La vida en un recuerdo I

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La vida en un recuerdo Welcome to European Stories <<LA VIDA EN UN RECUERDO> > es una recopilaci贸n de los cuentos presentados en el concurso de historias ficcionalizadas que se ha realizado gracias a la participaci贸n de estudiantes de la Universidad para los Mayores de la Universidad Complutense de Madrid en el proyecto WELCOME TO EUROPEAN STORIES de la Asociaci贸n de Aprendizaje Grundtvig, convocatoria 201 2.


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© 201 4, los autores de cada uno de los textos. © 201 4, de la edición, Universidad para los Mayores de la Universidad Complutense de Madrid.

1 ª edición: Julio de 201 4 Título: La vida en un recuerdo. Autores: VV.AA. Maquetación y diseño de cubierta: Universidad para los Mayores UCM. Edición: Universidad para los Mayores UCM. C\Profesor Aranguren s/n 28040 Madrid. http://www.ucm.es/mayores e-mail: umayores@ucm.es ISBN: 978-84-697-0794-4


Vidas que crean recuerdos, recuerdos que crean vida. El poeta Luis Cernuda decía que la memoria conoce lo que la vida no percibe. Es en el acto de recordar cuando la vida se culmina y alcanza un estatus de realidad del que carece el momento en el que aconteció la experiencia. Si en algo está cifrada nuestra vida es precisamente en la suma de estos recuerdos que a través del paso del tiempo se han ido modificando y distorsionando, alcanzando casi la misma textura que la ficción. Pero esas historias, sin embargo, son el material del que estamos hechos y la más auténtica verdad de lo que somos. es fruto de las actividades generadas en torno al Proyecto Europeo Grundtvig, Welcome to European Stories, que la UCM coordinaba junto con Polonia, Austria y Turquía. Las historias que tan generosamente un grupo de estudiantes de la Universidad para los Mayores quiso compartir se reúnen en este libro que está dividido en dos volúmenes con un total de cuarenta y ocho cuentos. Cuarenta y ocho recuerdos donde se dan cita historias de amor, de gratitud, de viajes, de episodios amargos, cotidianos o singulares, o simplemente, si se quiere, historias que esperaban el momento de ser contadas. Deseamos que disfruten de su lectura tanto como nosotros. Gracias a todos los participantes por haberlo hecho posible. La vida en un recuerdo

Marcos Roca Director Académico de la Universidad para los Mayores


La vida en un recuerdo Volumen I


8

El elixir atómico

Acevedo Vecino, Augusto

142

El pibe que dio la vuelta al mundo Gallego Fernández, Carlos

22

Son mis vecinos

156

656 Kilómetros

34

La niña que llamaba al hombre del saco

166

El viejo Simón

Aranda Vera, José Luis

Bartolomé Rodríguez, Josefa 38

Del paraíso al infierno

48

El castillo misterioso

54 64

Blanco Gavilán, Virginia

Blanco Pérez, Magdalena

Los Reyes Magos

Burgos González, Carmen

180

Entre la mar y el cielo

86

La Máscara

Ciudades Cosmopolitas Encarnación

204

216

Nube Roja

226

En busca de las raíces quevedescas y cervantinas en el Campo de Montiel Jiménez Ortiz, Antonio

La reina de Saba

Un episodio de mi vida: “Una educación sentimental”

248

Los padres de la niña

El por qué y el para qué de María

258

La esencia de la vida

Secretos y Confidencias

266 La

Rosario de

Diez San Emeterio, María Victoria Escobar Losada, Ramira 128

Huerta Romero, María Loreto

234

100 Diego Sardón, María del

122

De cuando la historia se cruzó con su vida González Viton, Asunción

Díaz Ruíz, Cosme

Un viaje a la ilusión

112

El escaparate que sería suyo

190 González Sánchez,

76 Coloma Contreras, María de la

Consolación

González Martínez, Rafael

González Ruíz, Araceli

Una tarde de feria

Castro Soler, Francisco

García Mateos, Juan Pablo

Escribano Navalpotro, Francisca Isabel

Lozano Morales, Vicente Martin Izquierdo, María Cruz Martín Martín, Isabel

niña que vivía feliz en el árbol Martín Tovar, María Isabel



El elixir at贸mico


Florentino Flores del Valle se levantó a las 8 como todos los días, se aseó convenientemente, desayunó y se sentó en su sillón preferido en el salón-comedor de su pisito de 70 metros cuadrados en el barrio madrileño de El Pilar. Se encontraba un tanto melancólico y conectó Radio Olé, donde en aquella hora se escuchaba la música de su juventud: coplas y boleros de los años 50 y 60. Así, invadido por la melancolía, dio un repaso mental a su ya larga vida. Había nacido en 1 941 en Arévalo, un pequeño pueblo de la provincia de Ávila, en la entonces llamada Castilla la Vieja. Cuando contaba diez años, sus padres decidieron trasladarse a Madrid con otras muchas familias de provincias que buscaban en la capital mejorar sus vidas. La familia se instaló en una casita baja en la calle Algodonales, en el barrio de Tetuán de las Victorias. Fue al colegio de Los Salesianos, donde aprendió mucha Historia Sagrada y cantó <<El Cara al Sol>> todos los días. Su padre quería llevarle al colegio de La Paloma cuando cumpliera los 1 4 años y que aprendiera en dicho colegio un oficio, pero en la vida de Florentino se cruzó el señor Manolo, un vecino de los de antes, que ponía el ladrillo visto primorosamente, alicataba de maravilla y manejaba la escayola como el mejor yesero. Total, que a los 1 4 años Florentino se inició de albañil alcanzando, al cumplir los 20 años, el grado de oficial. Jugó al fútbol por aquellas fechas en el Cuatro Caminos de Tercera División, de portero. Era alto y jugaba con visera y jersey de cuello alto imitando al legendario Zamora. Se hizo socio del Atlético de Madrid por dos razones; la primera porque el Metropolitano quedaba muy cerca de su casa y la segunda porque era el equipo de los pobres. El Real Madrid tenía sus

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seguidores por el barrio de Salamanca y La Castellana. Un día le salió un trabajo en la casa de un panadero que tenía puesto en el mercado de Maravillas. Fue al hogar del comerciante y vio a los componentes de la familia circulando por la casa en, lo que hoy se dice, “pelota picada”. La verdad es que corría el mes de agosto, y según se enteró después el aturdido Florentino, aquella familia era anarquista. Al tiempo se encontró por casualidad con la hija del panadero, que todo hay que decirlo, estaba de muy buen ver, simpatizaron y empezaron a salir. Florentino pensó que aquello por lo de la anarquía, sería cosa fácil, peroa sí, sí. Hortensia Olmos de la Alameda era más dura que "el Alcoyano". La primera condición fue que se tenía que bañar todas las semanas en la casa de baños que había en la calle Bravo Murillo, y el primer regalo que le hizo fue una pastilla de jabón El Lagarto, que en aquellos tiempos era el jabón nacional. Florentino y Hortensia salieron, se hicieron novios, se amaron y, por fin, se casaron. La boda tuvo su miga. La familia de Florentino era de “Dios, Patria y Rey” y quería que la boda tuviera lugar el 1 5 de mayo, San Isidro, en la Catedral de La Almudena. La otra familia, la de Hortensia, era de “Mi dios es ninguno, mi patria el Universo” y pretendía una boda a lo ácrata, es decir, merienda en la Dehesa de la Villa y con organillo. La pareja logró el consenso y el día 1 4 se celebró la merienda en la Dehesa y el día 1 5 tuvo lugar el acto en la Catedral de la Almudena. Todos, absolutamente todos, acudieron a las dos celebraciones. Desde entonces, Florentino se ganó el título de hábil político.

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El matrimonio tuvo tres hijos, mejor dicho, hijas: Hortensia, la mayor, y dos mellizas, Margarita y Azucena dos años después. En el “tajo” los compañeros decían que Florentino había nacido para jardinero. En los sesenta se compró un seiscientos, vivió la dictadura, la llegada de la Democracia, el golpe de Tejero, el triunfo de los socialistas a los que votó como casi todos los de su barrio, le acortaron la jornada laboral, al abuelo le dieron una pensión digna, disfrutó de una sanidad pública y gratuita y su hija, Margarita fue a la “Complu” con una beca. Ahora, a sus 71 años, repasaba aquellos tiempos lejanos. Apagó la radio y sacó su agenda, que era un cuadernillo con espiral. Repasó las citas: "para mañana la pitonisa (una amiga) y dentro de 30 días, revisión médica en el ambulatorio de la Seguridad Social". Al día siguiente, Florentino fue a visitar a su amiga Adelina, la pitonisa. ADELINA. —Hola, querido amigo, ¿qué te trae por estos lares? FLORENTINO. —Ya ves querida, a pedir tu consejo. ADELINA. —¿Qué quieresa conocer el porvenir? FLORENTINO. —Más que conocer, quisiera un arreglo. Estoy

nada más que regular, que si me sobran 1 5 kilos, que el colesterol está por las nubes, que si la tensióna por otro lado, soy un desastre en el amor, en fin, de pena querida Adelina. ADELINA. —Hombre, yo tengo algo nuevo, un elixir que han traído los chinos y que quieren patentar los americanos. Dicen que es fabuloso, vamos, que arreglaría tus problemas, y si

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quieres te lo doy, pero esto es confidencial. El Elixir Atómico todavía no es legal; ya sabes, hay muchos intereses creados. FLORENTINO. —Hombre, por probara ADELINA. —Toma un frasco, vale un poco caro, 200 euros, pero creo que merece la pena; una cucharadita antes del desayuno y otra después de la cena, ya me contarás. FLORENTINO. —De acuerdo, ya te iré diciendo. Treinta minutos después de comenzar el tratamiento con el Elixir Atómico, Florentino fue al ambulatorio con el fin de hacer la revisión médica planificada por la Seguridad Social. Había perdido 1 5 kilos, se había aviado como hacía muchos años no lo hacía: traje muy elegante, camisa de tergal y una corbata talismán y primorosa, que hacía 20 años que no se ponía. La mañana era luminosa, se presagiaba la primavera. Florentino se miraba en los espejos de los comercios, estaba radiante, saludaba a los conocidos con la sonrisa de los triunfadores. Cuando la doctora leyó los análisis se quedó de piedra: el colesterol había bajado de 300 a 1 00 y la tensión era pura armonía. Hizo 59 flexiones y las pulsaciones no habían pasado de 70 por minuto. —Esto es de libro —musitó la doctora. Dio la mano a Florentino, la enhorabuena y añadió que pasaría el caso a los organismos superiores. Florentino estaba hecho un toro, un toro de Lidia. La que no parecía muy convencida era Hortensia, su mujer. Aquel día, después del telediario, Florentino le dijo a su compañera: FLORENTINO. —¿Qué

tal dormiste anoche cariño?

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HORTENSIA. —Muy bien, ¿y tú? FLORENTINO. —Nada más que

regulara ¿nos echamos una

siestecita, cariño? HORTENSIA. —“Amos” venga, llevo en blanco 5 años y vienes ahora con esasa He quedado con mis amigas para tomar un chocolate ¡que te zurzan chatín! FLORENTINO. —¡Estoy hecho un toro! ¡Un toro! ¡Viva la vida! ¡Vivan los chinos, viva Adelina y el elixir atómico! Florentino, aquel chaval abulense, se había convertido en un castizo de zarzuela y ahora, 28 de febrero de 201 3, presumía de la victoria de su Atleti ante el Sevilla. Jugarían la final contra el Real Madrid de los ricos. Habían pasado seis semanas desde su “nueva juventud” cuando recibió una carta certificada del Ministerio de Trabajo. En ella venía a decir que, con carácter obligatorio, debía presentarse en dicho Ministerio en el transcurso de 1 5 días hábiles en el despacho 46 dentro del nuevo programa, llamado “Armonía Laboral”. Hortensia, que ejercía el matriarcado independientemente del ideario político, le exigió la presentación inmediata en el Ministerio y a callar. Se presentó Florentino en el Ministerio al día siguiente en el despacho 46. Le atendieron adecuadamente haciéndole pasar a un despacho ricamente amueblado donde había dos secretarias y un señor que debía de ser el importante. —Buenos días D. Florentino. Por favor, ¿me enseña su carnet de identidad? Ya veo que fue usted oficial de la construcción de primera por lo que dice su expediente. FLORENTINO. —Sí, señora trabajé en Agromán y después EL IMPORTANTE.

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también en el Ayuntamiento, siendo alcalde el señor Tierno Galván. EL IMPORTANTE. —Buenoa lo primero que hago, señor Flores, es darle mi enhorabuena. A tenor de los resultados médicos y psicológicos aportados por la Seguridad Social, es usted un privilegiado y, en consecuencia, el Ministerio de Trabajo ha decidido devolverte la condición de activo, anulando la anterior de pasivo. Este nuevo estado social de usted es algo que difícilmente se consigue. FLORENTINO. —Perdone, pero yo tengo muy pocos estudiosa eso ¿qué quiere decir? EL IMPORTANTE. —Quiere decir que a partir de hoy entra usted en un régimen especial, el llamado “Armonía Laboral”, va a recibir el 50% de su paga de pensionista, pero puede usted trabajar de nuevo. Un chollo, señor Flores, un chollo. FLORENTINO. —Oiga, ¿no me mandarán ustedes a Eurovegas? ¡que eso está en Alcorcón y yo ya no conduzco! Qué quiere que le diga... la verdad no lo veo muy justo que digamos, claro, que si es obligatorioa EL IMPORTANTE. —Es de obligado cumplimiento. En cualquier caso, querido proletario, faltan dos meses para terminar de perfilar el proyecto, pero no se preocupe por la distancia; usted vive, si mal no recuerdo, en el barrio de El Pilar. Pues bien, le voy a hacer una confidencia: está a punto de aprobarse un campo de golf en los terrenos que hoy ocupa la Universidad Complutense, y ésta se va a demoler totalmente. Usted, profesional de la construcción, está preparado para este trabajo, ¿verdad don Florentino? FLORENTINO. —Hombrea es más fácil destruir que construir, pero oiga, no se puede renunciar al chollo como usted lo llama, eso de la “Armonía Laboral”. EL IMPORTANTE. —Me temo que no viva usted nuevamente la

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ilusión del trabajo, como se hacía antiguamente. Está usted casado, ¿verdad señor Flores? Salude usted a su esposa. Vuelvo a expresarle mi enhorabuena. Cuando Florentino salió del Ministerio estaba confuso. Salió delante del monumento a Indalecio Prieto, le saludó con la mirada y siguió andando: le apetecía caminar. Dobló al llegar a la calle Raimundo Fernández Villaverde camino de su entrañable glorieta de los Cuatro Caminos. Pensaba que no era lo mismo disfrutar de los efectos del Elixir Atómico en calidad de activo que de pasivo. No, ni muchísimo menos. Al llegar a la glorieta, pensó en los carros que hacía sesenta años vio por primera vez carros de los vendedores ambulantes y de los traperos arrastrados por caballerías que circulaban en paralelo con el tranvía. Decidió caminar hasta su casita del barrio de El Pilar y eligió ir por la calle de Bravo Murillo para al llegar a las proximidades de la Dehesa de la Villa bajar hacia la Vaguada. Bravo Murillo era el alma del barrio. Allí en los lejanos tiempos pasados, había 9 salas de cine, hoy tan solo quedaba El Lido. Lo que sí estaba funcionando todavía era la casa de los baños, donde tanta veces se quitó el yeso y el cemento con los que se ganaba el jornal. Se acordó de su mujer, de sus hijos y de sus nietos, ¿con qué talante recibirían su nueva condición de persona activa? Nada más abrir la puerta de su casa vio que Hortensia le estaba esperando. HORTENSIA.

chatín?

—Hola guapito, ¿cómo te ha ido en el Ministerio,

FLORENTINO. —Buenoa espera a ver si puedo explicarme. HORTENSIA. —No, escúchame a mí primero. Han llegado dos

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cartitas muy interesantes. Te las leo, cariñito, el del elixir de los cojonesa FLORENTINO. (Barruntando la tormenta) —A ver, dime. HORTENSIA. —La primera es de la Comunidad de Madrid, y dice que a tenor de tu nueva condición de persona activa queda suprimido tu abono transporte, ¿qué te parece, guapito? Pero hay más, otra de hacienda, ¿sabes? Pasas a cotizar del 1 8 al 22, porque eres activo. Florentino Flores del Valle estaba derrotado, no sabía qué decir y todavía quedaba la bajada de la pensión, cuando se enterara Hortensia iba a armarse la marimorena. HORTENSIA.

Ministerio?

—Bueno, a ver, torito, ¿qué te han dicho en el

—Pues que puedo volver a trabajar, y que, buenoa que me bajan la pensión un 50%. Hombre, si me coloco bien ganaré más dinero, en fin, ya sabes, con esto de la crisis. HORTENSIA. —Anda, que menudo negocio has hecho con el Elixir Atómico, ¿sabes? ya lo he tirado a la basura. No voy a casa de Adelina porque no quiero que me vean por allí, pero cuando me la eche a la cara ¡se va a enterar la muy zorra!, ¡pendón de tres al cuarto! Y tú ¡tonto, más que tonto! Torito de leches... ¡tonto! ¿Te das cuenta la que has armado con esa porquería de elixir dea? Te podía haber dado un ictus, un infartoa Desaparece de mi vista, ¡Florentino! ¡que no respondo! FLORENTINO.

Pasaron diez semanas después de la trifulca y Florentino volvió a la revisión médica programada: el colesterol estaba en 300 como siempre y la tensión era una verbena. Las flexiones no las hizo porque tenía tendinitis en el tendón de Aquiles —tendón de Aquilino decía el bueno de Florentino— y seguía con 1 5 kilos de

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sobrepeso. La doctora, después de ver los análisis, dijo que volvería otra vez a enviar los resultados al organismo competente. Hortensia ya había recurrido al Ministerio la condición laboral de su marido. Aquel día de primeros de abril, Florentino se levantó algo más tarde, se aseó y tomó el desayuno. Hortensia no estaba: habría ido hacer la compra, pensó Florentino y le pareció extraño, ver el salón despejado. Su mujer había arrinconado los muebles en un extremo. También reparó que junto al televisor había un viejo tocadiscos que llevaba 30 años sin funcionar y estaba claro que había sido probado, pues el piloto de puesta en marcha estaba encendido. Se sentó en su sillón y esperó a los acontecimientos. A las 1 2.30 se presentó Hortensia. No había ido a hacer la compra y venía de la peluquería perfectamente peinada. HORTENSIA. —¡Hola

cariño! Ya estoy en casa.

Se quitó la gabardina Hortensia, con los modos del siglo XXI, "con glamour" como ahora se dice. Lucía un vestido negro del año de la pera ajustado a la cintura, pero que le quedaba “de perlas”, y zapatos de charol de tacón alto. El vestido era generoso de escote, se había maquillado como ella sabía hacerlo y llevaba una gargantilla de perlas “majóricas” y unos pendientes a juego como complementos. Estaba preciosa. FLORENTINO. —Chica,

¡estás para comerte!

Hortensia se sentó a su lado con la mirada preñada de cariño. HORTENSIA.

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—¿Te acuerdas de nuestra boda allí en la Dehesa


de la Villa, cariño? Fue maravilloso aquel día. ¿Recuerdas la primera pieza que bailamos? FLORENTINO. —¡Cómo no! Era aquello de Agustín Lara: “cuando vayas a Madrid chulona mía, voy a hacerte emperatriz de Lavapiés”. Rieron los dos recordando aquel maravilloso organillo. —Y tu padre ¡Qué bien cantaba el jodío! Recuerdas aquello de Miguel de Molina. Los dos a coro. —“Bien pagá, te llaman la bien pagá, porque tus besos compré, y así me los quisiste dar por un puñao de parné”. HORTENSIA.

Volvieron a reír como hacía muchos años que no lo hacían. — Qué banquete Hortensia. ¿Te acuerdas de aquellas patatas fritas de la fábrica La Aurora de la calle Algodonales? Y el organillo... ¡qué gozada! HORTENSIA. —¿Ves, cariño? lo felices que podemos ser sin esa tontería peligrosa del Elixir Atómico. FLORENTINO.

Se levantó Hortensia y puso a funcionar el viejo tocadiscos. HORTENSIA. —¿Nos

marcamos un bolero, chatín?

Y allí en el centro del saloncito comenzaron a bailar. Fue entonces cuando Hortensia, acariciándole la nuca, apretando su cuerpo a su marido le dijo: “Torito ¿Qué tal dormiste anoche?”. Y guiñó un ojo al tiempo que le daba un mordisquito en la orejita izquierda, que era lo que le ponía a Florentino, que adivinando una “siestecita” soltó una carcajada que traspasó los débiles

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muros de aquel modesto pisito. Del vinilo de 33 revoluciones por minuto salían las voces de Los Panchos: “Si tú me dices ven, lo dejo todo, si tú me dices vena” Y una lágrima “tonta”, fruto de encontradas emociones, resbaló por la mejilla de Hortensia Olmos de la Alameda, la hija del señor Casimiro, el panadero, el ácrata del mercado de Maravillas. Acevedo Vecino, Augusto

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Son mis vecinos


Salía de mi Comunidad cuando al abrir la puerta me encontré al Sr. Quinto que entraba en ese momento y al verme, se quedó parado en el umbral de la puerta, esperando a que yo tomase la iniciativa de salir. Los dos permanecimos durante segundos a cada lado de la puerta y la falta de comunicación no permitía evitar la situación, hasta que finalmente, le pedí que entrase. El Sr. Quinto entró a la Comunidad sin manifestar ni una palabra. Conforme iba caminando recordaba la falta de comunicación a la que habíamos llegado, y automáticamente pasarón por mi recuerdo los primeros días en la comunidad. Eran otros tiempos. Quizás es más afortunado decir que teníamos otra edad. Acababan de entregarnos nuestros pisos y todo en la comunidad era nuevo. Eso no significaba que hubiera carencia de problemas, pero la ilusión era el ungüento amarillo que todo lo soluciona. Teníamos tanta necesidad como intención de hacer amigos y una de las formas más prosaicas era dejar o pedir un taladrador, unos tacos, unos tornillos, unos clavosa que permitían generar un buen ambiente, y lo que es más importante, tu vecino tendría por muchos años un recuerdo tuyo, aunque con el tiempo ninguno lo recordaría. Cuidar de la llave de paso del agua era un compromiso personal: si corría el agua descontrolada podría perjudicar a muchos vecinos, incluso a los que aún no habían llegado a la comunidad y eran perfectos desconocidos: un respeto a la persona como a su esfuerzo en comprar el piso. En las zonas ajardinadas crecían los rastrojos y las malas hierbas y por el entorno merodeaba algún que otro roedor, pero al contrario, no teníamos problemas para aparcar nuestros utilitarios. Poco a poco el griterío infantil empezó a sentirse por el patio de

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luces. Tras los primeros momentos de lucha a la hora de comer, vinieron las marchas organizadas por las madres para coger el autobús escolar. Los que se iban, a veces, dejaban caer sus lágrimas y lo mismo pasaba con los que se quedaban —éstos por envidia de lo desconocido—. Más tarde llegó el momento de las actividades extraescolares y había que organizarse para que los niños estuviesen a su hora, pero los accesos no eran sencillos ya que vivíamos prácticamente rodeados por una carretera. La calle era el punto de encuentro de niños y padres, momento en el que se produce la transformación en la que los padres dejamos de tener nombre propio, pasando a ser “El padre dea” Los niños de la comunidad se fueron haciendo mayores y asumieron sus destinos; la Universidad, el servicio militar, el trabajo manual, fueron haciéndose invisibles en el entorno, y nos deciamos "es ley de vida, ellos formarán su propia comunidad". Cumplíamos años y entonces llegaron los primeros decesos: la comunidad empezaba a tener sus propias sombras, sus recuerdos. Tampoco faltó la llegada de los nietos, con lo cual se compensaban en alguna medida las ausencias. Nuestra zona ajardinada tenía rosas todo el año y es preciso mencionar que aunque ahora aparcar es cuestión de suerte, del utilitario hemos pasado a la flota familiar. Hoy tenemos junta ordinaria en la comunidad y el ambiente no es propicio. Nuestra economía se resiente, los gastos suben y queremos mantener la misma aportación puesto que son tiempos de crisis. Van a dar las ocho y media de la tarde, y un gran bullicio resuena en el portal. Poco a poco nos vamos registrando como asistentes o como representantes de algún

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vecino que no podrá asistir a la reunión. Los nervios, tapados por las voces, se sienten en el ambiente y poco a poco nos vamos agrupando por afinidades históricas, sentados en sillas lo más madrugadores y el resto, de pie. [a viva voz] —Por favor guardad un momento de silencio, vamos a empezar. Presidente:

Faltan un par de minutos, y los asistentes no llegamos al treinta por ciento de los copropietarios, el resto o no pueden asistir o simplemente la junta les parece una pérdida de tiempo. Administradora:

silencio.

[a viva voz] —Buenas tardes, por favor

En este momento nos debe ver como el pelotón de fusilamiento del dos de mayo, esperando recibir la orden para disparar nuestras preguntas, como verdadera metralla, sin orden ni concierto reflejando nuestras carencias, pero ante todo, nos sentimos amparados en nuestro derecho de copropietarios. —Vamos a dar comienzo. Tenemos recibos pendientes de pago y la EMV me ha manifestado que van a pasarnos el abono. Están en crisis y con su plan de ahorro no tienen previsto mandar ningún gestor, pero esperan el acta con las decisiones. También tenemos un recibo impagado de un vecino que tiene una gotera y está pendiente de que le pinten. El tercer caso, es el moroso tradicional... Sr. Gotera: —No me niego a pagar. Llevo meses con la gotera y no veo que se dé solución. Administradora: —El seguro nos ha anticipado que viene a pintar en breve. Administradora:

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—Independientemente de que se arregle la gotera, debería pagar la cuota. Sr. Cesexto:

La Administradora no hace ningún comentario y lee la orden del día para aclarar la voz ante la tensión que aprecia. —Nuestro saldo en la cuenta no permite mantener la cuota actual. Si queremos mantener los servicios debemos pensar en subir la cuota. Sr. Cuarto: —Conviene que cerremos primero las cuentas del ejercicio pasado y después pasemos a determinar la nueva cuota. Sr. Desexto: [narrador de este cuento] —Deberíamos bajar el coste de fotocopias, las comisiones bancarias que se han duplicado y buscar un sistema para contabilizar el agua que dé una visión más apropiada con el modelo de pago. El actual tiene un efecto perverso. Sr. Quinto: [interrumpe la exposición del Sr. Desexto] —Estamos hablando del pescado cuando tenemos que hablar de la carne. Sr. Cesexto: —Sra. Administradora, ¿me puede concretar si la partida de gas ha subido por aumento de consumo o por la subida de los precios energéticos? Administradora: —En este momento no le puedo concretar. Administradora:

La pregunta se queda en el aire. El caos es total. Con total libertad vamos saltando de punto en punto del orden del día, sin cerrar ninguna duda, sugerencia o propuesta de mejora, mientras que la Administradora se desgañita pidiendo una y otra vez silencio para dar cabida a la exposición y posterior respuesta a nuestras preguntas. En pequeños grupos se van comentando las propuestas y podemos mantener en paralelo más de una reunión. 27


[contrariado] —Pido que conste en acta que en la anterior reunión no manifesté que Quinto había sido lo peor como presidente. Sr. Quinto: [elevando la voz] —¡Lo dijiste aquí! Sr. Noveno: —En absoluto, tú me dirás si quieres que sigamos saludándonos. Sr. Quinto: —Por mi parte no hay inconveniente en seguir saludándote. Sr. Noveno:

Pese a lo dicho, continúa el rifirrafe sobre el calificativo con el que denominó la aptitud del anterior presidente. En paralelo hay un altercado con el vicepresidente y algún vecino le manifiesta que no le ha visto involucrado en las gestiones de la junta de gobierno, mientras otro de los vocales ni siquiera ha asistido a la reunión. En pleno tumulto, por el pasillo de la finca donde estamos reunidos pasa un distribuidor de pizzas que viene a hacer una entrega a alguno de los vecinos que no ha bajado a la junta. Un vecino cruza con su perro, al que saca a pasear, mientras la familia de chinos recién llegados pasa una y otra vez transportando sus muebles y enseres, cruzándose con los vecinos que vienen de trabajar, educadamente saludan a los vecinos que están en la junta. Minutos más tarde, un segundo pizzero con chaquetilla roja, cruza por el pasillo. —Chaval déjanos la pizza, que a estas horas tenemos hambre... Administradora: —¿Están conformes con las cuentas del anterior ejercicio? Mejor dicho ¿hay alguien en contra? Sr. Cuarto:

Tras un silencio por agotamiento, se dan por buenas las cuentas del ejercicio. Seguidamente se abre el punto sobre el presupuesto de gastos e ingresos para el próximo ejercicio.

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—Con mi propuesta podremos afrontar los gastos del año en curso. Sr. Cuarto: —Tendremos que centrarnos en las aportaciones de los primeros meses para hacer frente al recibo del gas. Deberíamos incorporar alguna partida para mejorar las instalaciones de la comunidad. Ya va siendo necesario pintar los techos de la entrada. Sr. Desexto: —La subida debe ser porcentual para todas las propiedades. Sr. Noveno: —Todo sube. La cuota de la comunidad no va a ser menos, sobre todo si pensamos que llevamos dos años sin subir. Podemos seguir echando el mismo gasóleo al coche, pero cada vez será más corto el recorrido. Sr. Cesexto: —Veo que vuelve a subir el mantenimiento del ascensor. Administradora: —He subido el porcentaje, pero la compañía no me ha notificado subida. Administradora:

La queja sobre el mantenimiento de los ascensores es clásica, pues procede de la relación familiar de uno de los vecinos con la compañía. La mayoría vemos que ha supuesto una ventaja de trato, pero dos vecinos mantienen año tras año su reproche. Cuanto más te comprometes, más motivos para que te ataquen los que ven los toros desde la barrera. Tenemos conserje y hay que decidir si alquilamos la vivienda del portero que lleva vacía más de un año y medio después de estar tres años alquilada. En la reunión extraordinaria de junio, se llegó a un empate, por lo que procede una nueva votación. Sale por mayoría la propuesta de alquilar la vivienda. Sr. Quinto:

[elevando la voz] —El alquiler se tiene que hacer

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conforme a la ley. Sr. Cesexto: [a su aire, como siempre] —Presidente, veo que no ha asistido a la junta de la Mancomunidad y es importante, debido al elevado coste de la partida presupuestaria. Presidente: [dubitativo] —Yo puse las cuentas en el portal. Sr. Quinto: —La presidenta de la Mancomunidad no representa a los vecinos de este bloque. Administradora: —Desconozco el detalle los compromisos ante la Mancomunidad. Sr. Cesexto: —Es aquí donde debemos tomar las decisiones que hay que trasladar a la Mancomunidad. Hay que dar solución a los problemas de tráfico. Sr. Desexto: [dirigiendo la mirada a Cesexto] —Quieres que otros solucionen los problemas de tráfico en las horas de acceso al colegio y en prácticamente todas las vías públicas de la ciudad de Madrid, se repiten los problemas de tráfico sin que tengan una solución milagrosa. Sr. Cesexto: —Deberíamos salirnos de la Mancomunidad, como lo hizo el colegio de enfrente. Sr. Desexto: —Olvidas que nos costó veinticuatro mil euros que el juez nos convenciera de que el colegio no pertenecía a la Mancomunidad según las escrituras. Sr. Cesexto: —Cada comunidad debería cuidar su parte de jardín. Sr. Desexto: —Se trata de un bien mancomunado, lo que nos conduciría a llegar a un acuerdo entre los 500 vecinos, ¡si ya es difícil entre nosotros! Si no cuidamos los jardines cedidos por la constructora al Ayuntamiento, tendremos un basurero rodeando nuestras viviendas. El anterior presidente, Sr. Quinto, tampoco asistió a la reunión de la Mancomunidad, pero tuvo mejor suerte y sus amigos le

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ahorraron los reproches. Procedía hablar ahora del coste del conserje. —Voy a dar lectura de la nómina que tengo del portero capítulo a capítulo. Deberíamos pagarle el salario base y el importe de la portería como pago en especie, compensando así el resto de capítulos que tiene la nómina. Sr. Desexto: —Modificar las condiciones de conserje a portero supone su aceptación, y ningún vecino tiene queja del trabajo del conserje. ¿Jurídicamente en qué basamos el cambio? Sr. Quinto:

Como ya se ha votado el presupuesto que incluye el mantenimiento del salario del conserje, no se aborda más sobre este punto. La renovación de cargos mantiene en silencio a los asistentes y nadie quiere responsabilidades: es más fácil criticar. El primer candidato a presidente se desestima por su estado actual de salud y edad avanzada. Tras dos elecciones más, tenemos una nueva junta con una presidenta y por fin, han acabado los gritos de la administradora pidiendo orden. Poco a poco vamos retirando las sillas, la mesa, el alargador, las luces y la cordura vuelve a reinar en el pasillo. Atrás y en silencio quedaron las propuestas de ahorro, la racionalización del gasto, creatividad y convivencia. [mientras recoge] —Cada vez tienen más argumentos los vecinos que no bajan. Administradora: [afónica] —Esta comunidad es muy difícil. Sr. Desexto:

Han pasado dos semanas y aún se observa la fractura entre propietarios que genera la junta. La comunidad está demostrando su rencor hacia los propietarios que solo asumen los gastos para servicios propios y no para uso comunitario y

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este rencor se demuestra en pequeños detalles. [en el portal] —El nuevo seguro debe cubrir la gotera del tejado. Sr. Segundo: —Estamos en contacto con la empresa que instaló la cubierta para que se haga cargo. Sra. Presidenta: —De momento no voy a autorizar la franquicia que nos pasa el nuevo seguro. Sr. Decuarto: [mirando al Portero] —Ya nos encargamos nosotros de gestionar la gotera. Sr. Desexto: —De cara a los primeros partes con el seguro es conveniente contactar con el corredor para que vea cómo conseguir del perito el mejor trato. Mientras tanto el Sr. Quinto, ajeno a todo, hace mutis por el portal. Sra. Presidenta: —Se ha parado uno de los ascensores, y lo que es peor, el otro ascensor no tiene operativo el ordenador de a bordo y cuando llamas o bien se sube al último piso o de forma fortuita acuden al piso donde está el otro ascensor que no funciona. Sr. Decuarto: —Hablaré con mi empresa. Ese comportamiento no es normal. Han funcionado bien desde que yo los instalé hace más de cinco años. Sra. Presidenta: —También hay que ver el automatismo de las lámparas de determinados rellanos que han dejado de funcionar. Creo que es casualidad, pero coincide con las plantas en las que sus vecinos no se distinguen mucho por preocuparse de la comunidad... A media noche se encienden y permanecen fijas. Parece una denuncia. Sr. Desexto: —Todo se puede arreglar. Es cuestión de voluntad y dinero, pero lo más difícil de solucionar es la ceguera producida entre vecinos, que les permite transitar unos al lado Sr. Desexto:

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de otros por el pasillo, sin llegar a verse, y menos saludarse. Sra. Presidenta: —De uno de los árboles de la zona ajardinada se ha desprendido una gran rama que ha caído al suelo, en esta ocasión no ha ocasionado ningún perjuicio, es un aviso. Portero: —Presidenta, las bajadas han empezado a generar goteras en la planta garaje. Es cierto que el nivel de lluvia es importante durante estos últimos días, pero en otras ocasiones también ha llovido mucho y no se ha calado el techo del garaje. Sra. Presidenta: —Todo se me viene encima. Lo peor es que los hijos que nacieron y crecieron aquí, no tienen ningún compromiso con la comunidad, no somos su ejemplo a seguir: somos su soporte para necesidades materiales. Hablé con la mujer del anterior vicepresidente para comentar la impresión que había sacado de la última junta y cuando llegó a la comunidad no nos conocía ni tampoco sabía cómo comportarse. Necesitaba ayuda y contrariamente le ocasionamos una situación que la traumatizará de por vida. Del rosal del jardín cortaron las flores, algún vecino consideró que son de su propiedad. Aranda Vera, José Luis

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La ni単a que llamaba al hombre del saco


Estoy llegando ¡qué ruido tan fuerte! No me es desconocido, pero antes lo escuchaba como si estuviera debajo del agua y ¿ese olor? ¡Ay, como me gusta! Huele a pólvora. Otra vez ese ruido. Parecen explosiones, como si estuvieran rompiendo todos los platos. Debe de ser porque les desagrada lavarlos. Se hace el silencio. A mi lado hay una mujer, será mi madre, está tranquila, yo también lo estoy, es muy blanca y su pelo es muy negro, liso y brillante. Este sitio no está mal, tiene mucha luz. Se escuchan voces a lo lejos, se acercan, gritan: ¡una niña! ¡una niña!, como si fuera un hallazgo. Todo este barullo debe de ser por mí y no me extraña: he llegado sola. Sorprendidos y alegres se mueven de un sitio para otro, como si no supieran por dónde empezar. Por fin se deciden a lavarme, hacen valoraciones que no entiendo... me duermo. Primer descubrimiento ¡tengo hambre!, mi madre acerca su seno a mi boca, tiene un botón y succionando mana leche, tibia y dulzona. La puerta se abre y alguien se asoma. Tiene los ojos alegres y una maravillosa sonrisa; debe de ser mi papá, no se cansa de mirarme; si yo fuera mayor diría que es la persona más dulce del mundo, y además huele un poquito a pólvora. Le quiero. Empiezan los viajes, esta vez en tren, y como si de magia se tratara mi abuela me tiene cogida de la mano; la mano de mi abuela y la ternura. Estamos en un lugar hermoso, en perspectiva se ve el río, su puente, la loma y el paso lento del tren. Otro viaje, otra estación, otro tren que llega con gran estruendo y

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echando humo por las orejas y que no para y se lleva a mi hermano asomado a la ventanilla, mi gran carrera y al fondo los mayores gritan muy asustados. Estoy en casa de mis abuelos, que tiene una puerta partida por la mitad y se abre indistintamente. Según se entra hay una habitación a la izquierda con ventana y poyete para sentarse y mirar y una hornacina en un rincón con una botella de cuello muy esbelto. Al final del pasillo, otra habitación con escalera y la tentación irresistible de subir aquellos peldaños para alcanzar el “sobrao” que está lleno de luz, ¡tanta! Que sale por las rendijas. Lo mejor, el corral donde viven conejos. Me dejan entrar en su pequeña casa, son muy suaves y mueven la boca todo el tiempo. Debió de ser por aquellos días cuando decidieron atarme con la excusa de que el tren pasaba cerca. Creo que quieren asustarme, no dejan de llamar a un señor. Estamos en otra casa, también hay conejos, gatos y un gallinero lleno de gallinas con muchos huevos, con los que yo decidí hacer una “tortillita”. Lo de la tortillita no les gustó nada y se pusieron a hacer espavientos y a pedirle a gritos al “hombre del saco” que me llevara. No vino nunca, y eso que yo también le llamaba. Bartolomé Rodríguez, Josefa

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Del paraĂ­so al infierno


Nunca imaginé lo que iba a suceder. En agosto de 1 992 decidimos pasar unas breves vacaciones en Bahamas. Los amigos nos habían dicho que era un paraíso, que podríamos pasar el día entero holgazaneando, tomando el sol en las playas de arena blanca y nadar en las aguas turquesas y cálidas del mar. Volamos a Nassau desde Madrid. Silvia, mi hija de ocho años, Ernesto, mi marido y yo. Éramos jóvenes con profesiones liberales y con ganas de ver algo diferente. Una vez allí, tardamos dos horas desde el aeropuerto a Paradise Island en un coche destartalado, pero que cumplió su cometido para dejarnos en el hotel-resort con casino, cosa que no me gustó yendo con una menor. La verdad, es que en la agencia no nos habían dicho nada de ese tema y en esa época no había internet ni teléfonos móviles para informarte. El hotel estaba situado al borde de una playa perlina, y el paisaje era tan bello como me lo habían pintado. Cuando cruzamos la gran puerta principal, empecé a sentirme inquieta. No era nada especial, pero intuí que algo iba a pasar en aquel lugar. Hacíamos vida tranquila, en la playa crecían cocoteros por doquier y de vez en cuando un coco verde y enorme del tamaño de un balón de futbol, caía del cielo y producía un golpe sordo al chocar contra la arena. Creo que era una estupidez tumbarse debajo de un cocotero porque podría destrozarte el cráneo, pero eso formaba parte de mis elucubraciones preventivas. El agua del mar era translúcida, y podíamos ver bancos de pececillos de múltiples colores y estrellas de mar gigantes que palpitaban como un corazón contento. Los vendedores de baratijas hechas de conchas y madera se paseaban con sus vestidos de colorines oliendo a azafrán y tratando de venderte algo. A lo

