia atrás. Más. No. ¡Demasiado lejos, pedante medieval!» En verdad, sí me sentía un poco medieval, rotando el árbol según él me indicaba. Estaba usando mi cuerpo, y la geometría, y la imaginación, para celebrar la fiesta de la encarnación de Cristo por medio de la práctica pagana de enderezar el árbol de Navidad. Sentí que había logrado hacer algo cuando me volví a sentar en el sofá de Stephen, con el árbol ya erguido, un té caliente en la mano, y por fin el frío mundo lejos de mí. Y mientras Stephen estaba ocupado con las centelleantes luces de colores, saqué de mi mochila los libros que había comprado para mi santo peregrinaje, en el que leería acerca de la mente medieval.

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Capítulo 12

Cómo saberlo todo

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uando miramos de cerca lo más recóndito de la Edad Media, descubrimos el erudito o polímata, la persona que tiene unos conocimientos y unos estudios muy amplios. La especialización es ciega a la continuidad y la armonía inherentes a todas las cosas. En el mundo de la especialización, una persona se enfoca tanto en una sola cosa, que se olvida de todo lo demás. Aunque los medievales no sabían tanto como nosotros sabemos hoy, la forma en que lo sabían era más amplia y más integral. Si había algo que se pudiera aprender, la gente de la Edad Media lo aprendía. Esto se debe a que en el centro de la vida intelectual del cristianismo antiguo se encuentran las siete artes liberales, el plan o programa de estudios que le daba forma a todo lo que se podía conocer. Eran llamadas liberales (del latín liber, libre) porque eran los cursos correctos que debía pasar un estudiante para quedar libre y ser más plenamente humano. Un malentendido corriente es el de que fue la Ilustración la que nos dio el amor a la razón y las siete disciplinas.1 Pero las artes liberales nacieron de la Edad Media. En aquellos tiempos, los hombres de escuela estaban minando en busca de viejas palabras, y dándoles la forma de monedas del momento. Por todas partes estaban codificando, y clasificando, y creando el fundamento conceptual sobre el cual nosotros construimos ahora. «Nadie que comprenda la cantidad de sufrimiento y de energía

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que se emplean en la creación de nuevos instrumentos del pensamiento puede sentir otra cosa que no sea respeto por la filosofía de la Edad Media».2 Al final de la época antigua, un hombre llamado Marciano Capela se dedicó a la labor de dividir los conocimientos en siete categorías fáciles de mencionar, las cuales a su vez están divididas en dos conjuntos, el trívium (gramática, retórica y lógica) y el quadrívium (aritmética, astronomía, música y geometría). La medicina y las leyes eran consideradas terrenales, no divinas, y quedaron separadas de las artes liberales. Aún permanecen así. Con la caída de Roma y ante la turbulencia política y social reinante, un erudito italiano llamado Casiodoro introdujo las siete disciplinas en la vida monástica, y así los monasterios se convirtieron en scriptoria, centros para la conservación y diseminación de los textos clásicos (esto es, romanos y griegos). Esto sirvió de fundamento al sistema universitario que conocemos hoy, y también los libros de texto. Las artes liberales buscaban ensanchar los conocimientos generales de la persona, desarrollar el pensamiento racional e imaginativo y equipar al estudiante para manejar correctamente las herramientas, que eran la razón, la experiencia y las autoridades (los libros). Si un hombre estaba participando en un acalorado debate, podía apelar a tres fuentes dignas de crédito. Por ejemplo, establecería una verdad geométrica por medio de la razón, una verdad histórica por medio de la autoridad (por los libros antiguos, los auctores), y que la leche se había echado a perder por medio de la experiencia directa. ¿Sabes lo pocos que son entre nosotros los que podrían construir realmente una bomba atómica, o un cohete espacial, o un iPod, o incluso fabricar una tableta de ibuprofeno? Sin embargo, lo que han descubierto los que han estudiado influye sobre nuestra comprensión popular del universo y nuestra manera de relacionarnos con él. Bueno, así eran las cosas en la Edad Media. Aunque por lo general, el estudio de las siete artes liberales solo estaba al alcance de los ricos que lo podían pagar, aun así, influía sobre la vida de los campesinos. Aunque no lo sabían todo, vivían en un mundo en el cual lo que se podía saber era ordenado y tenía sentido. Y los hombres medievales con el tiempo libre y el dinero para tener acceso a una

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Cómo saberlo todo 93 educación así eran ciertamente invitados a saber todo lo que ellos sabían que se podía saber. En este sentido, era realmente posible saberlo todo. Los escolásticos y poetas medievales eran clericales, metidos en los libros y obsesionados con los manuscritos procedentes de auctores probados por el tiempo, «estos antiguos sabios».3 Lo bien organizada que tenían la mente creaba en ellos una disposición a clasificar, sintetizar y engalanar.4 La ciencia y la religión no eran polos opuestos, sino diferentes maneras de describir y analizar la misma cosa. ¿Sabes por qué en Romeo y Julieta, Fray Lorenzo habla continuamente acerca de la tierra y la naturaleza, las plantas, las hierbas, las piedras y sus verdaderas cualidades, virtudes y vicios? Porque los frailes, los monjes y los eruditos no eran expertos en un solo campo. Eran doctores, astrólogos, agricultores, panaderos, alquimistas, teólogos y poetas, todo en uno. Mientras más aprendían estos hombres de estudios, más encantados quedaban.

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Capítulo 13

Un mundo de anhelos, no de leyes

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l explorar el cristianismo antiguo y encantado, descubrimos muy pronto que esos primeros creyentes saqueaban conocimientos en todos los rincones del mundo y los integraban en un solo modelo del mundo formado según Cristo. A diferencia de lo que sucede en Atomolandia, en la cristiandad no hay cubículos. En aquellos tiempos, uno no podía dividir el conocimiento en compartimentos, como pequeños cubículos, y como si las cosas no estuvieran conectadas en Cristo. No había segregación, ni intolerancia, ni costumbre de mandar ciertas disciplinas al último asiento del autobús. Toda la vida —desde la manera de criar una familia hasta la de practicar la medicina— se hallaba entrelazada y unida. Esta coherencia de la creación, esta unidad de toda vida y todo conocimiento en Jesús, cambió las suposiciones previas básicas acerca de la forma en que funciona todo el mundo. Usaron unas metáforas diferentes a las de Atomolandia, porque en la cristiandad el mundo no era un mundo carente de sentido y semejante a una máquina, sino lleno de sentido y semejante a Dios. Sin embargo, a diferencia de los filósofos paganos, que deifican el universo, en lugar de buscar al Creador del universo,1 los cristianos medievales creían con los padres apostólicos en la doctrina de la creación ex níhilo, según la cual «nada es coeterno con Dios».2 No eran panteístas. En la manera bíblica de ver la creación, creían, Dios y el

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mundo no son sinónimos. Al contrario; es Dios el Creador que organiza y termina todo lo creado por medio de su propio poder, y es él quien sostiene todas las cosas con su voluntad, tanto las visibles como las invisibles.3 Sin embargo, aunque el mundo no es Dios mismo, no eliminaban de él su significado espiritual ni la presencia divina. El orden sobrenatural del cosmos aceptaba la unidad de Dios y la bondad de la creación. Estos primeros creyentes percibían la vida humana como parte de un gran drama que les daba contexto y sentido al sufrimiento y al gozo. Sus poemas y baladas recordaban cuentos del pasado distante, de una herencia común. Ellos formaban parte de una historia que se estaba relatando; sus vidas eran un pequeño capítulo de esa historia. El escenario de este grandioso drama era el Planeta Tierra, un mundo con sus propias cortinas y luces y tramoyistas. La Tierra era gobernada por la Fortuna, que tenía influencia sobre las vidas de los hombres. La Tierra también estaba llena de hadas; no hadas como Campanita, sino longævi, «longevas, de larga vida», que «frecuentan los bosques, los claros y las arboledas, y los lagos, manantiales y arroyos; cuyos nombres son Pan, los faunos... los sátiros, las dríades y las ninfas».4 Aunque algunas hadas eran malvadas y peligrosas, otras eran divertidas y escurridizas. Otras eran profetas, y también las había que eran eróticas y seductoras. Todas ellas eran capaces de comprender los temores y los fallos de la humanidad, sus tristezas y sus éxitos. El resultado de esta Europa llena de hadas era un mundo repleto de comunidad hasta las esquinas. Había que tener cuidado en qué lugares se limpiaba y barría. Los ángeles y los demonios eran simples realidades. El cielo más bajo estaba repleto con la compañía invisible del cielo, los nueve órdenes de ángeles; no encantadores niños con aspecto de muñecos de cerámica, sino espíritus aterradores. Para Chaucer, un querube era una criatura de fuego. Los ángeles de Dante son viriles, de una nobleza cósmica. En aquellos tiempos se podía relatar la natividad sin que los oyentes pestañearan siquiera. Habrían cantado el himno de Carlos Wesley llamado «Hark! The Herald Angels Sing» («¡Escuchad! Los ángeles mensajeros cantan»), creyendo que se estaban uniendo al triunfo celebrado en los cielos. Cuando Phillips Brooks, cristiano del siglo diecinueve, escribió «O

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Un mundo de anhelos, no de leyes 97 Little Town of Bethlehem» (¡Oh pueblecito de Belén!»), lo escribió con un fuerte sabor medieval: Porque Cristo ha nacido de María, y se reunieron todos en las alturas, Mientras los mortales dormían, los ángeles velaban en maravillado amor. Oh estrellas de la mañana, ¡proclamad juntas el santo nacimiento! Y cantad alabanzas a Dios el Rey, y paz a los hombres en la tierra. Mirando más allá de los ángeles y las hadas, el mundo en su totalidad estaba dividido en cuatro grados de realidad, como los peldaños de una escalera: la simple existencia (por ejemplo, las piedras), la existencia que crece (por ejemplo, los árboles), la existencia que crece dotada de sentidos (por ejemplo, los perros) y todo lo anterior, más la razón (los humanos). Toda la creación poseía ánima, o «alma», y había tres grados de ánima: el alma vegetal, común a todas las plantas; el alma dotada de sentidos, que añade al alma vegetal vida y sentidos, y el alma racional, que es la manera en que pensamos. Tú y yo las tenemos las tres. Los cuatro grados de la realidad y los tres tipos de alma de las cosas vivas irradiaban cualidades. Así, el rebuzno de un asno, en realidad estaba irradiando su condición de burro. Hoy en día, cuando decimos que el rebuzno de un asno es divertido, queremos decir que esa diversión se produce dentro de nosotros mismos. Sin embargo, para los medievales, el rebuzno de un burro irradiaba realmente diversión. Cuando se decía de una hierba que poseía una virtud, o cuando se decía de un ojo que era malo, que los huesos de un santo eran santos, o que un amanecer rojizo era benigno o maligno, la mente medieval creía que estos objetos hacían emanar de su alma estas actividades, que ellos comprendían en función de simpatías y antipatías. Y así, se decía que las rocas caían a causa de sus simpatías, porque deseaban caer. Y se decía que las rocas no caían hacia arriba debido a sus antipatías, su desagrado en cuanto a caer hacia arriba.

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El mundo y sus habitantes poseían un espíritu viviente. En todo había un instinto guía que lo llevaba a hacer aquello para hacer lo cual había sido creado.5 En la novela Anne of Green Gables (en español, «Ana la de Tejas Verdes»), cuya acción tiene lugar alrededor del paso del siglo diecinueve al veinte, vemos una perspectiva realmente medieval cuando Anne dice: «He tomado la decisión de disfrutar este viaje... ¡Oh, mira, allí se destaca una pequeña rosa salvaje temprana! ¿Verdad que es encantadora? ¿No te parece que debe ser agradable ser una rosa? ¿Verdad que sería maravilloso que las rosas pudieran hablar? Estoy segura que nos podrían decir muchas cosas encantadoras».6 Son pocos los que comparten la imaginación medieval de Anne. En Atomolandia habrían dicho que Anne había personificado (una palabra relativamente nueva del siglo dieciocho) a la rosa. Su idea de la manera en que funciona el mundo es antropomórfica (una palabra más nueva aún, del siglo diecinueve). Pero con la misma facilidad le podríamos preguntar al científico moderno: «¿Crees realmente que la naturaleza funciona en función de la “obediencia” a unas “leyes”?7 La manzana de Newton, ¿estaba consciente de que había una ordenanza proclamada por un legislador, según la cual las manzanas debían caer? ¿Existe realmente un onceavo mandamiento para las rocas, que dice: «No caerás hacia arriba»? Por supuesto que no. Ni tampoco el hombre medieval se estaba refiriendo a alguna ley o mandamiento cuando hablaba acerca cómo la «razón de ser» de una piedra es caer, y cómo «se esfuerza» por caer. Hablar de que las rocas tienen un «instinto guía» no es más «antropomórfico» que hablar de que las rocas «obedecen leyes» como los ciudadanos de una ciudad–estado. Ninguna de estas dos metáforas debería ser leída con sentido literal.8 ¿Acaso deberíamos forjar el universo a imagen de nuestro sistema legal, o deberíamos envolverlo en la semejanza de nuestros anhelos y esperanzas?9 Aunque algunas veces es útil, la palabra antropomórfico da por sentado con demasiada frecuencia que no hay una conexión o correlación real entre los humanos y el mundo. Pero, ¿qué tal si la distancia entre las creaturæ y la creatio no es tan grande? Hoy en día, la tecnología es la metáfora más popular para describir la forma en que funciona nuestro cuerpo. Si el clima y las estaciones, la siembra y la cosecha, la noche y el día, le dan forma a nuestra

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Un mundo de anhelos, no de leyes 99 vida diaria, los elementos como el aire y el fuego y el agua sirven para explicar el misterio del cuerpo humano. Pero si las máquinas son movidas por engranajes y poleas, tendemos a pensar en nosotros mismos en función de engranajes y poleas. Si nuestros artefactos son electrónicos, químicos o digitales, tendemos a pensar en nuestro cerebro en función de la computación y la química. Hoy en día, estamos muy seguros de que las computadoras son la forma en que funciona nuestro cuerpo, pero el día de mañana nos reiremos de nuestra ingenuidad. La cosmovisión «científica» de hoy se convertirá en la imagen descartada del mañana, no necesariamente porque sepamos más o «estemos más avanzados», sino sencillamente porque habremos modificado nuestras metáforas. Por eso decía Dorothy Sayers: «La ciencia moderna no ha superado al pensamiento medieval acerca de la naturaleza de la creación, sino solamente a la imagen física que lo acompañaba y lo ilustraba».10 Importa cuál es la metáfora que usamos, porque las metáforas son nuestra manera de «salvar las apariencias». Son la utilería, los arreglos, los modelos temporales. Nuestra visión del cosmos tiene consecuencias en cuanto a lo que significa ser humano, y en cuanto a nuestra comprensión sobre quién es Dios. Aunque lo tengamos que saquear todo, desde Atenas hasta Egipto y hasta la NASA, nunca debemos traicionar nuestros valores. Cristo sigue siendo nuestro punto de referencia, nuestro Dios, el Señor de todas las cosas, y no de algunas solamente. «¿Acaso no es la sensación que produce una cosa, tan real, tan verdadero, como la cosa que la produce?», preguntaba Cecil Day–Lewis. «Por tanto, ¿acaso no es la expresión de la calidad o el valor de una experiencia una contribución al conocimiento que no es menos útil que el análisis de esa experiencia en función de las realidades físicas y las leyes naturales?»11 Anne of Green Gables lo presentaba de esta manera: «Una vez leí en un libro que una rosa, aunque tuviera otro nombre, seguiría teniendo la misma fragancia, pero nunca lo he podido creer. No creo que una rosa quisiera ser tan agradable si se la llamara cardo o col de Bruselas».12 Las metáforas que utilizamos para describir nuestros descubrimientos científicos les dan forma a nuestra imaginación, nuestra postura con respecto al mundo, nuestra manera de entendernos a

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nosotros mismos, y tal vez incluso a nuestra felicidad. La forma en que percibamos todo el universo moldea la fe, la esperanza y el amor.

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n la primera parte, descubrimos a Balán y su burro parlante. Compartí contigo una pequeña parte de mi historia, acerca de cómo llegue a sentir hambre por un Dios que no es una ocurrencia tardía, y cómo llegué a añorar un cristianismo que es antiguo y encantado. Como los caballeros andantes, andamos errantes en busca de aventuras en un mundo que está bañado por Dios. Pero los extraños supuestos del cientificismo nos habrían bloqueado cada giro que diéramos. Y así, en la segunda parte les plantamos batalla a los asaltantes de caminos y los detractores de Atomolandia, y en la tercera parte hemos recuperado la unidad de la uni–versidad y del uni–verso. Comenzando a partir de diferentes supuestos previos, la cristiandad usa un paradigma diferente al de Atomolandia para comprender la manera en que funciona el mundo. Dios no es un parche para resolver lo incompleto que es nuestro conocimiento. «Debemos encontrar a Dios en lo que sabemos, y no en lo que no sabemos», escribió Dietrich Bonhoeffer en respuesta a la lectura del libro Zum Weltbild der Physik («Sobre la cosmovisión de la Física»), de Carl Friedrich von Weizsäcker. La revelación de Jesucristo es el único punto de partida en cuanto a la forma en que lo podemos conocer todo, incluso a nosotros mismos: «Él es el centro de la vida, y ciertamente, no “vino” para resolver nuestros problemas sin resolver».13 La mitología contemporánea de un universo sin sentido y sin Dios es antitética incluso a la posibilidad de Cristo. Pero la antigua mitología medieval era solidaria con un mundo no solo rico en ángeles y demonios y hadas, sino en Dios mismo, el Creador y Sustentador del universo. Esto lo veremos más claro después, cuando descubramos la esencia de la Cena del Señor, el pacto y lo que significa ser «miembro» de una iglesia. Pero antes que podamos relacionarnos con esas viejas ideas y verdades, debemos comprender mejor primero a un mundo en el cual los burros parlantes sencillamente tendrían sentido. Hundámonos más profundamente aun en los oscuros bosques medievales de una cristiandad más temprana, cabalgando nada menos que sobre esa bestia de carga que es el burro.

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Cuarta parte

Servidores de los cielos En la cual Tyler y sus amigos se van de acampada, y Oliver le enseña a Tyler sus audífonos respaldados por Dr. Dre. El firmamento es como el techo abovedado de una catedral. Se presenta a los siete cielos. Nuestro burro se asocia con Thor y con Papá Noel. Se sugiere que nadie puede ser genio. Jesús es el Señor del tiempo. Un monje medieval sale a orar.

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Si todo el universo carece de significado, jamás nos habríamos dado cuenta de que carece de significado, del mismo modo que, si no hubiera luz en el universo, y por lo tanto ninguna criatura tuviese ojos, jamás habríamos sabido que el universo estaba a oscuras. La palabra oscuridad no tendría significado. —C. S. Lewis, Mero cristianismo Sin embargo, me llegan indicios desde el ámbito desconocido; Corrientes de aire a través de las tierras limítrofes de la dimensión desconocida, Ordenadas con vida. —George MacDonald, Diary of an Old Soul

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Capítulo 14

Nuestra acampada

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ecuerdo que me quise ir de acampada el verano pasado, mucho antes de que Minneapolis estuviera cubierta con un manto de blanca nieve, cuando el tiempo aún era cálido. Lo tenía todo planificado: me iba a pasar una noche en los bosques, como un antiguo místico medieval. Sin tecnología. Sin las luces de la ciudad. Solo Dios y las estrellas. Persuadí a mis amigos para que se me unieran (sencillamente, a los bosques uno nunca se va solo). Stephen el filisteo logró conseguir tiempo libre en su trabajo, y también lo logró el francés que comparte con él su apartamento. El pelirrojo de mi amigo Oliver nunca había estado antes en un bosque. Y así, los cuatro nos fuimos a la tienda de víveres con el fin de comprar provisiones para nuestra noche en el bosque: pasas, cacahuetes, tres libras de M&Ms, varios palitos de tasajo de res, rosquillas y pasteles que no se echaban a perder, galletas graham, puré de papas instantáneo y cosas por el estilo. La lista tenía de todo, menos de lo que una persona que acostumbra salir de acamada habría llevado. Después de muchos pleitos y preocupaciones, de esos que inundan a los ratones de ciudad cuando se aventuran a salir al campo, nos lanzamos hacia los bosques del norte en las tierras de mi tío para poder mirar al firmamento estrellado. Después de conducir durante tres horas y de caminar diez minutos haciéndonos aterradoras historias sobre lobos, en medio del crujido de los engranajes y los golpes de las

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cazuelas y sartenes, terminamos acampando en un claro del bosque que estaba abierto al firmamento. No tenía nada de sereno. Yo me seguía preguntando por qué estaría de tan mal humor. Cuando terminamos de armar la tienda de campaña, ya era casi de noche cerrada. Stephen el filisteo sacó una enorme lámpara de baterías que según dijo, había comprado solo para aquel viaje nuestro. Todo el mundo parpadeó cuando inundó nuestra tienda con sus rayos fluorescentes. El francés que era su compañero de apartamento estaba sacando bolsas de caramelos y tomando sorbos ilícitos de whisky. Oliver abrió su computadora portátil, enganchó su teléfono inteligente y trató de conseguir línea. Yo estaba tratando de descubrir cómo podía llenar de aire mi colchón. Pronto estábamos absortos en nuestras diversas tareas y nuestros esfuerzos por conseguir el equilibrio. «¿Alguien ha visto mis zapatos de aventuras?», preguntó Stephen, volviéndose hacia mí un poco alarmado. Yo no tenía la menor idea de dónde estaban sus zapatos de aventuras. En ese preciso momento, sonó con fuerza el timbre de su teléfono móvil. Era el francés. «Eh, cgeo estoy muy pegdido», le oímos decir un poco frenéticamente por el auricular. De pronto recordamos que él había salido hacía una hora para buscar en el bosque dónde hacer sus necesidades. Yo me ofrecí para ir a encontrarlo, tratando de no imaginármelo corriendo a toda velocidad por aquellos bosques oscuros, agitando los brazos y lanzando tristes gemidos. Cuando yo estaba a punto de salir, Oliver sacó de su enorme mochila un iPod y un inmenso par de auriculares de los que recomienda Dr. Dre. Me quedé desconcertado. «¿Auriculares?», acerté a preguntar. Aquel no era el escenario que yo me había imaginado. Oliver me los puso en la mano. No pesaban nada. Vio mi mirada de sorpresa. «Yo no puedo dormir sin música», me dijo con la mirada perdida. «Estos auriculares son de alta definición, Tyler, y reproducen realmente las diminutas complejidades que se pierden con la mayoría de los auriculares. Eliminan por completo el ruido. Tienen accionamiento de amplificación. Hasta tienen un conector de bajo

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Nuestra acampada 105 perfil que se acopla con facilidad a cualquier aparato musical o teléfono móvil». «¿También sirve para encontrar franceses extraviados?», le pregunté ansioso. Para empeorar las cosas, cuando salí al fresco de la noche, vi que las nubes escondían las estrellas de mi vista. No podía ver nada. Solo habíamos comenzado, y el viaje ya era un fracaso. Es vergonzoso admitirlo, pero al parecer, yo pensaba que contemplaríamos Orión, Taurus o las Pléyades cuando salieran a la vista, no iPods, teléfonos móviles ni resplandecientes lámparas de luz fluorescente. «Allí está Aries», yo diría al fin. «Eso me hace preguntarme si hay un Dios», tal vez diría Oliver. Stephen asentiría con solemnidad. Por supuesto, nada de esto sucedería si el cielo estaba cubierto de nubes y nuestra tecnología llenaba ya cada rincón de los bosques. Pero cuando rescaté de las tinieblas al compañero de apartamento de Stephen, pronto tuvimos una alegre fogata danzando en el hoyo. Apoyados en los troncos, con las piernas estiradas, asando salchichas Oscar Mayer ensartadas en largos palos, finalmente estábamos comenzando a tener el aspecto de una verdadera camarilla de leñadores. No podíamos ver ninguna estrella, pero al menos la compañía era buena. Y también estaban buenas las salchichas. Muchas cervezas y malvaviscos más tarde, yo me metí dentro de mi saco de dormir y traté de quedarme dormido en medio de los sonidos de percusión que se escapaban de los enormes auriculares de Oliver. El francés estaba roncando tan melodiosamente como una cantata de Navidad. Stephen todavía estaba fuera, junto a la fogata, tratando de hacer más galletas graham con malvavisco en medio. Los ruidos de tropezones y de imprecaciones dichas en voz baja, y unos sonidos que parecían unos grandes árboles arrastrados por el suelo del bosque llegaban flotando en el aire hasta mis oídos a través de la finísima pared de la tienda de campaña. Fuera lo que fuera, olía bien. Di un suspiro, abrí la cremallera y salí del nylon a la fría noche de julio. Stephen estaba agachado junto a la fogata, dando la impresión de estar dudosamente ocupado. Por fin se habían

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dispersado las nubes, y pude ver las estrellas esparcidas sobre nuestras cabezas. Oliver también salió con rapidez de la tienda, mientras todavía se escuchaban pequeños susurros que procedían de los auriculares que traía al cuello. «¡Oye!», dijo mientras miraba hacia arriba. «Yo nunca había visto tantas estrellas». «¿Has estado alguna vez fuera de la ciudad durante la noche?», le pregunté. «No creo», me contestó melancólicamente. Allí nos quedamos de pie, boquiabiertos mirando el cielo de la noche. El silencio llenaba los bosques. Yo anhelaba —más allá de mi poder para expresarlo— ver a Dios. El cielo estaba impresionantemente hermoso. Para serte sincero, traté de escuchar la música de Dios allá arriba. Pero las estrellas estaban calladas. Stephen se tambaleó hasta nosotros, miró hacia arriba brevemente, dejó salir un gruñido por su gran bigote y después se tambaleó para volver al lugar de donde había venido. Pronto Oliver dio media vuelta y regresó a la tienda. Yo me quedé allí, bajo aquel millar de millones de estrellas, y pensé en lo fabuloso que es que Dios las mantenga unidas, como las notas en una página de papel pautado. Es una música que siempre está sonando; solo que nosotros no la podemos escuchar, porque es constante. Pero allí está. Un jazz gratuito y hermoso.

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Capítulo 15

Pero mucho menos parecido a una bola

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uando los cristianos cantamos con el poeta de la antigüedad: «Del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella, el mundo y cuantos lo habitan» (Salmos 24.1), o bien, «Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama la obra de sus manos» (Salmos 19.1), creemos (o al menos deberíamos creer) que la creación nos presenta algo acerca del Creador y su historia. Creemos (o al menos deberíamos creer) que una amorosa atención a la creación es un camino al conocimiento, e incluso a la santificación. «¿A dónde podría alejarme de tu Espíritu? ¿A dónde podría huir de tu presencia? Si subiera al cielo, allí estás tú; si tendiera mi lecho en el fondo del abismo, también estás allí» (Salmos 139.7–8). El cielo no es una idea abstracta, sino una actividad real, siempre surgiendo, siempre cercana. Hoy en día pensamos en el cielo casi como estar flotando en algún lugar del espacio exterior. La mayoría de nosotros no reconocemos la intimidad que implica el reino de los cielos en el cristianismo. En la Biblia, «los cielos» no se están escondiendo siempre tras las estrellas, ni cerrados con llave tras las puertas de san Pedro. Algunas veces son el mismo aire que respiras; la atmósfera que rodea tu cuerpo. Aunque ὁ οὐρανός (ho uranós) significa con frecuencia «cielo» simplemente,1 también significa simplemente firmamento, atmósfera, el aire que nos rodea.2 El Señor está aquí;

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nos rodea por completo; es el Emanuel. Cuando Jesús dice que el reino de Dios «está cerca», es un reino que lo envuelve todo y está entre nosotros (Marcos 1.15). Cuando Abraham estaba a punto de sacrificar a Isaac, Dios lo llamó desde el cielo, y aquí el «cielo» era el mismo aire que lo rodeaba (Génesis 22.11, 15). Cuando Jacob soñó que había una escalinata que conectaba la tierra con el cielo, el Señor estaba de pie junto a él. Jacob se despertó diciendo de aquel lugar: «¡Dios vive aquí! Esta es la casa de Dios» (Génesis 28.12–19). La manifestación de algo como el Dios–fuego que aparecía en el aire se producía con tanta frecuencia, que los israelitas llegaron a describir la cercanía de Dios como «un fuego consumidor».3 Nuestra palabra diario procede de una palabra antigua que significa no solo «Dios», sino también «el cielo» o «los cielos».4 El tiempo, el cielo y Dios están conectados todos entre sí. Owen Barfield observa: «Cuando nuestros ancestros más antiguos miraban la bóveda azul, sentían que no estaban viendo solamente un lugar, ya fuera celestial o terrenal, sino por decirlo así, la vestidura corporal de un Ser viviente».5 Una de las razones por las que no pensamos de esta manera acerca de los cielos es por lo que Dallas Willard llama traducciones tímidas. Por ejemplo, en su capítulo «Lo que Jesús conocía: nuestro mundo inundado por Dios» en The Divine Conspiracy [La divina conspiración], Willard observa que en Hechos 11.5–9 vemos una misma traducción que traduce του ούρανος de tres maneras diferentes: «el firmamento» en el versículo 5, «el aire» en el versículo 6 y «el cielo» en el versículo 9. Sin embargo, el texto nos dice que Pedro vio aquella sábana que descendía a través de la atmósfera (ἐκ τοῦ οὐρανοῦ, ek tu uranú) lleno de animales, como las aves de la atmósfera, y que oyó la voz de Dios que le hablaba desde la atmósfera, diciéndole que comiera.6 Esto cambia mucho lo que significa orar con las palabras del Padrenuestro: «Padre nuestro que estás en los cielos (ἐν τοῖς οὐρανοῖς, en tois uranois)» (Mateo 6.9, traducción del autor). Dios no es un Dios distante. Dios habita e inunda el espacio y el tiempo; el mismo aire que respiramos. Para los judíos de la antigüedad, Dios estaba literalmente tomando posesión de su lugar de habitación en la tierra, especialmente

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Pero mucho menos parecido a una bola 109 en el Templo. Como el tabernáculo del desierto, el Templo era el lugar desde el cual Dios gobernaba a Israel. El Templo era donde Dios había establecido su dominio; donde el cielo y la tierra se superponían y se conectaban. Era un poste indicador que señalaba hacia una realidad más profunda. Jesús no limpió la corrupción que había en el Templo para hacer una proclamación acerca de la economía, sino para señalar que él era el nuevo templo viviente (Marcos 11.15–19). Estaba proclamando que él es el Rey mesiánico, como sostiene N. T. Wright.7 Yeshúa el Cristo, Dios encarnado, la intersección entre el cielo y la tierra. Dios ocupando morada en la tierra en su Hijo único. En la teología hebrea antigua, el espacio no está vacío; el espacio es santo. «Ciertamente, un simple viaje por el espacio no es la manera de descubrir la riqueza divina que llena toda la creación», reflexiona Willard. «Ese descubrimiento se produce cuando se busca de manera personal y se hace una reorientación espiritual, unida al acto de respuesta por parte de Dios que consiste en hacerse presente para aquellos que están dispuestos a recibir. Solo entonces podremos clamar junto con los serafines “¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!”: cuando descubramos que “toda la tierra está llena de su gloria”».8 Es lo que canta el viejo himno:9 Adorad al Rey, todo glorioso en lo alto, Cantad agradecidos de su poder y su amor; Nuestro Escudo y Defensor, el Anciano de Días, Vestido de esplendor y ceñido con alabanza. Hablad de su poder, cantad de su gracia, Vestido de luz, y por dosel el espacio. Sus carros de ira las profundas nubes de lluvia forman, Y oscuro es su camino en las alas de la tormenta. ¿Tu abundante cuidado qué lengua puede recitar? Se respira en el aire, resplandece en la luz; Baja corriendo desde las colinas, desciende al llano, Y dulcemente se destila en el rocío y la lluvia.

