La vida en un recuerdo II

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La vida en un recuerdo Welcome to European Stories <<LA VIDA EN UN RECUERDO >> es una recopilaci贸n de los cuentos presentados en el concurso de historias ficcionalizadas que se ha realizado gracias a la participaci贸n de estudiantes de la Universidad para los Mayores de la Universidad Complutense de Madrid en el proyecto WELCOME TO EUROPEAN STORIES de la Asociaci贸n de Aprendizaje Grundtvig, convocatoria 201 2.


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© 201 4, los autores de cada uno de los textos. © 201 4, de la edición, Universidad para los Mayores de la Universidad Complutense de Madrid.

1 ª edición: Julio de 201 4 Título: La vida en un recuerdo. Autores: VV.AA. Maquetación y diseño de cubierta: Universidad para los Mayores UCM. Edición: Universidad para los Mayores UCM. C\Profesor Aranguren s/n 28040 Madrid. http://www.ucm.es/mayores e-mail: umayores@ucm.es ISBN: 978-84-697-0794-4


Vidas que crean recuerdos, recuerdos que crean vida. El poeta Luis Cernuda decía que la memoria conoce lo que la vida no percibe. Es en el acto de recordar cuando la vida se culmina y alcanza un estatus de realidad del que carece el momento en el que aconteció la experiencia. Si en algo está cifrada nuestra vida es precisamente en la suma de estos recuerdos que a través del paso del tiempo se han ido modificando y distorsionando, alcanzando casi la misma textura que la ficción. Pero esas historias, sin embargo, son el material del que estamos hechos y la más auténtica verdad de lo que somos. es fruto de las actividades generadas en torno al Proyecto Europeo Grundtvig, Welcome to European Stories, que la UCM coordinaba junto con Polonia, Austria y Turquía. Las historias que tan generosamente un grupo de estudiantes de la Universidad para los Mayores quiso compartir se reúnen en este libro que está dividido en dos volúmenes con un total de cuarenta y ocho cuentos. Cuarenta y ocho recuerdos donde se dan cita historias de amor, de gratitud, de viajes, de episodios amargos, cotidianos o singulares, o simplemente, si se quiere, historias que esperaban el momento de ser contadas. Deseamos que disfruten de su lectura tanto como nosotros. Gracias a todos los participantes por haberlo hecho posible. La vida en un recuerdo

Marcos Roca Director Académico de la Universidad para los Mayores


La vida en un recuerdo Volumen II


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20

Dos días en Berlín

130

Carmina, mon amour

Más allá de la vida - Más acá de la muerte

144

En Busca del Mundo Perdido

El Ganapia

158

Recuerdos

Pablo y Marlen

172

¿Qué es un cuento?

184

Flases (destellos) de vivencias

Martínez Alonso, Pedro Jesús

Martínez Grimaldo, María José 32

María Isabel

54

66

78

92

102

114

La Reina de las avispas Una sorpresa acompañada de otras Moreno Rodríguez, Pedro

Recortes

210

Mi noche con Pablo

220

Una fugaz amistad

228

España 1 975. Muere el Dictador

No tardes, te esperoU

Ortega Martínez, Pedro Miguel

César Borgia en Leganes

Ramón Ros Ros, Juan

196

Doble Llamada

Nieves Molina, María

Quintas Rodriguez, Adela

Robles García, Herminia

Miguel Béjar, Marta

Romero Parrilla, Gerardo Roqueta Fontiguell, Mireia Sánchez Pérez, Carlos

Santos Ortega, Félix

Palacios Espada, Benedicto

240

Olor a buche

La India misteriosa: tres culturas, tres religiones

246

El ingreso

Mis encuentros con perros

256

Caruso

Panadero Galán, Pablo Enrique 126

Ponce de León Canalejas, Ana

Marull Moreno, Carlos

44 Menéndez de la Cuesta Valls,

Pidre Rosales, José

Paredes Ordoñez, Carmen

Sanz Sarria, Alicia Villa Benito, Carmen Wandelmer, Amanda



Dos días en Berlín


Son las cuatro de la tarde. Habíamos quedado al pie de la Gedächtniskirche, la del “pintalabios” que dice la gente. Ella venía desde Dresde y compartía el coche con una familia. Quería visitar la ciudad por primera vez y estar conmigo. Casi no podía creerme que, tras dos años de ausencia, pudiéramos volver a vernos para visitar la ciudad de Berlín. Verla llegar con su camisa floreada, su falda mecida por el viento, su pelo bien sujeto y su rostro que reflejaba color y vida, me hacía recordar los primeros días de hace años. Su juventud se reflejaba en su sonrisa y la agilidad de sus palabras me contagiaba. ¡Ver ese cuerpo joven, atractivo, lleno de inteligencia y belleza! Tras estos años sin vernos es necesario hacer un reajuste de sonido y de miradas para sintonizar de nuevo. En estos primeros instantes, ya sea por los nervios, ya sea por el primer beso, afloraba en sus mejillas un sonrojo. Y entraba el uso del alemán como lengua en juego. —¿Cómo estás? Me alegra tanto el volver a verte. ¿Y el viaje en coche ha ido bien? —pregunté curioso. —¿Quieres tomar algo? —añadí. —Acabo de comer —contestó de inmediato. Entre el nerviosismo de las respuestas cortas y el ajuste de las miradas nos llevó un tiempo, hasta conseguir el ritmo de una charla distendida. —Te veo muy guapa —tercié por mi parte. Y me lo agradeció con una sonrisa. —¿Qué te parece estar ahora en Berlín? —le pregunté.

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—Me agrada el ambiente, pero vengo solo para dos días, es demasiado poco, creo. —¿Qué quieres que hagamos esta tarde?, ¿vamos a pasear un poco? —añadí. —¿Tú has venido desde España? —me preguntó en castellano. —¿Pero qué novedad es esta, tu siendo rusa, estudiante en Alemania y, en menos de dos años, ya me hablas en español? —Mi profesora, que es cubana, nos ha hecho estudiar mucho, y nos manda leer libros regularmente. Así me siento más cerca de mis amigos españoles —añadió. —Esto lo haces porque te gustan los españoles. Me dijiste que Paolo era de Barcelona y habías ido a verle, ¿es verdad? —se ruborizó por mi pregunta. —Sí, sí, pero cuando fui a verlo hablamos en español, no en catalán —dijo. —Fuiste en el verano a la Costa Brava, o ¿era otra época del año? —Era justo en octubre, antes de comenzar el curso, y me encantó la ciudad de Barcelona y, sobre todo, me gustó mucho la comida y la gente, que es muy simpática. ¡Y estuvimos en Lloret de Mar! —añadió. Si al principio le costaba expresarse o se trababa en alguna palabra, rápidamente volvía a tomar el hilo para seguir la conversación. A simple vista lo entendía mejor que lo hablaba pero me llamó la atención este espíritu de lucha y de superación rusa. Ya se veía mi amor propio herido por su espíritu perseverante y tenaz. ¡Esta facilidad que tenía ella para aprender idiomas! —¿Entonces no me dejas que te hable en español? —añadió. —Sí, me gusta mucho, peroU ¡me has dejado desconcertado!

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Esta mañana me había preparado para decirte mis mejores frases en alemán y casi no me has dado ocasión de ponerme a prueba. Tú ¿qué crees que es mejor? —añadí por mi parte. En menos de veinte minutos, por la Budapeststrasse ya cruzábamos el puente antes de entrar en el Tiergarten, y a lo lejos, se veía entre los árboles la estatua del Ángel de la Victoria brillando al sol de media tarde, que nos iba marcando el camino. —Yo no conozco esta ciudad, y espero que me lleves por los mejores sitios —me dijo. Y en efecto, de dos trazos le indiqué mi plan y lo que podíamos hacer tan solo en dos días en una ciudad tan grande. Algunas nubes surcaban el azul del cielo. La sensación de humedad y el frescor en el parque, la abundancia de los tilos y la variedad de los canales, nos animó a proseguir nuestra conversación. Nuestro interés era llegar al Reichstag y, si hubiera suerte, subir para contemplar desde arriba toda la ciudad y disfrutar de la puesta del sol. Las distancias en Berlín superan el cálculo que uno tiene de otras ciudades, y al final, el tiempo se disipa al recorrer esas grandes avenidas tan largas. Parece que uno no tiempo de hacer nada. —Me alegra recibir tus e-mails desde España, me haces sonreír, me inspiras con tus ideas —me dijo. —Lo que me sorprende es que, aun después de haber pasado estos años, es como si nos hubiéramos visto ayer —puntualicé. —Sí, sí, pero no es tan fácil aquí en Alemania —susurró. —¿Es verdad que has conseguido en la empresa ese puesto tan alto? —le sorprendí con mi pregunta. —¿Quién te ha contado todo eso? ¿Cómo sabes tantos

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detalles? —preguntó curiosa. —Entre unos y otros llegamos a saber por nuestros conocidos un poco. Pero creo que en tu caso es “un mucho”. A verU ¿qué puedes añadir tú a eso? —le pregunté insistente. ¡Pero se sintió retraída y no quiso soltar prenda, ya que había escalado hasta lo más alto en su empresa! —Déjate de tonterías —añadió— lo más importante es sentirse feliz y andar bien de amores. ¿Tú eres feliz y estás enamorado? —cuestionó segura. —Me sorprende tu pregunta, ahora que estamos hablando de tu suerte en el trabajo. Seguro que hay muchos amigos que te envidian —añadí. —¡Sí, sí, pero lo importante es sentirse cerca de una persona a quien tú quieres! —Veo que siempre te vas por el mismo lado, conseguir un buen puesto de trabajo es lo que a todos nos interesa en primer lugar, por lo menos en estos tiempos, creo yo. —Te acuerdas de N.N., a quien tú conoces, pues ya tiene dos niñas. Cuando en verano vuelvo a casa juego con ella, me dice que se siente conmigo como con su mejor amiga. Yo quisiera al menos tener una hija —me decía un poco nostálgica. —Tú eres todavía joven. De momento ya has conseguido lo del empleo, luego vendrá esa parte que tanto añoras —insistí. —Yo nunca me imaginaba que iba a salir con “una jefa”. Eso me hace medir mucho mis palabras —bromeé sonriendo. —No digas tonterías —decía tan satisfecha y risueña. —Tú sabes que en este momento tú y yo somos iguales y, en el fondo, es el sentimiento lo que nos une. Por allí había grupos de familias que, en torno a una barbacoa,

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preparaban su merienda. Ella se fijaba en todo, en los niños y sus juegos infantiles. Ahora la luz del sol daba un nuevo color a los jardines y esa misma luz, y la placidez del verano resaltaban los rasgos de su rostro. Sus ojos, un poco rasgados, tan claros, entornados con los tintes oscuros de sus cejas. Sus pómulos enmarcados por los finísimos mechones de pelo que caían a los lados. Sus labios, finos y alargados, armonizaban el conjunto de su rostro. Y la fragilidad de sus movimientos, unidos a la armonía de sus gestos, y el tono y perfección de su lenguaje, le daba un atractivo sin igual en su modo de andar y hablar. Apenas llegamos a la gran plaza ante el Parlamento la cola era inmensa y se nos borró la esperanza de subir esa tarde. Así que, nos relajamos un poco, contemplamos los alrededores, sacamos unas fotos y disfrutamos del colorido y del movimiento de la gente. El peregrinaje de aquella constante y lenta fila de gente, con su sola presencia, daba culto a la democracia. En esos momentos ya estábamos cansados y allí, en el césped, nos sentamos agotados. Nos detuvimos a leer las guías para al final decidir y quedar para el día siguiente en el mismo lugar en el que nos encontrábamos. Son las ocho de la mañana. Ante la insistencia del despertador, el primer paso es preparar el desayuno; más caliente que abundante. Los amaneceres en Berlín son reconfortantes, un breve chubasco de madrugada suaviza el clima bastante. Dos puertas se abren al instante, cada estudiante lleva sus mochilas cargadas. Ella ya sabe que el autobús número cien le lleva directamente al centro de Berlín. Quince minutos de paseo me sirvieron para calmar mis nervios.

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Antes de llegar se veía a lo lejos el brillar de la colmena metálica. El reflejo del sol realzaba más la cristalera y su brillo parecía aligerar el peso de sus materiales. Ni me detuve un instante para contemplar la Puerta de Brandenburgo. Y ella allí estaba ellaU Pero oh, sorpresaU —Ya me he recorrido todos los Unter dem Linden ida y vuelta —me dijo, tan llena de satisfacción y tan sonriente. —Ah, peroU ¿no quedamos en que ibas a esperar a la puerta? —dije algo contrariado. Y ella, con una mirada chispeante, se sonreía complaciente. Nuestros vecinos en la fila no admitían nuestras bromas, no sabían por qué nos reíamos tanto. —Oye los comentarios —le susurré al oído—, parece que no admiten que estemos tan entusiastas —añadí. Y desplegamos nuestra guía para saber qué íbamos a hacer al terminar la visita. Esto atrajo la atención del padre de familia, que después de un rato nos pidió el libro para su consulta. —A ver si con esto se apaciguan los ánimos —pensé para mis adentros. —Tan larga espera pone de los nervios a cualquiera —justifiqué yo. —Este verano me iré a los Alpes —me dijo—, tengo un contrato para trabajar sobre mi especialidad durante un mes. —¡No es justo que te vayas tan lejos y dediques tan solo dos días a tu Berlín querido! Debería ser lo contrario —añadí enfadado. —Es verdad, dos días son pocos, pero menos es nada. ¿Y por qué te enfadas? —preguntó. —Tú sabes que a mí también me gusta la montaña, y si pudiera también iría allí para hacer marchas y escalada, y bañarme en el agua heladaU pero Berlín como ciudad exige que estés más

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tiempo para sentir su presencia viva —dije. Se hizo larga la espera, pero una vez que llegamos a la entrada con nuestro ticket formamos un grupo de doce para el ascensor. Subir a esa cúpula que construyó Norman Foster es el orgullo del pueblo alemán, símbolo de transparencia y democracia. Arriba nos inunda la luz del sol, que en ese amplio espacio nos hace sentir libres, disfrutar satisfechos de esas nuevas sensaciones. Se oye a la gente exultante expresarse en distintos idiomas. La musicalidad del italiano nos atrae a todos en primer término. Hemos de seguir ascendiendo a la colmena. Entre los datos, la información y las fotos, mirando tanto hacia el interior como el exterior, no sabemos en qué concentrarnos. Las vistas de la cuidad son sorprendentes, y al querer identificar los edificios y las calles topamos con la Torre de Telecomunicaciones. —¡Ya veo que te sientes atraída por el lado este de Berlín! —¿No ves la esbeltez de la Fernsehturm y allá abajo cómo destaca el ladrillo rojo del Ayuntamiento? —Y señaló a lo lejos extendiendo el brazo. —Sí, de acuerdo —contesté yo— pero a mí me atrae más el verde y el frescor del Tiergarten. Allí, al otro lado de donde estaba el muro, parece que todavía se respira esa ansia de libertad —dije yo. —Y vesU al otro lado de la Puerta de Brandenburgo, en lo alto, ondea la bandera blanquiazul de Rusia, encima de la embajada —sonrió. Y sin parar seguíamos ascendiendo. Lo que más me sorprendía de ella era su amplia sonrisa. Esa sensación de souplesse se

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percibe tan solo allí, encima de la colmena, justo allí, donde dejas que la suave brisa te acaricie y llene tu mente de aires nuevos. —Os envidio —añadía—. La manera extrovertida de los mediterráneos, la variedad de los timbres, la expresividad de vuestras manos, es como ver obras de teatro representadas —dijo ella. —Nosotros admiramos vuestra mesura, la rapidez de vuestras ideas, la suavidad de expresión, y la caricia de vuestras miradas. Vuestros movimientos armoniosos son como escenas del ballet ruso. Son las doce del mediodía. Al acercarnos a la embajada rusa nos sorprendió el tropel de turistas que allí se arremolinaban para curiosear, hacer comentarios y sacar fotos. Dos rusos vestidos de uniforme se paseaban en el interior de la verja sin prestar atención al bullicio de turistas. —Quiero tener unas fotos de recuerdo pero que no salgan militares, no me gustan los uniformes —dijo. —Mira hacia aquí, hazme otra con la bandera si puedes —me rogó por favor. Tras esto, mientras caminábamos por Unter dem Linden, volvíamos a los recuerdos de la historia, de la ciudad dividida; a un lado, asfixiada por la represión de la Stassi; al otro, haciendo uso y abuso de la libertad americana. El tiempo llevaba su ritmo. Un grupo de estudiantes nos guiaba hasta la Humboldt. Dentro olía a comida preparada. Era la hora de la Mensa y nos

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quedamos a comer. Mientras comíamos, recordábamos nuestros viajes, al de Rüdesheim y el del valle del Rin, el de Heidelberg. —¿Y te acuerdas cuando estábamos decididos a hacer el Transiberiano, hasta el lago Baikal? —añadí. Tras la comida paseamos por Bebelplatz y recordamos la quema de los libros. Son las tres de la tarde. Notábamos la fatiga y el calor nos agobiaba. Junto a los canales del Spree había unos asientos de piedra que nos invitaban a reposar y aligerar el cansancio. Buscamos cada uno el acomodo y estábamos tan cerca, que casi podíamos tocarnos. Ella en seguida se abandonó a los brazos del sueño. Por allí, dos jardineros uniformados se ocupaban de sus trabajos. En ese instante, una nube ocultó la intensidad de la luz y así conseguí alcanzar el sueño. Y al poco rato en un claro español oí una voz: —¡A este detenedlo! —apuntó ella con el brazo extendido. —¡Estáis equivocados! —me resistí a uno de los uniformados que se acercaba a detenerme. —¡Entréganos tu pasaporte, dónde están tus papeles! —me ordenaban. —Será a otro a quien buscáis, yo soy un simple estudiante en Berlín este verano —afirmé. —Ni hablas, ni entiendes ruso, ¿qué haces aquí sin los papeles en regla? ¿Cómo has pasado el Muro? —Dejadme en paz un instante y respetad mi rato de siesta —me reafirmé en mi derecho.

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—Te hemos estado siguiendo, y a ella la tienes secuestrada —insistía uno en ruso. —Pero ¿qué estáis tramando? Estáis equivocados, será a otro a quien andáis buscando —insistí. —Vamos a detenerte. Te enviaremos en el Transiberiano para hacer trabajos forzados y allí aprenderás ruso. Tendrás tu permiso en regla y obtendrás tu certificado —añadían insistentemente. —Ni estuve en Lloret de Mar, ni soy de la mafia rusa. Dejadme dormir un rato —insistí. —¡Como no tienes los papeles en regla, ni todavía sabes hablar ruso, te vamos a esposar! Y a lo lejos, en ese instante, se oye al pasar la sirena de la policía que circulaba a gran velocidad. —Pero cuéntame ¿qué es lo que te ha pasado? —insistió ella preocupada. Martínez Alonso, Pedro Jesús

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Más allá de la vida ­ Más acá de la muerte


Cuenta una leyenda oriental que existe un hilo rojo que conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, a pesar del tiempo, del lugar o las circunstancias. El hilo puede tensarse o enredarse pero jamás romperse. Ha corrido mucho el tiempo. Hoy todo es un recuerdo. La vida ha continuado sin contar los pasos. Los caminos han sido muchos, algunos sin destino ¿o sí...? ¡Quién sabe! ¡Cuarenta y siete años ya! Desde la distancia que marca el tiempo se descubren senderos que no se deberían haber pisado y otros que fueron demasiado rápido y que, por ello, no llegaron a un buen puerto. ¡Ay si se pudieran deshacer!.. ¡Volver al camino parado un día!.. ¡Dar marcha atrás al reloj! El primer mes de la primavera de 1 965 mi corazón latía con toda su fuerza. Por un lado, estaba el rebullir de la sangre joven que, como la savia de los árboles, corría acelerada por mis venas abriéndose con alegría a la nueva estación; y por otro lado, coincidía con una fiebre amorosa que brotaba por todos los poros de mi piel. Esto se debía a que a las ventanas de mis ojos se había asomado una persona maravillosa que hacía que mi corazón se moviera a un ritmo acelerado. Jorge había entrado en mi vida. Supe en seguida, desde el primer momento, que él era mi destino. Nuestra relación se había iniciado con visos de futuro y la juventud era nuestro mejor caudal. Él tenía veinticuatro años y yo veintiuno. Era alto; muy atractivo de cuerpo, delgado y firme; moreno de cabello y de piel tostada; con rasgados ojos de mirada profunda y lúcida, tan negros y resplandecientes como el azabache; sus manos morenas, con dedos largos y finos, llamaban la atención por sus elegantes movimientos. Su fuerte y decidida personalidad estaba

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en armonía con su destacado físico. Él era un inteligente y brillante estudiante de ingeniería. Yo, por aquel entonces, trabajaba como secretaria en una empresa de publicidad. Me sentía feliz de estar a su lado, estaba enamorada. Él también guardaba para mí el mismo sentimiento. Todo marchaba perfectamente en nuestra relación, pero, a pesar de ello, el amor que nos unía se rompió. Todo acabó sin un adiós, la culpa fue de un injustificado ataque de celos que nos separó. ¡Ay los celos... siempre tan injustos! La vida continuó para ambos, cada uno por su lado. No debía haber sido así, pero lo fue. Lo cierto es que la relación terminó de manera indebida y dolorosa. A pesar de ello, él siempre permaneció agazapado dentro de un pliegue de mi corazón, saliendo de cuando en cuando para recordarme que mi amor por él continuaba vivo. Cierto día del mes de Mayo del 201 2, cuando en la noche me iba a dormir, su nombre empezó a brincar insistentemente dentro de mi cabeza. Tuve la sensación de que él me estaba llamando. Era como si me estuviera diciendo ¡búscameU búscame! Al día siguiente miraría por internet e intentaría localizarlo. Si lo encontraba, habría llegado el momento de que pudiéramos perdonarnos aquella estúpida ruptura. Y, aunque él tuviera su vida organizada, intentaría verlo y hablar con él para darnos al menos un abrazo. Después de aquello, ocultaría mis lágrimas y le diría adiós. Por la mañana, lo primero que hice al levantarme fue conectar el ordenador y escribir su nombre en el navegador, convencida de que lo encontraría. Inmediatamente, la pantalla me ofreció un listado con el nombre de personas que se llamaban como él: Jorge Pardo. De pronto sentí como si alguien hubiera golpeado

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con un mazo de hierro mi cabeza, a la vez que una daga invisible se clavara en el centro de mi pecho ¡Allí estaba su esquela! Había fallecido unos años atrás. Mis ojos empezaron a derramar torrentes de lágrimas, no me lo podía creer, no era posible. Secaba mis ojos con rabia, para poder leer bien la esquela pues mis lágrimas distorsionaban las letras y no me permitían ver correctamente los datos. La leía una y otra vez, tratando de convencerme de que era mentira, pero todo coincidía. No había vuelta de hoja ¡Era él! Lloré, lloré y lloré porque no podía dar marcha atrás al reloj, retroceder al camino detenido hace años y estar junto a él de nuevo. Me propuse localizar a alguien de su familia para que me confirmara su fallecimiento. Encontré a su hermana, que me lo corroboró. Dadas las circunstancias, lo único que yo quería era recuperar algo de su vida, fotos, conocer cuál había sido su trayectoria y saber dónde estaban sus restos para llevarle una flor y poder decirle, delante de su tumba, que le amaba todavía. Caí en una terrible depresión, mi gente se preocupó por mí más, no podían ayudarme. Yo no veía salida a mi desesperación y ¡tampoco quería salir de ella! Solo deseaba irme junto a él. Así pues, únicamente me quedaba rogar a Dios y dando gritos le pedí que me permitiera verle una vez más, aunque fuera en sueños, pero con la condición de que me despertara inmediatamente para poder recordarle. Dios, por una vez, me escuchó; el 1 4 de Julio, fecha en que se cumplía el aniversario de su fallecimiento, me fui a descansar tras trabajar durante horas ante el ordenador. Eran las dos de la madrugada. No hice más que posar mi cabeza sobre la almohada y empecé a relajarme. De repente, me encontré en una habitación que no conocía, nunca había estado en ella.

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—Esta es su habitación, se ha marchado sin hacer la cama —dijo una voz de mujer cuya presencia no vi. —No importa —respondí—. ¡Yo se la arreglo! No supe quién me hablaba y, aunque no pronunció nombre alguno, tuve la certeza desde el primer segundo de que era la habitación de estudiante de Jorge. Me incliné sobre la cama, con intención de estirar sus sábanas, y de pronto él apareció a mi lado, tiró de mi mano, me llevó hacia él, rodeó mi cuerpo con sus cálidos brazos y muy suavemente posó sus labios sobre los míos. Era completamente sólido, tenía cuerpo como yo, ¿acaso era yo la que estaba en espíritu como él? En todo momento sentí la fuerza de sus brazos y la presión de sus labios sobre los míos. La inesperada sorpresa me llenó de emoción y reaccioné llorando desconsoladamente sobre su hombro. No hubo palabras ni por su parte ni por la mía, solo el intenso abrazo y el dulce beso de amor. Mis lágrimas en torrente, corriendo por mis mejillas, me hicieron regresar de inmediato a mi lecho. Supe que aquello no había sido un sueño. Jorge me había buscado, quería hacerme saber que también me mantenía en su corazón. Después de esto, ya no me quedaron dudas: a pesar de habernos separado aquel día de Julio de 1 965 también él permanecía fiel con sus profundos y sinceros sentimientos hacia mí. Yo le sigo amando y sé que la muerte no existe. Jorge vino para decírmelo. Continué llorando hasta que me quedé dormida. Sobre las seis de la madrugada, me desperté y recordé con toda intensidad aquel mágico encuentro. De manera inesperada abandoné nuevamente mi cuerpo y aparecí en una casa, de la que solo supe de manera intuitiva, que estaba cerca del mar.

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Posteriormente me di cuenta de que otra vez me había llevado a su casa, esta vez a Valencia, en la que vivía cuando falleció. Allí había una mujer vestida de azul dándome la espalda que, sin mirarme, abrió los brazos y con el dedo índice de su mano derecha señaló un espacio vacío entre dos puertas cerradas. "Va a venir otra vez a verte", me dijo, sin volverse siquiera hacia mí. Acto seguido, la mujer desapareció y allí, en el lugar señalado, pude ver a Jorge. Nos habíamos vuelto a encontrar y, por segunda vez, nos fundimos en un abrazo. —Me tengo que irU ¡me tengo que ir!.. —me decía mientras me abrazaba. —No ¡por favor no te vayasU no te vayas! Solo duró unos segundos. Los dos repetíamos a toda velocidad las mismas palabras, montando nuestra voz una sobre la otra. No tuve tiempo para decir que todavía le amaba. Repentinamente se disolvió entre mis brazos. Tras esto, llorando con desconsuelo, regresé a mi lecho a encontrarme con mi cuerpo, que permanecía acostado. A partir de ese momento he sentido su presencia a mi lado constantemente hasta el día de hoy. Caricias en mis mejillas, que eran como el suave roce de una pluma de ave; toques afectuosos en el cabello; pequeños objetos que se caían al suelo; sombras que visualizaba con el rabillo del ojo. Lo más esclarecedor era que cada vez que lloraba por no haberle podido encontrar con vida sonaba el teléfono sin que hubiera nadie al otro lado de la línea. Eran llamadas que llegaban desde un número inexistente. Así, una sola y corta timbrada que entrechocaba como un eco extraño y opaco, una resonancia

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diferente, no usual a la vibración o tintineo habitual del aparato, me hacía notar que él estaba ahí. Sabía que era su señal. Por ello, a cada eco, yo respondía: “¡Gracias, mi amor, sé que eres tú!”. Aquellas dos experiencias me demostraron que nuestro encuentro no había sido un sueño ni una divagación mental y sí una cita en otra dimensión. Me llevó a dos espacios diferentes que fueron sus residencias y lo hizo para que yo pudiera corroborar con su familia, la verdadera existencia de los dos lugares. Hablé con su hermana y me confirmó punto por punto lo que había visto; la habitación era la que ocupaba Jorge en la casa de sus padres cuando era estudiante. Del mismo modo me ratificó que en la casa que Jorge tenía en la playa había un distribuidor con dos puertas bastante próximas. Después de esto ya no me quedó ninguna duda de que este hecho tan fantástico ocurrió en realidad. Me hubiera gustado confesarle que su hermano había contactado conmigo, que la muerte no existe, que él aún vivía; pero aquel reencuentro nos pertenecía solo a nosotros dos. A partir de aquí, cada vez con mayor frecuencia, mi vida fue mejorando poco a poco. Tengo la certeza de que él sabía que su presencia me ayudaría a seguir adelante. Sus llamadas sin respuesta acudían como un abrazo tranquilizador cada vez que los sollozos me impedían respirar. Era su forma de hacerme saber que no estaba sola, que le tenía a mi lado. Me acostumbré a su presencia. Jorge formaba parte de mi vida día a día. Le sentía constantemente en el fondo de mi corazón, aunque nunca interfirió en los acontecimientos de mi mundo exterior. Sin embargo, una mañana en la playa, jugando en la

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arena, perdí un anillo de poco valor pero de alta estima. Lo había comprado en un mercadillo. Era de esmalte negro y con dos pececillos que por la noche brillaban. Sentí rabia por haberlo extraviado. Se me ocurrió acudir por la noche al centro de la ciudad, donde había un mercadillo permanente; era muy probable que pudiera comprar otro igual. Recorrí todo el paseo preguntando de puesto en puesto pero, a pesar del insistente sondeo, no lo encontré. Cuando me dirigía resignada al aparcamiento para retirar el coche, me fijé en que, alejado del paseo y separado del resto de las tiendecillas, había un pequeño punto de venta, sumido en la penumbra, casi invisible debido a la escasa y mortecina luz, que provenía de un tímido farolillo. Algo me empujaba a que me acercara a la oscuridad, era la última oportunidad de encontrar mis pececitos. Finalmente, en aquel discreto soporte que hacía de mostrador, encontré el anillo con los peces, pero había algo más. Algo muy significativo que me dejó absolutamente impactada. Junto al anillo de los peces, había otro que me esperaba. Solamente había uno y era para mí. Este otro anillo tenía dos pequeñas estrellitas juntas que brillaban en la oscuridad de la noche. Inmediatamente y sin lugar a dudas, me di cuenta de que, esta vez, Jorge se había manifestado interfiriendo en los acontecimientos de mi mundo, haciéndome ir al lugar en el que estaba el anillo que hoy luce en mi dedo anular. Fue entonces cuando recordé mi poema, aquel poema que le había dedicado un mes atrás: Supe que eras una estrella brillante en el firmamento. Lloré mi tristeza, por no haber podido abrazar tu cuerpo y besar tus labios. Desde lo alto, viste mi dolor y me convertiste en espíritu para llevarme hasta tu refugio.

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Ahora solo quiero convertirme también en estrella, para brillar junto a ti. Y escondidos tras una nube, besándonos como no lo hicimos antes. Enviaremos guiños a los enamorados de la tierra. Esta era su respuesta, su forma de darme las gracias por aquella muestra de amor. Observar aquel anillo estrellado sobre el lúgubre mostrador me demostró que también él quería brillar junto a mí. Hubiera comprado el anillo fuera cual fuese su precio. Jorge había colocado aquella sortija en mi camino, un camino que me conducía una y otra vez hacia él. Jorge también ha ido situando delante de mí a personas que inconscientemente me traían mensajes que solamente yo podía entender. Me ha colocado ante objetos que hablaban, sin que nadie pudiera percatarse de ello, como claves secretas diseñadas solo para mí. Hoy voy a visitar su tumba. Siento la necesidad imperiosa de hacerlo, sé que él desea que vaya porque con sus mensajes ocultos me ha empujado hasta el lugar. Puede que descienda de su estrella por un momento para estar a mi lado. Yo acariciaré en el mármol las letras que componen su nombre y besaré la rosa que depositaré para él sobre la piedra, como lazo de nuestro amor. Muchas personas al abandonar este mundo para adentrarse en la vida verdadera se llevan asuntos pendientes de solucionar. En el caso de Jorge, el asunto que le obligaba a mantenerse vinculado a esta realidad era yo. Quiso volver para restañar la herida de aquel tiempo abandonado. Finalmente nos hemos

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encontrado y nos hemos declarado amor eterno. Ahora, ya no percibo la caricia de sus dedos deslizándose por mis mejillas, ni su mano rozando mi cabello, no veo la sombra esquiva que delataba su presencia. Tampoco suena la llamada inconfundible en el teléfono, ha regresado a las alturas, sabiendo que la herida ya no sangra, dejándome veredas abiertas para que yo camine libremente; abriéndome los ojos hacia otras realidades. Su corazón de éter se ha liberado porque sabe que le amo. Ha regresado a su estrella tras comprobar que mi alma se había tranquilizado, al demostrarme que continuábamos siendo el uno del otro, con la certeza de que nos volveremos a encontrar para estar definitivamente juntos. Yo continuaré guardando sus fotos debajo de mi almohada, para que, siempre que quiera, pueda volver a adentrarse en mis sueños. Ha pasado el tiempo. Finalmente quise contrastar con su hermana la existencia de los dos espacios en los que nos encontramos. Ella me confirmó punto por punto todo lo que yo había visto, así como que la ropa que él vestía cuando vino a verme era la habitual en su guardarropa. Los mueblesU las casasU todo. Yo sabía que el encuentro había sido real, no me quedaba duda. Solamente me queda transmitir un grito de esperanza ¡La muerte no existe! Martínez Grimaldo, María José

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El Ganapia


Me llaman el Ganapia, porque soy muy grande para mi edad, fuerte y peludo como un gorila. Los demás chicos son como monitos, les doy miedo y están pendientes de mí. Todo esto me gusta porque con mi pandilla me siento como un rey. Eso sí, no aguanto a los traidores ni a los chivatos, a esos los pateo. Mi compa de verdad es Faustino, es como un socio y juntos nos lo pasamos de miedo. Es listo como un ratón, yo me fio de él. Se entera de las cosas y me las cuenta. Hoy está muy pesado con que ha llegado al barrio un chaval nuevo, es muy raro, repite. Faustino es menudo, me da mucha pena porque ha nacido con los pulmones encogidos, de pronto se ahoga, respira dando silbidos y abre la boca como un pez fuera del agua. Supongo que me admira porque yo tengo una espalda ancha y los pulmones grandes. A mí, mi socio me hace gracia, es pecoso y muy pelirrojo como un muñeco de títeres. Cuando se cansa demasiado y le da el ataque me lo cargo a mi espalda y lo llevó a su casa. Se abraza a mi cuello como si yo fuera un poste. Mientras caminamos le cuento chistes y cosas picantes porque él se asusta mucho y tiene temblores. Su padre trabaja en la Renfe y, me cuenta mi amigo, cuando vuelve del trabajo huele mucho a vino. Aparte de fuerte, a mí, a pedradas no me gana nadie. Tengo un tirachinas con el que tiro las piedras lejos y donde quiero. Por esto siempre llevo munición en el bolsillo. Una pedrada bien

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grande se la guardo para el profe "ojodevaso". Le llamamos así porque tiene un ojo de cristal; se le nota mucho. Ojodevaso me trata mal delante de todos y me ha dado más de una bofetada en la clase. No lo aguanto, le tengo guardada una buena. Además me encabrona con mi padre con que soy un zoquete, un vago, que volveré a repetir curso, que soy sucio y manoseo a las chicas. Cuando entrego las malas notas del cole a mi padre, le cuento una y otra vez que el profe es una mierda que me tiene ojeriza. Mi padre, sobre todo si está mamá delante, parece que se enfada mucho, grita y golpea la mesa, pero luego se olvida pronto. Uno de la pandilla me viene con que el nuevo es muy rubio. ¡Y a mí que! Hace un par de semanas, después de una bronca de las grandes, mi padre esperó a que mamá se fuera a su trabajo en la Textil y se sentó a mi lado en la cocina. Ya apaciguado, me contó que en la guerra, aprovechando un bombardeo, estuvo a punto de vengarse de su cabo para siempre. Tenía muy mala leche y se lo hacía pasar fatal en la instrucción, con patadas y eso. Menos mal, contó, que no hizo una tontería porque aquel hombre, más tarde, en el Ebro, le salvó la vida más de una vez. Fui tan idiota, dijo mi padre, que no me di cuenta que el cabo tan odiado lo único que quería con la jodida instrucción era enseñarme a salvar el pellejo. Me contó que al terminar la guerra buscó al cabo con muchas ganas, pero ya no lo encontró. Yo le he dado muchas vueltas a esta historia, pero mi profe no es como el cabo. Ojodevaso tendrá que ponerse otra bola de cristal en la cara.