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lejos, se divisaba en el horizonte algún barquito cabeceando sobre las aguas —como la mecedora de mi abuela— y pescando. Por la noche nos íbamos al centro de la ciudad cruzando el puente que la dividía de Paradise Island. Los restaurantes en casitas multicolores o en mansiones coloniales, tenían una gastronomía muy variopinta, fruto de la mezcla de culturas, africana, española, inglesa, francesa y americana que se habían sucedido durante casi dos siglos. ¡Qué delicias! Comimos el bicho de unas caracolas que había enormes con una salsa criolla picante como el demonio. Nos hacía estornudar. Pienso que si hubiera estado Adriá —nuestro afamado chef actual— la sopa de tortuga que nos comimos otro día, le hubiera desestructurado del todo, porque por un lado una pata, por otro un trozo de mandioca, por otro unas cosas flotantes con formas sospechosas y gelatinosas, nos regalaban el gusto y el estómago que a veces rugía reclamando un bombero por el fuego draconiano que nos metíamos en el cuerpo. Uno de los días, hicimos una excursión para ver tiburones en una reserva llena de corales, y de camino, el taxista nos contó que una vez había visto desde una barcaza a un tiburón atacando a un hombre blanco que estaba nadando mar adentro y la sangre tiñó el agua, pero no pudo hacer nada por él. Algo truculento yendo con una niña. Me recordaba a las películas de terror, y me sentí mal. La verdad es que la impresión que me causó el carácter de sus gentes no fue agradable. En general eran ariscos y para la mayoría de ellos —en esa época— España se reducía a Barcelona y a los Juegos Olímpicos. No sabían más de nuestro país y no se esforzaban en ser amables. Recorrimos la isla y comprobamos unos contrastes enormes: había casitas tipo chozas y mansiones coloniales espléndidas, por lo que el lujo se mezclaba con la miseria. La isla tenía una

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vegetación exuberante y en la ciudad había muchos bancos. Es un paraíso fiscal. Da miedo pronunciarloa ahora. Y así, con una cosa y otra, llegó el último día de nuestra estancia. Ese día Silvia y yo bajamos a desayunar los exquisitos muffins que ponían en el buffet, pero yo observé mucho trajín en el lobby del hotel, con muchas maletas por el suelo y la gente corriendo de un lado a otro. Al sentarnos en la cafetería, le pregunté al camarero, un hindú con turbante y muy amable, qué es lo que pasaba. —Señora, se aproxima un fuerte huracán. —Me está gastando una broma, ¿verdad? le dije yo. —No señora, yo nunca bromeo con estas cosas. Asombradas, nos levantamos de la mesa y subimos rápidamente a la habitación donde nos esperaba Ernesto tan tranquilo, viendo un partido de futbol que retransmitían por la televisión. Él no bajaba a desayunar porque es así de original. Tras contarle lo que pasaba, preparamos las maletas rápidamente y nos fuimos a recepción para pagar e irnos. —Lo siento señores —nos dijo en un inglés incomprensible el recepcionista— el aeropuerto está cerrado y no salen vuelos a ningún sitio. Estamos preparándonos para protegernos del huracán y les recomiendo no salir del hotel. Las habitaciones las tienen que abandonar y quedarse en los sótanos del hotel hasta que pase el huracán. Fue como un jarro de agua helada en la cara. Se me pusieron los pelos de punta tipo punk y a Ernesto le dio por silbar

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"Extraños en la noche" de Frank Sinatra que era su cantante favorito. —Me voy arriba a ver cómo es un huracán —dijo. —Pero, ¿estás loco? ¡no ves que es peligroso! —contesté sujetándole para que no se fuera—. —Mira el cielo, mamá —dijo mi hija—. Nos asomamos a través de las cristaleras que habían protegido con un papel especial tipo "celo" en forma de cruz, para que al abombarse por el viento, no se rompieran. Parecíamos curritos del pim, pam, pum de feria, mirando con cara de asombro. En ese momento, el cielo chisporroteaba, las nubes empezaron a ponerse negro grillo y salió un arco iris que desapareció como un rayo y empezó a llover con rabia mientras el mar, a lo lejos, estaba loco de remate y de un color gris plomo. Como alma que lleva el diablo nos dimos la vuelta y bajamos las escaleras junto al resto de huéspedes. Yo apretaba la manita de Silvia y miraba hacia atrás para comprobar que Ernesto no se había quedado por ahí, con su carácter aventurero haciendo de las suyas. Se organizó en una sala enorme un karaoke con música muy alta, estaba repleta y me recordaba al camarote de los hermanos Marx. Venga a entrar gente, y más gente. Unos cantaban y otros nos mirábamos alucinados ante semejante situación. Unos niños lloraban y un señor barrigón de muslos gruesos y piernas muy cortas con chanclas con forma de tiburón, no hacía más que beber cerveza, —supongo que para no pensar—. En esa época las americanas llevaban unos cardados en el pelo a lo "Simpson" y unas uñas postizas de porcelana larguísimas, como

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las chinas mandarinas, moviéndolas —las manos— como si fueran abanicos y hablando como cotorras. También recuerdo que nuestro atuendo no era de Balenciaga precisamente, porque con las prisas, yo me puse una camiseta rosa fosforito, Ernesto —más conservador en el vestir— una azul marino con logo de cocodrilo incorporado y Silvia, un vestidito amarillo que hacía juego con el peluche que llevaba a todos sitios y que daba mucha rabia a los otros niños que pataleando, se lo querían quitar. Todo esto y mucho más, se representaba en aquella sala con gente tan ecléctica que parecía la torre de Babel. El viento fuera bramaba, y de repente se oyó una explosión en el techo o algo parecido, yo me acurruqué y protegí a la niña con mi cuerpo. —No pasa nada señores —dijo un vigilante grande como un coloso— Se ha derrumbado parte del techo del hall y al caer es lo que ha hecho ruido. No hay peligro. —¿Qué no hay peligro? Me gustaría saber qué es el peligro para esta gente —dije en alto—. Pero nadie me escuchaba, cada uno estaba a lo suyo. Yo mascullaba mis pensamientos psicodélicos y me sonreía para adentro, porque no valíamos nada y podíamos salir volando en un momento. Allí los tres, solos ante el peligro. Ya por la noche, Andrew que así se llamaba el huracán, sobrevoló la isla como la bruja Averías en su escoba atómica y pudimos subir a nuestras habitaciones por las escaleras, pues los ascensores no funcionaban. Estábamos en la planta 11 y atrapados en la isla. Que no la del tesoro. ¡Vive Dios! La situación al día siguiente era agobiante puesto que hacía

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mucho calor y no funcionaba el aire acondicionado. En recepción, estaban saturados por la gente que no cesaba de preguntar y no sabían nada de nada, o eso nos decían. —Por favor —grité— necesitamos un taxi, tenemos una niña y quiero salir de aquí como sea. —Señora, yo se lo cedo —dijo un señor americano con pinta de Gene Kelly en “cantando bajo la lluvia”. Nos estaba cediendo su taxi. Nunca se lo dejaré de agradecer. No sé por qué se quedó en aquel infierno, no nos dio explicaciones. Sin pensarlo nos subimos en el taxi rápidamente con las maletas y nos dirigimos al aeropuerto. El camino fue lento, duro, veíamos el destrozo por todas partes. En un árbol, había una hamaca colgando que provenía de alguna piscina de hotel camuflado entre la espesura como un guerrero de hazañas bélicas. Los árboles tronchados o caídos encima de las casitas sin techo parecían ciempiés pataleando boca arriba, el barro como chocolate a la taza se desparramaba por todas partes —faltaban los churros—, los mosquitos volaban en formación y el calor era insoportable. El conductor, no paraba de hablar en un dialecto que parecía el brujo de la tribu y con una sonrisa muy maliciosa, nos miraba a través del retrovisor y seguía con su letanía, y lo más increíble es que cuando llegamos al aeropuerto, nos habló en español: se había estado riendo de nosotros al margen de que se hubiera fumado siete alucinógenos en forma de amanita muscaria. Silvia y yo, le pusimos "hoja de perejil" durante el trayecto y Ernesto —más pragmático— observaba el panorama a través de los cristales del coche como si nada. La verdad es que los taxistas que nos tocaron en Bahamas, en un ochenta por

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ciento, estaban zumbados. En el aeropuerto de Nassau, a trancas y barrancas, porque era un caos, pudimos embarcar hacia Fort Lauderdale y de ahí a Miami. Ya en Miami, aunque la ciudad había sufrido el destrozo del huracán, las cosas eran distintas. El orden y la colaboración ciudadana nos proporcionaron seguridad, agua y unos bocadillos que mitigaron el hambre que teníamos. Silvia llevaba su oso de peluche amarillo en sus brazos, para no variar, y su padre y yo esperábamos a que nos llamaran por el altavoz para embarcar hacia Madrid. Tras varias horas de espera, sonó nuestro nombre y ahí es cuando me derrumbé. Lloré, lloré y nos abrazamos los tres. Volvíamos a casa. El huracán Andrew, fue uno de los ciclones tropicales más destructivos que impactaron en Estados Unidos en el siglo XX. Actuó entre el 1 6 y el 28 de agosto de 1 992 y afectó a las Bahamas, Miami y el sur de Luisiana. Andrew dejó muchas pérdidas y 26 muertos en Bahamas y fue el más costoso de la historia, con categoría 5, después del Katrina en 2005 y el Sandy en 201 2. Blanco Gavilán, Virginia

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El castillo misterioso


Lo que voy a contar es un hecho real que ocurrió en mi vida profesional como guía de turismo, cuando llevaba poco tiempo realizando circuitos europeos. Para entender mejor las dificultades encontradas, hemos de tener en cuenta que han pasado unos treinta años desde la anécdota que voy a contar y, por tanto, los medios disponibles en la actualidad para conseguir rápidamente información no tienen nada que ver con épocas pasadas, en las que el móvil empezaba a dar sus primeros pasos; Internet estaba al servicio de las grandes empresas, pero aún no andábamos por esos mundos de Dios con nuestro actual e inseparable portátil y, el GPS, lo hubiésemos considerado como lo más parecido a películas de ciencia-ficción. Dicho esto, pasemos al tema que nos ocupa. Llevaba toda la temporada de verano realizando el circuito de Francia y Países Bajos, que ya lo tenía muy bien preparado, cuando de pronto me avisó la agencia de que al día siguiente tenía que salir a Europa Central porque había problemas con el guía previsto. Yo argumenté que ese viaje no lo tenía preparado, que no conocía esos países y que ya no había tiempo de conseguir información, pero no le dieron importancia, porque sabían que saldría del paso, aunque no estuviese preparada. Con esta confianza depositada en mi no pude negarme y allá fui completamente a la aventura. Coincidí con un conductor experto (pero no en este circuito). Me preguntó si ya lo había hecho más veces y le respondí que sí con tal convencimiento que se lo creyó. En el manejo de planos no tenía ningún problema después de haber preparado el de los Países Bajos. Por tanto, el recorrido de carreteras no era mayor inconveniente. Y en las

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ciudades, aunque más complicado, también salía del paso: siempre tenía una salida airosa. Cuando un cliente se anticipaba encontrando el hotel y lo pasábamos de largo, yo decía: —sí, ya sé que está ahí (mentira), pero no podemos entrar por esa calle para quedarnos en la misma puerta. Así, ya sabía donde dirigirme después y quedar bien. Al compañero ya le había dicho que efectivamente para mí era también la primera vez y los dos nos reíamos mucho de la ignorancia de ambos en esa ruta, aunque no éramos inexpertos. El reto de ese viaje fue en Innsbruck, donde ofrecí una visita opcional al castillo del Rey Loco en Baviera (Alemania). Le di al grupo la mañana libre para conocer Innsbruck mientras que yo fui a buscar información del castillo. Al llegar a una librería pedí un libro del castillo de Luis II de Baviera y me preguntaron que de cual, ¿cómo que de cuál? pregunté, y me respondieron que había tres: Neuchswanstein, Linderhof y Herrenchiemsee. ¡Oh sorpresa! Decidí comprar uno de cada, para ver después a cual iría. Y aquí nueva sorpresa: solo tenían en alemán, que para mi, es igual que el chino. Yo esperaba encontrar algo en inglés, francés o español. Obviamente no compré ninguno y me fui para el hotel imaginando cómo resolver aquello. Por fin tuve una brillante idea, o al menos eso creía. Para llevarla a cabo quise contar con la complicidad de alguien del grupo y me pareció la persona ideal, una profesora de literatura bien aceptada por su simpatía. Le conté la idea, (no mi desconocimiento) y a ésta le pareció estupendo. Al conductor le dije la verdad, pero opinó que no me preocupase, que llegaríamos a algún castillo. Comenzó la excursión y puse en marcha el plan. Aparentando total tranquilidad, cogí el micrófono y les informé a todos que esa visita se haría de forma diferente: "Vamos a realizar un concurso

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que consiste en no daros nada de información, sino que al llegar al castillo cada uno se ocupará de proveerse del mayor conocimiento posible y a la vuelta, se expondrán los resultados contando la historia del Rey Loco (Luis II de Baviera) y del castillo visitado". Les entusiasmó la idea, ya que la mayoría eran profesores y esto era muy didáctico. El conductor me miraba de reojo y yo no sabía qué cara poner. Uno de los viajeros insistía mucho en que al menos le dijera el nombre del castillo —¡como si yo supiera a cuál íbamos a llegar— pero le respondía que no podía jugar con ventaja. Podían participar individualmente o en grupos. Después de varias entradas y salidas en Alemania, llegamos a un castillo. Era el de verano, no el más impresionante, pero ¿quién iba a saberlo? Les di tiempo libre y salieron en desbandada a conseguir toda la información posible. Cuando nos quedamos solos, el conductor se moría de la risa y decía que las guías mujeres somos de dos clases: las que al primer contratiempo se echan a llorar, o las que pase lo que pase salen airosas, y que yo era de estas últimas. Comenzó el camino de regreso y el concurso, que fue divertidísimo. Lo ganó un grupo de seis al que pertenecía la profe implicada y el premio era media docena de cucharitas suizas. Contaron la historia del rey como un cuento y les quedó muy oportuno. Es increíble la cantidad de información que consiguieron puesto que allí, la había incluso en español. La excursión fue todo un éxito y nadie llegó a sospechar de por qué se hizo de esa manera tan peculiar. Los informes finales fueron muy buenos, así que seguí siendo muy bien considerada en la agencia. Blanco Pérez, Magdalena

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Los Reyes Magos


El autobús de la línea dirección "Sierra de Madrid-Puerto de Navacerrada", está a punto de salir del intercambiador de Moncloa. Son las ocho y cuarto de la mañana. Es un día del mes de agosto y, por lo que se puede apreciar a esas horas de la mañana, se avecina caluroso. Siempre hay un momento de ansiedad y prisas antes de partir desde que nos levantamos con dirección a cualquier lugar que no sea el habitual de cada día. Esa ansiedad, seguramente, es parte del aliciente de viajar, de movernos, de cambiar el ritmo de nuestras emociones, de descubrir otras gentes, de enfrentarnos a nosotros mismos y a nuestras reacciones dentro de otras culturas. Sí, evidentemente es un reto, viajar es un reto y un deseo de cambio y conocimiento. María llega a la dársena número veinte del intercambiador sin aliento, con cierta duda ante la pequeña aventura que ha decidido emprender. La aventura es pequeña teniendo en cuenta que se trata de vivir un día ya vivido años atrás en muchas ocasiones. Naturalmente, la envergadura de las aventuras no se puede medir superficialmente, pues ésta se presenta pequeña y es grandiosa en su contenido. Se dispone a hacer esa excursión en la que tantas veces ha caminado con sus seres queridos: Puerto de Navacerrada-Camino SmithBalcón de Luis Rosales-Dehesas de Cercedilla y vuelta a Madrid. El regreso, como siempre, sería en tren. El término aventura se debe a la atención que ella ha puesto en este paseo. —Quiero repetir lo vivido en compañía, quiero repetirlo en soledad y medirme con el tiempo transcurrido, con esos pinos gigantescos, riachuelos y ser hoy parte de aquello que fui ayer y

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de esa naturaleza inmutable, siempre ahí, esperándonos... —se dice a sí misma mientras ya, sin vuelta atrás, el autobús arranca y sale de la boca del intercambiador como si fuera un tragabolas. Su respiración se serena después de unos minutos en su asiento cuando mira arriba desde la ventanilla y comprueba que no se avecinan nubarrones de verano como el día anterior: el cielo está limpio. La mochila está en el asiento contiguo y el autobús está casi vacío. Repasa mentalmente el contenido: tres bocadillos, dos frutas, agua, una lata de cerveza, tiritas, un chubasquero ligero y unos calcetines de repuesto; requerimientos tantas veces repetidos cuando años atrás salía de excursión con los pequeños de la familia. —No hay vuelta atrás —piensa—.Ya estoy aquí y todo saldrá bien. Lo piensa con insistencia para borrar la duda y sacarla de sus pensamientos. La edad de María, sesenta años, no es la ideal para hacer una excursión sola por la sierra. El temor a una caída le había hecho dudar de su empeño. El temor a la nostalgia por volver a pisar aquella senda mágica, la del "Camino Smith", también. Esa nostalgia que nos lleva al pasado y no nos deja vivir el presente. Los pueblos a los que se accede desde la autopista de La Coruña se suceden. Cada uno le trae un recuerdo de amigos que han vivido o viven en ellos. Esos recuerdos transcurren a la misma velocidad que el autobús. —En una hora y quince minutos llegaré al Puerto —se dice a sí misma, ya relajada, afrontando la jornada con expectación.

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Se recoloca en su asiento adoptando cierta compostura, que le recuerda lo orgullosa que está de la decisión que ha tomado al iniciar este viaje al pasado: ese pasado que nos acompaña y nos revela quienes fuimos, quienes somos y quienes podemos llegar a ser. Las curvas y las numerosas revueltas hasta acceder al Puerto están ya superadas. María se acaba de incorporar para poder ver por la ventana central del autobús la llegada al Puerto. Son las nueve y media de la mañana. Después de contemplar un instante la vista panorámica, decide que es el momento de iniciar la bajada por el Camino Smith. No hay pérdida, unas marcas amarillas en los árboles orientan durante toda la ruta. El silencio es impactante y es muy temprano para caminar con alguien, teniendo en cuenta que no es fin de semana. La brisa es fresca, un aire limpio que despeja los ojos contaminados de cotidianeidad. Las ideas flotan sobre su cabeza, libres, van y vienen, suben y bajan, como obedeciendo a un ritmo invisible, al baile de la arboleda que la acompaña en cada paso. Con la mirada devora la realidad que recibe y no quiere perderse nada: nada de lo que ocurre por dentro, nada de lo que está ocurriendo afuera. Huele a húmedo, huele a verde. María busca una piedra robusta en el camino, una piedra suficientemente redonda para sentarse y hacer un alto después de una hora de marcha. Siente pasos, los oye y se vuelve una y otra vez, pero nadie aparece, no se cruza con nadie en una u otra dirección. —Un tentempié calmará los ánimos y dejaré de oír estas pisadas

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mágicas —se dice. Queda toda una jornada de marcha y, por momentos, se pregunta si podrán soportarlo sus piernas y su ánimo. Ve corretear alrededor a sus sobrinos, a sus hijos, hoy hombres y mujeres grandes y ocupados. Y se repite “desde luego no voy a rendirme”, mientras reinicia la marcha. A pocos pasos se abre un claro en el camino y se termina el sendero de pinos y helechos. Una explanada verde, amplia, majestuosa, rodeada de montañas, le hace confiar en que conseguirá superar el reto. A partir de la llegada a esa zona abierta a las alturas, la memoria y los recuerdos van caminando velozmente hacia su pasado más lejano: su infancia con tanta claridad. Y decide no abandonar ese lugar: el de su propia infancia, donde hacía tanto tiempo no entraba. —Voy a viajar mientras camino, voy a viajar hacia atrás mientras camino hacia adelante. Tengo todo el día para hacerlo, todo el día. He venido para viajar en dos direcciones... Esos pensamientos transportaron a María a sus primeros días de colegio. Su primer amigo, su primera amiga, su primera Navidad, sus padres y aquel hermano a quien tanto quiso, quiere, y que hoy ya no está en el mundo. Brotaron los olores a comida, a música de la radio en su casa y de los vecinos, cuyo sonido se colaba por el hueco gris y mugriento del patio. Madrugar para ir al colegio con aquellas heladas le parece algo heroico. Recuerda que la casa estaba helada como la calle. La bufanda con la que le tapaban media cara era angustiosa, se mojaba de agüilla de la nariz y de la boca y, al final, estaba húmeda, congelada y sentía asco. Las rodillas al aire también

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eran un punto débil para la congelación. El desayuno consistía en un cuenco de leche bien caliente con galletas, —¡qué casualidad! también María—, derretidas. Dentro de la oleada de recuerdos, se permite indagar, por ejemplo en: “¿cómo es que no conseguí que mi madre dejara de echar las galletas en la leche caliente? Yo las quería enteras, crujientes, no sumergidas”. Pues no, parece ser que no lo consiguió nuncaa ¡Increíble! María era una niña grande, gorda (o gordita para no ser crueles). Muchos complejos se apoderaron de ella y la convirtieron en una niña solitaria, introvertida, muy lectora y pintora de sueños. Mientras la vista puesta en el horizonte se amplía cada vez más, los recuerdos son cada vez más íntimos, más detallados, como dibujados con plumilla. Páginas en blanco que se van llenando de imágenes nítidas y transparentes de otros tiempos. La única música que acompaña esas visiones es el ritmo de sus propios pasos. La explanada queda atrás y un buen camino de arena conduce a María a otro rincón imborrable, como uno de los mejores que había contemplado: el Balcón de Luis Rosales. Los pasos se afanan por alcanzar el lugar mientras la memoria retrocede para verse ya con nueve años en su casa, después de llegar del colegio y con los temibles deberes, pero con el aliciente de jugar por las tardes con dos amigos: Isabel, un año mayor que María, rubia, espigada y con mucha capacidad de mando, y Julián, muy alto para su edad, tímido, triste y muy bueno, según la imagen que María ha guardado con claridad en su memoria. Podían reunirse en alguna casa, pero lo normal es que lo hicieran en el pasillo del edificio, el que conducía a la entrada de cada piso. Ahí, en el rellano, sacaban los cromos de

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Razas Humanas y jugaban con ellos o los cambiaban. Recuerda que también dibujaban con tiza sobre la cerámica del suelo: “tres en raya”. Un día muy especial crearon un teatrillo con una caja de zapatos y la madre de Isabel, muy colaboradora, para celebrarlo, les hizo chocolate con picatostes. Mientras avanza en su marcha hacia el Balcón de Rosales recuerda el olor a pan frito. María piensa en su amor por Julián. —¿Cómo le podía querer, por qué y qué le gustaba de Julián? —se pregunta mientras camina agotada. No tiene respuesta. No sabe, pero sí puede recordar cuánto sufría al comprobar la evidente preferencia de Julián por Isabel. Se esforzaba en ofrecerle sus mejores cuentos y hasta llegó a prestarle su apreciada armónica. Sólo a él. Sigue avanzando y las fuerzas flaquean. La fuente de los Alemanes está cerca. Se pregunta si tendrá el caudal de agua que espera, el que se desborda entre las manos mientras te apresuras a apurar hasta la última gota. Con los cinco sentidos puestos en cada piedra, en cada insecto, en las aromáticas que bordean el camino, transcurren horas y chorros de recuerdos infantiles le inundan la memoria, mientras la vista se diluye en la grandeza que le rodea y le abraza hasta hacerle olvidar el dolor de pies insoportable... Los pone bajo el caño de la fuente, se cambia de calcetines y tiene deseos imperiosos de llegar al balcón de Luis Rosales. Afrontando el último tramo y sintiendo la lejana presencia de Julián e Isabel muy cerca, apareció aquella Navidad de 1 954, cuando María propuso escribir juntos, los tres, la carta a los Reyes Magos (*). Era el día de la lotería. Ya no había colegio y, aunque estaban en el pasillo, la cantinela de los niños del

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Colegio de San Ildefonso invadía toda la casa hasta el último rincón. Todas las radios, las de cada piso, estaban en ello, ávidas de dar los premios esperados. Volviendo a la redacción de la carta más importante de sus vidas, María revive con dolor la reacción que aquellos niños tuvieron. Se miraron y sonrieron con soberbia, superiores a todo por el supuesto conocimiento que tenían sobre la verdad del asunto. Cuchichearon al oído y con risitas contenidas apabullaron a María hasta que el dolor de aquella distancia le arrugó el estómago y le sacó las lágrimas de un lugar desconocido. Cuando, finalmente, Julián e Isabel se decidieron a confesar la información que hacía tiempo ya manejaban los dos, y que nunca habían compartido, se quedó perpleja, pero dueña de la situación reaccionó. Recuerda sentir pena por ellos y así se lo dijo: “Ya entiendo, vuestros padres hacen de Reyes Magos porque os quieren, claro. Les necesitáis para tener regalos. Mi caso es distinto, completamente distinto al vuestro. A mí, como creo en ellos, los regalos me los traen los Reyes. Eso ocurre, ¿sabéis? solo en algunos casos. No quiero daros envidia, pero así son las cosas. Pienso en ellos con mucha fuerza y los Reyes me ven, saben que creo en ellos...”. Julián e Isabel se quedaron boquiabiertos, pasmados y rojos de envidia ante los poderes de María, el poder que se le otorgaba por su creencia en sus Majestades de Orientea María continuó convenciendo durante unos años más a unos y a otros sobre su suerte extraordinaria como premio por no haber dudado nunca de su existencia. Después de un último repecho, aparece el Balcón de Luis Rosales. Vuelve a vivir con realismo sorprendente la escena en el pasillo, cuando, con la dignidad que se puede tener a cualquier edad, defendió sus creencias, ideas, sueños... ¿Cómo puede el pasado volver de esta forma? ¿O nunca se ha ido y

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sólo tenemos que dejarlo salir para que nos hable de nosotros, del niño que fuimos? El niño que nos ha convertido en el adulto de hoy. La llegada al Balcón es emocionante, las vistas son amplias, despejadas, el pueblo de Cercedilla queda abajo. El pasado se detiene, el futuro también. —¡Es fascinante! —piensa. Nos integramos por unos instantes en esa naturaleza salvaje de un esplendor sin edad, indiferente a mis emociones, a mis recuerdos. Me acoge y me deja ser parte de ella, conformando un todo en armonía, un presente sin más... (*) Melchor, Gaspar y Baltasar son los Reyes Magos, visitantes que, desde países extranjeros, acudieron tras el nacimiento de Jesús de Nazaret para entregarle regalos: oro, incienso y mirra. Sin embargo, los Evangelios solo hablan de magos y no se indican sus nombres ni que fuesen reyes. La tradición popular se conserva, recibiendo los niños los regalos que les han pedido en sus cartas. Esta fiesta se celebra en España, Portugal e Hispanoamérica. Burgos González, Carmen

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Una tarde de feria


—¡Están poniendo la Feria en El Charco! Me grita mi amigo Salvador desde la esquina. La noticia corre como la pólvora entre la chiquillería. De nuevo llegaban los feriantes. Había años como éste que se adelantaban, aunque lo normal era que vinieran en junio o julio y se quedaran hasta San Miguel, a finales de septiembre. Esta vez llegaban en plenas vacaciones escolares de Semana Santa de aquel año de 1 953. Eran viejos conocidos; llevaban viniendo desde hacía años y ya se les consideraba vecinos del pueblo. Yo los conocía de toda la vida, entre otras cosas porque El Charco estaba casi al lado de mi casa. Era un amplio solar que, al ser de tierra, se llenaba de grandes charcos cuando llovía. En realidad, todas las calles que rodeaban la Plaça del Mercat, donde yo vivía, se llenaban de charcos los días de lluvia ya que también eran de tierra (no recuerdo si entonces había alguna calle asfaltada; quizás la de la plaza del Ayuntamiento, donde también se encontraba situada la iglesia de San Miguel y sería lógico, por ser la plaza principal de mi pueblo). Pero no se crea que ello era peor para nosotros los chavales. Al contrario, cuando años más tarde asfaltaron nuestra calle, se acabaron los juegos callejeros. Ya no se podían hacer agujeros para jugar al “guá” (a las canicas) o a la peonza que no se podía controlar sobre asfalto, ni a los demás juegos porque, al asfaltar la calle, los vehículos (carros, algún camión, bicicletas y motos) iban mucho más rápidos y podían provocar algún atropello. Así que los padres ya no nos dejaban, ni siquiera, bajarnos de la acera. Se nos había reducido drásticamente el campo de juego ¡Éramos víctimas de un “apartheid” por culpa del progreso! Mientras la calle fue de tierra, aquello era nuestro medio natural. Estábamos frente a nuestras casas y no hacía falta pedir

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permiso a los padres. Si venía traqueteando un carro mientras jugábamos una partida de “guá”, teníamos tiempo de sobra de parar el juego y apartarnos un poco para dejarlo pasar, o el carro se paraba un momento para dejarnos acabar la jugada. La mayoría de los conductores nos conocían y no les importaba el pequeño retraso. Es más, a menudo, el conductor se entrometía en nuestro juego con consejos o bromas y el carro, no tenía necesariamente prioridad de paso. Estaba diciendo que las calles se llenaban de charcos cuando llovía, cosa bastante frecuente en aquella época, y más aún en tiempos pasados, como me contaba mi abuelo: —¿Sabes, Francisco Miguel? Cuando yo era joven, era más divertido ser labrador, porque como llovía más, esos días se quedaba uno en casa o se iba al casino a jugar al dominó con los amigos. —¿Y eso?¿por qué era, yayo? —Pues no lo sé muy bien. Algunos dicen que por lasa Le interrumpió mi amigo Salvador, que llegaba sofocado corriendo para advertirme que se iba al Charco, a montar en la noria. —¡Date prisa! que después tengo que ir a casa a merendar y hacer los deberes. —Bueno, yayo, me voy con Salvador a la Feria. Ya me contarás lo de la lluvia. Me levanté del bordillo de la acera, donde estaba sentado, y salí corriendo con mi amigo. Doblamos a la izquierda y en pocos minutos estábamos en el recinto ferial.

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Mi abuelo se quedaba sentado en su sillón favorito, disfrutando del buen tiempo que suele hacer en mi tierra en primavera. Le entretenía ver pasar a la gente que lo saludaba: —Bon día, tío Paco. —Bon día ens done la pau del ángel (buenos días nos de la paz del ángel), invariablemente contestaba mi abuelo. Esta religiosa y barroca contestación es algo misterioso para mí, ya que mi abuelo no era religioso, más bien al contrario. Otras veces, la gente se paraba a preguntar por su salud, por la familia, o simplemente para charlar sobre cualquier otro asunto mientras se sacaba una silla de mi casa para hacerlo más cómoda y pausadamente. Mi abuelo era un simple labrador, más bien modesto, pero se había creado la reputación de un hombre honesto y cabal, por lo que era respetado, y ahora, en su vejez, era tratado con afecto. Aún se recordaba la visita, en 1 931 , de unos parlamentarios del Gobierno de España a la Albufera. En mi pueblo se prepararon una serie de actos de recibimiento entre los que se incluía un concierto de la banda de música local, La Artesana. Casualmente, el director titular de la banda había enfermado, por lo que le tocó a mi abuelo, como segundo director, dirigir el fasto acontecimiento. Se ensayó durante toda la semana y se llegó al día señalado con todo a punto y las piezas requetesabidas. Allí se presentó mi abuelo, para el último ensayo, con todas sus galas y cuando lo vio el alcalde le dijo:

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—Che, Paco, collons, ¿cómo vienes con blusa? Ante unas autoridades como las que esperamos ¡hay que ir de traje! Él, como los demás labradores, siempre vestía una blusa. A diario llevaba una blusa gris a rayas y el domingo una blusa negra. Nunca lo había visto con chaqueta. Ni en los acontecimientos más importantes: bodas, bautizos, comuniones, entierros. Vestía como los demás labradores de su edad. Quizás no tenía ni un traje. No lo sé. —Mira, yo visto como lo suelo hacer y no me voy a disfrazar por nadie. Si lo quieres lo coges y si no lo dejas —respondió mi abuelo. Se dio el concierto en el que el director vestía con soltura una elegante y preciosa blusa negra al igual que los cientos de asistentes del pueblo, menos el alcalde y los concejales. El concierto fue un éxito, lo que es normal cuando toca La Artesana. Mi abuelo fue felicitado por los parlamentarios en cuestión, por la magnífica interpretación. Después, dio su palabra de que nunca más dirigiría la orquesta ni tendría nada que ver con ella. En su destierro incluyó la música en su conjunto y cuando, mucho después, me lo contaron me quedé triste al pensar lo que me hubiera gustado ver al yayo como director de la banda de música de mi pueblo, cuando yo era pequeño. Mi abuelo era todo un carácter y dio su palabra y hasta el fin. Eran otros tiempos. Una de las familias de los feriantes tenía un hijo de mi edad con el que tuve una amistad que permaneció durante años. Se llamaba Pepito, hijo de los dueños de una caseta de tiro y de la bruja. Tenía un hermano mayor muy fuerte, tipo forzudo de circo,

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que seguramente hacía muchas pesas para mantenerse en aquel explosivo estado, aunque no podía competir con nuestro amigo Paco Noíra, que nunca había cogido una pesa en su vida, aunque no le hacía falta, porque con su constitución rocosa y el trabajo del campo tenía entrenamiento más que de sobra. La familia se completaba con una hermana mayor morena, agitanada, muy guapa su madre y su abuela, muy mayor. Pepito se incorporaba de forma natural a nuestra pandilla a todos los efectos. Su única diferencia era que él no estaba tan de vacaciones como nosotros. De vez en cuando tenía que echar una mano a sus padres en el negocio de la Feria y nosotros le ayudábamos cuando la ocasión lo permitía, más por diversión que por otra cosa. Una de las cosas que solían encargarle era buscar los perdigones gastados, caídos al suelo por los alrededores de la caseta. Esos trocitos de plomo se volvían a fundir en unos moldes y así se regeneraba la munición. A veces, yo le ayudaba a buscar los pequeños “tesoros”, de los que cogíamos verdaderas cantidades: solíamos llenar un tarro grande de ColaCao. Su padre, D. José, nos pagaba la mercancía a peso, nos daba unas pesetas por aquella labor y nos dejaba practicar gratis el tiro al blanco. Al final de la tarde, cuando el negocio había bajado, D. José preparaba los moldes en el patio trasero de la caseta. Hacia fuego y ponía a calentar el plomo cosechado y, a la luz de una sucia bombilla, iba llenado los moldes con la precisión y elegancia que desmerecería la de un orfebre. Nosotros seguíamos, en silencio, el delicado trabajo que terminaba en balines nuevos.

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A mí me fascinaba ver todo el proceso de fundir y moldear los perdigones, proceso en el que yo adquirí cierta destreza y que me permitió montar mi propia fundición en el taller de mi tío con la experiencia adquirida en la caseta de Feria y logré hacer unos soldaditos de plomo con moldes de madera. En realidad eran unos trozos de plomo bastante informes y quebradizos, pero que a mí me parecían labrados por Salzillo. Mi tiro al blanco preferido era “el camarero”. Había que acertar a un botón del tamaño de una moneda grande. Si se acertaba, se abría una puertecita y salía un camarero por unos carriles llevando una copa de licor (que constituía el premio) en una bandeja hasta la mano del hábil tirador. Aunque el licor era normalmente coñac, en casos de fuerza menor, con chavales involucrados, el padre de Pepito cambiaba amablemente la alcohólica recompensa por dulce mistela. Yo creo que mi predilección por esta modalidad de tiro se debía a mi interés por ver a aquel autómata saliendo de su escondite y no al premio de la copa de mistela que, en aquellos tiempos, se servía sin ningún reparo a los chicos. El barracón de Pepito estaba a la entrada del Charco, a la izquierda y a la derecha solía ponerse una noria. Detrás de ésta, los coches de choque, y al fondo a la izquierda, el tren de la bruja. El resto lo completaban otras casetas de tiro, una tómbola y una caseta donde se vendía trabajos artesanales, algodón de azúcar, manzanas, almendras caramelizadas y algún otro dulce. Los días de fiesta, especialmente sábados y domingos, la Feria se llenaba y los feriantes se sacaban un buen dinero con las atracciones. Se notaba que les iba bien porque cada año iban mejorando, poco a poco, las instalaciones.

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Con las demás familias (habría seis o siete más) mi relación no fue tan estrecha como con la de Pepito y sería incapaz de reconocerlos fuera de su ambiente feriante. Sin embargo, a la de Pepito, me la encontré veinte años después en una Feria en Madrid (donde yo vivía) y enseguida los reconocí. Mientras me acercaba, se me aceleró un poco el corazón: era como revivir mi infancia, como una máquina del tiempo, ya que ellos, los barracones y el tren de la bruja parecían no haber cambiado, aunque enseguida comprendí que no compartíamos la misma emoción. —Hola, soy Francisco Miguel —dije dirigiéndome a D. José, quien al parecer, me había reconocido. —Hola —Me dijo estrechando la mano que yo le había ofrecido— ¿Cómo estás? —Bien, bien. Ahora vivo en Madrid (no se me ocurrió nada mejor que decir) ¿Cómo está Pepito? Quiero decir, Pepea —Bien, bien, como todos. Aquí trabajando. Estaba a punto de preguntar por su mujer, por la abuelaa No sé, intentando decir algo que me devolviera a una relación menos aséptica, cuando observé la mirada de reojo de D. José hacia el tren de la bruja, supervisando su negocio. Entendí que el hombre estaba a lo suyo, o que no tenía nada más que decir y prefería terminar una situación que parecía resultarle algo incómoda. Añadí: —Bueno, pues me alegro de verlo tan bien. Dé recuerdos a la familia. —Bien, bien. Lo mismo digo. ¡A ver si te pasas otro día!