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Los cristianos tomamos en serio las palabras de Pablo cuando afirma que Cristo descendió al ámbito terrenal más bajo, para poder ascender más alto que todos los cielos, «para llenarlo todo» (Efesios 4.9–10). El cielo no está muy lejos, en algún lugar del firmamento. El cielo y la tierra coinciden y se enlazan. El cielo es una forma distinta de espacio. El cielo es el espacio de Dios, su dimensión personal. El cielo es el lugar desde el cual gobierna al mundo. Por eso, cuando Lucas describió a Jesús como «llevado a las alturas» y ocultado por «una nube», no quiso decir que Jesús fuera lanzado hacia algún lugar en el espacio exterior (Hechos 1.9). Quiso decir que Jesús estaba siendo entronado como el rey de la nueva creación que su vida y pasión habían inaugurado (Filipenses 2.9–11). Si no hubiera «ascendido», solo estaría en un lugar. Al haber «ascendido» al cielo, Jesús está presente en todas partes. Cuando Jesús regrese, será revelado desde el aire; desde la dimensión de Dios que nos rodea por completo (Colosenses 3.4; 1 Juan 3.2). El Hijo del Hombre llegará «en su reino» (Mateo 16.28). Por eso pedimos en el Padrenuestro que él sea Rey en la tierra como lo es en el cielo. Por esa razón, según N. T. Wright, casi todo lo que nosotros creemos en estos tiempos acerca del arrebatamiento está equivocado por completo.10 Nosotros no vamos a salir flotando hacia el cielo para encontrarnos a un Jesús que ya está flotando en algún lugar entre las nubes, antes de salir disparados todos hacia el espacio exterior. Cuando Pablo escribe en 1 Tesalonicenses 4.4–17 acerca de que «el Señor mismo descenderá del cielo», y nosotros «seremos arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor en el aire», no está tratando de describir la forma en que vamos a ser aspirados de la tierra y llevados al cielo. Lo que está haciendo es mezclando «código, metáfora y caricatura política», combinando la historia hebrea de cómo Moisés «descendió» del monte Sinaí, con las imágenes políticas romanas sobre cómo un César regresaba a su capital. Pablo está tratando de describir lo imposible de describir. «Jesús tendrá su “aparición real”», dice N. T. Wright, «como el César cuando regresaba a Roma... Sus leales y gozosos ciudadanos “saldrán a su encuentro”, no para permanecer con él afuera en el campo, lejos de la ciudad, sino para escoltarlo

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Pero mucho menos parecido a una bola 111 en triunfo y esplendor, de vuelta a su capital».11 Algún día le vamos a dar la bienvenida a Jesús, quien entrará en su reinado totalmente realizado. Algún día vamos a contemplar la forma en que se mezclarán y unirán el cielo y la tierra, como ya comenzaron a hacerlo en el seno de María, unión que no será total hasta el fin. Cada día, la tierra se está volviendo más encantada. Con cada hora que pasa, el reino de Dios se acerca más a su cumplimiento. Jesús viene. Nosotros vamos a participar en su venida. Toda la tierra va a participar en ella. Así que esperamos, como la prometida. Esperamos como los vigías esperan a la aurora.

«

¿Acaso nuestra conversación no sería mucho más racional que la danza?», pregunta la Sra. Bingley en Pride and Prejudice [Orgullo y prejuicio], de Jane Austen. «Mucho más racional», contesta el Sr. Bingley, «pero mucho menos parecida a un baile».12 La conversación moderna acerca del universo suena muy «racional». Pero ¿querríamos realmente que lo fuera? ¿Acaso el firmamento hace que los modernos sintamos escalofríos y nos sintamos solitarios, o nos envuelve como una manta, recordándonos una historia mayor que la nuestra propia? Yo solía levantar la mirada hacia el solitario y distante firmamento, con sus diez mil millones de galaxias y sus distancias casi infinitas, y sentirme como si me estuviera tomando el pelo. Lo detestaba. Fingía que el espacio exterior no existía. Encontraba asfixiantes las películas de La guerra de las galaxias y de Viaje a las estrellas con unas naves espaciales que parecían máquinas y que atravesaban flotando unos vacíos fantasmales. La inmensidad amorfa sin rutas del espacio exterior y sus estrellas moribundas me causaban una taciturna sensación de inconsecuencia negra y sin contenido. «Espacio de melancolía y tiempo lleno de dolor», como lo describió Wordsworth.13 En cambio, para los cristianos del pasado, los cielos tachonados de estrellas eran un colorido carnaval; unos planetas y unas estrellas que giraban y giraban en un baile. Observar el cielo nocturno era como observar las líneas de baile en los bailes de campo. Cuando los frailes o los campesinos levantaban la mirada al firmamento que colgaba sobre ellos, no estaban mirando hacia la

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oscuridad, sino a través de ella; una oscuridad como el chocolate espeso, la clase de oscuridad que es inherentemente dulce y cálida. El majestuoso e inquieto techo era como el techo abovedado de una catedral. Se acostaban boca arriba y trataban de escuchar la música de la noche; los cánticos de adoración a Dios. ¿Alguna vez has visto frescos medievales? Los cielos están llenos de ángeles, las palabras divinas fluyen en forma de rollos desde los labios de las personas, y los santos tienen sus cabezas coronadas por halos. Todo es diabólicamente oscuro, o gloriosamente dorado, y con significado. Marco Aurelio tenía el deseo de que la gente amara el universo de la manera que nosotros amamos el pueblo en el cual vivimos.14 Eso era realmente posible en la Edad Media, y también desde los tiempos de los israelitas antiguos. Su cosmos era un cosmos inundado por Dios: En sus manos están los abismos de la tierra; suyas son las cumbres de los montes. Suyo es el mar, porque él lo hizo; con sus manos formó la tierra firme. Vengan, postrémonos reverentes, doblemos la rodilla ante el Señor nuestro Hacedor. (Salmos 95.4–6) ¿Expresa este salmo algún sentimiento primitivo, o describe una ley natural más profunda y más cierta que la ley de la gravedad? Para comenzar al menos a paladear y saborear el mundo del cual los cristianos antiguos eran grandes conocedores, «los últimos encantamientos de la Edad Media»,15 tenemos que sacudirnos de encima el esnobismo cronológico del cientificismo; los prejuicios contra el pasado. Barfield, según creo, ha observado con razón que «las mentes del siglo veinte han sido llevadas a creer que, intelectualmente, la humanidad languideció durante incontables generaciones en medio de los errores más infantiles en toda clase de asuntos de crucial importancia, hasta que fue redimida por alguna sencilla máxima del siglo pasado».16 C. S. Lewis escribió en una ocasión contra esto: «Los caracteres de los planetas, tal como los

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Pero mucho menos parecido a una bola 113 concibió la astrología medieval, me dan la impresión de que tienen un valor permanente como símbolos espirituales; para proporcionar una Phänomenologie des Geistes (alemán: “Fenomenología del espíritu” – n. del t.) que es especialmente valiosa en nuestra propia generación».17 Así describió los cielos medievales como «estremeciéndose con vida, danza y ceremonial antropomórficos; como un festival, y no como una máquina».18 Imaginémonos, si lo deseas, que tú eres un monje medieval que ha salido fuera para orar. Estás tirado en medio de la oscuridad, en la altura de un paso de montaña, escuchando el viento y los ruidos de los árboles, o los solitarios aullidos de unas criaturas semejantes a los perros, y mirando hacia arriba, donde hay un firmamento al descubierto. No hay contaminación por la luz, ni sonido de carreteras distantes. Solo una pequeña distancia del éter te separa de los cuerpos celestiales del zodíaco (una palabra griega que significa «círculo de animales»). Entonces recuerdas que la Biblia dice: El Señor hizo las Pléyades y el Orión, convierte en aurora las densas tinieblas y oscurece el día hasta convertirlo en noche. Él convoca las aguas del mar y las derrama sobre la tierra. ¡Su nombre es el Señor! Él creó la Osa y el Orión, las Pléyades y las constelaciones del sur. (Amós 5.8; Job 9.9) Te estremeces al pensar que Yahvé te preguntara, como le preguntó a Job: ¿Acaso puedes atar los lazos de las Pléyades, o desatar las cuerdas que sujetan al Orión? ¿Puedes hacer que las constelaciones salgan a tiempo? ¿Puedes guiar a la Osa Mayor y a la Menor? (Job 38.31–32)

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Y recuerdas el libro de Isaías: «Yo hice la tierra, y sobre ella formé a la humanidad. Mis propias manos extendieron los cielos, y di órdenes a sus constelaciones». (Isaías 45.12) Sabes (porque eres un monje medieval que ha estudiado) que bíblicamente, la palabra traducida como constelaciones lleva la connotación de unos ejércitos vivientes, o de toda la compañía de los cielos. No estás solo. Estás viviendo en un universo que tiene pulso y latidos. ¿Acaso no sentirías escalofríos debajo de tu hábito bermejo? ¿Acaso no te arrastrarías de vuelta a tu ermita, al mismo tiempo que seguías mirando de vuelta al cielo mientras sientes una especie de sobrecogimiento? Es cierto: la forma en que los antiguos pensaban que funcionaban los planetas y las estrellas estaba equivocada. ¿Pero estaban equivocados al sentirse dispuestos a tomar la mejor ciencia de sus días, por limitada que fuera, y después coserla al tapiz de la narrativa cristiana? ¿Y si nuestro universo es valioso, no porque sea una historia que se pueda explicar, sino porque es la historia de Dios que ha sido contada siempre? Que los científicos modernos sigan aprendiendo la forma en que todo esto funciona: sus descubrimientos no tienen la posibilidad de cambiar lo que significa. Tal vez pensemos, como el regordete y aburrido de Eustace en La travesía del viajero del alba, de C. S. Lewis, que una estrella no es más que una gigante bola de gas resplandeciente. Pero recibe un regaño: «Aun en tu mundo, hijo mío, eso no es una estrella, sino solo aquello de lo que está hecha».19 Algunas veces, aquello que no podemos ver le añade belleza y claridad al relato. Los quarks y las cadenas son premisas de la física contemporánea que nadie puede ver, y que nadie espera llegar a ver. Sin embargo, le dan inteligibilidad al todo. Para los pensadores medievales, Dios era el que le daba sentido e inteligibilidad al todo. Y si hubieran conocido la existencia de los quarks y las cadenas y una galaxia heliocéntrica, habrían seguido pensando que Dios es la cla-

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Pero mucho menos parecido a una bola 115 ve de la creación. El texto de la creación era interpretado a través del texto de la Revelación. Y así, se les hacía natural integrar la ciencia con la teología. Aunque Dios es invisible, ellos estaban convencidos de que es él quien mantiene a los planetas en sus órbitas, y mantiene unido el universo; Jesús, quien es «el que sostiene todas las cosas con su palabra poderosa» (Hebreos 1.3). Y tenían razón. En la cristiandad, los burros pueden hablar, porque el mundo entero resuena con las palabras de Dios. Cada día derrama sus palabras, y cada noche revela su conocimiento. No hay lugar alguno al que podamos ir para escapar a su voz. El sol de nuestra galaxia se mueve a través del lenguaje de Dios, como alguien podría danzar en un salón de baile. La tierra es sostenida por la voz de Dios, por su canto. En Salmos 19 lo dice de manera muy explícita: Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento proclama la obra de sus manos. Un día comparte al otro la noticia, una noche a la otra se lo hace saber. Sin palabras, sin lenguaje, sin una voz perceptible, por toda la tierra resuena su eco, ¡sus palabras llegan hasta los confines del mundo! (Salmos 19.1–4) La Biblia dice que Dios creó las estrellas para que «sirvan como señales de las estaciones, de los días y de los años», e hizo el sol para que gobernara el día y la luna para que gobernara la noche (Génesis 1.14, 16). Según la Biblia, las estrellas pueden servir como indicadores, advertencias y motivos de aliento. En el libro de los Jueces, se describe a las estrellas como ángeles que pueden participar en nuestras vidas. Después de años de opresión cananea bajo el tiránico dominio de Sísara, los israelitas obtuvieron finalmente la victoria porque «desde los cielos lucharon las estrellas, desde sus órbitas lucharon contra Sísara» (Jueces 5.20). Cuando Dios creó al mundo, «cantaban a coro las estrellas matutinas» (Job 38.7). «Él determina

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el número de las estrellas y a todas ellas les pone nombre» (Salmos 147.4). Jesús, señalando hacia las estrellas, advirtió sobre lo que sucedería en los últimos días, cuando «se oscurecerá el sol y no brillará más la luna; las estrellas caerán del cielo y los cuerpos celestes serán sacudidos. La señal del Hijo del hombre aparecerá en el cielo». (Mateo 24.29–30) En Apocalipsis 1.16, Jesús sostiene siete estrellas en su mano derecha. Hay quienes entienden que estas «siete estrellas» son los siete planetas visibles; las siete «estrellas errantes».20 Cristo sostiene literalmente nuestros días. Jesús es el Señor del tiempo.21

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Capítulo 16

Un mundo bañado en Dios

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l esquema general del universo, lleno de Dios y de significado, era algo que se presuponía en la literatura y el arte de la Edad Media, en el cual la antigua astrología y la teología cristiana finalmente se unieron. Era el telón de fondo en el escenario de la vida. Le daba forma al año litúrgico de la cristiandad. Para el cristiano medieval no había nada que fuera un «espacio exterior». Al promontorio luminoso de las estrellas lo llamaba «los siete cielos». Observa el diagrama que aparece en la próxima página. Uno de mis poetas favoritos, el sacerdote anglicano John Donne, las llama «la Heptarquía, los siete reinos de los siete planetas».1 Estas siete inteligencias eran el Sol y la Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Antes de Copérnico (1473–1543), los «siete cielos» no eran heliocéntricos, sino geocéntricos. Es decir, que cada esfera era un anillo que formaba un círculo alrededor de la tierra. Eran como los anillos del tronco de un árbol, o los niveles de un edificio de siete pisos. Por encima de las esferas de los planetas, y más allá de ellas, se hallaba la esfera de las estrellas, y después, más allá de esa esfera, el Empíreo (el límite del mundus, la tierra, y el principio del cielo). Lo que era llamado el prímum móbile (literalmente, «la primera cosa móvil») era la esfera más externa, que se movía alrededor de la tierra cada veinticuatro horas, llevando consigo las esferas internas. Era conocida como «el

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amor que mueve al sol y las estrellas».2 Dios rodeaba a las esferas. Literalmente, no había lugar alguno donde poder escapar de su presencia. Ciertamente, los cielos estaban contando la gloria de Dios. Las palabras de un rabino contemporáneo expresan hermosamente esta visión antigua: «La creación es el lenguaje de Dios. El tiempo es su canción, y las cosas del espacio las consonantes de esa canción».3 Cristo es, como lo llamaba el monje medieval Odón de Cluny, «el Señor de la historia (dispósitor sæculórum)».4 Empíreo

m móbile Prímu Estrellas fijas Saturno Júpiter Marte S ol Venus curio M er una L

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Los cielos

Creados y sostenidos por Dios, los planetas le hacían resonancia a una música cósmica por medio de sus armoniosos movimientos. El universo estaba sincronizado en todos sus detalles con el

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Un mundo bañado de Dios 119 interminable cántico de Cristo, o como los filósofos antiguos lo llamaban, «la música de las esferas», la música mundana. Para Boecio, filósofo cristiano romano, la música que los humanos hacían con los instrumentos estaba enlazada con la música del alma humana y en última instancia, con la música de las esferas.5 Por consiguiente, la meta del arte es sincronizar con el universo, el cual vibra armoniosamente. La única razón por la cual nunca lo podemos escuchar, es porque siempre está cantando. Ese canto es algo que está en todas partes. Nunca lo hemos dejado de oír. La idea se remonta, a través de Agustín, a los pitagóricos: el universo tiene un orden escondido, una armonía musical, un tono secreto. Dios siempre está cantando. Los cristianos del medioevo creían que podían percibir el reinado de Dios en la realidad.6 La existencia y los poderes sobrenaturales de Dios los rodeaban por completo. Mientras que los humanos estaban compuestos por «las cuatro esencias», a las que echaremos una mirada en solo un minuto, las estrellas y los siete planetas habitaban cada cual en una esfera hecha de un quinto elemento etéreo y transparente, llamado quintaesencia, «la quinta de las esencias». Se pensaba que esta era el componente de los cuerpos celestiales, y que estaba latente en todas las cosas. Los planetas afectaban el carácter y el destino de los humanos por su influencia (del verbo latino influo, influere, «fluir hacia dentro»), que atraviesa la atmósfera de la tierra y el éter de las arterias humanas. Mientras no llevara a una adoración idolátrica, y mientras no se usara para obtener ganancias, los medievales aprobaban la astrología, e incluso la incorporaban en sus investigaciones científicas y en su teología. Los teólogos se oponían fuertemente al determinismo, la idea de que nuestra fortuna se halla escrita de manera indeleble en las estrellas. En cambio, sí creían que las estrellas podían influir sobre nosotros, algo así como creemos hoy en los desórdenes afectivos por estaciones, en los cuales la luz del sol cambia nuestro estado de humor. El concepto de las siete esferas que afectan al cuerpo humano era la medicina de aquellos tiempos. Por ejemplo, si un médico medieval se sentía perplejo en cuanto a la razón por la que su paciente estaba enfermo, atribuía su enfermedad a «la in-

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fluencia de los aires», y de aquí es de donde obtenemos hoy nuestra palabra influenza (de origen italiano). Aunque los planetas nunca eran los responsables de las acciones de los seres humanos, sí los podían inclinar hacia el vicio o la virtud, la profundidad de pensamiento o la locura, la lujuria o el amor, e incluso la idolatría o la adoración de Cristo. Estas esferas planetarias, las grandes ruedas celestiales, resplandecían con unas personalidades carismáticas que les daban calidez o frialdad a las personas, los sucesos, las plantas y los metales incrustados en la corteza terrestre. Sus influencias se movían a través del aliento que exhala la tierra, la atmósfera. «Los siete dinastas se inclinan desde el cielo y llenan literalmente el aire».7 Así, vemos que Homero escribe bellamente acerca de la influencia de Orión: A través de la espesa penumbra de alguna noche tempestuosa El can de Orión (el año en el cual pesa el otoño) Y sobre las estrellas más débiles ejerce sus rayos; ¡Gloria terrible! porque su ardiente aliento Contamina el rojo aire con fiebres, plagas y muerte.8 Se creía que los cuatro elementos —tierra, agua, aire y fuego— llenaban el cuerpo humano, y también el aire que lo rodeaba.9 Puesto que cada elemento estaba alineado con tres de los signos del zodíaco, a través de estos cuatro elementos los planetas hacían llegar hasta la tierra su dulce influencia. Se decía que el cuerpo humano contenía cuatro humores, o «humedades», las cuales estaban en relación con la atmósfera: sangre, flema, bilis (o cólera) y bilis negra (melancolía). Según cuál fuera la mezcla que hubiera en una persona, esta podía ser colérica, melancólica, flemática o sanguínea. Por eso todavía decimos en nuestros tiempos que alguien puede tener un buen temperamento o un mal temperamento; tener buen humor o mal humor. Las enfermedades, o «destemplanzas» también estaban conectadas con la mezcla de estos humores. Los medievales creían, con Hipócrates, el médico griego de la antigüedad, que el espíritu (del latín spíritus, «aliento», «vida») fluye a través de nuestras ar-

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Un mundo bañado de Dios 121 terias. Este «espíritu» era conocido también como animal (del latín ánima, «alma») y éter (del griego αἰθήρ, aither, el éter, la parte más alta y pura de la atmósfera»). Así, para Hildegarda de Bingen y para muchos otros, el ser humano era un microcosmo de un macrocosmo; una diminuta pintura del universo entero.10 Según cuál fuera la disposición de los planetas al nacer un niño, ese niño podía crecer para ser una persona digamos jovial, saturnina o mercurial. Si un niño nacía bajo Saturno, ese niño estaría predispuesto a la melancolía; si nacía bajo Venus, al amor carnal. El niño estaría en simpatía, o sería simpático con un planeta dado. Hoy en día, la mayoría de nosotros usamos palabras como disposición o simpatía, completamente desconocedores de que estamos usando metáforas astrológicas. Mi amigo Oliver me dice que la palabra hebrea mazel (‫)מּזל‬ ַָ significa «destino» o «constelación». De manera que cuando un judío dice «¡Mazel tov!», otra manera de decir «¡Felicidades!», en realidad está diciendo: «¡Que tengas buenas estrellas!». A la hora de encontrarle sentido a la danza celestial, los cristianos de la Edad Media despojaron abiertamente a los egipcios. Para ellos, los dioses paganos que gobernaban las siete inteligencias, los siete planetas, eran símbolos del Dios único y verdadero. Dios creó los planetas, y así estos reflejan los atributos divinos (amor, soberanía, belleza, poder y así sucesivamente). Así también, Dios creó siete «espíritus» (ángeles, dioses, deidades, inteligencias) para que gobernaran los siete planetas. Por eso, cuando uno levanta la vista hacia la hermosa cúpula de la basílica de Santa María del Pópolo, en Roma, ve las formas divinas de los planetas con un ángel que sobrevuela a cada una de ellas, mientras que por encima de todas ellas, en la apertura redonda central, el Dios Creador levanta sus brazos en bendición y autoridad. Hechas por el Cristo mismo, estas deidades planetarias creadas reflejan ciertos atributos de su Creador. Así como los humanos estaban sujetos a los dioses planetarios, esos dioses planetarios estaban sujetos a la vez al Dios único y verdadero. Así, Lorenzo Bonincontri, astrólogo y poeta del siglo quince, escribió: «En el principio, el Padre Todopoderoso, con el propósito de gobernar el mundo por medio de leyes, puso

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en lo alto del cielo las estrellas y los globos de los planetas. Les dio números y nombres, y les asignó una naturaleza tal que todo estaría determinado en tiempos definidos. Por medio de ellos, les dio forma a la moralidad de los hombres, y a sus cuerpos, y a toda su fortuna, sus sucesos accidentales, la vida del hombre y su día final, la secuencia de su hado y el fin de sus labores».11 Aunque la teología y la ciencia de una visión así sean dudosas, yo pienso que la idea de que las estrellas no son masas muertas, sino auxiliares de agentes del amor de Jesús y sus intenciones hacia nosotros, es un paso en la dirección correcta. Entonces, el mundo espiritual se vuelve inseparable del físico. Hasta los días de la semana estaban gobernados por las esferas, los dioses planetarios. Es una tradición que mantenemos hasta el día de hoy: El domingo (en inglés, Sunday), recibe su nombre del Sol (en inglés, Sun). El lunes recibe su nombre de la Luna. El martes recibe su nombre de Marte (Tyr era el equivalente nórdico del Marte romano; de aquí que en inglés este día se llame Tuesday). El miércoles recibe su nombre de Mercurio (Wodin era el equivalente nórdico del Mercurio romano; de aquí que en inglés este día se llame Wednesday). El jueves recibe su nombre de Júpiter (en latín, Iúppiter, genitivo Iovis; Thor era el equivalente nórdico del Júpiter romano; de aquí que en inglés este día se llame Thursday). El viernes recibe su nombre de Venus (en latín, genitivo Véneris; Frigg era el equivalente nórdico de la Venus romana; de aquí que en inglés este día se llame Friday). El sábado (del hebreo ‫שּבת‬, ָ ֵׁ Shabbat, «reposo»), conserva en inglés el nombre del dios romano Saturno: Saturday. Si quieres saber más acerca de la personalidad o influencia de cada una de estas deidades planetarias, te recomiendo fuertemente que leas Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis. El erudito literario

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Un mundo bañado de Dios 123 Michael Ward ha conectado los puntos dispares de los siete cuentos de hadas de Lewis con las siete esferas planetarias correspondientes.12 Por ejemplo, El león, la bruja y el armario expresa la influencia planetaria de Júpiter. ¿Te has preguntado alguna vez por qué Papá Noel está en Narnia? Es porque Júpiter (Jove) es «alegre y festivo; los que nacen bajo Júpiter tienden a hablar en voz alta y tener el rostro rubicundo».13 ¿Quién capta mejor el carácter alborotoso, robusto y divertido de Júpiter, que Papá Noel? Él es el que trae regalos, risa y diversión. Puesto que Júpiter es un planeta real, por eso Aslan, el león rey, llega en este libro. Aslan es el rey de Narnia que se asemeja a Cristo y también a Júpiter, y que tiene poder para hacer reyes a Peter y Edmund, y reinas a Susan y Lucy. En el Antiguo Testamento, Melquisedec es un sacerdote y rey del que se dice que es una semejanza temprana de Cristo mismo, según la carta a los Hebreos (5.5–10). Al igual que Cristo, Melquisedec se halla especialmente asociado al pan y el vino (Génesis 14.18–20; cp. Lucas 22.19–20). Lo fascinante es que el nombre de Melquisedec significa «Mi rey es justicia». Lo irónico está en que uno de los significados del nombre «Júpiter» es «justicia». Para los astrólogos de la antigüedad, como los magos que visitaron a Jesús en Belén, Júpiter era el rey del panteón romano. Júpiter era conocido por los astrónomos anteriores a Copérnico como Fortuna Major, la Fortuna Mayor, el soberano de los siete cielos. Situado entre el ardiente Marte y el frío Saturno, Júpiter es un planeta moderado y magnánimo. Júpiter era el símbolo celestial para los líderes y los dioses.14 Su metal es el estaño, cuyo brillo y solidez eran considerados espléndidos y reales antes que apareciera la industria de las conservas en lata. Es masculino, húmedo, liviano y sanguíneo. Se le asociaba con el león, el águila, el buey, el pavo real y el delfín, y con los fuertes ciervos machos, los bondadosos elefantes, los tronos, los poderosos robles, los manzanos, el clima agradable, los vientos del noroeste y del nordeste, los palacios, las cortes, los castillos de pompa y solemnidad y las fiestas. Él es el que trae los días de felicidad, la viola tricolor, la prosperidad y el gozo: «El invierno ha pasado y la culpa ha sido perdonada».15 Cuando las lluvias de la primavera barren por completo con los

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fríos y penetrantes vientos del invierno, y la viola tricolor y el gozo del verano se hallan en pleno florecimiento, es el tiempo de Júpiter. Él tiene un aspecto imponente, una forma esbelta, una complexión rubicunda, una frente alta con un pelo castaño espeso y suave, y barba.16 Su risa es como el estruendo de fuertes trompetas, su susurro es como estandartes que ondean con el viento, y sus lágrimas como olas que se estrellan contra las rocas. C. S. Lewis animaba a sus lectores a imaginarse la realeza de Jove como la de un rey en paz en el Gran Salón, con las mejillas sonrosadas, una cara que manifiesta valentía y el aspecto de quien no teme nada, grueso y feliz.17 Su ángel es Zadquiel, el arcángel de la libertad y la misericordia, y el ángel patrón de todos los que perdonan. En la tradición rabínica judía, se dice de Zadquiel que es el ángel que impidió que Abraham sacrificara a su hijo Isaac. Jove gobierna sobre el clero, los órdenes más elevados de estudiantes de leyes y los oficios artesanales relacionados con la lana. Su influencia sobre los mortales es el júbilo, la moderación y el buen humor. En la Comedia de Dante, los príncipes justos y con discernimiento entran en la esfera de Júpiter. El Jove Festivo representa un tiempo de paz y de gozo, en el cual «el invierno se ha ido, y con él han cesado y se han ido las lluvias» (Cantar de los cantares 2.11). Cuando no se le recibe bien, la influencia de Jove puede hacer que las personas se conviertan en tramposos y borrachos comunes, los cuales, aunque descuidados e imprevisores, nunca pierden por completo la buena opinión que tienen de ellos sus amigos. Serán objeto de muchos chistes. A simple vista, sin telescopio, Júpiter tiene un resplandeciente destello blanco. Este planeta aún se está enfriando desde que fue formado, y el calor alimenta sus deslumbrantes nubes y su fuerte campo magnético. Visto a través de un telescopio, su superficie, que no es sólida, presenta sobras siempre cambiantes de color castaño, bronceado, amarillo, anaranjado y azul gris. Todos los planetas interiores de nuestro sistema solar son rocosos y pequeños, pero desde Júpiter hacia el exterior, los planetas son grandes y gaseosos, y tienen sus propias lunas y sus propios anillos. El planeta se mueve con lentitud; necesita doce años de la tierra para completar su

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Un mundo bañado de Dios 125 órbita alrededor del sol, lo cual significa que emplea casi un año en pasar a través de cada una de las constelaciones del zodíaco. Entonces, para los seguidores de Cristo del medioevo, el jueves es un día para recordar que estamos al servicio del Gran Rey, cuyo reino se encuentra sumamente cercano. El día nos recuerda que debemos reflexionar sobre la forma en que la gloria de Dios se refleja en los poderosos robles, los fuertes leones y los bondadosos elefantes. Todo lo que es de la realeza, del sacerdocio y de las fiestas, todo lo que se parece a Papá Noel, todo lo que tiene corazón de león, todo lo que es dorado, bondadoso y bueno, en estas cosas pensemos.