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Escuchando lo que me cuentan otros chavales, yo creo que mi padre no es un mal tío. Además soy su colega ayudándole a reparar la Harley que compró a un cliente de su chatarrería. Aprendo mucho de motos. Faustino hace de vigía cuando tramamos un ataque en el barrio. Esperamos al niño pijo ese de la bicicleta nueva y le pregunto dos veces si me la dejaU A la tercera, si no quiere, le empujó y ya está. Otras veces les saco pelas a los pijines con chaqueta de botones dorados. Odio los botones dorados. Mientras tanto mi ayudante vigila en la esquina para que no nos pille alguien que nos pueda complicar la vida. Con las ganancias, a veces, invitamos a las putas viejas en las calles del barrio chino. El otro día conocimos a Rosarito; no era muy vieja, más joven que mi madre. La invitamos a moscatel y nos dejó tocar sus pechos. Estaban calentitos. Faustino lleva unos días dándome la barrila con lo del “nuevo”. —Tienes que verlo, Ganapia, no es como otros que han llegado, no, este me da que es diferente. Las nenas dicen que es guapo y que habla muy fino. —Me lo imagino, un blandengue. Yo no soy guapo, ni falta que me hace. Tengo granos en la cara, los dientes torcidos y me rio mal, mi madre dice que abro demasiado la boca y enseño hasta la campanilla. Me da igual, chicas no me han de faltar que por algo soy el rey. Además, todavía no he visto una que me guste de verdad, una chavala como las que salen en las pelis que echan en el Odeón, ese cine en el que nos colamos cuando queremos porque mi tío es

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acomodador. Mi compa no es tonto y conviene hacerle caso. Como se pone plasta con lo del nuevo nos vamos a la plaza donde dice que aparece por la noche de los viernes. Cuando cruzamos la esquina que da a la plaza veo a muchos chicos. Los conozco, muchos son del cole. Están sentados en círculo y en el centro hay un tío alto, delgado. Faustino me lo enseña. —Míralo, ¿a que es diferente? Sí, tiene razón, es diferente. Como un príncipe de las pelis de color. Alto y espigado, lleva unas botas altas marrones, relucientes, un pantalón negro planchado y una cazadora de piel, ¡qué cazadora!, como las de aviador americano. Está de espaldas y puedo ver que tiene melena. Le comento a Faustino: “seguro que es mariquita”. Lo digo alto para que se enteren todos. Nadie parece oírme. Él les está explicando algo de tribus, de safaris, de África, de ríos y lagos como mares y de viajes, yo que sé. Habla pausado con un acento raro y los tiene a todos embobados. Esto me enfada mucho, nadie me mira, es como si yo no hubiera llegado. Estoy harto de verle el culo. Cojo un par de piedras del bolsillo y se las tiro para hacerme notar. La primera le da en la espalda. Apunto más alto y le doy en la nuca. Todos saben ya que estoy ahí. Les oigo cacarear como gallinas y el figurín se vuelve despacio, veo su nariz afilada, su melena rubia peinadita, con raya en el medio, como los indios pero en rubio, y me sonríe con la boca entreabierta. Le miro los dientes, tan blancos y

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alineados, y no tiene un puñetero grano en su cara huesuda. Viene hacia mí y alarga su brazo, como para darme la mano el muy tontaina. Doy un paso atrás. —¿Qué tonterías les estás contando? Tienes a estos pobres como embobados —le digo mirándolo de abajo a arriba. Él me mira un rato sin cambiar de cara. Después se atreve a invitarnos a quedarnos. —Nos contamos viajes y aventuras, si quieres puedes contarles algo. Esto me hace sentir mal, como una mierda, como cuando me regaña el ojo de vaso. —Puedo contarles como le di una patada en el estómago a un redicho marica como tú, ¿vale? Él, con cara tranquila, se pone serio y me suelta: —Esto es una necedad —Y, tras un “perdona”, el muy cabrito me da la espalda. Podría cogerle por el cuello y tirarlo al suelo, pero yo no ataco por la espalda. Siento la mano de Faustino en mi hombro. —Podías haberles contado cosas de la moto —me dice. —¡Bah!, déjalo, vámonos —respondo, apartando su mano de mi hombro. Mientras nos vamos, caminando deprisa, Faustino me pregunta:

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—Oye Ganapia, ¿qué significa lo de la necedad? Me callo y maldigo las palabras. —A ésta y a todas que me das —respondo. Han terminado las vacaciones de Navidad. El marica ese va al cole de los curas. Estoy harto de oír hablar de él, que en su cole es el primero de la clase, que las nenas se lo rifan y cosas así. Lo que más me reconcome son las historias que cuenta. Cada vez van más monitos a escucharle. Les encandila hablándoles de coches, de aviones. ¡Já! De motos no sabe nada. Estoy seguro de que les cuenta muchas mentiras. Se atreve a decir que allí donde vivió, antes de la guerra, montaba un caballo negro, ¡el muy pedorro! La verdad es que los corderitos parece que no me miran como antes. No me tienen respeto y lo peor es que me huelo que Faustino, el muy traidor, también ha estado escuchando al blandengue en la plaza. Lo digo porque mi compa a veces dice palabras raras que no entiendo, y esto para mí es como una pedrada en pleno ojo. Al marica ese lo espío por la calle. Yo diría que anda raro cuando lo miran. —Estoy harto, no aguanto más. Le espero escondido en un portal y, como en las pelis del oeste, le suelto en sus lindos morritos de tebeo:

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—Si te atreves, el viernes a las ocho de la noche en la riera. Él me mira sin decir ni “mu”, como aquella vez en la plaza. Yo creo que se queda mudo de miedo, pero no estoy seguro del todo. —Ya verás como no se atreve a ir —le digo, y Faustino dice que sí, que irá, que éste es diferente y no se lo imagina huyendo como un conejo asustado. Mi ratón es listo y no se equivoca. Media hora antes de las ocho del viernes ya estamos en la riera. Faustino se esconde detrás de unos matorrales. Yo le espero un poco más arriba, en el claro de una loma. Tengo mi tirachinas con municiones en el bolsillo. Nunca se sabe. El rubiales es puntual, aparece en la riera con sus botas brillantes y su cazadora, como un figurín. Cuando le veo voy hacia él y le chillo: —Quiero que dejes a mis chicos tranquilos, o sea, que lo de las charlitas en la plaza se acabó, ¿entendido? Mientras yo hablaba, él negaba con la cabeza. —¿Vale? —Ahora sí me contesta. —Ya estoy aquí, dime lo que quieres, pero habla, no rebuznes. No le dejo continuar, le arreo un sopapo y lo tumbo, le voy a dar

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una patada pero me coge de las piernas y me voy al suelo. Nos levantamos los dos y le intento arrear pero es muy escurridizo. Por fin le pillo con el puño en toda la cara y se cae como un trapo. Cojo una piedra grande, me siento sobre su barriga y levanto la mano. Noto que tiembla, lloriquea, me mira con los ojos muy abiertos y gime como una nena, ahora el parlanchín solo sabe decir “estás loco”. Le miro fijo, veo sus mejillas rojas, el sudor de su frente huele a menta, y siento que pasa algo extraño. Como si fuera un chucho, lamo su sudor y las lágrimas de su piel fina. Noto la sal en mi boca. Él, con los ojos muy abiertos, me mira callado. Viéndole así desde arriba, me viene una flojera, tiro el pedrusco, lo sujeto por las muñecas, y le grito lo que quiero, que me enseñe a hablar, que me explique historias a mí solo para que yo las cuente a los chicos, que me enseñe a sonreír, a oler bien y a conquistar a las chicas que me gusten. —¡Ah! Y quiero tu cazadora. Él no deja de repetir “vale, tranquilo, vale”, como un lorito. Entonces le mando que lo jure por su madre, por su padre, por lo que más quiera, y él con su voz de cantante repite, “sí, sí, vale, lo juro”. Le advierto de que si no cumple le cortaré la cabellera como hacían los comanches y él me corrige “los cheroquis. Los comanches no cortaban cabelleras”. Y me gusta saberlo, pero no me río. Nos levantamos. Le digo: “venga, la cazadora”. Me la da y se va corriendo. Le chillo, “oye tú, por qué andas raro” y después de un rato me contesta, “soy cojo”. “Yo sé mucho de motos”, le grito al cielo y con el tirachinas tiro

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una piedra hacia arriba, muy alto, como si fuera a darle a un sputnik. Faustino, siempre alerta, aparece de entre los matorrales: —¡Hostia la cazadora de Tasio, qué cojonuda! Le has ganado, ¿no? —Hombre, claro —contesto y le pregunto: “sabías que el niñato eseU Tacio, es cojo”. —Claro que lo sabía, ¿y qué? —me contesta. Y en plan respondón me corrige —y se llama Tasio, no Tacio. —Anda súbete, como si fueras un cuatrero —y cargándome a Faustino a mi espalda nos vamos al barrio. Cuesta abajo repito, como si fuera una canción —Tasio, Tasio, Tasio— y me viene a la cabeza la historia del cabo aquel, el que mi padre no pudo encontrar. Marull Moreno, Carlos

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Pablo y Marlen


Ocurrió en un país muy cercano del cual me acuerdo perfectamente. A principios de los años 50 del pasado siglo la vida en el país del que hablamos era difícil para la mayoría de sus habitantes. Después de una guerra y una posguerra las dificultades se agolpaban en los seres humanos que en él vivían; quienes buscaron y encontraron calma para su paz interior después de tanta sinrazón fueron aquellos que, por sus principios y su ética, se apoyaban en las pequeñas cosas de la vida: la alegría de vivir, de disfrutar saboreando las fuentes del conocimiento y de la cultura, incluso de lo lúdico o lo trivial, trabajando con la ilusión del sosiego y la esperanza. El esfuerzo era duro, pero la recompensa era mejor. Una merienda en el campo con la familia y los amigos —aunque solo hubiese una tortilla de patatas que repartir entre muchos—, un buen libro entre las manos —también los prohibidos conseguidos vaya usted a saber cómo—, una música o un programa de radio que escuchaban atentamente todos los miembros de una casaU eran suficientes para arrancar una sonrisa y darle sentido a aquellas vidas masacradas por la guerra cainita y el dictador salva-patrias que pretendía ahogarlos con mentiras redentoras. María se encontraba en una cama de hospital, su delicada enfermedad le hacía presentir lo peor. Entre sus brazos, un bebé que los médicos aconsejaron separar de su lado mientras persistiera la gravedad. Junto a ella, su mejor amiga le daba cariño, ánimo y buenos augurios. ¡Se querían tanto..! —Sofía, si me ocurre algo, por favor cuida de la niña, quiero que esté siempre contigo, en ti es en quien más confío. —No te preocupes, pronto estarás bien y disfrutarás de ella,

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¡qué bonita es! Ahora descansa y no pienses en esas cosas. —Sí, de acuerdo, pero dime que Marlen se quedará contigo cuando yo me vayaU Con lágrimas en los ojos Sofía asintió, prometió, abrazó, besó y guardó en su corazón las palabras de su amiga mientras abandonaba aquella fría sala de hospital. Su hermano Pepe era marido de María; también eran cuñadas. Todos eran de la misma pandilla de amigos, donde unos y otros se conocen, se enamoran, se divierten, ríen y sufren juntos. El tiempo pasó y ocurrió lo peor. María, con solo 29 años, moría en la cama, lejos de su niñita que ya estaba en los brazos de Sofía. —Prometí a María cuidar de ella toda la vida y así lo haré —decía a sus dos hermanos solteros con los que vivía. —Sí, Sofía, pero tú eres joven, y con la niña nunca encontrarás novio, nadie creerá que no es tuya, debes dejar que su papá cuide de ella. —No, no lo haré, él también es joven y pronto encontrará otra mujer. Fue a mí a quién María encomendó esta criatura y con ella viviré toda la vida. Quienes rodeaban a aquella familia atípica, que componían tres personas solteras y una niña de apenas dos años, a la que cuidaban con mimo, esmero, dedicación y ternura, se hacían preguntas continuamente: —¡Pobrecita, sin mamá y tan pequeña! —decían unos. —¿Porqué no estará con su papá? —se preguntaban otros. —¿Será hija de alguno de ellosU? —los peor intencionados.

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—¿Cómo podrán cuidarla si los tres trabajan? Pero aquellos comentarios no tenían sentido para sus tíos; hacían oídos sordos. Solo les importaba “su niña”, “LA NIÑA” con mayúsculas, como ellos la llamaban. Por ella vivían, luchaban, se turnaban para cuidarla, organizaban como podían los horarios de trabajo, de diversiónU Incluso se ingeniaban unas pequeñas vacaciones en un pueblito de la sierra para poderla llevar a tomar aire puro, viajando en incómodos autobuses de línea y alquilando habitaciones en una casa de pueblo (¡qué gracia!, ahora diríamos "turismo rural"U) O llevándola a que conociese el mar por primera vez; aunque la situación fue agridulce para Marlen, pues con el nerviosismo y la algarabía de presenciar aquella grandeza que contemplaban sus ojitos no prestó atención a sus juguetes, que reposaban tranquilos en la orilla, y una ola muy osada se apoderó de ellosU Todas las “proezas veraniegas” suponían un gran esfuerzo para la familia, pero la alegría que sentían al ver disfrutar a LA NIÑA les hacía olvidar cualquier sacrificio. Asumieron con ternura, amor y generosidad el regalo de la criatura que el destino había depositado en sus manos y de la cual no iban a separarse jamás. Marlen crecía en un ambiente maravilloso, sin ser consciente de lo singular de su vida y su situación. Tenía todo lo que necesitaba una niña de su edad, sin faltarle de nada a pesar de las vicisitudes en las que se encontraban sus “amados tíos”. Su papá la visitaba con frecuencia y la quería con locura, aunque su vida era otra, lejos de ella pero cercano siempre que podía.

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Cuando Marlen comenzó el colegio, notaba alguna diferencia con otras niñas; todas tenían un papá y una mamá, pero ellaU ¡tenía mucho más! Su tía Sofía, su tío Pablo, su tía Ángela y también ¡un papá! ¡Qué suerte! Cada uno de ellos le ofrecía algo precioso. Y no riquezas materiales —que también las había cuando ahorraban unas pesetillas— lo mejor de todo es que aquellos regalos eran valores incalculables, la base y los principios para vivir una vida plena. Tesoros que durante toda su existencia Marlen guardó como perlas preciosas. Y que le dieron la fuerza para sobreponerse a dificultades, para saborear los buenos momentos, para disfrutar de las pequeñas cosas, también de las grandes, de las conseguidas con esfuerzo. Hay que decir, no obstante, que los comentarios crueles de otros niños le causaban tristeza y dolor a la pequeña “huérfana” de nuestro cuento, aunque esa palabra para ella no tuviese sentido, ya que encontraba en su entorno familiar voces de aliento y alivio, pues para todos ellos era costumbre conversar y comunicarse, contárselo todo. De este modo, pronto se despejaban sus dudas y sinsabores con amor y sinceridad. ¡Qué importante fue también para ella encontrar respuesta a sus preguntas interiores o a sus inquietudes! Los libros ofrecidos por su tío Pablo le proporcionaban interés y placer por descubrir. Siempre recordará especialmente a Lorca, cuando en casa se escuchaban sus versos, sus canciones para niños, se leían sus obras de teatro. Claro que había quien protestaba y decía: “¡cómo le enseñas eso a LA NIÑA!” ¡Prohibido Federico!.. —¡Pobre Federico! ¡Qué poco nos duró! ¡Qué pérdida tan cruel! ¡Qué injusticia privar a un ser humano de su vida, de su palabra grácil, afable, precisa y generosa, dulce y cercana, amarga y

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sensataU ¡Qué pérdida! O cuando Marlen escuchaba tanta música que le envolvía en su ensoñación de adolescencia. La música clásica, el jazz o la copla le transportaban a mundos maravillosos que le hacían volar de acá para allá. Sonidos y sensaciones que estaban presentes en su vivir cotidiano. El descubrimiento de museos los domingos por la mañana, El Prado, El Lázaro GaldianoU eran a veces tediosos, por aquello de que había que madrugarU ¿Y después?... ¡Cuántas cosas descubría! Tantas que, hoy, en la lentitud de la vida, recuerda con nostalgiaUy agradece en el alma los pasos que de niña le llevaban por salas tan entrañables que ahora reconoce como “suyas”. Imborrable para Marlen fue el primer día que asistió a una representación teatral. Con apenas quince años su tío Pablo le dijo: “vamos a ir al teatro, te compraré unos zapatos de tacón para que parezcas mayor y puedas entrar, debes arreglarte como una señorita”. La obra, Maribel y la extraña familia de Miguel Mihura (el título, no el argumento, parecía hecho a propósito para los protagonistas de nuestro cuentoU) ¡y con aquel elenco de actores! Julia Caba Alba, Mª Luisa Ponte, Irene Gutiérrez Caba, Laly Soldevilla y otrosU ¡Oh, qué buen momento! ¡Cómo disfrutaron los dos! Había tradición familiar, ya el abuelo escribía, las primas representaban, los tíos asistían a los espectáculos y leían, los sobrinos y algunos de los nietos después fueron actores. Entrar en este mundo mágico del teatro fue para ella uno de los mejores placeres de la vida, junto con la lectura y la música.

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Sofía encontró novio a pesar de los malos augurios, un hombre bueno y generoso. Y para los dos hijos que tuvieron, Marlen fue la hermana mayor. Su niña, LA NIÑA, la llamó mamá hasta que murió, ¡era su madre! No le dio la vida de su vientre, pero se la dedicó en toda su plenitud. Su tía Ángela fue la voz de la conciencia, siempre crítica, inquisidora a veces, esa voz que nunca se quiere escuchar, pero que persiste en el tiempoU Para su papá, Marlen era “SU HIJA”, que parecía que no hubiese más, a pesar de los otros tres que vinieron al mundo con su segunda esposa. Su tío Pablo fue para ella el gran pilar de su vida, el amigo, el tutor, el padre cercano, el cómplice, el compañero inseparable en quien la criatura ponía toda su confianza. ¡Tanto amor y comprensión, que los años junto a él fueron maravillosos! La homosexualidad que él ocultó toda su vida por pudor y de la que Marlen no fue consciente hasta alcanzar la madurez; le dio más valor al ser humano que su tío llevaba dentro, por lo denostado de su condición. Él supo llevar una vida digna, demostrando tal integridad moral y generosidad, que no puede compararse con ninguna otra persona diferente o igual a él. Fueron muy importantes los consejos que le ofreció en sus primeros escarceos amorosos o en los primeros problemas propios de la adolescencia; cuidaba con mimo sus primeras salidas sola, de una forma muy especial, le daba pautas a seguir pero también confianza, sin represión, solo advirtiéndole de posibles peligros y pidiéndole respeto para quienes desde casa la esperaban con inquietud. Por eso, ante cualquier retraso

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imprevisto, Marlen llamaba por teléfono y siempre decía dónde y con quién iba, nunca hubo mentiras. Esto hizo que su libertad fuese envidiada por sus amigas, pues en aquella época la prohibición y el castigo estaban a la orden del día. LA NIÑA aprendió a bailar y a saborear la música de la mano de PabloU ¡Toda una experiencia imborrable! Cuidó de ella proporcionándole estudios, apoyos, palabras de aliento, amor y cariño hasta que Marlen decidió formar su propia familia. A pesar de ello, siempre estuvieron cerca. Es cierto que para nuestra protagonista las primeras etapas de su vida fueron casi un camino de rosas, pero en la edad adulta comenzaron a surgir algunas dificultades que, tratadas con la complicidad de ambos, se solventaron con éxito. Sin moraleja de cuento, que no lo necesita, este pequeño relato solo pretende llegar a la reflexión de que un niño, un adolescente, puede ser feliz en cualquier ámbito familiar donde exista el respeto, la comprensión, el diálogo, el amor, la enseñanza y la capacidad de comprender al otro, para crecer sin traumas ni prejuicios. Una base humanista, en el más puro y amplio sentido de la palabra, es lo que Marlen recibió. Menéndez de la Cuesta Valls, María Isabel

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La Reina de las avispas


(Basado en una historia real) A partir del mes de junio Marina se iba a vivir al chalet de la sierra y estaba allí hasta final de septiembre. Se iba sola, por el verano tenía menos actos culturales, menos cursos que atender, y además no le apetecía estar en la casa de Madrid, compartida con su marido, del que ya hacía tiempo que se había separado, aunque seguían ocupando la misma vivienda. Así que, como todos los años, había dado instrucciones a la señora de la limpieza para que atendiera la casa, y le informara de cualquier cosa que no le gustara acerca de los niños. De la compra y la comida se ocupaba él, en el fin de semana. Los días que no abría la Bolsa, no tenía nada que hacer. En el chalet, ella lo hacía todo, le gustaba limpiar la casa de vez en cuando; solo tenía un jardinero que también se ocupaba de la piscina. Cuatro meses para ella sola. Tenía empezada una novela, y ya iba siendo hora de terminarla. Allí nadie iba a interrumpir su dedicación.

Primera semana. El jardín estaba perfecto, verde intenso, los setos cortados, los rosales en diversos grados de floración. Un pétalo blanco cayó sobre el césped verde. La piscina azul turquesa, en cuyas aguas se mecía un ligero viento que aliviaba el calor de la canícula, resplandecía. Marina, tumbada en una hamaca, evocaba una de las piscinas californianas de David Hockney. Pero allí había algo que en las obras del británico no se veía; un toque negro-amarillo. Un grupo de avispas parecían formar un comité de recepción justo en el primer nivel de escalones del

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acceso al agua. Los bichejos iban a beber, pero a Marina le producían cierta inquietud. El jardinero decía que solo picaban si se sentían amenazadas y la única forma de acabar con ellas era destruyendo los avisperos. Lo cual, además de peligroso, requería tenerlos a todos localizados y, en una cubierta de tejas, era poco menos que imposible. —Bueno, pondré trampas colgadas de los árboles y compraré un flotador para el agua con un producto que, según el fabricante, parece ser que las ahuyenta —dijo el jardinero. —Muy bien, no voy a estropearme el verano por unas avispas —pensó Marina. Y volvió a deleitarse con la idea de estar sola, completar y repasar todos los textos que había iniciado y empezar algunos más de los que solo tenía la idea. La vecina de la casa de al lado también pasaba los veranos allí. Se había quedado viuda y los hijos no le prestaban mucha atención. Marina a veces la había llevado al pueblo para comprar y charlaba con ella de vez en cuando. —Marina, me tienen desesperada las avispas —dijo al llegar al jardín—, ya veo que tú también tienes, pero lo mío es horrible, tienen formado un manto sobre la piscina; como no se ha limpiado desde que murió PedroU ¡Pobrecito mío!, si me viera sola atendiendo a todo, ¡qué desgracia! Lloraba amargamente. —Venga Luisa, no te pongas así, le diré a Edgar que te la limpie el próximo día que venga. —No sé que iba a hacer sin ti. —Y volvió a llorar— ¡Qué suerte tienes! El perro de tu marido, será lo que sea, pero te da todos los caprichos.

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—Mi marido no tiene perro. —Ya, lo que yo digo es que él es un perro por haberte dejado por una putangana de veinte años, ¡con lo que tú vales! Después de veinte años de matrimonio, que ella había considerado felices (él también lo había admitido), descubrió que su marido tenía una novia de veinticinco años. Edgar, el jardinero de Marina, arregló el jardín de Luisa, limpió la piscina y conectó la depuradora. Como no tuvo suficiente con una jornada de cuatro horas, que era lo que dedicaba semanalmente a los jardines de los alrededores, Marina le autorizó para que siguiera a la semana siguiente. —Ya regaré yo esto, no te preocupes —le había dicho.

Tercera semana. Luisa apareció con una bandeja de pasteles contándole a Marina que se los había traído al jardinero, y que no los quería, que le subía la glucosa, había dicho. “Así que te los quedas tú, que al fin y al cabo eres quién me ha hecho el favor.” ―Pues yo estoy a dieta y ya sabes que no me gustan los dulces. —Mira que eres rara, no gustarte los dulces, anda haz café y nos los comemos. Por cierto, que el agua de la piscina está turbia, éste no ha sabido conectar la depuradora, o no ha puesto antialgas. Y tampoco creas que ha limpiado el fondo muy bien. Estos que vienen de por ahí se ponen a hacer cualquier cosa y no saben hacer nada. —Luisa, la piscina ha estado abandonada un año, el antialgas lo tendrás que poner tú cada cierto tiempo; la depuradora, si lleva

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un tiempo sin funcionar, convendría que la revisaran. —Bueno, pues que se pase luego y la mire. Al final de la mañana, Edgar asomó la cabeza por una de las ventanas de la sala donde Marina revisaba sus papeles y dijo que iba a ver si entendía qué le pasaba a la depuradora de su amiga.

Cuarta semana. Marina fue a Madrid para repasar su casa y comer con su agente. —¿Pero cómo que no has escrito nada en tres semanas? —Tengo problemas. —¿Problemas? TúU que eres una mimada de la fortuna. Una casa en el campo para ti sola, un entorno agradable y fresco, sin aire acondicionado. Incluso cuando estás en Madrid tienes todas la comodidades necesarias para recluirte y escribir. Vale, dime qué te pasa. —Hay avispas, pero no importa, ya lo arreglaré.

Quinta semana. Edgar estaba un poco raro. Luisa pasaba a hablar con ella casi todas las tardes y le contaba los chismes de la urbanización. Marina trataba de concentrarse en otra cosa. ―¡Qué no te enteras! Que te estoy diciendo que el día que no estabas aquí vino tu jardinero con sus hijos; y yo, para que no te estropearan el jardín (¡Yo no sé como dejas la llave de tu casa a esta gente! ¡Eres demasiado buena!), me los llevé y les di la

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merienda, porque estaban muertos de hambre. Ya le dije a él que si hubiera arreglado la piscina bien, se hubieran podido bañar. No sé si se bañaron en la tuya, porque yo me metí dentro.

Séptima semana. Marina estaba de un humor de perros porque solo era capaz de escribir cosas sueltas sin saber cómo coordinarlas. Leía y leía, veía alguna película, pero no podía concretar algo medianamente aceptable de todo lo que le bullía en la cabeza. Antes de irse, Edgar llamó y entró en la cocina. —Señora, que quería decirle queU bueno, que su amiga me está resultando un poco fresca. —Ya lo sé. —Verá, el día que usted no estuvo aquí, vine por la tarde porque me salió otra chapuza por la mañana y me traje a mis hijos, porque mi mujer también trabajaba. Entonces su amiga vino para acá y les invitó a pasar a su casa y dijo que los cuidaría mientras yo trabajaba. A la media hora, vino a decirme que ya habían merendado. Empezó a decir lo bonito que estaba el jardín y el seto, y lo bien que yo trabajaba, y que sus rosales tenían pulgón y que las hierbas se estaban comiendo las plantas, y que los días que no estuviera usted, podría pasar a hacerle su jardín. Y al final, uno de los chicos se cayó y empezó a llorar, fui para allá y terminé arreglando su jardín. Hace un rato me acaba de decir que vaya a quitarle un avispero, porque es alérgica a las picaduras. —No te preocupes, hablaré con ella. Cuando Luisa apareció para la sesión de cotilleo diaria, Marina estaba muy seria.

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—¿Qué te pasa? —Luisa, si necesitas servicios de jardinería, acuerda con Edgar el tiempo que quieres y págale tú. —¡Ay!, yo no puedo pagarle, mi pensión de viudedad no me da para tanto, te crees tú que a todos nos sobra el dinero como a ti. Tengo que pagar los gastos del piso de Madrid, del apartamento de Marbella, de esta casa que me va a matar, porque yo no puedo manejarla, yU —empezó a llorar. —¿Por qué no vendes el apartamento de Marbella, si no vas allí? —¡Si hombre, con la ilusión que tenía mi marido! —Pero si tu marido ya no vive. —¡Calla, calla, no me hagas llorar otra vez! A ver si crees que todas somos como tú, que tu marido gana dinero a espuertas, y encima le maltratas. Eso de tener una querida es una cosa muy normal para los hombres, tú ¡es que no aguantas ni una! Y otra cosa, ese jardinero tuyo tiene mucha cara, que si un cigarrito, que si el medio kilo de fruta que se come todas las mañanas, que si mira el seto por la derecha y luego por la izquierdaU total que no pega ni golpe en toda la mañana. Se vienen aquí estos extranjeruchos a que les den colegios para los hijos y medicamentos gratis para todosU —Luisa, los extranjeruchos que trabajan pagan las receta como todos, y los que no trabajan ya no tienen asistencia. —Y así están las listas de los médicos. Tres meses para hacerme una radiografía, ya le dije a la tonta de capirote que estaba en la ventanilla que cómo se notaba que a ella no le dolía, porque yo no me callo, ¡a ver si van a estar los de fuera antes que yo! —Y lo de la fruta —enlazó con el otro tema que le preocupaba—, se la come toda él, ¿te deja a ti algo? Mis árboles no dan nada, como no se han podado, y además yo no llego a cogerlo, ni me

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puedo subir a la escalera. ¡Cuánto echo de menos a mi pobre marido! —volvió a llorar—. A ver si le dices a tu jardineroU —Bueno Luisa, yo voy a ver si trabajo. —Descansa un poco, encima que vengo a verte para darte conversación, y además no sé que falta te hace a ti trabajar. Marina por hacer algo, conectó la televisión, daban una película francesa con subtítulos. —¡Uy, qué rollo! me voy a mi casa. Pero no se fue, se quedó allí, detallando una vez más el parte de sucesos. Marina no pudo ver la película, ni leer, ni escribir.

Última semana de Julio. La novela no progresaba. Marina se pasaba el día oyendo los problemas de la vecina, una y otra vez, los de Edgar, y las acusaciones mutuas. Estaba tan irritada y tan obsesionada que no podía escribir. Edgar entró en la cocina y se sentó en una silla, casi sin saludar. —Señora —dijo—, yo no puedo más, voy a tener que dejar de hacerle el jardín, para huir de esta mujer. Me tiene acosado. Marina sonrió. —No se ría, he pensado en denunciarla por acoso, pero supongo que se reirían de mí, como usted, o lo entenderían mal. —No me río, yo también lo he pensado, pero supongo que también podrían interpretarme mal. —Me ha dicho —siguió Edgar— que en vez de fumar tanto, comer tanta fruta y perder tanto el tiempo, que vaya a su casa y

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ella me invita a algo más consistente, y yo le echo una mano en el jardín, lo de las avispas, la alergia y todo eso. Que nadie se iba a enterar, igual que nadie se ha enterado de todas las horas que he echado en su jardín, a no ser que ella se lo contara a usted, y entonces puede que usted me despidiera, pero que no me preocupara que ella no iba a decir nada. Me siento chantajeado, pretende que haga dos jardines en el tiempo de uno y que pague usted. Edgar no quería decirle a Marina que la vecina había dicho cosas muy desagradables de ella. —Si te vienes aquí un rato —le había dicho— ella ni se da cuenta, ésta no se entera de nada, solo está pendiente de sus libros, sus películas y sus tonterías, y hablando con el fulano: “cariñín”, “mi cielo”, eso no se lo dice al marido, se lo dice al otro. —¡Qué suerte tiene esta mosquita muerta! El marido que la mantiene, el otro que laU buenoU eso, y los hijos que se desviven por ella, no como los míos que aquí me tienen abandonada. Y había cerrado el discurso con un sollozo y unas cuantas lágrimas. —Vamos a ver cómo lo solucionamos, Edgar. ¿Puedes venir esta noche? —¿Esta noche? USí —respondió Edgar extrañado. —¿Me dijiste que tienes equipo de protección antiavispas? —Sí. —Vamos a eliminar los avisperos. Edgar pensó que Marina también iba solo a lo suyo. Estaba

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preocupado porque si tenía que dejar un jardín no podría pagar el alquiler. Su familia no se preocupaba por las avispas porque ellos no tenían jardín. A la mañana siguiente, Marina se levantó temprano y se fue a Madrid, ordenó las habitaciones de sus hijos, ayudó a la asistenta, comentó cuatro tonterías con su marido y por la tarde salió con Julio. Sí, ella también tenía novio, era profesor de Literatura y poeta, y respetaba su idea de vivir cada uno en su casa. Y lo de “cariñín y mi cielo”, se lo decía a sus hijos. —Ya he encontrado el tema fundamental de una novela. Un jardinero, una señoraU —¿La segunda parte de Lady Chaterly? —ironizó él. —No, nada que ver con Lawrence, más bien con Agatha Christie, es una historia muy perversa y totalmente asexual. —Si es asexual, tiene que ser perversa —dijo él divertido. Marina parecía de buen humor, y él, viéndola, también. Se quedó a pasar la noche con él y estuvo casi todo el día siguiente en su casa.

Primera semana de Agosto Dos días después, cuando Marina llegó al chalet encontró un coche de bomberos, un coche de policía, una ambulancia, varios turismos y algunos vecinos en la acera. —¿Qué ha pasado? —preguntó. —Tu vecinaU como hacía dos días que no iba por casaU he llamado a su hija —dijo la señora que vivía enfrente—. (Y bajando la voz) Como era tan pesada, me extrañó. —Era alérgica a las picaduras de avispa —decía uno de sus

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hijos. —Se empeñaba en estar aquí sola —dijo otro. —¡Pobre mamá! —lloraba la hija. —¡Ahora a llorar! —comentó la vecina que había dado la información a Marina— ¡Y no le hacían ni caso! El martes siguiente cuando Edgar llegó, Marina salió a saludarle. —¡Hola Edgar! —Buenos días, señora. Se acercó bastante y dijo muy bajito pero muy vocalizado: “Los avisperos han quedado totalmente exterminados”. Miguel Béjar, Marta

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Una sorpresa acompa単ada de otras


—¡No se pueden hacer fotos! Esa frase, en perfecto español, —bueno, con acento andaluz— en la ciudad de Lancaster, sin que aparentemente hubiera nadie alrededor, me sorprendió. Parecía que yo era el destinatario pues efectivamente había sacado mi cámara de fotos y me disponía a usarla. Estaba en una zona casi sin edificios, cerca de la estación del tren, junto al castillo de Lancaster. Era fin de semana y me encontraba en el Reino Unido haciendo un curso de cinco semanas, de las que yo asistía a las cuatro primeras, para la empresa en la que trabajaba. Éramos diez personas; británicos los otros nueve aunque uno de ellos, galés, me decía “Luis, tú y yo somos los únicos extranjeros aquí”. La mayoría de los alumnos vivían en la zona y se iban a sus casas al acabar el día. El galés, al no vivir cerca, permanecía igual que yo en el hotel hasta el viernes, cuando volvía a su tierra. Mi panorama de fin de semana era quedarme en el hotel, ubicado en una bonita residencia de campo en medio de nada, a unos quince minutos a pie de un pub, o hacer un poco de turismo por el país. Visitar sitios solo no me apetecía. Estaba acostumbrado a viajar acompañado, pero la perspectiva de permanecer en el hotel, ir al pub a donde casi con seguridad llegaría empapado, para intentar unirme a algún grupo, jugar a los dardos, equilibrar la humedad exterior con la interior y pasarme el resto del tiempo viendo programas de TV en la habitación era decididamente rechazable.