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Había transcurrido mucho tiempo y demasiadas circunstancias que no favorecían la comunicación. Además, no era gente que supiera expresar fácilmente sus sentimientos. Estas vueltas al pasado casi siempre salen mal, especialmente aquellas en que uno espera demasiado por haber idealizado una situación, como era mi caso. Es improbable que ambas partes tengan sentimientos similares, con lo que pierde más el que más espera. En este caso fui yo, como es lógico. Ellos eran nómadas que viajaban constantemente y tenían que trabajar duro para subsistir en un inseguro negocio. Esta situación no es la más propicia para sentimentalismos. O puede que para ellos aquella relación infantil no tuviera demasiada importancia. Pero a mí, aquel encuentro me despertó unos recuerdos imborrables. Vino a mi cabeza el recuerdo de aquellos días de primavera cuando Salvador me gritó desde la esquina: —¡Están poniendo la Feria en El Charco! Reviví, de nuevo, el recuerdo de aquellos días: sentado en el bordillo de la acera, después de comer, con el sol dándome en la cara, pelando una naranja. Mi abuelo, sentado en su sillón de mimbre a mi lado charlando o en silencio. No era raro que alguien se nos uniera e hiciéramos la sobremesa allí, en la acera, sentados en el suelo. —Bon día, tío Paco —saludaba la gente al pasar. Raro era que pasara alguien a pie, en carro o en bicicleta y no saludara, por ser conocido o por simple educación. A menudo se paraba alguien, aunque fuera un minuto, para hablar del tiempo

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tan bueno que disfrutábamos y de alguna otra cosa banal. —Bon día ens done la pau del ángel —contestaba mi abuelo. Aunque yo era pequeño, en aquella ocasión tuve la extraña sensación de que aquellos eran unos momentos especiales, que aquella quietud, aquella placidez, apoyando mi hombro ligeramente en la pierna de mi abuelo y viendo indolentemente pasar gente, los recordaría siempre. Presentí que aquellos instantes irrepetibles no durarían y deseé que no pasara el tiempo. Ahora, cuando mi abuelo ya ha fallecido, veo aquel niño que, reteniendo la respiración, en un esfuerzo vano, se esforzaba por detener el tiempo en un día de primavera en que vinieron los feriantes. Castro Soler, Francisco

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Entre la Mar y el Cielo


Corría el año 1 973, cuando me encontraba trabajando en Palma de Mallorca como azafata de vuelo en una compañía chárter muy famosa en la España de la época llamada Spantax, a la que desdichadamente, la crisis del petróleo del 79 dejó en tierra. Llegar allí había sido la materialización real de un sueño durante el que había ido visualizando los componentes de una manera de vivir que me atraían poderosamente: viajes, ausencia de rutina, independencia, conocer gente muy diferente, enfrentarme sola por primera vez a situaciones desconocidas y un sinfín de cosas que intuía estaban por llegara Tras dos años viviendo esa experiencia y con la ilusión intacta, conocí a una persona por un cúmulo de casualidades de las que se dan una vez en la vida y que enumerarlas supondría contar otra historia. Él se llamaba Manolo y era marino. Su profesión y la mía son determinantes en esta historia. Vivíamos en medios distintos, viajando siempre por rutas alejadas y que difícilmente se cruzaban, pero que cuando lo hacían eran ocasiones imposibles de olvidar. De no haberlas vivido en primera persona, me hubieran parecido un poco largas de imaginación. Y no solo por el momento en que lográbamos vernos, sino también por las vísperas, la excitación con que hacíamos los planes para conseguirlo, el ajuste de las fechas, la decisión del puerto, aeropuerto, ciudad o lugar en el que nos encontraríamos, y un sinfín de detalles. Pero todo esto ocurrió luego. Mi relato se sitúa en el verano de 1 973 cuando Manolo apareció de vacaciones en la isla y yo tenía ese mes, que es el más fuerte de la aviación comercial, una programación de vuelos por toda Europa. Recuerdo esos días siempre como iluminados, llenos de mar, de color, de risas, de descubrimientos y, también, de impaciencia, porque eran los

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comienzos de las huelgas duras de los controladores aéreos, lo que para mí se traducía en retrasos indefinidos en cada uno de los saltos del avión. Nunca sabías la hora exacta de aterrizaje, pero llegar y encontrarlo esperándome en el aeropuerto era siempre una alegría tan grande que desaparecía hasta la última gota de cansancio acumulada. Pero así, casi sin darme cuenta, llegó el día en que las vacaciones llegaron a su fin y él tuvo que volver a embarcar. Habían pasado apenas veinte días desde que nos conocimos hasta que nos despedimos sin saber cuándo volveríamos a vernos. Manolo navegaba como Primer Oficial de Puente del Arteaga, un buque petrolero de 325.000 toneladas y una eslora de trescientos sesenta metros, lo que equivale a tres campos de futbol puestos uno tras de otro. Eran los tiempos de los súper tanques, barcos cuyo calado enorme les impedía pasar por el Canal de Suez. Por esta razón, tenían que dar la vuelta al continente africano para cargar crudo en el Golfo Pérsico y descargarlo en Europa. La campaña, que es como en el gremio se llama al tiempo que permanecen embarcados, era para estas tripulaciones de 6 meses. Todo este tiempo transcurría prácticamente sin pisar tierra, ya que las operaciones de carga o descarga se hacían en grandes terminales instaladas en el mar y en apenas cuarenta y ocho horas. Además, durante la travesía prácticamente no se divisa la costa. El calado de estos barcos (comparable a la altura de un edificio de diez pisos, de los que la mayor parte van por debajo de la línea de flotación), y el trafico de embarcaciones más pequeñas, les obligaba a ir a más de veinticinco millas de lejos de la costa por seguridad. Tras unos meses embarcado y ya cerca de Navidades, recibí una llamada del barco. Las comunicaciones barco-tierra eran

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entonces a través de una emisora costera de onda corta, y cada vez que había un cambio de interlocutor, éste tenía que acabar con la palabra “cambio”, y de esta manera el radiotelegrafista de abordo entendía que habías terminado y daba la palabra al tripulante. A continuación, éste la volvía a pronunciar para que la costera diera la palabra a la persona de tierra, y así hasta el “cambio y corto” que marcaba el final de la conversación. Toda una experiencia para alguien no muy acostumbrado y que desea beberse todas las palabras que oye en medio de las mil interferencias que amenizan la comunicación. En esa conversación, Manolo me dijo que en la subida desde el sur de África hacia el norte de Europa iban a “hacer provisión” en Canarias. En otras palabras, que mientras navegaban y sin detenerse ya que la parada supondría millones en costes, les iban a proveer de víveres, correspondencia, piezas de repuesto y tripulantes de relevo, así que podría aprovechar para mandarle cartas o algún detalle navideño. En cuanto colgué el teléfono, me coloqué delante de lo que constituía la pieza más preciada de mi apartamento: un gran mapamundi que ocupaba una pared de mi dormitorio y en donde clavaba una banderita de papel enrollada en un alfiler con la que iba siguiendo, según mis cálculos, la ruta del “Arteaga”. Y así, bordeaba costas, dejaba atrás islas y seguía sus pasos mientras se iba acercando a Europa. Quedaban pocos días, y para asegurarme de que todo llegaría a tiempo pedí un vuelo a Gran Canaria para llevar las cartas en mano a la estación de helicópteros desde dónde saldría el afortunado que les llevaría los paquetes al barco. En Spantax, una cosa era pedir el vuelo y otra que te lo dieran, pues el Departamento de Operaciones no atendía habitualmente este

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tipo de peticiones, y mucho menos con tan poca antelación. Tras unas cuantas gestiones y no pocos ruegos, por fin me programaron un vuelo de Palma a Gran Canaria en la fecha deseada, aunque ¡pasando por Helsinki! Suponía volar Europa de punta a punta, pero nada me importaba con tal de llegar a tiempo. Una vez en Canarias y con el día siguiente libre, me lancé a la compra de turrones, golosinas y de alguna sorpresa más. Cuando llamé por teléfono al helipuerto me dijeron que debía entregarlo al día siguiente por la noche, a las nueve y media, que es cuando despegaba el helicóptero para salir al encuentro del “Arteaga”. Una alegría enorme me invadió entonces, pensando que al día siguiente Manolo recibiría todas mis cartas escritas hasta el momento y con noticias recientes, ya que habitualmente las recibía una vez cada cuarenta días, cuando tocaba puerto. La tarde transcurrió plácidamente preparando un paquete precioso y pensando que, aunque no lo podría ver, sería lo más cerca que íbamos a estar después de varios meses. Con tiempo suficiente, llegué a la estación de helicópteros dispuesta a dejar mi trabajado paquete en buenas manos. Aunque era una noche muy fría, el cielo estaba totalmente despejado e iluminado por cientos de estrellas. Pasaron minutos sin ver a nadie, hasta que por fin, apareció un vigilante que me indicó donde podría encontrar al piloto del helicóptero. Era éste un hombre afable que escuchaba sonriente todas mis explicaciones sobre la importancia del paquete. Me despedí

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pensando: "¡qué suerte tiene! ¡podrá ver el barco!" Cuando de repente, a mis espaldas, oí una voz que me decía: —¿Te gustaría acompañarme? Podrías ver el barco desde arriba. No podía dar crédito a lo que acababa de oír, pero respondí inmediatamente: —Nada me gustaría más. —Pues vámonos —respondió Macein, un nombre que no olvidaré nunca. Presa de una alegría sobrehumana, subí al helicóptero sin dejar de atender todas las instrucciones sobre cómo debía ir atada, dispuesta a no decir ni una palabra para que no se arrepintiera de su ofrecimiento. Volábamos en silencio porque el ruido de los motores apenas dejaba oír nada más. De repente, para cerciorarse de que lo podía oír, me gritó: —¿Ves las luces? Ese es el “Arteaga”. Estaba tan emocionada que no podía articular palabra. A lo lejos, en medio de la negrura de la noche donde se confunde el cielo con el mar, se veían unas filas largas de luces. El piloto debió comprender mi estado de ánimo y pronunció las palabras más hermosas que he oído nunca: —¿Tú te atreverías a bajar colgada de un arnés? No podrías desengancharte, apenas tocar la cubierta y te vuelvo a izar. —¿De verdad puedo? —contesté sabiendo que jamás había

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deseado nada con tanta fuerza. En ese momento me sentí ya totalmente dentro de una novela. ¿Bajaría? ¿no bajaría? ¿me quedaría, o no, colgada? Pero, pasase lo que pasase, la historia ya sería siempre mía. Nos acercábamos al barco en medio del ruido ensordecedor del helicóptero, cuando el piloto cogió el micrófono de la radio y dijo: —Arteaga, Arteaga, aquí el helicóptero de servicio. Permiso para desembarcar a la novia del primer oficial. —Aquí Arteaga. Permiso concedido —respondió el Capitán del petrolero desde el puente de gobierno. En ese momento comprendí exactamente el significado de la expresión: “el corazón me brincaba en el pecho”, pues podía notar los saltos. Me colocaron un arnés por debajo de los brazos y, pese a la excitación del momento, todavía puedo oír cómo me gritaban: —Prepárate y agárrate fuerte a cable, que vas después de los plátanos. Yo no decía nada por puro miedo a que en el último momento ocurriera algo que me impidiera el descenso. Y allí estábamos los plátanos y yo esperando a ser bajados. Una vez llegamos a la altura del barco, que en ese momento era ya todo un haz de luz, el helicóptero comenzó a sobrevolarlo en círculos mientras íbamos descendiendo, y allí a lo lejos, atisbé un grupo de personas en la cubierta mirando hacia arriba. Empezaron a arriar un cable que llevaba en el extremo un

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gancho del que colgaba una red cargada de paquetes. Lo dejaban en la cubierta del barco donde un grupo de personas lo recibían y volvía a subir el cable vacío. Así durante tres veces, hasta que, por fin, descolgaron los plátanos. Entonces, oí: —Atención que ahora vas tú. Bien sujeta al arnés de rescate (luego supe que se llamaba así), me descolgaron. Ese momento indescriptible fue absolutamente mágico, irreal. En medio de la noche, me hallaba suspendida de un cable, balanceándome en el aire y a mis pies, el barco inmenso, iluminado y navegando. Todo, absolutamente todo, ha quedado indeleblemente grabado en mi memoria. Al bajar me di cuenta de que, como en ese momento iba vestida con un pantalón y un jersey, al colocar las manos hacia arriba en el cable, inevitablemente el jersey se me subía. Aún con tanta emoción, el pudor se había hecho un hueco y no podía evitar colocar una mano sujetando el arnés y otra tirando del jersey. De esta curiosa manera fui descendiendo colgada del cable. Según me iba acercando a la cubierta del barco, vi un grupo de cinco o seis personas mirando hacia arriba y levantando los brazos para alcanzarme. Entre ellos mis ojos solo vieron a Manolo que, como Primer Oficial, dirigía la maniobra desde cubierta al mismo tiempo que el Capitán lo hacía desde el Puente. Allí, llegó la explosión de sensaciones: la noche, las luces, el ruido tremendo del helicóptero y el ruido sordo de las turbinas

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del barco, unos brazos que se alzan y me recogen, una sonrisa, un beso e inmediatamente dos tirones desde el helicóptero y notar, al instante, que me vuelven a izara Y volví a subir despacio mientras el barco se iba alejando, haciéndose más pequeño por momentos. Sin dejar de mirar abajo subí, subí hasta que unos brazos me agarraron fuerte y me ayudaron a entrar de nuevo en el helicóptero, que inmediatamente inició el ascenso. Cuando me asomé a la ventanilla, el barco ya era apenas una mancha de luz en el mar que se iba haciendo diminuta. No encontraba las palabras exactas para agradecer al piloto lo que había hecho conmigo. Volvimos al helipuerto. De allí, salí literalmente corriendo rumbo al hotel donde estábamos alojados y, por el camino, me encontré al comandante de mi avión con la tripulación. Volvían de cenar. Me preguntaron algo que no consigo recordar, pero lo que sí recuerdo es mi respuesta: —No os puedo contar de dónde vengo, no lo creeríais jamás. Pero sí os puedo decir que hoy es el mejor día de mi vida. Y así ha permanecido siempre en mi recuerdo durante más de cuarenta años. Coloma Contreras, María de la Consolación

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La Mรกscara


Ha pasado mucho tiempo ya, hija; meses, años, días —exactamente 1 8 años y tres meses— pero para mí el tiempo se detuvo ese frío día de invierno en el que te di mi último beso, beso con sabor a sal por mis lágrimas, beso que nunca fue devuelto, beso maldito que nunca tendría que haberte dado, hija. Debería haber sido al revés, tú eras quien deberías habérmelo dado a mí, esas son las reglas del juego, lo contrario es una aberración. A pesar del tiempo trascurrido te busco en todos los sitios y no consigo encontrarte; te busco en las estrellas cuando forman siluetas de personas, te busco en las aguas de los ríos y no consigo ver tu reflejo, te busco en las montañas, en las ráfagas de aire cuando acarician mi cara, en las jóvenes que se cruzan conmigo y que quizás tengan la edad que deberías tener tú en estos momentos. Te busco, pero no te encuentro, hija, y me siento cansado de no tenerte, de no sentirte a mi lado. Sabes que desde ese fatídico día vivo en este mundo sumido en un engaño; vivo como cualquiera: soñando, riendo, hablando, trabajando, estudiando; en definitiva, como uno más, pero yo sé que es mentira. Necesito mi máscara, ponérmela todas las mañanas cuando me levanto para que tape mi verdadera realidad. Tú sabes cuál es, Dévora: igual que tú, yo también estoy muerto. Yo soy Dévora, tengo 11 años, nací el 27 de marzo de 1982. Me crié muy bien, sin ningún problema digno de mención; los típicos resfriados, la varicela, las paperas… lo normal. Cuando tenía siete años dejé de ser hija única, mamá vino un día del hospital con un niño guapísimo que en pocos meses tenía unos rizos rubios preciosos y que se parecía a ella; lo quería mucho, era mi

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hermano (palabra nueva que tenía que aprender), pero también era una lata aguantarle los lloros por la noche y tener que cuidarle de vez en cuando. Fue cuando empecé a sentir lo que era la responsabilidad porque, a pesar de ser tan pequeña, yo era una niña muy responsable y seria cuando hacía falta. Me gustaba el fútbol, el baloncesto, el judo, el ballet y todo tipo de deportes. Creo que en esa época cada año estuve apuntada a todos los que se impartían. Al final opté por el baloncesto y el ballet. Fue una época maravillosa. Tenía muchas amigas y cada vez que había un cumpleaños nos invitaban a todos y lo pasábamos muy bien. Tenía una que era sordita, ya que el cole era de integración y en cada clase había un sordo. Yo me hice muy amiga de la que pertenecía a mi clase, Lara, y aunque a causa de su sordera hablaba muy mal, la ayudé mucho en el cole. Creo que ahí se afianzó mi responsabilidad sobre las cosas y empecé a pensar que me gustaría ser médico o profe como Ange. En el curso del año 93, me hice un esguince en un pie jugando al baloncesto, no podía plantarlo en el suelo, así que estuve en casa aburrida hasta que aprendí a usar unas muletas que conseguí manejar de tal forma que las abuelas decían que corría con ellas como un demonio (cosas de abuelas).

De esta forma se describe en su diario mi hija Dévora, que con 11 años comenzó a saber que esta vida no solo era un lugar de juegos. Hasta entonces, la vida solo nos daba alegrías, teníamos dos hijos maravillosos que se criaban muy bien, independientemente del bienestar que nos rodeaba. Tratamos de educar a nuestros hijos con la verdadera realidad que existía en el mundo: niños que morían de hambre, guerras, falta de solidaridada

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La armonía se puede romper en un instante, y eso es lo que le pasó a nuestra familia. Un segundo es lo que dura en el cerebro captar el alcance de la explicación que me da un grupo de médicos del hospital en una de las revisiones rutinarias a las que solía llevar a Dévora por el tema del esguince. Yo sentía que me moría, no podía ser; eso que decían que le pasaba a mi hija, no podía ser cierto. Los médicos de este hospital infantil se deberían estar equivocando o en cualquier caso, eso no le podía pasar a mi hija. Se equivocaban, estaban mirando mal los resultados o eran de otro niño. ¡Qué iluso!, no me daba cuenta de que en la bola de cristal que habíamos fabricado solo dejábamos pasar las cosas bonitas, no quisimos saber que había niños en hospitales, niños que sufrían muy cerca de nosotros, niños que morían a nuestro alrededor, solo existían esos otros que yo le mostraba a mi hija en la televisión y que por supuesto, estaban a miles de kilómetros. Le diagnosticaron un tumor en una de sus extremidades inferiores, se dieron rápidamente cuenta, por su experiencia, de que era un tumor maligno y agresivo: era un cáncer. ¿Cómo se lo decía yo a mi mujer? ¿En qué habíamos fallado? ¿Cómo nos podía pasar esto a nosotros? Pasados los primeros días de incertidumbre, lloros e información al resto de la familia, decidimos que nuestra hija no debería saber lo que tenía. Formábamos un núcleo familiar de cuatro personas y nos teníamos que complementar entre el matrimonio para que ese núcleo no se rompiese y estuviesen atendidos nuestros dos hijos: Arí en su vida normal y Dévora en su nueva vida hospitalaria. Inicialmente el diagnostico fue atroz, aunque aún no nos

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podíamos imaginar lo que nos deparaba el futuro. Tenía osteosarcoma (cáncer de huesos) en dos puntos diferentes: la articulación del tobillo y la articulación de la rodilla. Como el ingreso hospitalario fue instantáneo, decidimos que Ange se diese de baja momentáneamente en el trabajo para atenderla mejor y estar en el hospital constantemente con ella. Yo me iría a trabajar y atendería al pequeño. Nos turnaríamos mi mujer y yo para dormir, cada día con uno de los dos, uno en casa con el niño y otro en el hospital con la niña. Así, día tras día, pasábamos las noches en una silla incómoda junto con otros dos adultos y dos niños, ya que las habitaciones eran para tres. Convivimos con personas de otras ciudades que entraban en el hospital y no sabían cuando saldrían, podían ser dos semanas o seis meses. Comenzaron los estudios, las analíticas, el sufrimiento físico de Dévora y el psicológico nuestro, port-a-cath, falta de información, etc. Finalizadas las pruebas, el diagnostico no fue nada agradable. Su osteosarcoma estaba localizado en una rodilla y en todo el juego del pie. Las doctoras plantearon un protocolo de quimioterapia que redujese lo dañado en el pie. La rodilla era otro tema más difícil. Yo que sabía en qué terreno nos movíamos, clamaba por una intervención quirúrgica en rodilla y, en último extremo, cortar fémur y tibia para quitarle la rodilla y ponerle una prótesis, ya que en esos momentos ya existían esas articulaciones. En último extremo, cortarle la pierna, pero quería a mi hija conmigo, con pierna o sin ella. Pero mientras se le daba quimioterapia no había posibilidad de intervención quirúrgica. ¿Qué mecanismos se implican en el interior de un cuerpo humano, cuidado, sin carencias de ningún tipo, con sus estudios médicos desde que nació, como cualquier niño, para que unas

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células malas se apoderen de las buenas? Parece ser que a los niños les pasa más en época de crecimiento y cambio. Como vivíamos bastante cerca del hospital nos dejaban salir los fines de semana. Volvíamos a las nueve en punto los lunes pidiendo el ingreso de nuevo. Recuerdo cuando subíamos a la planta y los niños de las habitaciones, que los había desde pequeñitos hasta los 1 4 años, reclamaban a Dévora para que estuviese con ellos. A todos los quería, todos la querían, a todos los ayudaba dándoles de comer, cantándoles, contándoles cuentos, olvidándose de su propio mal. En esa época conoció a la que fue su amiga en vida hospitalaria, Patri, una niña de su misma edad que tenía otro tipo de cáncer y que luchaba como ella, que sufría igual, pero que a la vez, se divertían y lo pasaban en grande. Cuánto lo siento Patricia, no sobreviviste, tu mal era igualmente terrorífico. También era reconfortante para ellas otro amigo, Nicolás, que tenía 1 4 años. Su enfermedad era la misma, un tumor en la rodilla, pero perfectamente controlado y con un poco de suerte podría salvar la pierna por medio de una prótesis. Había muchos más niños en esa convivencia tan patética, y como tenían que estar constantemente acompañados por sus mayores hicimos buenas amistades. Cuando coincidían los tres en la misma habitación, se lo pasaban en grande. —Dévora, Patri, ¿cuál de las dos va a ser mi novia cuando salgamos de aquí? —Yo —decía Patri— porque soy rubia. —Yo —decía Dévora— porque soy morena. —Pues las dos —contestaba Nicolás—. Una semana salgo con una y a la siguiente con la otra. O mejor salimos los tres juntos.

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Tenían la edad de la inocencia. —Dévora, debes comer más para que aguantes mejor la quimio. Patri, tú tienes que moverte, levantarte más de la cama y andar, ya que no tienes nada que te lo impida como a Dévora y a mí. Tenemos que salir bien de aquí los tres juntos, ¡vamos a curarnos! ¿Cuántos sobrevivieron? Muy pocos. En esa época decían que el tanto por ciento de fallecimientos era del 78%, yo creo que era mayor. Recuerdo a todos esos padres, como los de Andrés, que habían tenido a su hijo único siendo muy mayores y ahora, con solamente seis años, estaba ahí batallando contra el mal. Se quedaron sin su único hijo. Lo siento. Recuerdo a esos otros que venían de Logroño, médicos, pero igualados a los demás en el sufrimiento con su niño pequeño David, tratando de salvarle la vida. Lo consiguieron, felicidades. Y a tantos y tantos más que venían de toda la geografía española para pasar meses y meses en el hospital. Esos padres acompañantes se merecen toda mi gratitud y respeto. Había algunos que no salían de la planta en meses, ahí se lavaban, ahí malcomían, ahí lloraban, reían, hablaban. En definitiva, vivían como se podía vivir en esas circunstancias y condiciones. Pasábamos las noches sentados en una silla de hierro, medio dormidos y a la vez despiertos, controlando que esas botellas de veneno amarillo, que era la quimio, no dejasen de entrar en esos pequeños cuerpos a través de los port-a-cath. Éramos tres padres que a la vez controlábamos a tres hijos: uno propio, pero dos como si lo fuesen. Si uno de nosotros quedaba rendido, ahí estaban los otros dos al quite. Siempre podía pasar algo. Ellos eran carne de nuestra carne y casi antes de que sintieran algo ya lo estábamos sintiendo nosotros.

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Recuerdo con cariño a Nicolás, que consiguió salir adelante, que con sus catorce años, en el límite de la pubertad, lo pasaba muy bien cuando coincidían en la misma habitación, con sus juegos, sus risas. Él era prácticamente un adulto y, aunque ella tuviese once años, ello no impedía que esas estancias tan largas sin salir y sin relacionarse con otras personas desembocase en una nueva forma de mirarse. Incluso en la antesala de la muerte podía surgir esa maravilla llamada "amor". Entre muchos profesionales de la medicina había dos que sobresalían: la “jefa” del departamento, Dra. G. de Manuel y la segunda en cargo, Dra. García. La Dra. G. de M., más joven, más implicada emocionalmente era la que trataba de confortarnos. Se veía que a pesar de llevar muchos años tratando con niños aún sufría y no se despegaba emocionalmente de ningún caso. La segunda en cargo, la Dra. García, era mayor, parecía sentirse bastante más gastada, más quemada (supongo que su trabajo le había pasado factura). Se encargaba de darnos las noticias, generalmente malas, sobre la evolución de las enfermedades. Nunca sonreía y hacía su trabajo asépticamente, pero a lo largo del tiempo pude ver como mi hija conseguía modificar su actitud, ya fuese por medio de hacer que le cogía de su bolsillo los bolígrafos, de decirle alguna bobada, de pedirle los fonendos para hacer los niños de médicos... consiguió hacerle sonreír. Los padres nos quedamos asombrados del cambio, que supongo puntual y temporal. Se le notaba su sufrimiento interior. La realidad era muy cruda para rendirse a las bromas de una niña que, en definitiva, para ella estaba condenada. Nosotros aún no lo sabíamos, nunca perdimos la esperanza. Cada día emprendíamos una lucha por un futuro incierto.

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Queríamos conservar a nuestra hija y ahí no había rezos que valiesen ni milagros a obtener. Es verdad que en algún momento de decaida entré a pedir por mi hija en alguna iglesia, hice alguna promesa y fui a algún cristo de esos famosos. La realidad era que si la técnica no funcionaba, poco se podría hacer. Era consciente de los miles de niños que había en el mundo muriendo por las mismas causas. No creía en posibles milagros, solo creía en la técnica, en la investigación y en el avance en los estudios sobre tumores malignos. El tiempo pasaba y a la vez que seguíamos el protocolo de la quimio en el hospital, las pequeñas intervenciones, las alegrías y los disgustos, nos movíamos por otros caminos. Visitamos diferentes hospitales de la ciudad, enviamos muestras de tejidos y sangre a un hospital famoso de Estados Unidos, visitamos curanderos, charlatanes, gente diversa que no sé ciertamente si trataban de ayudar o eran meros habladores que solo se movían por dinero. Pasados ocho meses, hacia el mes de Junio, la Dra. García nos envió a una enfermera a avisarnos para que fuésemos a verla a su despacho. Fuimos aterrados porque normalmente nos hablaba en las habitaciones. Directamente dijo que nos tenía que dar el alta, que lo sentía mucho pero que ya no podían hacer nada. Mi hija iba a morir. Su osteosarcoma no solo lo tenía en dos sitios, lo tenía en muchos más, prácticamente en todas las articulaciones, cabeza, costillas, omoplatos; era un caso excepcional porque no era metástasis, había surgido a la vez en todas las articulaciones. Añadió que solo se conocían en el mundo once o doce casos similares. Ange, hundida, no pudo ni hablar. Yo conseguí preguntar: ¿Cuánto me va a durar? Y fue muy concisa: entre tres y nueve meses.

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Fueron seis. El nueve de diciembre del año 94 falleció a las tres de la mañana, en nuestra cama de matrimonio. Gracias a las drogas que le dábamos y que tenía que ir a buscar al hospital cada semana, conseguimos que sufriera lo mínimo. Recuerdo ese verano del 94 como el más triste de mi vida y, a la vez, uno de los más felices. Vivimos toda la familia sintiendo unas sensaciones como no habíamos sentido nunca. Ella no sabía su futuro, pero era tan inteligente que lo intuía, aunque solo trataba de que fuésemos felices y de quejarse lo mínimo. Cuando nos fuimos del hospital, ya en silla de ruedas, le pregunte qué es lo que quería hacer. —Quiero ir a Eurodisney —dijo. Allí nos fuimos. Yo había hablado previamente con mi empresa y no solo tuve todas las facilidades posibles, sino que también pagaron, junto con el colegio donde trabajaba Ange, todos los gastos del viaje; Era su forma de ayudarnos. Recuerdo con gratitud lo que disfrutó al llegar al aeropuerto francés cuando nos encontramos con una limusina para llevarnos al mejor hotel de Eurodisney, cómo nos entregaron tarjetas VIPS y cómo, gracias a eso, pasamos unos días maravillosos, casi olvidándonos los mayores de porqué estábamos allí. Mi gratitud también hacia los franceses que nos dieron todo tipo de facilidades. A la vuelta de nuestro increíble y último viaje, en el aeropuerto de Madrid, tuvimos una desagradable experiencia con un taxista porque se negó a llevarnos. No solo iba con nosotros una silla de ruedas que le molestaba, sino que además llevábamos una niña que parecía un adulto de lo grande que era, una niña que llevaba la cabeza sin pelo y al descubierto. Continuamos disfrutando del verano, aunque cada vez se le notaba más el deterioro. Era un misterio ver cómo Dévora, a pesar de sus problemas físicos, se tiraba al agua fría con tanta

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energía y disfrutaba tanto nadando. Creo que intuía que tenía que aprovechar al máximo y disfrutar todo lo que podía, que era su última oportunidad. Acabado el verano, la realidad empezó a hacerse más patente. Los dolores nocturnos comenzaron a no parar, sus huesos empezaron a deformarse y a aumentar. Recuerdo cómo unos bultos en el tórax hicieron abrirse la piel y dejar la herida abierta. La enfermera que venía a casa apenas tenía fortaleza para curarla y acabó haciéndolo su madre Ange, con todo su amor, sin desfallecer. Yo acudía al hospital a por la mezcla de droga que le dábamos y que debía durar los siete días. Lo único que nos importaba ya era que sufriera lo mínimo posible, aunque tuviese que estar todo el día adormilada. Creo que lo conseguimos. Aunque en esos momentos nos dejaste, sé que nunca te has ido, estás en nosotros, en tu hermano que te recuerda con amor aunque era muy pequeño. Eras una niña muy querida en todos los sitios, colegio, amigos, eras muy solidaria y no sé qué tal aguantarías los momentos que estamos viviendo en la actualidad (con los dichosos recortes, en educación y sanidad). Imagínate lo insolidarios que van a hacer a la gente. No habrá investigación para curar, por ejemplo, tu enfermedad. Solo estarán disponibles ciertas curaciones para los que dispongan de dinero. ¿Te imaginas que en la cúspide de tu enfermedad no me hubiese suministrado el hospital la droga con la que te anulábamos los dolores? Era una simple mezcla líquida de heroína y cocaína, y si lo hubiese tenido que pagar, habría podido, peroa ¿cuántos no? Tiempos muy difíciles, hija, que tú con 30 años hubieses llevado muy mal. ¿Cómo podemos hacer para que los que nos gobiernan entiendan que esta historia es

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una entre muchas, que no pueden dejar a la gente en la ignorancia, que no podemos volver a los índices de incultura de antaño, que nuestros enfermos se nos están muriendo por esos recortes, que nuestra calidad de vida cada vez va a estar más deteriorada porque a alguien, que sí dispone privadamente de muchos bienes, le interesa no hacer llegar presupuestos para esa sanidad pública necesaria, ni para esos jóvenes que tienen que estudiar en universidades e investigar para nuestro futuro, por nuestro bien? ¿Cuándo van a entender que buscando su beneficio rápido y personal están hipotecando el futuro de nuestro país? ¿Qué podemos hacer hija? Papá, desde donde estoy veo todo lo que ocurre. El futuro es de la gente joven que hará la vida diferente de lo que ahora os toca. No desfallezcas y sigue hablándome de todas tus preocupaciones y vivencias, sé que lo necesitas y también sé que en algún sitio has leído que las personas dejan de existir exactamente cuando no quedan en la memoria de nadie. Sé que en la vuestra estoy, en la de mi hermano, y en un nicho en el cementerio que nunca habéis dejado de visitar cada poco y de poner flores constantemente. Me siento feliz de haber sido tan querida y recordada. Ahora, 18 años después, cuando ya debería tener 30, desde mi mundo veo como mi pequeño hermano ha crecido, ya no es pequeño, es grande, debe medir 1,90 por lo menos, y tener 24 años. Estoy contenta porque es muy deportista y tiene muy claro lo que quiere y debe hacer en esta vida. Estudia una carrera difícil, pero a la vez vive la vida y se divierte todo lo que puede y, aunque su futuro, debido a esos problemas que se fabrican ahí abajo, no lo va a tener fácil, saldrá adelante. Tendrá que luchar para contrarrestar ese engaño que llaman crisis. De mis padres

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no puedo hablar, se me rompe el corazón porque sé que muy a menudo, lo único que quieren es que llegue el día en que puedan reunirse conmigo. Como es natural, yo prefiero que tarden mucho tiempo, ahora mi hermano los necesita más que yo. Además, no me queda más remedio que seguir aquí, esperándoles, para decirles lo mucho que los quiero.

Díaz Ruiz, Cosme

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Un viaje a la ilusi贸n


Todo principio tiene un final. Y toda aventura un desenlace. Y la historia que cambió la vida de Rosa comenzó cuando ella se permitió soñar. Cinco años atrás, su vida se desarrollaba entre ordenadores, horarios interminables, apuros económicos, monotonías y rutinas imposibles de romper, miedos, inseguridades y una sensación continua de que la vida le deparaba algo más. Nada hacía suponer que ese mismo año se embarcaría en una experiencia que hizo que su vida se transformara en una sucesión de acontecimientos tan imprevisibles como enriquecedores. Sus hijos eran el motor de su vida, pero ya se adivinaba el momento de su salida del nido y eso, unido a una dolorosa ruptura sentimental y a un reajuste laboral no esperado, hacía que Rosa detectara que se aproximaba un cambio importante. Por fin llegaba el momento tan esperado que había temido y deseado a la vez. Era la primera vez que se permitía pensar en ella misma. Esta vez la libertad y el ansía de viajar se presentaban como opciones al alcance de la mano, a la vez que el miedo a la gestión de la propia vida, le paralizaba completamente. Al cabo de unos meses de reflexión, tuvo claro que tenía aventurarse a decidir. Ya ¿qué hacer? Una tarde de domingo, se sentó enfrente del ordenador y se dio permiso para escribir lo que le gustaría hacer, lo que realmente le haría ilusión: se permitió soñar. Primero empezó a teclear tímidamente y pensar un viaje en un velero. Siempre le había gustado el mar, no la playa, el mar en palabras mayúsculas, los barcos, el correr de las nubes, el viento en la cara y la sensación de libertad que imaginaba debía

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producir deslizarse por el agua. En seguida su otro yo desestimó la opción. No, que tontería, no sabes navegar, te mareas, no podrás hacerlo y además, necesitas alguien experto, ¿dónde vas a encontrarlo? De repente, recordó algo: “sí, claro, aquel amigo de Carmen. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Claudio”. Estaba buscando tripulantes para una travesía que quería hacer con su barco. Cuando le conoció, no le prestó la más mínima atención, pero ¿por qué no contactar con él? Y entonces, le llamó aquella misma tarde. El encuentro superó sus expectativas. Claudio le inspiraba confianza. Tenía experiencia suficiente para acometer una travesía de ese calibre y una corriente de simpatía se estableció en seguida entre ellos. Les acompañaría Manuel, su amigo de toda la vida y amante del mar como él. La aparición de Rosa, sin experiencia, pero con ganas e ilusión, vino a completar la tripulación perfecta. El viaje duraría de 2 a 3 meses y el objetivo sería llegar navegando desde Menorca hasta Turquía. Primero prepararían el barco, se provisionarían de comida y bebida y esperarían un parte meteorológico adecuado para poder salir rumbo a Cerdeña. Esa noche, Rosa no pudo dormir. La aventura estaba servida. Después de dos semanas de preparativos el barco estaba casi listo para zarpar. Nunca había imaginado que se necesitaran tantas revisiones para ponerlo a punto. Durante este tiempo me familiaricé con el barco. Se me asignó uno de los camarotes de popa, con un armario minúsculo en el que tuve que meter mi mundo durante la travesía. Lo acondicioné para sentirme

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cómoda y una vez instalada empezó mi aprendizaje. Cada día dedicaban un buen rato a enseñarme teoría sobre la navegación, la seguridad y un sinfín de información náutica que yo asimilaba rápidamente. Aprendí a llevar el timón, a ajustar las velas y a manejar la radio. Salíamos a navegar todos los días para comprobar el buen estado del barco y hacer alguna maniobra. Me sentía cómoda con mis compañeros de viaje. Eran expertos, de buen talante y mejor sentido del humor, y en seguida nos hicimos amigos. A veces me despertaba por la noche preguntándome el por qué de aquel viaje, pero estaba decidida a vivirlo y a disfrutar de la experiencia. El parte meteorológico se presentaba favorable para los próximos días, así que hicimos los últimos avituallamientos de comida, un chequeo final del barco y, tras una fiesta de despedida, al amanecer pusimos rumbo a nuestro primer destino. Llegaríamos al sur de Cerdeña al día siguiente. Mis sensaciones cambiaban como la dirección del viento. De la angustia pasaba al entusiasmo, y del miedo a lo desconocido a la convicción de que todo saldría bien. Mi primera travesía tuvo como consecuencia un mareo y un temporal que nos pilló a mitad de camino. Vaya comienzo. No contaba con que mi cuerpo iba a protestar ante tanta agitación. Pero me lo tomé con buen humor al ver a mis compañeros al timón sorteando las olas con facilidad y charlando animadamente, a pesar de la intensidad del viento. Incluso pescamos un gran atún que nos sirvió de comida durante varios días. A lo largo de las siguientes semanas, fuimos saltando de Cerdeña a Sicilia y de allí al sur de Italia. Llegamos a Grecia y empezamos a atravesar el Egeo en dirección a Turquía. Mis mareos desaparecieron y empecé a disfrutar de la navegación.