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o no me dedico a los horóscopos ni a la astrología. Pero me siento mucho menos orgulloso de lo que solía ser. Me monté sobre mi burro imaginario en busca de aventuras ecuestres, solo para descubrir que soy yo el que he sido un burro. La modernidad ha hecho de mí un tonto. «La presencia de los dioses en el mundo pasa inadvertida para aquellos hombres que no creen en los dioses».18 He sido como Balán. He estado ciego a la vida de Dios que me rodea; he sido demasiado orgulloso para mirar debajo de las piedras o a través de un telescopio en busca de algo espiritual. Nunca se me había ocurrido que los querubines, y los serafines, y los demonios, y Dios mismo, están en todas partes. «Digo que en todo tiene vuestra merced razón», dice jadeante Sancho, el corpulento escudero, en el Don Quijote de Cervantes, «y que yo soy un asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en mi boca».19 No; yo no estoy metido en la magia negra ni en los horóscopos, pero sí estoy dedicado a abrirle campo a Dios para que limpie por completo nuestras vidas. Quiero conocer a Jesús, servirlo y deleitarme en él. Quiero parecerme a él. Y cuando miro al mundo que me rodea, quiero ver el gozo y el amor de la Trinidad que refleja: en los planetas que caminan alrededor de las estrellas, en las mareas y las estaciones, en una mujer encinta, en los átomos y las moléculas. Quiero entrar en la danza del cosmos que Cristo echó a andar cuando lo hizo. Y pienso que la síntesis medieval es una útil herramienta para limpiar la casa; para poner todas las cosas en el lugar que les corresponde delante de Dios.

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Creo que es esta trascendencia llena de color y poética la que Balán el científico se está perdiendo. No te estoy pidiendo que creas en nada de esto. Solo te estoy pidiendo que aprecies su belleza y su valor imaginativo; que te deleites en su aroma. Al hacerlo, tal vez aprendamos por medio de ese deleite de qué manera nos debemos acercar a nuestro mundo y valorarlo. El cambio de humor es sutil, pero lo transforma todo por completo.

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Capítulo 17

El amor que mueve a las estrellas

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oy en día es muy probable que podamos oír decir a alguien de una manera aburrida y flemática: «Si sacudes un manzano, se caen las manzanas», como si una idea llevara de manera natural a la otra. Pero bajo la antigua visión sobre el cosmos, la gente podría decir con Josué: «Griten y toquen las trompetas, y las murallas de Jericó se derrumbarán». Sin embargo, ellos no lo decían como si se tratara de una realidad necesaria, un efecto obvio de una causa; para ellos era una maravilla, algo que valía la pena contemplar. Nunca se habrían imaginado que su teoría acerca de la conexión entre las trompetas y el desplome de las murallas fuera una ley fija, de la manera en que la gente de hoy se imagina la conexión que hay entre sacudir un manzano y que caigan las manzanas, como una ley incuestionable. Para la mente medieval, las teorías solo eran esfuerzos por salvar las apariencias, no datos sólidos. Pero la gente contemporánea, al menos cuando se trata de sacudir manzanos y ver caer las manzanas, «siente que porque una cosa incomprensible sigue constantemente a otra cosa también incomprensible, las dos juntas forman de alguna manera algo comprensible», como observaba G. K. Chesterton. «Dos adivinanzas negras forman una respuesta blanca».1 ¿Es de maravillarse que la gente moderna no crea que la burra de Balán pudiera hablar? Nuestro culto a los datos y las leyes no deja lugar para el misterio ni la magia; no deja lugar para Dios.

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La cristiandad nos invita a gozar con las maravillas de la creación. Pero la creación no es maravillosa si fingimos que es sensible. Si consideramos a un burro como algo obvio, que solo sirve para tirar de algo y acarrear cargas, no nos podremos maravillar ante él. «¿Has viajado hasta las fuentes del océano, o recorrido los rincones del abismo?», le preguntó Dios a Job. «¿Te han mostrado los umbrales de la muerte? ¿Has visto las puertas de la región tenebrosa? ¿Tienes idea de cuán ancha es la tierra?» (Job 38.16–18). «Esta sencilla sensación de asombro ante la forma de las cosas», escribió G. K. Chesterton, «y ante su exuberante independencia con respecto a nuestras normas intelectuales y nuestras triviales definiciones, es la base de la espiritualidad... Sacar el alma de las cosas con un silogismo es algo tan imposible como pescar al Leviatán con un anzuelo».2 La idea de siete armoniosas esferas girando alrededor de la tierra ya no es creíble. Ahora sabemos que nuestro sistema solar gira en el borde exterior de una galaxia espiral. Los adelantos en la instrumentación nos han ayudado a espiar dos planetas más, tres si se incluye a Plutón (fue clasificado como «planeta enano» en 2006). Urano fue descubierto en 1781, y Neptuno en 1845. Ahora sabemos que estos planetas giran alrededor del sol, el cual no es un planeta, sino una estrella de tamaño y edad medianos. Nuestra luna es el satélite de la Tierra, y no un planeta. En un sentido, el cosmos medieval no es cierto. Pero en otro sentido mayor aún, sí lo es. Está en lo cierto en cuanto a dar por sentado que no hay división entre las cosas naturales y las sobrenaturales, en creer las palabras de Jesús según las cuales el reino de Dios está cerca de nosotros. Todo está conectado; nada queda fuera. Las personas no siempre se percibían a sí mismas como «objetos» dedicados a analizar un «ambiente», sino como criaturas dentro de la creación. ¿Cómo pudieron hacerlo? El sistema solar les corría por las venas; influía en su destino; les daba forma a las temporadas de la siembra, la cosecha y el barbecho, y le daba forma también a su adoración. Formaban parte de ella.

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uando las personas del medioevo razonaban, participaban en un razonamiento divino que les venía a través del orden creado. Para nuestros antepasados, el significado procedía de fuera de la

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El amor que mueve a las estrellas 129 persona. Estaba fuera de la bioquímica del cerebro. En otras palabras, el conocimiento era un don; era moneda prestada. Por eso, por ejemplo, para la mente medieval nadie podía ser un genio. «Genio» es la misma palabra que identificaba al espíritu auxiliar que estaba presente a lo largo de toda la vida de la persona, como un ángel custodio (δαίμων, daimon, el espíritu patrono de una persona, es la vieja palabra griega que conlleva el mismo significado que la palabra latina correspondiente: genius). Se creía del poeta que estaba «poseído» por un dios o un ángel que hablaría a través de sus labios. Así, nuestra palabra inspiración (del verbo latino inspirare) significa «respirar hacia dentro, o soplar hacia dentro de algo». Esta inspiración era respirada a través del poeta, únicamente cuando las musas querían, y solo en momentos y lugares especiales. Por eso es notorio que los escritores han sido meticulosos en cuanto a los lugares donde van para «invocar» a las musas. Retirarse a su estudio personal, o salir a caminar armado de papel y lápiz era ascender al monte Parnaso, el hogar de las musas. Algunas veces ellas guardaban silencio, pero cuando cantaban, el poeta se perdía dentro de aquel viento divino. Así también el teólogo se somete en oración al Espíritu Santo. Así también los médicos y los estudiantes de las ciencias naturales buscaban el conocimiento como un don. En el siglo tercero, Plotino estaba convencido de que «las artes no se limitan a imitar lo que ven (en la naturaleza), sino que ascienden de nuevo a esos principios de los cuales se deriva la naturaleza misma».3 El genio viene de fuera. Descubrir es destapar o revelar. Inventar es hallar. Así que los hombres del medioevo no creían que los seres humanos fueran los creadores de la verdad, la belleza y la bondad; creían que los humanos solo podían encontrarlas; destaparlas. Pero entonces el modernismo viró al revés la manera de pensar. Apartamos nuestra vista del cosmos interno para ponerla en el ser humano personal. Cada vez nos fuimos volviendo menos parte de la creación, y más espectadores de nuestro «ambiente».4 Este desprendimiento, aunque sea cierto que tiene raíces en el platonismo y en el pensamiento aristotélico, era algo ajeno a los doctores y los laicos medievales. Los ciudadanos de Atomolandia hablan ahora

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de la Naturaleza donde los pensadores medievales habrían usado la palabra Dios. «¿Entonces, de dónde surge la capacidad para la creación artística?», pregunta Edward Wilson. «No de la fría lógica basada en los hechos. Tampoco de que Dios haya guiado el pensamiento de Milton, como creía el propio poeta. Tampoco hay evidencia alguna de una chispa única que enciende un genio como el que se evidencia en el El paraíso perdido». Wilson llega a la conclusión de que la inspiración procede de «las reglas epigenéticas biológicamente evolucionadas que los guiaron».5 El modernismo también le abrió el camino a una percepción nueva y glorificada del yo, la confianza en sí mismo y la conciencia de sí mismo. Unas palabras que solían describir el mundo exterior se convertirían en expresiones del mundo interior; palabras como aversión, agitación, coacción, desilusión, insatisfacción, vergüenza y emoción. Las personas comenzaron a pensar que el genio brotaba de su interior, y no de fuera de ellas. Comenzaron a pensar que lo correcto era correcto porque ellas pensaban que lo era, como si fueran ellas la norma y el medio de la verdad. Recuerda que ni siquiera la razón puede ser razonable, si es el resultado de los cambios al azar que van haciendo los electrones a través del tiempo. El individualismo del modernismo nos ha dejado a todos sin poder confiar en nada, más que en nosotros mismos. Esto es lo que resulta tan importante con respecto a la síntesis medieval: comprendía que la verdad no procede de nuestro interior, sino que procede de fuera de nosotros. Aunque la verdad llena el cosmos, es una verdad más grande que el cosmos. No creían que eran ellos los que inventaban la verdad ni el significado de algo, sino que los descubrían. Creaban comunidades y tendían al asombro y a la adoración. Por encima de los gritos de los campesinos, del crujido y el paso de las carretas de bueyes, de los rebuznos de los burros y del repiqueteo de las cazuelas y las sartenes, el oído medieval podía escuchar el zumbido de un universo que cantaba las alabanzas de Dios. Mientras los científicos no se hagan críticos de los fundamentos teóricos de sus propias disciplinas y desarrollen una teoría epistemológica adecuada a la naturaleza de la creación de Dios, estarán

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El amor que mueve a las estrellas 131 aplazando indefinidamente la cuestión de la verdad. A pesar de todas las cosas en las que se equivocaron los medievales en un nivel pragmático, su postura centrada en Cristo en cuanto al conocimiento, su disciplina epistemológica, es elogiable para nosotros. Para ellos, aprenderlo todo, desde el cuerpo humano hasta los planetas de nuestra galaxia, era una manera de creer mejor y de amar más a Dios. Para el cristiano, la verdad máxima se encuentra en Cristo Jesús (Juan 14.6; 17.17–19; Romanos 15.8). Él le ha dado autoridad a la Iglesia para que dé testimonio de él (Efesios 4.11). ¿Pero cómo encuentra la Iglesia qué es cierto y después lo asimila con el fin de poderlo proclamar con autoridad? En las Escrituras es imposible pensar en la verdad (άλήθεια, alétheia) fuera de la constancia de Dios, su providencia y su redención.6 La verdad no es un valor abstracto, sino la historia viva de la salvación de Jesucristo, el Hijo de Dios e hijo de María. Por tanto, descubrimos la verdad, no solo a través de procesos intelectuales, sino también a través del arrepentimiento. «La verdad no es lo que nosotros pensemos y digamos, sino lo que Dios ha hecho, hará y está haciendo», escribió Karl Barth.7 Podríamos bautizar todos los pensamientos humanos buenos y útiles dentro de la historia de Dios que se desarrolla continuamente; desde las creencias sobre Jove hasta la creencia en el átomo, pero sin el amor por Jesús, van a carecer de valor casi por completo. Para los cristianos, la epistemología en realidad es Cristología: Jesús le da forma a nuestra manera de conocer. El mundo entero se vuelve inteligible por medio de la encarnación, en la cual la humanidad entraría en comunión con aquel en el cual todas las cosas se resumen, y en el cual todas las cosas son redimidas. Cuando la manera en que conocemos es también la manera en que amamos, nos abrimos a la posibilidad de la sabiduría (σοφία, sofía); comenzamos a entrar en el carácter de Dios en Cristo, «en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Colosenses 2.3; cp. Romanos 11.33; Efesios 3.10; Santiago 3.17). Él es, citando de nuevo al viejo poeta, «el amor que mueve al sol y las estrellas».8 Cuando entramos en el mundo inundado de amor que la cruz de Cristo abre para nosotros, no hay

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nada —absolutamente nada— que pueda escapar de la épica historia de la salvación de Dios. Está escrita en el cielo, y está escrita en nuestros corazones. Tal vez te estés preguntando hacia dónde se dirige todo esto exactamente. ¿Por qué hemos estado cabalgando alrededor de la cosmología medieval como caballeros sobre un burro y con la mirada puesta en las estrellas? ¿Qué tiene que ver nada de esto con nuestro mundo moderno, un mundo de audífonos recomendados por Dr. Dre y de zapatos para aventuras; un mundo de salchichas Oscar Mayer y tiendas de campaña hechas de nylon. ¿Qué le pueden ofrecer los rollos y los libros encuadernados a mano del antiguo cristianismo a un mundo inundado de peticiones por Facebook, inmensos televisores con LCD, Wi-Fi y HD, y una corriente interminable de mensajes de texto? Podemos aprender de ellos. Nos enseñan a creer mejor. Aprender a deleitarnos en el cosmos antiguo nos equipa para comprender mejor a nuestro mundo y nuestra vida siguiendo el rastro de la encarnación.

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Quinta parte

La santificación del tiempo En la cual nuestro burro llega renqueando hasta un establo de Belén. Un pagano profetiza el nacimiento de Jesús, y otros paganos usan la astrología para hallar al Mesías. Suenan las viejas campanas de las iglesias. La liturgia y el calendario eclesiástico pueden convertir nuestra vida en una continua oración. Comenzamos a entrar en la zona del tiempo de Dios.

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«¡Levántate y resplandece, que tu luz ha llegado! ¡La gloria del Señor brilla sobre ti! —Isaías 60.1 Oh Señor y Rey de los ejércitos celestiales, Dios de Abraham, Isaac y Jacob y todos sus justos descendientes: Tú hiciste los cielos y la tierra, con todo lo que hay en ellos... Todos los poderes de los cielos cantan tus alabanzas, Y tuya es la gloria por los siglos de los siglos. —Oración de Manasés

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Capítulo 18

Arde el tronco de Navidad

¿

Sabías que faltó poco para que los puritanos extinguieran la celebración de la Navidad? Ellos consideraban que las ruidosas fiestas, la abundancia de comida y bebida y la alegría saturada de cerveza de la temporada de Navidad eran demasiado terrenales y paganas. En 1643, el parlamento inglés llegó incluso a proclamar ilegal la observancia de la Navidad. Durante doce tristes años, la Navidad pasó por Inglaterra sin música ni danzas, banquetes ni bebidas. Cuando el Mayflower zarpó con rumbo al continente americano, trajo consigo sus sentimientos puritanos contrarios a la Navidad. En 1659, el tribunal general de Massachusetts ordenó una prohibición de la Navidad, imponiéndole una multa de cinco chelines a todo el que celebrara el nacimiento de Cristo. Gracias a Dios, esta disposición fue anulada en 1668, y el tronco de Navidad arde de nuevo. La mayoría de los historiadores coinciden en pensar que Jesús no nació en una de las frías noches invernales de Judea. Entonces, ¿por qué celebramos el nacimiento de Cristo el 25 de diciembre? La respuesta tiene que ver con el solsticio de invierno, el día más corto del año, que cae cerca de este día. En la Babilonia de la antigüedad, la fiesta del hijo de Isis (la diosa de la naturaleza) se celebraba el 25 de diciembre. Era un día de grandes fiestas y de entrega de regalos. En la antigua Roma, celebraban la Saturnalia, una fiesta en honor

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de Saturno, el dios de la agricultura. Poco después, en el primer día de enero, observaban las Calendas de enero, que celebraban la victoria de la vida sobre la muerte. Durante esos días, unos grupos de cantantes disfrazados llamados mimos iban de casa en casa divirtiendo a sus vecinos. Hoy a esto lo llamamos cantar villancicos. Mientras tanto, los paganos del norte de Europa celebraban su propio solsticio de invierno, al que llamaban Yule. La palabra yule significa «rueda», su símbolo para el sol. El 25 de diciembre celebraban el nacimiento de Mitra, el dios sol. Según él crecía, los días se iban haciendo más largos y cálidos. Se quemaban grandes troncos de Yule en su honor. Las bayas del acebo eran la comida preferida de los dioses. El muérdago también era una planta sagrada, y la costumbre de darse un beso debajo de la rama de muérdago comenzó como un rito de fertilidad. Las ramas de plantas coníferas representaban también la fertilidad, y por esa razón era frecuente que estuvieran presentes en las bodas. Durante los fríos inviernos se llevaban este tipo de árboles a las casas con el fin de recordar que las cosechas volverían a crecer. En esta estación llena de oscuridad, era costumbre encender velas para animar al dios sol a renacer. En un momento genial al estilo de la colina de Marte, el papa Julio I, en el año 350, declaró que el nacimiento de Cristo se celebraría el 25 de diciembre. Cristo era el Sol verdadero, que murió y nació de nuevo, el verdadero Creador y Sustentador del universo. Era lo real, de lo cual los demás dioses solo eran sombras. Así, los romanos paganos pudieron bautizar, por así decirlo, sus antiguas fiestas, convirtiéndolas en la verdadera fiesta de Cristo. La primera noticia que se tiene de que se haya decorado un árbol de hojas perennes para una celebración de Navidad procede de Alemania, en el año 1521. ¿Nos debería molestar que el día de Pascua de Resurrección, la principal festividad del año eclesiástico, se llame Easter en inglés, por Eostre, la diosa teutónica cuyo nombre está asociado a la primavera, el crecimiento y la fertilidad? ¿Está bien que el cristianismo haya hecho incursiones en la antigüedad grecorromana y en el folclore germánico para incorporar mitos paganos a sus tradiciones y su calendario? ¿Está bien que Chaucer, y Spencer, y Milton, y

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Arde el tronco de Navidad 137 Donne, y Shakespeare usaran dioses clásicos para describir cualidades del único Dios Trinitario y verdadero? Antes que nos avergoncemos ante la mención del calendario terreno–espiritual usado por el cristianismo del medioevo, de sus «dioses» y «diosas» y su «magia», debemos recordar que Atomolandia tiene sus propios dioses y su propia magia y sus calendarios. Todo lo que sucede es que son dioses y calendarios materialistas y secularizados. La idea moderna acerca de la forma en que funciona todo en el universo es una idea de medicina, centros comerciales, personalidades autónomas y maquinarias. No hay magos a los pies de Jesús. No hay ninguna estrella resplandeciendo en Belén. No hay milagros. Pero la iglesia medieval no era mágica por estar llena de campesinos que vivían en la ignorancia, la miseria y la superstición. La alegre y escuálida Europa de tiempos antiguos era mágica porque creía que Jesús es el Señor de todas las cosas, y no solo de algunas. Hasta de las estrellas mágicas. Hasta de los dioses paganos. Hasta de Aristóteles y del teorema de Pitágoras. Hasta de los cultos romanos y del norte de Europa. Pablo llega incluso a decir en su epístola a los Romanos que por medio de las estaciones, y las estrellas y las cosechas y los árboles es como podemos conocer a Dios. «Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa» (Romanos 1.20). Esto se debe a que el mundo y todo lo que en él hay, es del Señor. Debemos recordar que la palabra inglesa heathen (pagano) significaba originalmente «del heath, esto es, del campo», y que la palabra latina paganus (pagano) significaba originalmente «campesino, habitante del campo». En la literatura y el arte de la cristiandad, «los dioses son Dios de incógnito, y todo el mundo sabe ese secreto».1 La Navidad es una época en la cual recordamos el momento en que se alineó el universo entero y Dios se hizo hombre. En el mundo entero, los cristianos encienden velas, envuelven regalos, se reúnen alrededor de árboles de Navidad llenos de luces y cantan alabanzas a Jesús recién nacido. Volvemos a contar la antigua historia

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de María y José y del milagroso nacimiento de nuestro Salvador. Nos maravillamos ante los ángeles que cantaron para los pastores y ante la estrella que guió a los magos hasta la casa de Belén donde estaba el niño con su madre. El nacimiento de Jesús es motivo de gozo, es algo infantil. Y por eso, a pesar de los años de publicidad y de sentimentalismo, la Navidad sigue siendo un día de fiesta para hacer bromas, regocijarse; el carnaval, el festival: un día para celebrar la llegada del Rey.

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Capítulo 19

Una estrella en Belén

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n medio de la melancolía de diciembre, Minneapolis está cubierta por una espesa capa de nieve que silencia los ruidos de la ciudad y congela los techos de las casas. El tráfico es horrible. Las calles están llenas de una nieve sucia y medio derretida que nunca parece desaparecer. Puede llegar a hacer tanto frío que duele respirar. En realidad, a mí me gusta que la columna de mercurio descienda (¿lo puedes creer?). Encuentro una extraña satisfacción en rascar mi parabrisas para quitarle el hielo. Me encantan las franelas, y las botas y los calzoncillos largos. Cuando el invierno nos está pisando los talones y las predicciones del tiempo amenazan con nevadas, el menú local está repleto de cervezas negras, oscuras y alemanas para beber. Las tiendas se llenan de arcos hechos con ramas de pino recién cortadas y de villancicos. Hasta me encantan Papá Noel, Rudolph y todos los demás renos. Sin embargo, este año traté de barrer la paja que cubre nuestras escenas usuales de la natividad para poner al descubierto un piso que se nos olvida que está allí. Todo lo relacionado con la historia de Navidad —desde la encarnación hasta los magos montados en sus camellos— ilustra con claridad la coherencia de la creación y la unidad del conocimiento en Cristo, y de una forma que yo nunca me habría imaginado. Aquí vemos algo que parece como si fuera que Dios mismo estaba saqueando a Egipto cuando captó la atención de unos astrólogos paganos usando una estrella.

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Cuando eché a un lado los regalos envueltos y las suposiciones previas modernas, descubrí no solo estiércol, querubines y serafines, sino también el zodíaco grabado a través del piso, lo cual al principio me incomodó de verdad, porque yo siempre había asociado la astrología con el vudú de los hippies, el ocultismo y esos cursis horóscopos que aparecen en la parte de atrás de las revistas. Pero cuando ensillamos nuestros proverbiales burros y tomamos el sendero de vuelta a los oscuros bosques de la historia, puede ser muy útil pensar en la astrología más de la manera que pensamos hoy en la astronomía. Históricamente, la astrología solo es una rama más de la ciencia; «el estudio de las estrellas». De hecho, es el origen de la ciencia misma. Imagínate una comunidad muy antigua de astrólogos persas llamados magos, escudriñando los cielos, generación tras generación. ¿Qué clase de aberración celestial habría sido lo suficientemente única para captar su atención? ¿Qué habría podido impulsar a estos eruditos en buena posición económica a lanzarse a un peligroso y difícil viaje hasta el remoto poblado de Belén? La respuesta tiene que ver con Balán y su burra parlante. ¿Recuerdas al rey moabita que mandó llamar a Balán para que maldijera a los israelitas? Este rey se llamaba Balac. Hay numerosos paralelos que relacionan la historia del rey Balac y Balán con la visita de los magos. El rey Balac era natural de la misma tierra que la familia del rey Herodes. Balán frustró sus planes para destruir a los israelitas, así como los magos destruyeron el plan de Herodes para destruir a Jesús. Balán habló de una estrella que simbolizaría el nacimiento del Mesías, así como los magos hablaron también de una estrella que anunciaba el nacimiento del Rey de los judíos. En Números 24.16–17 Balán profetizó que el Mesías sería revelado por una estrella real: Palabras del que oye las palabras de Dios y conoce el pensamiento del Altísimo; del que contempla la visión del Todopoderoso, del que cae en trance y tiene visiones: Lo veo, pero no ahora; lo contemplo, pero no de cerca.

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Una estrella en Belén 141 Una estrella saldrá de Jacob; un rey surgirá en Israel.1 Los cristianos siempre han creído que un acontecimiento celestial reveló el nacimiento de Cristo, y durante miles de años se ha creído que la profecía de Balán predijo la estrella mesiánica. En el evangelio de Mateo leemos: «Después de que Jesús nació en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, llegaron a Jerusalén unos sabios procedentes del Oriente. —¿Dónde está el que ha nacido rey de los judíos? —preguntaron—. Vimos levantarse su estrella y hemos venido a adorarlo» (Mateo 2:1, 2, cursiva del autor). No es probable que una estrella brillara «directamente encima» del lugar donde Jesús estaba en Belén. Tampoco es probable que los magos siguieran a un cometa, porque en aquel entonces, se pensaba que los cometas (κομήτεις, kometeis, «estrellas con cabellera larga») prevenían desastres, típicamente, la muerte de un rey. La palabra que usa Mateo para referirse a la estrella es la palabra griega aster, «estrella». La aceptación universal de la que gozaba la astrología queda atestiguada por el hecho de que a estos astrólogos se les permitió tener una audiencia con un rey, y que no le preguntaron al rey Herodes si había nacido un rey, sino que audazmente (y corriendo peligro) le informaron que había nacido otro rey. Lo que es más digno de consideración aún es el hecho de que Herodes creyera sin dudar su relato sobre una estrella real en la constelación de Judea. Cuando Herodes oyó su observación, «se turbó, y toda Jerusalén con él» (Mateo 2.3). Si, como me pasa a mí, tú no sabes mucho de astronomía, tal vez te sea algo difícil seguir lo que estaba sucediendo. Cuando los magos dijeron: «Vimos levantarse su estrella», se habrían estado refiriendo al orto helíaco de la estrella; esto es, su primera aparición por el horizonte, haciéndose visible en el cielo. En Hebreos, la palabra traducida como «este» también significa «el orto, o levante». Mateo 2.1 estaría mejor traducido así: Vimos su estrella en el momento de su levante». Júpiter, un planeta real, se alineó con Aries (que era la constelación de la Judea) en la primavera, cuando el Mesías judío prometido iba a nacer. Es decir, que los magos viajaron en dirección oeste, siguiendo «una estrella en el este». Estos astrólogos persas siguieron los augurios

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y las pistas de la astronomía de sus días, directamente hasta el Dios Encarnado. ¿Nos deberíamos encoger de temor ante esto? ¿Realmente brilló una estrella sobre Belén, sobre Jesús, el Mesías profetizado? Como Balán, estos astrólogos eran paganos. Fueron los primeros gentiles que adoraron a Jesús, y nosotros celebramos la gloria de Dios en su historia cada vez que llega la fiesta de la Epifanía. ¿Debemos creer realmente que una profecía pagana acerca de unos presagios celestiales se hizo realidad en la encarnación de Jesucristo, y que unos astrólogos paganos usaron la astrología para ir a adorarle? Hay quienes insisten en que Dios no usa recursos externos (pecaminosos o seculares) para cumplir su voluntad; más aún, Atomolandia dice que la creación es una masa amorfa y sin vida. Pero las Escrituras están repletas de menciones de Dios, no solo creando y sustentando a la creación, sino también empleándola a su servicio. Y si Dios ha podido usar al faraón, un diluvio, hambres y hasta ranas, también Dios puede hablar a través de cualquier cosa —desde los burros hasta los planetas— y usar cualquier cosa, desde la ciencia hasta la mitología, para hacer que se cumplan sus planes. Toda verdad es verdad de Dios, aunque venga de un lugar inesperado, como las bendiciones y las profecías de Balán. Imagínate a Jesús acostado en el pesebre cuando solo era un bebé. Mientras Dios y las ropas que lo envolvían se acurrucaban en aquel comedero para animales, el fuerte aroma y la dulzura terrena de los animales, el heno, los humanos y Dios se entremezclaban en un mismo lugar. Dios y los ingredientes naturales en una armonía perfecta. Todo el universo alineado. Hasta las estrellas participaban. El proyecto que Jesús comenzó cuando habló, trayendo a la existencia nuestro universo, estaba comenzando a cumplirse. Las profecías, las estrellas, el nacimiento virginal de Jesús: todos estaban entretejiendo el relato de la redención. Cuando Dios se encarnó, participó todo el universo; hasta las estrellas; hasta unos paganos que aún no habían oído hablar de él. Oh, estrella maravillosa, Estrella de la noche, Estrella resplandeciente con una belleza real Que guías hacia el oeste, aún continuando, Guíanos a tu perfecta luz.2

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Capítulo 20

En el año de nuestro Señor

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asta donde yo sé, es esta unidad, la síntesis divina y mundana del establo de Belén, la que enfoca de manera tan radical la encarnación. La encarnación establece las condiciones para los milagros y para los burros parlantes, un mundo rico en significado e historias de salvación. Cuando leo la historia de la Navidad, recuerdo continuamente que toda la tierra gime realmente a causa de nuestro pecado; la naturaleza está realmente ansiosa, a la espera de que los planes de Dios se cumplan en nosotros (Romanos 8.19–22). La encarnación, Dios haciéndose hombre, nos recuerda constantemente que no podemos ser gnósticos dualistas; gente que cree que la materia es mala y que lo espiritual es bueno, y que los dos nunca se combinan. Cristo los combina. Los combina en el Génesis, y los combina en la encarnación. El mundo físico es lo suficientemente bueno para Dios, porque fue Dios quien lo hizo. Se convirtió en él. No podemos pensar que el cuerpo o creación de Dios sea malo. La creación de Dios es hermosa; de veras. Hasta las estrellas tienen su parte dentro del plan de Dios. Son más bien señalizadores y testigos de su gloria manifiesta. «Porque desde la creación del mundo las cualidades invisibles de Dios, es decir, su eterno poder y su naturaleza divina, se perciben claramente a través de lo que él creó, de modo que nadie tiene excusa» (Romanos 1.20). Yo solía pensar que Pablo quería decir algo al estilo de «La belleza de

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Dios resplandece en las puestas de sol». Pero estoy comenzando a comprender que este versículo, lo que realmente dice es que Dios tiene unas cualidades invisibles que nos revela a todos los seres humanos, y no solo a los cristianos, por medio de su creación visible. Todo lo que ha sido hecho lleva su marca; su sello original de aprobación. «Del Señor es la tierra y todo cuanto hay en ella» (Salmos 24.1). Dios es tan evidente en la creación, que nosotros no tenemos excusa alguna para no tropezarnos con él. En cuanto a las fechas anteriores y posteriores al nacimiento de Jesús, la mayoría de los cristianos no hacemos alarde del uso de las iniciales a.C. y d.C. como si fuéramos imperialistas cristianos. Sencillamente creemos que Jesús es el Cristo de Dios y que es el Creador y Sustentador de los tiempos. Toda historia, o bien lleva a Jesús, o señala en el pasado a Jesús. El calendario cristiano lo fecha todo alrededor del momento del nacimiento de Jesús, puesto que toda la historia tiene que ver con él. Por eso los cristianos insistimos en decir cosas como «en el año de nuestro Señor Jesucristo», o simplemente, «después de Cristo», en lugar de usar la acicalada y «neutral» frase «Era Común». Cristo es el Señor de todas las cosas, y no solo de algunas de ellas. Él llena nuestro tiempo. El tiempo existe, porque Dios existe. Él es el punto de referencia. Anno Dómini. En el año del Señor Jesucristo. En sus cartas, Pablo dice la frase «en Cristo» en más de cincuenta ocasiones: debemos vivir en Cristo, descansar en él, florecer en él. Jesús reordena nuestra historia, nuestros calendarios, nuestras agendas. Entonces, para los cristianos, que creemos que Cristo lo cambia todo en el universo y en la historia humana, tiene perfecto sentido el que contemos los años hacia delante y hacia detrás a partir de Cristo. Así, el calendario es la proclamación ontológica de la cristiandad con respecto al universo. Aunque no siempre seamos capaces de ver el «cuadro general, podemos vivir en la seguridad de que la historia del mundo entero señala hacia «el día del Señor» o «el reino de Dios». En el Dios Uno y Trino, la historia tiene sentido y dirección.