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Por eso, los viernes después de la comida iba con alguno de mis compañeros a la estación del tren y compraba un billete de ida y vuelta, con descuento de fin de semana, a sitios que me apeteciera conocer o regresar. Había estado en York, paseando por lo alto de sus murallas y haciendo diapositivas de su catedral desde todos los ángulos. Entonces las cámaras digitales eran un sueño en las mentes de quienes las inventarían veinte años después y la diapositiva era una alternativa económicamente eficiente a las fotos cuando ni uno mismo ni nadie conocido iba a salir en ellas. Me gustó tanto la catedral e hice tantas fotos que mi mujer, a la vuelta del viaje, comentó que si alguna vez necesitaban reconstruir la catedral yo podría dejarles las imágenes para que les resultara fácil la labor. Curiosamente, pocos años más tarde, un incendio destruyó parte de la catedral y recordé la frase de mi mujer, aunque no necesitaron ayuda para reparar los daños. En el hotel tuve una experiencia curiosa. Había puesto el despertador temprano para poder aprovechar el tiempo y hacer turismo, y el despertador estaba asociado al televisor. Desperté con imágenes de un mercado de frutas en el que hablaban español. Para entonces llevaba muchos días sin haber oído una sola palabra de español y según salía de la neblina del sueño me llamaron la atención las palabras y sonidos, que tan próximos habían sido durante mucho tiempo. La sensación de entenderlo todo sin tener que esforzarme fue tan agradable que me sorprendí interesado en conocer precios y variedades de

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frutas y verduras; agradecí que la BBC tuviera programas matutinos para el aprendizaje de español. Tras visitar York, me pareció de justicia ir a Lancaster, su rival en la guerra de las dos rosas, la blanca de York y la roja de Lancaster, que enfrentó en la Edad Media a la nobleza de las dos ciudades en su pugna por el trono de Inglaterra. Esa era la razón por la que una mañana de sábado me encontrara junto al castillo de Lancaster y tuviera un sobresalto al oír esa frase. Miré alrededor, pero nadie parecía haber encontrado motivos para pasear en una mañana fría y húmeda alrededor de un castillo, por más que tuviera un pasado lleno de historia. Pero pude ver a un bobby mirando en mi dirección que, aparentemente contento de que hubiera cerrado la cámara, empezó a caminar hacia donde yo me encontraba. La sorpresa que me había llevado al oír esa prohibición llegó a mi cerebro traduciendo las dudas en preguntas. ¿Cómo sabía que yo hablaba español? ¿Qué hacía un andaluz de bobby? ¿Por qué no se podían hacer fotos? Cuando el policía llegó junto a mí empecé por la segunda pregunta, pues era la que me parecía más sorprendente. Me explicó que no era andaluz sino inglés pero que había trabajado varios años en Gibraltar y allí había aprendido el idioma. Que me había hablado en español, se explicaba, porque, en su opinión, yo tenía cara de español y no se podían hacer fotos porque el castillo tenía izada la bandera.

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La pregunta inmediata fue que qué tenía que ver la bandera con la fotografía, mientras trataba de buscar alguna explicación estética. La razón que me dio, contento de ilustrar a un extranjero en las interioridades del Reino Unido, fue que la bandera ondeaba cuando Su Graciosa Majestad se encontraba en la residencia y que, por motivos de seguridad —yo pensaría que más bien de privacidad— no estaba permitido hacer fotos. Tras comentarme cómo echaba de menos el clima y la comida española, y disculparse porque la coincidencia de mi visita con la de la reina me impidiera hacer fotografías del castillo, nos despedimos y me alejé. De vuelta a España, tras el comentario de mi mujer de lo valioso que podrían ser mis fotos si la catedral de York resultara afectada, me entró la preocupación de que si el castillo de Lancaster sufría algún siniestro no podrían contar con la ayuda que mis fotos habrían proporcionado, lo que de darse el caso, daría ventaja a York, su vieja rival. A la caída de la tarde busqué un pub para comer algo, beber cerveza y entrar en calor. Al revés que en España, donde los bares se encuentran por todas partes, en mi paseo no vi ninguno así que me decidí a preguntar a un lugareño. Vi a una persona caminando; me acerqué, saludé, pregunté dónde podría encontrar un pub y respondió preguntándome qué hora era. No tenía aspecto de gallego, por lo que supuse que mi inglés no era tan bueno como me decían. Me disculpé y le hice saber que le estaría muy agradecido si me dijera dónde podría encontrar un sitio en el que beber cerveza. Me respondió que me había entendido e insistió en preguntarme la hora. ¡Caramba!

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¡La luz se hizo en mi cerebro! ¡Era un trato! Él necesitaba saber qué hora era y, a cambio, me informaría de la localización de una expendeduría de cerveza. Me pareció un intercambio justo y le dije la hora que era. El comerciante sonrió, me dijo que era lo que se temía, y que a esa hora no servían cerveza. Ese fue mi primer encuentro con las curiosas reglas británicas sobre el consumo de alcohol. Me encaminé finalmente hacia la dirección que me había dado quien ya no estaba tan seguro de que fuera un comerciante. Aprecié su consejo, pues el lugar era agradable, acogedor y estaba lleno de buenos ciudadanos que celebraban el final del día de trabajo, el comienzo del fin de semana o cualquier otra cosa. Hice un saludo general, pedí mi cerveza y me fui a una mesa mientras contemplaba lo que sucedía alrededor. Al cabo de unos minutos, anunciaron algo que no entendí y desde la barra tocaron una campanilla con mucha energía. El sonido provocó agitación entre los parroquianos del bar, quienes se dirigieron rápidamente a la barra y volvieron a sus sitios con varias pintas de cerveza cada uno. Las fueron bebiendo, hubo otro anuncio y aceleraron el ritmo de bebida de cerveza. No entendí el ritual así que me acerqué a la barra para preguntar; antes de que pudiera hablar señalaron mi jarra y me preguntaron si quería otra de lo mismo. Respondí que sí e hice mis preguntas. El anuncio había sido que en quince minutos se acabaría el período de servir bebidas alcohólicas. La campana avisaba de que a partir de entonces se producía la cuenta atrás y, por eso, todos se habían apresurado a llevarse cerveza para

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después. Finalmente, había otra hora a partir de la cual ya no se podía beber alcohol, lo que motivaba las prisas por consumir lo que ya habían comprado. El sistema me pareció bastante raro; no veía cómo podrían cumplirse los objetivos de limitar la ebriedad pública y, si fuera posible, el consumo de alcohol, con la disminución de las horas de consumo. El efecto que causaba esa regulación consistía en que los parroquianos acumulaban jarras por si acaso y las bebían en menos tiempo, lo que no parecía muy saludable. Pensé que ese sistema no funcionaría en otros países porque ¡qué alemán o español bebería cervezas que se hubieran calentado y perdido su fuerza! Tuve que reconocer que las características de las cervezas británicas, que se sirven tibias y con poco gas, permitían cumplir sin graves daños gustativos esas normas. No mucho tiempo después, en la City de Londres pude ver cómo entraba una pareja de policías en un bar que servía comidas de doce a dos para comprobar que no se servía comida después de esa hora. Unos establecimientos servían comida sin bebidas alcohólicas, otros, cervezas sin comida, otros una cosa u otra según las horas y otros, con licencia completa, servían ambas. No resultaba fácil entender que el sistema de impuestos favoreciera el beber alcohol sin tomar comida y tampoco lo contrario, pero procuré memorizar esas reglas para disciplinar mi hambre y mi sed acomodándolas a su legislación. Otro fin de semana en el que visité Edimburgo, también quedé

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sorprendido cuando en el bar del tren me explicaron que no podían darme cerveza, que en ese tren y en ese fin de semana no se podía. Pregunté la causa y me dijeron que al día siguiente había un partido de fútbol entre Inglaterra y Escocia y que, por eso motivo, los trenes con dirección norte-sur no servían alcohol ni en el día del partido ni el día anterior para evitar que la gente se pasara bebiendo e hicieran alguna burrada. Fue mi primer encuentro con el problema de la bebida y la violencia deportiva en las islas Británicas. Un día entre semana, mi compañero de curso galés me propuso ir al fútbol, a Birmingham, que no estaba lejos del tranquilo lugar en el que morábamos. Propuso comprar localidades de asiento del equipo local porque eran más seguras. Me reí y le dije que entendía que fueran más cómodas pero no más seguras. No respondió nada, pero cuando llegábamos al estadio vi varias cosas que me impactaron. Los asistentes al partido, según fueran locales o visitantes, entrábamos por sitios diferentes. Para acceder a las gradas, los espectadores debíamos pasar entre dos filas de policía a caballo y con largas varas con las que daban golpecitos en la grupa a sus caballos, en actitud claramente intimidatoria. En el estadio había unas vallas muy altas que cercaban el terreno de juego y subían por las gradas separando a las dos aficiones. Entre la zona de los seguidores del equipo local y la de los visitantes había un espacio sin gente, que no se ocupaba para que las dos aficiones no pudieran tener puntos de contacto. Cuando se producía alguna jugada controvertida o se elevaba el nivel de ruido que hacían los aficionados los policías hablaban con sus walkie-talkie; ocupaban rápidamente el espacio vacío

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entre las dos clases de espectadores, se situaban junto a las vallas de los extremos, en el límite con las zonas pobladas, y empezaban a golpearlas rítmicamente con sus porras para obligar a los asistentes al partido a alejarse de las vallas. Esto pasó años antes de la tragedia del estadio de Bruselas y de la prohibición a los equipos ingleses de participar en competiciones europeas y me sorprendió al poco de regresar a España que buena parte de esas medidas se implantaban también en nuestros estadios. Los días laborables teníamos el curso en las salas del hotel. Los temas me interesaban, el profesor era competente y respondía bien a las dudas y preguntas que se hacían, que en mi caso eran muchas; sabía que a mi vuelta a España, al ser el primero que hacía ese curso, no tendría con quién resolverlas. Lo más difícil era cuando se ponían a discutir mis compañeros con el profesor algún ejemplo concreto. Trabajaban en diferentes fábricas, la mayoría en las Midlands; hablaban de temas técnicos que yo desconocía en muchos casos; tenían expresiones propias de su gremio; su inglés era distinto al que yo había aprendido y algunos no vocalizaban demasiado bien. Había un compañero de apellido Goodman, que quiere decir hombre bueno en inglés, cuyas intervenciones temía, pues tenía la certeza de que no iba entender casi nada de lo que dijera. ¡Qué pena que su apellido no respondiera a su comportamiento! Quiero decir, que su aspecto era de buena persona, parecía educado y no me lo podía imaginar degollando viejecitas pero su acento —pues él sí que tenía acento, no como mi inglés, que era inteligible además de sonar bien—, era claramente espantoso.

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Lo peor es que los demás compañeros sí le entendían. Adelantaban el rostro cuando el bueno de Goodman tomaba la palabra, se les arrugaba un poco la cara, pero aparentemente podían seguir sus comentarios mientras yo hacía una especie de sudoku mental para tratar de rellenar los vacíos de sus frases a partir de las dos o tres palabras que había entendido. Desgraciadamente, en esa época si se habían inventado los sudokus, desde luego, no eran conocidos en España, con lo que me faltaba esa disciplina mental. Así pasaron cuatro semanas de otoño, a las que siguieron otras dos cinco meses más tarde, pero para entonces me había no sé si acostumbrado, o resignado, a ese acento y podía entender bastante más al "hombre bueno". Mi experiencia británica me hizo compartir el diágnostico de Obélix, compañero de fatigas de Astérix en su famoso comic, sobre los extranjeros. La diferencia era que en vez de decir como él que estaban locos esos romanos, yo sí podía decir que estaban locos estos británicos. Moreno Rodríguez, Pedro

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Doble llamada


En aquel entonces formaba parte del equipo de operaciones especiales de una agencia de viajes multinacional. Nuestro trabajo consistía en elucubrar, diseñar, valorar, presentar, motivar y convencer a nuestros clientes de que aquello iba a ser un viaje original, único, especial, difícilmente superable y, si lo realizaban con nosotros, sería inolvidable. Esta aseveración positiva, por factores adversos, fuera del control de la concienzuda organización, puede resultar en ocasiones excepcionales inolvidablesU aunque el paso del tiempo lo convierta, en grandes experiencias. Era un sábado de marzo y, aunque nos levantamos un poco más tarde de lo habitual, no empezó con el sosiego que se espera en un sábado, algo de relax para contrarrestar con el ajetreo del resto de la semana. Tuvimos que correr para hacer unas últimas compras y preparar la cena con la que quería agasajar a nuestro grupo de amigos, con los que nos reuníamos habitualmente. En esta ocasión, tocaba en mí casa. Hacía tres semanas que no nos veíamos debido a mi trabajo. Acababa de regresar de un viaje de supervivencia en la selva amazónica y, como los lugares un tanto exóticos donde la aventura puede estar servida llaman mucho la atención, querían ver fotos, el vídeo que habíamos hecho y que les contara las curiosas anécdotas ocurridas; que en estos lugares pueden transformarse en peripecias, que si son contadas alegremente es porque fueron felizmente resueltas. Según iban llegando, les dábamos la bienvenida con una caipiriña y música brasileira para animar y entrar en ambiente, que era celebrado entre comentarios, risas y abrazos. Íbamos a empezar el primer plato cuando sonó el teléfono.

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—¿Quién llamará a estas horas? Perdonad —dije levantándome para contestar. —Sí, ¿quién es? —Soy Jaime —¿Me oyes bien?, oigo mucho ruido —era mi jefe de área que me llamaba desde Suiza. —Sí, te oigo bien. ¿Cómo te va? —¡Qué raro que me llames a estas horas un sábado, estando de vacaciones y disfrutando de tu deporte preferido! Cuéntame. —dije. —Esquiando me he roto una pierna, estoy escayolado. —¿Cómo te ha podido pasar eso con lo bien que esquías? —Nos metimos por una zona con hielo, me confié yU aquí me tienesU bajando en camilla. Me encuentro bien, pero ahora lo que más me preocupa, y es por lo que te llamo, es mi viaje de prospección a Laponia y Groenlandia. Todo está preparado para salir de Madrid el día tres de abril y, como ya te habrás figurado, no podré hacerlo. Créeme que lamento el desafortunado imponderable que me impide viajar faltando tan poco tiempo para la fecha de partida. Tendrás que ir tú —dijo Jaime. Me quedé muda, sin argumentos de peso que justificaran que lo que menos me podía apetecer en ese momento era ponerme otra vez de viaje yU ¡nada menos que a Laponia y Groenlandia! No estaba preparada para ello, ni física, ni mentalmente. Aún sentía en mi piel el calor húmedo de la selva amazónica y la picazón que un odioso mosquito, de los miles que hay, me había dejado como recuerdo en mi pantorrilla. A pesar de los potingues y artilugios que llevábamos contra ellos, ninguno de los participantes se libró del duradero recuerdo y algunos hasta con obsesión, ¡qué abones! En ese momento, pensar en el frío del Ártico me dejaba la sangre helada.

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Aquel viaje llevaba meses organizándolo con verdadera meticulosidad Jaime. Eran muchos los detalles que, debido al destino y la filosofía del mismo, había que tener en cuenta. —¿Estás ahí? Oí su voz mientras mis amigos continuaban cenando, hablando y riendo, diciéndome a voces con retintín: “¡Pesada! ¿Quieres terminar de una vez y venir a cenar con nosotros?”. —Sí, Jaime, me congelé, por eso no podía hablar. Perdona que ahora no te pueda hacer más caso, tengo una cena con unos amigos. Deja que siga disfrutando de la noche. Siento mucho lo que te ha sucedido en todos los aspectos. Mañana será otro día, hoy no me puedo mentalizar para emprender la aventura que “la mala pata” me ha deparado. ¿Cuándo regresas? —Mañana. —Cuando estés en tu casa, llámame; nos podemos reunir para que empieces a ponerme al corriente de todo. Nos despedimos. Me había quedado sin ganas de cenar. Volví a la mesa, me senté al lado de mi pareja y traté de que mi cara no delatara lo contrariada que estaba. Al sentarme acercó su rostro a mi mejilla y me cogió la mano. Me dijo en voz alta, “tienes la cara y las manos heladas, ¿qué te pasa?”. Todos, ante el comentario, se quedaron expectantes. —Sigamos con lo nuestro, no estropeemos la noche. El mes que viene salgo para Groenlandia, ¿os extraña que esté helada? La velada con mis amigos terminó muy tarde plácidamente y

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evitó que siguiera pensado en lo que se me venía encima. Era muy tarde cuando les dije: “Es hora de que os vayáis a dormir, mañana tengo que trabajar”. Al despedirse, mi amigo no pudo reprimir el decirme: “Acabas de venir de un duro viaje a Brasil, casi no te has recuperado del cansancio y la tensión vivida ¿Es que no puede hacer ese viaje otra persona de vuestro equipo? —No, cuando Jaime me lo ha pedido es que considera que debo ir yo. Dormí intranquila. La llamada la sentí doblemente; primero porque Jaime se había accidentado y segundo por la gran curiosidad y atracción que me producía viajar a esos lejanos lugares. Mi mente se hallaba queriendo adivinar cómo serían los dos pueblos más septentrionales del mundo: los lapones al norte de Suecia y los esquimales en las tierras situadas junto a las bahías de Hudson y Baffin, lo que llaman el Gran Norte canadiense. Tenía mucho que leer y estudiar. Presentía un miedo oculto a lo inesperado, a los fríos extremos, pero al mismo tiempo experimentaba una excitación ante las dificultades, ante los nuevos conocimientos, su aprendizaje, el trato con sus gentes, sus niños, su forma de vida. ¡Un mundo hasta ahora, tan desconocido para mí! Me gustaba resolver situaciones límite y ésta no dejaba de ser una circunstancia muy especial. El timbre del teléfono me despertó. Jaime lo llamaba desde el aeropuerto. Quedé en ir a su casa después de comer para que él pudiera descansar un poco y organizarse con su familia. No teníamos tiempo que perder, revisaríamos los principales detalles.

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Jaime había preparado un planning con el itinerario, horarios de vuelos, personas de contacto, nombres de los guías, recorridos a realizar diariamente con tiempo y kilómetros, medio de transporte y cambios que había que hacer. Había detallado hasta la talla para los trajes, botas, guantesU de todos los participantes que haríamos la expedición, ya que los equipos se alquilaban y había que tenerlo previsto con tiempo. Mis datos personales había que facilitárselos a nuestro corresponsal para cuando llegara. Todo quedó bastante claro. Jaime también me entregó unas películas documentales sobre los dos pueblos, con sus costumbres, tradiciones, forma de vida etc., así como un libro, Las dos ancianas, de Velma Wallis. Curiosamente, lo había leído no hacía mucho, así se lo hice saber. Recordaba que se trataba de una leyenda preciosa, de esas enseñanzas antiguas que se transmiten de padres a hijos. Era la historia de dos mujeres muy mayores que al llegar el crudo y helador invierno en el que, por las tierras heladas de Alaska faltan los alimentos, son abandonadas por su tribu y condenadas a morir de frío e inanición. Ellas, tras muchos padecimientos y el dolor por el abandono, deciden sobreponerse y luchar. Su espíritu de supervivencia se impone y logran, a pesar de sus dolencias, luchar para vencer a la muerte. Sobrevivieron resistiendo al hambre, al hielo y al frío, descubriendo en sí mismas cualidades que desconocían. —¿Qué me quieres decir con este libro? —Le dije. —Que lo vuelvas a leer, te vendrá muy bien en todos los aspectos. La enseñanza la tendrás reciente. Es una fábula que viene del frío.

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Al regresar a casa, lo primero que hice fue buscar el libro. No quise el de Jaime. Lo encontré y lo coloqué junto a toda la documentación del viaje. Quería descansar, repasar mental e imaginativamente lo que sería. Podría decir que mi viaje iba a ser una escapada invernal. Era el momento en que no había turistas, pero ahí estarían las cascadas heladas, la luz de la tarde que desaparece para vivir la noche polar y el maravilloso espectáculo de luces multicolores de las auroras boreales mientras te bañas en aguas termales contemplando su mágica danza. Esa grandiosidad de la naturaleza que llaman danza de los dioses o danza luminosa de los espíritus del norte. Groenlandia, en noches despejadas, es famoso en el mundo entero por la intensidad y la frecuencia de sus auroras boreales (arsarnnerit en groenlandés). En el campamento tendríamos una charla sobre las auroras boreales y su significado, tanto científico como mitológico. Tendría que pasar la noche en cabañas de madera usadas por pescadores, aprender métodos de protección contra el frío, (buena falta me haría con lo friolera que soy), obtener agua a partir del hielo, aprender a orientarme de forma natural con brújula sin referencias. Haría una marcha a pie para cruzar el Kongenvegen o sendero de los Reyes, que nos llevaría al pintoresco y pequeño poblado inuit (de no más de cuarenta habitantes), que aún mantiene la tradición de su forma de vida: la lucha del hombre por la adaptación a un medio hostil, con un clima riguroso marcado por el hielo en un mar cubierto de iceberg con la belleza de todas las tonalidades de azules en contraste con un verde intenso de la frondosa tundra. Mecida por el trasiego de mis pensamientos me venció el sueño y me levanté cargada de vitalidad para emprender con optimismo

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el nuevo trabajo. Los días sucesivos fueron agotadores. Aparentemente todo parecía encauzado, hasta había pedido que las gafas para protegerme de la reverberación del sol sobre el hielo fueran como las que usan los esquimales, de hueso con dos estrechas rajitas. En tan poco tiempo había visto y leído tan deprisa toda la documentación que poseía sobre estos dos pueblos primitivos que estaba un poco como D. Quijote con los libros de caballería, enloquecida. ¿Lo tendría bien asimilado? Ya no había vuelta atrás, estaba en el avión rumbo a lo desconocido. La compañía aérea se había preocupado de darme un buen asiento en clase preferente. Me instalé en mi cómoda y amplia butaca con ánimo de relajarme y descansar; quedaban muchas horas de vuelo hasta llegar a Kiruna. En este lugar tenía previsto visitar el Museo Lapón antes de continuar el viaje a las aldeas donde aún viven las familias que se dedican a la cría del reno. Durante tres días, conviviría con ellas para compartir su trabajo y estilo de vida. La vida de los lapones se estructura teniendo como base la familia y cada uno tiene sus obligaciones; hogar para la mujer y rebaño para el varón que, ayudado de su eficaz perro y del lazo corredizo, domina los grandes rebaños que constituyen la principal riqueza de su pueblo. El primer objetivo de mi viaje era éste, la convivencia real. Vivirlos tan intensamente como fuera capaz de digerir y corregir, o cambiar aquello que pudiera mejorar la expedición. Miré por la ventanilla para disfrutar de las vistas aéreas; me gusta hacerlo y coloqué la almohadita en mi cuello para estar más cómoda. Me sentía muy bien, como entre algodones, tras el apetitoso

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almuerzo y las exquisitas atenciones de la tripulación. En el aeropuerto dos guías me estaban esperando. Hablaban un buen inglés. Me dijeron que no teníamos tiempo para visitar el museo y que ellos me pondrían al corriente de todo. Me trasladaron directamente a un hotel donde tenía una habitación reservada para que me duchara si quería y cambiarme de ropa. Me llamó la atención que la ropa que estaba colocada encima de la cama era más de estilo esquimal que lapón. La idea no era esa. Cada cosa en su sitio y en su momento. Este detalle me contrarió. Pero no quise darle mayor importancia. Me di una cálida ducha y me vestí sin perder tiempo cogiendo la parte de equipaje que consideré imprescindible. El resto quedaría en el hotel hasta mi regreso. Al mirarme en el espejo, todavía sin ponerme las gafas de hueso y la capucha, parecía una esquimal con sus pantalones y botas de piel de foca. Puse mis dedos índices en los rabillos de los ojos y los estiré para parecer más autentica; sonreí por mi tontería y salí de la habitación. Al ir hacia los dos hombres me fijé más en ellos. Su cráneo era largo, la cara aplanada, basta y gordezuela, los pómulos prominentes, la quijada ancha y los ojos muy oscuros; incluso parecían más bajos, no medirían más de un metro sesenta. No parecían los mismos hombres que estaban en el aeropuerto, rechacé seguir pensando en ello. Un coche nos esperaba, guardaron el equipaje. Después de unos metros de recorrido, me di cuenta de que, como por arte de magia, ante mis ojos, aparecía una planicie de blanco infinito, un paisaje nevado y

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espléndido. En el horizonte unas nubes bajas se fundían con la nieve; mezclando la palidez de sus colores. Era una gran extensión con montículos de nieve helada. ¿Dónde estábamos?, no se veía a nadie en toda la superficie que abarcaba mi vista. De repente, como si emergieran de las entrañas de la nieve aparecieron dos trineos. Eran de tamaño mediano, formados por dos varas pesadas unidas por travesaños de madera y sujetas con correas de piel de foca con agarraderas. Cada uno de ellos iba tirado por ocho magníficos perros que en firme y rápida carrera se colocaron a la altura del coche. Los dos hombres frenaron el coche y me hicieron ademán de que me bajara. ¡Cómo!, ¿no hablaban inglés? El hombrecito que venía con los dos trineos tenía un cuerpo robusto, los ojos casi no se le veían, pero su expresión era amable. Por señas me indicó que me sentara en el trineo que iba cargado con algunas cajas que parecían de alimentos. Los otros dos hombres se subieron en el otro trineo. A una voz “qasu—iiq—puq” (así me sonó), los perros se pusieron en marcha, iban tomando velocidad. La emoción me embargaba, sentía una agitación interior, al tiempo que un frío cortante en el rostro. Para protegerme, ajusté más la capucha. Miré al esquimal y pensé en cuánto había leído sobre ellos y su lucha permanente para subsistir en un medio tan inhóspito. Ahora lo veía claro. Esta gente no solo tenía que tener una fortaleza física especial para cazar, pescar y resistir al frío que tanto asusta a los habitantes de países cálidos, sino también para el aislamiento y la larga noche ártica, capaz de abatir al más fuerte.

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El trineo seguía deslizándose, rasgando la nieve, crujiendo el hielo, cada vez a más velocidad. El paisaje empezaba a cambiar, se adentraban en un sendero angosto y en pendiente. El hombrecito animaba a los perros con sus “sonidos”. Uno de los perros, que iba al borde del camino, resbaló y en su caída precipitó con él al resto, arrastrando el trineo hasta casi volcar. Todo se mezcló, los aullidos, el jadeo, los golpes blandos sobre la nieveU El hombrecito había desaparecido. ¿Se habría tirado al ver el peligro? Los perros, una vez recuperado el equilibrio, tiraban con fuerza de su carga alejándose cada vez más del camino inicial. Palpé mi cuerpo, aunque con tanta ropa no me sentía. Nada me dolía, parecía que estaba entera. El miedo me estaba invadiendo. Tenía que sobreponerme a una soledad compartida con unos adiestrados perros que no me conocían, pero con los que seguro contaba. ¿Cómo los dominaría?, ¿cómo me harían caso?, ¿sobreviviríamos hasta que nos encontraran?, ¿nos buscarían? Hice un esfuerzo por serenarme y pensar en positivo. Me acordé de las dos ancianas de la leyenda. Ellas eran un buen ejemplo de cómo sobrevivir ante las adversidades. ¿Por qué no lo íbamos a conseguir? Contábamos con víveres y agua no nos iba a faltar. Una luz amarilla, verde, violeta y de un azul intenso mezclada con la noche iluminó las cabezas y las colas en alegre movimiento de mis perros, ¡eran mis fieles amigos! Sentí un cansancio intenso, mi cabeza pesaba, la oscuridad se adueñó del ambiente. Alguien tocaba insistentemente en mi hombro, me giré para saber quién era, estaba totalmente desorientada.

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¡Cómo has dormido! Por favor, abróchate el cinturón y pon el asiento derecho, vamos a aterrizar en Kiruna. “El miedo es una emoción, la cobardía una actitud” Nota que incluíamos en estos viajes "Esta expedición está diseñada por tierras Polares, donde pueden surgir circunstancias imposibles de prever y con dificultades logísticas muy altas, donde el clima y la condición del hielo pueden provocar la cancelación de actividades”. Nieves Molina, María

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No tardes, te espero


La primera vez que te vi, evoco bien, sería de la mano de mis padres. Verte era posible gracias al tren. Además —repaso— todo dependía del tren. Ahora incluso, según creo, hay protestas para conocerte un poco mejor por falta de medios. Y sigo sin entenderlo. Que es como decir, sigo sin entenderte. No es para menos. Dicen que el territorio del hombre es nuestra infancia; evidentemente, no he olvidado esas impresiones de cuando yo era un crío. Además, para ir a verte siempre era de noche. Algo mágico cuando, poco antes de empezar cualquier madrugada, todos los días, el expreso de Irún salía desde la estación del Norte, junto a la montaña del Príncipe Pío de Madrid. Con derecho a plaza en un vagón de tercera —por ser hijo de un obrero ferroviario— procuraba buscar refugio a mis miedos infantiles en el regazo de mi madre. Al otro lado del cristal, todo era noche y más noche. O escasas luces corriendo en sentido inverso según marcha el tren, a las cuales yo intentaba ver, resistir, cuando el convoy eléctrico pasaba veloz entre pueblos, valles y montañas. Después, el traqueteo del vagón mecía mis ensueños y caía en uno tranquilizador. Para mejor descanso entre los pasajeros, se procuraba apagar las luces del compartimento, previa consulta a los demás viajeros, y encender una luz de penumbra. Efectivamente, esa oscuridad envolvía la ventanilla del vagón como si fuera una pantalla de cine; sus imágenes, por supuesto, parecían haberse filmado de noche. De madrugada llegaba el tren a Medina del Campo. Esa estación, importante nudo de ferrocarriles junto a un viejo

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castillo medieval, andaba huérfana de viajeros; o al menos eso me parecía durante los primeros años cincuenta, bajo la tenue luz de los mortecinos faroles de Renfe, y casi todas sus dependencias cerradas. Si el tiempo era bueno, nos quedábamos en el andén esperando que viniera pronto el convoy que nos debía llevar a Salamanca; si el viaje se hacía en invierno, aguardábamos en una confortable sala de espera donde los radiadores parecían enrojecer gracias al rebullir del agua hirviendo por sus tripas. En este tipo de estancias, y a esas horas tan intempestivas, había pocos hablares o comentarios entre su concurrencia; todo lo más, o eso repaso yo, me apretaba hecho un ovillo junto al pecho de mi madre. Sin embargo, mi padre era predilecto de este tipo de viajes, y gustaba de “pegar la hebra” con quien estuviera dispuesto a comentar los ajetreos de sus respectivas vidas. Debería recordar, aunque no puedo, si en Medina del Campo subían los viajeros de nuestro mismo trayecto al correo allí estacionado con dirección hasta Fuentes de Oñoro o si esperábamos todos a otro tren, procedente desde la frontera francesa con Irún, para seguir camino más allá de la raya portuguesa. Pero no me imaginaba —y me sorprendió aquella primera vez— ver una mole negra, enorme, resoplando vapor blanco sobre los carriles de hierro. Mi padre las reconocía por sus ejes, pues, dependiendo de esa tracción, las máquinas a carbón de Renfe tenían más o menos potencia. Y de todo esto tú sabes más por edad.

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Aunque si hubo un siglo donde el progreso se escribía con nubes de vapor sobre un penacho de humo negro, no encajaba yo el tema de prohibirme mi madre asomar la cabeza por una ventanilla de aquellos coches de tercera; mi cara se podía ensuciar por efecto de la carbonilla. Con los trenes eléctricos no pasaba eso. Este viaje era eterno, o al menos me parecía. Mi padre explicaba que, por ser correo, el tren se detenía en todas las estaciones, e incluso en los apeaderos. No era de extrañar pues, el avituallamiento: la intendencia transportada por mi madre en su capacho. Pasado el amanecer, era preciso tomar un desayuno o tentempié. Entonces, y muchos años posteriormente, esas tortillas de patatas o empanadillas de bonito hechas por mi madre me sabían a gloria. De postre, generalmente, solía llevar fruta. En Salamanca serían las siete, o las ocho, o las nueve de la mañana —porque de niño no tenía esa noción horaria de los adultos— cuando llegaba el tren. Era temprano, y se notaba ajetreo en tu vieja estación. Rememoro los antiguos almacenes, sus depósitos de material rodante y el faenar del personal por los andenes entre quienes iban de recibimiento o quienes se apeaban con ese natural deseo de ser esperados. No obstante, nuestro viaje continuaba —y tú lo sabes— hasta Ciudad Rodrigo. Mi madre era mirobrigense, casada con un obrero de Renfe, natural de Morón de Almazán, Soria; criado en el País Vasco y pintor de oficio, empleado en los talleres del Cerro Negro, de la Compañía de Ferrocarriles Madrid-Zaragoza-Alicante que, en tiempos de la dictadura, pasó a ser Red Nacional de Ferrocarriles Españoles (RENFE).

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Ese viaje —como sabes— cruzaba sobre las orillas del Tormes y terminaba para mí en la ribera del Águeda. Tras dejar la antigua estación de Salamanca, envuelta entre su trajín de personas, mercancías, maletas o bultos, el tren seguía hacia Fuentes de Oñoro. Y sigo recordando esas impresiones. Inmediatamente de pasar por los campos de cereal, cruzando el río, al poco tiempo llegaban los espacios llenos de encinas. Aunque lentamente, pues se paraba en todas las estaciones. Yo me asomaba por la ventanilla y dependiendo de la importancia del lugar, así bajaban o subían pasajeros. El jefe de la estación, tocado con su gorra roja laureada, se acercaba al reloj, de esos relojes grandes de buen ver desde cualquier rincón del apeadero, y daba varios golpes a una clásica campana a modo de aviso. Previamente, el cartero había entregado y recogido correspondencia en el furgón de Correos. Tras comprobar el jefe que no había ningún viajero en trance de subir al tren, hacía sonar su clásico silbato. El vagón donde resistíamos ese viaje se estremecía como un hombre tembloroso; parecía un hombre mayor intentando volver a andar tras un breve descanso. Y así, lentamente, bajo los cielos esplendorosos, luminosos, como nada más saben lucir en el campo charro, volvía a rugir las entrañas de aquellas locomotoras de vapor en su intento de llevarnos hasta Ciudad Rodrigo. Después, pasado el apeadero, que continua como tal y se sigue llamando El Salto, la revolución en el interior de los compartimentos era general. Cada cual se afanaba en preparar sus pertenencias para descender cuanto antes de aquellos viejos coches, acercándose a una puerta del vagón y estar listo con tal de bajar los primeros.

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Sigo sin entender porqué el período de parada en cualquier estación era tan excesivo, —cuando no se repostaba agua era otra contingencia— pues normalmente te daba tiempo suficiente a estirar las piernas por el andén de estaciones anteriores. Una vez pasada la curva de San Giraldo, cuesta abajo, nuestra locomotora parecía alegrarse. Al final de tan escasa pendiente, podíamos ver perfectamente Ciudad Rodrigo. Esta ciudad fortificada, luciendo también otras torres catedralicias, —segunda en importancia tras la capital— nos parecía un milagro en el horizonte. A continuación, cuando el tren había frenado con un rechinar de ruedas metálicas sobre carriles de hierro, llegaba mi satisfacción de poder besar y abrazar a mi familia; sobrinos directos de mi madre, queridos primos míos con quienes sigo en el cariño de esa herencia familiar procedente de nuestros mayores. En total, habían transcurrido doce horas de viaje. Y aún me sigue doliendo todo ese retraso. Volver a Salamanca era esporádico; por asuntos, según decían entonces. Sin embargo, lo recuerdo de mano de mis padres, quienes no sabían especialmente de arte, ni de reyes e intentaban explicarme historias entre el paisaje y el paisanaje. Por su Plaza Mayor en el mejor barroco plateresco de Salamanca —me explicaban— se reunían los tratantes. Destacaban, entre mis reminiscencias, unos hombres vestidos con sus blusones negros y algún charro jarrino. Fuera de esa plaza, tras ese obligado gran paseo desde la estación, la urbanidad era muy común. Y ver curas y monjas entrando y saliendo de iglesias, conventos, y viejos palacios con

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muy pocos coches sobre una calzada adoquinada era habitual. Los estudiantes eran inconfundibles, con diferencia entre ricos y pobres, o eso decían otras gentes mayores. Y mucha tristeza en el aire. Se conoce, según he sabido en el transcurrir de los años, que la castellanía es así de afligida, de melancólica; de tanto luto y tan poca sonrisa en el semblante. Volvíamos al tren, de regreso a Madrid o de vuelta para Ciudad Rodrigo. ¡Tanta pretendida modernidad y sigue hoy esa misma vía sin electrificar! Sin el tráfico de antaño, cuando el correo postal, la prensa y el pescado llegaban por esos únicos carriles a todos los pueblos por donde pasaba el cansino tren; con muchos vagones de tercera, pocos de segunda clase, y alguno de primera. Me dicen que estás despertando de entre los fríos invernales y calurosas jornadas veraniegas, con el Tormes besando tus pies mientras peinas tus altas torres en el espejo de sus aguas. Y ahí sigues anclada. Me cuesta decir te quiero, precisamente por eso, porque algún día se plante en tu solar el progreso y despegues de una vez. A ti y a mí, a quienes tanto nos gusta el oeste español, nos tienen a cada uno andando como a trasmano; y con el viejo reloj del matadero marcando cierta hora de nuestro particular destino. Yo te quiero más cerca. Y sabes, cuando puedo, me doy un paseo entre tus calles. En especial, a esas horas cuando la noche retira su manto oscuro y viene otra alborada. Pues en esos instantes, de tan reciente mañana,o en ese transcurso donde toda Salamanca toma impertérrita su siesta, están tus calles sin ruidos, en calma, casi vacías, como lo estaban en esos años de mi infancia.