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Compartía con mis compañeros tanto las guardias nocturnas como los baños en alta mar. Manuel y yo teníamos una complicidad especial que se fue acrecentando durante la travesía. A menudo avistábamos bancos de delfines que nos acompañaban durante un buen rato y yo aprovechaba para hacerles fotos. Intentábamos pasar la noche amarrados en algún puerto, pero a veces la distancia y los vientos nos preparaban alguna navegación nocturna inesperada. Era entonces cuando admiraba las estrellas en mis guardias, a la vez que vigilaba las velas y oteaba el horizonte en busca de algún barco. Claudio hablaba poco y se mostraba distante y a veces, le descubría observándome en silencio. Manuel, por el contrario, siempre estaba dispuesto a conversar y yo intuía que se preocupaba por mi bienestar. Charlábamos y nos reíamos a menudo. —Rosa, ¿qué te apetece comer hoy? ¿Quieres que prepare un guiso de lentejas? Te sentará bien. —Vale Manuel, ¡Qué buenas! Seguro que nos chupamos los dedos ¿Verdad Claudio? Claudio asentía y agarraba el timón con más fuerza. Esa misma noche me atreví a hacer mi primera guardia en solitario. Había buen viento para navegar y el tiempo se mantenía estable. Sin embargo, la noche era cerrada y muy oscura. Me abrigué bien, y me dispuse a pasar mis tres horas de vigilancia sin contratiempos. Las olas no eran muy altas y todo parecía estar en orden. Pero algo me hacía estar intranquila. Empecé a observar que las velas recogían más viento y que en el mar empezaban a aparecer pequeñas olas con espuma blanca. Recordé que esos fenómenos indicaban una brusca subida del viento. Mis compañeros dormían en sus camarotes, y

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decidí esperar un poco antes de avisarles. El barco empezó a moverse con más intensidad y supe que algo no iba bien. El viento arreciaba e intenté arrancar el motor, pero no respondía. Me invadió el miedo. De repente, el piloto automático se apagó y toda la electrónica dejó de funcionar. Nos quedamos en un segundo abandonados al viento y a las olas. Como consecuencia, el barco perdió el rumbo inmediatamente y se dio la vuelta al tiempo que una fuerte racha de viento hacía que la botavara me golpeara fuertemente en la cabeza. Pensé que había llegado el fin y apenas pude gritar a mis compañeros, que todavía no eran conscientes del peligro que corríamos. Me quedé paralizada y aturdida, y no pude hacer nada más mientras Claudio y Manuel intentaban mantener la calma y controlar la situación. El barco estaba sin nadie al mando, y a duras penas consiguieron estabilizarlo y recuperar el rumbo en medio de aquel caos que se había desencadenado tan súbitamente. A los pocos minutos, Claudio identificó la avería: las baterías no funcionaban y por consiguiente, había que llegar al puerto más próximo para repararlas: 60 millas de distancia hasta Rodas, sin motor y con el viento en contra. Me dolía la cabeza y no podía pensar con claridad, pero comprendí que el mar puede ponernos en peligro en cualquier momento. Rodas nos sirvió para descansar, reflexionar y decidir que nos apetecía hacer el resto del viaje. La costa turca estaba a la vuelta de la esquina y a mi me parecía increíble haber llegado hasta allí navegando. Los tres nos sentíamos satisfechos por haber tomado la decisión de embarcarnos. Yo confiaba en mi misma y me sentía segura. Los miedos iniciales habían desaparecido y mi universo se había hecho más grande, más libre. Ahora quería seguir el viaje con más fuerza y Turquía era

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una tentación al alcance de nuestras posibilidades. —Chicos, me gustaría llegar a Bodrum cuanto antes. —Creo que en un par de días podríamos estar allí —Contestó Claudio en seguida. —Llevamos navegando más de dos meses, ¿Qué os parece dejar el barco en alguna marina y hacer un poco de turismo? Creo que la Capadocia es espectacular. Manuel asintió en seguida, pero a Claudio le costó un poco más decidirse. Acordamos llegar a Bodrum, conocer la ciudad y dirigirnos después a una de las marinas turcas de la costa occidental. La travesía se desarrolló sin ningún contratiempo. El sol y un viento favorable nos hicieron llegar antes de lo previsto. A estas alturas del viaje, mi complicidad con Manuel se hacía cada vez más evidente y Claudio parecía cada vez más lejano. Turquía superó nuestras expectativas. Al sentimiento de alegría por haber llegado se sumó el buen tiempo, la acogida afectuosa de unas gentes cercanas y hospitalarias y unos paisajes naturales de gran belleza. Dejamos el barco amarrado en una marina cerca de Bodrum y tomamos un autocar que nos llevó a un lugar mágico: la Capadocia. Las características geológicas del lugar han dado pie a que sus paisajes se describan a menudo como "paisajes lunares". La tierra ha adquirido formas caprichosas tras millones de años de erosión, y sus habitantes viven en casas construidas dentro de las rocas. Reservamos habitaciones en un sencillo hotel y contratamos un recorrido en globo por la zona. Manuel y yo decidimos compartir habitación. Claudio no dijo nada y ocupó la suya. Esa noche me puse un vestido azul que guardaba para la

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ocasión, me maquillé y saqué mis tacones. Quería sentirme atractiva. Nos fuimos a cenar a un restaurante típico que estaba lleno de turistas. Al final de la velada, fumamos un narguile con un grupo de franceses. Casi inmediatamente, Claudio entabló conversación con una mujer muy atractiva que parecía estar fascinada por sus historias a la vez que dos turcos me ofrecían un extraño licor. Manuel había salido a dar un paseo y al volver me encontró charlando animadamente con los dos hombres. Entre los dos me estaban convenciendo para ir a visitar su fábrica de alfombras. Eran guapos, jóvenes y seductores y no me costó ningún trabajo decidirme. Hablaban español perfectamente y al día siguiente nos vendrían a buscar para llevarnos a su tienda. Claudio seguía con su conquista y mi incipiente coqueteo con los turcos hizo que no me diera cuenta de la situación. Manuel nos observaba desde la barra y cuando uno de ellos me rodeó con sus brazos, intervino en seguida y le apartó con fuerza. Nos pidieron disculpas y se ofrecieron a recogernos en el hotel por la mañana para llevarnos a la tienda. La mujer que estaba con Claudio no había perdido detalle del incidente. Se acercó a mí y me dijo que quería acompañarme a ver las alfombras. Contenta de compartir la experiencia con una mujer, le dije que sí y quedamos en ir a buscarla. Claudio había llegado de madrugada al hotel y estaba con resaca. Manuel estaba molesto por lo ocurrido la noche anterior y ninguno de los dos quiso acompañarme. Los chicos se presentaron a la hora convenida y recogimos a Chantal en su hotel. El camino hasta la fábrica se me hizo muy largo. En un momento dado, el coche dejó la carretera y se internó por un camino lleno de tierra y polvo. Empecé a desconfiar. Chantal me miraba y parecía asustada. Mustafá conducía y Abdul nos insistía en que estábamos llegando. Efectivamente, al final de

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una curva apareció una especie de tienda típica y respiramos aliviadas. El género era de excelente calidad y el precio muy razonable. Salimos de allí con dos alfombras cada una, después de habernos tomado un té con nuestros nuevos amigos. Chantal se unió a nosotros también para subir al globo. Viajaba con una amiga con la que no hacía buenas migas, y nuestro plan le parecía más divertido. Intuí que a Claudio le gustaba ella. En seguida formamos un equipo bien avenido y disfrutamos de las vistas espectaculares desde este medio de transporte tan peculiar. La Capadocia es realmente hermosa y diferente. Esa misma noche volvimos a cenar juntos e hicimos más planes. Subiríamos hasta Estambul en coche, parándonos simplemente donde nos apeteciera. El país merecía ser recorrido sin prisa y yo personalmente me sentía libre. El incidente con los turcos me había hecho pensar, me di cuenta que no estaba preparada para una nueva relación, y aunque Manuel parecía ser el candidato ideal, deseaba disfrutar mi libertad en solitario. Sentía hacerle daño, pero decidí decírselo cuanto antes y él no lo encajó bien. De hecho, no lo entendió y se sintió dolido y rechazado. Decidió no continuar viajando con nosotros y se volvió al barco. Claudio nos acompañó durante unos días. Recorrimos casi mil kilómetros en coche a lo largo de la costa hasta Estambul, descubriendo la vida rural y sus costumbres. Pero él quería volver al barco y saber de su amigo. Una noche me pidió que le acompañara en el viaje de vuelta. Me confesó que había estado esperando la ruptura entre Manuel y yo para intentar entrar en mi vida, pero yo había descubierto una mujer nueva dentro de mí y, sin pensarlo, rechacé su oferta y le dije que no volvería con ellos a España.

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Chantal y yo alquilamos una casita en Mármaris, al lado del mar. Decidimos sentar allí nuestra base de operaciones y dedicarnos durante un tiempo a viajar por el país visitando todas las riquezas arqueológicas que encierra. Turquía nunca deja de sorprender. Escribo esta historia nuevamente desde mi ordenador. En España, en mi casa. Pero esta vez desde mis ojos recién estrenados, desde mi nueva vida. Llaman a la puerta. Chantal abre y Claudio y Manuel entran en el salón. Vienen a cenar con nosotras. Diego Sardón, María del Rosario de

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Un episodio de mi vida: una "educaci贸n sentimental"


Recuerdo que a mis quince años yo era una adolescente muy romántica. Mi educación sentimental estaba cimentándose sobre el sedimento de las películas anteriores a la década de los 60 del siglo XX. En esas películas, la protagonista siempre era una joven sacrificada, trabajadora y encantadora, que pasaba muchos sufrimientos y sinsabores, por ser buena, honesta y honrada, al final conseguía el amor del joven por el que haría cualquier cosa menos entregarle su virginidad antes del matrimonio. Generalmente estas películas terminaban con un beso que no se veía bien, pero que intuíamos en todo su ardor. Con estos mimbres, ya que los padres de aquella época no explicaban gran cosa, por no decir nada, y en el colegio no había una asignatura que tratase de estas menudencias, mis padres, durante el verano del 64 me enviaron a Francia a un colegio mixto. No me lo podía creer, sola en un colegio en el extranjero. Estoy hablando de una época de oscurantismo, la España franquista que se empezaba a abrir un poquito al mundo, en donde las jovencitas éramos unas ignorantes en todos los campos de la vida. Qué me podía imaginar yo entonces que durante aquellos dos meses iba a rozar, como en las películas, el cielo y el infierno. En el colegio compartía la habitación con otras tres españolas, todas ellas tan espabiladas como yo. Dos de ellas, amigas andaluzas, tenían 1 7 años y como eran mayores y muy marimandonas, amén de tener un inconfundible toque monjil, se erigieron como nuestras madres, cosa que a mí no me hacía ninguna gracia, pero que a Lourdes, así se llamaba la otra chica, supongo que le vino bien, porque la pobre era muy miedosa y

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tenía la voz quebrada, como si se fuera a echar a llorar, siempre decía que todo era muy raro, así que se refugiaba en ellas. Teníamos tres clases por la mañana y dos por la tarde. Varias veces a la semana, después de cenar, programaban en el salón de actos cine en francés con coloquio posterior. El resto del día podíamos hacer lo que quisiéramos dentro de las posibilidades del colegio que eran bastantes: piscina, tenis, ping pong, baloncesto, sala de juegos de mesa, billar, biblioteca y un jardín inmenso donde hacer ejercicio o perderte. Lo primero que llamó mi atención fue que a las horas de las comidas tenías que estar ojo avizor y no retrasarte porque te podías quedar a dos velas. La gente se lanzaba a las fuentes como posesa, como si de fondo se oyera “maricón el último”. Así que nosotras cuatro siempre tratábamos de no despistarnos. Las andaluzas eran como aves de rapiña y gracias a ellas, a Lourdes no le faltó de nada. Yo enseguida aprendí a bandeármelas solita. Lo siguiente fue que ese verano del 64 hizo un calor aplastante en el sur de Francia. Después de comer casi todo el mundo se lanzaban a la piscina a gozar del frescor del agua y a pasarlo bien. Nosotras cuatro, teníamos que hacer la digestión de tres horas, como Dios mandaba por aquellos años, con lo cual no teníamos tiempo de darnos un chapuzón. El tercer día, de ver que allí a nadie le daba un corte de digestión, empecé a reflexionar sobre si habría alguna diferencia fisiológica entre los españoles y el resto del mundo. No era cosa que yo hubiese estudiado, así que al cuarto día decidí, encomendándome a todos los santos ya que no las tenía todas conmigo, que yo iba

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a probar. Me metí despacito y con la recriminación de mis nuevas mamás, y hete aquí, que no me pasó nada de nada. Es más, me sentí por la tarde muchísimo más activa y con más ganas de juerga. Mis compatriotas no siguieron mi ejemplo y se pasaron el verano renegando del calor, duchándose y a la sombra. Pero, lo que más me encandilaba era ver a los extranjeros emparejarse y hacer manitas y arrumacos. Mi imaginación se desbordaba y ya me veía como en las películas enamorándome y jurándonos amor eterno. Las andaluzas monjiles no hacían más que criticar a las chicas que se dejaban “manosear”, como ellas decían, y si veían que se daban algún beso las ponían, además de pecadoras, de putas. De los chicos tan sólo decían que se aprovechaban de ellas, pero que a la hora de la verdad, es decir para casarse, no las querrían ni en pintura. A Lourdes y a mí nos ponían la cabeza como un bombo. Yo con un chico lo máximo que había hecho eran manitas, y luego me confesaba, pero nunca me había besado. Todo lo relacionado con el sexo era tabú y como era pecado, ni tan siquiera me había atrevido a indagar en recovecos tan oscuros. Como ya he dejado entrever, mi ignorancia en cuestiones sexuales era total. Las andaluzas no sé si sabían mucho más que Lourdes y yo, pero nos contaban tales historias de niñas que se habían quedado embarazadas por dormir en las mismas sábanas que había utilizado un hombre y cosas por el estilo, que se te quitaban las ganas de relacionarte.

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Pero, a pesar de todo, a mí me atraía muchísimo lo que veía a mi alrededor. Así que después de unos 1 0 días, como yo me independizaba durante las horas de piscina, empecé a hacer amistad con algunos chicos y chicas de otros países. Me encantaba estar con ellos, mucho más que con las muermos que me habían tocado en suerte. Sobre todo, me gustaba un montón un chico danés que se llamaba Johan. Tenía 1 7 años y era como un vikingo. Yo también le gustaba, porque siempre me andaba buscando en los ratos libres. Poquito a poco fuimos haciendo primero manitas, luego pasamos a los abrazos y finalmente una noche me dio el primer beso, muy bien dado. Yo no quería que me viesen las “ñoñitas”, como las llamaba en mi fuero interno, y aunque ellas trataban de controlarme yo procuraba alejarme. Por las noches me asediaban a preguntas y como me notaban parca en palabras, ellas erre que erre dando la vara con el pecado y con el peligro de quedarse embarazada casi, casi, con darse un beso con lengua. Yo hacía como que no me impresionaba pero, dada mi ignorancia, algo sí que me removía y me causaba un cierto malestar, aparte del sentimiento de culpa que con el nuevo día se disipaba. Johan y yo, cada vez más excitados, empezamos a dejar de ir a algunas películas y también a faltar a la piscina. Nos apetecía estar solos. Nos revolcábamos en la hierba, nos besábamos hasta la extenuación y cogíamos unos calentones de mucho cuidado. Una tarde, después de cenar, ponían la película “À bout de souffle” de Jean-Luc Godard y todo el mundo parecía querer verla. Mis compañeras de habitación anduvieron detrás de mí para que no me la perdiese, pero les dije que no me encontraba bien y que me iba a acostar. Las andaluzas no se lo creyeron y me lanzaron alguna que otra puya de carácter ñoño, pero puse

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en práctica lo que decía mi padre: “no hay mayor desprecio que no hacer aprecio”. Así que esa tarde, convencidos de que las monjiles estaban ocupadas, fuimos a mi habitación. Nos tiramos en la cama y en pleno revoltillo empezamos a quitarnos ropa. Cuando quiso quitarme el sostén, yo no le dejé y tampoco la braguita. Tenía un tumulto de sentimientos contradictorios y no sabía qué hacer: en las pelis que había visto esto no sucedía. Cuando él se quitó el calzoncillo y vi su pene erguido me quedé como una estatua. Él me llevaba la mano a su órgano y el tacto me provocaba cierto placer a la vez que me sentía asustada. Cuando eyaculó, sentí asco y me fui a lavar las manos. Como había eyaculado en las sábanas traté de quitar el pringue con papel higiénico y luego hicimos la cama. Más tarde, al acostarme, noté cierta humedad que me provocó un poco de náusea al acordarme del momento en que, tras su eyaculación, sentí en mi mano un calorcillo viscoso. A partir de la mañana siguiente ya nada fue igual. Me sentía culpable por haber estado con un hombre en la cama y no sabía si me podía haber quedado embarazada: la eyaculación, las sábanas mojadas, mi mano pringosa ¡yo qué sabía! Quería irme de allí, me encontraba mal, quería olvidarlo todo. Para colmo la regla no me venía y las andaluzas venga a contar historias truculentas. Johan se acercaba pero a mí ya no me apetecía estar con él, tenía demasiados remordimientos y miedos. Al fin, como la regla no me bajaba me convencí de que me había quedado embarazada. Empecé a enfermarme de verdad, no me apetecía comer y físicamente me encontraba muy cansada. Fui a la enfermería, me tomaron la temperatura, que no tenía, y me auscultaron. Me recomendaron descansar, que me acostase temprano.

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Ya sólo faltaban diez días para terminar el curso pero yo no aguantaba más. Llamé a mi casa y dije que estaba enferma, que no sabía qué me pasaba pero que por favor viniesen a buscarme. A los dos días mis padres estaban allí. Me encontraron más delgada y un poco lánguida. Hablaron con la directora y los profesores –nunca me contaron de qué- y después de despedirme de algunos de mis amigos, entre ellos de Johan, que me pidió mi dirección, nos pusimos en camino. El viaje de vuelta fue una tortura. Pensaba en cómo contarles que estaba embarazada y me iba sintiendo más y más angustiada. Me daba mucha vergüenza, no me atrevía, quería que la tierra me tragase. Al día siguiente de llegar a Bilbao mi madre me llevó al médico. Mientras un sudor frío recorría mi cuerpo escuchaba como mi madre le explicaba mi inapetencia, mi cansancio y sin saber cómo, le oí decir que no me había bajado la regla y que tenía la tripa dura. Don Javier, que así se llamaba el médico, me sonrió y dijo que eso a veces podía suceder al cambiar de ambiente, de rutinas, que en pocos días me bajaría. Me hizo desnudarme y me exploró de arriba abajo. Dijo que no encontraba nada anómalo, pero que me hicieran un análisis de sangre por si tenía algo de anemia. También dijo que, en el hipotético caso de que en una semana no me bajase la regla, me llevasen al ginecólogo, con lo que salí de la consulta tan acongojada como había entrado. Sólo tuve que pasar dos días más en el infierno de mis angustias y remordimientos. A los tres días de estar en casa me bajó la regla y me sentí tan feliz que estallé en llanto. Mis padres estuvieron unos días preocupados pero cuando vieron que otra

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vez comía con apetito, que el color volvía a mis mejillas y que la alegría animaba mis facciones se quedaron tranquilos. Nunca supe si ellos temieron algo, tampoco creo que imaginaran el calvario que yo había pasado. Había gozado y sufrido mucho y esto me hacía sentir más “mayor” que mis amigas, sin saber que mi educación sentimental no había hecho más que empezar. Diez San Emeterio, María Victoria

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El por qué y el para qué de María


Esta historia pudo suceder en cualquier parte del mundo, a cualquier persona, hombre o mujer, en una época indeterminada y en un momento impreciso. Nuestro personaje tenía un nombre, se llamaba María, un nombre genérico, muy común. En cualquier parte del mundo puede existir una mujer con ese nombre. La acción transcurre en ningún lugar, no hay espacio, no hay tiempo. Todo es válido. Cualquiera de nosotros podemos ser María. Describir a María sería describirnos a nosotros mismos. Un rostro, un cuerpo, un alma y un corazóna no tiene importancia. Creció María en un hogar, un hogar humilde, un hogar burgués, un hogar de familia adineradaa no tiene importancia. Lo importante era que sus padres le enseñaron a respetar a los demás, a ser prudente y algo muy significativo: a guardar silencio cuando tenía que escuchar. Estas cualidades fueron muy reveladoras en sus relaciones con su familia, con las personas de su entorno. Peroa siempre hay un “pero” en nuestras vidas. Cuando vemos la vida de color de rosa surge algún contratiempo que nos hace verla de color negro. ¿Cuántas veces nos habremos dicho a nosotros mismos: “¡Qué vida más negra!”? Y a María le sucedió algo parecido e hizo que su vida cambiase de verlo todo de color de rosa a verlo todo de color negro. Si queréis saber cómo ocurrió, os ruego que sigáis leyendo este cuento. Ya desde jovencita, María pensaba en que algún día formaría una familia y, como es natural, tendría que ser con un esposo que supiera respetarla, tratarla con cariño, buen trabajador, buen amante etc., tener unos hijos, un trabajo, adquirir una amplia cultura. Todo eso lo consiguió María, se casó con un buen

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hombre, tuvo hijos, consiguió un buen trabajo y una buena cultura. María se consideraba una mujer afortunada. Los pilares de su hogar eran tres: amor, tolerancia y respeto hacia las otras personas. En sus relaciones con los demás, María no había tenido nunca contratiempos serios hasta que sus hijos crecieron y se casaron. Aquí empezó su calvario. María no sabía cómo comportarse con las esposas de sus hijos. Recibía consejos como: “tú lo que tienes que hacer es tener el bolsillo abierto y la boca cerrada”. Pero ni por esas, las relaciones eran cada vez más tirantes. Cada día se preguntaba: “pero ¿por qué me sucede esto si yo solo quiero ser agradable? ¿Por qué mis relaciones son tan desastrosas?”. No tenía contestación a sus preguntas, lo único que conseguía era que las lágrimas corrieran por sus mejillas. No podía entender nada, su alma era sencilla y nunca había pretendido hacer mal a nadie. Entonces su carácter cambió. Empezó a dudar de la sinceridad de las gentes e incluso del respeto hacia los demás. ¿Por qué ella, que era tan buena —así lo creía—, no tenía unas relaciones cordiales con las esposas de sus hijos? ¿Qué ocurría? Su carácter se iba alterando poco a poco. Todos los días al levantarse se hacia la misma pregunta: ¿por qué, Dios mío, me pasan estas cosas? ¿Qué mal he hecho? ¿Es que acaso no he sido buena madre? ¿Por qué no encuentro respuesta? Su marido se veía incapaz de consolarla. El tiempo transcurría. Las relaciones con sus hijos, a los cuales tampoco comprendía, se iban distanciando. Ya no eran aquellos niños que estaban a su lado cuando eran pequeños. Se estaban

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convirtiendo cada vez más en unos desconocidos. Sufría en silencio, pero le atormentaba la pregunta: ¡¿por qué?! Por fin Dios, que es misericordioso, se apiadó de María. La respuesta vino a su mente cuando menos lo esperaba. No necesitó acudir a los libros, ni siquiera a un adivino. Sus oídos habían estado cerrados, no había escuchado el interior de su alma. Lo grandioso surgió. Las preguntas que empezó a cuestionarse con un ¿por qué? tenían una respuesta, y ésta era: ¿para qué? A partir de ese razonamiento empezó a comprender el comportamiento de los demás; incluyendo, naturalmente, el de su familia. Ya no se preguntaba ¿por qué me tratan así las mujeres de mis hijos?, sino que preguntándose ¿para qué? obtuvo inmediatamente la respuesta. Ya no se veía sólo prudente. Empezó a verse, a veces, imprudente y tampoco se veía todo lo tolerante que se consideraba. Era también intolerante con aquellas personas que no tenían su misma opinión de las cosas. Le gustaba ser justa pero se vio justiciera. Y ante todo se vio cobarde: era incapaz de afrontar los hechos. Su postura era la de evitar cualquier discusión. Esta actitud solo le llevaba a tener rencor hacia la otra persona que le contrariaba. No discutía, pero dentro de su corazón le apartaba. Aprendió a ver su vida no como una justificación de sus actos, sino a justificar a los demás de sus actos. Su vida interior dejó de estar encorsetada para ser más libre. Como consecuencia de ese cambio fue conociendo mejor a los demás. La respuesta al "para qué" de las cosas que ella no entendía era, sencillamente, que ella cambiara. Su corazón era

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bondadoso, su alma sencilla pero, desgraciadamente, no le dejaban ver el corazón y el alma del otro. Pasados unos años, el matrimonio de uno de sus hijos estaba al borde de la separación. Tenían dos hijos, los cuales eran en ese caso víctimas de la incomprensión de sus padres. María ayudó a la mujer de su hijo, que había entrado en un grave estado depresivo y se hizo esta pregunta: ¿para qué sirvo yo en este caso? No se dijo: ¿por qué se separan? Eso a ella no le hubiera valido de nada. María sabía que el “para qué” era que ella ayudase con sus palabras de reconciliación, estar junto al que te necesita; y en este caso: sus hijos. Daba lo mismo que fuera su hijo o su mujer. Hasta aquí el cuento de María y sus “para qué”. Este cuento no tendría razón de ser si los que han llegado al final de su lectura no han aprendido que todos los que habitamos este planeta somos iguales y que nuestro error radica en mirar siempre a nuestro ombligo y no ver el de los demás. En la Biblia está escrito: “vemos la paja en el ojo ajeno y no vemos la viga en el nuestro”. Os aseguro, queridos lectores, que a mí me hizo cambiar mi forma de ver los problemas y contratiempos que, aunque no queramos, siempre están ahí. Escobar Losada, Ramira

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Secretos y confidencias


Pues, como yo tengo mucho tiempo, pienso mucho y doy muchas vueltas a las cosas, he descubierto cambios y circunstancias de mi vida que me abocan a un desenlace fabuloso. No lo comento con nadie porque nadie me entiende, pero aquí, como firmo con seudónimo, no me importa. No obstante, si alguno me conoce, confío en vuestra discreción. Cuando nací, mi país era muy pobre, estaba hambriento, y lo peor de todo, era un país muy triste porque hacía poco había sufrido una guerra fratricida y había muchos niños huérfanos, muchas viudas y muchas madres muy tristes. Era un país de luto. Pero cuando vine al mundo, además de la alegría de un bebé deseado, traje polémica: mi madre, mis abuelas y mis tías querían que fuese niña, porque así nunca iría a una guerra; mientras que mi padre deseaba un chico fuerte y trabajador como él, que diera continuidad al apellido (antes esto era muy importante), y cuando se enteró de mi sexo dijo contrariado: “vaya, ya se han salido ustedes con la suya”. Y a partir de aquí, ser la “manzana de la discordia” ha sido algo constante en mi vida. Como he dicho, pienso mucho y he llegado al convencimiento de que, precisamente, en el parto, fue donde se marcó mi destino. Y tengo pruebas. Yo nací en un pueblo muy pequeño y en una familia humilde, pero vine al mundo de una forma muy, muy interesante: me recogió una bruja. Sí, sí, es verdad, una bruja reconocida. Todo el pueblo lo sabía, pero fue inevitable. Mi madre no tuvo más remedio que solicitar sus servicios porque vivía debajo de mi casa y mi madre era muy buena vecina. (Y yo creo que como medida preventiva, porque si llama a la otra matrona del pueblo y la bruja se entera, que se

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iba a enterar, lo mismo se ofende ya). Pues bien, la bruja, que se llamaba Señora Rufa, era una viejita que tenía muy mal genio y siempre estaba riñendo con el marido y las vecinas; apenas tenía dientes y vestía de negro. Pero es que, además, era barbuda: tenía unos pelos en la cara blancos, abundantes, largos, algunos algo rizados, pero los del bigote de punta, punta. Y yo estoy segura de que en ese momento tan importante de aparecer por la vida algún pelo de aquellos me “atacó”, o algo parecido, produciéndome pinchazos, picores y experiencias desagradables que me hicieron sentir rechazo y ser para siempre pendenciera. Y tuvo que ser eso, porque esas sensaciones raras las noté otras veces. Está claro que la bruja sabía lo que ocurría, porque siempre fue cariñosísima conmigo: —Qué bonita estás hija mía, con lo difícil que fue traerte al mundo: ¡lo que nos hiciste sudar a tu madre y a mí! —Qué maja eres y que bien te críasa ¡con lo que nos costó que nacieras! Y me besaba en la frente, hundiendo mi ojo con su barbilla, mientras una sensación desagradable y molesta invadía mi cara y me obligaba a rascarme. Eran los pelos. Algunas veces me daba bolitas de anís; yo creo que para “compensarme”. Yo la miraba con cierto recelo porque sabía lo que era. Desde mi balcón veía su patio y tenía colgadas tres escobas, una de ellas larguísima con la que encalaba la pared (para disimular, claro),

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pero a mí no me la daba. Tenía, además, un gato negro, cojo, tuerto y con una calva en la cabeza con el que hablaba mucho. Un día me contó su historia, pero no sé si será verdad, porque mis amigas no le creían. Dijo: —Esa gata me la encontré muy herida y la curé, y ahora me hace compañía. —Y ¿cómo se llama? —pregunté yo —Pues, no séa yo la llamo bisss, bisss, como a todos los gatos, pero, como es hembra, voy a llamarla Bisa. Y yo me puse muy contenta porque, gracias a mí, la gata tuvo nombre: Bisa. Pero bueno, a lo nuestro: la vieja, además de hacer pócimas (que debía hacerlas), hacía otras cosas que le dieron fama de bruja: todos los días salía al campo con un saco abultado a la espalda y volvía con el mismo saco. Nadie supo nunca para qué. Pero mi familia sí lo sabía, porque como éramos vecinos te acababas enterando. Llevaba cepos y otros artilugios como rateles para pescar cangrejos y cachivaches, y así cogía animales de todo tipo, sin licencia, aunque estuviera prohibido. Nosotros no lo dijimos nunca, pero hasta sabíamos dónde enterraba los restos: en una huerta que tenía cerca de la de mi abuelo. A mi madre, siempre con asma y enfermiza, le daba plantas para sus dolencias, y es que de plantas, según mi madre, sabía mucho y además quitaba verrugas y colocaba huesos cuando alguien se accidentaba. Como era la única que sabía hacerlo, aunque nadie le tenía simpatía, las gentes del pueblo y de los alrededores requerían sus habilidades cuando les era necesario.

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Ella no cobraba, solo admitía propinas o regalos. Una vez me fui con mis amigos a robar ciruelas verdes que comíamos con sal y estaban buenísimas. Tuve tan mala suerte que me caí del árbol y un codo se me puso al revés. Me dolía muchísimo, muchísimo y llegué a casa llorando. Dije que me había caído, sin más detalles, y mi madre, como era de esperar, me llevó rápidamente a la Señora Rufa, que no estaba en casa. Mientras fue a buscarla, me quedé con su marido, un hombre que hablaba siempre muy poco, y yo llorando sin parar, no sé cómo, dije lo del árbol. Él, debió impresionarse, y empezó a repetir constantemente, con los brazos en jarras: —“Cagüen la”, “cagüen la” y “¿pa´ qué te subes al árbol?”, “¿pa´ qué te tienes que subir?”. Yo no quería decir que había ido a robar, pero tanto insistió que no tuve más remedio que confesarlo, aunque le pedí que no dijera nada. Y no lo hizo. Después, vino la vieja, me colocó el hueso, me dio un ungüento y me puso una venda. Mi madre se fue a casa y ella, sin saber nada, me dijo: —Cuando quieras ciruelas, dímelo y te doy del ciruelo de mi huerto, pero es mejor que estén maduras, que las verdes te pueden hacer daño. Me quedé de piedra. ¡Era adivina! —Y como te has portado muy bien, te voy a dar una cosa que acabo de preparar con una receta secreta: es alajú, “del bueno”.

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Debí poner cara rara porque me aclaró: —Es un dulce de nueces y miel, pero yo hiervo la miel con yerbas y está mucho más rico. No se lo digas a nadie porque hago con él regalitos y si se enteran de que pongo yerbas no gusta. Volvió mi madre con carne de membrillo de la que hacía para casa y un cestillo de nueces para acompañar. La viejita se puso contenta y mirándome con sus ojillos me dijo, sin pronunciar palabra, que haría “alajú del bueno” y me lo daría a probar. Y así fue. Yo guardé el secreto del alajú y también el de que hablaba con los ojos. La Señora Rufa, gracias al pago de estos favores y a sus paseos con saco por el campo, malvivía con su marido, paralítico como consecuencias de la guerra y al que ella no había podido curar. Decían las malas lenguas que eso era una muestra de la debilidad de sus poderes, pero yo no lo creo; porque como decía mi madre, era cosa de la guerra que solo traía dramas. El hombre había sido chamarilero, pero ahora, inválido, ejercía como leñador; un trabajo muy delicado y mal pagado —se quejaba— porque si el cántaro, botijo o cacharro que trajeran para grapar se le rompía, ya no cobraba. A mi abuelo le puso lañas en una jarra de la bodega, y esa jarra ahora la tengo en casa. Yo me fui pronto a estudiar a Madrid y no volví a ver la Señora Rufa. Solo sé que se quedó viuda y que vivía rodeada de gatos. Pero siempre la recuerdo cuando se habla de brujas, porque yo conocí a una de verdad.

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Expuesto esto, como veis no es de extrañar que esté claro mi destino. Y es que, desde pequeñita, he sido causa y objeto de riñas. Por ejemplo, mis abuelos me dejaban saltar en su cama, comer lo que quería y me daban todo lo que me gustaba, aunque se rompiera. Pues bien, mis padres se enfadaban muchísimo por estas naderías. Y, siendo más mayorcita, igual; en verano mis padres no me dejaban salir después de cenar y mis abuelos sí, y además ir a la fuente, donde se reunían los chicos y chicas mayores y los pequeños nos enterábamos de cosas interesantísimas. Y mis padres, protestando, y los abuelos rezongando, y yo, en medio. Pero esto no es todo, con catorce años, no me dejaban ser moderna y una vez que me descubrió mi padre con los ojos sombreados de azul y con rabillo, los labios pintados y el pelo cardado, montó la marimorena: —¡Vuélvete a casa que pareces una cabaretera! —¡Que no te vuelva a ver así! A los dieciséis años, ya en Madrid, dije que no quería estudiar sino ser cantante, o mejor, artista. Y mi padre, sin atenerse a razones, me espetó: —¡A trabajar! A ver si conseguimos que seas alguien. Me dolió mucho. —¿Es que no soy nadie? —grité llorosa. —Digo alguien de provecho. No una peliculera, sin oficio ni beneficio.

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Y frustrada mi vocación preparé oposiciones y fui auxiliar administrativo. Sin embargo, lo peor vino cuando dije que tenía novio (porque yo vivía sola, en un piso que habían comprado y no podían controlarme, claro) y cuando dije que estaba muy enamorada de él porque fumaba en pipa y llevaba melena, que me encantabaa y cuando dije que me quería casar, que ya tenía veinte añosa y cuando dijea buenoa prefiero no recordarlo. Pero me casé. Sí, sí, al cumplir los veintidós años. Dejé una buena colocación, como se decía entonces, y mi marido y yo nos fuimos a vivir con mis suegros, porque era hijo único. Y ya no me peleé con mis padres. Se resignaron. Aquí comienza la segunda parte de mi vida y voy a abreviar. No porque acertaran mis padres con sus pronósticos, sino porque es menos interesante. Con mis suegros todo muy bien y mi marido, también. Su padre, que era muy mayor, murió en seguida y su madre, mucho más joven, se casó al poco tiempo con un exiliado que volvió con la Ley de Amnistía, el cual era un hombre estupendo. Por suerte, se hicieron muy amigos de mis padres y todo fue sobre ruedas. Mi marido, como cualquier marido, siempre me decía que era una mandona. Pero era buena gente; yo le quería mucho. Luego los hijos, pues como todos los hijos: primero muy ricos, luego muy bordes y luego, pues como son siempre los hijos... Pero eso sí, salieron buenos, inteligentes y trabajadores. Y a mi, pues como es de suponer, casi nunca me entendieron.

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Aunque en el fondo, en el fondo, yo creo que estaban conmigo. Porque ya he dicho: son buena gente. Lo mejor son mis nietos. Trajeron la alegría a nuestras vidas y, no es porque yo sea su abuela, que mi marido también lo dice, son los niños más guapos, inteligentes, cariñosos y graciosos que os podéis imaginar. Un amor. Y jugamos mucho, sobre todo al escondite, que es muy divertido. Pero hace unos años mi vida se torció. A mi marido le diagnosticaron una enfermedad rara, que no tenía tratamiento, y pronto nos dimos cuenta de que era “el principio del fin”. Fue muy duro. Pero decidimos vivir la vida intensamente, día a día todo lo que nos iba permitiendo. Fueron cinco años difíciles, tristísimos y enriquecedores, que después, me ha resultado gratificante recordar. Ya hace dos años que se fue y desde entonces vivo sola, pero siempre le siento conmigo. Con la ventaja de que no discutimos, aunque a veces se permite el lujo de decirme: “eres tonta” o “cómo se te ocurre”, pero yo le digo que me deje en paz y hago lo que quiero. A decir verdad, una vez que hice una cosa muy bien me dijo: “esta es mi chica” y me hizo mucha ilusión. Debo aclarar que, en realidad no vivo sola; tengo gatos. Un día, ya viuda, fui a sacar dinero y en el cajero encontré una bolsa de papel que ponía LLÉVAME. Tenía un gatito precioso y me lo llevé. A todos les pareció muy bien, mi marido incluido. El veterinario me dijo que era hembra y le puse por nombre Visa (por la tarjeta). Al poco tiempo, Visa y yo éramos muy buenas amigas.