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i amigo Oliver me dice que el concepto hebreo sobre el tiempo era que se trataba de una realidad divina. Cuando los antiguos hebreos despojaron a Egipto, transformaron las festividades agrícolas en festividades espirituales. La Pascua era originalmente una fiesta de primavera que comenzaba en la primera luna llena después del equinoccio de primavera, pero para los israelitas se convirtió en un tiempo dedicado a celebrar su éxodo de Egipto. El antiguo festival celebrado al final de la cosecha del trigo, la Fiesta de las Semanas, se convirtió en una celebración del día en el cual habían recibido la Torá en el monte Sinaí. El antiguo festival de la cosecha se convirtió en la Fiesta de los Tabernáculos para conmemorar que los israelitas habían habitado en barracas provisionales mientras deambulaban por el desierto. La historia de la redención de Dios estaba entrelazada con los ciclos de la naturaleza. Por ejemplo, la Pascua y la Fiesta de los Tabernáculos también coinciden con la luna llena. En el hebreo del Antiguo Testamento, qadosh significa «santo». Se utiliza esta palabra por vez primera, no para crear un monte santo, ni un templo santo o un manantial santo, sino para santificar el tiempo: «Dios bendijo el séptimo día, y lo hizo qadosh» (Génesis 2.3). En el Antiguo Testamento, la santidad del tiempo precede a la santidad del espacio. La idea cristiana medieval sobre el tiempo está edificada sobre una antigua idea judía sobre él. Leemos en el Génesis que Dios hizo el mundo en seis días, y que en el séptimo día «descansó». Esto no significa que Dios se tomara unas vacaciones. Durante seis días, Dios hizo los cielos y la tierra para su propio disfrute. En el séptimo día, cuando había terminado su obra, entró en ella. La creación es el templo de Dios, un lugar en el cual él vive. Así, desde el punto de vista judío, el shabbat no es un día para la pereza. Es una oportunidad para saborear el tiempo desde una perspectiva distinta; para meter el tiempo humano dentro del tiempo de Dios. Es un día para poner en segundo lugar la agitación de la vida diaria y hacer reposar todo lo que tiene que ver con la historia. Entonces, el shabbat era una señal; un recordatorio de que los propósitos de Dios para la creación se realizan en el tiempo. El shabbat era una promesa viva de que Dios le sería fiel a su pueblo; de que el tiempo apuntaba hacia algo, preparándose para alguien. Para

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los hebreos del Antiguo Testamento, esta expectación aumentaba gracias al ritmo mayor de los shabbats, en el cual, cada séptimo año, el Año del Jubileo, los esclavos eran puestos en libertad y se cancelaban las deudas, y los trabajadores podían descansar. Y los judíos de los tiempos de Jesús estaban esperando las «setenta semanas», las setenta veces siete años, el Jubileo de los Jubileos, en el cual serían libres (Daniel 9.24). El mundo entero giraba alrededor de una serie de sietes: las semanas de siete días, y siete veces siete años (mitades de siglo). Por eso Mateo arregló hábilmente la genealogía de Jesús en tres grupos de catorce generaciones cada uno. Al principio mismo de su evangelio, leemos seis grupos de sietes antes del séptimo final, el momento del tiempo que es el Shabbat de los shabbats: la encarnación. Por esta razón, Jesús inaugura su ministerio en Marcos 1.15 con las palabras «Se ha cumplido el tiempo». Jesús estaba anunciando el Jubileo. ¿Sabías que Jesús siempre estaba quebrantando las regulaciones del shabbat? Esto no se debe a que ellos fueran legalistas y Jesús fuera antilegalista. Se debe a que el shabbat era un indicador que apuntaba hacia el futuro prometido por Dios. Cuando Jesús sanaba en el shabbat, o caminaba a través de los campos de trigo en el shabbat, no era para hacer una declaración acerca de la ley, sino para expresar que todos los shabbats, todos los sietes, se habían reunido en su ministerio. Él era el momento; la nueva creación, el shabbat mismo para la sanidad y la celebración, el tiempo cumplido que había estado esperando toda la historia. Jesús es un shabbat gozoso y viviente. Él es «Señor... del sábado» (Marcos 2.28). Él es el Señor del tiempo. Haciéndose eco del judaísmo, el cristianismo medieval estableció un esquema que giraba alrededor de la santidad del tiempo. Todos los castillos tenían una capilla adosada; todas las ocupaciones, un santo patrono. El calendario era todo un montaje de festividades y días de santos. La historia de Cristo tenía notas, como una hermosa pieza musical, y este cántico con su esquema ha repicado desde los campanarios y las torres de Europa durante casi dos milenios. Desde el siglo sexto, las campanas han sido los relojes públicos más populares del mundo occidental. Las iglesias y los monas-

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En el año de nuestro Señor 147 terios repicaban sus campanas, llamando a los fieles a la oración; su sonido llenaba los poblados y las aldeas. La palabra inglesa clock («reloj») procede de clocca, la palabra que se utilizaba en el latín medieval para referirse a una campana. Cuando mi tatarabuela Ines viajó por Europa, escribió sobre estas mismas campanas de iglesia que tocaban aún en 1962. El 7 de junio fue esto lo que escribió en su diario de viaje: «Tomamos el té en una pequeña posada de pueblo para ver “cómo hacen las cosas” en un pueblo pequeño de Alemania. El “pregonero del pueblo”, con las noticias que daba a conocer desde el centro del pueblo por medio de un altavoz muchas veces al día, era interesante. El sonido de las campanas de la iglesia de manera periódica muchas veces al día era hermoso, y al atardecer era un período más largo». También escribió: «La expresión wunderbar se usa en alemán tanto para expresar placer, como para reconocer belleza». La palabra equivalente a wunderbar en inglés es wonderful, «maravilloso». La liturgia de la iglesia se convirtió en una manera de decir la hora en la vida común y corriente. Tertuliano fue el primero en exigir que los cristianos oraran en las horas tercia, sexta y nona del día, y Benito de Nursia codificó siete momentos precisos de oración como parte del día litúrgico de la orden benedictina, su orden monástica. Estas se dieron a conocer como el Oficio Divino, los momentos de oración que terminaron convirtiéndose en las ocho Horas Canónicas actuales: 1. Maitines («mañana») inmediatamente antes del alba. 2. Laudes («alabanzas») al amanecer. 3. Prima («la primera hora») inmediatamente después de romper el día, a las 6:00 a.m. 4. Tercia («la tercera hora») a las 9:00 a.m. 5. Sexta («la hora sexta») al mediodía. 6. Nona («la hora novena») a las 3:00 p.m. 7. Vísperas («al caer el día») a las 6:00 p.m. 8. Completas (del latín «completorium», terminación de los trabajos) después de la caída del sol.

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El llamado a la oración lo anunciaban las campanas de las iglesias, que iban señalando los momentos del día, no solo para los monjes, sino también para las gentes de los poblados. El tiempo era sagrado; era una saeta que señalaba hacia Dios. No puedo menos que preguntarme si los primeros santos estarían tan lejos. Aunque tengamos teléfonos móviles y auriculares recomendados por Dr. Dre, y zapatos para las aventuras, no podemos escapar al hecho de que vivimos en nuestra galaxia. Aún seguimos en servidumbre con respecto a los cielos. El famoso adagio del Hermetismo «Como arriba, también abajo» es cierto, al menos en un sentido: nuestra experiencia del tiempo aún depende de la luna, el sol, la tierra y todos los planetas que andan caminando por nuestro sistema solar, y cada uno de ellos es una minúscula parte del todo, por lo que cada cual tiene algún pequeño efecto en nuestra manera de experimentar el tiempo. La tierra danza alrededor del sol, arrastrando en las orlas de su manto a las cuatro estaciones, trescientos sesenta y cinco días desde un punto hasta cualquier otro, componiendo así nuestro año. Va rotando nuestros días alrededor de su eje. De esa manera, muchas de las cosas que componen nuestra vida están atadas a nuestro día de veinticuatro horas, al sol y la luna. A la Tierra le lleva veinticuatro horas hacer una rotación completa alrededor de su propio eje y aproximadamente trescientos cincuenta y cinco días para hacer un círculo completo alrededor del sol. Pero trata de imaginarte la vida en un planeta como Mercurio, que tarda el tiempo de casi cincuenta y nueve días de la Tierra para hacer una rotación completa alrededor de su eje. ¡Eso significa algo más de cuatro semanas bajo la ardiente luz solar, seguidas por otras tantas semanas de tinieblas y de un frío congelador!1 Nuestros esfuerzos por poner orden en nuestra vida, por trabajar de acuerdo a las estaciones, por llevar a la práctica nuestras creencias religiosas, se basan en los planetas. Los solsticios, esos momentos en los cuales el sol alcanza sus posiciones más al norte y más al sur en el cielo, inauguran el verano y el invierno. Los equinoccios, en los cuales el sol se sitúa en una posición intermedia con respecto a los solsticios y la duración de la noche es igual a la del día, señalan el comienzo de la primavera y el otoño. Orión nos advierte

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En el año de nuestro Señor 149 que se acerca el invierno y Leo nos promete que el invierno va a pasar, convirtiéndose en la primavera. Las Pléyades nos traen las primeras brisas del otoño. Los ciclos de los planetas se hallan misteriosamente, y sin embargo no tan misteriosamente, conectados con todas las partes de nuestras vidas. Por eso los cristianos han desarrollado casi siempre y en todas partes una liturgia; una manera de vivir el cántico de los cielos y de participar en él. Es una manera de regresar a la danza del cosmos; de dejar de hacer que todos y todo giren alrededor de nosotros, y permitirnos girar nosotros alrededor de Cristo. La liturgia nos ayuda a unirnos a la imponente comunión de los santos en tener paz personal y perdón, y llevar el shalom al mundo entero. La liturgia es tan antigua como los apóstoles. Nuestra palabra liturgia procede de palabras griegas antiguas relacionadas al ministro (λειτουργός, leiturgós) y al servicio público de adoración dado a los dioses (λειτουργία, leiturguía). Estos significados, bien conocidos y usados por la Iglesia de los primeros siglos, proceden de una combinación más antigua aun de dos raíces; la primera significa «público» y la segunda significa «trabajo» (λειτος, leitos, y ἐργος, ergos). La liturgia es el papel de una persona en una comunidad, sobre todo en una comunidad religiosa; el trabajo público de una persona. Por tanto, es la adoración colectiva oficialmente organizada por la Iglesia, ofrecida por la sociedad sacerdotal (1 Pedro 2.5) y a la disposición de los miembros de una iglesia, del «cuerpo de Cristo» (1 Corintios 12.27). Liturgia significa «trabajo público», y esto pasó al latín como officium. Por tanto, cuando vamos a trabajar, decimos que «vamos a nuestro oficio», y cuando oramos juntos, oramos «el oficio». Era la forma de vivir en servidumbre a la historia cósmica de Dios; a su proyecto de restauración. Hasta las estrellas tienen una liturgia.

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a otra noche, salí a dar una larga caminata. Tenía la mente llena de pensamientos acerca de monjes cantando salmodias y de la Navidad y de los planetas que se mueven y del Espíritu Santo. Las luces brillaban en las tiendas y las casas sobre la nieve amontonada. El cielo estaba oscuro y plomizo. Por todas partes, las espirales de humo que salían de

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las chimeneas eran arrebatadas con violencia por un frío viento y llevadas por las calles de Minneapolis. El aire del ártico ardía, pero el olor a humo de leña, como el olor a mirra o incienso que sale del incensario que mece un turiferario, era reconfortante. Cuando uno es agradecido por las cosas pequeñas, esas cosas se convierten en grandes. Mientras iba caminando junto a montones de nieve que me llegaban a la cintura, pensaba en cómo la cristiandad cambia algo tan común como el calendario, haciéndolo un mapa de carreteras, invitándonos a vivir la vida y la pasión de Jesús. Diciembre se convierte en el Adviento, un tiempo para prepararnos a la venida de Cristo. Cuando las tinieblas no podrían ser mayores, los cristianos celebramos el nacimiento de Jesús, la Luz del mundo. Enero se convierte en la Epifanía, un tiempo para recordar cómo Jesús se dio a conocer de los gentiles, los magos. Marzo se convierte en la Cuaresma, un tiempo para confesar nuestros pecados y para prepararnos a conmemorar la muerte de Cristo en la cruz. Con abril y la primavera, atamos el verdor y la nueva vida de la estación a la nueva vida de Cristo. Entramos a la temporada de la Semana Santa para recordar el sufrimiento de Cristo, que culmina en el domingo de Pascua, el día en que celebramos la resurrección de Jesús. Junio es un momento para celebrar Pentecostés, el nacimiento de la Iglesia. Estas son las temporadas que salen de manera natural de la actividad histórica de Dios en la tierra. En Cristo, el tiempo no es una idea muerta y ajena a Dios, sino una realidad divina. Yo me preguntaba: si vamos a reordenar nuestra vida alrededor de Jesús, tal vez una de las formas más prácticas en que podríamos comenzar sería hacer lo que hacían los cristianos del medioevo cuando vivían con seriedad la fe. Ellos reordenaron de manera diferente sus calendarios. En la cristiandad celebramos las fiestas de los santos y los días de fiesta que nos relatan de nuevo la narración bíblica. El Viernes Santo es nuestro Día de los Mártires. Pentecostés es nuestro Día de la Independencia. Cuando creemos que Cristo es la unidad del conocimiento y la coherencia de la creación, guardamos nuestras historias dentro de la historia de Dios. Comenzamos a entrar en la zona del tiempo de Dios. Nos convertimos en mucho más que observadores. Nos convertimos en partícipes.

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En el año de nuestro Señor 151 Cada día nos despertamos en el último momento de una historia que se ha estado desarrollando durante milenios: historia y cultura, geología, genealogía, todo el cosmos, y Dios. El calendario cristiano nos invita a escaparnos de la camisa de fuerza del individualismo y del pluralismo, para sacar nuestra orientación y nuestro sentido de nosotros mismos de esta historia mayor aún. El año litúrgico nos da un contexto completo por medio del cual podemos ver todas las historias divinas de la creación y la salvación a la luz de Cristo. Dios no solo quiere salvar las almas, sino que también quiere cuidar de la tierra y cultivarla, restaurar y renovar el universo entero. Puesto que hemos tomado la decisión de vivir la vida del Espíritu, podemos hacer mucho más que limitarnos a alimentar ideas en nuestra cabeza o embelesarnos con los sentimientos de nuestro corazón. Así es como se nos permite convertir en realidad los planes de Dios, sus buenas intenciones y sus planes para nosotros, en todos los detalles de nuestra vida. Cuando vivimos la liturgia histórica de la Iglesia, representamos de nuevo el Evangelio de Jesús. Lo llevamos puesto como un ropaje. Hacemos de él nuestro sostenimiento diario. Lo que sabemos acerca de Dios, y lo que hacemos con respecto a Dios se convierten en un solo nudo. Vivir el calendario cristiano pone a cada uno de nosotros en una posición en la que podemos responsabilizarnos de hacer la mejor labor creativa que nos es posible para crecer en semejanza a Cristo; para entrar en la generosa vida común de los santos. La liturgia crea el contexto para que trabajemos a beneficio de todos, comenzando por la gente más cercana a nosotros en la comunidad de la fe y extendiéndonos hasta el mundo entero.

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Sexta parte

Eres lo que comes En la cual se presenta a Winston y Rose. La sangre es una expiación real. Los pactos de Dios son más reales que la ley de la gravedad. Se reflexiona sobre Mr. Potato Head. Los sacramentos dan la forma como podemos volver a ser miembros del cuerpo de Cristo. El bautismo y la Cena del Señor son un anticipo de nuestro hogar en Dios.

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También nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo en Cristo, y cada miembro está unido a todos los demás. —Romanos 12.5 Esta unidad [de la iglesia] se deriva de la estabilidad de Dios y es formada de acuerdo con el patrón celestial. —San Cipriano, La unidad de la iglesia

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Capítulo 21

Magia profunda

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o solía tener el deseo de hallar una palabra para describir la participación en la vida divina; la forma en que nos podemos unir a Dios en su obra redentora en la tierra; la manera en que podemos entrar en la zona de tiempo de Dios. Durante largo tiempo, a la forma en que los apóstoles Pablo y Juan veían el mundo, la llamé «milagrosa» o «encantada», o incluso «mágica». Pero entonces, descubrí que la cristiandad había creado una palabra. La palabra que nuestros antepasados cristianos usaban para describir lo sagrado y repleto de sentido que es el mundo, es la palabra sacramental. En los sacramentos es donde el compromiso del Jesús resucitado con nuestro mundo presenta sus consecuencias. Los seguidores de Cristo en el pasado decían que hay lugares únicos que hacen palpable la participación de la humanidad en la vida de Dios; que se enfocan en el mundo sacramental de Jesús. Les llaman sacramentos, esas intersecciones únicas en las cuales la humanidad se cruza con Dios. De una manera parecida a la doctrina de la Santa Trinidad, la cual es una idea de la cual no se habla explícitamente en las Escrituras, sino que es una doctrina que surgió en la teología temprana del cristianismo, la idea de los sacramentos se convirtió en una enseñanza y una práctica de la Iglesia de los primeros tiempos, sacada de las Escrituras, pero expresada plenamente por los padres de la Iglesia durante los cinco primeros siglos de su historia.

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Los sacramentos son revelaciones de la presencia de Dios, maneras externas y visibles de presentar una actividad interna y espiritual. Son puntos focales del amor de Dios. Aunque el mundo entero es sacramental, solamente unas pocas intersecciones espirituales son sacramentos. Para los padres de la Iglesia, la palabra griega equivalente a sacramento (en latín, sacramentum) era misterio (μυστήριον, mysterion) expresaba la idea de que el mundo realmente se desborda con la grandeza de Dios, y que su gloria se esparce en estallidos de actividad por medio de la Iglesia de Cristo. Aunque la presencia y el amor permanente de Dios penetran la creación, no es posible saborearlos, olerlos, tocarlos, o verlos directamente, porque Dios trasciende toda comprensión humana. No podemos comprender a Dios con nuestra mente ni con nuestros cinco sentidos, que son falibles, y por eso siguen siendo siempre un misterio. ¿Sabes cómo, cuando uno ajusta el lente de una vieja cámara, este enfoca la imagen? Lo que estaba borroso se hace claro. Así es la exploración de la Eucaristía y el bautismo, los dos sacramentos instituidos por Jesús. La Eucaristía en especial enfoca nuestro caminar a través de un cristiano encantado y de pacto. La oración era el tema unificador de la cristiandad medieval, y «la misa» (apodo de la vieja escuela para la celebración de la Cena del Señor) era la forma más elevada de oración. Aquí tropezamos con la plena intersección de los milagros, la coherencia de la creación, las consecuencias de la encarnación y las repercusiones de la resurrección. Pablo y Lucas dijeron en sus escritos que la Cena del Señor es «un nuevo pacto». Los pactos son lo que C. S. Lewis llamaría la «magia profunda» o la «magia fuerte».1 La magia profunda no es una costumbre vacía que ayuda a los hábitos intelectuales. Participar en la Eucaristía es participar en el amor de Jesús y su Iglesia universal de una manera real y transformadora. Nos convertimos en una comunión, un pacto vivo. Y así, después de ochenta y siete desayunos trinitarios y cerca de doscientas veces de oler el humo de la pipa de C. S. Lewis, mi santo peregrinaje me llevó derechamente al centro de la cristiandad encantada: la Santa Eucaristía. Si pudieras desplegar un mapa donde se hallara todo lo que se debe reconocer en el mundo de la cristiandad, te

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Magia profunda 157 encontrarías con que solo hemos cubierto una diminuta peca dentro de un panorama amplio y de enormes proporciones. Pero estamos a punto de doblar de manera cerrada hacia la derecha, para entrar a la «Tierra media» de la cristiandad: el pacto; la Cena del Señor.

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Capítulo 22

Cena en casa de Winston

¿

Tú pones en remojo los frijoles?, me preguntó Winston. «Hum... sí. Sí, los remojo». Le respondí, sorprendido. «A mí me encanta cocinar una olla de frijoles», dijo Winston con un suspiro, mientras entraba en la cocina. Todos los primeros domingos de mes, Winston y su bondadosa esposa Rose me invitan a cenar en su casa. Como soy un soltero que subsiste a base de demasiada pizza congelada, me siento más que agradecido de cenar con ellos. Winston tiene un irresistible encanto sureño y cuatro hijos, todos ellos los rayos de sol más felices, brillantes y corteses. Además de ser diácono de nuestra iglesia, creo que Winston tiene uno de los mejores trabajos del mundo. Es sumiller, experto en vinos y periodista. Viaja por todo el mundo bebiendo vinos y escribiendo sobre ellos. No sé cómo consiguió ese trabajo, pero los restaurantes parecen interesarse en lo que él piensa acerca de los vinos, y le pagan bastante más de un centavo por sus pensamientos. Lo gracioso de todo esto es que tiene una actitud muy simple, de buena persona, con respecto a la cocina. Simplemente, le encanta cocinar, pero no puede soportar la pompa. En más de una ocasión lo he atrapado revolviendo algo fragante —o evidente— mientras iba tomando vino tinto de una gran botella a escondidas. A mí por lo menos, me encanta jugar a hacer de mozo de cocina cuando estoy con él, ayudándolo con todo lo que

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sea cortar, abrir estantes y encender hornillas, como un Ratatouille en ciernes. Seguí a Winston hasta la cocina cálidamente iluminada, con sus enormes Grandes Daneses siguiéndome de cerca. Afuera, las casas de Minneapolis estaban congeladas como cubos de hielo en una bandeja. Los niños estaban fabricando hombres de nieve en el traspatio, y Rose había salido a conseguir pan de masa fermentada acabado de hacer. Winston es el que cocina siempre en su casa. Rose dice que ella no piensa tocar una sola sartén ni por todo el oro que haya en el Tesoro de Estados Unidos. Winston me sonrió. «Bueno, ¿qué piensas de lo que estoy cocinando?» «Bueno, ahora... ¿qué piensas que podrá ser?», le pregunté. Él me había dicho que era un sustancioso guisado de minestrone, pero cuando miré dentro de la voluminosa olla, todo lo que pude ver fue un surtido de huesos y vegetales y piezas misteriosas. «¡Vamos! ¡Que no estamos hablando aquí de pollo cordon bleu congelado!», dijo Winston riéndose con su estilo sureño, mientras revolvía la sopa con una cuchara de mango largo. «¿Así que has estado pensando en el individualismo y el secularismo, según me dices?», me preguntó, retomando la conversación donde la habíamos dejado en la sala de estar. Puso una parrilla de hierro forjado sobre la hornilla y levantó la mirada hacia mí. «Así es», le dije, sentándome en una banqueta de bar. «El cientificismo no solo separa a la humanidad de la creación, y a las personas de su propia alma, sino que también nos separa unos de otros. El materialismo más acérrimo parece ir de la mano con un grave individualismo». Le dije a Winston que había estado leyendo acerca de la forma en que la revolución científica les dio forma a los valores individualistas de la Ilustración, porque celebraba el poder de la mente humana autónoma; la capacidad por parte de los científicos de llegar a sus propias conclusiones, en lugar de someterse a una autoridad. La idea de que los seres humanos se podían gobernar a sí mismos, ser amos de su propio destino y recrear su propia identidad se había vuelto cada vez más popular. Ahora, la cosmovisión de Atomolandia elogia la autonomía y la independencia, al

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Cena en casa de Winston 161 mismo tiempo que menosprecia nuestra interdependencia y nuestra condición de criaturas. «Pero hay algo con respecto al hecho de ser cristiano que significa que tú ya no eres tú solo», fue mi conclusión. «No nos es posible seguir viviendo para nosotros mismos, o haciendo lo que a nosotros nos parece. Nos convertimos en parte de toda la historia de la iglesia. Somos hechos parte del mismo cuerpo de Cristo. Nuestra vida ya no gira alrededor de nosotros mismos». «A mí me agrada recordarles eso a los feligreses», me dijo Winston. «No ayuda gran cosa hablar acerca del plan redentor de Dios para el mundo en función de cómo yo soy salvo, o cómo yo tengo una relación personal con Jesús. Aunque todo eso es cierto, la Biblia dice que todos somos santificados unidos, como comunidad, como un solo cuerpo. “Todos fuimos bautizados por un solo Espíritu para constituir un solo cuerpo”», dijo Winston, citando 1 Corintios 12, y levantando su vaso de vino.1 «Sea como sea esa unidad», le dije, «es encarnacional. Es decir, que tienes que vivirla. Y cuando la vives, entras a la comunidad de Cristo, que no está limitada ni por el espacio ni por el tiempo. Nos unimos a los santos y mártires del pasado en el banquete eucarístico». «Exacto», me dijo, poniendo de un golpe otra sartén en la hornilla. «Por eso yo siempre digo que algo sobrenatural sucede en la Cena del Señor. Como miembros individuales del cuerpo de Cristo, cuando los cristianos comemos y bebemos el cuerpo y la sangre de Jesús, hacemos algo más que recordar. Nos volvemos a insertar en él», me dijo. «Piensa en ese juguete, Mr. Potato Head. Es como si se nos volviera a armar de nuevo. Cada domingo por la mañana, en la Cena del Señor. Todos los cristianos. Una gran papa». ¡Eso sí!, pensé. He aquí una idea en la cual puedo hundir los dientes. La débil luz de la tarde atravesaba las ventanas con paneles de plomo de su vieja casa. «¡La última hogaza de la tienda!», dijo Rose llena de júbilo mientras entraba pisando fuerte por la puerta trasera de la cocina. Yo tragué en seco cuando vi su redondo vientre que se marcaba debajo de su abrigo de invierno. Tenía cerca de ocho meses de embarazo. Winston olió el pan y le dio un triunfante beso.

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«Rose, mi gozo y mi corona, ¡tú sí que sabes escoger una excelente hogaza de masa de pan fermentada!» «Yo no tenía prisas, por supuesto», cacareó Rose, sonriendo y volviéndose hacia mí. «Mi esposo pierde la noción del tiempo cuando entra a la cocina. Cuando él dice que la cena va a estar lista en quince minutos, yo llamo a los niños una hora más tarde». Finalmente, los niños entraron desde el traspatio, oliendo a calcetines húmedos y pantalones deportivos, y hubo una ráfaga de lavado de manos, limpieza y preparación para la cena. Los niños pusieron los cubiertos, y Rose puso unos jarrones repletos de flores silvestres secas en la mesa. Finalmente, todos nos sentamos para disfrutar de una comida deliciosa y divertida. Después que se quitaron de la mesa los platos y los vasos, y después que Winston y yo lavamos más platos de los que caben en un fregadero, nos sentamos en unos gastados sillones de lectura en la sala. En el hogar ardía un fuego de brasas, calentando las ráfagas del invierno. «Yo voy a beber un poco más de ese Cabernet», dijo él, sirviéndose un generoso segundo vaso. «No es demasiado popular en estos tiempos», dijo Wilson, moviendo su vaso, «pero yo creo que el vino es importante, y me parece que algo sobrenatural sucede cuando el sacerdote consagra los elementos; es un pacto», siguió diciendo, mientras se levantaba para añadir unos cuantos leños al fuego. «En estos tiempos, la gente piensa que los pactos son tan significativos como los desayunos continentales. Pero la Eucaristía es más que una comida rápida o un símbolo. Es un sacramento». «Explícate», le pedí, mientras me acomodaba en el sillón. «Sí, señor. ¿Recuerdas ese aviso de que hay patos cruzando la carretera junto al lago Calhoun? Tiene dibujados unos patos cruzándola, de manera que hay que disminuir la velocidad. Nadie diría que el aviso de la carretera participa de manera misteriosa en la naturaleza de los patos, o que se une mágicamente con los patos que encontramos graznando mientras se van contoneando alrededor de Uptown. Ese símbolo y los patos reales son dos cosas totalmente diferentes. Pero si ese aviso fuera un sacramento, tendría tan pronunciada la naturaleza de los patos, que los conductores de los

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Cena en casa de Winston 163 autos tendrían miedo de que el propio aviso cruzara contoneándose de un lado a otro de la carretera. El aviso de carretera y los patos no serían totalmente separables». Yo estaba tratando de no reírme ante la metáfora de Winston sobre los patos, pero asentí para indicar que estaba de acuerdo. «Verás. Cuando Jesús hablaba en parábolas, estaba usando símbolos; no estaba instituyendo sacramentos», siguió diciendo Winston. «Cuando dijo que el reino de Dios es como las semillas de mostaza, no estaba diciendo que el reino de Dios estuviera dentro de las semillas de mostaza. En cambio, en aquel Aposento Alto, Jesús dijo que el pan y el vino son su cuerpo y su sangre, y después les dijo a sus discípulos que comieran y bebieran, como recuerdo y también como pacto. Un pacto es una relación y un compromiso entre Dios y su pueblo, Tyler. No es algo solamente natural, sino que es sobrenatural. Como dijiste, es algo que se vive». «Pero algunas personas piensan que una Cena del Señor milagrosa es algo supersticioso», comenté yo. «No es más supersticioso que creer que basta con decir unas pocas líneas de la oración del creyente para que de alguna manera, Jesús entre al corazón de la persona», señaló Winston. «Los milagros son más que las oraciones que pronunciamos o el agua con la que bautizamos o la copa que bebemos. Lo que Dios hace por medio de esas cosas es lo que cuenta. Como la mayoría de las cosas en el reino de Dios, la Cena del Señor no solo es información, sino también transformación». Escuchamos el fuego. No pude menos que pensar en todos los cristianos que se solían quemar unos a otros en la hoguera por este mismo tema. Habrían debido estar sentados con unas cuantas botellas de Cabernet, mientras lo hablaban en espíritu de oración. «Me pregunto por qué tantos de nosotros quieren que la Eucaristía solo sea un símbolo, y no un sacramento también», medité en voz alta después de un momento. «La reacción moderna normal es retroceder cuando oímos hablar de cosas como el incienso, el agua bendita, los burros parlantes o una Cena del Señor sobrenatural. Tal vez esto sea un ejemplo de cómo muchos de nosotros tenemos suposiciones previas que son seculares y no aceptan