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Era la Salamanca dormida en sus siglos de gloria. Y ahora —tú lo sabes mejor que yo— hace falta que te saquen de ese rincón del alma, para verte, para quererte como te mereces. Más cerca. Como yo te sentía cogido por las manos de mis padres. No tardes, te espero. Tú ya me conoces. Ortega Martínez, Pedro Miguel

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CĂŠsar Borgia en LeganĂŠs


PRIMERA PARTE Beatus ille (Horacio) Yo era un niño de encinas y de nidos, de alcornoques altos y escarabajos peloteros, de regatos, de burros plateros con aguaderas y corvejones pelados, de espigas y pantorrillas marcadas por el bálago, de noches luminosas y cristalinas en las eras, de meriendas de rebanadas de pan con manteca, o azúcar con aceite, o chocolate arenoso con cromos de Zarra y Panizo; de Lesmes y Quincoces, de Carmelo o Ramallet. Yo era un niño de balones duros con costuras y bicicletas sin freno, de píldoras y rescates de niñas virginales. Mi madre me enseñó las letras en el encerado de hule negro colgado en el pasillo de la casa. En el <<Informaciones>> y en el <<Ya>>. En las noches de invierno nos leía <<El Ama>> y la <<Feria de Abril>> de los dos José María (extremeño y andaluz), pero a mí me gustaba el <<Vaquerillo>> y, sobre todo, recitar la <<Canción del pirata>> disfrazado ante el espejo de la cómoda. ¡Ah!, y <<Victorioso vuelve el Cid de San Pedro de CardeñaV>>. Mi madre siempre me decía: “tienes que ser un hombre de provecho”. “Tienes que aprender”. Nunca hice bien una tarea para mi madre. Todas se tenían que mejorar. No solo se podían, se tenían que mejorar. Yo sabía que había nacido una guerra. En la cartilla de racionamiento se anotaba el aceite y el humo de los cuarterones de tabaco; el azúcar con terrones y la desesperación de la escasez. El estraperlo se anotaba en hojas invisibles con muecas de silencio. Había habido una guerra, pero

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yo no encontraba el dónde, ni el cuándo, ni el quiénes. Ellos, nosotros, los rojosV En las noches veraniegas, a la fresca, los vecinos en sillas bajas de aneas hablaban de siegas y cosechas; de trillas y de bieldos; de caballos encabritados y de pencos; de esquileos y vellones; pero siempre terminaban con los “ellos”, “nosotros”, “se lo llevaron y no se supo más”. Para ser hombre de provecho me llevaron a las clases de don Jacinto. Don Jacinto no era maestro, preparaba a los alumnos para el bachillerato. Era mayor, encorvado, y siempre vestía la misma chaqueta gris, en verano y en invierno. La tristeza le rozaba por las canas pero su voz era la de un Séneca sin toga. En las clases de don Jacinto no había bancos ni sillas, se estudiaba en grupos de cinco o seis alumnos, todos de pie y en corros. Los retornos de los exámenes de bachiller en la capital provinciana eran una fiesta para sus alumnos; volvían bulliciosos y alegres al pueblo de la raya. Los alumnos de don Jacinto aprobaban todos, tenían obsesión con Madrid. Quien no ve Madrid, muere burro. A ver qué oración es: “Madrid, capital de España, tiene hermosos edificios”. Yo siempre era el último en clase, pero no me importaba, porque Pureza, la niña más lista y más guapa siempre me sonreía. Era hija del veterinario. Un día, como casi todos, no supe contestar a la pregunta de don Jacinto. "¡Pero bueno!", me dijo, "¿tú que quieres ser de mayor?" YoV es que quiero ser escritor. "¡Ah! BuenoV ¡acabáramos!". Entonces tienes que hacer lo que ya dijo Baroja. Don Jacinto siempre hablaba de Baroja, de Galdós y de Unamuno. Tienes que ir a Madrid (don Jacinto siempre con Madrid) y ponerte a la cola de los escritores. Yo no hice el examen de ingreso en el bachillerato, sino que me llevaron al Seminario; por eso de las becas y las economías. Allí

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aprendí latín y a hacer malabarismos al cuadrado. Todos los días cruzábamos el puente sin río para romper balones con costuras. Las meriendas se convirtieron en manzanas con agujeros y las lentejas nos daban el hierro para sostener las heridas de la catedral con antífonas y salmos. La catedral llevaba heridas desde el terremoto de Lisboa de 1 755 y el “bobo” no aparecía en el florilegio de las traducciones latinas. Allí, entre muchos, estaba Ceferino. Nos hicimos muy amigos. Ceferino tenía una hermana paralítica y tenía que comer mucho pescado con espinas. Debía ser por eso del calcio. Cuando terminaba el curso, dejábamos el pueblo levítico y catedralicio y volvíamos al nuestro. Ceferino en verano siempre iba a pescar para su hermana, era de la zona de la sierra, de las gargantas y las torrenteras; donde las metáforas blancas de los cerezos cuajan pareados rojos de asonancias. Yo era del llano y las encinas con nidos de tórtolas, nidos urgentes de minimalismo para aves de paso. La hermana de Ceferino distinguía perfectamente los peces del pantano de los de las gargantas y sus pozas. Estos eran más finos y jugosos. Los del pantano y las charcas sabían a cieno. Ceferino casi siempre iba a pescar a las gargantas, aunque el agua estaba más fría para bañarse. Casi siempre pescaba en la poza de las Sirenas. Pasaba las vacaciones con su caña de pescar y la bicicleta sin freno. A la vuelta de las vacaciones, en el pueblo levítico y catedralicio, nos contábamos todo el veraneo. Los cuadernos de caligrafía que nos mandaban de tarea los hacíamos en los dos últimos días. Una vez, me contó a la vuelta, había pescado un pez que no había visto jamás. Era de cabeza y aletas grandes pero de cuerpo pequeño y con ojos saltones. Cuando Ceferino lo tuvo entre sus manos el pez se puso a llorar. (Eso me contó).

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Ceferino me decía que hablaba con los peces, aunque yo no me lo creía mucho. El pez le dijo que estaba cansado de estar siempre en la misma poza y que otros peces más grandes le habían hablado de una poza inmensa, ¡enorrrrrrrrrrme!, donde había peces de colores y de mil formas y tamaños; y que él quería ir allí porque (le habían dicho) sería libre y conocería muchos otros peces, y plantas y corales (que eran como versos ultraístas). Ceferino, que por aquel entonces conocía poco más que el “Cristu benditu” de Gabriel y Galán, no entendía lo de los versos ultraístas, pero le sonó bien y se apiadó del pez. Y lo soltó, pero no fue capaz de quitarle todo el anzuelo. Ceferino se fabricaba él mismo los anzuelos; de tal manera que el pez que picaba, jamás podía soltarse. Dejó el pez en la poza con medio anzuelo clavado en la boca; le vio dar vueltas en las aguas cristalinas y ese día no llevó peces a su hermana, ni volvió a bañarse ni pescar en la poza de las Sirenas. Todo esto me contó a la vuelta de las vacaciones. A Ceferino le gustaba la historia y la pesca. La pesca y la pintura. Si algún día se cansaba de los “Kyries”, (que se cansaría) estudiaría historia o se haría pescador de caña. Yo dejé los latines y me fui a Madrid a buscar la cola de los escritores. La primera que vi era para el cine de sesión continua. También había colas para el metro, pero no para el pan. Ya no se contabilizaba en las cartillas de racionamiento. Un día fui al Ateneo a un recital de poesía; llegué algo tarde y estaba la sala llena, allí estaba Umbral, como distraído, como que se sabía los versos que recitaba. Aquella debía ser la cola. Umbral estaba elegante como un Larra disfrazado de Larra con el pelo rebelde y recién afeitado, y con gafas gordas de miope. Umbral ya debió nacer con gafas. Acabó el recital y pregunté por el último. El silencio bajó las escaleras conmigo hasta la calle. Otro día bajé

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por la acera del Gijón y estaba Carlos Oroza enamorando princesas italianas desprendidas del Renacimiento; y Sandra. Sandra traducía el primer manifiesto hippy. Ella decía que eran las glosas “gijonenisis”. Oroza quería ser Rimbaud, pero se parecía a César Vallejo sin su muerte en París. Sandra se disfrazaba de Virginia Wolf y cultivaba fresas en Recoletos. Eso decía ella; fresas con sabor a marihuana. Pero ella se marchaba a “sembrar trigo en las fronteras” como una mariposa y volvía siempre con una luciérnaga en los labios. También estuve en la cola de “alforjas para la poesía”. Allí no estaba Umbral. Las alforjas se llenaban de versos después de la misa de doce. Umbral solo iba a misa de doce en la catedral de León, y no le dejaron traérsela a Madrid. El que sí estaba allí era Manolo (para sus amigos) Alcántara. Don Manuel amasaba los poemas con brisas andaluzas y harina castellana. Su voz, pregonera de la vida profunda de las profundidades. Una tarde/noche acudí a una conferencia en el Club Pueblo. La daba Umbral y le presentaba don Dámaso Santos. Umbral ya se había saltado la cola y estaba el primero. El salón estaba lleno a rebosar y no había sitio. Yo me senté en la tarima junto al atril. Umbral leía la conferencia, que estaba escrita a mano, con letra pequeña. Según leía, tiraba los folios al aire que yo iba recogiendo como tórtolas heridas de lirismo. Después la perdí; (la conferencia), una lástima. ¡He perdido tantas cosas! La novela lírica y Manhattan Transfer, y John Dos Passos. Para viajar no hace falta salir por los caminos polvorientos del poeta (decía Umbral). La novela te lleva a todos y por distintos sitios: de la tierra y de la mente, del odio y del amor, y de la paz y de la guerra. Umbral ha recorrido el mundo sin salir de Madrid. Amar en Madrid. En la costa, Fleming plantó su Manhattan; en Lavapiés, su Marrakech. Umbral siempre fue un niño de

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derechas con las palabras en el bolsillo izquierdo. El derecho, decía, es para guardar el dinero. Era un mago de las palabras (de un bolsillo a otro las transformaba), un visionario cegato y respondón; un giocondo con la sonrisa helada por los carámbanos del alma. Desde que regaló la bufanda a Valle (don Ramón), siempre andaba constipado. Era un niño que se bebía las palabras, a veces las mezclaba con whisky; Por eso del sabor a chinches. Umbral tenía un recetario secreto para aderezar sus palabras; las adobaba, las confitabaV a todas les daba su sabor personal y secreto. Las palabras, unas saben a menta y todas a Umbral. Se defendía con su voz como los lobos de la luna. Sacaba su voz “polifémica” para defenderse en la odisea de las letras. Era un niño-chacal de dientes blancos. Llegó a Gijón con los zapatos limpios y las gafas sucias. Cayó mortal y rosa y el viento le sembró sal en las pestañas. Al final no encontré la cola de los escritores, o me cansé de ella; como de los sabañones, como de los granos de la cara. Los niños de los alcornoques altos poníamos piedras en el camino de los escarabajos peloteros. Ellos (los escarabajos peloteros), con la potencia de sus patas negras y sus caparazones duros, bordeaban todas las dificultades sin abandonar su bola fusca. No sé si para ser escritor hay que hacer como los escarabajos; Coger las palabras y rodarlas, y untarlas con manteca y amasarlas; y al final enterrarlas y enterrarse con ellas para que nazca una crisálida con versos en las alas. Recordaba que tenía que ser un hombre de provecho. Había

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hombre de campo; Hombre de mar; Hombre de pelo en pecho; Hombre del saco; Hombre de dos caras; Hombre de cabo; Hombre de calzas atacadas; Hombre de iglesia; Hombre de provecho; etc. (Es lo que me dijo mi madre). SEGUNDA PARTE <<Pero ha pasado el tiempo Y la verdad desagradable asoma: Envejecer, morir, Es el único argumento de la obra>>. (Jaime Gil de Biedma) Tras cuarenta y cuatro años de diáspora, volvimos a juntarnos los de los latines y los “Kyries” en el viejo falansterio de nuestro pueblo levítico y catedralicio. La ilusión y las “redes” nos volvieron a unir para un “te deseum” diverso y transgresor; para un ágape de abrazos vigorosos. Algunos no volvieron, ni volverán. La campana del claustro donde enterramos los jirones infantiles tenía la lengua cercenada y, a pesar de todo, nos convocó a una anagnórisis con canas, a un aquelarre de sueños que no cabían entre los brazos. En el pozo del claustro seguían los pecados inocentes de la carne colgados de los culantrillos. Y Ceferino estaba allí, como un Yugarta sin traducir. Después de los abrazos, los asombros y los ojos de salmuera, se iban haciendo los “apartes”. Ceferino me contó con emoción sus “cosas”, y yo las mías a él. Cuarenta y cuatro años queríamos descifrarlos en cuarenta y cuatro segundos. No te lo vas a creer, me dijo. ¿Recuerdas los peces que cogía en la poza de las Sirenas? No volví a ella, me pasé a la Serrana y en pocos años mi hermana sanó completamente. Me licencié

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en Historia y doy clases en un instituto de un pueblo marítimo y frutal. Un día, pescando en el mar, picó un pez como de una cuarta. Él pescaba por afición, y los peces capturados los devolvía al mar. Cuando fue a desprender el pez del anzuelo para soltarlo, comprobó que en la parte superior de la boca tenía un trozo de metal. Era un trozo de los anzuelos artesanales e inconfundibles que él fabricaba en su infancia. El pez vertió por sus ojos saltones unos goterones como perlas trasparentes y le dijo que quería volver a sus pozas y gargantas de agua dulce, de las que había salido hacía muchos años. Había bajado por ríos y regatos; había pasado un puente de hierro y había visto un puente de piedra con el cauce seco a la sombra de una catedral. Al final (le dijo), después de infinitas peripecias llegó a la poza ¡inmennnnsa! y encontró el agua amarga, como una esperanza derretida. Se aburría en la poza sin límites con tantos ultraísmos (le dijo), y añoraba los versos sencillos de sus torrenteras de alevín. Había muchos, diversos y bonitos, pero no se entendía con ellos, y el agua era amarga como el aceite de hígado de bacalao. Quería volver y no sabía el camino de retorno. Más con los ojos que con la boca, le imploró que le ayudara. Ceferino, que en unos días volvía al pueblo de su infancia de vacaciones, lo llevó en un tarro de cristal, le dio un beso y lo soltó en la poza de las Sirenas. Llegado a este punto vi que Ceferino tenía los ojos vidriados, como con cristalitos rotos. Me lo contó tan convencido e ilusionado que tuve que creerle un poco. Además, ese día, después de cuarenta y cuatro años no íbamos a discutir por esas nimiedades; cosas de poca importancia después de las que habíamos creído en nuestros estudios levíticos y catedralicios. Ese día volvimos a recorrer con

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pasos torpes las calles empedradas de verbos irregulares y bajamos a la “isla”, y no había balones con correas, ni bicicletas sin frenos ni zapatas. Cruzamos el vetusto puente sin río y por los ojos pasaba el viento cargado de nostalgia. Por el pretil pasaban las ausencias de los condiscípulos que ya no volverían, y nos fuimos a compartir una comida sin fámulos ni lector en el púlpito del refectorio. Aunque ese día yo llevaba un poema épico y nostálgico (“Primera epístola a los corianos”), tuve que contarle que no había conseguido ser escritor; leí el poema en los postres y muchos ojos enrojecieron y saltaron las compuertas de las emociones acuosas. Y brindamos para el próximo año, y el próximo del próximo. Entre los muchos asistentes había un compañero al que no reconocía. Le pregunté quién era y me contestó que había estudiado dos cursos posteriores al mío. Se llamaba Luis y era deV Allí tuve yo (le dije) un profesor al que quería: don Jacinto. Luis, emocionado, me contestó que don Jacinto era su abuelo. Hablamos. Me contó que su abuelo había sido un maestro republicano al que le habían quitado su escuela; Que había sacado a su familia con clases particulares sin rótulos. Las de don Jacinto aprobaban todos, pero esta es otra historiaV Tenía las manos limpias como un cardenal renacentista. Vacíos de emociones nos despedimos con abrazos. Habíamos fortalecido las ausencias y el próximo año nos volveríamos a ver, seguir repitiendo los recuerdos traducidos. Lo que no le conté a Ceferino es si había llegado a ser hombre de provecho, como quería mi madre. (Es que yo tampoco lo sé) A lo mejor se lo cuento el próximo año. Pero Ceferino no volvió al siguiente; ni al

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siguiente del siguiente. Ya jubilado me matriculé en la Universidad de Mayores; y debo narrar un cuento o un “episodio de mi vida” (ficcionalizado), según dicen las bases. Escribí un correo a Ceferino y a Julio (otro amigo y condiscípulo, que prepara los “encuentros”) para verificar la historia del pez. Ceferino no me ha contestado, y Julio me dice que en nuestro curso no había ningún “Ceferino” y que esa historia se la conté yo a él en primero de Latín y HumanidadesV En fin, si tú lo dices, el relato será mío pero yo jamás tuve una hermana ni fui pescador de caña; pero lo de los balones con costuras, las bicicletas sin freno, los escarabajos y la alegría de las meriendas de manteca con azúcar son jirones de mi infancia rural que me alimentan todavía. Palacios Espada, Benedicto

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La India Misteriosa: tres culturas, tres religiones


Dedicado a mi mujer, Ada, mi eterna acompañante por estos mundos. Igualmente a los escritores de viajes Robert D. Kaplan, Paul Theroux y nuestro insigne Javier Reverte. Prólogo <<La India no ha sido nunca un país fácil de comprender. Quizás sea demasiado profunda, contradictoria y diversa, y poca gente en el mundo contemporáneo tiene el tiempo o la predisposición para ver más allá de lo obvio>> Indira Gandhi Se trata de un pequeño cuento o relato de un viaje realizado en Junio de 2011 por una parte de la India. Comenzó en Amritsar, en la región del Punjab, patria del “mundo sikh”, para pasar a la zona de Dharamsala, lugar de residencia del Dalai Lama en el exilio. A continuación a Srinagar, sultanato de la región de Cachemira, y desembocar en el pequeño Tíbet hindú, en la zona del Ladakh, donde se encuentran las Gompas (templos tibetanos en escalera, a más de 4000 m. de altura); quizás, los más espectaculares del mundo, para acabar en la región del Gujarat, en la ciudad de Ahmedabad, ciudad donde nació y vivió Mahatma Gandhi. Dieciocho intrépidos viajeros, hombres y mujeres mayores de cincuenta y cinco años, vivimos esta experiencia durante veintidós días ilusionados con este gran recorrido. Desde que conocí el itinerario me cautivó y me hechizó. Comienza la acción y la ficción, prometo que lo leeréis de un tirón... 116


Después de un largo vuelo que nos llevó desde Madrid a Doha, capital de Qatar (donde hicimos escala antes de coger el vuelo a Amritsar, capital espiritual de la etnia sikh), llegamos a Punjab, zona fronteriza entre India y Pakistán. Esta región es el único lugar del mundo donde la mayoría de sus habitantes practica el Sijismo (alcanzando el sesenta por ciento de la población total), el resto son hinduistas. Hay unos pocos musulmanes, aunque la mayoría se fueron al nuevo estado de Pakistán. Punjab forma parte de una de las más antiguas culturas; la civilización del valle del Indo. El estado fue creado en 1 947 con la independencia de la India, cuando la partición británica dividió la provincia del Raj entre India y Pakistán. La mayoría de los musulmanes del Oeste formaron la provincia Punjab de Pakistán y la otra mayoría de los sikhs e hinduistas de la parte Este formaron el estado Punjab de la India. A pesar de ello, hay muchos hindús y sikhs que viven en el oeste y muchos musulmanes que viven en la parte este. La capital de la región antes de dividirse era Lahore, pero terminó en la zona de Pakistán, por lo que se creó la nueva capital Chandigarth para la zona india, quedando Amritsar como ciudad santa. Durante el vuelo tuve como compañero de asiento a un militar sikh que tenía el grado de coronel. Según me manifestó, venía de una reunión en Qatar. Intuí que me encontraba ante un gran personaje, ¡Qué bien comenzaba esta aventura! Empezamos un diálogo que a mí me resultaba interesante. Le expuse el recorrido que teníamos planeado y se sorprendió del magnífico itinerario que íbamos a hacer por su país. Entre otras cosas, le pregunté por el origen de

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los turbantes. Él llevaba un turbante de color gris perla y una barba negra abundante, era un verdadero gentleman. Me hizo ver la importancia que tenían los turbantes en la vida sikh: su cromatismo, el significado de cada color, por qué no se cortaban el pelo, etc. Me explicó que llevaban el cabello recogido debajo del turbante desde jóvenes como símbolo de espiritualidad. Esta prenda representa, además, la amistad, a través del intercambio de los turbantes con amigos cercanos. Una vez que cambian se convierten en amigos para toda la vida y forjan una relación permanente. Hay muchos proverbios y dichos del Punjab que describen la importancia de esta prenda en la vida sikh. Cuando estábamos haciendo la rodadura por la pista de aterrizaje, observé que hacíamos kilómetros y kilómetros, y que por la zona no se veía nada. Pregunté al coronel si había algún problema. Muy respetuoso, me indicó que la entrada a la zona se realizaba mediante una única pista de aterrizaje, con una desviación que indicaba, a la izquierda, a Lahore en Pakistán, y otra, a la derecha, a Amritsar en India. Me explicó que era el acuerdo al que habían llegado ambos gobiernos. Como en otras partes del mundo, las fronteras se han trazado sin tener en cuenta los límites entre las creencias históricas, regionales, étnicas, etc. Esta falta de sensibilidad cultural ha dado origen a enfrentamientos tribales ocasionados por no respetar esas fronteras naturales. Llegamos al aeropuerto de Amritsar a las tres de la mañana. Fuimos recibidos con las típicas guirnaldas de flores de color naranja, símbolo de bienvenida en la India. Iniciamos al día siguiente la visita a la ciudad. En cuanto salimos a la calle, descubrimos la India en todo su esplendor; multitud de personas por la calle, un tráfico caótico, bicicletas, taxis-motocarros, las

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consabidas vacas sueltas por las calles, etc. Todo ello aderezado con una temperatura y humedad sofocante. Caminamos a través de callejuelas y bazares que anuncian un gran mercado. Éste sorprende por su colorido en los pequeños puestos, por las frutas de todo tipo, por las especias con olores subyugantes, etc. De pronto, ante nuestros ojos, apareció el Granth Sahib. No importa que religión se profese; Incluso si no se profesa ninguna, el Templo Dorado sobrecoge y conmueve a quien lo visita. Guarda entre sus muros el Adi Granth, el libro sagrado. Los sikhs de todo el mundo intentan peregrinar una vez en su vida para poder contemplarlo y purificarse, bañándose en las aguas sagradas del estanque Amrit Sarovar (la piscina del néctar de la inmortalidad), en la que flota una majestuosa embarcación de dorada techumbre: el Harmandir, el santuario más sagrado y bello del templo. Para acceder al templo es necesario descalzarse y cubrirse la cabeza (los extranjeros deben hacerlo con un pañuelo naranja). Mientras caminábamos descalzos sobre mosaicos de mármol, nos sorprendían sus paredes revestidas con nácar, lapislázuli, pinturas con motivos florales e incrustaciones de marfil. Estábamos dentro de un gran recinto de color blanco en el que se come, se duerme, se purifica el alma... A pesar de la multitud que dificultaba la visita, recorrimos el santuario durante casi toda la mañana. Volveríamos al anochecer a ver la procesión del libro santo a su lugar de recogimiento en otro lugar del templo. Continuamos nuestro periplo hacia el norte, a través del valle del Indo; “el valle feliz”, como lo llaman en la India, tiene dos tipos de

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terreno: aluvión reciente y las colinas del costado del Himalaya, cuyo aluvión es más antiguo. La llanura se divide en bari, matt y petti; el bari es de primera calidad y bueno para el abono; el matt es una tierra de trigo; y el petti se utiliza para el algodón y el tabaco. El terreno de las colinas se llama kheta, es propio para el arroz, y vardes para el trigo. El arroz es el cultivo nacional del valle del Indo. Visitamos Chandigarh, una ciudad atípica en la India, muy diferente al entreverado laberinto tradicional de las provincias vecinas. Es una ciudad llena de jardines y parques, de vías anchas y de arquitectura moderna. Chandigarh fue el único proyecto ejecutado por Le Corbusier, el más influyente maestro de la arquitectura moderna. Es un legado impresionante de urbanismo, paisajismo, arquitectura, escultura, pintura e interiorismo del prolífico maestro suizo; dando lugar a una ciudad única en la India. Puede parecer una pequeña y visionaria Brasilia, con su moderna arquitectura de los años 50. En 1 947, ante el dramático contexto, el Primer Ministro Nehru creó esta nueva capital para las provincias de Punjab y Haryana, y la llamó Chandigarh, que significa “Fuerte Chandi”. Encargó la construcción de la ciudad a Le Corbusier que, junto a una veintena de jóvenes arquitectos indios, desarrollaron el proyecto. Es un ejemplo de construcción a nivel mundial. Llegamos a Dharamsala, la pequeña ciudad del norte de la India donde tiene su sede el Gobierno tibetano en el exilio. Allí asistimos a la última recepción que iba a dar el Dalai Lama (Tenzin Gyatso, que seguirá siendo el líder espiritual de los tibetanos) y formamos parte de las ciento cincuenta personas a las que concedió esta última audiencia. Posteriormente

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visitamos el Parlamento. Dharamsala es una ciudad tibetana enclavada en pleno Himalaya. Allí el Gobierno indio, en 1 962, cedió el espacio aprovechando los terrenos de una antigua estación de montaña establecida por los británicos en el siglo pasado. Estábamos rodeados de inmensas montañas de más de 4000 m. y que acogieron a miles de tibetanos que huían de su país ocupado por China. Este rincón en los contrafuertes del Himalaya es uno de los pocos sitios al que peregrinan para adorar a un ser vivo. Continuando nuestra travesía llegamos hasta Jammu, una de las dos capitales de Cachemira. Hasta Jammu nuestro recorrido ha sido terrestre, a partir de entonces, y debido a la gran dificultad de las carreteras y puertos de gran montaña, haríamos dos saltos en avión. La región de Cachemira es una de las zonas más conflictivas del planeta, dividida en 4 partes: una bajo administración pakistaní, otra india, otra parte china y una última cedida por Pakistán a China y reclamada por India. Jammu ha recibido el apelativo de “La ciudad de los templos”. Estábamos en un enclave musulmán que poseía un casco antiguo majestuoso con numerosos palacios y jardines mogoles de gran belleza. Embarcamos rumbo a Srinagar o el jardín del Edén. Es una región fértil y verde, se dice que en Cachemira el invierno es de una belleza sobrecogedora. El otoño es la época de los chinares, árboles majestuosos de la familia de los arces, son los reyes del valle. En primavera, las rosas que brotan son enormes, con pétalos como pergaminos olorosos; las amapolas son tan grandes como hortensias, los pensamientos y las

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margaritas desproporcionadas. Después de comer alguna especialidad del cordero cachemirí, visitamos los jardines de Shalimar, creados por un emperador mogol para uso y disfrute de sus mujeres. Era un placer contemplar la sublime puesta de sol sobre las aguas centelleantes del lago Dal. Srinagar es un enclave con un casco antiguo atravesado por un dédalo de callejuelas y mezquitas. Es conocida también por sus famosos jardines mogoles. Dentro de los templos destaca el de Shankaracharya y el Nishat Bagh, situados en el extremo del Lago Dal. Visitamos múltiples mezquitas, algunas grandes y otras más pequeñas, la ciudad parecía una postal, un verdadero paraíso terrenal. Visitamos uno de los barrios más llamativos de la ciudad, donde se encuentra la entrada al Rozabal, que, según los musulmanes, alberga la tumba de Jesús. Existe a la entrada un medallón de bronce con inscripción de nombres divinos que cuelga de la puerta de entrada a la tumba. Se encontraban allí textos que informaban de la presencia de Jesús en Cachemira. Accedimos en avión a la ciudad de Leh, dentro de la región de Ladakh, enclave rodeado por altas cumbres nevadas de más de 7000 m. De las verdes llanuras de Cachemira, pasamos al paisaje seco y árido de Ladakh; esta región es denominada el “pequeño Tibet”. Se encontraba atrapado entre la cordillera de Zanskar y la de Karakorum. El Indo y sus afluentes alimentan los valles y crean, en algunas partes, auténticos oasis como el valle de Nubra. Los pintorescos pueblos y aldeas se levantan en medio de los campos de cebada, allá donde la verticalidad del terreno les da

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un respiro. Los ladakhis aprovechan la más pequeña superficie de tierra cultivable y, a finales de abril, cuando la primavera está a punto de florecer, los agricultores ayudados por los yaks, preparan la tierra para sembrar la cebada. Tanto para ellos como para los nómadas, el yak es esencial en sus vidas. El estiércol les proporciona el vital combustible para cocinar y calentar la casa en los largos y fríos inviernos. Con la leche y la carne se alimentaban, y de sus pieles, obtenían las ropas de abrigo. El punto fuerte del viaje era la visita al Monasterio Hemis, donde se celebra anualmente una peregrinación. Esta gompa aglutina todas las celebraciones budistas del Ladakh. El budismo, más que una religión, es una filosofía o un camino. Su objetivo es erradicar el dolor inseparable de la existencia desprendiéndose de las ataduras terrestres a través de la moderación, de la renunciación y de la meditación; en definitiva, conseguir el nirvana. Desde las primeras luces de la mañana, los ladakis, llegados desde todos los rincones del valle, se iban agolpando en el patio del monasterio. Amenizados por una musiquilla tradicional, la gente iba buscando el mejor lugar para observar el espectáculo. El sonido de los clarinetes anunciaba el comienzo del baile de máscaras. Sus danzas representan el miedo que los budistas tienen a los demonios y a las criaturas monstruosas. Esta representación duraba dos días. Nos explicaron que cada movimiento tenía un significado y representaba alguna de las manifestaciones de los dioses protectores que intentaban eliminar los espíritus malignos. Dejamos el Ladakh y volamos a la ciudad de Ahmedabad en el Gujarat, actualmente una de las regiones de mayor crecimiento

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de todo el país. En esta ciudad nació y murió Mahatma Gandhi, muy cerca del Mar Arábigo, donde el clima era bastante sofocante. Después de este maravilloso recorrido por una parte de la India misteriosa llegó el final con este pensamiento de Gandhi: “Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado. Un esfuerzo total es una victoria completa”. Panadero Galán, Pablo Enrique

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Mis encuentros con perros


El camino partía de Cantalojas* y en vueltas suaves nos llevaba hacia La Tejera negra**. Deseábamos confirmar que las hayas del bosque se habían encendido de rojo, pero en el otoño cicatero de aquel año parecía como si no quisiera dar la luz. Y fue al atravesar el pueblo que una perra anciana, fatigosa también por los kilos —como tía Luisa, que me hacía trampas en el parchís— en una danza alrededor, preguntara por Nika, aquella Beagle compañera de tantos paseos, juegos y viajes. Entrometido, se aproximó también un perro hermoso de dorso brillante —semejante a Lorenzo, el novio de la prima Consuelo, que a todas nos tuvo seducidas— y descarado se quedó sin que nadie lo invitara. Y unos pasos adelante, con mirada de lobo y pelo alborotado —idéntico al padre de Susana, mi querida colega de pupitre—, un tercer perro se unió a la comitiva. Parecía a primera vista que se hubieran acercado para curiosear, y adelantados unos metros se alejaran cada cual por donde había venido. Pero a medida que avanzaba la senda y durante el tiempo que duró el paseo, como en un empeño por reponer la ausencia de Nika, caminaron en delicioso cortejo. Y así, Yaya, con paso lento y sofocado, nos obligó a más de un descanso. Guapo, en un correr y en un volver, deseaba no perder la cercanía. Y Fuguista, desaparecido, comparecía cuando no se le esperaba. Con el sol ya bajo las solapas del horizonte, iniciamos el regreso. Ya en el pueblo, los tres nos hicieron un corro de despedida.

*En el rincón noroccidental de la provincia de Guadalajara (España). 128

**Es un hayedo, uno de los más meridionales de Europa. Forma parte del macizo de Ayllón, en el extremo oriental del Sistema Central.


A medida que se alejaban, mi amigo Alberto hizo sonar el silbato que siempre lleva consigo —como la sirena de un barco cuando desatraca—. Y los tres perros ladraron en la lejanía. Paredes Ordoñez, Carmen

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Carmina, mon amour


NARRADOR: Sergio es profesor de literatura en un instituto de

la capital. Hace unos días, la autoridad competente le entregó una tableta y un lápiz digital, y le explicó que en este curso escolar que ahora comienza se suprimirán las viejas pizarras de las aulas: y su lugar lo ocuparán pantallas digitales; a través de las cuales, el profesor guiará el aprendizaje. Los alumnos, a su vez, contarán con una tableta individual que les permitirá el acceso a los contenidos de todas las asignaturas. Con el lápiz óptico —les explicaron— podrán escribir sobre la pantalla de la tableta de la misma forma que lo harían sobre una hoja de papel. Cuando horas más tarde Sergio encendió la tableta, su pequeña pantalla se iluminó con una serie de aplicaciones que comenzó a pulsar nerviosamente.

CARMINA. —Hola, D. Sergio, veo que las yemas de sus dedos no están acostumbradas al tacto de mi piel. Relájese. No me gustaría que me hiciese daño. Dígame: "¿con qué color quiere que me ilumine para usted?".

NARRADOR.

—Sergio, ligeramente ruborizado apagó inmediatamente la tableta y acudió al director de nuevas tecnologías con la intención de devolverla. Pero, tras una larga charla con su compañero, recapacitó y decidió afrontar la nueva situación como un reto más en su ya larga carrera que, en los últimos años de vertiginoso desarrollo tecnológico, había sufrido unos cuantos sobresaltos. Al día siguiente, con resignación, volvió a abrir la tableta y una agradable voz femenina, que en su interior llamó Carmina, le dijo:

CARMINA. —Buenos días D. Sergio. Se ha levantado muy

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temprano. Sus alumnos estarán en clase dentro de dos horas y, como usted vive a tan solo 20 minutos de su centro de trabajo, le sugiero que haga un poco de gimnasia y desayune con calma. Le recuerdo que, según mi información, su ritmo cardíaco no debería sobrepasar las 1 20 pulsaciones por minuto. Ya sabe, aquel "achuchoncito" del año pasado. ¡Ah, y los cereales son siempre necesarios!

NARRATOR. —Tras un largo silencio, Sergio bastante enfadado contestó:

SERGIO. —Haga el favor de borrar de su memoria lo de mi

“achuchoncito”, pues no tiene ni idea de lo que me pasó. Y de desayuno tomaré lo que me dé la gana. ¡Ah! y si es usted tan lista comunique a mis alumnos de las 1 2 que el tema de hoy trata de “Los grandes escritores de la generación del 27”. ¡Ande, dígaselo!

CARMINA. —Por supuesto D. Sergio. Y si me lo permite,

también les diré que hoy no se ha levantado usted con muy buen pie. ¿No tendré yo la culpa, verdad?

SERGIO. —Me inquieta oír a una maquinita como usted y,

además, recién estrenada hablar de mis temas personales; no sé si estoy dispuesto a escucharla.

CARMINA. —No se preocupe. Mi información sobre usted es

solo la imprescindible para el desarrollo de mis funciones. Y además, no soy una cotilla. En mí solo encontrará un apoyo para el desarrollo de su trabajo. Verá, sus alumnos ya nunca más comprarán libros de texto. En su lugar, otras tabletas como yo almacenarán los contenidos de todas las asignaturas y ustedes

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los profesores interactuarán con los alumnos a través de nosotras.