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Hace pocos meses tuvo gatitos y yo le ayudé a traerlos al mundo. Fue maravilloso. Me sentí importante y mi marido me felicitó: “lo has hecho muy bien. Enhorabuena”. Desde entonces, vivimos todos juntos, Visa, sus ocho hijos y yo. Ahora me parece que vuelve a tener novio y me ha dado por pensar en el futuro. Por un lado, me hace ilusión, porque es hermoso ver a los bebés incorporarse a la vida peroa ¿y si nuevamente son ocho?, ¿cómo viviremos si este país es cada vez más pobre? Seguro que tendremos problemas. He de hablar con Visa seriamente. No sé si os he dicho que tengo mucho tiempo, que pienso mucho y doy muchas vueltas a las cosas. Y así, pensando y pensando me he acordado de la Señora Rufa, que me recogió al nacer, y la he comprendido. Además he notado que, ambas, tenemos muchas cosas en común: —Me gusta ayudar a las madres cuando traen al mundo a sus bebés, aunque sean gatos. —Me llevo fatal con mis vecinas, que son unas gruñonas. —Como odio al dentista, estoy algo desdentada, pero eso sí, tengo cuidado cuando beso en la frente, porque se me ha agrandado la barbilla —Visto de negro porque es el color más sufrido y hay que lavar menos. —Mi farmacopea favorita son las yerbas: para la tensión, el colesterol, el insomnio, los gasesa —Me gusta mucho el campo, aunque en vez de saco llevo cesta, fundamentalmente para recoger setas, que las hay riquísimas, y algunasa ji,ji,ji, “animosas”. —Mi gata es casi negra, y se llama Visa, como la suya (bueno la

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suya con B) —Y lo más importante: me crecen pelos blancos en la cara; de punta en el bigote y suavecitos alrededor. Como no veo bien, me los quito con maquinilla, pero cada día me nacen más largos y más duros. Todo un síntoma. —Y por si fuera poco, mi país cada vez es más pobre. De seguir así, puede que lleguemos a necesitar lañadores; oficio que, seguro, ya no se conoce. Tanto paralelismo me ha hecho pensar una cosa: ¿Seré bruja? Mi marido repite: “tonterías”; el listo, se mete donde no le llaman. Y Visa, más prudente, me da la razón. Ya le he dicho que tenemos que contactar con la Señora Rufa, que nos oriente sobre cómo sobrevivir siendo pobres, que yo salgo mucho al campo y no solo puedo coger setas y castañas y moras (que hacen buen licor), que si ella me enseña, aprendo de todo. ¡Ah!, ¡y que me dé la receta del alajú!, que guardaré el secreto. Y como creo que os he dicho: pienso mucho y llego a muchas conclusiones, algunas tan certeras, que hasta mi marido me da la razón, como por ejemplo: —Solo seré partera de gatos, que como tienen pelo no tienen peligro. —Hay que saber decir no. —Otra, muy importante: todo cambia constantemente y hay que estar alerta ante los cambios para darse cuenta de la realidad. —Pensar y analizar las cosas, para que no nos den “gato por liebre” los de siempre. —Y otra: hay que ser inflexible con las cosas que vulneran la

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libertad. Y es que, en esto de vulnerar mi libertad, estoy teniendo mucha experiencia. Todos piensan, con muy buena voluntad, que siendo viuda, viviendo sola y demás tienen derecho a entrometerse en mi vida. Y no. Por ejemplo: —¿Por qué no voy a dejar a mis nietos saltar en la cama, darles lo que quieran y comprarles las chuches que les dé la gana? —Y si vivo sola, ¿por qué tengo que decir a mis hijos que me voy a quedar a dormir en casa de una amiga o que voy a llegar a las tantas a casa? —Y ¿por qué “me la montan” si voy a urgencias yo sola —porque puedo— y no se lo cuento hasta la noche, cuando me llaman? Además, la culpa es suya, por regalarme un teléfono que no hay quien lo entienda. No hace lo que le pido. En fin, paciencia. No quiero criticar porque algún problema hay que tener. Pero también, como la Señora Rufa, tengo secretos, cosas míasa bueno, uno: es una debilidad que mantengo desde mi juventud y que ahora a todos les parece fatal; hasta el “metomentodo” de mi marido va y me dice: “tienen razón”. Pero me da igual, a mí me encanta y yo me entiendo. Le he dedicado un poema. Si os parece, lo leo. Se titula EXPERIENCIA VITAL y dice así: Tengo un colaborador, o mejor, un buen amigo, animado, extrovertido, al que quiero con ardor. Es un gran acompañante, pues las citas aburridas

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sabe hacerlas divertidas con su estímulo parlante. Disfrutarlo a cada instante parecerá exagerado, pero yo que lo he probado no renuncio a ser su amante. Insufla vida a mi vida, anima mi agotamiento y alegra mi pensamiento cuando tengo gris el día. Me encanta su olor profundo, cómo me sabe en la bocaa de verdad, que no estoy loca, es lo más serio del mundo. Le quiero por las mañanas, a medio día, a la tarde, le quiero para acostarme y le quiero a todas horas. Es necesidad, delirio, yo no puedo estar sin él para sentirme mujer, como diría Martirio. Sólo, cortado u “au lait”, no hay nada como el CAFÉ. Escribano Navalpotro, Francisca Isabel

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El pibe que dio la vuelta al mundo


Después de un buen rato de sosegada lectura, cerró el libro de relatos, Brillan monedas oxidadas, y lo dejó junto a la taza de café. Se levantó del sillón y despaciosamente se dirigió al ventanal para ver, como de costumbre, cómo se ocultaba el sol tras las montañas. Corrió un poco las cortinas y la luz crepuscular invadió la habitación. Dentro y fuera de la estancia, todo era crepúsculo. Oyó a sus espaldas una vocecilla clara y cristalina. —Abuelo, cuéntame un cuento. Se giró lentamente y sus ojos alcanzaron un fulgor especial. Se sentó en el sillón y cogió al niño de las manos. Es rubio, pecoso y de ojos claros. Bajo un flequillo rebelde hay una carilla con mezcla de pillería y de inocencia. Así se recordaba él. —Abuelo, que no sea ninguno de los que me contabas cuando era pequeño. ¿Por qué no me cuentas cosas de ti, de cuando eras como yo? Cuéntame cosas, abueloa —Pues biena—vaciló un momento— te voy a contar un cuento que lo vamos a llamar <<El pibe que dio la vuelta al mundo>>. A principios de mil novecientos cincuenta, cuando yo tenía ocho años, los mismos que tú tienes ahora, me vi de pronto un día de las manos de mis padres subiendo al Highland Brigade, un noble y desvencijado barco inglés, atracado en el puerto de Vigo y listo para zarpar con rumbo a las Américas. La cubierta estaba llena de gente despidiéndose. Hay sollozos sordos, abrazos interminables. Por los altavoces se ordena que los visitantes abandonen el barco. A nuestro lado un niño se agarrota al cuello de su padre mientras su madre, compungida, trata de atraerlo hacia sí. Poco después el trasatlántico emitía un lastimero bufido

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y empezaba a moverse lentamente. Al cabo de un rato lo que se veía por todas partes era agua, mi tierra había desaparecido. Atrás dejaba una España exhausta, pobre y mutilada, en la que se accedía al pan nuestro de cada día con una cartilla de racionamiento. El navío, que apestaba a pintura, no sé si llevaba rumbo fijo, más bien creo yo que dejándose llevar por corrientes y vientos favorables navegó muchos, muchos días hasta que una madrugada mi padre me despertó y aupándome al ojo de buey de nuestro camarote me dijo: “Hemos llegado a América. Aquellas lucecitas de enfrente son Río de Janeiro”. El barco se había detenido a la entrada de la espectacular Bahía de Guanabara esperando el amanecer para entrar en puerto. Pero yo tenía mucho sueño y me quedé profundamente dormido. En Río estuvimos viviendo en casa de unos tíos de mi madre que tenían una imprenta, en una calle céntrica cercana a la plaza Tiradentes. Yo fui en seguida a un colegio y al poco tiempo hablaba perfectamente el brasileiro, que gramaticalmente es el portugués pero que se pronuncia vaya usted a saber cómo. Mis padres se desesperaban porque ni lograban hacerse entender, ni entendían una patata, y además no se adaptaban a esa nueva vida. Mi padre trabajaba en la imprenta del tío Antonio y mi madre, que era modista, cosía en casa para una tienda de ropa. Yo no tenía amigos en el colegio ni en ninguna parte y añoraba el patio de toda mi vida y mi colegio de la Glorieta de Embajadores. En Madrid había ido algunas veces al cine Pavón y al Olimpia y ni me acuerdo de qué películas había visto. Un día mi padre se empeñó en llevarme a ver Ladrón de bicicletas, que narra la triste historia de un padre que se pasa toda la película con su hijo, buscando la bicicleta que le han robado. Yo creo que

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mi padre se identificó con los protagonistas que debían tener edades similares a las nuestras. Pero esa joya del neorrealismo italiano debió de ser el germen de mi gran afición al cine. A los pocos meses de estar en Río se celebró el campeonato mundial de fútbol. Mi padre era amigo de un señor valenciano primo de Puchadas, uno de los mejores jugadores de la selección española. Nos llevó al partido que España le ganó 1 a 0 a Inglaterra, el del famoso gol de Zarra. Fue muy emocionante. Pero mi ídolo era el jugador del Real Madrid Luis Molowny, que en un entrenamiento en el campo de Fluminense me firmó una dedicatoria sobre una foto suya, que todavía conservo con devoción, y que por el dorso tiene la firma de casi todo el equipo nacional. —Abuelo, ¿estuviste en Maracaná? –dijo con los ojos abiertos como platos. —Era espectacular, con doscientas mil personas, muchas cantando y bailando sin parar durante todo el partido. La verdad es que ese ambiente me asustaba. Pero sigamos con el cuento. Las cosas no debieron ir muy bien en Río, porque al año y medio de estar allí viviendo, una tarde mi padre cogió mi atlas y señalándome un país pequeñito al sur de Brasil me dijo: “Mañana nos vamos aquí, a Uruguay”. “¿El que quedó campeón del mundo?”, dije con los ojos muy abiertos”. “Sí, mañana nos vamos a Montevideo”. De mi fugaz paso por Río de Janeiro, me fui sin saudade, me llevé sobre todo colores: la arena blanca y el agua y el cielo azul de Copacabana, la vista de la ciudad desde el Corcovado y los mil colores de un carnaval explosivo que me dejó asustado.

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También mucha gente con distintos colores de piel y frutas exóticas deliciosas. Río es sobre todo color. El viaje a Montevideo lo hicimos en un barco francés, el Claude Bernard, de mucho mejor aspecto del que fuimos desde España. No tenía aquel mareante olor a pintura, ni veías a la gente corriendo a las barandillas de cubierta a volverse del revés por efecto de las náuseas y el mareo. Estos viajes me debieron de dejar huella porque de toda la literatura de aventuras que devoré en mi infancia y en mi primera juventud, la de barcos y piratas fueron mis preferidas. Llegamos en cuatro días al puerto de Montevideo, bajamos a tierra y estuvimos más de una hora como tres pasmarotes, hasta que de la otra punta apareció una pareja corriendo hacia nosotros. Eran Benja y Marce, que ni tengo ganas ni falta que hace que te cuente quienes eran, que se habían encargado de buscarnos alojamiento. Así fue como nos instalamos en la céntrica pensión Nelly, donde había algún niño de mi edad y que por lo menos tenía un patio donde jugar, con una gran higuera de la que un día me caí y me di un buen trastazo por querer coger higos. No tenía nada que ver con el patio de la casa donde nací, aquel si era un patio maravilloso. Era el patio de una corrala, con piedras de canto, que hacía que mis rodillas estuvieran siempre llenas de costras. Las madres en verano ponían barreños llenos de agua al sol y a media mañana nos bañaban y mientras nos enjabonaban chapoteábamos y nos echábamos agua los unos a los otros. Alguna vez, furtivamente salíamos a la calle a retar: “La manga riega y aquí no llega”. O íbamos a la pipera de la esquina de Tribulete a comprar pipas, chufas y majuelos. Todos nuestros movimientos estaban controlados por mi tía Manola, que sentada en la puerta de la portería no perdía detalle. Como era bizca, mirara para donde

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mirara siempre te veía. Sus hijos, Pirri y Mari Carmen, eran mis mejores amigos. Recuerdo un día que se armó un gran alboroto. Mi padre venía de la calle y se puso en medio del patio a dar voces: “¡Ha muerto Manolete!, ¡Ha muerto Manolete!”. En seguida se llenó el patio de vecinos alborotados a comentar la noticia. En ese patio, las mujeres que venían del mercado de San Fernando solían decir a viva voz a sus vecinas a qué precio estaban las sardinas, las japutas o los jureles. Ese patio mío ganó un año el concurso de patios castizos por las fiestas de San Cayetano, que creo que organizaba un periódico. Ese día, el patio estaba engalanado con farolillos, guirnaldas y cadenetas y todas las parejas, vestidas de “chulapos” y “manolas”, salieron de sus casas al mismo tiempo y bailaron un chotis al compás de un organillo que le tocó a mi padre en una rifa y que siempre decía que era mío, aunque yo no lo tocara nunca en los momentos importantes. —A los pequeños siempre nos pasan esas cosas, abuelo —dijo en tono solidario. —Pero sigamos con Montevideo. Mi padre trabaja en una imprenta y mi madre en una tienda de modas. La pensión al poco tiempo subió de categoría y pasó a llamarse Hotel Nelly, aunque todo seguía igual. Allí leo mi primer libro, La Isla del Tesoro, el mejor libro, sin duda, que he leído en mi vida. Un día mi padre me presentó a un hombre joven que estaba allí hospedado y que había estado viviendo en Haití y conocía la isla de las Tortugas, antiguo bastión de bucaneros y filibusteros. Mi padre estaba empeñado en convencerme que este señor había visto y conocido a piratas. —¿En serio, abueloa? ¿No sería una trola? Seguro que te la querían dar con queso. —Pues yo me lo creí, tío listo. Pero al poco tiempo me di cuenta

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de que no era cierto. Por aquel tiempo, mi padre me enseñó el romance del Conde Sisebuto, que empieza cona “A quince leguas de Pinto y a treinta de Marmolejoa”, que ya te enseñará tu padre, o yo, si él no se acuerda de hacerlo, para que cuando seas mayor se lo enseñes a tus hijos y perviva. —¿Es muy largo, abuelo? —dijo el pequeño un poco contrariado—, que tú siempre quieres enseñarme cosas difíciles. —¡Qué va!, en cuando te lo aprendas de memoria no se te olvidará en la vida, ya verás. Pronto aprendí un poco de lunfardo, ese lenguaje rioplatense que habla la gente de la calle y con el que se construyen las letras de los tangos. Con menos de doce años ya sabía hablar tres idiomas. ¡Si me viera mi pandilla de Embajadores! Iba al colegio público José Pedro Varela que estaba enfrente de casa. Mi compañero de pupitre es un italiano muy simpático que se llama Giussepe Bagnoli, y también soy muy amigo de un chico negrito llamado Walter que siempre me ganaba a las chapas. Un día vino a clase un señor que tenía un gran bigote y un sobretodo azul a leernos un cuentito que se titulaba <<El pibe que dio la vuelta al mundo>>. Se llamaba Mario Benedetti y nuestro profesor nos mandó hacer una redacción sobre el cuento. —¿Cómo era el cuento, abuelo? —Pues era la historia de un niño al que le habían hecho una obra en su casa y con el material sobrante, que iban a tirar, construyó en su patio trasero un cohete espacial.

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—¿Y dio la vuelta al mundo, abuelo? —El pibe sí que estuvo seguro de haberla dado. Y eso es lo auténtico, lo que vale, porque no importa que una satisfacción sea falsa cuando se cree que es verdadera. Quién me iba a decir a mí entonces que Mario Benedetti iba a ser uno de mis ídolos literarios. Muchos años después lo vi en la Feria del Libro del Retiro firmando ejemplares y pensé contarle aquel episodio de mi niñez, pero no me atreví a abordarlo. Unos años más adelante, al que sí me acerqué a que me firmara un par de libros, fue a otro escritor uruguayo, Eduardo Galeano, que muchos de sus libros fluyen por mis venas. Le abracé y le di las gracias, aunque seguro que no supo por qué. Pero volvamos por donde íbamos, poco estuvimos en el Hotel Nelly, porque mis padres alquilaron un apartamento cerca de allí, en la calle Tristán Narvaja; famosa por la feria de los domingos, parecida al Rastro de Madrid. Me cambié de colegio a los Salesianos que estaban a la vuelta de la esquina. Allí empiezo a tener amigos. Pero donde tuve una buena pandilla fue en los primeros veranos que pasé en casa de unos amigos que vivían en el barrio residencial de Punta Carreta. Es muy curioso nuestro grupo: está mi vecino y mejor amigo Enriquito Lafont, hijo de un magistrado; Pepino, el más pequeño del grupo, italiano e hijo de un zapatero remendón y que no siempre puede venir a jugar porque tiene que ayudar a su padre; Erik y Kaleri, hijos del embajador de Suecia, cuya embajada está enfrente de donde veraneo y más que no me llega el recuerdo. A veces íbamos a dar la vuelta en bicicleta al campo de golf y otras por la rambla. A mí me dejaban la bici prestada. Yo era un poco el jefe de la pandilla.

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—Tú siempre has sido un poco mandón, abuelo. —Qué voy a ser mandón. Qué voy a ser mandón. Recibí la primera y mejor lección de mi vida: todos somos iguales. Las distintas posiciones económicas, profesionales o culturales no deben sembrar barreras. Eso lo aprendí de los uruguayos, que son ante todo humildes, sencillos y hospitalarios y que acceden al “don” por la edad. “Don”, solo para las personas mayores. —Pues a mi profe le tenemos que llamar don Federico. Y es más joven que papá. —Nada de don Federico, nada de don Federico. Ya le tocará. Llámale profesor. Pasaron unos años y empecé a ir al liceo. En mi primer día de clase, me gano mi primer sueldo repartiendo papel secante con la publicidad de una papelería del barrio. Todavía conservo algunos vagos recuerdos sobre los compañeros y los profesores que tuve en el liceo, pero lo que me quedó grabado para siempre fue mi primera clase de literatura. Nos dice el profesor que en el curso vamos a dar La Divina Comedia, La Ilíada, Macbeth, Azul. Ya al final de la clase nos leyó un cuento. Su voz es pausada y potente: “El hombre pisó algo blancuzco y enseguida sintió la mordedura en el pié”. Y al cabo de unos pocos minutos: “Y cesó de respirar”. No recuerdo ni el nombre ni vagamente la imagen de mi primer profesor de literatura, pero nunca se me olvidará el silencio brutal al final de la lectura. Todas las clases, después de Homero, Darío o Dante, nos leía un cuento de Horacio Quiroga. Quedamos estremecidos con el primero, <<A la deriva>>, y con

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los siguientes: <<La gallina degollada, El almohadón de plumas, El solitario, El hijoa>> y otros más. Me hizo amar el cuento, y a Quiroga, por supuesto. Ya te he dicho que no recuerdo ni su cara ni su nombre, pero nunca lo olvidaré. Era bueno, muy bueno. En los años siguientes fui a la Universidad a estudiar derecho pero algo se torció porque la dejé para entrar a trabajar en una sociedad médica como administrativo. A principio de 1 967 me subí a un barco italiano, con escala en Barcelona y cuyo destino era Génova. Estuve a punto de completar la vuelta al mundo que había comenzado diecisiete años antes, si no hubiera sido porque el capitán del Enrico “C”, parece que a última hora, en vez de ir por el Pacífico, eligiera el camino más corto, por el Atlántico. —Te pasaste todo la vida de acá para allá en barco, abuelo. ¿Cuánto duró el viaje? —Ufff. Más de veinte días. Este fue un viaje de placer, con piscina, salón de cine, baile con orquesta después de la cena. Nada comparable con aquel barco británico de mi primer aventura marinera. De Uruguay me llevé todo, lo desmonté piedra por piedra de la misma forma que hicieron los egipcios con el templo de Debod un año después para erigirlo en Madrid. Me llevé todo, digo, sin dejarme ni una sola piedra, porque todo me cabía aquí dentro. La mejor definición que he leído de Uruguay la encontré no hace mucho en una guía turística: “Es realmente una bendición la cantidad de cosas que faltan en este país. No tenemos montañas, no tenemos cocoteros; no tenemos infamia, ni sucursales, ni folklore, ni Edad Media. En realidad tampoco tenemos fronteras porque somos lo mínimo y no

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protestamos; es más nos gusta eso de ser chicos; es una especie de revancha a tanto bobo grande que se hace nombrar en los diarios”. —Abuelo, ¿Tú te sientes un poco uruguayo? —Yo soy de donde nací y de los sitios que amé. Pero hace tiempo que me pasa, que cuando salgo de mi casa no soy capaz de percibir bien las fronteras. Prosigo. Me bajé en Barcelona y de allí a Madrid, donde hasta la fecha no he parado de hacer cosas. Hago la puta “mili”, entro a trabajar en el “ministerio” del automóvil, me compro un 600, conozco a la mujer de mi vida y tenemos un hijo y luego otro, así hasta cuatro. Enterré a mis padres, no dejé de cotizar hasta que un día llegué a la oficina y todo el mundo me dio fuertes abrazos y me regalaron un reloj de pulsera. Empiezo de forma vertiginosa, dicen que es el síndrome del jubilado, a realizar talleres en la Junta Municipal y en la Asociación de Vecinos de mi barrio. Pintura al óleo, Historia del Arte, Conocer Madrid, ¡qué sé yo!, y más. Tuve que desechar Cata de vinos por no autorizarlo mi especialista de digestivo y Restauración de Muebles porque correrían peligro los de mi casa. Un día me hablaron de la Universidad para los Mayores y accedí a ella como niño con zapatos nuevos. Se me pasó el primer trimestre demasiado rápido. Pero fue una tarde, a las cinco en punto de la tarde, cuando entró ella en el aula y se le iluminó el rostro contando a Horacio Quiroga; cuando le brillaron los ojos desgranando <<A la deriva>>. Fue en ese preciso momento en que dejé de prestar atención a la narración del pobre hombre atacado por una yaracasusú, y me di cuenta que en esa primera clase de literatura me había sucedido algo mágico, que estando

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ya en el final de mi juventud, había completado mi vuelta al mundo, no retrocediendo hacia atrás en el recuerdo, sino partiendo desde Madrid y avanzando hasta llegar otra vez a la primera clase de literatura en el viejo liceo de Montevideo, que tal vez esté hoy derruido. —Abuelo, esto no lo entiendo biena me estoy haciendo un lío con tanta vuelta. Y que dos contadores de historias, tan lejanos en el tiempo y en el espacio, tan distintos, como dos gotas de agua, se habían fundido en una sola gota, y yo, por un instante, había recuperado el privilegio de ser otra vez niño. Se levantó del sillón y despaciosamente se dirigió al ventanal, a ver, como de costumbre, cómo se ocultaba el sol tras las montañas. A través de las cortinas entreabiertas la luz crepuscular invadía la habitación. Y él mientras tanto, tenía puesto el pensamiento en ese nieto ansiado que Dios sabe si algún día ha de llegar. Gallego Fernández, Carlos

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656 kilÓmetros


656 kilómetros, apenas tres horas de AVE, poco más de seis horas de coche, esa es la distancia que nos separa. Eran las dos de la tarde, salí de la oficina. Hoy estaba triste, llevaba ocho días sin recibir su mensaje. Eran muchos días, nunca había pasado tanto tiempo, estaba preocupado, en el peor de los casos no volvía a tener noticias suyas y solo me quedarían las fotos, esas fotos que miraba una y mil veces. No me la puedo quitar de la cabeza, es tan hermosa, sus ojos hablan sin palabras, su sonrisa es como una caricia. ¿Pero de veras es posible que no volvamos a comunicarnos? ¿Es posible que las cosas queden así? En estos pensamientos estaba mi cabeza cuando empecé a cruzar la gran avenida que separa la oficina del Centro Comercial en el que me dispongo a almorzar, oigo un frenazo y a la vez un fuerte golpe en la pierna y la cabeza. Creo que me estoy mareando. No veo nada, todo está oscuro, empiezo a tener frío. —No lo he visto bien, pero el señor venía por la izquierda, se le echó encima y el coche frenó pero no pudo evitar la colisión, se golpeó la cabeza con el parabrisas y salió despedido hacia delante. Ha sido un golpe muy fuerte. —¡Hay que hacer algo! —¿Alguien tiene un teléfono para llamar a urgencias? —No se preocupe señora, ya hemos llamado al SAMUR, están de camino. —Apártense por favor.

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—Han pasado ya casi diez minutos y no viene nadie. —¡Se va a desangrar, tápenlo por Dios! —¡Qué lastima, pobre hombre! Ya tendrá familia. Habrá que avisarlos, ¿alguien lo conoce? —Yo lo he visto antes de que empezara a cruzar la calle, iba distraído, sin fijarse, si no me aparto tropezamos. —Yo creo que está muerto, no se mueve. —Cállese señora, que aunque esté inconsciente le puede oír y llévese al niño de aquí, esto no es un espectáculo para que lo presencie una criatura. Se oye la sirena de una ambulancia —¡Ya están aquí! —¡Deprisa que este hombre se está muriendo! —Antonio, estabilízalo. Yo llamo a La Paz y nos vamos para allá zumbando. —Tiene pulso, pero muy débil. —Abran paso que nos vamos. He sentido un golpe muy fuerte en el pecho. ¿Dónde estoy? ¿Dónde me llevan? ¿Qué ha pasado? ¡Por favor respóndame! No me oyen, tengo ganas de gritar, pero no me salen las palabras, tengo la boca seca. Empiezo a recordara aquel coche venía muy deprisa, me ha tenido que atropellar. —El corazón le ha vuelto a latir. Creía que se nos había ido. De todas formas date prisa o no llegamos, otro paro en el corazón y lo perdemos definitivamente. Un segundo, un breve tiempo de inconsciencia, me transporta a

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la infancia, cuando vi algo que me impresionó y que toda mi vida he recordado: la visión de aquel bulto alargado que había tirado en la acera, tapado con una manta con grandes manchas de sangre y al que se le veían los zapatos asomar por el borde, unos zapatos viejos, sucios y con agujeros en las suelas. Recuerdo aquel día y a nuestro maestro, que aprovechaba cualquier cosa para descargar su sadismo contra sus alumnos. Ese día puso la excusa de mi retraso para humillarme. Lo recuerdo nítidamente, como si estuviera sucediendo ahora mismo. Era menudo, flaco, algo cargado de espaldas y tenía unas manazas parecidas a pinzas de cangrejo. Sus cuatro pelos descoloridos y ligeros como el plumón de un patito dejaban entrever por todas partes la cara del cráneo. La piel atenazada y rugosa del cuello mostraba unas gruesas venas que desaparecían bajo las mandíbulas para reaparecer en las sienes. Su nombre era Magín, Don Magín, y cuando no estaba presente todos añadían “el amargao”. A veces miraba de una manera extraña, una mirada que helaba la sangre. Pensé a menudo que los condenados a muerte debían de tener esa mirada cuando les anuncian su último día. Había en esa mirada una especie de locura, una locura mística y violenta. —Niño, que vas a llegar tarde, siempre llegas el último. Ya han entrado todos. Son las nueve y cuarto —me reprendió el viejo conserje. Cuando crucé la verja de la entrada que rodeaba al patio estaba desierto.

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Me escurrí por la puerta abierta y recorrí despacio el pasillo de altos ventanales. La clase estaba al final. Oí el ruido de los asientos al bajarse. Los rezos habían terminado. El maestro me vio entrar, pero no dijo una palabra. Me senté en mi sitio y Besumán, mi compañero de pupitre, me miró de reojo y susurró: —¿Cómo vienes tan tarde? —Un coche ha despanzurrado a un hombre. —¿Viste cuándo lo atropelló? El maestro se enfadó, me miró con los ojos inyectados en sangre, con esa mirada que hacía desear estar en cualquier sitio menos delante de sus narices. —¡Pablete! —gritó— ¿le parece a usted bonito llegar tarde y encima ponerse a cotorrear con el memo, vago e inútil de su compañero? La clase quedó en silencio, un silencio expectante. —¡Levántese y venga aquí inmediatamente! Me temblaban las piernas, creía que me iba a caer antes de llegar a la tarima o, peor aún, que me iba a orinar en los pantalones y eso era lo peor que me podía pasar, porque las risas se oirían hasta en el despacho del director y las burlas las tendría que sufrir durante mucho tiempo. —¿Qué castigo quiere usted?, fíjese si soy generoso que le doy a escoger. ¿Jarabe de palo o hacerme compañía hasta las ocho en la sala de estudio?

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—Quiero ir a estudio. Pensé que era mejor la regañina de mi madre por llegar tarde que la humillación de los palmetazos delante de toda la clase y, además, seguro que llegaba a casa antes que lo hiciera mi padre y me podría evitar algún guantazo. Supe que me había puesto colorado porque las orejas me ardían. —Yo hubiera preferido jarabe de palo —dijo Besumán cuando me senté. Tenía ganas de contarle a mi madre lo que había visto por la mañana antes de entrar en el colegio: el atropello del hombre. Todos decían que estaba totalmente desfigurado, que no lo reconocería ni su madre, si es que tenía madre. La gente lo rodeaba y cada uno decía una cosa. —Yo creo que se ha suicidado —decía una mujer. —No señora, yo lo he visto y la culpa es del coche que venía como loco, por lo menos iba a 50 km. por hora. Me marché para el colegio con la esperanza de que D. Magín estuviera enfermo o, mejor aún, que se hubiera muerto. 656 kilómetros, apenas tres horas de AVE, poco más de seis horas de coche, esa es la distancia que me separa de Nuria. ¿Qué distancia habrá entre la Nuria imaginada y la Nuria real?

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La veo con la inocencia de una niña, confía en los demás sin miedo a ser dañada. Su mirada me ayuda a salir de rutinas diarias. Me tiene atrapado en una burbuja de la que me niego a salir. Es posible que en algún lugar ella guarde una brizna de sentimiento por mí. Puede que no llegue a decirle que me emociono cuando recibo un aviso de correo en el Chat. No oigo su voz, no siento su perfume de mujer, pero puedo imaginarme acariciando su piel, besando sus labios, abrazando su cuerpo y aunque no existe el contacto físico, la atracción puedo sentirla enormemente real. La ambulancia seguía su veloz carrera, por lo que podía entender estábamos ya muy cerca. Sentía que este era un momento crucial. Entre la vida y la muerte hay una delgada línea y yo no quería cruzarla. Ahora sentía que había malgastado parte de mi vida. Ahora lo sé, y ese conocimiento me causa dolor. Tenía que hacer algo, mandar un último mensaje. —¿Doctor, me puede oír? Tengo que hacerle un encargo, es posible que sea lo último que haga en mi vida. —Doctor, Doctora. —Antonio, este hombre está muy agitado, no para de moverse y me ha parecido que ha emitido algún sonido, como si quisiera decir algo. —Tranquilízale que ya llegamos, en cinco minutos está en el quirófano.

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—Doctor dígale que mi último pensamiento fue para ella, que la última imagen que me llevaré de este mundo es la suya, su dulce mirada, su media sonrisa apoyada en una pared, con la serranía de Albarracín al fondo. 656 kilómetros, apenas tres horas de AVE, poco más de seis horas de coche, es la distancia que nos separa, puede que desde hoy esa distancia ya no la pueda recorrer nunca. —¡Doctor Aparicio! ¡Doctor Aparicio! Acuda urgentemente al Nº 5. García Mateos, Juan Pablo

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El viejo SimÓn


Dedico este cuento a mi nieto DIEGO que ha nacido en estos días. Con todo mi gran amor hacia él. Todos los caminos de la meseta castellana son amigos para él. Cubierto de polvo, sudoroso y con los labios resecos, el viejo Simón camina. Colgado a la espalda lleva el acordeón. El sol deja caer con fuerza su calor sobre los campos. El viejo se sienta a la vera del camino, donde un álamo ofrece generoso su sombra. Simón se limpia el sudor, alza la polvorienta bota llena de vino tinto y un chorro se precipita en su boca casi desdentada. Cuando termina de beber, se limpia los labios con el dorso de la mano y paladea satisfecho. —¿Cómo es el viejo Simón? Vedle. Es bajo y regordete. Tiene los ojos entre azules y verdes, grandes y profundos, expresivos y soñadores; su mirada es inmensa, a veces, burlona. La boca es grande, los labios gruesos; cuando se ríe los cuatro dientes que forman toda su dentadura se muestran orgullosos y parecen decir: “acérquense, el viejo Simón es el mejor amigo del mundo”. El viejo Simón es el músico de los caminos polvorientos, de las ermitas solitarias, de las fuentes que nacen en los campos, de los pueblecitos asentados entre los trigales, del aire, de quien quiera su amistada Repuesto un poco del largo vagar se levanta y emprende de nuevo la senda pedregosa para encontrar un camino con mejor firme y que lleve directo hacia el pueblo mesetario de

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Valdezarce. El viejo conoce todos los caminos de este paraje. Sus pies son incansables. Está casi anocheciendo. Para llegar al pueblo solamente falta un kilómetro. Junto a la veleta de la torre, la cigüeña tabletea a la pacífica brisa del atardecer, descansando su cuerpo sobre una pata. La gente del pueblo está muy atareada. Es el tiempo de la siega y de la recolección de los cereales. Perros y galgos corretean por las calles desiertas, polvorientas por la ausencia del asfaltado. Ya llegan a la aldea los acordes de una melodía que todos conocen muy bien. Es el saludo inconfundible de Simón que anuncia su presencia a sus pueblerinos amigos tocando en su viejo acordeón la canción del encuentro. Va hacia la ermita. Allí tiene su cama, el duro suelo y pajas resecas de centeno por colchón. El río Sequillo discurre al lado de la ermita erigida en honor de Nuestra Señora de la Vega. Lleva poca agua pero, sin embargo, la suficiente para que Simón se lave sus pies sudorosos y polvorientos; se enjabone cara, cabellos y axilas. Se cambia de ropa por otra limpia aunque arrugada, cuando la saca de su roja mochila. Un espejo redondo le sirve para adecentarse su blanca barba. El viejo Simón tiene ochenta más tres años, como a él le gusta decir. Está anocheciendo. Sentado en un escalón de la escalera de piedra que hay a la entrada de la ermita, Simón espera, toca y canta. Ha hecho de los versos de su poeta favorito, Federico

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García Lorca, el himno del pueblo y de los caminos: Si me voy, te quiero más, si me quedo, igual te quiero. Tu corazón es mi casa y mi corazón tu huerto. Yo tengo cuatro palomas, cuatro palomitas tengo. Mi corazón es tu casa ¡y tu corazón mi huerto! El acordeón, su amigo inseparable, es de color negro, con adornos brillantes y fuelle rojo. Simón lo tiene apoyado en su pierna izquierda y lo sujeta con ambas manos. Cerrados los ojos y aspirando la brisa campera del anochecer, va dejando que sus dedos de la mano derecha acaricien las teclas del viejo instrumento musical; a la vez que los de la mano izquierda van dando presión a los diferentes botones blancos. Todos se mueven con velocidad, cadencia y suavidad, dependiendo del sentimiento que captan. Siente un placer enorme cuando su mejilla izquierda está reposando sobre un ángulo del envejecido acordeón. Se estremece, aprieta los brazos y los abre haciendo que los pliegues-fuelles del instrumento emitan melodías indescriptibles. Es su alma de viejo bohemio, músico, profesor, pintor, artista, contador de historias quien se estremece y deja que vibre la vida a su alrededor. Sus tangos suscitan pasión, y sus valses: paz y belleza. Otras melodíasa felicidad, alegría y fiesta. Sus sentimientos enlazados por su música aportan vida. Simón, el viejo Simón, sigue deslizando sus dedos con total ligereza y rapidez, al mismo tiempo que marca el ritmo con su pie derecho

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y su mente queda en blanco, perdida en el tiempo y en el espacio. Ahora está envuelto por el humo de la inspiración: toca y canta. Es feliz. Pasan unas horas y todo el pueblo se conmueve. —¿Sabes quién ha venido? ¿No lo sabes? ¡El viejo Simón está en la ermita! —¡Nooo! —¡Que sí! De niños a viejos, de viejos a jóvenes, uno a uno se pasan la noticia: “¡El viejo Simón, el viejo Simón está en la ermita!”. Ancianos, niños, mujeres, todos los habitantes de Valdezarce están sentados en el suelo formando un círculo en torno al viejo. —¡Gracias por haber venido, hijos! —les saluda el viejo Simón. Nadie responde. Un silencio de misterio se graba en el aire. El anciano acaricia su acordeón suavemente. Cierra los ojos y los dedos largos y huesudos de sus manos hacen que haya músicaa ¡Vetusto acordeón que arrullas a la vida y a la amistad! Melodías como vuelos de palomas revolotean en el espacio de la ermita. Los ancianos del pueblo sonríen felices. El viejo Simón y su acordeón se comprenden a la perfección ¡Ah, esa canción! Hace muchos, muchos años ellos la llevaban prendida en los labios ¡Era la canción de moda! Los recuerdos golpean sus corazones. Su juventud se ha hundido en el pasado.

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El viejo Simón tiene canciones para los niños y para los jóvenes. Todos sonríen. Todos, mayores y pequeños, olvidan sus juegos, sus trabajos, sus penas, los caloresa —Viejo Simón, cuéntanos tu última aventura —le dicen todos a coro después de un pequeño descanso. El viejo alza la bota y refresca la garganta con un trago cor¬to. Y comienza: —A unos veintitantos kilómetros tenemos a Guímaras. Como sabéis, es un poco más grande que este pueblo vuestro. Cuando llegué a él, lo encontré frío y silencioso. No me parecía el mismo que otras veces había visitado. Caminé por sus calles y estaban desiertas. No había perros que me ladraran y en los árboles no se oía el alegre piar de los pájaros. Recorrí varias veces las calles y no vi a ningún vecino ¿Qué pasaba? Había llegado el viejo Simón y nadie salía a escuchar su acordeón. Volví de nuevo a recorrer las calles, pero nadie salía. De pronto, un perro pequeño y rabón se cruzó delante de mí. Tras él corría sudoroso un crío de unos ocho años. —¡Eh, chaval, detente, soy el viejo Simón! —le grité. —¿Qué quieres? —me respondió el niño. —¡Dime!, ¿dónde está la gente del pueblo? —Se ha ido todo el mundo a vivir a la ciudad. —Pero, ¡cómo! ¿Y los campos, las cosechas, el ganadoa? —Lo han abandonado todo. —¡No entiendo nada, criatura!

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—¡Nos ha tocado la lotería! ¡Todos somos millonarios! —Entonces, ¿por qué no te has ido a la ciudad como han hecho los demás, según dices? ¿Qué están haciendo tus padres? ¿Por qué no os vais? —Partimos dentro de una hora. Estamos recogiendo algunas cosas. Te puedes quedar con todo esto, ¡viejooo! ¡Ja, ja, ja! ¡Tú no eres millonario! El niño se despidió de mí tirándome un puntapié. ¡Qué pena sentí al ver el pueblo sin gente, vacío! El viejo Simón hace una pausa. Vuelve a beber de la bota y continúa: —Yo, con mi acordeón, me fui a las afueras del pueblo. Me senté a la orilla del río a escuchar la canción del agua. ¡El agua tiene una música deliciosa! Y el río durante muchos días, se llevó los acordes de mi acordeón lejos, muy lejos, para el mar. Estuve dos días esperando una respuesta de alguien. Seguía incrédulo al motivo del abandono del pueblo y su causa. No tenía más respuestas. Ya estaba a punto de partir cuando, de repente, sentí cómo los árboles volvían a poblarse de alegres trinos, cómo los perros correteaban y ladraban por las calles, vi cómo las casas se iluminaban. Los habitantes habrán vuelto, pensé. Esa noche me fui hacia la ermita de Guímaras. Me senté a la puerta y esperé tocando mi acordeón a que la gente viniera a escuchar y disfrutar de mi música. Nadie se acercó pero yo no dejaba de tocar. Al final, estaba cansado y me quedé dormido. Sobre mis piernas reposaba estirado el acordeón. El canto de un gallo me despertó.