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lo milagroso. Todavía vivimos en un mundo creado por el hombre, y no por Dios». «Eso me rompe el corazón», dijo mi buen amigo mientras le brillaban los ojos. «En realidad, no deben haber comprendido bien la encarnación y la resurrección. ¿Cómo es posible que la sangre de Jesús salve a desdichados como tú y yo, si la sangre carece siempre de significado? Rose entró con unas galletas dulces. «No estás hablando acerca de la sangre otra vez, ¿verdad, querido?», gimió. «Sí, señora», dijo Winston sonriente. «Querido muchacho», me dijo ella, dándome unas palmadas en el hombro antes de apresurarse a salir. «He estado estudiando el vino toda mi vida, Tyler, pero desde que conocí a Jesús como Señor, es la sangre la que me ha fascinado». «¿No me digas?», le respondí secamente, no muy seguro sobre si lo quería oír hablar del tema. «Cuando Jesús murió en nuestro lugar, no fue un gesto abstracto, ¿ves? Su sangre fue una expiación real. La Biblia dice que se debe derramar sangre para que haya remisión de pecados. Habla sobre cómo la sangre de Abel clama desde el suelo. Fue sangre lo que esparcieron los israelitas en las jambas de sus puertas. En el Antiguo Testamento se la esparcía por todo el altar. Es difícil leer una página de la Biblia sin recoger en ella la idea de que se debe derramar sangre por los pecados. Cristo no solo tuvo que morir, sino que se desangró en la cruz». Yo me retorcí. «Sí, señor», dijo llanamente Wilson. «La sangre de Jesús —el mismo plasma con eritrocitos y leucocitos y plaquetas que circuló por sus arterias y venas, fue necesario al ciento por ciento para la expiación de nuestros pecados con su sacrificio». Por supuesto, tenía razón. La Biblia tiene ideas extrañas acerca de la sangre. Forman parte de la magia profunda del cristianismo. Esta magia profunda no tiene nada que ver con varas mágicas ni con escobas, sino con el pacto de sangre que existe entre Dios y su

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Cena en casa de Winston 165 pueblo. Es aterrador recordar que, en su significado antiguo, el verbo inglés to bless significa «consagrar con sangre».2 Francamente, es desconcertante que el cristianismo sea una religión de bendición; un culto centrado alrededor de ritos de sangre: la sangre sobre el propiciatorio; la sangre ofrecida como expiación en los altares donde sacrificaron Abraham, Isaac y Jacob; la sangre de Cristo ofrecida por nosotros en la cruz; la sangre que bebemos en la Cena del Señor. Un miembro del grupo literario The Inklings, en la Universidad de Oxford, lo expresó de esta manera: «Casi se podría decir que dondequiera que participa la sangre, participa el Señor... Sin el derramamiento de sangre, no hay remisión de pecados».3 El apóstol Pablo lo dijo con toda claridad: «Porque a Dios le agradó habitar en él con toda su plenitud y, por medio de él, reconciliar consigo todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en el cielo, haciendo la paz mediante la sangre que derramó en la cruz» (Colosenses 1.19–20). «Pero es hermoso», siguió diciendo Wilson. «Dios se hizo hombre. Por las venas de nuestro Creador corre sangre humana. Esta es la razón por la cual la sangre de Jesús nos acerca a una profunda e íntima conexión con Dios». El fuego chisporroteaba y brilló en sus ojos. «Por eso, cuando yo recibo el pan y el vino eucarísticos, el vino que Jesús dice que es su sangre, me es imposible negar que esté sucediendo algo milagroso; algo relacionado con la sangre, y el pacto, y la mezcla de Dios con los seres humanos». «Una magia profunda; un pacto sellado en la sangre del Cordero y mantenido vivo en la Cena del Señor», añadí yo. Puse mi vaso de vino sobre una pila de revistas Southern Living y cerré los ojos. Allí sentado con Winston junto al fuego, me sentía como si estuviera en una novela. Podíamos oír a Rose preparando el agua del baño para los niños en el piso de arriba. Los Grandes Daneses golpeaban el piso con la cola. Con una cálida oleada de sentimiento, comprendí que todo aquello —la comida, los niños, el amor que llenaba aquel hogar— era una diminuta imagen del reino de Dios. Si la Cena del Señor no es un rito vacío, sino una participación viva en el cuerpo de Cristo, una forma de entrar en un pacto antiguo y un rito de sangre, me pregunté por qué serán tantos

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entre nosotros, los seguidores de Cristo, los que lo toman tan a la ligera. Pensé que probablemente esto se debiera a que nos pasamos demasiado tiempo en Atomolandia, y no pasamos suficiente tiempo recorriendo los viejos bosques de la cristiandad. Pensé en Wilson y en la agradable compañía de su esposa y sus hijos, y en todo el vino que él tenía en su bodega. Pensé en el amor que llena su hogar, y en cómo ese amor debe ser algo así como un adelanto de la clase de hogar que encontraremos en el cielo. Como el hecho de tener una familia y unos hijos, la Eucaristía nos llama a enfrentarnos a una terrible realidad que exige algo de nosotros. Y cuando nos acercamos a ella bajo la luz de la síntesis medieval, comenzamos a apreciar que es cierto que hay una gran nube de testigos; una compañía de santos. La Iglesia es realmente una comunión mística. Todos estamos enlazados y conectados en Jesús. Hasta las estrellas y los planetas participan de esto. Y la Cena del Señor es donde todo esto queda debidamente centrado. «Te has quedado muy callado. ¿Acaso sabes algo que yo no sepa?», me preguntó Winston. «Dios se hizo hombre para que los miserables que somos nosotros nos convirtamos uno con Dios», dije casi susurrando. «Jesús comparte nuestra naturaleza para que nosotros podamos participar en la naturaleza de Dios. Esto es lo que significa esta maravillosa gracia, Winston. Desde el principio, el plan de Dios ha consistido en unir en sí mismo todas las cosas: las estrellas, y el mundo, y la gente. Me es difícil captar todo esto con mi mente, pero es cierto que Dios nos ama. Estamos viviendo una historia de salvación». «¡Bienvenido al país de Dios!», me dijo con ojos resplandecientes.

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Capítulo 23

El encantamiento para romper el encantamiento

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inston tiene razón al centrarse en la calidad de pacto que tiene la Cena del Señor. Mientras me movía con lentitud sobre las cuatro patas mayormente obstinadas de un burro, me fascinó descubrir que después de aquel episodio tan misterioso y terrible en el cual la burra de Balán habló con él, Balán honró los pactos de Dios con Israel. Este experto internacional en magia pronunció unos oráculos que aludían al gran pacto hecho por Dios con los patriarcas, diciendo que Dios había escogido a Israel como pueblo suyo especial. Hizo notar que Israel no solo era bendecido, sino que Dios estaba presente en medio de su pueblo escogido. Se sintió profundamente conmovido al ver que Dios no era un señor distante de sus vasallos, sino un rey que vivía y reinaba en medio de ellos. Entonces, valientemente, este profeta que no era israelita pidió ser bendecido como eran bendecidos los hijos de Abraham, y reconoció otra promesa que Dios les había hecho a los patriarcas: «¡Benditos sean los que te bendigan! ¡Malditos sean los que te maldigan!» (Números 24.9). Balán adivinó que Israel era diferente a las demás naciones; que eran distintos; «es un pueblo... que no se cuenta entre las naciones» (Números 23.9). Y mientras profetizaba que Israel disfrutaría de prosperidad y protección, reafirmaba las promesas del pacto que Dios había hecho con los patriarcas. Comenzó por Génesis 12.1–3,

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donde Dios le prometió a Abraham tres cosas: tierras, descendientes y una relación de pacto. Así, su primer oráculo menciona la relación exclusiva de Israel con Dios y la abundante población de esta nación. Su segundo oráculo celebra la relación de pacto que había entre Israel y Dios. El tercer y siguiente oráculo predice la paz y prosperidad futuras de Israel en la Tierra Prometida, el surgimiento de la monarquía y su victoria sobre sus enemigos. La promesa de un rey futuro es un elemento más escaso, pero importante dentro de las promesas hechas a los patriarcas, y la cuarta visión de Balán describe a este rey futuro. Dios les hace una promesa a los patriarcas: «De ti saldrán reyes» (Génesis 17.6; lee 17.16; 35.11). Balán da después una profecía acerca de «los días postreros», frase que también se puede traducir como «los días que vendrán». El hecho de que estaba hablando del futuro distante es apoyado también por la forma en que comienza su oráculo: «Lo veo, pero no ahora; lo contemplo, pero no de cerca». A continuación dice: «Una estrella saldrá de Jacob; un rey surgirá en Israel» (Números 24.17). Aunque sus predicciones se cumplieron parcialmente en el reinado de David, cuyas victorias sobre los filisteos serían figura de la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte, estas profecías se refieren al Mesías que habría de venir. La mención del rey y de la estrella le da un fuerte tono escatológico, sacerdotal y mesiánico a este último oráculo de Balán, que vimos en la quinta parte. Cuando miré más allá de las orejas de mi burro, descubrí que toda la historia de Balán y de su burra loca señala hacia los pactos. Los amorosos pactos de Dios con la humanidad son lo más cierto que hay sobre la tierra. Son una magia más profunda que la ley de la gravedad o las reglas de la aritmética. Sobrepasan todo entendimiento. Nada es más profundo ni más ancho. Los pactos son relaciones únicas que Dios hace con su pueblo al actuar en la historia, y están en el corazón mismo del oscuro bosque encantado de la cristiandad. Viajando aun más lejos de vuelta hasta lo más recóndito del cristianismo histórico, descubrí que los pactos siempre van marcados con una señal. Dios hizo un pacto con Abraham, según el cual a través de su descendencia, vendrían bendiciones a la tierra, y le dio a Abraham la señal de la circuncisión (Génesis 17.11). Después de

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El encantamiento para romper el encantamiento 169 sacar a los israelitas de Egipto, hizo con ellos un pacto, cuya señal era el shabbat (Éxodo 31.13). Pero la señal del nuevo pacto instituido por Jesús y sellado con su sangre es la Cena del Señor. Así vemos que Cristo dice: «Yo mismo les concedo un reino, así como mi Padre me lo concedió a mí, para que coman y beban a mi mesa en mi reino» (Lucas 22.29–30). Lo que el Antiguo Testamento llama pactos, el Nuevo Testamento lo llama el reino de Dios. Los pactos se hacían entre los reyes y sus súbditos. Los pactos y los reinos son formas diferentes para hablar de la misma cosa. Entrar al reino de Dios es entrar en un pacto en el cual Dios reina sobre los seres humanos y la creación. La narrativa bíblica está repleta de promesas de salvación por parte de Dios; sus pactos. Estos, juntos, tejen un tapiz de salvación que es rico en magia y significado. Después que el pecado entró en el mundo, el Señor se comprometió a salvar a su pueblo, comenzando con la promesa de que la simiente de la mujer triunfaría sobre la simiente de la serpiente (Génesis 3.15). En su pacto con Abraham, Dios le prometió a su pueblo tierra, semilla y una vida de bendición. El pacto mosaico garantizaba bendición, si Israel obedecía al Señor, y el pacto davídico prometía que nacería un gran rey del linaje de David, y que a través de él se convertirían en realidad las promesas que él le había hecho originalmente a Abraham. Lo que llamamos «nuevo pacto» promete que Dios le dará su Espíritu a su pueblo y que escribirá su ley en los corazones de ellos, para que puedan obedecer su voluntad. Los cristianos creemos que Jesús, Yeshúa el Cristo, es el cumplimiento de todas las promesas de salvación hechas por Dios. La magia profunda, los pactos de la Ley y los Profetas, se realizan en Jesús. Él es el Mesías, que se sienta en el trono de David para siempre; el Profeta predicho por Moisés. De hecho, él es el nuevo Moisés, que proclama las buenas nuevas de Dios como el verdadero intérprete de la ley mosaica. Él es el nuevo Josué, que le da reposo a su pueblo. Es el que tiene la autoridad de perdonar los pecados, y el que se convierte en el Cordero del sacrificio por nuestros pecados en el altar. La sangre con la cual los israelitas mancharon las jambas de sus puertas para librarse del ángel de la muerte halla

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su cumplimiento en la cruz; así, la sangre de Jesús cubre las jambas del mundo entero. Y esta generosa salvación, este pacto pascual de sangre que lo abarca todo, fue instituida por Cristo mismo en aquel aposento alto durante la Última Cena. Así como el pacto antiguo prefiguró el pacto nuevo de Cristo, también la Pascua antigua prefiguró la Cena del Señor. Por eso Pablo escribió: «Cristo, nuestro Cordero pascual, ya ha sido sacrificado» (1 Corintios 5.7, cursiva del autor). Es interesante que fuera en la víspera de la Pascua judía cuando Cristo invitó por vez primera a sus discípulos para que participaran de su cuerpo y de su sangre, lo cual señalaría que la crucifixión se produciría en el mismo día de Pascua, el día en que se sacrificaba a los corderos pascuales, y este ajuste de fechas enriquecería el mensaje de que Cristo se estaba convirtiendo en la Pascua verdadera.1 En la Eucaristía, Jesús invita a los fieles a participar en su «Paso» (el hebreo ‫ּפסח‬, ַ ֶ pessah significa literalmente «pasar por encima», n. del t.) de la muerte a la vida; de la corrupción a la incorrupción, de la debilidad a la fortaleza, de la ignominia a la gloria. La Cena del Señor es el encantamiento que rompe el encantamiento. Atomolandia convierte a los humanos en observadores dentro de un ambiente, pero la Eucaristía nos habla de la historia mejor y más real de la que formamos parte; la historia de un pacto en el cual los burros hablan y el mundo es sustentado por ese «amor que mueve al sol y las demás estrellas».2 Orígenes decía que la Iglesia es «el cosmos del cosmos»,3 y san Cipriano dice que la Iglesia es «unida de acuerdo al esquema celestial».4 El cristianismo nos invita a participar junto a los planetas y las estrellas, las tierras, los demás seres humanos y Dios mismo. Somos criaturas de la creación, y la Eucaristía nos convoca a una membresía viva dentro de la familia de Dios. El pan y el vino son un pequeño sacramento que nos da participación en la historia en desarrollo de Cristo; la historia de la magia profunda y el pacto; la historia de las esferas celestiales.

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l domingo pasado, estuve en la iglesia y me tomé un momento para mirar a mi alrededor. Había muchos niños, gente anciana, matrimonios y personas solteras —una gran diversidad—, y Dios nos

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El encantamiento para romper el encantamiento 171 está convirtiendo en una unidad, ladrillo tras ladrillo, piedra tras piedra. Ya no somos extraños ni forasteros, como querría Atomolandia que fuéramos. Estamos en el país de Dios, y es alli donde pertenecemos. Somos la hermosa casa de Dios, todos nosotros edificados en ella, elevada y fuerte. Cuando estamos viviendo en pacto con Dios, estamos viviendo en armonía con los planes de salvación de Dios; sus planes para el mundo entero. Y así, cada domingo, cuando celebramos la Eucaristía, la gente común y corriente, como Winston, Rose y yo, está relatando de nuevo las historias de la salvación de Dios. Nos estamos convirtiendo lentamente en una Eucaristía viviente. Vivimos en un cosmos de pactos. Puesto que los cristianos estamos en una relación común con Jesús, como miembros de su familia, todos somos herederos de los pactos a los que se refirió Balán cuando bendijo a Israel. Formamos parte de la descendencia de Abraham. Ahora podemos recibir la vida de Dios, tal como la recibió Abraham. Cuando Dios hizo el universo, estaba estableciendo su reino, y aunque la catástrofe del pecado lo ha destrozado y arruinado, las cosas buenas de este mundo nos invitan constantemente a entrar en su presencia. El Señor tuvo la iniciativa de la redención cuando escogió a Israel para que fuera una luz a las naciones por medio de unos pactos que señalaban hacia la venida del Rey y, en la venida del Rey —en la encarnación, el sacrificio y la resurrección de Jesús— la redención ha sido realizada. Desde ese momento, la misión de la Iglesia ha consistido en propagar las buenas nuevas acerca del rey y continuar el banquete mesiánico. En un mundo donde los burros pueden hablar y los planetas giran a través del espeso amor de Dios, los sacramentos simbolizan la restauración cósmica hecha por Jesús. Toda la creación será restaurada un día a su razón de ser original, que es glorificar al Dios Uno y Trino. El mundo entero; incluso nosotros mismos, es un don recibido de Dios, y que le debemos ofrecer a él para su gloria. Y esta gratitud por nuestra creación, conservación y salvación en Cristo es expresada en la Eucaristía, la «acción de gracias». El bautismo y la Cena del Señor restauran unas cosas tan modestas como el agua, y el vino y el pan, dentro del pacto con Dios

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que estaban destinadas a ser; la clase de pacto que llegará a su consumación cuando la onda expansiva de los pactos de Dios traiga por fin a toda la creación a la consumación con Jesús. El agua bautismal, y el pan y el vino eucarísticos, son un adelanto de lo que será nuestra casa en Dios; una sobra previa de lo que un día seremos nosotros en el cielo: agentes de Dios, resplandeciendo más que las estrellas.

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Capítulo 24

Volver a ser miembros

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iempre me ha dejado anonadado que Jesús les entregara a sabiendas su cuerpo y su sangre a unas personas que estaban a punto de traicionarlo, negarlo y dudar de él. Les dio el pan y la copa a Judas, y a Simón Pedro y a Tomás. Él sabía que la Iglesia no iba a ser un museo de santos, sino un hospital para pecadores. Y desde el principio, la Mesa del Señor siempre ha sido una escuela en la cual los seres humanos aprendemos a crucificar nuestro viejo yo y vivir la resurrección; a amar al Señor con todo el corazón, el cuerpo y el alma, y a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Lentamente, aprendemos a pensar en función de «Adán», de toda la raza humana, en lugar de pensar solo en función de nosotros mismos. La idea narcisista de que la salvación solo es un asunto entre «Jesús y yo» no es bíblica. En Atomolandia, la autonomía humana y la soberanía de los individuos son los bloques básicos con los que se edifica una buena vida. En cambio, en la cristiandad, la autonomía radical es un pecado que amputa al creyente de la colectividad que es el cuerpo de Cristo. Cuando nacemos de nuevo, ya no pensamos en función de «mí, yo mismo», sino en función de toda la humanidad; de Adán.1 Solo cuando comencemos a vernos a nosotros mismos en función de «Adán», y no de «mí mismo», comenzaremos a comprender lo que sucedió en la encarnación y lo que sucede

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en la mesa de la comunión. Solo entonces entraremos realmente (y no solo de una manera metafórica) en una intimidad con Cristo. La Iglesia procede del costado de Cristo, así como Eva fue tomada del costado de Adán: por eso, Beda el Venerable describió a Cristo y a la naturaleza, diciendo que compartían «una naturaleza».2 Esto es lo que llaman los teólogos «la doctrina de la recapitulación», que no es más que una manera elegante de hablar acerca de cómo somos «unidos de nuevo a la cabeza» (del latín: re, «de nuevo» + cáput, «cabeza»). ¿Recuerdas el desconcertante asunto de san Dionisio que mencioné en la primera parte? Él había sido enviado a convertir a los galos, e hizo tan buena labor, que los paganos del lugar se enojaron y lo decapitaron. Pero Dionisio todo lo que hizo fue recoger su cabeza y seguir predicando, así que se convirtió en el santo patrono de los dolores de cabeza. Esta reunión con la cabeza es como lo que sucede cuando nosotros participamos en la Comunión. La idea es que los que heredamos el pecado de Adán fuimos, por así decirlo, decapitados. Somos «el escalón roto en la escalera del ser creado», escribió Dorothy Sayers. «La Encarnación es una nueva gloria que Dios le ha concedido a la humanidad, pero esa gloria le pertenece al acto de Dios, y no a la naturaleza del ser humano».3 Nuestra unión con Dios fue cortada en el pecado de Adán, pero en Cristo, el nuevo Adán, recuperamos nuestra cabeza. Cuando nacimos, nacimos en «la culpa en que se incurrió, en la gracia que se desperdició y la gloria que se perdió» de la caída de Adán.4 Pero cuando nacemos de nuevo, dejamos el cuerpo del viejo Adán para entrar en el cuerpo del nuevo Adán. Dejamos la raza humana caída, pecadora y sin cabeza y «nacemos de nuevo» en la Iglesia de Dios, el cuerpo del cual Cristo es la cabeza. El término que usan los ortodoxos orientales para hablar de la recapitulación es theosis, la «inclusión en Dios» de la humanidad. Así, en el siglo segundo, Ireneo describió la salvación como la «recapitulación» de la humanidad.5 Dios se hizo hombre y, al hacerlo, levantó al hombre hasta él. Cuando fuimos bautizados, nos convertimos en miembros del cuerpo de Cristo. Por eso, cuando recordamos en la Eucaristía su muerte y resurrección, recuperamos nuestra condición de miem-

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Volver a ser miembros 175 bros en el cuerpo eterno de Jesús y en su iglesia. Cuando comemos el pan y bebemos de la copa, somos puestos en la situación en la cual Dios nos recapitula, o nos devuelve a nuestra cabeza. Me agrada la forma en que Winston lo explica. Lejos de la familia de Cristo, somos como las piezas rotas y perdidas de Mr. Potato Head: oídos, ojos, zapatos, sombreros y narices al azar. Pero Jesús nos reúne de vuelta en él. Nos reintegramos a la papa. El banquete eucarístico lleva a hablar de otras cosas que afectan al alma: el amor, las pérdidas, la enfermedad y el éxito. Un esquema de vida centrado en la Cena del Señor cambia a toda la comunidad de los cristianos, abriéndoles nuevas formas de permitir que Dios transforme y renueve su vida diaria.

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res lo que comes», escribió Agustín. Él creía que la celebración de la Eucaristía nos lleva a la intimidad con Jesús, y con aquellos que nos rodean, quienes colectivamente forman el cuerpo de Jesús. Cuando compartimos el cuerpo y la sangre del Señor, estamos unidos, no solo con la cabeza del cuerpo, sino también con todos y cada uno de los miembros del cuerpo de Cristo. De esto precisamente se trata la Cena del Señor, y por eso la llamamos «Comunión». Agustín invita a los cristianos a la Cena del Señor, diciendo: «Recibe lo que eres». Y cuando compartimos el cuerpo y la sangre de Jesús, nos comprometemos a vivir como el cuerpo de Cristo. «Si ustedes son su cuerpo, y miembros suyos», escribía, «entonces hallarán puesto en la Mesa del Señor su propio misterio. Sí, van a recibir su propio misterio... Sean lo que ven, y reciban lo que son».6 En otras palabras, no nos limitamos a sentarnos como Winnie– the–Pooh se sentaba sobre su tronco para «Pensar, pensar, pensar». Dios nos exige que comamos el pan y bebamos el vino, porque son como la zarza ardiente o la burra parlante. El Cristo encarnado y resucitado está activo y atento de una manera única en el pan y el vino consagrados. Jesús dijo: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final» (Juan 6.54). Mientras avanzaba tambaleando por este antiguo terreno montado sobre un burro de nerviosas orejas, me encantó descubrir que

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Ireneo combatió la opinión gnóstica de que el mundo físico es malvado. En su obra maestra, Adversus Hæreses [Contra las herejías], les recordaba a sus lectores que Cristo era hombre; un hombre que dijo que el pan y el vino reales y terrenos se convertían realmente en su cuerpo y su sangre: Porque nosotros les ofrecemos a Cristo sus propias criaturas de pan y de vino, anunciando continuamente la comunión y la unión de la carne y el Espíritu. Porque así como el pan, que es producido de la tierra, cuando recibe la invocación de Dios, deja de ser pan común para convertirse en la Eucaristía, que consiste de dos realidades, la terrenal y la celestial, así también nuestros cuerpos, cuando reciben la Eucaristía, ya no son corruptibles, y tienen la esperanza de la resurrección a la eternidad.7 Permíteme que te haga esta pregunta: si la humanidad de Jesús nunca resucitó de entre los muertos, ¿cómo es posible que los seres humanos entremos en comunión con el Cristo resucitado? Si nos acercamos a la Eucaristía solamente como a un recuerdo intelectual, sin que haya ninguna comunión física y espiritual real con Dios y entre nosotros, de aquí se sigue que los elementos de pan y vino no son necesarios, y que hemos caído en la herejía de separar lo físico de lo espiritual, o peor aún. La Cena del Señor no es un juego de separación del cuerpo para espantos y fantasmas. No es una especie de cuerda de saltar mental. El pan y el vino, antes de comunicar una idea o una lección, se comunican directamente con el cuerpo como comida y bebida; como alimento. Son una realidad muy concreta: pan y vino ingeridos y digeridos.

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iene gran peso el que Cristo haya dicho: «Hagan esto» (τούτο ποίειτε, tuto poieite—con el verbo en plural: «hagan»), y no se lo haya dicho a una sola persona, sino a varias. El pan y el vino consagrados son para compartirlos. Pablo escribe: «Ahora bien, ustedes son el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro de ese

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Volver a ser miembros 177 cuerpo» (1 Corintios 12.27). En esta misma epístola, ya Pablo había dicho anteriormente: «Esa copa de bendición por la cual damos gracias, ¿no significa que entramos en comunión con la sangre de Cristo? Ese pan que partimos, ¿no significa que entramos en comunión con el cuerpo de Cristo?» En la Eucaristía, la iglesia experimenta lo que es la comunidad, el estar unidos. Después siguió diciendo: Hay un solo pan del cual todos participamos; por eso, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo» (1 Corintios 10.16–17). La palabra que usa Pablo para hablar de «participación» (κοινωνία, koinonía), es traducida en latín por la palabra communio, de la cual se deriva en español la palabra comunión. La participación en la nueva comunidad de Dios, la «comunión de los santos» (κοινωία τῆς ἐκκλησίας, communio ecclesiæ, comunión de la iglesia), es la gran idea que le da sentido a la Cena del Señor. De aquí que la expresión usada por la escuela antigua haya sido «comunicar», en su derivación «comulgar», que significa participar en el cuerpo y la sangre de Cristo de manera colectiva; recibir la «Santa Comunión».8 Por eso el cristianismo no es tanto un cambio de tipo intelectual, ni un cambio de cosmovisión, sino una invitación a unirse a un pueblo escogido; a una comunidad que vive de manera colectiva el Evangelio de Jesucristo. Ya en tiempos de Atanasio, la Cena del Señor era comprendida en función de una sintaxis; de la forma en que se ordenan las cosas para que estén unidas. «Así como este pan que partimos estaba esparcido por los montes, y después fue reunido y se convirtió en uno», dice una de las oraciones más antiguas de la cristiandad, «de igual forma sea unida tu Iglesia desde los confines de la tierra para formar tu reino».9 No podemos menos que pensar lo horriblemente erradas que están estas líneas de e. e. cummings (el autor solía firmar su nombre en letras minúsculas—n. del t.): el que le presta alguna atención a la sintaxis de las cosas, ¡nunca te besará plenamente; sino que será plenamente tonto!10

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Porque por medio del reunirnos y participar en común, «la sintaxis y el beso», es como recibimos la plenitud: la plenitud de los tontos en Cristo. Cirilo (313–386) siguió invitando a los recién bautizados para que recibieran el pan y el cáliz con fe: «Por tanto, contempla el pan y el vino, no como simples elementos, puesto que son, de acuerdo a lo declarado por el Señor, el cuerpo y la sangre de Cristo; porque aunque los sentidos te sugieran esto a ti, debes permitir que la fe sea tu fundamento. No juzgues esta cuestión a partir del gusto, sino a partir de la fe, y ten la seguridad, sin que te quede duda alguna, de que se te ha concedido el privilegio de recibir el cuerpo y la sangre de Cristo».11 Casi puedo oír a Winston levantando su vaso y diciendo con su acento sureño: «¡Amén!».

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Capítulo 25

Morir con Cristo

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a visión sacramental de la Cena del Señor no es un simple abracadabra. Cuando el sacerdote invoca al Espíritu Santo sobre el pan y el vino eucarístico (lo que se llama la «epíclesis», del griego ἐπίκλησις, «convocación o llamado»), no se produce ninguna invocación mágica. Es una gracia que estamos recibiendo. Dios es el que hace la obra. Por eso recibe el nombre de «Cena del Señor», y no «Cena de los cristianos».1 También por eso Agustín dijo que el bautismo «le pertenece a Cristo, quienquiera que sea el que lo administra».2 O, como lo explica Cipriano: «El agua sola no puede lavar los pecados... No hay bautismo sin el Espíritu Santo».3 Un «sacramento» es una señal externa de una gracia interna y espiritual. Toda gracia procede de Dios. Toda comprensión encantada o milagrosa sobre lo que significa que formemos parte del cuerpo de Cristo se debe comprender en la terminología de Pablo como una «participación» real. Los padres de la Iglesia creían que donde está la Iglesia, está el Espíritu de Dios, y que dondequiera que esté el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia, y toda clase de gracia. Cristo dijo: «Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mateo 18.20). Cuando Jesús oró diciendo: «Que todos sean uno. Padre, así como tú estás en mí y yo en ti» (Juan 17.21), no estaba inventando una metáfora cálida e imprecisa. Estaba estableciendo una realidad

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sólida; una realidad que es el Espíritu Santo el que trae a la existencia con su aliento, y no nosotros. Esta unidad —lo que en la cristiandad se llama «catolicidad»— no es algo que nosotros produzcamos, sino algo a lo cual nos debemos someter. Esta koinonía, esta comunión por participación, nos invita a entrar en la historia de Dios, fuera de la cual no hay vida. Jesús habló de esto cuando hizo su anuncio eucarístico: «Si no comen la carne del Hijo del hombre ni beben su sangre, no tienen realmente vida... Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Juan 6.53–56). Permanecer es un verbo muy poderoso para que Jesús lo asociara al pan y al vino. Cuando nos reunimos ante la Mesa del Señor, nos unimos a Dios de manera tanto personal como colectiva. Él nos «incorpora» a sí mismo. En palabras de Agustín: «El que un hombre coma de esta comida y beba de esta bebida significa permanecer en Cristo, y que Cristo permanezca en él».4 Esta incorporación comienza con la muerte. Para entrar al viejo bosque del cristianismo encantado; para «volver a ser miembros» del cuerpo de la Iglesia, todo comienza cuando morimos a nosotros mismos y resucitamos con Cristo. Para participar del Corpus Christi, el cuerpo de Cristo, «siempre llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Corintios 4.10). Pablo afirma: «Ustedes han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios» (Colosenses 3.3). La vida del reino comienza con la muerte. Para renacer al nuevo Adán, primero tenemos que morir al viejo Adán. «He sido crucificado con Cristo, y ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí», escribe Pablo en Gálatas 2.20. Y acerca del bautismo, dice: «Por tanto, mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva» (Romanos 6.4). Aprendemos cada vez que probamos el cuerpo de Cristo (un cuerpo que Marcos en su aflicción describe amargamente como τὸ πτῶμα, «el cadáver»)5 a morir, para poder renacer con el cuerpo resucitado de Cristo: Cristo y su cuerpo, la Iglesia católica. «Si alguien quiere

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Morir con Cristo 181 ser mi discípulo... que se niegue a sí mismo, lleve su cruz y me siga» (Marcos 8.34), dijo Jesús. «Toma tu cruz», nos invita nuestro Salvador; «Hagan esto en memoria mía», ordena nuestro Dios. «Por medio del bautismo, fuimos sepultados con él en la muerte». Esta invitación a la comunión; esta invitación a unirnos a nuestro Salvador en su muerte —y a comer y beber su cuerpo y su sangre como medio de identificarnos con su pasión— nos pastorea hasta adentrarnos en «un pan, un cuerpo».