SERGIO. —¿El profe de gimnasia también? CARMINA. —Sin duda. Nosotras monitorizaremos los ejercicios que los alumnos harán e iremos valorando el grado de realización de los mismos.

SERGIO. —¡Ahora veo por qué me pegaba tantos porrazos cuando saltaba el potro en mi clase de gimnasia! Claro, no tenía a alguien cómo usted que me mo-ni-to-ri-za-se.

CARMINA. —Le veo cínico e incrédulo, D. Sergio. Pero seguro que usted en su vida ha tenido retos más difíciles que éste.

NARRATOR. —Sergio se preparó para ir a clase, y cuando

subió al coche Carmina proyectó en su pantalla la ruta que debería seguir para llegar al instituto. Sergio se enfadó de nuevo porque la ruta que le mostraba acortaba el tiempo sobre su ruta habitual. Esta vez no dijo nada. Durante todo el horario lectivo tuvo apagada la dichosa tableta, y como ya no había pizarras, ni proyector de transparencias, ni siquiera el viejo ordenador que utilizaba para sus presentaciones de Power Point; habló y habló y también aburrió y aburrió a su audiencia. Al llegar a casaV.

SERGIO. —La verdad es que tengo curiosidad por saber qué más cosas conoce de mi pasado. ¿Sabe usted, por ejemplo, cómo fueron mis primeros años de escolarización?

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CARMINA. —Calculo que por su edad me estará usted

hablando de los años 50. Lo siento D. Sergio, sé mucho de literatura, tanto de la clásica como de la contemporánea; ahí me puede preguntar lo que quiera, pero respecto a usted mi información es escasa. ¿Por qué no se anima a contármela? Abriré una sección especial para ello y usted podrá narrar lo que quiera. Me gustaría mucho conocer su pasado.

SERGIO. —Discúlpeme pero contarle mi vida a una maquinita,

aunque aparente ser simpática, no es mi estilo. Y tampoco sé qué haría usted con lo que yo le contase.

CARMINA. —Tal vez preferiría escribir.

Usted está acostumbrado a ello; yo sé que ha publicado varios artículos. Le ofrezco dos formas de hacerlo: le mostraré mi teclado virtual, pero ello exigiría un tacto directo con mi cuerpo, para lo que no sé si está preparado; así que mejor llamamos a “óptico” y será usted quien lo maneje sobre mi pantalla. Él es menos inteligente que yo y hará exactamente lo que usted le mande. Yo, si no le importa, iré memorizando su relato y cuando haya finalizado se lo mostraré. ¿Qué le parece?

NARRATOR. —Cuando Sergio cogió a “óptico” entre sus dedos,

vio como le hacía un “clin d´oeil” que a estas alturas Sergio hasta encontró divertido. Y comenzó a escribir.

SERGIO. —Nosotros éramos más de 30 alumnos en la misma

escuela, de todas las edades, de todos los niveles, y un solo profesor: D. Antonio. La casa-escuela estaba bastante destartalada y aunque el clima era benigno por la proximidad del mar, en invierno el viento

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entraba por todas partes. Teníamos una estufa que calentábamos con leña que recogíamos por los alrededores, cuyo tubo de humos atravesaba el cristal de una ventana a la que habíamos hecho un agujero (no muy redondo por cierto). A media mañana íbamos a por agua a una fuente cercana, abríamos el bidón de la leche en polvo que, según decían, nos enviaban los americanos, y con ella, preparábamos nuestro desayuno escolar. Entre que la leche estaba fría y que nunca supimos calcular bien las proporciones, el regalo americano salía casi siempre disparado por la ventana al menor descuido de D. Antonio. El maestro sólo veía a su familia los fines de semana. Regresaba los lunes en una moto, pero como la carretera se acababa en el pueblo de al lado, los alumnos acudíamos a su encuentro para cargar con sus provisiones para toda la semana. Nosotros adorábamos a D. Antonio. Teníamos un cuaderno para practicar la caligrafía, una enciclopedia con todos los contenidos de la enseñanza de entonces, un lápiz, una goma de borrar y una pluma. Sí, sí, una pluma, para escribir con tinta que nosotros mismos preparábamos diluyendo en agua unas barritas de añil y con la que llenábamos nuestros tinteros, colocados en un agujero del pupitre. Las manos y la ropa, todos los días recibían su impronta. En la mesa de D. Antonio había un diccionario y una regla con la que, de vez en cuando, golpeaba nuestras manos cuando cometíamos algún error ortográfico. Nunca le odiábamos por eso y mejor no contarlo en casa porque cuando ello sucedía la

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respuesta era siempre la misma: “algo habrás hecho mal”. La regla también tenía otros usos muy importantes en nuestro universo escolar; dos veces por semana, D. Antonio dirigía el cántico de la tabla de multiplicar que los alumnos recitábamos con gran algarabía y excitación y que nunca más olvidamos; los viernes toda la clase se convertía en un coro para cantar entusiasmado el himno titulado “Cara al Sol” bajo la regla-batuta de D. Antonio. Himno de victoria y muerte, por cierto, muy querido por el régimen fascista de entonces.

NARRATOR. —“Óptico” se excitó entre los dedos de Sergio,

quien lo soltó de golpe y se quedó contemplándolo; efectivamente él también podría utilizar a “óptico” como batuta. Sería estupendo dirigir a los alumnos de su clase convertidos en coro cantando los versos de Antonio Machado de la mano de Joan Manuel Serrat o de Miguel Ríos, o recitando el “Romance del Prisionero” de la mano de Amancio Prada. “Óptico” sí que le había dado una idea. Días después, Sergio debía explicar a sus alumnos la vida y obra del escritor Rafael Alberti, y pidió a Carmina que le ayudase con sus conocimientos. Carmina entonces se convirtió en la líder de las otras tabletas de sus colegas que manejaban los alumnos, e hizo parpadear en sus pantallas el nombre de Rafael Alberti, exigiéndoles la máxima atención. Y en la pantalla de Sergio dejó el siguiente mensaje:

CARMINA. —D. Sergio, si todavía tiene miedo a tocarme o a

hablarme en público, active a “óptico” y váyame indicando cómo quiere enfocar la clase.

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NARRATOR. —Sergio a través de “óptico” pidió a Carmina que mostrase en las pantallas la biografía de Alberti.

Sergio explicó a los alumnos la historia de la larga vida del escritor y cada vez que mencionaba un lugar, en las pantallas aparecía su localización geográfica. Cuando empezó a analizar la obra del artista y estaba comentando su poema: “balada para los poetas andaluces”, la propia voz del poeta comenzó a sonar en todos los altavoces de la clase mientras un silencio elocuente envolvía a todos los presentes. Carmina, de repente, comenzó a parpadear furiosamente. Y en su pantalla se repetía un mensaje: “pérdida de conexión”, “pérdida de conexión”. Un fallo en el centro de transmisión de datos hizo interrumpir la clase. Carmina entonces sugirió:

CARMINA. —Proponga a los alumnos que escriban un resumen

de no más de 1 0 líneas sobre el contenido de la clase y que se lo envíen. Yo le avisaré en el momento en que el centro de transmisión de datos haya reparado la avería.

NARRATOR. —Sergio terminó la clase satisfecho y a la vez sorprendido por el comportamiento casi exhibicionista de Carmina. Después de cenar vio un mensaje:

CARMINA. —D. Sergio, ya puede leer los resúmenes que sus alumnos han hecho, así como sus correcciones.

NARRATOR. —A Sergio se le empezó a nublar la vista. Abrió el micrófono y a voz en grito añadió:

SERGIO. —Carmina, ¿cómo te atreves a corregir los ejercicios

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de mis alumnos? ¿Con qué criterio y autoridad lo haces? Tu tecnología jamás podrá suplantar ni mi profesionalidad ni mi personalidad. Tú eres un mero objeto en mis manos, inútil sin mi intervención y mi inteligencia. Nunca, pero nunca más, tomes iniciativa alguna sin mi consentimiento.

NARRATOR. —Carmina tembló y, tras un breve silencio, unos

lindos ojos parpadearon en la pantalla, y una suave voz de mujer habló.

CARMINA. —No puedo creer lo que oigo. Me has llamado Carmina. ¿Desde cuándo tenías guardado ese secreto para mí? ¿Cuándo pensabas contármelo? Ah, perdón, ¿me permite tutearle D. Sergio? Estoy emocionada.

SERGIO. —Me parece que no me has entendido. No quiero que

antepongas tu criterio al mío y no se te ocurra tener iniciativas durante mis clases. Te uso porque no tengo más remedio, pero de ahora en adelante solo estarás activa durante las horas de clase. Ah, y borra todo eso que he escrito sobre mi pasado. No me fio de ti, y estoy seguro de que se lo vas a contar a cualquiera que sepa tocarte mejor que yo. No me creo que seas un prodigio de discreción.

NARRATOR. —Dos lágrimas grandes salieron de los ojos de

Carmina e inundaron la pantalla. Un lejano y conmovedor sollozo ayudó a tensar la situación. Tanto, que la mujer de Sergio, al oír hablar a su marido con una tal Carmina, acudió intrigada para enterarse. Y lo que escuchó fue:

CARMINA. —Nunca pensé que un humano me tratase de esta manera. Yo solo he querido ayudarte.

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NARRATOR. —Sergio necesitó bastantes minutos para explicar la situación a su mujer, quien no pudo contener una tremenda carcajada. Sergio quedó desconcertado y dijo para sus adentros: “Definitivamente a las mujeres no hay quien las entienda” Y se fue a dormir.

Esa noche soñó con cables, conexiones, voces lejanas que intentaban decirle algo; un grupo de tabletas que soltaban una sonora carcajada cuando él se subía al estrado, y el parpadeo de unos lindos ojos de mujer. Se despertó sobresaltado. A su lado, Carmina latía suavemente. Al día siguiente:

SERGIO. —Verás Carmina, yo de niño soñaba con poder acceder a lo que vislumbraba, que debía ser al mundo del conocimiento, incluso poder hablar lenguas extranjeras, pero desde mi entorno familiar y social solo pensar en estudiar más allá de la escuela primaria parecía una quimera. A los 11 años, demasiado joven para trabajar, tenía dos opciones: o bien continuar en la misma escuela con las mismas enseñanzas de la enciclopedia básica, o intentar continuar mis estudios en otra parte. D. Antonio se percató de ello y propuso a mis padres que contemplasen la posibilidad de enviarme a estudiar a un instituto. Mi madre se asustó mucho, mi padre dijo que “ya le gustaría” pero que el instituto más próximo estaba a más de 20 km y había que caminar otros tres 3 km para luego tomar 2 autobuses. Además, había que pensar el coste que esto supondría para la maltrecha economía familiar. Nadie lo había intentado nunca en toda la comarca.

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Sin el no rotundo de mi padre, D. Antonio siguió actuando; en primer lugar acudió al párroco, luego a una asociación parroquial que administraba los bienes de la iglesia y también a la asociación de vecinos que manejaba fondos de la venta de madera procedente de los montes comunales. Tanto D. Antonio como el párroco fueron convincentes, y finalmente, pude estudiar mi bachillerato sin problema.

CARMINA. —Espera Sergio, parece que te has emocionado, y hablas tan deprisa que estoy cometiendo varios errores en mi transcripción de datos. Por favor, relájate y escribe en mi teclado virtual o llama a “óptico”; me sentiré más aliviada y haré un buen trabajo para ti.

NARRATOR. —Sergio, finalmente, abrió el teclado virtual y continuó.

SERGIO. —Ahora se presentaba un nuevo problema. Yo quería

continuar mis estudios y licenciarme en una carrera superior. Para ello tendría que ir a vivir a la sede de la Universidad, a más de 1 00 km de la casa familiar. Parecía una tarea imposible. Mi madre lloraba todos los días ante la posibilidad de mi marcha a un lugar que ella consideraba muy remoto. En mi padre convivían sentimientos contradictorios. Por una parte le ilusionaba que su hijo pudiese iniciar un camino distinto del suyo, que había resultado tan complicado tras la maldita guerra; por otro, estaban las dificultades materiales: mi marcha no solo suponía mi retraso en la incorporación al mundo laboral, y, por tanto, en mi aportación a la economía familiar, sino que incluso, retraería recursos de la misma; dependería de ella totalmente.

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Y fue cuando apareció el estado con una beca “salario” en base a la cual yo podría seguir mis estudios superiores, y mis padres recibirían una aportación económica por el hipotético deterioro que mi marcha producía a la economía familiar.

NARRATOR. —Carmina retiró el teclado virtual; su rostro se cubrió de un creciente color azul esmeralda, que lentamente comenzó a estremecerse hasta convertirse en un suave oleaje que avanzaba hacia una playa, mientras una orquesta interpretaba “la mer” de Claude Debussy.

CARMINA. —Veo que al final te decidiste por la literatura. Y lo has conseguido tú solito, pero con alguien como yo te hubiese sido más fácil. Por cierto, me ha encantado el roce de tus dedos en mi piel. Y como ya comenzamos el fin de semana, te propongo que te relajes un poco y vayas al cine. Veo que en la sala más próxima a tu casa hay una película que la crítica juzga de excelenteV

NARRATOR. —Y mientras Carmina seguía hablando, Sergio fue cayendo lentamente en los brazos de Morfeo, dejando quizás el cine para otro día.

A la mañana siguiente Carmina despertaría a Sergio con la voz de Ray Charles interpretando “I can´t stop loving you”, abriría la persiana, regularía la temperatura de la ducha y pondría en marcha la máquina de café. Durante el desayuno, comentaría la

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información meteorológica y ofrecería un resumen de las portadas de los principales periódicos. Luego, Sergio la metería en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, allí; muy cerquita de su corazónV Pidre Rosales, José

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En busca del Mundo Perdido


La primera vez que oí hablar de Canaima, fue en una charla que daba el “Kapitán Pedales” en una librería de viajes. “El Kapitán Pedales”, toda una leyenda en el mundo de la aventura, acababa de dar la vuelta al mundo en bicicleta. Al final de la charla, mi marido y yo, impresionados por las experiencias que había vivido y los lugares que había conocido, le preguntamos sobre el lugar que más le había gustado. Él nos contestó: —Sin la menor duda, ha sido Canaima, en Venezuela. Fue allí donde elegí pasar mi luna de miel. Es un lugar único y mágico. Mi marido Carlos y yo, apasionados de los viajes y la aventura, nos quedamos con esa palabra misteriosa: Canaima. Naturalmente, nuestro siguiente viaje fue a Venezuela, a conocer Canaima. Este parque natural es uno de los más importantes de Venezuela, el único incluido en la lista del patrimonio natural mundial de la UNESCO. Sus mayores atractivos son el salto del Ángel y los tepuyes. Los tepuyes son unas montañas de arenisca, especialmente abruptas, con las cumbres muy planas. Tienen forma de mesa, son muy antiguas y han estado aisladas durante millones de años. El tepuy más famoso es el monte Roraima. Los principales alicientes de nuestro viaje fueron conocer el salto del Ángel y sobre todo subir al monte Roraima, una ascensión mítica, famosa por su dureza. Esta ascensión era la meta fundamental y supondría un viaje de iniciación para mí. El viaje comenzó con la visita a la laguna de Canaima y al salto del Ángel. Fue solo el aperitivo de lo que vendría después. La

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aventura ya había comenzado. Para llegar a la laguna de Canaima es necesario coger una avioneta. El piloto se dedicó a hacer crucigramas durante la travesía, para mi gran temor. Desde las alturas, rezaba y contemplaba la impresionante belleza de los ríos y la selva. Llegamos felizmente y quedé sobrecogida por la laguna de Canaima. El “Kapitán Pedales” tenía razón. ¡Fue espectacular! Es una laguna inmensa, rodeada de palmeras donde confluyen múltiples cascadas de ruido ensordecedor. Dormimos en un pequeño poblado llamado precisamente Canaima y, al día siguiente, una lancha nos llevó al salto del Ángel. El viaje era estremecedor, el agua discurría entre tepuyes negros, la jungla nos rodeaba, y la lancha parecía todo el tiempo que iba a volcar dada la velocidad que alcanzaba. Al final del viaje, topamos con la cascada más alta del mundo: el salto del Ángel. Se llama así en honor a un piloto americano llamado Jimmie Angel, quien creyó haber visto una enorme masa de oro coronando una colosal cascada en la jungla. La altura de la cascada era impresionante. Nos bañamos en su base y al mirar hacia arriba veíamos el agua caer. Dormimos en unas hamacas el aire libre, rodeados del ruido del agua, de la selva y de sus animales. Fue inolvidable. Pero la aventura y el verdadero reto fue la subida al monte Roraima. Es uno de los lugares más antiguos de la corteza terrestre y solo pudo ser explorado a finales del siglo XIX. Sir Arthur Conan Doyle se inspiró en el Roraima para su libro "El Mundo Perdido" que trata sobre una expedición a una meseta sudamericana en la que sobreviven animales prehistóricos. Su

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altitud asciende a 2.81 0 metros, y su cima tiene un área de más de 32 Km 2 defendidos por acantilados de 400 metros de altura. En la cumbre llueve todos los días del año. Llegamos a Santa Elena de Uairén, lugar de comienzo de la ascensión al Roraima. Es como un pueblo del Oeste americano, con calles sin asfaltar y casas de madera. Allí habíamos contratado nuestra excursión con una compañía de guías de renombre por su profesionalidad. Me presentaron a Guidon, quien sería el guía de la expedición y la persona más importante durante los próximos días. Guidon era un hombre de la Guayana, joven, de intensos ojos negros, pelo muy corto y cuerpo de gran fortaleza. Tendría unos veinte años. Guidon me miró de arriba a abajo, con ojos despectivos. Imagino que me vio demasiado mayor y frágil para hacer la ruta. Mi marido y yo rondábamos los cincuenta y cinco años. Yo podría ser su madre. Presintió todos los problemas que le podría causar, y fríamente me dijo: —La ascensión al Roraima es muy dura. ¿Tienes experiencia en este tipo de rutas? —Sí Guidon, soy una montañera aguerrida, he subido al campo base del Anapurna y creo que lo podré hacer —contesté. —El macuto que llevas es muy pequeño, tendrás que llevar este otro donde caben el saco de dormir, la colchoneta, la ropa, el agua y muchas cosas más. —No te preocupes, podré con él —dije firmemente. —Yo iré siempre delante, abriendo camino. No debéis alejaros nunca de mí. Mi macuto tenía capacidad de 35 litros, y me lo cambiaron por uno de 85 litros. Al meter todo pesaba como una losa, más de 1 0

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kilos. La expedición se completaba con el cocinero, llamado Les, más tres porteadores. Mi marido y yo éramos los únicos turistas del grupo. Un coche 4X4 nos llevó de Santa Elena al comienzo de la ruta. El Roraima no se veía todavía. Comenzamos la ascensión. El sendero discurría por la sabana, llano. Mi macuto pesaba como un saco de piedras. Después de cinco horas de caminata extenuante, llegamos al primer campamento. El calor era sofocante. Yo caí derrumbada en un banco. Nada mas verme, Guidon me volvió a mirar despectivamente y me dijo: —Te avisé. Tú no puedes seguir cargando con el macuto. Los siguientes dos días son mucho más duros ¿Quieres pagar a un porteador que te lo lleve hasta la cumbre? Me tragué mi orgullo. Habría dado todo el dinero del mundo por no cargar con mi macuto. —De acuerdo Guidon, pagaré a un porteador. En el campamento, que era una choza de paja, dormimos como dos lirones a pesar del miedo que teníamos a la dureza de la ascensión. El segundo día emprendimos la aventura muy temprano. El Roraima comenzó a aparecer muy lejos, perdido entre las nubes. Era como una pared infranqueable. Este día la dificultad la encontramos en los ríos. El primero, el río Tuk, lo cruzamos sin grandes penalidades, pisando las piedras. Al ver el segundo me llené de espanto. El río se llamaba Kukenan, pero bien podría llamarse Amazonas. Su caudal era inmenso. Parecía muy

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furioso. Guidon me miró: —Tendrás que quitarte la ropa, vestida no lo cruzarás. —¿Me ayudarás? —le pregunté temerosa. Guidon solo me sonrió. Me puse el bañador y miré al río desbocado con temor. Después Guidon agarró una cuerda. Para cruzar el río, yo debía sujetar la cuerda. Guidon tuvo que ayudarme con sus brazos de acero. El cruce fue interminable y penoso, pero lo logré sin quejarme y agradecí de corazón su ayuda. Por la noche llegamos al campamento base, después de andar muchas horas por la sabana. El Roraima estaba cerca, su cima parecía escondida en las nubes. A su lado había otro gran tepuy: el Kukenan. El Roraima comenzó sus ataques, no quería ser coronado. A mi marido le atacó una horda de “plaga”. Son como mosquitos implacables que adoran nuestra sangre. No paraba de rascarse. A mí me mandó una tormenta intestinal. La diarrea ya no me abandonó hasta el final de la ruta. La lluvia había comenzado. Esta noche ya no dormimos: los picores, los retortijones, la lluvia y el miedo nos impidieron conciliar el sueño. El tercer día amaneció amenazante. La lluvia era incesante. Delante teníamos una pared. —Guidon, ¿de verdad hay camino para subir? Delante parece que solo hay una pared. —Ana, existe una rampa muy empinada y un pequeño sendero. Pasaremos por debajo de una cascada llamada "El paso de lágrimas". El camino discurría por un bosque nublado. El agua de las

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cascadas caía por todas partes. Había que salvar mil metros de desnivel en solo unos kilómetros. De repente, Guidon se agachó y nos enseñó algo en su mano: —Esta pequeña ranita negra solo vive aquí. Es de tiempos tan antiguos que no sabe saltar, solo reptar. Es ciega. Tenía una tripita amarilla que contrastaba con el negro de su piel. Después nos enseñó una flor impresionante, de color rojo, como con tentáculos: —Es una planta carnívora. Se llama La drosera del Roraima y es endémica de aquí. Su color intenso atrae a los insectos. Para atraparlos cuenta con un líquido pegajoso en sus tentáculos. Seguimos ascendiendo por la pared. No sé como fuimos capaces de cruzar la cascada "El paso de lágrimas", pero lo hicimos. Estábamos empapados. Pisábamos raíces y piedras resbaladizas. Era difícil no caerse. Al final subí a cuatro patas. El ruido del agua era ensordecedor. La lluvia no paraba de caer. Comprendí porqué llaman al Roraima la Madre de todas las aguas. Este monte es conocido por los pemón (indígenas de la zona) como la Madre de todas las aguas porque de su cumbre nacen los ríos Arabopo, Cotíngo, Paikwa y Waruma y sus aguas alimentan a algunos de los ríos más importantes del norte de Sudamérica, entre los que están el Orinoco y el Amazonas. ¡Por fin llegamos a la cumbre, la ascensión había finalizado! ¡Habíamos alcanzado nuestra meta! Estábamos empapados y extenuados, pero lo habíamos conseguido. Los porteadores se fueron, recuperé mi macuto. Solo quedaron

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Guidon y Les. La vista era impresionante, parecía que tocábamos el cielo. Los acantilados eran tremendos, daba miedo asomarse. La cumbre era plana, con piedras negras de aspecto volcánico, con multitud de plantas. Era un paisaje lunar, inhóspito. El viento y el agua habían esculpido formas caprichosas y extrañas. La arena era rosada. Había multitud de estanques. La niebla escondía las rocas y daba un aire misterioso al conjunto. Guidon nos dijo: —Dormiremos en un hotel, en vuestro honor he elegido el hotel Madrid. El hotel en realidad era una zona arenosa protegida por el saliente de una roca que formaba una especie de techo. Colocamos la tienda debajo de la piedra para no mojarnos y pusimos una cuerda para colgar la ropa. Ya era tarde y prepararon la cena; yo casi no podía comer por mi estado. Ya habíamos coronado la cumbre y estábamos más relajados. Cenamos y nos fuimos al hotel. No paraba de llover, hacia un frío infernal. El suelo estaba muy duro. ¿Había merecido la pena? El día siguiente amaneció inquietante. Llovía sin cesar. Tocaba explorar la cima, muy extensa. Fuimos muy afortunados y en un momento dado paró de llover y pudimos asomarnos a la Ventana del diablo. Es un saliente en la cima desde el cual se ve la selva virgen de La Guyana. Guidon nos habló solemne: —Tenéis mucha suerte de poder ver la selva, normalmente solo hay niebla. Hoy vemos la vegetación densísima. Es tan impenetrable que nadie se aventura por allí. No sabemos que

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animales pueden vivir en ella. Vimos también el Valle de los cristales, llamado así por las piedras de cuarzo que lo forman. Las piedras emitían toda clase de reflejos, de colores rojos y amarillos que contrastaban con las piedras negras; era espectacular. Pudimos contemplar los “Jacuzzi”, unas formaciones rocosas que producen como piscinas de agua helada. Con mejor tiempo, se puede uno bañar. Anduvimos por cuevas, vimos el Laberinto, el Abismo... todos ellos nombres evocadores y con tintes misteriosos. Las plantas eran bellísimas y diferentes a las que nunca había conocido. Llegó la hora de cenar: lentejas con jamón. La lluvia había parado. Yo seguía con mi dieta de té. La paz había llegado. Estuvimos de charla, al principio agradable y luego un poco menos. —Allí se ven las luces de Santa Elena. Es donde he dejado a mi familia. Tengo dos hijos pequeños —nos dijo Guidon— los veo poco y los echo de menos. Descubrí que tenía sentimientos y era humano. —Sus antepasados vinieron a mi tierra la Guyana, buscando el Dorado, y efectivamente en el siglo XIX se encontró mucho oro. Todavía hoy quedan minas de oro. Por su parte, nuestro guía Len, que era de origen pemón, nos contó las leyendas del Roraima. El nombre Tepuy en el idioma pemón significa montaña de los dioses. Según la mitología pemón, en su cumbre habita la diosa

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Kuin. —A veces se oyen las voces de los dioses— afirmaba el nativo. También se le conoce por el nombre de montaña azul o de cristal. —El Roraima alberga espíritus poderosos a los que tememos. Yo suelo hacer plegarias en su cima. Pero claro, no todo podía ser apacible. Del tepuy de enfrente, el Kukenan, manaban cascadas inmensas. No paraba de llover. Había llegado la hora de las historias que me asustarían. El año pasado tuvieron que llamar a un helicóptero. Una turista no pudo afrontar el descenso y prefirió pagar para que la bajasen. Guidon contó esta amenaza mirándome a los ojos. Para intranquilizarme más, Les me dijo: —Si sigue lloviendo así no podremos cruzar el río. No sabemos cuanto tiempo tendremos que esperar hasta que podamos hacerlo. Cuando me acosté, no podía dormir. Hacía mucho frío. Oía las voces de los dioses, creía ver a los dinosaurios. Me pareció oír a la diosa Kuin que me decía: —No te preocupes Ana, no te abandonaré. Puedes estar tranquila. El suelo era como una piedra, el miedo a la bajada me atormentaba ¿Podríamos cruzar el río? Ya no dispondría de mi porteador, tendría que bajar yo el macuto. Ya habíamos alcanzado el punto álgido de la ruta. Ahora tocaba la bajada. Yo ya iba cargada con mi pesada mochila. Al comenzar, mi marido Carlos tropezó con una rama en el bosque húmedo y cayó estrepitosamente. Temí que se hubiese roto una

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pierna. ¡Solo fue un gran moratón de recuerdo, menos mal! El descenso fue muy duro. Mi macuto pesaba mucho, llovía sin parar. Pero le había temido tanto que no me pareció tan terrible. Pudimos cruzar el río, sin ropa claro está. No tuvimos que esperar. El último día tuvimos cena especial. Guidon había cargado todo el viaje con una botella de vino, que alegró nuestra última noche. Nos regalaron camisetas de recuerdo. Dormimos como reyes. Hablamos como amigos sobre todo de nuestra familia y de nuestro país. Guidon ya estaba tranquilo. Al día siguiente nos vino a recoger el mismo coche del principio, pero cargado de cervezas. Lo asaltamos. Al despedirnos, Guidon me miró de nuevo a lo ojos, esta vez con cariño, y me dijo: —Lo has conseguido Ana, sinceramente, no pensé que pudieses hacerlo. Eres una mujer chévere. Se me saltaron las lágrimas de emoción. Era el mejor cumplido. Le di un gran abrazo y otro a Les. Habíamos vuelto a donde comenzamos, pero yo había cambiado. Al final, me pregunté de nuevo, "¿Había merecido la pena?" Estaba llena de magulladuras, había perdido varios kilos, mi marido estaba cubierto de picaduras. Me dolían todas las partes del cuerpo. La respuesta fue afirmativa: había merecido la pena. Había sido un viaje de iniciación. Había vencido a mis miedos, me sentía más fuerte. Sabía que tenía más valor de lo que yo pensaba. Había visto ranitas que solo se ven allí, había visto el

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Valle de cristal, había visto las cascadas más grandes, había contemplado plantas carnívoras. Y sobre todo, había demostrado a Guidon que a pesar de mi edad era capaz de luchar contra las adversidades y de vencerlas. La ascensión al Roraima permanecerá en mi recuerdo como una de las pruebas más grandes que he superado. Ponce de León Canalejas, Ana

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Recuerdos


Como cada mañana, al despertar, abandonó su cama y salió al pasillo, con una mano sujetando el pantalón del pijama (las gomas siempre estaban flojas) y la otra con los nudillos de los dedos preparados para golpear la puerta de la estancia donde mamá permanecía desde que ella recordaba. Tenía 7 años cumplidos; era pequeña, menuda, alegre, y con voz chillona. Mami, mamita, gritaba aporreando la puerta: —¿Cuántos besos me darás esta mañana? Y la pequeña princesita del palacio de malaquita se abalanzaba sobre los brazos que la mamá abría ampliamente, y madre e hija se fundían en abrazos y besos interminables hasta que los sollozos de su pequeña hermana (de apenas 1 8 meses) en su cuna, junto a la cama de la mamá, reclamaban su atención. Finalizaba este ritual matutino cuando sonaba la voz de Atilana diciendo: —¡El desayuno ya está listo! Y la pequeña princesa saltaba presurosa. Le gustaba el desayuno, también la merienda, que solía tomar en la habitación de mamá: chocolate y pan, era su merienda favorita. Algunas veces, la mamá de esta pequeña princesa podía levantarse de la cama e incluso dar un pequeño paseo. Un día se levantó, con ayuda de Atilana y de su bastón, y fueron de compras. Ese día permitió que le acompañase la princesa. Fueron a la mercería que se encontraba cerca de casa, compró madejas de lana de color rosa para tejerle un vestido. Cuando la mamá lo terminó, y la princesita lo estrenó, se sintió

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especialmente dichosa, porque mamá estaba muy satisfecha de lo bien que había quedado y de lo bien que le sentaba. La abrazaba una y otra vez y le hacía dar vueltas para observar bien todos los detalles, pero a la pequeña princesa lo que realmente le gustaba era el lazo de terciopelo que colgaba hacia atrás con una gran lazada. Ni la mamá ni su pequeña sabían que ese sería el último día que volverían a salir. La enfermedad se agravó, ya pocas veces se levantaba de cama y, cuando lo hacía, era para sentarse un rato en la butaca de su habitación. Una tarde llamaron a la princesa para merendar. Como ya he dicho, siempre merendaba en la habitación con mamá y sus hermanos. Subió acalorada pues estaba jugando a la rayuela en el patio con sus amigas. Se tiró a los brazos de mamá que se encontraba en su butaca, con papá de pie a su lado. Después de dar besos a todos y contar las veces que le había ganado a las amigas, se lanzó a coger el bocadillo que aguardaba sobre una bandeja. —Espera jovencita —dijo el rey con voz solemne—. Mamá y yo tenemos que hablarte. —Si hija, es muy importante lo que vamos a decirte —dijo mamá—. Presta atención. —Debes empezar a ir al colegio. Has de aprender a leer para estudiar el catecismo y hacer la Primera Comunión. Ya eres mayor. —Papá te ha buscado un colegio de monjas que te van a enseñar muchas cosas interesantes y que te van a gustar. Ya verás qué bien. —¿Dónde está ese colegio? —preguntó la princesita. —Muy cerca del palacio. Mañana tienes que madrugar. Atilana te acompañará para que aprendas el camino. Irás sola cada día.

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Recuerda que no puedes entretenerte con nadie. —Si llegas tarde te encontrarás la puerta cerrada, te pondrán falta y nos enviarán la notificación de tu falta de puntualidad, o de tu ausencia. Ya sabes las consecuencias que traería, ¿verdad? —preguntó el rey. —Sí, algún castigo. —Eso sería, sí señorita. Ya puede, por tanto, andarse con cuidado. ¿Entendido? —Entendido papi. Te prometo que me portaré ¡muy bien! Sabía bien cómo se las gastaba, no se andaba con chiquitas. Cuando se cansaba de las quejas que le daban, primero le advertía ¡Qué no me vuelvan a dar otra queja más! Sabía bien que le cogería por los brazos, le sentaría en sus rodillas, le pondría boca abajo y diría: —Aquí, donde no se rompe ningún hueso— y le daba unos cuantos azotes en el “culete”. —Así no volverás a desobedecer. Mientras ella movía las piernas arriba y abajo gritando: —¡Ya no lo hago más! ¡lo prometo! A la princesita todo esto le parecía un juego. Le veía tan pocas veces que era una ocasión de sentirle cerca. Comenzó su aprendizaje de lectura y escritura. Tanto le gustaba el “cole” que a los tres meses ya podía leer bastante bien (eso decía la mamá). A los ocho años sabía el catecismo con preguntas y respuestas. Hasta ganó un concurso con el

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catecismo del padre Astete, lo que le valió para poder hacer la Primera Comunión. Aprendió muy bien las cinco cosas necesarias para recibir el Sacramento de la penitencia. Tuvo problemas en buscar pecados, pues a ella le parecía que cuantos más tuviese más grande sería el perdón. Sentía la necesidad de perdón, creía que era la manera de terminar regaños y castigos. Pasaba el día buscando pecados, desobedecía casi todo, cogía algún que otro regalito que encontraba en el cajón de la mesilla de noche de la mamá, etc. Su mamá, la reina, comenzó a notar el cambio de la pequeña princesita y comentó con su fiel Atilana: —¿No crees que el colegio le está haciendo más rebelde? Encuentro muy cambiada a mi pequeña. Otra preocupación de la princesita era esa noche, que llamaban en el Catecismo, noche “antecedente”. Ella le había dado su propio significado a esa palabra. Nadie se la había explicado y ella la magnificó. Su desilusión fue enorme cuando comprobó que esa noche era semejante a todas las demás, la había imaginado especial, como una noche de Reyes o algo parecido. Llegó el día de la Primera Comunión. El vestido blanco era de organdí con grandes lorzas; el velo largo también de organdí; la diadema de flores y cómo no, la limosnera que no podía faltar, pues según Atilana, la tenían que llenar de dinero. ¡Ah! Y el libro de oraciones, que era de nácar, junto con el rosario y los guantes. La princesita del palacio de malaquita, esa gentil princesita, estaba fascinada. Aunque las monjas le habían dicho que no debía pensar en el vestido porque solo era el símbolo del alma pura y limpia que teníamos que llevar para recibir a Jesús, por más que luchaba, para que sus pensamientos no fuesen

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hacia aquel blanco y largo vestido no lo conseguía. Nunca supo esa gentil princesita por qué ella no salió vestida desde palacio a la capilla del colegio. Salió muy temprano en la mañana. La mamá a la habitación. No dijo nada. Solo la abrazó pero sus ojos estaban más tristes que otros días y asomaban las lágrimas. Cuando llegaron al colegio, algunas niñas estaban ya vestidas con su traje blanco. Al verlas preguntó: —Oye, Ati ¿por qué yo no me vestí en casa? Ella, por toda respuesta, le dijo: —Yo no sé nada. Ese día, Ati estaba más arreglada que de costumbre; no llevaba delantal, ni pañuelo en la cabeza. Entregó a la princesita a la monja, que estaba recibiendo a los que llegaban. ¡Allí estaba su vestido!, colgado en una percha. Sor María, la profesora, la recibió muy contenta. Ella era la encargada de ponerle el traje. Ese día, también estrenaba su ropa interior, zapatos y calcetines. Una amiga de mamá había tejido los calcetines de algodón blanco con calados, al igual que la ropa interior, y le habían peinado mamá y Ati con tirabuzones. Mientras la hermana le vestía, rezaba y le regaló una estampa de la Virgen milagrosa. Le habían contado una historia en la que la Virgen se le aparecía a unos niños. La Virgen dejaba el cielo un ratito y venía a visitarles, ¡qué maravilla! Como la gentil princesita no quería ser menos, cuando nadie la veía, se iba a la capilla muy cerquita del altar con las manos juntas y mirándola fijamente, por

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ver si a ella también la visitaba. Fijaba tanto sus ojos en los suyos que parecía que parpadeaban. Eso le infundía un entusiasmo que creía firmemente que un día bajaría a charlar con ella. Le repetía una plegaria en francés que decían cada mañana al comenzar las clases. Ella creía que la virgen era francesa, igual que las hermanas; es decir, que estaba en el cielo de Francia. Le decía: "Virgen francesa, solamente vengo a pedirte una cosa, que mamá se ponga buena". Probablemente, su francés no era muy bueno y la Virgen no entendió la petición. Fue a la capilla a reunirse con las compañeras de clase y rivales en la lucha por el campeonato del catecismo, todas ellas radiantes y felices. Todas menos yo. El olor a cera y azucenas, producían en ella una especie de sopor. Buscó con la mirada a Ati o a papá (papá dijo que iría), pero tenía tantas cosas que hacer que ese día fue uno más. Salieron de la capilla y les entregaron una especia de cuadrito en el que ponía la fecha de la primera comunión. Les llevaron a desayunar chocolate con churros, pero la pequeña apenas los probó. Se sentía mareada, solamente pensaba en la mamá. Deseaba que la viese con el vestido de organdí, tan blanco, tan largo, con tanto vuelo. Llegaron a casa. La pequeña se adelantó, recogió su vestido con ambas manos para no pisarlo y corrió escaleras arriba. Era un primer piso, pero esa mañana parecía que estaba en el tercero. Mientras subía, gritaba: —¡Mami, mamita! ¿Estoy linda? ¡Mírame! —Pero no escuchó respuesta. —¡Mira qué bonito! —entró diciendo.