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El auditorio de Valdezarce le escucha boquiabierto. La voz cristalina y atiplada de un niño le interrumpe: —Y, ¿había alguien de ese pueblo a tu alrededor, como ahora estamos nosotros? —Sí, hijo. Todos habían vuelto y todos me estaban esperando. Peroa —Sigue, viejo Simón, sigue... ¿Qué pasó? —Veréis: cuando me desperté no encontré delante de mí a los vecinos del pueblo. Todos eran esqueletos que danzaban sin descanso. —Y, ¿no te asustaste? —prosiguió el crío. —Quise huir, hijo, pero no me dejaron. Me gritaban: ¡Toca, toca tu acordeón como lo hacías antes! ¡Queremos bailar! ¡El dineroa el dineroa el dineroa! ¡Somos prisioneros, prisioneros, prisioneros! —no se cansaban de vociferar. Yo estaba asustado. Me hicieron tocar durante muchas horas seguidas. Cansados de bailar se me acercaron y empezaron a taparme, a sepultarme con billetes de Banco, con dinero. Sentí que me ahogaba, no podía respirar. El montón de papel moneda que me cubría estaba ardiendo. Di un salto con todas mis fuerzas y pude escapar del fuego con mi acordeón. Empecé a correr. No volví ni un instante la cabeza para atrás. Me faltaba muy poco para llegar a esta ermita, cuando siento que unas fuerzas extrañas —eran cuatro esqueletos, cuatro, de niños, por su tamaño— intentaban quitarme el acordeón. Me aferré a él con todas mis fuerzas. Les grité, les grité mucho, a la vez que caía al suelo dando varias vueltas como si mi cuerpo fuera un rodillo. Me detuve bruscamente en el poste de la cruz de piedra y la abracé. Sí, a la que llamáis “La Cruz de las

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Verdades”. Miradla, allí la tenéis, a tan solo unos cien metros de esta ermita. Todavía conserva una corona de flores colgada en sus brazos. Simón se da un respiro y prosigue: —Uno de los esqueletos-niños se me acercó. Le tuve a dos palmos de mi cara y me dijo: “No temas, trovador, amigo. Somos cuatro de los niños de tu coro de Guímaras”. Un fuerte rayo de luz azulada me cegó y me impidió ver más. Fueron instantes. Cuando abrí los ojos reconocí a mis niños cantores: Nacho, Álvaro, Diego y Paula. Vestían, ahora, unas túnicas blancas; eran como figuras sobrenaturales, etéreas, casi difuminadas, pero con apariencia humana. —¿Qué queréis, mis niños? —dije con voz trémula. —Viejo Simón, no temas. Nos conoces. No te haremos daño. Venimos a decirte que vayas pronto a Valdezarce, a su ermita, y no mires para atrás. Nuestro pueblo es un pueblo fantasma. Vagan y vagan los vecinos porque no tienen paz. —¿Qué os ha pasado? —pregunté tembloroso y con cierto miedo. —En la ciudad fuimos a celebrar una gran fiesta para festejar la suerte de la lotería. Comimos y bailamos, pero una mano envidiosa envenenó nuestra comida. Tan solo se salvó Martín, nuestro amigo. Estaba indispuesto y no comió. Ha huido y no sabemos dónde se encuentra. La muerte de tantas personas en el restaurante ha sido noticia en todas las televisiones. La policía investiga las causas y a los culpables. —Y vosotros, ¿por qué estáis en este estado fantasmagórico? —Somos seres que vivimos en otra dimensión. Seguiremos creciendo, pero nuestra misión es ayudar a las personas indefensas en la Tierra y tú, ahora, eres una de ellas. No temas,

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Simón, no tardando mucho vendremos a llevarte con nosotros, a nuestro reino de felicidad y placidez. Un fuerte rayo azulado envolvió a Simón arrojándolo al suelo. Cuando se levantó y abrió los ojos habían desaparecido sus temores y sus niños. He llegado aquí. Estoy con vosotros. Esta es mi última aventura, hijos. Ancianos, niños y jóvenes aplauden al viejo Simón. Se acercan a él y le ofrecen la cena. La gente empieza a bailar y todo el pueblo se siente feliz. El alcalde de Valdezarce, Mariano, junta los dedos pulgar e índice haciendo un triángulo, los coloca dentro de su boca, sobre la lengua, y emite un gran silbido. Todos se detienen y vuelven sus cabezas hacia la escalinata donde están el viejo Simón y el alcalde. Éste les dice: —Amigos y vecinos de Valdezarce, quiero deciros lo siguiente: hoy tenemos con nosotros a D. Simón, bueno, mejor, al viejo Simón. En nombre vuestro y en el de la Corporación de este Ayuntamiento le nombramos hijo adoptivo del pueblo. Se lo merece. Es un hombre que nos quiere, es bueno, alegre, nos conoce muy bien, está siempre dispuesto a darnos lo mejor de sí mismo: ¡su música!, su acordeón y su persona. Es y ha sido nuestro gran embajador por estas tierras. Siempre se ha sentido orgulloso de nosotros. Un gran aplauso acalló el discurso del alcalde y éste con las manos extendidas pidió nuevamente la palabra: —Así pues, amigo Simón, desde hoy serás un vecino especial

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en este pueblo. Tendrás una casa en la plaza. Es pequeña, humilde, pero cálida y acogedora. En ella te sentirás cómodo. Queremos que te estés a gusto con nosotros y que no transites más por todos estos caminos. Tus pies están ya muy cansados, te mereces un buen reposo, ¡amigo Simón! Todo el pueblo rodeó a los protagonistas del momento. Con sus manos unidas unos a otros formaron un círculo dando saltos y cantando: —¡Que sí, Simón, amigo, quédate! ¡No vuelvas a los caminos, pues Valdezarce ya es tu destino! Con lágrimas en los ojos el Viejo Simón contestó: —¡Si lo queréis, yo lo quiero! Soy muy anciano y mi acordeón me pesa en los hombros, pero más me pesan los años y la ingratitud de otros lugares. Gracias, pueblo, amigos. Me dais hospitalidad y yo os entregaré mis canciones y mi música; mi vida si hiciera falta... El ruido de los cascos que sobre el camino empedrado producía el galope de un caballo blanco hizo que el viejo Simón enmudeciera. Ante él y los vecinos del pueblo se detuvo bruscamente el animal montado por un niño. Éste estaba excitado y lloroso. —¿Quién eres y qué quieres? —le preguntó el alcalde Mariano. —Soy, junto con mis padres —responde el pequeño jinete— las últimas personas que abandonaron Guímaras. Cuando el viejo Simón llegó al pueblo estábamos a punto de irnos, como así fue. Mis padres han fallecido. Estoy solo. Me llamo Martín. A mí me

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gusta mi pueblo, pero lo he encontrado sin vida, abandonado; ahora es un pueblo fantasma. Un rumor de preguntas, comentarios y siseos interrumpieron el monólogo del chiquillo. Calmaos un poco continuó: —Alcalde y viejo Simón. Aquí tenéis mi dinero. Es mucho. Quiero que todo el pueblo lo disfrute conmigoa Pero os pongo una condición: deseo ser vecino vuestro y que el viejo Simón me enseñe a tocar el acordeón y que sea para mí cuando el señor Simón nos abandone definitivamente. —Hijo —responde el anciano trovador— ahora, si tú quieres, vivirás conmigo en este pueblo. Te enseñaré a tocar este viejo y querido instrumento, a caminar con la música en los labios y en el corazón, a perfeccionar tu canto, pero, sobre todo, a ser un hombre de bien. Un aplauso atronador de las gentes del pueblo hizo que el caballo se asustase, lanzase un relincho fuerte y sostenido que, junto con un brusco movimiento con todo su cuerpo, provocó que Martín diera con sus huesos en el suelo. El animal, asustadizo, giró sobre sus patas traseras y se lanzó a una loca carrera por los campos llenos de espigas. El caballo blanco se precipitó en el horizonte desapareciendo. El anciano Simón se acercó al niño y poniéndole un brazo en el hombro se dirigió a los presentes: —Gracias por tu dinero, Martín. Será una gran alegría y ayudará mucho a este pueblo. También os digo que “el dinero no nos proporcionará amigos, sino enemigos de mejor calidad”, tenedlo en cuenta. Le pedí a Dios todo para gozar la vida. Él me dio vida

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para gozarlo todo. Sed felices, amigos del alma. El viejo Simón se irá pronto, sus fuerzas empiezan a flaquear. Muchas gracias por vuestra eterna hospitalidad, pueblo querido. Recordad esto: “vivid cada día de vuestra vida como si fuera el último. Un día acertaréis”. ¡Gracias, gracias, gracias..! ¡Ay!, el viejo Simón no puede contener la emoción y de sus grandes ojos brotan fluidas lágrimas que se pierden entre el bosque blanco de su barba. Con fuerza aprieta al niño junto a sí y le da un prolongado beso que es respondido con un abrazo angelical por parte de Martín. A partir de ahora, todas las noches se oirán en la plaza mayor de Valdezarce canciones y melodías que serán siempre eternas. González Martínez, Rafael

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El escaparate que serĂ­a tuyo


Miraba absorta a los transeúntes, la mirada fija y la actitud alerta. Solo con mirar se deleitaba con los aromas y texturas que podía percibir a través del escaparate. Todo eran golosinas que le hacían estremecer y sentir cómo se le hacía la boca agua. Siempre había sido así, año tras año, cuando pasaba por allí le ocurría lo mismo. Al principio, aunque sabía que en ese momento no se lo podía permitir, la esperanza de que existiera alguna posibilidad le llenaba de sentimientos contradictorios; por un lado, anhelaba poder degustar todo lo que allí se exponía y, por otro, le hacía sentirse insegura sobre lo que elegir. A su hambre intensa todo se le antojaba apetitoso. Echó la vista atrás y, como un escalofrío, recordó cómo hace ya muchos años lo tuvo todo dispuesto para acceder por la puerta. Ya había decidido qué iba a tomar. Tenía el dinero preparadoa ¡Estaba tan cerca! Pero supo que no podía hacerlo, no en aquel momento. Había otras necesidades mucho más acuciantes. Cuando hay poco, las necesidades se multiplican; tenía que renunciar, de momento, a sus deseos. Ya habría tiempo, eso es lo que creemos cuando somos muy jóvenes. Pero el tiempo avanzaba inexorablemente y aquello nunca llegaba a materializarse. A veces, durante largos periodos lo olvidaba pero, cuando los pasos le acercaban allí, la necesidad se volvía apremiante. Con su cartera bajo el brazo, su libro del momento —compañero infatigable de horas y días, meses y años—, siempre deseando leer algo más, sus bolis y su bolso, dio un paso y entró.

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Se dirigió al mostrador y decidida preguntó: “La Universidad para Mayores”. Le remitieron a la primera planta, a secretaría, y aunque fue atendida por gente joven no se sintió fuera de lugar. Estaba allí, después de muchos años, para comenzar a estudiar. Entró en el aula y, aunque jamás se había detenido, siempre muy decidida, se tomó un minuto y contempló a todos aquellos jóvenes que, como ella, iban a comenzar su aprendizaje. Pronto todo fueron sonrisas, buscar sitio, sentirse bienvenida, la masa de rostros se fue materializando. Ya no eran anónimos: eran Raquel y María y Juan y Angelita y María Luisa y Antonio. Para empezar, asumiendo su nueva condición de estudiantes, las quejas contra todo: “el aula es incómoda”, “los sitios no pueden ser fijos”, “no hay optativas”a La respuesta más repetida: “no hay presupuesto”. Pero poco importa, todos los que allí estaban, como ella, solo deseaban comenzar. Historia, la primera de las golosinas. Una profesora con una elegancia y saber estar que llena la clase por completo; expone los temarios, el tan temido trabajo final, los murmullos, que dada la acústica de la clase son un sordo rumor que a veces crece como una ola y, después, el silencio. Empieza la función. Pronto se hacen las luces, la clase ha terminado. ¡Se ha hecho tan corto! Llega “el recreo”, la cafetería, la charla, el compartir una sonrisa. Poco se espera ella de lo que acontece a continuación. Comienza la clase de Literatura, que le apasiona, y aparece Marcos para presentar la primera de sus lecciones sobre Lorca. Sus palabras, su relato, su recitar inundan la clase, hay un

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silencio expectante, no se oye un murmullo. Cuántas ganas de aprender, de recorrer los caminos, hasta ahora en solitario transitados, de la mano de un gran profesor y de un grupo de alumnos que han tardado toda una vida en llegar a este momento. Y así, poco a poco, con el devenir de los días avanza en su aprendizaje. Ya no le es ajeno el entorno. Después de Marcos parece difícil que otro profesor sea capaz de estar a la altura, pero aparece Julio, con su aire un poco despistado, y empieza a tejer su clase y la atrapa en su red: la poesía, las jarchas, Garcilaso, la mística, Quevedo y Góngora, Bécquer y Espronceda. En tan solo siete clases, que pasan como en un suspiro, se despide por el momento de ellos. De nuevo el listón muy alto. Se alza el telón y aparece Ana, la más joven de todos los profesores hasta el momento, su larga melena, su falda de vuelo, sus gafas y su “miedo” —porque presiente que ella les tiene un poco de miedo, tienen que parecerle tan mayores— embelesa a la audiencia. Se van desgranando los temas, se van configurando: Celestina, Quijote, la picaresca, Galdós y Clarín, sus compañeros infatigables de años pasados y la novela de posguerra. Su entusiasmo, su dedicación, sus muchas anécdotas y la lectura de Nada, de Carmen Laforet. Solo un párrafo de cualquier capítulo haría que su lectura mereciese la pena, redescubriendo en cada línea una perfección sublime. “El hambre” no se sacia ni atempera, este proyecto hace desear más. Fue entonces cuando se preguntó por el germen que le

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había traído hasta aquí. Sonríe y, con nostalgia, recuerda a su madre caldeando sus corazones con lecturas infantiles —Heidi, Mujercitas, Un castillo en el camino...— en las largas tardes de verano en Navacerrada, junto con sus hermanas, para pasar esa hora de la siesta que ellas nunca quisieron dormir, para descubrir la magia de los cuentos; que con un lento fluir les iba transportando a otros mundos, deteniéndose siempre en el momento más interesante. Cuánta inteligencia y sensibilidad en una mujer a quien la guerra le impidió, como a tantos otros, poder estudiar. —Y en el viejo castillo abandonado tintineó una luz... —Sigue mamá por favor. —Y ella inalterable. —No niñas, mañana más. Ahora a jugar. Y aquel cuento que se inventó en una tarde en que estaban demasiado inquietas para algo que no fuera novedad: La niña de comunión más triste del mundo. —Era una mañana soleada del mes de mayo, en Sevilla. Paseaba de la mano de mis niñas cuando mi mirada se posó en una nenita, alta, desgarbada, esperando a la puerta de la iglesia para hacer su primera comunión. Junto a ella, otras niñas guapas y alegres, con padres, madres, hermanosa pero ella solo estaba acompañada de un hombre mayor que miraba con aire ausente, deseando que aquello acabara. El vestido era muy pobre, le quedaba corto, con una tela raída casi transparente; y lo más triste es que dejaba ver su cuerpecito escuálido. Era un traje que nunca habría elegido una madre. —Sigue mamá, sigue, cuéntanos por qué no tenía madre. —No niñas, mañana seguiremos con la historia. —Sigue mamá por favor.

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—No niñas, mañana más, ahora, a jugar. Y recordó también aquel otro cuento: La niña en el escaparate de una calle de Sevilla. —Era domingo y en Sevilla reinaba un ambiente festivo, con olor a churros y café. Iban paseando por el Parque María Luisa, con sus tres niñas cuando "¡Dios mío!", exclamó la madre alarmada. "¿Dónde está la pequeña?" Era la más atrevida de las tres, solo tenía cuatro años. Hacía poco que habían llegado a la ciudad. El padre, con un excelente trabajo y muchas ilusiones que cumplir, se trasladó con su familia. Y a ella, tan pequeña, todo le llamaba la atención. Un grupo de niñas bailando sevillanas —pues en Sevilla no se jugaba al corro, a rayuela, o a la lima; se bailaban sevillanas— hizo que se desviara del camino. Los padres angustiados no paraban de buscarla mientras la mañana avanzaba. La hermana mediana, tímida y delicada, enrojeció de pronto. Allí estaba su hermana pequeña, esa que adoraba y le daba tantos quebraderos de cabeza, sentada en una silla de enea, en un escaparate de la calle Sierpes. —Mamá, ¿pero cómo ha llegado hasta allí? —Eso, niñas, será otra historia. —Sigue mamá, por favor. —No, niñas, mañana más, ahora a jugar. Sentada en su pupitre de la Universidad para Mayores, viendo pasar uno tras otro a tan magníficos profesores, pensó también en su padre. Cada domingo solía andar al museo del Prado, o a cualquier otra pinacoteca, para conocer solo un cuadro, solo un retazo más que guardar en la retina, legándoles así ese deseo de saber siempre un poco más.

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Y de vuelta a casa, siempre caminando, algún apunte de sus experiencias en Alemania y Austria, donde tuvo que exilarse después de una guerra cruel, en la que se vio inmerso habiendo apenas salido de la pubertad. Historias que nos hacían desear conocer esa Europa que estando geográficamente tan cercana, en aquellos años, era un sueño inalcanzable. —Os llevaré a Insbruck, donde se ama la música, los libros y los animales. Y sembró el germen del amor a los libros, a los museos, a las flores. Resultaba curioso un hombre tan reservado sembrando geranios en unas tristes macetas de unas ventanas de un barrio obrero. Le hacían rememorar esa Austria que vio pasar sus años jóvenes y de la que de nuevo tuvo que salir, acompañado solo por sus queridos libros, cuando otra guerra más cruel y terrible que aquélla que le había empujado fuera de su país comenzó. Solo a esa trágica, suprema y despiadada Europa. Unamuno, Ortega, Benito Pérez Galdós, Dostoievski, Ayn Rand, Dumas y Mallorqui con su Coyote, lecturas eclécticasa —contradicciones de un autodidacta— que ella leía sin levantar más de dos palmos del suelo, porque era lo que había en aquella exigua biblioteca. Todo lo devoraba y así, poco a poco, la semilla germinó. Y ahora ella, guardiana de ese tesoro, se lo transmite a sus dos preciosas nietas como hizo con sus hijos, leyéndoles y haciéndoles desear que la magia continúe, que el alimento del alma se cocine de historias, de cuadros, de poemasa que se desvele la niebla y se aprecie el camino.

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Mucho tiempo ha transcurrido hasta llegar aquí. Todos y cada uno de sus compañeros, cada uno con una trayectoria vital diferente, compartiendo esta experiencia común largo tiempo demorada. De nuevo llueve, hace frío, es de noche. Ella avanza con paso rápido, da la vuelta y mira la silueta ya oscura de la Facultad. Pero ya no es una figura imponente, sino un espacio próximo en el que cada martes y jueves despliega su tramoya para hacernos un guiño y seguir deseando continuar siempre adelante, para aprender más. Se aleja y aunque a cualquiera le pueda parecer una señora mayor dotada de la casi invisibilidad que dan los años es una joven llena de energía que sabe que esto solo será el principio de un proyecto mucho mayor, de un caminar de ahora en adelante en compañía. González Ruíz, Araceli

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Ciudades cosmopolitas


El libro de Sara permanecía cerrado. Normalmente, ella no recurría a la lectura para cubrir la media hora que duraba su trayecto al trabajo. Su fantasía se nutría sobradamente con el quehacer diario de los pasajeros, muchos de ellos habituales. Cada mañana los analizaba con rigor e iba añadiendo nuevos matices. A veces, escuchaba sus conversaciones, otras, el hacerlo le confundía. Le costó mucho admitir que el Andreas de su relato no era alemán. Un día le oyó hablar francés con sus colegas, y su nombre era Pierre. Otro día descubrió que su personaje turco, Rüya, no era una mujer turca, sino marroquí. Este viaje, sin embargo, constituía para ella el mejor desagravio al madrugón obligado de Hamburgo. Una tarde, en la que Sara regresaba bastante cansada de su trabajo, buscó acomodo en el metro al lado de la ventana, y una vez sentada cerró los ojos. No consiguió relajarse. La persona que ocupaba el asiento contiguo se puso a hablar en un tono alto, totalmente inapropiado y en una lengua africana que, por su ritmo, parecía pertenecer a las bantúes. El hombre, erguido, ligeramente inclinado hacia adelante, hablaba sin interrupción y sin un interlocutor. Pero no, el chico no hablaba solo, una voz femenina procedente de los asientos delanteros dialogaba con él, aunque sin mirarle ni respetar el turno de palabra. Al llegar a su parada, la chica se bajó y el joven bantú continuó en la misma postura, inmóvil y en silencio. Sara no escribió nada aquella noche. Dispuestos igualmente uno detrás del otro y en un tono menos conciliador, reanudaron la conversación en el viaje siguiente. Sara permaneció pendiente de todos sus gestos observando con

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alternancia a uno y a otro, pero no consiguió captar el problema que les preocupaba. Esperó con impaciencia los acontecimientos de la próxima entrevista. La chica no se presentó aquella tarde y el joven bantú se pasó la travesía acariciando un amuleto que nerviosamente se sacaba de vez en cuando del bolsillo. El cuarto día, Sara pudo escribir. Fue testigo de una escena que la dejó perpleja. Esa tarde no hubo conversación entre los jóvenes africanos. La joven bantú, un momento antes de llegar a la primera estación de su itinerario, se levantó de su asiento. Dos niños de enormes ojos negros y labios gruesos la precedían avanzando por el pasillo y, sin guardar más protocolo, con sus caras compungidas, se hicieron hueco al lado de su presunto padre. Mientras, la madre, altiva, pero con los ojos anegados en lágrimas y un bebé colgado al pecho, se apresuraba para alcanzar la puerta de salida. Sara deseaba pensar que esa madre estaba a salvo de problemas con la policía. Se acostó tarde. Las pesadillas se sucedían. Consciente de su estado, buscó el interruptor. Solamente llevaba dos horas en la cama y ya deseaba abandonarla. Mientras tomaba una infusión trató de poner orden a sus reflexiones. Más tranquila, decidió volver a la cama. Si no dormía no podría trabajar al día siguiente, y, además, necesitaba tener la cabeza despejada para abordar su investigación. Llamaría a su amiga Clot; ella tenía contactos en el consulado español y es posible que le procurase alguna orientación. El despertador. El viernes significaba un gran alivio para Sara, no tenía clase a primera hora. Salió de la cama y se precipitó a la ducha sin tomar café. Ya lo compraría en el quiosco del metro.

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Hoy necesitaba una ducha larga y caliente, y también unas posturas de yoga. Le dolía la nuca. En su viaje de regreso, buscó con avidez algún indicio de sus protagonistas pero, como intuía, nada ocurrió aquella tarde que mereciese ser anotado. —Cuando llegue a casa llamaré a Clot —pensó. No fue necesario. El contestador detectaba una llamada, era una invitación de Clot a desayunar en su casa. La invitaba los sábados que Thomas, su marido, tenía guardia en el hospital. Abrió los ojos cegada por las ráfagas de sol que gozosas se abrían paso por la ventana de su dormitorio. Se vistió precitada y, antes de salir, comprobó con desilusión, como tantas veces, que las poderosas nubes borraban toda esperanza de supervivencia a nuestro sol de invierno. Cuando Clot abrió la puerta de su casa, el aroma del riquísimo café colombiano se expandía generoso. ―Buenos días Clot, qué felicidad verte, qué felicidad este calor, este olora ―Venga, no seas pelota. Deja el abrigo y pasa a la cocina, que te voy a sorprender. He hecho las magdalenas con la receta de mi abuela y, ¡milagro! me han quedado perfectas. ―¿Sí?, pues que no se enfríe el café. Sara conoció a Clot a los pocos días de llegar a Hamburgo. Desde hacía cinco años Clot tenía una academia donde se impartía español para extranjeros. El local estaba situado en una zona residencial y céntrica, cerca del consulado de España. Clot leía mucho, se documentaba y le gustaba cultivar la amistad.

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Sus amigos solían ser interesantes, y era una gran admiradora de Vázquez Montalbán, con quien cenaba cuando venía a dar charlas. Un sábado en el que como hoy estaban desayunando en su casa, la radio anunció la muerte del escritor en el aeropuerto de Bangkok. Clot palideció, la taza de té temblaba en sus manos, y siguió bebiendo a pequeños sorbos. Sara no sabía qué decir. Todavía no eran tan amigas. Recogió los servicios del desayuno y se sentó a su lado en silencio. Ese día Clot se sinceró con ella. Después de un rato que a Sara le pareció interminable, Clot empezó a hablar: ―Sara, ¿tú sabes cómo piensa Thomas? Además de sonreír e invitarte a venir cuando quieras, ¿has tenido alguna conversación con él en algún momento? No hace falta que contestes. Yo sé que no. ―¿Qué quieres decir? ―Pues eso, que Thomas no habla. Sonríe, hace bien su trabajo, cumple sus deberes de esposo, hace la cena, siempre se acuesta a la misma hora, siempre me mira con amor, pero no dice nada, y tampoco escucha. Cuando Thomas y yo nos conocimos no hablábamos el mismo idioma. Él no sabía español y yo todavía no podía expresarme en alemán. Estudiaba muchas horas y terminó medicina con una gran nota. A los pocos meses adquirió un dominio del español sorprendente que, una vez superada la prueba oral con diploma, dejó de practicar para posiblemente archivarlo junto con otros logros conseguidos. Seguimos sin conversar. Sí, Thomas me quiere a su lado, de eso no hay duda, pero mejor callada. He estado demasiado ocupada con mi trabajo para ser consciente de ello. ―No te martirices. ¿Por qué no escribes una carta de despedida a Montalbán?

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―Pues voy a pensarlo. A Sara le encantaba el café, incluso sentía un poco de aversión por aquellas personas que optaban por el descafeinado. Decía que un buen café le facilitaba encontrar soluciones a sus problemas y que había superado la separación de Luis gracias al café con leche. ―Las magdalenas, demasiado dulces. ―Pero deliciosas. ―La receta ya te dije que era española y no rectifiqué la cantidad de azúcar. —¿Te va a salir de nuevo la fobia germana a lo dulce? ―No, no, perdona. Me olvidaba de que ese punto no lo compartimos. ―Claro que no lo compartimos ¿te importa que tome de postre la tercera? ―A mí me halaga. Pasaron después al pequeño salón y hablaron hasta muy tarde. Las escenas presenciadas por Sara en el metro aquella semana tuvieron mayor relevancia en su charla. Quería informarse de cuál era la situación legal en Hamburgo de los inmigrantes. Cuando ambas amigas se despidieron, Sara ya había encontrado el camino a seguir. Empezaba a impacientarse, había llegado a las nueve en punto, pues sabía que muchos españoles aprovechaban los sábados para cumplir con sus legalidades. Ella esperaba su turno para ser recibida por el cónsul. Clot le había dicho que era un hombre competente y humano. Ahora le llegaban susurros, risas, tintineos de copas, y ya empezaba a salir gente. Entre ellos,

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unos novios muy jóvenes y sonrientes, ella con mantilla blanca y abrigo blanco, él con traje negro y pañuelo de seda fucsia al cuello. Sus caras, radiantes por igual, difuminaban las diferencias de sus rasgos y de sus tonalidades. Los familiares, sin embargo, ofrecían bruscos contrastes que Sara advertía cuando en el panel de citas una luz intermitente mostró su número. El cónsul era un hombre atractivo. Aparentaba unos cuarenta años. Sus ojos claros, de pestañas rubias, se enmarcaban con cierta profundidad en unas copiosas cejas que añadían virilidad a su rostro. Tenía la nariz recta y la boca grande. Un poco nerviosa, le expuso el asunto que le preocupaba en breves minutos. Enrique había estado cinco años destinado en Casablanca y hablaba de África con un matiz nostálgico y soñador. Ella empezó a fantasear. Le veía vestido con una chilaba blanca y liviana y compartiendo el té verde y sus hojas frescas de menta con algún marroquí. La terminación vocálica de las palabras, que ella había detectado, era una de las características comunes a las lenguas bantúes. El cónsul aseguraba que no podía haber un grupo significativo de esas características en Hamburgo. Debía de tratarse de visitantes de paso o de contratos temporales de trabajo, los llamados Duldung, es decir, “tolerados”, que pueden ser expulsados del país en cualquier momento. Hablaron de ayuda humanitaria. La conversación se interrumpió, pero no se dio por terminada. Él fue requerido por su secretaria con apremio y se despidió después de ofrecerse para una nueva entrevista y

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de facilitar a Sara el nombre de un gestor de la Consejería Laboral española que podría ayudarla. El largo pasillo que conducía a la salida ayudó a Sara a reprimir la sensación casi eufórica que la embargaba. Trató de analizarse, pero desistió al llegar a la calle. No quiso que su bufanda la envolviese y dejó que el aire frío entumeciera su cara y alborotase su melena. Siguió la calle Mittelweg, giró a la izquierda, atravesó el pequeño parque y se refugió en el metro. Transbordó y bajó en Landungsbrücke. La vista del puerto, el Elba, los gritos de las gaviotas y los innumerables transeúntes la acompañaban sin oprimirla. Compró un cucurucho de gambas cocidas y, sin dejar de pasear a buen paso, se las comió atropelladamente. Un incipiente dolor de estómago le hizo recordar que otra vez se había pasado con las gambas. Remediarlo con un vino caliente le pareció la solución más inmediata. Se acercó a un puesto expedidor “Cuatro euros a devolver dos a la entrega del vaso”. Continuó el paseo, conservaría el vaso con su estampado de la iglesia Der Michel (St. Michaelis). Su torre se divisaba desde allí; siempre le hacía evocar la sonoridad de sus conciertos. Anduvo más de un kilómetro hasta la terminación de los puestos fijos y los movibles. Se detuvo ante un stand de pósteres de pinturas con un cartel de reclamo “Uno por 1 5 y dos por 20 euros”. Die Kinderspiele (los juegos de los niños) de Bruegel lo compró por doce euros. Se iba oscureciendo y comenzó a desandar su recorrido. En su

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camino de regreso le llamó la atención un grupo de gente alrededor de un chico subido en un muro de cierta altura, por la parte que limitaba con el río, que no era superior a un metro. El chico llevaba un traje de pantalón y chaqueta hecho totalmente de papel de periódico; una camisa roja que parecía de seda, un sombrero gris y un maletín de piel negro. Su inmovilidad era absoluta y ella se propuso contemplarle en silencio para ver si conseguía captar algún movimiento. Él permanecía impávido. Algunos se apresuraban en demostrar su generosidad echándole unas monedas. De pronto, Sara se sonrojó. ¿Tendría alguna lógica lo que creía ver? ¿Era esa hora de la tarde, pensaba, en la que la luz del crepúsculo juega con ventaja sobre las percepciones de los humanos? Crepúsculo, "fase declinante que precede al final de algo".

Durante unos minutos permaneció quieta. Observó aquellos ojos tan groseramente agrandados en su contorno, bordeados con pintura azulada sobre otra blanca; los labios pintados de rojo, la tez negra, a la que la luz del crepúsculo le confería un brillo singular. Todo ello la inmovilizaba. Cuando estuvo segura, calculó que esa luz vespertina duraría apenas media hora más. Después la oscuridad de la noche sería una evidencia, todas las atracciones y servicios quedarían aplazados para el día siguiente o sustituidos por otros más acordes con la actividad nocturna. Pero, qué fatalidad, necesitaba con urgencia visitar un baño. Los Imbiss y locales del paseo carecían de toilette público; tendría que apresurarse e ir a la estación de metro más próxima. Al regresar de los servicios de la estación, el chico del traje de

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papel contaba con rapidez las monedas de euro y algunos dólares en billete. Ella esperó a que guardara su dinero y metiera la elegante limosnera de cuero en el maletín mientras buscaba las frases más corteses que conocía en alemán. Se dirigió a él un poco confusa y azorada. Él contestó en un alemán cantarín y con unos ademanes un poco ceremoniosos que contrastaban con su juventud, pero que no sorprendieron a Sara. Se presentó como una compañera de viaje, una pasajera de la línea 3, que le conocía porque hacía mucho tiempo que coincidían en el mismo trayecto. Él, más tímido, dijo que su cara le resultaba conocida pero que no sabía de qué. También le dijo que le perdonara, que se sentía incómodo con la ropa de trabajo y que si quería podían hablar mañana en el metro. Ella lo dejó marchar sonriendo, mientras coqueteaba con aquella definición de crepúsculo que tanto se aproximaba a la situación: fase declinante que precede al final de algo. Caminó largo rato en dirección a la zona universitaria. En el Abatón proyectaban en versión original, Mujeres al borde de un ataque de nervios, y hoy sí le apetecía verla. Sara subía dos estaciones antes y decidió esperar a Omar, el joven africano, en la entrada. Él subió a su tiempo y la saludó con cordialidad. En seguida le preguntó si era periodista y para quién trabajaba. Ella le hizo perder sus temores, incluso le mostró el material didáctico que llevaba para las clases de español. Le aclaró que su interés venía de la emoción vivida días atrás ante la escena que presenció, los niños, la madre, el bebé, la aceptación de él sin oposición. Todo ello le había hecho intuir una situación compleja, y su intromisión se debía a su condición de extranjera en el país que le impulsaba a sentirse solidaria con el de fuera. Un silencio siguió a la exposición de Sara. Después, mirando al reloj, Omar se llevó la mano al pecho

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y tras recitar algo que ella no entendió, emplazó su relato para el día siguiente, pues ya habían llegado al puerto, su lugar de trabajo. Sara le dio su tarjeta y él respondió con un apretón de manos que alivió la tensión acumulada. ―Also, ¡Tschüs! ―Bis gleich!

Se quedó pensativa. ¿Debía seguir con esta investigación? En su trabajo, en su misma aula, disponía de material humano valioso donde, si quería, podía orientar con más entusiasmo de lo que hasta ahora lo había hecho. ¿Por qué le intimidaba tanto esta anécdota? ¿Los niños? ¿La cara de sufrimiento de aquella joven madre que dejaba a sus hijos? Si solo había buscado en estos viajes sensaciones susceptibles de ser recogidas y convertidas en palabras, jugar, experimentar sin salir de la ficción, sin buscar la realidad, ¿por qué ahora la realidad usurpaba sus sueños? A juzgar por su cara y sus gestos, a Omar no le resultaba fácil hablar. ¿Debía averiguar la verdad o era más cómodo inventarse un final? La llegada a la estación le obligó a detener sus cavilaciones y recobrar el ánimo. Una oleada de aire tibio cargado de olores y una luz limpia anunciaban la llegada de la primavera. Las caras de los pasajeros habían perdido la rigidez de los días invernales y se mostraban risueñas. Las adelfas exhibían sus colores, y las diferentes floraciones de los árboles servían de estímulo a una sensualidad provocadora.

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El martes, Omar y Sara no coincidieron en el metro, ni el miércoles, ni tampoco el jueves ni el viernes. El fin de semana ella pudo comprobar que el hombre de papel no estaba en el Puerto. La aflicción de Sara crecía con la búsqueda, ella sabía de sufrimientos y añoranzas. Las caras desconcertadas y crispadas de aquellos jóvenes padres habían despertado en ella antiguas heridas, la falta de entendimiento con su marido le había obligado, hacía años, a solicitar un trabajo lejos de todo lo que amaba. Pero ella contaba con amigos, con un gusto por los retos, con la compañía de sus libros, y las enseñanzas de sus poetas: Caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Caminante no hay camino sino estelas en la mar.

¿Tendría Omar esa fortaleza para seguir viviendo? González Sánchez, Encarnación

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De cuando la historia se cruz贸 con su vida


Era un entorno muy especial donde vivían, pero sus padres trabajaban allí. No era un lugar muy habitual para que un grupo reducido de adolescentes pasasen sus días, aunque para hablar de grupo tendríamos que referirnos al fin de semana, porque durante la semana no era ni grupo. El barrio estaba formado por unos cuantos chalecitos, algunos de los cuales estaban habitados por familias con hijos de diferentes edades. Todo el conjunto era un destacamento de la seguridad del recinto que ellos llamaban: “La Fábrica”. Se componía de una serie de edificios de 3 o 4 alturas que durante los días laborables alojaban a una buena cantidad de trabajadores. Allí se hacían cosas serias, importantes y, quizás, también un “pelín” peligrosas. Al menos esa era su percepción. La fábrica estaba situada a un lado de su casa. Los fines de semana no había actividad y les parecía que tenía un aspecto fantasmagórico. Ahí es donde hacían sus expediciones de reconocimiento del terreno. Para ellos eran grandes aventuras. Su adrenalina se ponía en funcionamiento. Al otro lado estaba La Ciudad Deportiva, diseñada para que los trabajadores y sus familias disfrutaran del campo y practicaran deporte, formada por un parque de grandes pinos piñoneros. Ahí se desarrollaban, preferentemente, sus juegos llenos de acción y en ese mismo entorno tuvieron sus primeros contactos con el deporte. En ese lugar aprendieron a amar la naturaleza y a amarse entre ellos, a veces platónicamente y otrasRno tanto. Corrían los años sesenta, exactamente el año sesenta y cuatro, cuando cuatro chicos y dos chicas charlaban animadamente con cierto sigilo. Una de las chicas era Susana. Ocupaban una de

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las mesas de madera de la Ciudad Deportiva, donde el pinar y el campo de deportes se confundían. Elegían ese lugar para sus reuniones porque estaba en una zona solitaria donde nadie podía oír sus conversaciones: —Yo creo que mañana, domingo, es el mejor día. Los trabajadores se habrán ido. Solo quedarán los vigilantes y los guardias —dijo Pedro, que, de alguna manera era el líder del grupo. —¿No creéis que es demasiado arriesgado? Si nos ve alguien podemos tener problemas —afirmó Marta (otra de las chicas de la pandilla) casi sin querer. Nadie se detuvo en este inconveniente y siguieron ilusionados planeando esa expedición tan excitante y, más aún, en un día de verano donde la ausencia de tareas escolares hacía el tiempo libre más largo. —Mañana nos vemos aquí y, a eso de las seis de la tarde, vamos hacia La Fábrica. Las puertas están cerradas, pero hay una ventana abierta por la que fácilmente podemos entrar. Una vez dentro, hay que ir hacia la derecha y allí está el bar, al lado del comedor, en el edificio central. Hay un montón de comida: botellas de naranjada, limonada, chocolate, sardinas, bollos, pan de molde. Nos podemos poner las botas y nadie notará nada —añadió Pedro. Y así, siguiendo los planes propuestos, alcanzaron su objetivo. Llegaron hasta el bar que tenía una larga barra detrás de la cual se situaron, y como si no hubieran comido en tres días, dieron buena cuenta de bollos, aceitunas, bebidas, sardinas, etc.

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Cuando estaban de esa guisa, Susana vio a alguien detrás de los cristales. Después vinieron los silbatos repetidos del vigilante. Mientras él se dirigía hacia la puerta del edificio donde se encontraban, ellos salieron rápidamente por la ventana. La excitación primera se estaba transformando en pavor y ya empezaban a sentir miedo a las consecuencias. Uno de los más atrevidos dijo: —Creo que el vigilante no nos ha reconocido, o sea, si alguien nos dice algo nos hacemos los locos. Lo importante es que no se enteren nuestros padres. —Lo primero que va a hacer el vigilante es decírselo a los guardias. Estoy muy preocupada —señaló una de las chicas. Pero el vigilante les reconoció. Ante su testimonio no tuvieron nada que hacer. El padre de Susana, uno de los guardias encargado precisamente de la seguridad, se llevó el disgusto de su vida. El suceso trascendió a las altas esferas y llegó hasta el “superjefe” de los guardias, el Sr. X, un hombre muy poderoso y muy bien relacionado. “Forma parte de la casa del Príncipe” oyó Susana decir en alguna ocasión. Era un hombre que impresionaba. El padre de Susana, un hombre sobre todo gran cumplidor de su deber, lloraba. Fue una de las pocas veces que ella lo vio llorar en su vida. Se temía lo peor, y los chicos se arrepentían sentidamente de la aventura; La travesura había llegado demasiado lejos. Quizás hasta peligraba algún puesto de trabajo. O podría haber algún traslado inconveniente.

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Al cabo de dos días, el “superjefe” (militar de alta graduación, para más señas) quiso hablar con ellos. Nuevo susto. Cuál sería su sorpresa cuando, después de una tranquila charla en la que se mostró muy compresivo, le dijo al padre de Susana dándole unas palmaditas en la espalda: —No sufra Vd. tanto, son cosas de niños. Y ante su extrañeza y para la tranquilidad de su padre, la cosa no tuvo mayor trascendencia. Siguieron creciendo, no ya físicamente (sobre todo en el caso de Susana que ya había crecido su ración), sino como personas, dentro del entorno social que les correspondía. Eran tiempos de cavilar sobre verdades que les habían legado como inmutables. Verdades que podían repensar y contrastar con otras opiniones, pero con un morbo añadido: en el país existía la intención de que toda esa información que les faltaba y les separaba de Europa no llegara a sus cabezas. El morbo de lo prohibidoR Esto para jóvenes de dieciocho años era algo apasionante. Y por ahí se volcaron unos cuantos, Susana entre ellos. Entonces, siendo ella una estudiante, las materias académicas no tenían tanta importancia como el libro prohibido de Mayo 68 (que se pasaban en clase unos a otros), las cintas de música republicana, la asamblea en el aula magna para discutir sobre la estructura social, las carreras delante de los grises, las detenciones en la D.G.S., etc. Entre los amigos largas charlas sobre lo divino y lo humano, y de las “charlas físicas” pasaban a las “charlas físico-químicas”, porque estaban en una edad en la que las hormonas

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presionaban; la virginidad era un defecto y había que practicar “el amor más que la guerra”. Susana luego volvía a casa, donde por supuesto sabían muy poco de estas andanzas y tampoco las hubieran querido comprender. Solo cuando leían algún panfletillo que llevaba a casa su padre decía: —Tú preocúpate por estudiar, el resto son tonteríasR Todo, a pesar de que él tuvo que soportar la losa de la disciplina militar, institución en la que entró no precisamente llevado por su espíritu castrense sino empujado por la falta de oportunidades para ganarse la vida en el pueblo. —Había que comer, y años más tardeR había que mantener a la mujer y los hijos —añadía. Y con resolver eso y en aquellos tiempos férreos de la posguerra, no le quedaba espacio para más. A Susana le hubiera gustado contrastar con él muchas cosas sin que el peso de la responsabilidad le oprimiese. Pero no fue posible y otra losa, ésta, en este caso, para siempre; cortó sus posibilidades de comunicación. Tenía Susana veintiún años cuando él murió. Fue todo un mazazo. Tenía una gran categoría personal y la gente se volcó con la familia. Además, contaba solo cincuenta y un años cuando dejó de existir. —Cincuenta y un años que se me hacen muy cortos, demasiadas cosas por vivir abandonadas en el tintero de la vida —pensaba Susana dolorida.