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ste es el júbilo y el significado de la cosmología de la cristiandad. En la Cena del Señor, podemos ver de manera única que la comunión del reino está «cerca». No se detiene en la Mesa. Se esparce, como las gotas de vino en una servilleta, haciendo que todos tengamos una misma mente, que seamos uno compartiendo nuestros bienes; uno llevando unos las cargas de otros; uno en obrar nuestra salvación, hasta que el mundo entero se halle cubierto por la sangre de Cristo, alabando a Dios Padre, mientras el Espíritu Santo nos «guía» y «ora» junto con nosotros y a través de nosotros. La Iglesia es santa, porque Cristo está presente en ella, moviéndose por medio de ella; algo semejante a la idea medieval de la quinta esencia y el éter moviéndose por las venas de los seres humanos. Imagínate ahora por un momento lo que este nuevo pacto en la sangre de Cristo significaba para los cristianos del medioevo, nuestros parientes en el reino, quienes entendían que el cuerpo humano contenía cuatro humores y temperamentos. La sangre que corría por sus venas estaba llena de spíritus («aliento, vida») o ánimal (ánima, “alma») y se hallaba en una relación constante con el mundo que los rodeaban, la atmósfera, el éter («el aire superior»), a través del cual se movían las influencias celestiales. Participar en el pacto de sangre con el Hijo unigénito de Dios era participar en la realidad más profunda y dulce que es posible. Era unirse al canto de las esferas, la incesante adoración a Cristo que mantiene unido al universo. Cuando volvemos a sus tiempos y nos ponemos en sus zapatos, comenzamos a captar el perfume de un mundo inundado por Dios. Podríamos aprender de estos creyentes del pasado. En un mundo donde todo estaba brotando y burbujeando con la Palabra de

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Dios, que los cristianos de entonces vivieran la resurrección en su vida diaria, era una posibilidad real. Pablo reflexiona diciendo: «Tal vez alguien pregunte: “¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo vendrán?” ¡Qué tontería! Lo que tú siembras no cobra vida a menos que muera» (1 Corintios 15.35–36). Se debe mayormente al «fariseísmo intelectual» de la era moderna el que nos olvidemos de lo encarnacional y escatológica que es la Mesa del Señor; de hecho, el mundo entero lo es.6 Podríamos preguntar con Nicodemo: «¿Cómo es posible que esto suceda?» (Juan 3.9). Pero también debemos orar diciendo: «¡Señor, yo creo, pero ayúdame en mi incredulidad!».

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Séptima parte

La participación definitiva En la cual nuestra santa peregrinación a través del cristianismo encantado llega a su fin. Tyler y Britta visitan a Winston y Rose. El corazón humano se halla a la izquierda del centro. Los cristianos son llamados a mantener el vecindario sobrecogedor y maravilloso; a ser sal en un mundo que se está echando a perder. Hay esperanza en medio del horror. Nosotros somos partícipes en la historia divina de la creación y la redención, aún en desarrollo. Nos dedicamos a hacer los preparativos para un santo renacimiento.

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[La Iglesia] es el cosmos del cosmos, porque Cristo se ha convertido en su cosmos; él, que es la luz primigenia del cosmos. —Orígenes, Comentario sobre el evangelio de Juan Lo verán cara a cara, y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámpara ni de sol, porque el Señor Dios los alumbrará. Y reinarán por los siglos de los siglos. —Apocalipsis 22.4–5

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Capítulo 26

Muerte por agua

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un después de pasados dos milenios, sigue siendo difícil creer que Jesús salió de Nazaret, un humilde rincón perdido de los campos de nuestro mundo. Su rostro, sencillo y profético a la vez se destaca en los iconos con una barba tupida y oscura que adorna una delgada complexión envuelta en incómodas vestiduras, con unos ojos cálidos pero hundidos, que brillan bajo el sol del Oriente Medio. Jesús era un rabí judío, un carpintero cuyos mejores amigos eran pescadores, un predicador ambulante con unas palabras increíbles, que hablaba con precisión y con autoridad absoluta. Sus sentencias son inmortales: «No juzguen, y no se les juzgará» (Lucas 6.37). «Entonces denle al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios» (Mateo 22.21). «El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Juan 10.10). «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre sino por mí» (Juan 14.6). «Más bien, busquen primeramente el reino de Dios y su justi cia, y todas estas cosas les serán añadidas» (Mateo 6.33). «¿De qué sirve ganar el mundo entero si se pierde la vida?» (Marcos 8.36).

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Fue Jesús quien acuñó frases como «guarida de ladrones», «señales de los tiempos», «sal de la tierra» y «echar perlas a los cerdos», por mencionar solo unas cuantas. Es poco frecuente que alguien cuya llama haya ardido con tanto resplandor siga ardiendo durante tanto tiempo. Y no es mi intención hablar de él a la ligera. Jesús no era ningún extraterrestre. Ni era alguien recién evadido de algún hospital psiquiátrico. Yo trato de imaginarme el tono de su voz mientras rechazaba a los fanáticos y desconcertaba a los de mente cuadrada, mientras proclamaba la llegada del «reino de Dios». Considero que no tenía un solo hueso del cuerpo que no fuera sincero. Creo que él es quien proclamaba que era: el Hijo de Dios mismo, el Mesías prometido, nuestro Señor y Salvador. Esta es una de las razones por las cuales Pablo decía que el Evangelio es una «piedra de tropiezo». Entre nosotros hay muy pocos que quieran oír decir que necesitamos un salvador. «No son los sanos los que necesitan médico sino los enfermos», proclamó Jesús valientemente. «No he venido a llamar a justos sino a pecadores para que se arrepientan» (Lucas 5.31–32). ¿Pero quién quiere admitir que está enfermo? ¿Quién está dispuesto a confesar que es un horrible y desastroso naufragio y necesita de un salvador? Solo los sinceros; solo los valientes. Solo los «de la mala onda». Para muchos de nosotros, la historia de nuestra salvación es la historia de nuestra muerte. La «buena onda» de Tyler Blanski murió sin dignidad alguna cuando él tenía doce años. El lugar de su muerte fue un cursi campamento de iglesia en los bosques del norte de Wisconsin, donde perdió una fuerte batalla con su falta de convicciones. Aunque todavía tenía doce años, se daba cuenta de que no podía vivir para llegar a ser un joven atractivo, con abdominales tan duros como la piedra, dedicado a la caza del dinero, o al sueño de una vida sexual grandiosa. Ya entonces sabía que era lo que Jesús decía que era: un horrible pecador que había sido hecho a imagen de Dios, y que necesitaba un salvador que lo amara. Sus amigos lo intentaron todo para volver a despertar en él cuanta «buena onda» le quedara todavía a Blanski, pero ya era demasiado tarde. En lugar de aceptar prestigiosas invitaciones a fiestas de la escuela secundaria, Blanski, convertido en un personaje extraño,

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Muerte por agua 187 prefería quedarse en su casa para leer la Biblia. En lugar de poner sus aspiraciones en vivir la adolescencia de una estrella del rock, dirigía la adoración en una megaiglesia. Después de numerosas experiencias cercanas a la muerte, la «buena onda» de Blanski tuvo que someterse finalmente a una operación de emergencia, bajo la forma del bautismo, a los quince años. Habiendo crecido en una subcultura bautista totalmente ajena a los sacramentos, fue bautizado en la orilla de un lago en un barrio residencial, tomado de la mano con veinte jóvenes más, mientras entraban caminando en aquel lago tan húmedo y frío para la gran inmersión del bautismo. Los servicios fúnebres para la «buena onda» de Blanski se celebran en una iglesia anglicana del Medio Oeste cada semana, cuando se puede encontrar su cadáver junto a todos los demás cadáveres. En lugar de flores, su nueva familia sugiere el pan y el vino de la Santa Eucaristía. Jesús, ese Dios–hombre barbudo y polarizador alrededor del cual giran nuestros calendarios, vino predicando que debemos morir. Proclamó que todos somos pecadores, pero unos pecadores a los que Dios ama tanto, que entregó su vida por nosotros. Y en el bautismo somos invitados a morir a nuestro viejo yo «buena onda» —nuestra mundanalidad y nuestra pecaminosidad— para resucitar con Cristo. La forma en que lo presenta el apóstol Pedro me encanta: «en los tiempos antiguos, en los días de Noé, desobedecieron, cuando Dios esperaba con paciencia mientras se construía el arca. En ella solo pocas personas, ocho en total, se salvaron mediante el agua, la cual simboliza el bautismo que ahora los salva también a ustedes» (1 Pedro 3.20–21). ¡Solo ocho personas se salvaron! La familiar historia del arca de Noé y el diluvio que sepultó por completo al mundo conocido en un verde mar de agua es una historia de terror. Mientras el resto de la humanidad se subía a los techos de las casas o se trepaba a los árboles, solo para descubrir con una última y desesperada boqueada que el nivel del agua no iba a dejar de subir; mientras el resto de la humanidad se ahogaba lentamente en los remolinos de aquel diluvio repentino, solo un pequeño grupo de ocho personas estaba en lugar seguro. ¿Y Pedro afirma que esto se relaciona con el bautismo?

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Normalmente, cuando hablamos del bautismo, sentimos una agradable sensación. Tendemos a enfocarnos en el hecho de que en el bautismo somos resucitados con Cristo a una vida nueva. Nos agrada enfocarnos en la primera mención que hace Pedro del bautismo en 1 Pedro 1.3: «[Dios,] por su gran misericordia, nos ha hecho nacer de nuevo mediante la resurrección de Jesucristo, para que tengamos una esperanza viva» o en 1 Pedro 1.23: «Ustedes han nacido de nuevo». Sin embargo, aquí Pedro nos recuerda que el bautismo tiene un aspecto más oscuro, e incluso doloroso. No podemos nacer de nuevo, a menos que muramos primero. Hay gente que se burla del cristianismo. Piensa que la religión es una muleta; una especie de cojín emocional para los tímidos y los de mente débil. «La fe es una salida fácil», suele decir esta manera de razonar. «¿Quién no querría el consuelo de un Dios amoroso?» Pero el cristianismo no nos da esa seguridad. El Evangelio de Jesucristo no se parece en nada a un camino elevado y fácil. No se puede tener salvación sin condenación. Aceptar a Jesús como Señor y Salvador es aceptar un mundo en el cual todos hemos pecado y hemos sido destituidos de la gloria de Dios; todos nos hemos descarriado, y cada uno de nosotros ha deformado y retorcido la imagen de Dios impresa en nosotros, convirtiéndola en un pervertido y leproso narcisismo. No hay uno justo; ni uno solo. No hay nadie que comprenda. No hay nadie que busque a Dios. Todos se han apartado de él. Creer lo que Jesús está diciendo es creer que todo lo recorrido por la historia humana alejada de Dios ha culminado en la sofisticada persona del siglo veintiuno: hastiada de todo, sarcástica, desesperada por ver cumplidos unos sueños de adolescente al verse ante un vacío amplio y ulceroso. El fruto del pecado está maduro, y pudriéndose. No produce otra cosa más que aislamiento, temor, ira, el mal uso de la tierra y el abuso con los demás, e incluso con nosotros mismos. ¿Acaso es de maravillarse que el pago del pecado sea la muerte? A nosotros nos agradaría pensar que somos la excepción a la regla, pero solo porque muy oportunamente, pasamos por alto la forma en que abusamos del petróleo, nuestra explotación de la mano de obra a nivel internacional y nuestro apoyo a algo tan monstruoso como un megacentro comercial. Pasamos por alto lo que hacemos

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Muerte por agua 189 en unos cuartos oscuros con una poderosa conexión a la Internet, y lo que nos deleitamos en ver en la televisión. Hasta los cristianos se sienten orgullosos de presumir de su saludable cuerpo y el césped impecable de su patio, y al mismo tiempo, tímidos e incapaces de hacer ostentación de la justicia y la verdad. Si estamos dispuestos a tomar en serio la palabra de este indomable y barbudo Dios–hombre, nos veremos forzados a admitir que, al igual que los que vivieron en los tiempos de Noé, nosotros también merecemos morir. Muerte. Muerte por agua. Pero hay esperanza en ese horror. El diluvio no es el final de la historia. El pecado y la muerte no tienen la última palabra. «Porque Cristo murió por los pecados una vez por todas, el justo por los injustos, a fin de llevarlos a ustedes a Dios. Él sufrió la muerte en su cuerpo, pero el Espíritu hizo que volviera a la vida» (1 Pedro 3.18). No solo necesitamos ahogarnos en las aguas del diluvio; necesitamos que se nos levante de ellas a una vida nueva con Cristo. Este es el don del bautismo: morimos a nuestro viejo yo pecaminoso para nacer de nuevo a la luz y la vida del amor sin límites de Cristo. El bautismo es una sentencia de muerte, muerte por agua, pero es también una invitación a una nueva vida; una vida lavada y purificada en la sangre que Jesús derramó por nosotros. Por la sangre de las heridas de Cristo, somos —verdaderamente— sanados. Este lavarnos, esta profunda purificación, va mucho más allá de lo cosmético. El sacramento del bautismo no es una exfoliación; el bautismo es una regeneración. Es un restregarnos el corazón; un lavado profundo de la parte más profunda de nuestra alma.1 Para la Iglesia en sus primeros tiempos, el bautismo era la «llave del reino de los cielos», el «agua de vida», las «vestiduras de la inmortalidad», el «ropaje resplandeciente», el «carro de Dios».2 Cirilo de Alejandría (376–444) sostenía que solo se consiguen un conocimiento perfecto de Cristo y una participación total en él por medio del sacramento del bautismo y la correspondiente iluminación del Espíritu Santo.3 Según Atanasio de Alejandría (296–373), por medio de las aguas sagradas del bautismo es como somos unidos a la Deidad, y por medio de este sacramento de regeneración es como la imagen divina se renueva en nosotros.4

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Sin embargo, aquí está el problema: nunca entraremos a poseer la herencia divina, a menos que no muramos una muerte por agua.5 En el capítulo 1, Pedro recuerda cómo algunos de los israelitas que atravesaron las aguas bautismales del mar Rojo desde la esclavitud hacia la libertad, trágicamente ansiaron regresar a la vida de lujos y hedonismo de Egipto. No tenían gusto por las cosas de Dios. Nos tenemos que empapar. Tenemos que sumergirnos, y no podemos mirar atrás. Para entrar a la Tierra Prometida, debemos dejar atrás a Egipto. Para entrar al reino de Dios, debemos permitir que nuestro amor por este mundo se ahogue en las oleadas del diluvio, como en los tiempos de Noé. Para vivir realmente nuestro bautismo, debemos morir a nuestro viejo yo para ser levantados en Cristo. No puede haber ningún amor rival. Solo Cristo puede permanecer. Eso es lo que estoy tratando de hacer con mi teoría del burro loco; mi exploración de los tiempos antiguos de la cristiandad: estoy tratando de que Cristo sea mi supuesto previo; la única cosa que doy por segura; mi única premisa. Estoy tratando de aprender a renovar mi mente, de manera que pueda ver el mundo entero a la luz de Jesús. Quiero que la ley de Dios, que sus santos pactos, sean más reales para mí, que la ley de la gravedad. Cuando fuimos bautizados, ¿en qué fuimos bautizados, sino en un pacto con Jesucristo? En Génesis 9.8–17 leemos que Noé y su familia pasaron a través de las aguas bautismales del diluvio, para entrar en un pacto santo; un pacto sellado con la señal del arco iris. En unos pocos versículos, aparece la palabra «pacto» siete veces, y para los israelitas, el siete es un número sagrado. Un pacto es una relación sagrada de Dios con su pueblo, en la cual él es quien tiene la iniciativa, y él mismo es quien la sostiene. Los pactos de Dios son más reales que todas las demás cosas de la tierra. ¿Quiénes somos nosotros para medir el peso, la grávitas, de los santos pactos de Dios? Dios dispuso de antemano su pacto con el hombre antes de hacer el mundo. El pacto bautismal es más verdadero y más de fiar que la ley de la gravedad. Los pactos son una magia profunda. Son más fuertes y mejor establecidos que el amanecer de los tiempos. Ni siquiera el diablo es capaz de medir la profundidad y la anchura de los pactos sagrados de Dios.

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Muerte por agua 191 El bautismo señala nuestra muerte. Pero también simboliza nuestra vida nueva y vibrante en el Dios Uno y Trino, quien es Señor de todas las cosas que hay en el cielo y en el infierno y en la tierra, ¡y por toda la eternidad!

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rato de envolver mi mente alrededor de este pensamiento. Cuando Jesús fue bautizado en agua, el Espíritu Santo descendió sobre él, tomando una forma como de paloma. De una manera parecida, cuando Noé estaba en el arca, soltó una paloma para que vagara sobre las aguas. Y desde el principio, incluso ya en Génesis 1, leemos que «el Espíritu de Dios iba y venía sobre la superficie de las aguas» (v. 2). Las palomas y el agua y los vientos y el batir de alas y el Espíritu del Dios viviente. Dios está increíblemente cercano; más cercano que nunca. ¡De hecho, el reino de Dios se halla ante la puerta de nuestra casa! ¡Está suma y peligrosamente cercano! Pero, ¿viviremos de acuerdo con nuestro bautismo? ¿Apartaremos de nosotros nuestro viejo yo para revestirnos de Jesús? ¿Aceptaremos la sentencia de muerte, muerte por agua? —De veras te aseguro que quien no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios —dijo Jesús. —¿Cómo puede uno nacer de nuevo siendo ya viejo? —preguntó Nicodemo—. ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el vientre de su madre y volver a nacer? —Yo te aseguro que quien no nazca de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios —respondió Jesús—. Lo que nace del cuerpo es cuerpo; lo que nace del Espíritu es espíritu. No te sorprendas de que te haya dicho: “Tienen que nacer de nuevo.” El viento sopla por donde quiere, y lo oyes silbar, aunque ignoras de dónde viene y a dónde va. Lo mismo pasa con todo el que nace del Espíritu. Nicodemo replicó: —¿Cómo es posible que esto suceda? (Juan 3.3–9)

¿Y quién no se preguntaría con él cómo es posible que suceda algo así?

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Capítulo 27

La nueva comunidad

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i yo tuviera una lista, la cena en casa de Rose y Winston estaría entre mis cinco cosas preferidas. Va más allá de los inmensos Grandes Daneses, la buena comida sureña y sus gozosos hijos que huelen a jugo de manzana y llenan de risas su hogar. Basta con andar entre ellos para sentirse edificado, por lo sabios y lo amorosos que son. Yo ya me estaba acercando al final de mi santo peregrinaje cuando Rose y Winston me invitaron de nuevo a cenar, esta vez con Britta también. Ella llevaba un chal a la moda importado de Italia; yo iba ostentando mi camisa de franela favorita. Después de un juego de Scrabble, pasamos de la mesa de la cocina a la sala. Los niños sonaban como si estuvieran en plena guerra con Lord Voldemort en la habitación que Winston llama «el cuarto del alboroto». Yo pensé que Rose se movía como toda una reina para estar encinta; como una belleza sureña, cuando se sentó con dificultad en una mecedora y se puso a frotarse su ya inmenso vientre. En la cazuela de fuego lento se estaba cociendo un asado, y Winston se fue a echarle una ojeada y poner a hacer otra jarra de café. «¿Cómo te gusta?», me preguntó Rose. «Igual que siempre. Negro». «Lo que quiero decir es ¿cómo te sientes con respecto a tu libro hasta este momento?», me preguntó en medio del tintineo de una risa.

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«¡Ah!», dije, arrugando la frente. «Para serte sincero, me siento como si me hubiera metido en camisa de once varas». «¿Así te sientes?», me preguntó Britta, acurrucada en la esquina de un sofá con una taza de café vacía. «Aquí me ves, escribiendo acerca de burros parlantes y magia profunda y pactos que nos han metido en la historia de Dios, y después voy a la iglesia y los rostros reales que veo en mi banca, simplemente no me parecen tan épicas como lo que describe la Biblia. Mal aliento, desentonados cuando cantan, tipos extraños y misteriosos... Algunas veces es difícil ver a la iglesia como la nueva comunidad de la que habla la Biblia». «Extraño oír eso del empollón con la barba medieval y las botas para montar motocicleta», me dijo Britta, mirándome sorprendida. «¿Qué aspecto esperas que tengan los cristianos? ¿Que parezcan caballeros revestidos de una reluciente armadura y monjes con hábitos de color castaño?» Me sentí avergonzado de inmediato. Por supuesto, ella tenía razón. Jesús siempre ha llenado su iglesia con gente común y corriente como yo. «Es que resulta difícil creer que el mundo entero esté gimiendo bajo la tensión de ver lo lentamente que nosotros vamos llegando a ser hechos de nuevo y completos en Cristo; esperando a que nosotros crezcamos hasta estar a la altura del papel que Dios nos destinó de gobernar el universo, hasta “la gloria que se ha de revelar” en nosotros». Rose se levantó de su mecedora y fue a recoger su vieja y gastada Biblia de la Versión Standard Americana. «¿Sabes, Ty? Siempre me ha desconcertado que Dios esté habitando literalmente en gente común y corriente como nosotros. Al hijo más joven de Jacob, el consentido con la túnica de colores, Dios le da los dones de sueños e interpretación de sueños. José pasa de ser esclavo y preso a ser un príncipe con gran poder. Al jovencito David, a quien su propio padre Isaí pasó por alto, Dios le da fortaleza para matar a Goliat. El pastorcito se convierte en el noble rey de Israel. Desde el joven Samuel hasta Elías y Eliseo, campesinos de tierra adentro, Dios obra con los pequeños y los que todo el mundo pasa por alto, para lograr que se hagan las cosas. Es lo que a mí me gusta llamar una ironía».

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La nueva comunidad 195 Me lanzó una mirada filosófica. «El Señor hace su hogar con nosotros de las maneras más extrañas», siguió diciendo. «Quiero decir, que Dios decidió habitar en una tienda de campaña —¡nada menos que en una tienda!— durante años de acampadas en el desierto», dijo, arreglándoselas para convertir la palabra tienda en una palabra de tres sílabas. Fue buscando por el Antiguo Testamento hasta encontrar en el Éxodo: «Consagraré la Tienda de reunión y el altar, y consagraré también a Aarón y a sus hijos para que me sirvan como sacerdotes. Habitaré entre los israelitas, y seré su Dios. Así sabrán que yo soy el Señor su Dios, que los sacó de Egipto para habitar entre ellos. Yo soy el Señor su Dios» (29.44–46). Winston entró de nuevo en la habitación caminando sosegadamente, exhibiendo con orgullo un delantal que tenía pintada una inmensa langosta, y trayendo una jarra de café caliente. Britta y yo le acercamos nuestras tazas, y él las llenó con aquel rico y aromático café recién hecho. «Es como meter el rostro en un montón de frutos secos mixtos y granos de cacao, ¿no es cierto?», le preguntó a ella. Él tenía una manera extraña de hablar del café, como si se tratara de un vino de calidad. «¡Ajá!», le respondió Britta sonriente. «¡No podría ser mejor!» «¿Es descafeinado?», le preguntó Rose, mirando preocupada al café. A Winston le gustaba el café casi tanto como le gustaba el vino, y le estaba costando trabajo adaptarse al recién hallado amor de su esposa por el café descafeinado. «Lo siento, mi amor», le dijo, con cara de sentirse muy culpable. «Te amo muchísimo, caballero», le dijo, besándole una mejilla. «Y yo también te amo muchísimo», dijo él, animándose enseguida. «Un poco de té estaría magnífico, querido». «Sí, señora», dijo Winston con una sonrisa, y salió decidido rumbo a la cocina con su extraño delantal, pasando por encima de los dos Grandes Daneses que se habían tirado en la entrada. Rose se volvió a sentar. «Tal como yo lo veo», siguió diciendo, «la forma en que Dios habitó en aquella tienda es como la forma en que habita hoy en

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la iglesia. No es posible leer Efesios sin ir recogiendo pistas de que Dios está formando una comunidad redimida a partir de gente común y corriente como ustedes y como yo. Pronto, la Iglesia se esparcirá por el mundo entero y se unirá a Dios para gobernarlo». «Me pregunto por qué», preguntó Britta, poniendo su taza entre las dos manos. «Porque a través de los cristianos», dijo Rose con convicción, «se puede conocer el amor de Dios. En la Iglesia es donde comienza todo». La luz del sol llenó de luz la habitación. Rose buscó Efesios, con la Biblia descansando sobre su vientre, y leyó: «Por lo tanto, ustedes ya no son extraños ni extranjeros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y los profetas, siendo Cristo Jesús mismo la piedra angular. En él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un templo santo en el Señor. En él también ustedes son edificados juntamente para ser morada de Dios por su Espíritu» (2.19–22). Cerró la Biblia. «¿Ven?», dijo con las mejillas encendidas: «después de tanta preparación, Jesús trajo la salvación para “hacer entender a todos la realización del plan de Dios, el misterio que desde los tiempos eternos se mantuvo oculto en Dios, creador de todas las cosas”», dijo, citando Efesios (3.9). Winston volvió a entrar en la sala, tratando de hacer eructar a su bebé más pequeña. Le entregó a Rose su té, y con el brazo libre se sirvió un vaso de vino. Me sentí asombrado ante su destreza. Como se acercaba la cena, a nadie le sorprendió que el sumiller se hubiera pasado al Pinot Noir. «A mí me parece tan hermoso», dijo Britta con los ojos brillantes. «La forma en que Dios da a conocer sus pactos consiste en transformar los corazones humanos a base de vivir con ellos, de uno en uno. Encuentra un Abraham, un Moisés, un David, un Pablo, un Winston o una Rose y después va desarrollando lentamente su plan para toda la humanidad, y más allá». Rose extendió el brazo y descansó delicadamente la palma de la mano sobre la cabeza de la bebé. «Es una responsabilidad tan

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La nueva comunidad 197 sencilla, tan corriente y, sin embargo, tan abrumadora...», dijo. «En realidad, una gloria». «Pues los sufrimientos ligeros y efímeros que ahora padecemos producen una gloria eterna que vale muchísimo más que todo sufrimiento», dijo Winston con fervor (2 Corintios 4.17). Todos vimos cómo la luz del sol, cada vez más débil, entibiaba el suelo de madera. Desde el cuarto del alboroto se dejó oír un duro golpe, seguido por fuertes sollozos. Mi café se me había enfriado. La cazuela lenta estaba haciendo unos ruidos extraños. Muy pronto, no había nadie pensando ya en la gloria. Sintiéndome extrañamente conmovido, me fui a la cocina y volví a llenar mi taza de café. Sacudí la cabeza, en un intento por aclarármela. Todos estaban completamente en lo cierto. El fruto del bautismo no es solamente una moral más fuerte y mejor, o una vida más feliz, sino una vida ontológicamente diferente a la anterior. Esta diferencia, esta «vida nueva» de la que habla Pablo, es la vida con Cristo. «Si hemos muerto con Cristo, confiamos que también viviremos con él» (Romanos 6.8). Solo porque alguien piense que es cristiano, eso no lo convierte en cristiano. Es la vida de Jesús resucitado que nos es dada, su vida de resurrección, la que se convierte en nuestra vida de resurrección. «¿Acaso no saben ustedes que todos los que fuimos bautizados para unirnos con Cristo Jesús, en realidad fuimos bautizados para participar en su muerte?», pregunta Pablo. «Por tanto, mediante el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, a fin de que, así como Cristo resucitó por el poder del Padre, también nosotros llevemos una vida nueva» (Romanos 6.3–4). Y esta novedad de vida solo se encuentra en la Iglesia, que es Cristo en nosotros unidos, su presencia que viene a nosotros, el sacramento de la vida de resurrección que él comparte con nosotros. «Les aseguro», nos recuerda Yeshúa el Mesías, «que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo» (Mateo 28.20, cursiva del autor). Gracias a Jesús, todos nosotros, los personajes dispares, desharrapados y chapuceros, podemos ir a la iglesia como si realmente fuéramos sus dueños. Jesús es el pionero de la vida de resurrección. Él es quien ha abierto el camino, para que otros lo sigan. «Presten

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atención, que estoy por crear un cielo nuevo y una tierra nueva» (Isaías 65.17; cp. 2 Pedro 3.13; Apocalipsis 21.1–4). Aquella tarde, en casa de Winston, me di cuenta de lo humildes que nos debemos sentir al ver que Dios está dispuesto a usar granujas como tú y yo para hacerlo.