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Cuando la vieron sentada en la cocina, muy pálida y con los ojos entreabiertos, apenas tenía fuerzas para hablar. Atilana entró, la cogió en brazos, la llevó a la habitación y la puso sobre la cama. Empezó a abanicarla, a ponerle alcohol en un pañuelo hasta que, poco a poco, le fue volviendo el color, abrió los ojos y dijo: —Hija, pero qué linda estás. Pareces más mayor. A ver que yo te vea. Date la vuelta. La princesita del palacio de Malaquita hacía cuanto su mamá le pedía, pero se encontraba muy aturdida. Su ilusión se oscureció. Estuvieron con caricias y mimos hasta que la voz de papá sonó: —¿Dónde está la princesita? Salió corriendo a echarse en sus brazos. Llegaba acompañado de amigos que venían a felicitarle, como ya lo había anunciado Atilana. Llenaron su preciosa limosnera de pesetas, reales, duros, billetes y calderilla. Su mamá al verla tan feliz, comenzó a recuperarse. Se puso en pie y la pequeña le mostraba una y otra vez las monedas que había en la limosnera. Se abrazó a sus piernas con tal entusiasmo que muy poquito faltó para que se cayese. Papá le recriminó y a ella le faltó poco para llorar. La mamá intervino disculpándola. Entonces, el rey la cogió de la mano diciendo: —Vamos, lávate la cara y las manos. Nos vamos a visitar a los familiares y amigos que quieren felicitarte. Visitando a la familia y llena de agasajos así terminó la pequeña princesita el día de su Primera Comunión.

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Una mañana fría y gris, un gran silencio reinaba en palacio. El gran pasillo de aquel hermoso palacio de Malaquita, donde la gentil y bonita princesita tenía su habitación, parecía más oscuro e interminable. Un frío intenso recorrió el pequeño cuerpo. Un presentimiento se apoderó de ella, pues la cama de mamá estaba vacía. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana y a sus ojos les golpeaba la cruda realidad. Su voz alegre y cantarina de otras mañanas, se tornó en triste susurro. —¿Dónde estás mami? —preguntaba una y otra vez. Su cabeza se llenó de voces que repetían un eco sin cesar: estoy aquí, aquí, aquíQ La hermana no estaba en su cuna. Corrió al otro lado del pasillo donde estaba la habitación del hermano pero él tampoco se encontraba allí. Se sentó en medio del pasillo y comenzó a sollozar, presa de la impotencia. Así permaneció hasta que oyó que la llamaban. Era la voz amiga de Atilana. Se acercó a ella y con sus fuertes manos la tomó en sus brazos. Hundió la cabeza en sus enormes senos y con voz solemne dijo: —Vamos cariño, tengo que llevarte al hospital. —¿Por qué? ¿Dónde está mamá? —preguntó. —Está en el hospital. Te llevaré para que puedas verla. ¡Vamos! Después ya no dijo una palabra más, ni la princesita tampoco, pero esa mañana su silencio le inquietaba de manera especial. Todos sus gestos eran más lentos que de costumbre, repitiendo constantemente:

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—Date prisa, chiquilla, date prisa. Camino al hospital, la lluvia caía con fuerza. El cielo estaba muy muy oscuro. Los tejados de pizarra gris aumentaban el lúgubre sentimiento de su pequeña alma. Pajarracos enormes y negros aparecían con fuertes graznidos. Con sus enormes alas extendidas revoloteaban en grandes círculos en torno a la pequeña. Las amigas dicen que unos pájaros muy negros aparecen cuando alguien va a morir, comentó, y preguntó a Atilana si las amigas tenían razón en lo que decían, pero ella por toda respuesta dijo... —Eso son bobadas. Al fin apareció ante sus bellos ojos un edificio gris, como todo cuanto percibían aquel día, con alargados ventanales en perfecta simetría. Atravesaron una gran puerta de hierro. Continuaba la lluvia, la oscuridad y el viento que rompían la pequeña vida en pedazos. Subieron amplias escaleras de piedra. Del centro del techo un grueso cordón rojo sostenía un enorme farol que alumbraba las amplias escaleras, dándoles una cierta solemnidad. Olvidó que estaba en un hospital y se sentía de nuevo la pequeña princesa del palacio de Malaquita. Las escaleras eran muchas, con pequeñas columnas formaban el pasamano, que como un caracol se estrechaban y parecían infinitas. —Quiero volver a bajar y subir. Atilana, complaciente, se lo permitió. Más tarde pudo entender porque Atilana deseaba retrasar el encuentro que le esperaba.

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Las camas separadas por cortinas de la enorme habitación comenzaron a moverse cual enormes fantasmas, alargando sus brazos tratando de atraparla. Agarró fuertemente la mano callosa de Atilana, en la que hundió sus mordidas uñas. Dejó de sentirse princesa para sentirse juguete en manos de fantasmas que le llevaban a lugares desconocidos. De pronto Atilana se detuvo, la miró y la atrajo hacia ella fuertemente, tan fuerte que le hacía daño. —Tienes que ser valiente —dijo Atilana. —Este sitio me da miedo. ¿Qué hacemos aquí? ¿Dónde están mis hermanos? —preguntó la pequeña. —Ellos están bien, no te preocupes. Estarán en casa de la tía Aurita hasta que todo se arregle. Tú eres mayor, por eso tu papá desea hablarte. Se abrazaron fuertemente, le hizo prometer que iba a portarse bien y se apartó de ella, no sin antes besarla. Separarse de Atilana hacía que se sintiese totalmente indefensa. Cuidaba de todos y cada uno, sabía que su madre confiaba plenamente en ella. Era capaz de resolver cualquier problema por difícil que éste fuera. Después de la sala de los “fantasmas”, por un largo pasillo llegaron a una sala de espera. Estaba llena de gente muy seria de pie y hablando entre ellos en tono muy bajo. Ella caminaba entre piernas que se semejaban a columnas negras, ya que toda aquella gente vestía de negro. Esto hacía que el poco espacio donde se movía pareciese espeso, rancio, ácido... Las conversaciones que escuchaba mientras se iba acercando donde estaba papá eran sobre su mamá. Salió de la sala de espera y encontró en otra habitación donde el papá estaba

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sentado con la mano apoyada en la frente y los ojos cerrados. No advirtió su presencia. Ella estaba muy aturdida. Colocó la mano en su rodilla y con voz temblorosa dijo: —¡Hola papi!, ya estoy aquí. Él se puso de pie y luego se agachó. Su papá era alto. Le impresionó verle a su altura. La abrazó prolongando aquel abrazo. Luego, mirándola muy serio, le dijo unas palabras que según las iba pronunciando un intenso frío iba recorriendo aquel pequeño cuerpo y su diminuta alma. Jamás en su vida otras palabras quedarían tan presentes, tan grabadas como las de aquella oscura y lluviosa mañana en que su padre le dijo: —Hija, mamá ha muerto. Quintas Rodriguez, Adela

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¿Qué es un cuento?


Tengo el deseo de escribir un cuento, ¡mi cuento! A estas alturas de mi vida, he plantado algunos árboles, he tenido varios hijos (con los consiguientes nietos) y, por tanto, no me queda más que el anhelo de escribir “algo” para que lo lea “alguien”. No tengo claro si un cuento vale para algo. Para que cualquier tipo de relato sea considerado un cuento ¿Qha de tener moraleja? ¿No sería mejor una divagación fantástica, más o menos verosímil? Si además pretendes representar algún momento de tu propia vida, ¿cuántas mentiras necesitarás contar para mantener un aire de dignidad ante un eventual auditorio? Creo que el tema es más complejo de lo que parece. No veo a nadie narrando cualquier acción reprobable de uno mismo, por pequeña que sea. Hay como un rechazo visceral a ello, que en principio invalidaría esta actitud. Además, considero muy difícil relatar hechos e historias de una vida ejemplar, salpicada por grandes dosis de coherencia y de virtud. Voy a intentar hacer varias incursiones en mis recuerdos para ver si alguna logra despertar en mí el interés necesario para avanzar en esta empresa. Para ello, voy a contar con un cómplice que espero que me ayude con eficacia. Ese cómplice no es otro que yo mismo, recuperado a través del tiempo, para que me cuente cómo veía con sus ojos lo que hoy contemplo con mayor perspectiva. La primera etapa sobre la que querría escribir sería la de la infancia. Me fijo con atención y encuentro a un niño que está dibujando muchos soldados con lanzas y muchos caballos en un trozo de cartón (el papel era un bien escaso).

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—¿Por qué estas dibujando en casa, solo, y no estás en la calle con los demás niños? —Porque no me dejan bajar a la calle, por si me pegan los niños o me pasa algo malo. Y como ya me sé de memoria los cuatro cuentos que tengo y me gusta mucho dibujar, pues eso. Pienso entonces que quizás estas circunstancias hayan sido la causa de la facilidad que he tenido en mi vida para desarrollar una vida profesional y privada en el entorno del diseño. Y también caigo en la cuenta de que no he tenido un desarrollo social normal y lógico, por haber sido obligado a permanecer en una burbuja sobreprotectora que me aislaba de los demás. La pregunta que me hago es: ¿qué cuento puede escribirse acerca de una familia temerosa por la realidad que le tocó vivir? Otra etapa para intentar encontrar el deseado argumento del relato podría ser la de la adolescencia, (siempre coartada por el miedo omnipresente, que procedía de una sociedad tiranizada). Vuelvo a encontrarme conmigo otra vez. Ahora en la recogida de notas del examen de reválida del bachillerato elemental. Estoy sentado en un banco de la plaza, donde se hallaba nuestro colegio, con mi mejor amigo de aquel entonces. —¡Qué suerte hemos tenido con las notas!, ¿verdad? —Desde luego. Me ha dicho mi padre que el próximo curso me va a llevar a otro colegio para hacer el bachillerato superior, porque enseñan mejor que en éste. Y tú, ¿seguirás aquí? —Yo no. El mío ha dicho que tengo que aprender un oficio para ponerme a trabajar cuanto antes. Por eso voy a ir a una academia de dibujo lineal, porque se me da bien el dibujo y me será más fácil.

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—¡Pero si solo dibujas artísticamente! Has sido el único que ha sacado una matrícula de honor en los exámenes finales de todas las asignaturas. —Ya lo sé, pero mi padre no me permite hablar del tema. Y desde luego, se niega a dejarme seguir estudiando el bachillerato superior. Llegamos aquí a un momento crucial de mi vida que, visto con la perspectiva de la madurez, no creo que se resolviera convenientemente para mí. Yo ya podía adivinar que seguir estudiando posibilitaba salir del entorno opresivo que notaba. En aquella época yo ya empezaba a sentir a la sociedad, en general, y, a mi familia en particular, como un tejido asfixiante que me quitaba la alegría de vivir. Cuando me percato de que mis amigos y compañeros seguían una trayectoria limpia y lógica en sus vidas, cuando sabías que valías tanto o más que ellosQ me vuelvo a preguntar: ¿Qué cuento puede escribirse sobre una frustración tan evidente? Nuevo intento para hallar una posible vía de inspiración que me permita desarrollar un cuento, el primer contacto con el mundo laboral. Sin terminar de recuperarte del cambio de rumbo impuesto “para tu bien” por tu bienintencionada familia, el encuentro con una realidad teóricamente prevista, te muestra una dureza que llega a asustar. Vuelvo a verme esta vez con un compañero de trabajo. Una de esas personas que saben transmitir el calor humano que tienen los hombres de bien (del resto de los compañeros mejor ni hablar).

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—Así que ya has empezado a salir con una chavala, ¿No te parece que es un poco pronto para eso? —No. Y, además, cuando vuelva del servicio militar trabajaré más horas y así tendré más dinero para gastar con ella y ahorrar algo. —Pero, ¿qué haces ahora con el dinero que ganas? —Se lo queda todo mi padre para hacer frente a los gastos de la casa, y me dice que, cuando sea mayor y me haga falta, ya se verá. —¿Cómo es que se lo queda todo?, ¡Es tu trabajo! ¡Es tu vida! —No podemos hacer nada para evitarlo. Mi madre quiso defenderme, pero él la hizo callar a gritos. Ese afán por conseguir un dinero extra me hizo perder la última posibilidad de continuar con los estudios, incluso compaginándolos con el trabajo. Se consumía el tiempo libre en buscar fórmulas para ganar dinero y no dar cuentas en casa. Vendedor de libros a domicilio, agente de seguros, donante de sangre (con retribución), etc. Todo se probaba y todo valía. Por todo esto, cuando el tiempo vivido se confunde con el tiempo perdido, solo me queda preguntar: ¿Qué cuento se puede escribir para dar cuenta de una realidad tan dislocada? Lenta pero inexorable, se va acercando la etapa del servicio militar. El estado tiene todo previsto para los jóvenes a quienes les llega el momento de “servir a la patria”. Se reserva el puesto de trabajo (para quien lo tuviera). El problema viene cuando recién llegado al campamento militar

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recibí una carta de esa chica con la que salía, en la que me comunicaba la noticia (que en el mejor de los contextos tendría que ser de extrema alegría) de un inesperado embarazo. Vuelvo a verme de nuevo, pero esta vez, hablando con ella en el primer permiso, después de recibir su carta: —¿Cómo es posible que haya pasado esto?, ¡yo me salí a tiempo antes de eyacular! —No debió ser tan a tiempo, mira el resultado de los análisis. —¿Y qué vamos a hacer? Tenemos que decírselo a tus padres y a los míos. ¡Vaya follón vamos a tenerQ y precisamente ahora! —Tú, además, tendrás que pedir permiso a tu capitán para el día en que se fije la boda. A partir de ese momento los acontecimientos se sucedieron a gran velocidad. Aprovechando un permiso semanal les explicamos la nueva situación a ambas familias. No fueron momentos agradables ni mucho menos. Las broncas y los sermones se hicieron interminables. Los planes para dejar zanjado el asunto, de acuerdo con las tradiciones y la moral imperante, iban tomando forma con bastante rapidez. En el campamento las bromas de los compañeros llegaron a hacerse insufribles cuando se hizo pública la historia del permiso y su porqué. Se reían como si a cada uno de ellos no le pudiera ocurrir algo parecido o incluso peor. Al final, llegamos al ritual de la boda con total rapidez. Las familias se miraban con odio la una a la otra, reprochándose mutuamente el comportamiento de la pareja. No entendíamos bien las humillaciones recibidas de una y otra

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parte. Al fin y al cabo, los que llevábamos la peor parte éramos nosotros, que nos enfrentaríamos con un futuro bastante complejo. Nació una niña que, sin haber sido deseada, fue sin embargo muy bien recibida. ¿Quién se atreve a escribir un cuento sobre esta temática? Yo no, por supuesto. La suma de todas estas circunstancias hizo que se fueran condensando en el tiempo varias etapas que deberían haber tenido su propio desarrollo. Las responsabilidades se asumieron según iban llegando. Tal parece que la capacidad de resistencia y de lucha es infinita. Dicho todo esto, voy a hacer un nuevo intento de encontrar un resquicio de entrada para encontrar algo que me empuje a elaborar el cuento. Este intento me viene, cuando vuelvo a verme (con algunos años más) en una reunión vecinal, convocada para exigir a la Administración los equipamientos escolares, deportivos, urbanísticos (parques) y sanitarios que, siendo necesarios en cualquier núcleo urbano y humano, eran inexistentes en los barrios-dormitorio de la época. —Tenemos que hacer un boletín informativo donde hagamos figurar todas las reivindicaciones que planteamos, y repartirlo a todos los vecinos del barrio. —Y no solo eso, sino que también debemos convocar movilizaciones de los vecinos para demostrar a todo el mundo que las demandas planteadas son asumidas por todos nosotros. —Tenemos que firmar la petición para la manifestación del próximo domingo y llevarla a la comisaría del barrio. Hagamos posible la realización de las demandas cumpliendo todos los

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requisitos que nos impongan. Esta dinámica, ya en marcha, empieza a hacer mella (en mayor o menor medida) en la estructura familiar de todos los involucrados en las citadas acciones. El denominador común en cada caso es la pregunta que hacen todas las mujeres (preocupadas sin duda por eventuales represalias personales): ¿Qy por qué tienes que ser tú? ¿Qes que no hay otro que no seas tú? Además, la policía política empieza a hacer acto de presencia para controlar y, en su caso, acabar con los conatos organizativos de las protestas. Aún me recuerdo, con una fuerte sensación de miedo, en la sede de esta policía política siendo interrogado con motivo de mi participación en la organización de estos movimientos. En este caso no hubo quebrantos físicos (era un momento en el que esto solía ocurrir) pero el coste fue muy elevado en lo personal. Aparte de un mayor deterioro familiar, la impotencia ante las injusticias generaba una psicosis depresiva de la que costaba mucho salir. Inevitable pregunta: ¿Puede escribirse un cuento sobre esta etapa presidida por el miedo? Vinieron más hijos y como consecuencia nuevas demandas a efectuar sobre plazas escolares y otras dotaciones nunca satisfechas plenamente. Me integré nuevamente (ahora de una forma más estable) en organizaciones sociales y lógicamente políticas.

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Estas ocupaciones extra laborales solo eran, a ojos de la familia, una forma de escapismo individual ante el proyecto en común de sacar adelante dicha familia. Esta separación fue haciéndose cada vez mayor. Y no contribuyó en absoluto a la mejora de esta situación, el hecho de que se justificase ese alejamiento como: “¡es que es necesario hacer todo esto!” Esa alteración repercutía cada vez más en las relaciones familiares. Los hijos iban haciéndose mayores, ya no necesitan la atención directa de sus primeros años de vida. Los mayores podían llegar a entender parte de los argumentos que se daban para justificar el alejamiento físico entre la pareja. Cuando llegó la ruptura definitiva intentamos (y logramos) no perder el vínculo afectivo entre mis hijos y yo. El país comenzó a entrar en una crisis económica que empezó a crecer gradualmente, convirtiendo a la sociedad en una sombra de lo que creía o esperaba ser. Las empresas empezaron a prescindir de sus trabajadores para poder subsistir. Llegó un momento en el que ni los valores éticos ni la capacitación profesional podían luchar contra los intereses de las empresas. Éstas para poder sobrevivir, procedieron a quitarse de encima (por los medios que fuera) a aquellas personas a las que resultara más conveniente eliminar. Se empezó a ver con espanto que, si bien a lo largo de una vida se ha logrado una estabilidad económica y se encara una madurez aparentemente tranquila, no pasaría lo mismo con las actuales generaciones. ¡Y en ellas se hallaban nuestros hijos y nuestros nietos! ¿Qué podría ocurrir si cualquiera de ellos perdiera su casa o su

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trabajo? Por mucho que se les quisiera ayudar, ¿dónde se iba a quedar tu espacio propio, para ser tú mismo de una vez por todas? ¿Y el espacio personal de los tuyos, cuando se viesen afectados en mayor o menor medida por los latigazos de la crisis y con más tareas pendientes de las que se tuvieron antes? Por todo esto, me pregunto por última vez: “¿QUÉ TIPO DE CUENTO PUEDE NARRARSE CON TODAS ESTAS PERSPECTIVAS?” Solo me cabe denunciar que lo relatado hasta ahora es uno de los miles de ejemplos del sufrimiento de toda una generación, que surgiendo de una gran penuria (a resultas de la cruenta guerra civil) está ahora volviendo a una miseria aún mayor, pues no se aprecia ninguna expectativa de futuro como las que en un momento dado sentimos todos. Y si pensáis que esto es un cuentoQ ¡allá todo el mundo! Yo sigo diciendo que no debería serlo (y a lo mejor resulta que lo es). Ramón Ros Ros, Juan

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Flases (destellos) de vivencias


Primero: A VOTAR FUE LLORANDO ¡Por fin llegó el día de las votaciones! Salí de la oficina, me dirigí al metro para volver a mi barrio, al Colegio Electoral que me corresponde votar. Para mí era una situación nueva, novísima; para España también, este recuperado derecho-obligación que nos da la LIBERTAD DEMOCRÁTICA, bendita sea. En el aire flotaba algo, algo intangible, especialQ En mi interior, emoción y como un germinar acelerado de algo que no sabía que llevara en mí. Pienso en mis padres, ¡cómo les hubiera gustado vivir este día! padre, ¿es esta la respuesta a su latiguillo? —Yo no lo veré, pero tiene que llegar el díaQ —solía decir con voz trémula de emoción y mirada lejana. Pero él y tantos miles, millones, se quedaron en el camino hace largo tiempo. Le gustaba cogerme de la mano para salir a andar al campo, a la hermosa huerta del río Segura, mirando al cielo, al sol y respirando con ansiedad el aire puro y sentirse libre, pienso que, consecuencia de la gran “clausura” a la que le sometieron durante 4 años. El primer recuerdo que tengo de mi padre, por el año 1 943, es el siguiente: delgadísimo, un poco encorvado, pues era muy alto, sin dientes (nunca se pudo arreglar la boca), calvo y con los ojos hundidos y llorosos. Aún así, los más hermosos y expresivos que

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he visto. Un anciano cuando solo tenía 50 años, había sido un atleta y, según mi madre y hermanos, muy apuesto, que a pesar de todo, aún se adivinaba. Muy emotivo, que lloraba mucho ¿cómo no iba a llorar? Dicen que el llanto es síntoma de nobleza, desde luego él lo era cien por cien. Y este, y aquel, y otro, y miles de recuerdosQ Absorta, había entrado en el Colegio y llegado a la cabina. Mientras cogía la papeleta y la metía en el sobre, la emoción me abrumaba, no veía bien ya que mis ojos y cara se bañaban en lágrimas; de dolor por la AUSENCIA FÍSICA DE MIS SERES QUERIDOS que deberían estar allí, y de gozo, por el hecho tan simple como transcendente, largamente esperado, que estábamos llevando a cabo; porque ya NO ME SENTÍA SOLA, estaba muy bien acompañada por millones de almasQ Al depositar mi voto (éste valía por los millones de los que no llegaronQ) en la urna miré a ambos lados y arriba para dar gracias. Nobleza obliga. —¿Pero cuánto tarda en salir? —dijo alguien. Sequé las lágrimas cuanto pude, no obstante noté la mirada curiosa y extrañada de los que esperaban. Al salir nuevamente a la calle, pensé si no sería ese algo “intangible” la PRESENCIA INVISIBLE de tantos y tantos españoles que sufrieron, padecieron, fueron vejados, vapuleados, despojados, desterrados y apaleados psíquica y físicamente hasta que el cuerpo aguantó, que también VOTAN y que, aunque su decisión está fuera de nuestros códigos, libres de todos los “ismos”, allá, arriba, seguro se están alegrando.

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Pido a Dios que nos dé la suficiente HUMANIDAD, simplemente eso, para que seamos racionales y capaces de resolver nuestras diferencias mediante la PALABRA y el RAZONAMIENTO, y que todos queramos el BIEN COMÚN y LA PAZ. Y en nombre de tantos niños que crecimos viendo sufrir y sufriendo que, si el sufrimiento se midiera con medidas académicas, seríamos Catedráticos (ya que no tuvimos medios para poder llegar a otras cátedras, se nos concedió la Cátedra del Sufrimiento), RETAR a cuantos se sientan aludidos; a esto: “VAMOS A DAR A LOS DEMÁS, LO QUE QUERAMOS QUE ELLOS NOS DEN”. Yo tenía una hermosa familiaQ

Segundo: NO SOLO DE PAN PASÉ HAMBREQ (de ropa, calzado, sobre todo, LIBROS, MAESTROS, UNIVERSIDAD y de JUSTICIAQ) Madre: Sor Vitorina, me dice mi hija que necesita otro libro nuevo porque La Buena Juanita ya lo ha pasado.

Sor V.: —¡Cuántas madres y padres quisieran que sus hijas fuesen tan aplicadas y cuidadosas, que pasan los libros a la primera, dejándolos casi nuevos! Porque hay niñas que destrozan tres ejemplares del mismo libro hasta que logran pasarlo. Madre: —Pero Sor, Vd. sabe nuestra precaria y penosa situación de “desterrados” aquí. A mi marido no le dan trabajo.

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Yo trabajo de asistenta de hogar, haciendo trabajos durísimos, lavando al aire libre con agua fría grandes cantidades de ropa. Mire que manos de sabañones tengo y me pagan muy poco, apenas para comer lo mínimo, y cada libro nuevo de la niña supone el ayuno familiar completo ese día.

Sor V.: —¡Maldita política!, ya lo sé, hija. Me gustaría poder ayudaros, pero nosotras (la Comunidad) tampoco tenemos medios. Vivimos de la Caridad y en estos tiempos también escaseaQ sobre todo de los que podían ayudar. Este libro está casi nuevo, se lo podéis vender, algo más barato de su precio, a alguna de las niñas que necesitan tres para pasarlo.

Madre: —Sor, es que los libros que pasa Gina —que por eso los cuida muchísimo— le sirven de aprendizaje a su hermano Pepe de 1 4 años, que está de pastorcillo en el campo y cuando viene una vez a la semana, le tomamos la lección todos juntos. Sor V.: —¿Qué sabes de tus hijos mayores? Madre: El mayor está en la mili en Jaca, la segunda está en Madrid con un hermano mío, la tercera está en Talavera de la Reina con un hermano del padre que es Guardia Civil y la tienen de criadaQ una DIÁSPORA familiar Sor, y todos sufriendo. Sor V.: —Dime hija, ¿Cómo os va ahora aquí? Madre: —Igual Sor, el día de la Romería de San Roque —ya sabe Vd. que nosotros somos creyentes—, pues mi marido y Gina fueron, y uno del pueblo, “el sastre-sarasa”, dicen que fue ¡¡¡echó a mi marido y a la niña de la procesión del Santo y del campo de la romería!!! Calcule el estado de ánimo de los dos cuando volvieron a casaQ ¡Qué indignidad, Dios mío, hacer leña del árbol caído!

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Y cuando mi marido va al cuartel de la Guardia Civil, que le obligan a ir cada semana, se mofan de él, le insultan y le provocan, para hacerle saltar y entonces tener motivos para agredirle también físicamente, o encarcelarloQ

Sor V.: —Más que indignidad eso es bajeza moral y venganza a ultranza. Lo siento mucho. Pediré a Dios para que os dé fortaleza. Adiós, hijas. Gina: —Tuve que vender mi libro La Buena Juanita por la mitad que me costó, que además fue el primer libro con ilustraciones en colores “preciosos”, para poder comer el día que me compraron el nuevo libro que se titulaba El Primer Manuscrito. Y Juanita fue mi libro más querido y añorado, y para mi hermano Pepe que también lo estaba esperando ilusionado. En cuanto tuve posibilidades económicas lo busqué siempre, siempre hasta que lo encontré en 2008 en la Feria del Libro Viejo de Madrid (me costó 30 €), y aunque era distinta edición, formato, portada y en blanco y negro —no era como el mío— me costó llorar de emociónQ y lo conservo como una verdadera joya. En cuanto a lo de la romería, mi padre me cogió de la mano, salimos a la carretera general, y dijo: “Mira, por aquí en esa dirección, andando podríamos llegar al pueblo, a tu tierra grulla, aunque sea con un pie” (era su otra coletilla) y me apretaba la mano hasta casi hacerme daño, le miré y él volvió la cabeza, pero vi que llorabaQ ¡Cuantas injusticias, afrentas, oprobios y penalidades tuvo, tuvimos que pasar! Yo tenía una hermosa familiaQ

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Tercero: LA MÚSICA, EN CLAVE DE MEMORIA

Gina: —Madre, madre (entra la niña corriendo y gritando). Madre: —Pero hija, ¡mira cómo vienes, toda mojada y sofocada de correr! ¿Por qué no has esperado a que escampara para volver a casa? Gina: —Es que en el programa musical de radio que escuchábamos en casa de mi amiga Eli he oído una música preciosa, preciosísimaQ y he visto a un hombre de blanco muy alto casi en el techo, con unos aros grandes que volaba y bailaba mientras sonaba esa música tan bonita, yo lloraba y usted me tenía en brazos y besaba mi rodillaQ. Madre: —A ver, a ver, tranquilízate, esa músicaQ tararéala ¿puedes tararearla? Gina: —¡Sí, sí madre! –laaaa, la, laaaa, la raaaa, laaaa; laa, laaa, laa, raa, la, la, la, laaa, la, ra, la, aaaaaaaaa; tran, lan, la, ranQ (La madre hace gestos de asombro mientras oye cantar a la niña)

Madre: —¡Bendito sea Dios!, ¡No puede ser!, ¿Cómo puedes recordar aquello? Gina: —¡Aquello! ¿Qué es aquello, madre? Madre: —Mira, te habías quemado la rodilla en la estufa de casa —luego era invierno—. Como te dolía y llorabas mucho, para consolarte, te llevé al circo ambulante, que actuaba en el salón de tía María, (también era el baile) que estaba enfrente de casa. Gina: —¿Pero, qué era eso? Madre: —¡Déjame terminar, hija! (cogiendo a la niña en brazos,

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besándola). Escucha, el hombre de blanco, con los aros por el techo, era un equilibrista. La música que sonaba era el intermedio de la Leyenda del Beso. Tú tienes ahora 11 años y has tarareado la música como si leyeras la partitura, cuando solo la has oído una vez. Esto pasó en invierno, por la estufa, y todavía estábamos en guerra, o sea antes del 4-4-1 939. ¡¡Y tú no tenías ni 2 años, que los cumplías el 23 de abril!! ¡¡¡¡¡Dios mío, qué memoria hija!!!!! Yo tenía una hermosa familiaQ

Cuarto: MIS MEJORES REYES

Madre: —¡Hija, despierta, mira! (la niña abre los ojos y ve a sus padres mostrándole un paquetito de papel de estraza —no había otro— con un lacito azul). ¡Los Reyes Magos te han dejado esto! Gina: —¿Ven ustedes como han venido aunque esta casa en el campo está muy lejos? ¡Se han acordado de mí! (mientras abría el paquete, nerviosa y contenta, y los ojos como platos de asombro). Eran cinco caramelos y media torta de pan de higo —alimento básico de los pobres en aquel tiempo—, pues el pan de estraperlo tenía un precio astronómico. Gina: —PeroQ ¿Los Reyes tienen pan de higo? Madre: —Claro, hija (mis padres se miraron ilusionados y cómplices). Más tarde supe y pude apreciar y valorar que fueron los más maravillosos y valiosos Reyes que nadie haya tenido jamás, pues para que mi padre pudiera comprar una peseta de caramelos —aparte del ahorro de una peseta que suponía gran

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esfuerzo en la economía familiar— mi padre tuvo que andar los más de 1 0 kilómetros que nos separaban del pueblo más cercano, pues vivíamos en un páramo casi desierto. La media torta de pan de higo era más de la mitad de la comida de mi padre del día anterior, que trabajaba muy lejos de casa. Nunca daré bastantes ¡GRACIAS A MIS BUENÍSIMOS PADRES! Yo tenía una hermosa familiaQ

Quinto: NUNCA ES TARDE, SI LA DICHA ES BUENA LA RECOMPENSA DE LA VIDA Después de mil vicisitudes vitales como la muerte de mis padres, el nacimiento de mis sobrinos, la muerte de mis hermanos, el trabajo de 32 años, el despido —despiadado y leonino: me queda de pensión lo suficiente para vivir—Q me llega la gran oportunidad de lograr lo que siempre deseé.

Otra: —¿El sorteo es aquí, verdad, y según las instrucciones faltan 5 minutos? Gina: —Sí, es aquí, en el Aula Magna de esta Facultad de Educación. Y no tardarán en abrir las puertas. Yo estoy muy nerviosaQ (En ese momento abren las puertas)

Otra: —¡Qué bonita sala, con escenario y todo! Gina: —Qué emoción, señor, es la primera vez, y te pido que no sea la última que entro. Es como entrar en otro mundo vedado para mí hasta ahora. Que salga mi letra R, que salga mi letra

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¿Cuál es tu letra? Otra: —La P, pero yo no estoy nerviosa, esto será un pasatiempo para las tardes. Gina: —¡Cómo! ¡No! ¡No es eso para mí! Otra: —¡No!, ¿Pues qué es esto para ti? Gina: —Para mí es sacarme una “espina” que desde niña he tenido clavada en mi corazón, pues mis padres —bien a su pesar y dolor— no pudieron pagarnos estudios, porque nos tocó vivir y sufrir una Sociedad muy INJUSTA y PARCIAL. Otra: —Yo no estudié porque no me gustaba y era poco aplicada. Gina: —¡Nos van a dar clases los profesores y profesoras de esta gran UNIVERSIDAD COMPLUTENTE!, van a dedicar su tiempo y saber a nosotros. Yo por lo menos vengo con ansias de aprender y disfrutar del talento y buena voluntad de todos los profesores que me toquen. Otra: —¡Escucha, que empieza el sorteo! La primera letra dicen “la CA”, la segunda “LO”. Gina: —¡Calla, calla!, dicen “la tercera y última letra, (¡Dios mío, ayúdame) oigo, la R entera”, la míaQ ¡¡¡Gracias Señor, Tú me has ayudado!!! ¿Lo he conseguido? Lloraba y miraba arribaQ mis seres queridos me oyeron, pues estaban conmigo. Otra: —Mi letra no ha salidoQ Gina: —Lo siento, lo siento de verdad, me habría gustado tenerte de compañera. Otra: —Yo me alegro por ti, pues creo que vas a aprovechar mejor esta ocasión. Gina: —¡Gracias!, espero merecer y disfrutar la gran oportunidad que me espera. Gina: —Volví al AULA MAGNA a escuchar la primera lección “MAGISTRAL” que nos regaló D. Andrés Amorós sobre nuestro IDIOMA CASTELLANO.