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En la fábrica fue un acontecimiento sonado. El “superjefe Sr.X” se sintió muy afectado también. Quiso hablar con la hija del fallecido. Habló de su consideración para con su padre. Se interesó por su futuro laboral y mantuvo un interés especial con la familia. Alguna que otra vez ella le visitó en su despacho. —Recuerdo los diálogos sobre la vida, sociedad, Dios, etc. que, dadas mis incipientes inquietudes intelectuales, llamaron mucho mi atención. A pesar de que no existiera gran coincidencia entre ambos, en el fondo era agradable charlar con él. Recuerdo que era un hombre religioso, pero también razonable, donde su cultura dejaba en segundo plano esa rigidez militar que se adjudica habitualmente a la gente de su gremio —repensaba ella. Tratando de huir del dolor se alejaron de La Fábrica y fueron a vivir a una casa, está sí, propiedad de la familia. Mientras, los años setenta avanzaban. Todo el país se movía hacia algo nuevo. En el año setenta y cinco murió Franco, el Príncipe Juan Carlos pasó a ser Rey de España y, en medio de todas los cambios que se dieron entonces, el “superjefe” seguía muy cerca de Juan Carlos, ya Rey de España. Mientras, Susana vivía en cuerpo y alma todas esas transformaciones que, con gran esfuerzo, hicieron de España una democracia. Quizás todavía demasiado débil, tal vez con demasiados enemigos en esos tiempos. Después de esos años de progreso, no sé si más bien rebeldía, conoció a un chico con larga barba, melena y gafas de concha y, a partir de ahí, quiso conocerle más, tanto que teniendo veinticuatro añitos y él veinticinco se casaron. Tan enamorados que prepararon la boda en dos meses:

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—Yo desde luego preferiría que fuera una cosa sencilla —dijo el novio. —Pero habrá que casarse por la iglesia, ¿no? Si no las familias se van a enfadar. Y en un día así, sería muy embarazoso —comentó Susana pensando en su madre viuda. —Si no hay más remedioR, pero que sea una ceremonia corta —contestó. Uno de los invitados era el Sr. X. Siempre se había portado muy bien con ellos y no se sabe nunca lo que el día de mañana se puede necesitar. Conviene tener buenas relaciones con gente importanteR Les respondió con prontitud excusándose por no poder asistir a la ceremonia y les envió un bonito regalo junto con los mejores deseos para la pareja. También hay que decir, para qué engañarse, que no le echaron mucho de menos. Por lo demás, todo salió bien y para ellos fue un gran día. Fue pasando el tiempo y llegaron los años ochenta. El país seguía bastante revuelto: el presidente del gobierno A. Suárez tuvo que dimitir y le sucedió un presidente interino hasta que llegaron las próximas elecciones. Y la vida siguióR En el caso de Susana, a su familia llegó un nuevo miembro; un frío día del mes de marzo nació su hija, una preciosa niña, para darles calor con su existencia. Tenía muchas ganas de vivir. No hay ni que comentar lo que supuso para todos ellos la llegada de aquella “tragoncita”. Ella no necesitaba nada más, ya tenía bastante. Pero, en 1 981 , un 23 de febrero, cuando su hija tenía casi un año de edad y volvía de dar un paseo por el parque, el portero de su casa comentó

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preocupado: —Algo ha pasado en el Congreso de los Diputados. —¿Habrá sido algo relacionado con ETA? —preguntó inquieta (los atentados de la banda estaban al orden del día). —No, creo tiene que ver con unos militares —contestó él. Sin dudarlo, subió a casa con la intención de buscar más información. Encendió la televisión y en ese momento no había emisión, lo cual le extrañó. Con rapidez, se lanzó sobre la radio e intento sintonizarla. No era fácil. Al final pudo oír con claridad, era el bando militar del Capitán General de Valencia, General Milans del Bosch, el que declaraba el estado excepción. Le pareció estremecedorR —¿Qué es lo que ocurre? —dijo su madre —Algo ha pasado en el Parlamento —Susana no quiso darle más información. —¿Pero por qué se oyen esas bandas militares en la radio? Me traen muy malos recuerdos de la Guerra Civil —aseguró. —No digas tonterías mamá estamos en otra época —replicó cortante. Decía una cosa pero pensaba otra. Le preocupaba mucho el talante de todas esas recomendaciones que daba el Capitán General Milans del Bosch. A continuación, y siempre con discreción para no alarmar a su madre, vinieron las llamadas; averiguar dónde estaban las personas queridas, buscar más explicaciones.

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Las encontró. Las noticias decían que el Congreso de los Diputados estaba rodeado por un grupo de guardias civiles. Era un intento de golpe de estado. Por supuesto, en ese momento no había imágenes y la imaginación volaba hacia lo peor. Se decía que una autoridad militar iba a acercarse al Congreso y se pondría al frente de la situación. Se barajaban distintos nombres, todos ellos personajes importantes de la vida del país. Uno de ellos la dejo atónita: General A. Armada, jefe de la casa del Rey. —¿El Sr. Armada (Sr. X, “el superjefe”)?..., no puede serR —pensó Susana. Cuando se lo comentó a su madre, ella, inocentemente dijo: —Si está ahí el Sr. Armada no pasará nada, él seguro que encuentra la soluciónR Susana no tenía la confianza depositada en nadie en esos momentos, más bien lo que tenía era desconfianza, y sus pensamientos repasaban las diferentes acciones que podrían llevar a cabo en el caso de que el país retornara a una situación parecida a la que había antes de la muerte de Franco. Pensaba en lo que tardaba en llegar su marido, dónde se encontraría, cómo estaría la situación en la calle, en la Facultad. Más tarde emitieron algunas imágenes en la tele de los exteriores del Congreso, personas de uniforme que iban y venían. Se esperaba a la mencionada autoridad militarR Ya llega, llega un gran coche, se abre la portezuela y Susana pudo confirmar que efectivamente se trataba del Sr. X. No daba crédito.

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—¡Aquel ser tan atento preocupado por la problemática de sus subordinados, aquel conversador razonableR! —exclamaba con asombro. Después, pudieron comprobar en los vídeos que físicamente habían pasado algunos años por él, pero seguía con su mismo gesto estirado dentro de su traje militar, lleno de condecoraciones y medallas, y su bigote, un poco más cano, en su sitio. Y reconocieron a aquel “superjefe”, Sr. X, General A. Armada que se había entrecruzado en sus vidas. El resto pertenece a la historia de este país; lo conocen todos. Susana y su familia solo han sabido del General A. Armada por la prensa. La decepción e incredulidad mantienen la distancia con su persona. Le juzgaron los jueces, y se supone que la Historia también le juzgará. Y la vida sigue. González Viton, Asunción

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Nube Roja


Emma estaba contenta con la forma en que se habían desarrollado los rosales Nube Roja. Después de mucho tiempo había conseguido el efecto que pretendía. El injerto había funcionado y la profusión de hojas que asomaban de su cáliz hacía que no pudieran ser más atrayentes y misteriosas. Puntos rojos como diminutas gotas de sangre espolvoreaban el terciopelo gris aprisionado en su cáliz. Allí estaban expuestas, y no le cabía duda que la admiración de los empleados acostumbrados a ver rosas era sinónimo de final feliz. —¿Te has dado cuenta Richard?, todas las rosas que hay en la exposición son... eso, rosas rojas, rosas amarillas, rosas, quizá con algún color degradado... —La sonrisa de Emma se iba agrandando. —Esta vez creo que me lo puedo llevar —dijo mirando con arrobo los anunciados premios. —Has hecho un trabajo magnífico y eso merece un premio. Te lo daré yo —dijo muy convencido Richard, guardando los útiles de jardinería en el maletero. —¿Y que será Richard? —le miró sonriendo. —Algo que te hacía mucha ilusión y que pospusimos hasta que estuvieras recuperada. Emma sintió como si unas hormiguitas le subieran por la piel y apretaran su garganta ¡El viaje a Venecia! no podía ser otra cosa. Coincidió con la muerte de sus padres y no lo pudieron realizar. Disimuló con su mala memoria. —Así, de pronto, no me acuerdo —y en su cara se reflejaba un despiste absoluto. Richard fue a decir algo, pero cambió de parecer. Era demasiado

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callado. No era muy comunicativo y Emma sabía que si quería conocer algún dato o situación de la empresa, él optaba por asegurarle que lo que tenía que hacer era ponerse bien y que ya habría tiempo para lo demás. Hacía tiempo que no le preguntaba por sus viajes, aunque él siempre le aseguraba que dejaba el teléfono encendido por si ella necesitaba contactar con él. Así que Emma, que lo hacía por demostrarle interés y agradecimiento, había dejado de preguntar. Cuando llegaron al chalet, Richard dejó todos los trastos en el cobertizo, besó a Emma y se marchó hacia la cocina. A la mañana siguiente, ella, como todos los días, se dispuso a preparar el desayuno. Solían tomar café, zumo, pan y embutido. Sabía que Richard en el trabajo apenas bebía un té y cuando en las reuniones los demás tomaban café y pastas, él hablaba y exponía sus ideas. Desde hacía tiempo, vivía demasiado pendiente de su trabajo. Su boda con Richard había sido una gran suerte. Le había conocido con motivo de un concurso literario que su padre había organizado en la empresa y en el cual podían intervenir, además de los trabajadores, los allegados. Era muy entretenido y fue organizado por Emma y Richard. Tuvieron una crítica excelente. Ahí le conoció. Richard llevaba varios años trabajando en la empresa, y su padre siempre había hablado muy bien de él. Le parecía muy meritorio que un hombre salido de la nada conociera tan bien la empresa y las ideas que su progenitor tenía para el negocio. Al principio, su madre le decía que era mucho mayor que ella y

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que era un hombre anodino y soso, no sabía qué adjetivo le gustó menos. Se disgustó, pero la madre tuvo que aceptar que su hija se había enamorado de él. Y cuando supo que a su marido le parecía un hombre competente, que conocía la empresa y sería de gran ayuda para Emma, dejó de protestar y aceptó la evidencia. A Richard le nombraron subdirector; y cuando ocurrió el accidente donde murieron los padres de Emma, Richard pasó a dirigir el negocio hasta que ella estuviera restablecida. Pero el golpe sufrido fue un mazazo demasiado profundo y cortó de raíz la vida de Emma; fue Richard el encargado de tomar las decisiones que requería la empresa por más tiempo de lo que se pensaba. Sin duda prefería que Emma se concentrara en distraerse con su invernadero y en la terapia pautada por el psiquiatra hasta que se encontrara en condiciones de llevar una carga, que su mente estaba muy lejos de poder desarrollar en esos momentos. Emma comprendía la situación y se entretenía con la terapia y cultivando rosales. Había veces que reconocía su obligación con la empresa y se ponía una fecha para comenzar, pero algo le frenaba. Quizá la sensación de que no iba a saber cómo desenvolverse, temía que su valoración bajara ante Richard. La cuestión era que lo iba dejando hasta que se encontrara con suficiente seguridad en sí misma. Cuando Richard salía de viaje por motivos de trabajo, solía volver en el último vuelo; Emma le esperaba para la cena deseosa de volver a verle. A veces la ausencia era de dos días; entonces Emma parecía descontrolada. Su pensamiento se

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volvía obsesivo y no tenía otro deseo que pasar el tiempo en el invernadero entretenida con sus experimentos. No frecuentaban amistades desde la muerte de los padres de Emma, absortos como estaban con la empresa. La llegada de Richard cortaba el discurso que tuviera Emma, que salía a recibirle con la misma ilusión del primer día. —¡Cariño! —Llamó Richard. Colgó la gabardina en el ropero del recibidor y dejó el maletín en el suelo. —¡Hola! —Emma salió a su encuentro y le abrazó por detrás. —¡Cuánto has tardado! ¿Cómo estás cielo? Cuéntame qué has hecho, de qué te has ocupado hoy. —Te he echado mucho de menos. Me he entretenido en el invernadero sembrando bulbos de tulipanes. ¿Cómo se te ha dado el trabajo a ti? Richard le contaba cosas de la empresa, asuntos que más tenían de anécdotas que de información real. —Deberías contactar con tus amigas, Emma, salir de compras, divertirte. Comenzar a hacer una vida normal. —Estoy bien en casa Richard. Los días que iba el marido a comer a casa, Emma estaba encantada y le preparaba un aperitivo, un jerez con unas almendras tostadas por ella misma. Después comían y no tardaba mucho en volver al despacho. —Pasado mañana me toca viajar —dijo—. No podré estar en el fallo del jurado cariño, pero te llamaré para saber la decisión de los jueces. Espero firmar unos contratos importantes.

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—¡Otra vez! —Se quejó sonriendo Emma. —Tiene que ser así cariño. Richard habría querido que no se quedara sola, que pudieran contratar a una persona para estar con ella, pero Emma no sentía esa necesidad. Siempre pensaba que se tropezaría con esa persona por la casa y eso no le gustaba. Necesitaba su espacio. Le gustaba estar con su marido y con nadie más. Recordaba a su padre, cómo disfrutaba de la casa y lo unido que estaba a su madre, pero, al parecer, el pensamiento de Richard era más libre e independiente y quería a toda costa hacer una empresa modelo que fuera admirada por todos. Llegó con tiempo al recinto ferial y estuvo paseando, viendo y calibrando los posibles ganadores. Vio al director del certamen y le saludó muy efusivamente, además de pedirle que no se alejara mucho del escenario. Pensó que ese era un buen síntoma y sonrió. La gente comenzaba a adelantarse y apenas dejaba espacio para subir. Ella estaba expectante. Habían colocado, rodeando el escenario, una muestra de cada rosa del concurso. Allí, en el centro mismo, se encontraba la suya. En efecto, el jurado le había otorgado el primer premio. Su maravillosa Nube Roja había impactado. La gente se arremolinaba en el parterre donde estaba, y después corría hacia el escenario. Daba la impresión de no haber otros en todo el recinto. Recibía felicitaciones y apretones de manos de personas que no conocía de nada. Le felicitaban y hasta le preguntaban cuál había sido la receta para conseguir semejante maravilla. Ella sonreía y pensaba en Richard, que se estaba

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perdiendo aquel espectáculo. Los flases no le dejaban abrir los ojos y varias cadenas de televisión intentaban atraerla a los micrófonos. Querían atraparla para que les contara cosas de la Nube Roja. —¿Cuánto tiempo empleó en lograr estos coloridos y la forma del capullo? —Le preguntaban. Ella sonreía, sonreía e intentaba escabullirse. Llegó el momento de llamarla por su nombre para ponerle la condecoración. Aplausos y vivas la recibieron; la música sonando a todo volumen. ¡¡La ganadora!! El momento fue imponente. El escenario estaba repleto de rosas y banderines. Emma estaba mareada y no sabía si tendría que contestar a todas las preguntas que hacía la gente. —¿No es verdad que su marido le ayuda en el cuidado del jardín? —¿Qué tiempo invirtió en lograr esa maravilla? —¿Volverá pronto a dirigir su empresa? No podía más. Se agarró al atril para no caer. La sensación de ahogo no se le quitaba. Necesitaba salir de allí, alzó la mano en señal de despedida y salió deprisa hacia su coche. Todo le parecía un sueño. El acto había sido muy emotivo y estaba cansada. Aunque Richard hubiera preferido que fuera acompañada, Emma comprendía que su marido llegaría a la hora de cenar y no era necesario. Se dispuso a esperar. Una vez en casa observó que Richard le había llamado desde el

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aeropuerto. Le anunciaba que el avión llegaría con bastante retraso, lo que equivalía a decir que no le esperara levantada. Pero Emma estaba nerviosa, por una parte la preciosa medalla que había ganado y por otra, la seguridad de que Richard traería en la mano los pasajes para Venecia. Se dispuso a esperar, pero antes puso en una bandeja del congelador dos copas y subió los grados del frío. Después se preparó un bocadillo y un zumo y se sentó en el sofá dispuesta a ver la tele mientras comía. Tomó entre sus manos una fotografía en la que estaba con sus padres en un barco por los Fiordos Noruegos (no debía tener más de quince años). Cogió otra con su padre de fotógrafo ante la estatua de la Libertad. Su padre, siempre dispuesto a captar el momento único. Un viento desapacible azotaba las ramas de los árboles; había saltado el cierre de las contraventanas que chocaban sin parar. Emma tuvo que salir a separar una rama del pino que quedaba atrapada entre las maderas. Comenzaba a llover. Las gotas de agua salpicaban en el metal de los faroles que rodeaba la casa y el cielo estaba negro. Sintió escalofríos. Pensó que quizá había cogido frío. Cerró con rapidez la puerta, pero no pudo evitar que una ráfaga de aire mojara el suelo de la entrada. Se tumbó en el sofá y subió el volumen de la tele. Se oía el aire en el exterior, que no parecía amainar, pero ella intentaba centrarse en el viaje que le prometiera Richard: irían a Venecia. Cerró los ojos. Sentía el balanceo de la góndola, el gondolero se le aparecía en su imaginación como un joven moreno con la cabeza llena de rizos negros y una sonrisa encantadora; y dirigía el timón con maestría. ¡Por fin iría a Venecia!

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Le despertó unas voces en la televisión, una locutora estaba entrevistando a un superviviente del avión siniestrado. Se quedó fija en la pantalla, una personalidad de la compañía exponía el nombre del avión y la compañía a la que pertenecía. Estaba leyendo la lista de los pasajeros muertos. El realizador del programa pasaba lentamente la cámara por el papel donde se hallaban los nombres de las listas. Pudo leer perfectamente el nombre de su marido, pero quedó muy extrañada porque al lado del nombre de Richard estaba escrito el de su esposa, también fallecida. Y comprobó que el nombre no era el suyo. Huerta Romero, María Loreto

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En busca de las raĂ­ces quevedescas y cervantinas en el Campo de Montiel


En un día de marzo, hermoso, soleado, fresco, sin una nube en el cielo radiante y límpido, el horizonte se iba abriendo, junto a una sucesión de imágenes y pensamientos, a medida que iba avanzando por la llanura manchega. Los olivos, acostados en sus lechos de tierras rojas, bizarros, de troncos inclinados, que abren con hermosura blanquecina sus ramas y hojas a la luz, en filas cerradas, alineadas, protegen y dan verdor mostrando la paciencia callada de estas tierras. Los viñedos de cepas retorcidas, mutilados con sus cuatro o cinco muñones, esconden las yemas que ansían la primavera para desbordar su tesoro. Es su afán de dar vida a sarmientos de los que brotarán pámpanas y racimos de uvas, esqueletos que muestran ya los brotes anhelantes que darán nuevas ramas, nuevas hojas, deliciosos frutos, por ese milagro de la primavera sonora que cantó otro gran poeta. Los sembrados verdes y los barbechos rojos alegran la vista y sosiegan el espíritu con la intensidad de su contraste. Los montes sombríos en la lejanía, los Montes de Toledo, emergen recios, suavemente, con molinos blancos, inmóviles, que con sus aspas saludan quietamente el paso del viajero. Todos ellos, olivos, viñas, sembrados, barbechos, montes y molinos, me evocaban el tránsito en esas tierras, en tiempos lejanos por caminos reales, de dos geniales poetas; el ir y venir de don Francisco de Quevedo de la Corte a La Torre de Juan Abad, a los Campos de Montiel, ese escondido rincón que se eleva al sur queriendo asomarse a través de Sierra Morena para disfrutar de la fértil Andalucía; y el paso a paso de las cabalgaduras de don Quijote y Sancho, que van resonando en mi sentir el acompasado sonido de los cascos, que amenizaban con sus sonidos sus sesudas disertaciones. En mi mente se expande la célebre, la universal frase cervantina: “La libertad Sancho es el mayor don que pudieron dar los cielos... y por el

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que se puede y se debe aventurar la vidaR” ( cap. LVIII, 2º parte). "La libertaaaad, la libertaaaad, la libertaaadR", eco que hincha el orgullo de que tan bello diálogo se diera entre dos manchegos que se erigen en clásicos, en patrimonio de todos los pueblos, de todos los continentes, de todos los tiempos. Ajeno a los ruidos infernales que el tránsito de las modernos carruajes y cabalgaduras atronan en el sereno paisaje, en mi mente va surgiendo el sentimiento de la búsqueda de las raíces culturales, de esa permanencia en el tiempo del alma de los poetas que han calado en el espíritu, en el sentimiento y en el ser de los hombres de estas tierras. Tierras a las que vinieron hombres libres, no siervos, a los que reyes, tras sus conquistas, les dieron tierras de repoblación, que junto a estirpes que siempre siguieron allí en su Oretania sempiterna vieron pasar a los pueblos conquistadores, cartagineses, romanos, visigodos, árabes, bereberes, y fueron filtrando y absorbiendo las mieles culturales e incorporando a su toponimia, a su nuevos lenguajes, a su cocina, a sus hábitos de vida, a su sentir, a su cantares, a su retranca, la culturización mestiza que enriqueció los corazones. Quevedo, Cervantes, don Alonso Quijano, Sancho Panza, Jorge Manrique. Irresistiblemente el blanco cal y el añil del caserío de tapial de Puerto Lápice, tumbado en esa suavísima abertura de los Montes de Toledo, me lleva, atravesándola cual lanza penetrando en sus entrañas, hasta la plaza con su singular entramado; y un trecho más allá, hasta la venta de don Quijote donde el trazado original conservado, con su corral, su pozo, su pilón, las galeras de arrieros, su empedrado, su bodega, sus estancias, fue donde, quizás, tal vez, el ingenioso hidalgo, acogido y agasajado en encantado castillo, culminó con excelso

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deleite su gran deseo que una vistosa cerámica talaverana en la puerta nos lo recuerda: “La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo” (Cap. IV.) Y yo allí, a la manera de Sancho, paladeé el queso, el pan y el vino con el que se andan los caminos mientras las ensoñaciones inundaban mi espíritu a modo de caballero. Materia y espíritu: dos gozos, dos complacencias. Y también el delicioso y fresco néctar de estas tierras me trajo la encomiable presencia del escritor satírico, filósofo, político, culto, mordaz, eterno enamorado, espadachín y bebedor, que a buen seguro se refrescó numerosas veces en sus viajes en el amoroso reposo de las bodegas de las ventas y mesones. Sin dilación, oteando en la lejanía las grupas de Rocinante y del Rucio, y ¡del caballo Escoto del cojo genial don Francisco de Quevedo, señor de la torre de Juan Abad, caballero de Santiago!, me deslizo de nuevo hacia el sur, estirando el cuello, agudizando el oído para escuchar, para no perderme los asombrosos dimes y diretes que los tres están entablando:

Quevedo: —¿Y qué piensa vuesa merced, valeroso caballero,

de estas crisis, de estos recortes que las ambiciones desmedidas de los poderosos y mercaderes están ocasionando a las gentes del común? Don Quijote: —¡Bellacos y malandrines!, no debe haber clemencia para esos desafueros, en topándome con ellos entablaré singular combate con tamaños bribones. Quevedo: —Pero sin duda que los dineros lo tienen a buen recaudo y difícil será que vuelvan a las arcas públicas. En eso, poco podrá su merced remediar.

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Don Quijote: —Don Francisco, vuesa merced sabe que es de

justicia que los pueblos sean tratados con consideración y que los gobernantes velen por su bienestar. Quevedo: —Es el gobierno para los banqueros y financieros que quieren el desgobierno de lo público, los que con su afán de rapiña y negocio no dejarán nada sin privatizar. Don Quijote: —¡Y qué será de los enfermos! ¡En qué desvalimiento se hallarán si en manos de la codicia están! ¡Y qué será de las criaturas que han sido encomendadas a maestros que son vilipendiados por el afán de ganancias futuras! ¡Y qué de las atenciones a los menesterosos que volverán a verse en los arroyos! Quevedo: —Don Alonso, muchas y agudas disquisiciones hace vuesa merced que afectan al gobierno de los hombres y es profunda filosofía con ideas, que debe alumbrar el razonamiento para darle respuestas a tan graves situaciones. Si nos fundamentamos en el derecho de gentesR Arreando el borriquillo, Sancho se salió del camino e hizo un esfuerzo para ponerse a la altura de su señor y del ilustre caballero de roja cruz en el pecho; no resistía las ganas de apelar a sus razones, a las razones de los suyos, para contestar a su admirado caballero. Y atropelladamente, irrumpió en la conversación dejando a don Francisco atónito.

Sancho: —Cuando goberné mi ínsula Barataria, me vinieron a

la mente muchos juicios que vienen al caso sobre los poderosos y los humildes, sobre los privilegiados y los hacendosos y trabajadores, sobre la codicia de los primeros y el padecimiento de la injusticia que sufren los segundos. Tiempos han vivido los míos en los que han sido acalladas sus conciencias, y amansadas y sometidas sus voluntades por el disfrute engañoso

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de abundancia de pequeños bienes. Y ahora que las tornan prietas, sus quejas son un cacareo que no servirá para frenar la desmedida avaricia y retornar a la prosperidad si no recuerdan, cuando vengan las elecciones, que no mejorarán su condición como se diría, don Francisco, de su Don Pablos, el Buscón, sino cambian de costumbres y se liberan de servidumbres, que los modernos medios le inculcan, y creen en que el poder está en sus manos y que no deben volver a desentenderse de los negocios públicos. Tampoco yo pude evitar, descuidando el control del vehículo, replicar a Sancho y planeando sobre las cabezas de los tres, dije con convicción: —Sancho, Sancho, no ves que son muchos años en el que el desencanto de esperanzas más justas han hecho un pueblo muy volcado en su propio yo. En ese momento, una curva enfilaba una dirección que me alejaba del asentado camino real que las últimas lluvias habían adornado de verde intenso y colores florales de la primavera, y así, me desvíe con gran pesadumbre de ellos. Mi imaginación intentaba averiguar las respuestas de don Quijote y de Quevedo, pero cuando volví a vislumbrarles, el caballero de la Triste Figura se había separado de sus acompañantes y emprendía alocado galopar con lanza en ristre por la empinada pendiente de la loma de la Sierra de Alhambra en las que se hallaban los modernos molinos, altos espigados, cual chopos de ribera, fríos, aterradores, con brillo metálico, que traían un eco de desesperanza a la conversación anterior, pues dando el transcurrir de los tiempos la razón a don Quijote, esos molinos blancos que el consideró gigantes, se habían transformado en

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inalcanzables e imbatibles, donde ni si quiera el arma de don Quijote producía desconchados en el sólido armazón ni tampoco las aspas rozaban al hidalgo, que arremetía y arremetía contra los gigantes de la sinrazón, alentado por las disquisiciones recientes. Proseguí mi andadura por las modernas vías que me fueron acercando a mi destino en los Campos de Montiel, a Villanueva de los Infantes, donde reposan el amasijo de huesos de don Francisco de Quevedo, esos que, a buen seguro, han dejado polvo enamorado en la “paz de esos desiertos” donde retirado en su Torre de Juan Abad “con pocos pero doctos libros juntos” vivió “en conversación con los difuntos y escuchó con sus ojos a los muertos”. Y en Infantes, del que modernamente se cree que es “el lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”, al que don Miguel de Cervantes hizo el solar de don Alonso Quijano y de Sancho Panza, está impregnado de las raíces cervantinas y quevedescas que había venido a buscar a causa de mis estudios de literatura en la Universidad de Mayores. En días posteriores, mi espíritu y mis sensaciones se impregnaron intensamente de los tres poetas de estas tierras: Jorge Manrique, don Miguel de Cervantes y don Francisco de Quevedo, y mis ensoñaciones sobre ellos también perduran en el tiempo. Jiménez Ortiz, Antonio

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La Reina de Saba


“Aquella noche corrí/ el mejor de los caminos/montado en potra de nácar/sin bridas y sin estribos”. Federico García Lorca. La casada infiel.

Dos buenos amigos. Guillermo y yo íbamos desde niños al

mismo colegio, éramos bastante estudiosos y responsables desde muy chicos y vivíamos entonces en la calle Ríos Rosas, muy cerca uno del otro. Después de acabar el Bachiller de la época, nuestros caminos se separaron, yo estudié Derecho en la Universidad Complutense de Madrid y luego conseguí ganar unas oposiciones a juez; Mientras tanto, Guillermo estudió Ciencias Económicas en la misma Universidad y viajó varios veranos a Inglaterra y a EEUU e hizo un Máster en la Universidad americana de Berkeley, lo que le fue muy útil, pues además de adquirir grandes conocimientos en dirección de empresas y en finanzas, terminó por manejarse perfectamente con el idioma inglés. En su estancia en Berkeley conoció a una chica de Arabia Saudita que trabajaba en el consulado de su país en Los Ángeles, California, con la que empezó a salir, según me comentaba en sus esporádicas cartas. Se hicieron novios, y ello le permitió, además de cultivar los idiomas europeos, aprender a manejarse bastante bien hablando árabe, sobre todo desde el lenguaje del amor, lo cual, según muchos expertos es la mejor manera de aprender un idioma. Me decía que estaban enamoradísimos y que estaba pensando muy seriamente casarse con Sarah, cuya foto me envió y aseguró que era una auténtica belleza. Su padre era árabe, y la madre, italiana de origen, aunque ya llevaba tiempo en USA. Ella había nacido ya en los EEUU y hablaba varios idiomas con gran soltura. Pero, cuando Guillermo volvió a Madrid, se olvidó muy pronto de

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Sarah, ya que conoció poco tiempo después a un nuevo amor, se llamaba Paloma, y daba clases en su misma facultad. Nos visitaron antes de su boda, a mi mujer María y a mí, para invitarnos a la misma, y tuvimos la gran suerte de que ellas se hicieran también amigas, lo que nos ha permitido mantener nuestra vieja amistad. Se casaron en Asturias, de donde era Paloma. Guillermo es hoy profesor de Teoría Económica en la misma Universidad madrileña y además tiene una empresa propia, con muy pocos trabajadores de muy alta calificación, que funciona como bróker internacional y colabora con varias empresas multinacionales de diverso cometido.

El encargo-motivo de la historia que me relató Guillermo.

Hace unos meses fueron solicitados sus servicios como asesor por una empresa petrolera española, con intereses internacionales, para acompañar a sus máximos ejecutivos en una visita a Irán con objeto de intentar conseguir un contrato de colaboración con otra petrolera iraní. Y a ello se puso mi amigo. Y este es el asunto que me confió Guillermo y no me importa contárselo al posible lector, pues nuestros nombres son supuestos y nunca seremos identificados. Adelanto que mi amigo estaba eufórico pues su éxito había sido total, pero la historia, aunque lo parecía, no había terminado todavía. Los sucesos a veces se encadenan, y a un éxito, sucede un triste acontecimiento.

El viaje a Irán. Estuvo un par de semanas en Teherán visitando

a varios ejecutivos de la compañía petrolera citada antes, así como en algunas instalaciones de extracción de petróleo por diversos lugares del país e incluso uno de los puertos del Golfo Pérsico utilizable para la exportación del crudo. Creo recordar que me nombró Bandar Abbas. El trabajo les llevó por todo el

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país unos diez días y otros dos días más en la capital para fijar ideas en común y tratar de cerrar el negocio. Como siempre Guillermo se había empapado de la geografía y de la antigua y moderna historia de Irán. Casi siempre sus buenos oficios le habían dado buenos resultados con sus clientes y por ello estaba muy convencido de que en este caso sucedería algo parecido. Y según me comentó, así fue, pues la empresa a la que asesoraba consiguió el acuerdo al que aspiraba convirtiéndose todo en un completo éxito. En esos días se firmó entre ambas empresas un acuerdo previo para completar en un próximo viaje a España por parte de los iraníes, que solo pusieron, además de las técnicas y económicas, otra condición: que en las próximas reuniones estuviera presente Guillermo, pues querían visitar los rincones de las ciudades españolas de las que les habló: Granada, Toledo y Sevilla. Nuestros compatriotas y mi amigo accedieron inmediatamente. Así pues, todo el equipo español lo celebró con una espléndida cena en un gran restaurante de la capital de Irán, donde conocían a mi amigo y en la que degustaron platos exquisitos de la vieja cocina iraní. Al día siguiente, Guillermo pudo por fin levantarse sin prisas después de una intensa actividad y de cansados viajes durante esas dos semanas. Decidió, pues, llamar a Paloma para contarle que sus gestiones habían ido muy bien y que volvería a casa el día siguiente por la noche.

El zoco de Teherán. La visita al zoco le mostró de nuevo la

barahúnda tremenda de gentes dispares de diversas razas que allí se apiñaban, el colorido de las diferentes tiendas, los olores de las diversas mercancías que se mostraban en aquellos

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pequeños pero abarrotados locales llenos de exotismo y de preciosos abalorios. Le permitió escuchar con deleite las infinitas lenguas orientales y occidentales que dominaban aquellos vendedores que durante siglos habían recorrido todo el mundo comprando y vendiendo. Aquellos comerciantes, los más antiguos y obsequiosos del mundo, le ofrecían té con hierbabuena acompañado de exquisitos dulces, que apenas probó, pero que suelen acabar con la resistencia del más avisado comprador. Como en ocasiones anteriores, compró muchas más cosas de las que había proyectado. Adquirió, en un vendedor que conocía, la mejor alfombra persa, una verdadera maravilla, sabiendo que a su mujer le encantaría; pañuelos de maravillosos colores y muchas pulseras de preciosas cuentas para su hija, e incluso una camiseta para su hijo de un equipo de fútbol local mientras el vendedor le hablaba en un español bastante bueno del Real Madrid y de sus excelentes jugadores. No se olvidó de mí y me compró una preciosa pipa de espuma de mar y unas pashminas, especie de pañuelos de cabeza, para mi mujer. De modo que tuvo que buscar un taxi en alguna calle algo más ancha y separada del zoco que le llevó hasta el hotel Majestic, donde estaba hospedado.

El encuentro. Al llegar al hotel, tras soltar su carga y

refrescarse, decidió sentarse en el hall para descansar y tomar una copa antes de terminar de preparar sus cosas, pues salía esa misma tarde. De pronto, observó lo que a primera vista creyó que era una aparición: una belleza morena, que estaba acompañada de un señor de cierta edad, que a él le pareció su jefe, de piel muy blanca, pelo cano y rostro sonrosado. Tal vez era inglés supuso mi amigo. La joven iba vestida a la moda occidental, parecía muy moderna y desenvuelta, y cuando se

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levantó un momento, Guillermo pudo ver que era alta. Descubrió que tenía un gran tipo, piernas largas y bien torneadas que lucían perfectamente por debajo de su minifalda, no exagerada. Sobre todo, su cara le pareció bellísima. Era un rostro exótico, de grandes ojos verdes que refulgían en una cara tan morena, tirando a mulata, de facciones perfectas y un pelo largo y muy negro, muy bien cortado y peinado. Fue lo más lindo que había encontrado en una mujer en todos sus ya numerosos viajes por el mundo, y pensó que nunca vería nada parecido. Cuando la joven abandonó el hotel con su magnífico porte, elástico y enigmático, él pensó que la sola visión de aquella beldad era como una especie de regalo de despedida de su viaje, pues le dejó simplemente maravillado.

Reencuentro en el vuelo. Guillermo tomó el avión de las cinco de la tarde en un complicado vuelo, con escalas técnicas en Ammán y en Viena, de varias horas en ambos casos, para después seguir hacia Madrid. Ya en el avión, nuestro viajero se llevó la otra sorpresa del día cuando vio que en él se encontraba la exótica mujer que creía que ya no volvería a ver. En este caso viajaba sola y solamente dos filas delante de él, pues observó que había junto a ella un asiento desocupado. No se lo podía creer y estuvo un rato, durante las maniobras de despegue, pensando si sería capaz de abordar a aquella belleza morena que le había embriagado. Creyó que su habitual buena suerte volvía a darle otra inesperada segunda oportunidad. Inventando una excusa bien urdida, que en la fila de atrás, donde él viajaba no podía echar atrás su asiento, lo que haría más incómodo el viaje, le pidió permiso a la joven para sentarse junto a ella. Ella lo miró por primera vez y dijo que no le importunaba su compañía, lo que resultó ser cierto, pues dejó la revista que

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estaba ojeando y pareció bien dispuesta a contestar a los comentarios que le hizo el español. Ella hablaba un inglés perfecto, sin acento alguno. Pronto supo nuestro compatriota que la madre de ella era etíope y su padre natural de Arabia Saudita; que ella trabajaba en la ONU como experta en asuntos árabes en las oficinas de la Secretaría General y su nombre era Jashmina. Volvía a los EEUU de un viaje para resolver asuntos oficiales que le habían encargado en la Agencia Mundial. El hecho de que nuestro amigo hablara algo de árabe le sirvió para decirle en ese idioma que cuando la vio en el hotel su semblante y su porte le hicieron pensar en una Reina de Saba rediviva, aquella que enamoró, ¡y de qué forma!, al sabio Rey Salomón, según contaba la Biblia. En efecto, él recordaba que ese antiguo reino de Saba se dice que ocupaba parte de la actual Etiopía y los territorios del otro lado del mar, el Yemen. Aquella alusión comparando su persona con una reina le gustó a su acompañante, que le agradeció el cumplido con una sonrisa encantadora. Asimismo, y recordando alguno de los Cantares de Salomón, le dijo Guillermo que le hacía pensar en una linda gacela. Entre otros requiebros árabes, le dijo que para él era como una moderna visión de la diosa griega Minerva, la de los ojos verdes; Y que desde que la vio en el hotel se olvidó de todo lo que iba a hacer y solo tenía ojos para admirarla. La joven, que era de trato muy agradable, parecía tener unos veinticinco años y además de su exotismo, era una buena interlocutora, pues demostró tener una amplia cultura oriental, europea y americana, lo que impresionó todavía más a Guillermo el Conquistador, como yo le llamaba cuando ambos éramos jóvenes y solteros.

Escala en Ammán. En las tres horas que duró el vuelo a

Ammán, nuestra pareja tuvo tiempo para conocerse un poco, no

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hablaron de sus respectivas circunstancias personales sino de otros temas mucho más atractivos, de tal modo que cuando llegaron a Ammán, parecía que se conocían desde mucho tiempo atrás; ya eran amigos. El vuelo le pareció a Guillermo cortísimo. A su llegada al aeropuerto jordano, donde disponían de cuatro horas de escala, ella le dijo que si no conocía la capital tendría mucho gusto en servirle de guía, pues había estado con anterioridad allí muchas veces. Mi amigo le dijo que sería un placer ser dirigido por ella en esa visita a pesar de que ya conocía bien esa ciudad. Así que, ya en el aeropuerto, la dama se colgó de su brazo y fueron a tomar un taxi para ir al cercano centro de la ciudad. Tras recorrer muy deprisa las zonas turísticas más importantes, decidieron descansar en un restaurante típico para continuar su mutuo conocimiento. Guillermo me dijo que cada vez se sentía más atraído por la hermosa muchacha y presentía que él no le era indiferente a la diva, lo que le parecía un bello sueño oriental con final desconocido.

Un feliz viaje a Viena y una mejor escala antes de volar a Madrid. Al subir de nuevo al avión, Jashmina le aconsejó

cambiar sus asientos a la última fila que aun continuaba vacía y donde podrían hablar con más tranquilidad, pues alrededor no había otros pasajeros. La joven pidió a la azafata unas mantas que ella extendió sobre ambos. La azafata comprendió enseguida la situación y procuró no pasar por su lado para no molestar durante el viaje nocturno. Las luces interiores del avión fueron bajando de intensidad y todo quedó en una semipenumbra muy adecuada para lo que allí pudiese ocurrir. Los dos nuevos amigos empezaron a intimar y se convirtieron por unas horas en amorosos cómplices. Lo que se dijeron e hicieron esa noche bajo las pudorosas mantas y los sentimientos

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que les unieron tuvieron que expresarlos como les fue posible. Los juegos de manos imparables para ambos encendieron sus ánimos de tal modo que, de vez en cuando, se vieron forzados a levantarse disimuladamente para entrar juntos al lavabo, situado justo detrás de sus asientos, para liberar la intensidad de la pasión erótica que sentían por medio de auténticos ejercicios circenses que les dejaron agotados; pero ello era superior a sus fuerzas e independiente de sus voluntades. Fue por tanto una noche plena de amor o de pasión compartida. Se durmieron un rato y muy pronto escucharon por los altavoces que estaban a punto de aterrizar en Viena, la hermosa ciudad imperial, donde estaba amaneciendo. Fue una noche para no olvidar. ¿Qué pasaría después?, se planteaba Guillermo. Como nuevamente tenían ambos varias horas para esperar a sus nuevos vuelos, que les separarían, ella dijo que les daría tiempo para dejar sus equipajes en consigna y tomar un taxi hacia un hotel cercano al aeropuerto, y así dispondrían, por fin, de un gran lecho que les recibiría amorosamente y les permitiría que sus nuevos juegos eróticos tuvieran lugar con amplitud y comodidad total. Guillermo solo me dijo cómo pudo asistir, sin transición, a la conversión de la débil aunque ágil y bella gacela en una auténtica pero muy amorosa leona que le enseñó muchos aspectos del juego que él desconocía. Me asegura que nunca hasta entonces había sabido lo que era hacer el amor.

“No quiero decir por hombre / las cosas que ella me dijo/ la luz del entendimiento/ me hace ser muy comedido”. Se me

ocurrió pensar en esta otra estrofa de Lorca. Yo seguí escuchándole, con delectación. Pero, él sentía remordimientos porque por primera vez había engañado a su mujer y eso le preocupaba muy seriamente. Lo que no podía saber en ese

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momento es que se iban a poner en acción ocultas fuerzas que le proporcionarían una sorpresa muy desagradable.