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Capítulo 28

Reorientar nuestros amores

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a gente pregunta con frecuencia si «Jesús es Dios», como si la parte de «Dios» fuera conocida, y la parte de «Jesús» desconocida. Sin embargo, las cosas son totalmente al revés.1 En un esfuerzo por ser «neutrales» y «objetivos», se da por sentado por lo general que la palabra «Dios» es en realidad el nombre real de «Dios», y como si cualquier adoración dirigida a cualquier dios, tanto por parte de gente monoteísta como de gente politeísta, fuera descifrada de manera maravillosa como la adoración de un «Dios». Aunque el judaísmo, el cristianismo y el islam (religiones monoteístas las tres) creen ardientemente que este concepto es por sí mismo evidentemente incierto, y aunque el hinduismo y el budismo (y otras religiones politeístas) también crean que esto es evidentemente incierto en sí mismo, la suposición previa contemporánea «neutral» y «objetiva» es que todas las grandes religiones básicamente están adorando al mismo «Dios». De aquí el supuesto contemporáneo de que si una de estas religiones proclamara tener la verdad acerca de «Dios», se la desestimaría como ignorante, dogmática e incluso arrogante. Por tanto, para los pluralistas postmodernos la pregunta sobre si «Jesús es Dios» es una pregunta perfectamente legítima, porque ellos piensan que ya tienen claro quién es Dios. Para mí es un misterio la forma en que los pluralistas postmodernos se las arreglan para mirar hacia abajo desde alguna gran al-

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tura olímpica «neutral», y acusan a todas las principales religiones del mundo de dedicarse a juegos religiosos. «Hay un admirable aire de humildad en la afirmación de que la verdad es mucho mayor de lo que cualquier persona, o cualquier tradición religiosa es capaz de captar», observa Lesslie Newbigin. Pero después hace una pregunta: «¿Cómo sabe el que esto dice que la verdad es mucho más grande que una afirmación de ella en particular; por ejemplo, que “Jesucristo es la verdad”? ¿Qué acceso privilegiado a la realidad posee?»2 La respuesta sincera es que no tiene acceso excepcional alguno a la verdad. Su afirmación de que Jesús y Alá no son más que traducciones diferentes del mismo lenguaje divino es simple especulación; una ingenua proclamación de poseer la verdad, sin realidades y sin garantías. No trabaja a partir de una cantidad excesiva de datos, sino de una gran escasez de ellos. Todo lo que ha hecho es dar por sentado que su idea sobre un Dios a fin de cuentas indefinible e imposible de conocer que evidentemente se revela a sí mismo de formas contradictorias es la realidad definitiva. Jesús, la Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros, es lo que conocemos acerca de Dios. «Dios» no es una deidad benigna, pero desconocida. Su nombre es Yeshúa, el Ungido; Jesús el Mesías, la segunda persona de la Santa Trinidad. Dios es conocido específicamente como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Y cuando se nos bautiza a los cristianos, se nos bautiza en el cuerpo vivo de Jesús, su Iglesia que es una, católica, santa y apostólica; no en una entrevista personal privada. Conocemos a Dios a través de Jesucristo, y Jesucristo nos es conocido a través del Espíritu Santo, y desde Pentecostés, el Espíritu Santo ha estado siempre activo en la Iglesia. Por eso, en el bautismo y en la Cena del Señor, la congregación ecléctica y ecuménica de creyentes está participando en la divinidad de Cristo. Así como el cielo se abrió durante el bautismo de Jesús, y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma de paloma, el velo del templo ha sido rasgado y ha comenzado un nuevo día en el reinado de Dios sobre la tierra.3 Les quiero sacudir el polvo a nuestros telescopios para contemplar de nuevo esos cielos que están hablando de la gloria de Dios; para maravillarme en «el dosel sagrado», haciendo mía una

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Reorientar nuestros amores 201 frase de Peter Berger. Este tapiz ha sido rasgado. Ha sido privatizado y revitalizado. Pero yo creo que este dosel sagrado, que se extiende desde el Génesis hasta el Apocalipsis, es del conocimiento público, y es la verdad objetiva. Dios está reinando. Su reino es la realidad. El Evangelio de Jesucristo es nuestra única estructura reinante con plausibilidad. Situados entre la ascensión de Cristo y la restauración final que hará de todas las cosas, somos llamados a convertirnos en una misión de avanzada del reino de Dios; a unirnos a Cristo en su proyecto de renovación. La iglesia no es un lugar donde comprar objetos religiosos para traerlos a nuestra vida privada; es la señal externa y visible de Cristo; un sacramento colectivo de Jesús. Para vivir en el cuerpo de Cristo en tiempo presente, necesitamos saber dónde hemos estado y cómo va a ser nuestro futuro. En ciertos sentidos, nos debemos convertir en medievales. Al hablar de «volvernos medievales», no solo quiero decir que debemos permitir que la visión intelectual y espiritual cristocéntrica de la Edad Media haga más profunda nuestra fe de hoy, sino que debemos restaurar la sensación de estar viviendo en una Edad Media nosotros mismos. Agustín habló de vivir «en esta era que se encuentra en el medio (in hoc ínterim sæculo)».4 Con esto quiso decir que nosotros estamos en una era intermedia en la cual la Ciudad de Dios y la Ciudad del Hombre se hallan mezcladas entre sí, hasta que llegue el juicio final. En el siglo séptimo, Julián de Toledo habló de «una edad intermedia (tempus medianum)» que estaba situada «entre las dos venidas de Cristo, la primera en la encarnación y la segunda en el juicio».5 En cuanto a esto, dice el apóstol Juan: «¡Fíjense qué gran amor nos ha dado el Padre, que se nos llame hijos de Dios! ¡Y lo somos! El mundo no nos conoce, precisamente porque no lo conoció a él. Queridos hermanos, ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que habremos de ser. Sabemos, sin embargo, que cuando Cristo venga seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es» (1 Juan 3.1–2). El reino de Dios está ya aquí, aunque aún no se haya manifestado en su plenitud. Este estado de «ya, pero todavía no» es nuestra Edad Media. Aunque

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Jesús ha vencido al pecado y a la muerte de una vez y para siempre, la salvación aún se debe realizar de una manera más plena en la historia en desarrollo de su cuerpo, que es la Iglesia. Somos llamados a mantener el vecindario sobrecogedor y maravilloso; a ser sal en un mundo que se está pudriendo. Somos llamados a conocer nuestra masa; a ser llenos de la levadura del Espíritu Santo. El Cristo exaltado derramó su Espíritu en su Iglesia, y el Espíritu formó una nueva comunidad, una koinonía (Hechos 2.14–47; 6.7; 12.24; 19.20). Jesús les dijo a sus seguidores que esperaran en Jerusalén, y les prometió que el Espíritu Santo sería derramado sobre ellos (Lucas 24.49; Hechos 1.4–5; 2.37–47). Y así fue: el Espíritu Santo descendió en poder en el día de la fiesta judía de Pentecostés, la fiesta en la cual Israel le presentaba a Dios las primicias de las cosechas, en espera de la cosecha entera que se recogería más tarde (Éxodo 23.16; Deuteronomio 16.9–12). Ese día, el viento recio que llenó de repente la casa y las lenguas de fuego que se fueron a posar sobre las cabezas de los discípulos fueron señal de las primicias del reino de Dios que vendría, abierto ahora al mundo entero. La nueva comunidad, llena de amor y dispuesta siempre a compartir, el cuerpo de Cristo lleno del Espíritu, irradia la luz del nuevo pacto y saca a los seres humanos de las tinieblas. A partir de los discípulos originales, y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, «día tras día, en el templo y de casa en casa», los cristianos nunca han dejado de «enseñar y anunciar las buenas nuevas de que Jesús es el Mesías» (Hechos 5.42). Hasta gente del oeste medio de Estados Unidos, como Winston, y Rose y Britta, se les pueden unir. Cuando nosotros nacimos de nuevo, la obra salvadora de Cristo, el Dios–hombre, se convirtió en nuestra obra. Sin embargo, he aquí que muchos de nosotros han sufrido con la negligencia de pastores que diluyen las Escrituras hasta convertirlas al lenguaje de los medios informativos y la cultura popular; lo empacan de nuevo en un deísmo materialista o terapéutico, o sencillamente convierten en pesadez la poesía de Cristo. En algunas circunstancias, la palabra discipulado se ha convertido en una mala palabra. Es otra manera de hablar del legalismo. Pero cuando Jesús nos llama al discipula-

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Reorientar nuestros amores 203 do, no nos está queriendo llamar a una vida llena de leyes morales. La palabra cristiano aparece en el Nuevo Testamento solamente tres veces. La palabra discípulo, o estudiante, aparece cerca de trescientas veces. Ser discípulo (latín discípulos, «aprendiz») es ser un estudiante. Antes de ser cristianos, los seguidores de Cristo son primero discípulos, inscritos en la clase maestra de la vida, la vida del reino. La cristiandad no es un museo de santos, sino un hospital para pecadores; una escuela para gente quebrantada. Antes de ser cualquier otra cosa, el discipulado es una reorientación de nuestros amores. En esta clase no hay ninguna lista legalista, sino solo la invitación para convertirnos en amadores de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo de todo corazón y para toda la vida. Al principio, es posible que sintamos esta reorientación como una desorientación. Hemos vivido al revés y de manera tan superficial por tanto tiempo en nuestro pecado, que hemos llegado a pensar que es lo normal. Pero cuando nos hacemos estudiantes de Cristo, él obra para que todo tome su posición normal. Se nos invita a ensillar nuestros proverbiales burros y salir cabalgando sobre ellos de las neblinas de la idolatría moderna para entrar en la luz de Cristo. La idolatría de Atomolandia dice: «Pienso; luego existo». Esto lo dice porque una vida impía lleva de manera natural al nihilismo, al narcisismo y a un amor propio inflado. En Atomolandia, yo vengo primero; yo decido qué es lo verdadero. En cambio, los estudiantes del reino de Dios dicen: «Yo soy porque Dios es. Yo amo, porque él me ama a mí. Porque amo, pienso, y porque soy pecador, algunas veces pienso cosas idolátricas como ese “Pienso, luego existo”, como si yo fuera Dios». Cuando vivimos en el amor de Dios, permitiéndole a Jesús que renueve nuestro corazón y nuestra mente, él reorienta nuestros amores. Ya dejamos de ser los que indicamos la verdad. Vivimos en el camino de las historias de la salvación de Dios; de su amor. Cuando nos convertimos en aprendices de Jesús, nos estamos matriculando en una clase de amor. «Si alguno viene a mí y no sacrifica el amor a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aun a su propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lucas 14.26). Pensar que Jesús esté diciendo aquí que nosotros debamos odiar

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literalmente a aquellos a quienes amamos, sería leer este pasaje fuera del contexto de toda su vida de amor y de su muerte en la cruz. Jesús nos está diciendo que si queremos ser discípulos suyos, estudiantes suyos, debemos reordenar nuestros amores. Debemos amar a Yeshúa el Cristo, el Prometido, antes que a todo lo demás. Me da la impresión de que hay pastores que interpretan de manera errónea este reordenamiento de nuestros amores en el sentido de que debemos ser «más equilibrados» en nuestra manera de amar a los demás. Su idea es que amamos demasiado a nuestra esposa y a nuestros hijos; a nuestro padre y nuestra madre. Pero, ¿puede decir sinceramente alguno de nosotros que no amemos a Dios, porque amamos demasiado a nuestro prójimo? Esa idea es burdamente halagüeña para nosotros mismos. Si acaso, será que no amamos lo suficiente a nuestros hermanos. Nuestro corazón no se halla en equilibrio en medio mismo de nuestro pecho. Está un poco hacia la izquierda, fuera del centro. El corazón humano desafía el equilibrio. Nuestro problema no está en que amemos demasiado a nuestra familia y a nuestros amigos, sino en que no los amamos lo suficiente. Y no los amamos lo suficiente, porque no amamos a Dios lo suficiente. Cuando Jesús dice que debemos «sacrificar» el amor a nuestros padres, cónyuges e hijos, está diciendo que el corazón no puede guardar un equilibrio. No se lo puede dividir en compartimentos. No podemos dividir nuestros amores y darle a Dios lo que sobre. O todo, o nada. Debemos amar a Dios con todo nuestro corazón. El amor a Dios es un recurso inagotable. Cuando amemos a Dios con todo nuestro cuerpo, todo nuestro corazón, toda nuestra mente, hasta que nos consuma por completo el amor hacia él, no nos tendremos que preocupar por no tener suficiente amor para nuestros hijos o nuestro prójimo. Los amaremos más. Cuando no estamos divididos, totalmente inmersos en el amor de nuestro Señor, el mundo entero se vuelve mucho más entrañable. Pero Dios debe venir primero. Solo él es el Santo; solo él es el Señor; solo él es el Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la gloria de Dios Padre.6

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Capítulo 29

Vengan a desayunar

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e encanta leer los relatos acerca de las apariciones de Jesús crucificado y resucitado a sus apóstoles. Es un momento de grandes emociones. Ellos aún están lamentándose por su Señor crucificado; sin embargo, todo está verde y tierno con la llegada de la primavera, y ellos ni siquiera lo saben aún. Y entonces, Cristo se les acerca, y lo hace de las maneras más hermosas y extrañas. En todos los relatos en los cuales el Jesús resucitado tiene un encuentro con sus aprendices, Jesús se halla físicamente presente; para borrar las dudas de los apóstoles, los invita a tocarlo, a tocar sus heridas, e incluso come con ellos. Les habla acerca de la nueva misión que les va a entregar. En el evangelio de Lucas, se nos presenta una hermosa instantánea de la vida con el Cristo resucitado. Dos discípulos iban por un camino lleno de curvas que llevaba a Emaús, con la mente y el corazón atrapados en un torbellino de confusión y de emociones. El Jesús vencedor de la muerte «se acercó y comenzó a caminar con ellos; pero no lo reconocieron» (Lucas 24.15–16). Les explicó las Escrituras, haciéndoles ver cómo él había cumplido la ley e iba a producir la restauración de todas las cosas, y lo invitaron a cenar con ellos. Aquella noche, cuando Jesús bendijo el pan y lo partió, «se les abrieron los ojos y lo reconocieron» (v. 31). Entonces se dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras conversaba con nosotros en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (v. 32).

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Lo que impresiona en este hermoso relato es que aquellos discípulos reconocieron a Cristo cuando partió el pan. Esto me recuerda el relato de María Magdalena en el huerto durante la mañana de la resurrección de Jesús. El relato destaca no solo que Jesús estaba presente, sino que fue reconocido. El Mesías resucitado es identificado y conocido en el simple gesto de partir el pan, o en una sola palabra: «María». Como viajero en medio de un santo peregrinaje, comiendo continuamente desayunos trinitarios y leyendo relatos acerca de lo mágico y lo milagroso, me encanta el hecho de que al final del evangelio de Juan también veamos a Jesús reuniéndose con los apóstoles para desayunar. Después que él llena de pescado sus redes de una manera milagrosa, enciende un fuego de carbón de leña y pone pescado en él, y también pan, y les dice: «Vengan a desayunar». En ese momento es cuando ellos reconocen que se trata del Señor (Juan 21.1–14). De nuevo, en el acto de partir el pan es en el que la resurrección se vuelve una realidad palpable y reconocible. Jesús no solo se les apareció a los discípulos: allí, en la orilla del mar, bajo las primeras luces de la mañana, partió el pan con ellos, y cuando comieron, reconocieron de repente su señorío. Este reconocimiento de Dios, este notable encuentro con lo divino al comer el pan, fue continuado como una tradición entre los apóstoles. Esta tradición les recordaba un pacto entre Dios y su pueblo que llenaba de pescado unas redes vacías, sanaba a los ciegos con lodo, y fue dado a conocer a los más humildes, y así los volvía a unir como miembros de ese pacto. Para la Iglesia apostólica, este participar de Dios en la Santa Eucaristía era, en el sentido más rico de la palabra, un misterio (μυστήριον, mystérion). Es la señal de nuestra esperanza futura: «Les digo», les había prometido Cristo, «que no beberé de este fruto de la vid desde ahora en adelante, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre» (Mateo 26.29). En otras palabras, hasta el día en el cual la restauración de todas las cosas en el pacto sea completa.

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Capítulo 30

Un renacimiento santo

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n renacimiento santo: eso es lo que pido en mi oración. Convertirnos juntos en estudiantes de Jesús. Regresar a las fuentes. Alimentarnos con los pasajes de las Escrituras. Entrar a la larga y curiosa historia de Dios–en–la–tierra; la tradición. Meditar en la sabiduría de los que han vivido antes que nos; de los santos. Nutrirnos con los sacramentos. Practicar y llevar a cabo diariamente la salvación de Dios con ese temblor involuntario y ese temor reverente del que habla Pablo (Filipenses 2.12). Y sobre todo, quitarnos del camino —o convertirnos en camino— para que Dios sane y ame a la gente quebrantada; para unirnos a la Santa Trinidad en la creación de más historias de salvación. No te estoy pidiendo que te sumas tanto en la ignorancia como para creer en las hadas. Sin embargo, sí te estoy pidiendo que te vuelvas lo suficientemente tonto como para convertirte en un tonto por Cristo. Redescubramos en la realidad el reinado de Dios. Recuperemos un sentido de la vida en un mundo sostenido por más que la gravedad y las leyes; un mundo sostenido por los pactos de Dios con su pueblo; un mundo que canta sobre la gloria de Dios; un mundo donde hasta los burros pueden hablar. Es un proyecto de recuperación; un esfuerzo para quedar más estrechamente injertados en «la vid» que es Cristo. Podemos seguir la dirección de Dios para preparar una nueva comunidad de oración y de obediencia

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colectiva a Dios; iglesias con sus raíces en Palabra y sacramento, revelación divina y tradición, y la vida abundante que hallamos en Jesús. Porque Dios la ha establecido de una manera tal, que la realización final de su reino pueda ser conocida «por medio de la iglesia» (Efesios 3.10). Nosotros somos su co–creadores; sus cómplices en este proyecto cósmico de renovación. El cristianismo no tiene por qué estar atado, siguiendo las corrientes de la moda en los experimentos religiosos norteamericanos del siglo veinte. No tiene que tratar de celebrar un baile en el minúsculo cubículo de la modernidad. Para mí, andar caminando montado sobre un burro imaginario ha sido una manera de salirme del despliegue publicitario de un Dios norteamericano sometido a un fuerte mercadeo y un cuidadoso abastecimiento. El cristianismo siempre ha sido mucho más que una experiencia de compras en un megacentro comercial, o un libro con sugerencias para ayudarnos a nosotros mismos. Es la mejor forma de vida posible: una vida de comunidad infundida por Dios, con cuidado por la creación y un amor genuinamente vivido. Como discípulos de Jesús, formamos parte de la narrativa constante de la salvación de Jesús, quien entró en la historia real y cambia vidas reales. Por definición, un renacimiento es una invitación a entrar en esa historia. Es antigua, pero también es perpetua. Tengo la esperanza de que orar por un renacimiento santo no reduzca la obra soberana de Dios, convirtiéndola en poco más que una agenda humana de reforma. Debe ser exactamente lo contrario. Solo se producirá un renacimiento santo cuando desechemos nuestras agendas de reforma y nos sometamos a la actividad soberana de Dios. Solo cuando nos podamos sincronizar con los ritmos del reino de Dios, veremos un santo renacimiento. Al leer la Biblia, se me hace difícil definir el reino de Dios como un solo estado empírico de cosas, o una «cosa». Se nos ha acercado, ha venido sobre nosotros, podemos entrar en él, se halla en medio de nosotros, se lo toma por la fuerza, sufre violencia, ha sido preparado y sigue en estado de preparación, tiene llaves y se puede cerrar con ellas, podemos ser mayores o menores en él, y oramos en el Padrenuestro para pedirlo. En el contexto bíbli-

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Un renacimiento santo 209 co, el reino de Dios ya está presente, pero aún tiene que llegar. Es una eterna realidad y una esperanza futura. Ha sido inaugurado por Cristo, pero aún no ha sido realizado; aún falta que sea consumado. El reino es el contexto de los propósitos soberanos de Dios. Tiene un impacto en todas las cosas de la vida, y estuvo en el centro mismo de toda la misión de Jesús. Es iniciativa suya, es la realización de sus propósitos, es su reino... y la razón de ser del mundo entero.1 Hoy en día, hacemos planes para un santo renacimiento; para vivir confiando en lo que Dios nos promete cuando practicamos las disciplinas del que es discípulo de Jesús y nos abrimos al Espíritu Santo: un amor real, un gozo permanente, paciencia, bondad genuina, generosidad verdadera, fidelidad confiada, mansedumbre y un dominio voluntario de nosotros mismos (cp. Gálatas 5). Se nos otorga el saborear digerir la Palabra viva de Dios y recibir los sacramentos del bautismo y de la Cena del Señor. Así podemos integrarnos a la historia continua de la salvación que nosotros llamamos tradición, para vivir la fe y orar las oraciones de los estudiantes del camino de Jesús que han vivido antes que nosotros. Y, por humildes que nos haga sentir el enfrentarlo directamente, Dios nos ha encomendado la tarea de dar lugar a su reino. Hasta donde yo puedo decir —y al fin y al cabo, yo solo voy montado sobre un burro—, el reino de Dios se halla sumamente cercano. Hay agua sagrada por todas partes. Todo lo que necesitamos hacer es bendecirla. Vivimos como criaturas en la creación, como partícipes de un mundo con un pacto de sangre. No hay ni siquiera un solo cabello de nuestra cabeza que no sea contado, ni un solo rincón de este mundo que escape al bautismo. El reino de Dios se halla seriamente cercano. Estamos en el borde. No; ya estamos nadando en él.

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Epílogo El cántico de Isaías «Presten atención, que estoy por crear un cielo nuevo y una tierra nueva. No volverán a mencionarse las cosas pasadas, ni se traerán a la memoria. Alégrense más bien, y regocíjense por siempre, por lo que estoy a punto de crear: Estoy por crear una Jerusalén feliz, un pueblo lleno de alegría. Me regocijaré por Jerusalén y me alegraré en mi pueblo; no volverán a oírse en ella voces de llanto ni gritos de clamor. Nunca más habrá en ella niños que vivan pocos días, ni ancianos que no completen sus años. El que muera a los cien años será considerado joven; pero el que no llegue a esa edad será considerado maldito. Construirán casas y las habitarán; plantarán viñas y comerán de su fruto. Ya no construirán casas para que otros las habiten, ni plantarán viñas para que otros coman. Porque los días de mi pueblo serán como los de un árbol; mis escogidos disfrutarán de las obras de sus manos. No trabajarán en vano, ni tendrán hijos para la desgracia; tanto ellos como su descendencia serán simiente bendecida del Señor. Antes que me llamen, yo les responderé;

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todavía estarán hablando cuando ya los habré escuchado. El lobo y el cordero pacerán juntos; el león comerá paja como el buey, y la serpiente se alimentará de polvo. En todo mi monte santo no habrá quien haga daño ni destruya», dice el Señor.

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Isaías 65.17–25

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Notas

Capítulo 1: Un peregrinaje santo 1. «Yo no podría hacer nada grande ni pequeño, sino ajustarme al mandamiento del Señor mi Dios» (Números 22.18). Martin Noth comenta: «(Balán), puesto que recibía revelación de Dios, estaba consciente de que Yahvé era el que gobernaba toda la historia del mundo, aunque él mismo no formara parte del “pueblo de Yahvé”». Martin Noth, Numbers: A Commentary, Old Testament Library (Filadelfia: Westminster John Knox, 1969), p. 174. 2. Cp. Talmud, Berakot 7a; Números 22.6, 8, 20, 35, 38; 23.4, 18; 24.3, 15–24. 3. Walter Riggans, Numbers, Old Testament Daily Study Bible Series (Filadelfia: Westminster John Knox, 1983), p. 164 [Números (Buenos Aires: La Aurora, 1988)]. 4. Ibíd. 5. Cp. Gordon J. Wenham, Numbers: An Introduction and Commentary, Tyndale Old Testament Commentaries (Downers Grove, IL: InterVarsity, 1981), p. 164. 6. «De hecho, [este pasaje] hace ver que el medio usado por Dios no es el importante, sino solamente el mensaje. Ya se trate de un burro o de un ángel, no es ese detalle el que importa». Riggans, Numbers, p. 170. 7. Extraño significa «que sugiere algo sobrenatural o sorprendente», como en «el extraño rebuzno de un burro». El rey Alfredo el Grande dijo en una ocasión: «Lo que nosotros llamamos extraño es en realidad la obra de Dios a la cual él está dedicado todos los días». De la traducción hecha de Boecio por Alfredo: citado por Brian Branson, The Lost Gods of England (Nueva York: Thames & Hudson, 1957), p. 59. 8. San Cipriano, The Lapsed/The Unity of the Catholic Church, trad. al inglés de Maurice Bevenot (Long Prairie, MN: Neumann, 1956), p. 13. 9. Ambrose Autpert, Commentary on the Apocalypse, 1. Cp. Jaroslav Pelikan, The Growth of Medieval Theology (Chicago: Univ. of Chicago Press, 1978), p. 43.

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10. Cp. C. S. Lewis, The Discarded Image (Cambridge: Cambridge UP, 1974 [La imagen del mundo (Barcelona: Bosh, 1980]); Owen Barfield, History in English Words (Londres: Faber & Faber, 1953), p. 169.

Capítulo 2: En busca de la magia

1. Apuleyo, The Metamorphoses, trad. al inglés de Robert Grave (Nueva York: Farrar, Straus & Giroux, 1979), p. 71. 2. Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, primera parte (Leipzig: F. A. Brockhaus, 1866), p. 73.

Capítulo 3: Una conversión cada vez más profunda

1. La expresión «deísmo terapéutico moralista» es presentada en el libro Soul Searching: The Religious and Spiritual Lives of American Teenagers, por Christian Smith y Melinda Lundquist Denton (Nueva York: Oxford UP, 2009).

Capítulo 4: Un proyecto de restauración

1. El Credo Niceno. 2. Justino Mártir, Diálogo con Trifón 8.2.

Capítulo 5: Llevando el burro al dentista

1. Esta conversación ha sido tomada de G. K. Chesterton, Orthodoxy (Londres: Hodder and Stoughton, 1999), pp. 87–95 [Ortodoxia (Madrid: Calleja, 1917)]; C. S. Lewis, «Religion and Science», en God in the Dock, ed. Walter Hooper (Grand Rapids: Eerdmans, 1970), p. 72 [Dios en el banquillo (Madrid: Rialp, 1996)]; Edward O. Wilson, Consilience: The Unity of Knowledge (Nueva York: Vintage, 1998), p. 51 [Consilience: la unidad del conocimiento (Barcelona: Galaxia Gutenberg, 1999)]; y Edward O. Wilson, On Human Nature (Cambridge: Harvard UP, 1978), pp. 6–7 [Sobre la naturaleza humana (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1980].

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Notas 215 2. Sam Harris, The End of Faith: Religion, Terror, and the Future of Reason (Nueva York: W. W. Norton, 2004), p. 73.

Capítulo 6; La cristiandad y Atomolandia

1. Richard Dawkins, A Devil’s Chaplain: Reflections on Hope, Lies, Science, and Love (Nueva York: Houghton Mifflin, 2003), p. 143 [El capellán del diablo: reflexiones sobre la esperanza, la mentira, la ciencia y el amor (Barcelona: Gedisa, 2008)]. 2. Es útil recordar que nuestra palabra mecánica procede del vocablo griego μηχανή (mejané), una «máquina» o «invención». 3. G. K. Chesterton, Saint Thomas Aquinas (Nueva York: Image, 1956), p. 4 [Santo Tomás de Aquino (Buenos Aires: Espassa-Calpe, 1943)]. 4. A Sherwin Nuland, por ser profesor de medicina, le agrada referirse a esto. 5. Erwin Chargaff, Heraclitean Fire (Nueva York: Rockefeller UP, 1978), p. 170.

Capítulo 7: Salvar las apariencias

1. «Es difícil imaginarse un conjunto de creencias que sugiera más la presencia de una enfermedad mental, que aquellas que se hallan en el centro mismo de muchas de nuestras tradiciones religiosas... La teología es actualmente poco más que una rama de la ignorancia humana. De hecho, es la ignorancia con alas». Sam Harris, The End of Faith: Religion, Terror, and the Future of Reason (Nueva York: W. W. Norton, 2004), pp. 72, 173 [El fin de la fe, la religión, el terror y el futuro de la razón (Editorial Paradigma, 2007)]. 2. Ian Sample, «There Is No Heaven: It’s a Fairy Story», guardian.co.uk, 18 mayo 2011. 3. Richard Dawkins, River Out of Eden: A Darwinian View of Life (Nueva York: Basic, 1995), pp. 18–19. 4. Edward O. Wilson, On Human Nature (Cambridge: Harvard UP, 1978), p. 54.

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5. Edward O. Wilson, Consilience: The Unity of Knowledge (Nueva York: Vintage, 1998), pp. 33, 105. 6. Cp. Wilson, On Human Nature, pp. 1–6. Wilson dice en otro lugar: «Ustedes dicen que la ciencia no puede explicar los fenómenos espirituales. ¿Por qué no? Las ciencias que estudian el cerebro están haciendo importantes adelantos en el análisis de las complejas operaciones de la mente. No hay razón aparente alguna por la cual con el tiempo no puedan llegar a proporcionarnos una relación material de las emociones y el raciocinio que componen el pensamiento espiritual». Consilience, p. 269. Aquí no hay ningún argumento. Se trata de un razonamiento deductivo y circular de la peor clase. 7. Wilson, Consilience, p. 286. Anteriormente anuncia que la evolución es «la más importante de todas las revelaciones» y que, como la Biblia no menciona la evolución, en realidad los profetas no pueden «haber tenido acceso a los pensamientos de Dios» (p. 6). 8. Ibíd., p. 286. 9. Wilson, On Human Nature, p. 71. 10. «La seguridad en cuanto al libre albedrío es biológicamente adaptable» (Wilson, Consilience, p. 131); por tanto, la religión existe «para otorgar una ventaja biológica» (Wilson, On Human Nature, p. 188). «La religión en sí misma se halla sujeta a las explicaciones de las ciencias naturales... La sociobiología puede dar cuenta del origen mismo de la mitología por medio de la actuación del principio de selección natural sobre la estructura material del cerebro humano durante su evolución genética... Probablemente la épica evolutiva sea el mejor de los mitos que tendremos jamás». On Human Nature, pp. 192, 201. 11. Consilience, p. 271. Es interesante que durante siglos, el significado biológico de especie solo era uno entre muchos. Esta palabra fue usada en una ocasión por Cicerón para traducir el concepto de «Idea» de Platón. En la lógica medieval, era uno de los cinco «predicables» por medio de los cuales se podía definir un objeto. Pero desde El origen de las especies

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Notas 217 de Darwin, la jerga de la camarilla de biólogos que hablan de los humanos como si fueran una especie se ha convertido en la manera indiscutida de hablar en la cultura popular. 12. Wendell Berry, Life Is a Miracle: An Essay against Modern Superstition (Berkeley, CA: Counterpoint 2001), p. 29. 13. Simplicio, pensador medieval del siglo sexto, acuñó esta frase en su comentario sobre la obra De Cælo, de Aristóteles. Para los griegos de la antigüedad, phainomenon significaba «una cosa que aparece a la vista». Esta palabra es usada con este sentido en el libro De Cælo, de Aristóteles, un libro que tuvo una enorme influencia en los tiempos antiguos y en la Europa medieval. 14. Pero una vez más, como dice Owen Barfield, «Una representación que es colectivamente confundida con un ser máximo, no debe ser llamada “representación”. Es un ídolo. Así, los fenómenos mismos son ídolos cuando son imaginados como capaces de disfrutar de esa independencia de la percepción humana que de hecho, solo le puede pertenecer a lo que no es representado». Owen Barfield, Saving the Appearances: A Study in Idolatry (Londres: Faber & Faber, 1988), p. 62. 15. «La mente humana evolucionó para creer en los dioses. No evolucionó para creer en la biología». Wilson, Consilience, p. 286. 16. «La especie carece de metas exteriores a su propia naturaleza bilógica... La biología es la clave de la naturaleza humana». Wilson, On Human Nature, pp. 3, 13. 17. Barfield, Saving the Appearances, p. 39. Dice más tarde: «Los fenómenos se experimentan colectivamente como representaciones, y no como ídolos, donde existe una supervivencia de participación» (p. 75). 18. Los «dos mundos» de Atomolandia y la cristiandad hacen eco deliberadamente de La ciudad de Dios, de Agustín. Aunque hay parecidos, no tengo la intención de que reflejen lo que el científico británico C. P. Snow llama «las dos culturas», aunque su tesis ilustra la ruptura de las comunicaciones entre las ciencias y las humanidades.