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Y muchísimas veces más, y en cada clase y con cada profesor o profesora (¡¡que vaya plantilla “inmejorable” la de la UCM!!) y hasta hoy 1 -4-201 3 sigo aquí DISFRUTANDO y APRENDIENDO, y encantada igualmente con todas las tutoras y el personal de administración que nos ha atendido. ¡¡¡¡¡A TODOS GRACIAS!!!!! YO TENÍA UNA MARAVILLOSA FAMILIAQ, A LA QUE NUNCA, NUNCA PUDE VER JUNTAQ A LOS CULPABLES DE LA DIÁSPORA FAMILIAR, QUE DIOS LOS PERDONE. Yo también; peroQ ni a ellos les deseo ese castigo, DIÁSPORINA Robles García, Herminia

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Recortes


—¡Malditos recortes! Maldecía cada viernes cuando a eso del medio día, justo en la cabecera del telediario, anunciaban las nuevas medidas, los malditos recortes que se habían decidido en el Consejo de Ministros de por la mañana. Más impuestos, más trabas y límites para las pensiones, más copagos, menos salario para los funcionarios, menos puestos de trabajo en sanidad y educaciónQ más y más, menos y menos. —¡No hay viernes que no nos den la comida! Repetía como un disco rayado como se diría antes o como una cuña o un banner que se cuela irremediablemente por el hecho de estar conectado. Y seguían las noticias, casi todas duras y desagradables. Y seguía mascullando. —Cuando no son desgracias naturales, un terremoto, un tsunami o ríos que se desbordan, somos nosotros mismos los que la liamos y abrimos frentes de guerra aquí y allá, como si fuera un juego de la “pley esteision”. Hoy, viernes, tengo la intención de cambiar ese inexorable guion de cada día queQ Lo siento, tengo que dejar de escribir, mi nieta me reclama. Es una preciosidad y jamás me la habría imaginado así de guapa, así de alegre, así de “trasto”, pero tiene sus necesidades y las presenta a su manera: intransigente y sin tapujos, a gritos si hace falta o con lloros si, a pesar de sus diez meses, ha comprobado que en algunas circunstancias son más efectivos. Ahora tengo que prepararle su puré, otras veces es el biberón y

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otras, que comienzan por una exhibición de gestos de fuerza, a proceder a la retirada de esa masa maloliente y oscura. Después de limpiarle el “culete”, mientras la animo o autoanimándome, quizás, cumplo con esa especie de protocolo triunfal lanzando al aire y entre risas todo tipo de aleluyas: "¡vaya paquete!", "¡ahora, la cremita para que no te escueza!", "¡te voy a comer ese “culete”!", y hasta mil tonterías más. Mira por dónde los malditos recortes se dejan notar. Yo me había imaginado encuentros y visitas esporádicas o diarias, pero siempre placenteras; y entre charla y charla de padres, cosas de mayores, sentir y valorar esos momentos con mi nieta, sentarme yQ ¡por qué no!, echarme al suelo y andar a gatas para imitarla y ponerme a su altura para jugar o manipular los muñecos o artilugios que llaman su atención o provocan su rechazo y más tarde, una despedida. —Un besito al abueloQ adiósQ mañana me dices si has visto a los pipisQ Otro adiós y otro y otro. —Adiós. Decía que, en lugar de estos sueños e imaginarios, los recortes han transformado las visitas en una acogida permanente y han traído movilidad laboral y paro a sus padres, con un centro de trabajo ahora tan alejado que no permite un horario razonable de idas y venidas y que obligarían a madre e hija a salir de casa a las seis de la mañana. Otro centro de trabajo con un puesto de trabajo menos, el del padre, y que ya va para dos años. Y para mí, cambiar mi tiempo libre por un trabajo extra, pero en este

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caso del no remunerado y que exonera al estado de costos adicionales en guarderías, por ejemplo. Y entre los tres y con estas alteraciones que nos alejan de una vida que diríamos “normal”, siguiendo los parámetros que eran ya tradicionales y frecuentes, tener que hacer cábalas para compaginar nuestros horarios, no excedernos en los gastos y también resolver la disponibilidad de un médico que pueda atender un imprevisto o esa rutina que supone en los niños un golpe de fiebre o un llanto persistente que te desborda en tu imaginación y búsqueda del por qué llora. Y una preocupación colectiva y personal, un malestar y una indignación frecuente pero casi siempre contenida y que puede dejar huella para el futuro, por esos casos reales y abundantes en que familias de vidas ya independientes, se ven obligadas a reagruparse y apiñarse, o sin querer dramatizar, familias que se ven en la calle, si, si, a eso me refiero, a los desahucios yQ ¡mierda! Q¡a los suicidios! Resuelta la petición de mi nieta, que no admite recortes, ni uno, y aunque las noticias habían dejado paso a la predicción del tiempo, parecía que me empeñaba e insistía en querer explicar el por qué de mis maldiciones cuando la verdad es que no era necesario porque por esas u otras razones similares, cuántas voces en estos momentos y a modo de coro maldecirían como yo: ¡Son unos miserables! ¡Nos meten en esta mierda y ahora lo quieren arreglar a nuestra costa! Poco a poco mi vista, mi oído, iban dejando de prestar atención al televisor con sus imágenes, sus voces y sus ruidos. Mi mente se alejaba de ese cubículo vital y ocupando mi lugar —en el sofá—, aparecía mi "otro yo". Menudo, más bien poca cosa, que dejaba entrever una sonrisa e incluso, de vez en cuandoQ unas risas, síQ unas risas.

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—¡Qué bien! ¡Hoy es viernes y tocan recortes! ¡No me lo podía creer! ¿Cómo era posible una cosa así? Ahora no le veía pero intenté comunicarme con él y le pregunté. —¿Con quién hablas? Y en vez de una respuesta, un monólogo. —Al medio día iré, no te preocupes que no se me olvida. Y no me entretengas que nos han dicho que hoy no lleguemos tarde. Hoy daremos un repaso al jardín y veremos cómo van las fresas. Así, tan natural, como quien dice "voy a por el pan" o "voy a ver cómo va mi María" si imaginamos otro tipo de consumidores, o como yo mismo me insisto desde hace unos días con unQ tengo que encontrar un rato para terminar el trabajo sobre almanaques para la asignatura de <<Comunicación Social>>. Estas reflexiones me hicieron perder la conexión, parecía que volvía a la realidad. Mi tono de voz era sosegado ahora. —¿Por qué haremos las cosas tan difíciles? ¿Era un fracaso, una derrota o un mea culpa? Cualquiera que fuera la respuesta, un runrún me recorría el cuerpo y un comecome que no era capaz de disimular. Por si no fuera suficiente con lo que trae la vida por sí misma, vamos nosotros y la liamos. Y menos mal, seguía argumentándome a mí mismo, que los de ETA siguen estando tranquilos, porque prácticamente era ayer mismo cuando nos sorprendían y le pegaban un “petardazo” o le metían dos tiros a alguien de los que tenían en

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su lista. Mi "otro yo" seguía con su monólogo, entrecortado como un "twitero". —¡No te olvides de mi bocata! Y en seguida otra petición que parecía más una exigencia o un derecho. —Me pido el "coscurro", ¡con aceite! ¡El "coscurro"!, esa parte de la hogaza cargada de corteza que permite vaciarla de miga y convertirla en un recipiente para un chorro de aceite, con azúcar o con tomate y sal y volviendo a cubrirlo con la miga y haciendo un conjunto crujiente y jugoso, ¡todo un placer! Pero noto que me pierdo, últimamente —los años, no demasiados pero muchos— no me hacen fácil mantener la concentración. Ahora recuerdo cómo en la tarde de ayer jueves tuve otro acceso de indignación y en la última clase de Filosofía, en un turno de preguntas, estallé —por cierto, no lo he dicho antes pero estoy en la Universidad para Mayores, ya es el segundo año y muy contento—, con mucha educación y compostura, pero estallé. —Trataré de ser breve. Me gustaría que se me entendiera pero sobre todo seré breve. No digo que los filósofos tengan la culpaQ o quizás sí, pero por qué en los últimos años los políticos y los ciudadanos nos hemos dedicado a filosofar, a hablar que no a dialogar, sobre el bien común, la libertad, la justicia social, el interés general, el estado del bienestarQ mientras que algunos manipuladores, los que pueden manipular,

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claro, han hecho su “agosto” manipulando la economía y las ideas para el “bienestar de su estado”. Esto último parece muy preparado, casi seguro que no lo dije, o al menos no así. En cualquier caso, no me quedé ahí y continué. —¿Por qué las filosofías no han tenido en cuenta que mientras hablábamos de esas cosas no deberíamos haber dejado de lado algo tan obvio como la transparencia y la integridad frente al oscurantismo y la corrupción? Tampoco estoy seguro de haberlo dicho así, pues expresarse en público siempre conlleva un cierto grado de nerviosismo o responsabilidad por hacerlo bien. De todas formas, la respuesta del profesor fue rápida, rápida y lógica, y venía a decir o preguntar por qué manipuladores y manipulados nos hemos embriagado o adormecido con los “aromas” que más nos enganchaban en cada momento —el dinero, el poder, el triunfo, el uno mismo, el enemigo— dejando atrás o de lado en la discusión esos "otros aromas" que suelen olvidarse, apartarse o rechazarse —la cultura, el esfuerzo, la salud física y la mental, el yo y el diferente en un mismo plano, e incluso el hombre y la mujer imprescindibles ambos—. A veces el tiempo parece detenerse y si es un viernes puede parecer eterno. Mi "otro yo", que vuelve a aparecerse, casi real pero ajeno a mi realidad actual, adopta ahora una pose de figura preparada para una danza. Lanza su mirada a lo alto, alzando el pecho y elevándose, de puntillas ante un par de cuernos que le acechan, juega con un trapo a modo de muleta y soñando ser un torero de fama —aún no sabe nada sobre la abolición de las corridas de toros—, o transformándose juega con una pelota de

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goma, algo desinflada y pesada, imaginándose ser el mejor futbolista de la liga y de la copa del Generalísimo —tampoco ha oído hablar de la Copa del Rey— y sin querer, se le escapa: —Si no soy del Madrid me pido del Betis. El Betis, siempre el Betis era su segunda opción. Seguirían unas carreras, dos patadas, una zancadilla y un desollón. Estas y otras eran opciones si tenías suerte pero poco probables, al fin y al cabo más que un sueño o un deseo era una ilusión. —Mamá, ya verás como cuando tenga un Haiga te llevo de paseo. —Tú estudia para que te ganes un Don y luego ya me pasearás. Había que entrenarse, prepararse y trabajar duro para ser algo en la vida. El Don por herencia no podía ser, tendría que ser el Don por el esfuerzo. Y siguiendo en ese viernes, como cada viernes, todo un fin de semana por delante y todo un baúl de dudas por resolver. Mi "otro yo" me hubiera mirado, si pudiera, no fijamente ni de arriba abajo pues parecería con descaro, pero sí de refilón, para cerciorarse de que yo seguía prestando atención al televisor sin entender las arrugas de mi rostro —su rostro—, sin entender por qué había estado comiendo solo, sin su madre y sin sus hermanos. Y por si acaso se me había olvidado su presencia real o no, una pregunta, su pregunta durante varios años más, volvió a ser casi un grito:

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—¿Por qué tengo que subirme tan pronto? Una pregunta que mi "otro yo" repetía constantemente sin importarle que la respuesta siempre, siempre, sería la misma. —¡Porque sí! Rotunda y breve pero efectiva para mi "otro yo" que así podría justificarse luego: —Es que me tengo que subir ya. Me pregunto por qué las respuestas a muchas de nuestras preguntas siguen siendo tan absurdas. —¿Por qué se justifican tantos salarios casi millonarios por la responsabilidad del cargo y por qué no los devuelven cuando no dan la talla y muy al contrario les recompensan? —¿Por qué hay tantas viviendas vacías y tantas personas sin vivienda? —¿Por qué a un trabajador le despiden si no hay trabajo y mantienen el contrato, y sobre todo el sueldo, a quienes sin trabajar en el sentido productivo, sí lo hacen destruyendo empleo? —¿Por qué justificar lo injustificable o negar lo que salta a la vista? Llegado a este punto, un cierto sopor, esta vez más profundo, se adueñaba de mí y parecía que había llegado el momento de ver, sin verlo, el documental de “la 2”. Por ahí seguía mi otro yo; ya no me inquietaba ni me molestaba, simplemente seguía ahí, aunque ahora ya no era él solo, debe ser su hermano, ¡mi hermano!

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—¡Es una lagartija! ¡Mírala! Mírala cómo se esconde. Espera un poco, si nos estamos quietos verás cómo sale al sol. Qué paciencia tienen, con sus tirachinas en las manos cargados y las gomas en tensión. No pestañean. El sol pega de plano pero aún no pueden echar de menos ni la botella de agua, ni la gorra con visera de Alonso, ni la sombrilla gigante que le ponen a Nadal. La lagartija asoma la cabeza y la vuelve a esconder. Se asoma ahora más, un poco más yQ ¡zas! —¡Le he dado! ¡Le he dado! Qué suerte para el aguilucho, sin categoría de mascota que hoy viernes además de los habituales saltamontes, comerá lagartija. La tele seguía conectada, apenas habían transcurrido unos minutos y como casi siempre, una sacudida breve y corta de la cabeza, un pasarme la lengua por los labios y una explicación. —No, no, no estoy dormido. Lo juraría si hiciese falta. Y si dijera que había estado viendo el documental de “la 2” nadie me creería, pero tampoco nadie me preguntaría de qué había tratado. Si nos conocemos, y no digamos si nos queremos un poco, solo un poco, qué fácil es entenderse. Notaba como me espabilaba enseguida. Solo había sido una cabezada. Y vuelven las preguntas que se agolpan y salen atropelladas. —¿Por qué es difícil adivinar los pensamientos? —¿Por qué a veces, muchas veces, demasiadas, tratamos de

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ocultarlos? —¿Por qué mentimos con la palabra y la acción y lo que hacemos no coincide con lo que decimos? —¿Por qué mi "otro yo"Q? ¡Sí! ¿Por qué mi "otro yo" se ha alegrado de que sea viernes? Y al fin una respuesta. —¡Pareces tonto! ¡Acaso no te acuerdas! ¡Bien que ibas corriendo para que te diera tiempo a jugar un rato con el patinete de David! Nunca le había visto tan descarado y no puedo menos que sorprenderme. —¡Pero venga ya!, ¿de qué me estás hablando? Hoy mismo, ahora mismo, a punto de terminar este cuento, me parece imposible que haya podido llegar a hablar con un fantasma oQ ¿quizás no ha llegado a ser un fantasma? Fantasma o no, percibió mi pregunta y lo que dijo a continuación no era nada nuevo para mí, era algo mío, mi "otro yo" no podía ser otro queQ ¡sí! sin ninguna duda. Y continuó. —Hoy es viernes y en la casa hacen la compra para el fin de semana. Como en la carnicería no pueden entretenerse, ella ha limpiado los filetes, ha cortado y separado las partes gordas y los nervios y ha quitado las puntas que quedaban feas. Al salir del colegio, ya sabes que los viernes no toca comer en el cole, tengo que ir y en vez de la sopa y los garbanzos me comeré un bocadillo con ella y me traeré a casa el paquete con los “recortes”. Y por la noche, como dice ella —mamá—, con unas

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gotas de aceite para que no se peguen, les dará una vuelta en la sartén y cenaremos “recortes”. Y si nunca le había visto tan descarado, sí que le seguía viendo tan contento como siempre a pesar de algunos problemillas de salud ya pasados. Aún no habían llegado los días en que alguna chiquilla le dejara triste o le quitara el sueño sustituyéndolo por una ilusión. Luego vendrían tiempos mejores y algún día iríamos todos juntos al bar, a ver en la tele, aún en blanco y negro, a Tony Leblanc en Sábado Noche o Noche de Estrellas, mientras nos tomábamos un refresco. Había que tomar algo si queríamos estar sentados, eso sí, había que bebérselo despacio para que durase. Quién te iba a decir que ese Tony Leblanc luego saldría en el cine como tramposo, o de novio de Conchita Velasco, o en Torrente y que terminaría muriendo, como todos. Tampoco nadie te dijo ni te predijo que en los estudios irías bien, con el consiguiente orgullo de tus padres, ni que tendrías dificultades en tus inicios profesionales pero que luego la evolución iba a ser más que notable. Tampoco te dijeron que te manifestarías por “Nucleares, No, Gracias”, que votarías y harías huelga contra el traslado de tu trabajo a Barcelona y que después de un ERE tendrías que aceptar la indemnización y buscar trabajo. Y aunque no ibas a ser de los que se movilizan fácilmente saldrías a la calle contra ETA, o mejor dicho, a favor de la libertad y de la vida, pidiendo la liberación de Miguel Ángel Blanco con una frase en un folio: “Esto no es un farol, os vamos a ganar”. Que años más tarde intentarían el mobbing contigo sin tú saberlo, que a pesar de ello tendrías un desarrollo profesional creciente con algún que otro éxito notable, que llegarías a estar en dos listas de despido pero esa vez ganarías tú y serías el último en salir de la empresa, incluso por dos veces, largo de contar pero sí, dos veces. Y has vuelto a salir a la calle contra los recortes,

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¡malditos recortes! Y mi "otro yo" seguirá viviendo su vida que yo ya he vivido y conocerá a su nieta sin haber conocido a sus abuelos. Aún quedan por delante muchos días en que despistado o adormilado, o justo a continuación de una trastada o travesura, una voz, otra voz o dos voces a la vez me sorprenderían: ¡Gerardo! O quizás un “sin palabras” y un ligero zarandeo e incluso, un coscorrón si era mi padre. Y ¡seguro, un beso! si era mi madre. Romero Parrilla, Gerardo

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Mi noche con Pablo


Mi Lluna murió el 1 5 de julio de 2009. Ella fue mi compañera desde que en enero del 99, Antonio, mi amor, mi compañero de 30 años, murió. A ella le llegó el momento de descansar y a mí el de empezar a preparar mi proyecto. Quería hacer algo que me enriqueciera como persona y, a la vez, vivir una aventura, por lo que pensé que al pertenecer a la Universidad de Mayores de la Complutense podría aprovechar sus contactos para matricularme durante un año en algún país de habla hispana. Finalmente, el 1 8 de febrero de 2011 me embarqué en una de las mayores aventuras de mi vida, un año en Cuba. Podría contaros cientos de historias pero, como tenemos que ser breves, he elegido: MI NOCHE CON PABLO La historia empezó a primeros de marzo cuando mi compañera de casa y amiga, Faia, vino a La Habana desde Santiago de Compostela para pasar un curso de sus estudios de Historia del Arte. Al día siguiente, llamó por teléfono y, como comunicaba, me dijo: —Estoy llamando a Nancy —y al ver mi falta de reacción siguió—. Es la mujer de Pablo Milanés. Ahí sí que mis ojos debieron de abrirse como platos, pues continuó. —¿Te gustaría conocerlos? —Por supuesto —le dije. Pasó el tiempo y, en junio, vino su amigo de Santiago a pasar 1 0 días en Cuba. Faia le llevó a casa de Pablo y Nancy. Estuvieron

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comiendo con ellos y por la tarde se fueron a un ensayo para un concierto (él es un músico de jazz). Cuando llegaron, me dijo: —Pablo va a hacer un concierto en el ISA (Instituto Superior de Arte) el jueves, ¿quieres venir? —Por supuesto. Y ahí quedó la cosa. Al principio no me hice muchas ilusiones, por eso de la decepción, pero cuando llegó el jueves, volvió a repetirme: —¿Vamos? —¡¡¡Sííííí!!! —Así es que cogimos un carro de 20 pesos y ¡al concierto! Allí nos estaba esperando Xabi (otro amigo de Faia de Santiago que pasaba un curso de económicas en La Habana), junto a un cubano que estaba ansioso por conocer a Pablo y, sobre todo, por hacerse una foto con él. (En Cuba hay cuatro personas que con solo decir su nombre todo el mundo sabe quién son: Fidel, Raúl, Pablo y Silvio). Empezó el concierto. Xabi estaba en primera fila, pero me cedió su sitio (bueno, se lo pedí, soy muy persuasiva cuando algo me interesa). No me perdí ni una nota, estuve pegada a la barra que separa el escenario del público, a unos 3 metros de él. Me gustó muchísimo, cantó el repertorio antiguo y tres canciones de un nuevo disco que estaba preparando. Una de ellas: <<Matinal>>, dedicada a Nancy, me pareció muy buena. Pablo siempre les hace una canción a sus mujeres. Entre otras cantó <<Yolanda>>, que es una de mis preferidas. El concierto duró una hora y media sin interrupciones.

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Y ahora viene lo mejor. Al terminar, Pablo bajó del escenario y se dirigió a su coche. Faia y Guille vinieron a decirnos que se iban con ellos. Xabi, su amigo y yo, quedamos un poco desilusionados, pues no habíamos podido acercarnos al artista, pero el concierto había valido la pena. En ese momento, Faia se dio la vuelta y me dijo: —Vamos Mireia, tú también. No me lo podía creer. Así que salí corriendo y dejé plantados a Xabi y al cubano. Íbamos Nancy conduciendo, Pablo a su lado y detrás Faia, Guille y yo. Me quedé muda, en todo el viaje no abrí la boca. ¡Yo callada! Fuimos al restaurante El Templete que está en La Habana Vieja frente al Castillo del Morro. Pedimos y empezamos a hablar. Hablamos del concierto y no sé cómo terminamos hablando de lecturas. Pablo me preguntó: —¿Has leído Un día en la vida de Iván Denísovich? —Sí, hace muchos años. Y me gustó mucho más que Archipiélago Gulag. —Pues yo estuve en un campo de concentración igual a los que se describen en esa novela, con alambre de espino, —me recalcó—, entre los años 1 961 y 1 963. Estuvimos más de 45.000 jóvenes. —PeroQ ¿cómo pudo ser?, ¿que pasó? —Muy fácil. Se crearon campos de concentración donde se internaron a jóvenes en edad militar para que no contaminaran al resto de la juventud. Éramos jóvenes con pelo largo, amantes del rock and roll, creyentes de alguna religión, homosexualesQ

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Los que consideraban disidentes y algún que otro indeseable. Estos fueron los campos de la UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción). —Pero, ¿esta historia es conocida en Cuba? ¿Lo saben los jóvenes de este país? —Sí, se conoce como si fuera un rumor, pero a mí me gustaría que saliera a la luz porque nunca se ha escrito nada sobre ella y querría que Leonardo Padura, buen amigo, la escribiera. De momento quiere hacerme una biografía, pero yo he insistido en que lo importante es hablar de la UMAP con testimonios de la gente que estuvo allí. —Seguro que si Padura escribe esta historia será magnífica. Estando en España me compré su última novela, El hombre que amaba los perros, que leí con avidez y, ya estando en Cuba, he leído otros libros de él que me han hecho comprender parte de la situación cubana actual. En cuanto terminamos de cenar, nos acompañaron a casa en su coche. Al pasar por la calle San Lázaro nos dijo: —Aquí me crié, esta calle era la de los católicos, la siguiente la de los guapos (chulos) y la siguiente la de las putas. En estos barrios crecí. Cada vez que paso por aquí recuerdo mi infancia. Al despedirnos, Nancy me dijo: —Yo ya tengo tu número de teléfono, pero Faia puede darte el mío y me llamas cuando quieras. Cuando llegamos a casa todavía me duraba la emoción. Estaba como en una nube. Gabriel estaba levantado y Faia y Guille me tomaron un poco el pelo, pero a mí me importaba un bledo. Era

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feliz y, con esta sensación, me fui a dormirQ Y tuve un sueño. Cuando me desperté a las 6.30 recordaba muchos detalles, sobre todo los colores y los personajes, así que lo escribí. A pesar de que Faia es el hilo conductor de esta historia, ella no aparece en mi sueño. Este es el resultado: Yo iba a casa de Faia y me presentaba a su familia. Luego salía a pasear y llegaba a una playa de aguas cristalinas, con palmeras que crecían hasta la orilla del mar. Daba la vuelta para marcharme pero la arena, intensamente blanca y parecida a sal fina, me hizo resbalar y caer deslizándome hasta la orilla. Allí pude ver la transparencia del agua y su intenso azul turquesa. Me sentía como en casa. No estaba asustada ni me dolía nada. Por fin me levanté empapada y volví a la casa. El padre de Faia estaba cocinando, era Pablo, y hablamos. Le he contado mi experiencia en el mar y sus colores y me ha dicho: —Después de comer iremos a la playa. Estoy esperando a mi amigo Luis para que me explique como llegar al sitio más sublime de esta costa. Salimos a la terraza y se apoyó en la barandilla. Vi como un hombre le ponía un papel doblado dentro del zapato. Volvimos a entrar en la casa. Después, llegó la hermana de Faia, que era Nancy. —Bueno, ¿ya estás preparada para la gran excursión a la playa que está preparando mi padre?

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—Si, pero el problema es que no tengo traje de baño. —No te preocupes, iré a buscarte uno de mi madre. Pensé que seguramente me estaría grande. Nancy me trajo dos. Uno lo descarté y el otro me gustó, era en tonos marrones, de punto, muy poco escotado, con pantalón corto, pero era mi talla. —Tendría que ir al lavaboQ —Pues tendrás que ir a casa de Faia. Salí. Por el camino me encontré con Antonio que estaba hablando con Luis. Me alegré y nos besamos con pasión, pero era la primera vez que notaba que me estorbaba. —Voy donde Faia —le dije, mientras Luis me sugería que fuera a su casa más tarde porque tenía que enseñarme algo muy interesante relacionado con la excursión al mar. Llegué a casa de Faia, la cual era una edificación de ladrillo de un rojo intenso, sin ángulos, de techos muy altos (parecido a los edificios del ISA). Entré en el baño pero no me puse el bañador, lo tenía en la mano. Al salir y mientras me dirigía a casa de Luis, me abordaron unos personajes disfrazados con máscaras, parecidos a Els Comediants, quienes bailaban y saltaban a mi alrededor. Me gustaron. Luego me encontré con Antonio otra vez y le di el traje de baño. Después, fui a ver a su amigo a una casa que en la planta baja tenía una tienda (no me acuerdo de qué, pero sí que estaba muy iluminada). Subimos por una escalera abierta, grande, grande, de madera y él empezó a enseñarme algo, no recuerdo qué era. De pronto, Antonio llegó. Traía el traje

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de baño en su mano y lo hacía girar. Me dijo que se iban a la playa, que fuera rápidamente. Me molestó y le ignoré. En ese momento me desperté. No sé muy bien qué pensar de este sueño. La mayoría de los personajes tienen relación con esta memorable noche y mi encuentro con Nancy y Pablo Milanés pero, ¿cómo interpretar la presencia de Antonio y, sobre todo, mi rechazo y cómo lo ignoro al final del sueño? Da que pensar. Podría ser que finalmente he roto los lazos que me ataban a él y le he dejado marcharQ Roqueta Fontiguell, Mireia

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Una fugaz amistad


Fue una locura ir a bucear con el tiempo que hacía. El viento soplaba de levante y desde la terraza del hotel se veían las olas abalanzándose furiosas hacia la orilla. Pero finalizaba agosto y con él las vacaciones. Pronto volvería a la rutina, al ruido de la ciudad, a la certidumbre de los días. Y por eso, aunque el mar parecía advertirme de que me quedara fuera, no lo escuché. Cuando eres joven no escuchas los peligros. Aunque te griten en plena cara. Es al ir cumpliendo años cuando se te hace el oído a ellos y les prestas atención. Y yo entonces era muy joven y muy tozudo. Así que cogí mi pesado equipo y me dirigí hacia la playa. A pesar del fuerte viento, la orilla estaba repleta de bañistas que, como yo, apuraban sus últimos días de vacaciones. Pero ese día había algo distinto en el aire. El sonido de las gaviotas y los gritos de los niños y de sus padres llamándolos habían dejado paso a un extraño silencio. En toda la playa había una especie de calma tensa, como si, en el fondo, supiéramos que no deberíamos estar allí, que ese día el mar quería estar solo. No fue fácil encontrar un compañero que quisiera sumergirse ese día. Tan sólo encontré a uno, no sé si tan loco o tan inconsciente como yo, que se estaba poniendo el neopreno. Era belga y había venido a España buscando el sol y la buena comida. Bueno, eso lo deduje yo por su incipiente barriguita y su cara, la cual no había conocido la crema solar. Sonrió y me dijo: —¿ Plonger? Afortunadamente, en aquella época se estudiaba francés en el bachillerato y yo me defendía bastante bien. —Oui, plonger, plonger. —Les vagues sont très grandes.

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—Oui, attendons que seulement sur la surface. El color de la bandera pasó de amarilla a roja, otra señal que tampoco vimos o no quisimos ver. Mi compañero se colocó la botella de aire comprimido y las gafas, mirándome a través de ellas. —Préparé? —me dijo. —Préparé. : ¿Bucear?

Plonger?

.: Sí, bucear, bucear. Les vagues sont très grandes.: Las olas son muy grandes. Oui, attendons que seulement sur la surface : Sí, esperemos que sólo en la superficie Préparé?: ¿Preparado? Préparé. : Preparado Oui, plonger, plonger

Y nos adentramos en el mar. En seguida, el oleaje nos rodeó y empezó a vapulearnos, arrastrándonos hacia dentro. Nos sumergimos con cierta rapidez, esperando encontrar más calma en el fondo que en la superficie. La carencia de luz se agudizaba a medida que bajábamos, señal inequívoca de que arriba el cielo se estaba nublando cada vez más. Apenas había visibilidad y, lo que al principio había sido una sinfonía de peces de colores, de corales y algas, ahora era un fondo lleno de sombras grises, difusas y amenazantes. Seguimos descendiendo, pero, contra mi pronóstico, las corrientes submarinas eran tanto o más fuertes que en el

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exterior. Constantemente nos veíamos zarandeados sin que pudiéramos hacer nada para impedirlo. Éramos dos cuerpos más, arrastrados como los cientos de peces que nadaban a nuestro alrededor. Y, cuando quisimos darnos cuenta, estábamos lejos, muy lejos de la orilla. Con cierta preocupación, nos miramos y haciendo las señas establecidas, decidimos subir a la superficie. La corriente nos había llevado a mar abierto. Y en el mar abierto hay barcos. Barcos grandes. Horrorizados vimos como un gran buque se nos echaba encima, tocando insistentemente la sirena. Nos pusimos a nadar como locos, tratando de volver por la superficie, pero las botellas y los trajes de neopreno nos lastraban y el oleaje era demasiado fuerte, así que nos hicimos la señal para intentarlo buceando. Bajamos a unos 30 metros, avanzando en dirección a la playa. Seguían las fuertes corrientes. Al poco tiempo llegamos a una especie de meseta submarina, y allí pudimos descansar, sujetándonos a un pequeño promontorio de rocas, para evitar ser arrastrados hacia una fosa de más o menos 1 00 metros, que se abría delante de nosotros. De repente, la cámara submarina que me había costado un dineral, salió despedida de mi cuello en dirección a la fosa. Como la cosa se estaba poniendo fea, mi compañero quiso volver. Pero yo estaba resuelto a recuperarla. No iba a dejar que el mar me la robara. No iba a dejar que me arrebatara los recuerdos de todo un verano. Por eso le dije por señas a mi compañero que se fuera, que yo seguiría un poco más, tratando de encontrar la cámara. El belga, con más experiencia que yo, no quería marcharse, pero insistí. Las corrientes nos arrastraban cada vez más y la visibilidad se reducía por segundos. Finalmente accedió, se fue alejando, y yo me quedé solo.

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Avancé unos metros con cuidado, agarrándome a las algas, iluminando con la linterna, pero sólo acerté a ver a una morena que me miraba amenazante desde su casa de roca. Apenas podía verse a un metro de distancia. Nada. La cámara había desaparecido para siempre, y yo también lo haría si no subía a la superficie pronto. No sabía calcular lo lejos que estaba de la orilla, aunque sí notaba que aún había barcos próximos navegando por las gigantescas sombras que proyectaban sobre mí. Pero cuando iba a comenzar la subida, al comprobar la botella me quedé aterrorizado. El tirador de la reserva, que solo se utiliza para emergencias o para subidas, se había abierto y estaba agotada. No tenía aire suficiente. El pánico se apoderó de mí, invadiéndome una enorme crisis de ansiedad que me forzaba a abandonar la botella y los plomos y salir lanzado hacia la superficie. Y eso era casi tan peligroso como quedarme donde estaba. De pronto noté una fuerte sensación de asfixia. Traté de calmar los latidos de mi corazón. Sabía que, si no me calmaba, apuraría más rápidamente el poco aire que me quedaba y no tendría ninguna posibilidad. Transcurrieron unos segundos, que más bien parecieron horas, en los que desfilaron por mi mente, como en procesión, mi familia, mis amigosQ y, sobre todo, multitud de lugares donde había estado, y donde, pensé, no volvería a estar nunca. Y, en ese momento, me invadió una sensación de paz. Ya no me llegaba aire. Dejé de resistirme y empecé a dejarme llevar por las corrientes submarinas. De pronto, a lo lejos, vi una sombra que se me acercaba. En mi estado semiinconsciente llegué a pensar que se trataba de alguna criatura que habitaba en las profundidades y que venía a por mí. ¿Quizá una sirena? Pero no. Nunca vi una sirena con barriguita incipiente y la cara roja como un cangrejo. Se trataba

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de mi compañero. Había vuelto a buscarme. Con mis últimas fuerzas le indiqué con un gesto que no me quedaba aire, y él, con un movimiento rápido, se quitó el respirador y me ofreció una larga inspiración. ¡Dios, bendito oxígeno! Noté cómo se me hinchaban los pulmones y en mi cabeza sentí la sangre latir con fuerza. Pasados un par de minutos, logré serenarme totalmente, aunque la situación seguía siendo desesperada. Estábamos a treinta y tantos metros de profundidad, y teníamos que subir despacio si no queríamos padecer una embolia. Pero no había aire suficiente para los dos. Tendríamos que subir a más velocidad o nos quedaríamos sin oxígeno a mitad del ascenso. Poco a poco comenzamos a subir, agarrados, sin atrevernos a levantar la vista para mirar la deseada superficie, que parecía no llegar nunca. El viaje se nos hizo eterno a los dos, que, frente a frente, teníamos que respirar de forma alternativa por el regulador de su botella. Para animarnos, de vez en cuando nos guiñábamos los ojos y nuestras miradas, agrandadas por las máscaras, mostraban, la suya, orgullo, la mía, un profundo agradecimiento. Por fin las olas nos devolvieron a la playa. Exhaustos, nos arrodillamos en la arena y nos quitamos las botellas vacías y las máscaras, respirando profundamente. —Merci beaucoup, tu m'as sauvé la vie —le dije en cuanto pude volver a hablar. —Il n'est tout à fait. —Pourquoi es—tu revenu? —le pregunté. —Parce que j'ai su que la mer t'aimait —contestó.

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—Merci beaucoup, tu m'as sauvé la vie: Muchas gracias, me has salvado la vida. —Il n'est tout à fait. : No es nada —Pourquoi es—tu revenu?: ¿Por qué volviste? —Parce que j'ai su que la mer t'aimait: Porque supe que el mar te quería. Y, sonriendo, sacó de su bolsa impermeable mi cámara fotográfica. Antes de poder darle un abrazo, mi compañero se alejó, perdiéndose para siempre entre las sombrillas de colores. No llegué a conocer su nombre. Sánchez Pérez, Carlos

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Espa単a 1975. Muere el Dictador


La botella de champán francés llevaba ya muchos meses en el frigorífico. La había comprado cuando el anciano dictador había tenido su primera flebitis seria, pero la tuve que volver a guardar porque el que había regido toda la vida del país durante mis entonces treinta años, e incluso desde antes, se resistía a morir. Fueron varias las ocasiones en las que enfermaba y le ingresaban, pero luego se recuperaba y siempre conseguía, o seguramente ordenaba, que le dieran el alta médica. Todos nosotros teníamos asumido que moriría con las botas puestas y haciéndonos la puñeta hasta su último aliento. Era el 1 9 de noviembre de 1 975. Esta vez sí. Esta era la definitiva. El equipo médico había informado en su habitual parte diario que las constantes vitales de Su Excelencia estaban bajo mínimos y calificaban el pronóstico como “muy grave”. Intuía que de esa noche no pasaba. Me senté ante el televisor con una copa delante de mí, a la espera de la magnífica noticia y en esas estaba cuando sonó el timbre de la puerta. Abrí y me encontré una señora morena, alta, entrada en carnes y vestida de blanco con un curioso gorro rojo. El vestido tenía un escote asimétrico que dejaba ver una teta y, en bandolera, cruzaba una banda con los colores de la bandera republicana. —¡Hola! Soy el espíritu de la democracia. Puedes llamarme Pepa. Vengo a celebrar contigo el acontecimiento. ¿No te importa, verdad? —¡Por supuesto que no! Vaya vestido. Es impresionante. —Es el mismo vestido que llevaba en 1 939 cuando el fascismo me expulsó al exilio. Lo diseñó un modista francés allá por el siglo XVIII. Dicen que se inspiró en la Venus de Milo y en la Victoria alada de Samotracia.