La despedida. Se dijeron adiós en el aeropuerto con un beso interminable que auguraba futuros encuentros. Él comentó que durante el último vuelo había sacado una foto de ambos con su móvil para tener un recuerdo de ella, y le pidió que le diera su cuenta de correo electrónico para enviársela; ella le dio la de su oficina en la ONU. También le prometió ir a verla en cuanto pudiera pasar por Nueva York, aunque sabía que nunca lo haría, porque amaba a su mujer. No se dijeron adiós, en aquella noche en los cielos de Oriente Medio y del Mediterráneo y la mañana siguiente en Viena, vivió las emociones más intensas de su vida.

Final de la historia: Unas pocas semanas después de lo que

acabo de contar, me llamó Guillermo por teléfono diciéndome que necesitaba hablar conmigo urgentemente, que era cosa de vida o muerte. Me asusté y le dije que nos podíamos ver tomando un café en nuestra cafetería habitual. Como de costumbre, llegué yo primero y le pude ver entrar con la cara desencajada, estaba más delgado y le noté muy preocupado, hasta tenía muchas canas, algo que nunca antes le había notado. Me dijo que llevaba varios días casi sin dormir y necesitaba desahogarse con alguien. “Para eso están los amigos”, le dije yo. Entonces me contó el terrible drama en que se encontraba: había recibido unos días antes un correo electrónico desde Nueva York en el que el marido de Jashmina, su reina de Saba, Mr. Saud, le decía que por casualidad había visto la foto del avión con los dos amantes bajo una manta, muy ligeros de ropa y en actitud muy amorosa, que Guillermo había enviado al volver a Madrid. La reacción del marido al ver esa foto

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no es difícil de imaginar en una persona celosa, que la visitaba con cierta frecuencia para comer con ella. En su correo, el árabe le enviaba copia del correo de Guillermo, que solamente decía: “Si Salomón te hubiera conocido...” y acompañaba la foto. El marido de la bellísima etíope era árabe y se llamaba Alí Mohamed Saud, pariente directo del titular de la Casa reinante en Arabia Saudita, y ostentaba un alto cargo en Nueva York en representación del país saudita, amigo y socio de Norteamérica. En Internet, donde accedió mi amigo, pudo comprobar rápidamente que el personaje era de sangre real en la monarquía saudí. Mr. Saud le decía en el e-mail que pronto iría a Madrid y quería verle sin falta, y que procurara, por su buena salud, estar disponible para hablar con él, pues iba a conocer si no, la ira de un marido árabe mancillado en su honor, algo, le dijo, que ninguna modernidad evita todavía hoy. Además, le hizo saber que su mujer había sido enviada urgentemente a Medina, donde él se reuniría con ella tras verle a él en Madrid, pero el castigo para el amante sería terrible, por lo que tratara de estar disponible en la fecha que le indicaría próximamente. Desde que recibió aquel correo, mi amigo no dejó de pensar en ello, abandonó provisionalmente sus clases y se dedicó a buscar algún modo de solucionar el grave asunto que le había caído encima por el affaire con Jashmine, su sueño oriental. Lo primero que recordó fue lo sucedido con Salman Rushdie, ese escritor indio de éxito mundial, de religión musulmana, tras la publicación en 1 988 de un libro que los poderes musulmanes de todo el mundo consideraron una infamia y una blasfemia por el trato irreverente dado a Mahoma. Por ese “pecado” contra el Profeta fue condenado a muerte, de un modo público, para que ésta fuera ejecutada por cualquiera de los muchos millones de creyentes que fuera capaz de encontrarle, lo que le obligó a

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desaparecer de la faz de la tierra, aunque siguió publicando sus libros desde lugares desconocidos y se cree que cambiantes. Esta comparación no le trajo ningún consuelo a Guillermo, pues sabía que para él no iba a ser fácil desaparecer, su vida era totalmente pública y no podría seguir trabajando como hasta ahora con empresas tan conocidas. Guillermo no sabía cómo salir de aquel intrincado laberinto, que le parecía una horrible y tal vez interminable e inevitable pesadilla, que ya se había puesto en marcha como castigo, me dijo, por consentir en aquella felicidad prohibida. Y yo fui también incapaz de aconsejarle algo mínimamente útil. Ni en sus peores sueños se le habría ocurrido que algo así pudiera estar pasándole a él. Se sentía perdido para siempre. Yo traté de calmarlo, y le dije: “Tú llevas más tiempo conociendo tu problema, que yo hago mío, te pido que no tomes ninguna decisión todavía, pero te aconsejo no le cuentes nada a tu mujer, déjame que yo piense también en el asunto y nos vemos en una semana si antes no me avisas de que va a venir este siniestro personaje. No olvides que soy juez. Déjame pensar en las posibilidades que nos quedan y espera mis noticias”. Mi improvisada propuesta le pareció bien a Guillermo, pues estaba deseando escuchar algo que le calmara; y aquí me tienen tratando de encontrar una salida aceptable al problema. Guillermo nunca llegó a encontrarse con Mr. Saud, pues cinco días después de vernos falleció de un fulminante infarto cuya causa solo yo creo intuir; fue incapaz de aguantar la presión, aterrorizado al imaginar la nueva vida que le esperaba, agravada con el trauma de pensar que recibía su merecido por

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aquel loco amor. Además, cuando acudí a su casa comprobé con gran sorpresa que su cabello se había vuelto completamente blanco, en días. Lozano Morales, Vicente

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Los padres de la ni単a


Ella no era muy alta, pero era guapita. Trabajaba en lo que podía; no estaba muy preparada. Su tía le había regalado, cuando tenía 8 años, un uniforme de enfermera, una muñeca y los utensilios de medicina para que jugara a los médicos, y le decía que tenía que estudiar medicina. Jugaba pero a la hora de estudiar na nay, iba a clase cuando le apetecía, y eran pocas las veces. Un día se presentó en casa y le dijo a su madre: —He conocido a un chico que me gusta, y me voy a vivir con él. —¿Dónde? —Le dijo su madre (con la que siempre estaba discutiendo). —A su pueblo —contestó de malas maneras. Y se fue. El pueblo es pequeño, tiene unos 1 50 vecinos en verano y 50 en invierno. En verano hay mucha gente, está lleno de veraneantes, gentes que en su día se fueron del pueblo a la ciudad pensando que allí tendrían mejor futuro para sus hijos, y vuelven en verano huyendo de los calores de la gran ciudad. En cambio, en invierno no hay casi nadie. Es un pueblo solitario donde solo se oyen las baladas de las ovejas y los gruñidos de las vacas, los perros y los gatos solitarios, y las mujeres que salen a comprar cuando llegan los vendedores ambulantes. La parejita se fue a vivir a la casa de los padres de él. Una casa grande, propia para la cantidad de familia que eran: cinco hermanos, los padres, la abuela y además, las hijas que estaban viviendo fuera del pueblo y que iban con mucha frecuencia.

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La casa tenía un corral donde había gallinas, cerdos, ovejas, vacas, perros y un sinfín de gatos. Estuvieron viviendo con los suegros durante mucho tiempo. Ella se adaptó muy bien a estar en el pueblo, pero sobre todo le gustaba el jaleo de la casa y de la familia: es lo que había soñado —una gran familia unida—. Allí creó su propia familia, tuvieron dos hijos. Había llegado el momento de pensar en independizarse. Tuvieron su propia casita, con jardín, a las afueras del pueblo con unas impresionantes vistas a la montaña y con mucho sol; vamos, una delicia y suficiente para vivir cuatro personas. Los chicos se fueron haciendo mayores. Les gustaban mucho las motos y tenían la ilusión de ser grandes figuras del motociclismo. En cambio, de estudios ni hablar, los profesores estaban continuamente dando quejas a sus padres. Así, decidieron probar tener otro hijo con la esperanza de que fuera una niña. Al cabo de unos meses, la madre se había quedado embarazada con gran disgusto de los chicos, que consideraban que lo que viniera les iba a quitar un lugar que a ellos les pertenecía.

LA NIÑA La niña llegó. El padre estaba loco de contento, y los chicos, yaR también. Era un juguete. Llenó la casa de alegría, se criaba bien, tranquila y alegre, por las noches dormía de un tirón. Fue un regalo para toda la familia. Su tía abuela, que vivía en la ciudad, iba con frecuencia a verla. Estaba como loca con la niña, no paraba de hacerle monerías. —Cuculí trasR, cinco lobitos tiene la loba, cinco lobitos detrás de la escoba, mira, por ahí vienen las ovejitas beeeee. —cantaban entre risas.

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—¡Qué bonita que es mi niña! —decía la tía— Esta niña es muy inteligente, cómo le llama la atención todo. Había llegado el verano, había ido la tía y se habían reunido en el patio donde daba la sombra y se estaba fresquito. —¡Qué! ¿Salimos a dar un paseíto tesoro? —Le dijo la tía a la niña, que ya estaba cansada de oír a los chicos hablar de las motos. No le gustaba, eran muy brutos y pensaba que les podría dar un disgusto. Estaban disfrutando del paseo cuando pasó la madre con el hermano mayor en el coche: —¿Dónde vas? —Le preguntó la tía. —A llevar a éste al médico, se ha caído de la moto. —Vale, espero a que vengas y ya me voy para mi casa. Esto les va a traer algún disgusto —pensaba. Al cabo de un rato volvieron del médico, no tardaron mucho. —¿Qué te han dicho? —preguntó la tía— que no tiene importancia, que se le pasará. Había pasado el verano. Llegaba el otoño: los días son fríos y las noches empiezan a ser largas. La vida transcurre y cada uno con sus quehaceres. Una tarde, el hermano de la niña empieza a quejarse de dolores de cabeza y de que se le duerme la mano. La madre le lleva al médico. Están en el hospital.

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La tía se ha jubilado y quiere llenar su tiempo con actividades que ocupen las horas del día, y se apunta que si a yoga, que si a cerámica, viajar, etc. En fin, se siente feliz en su nueva situación. Además, como lo puede dejar cuando quiera, está libre por si alguien la necesita y puede ir a ver a su niña cuando quiera. Esa mañana se preparaba para salir cuando sonó el teléfono. Es la sobrina. —Dime ¿Dónde estás? —Le pregunta. —En el hospital con Fernando —dice la madre. —¿Qué pasa? —Le están mirando, estoy muy preocupada. —Salgo para allá. Por el camino se agolpan los pensamientos. Está deseando llegar pero, a la vez, le aterra. Cuando llega al hospital la madre está esperando noticias. Sale el médico. —¿Qué pasa? —Le pregunta. —¿Que hay? —Malas noticias, —le contesta—. Un tumor en la cabeza. La madre rompe a llorar. Se abraza a la tía y lloran. No saben qué hacer, se sienten impotentes.

LA TIA —Y la niñaR qué hago con ella, mis suegros son mayores. —No te preocupes —le dice la tía—, yo iré a cuidarla, tú solo tienes que ocuparte de tu hijo que es el que más te necesita. A la niña la atenderé yo, lo que hago se puede dejar, lo más importante ahora es la niña.

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La tía coge la maleta y unos cuantos libros y se va a vivir al pueblo. Atrás quedan sus actividades, sus viajes, sus amigasR solo importa la niña. Está pendiente de ella. Por las noches se levanta a ver si ha retirado las mantas para arroparla, se puede constipar y no se lo perdonaría. Quiere que la mamá tenga la seguridad de que la niña está bien atendida y se ocupe solo del hijo mayor. Ha pasado un mes y la niña empieza a parlotear: "ta ta ta, nene nene, mama ma ma". —Mamá está con tu hermanito, que está en el hospital, pero vendrá pronto. Te voy a abrigar y nos vamos a pasear. —le dice la tía. Van por el pueblo, pero no hay nadie. La tía prefiere ir por los caminos, que para eso le compró un coche con capota y unas buenas ruedas que tuvieran aguante. No sabe qué pensará la niña, pero ella le habla, le va contando todo lo que ve y lo que oye: "vienen las ovejitas, beeeee, ¿oyes cómo cantan los pajaritos? pio píoR a lo lejos están las montañas. Se está haciendo tarde y hace mucho frío, así que vámonos para casa a cenar y a dormir"; mañana si no llueve, y si llueve también, saldremos otra vez. Han pasado dos meses (desde ese fatídico día). La pequeña, ya casi empieza a andar, es muy espabilada. El hermano ha sufrido cinco operaciones en la cabeza y ha estado varias veces a punto de morir, pero lo iba superando. Un día la madre vino a ver a su pequeña. La niña ya andaba ¡Era todo un acontecimiento! Llaman a la puerta. ¡Es mamá! La niña se queda parada, no la conocía. ¡Soy mamá! La niña va hacia ella y la abraza. La tía se va, son momentos para la madre y la hija y ella no debe intervenir. La madre vuelve al hospital, su hijo la

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necesita, y la tía se queda con la niña. Su vida ha cambiado, pero no se lo plantea, adora a la pequeña. El tiempo pasa. El hijo mayor está mejor, aunque tiene medio cuerpo paralizado debido al ictus que le dio. Toda la familia espera que venga para navidad y celebrarla todos juntos. Llega el día de noche buena y el hijo viene. Le reciben con alegría. ¡Vuelve! Todos le abrazan y ríen. Ahora hay que trabajar para que se recupere, aunque saben que costará mucho. La tía se queda en el pueblo. La madre tiene que acompañar al hijo durente cien km para hacer rehabilitación. La niña ya ha cumplido un año y los padres deciden que debe ir a la guardería. La tía se pone triste, pero es mejor para la niña, piensa. Allí tendrá amiguitos con los que jugar. Se adapta muy bien; enseguida hace amigos y todos la quieren mucho, ¡Es un ángel! Mientras tanto, la tía arregla la casa y prepara todo para cuando venga la madre de la niña no se preocupe de nada y descanse. La rehabilitación del hijo mayor es dura, pero hay que seguir, a ver todo lo que puede recuperar. Ha llegado el verano el hijo mayor va mejor, pero no está bien. No se puede hacer más. Ahora hay que curar las heridas psicológicas hasta que se vaya asumiendo. La tía ya no es necesaria, y vuelve a Madrid con la satisfacción de haber cuidado a la pequeña y reanudar la vida que dejó con mil amores por la niña. Y sigue yendo al pueblo. La niña va al colegio y saca muy buenas notas. Cuando va la tía juegan a “profes” y es su alumna. —A verR ¿has hecho los deberes? —le dice. —Sí.

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—Bueno, ya sabes que hay que estudiar, hoy tenemos matemáticas y lengua. Va pasando el tiempo, ya va al instituto y se va fijando en los chicos. La tía le dice que lo más importante son los estudios y le contesta: “no te preocupes tía, ya lo sé”. —Cuando sea mayor me gustaría estudiar derecho y ciencias políticas. —¡Pues a sacar buenas notas! —Le contesta la tía. El hermano mayor ha conseguido andar en bicicleta y sigue luchando por recuperarse. Se va muchos días hasta los pueblo limítrofes, y también conduce un coche. A veces le salen trabajos temporales con arreglo a su discapacidad. Conoció a una chica por internet y se fue a vivir con ella, montaron un negocio y viven bien. La madre trabaja en una residencia de mayores, su dolor se va mitigando. Allí es muy querida por los ancianos, peroR desde entonces no es la misma. Y la tía se ha matriculado en la Universidad para Mayores y se siente feliz. Epílogo: soy consciente de haber omitido los sentimientos de carácter privado que experimenta la tía de la niña, sencillamente, porque esa soy yo. He optado por distanciarme y dejar a la imaginación del lector la complejidad de un cuento que pretende ser una sencilla historia de la vida misma. Martin Izquierdo, María Cruz 256


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La esencia de la vida


De todos los acontecimientos que han pasado en mi vida (de aquellos que soy consciente porque, por supuesto, muchos los he olvidado o posiblemente no quiero recodarlos, unos por tristes, otros por poco significativos) quisiera contaros uno que dejó una profunda emoción dentro de mí. Aún así, contar mi vida, mis pensamientos, mis frustraciones, no es nada fácil. Me supone un gran esfuerzo dar a conocer mi vida a otras personas. Los recuerdos de mi infancia, adolescencia y madurez son buenos en general, aunque también hay momentos vividos que no lo son tanto; esto forma parte de la vida. Todos tenemos periodos felices y menos felices, pero esta sensación no puede enturbiar el momento presente en el que me encuentro, que es muy bueno. Como os decía, me resulta muy difícil hablar de mi vida. Ya sé que puede resultar mejor o peor, triste o divertida, abundante o escasa, pero entendedlo, es sobre todo mi vida y además, ¿quién quiere una vida fácil?, ¡qué aburrimiento! Pensad que las dificultades nos hacen crecer como personas. Bueno, no más divagar. Voy a contaros un periodo de mi vida que me emocionó y que ha iluminado el resto de mi existencia; si bien es verdad, que no lo recuerdo nítidamente, es más bien como una intuición que me llevará a contaros como fue esa vivencia especial, a la par que difícil, pero sobre todo y por encima de todo, mágica. Bueno, a ver qué os parece. Intentaba moverme en el denso líquido en que había estado tanto tiempo, bueno, desde siempre, pero era inútil, no podía. Hasta ese momento mi vida había transcurrido plácidamente dentro de ese hábitat. ¿Qué está sucediendo ahora? ¿Qué ha pasado? Tenía sensación de nervios, de dolor, de sorpresa, pero

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estas sensaciones que eran nuevas no eran mías, las percibía perfectamente, claro, pero no eran mías. Yo estaba bien, un poco apretujada, pero bien. Aun así, de pronto sentía una especie de latigazo, ¿qué me sucedía? No entendía nada. Había estado tan confortable y tan calentitaR Oía cosas que no comprendía muy bien y sentía una especie de masaje que me proporcionaba tranquilidad y bienestar. Pero estaba un poco asustada ante todas estas nuevas sensaciones: incomodidad, esa especie de opresión en la garganta (sí, sí, respiraba, pero mi garganta). Estaba oprimida e intenté relajarme, chuparme el dedo gordo de la mano derecha, quería dormir, pero ¡¡¡ZAS!!! Lo intenté de nuevo. Estaba cansada, llevaban un buen rato en que no paraban de sacudirme. Todo se calmó, nuevamente me encontraba tranquila y relajada. No se oía ni un murmullo, sentía un masaje circular muy agradable, ¡qué bien! Ahora seguro que podía dormir, mis ojos se iban cerrando, estaba tan confortable, bueno un poco apretada, cada día un poco más, aunque no sabía por qué, pero me encontraba muy bien. ¡¡¡ZAS¡¡¡ ¡¡¡ZAS¡¡¡ Era imposible, no podía estar tranquila, ¡¡¡QUERÍA DORMIR!!! Estaba agotada con tanta sacudida, con lo bien que estaba hasta hace poco. ¡¡¡UFFF!!! Cómo me oprimía la garganta. Y la cabeza cada vez la sentía más oprimida, tenía ganas de salir de ahí. ¡¡¡AY, AY!!! Quería que esto se acabase de una vez. ¡¿Por qué no me dejaban descansar?! Me hubiese encantado chuparme el dedo un rato tranquilamente. Eso me relajaba. ¡¡¡ZAS, ZAS, ZAS!!! Cada vez mi cabeza estaba más y más oprimida, ¿qué estaba pasando? Yo no quería sufrir.

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Mi subconsciente me avisó de un cambio en mi vida, ¿pero cuál?, ¿estaba preparada?, ¡seguro que sí! Alguien tiró de mi cabeza. ¡¡Ay, ay, me dolía todo!! ¿Pero qué sucedía, quién me toqueteaba y me daba azotes? Solo tenía ganas de llorar ¿por qué me pegaban? Todo me resultaba desconocido, tenía frío. ¡Bien!, por fin alguien me abrazó y me acurrucó y me habló con voz tierna. Seguía sin entender nada, aunque me encontraba bien. Comencé a chuparme el dedo y a dormirme, vaya rato que había pasado, qué agotamiento, pero cómo me gustaba que me abrazasen y besasen, a pesar del ruido. Me lancé al mundo por amor, con conocimiento de mi verdad y con ganas de luchar y disfrutar. El cuerpo emergió de las entrañas de la madre. Y así fue como llegué a formar parte de este mundo maravilloso, sí, sí, ya lo sé, es maravilloso a ratos, pero con sus luces y sus sombras ¡es maravilloso! Con mi nacimiento entré a formar parte de esta sociedad y de mi familia, compuesta por mis padres y mi hermana, cinco años más joven. Pero no os asustéis, que no os voy a contar como vino al mundo. La posguerra era una época difícil, aunque yo no tengo un mal recuerdo. La viví en Madrid, y lo pasaba bien. Los niños jugábamos en la calle y leíamos tebeos que alquilábamos por unos céntimos en tiendas dedicadas al alquiler de libros y tebeos (era parecido a las bibliotecas de ahora aunque las tiendas eran de un particular y había que pagar por el alquiler). Estaban desordenadas y destartaladas. Solo en Navidad o cumpleaños nos compraban un libro o un cuento y también juguetes. Iba al colegio y llevaba uniforme, a mí me lo hacía mi madre; a mi hermana y a mí nos hacía toda la ropa, era lo normal en aquella

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época. En definitiva, mi vida en aquel tiempo consistía en jugar con mis amigas, casi siempre en la calle. También leíamos cuentos y a veces nos fabricábamos nuestros propios juguetes. Recuerdo con emoción que mi padre me hizo una casa de muñecas y la amueblamos juntos, le pusimos cortinas a las ventanas y colchas a las camas, y unos muebles pequeñitos que nos iban comprando a mi hermana y a mí poco a poco. Bueno, no os voy a cansar más con mis recuerdos, ¿a qué son bonitos? Más tarde formaría mi propia familia y tendría un hijo y disfrutaría de las pequeñas y de las grandes cosas, viajaría por países exóticos, conocería personas maravillosas y cumpliría años, uno tras otro, todos los años. Pero ahora, desde la edad madura, la experiencia acumulada y el amor de mi familia y amigos digo: GRACIAS POR TODO. <<¿Qué es la vida?, una ilusión. ¿Qué es la vida?, un frenesí, que toda la vida es sueño y los sueños, sueños son>> Todo lo que os he contado ha sido un sueño, estamos en el siglo XXI, mi nacimiento se produjo en el siglo XX, Calderón de la Barca nació en el siglo XVII. Mi nacimiento ¿fue un sueño o una realidad? ¿Estoy soñando ahora mismo o despierta?, siento los latidos de mi corazón y <<pienso, luego existo>> (Descartes siglo XVI). Estoy aquí y ahora, pero antes ¿dónde he estado, qué he hecho con mis recuerdos? ¿Y mis sueños, qué tienen de realidad? Os he contado algo que no sé si es un sueño, una realidad o un recuerdo transformado por la emoción y los sentimientos. En mi inconsciente, no en la realidad, más bien en Matrix, puede tener lugar esta historia, como historia real o no. No lo sé, eso depende de vosotros y de vuestra imaginación. Para mí, esta historia es real o la siento como si lo fuera. A veces mi propia existencia me parece un sueño. ¿Por qué elegí, si es que se

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elige, nacer en este mundo, en este país, en esta familia?, lo ignoro totalmente, aunque estoy segura de que hay un por qué. Quién sabe si al final de mis días lo averiguaré y si el conocimiento me será otorgado y conoceré el porqué de mi vida en este mundo, en este país y en esta familia. Martín Martín, Mª Isabel

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La niña que vivía feliz en el árbol


Sentada en el escalón que daba a la calle, María se disponía feliz a escuchar, como cada tarde desde hacía mucho tiempo, la guitarra del Sr. Braulio. Era la tienda de sus padres un pequeño y humilde negocio en una ciudad de provincias de la posguerra, donde lo insólito de la imagen era que una niña de tan corta edad se quedase estática mientras comenzaba lo que para ella era el mejor de los conciertos y que años más tarde recordaría como la música más bella jamás interpretada. El Sr. Braulio, a veces, después de verla tan embelesada, le echaba unas monedas para que se comprase caramelos a la vez que le decía: <<Gracias por escucharme guapa, algún día esta guitarra será tuya>>. María le sonreía agradecida. El afecto de alguien a quien ella admiraba tanto le ruborizaba. Mientras, los demás niños del barrio jugaban en una plaza cercana a la que ella se uniría posteriormente, sintiéndose la autentica heroína de aquellas maravillosas melodías que le hacían flotar. Era su calle larga, empinada, de casas antiguas y monumentales. Alguna estaba quemada y sucia, otra derruida, pero todas ellas viejas. De hecho, en el pasado estos edificios fueron testigos de históricos acontecimientos, a veces terribles, que llenaban la desbordante imaginación de la niña conocedora de aquel pasado. A pocos metros y al final de la calle, en una gran explanada se levantaba el imponente castillo, que parecía encantado desde cualquier punto que se le observarse y contribuía a que María sintiese que el mundo que la rodeaba fuera perfecto para sus sueños, con una armonía absoluta e indescriptible. Muy cerca y también en el barrio, vivía doña Fe, aquella elegantísima y aristocrática anciana que decía haber sido doble de la reina —María nunca llegó a saber de qué reina se

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trataba—. Era muy alta y delgada. Tenía unos maravillosos cuentos ilustrados, que a la niña fascinaban y permitía que leyese cuando la llamaba, para que, con el pretexto de algún recado, fuese a hacerle compañía. Dejando de jugar, María acudía rápida para ir a su encuentro. La señora le invitaba a ver el salón Isabelino —así lo llamaba—, donde tenía una enorme y gran biblioteca con viejas fotografías amarillentas de las que siempre contaba historias que a la niña dejaban perpleja. —¡Mira, mira, María!... Esta señora de blanco es la Marquesa de Casa Vieja. El señor bajito con medallas es su marido, un Capitán General. ¡Estaba locamente enamorado de mi!, a ella no le hacía ningún caso. Mira, esta es la Baronesa Carlota montando a caballo, ¡una gran pianista! Pero, lo que indudablemente María deseaba esas tardes tan especiales, era poder leer en aquellos libros las historias que decían de aquella princesita triste, cuyo hermanastro la había tenido recluida y ella, con mucha voluntad y astucia, había logrado de mayor ser la reina más poderosa de toda la cristiandad y que llamaron <<La Católica>>, por lo piadosa y justa que era. Decía el cuento, que ganó muchas batallas peleando como un hombre, aunque para ello tuvo que hacer cosas que ante los ojos de María solo hacían las heroínas. Pero lo que más le llamaba la atención era que amaba la música sobre todas las cosas y que desde muy pequeña tocaba el arpa y cantaba madrigales. La niña no sabía exactamente que eran los madrigales, pero suponía que debían de ser cánticos o poemas que a los nobles invitados de su hermanastro complacían, haciendo con ello, que tuviese cada vez más adeptos a su triste

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causa. Sin embargo, quien mas calaba en el espíritu de María era doña Sagrario, otra vecina del barrio, una pobre y triste mujer, muy melancólica siempre, que cada día, desde la ventana de su vetusta casona, observaba la imagen de María en el escalón y aprovechaba que su marido, un señor de gris con sombrero, al que María conocía muy bien, —decían que había sido el alcalde de la ciudad y era muy serio— no estuviera en su casa para llamarla con mucha discreción mostrándole una botella de cristal desde la ventana. —¡María, María..!, ¿podías hacerme un recado guapa? María se acercaba sigilosa a su balcón. —¡Sí, sí, ahora voy! —y subía las escaleras de dos en dos. Doña Sagrario aparecía en su puerta con una botella muy negra que daba a María diciéndole: <<Tráemela llena, por favor>>. Más tarde, al regresar con la botella, le daba una generosa propina. María sabía que aquello a doña Sagrario le hacia feliz y, aunque a veces la vio agarrarse a la pared para poder sujetarse, quería pensar que ya era muy mayor y ella con sus recados contribuía a esa felicidad. Su amiga del alma era Tita, un poco más pequeña que ella, muy menuda y delicada. Ella lo achacaba a lo poco que comía. Vivía en su mismo edificio. Su casa, si se podía llamar casa, era una especie de agujero que en el pasado fue la portería del edificio. Su madre estaba muy enferma del corazón y su padre, que sí tenía aunque no se le veía casi nunca, era un señor oscuro y maloliente que siempre vestía el mismo sucio mono azul y

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también se agarraba a las paredes. Con Tita, además de mucho cariño, compartía juegos, cuentos y afición por los conciertos del Sr. Braulio. Sus juguetes eran interminables, la madre de María tenía viejas telas de colores que a las niñas parecían maravillosas, y con ellas, hacían vestidos que sujetaban con hilos y cuerdas para sus muñecos. Claro que ellas no tenían muñecos, pero no importaba, su imaginación era muy rica y las piedras más bonitas que encontraban las limpiaban y pintaban ojos y bigotes, pasando largas horas haciendo reinos y personajes. A veces María compartía con Tita su bocadillo porque Tita nunca tenía. A María le daba igual, veía que su amiga era feliz comiendo aquello que su madre le había hecho prometer que se comería ella, pero que ella nunca cumplía. Había alguna otra casa derruida cerca, pero les habían advertido que no se metieran y, aunque a veces se asomaban, nunca se atrevían a entrar. Aquel era el barrio y el mundo de María; la calle empinada y recta que bajaba al Castillo y que todas las gentes que visitaban la ciudad querían ver, porque decían que allí había vivido una reina muy poderosa, igual que la del libro de doña Fe. Todo era un decorado más a esa imaginación desbordante de María que no era muy consciente de poseer y que, a veces, le hacía coger sus cuadernos del colegio y bajar hasta el Castillo donde saludaba a Beltrán, aquel guardián gordito y calvo tan amigo de su padre. —Hola María, ¿cómo están tus padres? —¡Muy bien, gracias! —contestaba María. —¿Me dejas entrar? —¡Claro guapa, ¡pero ten cuidado y no toques nada!

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—Respondía con aquel cigarro que siempre tenía pegado a los labios. María subía a la torre y, ante aquellas únicas y espectaculares vistas, pensaba en aquella niña que vivió allí y que fue muy desdichada porque se quedó sin madre y su hermanastro la tuvo encerrada, pero que, gracias a su dignidad, logró que todo el mundo la respetara. También, recorría las grandes estancias y con mucho cuidado se sentaba en lo que fue el trono, sintiendo la seguridad que debía tener alguien que se sentase allí y observaba el arpa que descansaba desvencijado en un rincón; tal vez, esperando que llegase alguien del pasado y se sentara a tocarlo. María intuía que era la misma princesa que la de los cuentos ilustrados de doña Fe, y no se equivocaba, algún día lo sabría. La historia del barrio de María era de lo más variopinta, y alimentaba la imaginación de la niña. Y es que María era una niña muy soñadora. En su casa no había libros porque sus padres eran comerciantes —eso pensaba—. A ella no le hacían falta, se los prestaban, no tenía juguetes, a ella no le importaba, se los inventaba con piedras y cristales de colores, y maravillosas telas que se convertían en fantásticos vestidos. Los otros niños del barrio siempre le pedían que les contase historias; ella sabía las mejores y más fantásticas que se podían contar, retazos de sus cortas vivencias y de su larga sensibilidad. En su casa le decían: <<¡Siempre estás en el árbol María! ¡El día que pises la tierra, será muy diferente!>>. María era feliz en aquel mundo de música y de historias con personajes que llenaban su espíritu soñador, y comenzó a darse cuenta de que aquella música era la que le transportaba a ese

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mundo en el que se sentía protegida y en el que nadie podía hacerle daño. Un día al llegar del colegio, María, en un gran revuelo, se enteró de que doña Sagrario había aparecido muerta; se oyó decir que <<en extrañas circunstancias>>. Sospechaban de su marido, el señor gris del sombrero, pero no había pruebas contra él. —Era muy listo y había sido una persona muy influyente —comentaban. Al cabo de unos meses doña Sagrario pasó al olvido excepto para María, que ya estaba muy triste porque hacía tiempo que Tita no acudía a sus citas de juegos por culpa de unas monjas que, junto con el párroco del barrio, habían aparecido una noche por su casa y se la habían llevado a un lugar muy extraño. Al llevársela afirmaron con severidad: <<allí tenemos muchas niñas muy cuidadas a las que educamos muy bien. ¡Mejor que en este agujero, tan triste, sin comida y tan sucio!>>. Sus padres también desaparecieron. A la madre se la llevaron a un hospital, decían que <<social>> y al padre no dijeron dónde. O tal vez desapareció —pensaba María. Fue un golpe muy duro y doloroso para María, porque su querida amiga Tita no pudo despedirse de ella y así comenzó a <<pisar la tierra>> —como decían en su casa— y notó como estaban cambiando las cosas. A doña Fe un día también se la llevaron, dijeron que a una casa para enfermos mentales. María no lo entendía muy bien, <<¡si tenía una mente prodigiosa!>>. Se preguntaba por los personajes de sus fotos: <<¿No la ayudaron?, ¿y los cuentos?, ¿qué pasó con los maravillosos cuentos que ella leía?>>. Nadie sabía nada ni decía nada, a nadie le importaba, nada más que a María. Ella se refugiaba en la música que salía de la casa del Sr. Braulio, ya fuese de la guitarra o del viejo piano que a veces se atrevía a tocar para deleite de la niña, hasta que un buen día, no

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lo escuchó y al preguntar le dijeron: —Era muy mayor, se fue. —¿Y su mujer, la Sra. Leo? ¿La anciana que me regalaba los botijitos de adorno que tenía encima de la radio? —¡Pues también se marchará, porque siempre estuvieron juntos! —contestaba la madre de María. Y se fue a los siete días justos. La anciana Sra. Leo también se marchó llevándose lo poco que le iba quedando a María de infancia, de juegos y de armonía. La niña lo supo el día que entró la sobrina del Sr. Braulio en la humilde tienda de sus padres cargando con la vieja guitarra y preguntando por ella. María, con lágrimas en los ojos y consciente de que sus tardes musicales no volverían, se quedó callada cuando Paca, que así se llamaba la sobrina, dijo: —Buenas tardes. Toma María, esta guitarra es para ti. El tío Braulio, poco antes de morir, me pidió que te la diera asegurándome que la sabrías tocar algún día y te acordarías de él. El tiempo pasó y María fue creciendo. Ya no salía a la calle. En el colegio con sus compañeras, algunas hijas de las mejores familias de la antigua ciudad, intercambiaba sus fantásticas historias por libros que le dejaban. Más tarde, fue una profesora quien le prestaba lo mejor de su humilde biblioteca, la llamaban loca por sus costumbres tan distintas y porque hablaba de una manera que no entendían. ¡Si venía de Francia como la iban a entender! María, en su afán de conocer otros mundos, aprendía con

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fluidez, y allí, en la ciudad en que Machado fue profesor de francés, ella también lo aprendió. Descubrió en la empinada calle de sus sueños, en una vieja casona, el derruido estudio del pintor Zuloaga. —¡Siempre en la puerta y yo sin saberlo! —pensaba. Todo aquel entorno le decía que esa era la calle de los soñadores. María iba creciendo rodeada de estas cosas que a nadie importaban, nada más que a ella. En todo el país iba pasando el tiempo, fue una época muy difícil. Aquella dichosa guerra había durado demasiado, tanto que había dejado a la gente pobre, seca, tristeR Aunque en su casa no sobraba el dinero, entendían su estado de ánimo y consintieron que tomase clases de música con su amada guitarra. Años más tarde, se pudo comprar un viejo piano que también aprendió a tocar. Quiso ser concertista, pero no pudo, el tiempo no se lo permitió: primero fue el trabajo, luego aquel desdichado matrimonio, y el hijo, aquel hijo que tantos problemas le dio, y que acabó como acabó. Jirones cosidos a su alma que solo se aliviaban cuando se sentaba ante el viejo piano y le arrancaba notas muy emocionantes los días que sus dedos llenos de artrosis se lo permitían. No era el dolor físico lo que le afectaba, era otra clase de dolor, pero al igual que cuando sus primeros amores se truncaron, sus primeras amistades le defraudaron, y aquella dichosa enfermedad que le tenia encogida le cercaba, ella, embravecida, no se amilanaba, porque era la música la que le trasportaba a otro mundo donde no existía la infelicidad ni la tristeza. Su refugio, como antaño, era la música, los libros que ahora sí tenía y que, a veces, releía con pasión y le seguían manteniendo muy por encima del suelo. Ahora sus amigos eran su gato, con el que hablaba muy a menudo, su guitarra, a la que

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cuidaba como al hijo que no pudo cuidar por culpa de aquellas malditas aficiones, y su piano. Estaban también aquellas vecinas enfermas que ella acompañaba con sus historias de niña y sus músicas de infancia haciéndoles felices. -----------------------------------------Aquel día, como antaño, cuando llegué al Madrid de los 60, con la maleta vacía y el alma repleta, tuve la ocasión de ir de la mano de aquel buen amigo al que todo el mundo rechazaba por sus maneras y sus gustos, pero con el que compartía sueños de óperas y conciertos y que tanto me enseñó. Aquel día, volví a entrar en el Teatro Real. Me había aficionado a la ópera, al drama, al colorido y siempre que podía sacaba una entrada que aprovechaba muy bien. Entraba la primera y recorría aquellas grandes salas que me recordaban al castillo de mi infancia. Siempre me gustaba observar aquel enorme cuadro donde posaba elegantemente la duquesa y el arpa, en la sala azul, con unos grandes y majestuosos sillones que me recordaban el trono donde me sentaba a escondidas de niña. Las riquísimas estancias de columnatas de cedro, con porcelanas exóticas, complicadas lámparas y los suelos cubiertos por costosas alfombras turcas, al igual que en el pasado, me hacían soñar con un mundo que excepto en mis cuentos, nunca había existido. Volvía para ver Don Giovanni, la ópera de Mozart que más me conmueve, tal vez sea el origen del libreto; el bien y el mal, el desgarro de los personajes, la puesta en escena y la música... ¡¡¡Oh Dios!!! ¡¡¡Qué música!!! En más de una ocasión no pude evitar las lágrimas a la vez que recordaba escenas agridulces de mi vida. Como siempre hacía, esperé hasta el final para salir,

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quería beber hasta la última gota de este lugar tan especial y único. Nadie se fijaba en mí, pero cuando iba a cruzar la enorme puerta que llamaban Cocherón, alguien me sujetó suavemente por la espalda a la vez que me decía: <<¿María?... ¿Eres tú?... ¿María?>>. Antes de volverme sentí aquella voz: supe que era Tita. Nos abrazamos mientras las lágrimas corrían sin control por nuestro rostro. Nos miramos sin vernos, nos sentimos como antaño, no nos podíamos ver por culpa de las lágrimas y de la emoción. Éramos dos niñas de pelo blanco que felices se reencontraban en un lugar, que en aquellas circunstancias, se parecía a nuestro pasado de cuentos: —Me dejaste —dije. —Me llevaron —contestó Tita. —¡Qué feliz fue nuestra infancia! —coincidimos las dos. —Hasta que nos perdimos —respondimos al unísono. Nos apretamos las manos. Nadie se daba cuenta de nuestra emoción, ni de nuestro encuentro, solo nosotras. —¿Dónde vives? —pregunté. —Lejos ¿Y tú? —inquirió Tita. —Aquí cerca, y a veces en mi árbol —contesté con humor. Sonreímos las dos. —Siempre estuviste en mi corazón —dijo Tita —Tú nunca pudiste salir del mío —respondí con nostalgia. —Tengo muchas respuestas y enigmas de mi infancia que debes conocer —aseveró Tita—. Tú fuiste María, la que me trajo hasta aquí.

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Nos miramos tratando de buscarnos la una en la otra, reconociendo nuestros gestos, el color de los ojos, las líneas de la cara; observamos que nos parecíamos. Rompiendo ese mágico momento, apareció un joven uniformado que nos sugirió que abandonásemos el hall, habíamos quedado las últimas, iban a cerrar. Salimos cogidas de la mano, dejándonos llevar; aún nos quedaba el otoño. Y comenzó otra historia, aún más bonita. Pero eso, eso lo contaré en otra ocasión. Martín Tovar, María Isabel

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