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19. «El que cree que sabe algo, todavía no sabe como debiera saber. Pero el que ama a Dios es conocido por él» (1 Corintios 8.2–3).

Capítulo 8: Nadie quiere escuchar

1. Edward O. Wilson, Consilience: The Unity of Knowledge (Nueva York: Vintage, 1998), p. 271. 2. «La idea central de la cosmovisión de la consiliencia es que todos los fenómenos tangibles», escribe Wilson, «desde el nacimiento de las estrellas hasta el funcionamiento de las instituciones sociales, se basan en procesos materiales que en última instancia son reducibles, por largas y tortuosas que sean las secuencias, a las leyes de la física». Wilson, Consilience, p. 291. En otro lugar afirma que la forma fuerte (de la ciencia) es la consiliencia total, que sostiene que la naturaleza está organizada por simples leyes físicas universales, a las cuales todas las otras leyes y principios pueden ser reducidos finalmente» (p. 60). 3. «Nuestro entrometido intelecto / Distorsiona las bellas formas de las cosas:—/ Asesinamos para hacer una disección». William Wordsworth, «The Tables Turned», en Selected Poems and Prefaces, ed. Jack Stillinger (Boston: Houghton Mifflin, 1965). 4. Erwin Chargaff escribe sobre este «aún» de manera conmovedora: «El experimento nazi en eugenética—“la eliminiación de elementos racialmente inferiores”—fue resultado de la misma clase de pensamiento mecanista que, en una forma exteriormente muy distinta, contribuyó a lo que la mayoría de la gente consideraría las glorias de la ciencia moderna. Los dialectos diagólicos del progreso cambia las causas en síntomas, los síntomas en causas; la distinción entre el verdugo y la víctima se convierte simplemente en una función del plano en que se la vea. La humanidad no ha aprendido—si yo fuera un verdadero científico, esto es, un optimista, aquí debería insertar el adverbio «aún»—a ponerle un alto a esta vertiginosa caída en la progresión geométrica de desastres

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Notas 219 a la que nosotros le llamamos progreso». Erwin Chargaff, Heraclitean Fire (Nueva York: Rockefeller UP, 1978), p. 5. 5. Wilson, Consilience, p. 11. Cuando Wilson escribe: «Vale la pena preguntar, especialmente en el invierno de nuestro descontento cultural, si el espíritu original de la Ilustración—la seguridad, el optimismo, los ojos fijos en el horizonte—se podrá recuperar» (p. 22), está imitando a Ricardo III en la obra de Shakespeare. Este rey también favorecía el reduccionismo sin que fuera para el beneficio de nadie; al final, ni siquiera de él mismo (cp. William Shakespeare, Richard III, acto 1, escena 1). 6. Buenaventura, On the Threefold Way, párr.1: citado por Jaroslav Pelikan, The Growth of Medieval Theology (Chicago: Univ. of Chicago Press, 1978), p. 282.

Capítulo 9: Desayuno en el Moderno

1. Cp. Buenaventura, The Soul’s Journey into God, Classics of Western Spirituality Series (Mahwah, NJ: Paulist Press, 1978), y Bonhoeffer, Christ the Center (Nueva York: Harper & Row, 1960). Lee también Apocalipsis 22.13 y 1 Corintios 15.28. 2. «¡Por causa de Cristo, nosotros somos los ignorantes; ustedes, en Cristo, son los inteligentes! ¡Los débiles somos nosotros; los fuertes son ustedes! ¡A ustedes se les estima; a nosotros se nos desprecia! Hasta el momento pasamos hambre, tenemos sed, nos falta ropa, se nos maltrata, no tenemos dónde vivir. Con estas manos nos matamos trabajando. Si nos maldicen, bendecimos; si nos persiguen, lo soportamos; si nos calumnian, los tratamos con gentileza. Se nos considera la escoria de la tierra, la basura del mundo, y así hasta el día de hoy» (1 Corintios 4.10–13). 3. C. S. Lewis, Letters to Malcolm: Chiefly on Prayer (Nueva York: Harcourt Brace & World, 1964), p. 75.

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Capítulo 10: ¿Se puede confiar en la razón?

1. G. K. Chesterton, Orthodoxy (Londres: Hodder and Stoughton, 1999), p. 55. 2. Cp. Christian Smith y Melinda Lundquist Denton, Soul Searching: The Religious and Spiritual Lives of American Teenagers (Nueva York: Oxford UP, 2009). 3. Bertrand Russell, A Free Man’s Worship, The Basic Writings of Bertrand Russell, vol. 10 (Nueva York: Routledge, 2009), p. 39.

Capítulo 11: Contrabandeando de los egipcios

1. Tertuliano, De Præscriptione 7. 2. G. K. Chesterton, Saint Thomas Aquinas (Nueva York: Image, 1956), p. 155. 3. La idea de Tomás de Aquino según la cual la teología es «la reina de las ciencias» es muy semejante a la fórmula medieval «la filosofía es la esclava de la teología», una convicción mayormente desaparecida hoy en día, incluso entre los cristianos. 4. Wendell Berry, The Unsettling of America: Culture and Agriculture (Nueva York: Sierra Club, 1997), p. 21.

Capítulo 12: Cómo saberlo todo

1. Cp. Edward O. Wilson, Consilience: The Unity of Knowledge (Nueva York: Vintage, 1998), pp. 13, 15. 2. Owen Barfield, History in English Words (Londres: Faber & Faber, 1953), p. 140. 3. Geoffrey Chaucer, «The Tale of Melibee», en The Canterbury Tales, trad. al inglés moderno por Peter Levi (Oxford: Oxford UP, 1985). 4. Tenemos un fascinante ejemplo de esto en los mismos capítulos en los cuales aún está dividida nuestra Biblia, y que fueron señalados por vez primera por el cardenal Stephen Langton en la Vulgata Latina en el año 1205.

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Notas 221

Capítulo 13: Un mundo de anhelos, no de leyes

1. Clemente de Alejandría, Exhortations to the Greeks 4.63.3. 2. Teófilo de Antioquía, To Autolycus 2.4, 10. 3. Ireneo, Against Heresies 2.30.9. 4. Marciano Capella: citado por C. S. Lewis, The Discarded Image (Cambridge: Cambridge UP, 1974), p. 122. 5. «Lo que nosotros llamamos sus “leyes” parecen haber sido consideradas, no como deducciones intelectuales, sino más bien como actividades reales del alma, esa alma humana que... el filósofo aún no podía sentir que estuviera totalmente separada de un Alma mundial, o un Alma planetaria». Owen Barfield, History in English Words (Londres: Faber & Faber, 1953), p. 146. 6. Lucy Maud Montgomery, Anne of Green Gables (Reimpr., Nueva York: Oxford UP, 2007), cap. 5 [Ana la de tejas verdes (Barcelona: Salamandra, 2001)]. 7. Francis Bacon fue el primero en aplicarles la metáfora moderna de «leyes» a los fenómenos naturales. 8. Las líneas de Cecil Day-Lewis aquí son dignas de reflexión: «Una metáfora científica... como una ley científica, solo es válida mientras cubra los hechos conocidos, los ilumine y ofrezca la manera más eficaz de hablar acerca de ellos». Cecil Day-Lewis, The Poet’s Way of Knowledge (Cambridge: Cambridge UP, 1956), p. 25. 9. El uso de metáforas legales en las ciencias físicas es generalizado. Hasta la palabra hecho procede del participio pasivo latino del verbo fácere, «hacer», y era un término legal usado para describir un acto o un crimen. De aquí es de donde tomamos la frase «antes (o después) de los hechos». Las ciencias físicas no comenzaron a tomar prestado este término legal para comprender el mundo, hasta el siglo dieciséis. 10. Dorothy Sayers, The Divine Comedy, Part 3: «Paradise» (Nueva York: Penguin, 1962), p. 26. 11. Day-Lewis, Poet’s Way of Knowledge, p. 5, cursiva del autor. 12. Montgomery, Anne of Green Gables, cap. 5. «¿Qué importa un nombre? Eso que llamamos rosa / Con cualquier otro

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nombre despediría el mismo aroma». William Shakespeare, Romeo y Julieta, acto 2, escena 2. Como afirma Owen Barfield, «profetas antiguos» significa algo muy diferente a «viejos profetas». Owen Barfield, Poetic Diction: A Study in Meaning (Londres: Faber & Faber, 1952), p. 41. 13. Dietrich Bonhoeffer, Letters and Papers from Prison (Nueva York: Simon & Schuster, 1971), anotación 30 mayo de 1944 [Resistencia y sumisión: cartas y apuntes desde el cautiverio (Salamanca: Sígueme, 2009).

Capítulo 15: Pero mucho menos parecido a una bola

1. Como ejemplos de «cielo» como opuesto a γῆ (ge), «tierra», busca Mateo 5.16, 18, 45; 23.22; Marcos 1.10; 13.31; Lucas 2.15; Hechos 7.55–56; Colosenses 1.5; Hebreos 12.23; Apocalipsis 3.12. En cuanto a la existencia de más de un cielo, lee 2 Corintios 12.2; Efesios 4.10; Hebreos 1.10. 2. Busca, por ejemplo, Mateo 16.2–3; Lucas 17.29; Hechos 2.19. 3. Cp. Génesis 15.17; Éxodo 13.21; 1 Reyes 18.38; 2 Reyes 1.10; 1 Crónicas 21.26 y también Deuteronomio 4.24; Hebreos 12.29. 4. El sánscrito dyaus, el griego Zeus y el teotónico Tiu. 5. Owen Barfield, History in English Words (Londres: Faber & Faber, 1953), pp. 88–89. 6. Dallas Willard, The Divine Conspiracy: Rediscovering Our Hidden Life in God (Nueva York: HarperOne, 1998), pp. 70–71. 7. N. T. Wright, Jesus and the Victory of God (Minneapolis: Fortress Press, 1996), pp. 414–21. 8. Willard, Divine Conspiracy, p. 78. 9. «O Worship the King, All Glorious Above», por Robert Grant (1833), basado en la métrica de W. Kethe (1561): citado por Willard, Divine Conspiracy, p. 68. 10. N. T. Wright, Simply Jesus (Nueva York: HarperOne, 2011), p. 199. 11. Ibíd.

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Notas 223 12. Jane Austen, Pride and Prejudice (Mineola, NY: Dover, 1995), cap. 11 [Orgullo y prejuicio (Madrid: Edimat, 2006)]. 13. William Wordsworth, The Prelude, Libro 6: «Cambridge and the Alps», línea 136 (1850) [El preludio (Barcelona: Dvd, 2003)]. 14. Marco Aurelio, Las Meditaciones 4.23, mencionado por C. S. Lewis, The Discarded Image (Cambridge: Cambridge UP, 1974), p. 203. 15. Matthew Arnold, Thoughts on Education: Chosen from the Writings of Matthew Arnold, ed. Leonard Huxley (Nueva York: Macmillan, 1912), p. 109. 16. Barfield, History in English Words, p. 169. 17. C. S. Lewis, «The Alliterative Metre», en Selected Literary Essays (Cambridge: Cambridge UP, 1980), p. 24. Phänomenologie des Geistes (1807) es una de las obras filosóficas más importantes del filósofo Georg Friedrich Wilhelm Hegel. Debido al doble significado de la palabra alemana geist, se puede traducir como La fenomenología del espíritu o La fenomenología de la mente. 18. C. S. Lewis, English Literature in the Sixteenth Century, Excluding Drama (Oxford: Clarendon, 1954), p. 4. En otro lugar afirma con respecto al universo que su «verdadera imagen se debe hallar en las elaboradas páginas de los títulos de folios antiguos, donde los vientos soplan en las esquinas y en la parte inferior los delfines sueltan chorros de agua, y los ojos pasan hacia arriba a través de ciudades, y reyes, y ángeles hasta cuatro letras hebreas por encima de las cuales salen rayos, y que representan el Nombre inefable». 19. C. S. Lewis, The Voyage of the Dawn Treader (Nueva York: Harper & Row, 1952), p. 266 [La travesía del viajero del alba (Nueva York: Rayo, 2005)]. 20. Algunos comentarios interpretan que las «siete estrellas» se refieren a siete candeleros, o siete iglesias, o siete ángeles. 21. «Pero cuando se cumplió el plazo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer» (Gálatas 4.4).

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Capítulo 16: Un mundo bañado en Dios

1. John Donne, Donne’s Sermons, Selected Passages with an Essay by Logan Pearsall Smith (Oxford: Clarendon, 1919), p. 160: citado por Michael Ward, Planet Narnia: The Seven Heavens in the Imagination of C. S. Lewis (Nueva York: Oxford UP, 2010), p. 22. 2. Dante, La divina comedia, «Paraíso», canto 33.142–145. 3. Abraham Joshua Heschel, The Sabbath (Nueva York: Farrar Straus & Giroux, 2005), p. 101. 4. Odón, Life of Saint Gerald of Aurillac, 3.12, cp. Jaroslav Pelikan, The Growth of Medieval Theology (Chicago: Univ. of Chicago Press, 1978), p. 145. 5. Boecio decía: «Hay tres tipos de música. El primer tipo es la música del universo (música mundana); el segundo, la música del ser humano (música humana), y el tercero es el que creado por ciertos instrumentos (música intrumentis constituta)... La música del universo se observa mejor en aquellas cosas que se perciben en el cielo mismo, o en la estructura de los elementos, o en la diversidad de las estaciones... Es imposible que un movimiento tan rápido no produzca absolutamente ningún sonido, en especial puesto que las órbitas de las estrellas están unidas con una armonía tal, que no se puede imaginar nada tan perfectamente estructurado... Por tanto, debe haber algún orden fijado de modulación musical en estos movimientos celestiales»: citado por Piero Weiss y Richard Taruskin, Music in Western Civilization: Antiquity Through the Renaissance (Nueva York: Schirmer, 2005), p. 33. 6. Dorothy Sayers lo describe de esta forma: «Un hombre medieval se ponía en pie sobre la superficie de su tierra central y contemplaba más allá de ella hacia esa augusta infinitud por Quién, y en Quién y para Quién existen todas las cosas, y sus ojos espirituales contemplaban, en la imagen de los círculos concéntricos de las esferas celestiales, el orden de nueve niveles, uno tras otro, de las Inteligencias celestiales, sus superiores absolutos». Dorothy Sayers, The Divine Comedy, Part 1: «Hell» (Nueva York: Penguin, 1959), p. 24.

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Notas 225 7. Del poema «The Small Man Orders His Wedding», escrito por C. S. Lewis: Poems, ed. Por Walter Hooper (Nueva York: Harcourt Brace, 1977). 8. Traducción de Alexander Pope al inglés de La Ilíada de Homero, libro 22, líneas 38–42. 9. «Él no se sentía aislado por su piel del mundo que estaba fuera de él, hasta el punto en que nos sentimos nosotros», dice Owen Barfield acerca del hombre medieval. «Estaba integrado o insertado en él, y cada una de sus diferentes partes estaba unida a una parte diferente de él por algún hilo invisible». Owen Barfield, Saving the Appearances: A Study in Idolatry (Londres: Faber & Faber, 1988), p. 78. 10. Hildegarda de Bingen, Causæ et Curæ: «El firmamento es como la cabeza del hombre: el sol, la luna y las estrellas, como sus ojos»: citada por Jean Seznec, The Survival of the Pagan Gods (Princeton: Princeton University Press, 1953), p. 65. 11. Lorenzo Bonincontri, De rebus naturalibus et divinis (Sobre las cosas naturales y divinas), 2.12ss.: citado por Seznec, Survival of the Pagan Gods, p. 82. También escribe: «Bajo tu dirección, Júpiter resplandece en el cielo; tú le restauras su brillo a Venus, y por ti, Fortuna se ve obligada a diversificar los destinos terrenales por medio de su influencia superior». Bonincontri, Dierum solemnium Christianae religionis libri (De los días solemnes en los libros de la religión cristiana), 4.1.1.41–44: citado por Seznec, Survival of the Pagan Gods, p. 82. 12. Michael Ward ilustra en detalle este descubrimiento en Planet Narnia. 13. Roger Lancelyn Green y Walter Hooper, C. S. Lewis: A Biography (Nueva York: Harcourt Brace, 1974), p. 146. 14. Hay una figura medieval con dos impresiones en ella: una tallada en forma de t minúscula, de manera que tenga el aspecto de un crucifijo cristiano, y la otra con la forma de una T mayúscula, una representación del martillo de Thor. La idea era que Thor representaba a Júpiter, y Júpiter se asemeja a

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Cristo, «Yahvé—con su trueno». William Wordsworth, «The Recluse», en Selected Poems and Prefaces, ed. Jack Stillinger (Boston: Houghton Mifflin, 1965). 15. C. S. Lewis, The Planets (Nueva York: Harcourt Brace, 1964); cp. Ward, Planet Narnia, pp. 42–76. 16. «Ahora Jove como siguiente producto de pelo te envía una barba» (William Shakespeare, Twelfth Night, acto 3, escena 5). 17. C. S. Lewis, The Discarded Image (Cambridge: Cambridge UP, 1974). 18. Guy Davenport, Herakleitos and Diogenes (Burnaby, BC: Greyfox, 1979), p. 21. 19. Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha (Leipzig: F. A. Brockhaus, 1866).

Capítulo 17: El amor que mueve a las estrellas

1. G. K. Chesterton, Orthodoxy (Londres: Hodder and Stoughton, 1999), p. 92. 2. G. K. Chesterton, A Defense of Nonsense (Nueva York: Dodd, Mead, 1911), p. 11. 3. Citado por Owen Barfield, Saving the Appearances: A Study in Idolatry (Londres: Faber & Faber, 1988), p. 128. 4. En el siglo diecinueve, el historiador y filósofo escocés Thomas Carlyle fue el primero en usar el término ambiente con este sentido. 5. Edward O. Wilson, Consilience: The Unity of Knowledge (Nueva York: Vintage, 1998), pp. 232–33. 6. En la Biblia se destacan dos palabras relacionadas con la idea de «verdad»: ἀλήθεια (alétheia, «verdad») y σοφία (sophía, «sabiduría»); cp. Salmos 31.5; 85.10; 100.5; Miqueas 7.20; Gálatas 2.5, 14; Efesios 1.13; 1 Timoteo 2.3–4; 2 Timoteo 2.25. 7. Karl Barth, Epistle to the Romans: citado por Michael Ramsey, The Gospel and the Catholic Church (Cambridge: Cowley, 1956), p. 111 [Carta a los romanos (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1998)]. 8. Dante, La divina comedia, «Paraíso», canto 33.142–45.

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Notas 227

Capítulo 18: Arde el tronco de Navidad

1. C. S. Lewis, English Literature in the Sixteenth Century, Excluding Drama (Oxford: Clarendon, 1954), p. 342: citado por Michael Ward, The Narnia Code: C. S. Lewis and the Secret of the Seven Heavens (Carol Stream, IL: Tyndale House, 2010), p. 353.

Capítulo 19: Una estrella en Belén

1. Cp. también Mateo 2.6, donde se cita Miqueas 5.2, 4: «Pero tú, Belén, en la tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los principales de Judá; porque de ti saldrá un príncipe que será el pastor de mi pueblo Israel». 2. John Henry Hopkins Jr., «We Three Kings of Orient Are», 1857.

Capítulo 20: En el Año de Nuestro Señor

1. A Neptuno le toma 16,1 horas realizar una rotación completa; a Urano, 17,2; a Saturno, 10,7; a Júpiter, 9,9 y a Marte, 24,6. Mercurio y Venus son los que actúan de manera distinta, en especial Venus, cuyo día es más largo que su año (su tiempo de traslación alrededor del sol es de 225 días, pero le toma 243 días realizar una rotación completa).

Capítulo 21: Magia profunda

1. Lewis dice: «Cuando hablo de “magia”, no estoy pensando en las irrisorias y patéticas técnicas por medio de las cuales los tontos intentan y los brujos fingen controlar la naturaleza. Me refiero más bien a lo que se sugiere en frases de los cuentos de hadas como “Esta flor es mágica, y si la llevas contigo, las siete puertas se te abrirán por sí solas”, o bien, “Esta cueva es mágica, y a los que entran en ella se les renueva su juventud”. Yo definiría la magia en este sentido como “una eficacia objetiva a la cual no se le puede hacer ningún otro análisis”». C. S. Lewis, Letters to Malcolm: Chiefly on Prayer (Nueva York: Harcourt Brace & World, 1964), p. 103. Cp. también C. S. Lewis, The Chronicles of Narnia (Nueva

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York: HarperCollins, 2004) [Las crónicas de Narnia (Nueva York: Rayo, 2005)].

Capítulo 22: Cena en casa de Winston

1. 1 Corintios 12.13. 2. Owen Barfield, History in English Words (Londres: Faber & Faber, 1953), p. 51. 3. Charles Williams, The Forgiveness of Sins (Grand Rapids: Eerdmans, 1984), pp. 136, 143.

Capítulo 23: El encantamiento para romper el encantamiento

1. Cp. Juan 13.1 y 18.28, que nos traen a la mente la proclamación hecha por Juan el Bautista en Juan 1.29, 36: «¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!». Sin embargo, contra esta evaluación, vemos que en Mateo 26.17; Marcos 14.12 y Lucas 22.8 se habla explícitamente de la Última Cena como la cena de Pascua. 2. Dante Alighieri, La divina comedia, «Paraíso», canto 33.145 [La divina comedia. iUniverse.com, 1999]. 3. Orígenes, Commentary on the Gospel of John, 6.59.301. 4. San Cipriano, On the Unity of the Catholic Church, trad. al inglés de Maurice Bevenot (Nueva York: Newman Press, 1957), p. 6 [La unidad de la iglesia (Maracaibo: Universidad Católica Cecilio Acosta, 2007)]; St. Cyprian: The Lapsed, the Unity of the Catholic Church (Nueva York: Newman, 1956), p. 49.

Capítulo 24: Volver a ser miembro

1. «La Iglesia es una», escribió Optato de Milevi, «y su santidad es producida por los sacramentos. No se debe considerar a partir del orgullo de las personas individuales». Optato de Milevi, Against Parmenianus the Donatist 2.1: citado por Jaroslav Pelikan, The Emergence of the Catholic Tradition (Chicago: Univ. of Chicago Press, 1971), p. 311. 2. Idefonso de Toledo, On the Knowledge of Baptism 7; Beda, Allegorical Exposition of the Song of Songs 3. Cp. Jaroslav

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Notas 229 Pelikan, The Growth of Medieval Theology (Chicago: Univ. of Chicago Press, 1978), p. 43. Cirilo lo expresó de esta forma: «Participemos como del Cuerpo y la Sangre de Cristo: porque en la figura del Pan te es dado su Cuerpo, y en la figura del Vino, su Sangre; para que tú, al participar del Cuerpo y la Sangre de Cristo, puedas ser hecho del mismo cuerpo y de la misma sangre que él. Porque así llegamos a llevar a Cristo en nosotros, porque su Cuerpo y su Sangre se difunden a través de nuestros miembros; así es que, según el bienaventurado Pedro, nosotros nos volvemos partícipes de la naturaleza divina». Cirilo de Jerusalén, Catechetical Lecture 4.3, en F. L. Cross, Lectures on the Christian Sacraments: Saint Cyril of Jerusalem (Nueva York: St. Vladimir’s Seminary Press, 1951), p. 68; cp. 2 Pedro 1.4. Cursiva del autor. 3. Dorothy Sayers, The Divine Comedy, Part 3: «Paradise» (Nueva York: Penguin, 1962), p. 26. 4. Buenaventura, On the Threefold Way 2.1.2. 5. Ireneo, Adversus Hæreses 3.16.6. 6. Agustín, sermón 272, en Patrologia latina, ed. J. P. Migne, 217 vols. (París, 1844–1864), 38: p. 1247. 7. Ireneo, Adversus Hæreses 4.18.5, en Alexander Roberts y James Donaldson, Ante-Nicene Christian Library: Translations of the Writings of the Fathers, vol. 1. (Edimbugo: T&T Clark, 1867), p. 435. En otro lugar afirma: «Pero si (los de la carne) no alcanzan la salvación, entonces tampoco el Señor nos redimió con su sangre, ni la copa de la Eucaristía es la comunión de su sangre, ni el pan que partimos la comunión de su cuerpo... Por tanto, cuando la copa de vino mezclado y el pan fabricado [factus, γεγονως “preparado, hecho”] reciben la Palabra de Dios y se hace la Eucaristía de la sangre y el cuerpo de Cristo, de los cuales aumenta y se sostiene la sustancia de nuestra carne, ¿cómo pueden ellos afirmar que la carne es incapaz de recibir el don de Dios, que es la vida eterna?». Ireneo, Adversus Hæreses 5.2.2, 3, op cit. p. 59. El griego y el latín entre corchetes procede de Ireneo, Sancti Irenæi Episcopi Lugdunensis, trad. al inglés de Aldolphus

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Stieren (Leipzig: s.p., 1843), pp. 718–19.

8. Tῶν ἁγιῶν χοινωνία, sanctorum communio, «la comunión de

los santos». Sin embargo, en tiempos del Credo Niceno, se consideraba a los sancti en el sentido formal de que habían sido bautizados, tanto vivos como ya muertos, excluyendo a los hipócritas, pero aun así, una communio de personas. Cp. Werner Elert, Eucharist and Church Fellowship in the First Four Centuries, trad. al inglés de N. E. Nagel (Saint Louis: Concordia,1966), p. 7. 9. Didaché 9.4. Michael W. Holmes, The Apostolic Fathers: Greek Texts and English Translations, 3ª ed. (Grand Rapids: Baker, 2007), p. 359. 10. e. e. cummings, «Since feeling is first», en e. e. cummings, Complete Poems, 1913–1962 (Nueva York: Harcourt Brace, 1980). 11. Cirilo de Jerusalén, Catechetical Lecture 4.6, in Cross, Lectures on the Christian Sacraments, p. 69.

Capítulo 25: Morir con Cristo

1. Cp. Martín Lutero: «Sabemos que es y se le llama la Cena del Señor, y no la cena de los cristianos»: citado por Werner Elert, Eucharist and Church Fellowship in the First Four Centuries, trad. al inglés de N. E. Nagel (Saint Louis: Concordia, 1966), p. 40. 2. Agustín, De Baptismo contra Donatistas 6.10.15. 3. Cipriano, Letters 74.5 [Cartas (Madrid: Gredos, 1998]. 4. Agustín, Exposición del evangelio de Juan, Vol. 26.18; cp. Colosenses 3.1–4. 5. «[Pilato]... le entregó el cuerpo a José» (Marcos 15.45). 6. Expresión de Owen Barfield. Este párrafo utiliza material de Owen Barfield, Saving the Appearances: A Study in Idolatry (Londres: Faber & Faber, 1988), pp. 170–173.

Capítulo 26: Muerte por agua

1. En algún momento entre los años 180 y 200, Ireneo, obispo de la ciudad hoy llamada Lyón, en Francia, conectó el bautismo

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Notas 231 con la regeneración y la recapitulación, hablando de él como el «lavacro de la regeneración». Glenn Hinson, The Early Church: Origins to the Dawn of the Middle Ages (Nashville: Abingdon, 1996), p. 79. El consideraba que la historia de la sanidad de Naamán el leproso en 2 Reyes 5 era una sombra del bautismo, puesto que «igualmente nosotros, que estamos leprosos por el pecado, somos limpiados por medio de agua sagrada y la invocación al Señor de nuestras antiguas transgresiones, siendo espiritualmente regenerados como bebés recién nacidos». Ireneo, Fragments 33: citado por Jaroslav Pelikan, The Emergence of the Catholic Tradition (Chicago: University of Chicago Press, 1971), p. 164. 2. Darwell Stone, Holy Baptism (Londres: Longmans, Green, 1912), p. 42. Cp. Cirilo de Jerusalén, Procat. 16, Cat. 1.3, 3.3, 4.32; Agustín, Baptism 1.5, 4.1, Ep. 185.23, El credo para catecúmenos 15; Juan Crisóstomo, In Ep. 2 ad Cor. 3.7; Gregorio Nacianceno, OPrat. 40.3–4; Justino Mártir, Primera apología 1.61, 65, Diálogo con Trifón 14; Basilio, Hom. in Sanc. Bapt., 5. 3. Cirilo de Alejandría, Glaph in Exodus 2. Cp. J. N. D. Kelly, Early Christian Doctrines (Nueva York: Harper & Row, 1960). 4. Atanasio, Orations against the Arians 2, 41; On the Incarnation against Apollinaris 14. Cp. Kelly, Early Christian Doctrines, p. 431. 5. Stanley Hauerwas escribió: «Los sacramentos escenifican la historia de Jesús y así, forman una comunidad a su imagen. No podríamos ser la iglesia sin ellos. Porque la historia de Jesús no es simplemente una historia que se relata, sino que se debe representar. Los sacramentos son medios cruciales para moldearnos y prepararnos a relatar y escuchar esa historia. Así, el bautismo es ese rito de iniciación necesario para que participemos en la muerte y resurrección de Jesús. Por medio del bautismo, no solo aprendemos el relato, sino que nos convertimos en parte del mismo». Stanley Hauerwas, The Peaceable Kingdom (Notre Dame: University of Notre

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Dame Press, 1983), pp. 107–108.

Capítulo 28: Reorientar nuestros amores

1. Le debo esta idea a N. T. Wright, en su prefacio a The New Testament and the People of God (Minneapolis: Fortress, 1992). 2. Lesslie Newbigin, The Gospel in a Pluralist Society (Grand Rapids: Eerdmans, 1989), p. 9. 3. En Marcos, σχίζω (schizo), «rasgar, romper», aparece solo en el bautismo de Jesús, cuando los cielos «se abren» (Marcos 1.10) y en su muerte, cuando la cortina del santuario del templo «se rasga en dos» (Marcos 15.38). 4. Agustín, La ciudad de Dios 11.1 (Ciudad de México: Porrua, 1998); cp. Jaroslav Pelikan, The Growth of Medieval Theology (Chicago: Univ. of Chicago Press, 1978), p. 2. 5. Julián de Toledo, Antitheses 2.69; cp. Pelikan, Growth of Medieval Theology, p. 2. 6. Con profunda gratitud, le debo esta interpretación de Lucas 14.26 a un sermón del Padre Steve Schlossberg.

Capítulo 30: Un Renacimiento santo

1. «El reino de Dios es el reino redentor de Dios dinámicamente activo para establecer su gobierno entre los seres humanos... Este reino, que aparecerá como un acto apocalíptico al final de la era, ya ha entrado a la historia humana en la persona y la misión de Jesús para vencer a la maldad, para liberar a los humanos de su poder, y para llevarlos a las bendiciones del reino de Dios. El reino de Dios comprende dos grandes momentos: su realización dentro de la historia y su consumación al final de la historia». George Eldon Ladd, A Theology of the New Testament, ed. revisada (Grand Rapids: Eerdmans, 1993), pp. 89–90.

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