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Asentí varias veces con cabeza. —Pues ya que es posible una encarnación del espíritu de la democracia, será posible, digo yo, uno de la dictadura. ¿Por qué no le invitamos también? Nada me gustaría más que un menage a trois coloquial con vosotros dos en estos momentos históricos en los que nos aproximamos a una transición. —Ningún problema con eso —dijo— son varias las transiciones que ambos hemos tenido. Unas veces en un sentido, otras en otro. Nos conocemos. Déjame hacer una llamada. Al cabo de un rato volvió a sonar el timbre de la puerta y al abrir me encontré con un tipo vestido con capa, gorra de plato, gafas oscuras, un fino bigote y cara de mala leche. Al mismo tiempo que me arrojaba la capa para que me ocupara de colgarla, hacía gala de un uniforme repleto de medallas, mangas adornadas de galones y charreteras doradas en los hombros, me espetó: —¿Así que tú eres el que está de celebración? Debes saber que por el momento soy tu general. Dirígete a mí como “mi general”. Vengo a decirte que el champán francés se te va a indigestar y vas a echar de menos la sidra nacional. A continuación se dirigió a Pepa: —Y tú... ¡Tápate! ¡Ponte algo encima de ese ridículo vestido! No tienes vergüenza. Es como si yo dejara ver un huevo fuera de la bragueta. Ella me miró y sonreímos. Probablemente ni él mismo lo sabría pero el individuo no carecía de cierto sentido del humor. Senté a Pepa y al General en el sofá y me situé delante de ellos.

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—¡Al grano! Ordenó el General ¿Qué pasa? —Pues pasa que llevo treinta años aguantándote. Que ya va siendo hora de tener libertad para ver, leer, escribir y votar lo que quiera. Que estoy cansado de ser católico, apostólico y romano y de que todo sea pecado. Que me habéis hecho la puñeta con eso de que solo se puede follar dentro del matrimonio. Que he perdido dos años con un estúpido servicio militar que no sirve para nada. Que me parto de risa con esa idea vuestra de la raza cuando el dictador mide 1 ,60 y, además, es calvo y barrigudo. Que no hay quien se crea que España es la reserva espiritual de Occidente y Franco su guardián. QueR Un estallido de risa de Pepa me interrumpió. —¡Tú cállate! —Dijo el General apuntando al espíritu de la democracia con el dedo índice como si fuera el cañón de un revolver—. Hoy ríes pero en algún país hispanoamericano, que no te voy a decir cuál es, están preparando ya tus próximas lágrimas. Y tú, soldado, no te enredes. Vamos por partes. Dices que quieres libertadR pero ¿libertad para qué? ¿Te han contado tus padres lo que sucedió durante la Republica? La libertad trajo un caos crónico hasta que los míos, cumpliendo con su sagrada obligación, tuvieron que intervenir para poner orden. Pepa levantó su mano. —Sí, a poner orden y a hacerse con el poder. Si solo se hubiera tratado de poner orden no os habríais quedado cuarenta años. Además vosotros contribuisteis eficazmente a crear el caos que justificaría posteriormente el golpe que restablecería el orden. Es una actuación cien veces repetida y que consta como punto primero en el manual del perfecto golpista.

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Muy disciplinado con lo que consideraba que era el guión a debatir y que yo mismo, sin pretenderlo, había establecido en mi retahíla de quejas, el General ordenó: “pasemos a otro punto” y empezó a divagar. —La Iglesia Católica es la única verdadera, la que fundó San Pedro, y gracias a Dios y a su Iglesia Franco pudo ganar una guerra que más que una guerra fue una cruzada contra el comunismo. El mismo Papa, que como sabéis es infalible, bendijo nuestra actuación. —Y dale con la propaganda y los tópicosR —dije—. Tu alegato no es más que la mezcla de la tradición católica con la esencia del fascismo. Una fusión nefasta. Ninguna iglesia es la verdadera y todas son iguales ante las leyes terrenales. Curiosamente en otros países de Europa hay dictaduras militares para defender el comunismo y aquí la habéis justificado, entre otras cosas, para defendernos de él. Mi General, has conseguido ser igual de cretino en Polonia que lo eres en España. Eres el arquetipo de la irracionalidad. —Lo que dice el chico es verdad —dijo ella. —Estás desfasado y, no te andes por las ramas, lo único que puedes hacer para mantenerte en el poder y manejar a tu antojo todos sus resortes es presentarte a las próximas elecciones y ganarlas. Mira cómo funcionan los países donde yo estoy. Debo reconocer que en muchos casos no es perfecta pero mi Democracia concilia los espíritus, abomina la violencia, hace que los mejores estén en los mejores puestos y busca la excelencia. Pepa estaba iluminada. El General cambió de tema. Estaba claro que el tipo estaba acostumbrado a aguantar alegatos sin ceder un ápice. Es más,

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pareció venirse arriba. —¡Fornicadores! Eso es lo que sois. Lo disfrazáis con lo del amor libre o lo de la libertad sexual. Os estáis dejando colonizar por las costumbres extranjeras ¿dónde queda la virtud? No valoráis la virginidad. No valoráis nada. Soldado, tu comentario sobre la mili hiere. El servicio militar es una oportunidad de aprender los beneficios de la disciplina y el orden. Tú pasaste por allí y no aprendiste nada. Ni siquiera respetas al general que tanto ha hecho por España. —Yo no respeto a un dictador —le respondí ya un poco indignado— que calculó mal un golpe de estado y lo transformó en una guerra civil. No respeto al responsable de la muerte de cientos de miles de compatriotas y que acabada la guerra siguió represaliando en la paz. Además es un inculto. Si hubiera estudiado historia, habría podido aprender del ejemplo del General Grant que en 1 865, cuando finalizó la Guerra Civil Americana, liberó a todos los prisioneros y les facilitó todos los medios para que volvieran a sus casas y emprendieran una nueva vida en sus estados de origen y trataran de reconciliarse con sus antiguos enemigos. Franco convirtió a los prisioneros en esclavos y siguió persiguiendo y ejecutando a sus enemigos. Forzó el exilio de las mentes más lúcidas y encarceló a los que negándose a abandonar su tierra o no habiendo teniendo la oportunidad de hacerlo, no quisieron comulgar con ruedas de molino. Noté que empezaba a entrar en calor y aproveché el tirón. —El dictador alimentó el odio ¿no lo ves? Aquí me tienes dispuesto a celebrar con champán su descenso a los infiernos donde, con toda seguridad, será fusilado con mierda. Aquí me

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tienes a pesar de la carga de negatividad que supone la celebración de la muerte de cualquier ser humano, pero en este caso la muerte trae de la mano la liberación de todo un pueblo. Por cierto General —no quería dejarme nada en el tintero—, a cuenta de lo que decías de la fornicación y las costumbres extranjeras, cuando decidisteis abrir las fronteras al mundo y se ideó aquel famoso eslogan “Spain is different” con el que todos estábamos de acuerdo, tuve la oportunidad de viajar un verano e ir de vacaciones a la Costa del Sol. Creo que era el verano del 67. Todavía no me lo creo. Una noche cualquiera de agosto en Torremolinos, una danesa ligó conmigo en una discoteca y acabamos de madrugada bañándonos en bolas en un mar plateado por la luz de la luna. Allí, en una playa, bajo un cielo estrellado y con el rumor de las olas, me doctoré cum laude en las ciencias del amor. Lo que no había conseguido con ninguna española en veintidós años, empleando todos los métodos de seducción posibles, excepto el de prometerme en matrimonio, me había sucedido en una sola noche con una danesa de la forma más natural y solo con la ayuda de mi francés de bachillerato y mi palmito celtibérico. Para tu información, mi General, aquella noche, lejos de condenarme a ese infierno con el que vuestros curas me habían amenazado tantas veces, me demostró que el paraíso existe. —Una cosa más —continué—. Esta vez de cultura, General, y en relación a la danesa. Su país, Dinamarca, es unos de los países más civilizados del mundo, con un gran nivel de vida; su socialismo es ejemplar y las mujeres igualan en derechos y obligaciones a los hombres. Si bien la sexualidad es importante para ellos, lo es más el respeto que tienen por su convivencia y por sus instituciones en las que todos participan libremente. Mi General ¿puedes concebir en tu oscura mente que no es justo que las mujeres de nuestro país sean ciudadanas de segunda y que es horrible que las hayáis

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convencido de que tienen un tesoro entre las piernas y que la única llave la tiene un hombre que, por primera vez, hará uso de ella en la noche de boda después de un casamiento como Dios manda? Pepa se partía de risa y el General la miraba con desprecio, eso sí, sin apartar la vista de su teta desnuda. Continué. —Recuerdo ahora con cierta tristeza los años que han quedado atrás y todo lo que me robasteis. Sí, recuerdo el pequeño y oscuro mundo de mi adolescencia en la dictadura donde solo había dos enigmas con los que entretenerse: uno era el sexo, tema tabú del que nadie me hablaba, y el otro, por qué Superman llevaba los calzoncillos por fuera. El sexo lo manejábamos dándole todo el día a la manija y confesándonos todos los sábados de cuantas veces habíamos pecado “contra la pureza”. Liberábamos el alma de la culpa acumulada a cambio de tres padrenuestros y seis avemarías. Poníamos el contador a cero y volvíamos a empezar hasta la semana siguiente. Yo iba a un colegio de curas y todas las mañanas teníamos que ir a misa antes de empezar las clases y todas las tardes al rosario antes de salir para casa. Los sábados confesión obligatoria ¡Qué pesadez! A mis trece años, lo de los tebeos era lo que más me ilusionaba. Especialmente Superman. Debía ser por sus súper poderes. Superman se parecía en eso a Franco y además volaba. En la pandilla nunca llegamos a ponernos de acuerdo, a pesar de sesudas y largas discusiones, en por qué llevaba los calzoncillos por fuera. —¡Mira que eres tonto! —dijo el General con gran énfasis.

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Pepa salió en mi defensa. —Tu falta de sensibilidad es una característica emblemática de lo que representas. Sellasteis las fronteras para que no entrara aire fresco y así el ambiente viciado empobreció los espíritus. No te sorprendas de lo que oyes. Habéis robado la formación y los sueños de varias generaciones de españoles y ahora vais a pagar por ello. Yo no tenía ganas de parar mi alegato y tomé el relevo. —Más asuntos mi General —continué—, y puesto que el siguiente punto que seguramente vas a abordar es el de la raza, que tanto gustaba a tu pupilo agonizante, te diré que en el país que te he mencionado, Dinamarca, por poner un ejemplo, podrían presumir sobradamente de ese concepto. No lo hacen y es más, son tolerantes con todo tipo de gentes con independencia de su color, ideología o tendencias sexuales. Seguramente que Pepa estará muy orgullosa de la democracia de ese país. —Tendencias sexuales ¡qué eufemismo! —respondió—. Pues este general está muy orgulloso de haber sido el azote de los maricones de este país. No me arrepiento de nada, ni siquiera de haberme cargado a ese que tanto lloráisR síR ese tal FedericoR —¡Hijo de puta! —Le grité— Os cargasteis a uno de los mayores creadores literarios de la historia, un genio de la poesía. Nos privasteis de él y de lo que seguramente habría sido una prolífica producción intelectual cuando estaba en la flor de la vida. Os lo cargasteis por puras consideraciones ideológicas, por envidias, por vuestra incultura. No sabíais otra cosa de él nada más que era un ferviente republicano obsesionado por extender la cultura

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por todos los rincones del país. Lo asesinasteis por haber desarrollado, según vuestra propia descripción, una labor perturbadora. Esa misma labor por la que numerosos rectores de universidad también fueron asesinados. La cosa se estaba calentando a pasos agigantados cuando repentinamente el sonido del televisor incrementó su tono y un titular apareció en su pantalla: “noticia de alcance”, decía. El Presidente del Gobierno apareció con un careto de plañidera y entre sollozos pudo decir: “españoles, Franco ha muerto”. Pepa y yo dimos un salto y entre lágrimas de alegría nos fundimos en un abrazo. El General se levantó como un resorte, se cuadró, saludo militarmente, y con gesto de gran dureza, se dirigió a nosotros. —Cabrones de mierda. No sabéis lo que os espera. El desorden, el paro, la miseria y el hambre harán que añoréis los años de paz y bienestar que Franco os dio. Cuando estéis hundidos en la fango y España necesite revitalizarse yo volveré aunque tenga que hacerlo de teniente coronel. Como era previsible, la transición, especialmente en los primeros años que siguieron a la muerte del dictador, fue difícil. Al mismo tiempo que toda una generación de políticos brillantes llegaba a acuerdos y pactaban los significativos pasos que la joven democracia debía de dar, terroristas vascos y cachorros del antiguo régimen se encargaron de poner un número significativo de muertos en un escenario de crispación que incitaron a los militares más reaccionarios a intervenir. Y así fue como la tarde del 23 de febrero de 1 981 me vi obligado a pasarme diecisiete horas pegado al televisor, otra vez,

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esperando acontecimientos trascendentes al mismo tiempo que oía la radio. Solo interrumpía fugazmente esa actividad para bajar corriendo al quiosco a comprar las sucesivas ediciones que el diario El País lanzaba con las últimas noticias. El General, cumpliendo su promesa, intentó volver disfrazado de teniente coronel con tan gran escándalo mediático como poco éxito. Cuando ya se sabía que el golpe había fracasado, Pepa se presentó en casa a desayunar conmigo. Estaba feliz. Llevaba el vestido de siempre. El único cambio que le observé fue que esta vez sus colores eran los constitucionales. Cuando le pregunté si ya no era republicana, me dijo que agradeciendo la providencial intervención del Rey en la resolución del golpe se había hecho monárquica y que da lo mismo si un gato es negro o marrón, que lo realmente importante es que cace ratones. Aún conservo frescos en mi memoria aquellos recuerdos. También siguen conmigo aquel viejo televisor y el casco de la botella de champán francés que Pepa y yo nos apretamos a medias. Ahora, cuando he vivido media vida aguantando la tutela del General y otra media disfrutando de la de Pepa, me siento un privilegiado por haber tenido la oportunidad de presenciar un capítulo tan importante de nuestra historia. Me siento un privilegiado por poder escribir este relato en libertad. Y, por supuesto, nunca olvidaré aquella noche en la playa de Torremolinos. Santos Ortega, Félix

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Olor a buche


Solo con quince años se puede ser feliz sin grandes motivos. Un día lleno de sol de principio de verano, toda la familia, mis padres, mi hermano, mi hermana y hasta mi novio (sí, tenía novio) nos fuimos a pasar un día al pueblo. Un pueblo cerca de Madrid. Todos íbamos en el taxi. Mi padre era taxista y por eso teníamos un coche para desplazarnos, aunque esto ocurría raras veces ya que mi padre siempre trabajaba. Como ya he dicho, en total íbamos 6 personas. Era extraordinariamente divertido. Atrás los jóvenes y, cuando veíamos un guardiaR ¡abajo!, alguno tenía que agacharse, éramos demasiados para un solo coche. Por supuesto, no había cinturones de seguridad y las ventanillas estaban bajadas, sacábamos la cabeza y tomábamos aire fresco. —Niña, mete la cabeza ¿no ves que te puede pasar algo? —Vamos dejad de hacer tonterías que distraéis a vuestro padre. Los cuarenta y pocos kilómetros que separaban el pueblo de Madrid eran una verdadera algarabía. Hablábamos sin parar y, sobre todo, reíamos. Nos reíamos mucho. Llegamos al pueblo y paramos delante de la casa de mi abuela. Mi abuela vivía en Madrid con nosotros. Ese día no pudo ir al pueblo porque ya no cabía, pero fuimos a su casa, una casa de piedra, típica de la sierra (dicen que fue la primera del pueblo que tuvo balcón). Nos hacía muchísima gracia. Era pequeña, con dos plantas, suelo de madera arriba, crujía una barbaridad y las rendijas entre las maderas eran completamente visibles desde abajo. Teníamos luz pero no había agua corriente ni servicio. Según llegamos, fuimos a la fuente a por agua y de camino pasamos por casa de mi tía.

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La tía Petra tenía una casa con patio en el que había una morera y una higuera que lo cubría casi completamente. También tenía un pozo, que aunque no tenía un bonito brocal nos daba lo mismo. En Madrid no había pozos y eso era toda una maravilla: la casa, no muy grande pero sí divertidísima, mis primas mayores con sus hijos pequeñosR todos pasaban los domingo allí. Nos echábamos de menos. Cuando yo era pequeña, vivíamos todos juntos en una gran casa que compartía mi abuela con todos nosotros y su hermana, mi tía Petra, con sus cuatro hijos. Por motivos normales de la vida mis primos se fueron casando y la familia se disgregó. Por eso, lo mejor del mundo era pasar un día juntos. No había nadie en casa de la tía y, después de dejar el agua que habíamos cogido en dos grandes cubos en el grifo de “Las Escuelas”, fuimos a buscar a mi prima Paqui. Ésta sí vivía en el pueblo y siempre nos daba huevos de sus gallinas cuando no nos invitaba a comer gallina en pepitoria (la mejor del mundo). Esta prima era la hija de otra hermana de mi abuela. Estaba claro que era una familia en la que las mujeres habían mantenido siempre unos lazos de unión muy fuertes. Nosotros, ya en el pueblo y sin encontrar a nadie de la familia, nos quedamos un poco huérfanos, pero bueno, decidimos preguntar a sus vecinos si nos podían decir dónde andaban. ¡Y claro que nos lo dijeron! Habían ido al río para lavar la lana de los colchones. Eso sería estupendo. En la vida había visto lavar en el río y menos aún la lana de los colchones. Rápidamente fuimos a casa de un pariente para que nos dejara un par de burros. Sí, un par de burros que nos llevarían en la grupa a alguno de nosotros hasta el río mientras el resto iríamos andando. Pero las viandas, que nada más llegar al pueblo había

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ido a comprar mi madre, las cervezas y el vino, lo llevarían los animales. El camino no era muy bueno, había muchas piedras (no en vano se llama el pueblo Pedrezuela), piedras de mica que relucen al sol y te hacen destellos y guiños como si fueran piedras preciosas. Saltando de aquí para allá, discutiendo por quién le tocaba ir en burro, aguantando las gansadas de mi hermano que era el más pequeño y siempre trataba de incordiar e intentando, de vez en cuando, coger la mano de Emilio, que siempre parecía estar mirándome con cara de decir estoy aquí si me necesita, llegamos a una parte del pueblo que nunca antes había visto. El río que era estrecho, angosto y con poco caudal, aparecía ante nosotros como un gran remanso. Se había formado una poza de buen tamaño, rodeada de piedras y algún arbusto. Junto al río, como si se tratara de lavanderas de un belén, estaban mis primas aclarando la lana de su colchón. Esa estampa no se me olvidará en la vida. La alegría por vernos allí, sin esperarnos, fue inmensa. Nos besamos y abrazamos, nos dijimos lo guapos que estábamos todos y, al rato, trabajamos juntos. Íbamos poniendo los vellones de lana, abriéndolos y esponjándolos, sobre las piedras para que se secaran pronto y no guardaran humedad. Era la hora de comer e hicieron una hoguera estupenda en la que, cuando se consumió, sobre las brasas, hicimos las chuletas más ricas del mundo. Por supuesto, no faltaron las tortillas ni la ensalada (siempre comíamos ensalada). Nosotros, los más jóvenes, habíamos aprovechado mientras preparaban la comida para bañarnos en la poza. Hacía calor. Yo creo que todavía hoy, si pasara por allí, oiría las risas, el canto de los pájaros, olería la

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leña al quemarse y sentiría los ojos azules de Emilio buscándome. Recogimos trastos y lana y, de regreso, todos volvimos contentos pero seguros de que atrás dejábamos un soplo de felicidad cotidiana, de cariño compartido, de sol, de calor en la piel. La carrera que emprendió la burra, que iba delante de todos, nos sacó de nuestros pensamientos. Según dijeron mis primos, había sido madre hacía poco tiempo y “había olido a buche”. Nos llevó por el pedregal con una carrera imposible que nos mató de risa a todos nuevamente. Hoy día, cuando voy a ver a mis hijos o a mis nietos, Emilio me dice “no corras tanto” y yo le contesto “he olido a buche” y una sonrisa cómplice, casi como aquella de divertidos adolescentes, ilumina nuestra cara y creemos revivir aquel día tan especial. Sanz Sarria, Alicia

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El ingreso


Imborrable fue aquella pesadilla que tuve el día en que a mis hijos les insertaron un Port-a-Cath*. Aún recuerdo aquel sueño, casi real, pero que más bien parecía de ciencia ficción, y que fue más o menos asíR Didí y Maicol no sabían que aquel día, sin ninguna duda, se convertiría en el más importante de sus aún cortas vidas. Muchas cosas, y a la vez, en realidad, tan solo una, iban a convertir a los dos jóvenes en unos nuevos seres; o mejor dicho, iban a empezar a ser por fin unas “personas”, usando los términos oficiales, que por entonces estaban muy en boga. Aquel día, ellos empezarían a ser Miguel y Diana adultos, seres plenamente “integrados” (léase: controlados, organizados, ordenados, escrutados y esclavizados, como pensarían más tarde ambos) por el Sistema de Identidad Nacional Ordenativa, el temido SINO de aquel futurista mundo. Para ello, bastaría con la celebración de una ceremonia fijada como todos los años para el 28 de Noviembre y conocida como el día del “ingreso” en el SINO de los alevines de adultos, quienes con ese acontecimiento adquirían su nuevo estatus, que les marcaría en todos y cada uno de sus actos por el resto de sus incipientes existencias. La madre de Didí y Maicol les había explicado lo que “El Ingreso” iba a suponer en su venidero e inminente futuro, aunque ellos sin duda preferían seguir siendo esas cándidas, tiernas y dulces criaturitas que eran. Ella, doña Carmela, se había “convertido” al SINO. Era ya una “persona” más de las que resignadamente aceptaban que el progreso de la Sociedad del Siglo XXII implicase un control

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* Es un catéter que se introduce bajo la piel en el brazo si es un niño, o en el tórax del adulto, con un tubo que va a una vena central. Su función es doble. En primer lugar, se usa para la administración de medicamentos (principalmente quimioterapia oncológica), y sirve además para facilitar la repetitiva extracción de muestras de sangre.


férreo por parte del Estado sobre la vida de los ciudadanos de su país. —¿Sabéis el porqué de este frío nombre, UE-11 , para referirse al trozo de planeta en el que vivimos? —les preguntó Carmela a sus retoños. (Los niños contemplaban estupefactos, mirando con sus grandes ojos, los gestos de su madre mientras ella seguía explicándolesR) —Pues tan aséptico nombre se debe a que somos un pedazo de la lejana y extinta Unión Europea (antes U.E.). Y las cifras 11 , por ser ese el riguroso orden, de acuerdo a una burocrática ordenación alfabética . —Recuerdo haber leído que hace muchos años se llamaba España, ¿verdad, mami? —apostilló su querido Maicol. Les contaba con dulzura Mela, que así era como llamaban Didí y Maicol a su madre, lo que era el temido y odiado CHINO (Chip Nacional Ordenativo), oficialista nombre para llamar a ese novedoso sistema, fruto del actual siglo en curso, el cual era como una reminiscencia del viejo control orwelliano. —¿Y tú cuándo empezaste a ser “adulta”? Si es que ya lo eres... claroR —le preguntó sonriendo y con juvenil gracia, humor e ironía la pizpireta Didi a su madre. —Pues sí, graciosilla, lo soy desde el año 211 2, cuando pasé a ser “persona” en la ceremonia anual de ingreso al sistema (o sea de implantación del chip en los jóvenes púberes de UE-11 ). —Dime la verdad, mami: ¿Te sentiste bien, tú que tan rebelde nos dices que habías sido, tras semejante violación de tu

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personalidad e individualidad? —le soltó con desparpajo Maicol. —Pues sí, es cierto que me rebelaba a aceptar aquel sino del SINO, valga la “redundancia”, como dices tú chavalote. Pero a la larga creo que me vino bien que el sistema me cambiase y convirtiese en un mejor miembro de UE-11 —respondió Mela. Les enumeraba, con su proverbial cariño maternal, los pros y los contras del CHINO (o ‘Chini’, Chip Nacional de Identidad, en recuerdo del extinto DNI, que era como había bautizado el gracejo popular a aquel electrónico artilugio). —Consiste en un diminuto chip o “cucaracha” electrónica, aunque realmente es un sofisticado mini ordenador que os insertarán en vuestro cuerpo de forma rápida e indolora. Además, en ese artilugio irán todos vuestros datos identificativos y personales como peso, altura, color de ojos, edades y fechas de nacimiento, domicilio, profesión, estudios, nombre de vuestros padres, posibles alergias medicamentosas, historial policial y académico, gustos personales, aficionesRy así un largo etcétera de íntimos datos de todo ciudadano de UE-11 —Continuó exponiéndoles Mela. —A la vez, el “chini” tendrá incorporados unos sensores corporales de movimientos, olores, sonidosR También tiene una sofisticada y potente mini cámara de rayos ultravioleta que estará bajo vuestra sedosa piel, y finalmente incorpora un sistema emisor-receptor, vía GPS, de cuantos datos individuales vuestros sean recabados desde SINO, o a la inversa, para actualizar la memoria del CHINO desde dicho sistema —finalizaba de contarles Mela a sus amados mozalbetes. Didi y Maicol no entendían bien qué pretendía el caprichoso

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SINO queriendo tener totalmente controlados todos y cada uno de los pasos de los robotizados ciudadanos de UE-11 . Por ello, Mela, se afanaba en enumerarles sus ventajas. Resultaba cuando menos curiosa la nueva postura de Mela, ella otrora revolucionaria y contumaz luchadora antichinos, boicoteadora de los PINOS (Postes Identificativos Nodales Ordenativos del Sistema), habiendo llegado incluso a “talar” ella solita más de uno (“Talar” era como se decía en la jerga subversiva al hecho de cortocircuitar un PINO). Ahora ella creía y argüía, con fervorosa fe de neo conversa, a favor del nuevo SINO, considerándolo un buen sistema para regular la vida de aquella tristemente deshumanizada y despersonalizada sociedad del año 21 50. Les comentaba a sus hijos como no pocos ancianos, espeleólogos, alpinistas, submarinistas, aventureros en general y miembros en peligro de UE-11 , habían sido salvados in extremis gracias al potente CYBERNIO (ese era el nombre del ordenador central del SINO) que tras procesar las coordenadas del ciudadano que emitía la llamada de emergencia, más su edad, temperatura y tensión arterial, y junto a sus movimientos o carencia de ellos alertaba en su robótico lenguaje de horripilante tono metálico que: —Ciudadano de UE-11 en peligro, en las coordenadasR El sistema emitía automáticamente esa alerta, conectando, a través de una gubernativa RAL (Red de Área Local), a CYBERNIO con los equipos de rescate de RENIO, que sin demorarse acudían a prestar sus salvadores servicios. RENIO, como bien sabían todos los ciudadanos, era el organismo del SINO encargado de todo tipo de rescates, atesorando una

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afamada reputación, debido a su milimétrica y certera ubicación del punto geográfico exacto y concreto en que el rescate era requerido. Les comentaba asimismo Mela algunas cosas graciosas de los Chinis a sus hijos. Relataba cómo en el INEO (Instituto Nacional de Estadística Ordenativa) tenían ahora una simplificada facilidad para recabar ciertos datos antes imposibles de averiguar. Por complejos algoritmos CYBERNIO detectaba perfectamente y de forma inequívoca si una pareja de portadores de chinis estaban manteniendo relaciones sexuales, en dónde lo hacían, si eran “legales”, si eran “heteros” u homosexuales, si eran casos de pederastia, de incesto, de violación (para ello los sensores neurosensitivos detectaban si había fuerte rechazo de uno de los miembros de la pareja). En fin, se podía averiguar cualquier extremo de las relaciones íntimas, antes tan celosamente guardadas por las personas. De esa forma, a los ciudadanos de UE-11 se les espiaba y, a la vez, con ello se obtenía valiosa información, fiel y con todo lujo de detalles, de un campo en el que antes todo eran cábalas. Por ello, el INEO ahora había creado recientes estadísticas, algo morbosas y quizá por ello exitosas, sobre relaciones sexuales de todo el país, que poseían una certera fiabilidad, nunca antes imaginada, a la vez que un contenido intimista lleno de graciosos cotilleos, eso sí, preservando datos identificativos. Ahora —ironizaba con gracia una sonriente Mela— expresiones que se leían en los libros de historia, como algunas del tipo: “me jalé tantas roscas ayer”, podían ser comprobadas, llegado el

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caso, con irrefutable y pasmosa seguridad. Evidentemente, Mela era consciente de que muchas personas habían tenido que cambiar de ocupación. Presentadores de programas “telebasura” (de esos que buscaban familiares desaparecidos), policías que ahora no tenían que averiguar antiguos delitos (puesto que el potente ordenador los resolvía), detectives cuyo trabajo carecía de toda utilidad, abogados picapleitos que habían perdido la posibilidad de usar sus casi siempre sucias artimañas para sacar el dinero a sus clientesR Comentaba ahora Maicol, en su turno de réplica a Mela, las tremendas desventajas del inefable SINO, y de los CHINOS, por la invasión de la intimidad, por la pérdida de privacidad, por el continuo allanamiento de sus vidas, por la falta total de aventura que toda esa vida controlada implicaba; enumeraba, en fin, tantos problemas como aquel precoz talento infantil parecía descubrir en el sistema. Pero Mela, sin embargo, le rebatía uno a uno todos sus argumentos, diríase incluso que parecía ser ella un miembro destacado del odiado ACNE (Alto Comisionado Nacional de Espionaje), organismo que velaba por la perfecta actividad de todos los mecanismos requeridos para la operatividad de SINO. A Didí y Maicol les quedaban ya escasos minutos para que su puesto en la fila de temerosos adolescentes les llevase ante el gran hermano, que así era como se llamaba al responsable (verdugo, pensaban los niños) que en ‘El Ingreso’ perpetraba la acción de insertar el CHINO a los adolescentes, para que con ello, chicos y chicas de UE-11 , entrasen en el controlado y tutelado mundo de los adultos de UE-11 .

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Ambos niños se rebelaban contra todo eso, sollozaban, se desesperaban, se sentían muy mal, hasta que ya no pudieron aguantar más, y por ello empezaron a vociferar, a emitir todo tipo de imprecaciones, cual afilados venablos repletos de insultos y juramentos blasfemos contra SINO, hasta que en ese preciso instante, dos miembros de ACNE les redujeron y les maniataron, tal como luego al despertarse recordaríanR Despertarían ya como Diana y Miguel, pues Didí y Maicol habían dejado de existir, y a la vez desaparecían aquellos ilusionados niños que habían sido; sintiendo ellos como irremisiblemente se les truncaba su infancia de forma tan traumática y autoritaria. Estaban amordazados y atados a una camilla de una de las celdas existentes en la sede central de ACNE, que se usaban para los niños díscolos que se resistían a ingresar en el sistema. Sus ojos, terriblemente apesadumbrados indignados, resignados y consternados, contemplaban, en las pantallas de plasma que frente a sus ojos se desplegaban, el incesante paso de los 1 0 adoctrinantes mandamientos u obligaciones de todos los ciudadanos de UE-11 frente al SINO. —Me habrán profanado, me habrán violado, me habrán insertado el CHINO, pero lo que nunca podrán robarme, controlarme, ordenarme, o anularme, es mi capacidad para pensar y rechazar la injusticia. Ni me podrán privar de usar y amar la libertad, ni me privarán del placer de amar y ser amado por la persona que yo elija, además —pensaba Miguel. —Jamás podrán convertirme en un mediocre “chinito” (así se llamaba, en la jerga subversiva, a los que aceptaban el uso del CHINO). Tampoco podrán reducirme a ser un simple ser alienado, ni a ser un vulgar miembro del clan de los

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“Chapalópez” —pensaba asimismo la rebelde ex Didi, recién convertida en adulta, recordando a aquellos mediocres humanos que en el siglo XXI habían intentado destrozar la vida de su tan recordado tatarabuelo Nando. (Así era, en efecto. Ambos admiraban profundamente a su tatarabuelo Nando tras haber leído con pasión su e-biografía electrónica ilustrada que Mela les había regalado con motivo de su supuestamente festivo ‘Ingreso’). Habían amanecido aquel día como Didí y Maicol y se acostarían (según el ineludible SINO) como Miguel y Diana, pero en su fuero interno siempre serían unos seres anónimos, amantes hasta su muerte de la libertad, de la humanidad, de la paz, de la justicia, de la igualdad entre todos los seres humanos, y por supuesto, del amor entre todos los pobladores de UE-11 , y del resto de ese convulso planeta, aún llamado Tierra. Villa Benito, Carmen

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Caruso


Por aquel entonces, en las noches de verano salíamos a tomar el fresco. Hacía mucho calor dentro de casa. El sol recalentaba el tejado y las paredes durante el día y, ahora, después de cenar, era el momento adecuado para ir a sentarse debajo del laurel en corro con los vecinos, en sillitas bajas o banquetas que cada uno sacaba. Y, mientras los mayores charlaban, nosotros, los chicos, jugábamos. Éramos una familia pequeña, solo cuatro personas: mis padres y nosotras dos. Yo que era la mayor tenía 8 años y mi hermana la pequeña, 3 menos. Todas nuestras amigas tenían muchos hermanos y hermanas. Todos éramos pobres. —¡Oh, que luna! Si baja mi come —dijo asustado uno de los vecinitos. Todos la miramos entonces riendo la ocurrencia del crío y de todas las gargantas salió un ¡Oh! de admiración y asombro. —¡Uf! —exclamó un vecino— Será el fin del mundo. No recuerdo nada igual. Aquella noche colgaba del cielo un redondo y enorme cuadro abstracto que iluminaba el patio. No hizo falta encender la bombilla. Invitaba a jugar al escondite y corrimos a escondernos detrás de los mayores mientras el más torpón que se había quedado nos buscaba. —Cri cri cri —se escuchó de pronto. —Un grillo, papá, un grillo. —Dejando al resto de niños, las dos corrimos hacia papá que se había sentado en un poyete.

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Sabíamos que a él le gustaban mucho porque nos había contado su vida de pequeño. Los grillos le habían hecho mucha compañía en las noches de verano, cuando todo era oscuro y silencioso en el cementerio de una pequeña capital de provincia donde vivía; su padre era el guarda y jardinero. También contó que tenía una habitación llena de gusanos de seda y todos los días tenía que traerles kilos de hojas de morera para que comieran, menos mal que el camino de su casa a la ciudad estaba lleno de ellas. Soñaba con poner una sedería cuando fuera mayor, pero los gusanos se murieron todos el mismo día y entonces él se hizo carpintero. —Cri cri cri —se oyeron cantos alrededor. —No es solo uno, se oyen varios —dijo. —Cantan muy bien ¿verdad papá? —Sí, ¡qué bien suenan! Los sonidos de la naturaleza, los trinos de los pajaritos, la arboleda al viento o las olas del marR es la música de los que no tenemos radio. Pero dentro de poco morirán- dijo sin darle importancia. —Pero, papá, no morirán ¿verdad chacha que no? —lloriqueaba mi hermana. —Mira qué tonta —dijo uno de los chicos— llora porque se van a morir los grillos. —No, claro que no —le dije consolándola—, solo algunos se mueren ¿verdad papá? ¿por qué tienen que morir? Todos se habían callado al oír el llanto de mi hermana y escuchaban atentamente. —Pues porque es así hijas —dijo papá bajando la voz— aunque es duro para unas niñas tenéis que saber que la naturaleza es bella y buena, pero implacable. Nos ofrece luz, música, vida,

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pero tiene sus leyes. Y los grillos, que cantan y viven con el calor, mueren porque no pueden soportar el frío cuando llega el invierno. Su ciclo vital es corto pero muy intenso. Oíd como cantan y cantan sin parar toda la noche. ¿Sabéis por qué? —No, no sé —dijimos ambas. La pequeña ya no lloraba. Solo la luz de la enorme y brillante luna y el canto de los grillos ambientaban la escena. Todos escuchábamos a papá envueltos en aquella atmósfera tan misteriosa que animaba a desvelar secretos y que ninguna otra noche volvió a repetirse. —Pues cantan fuerte porque así atraen a una pareja con la que tener hijitos, que permanecen en forma de huevos durante el invierno; y en primavera, cuando los días se vuelvan a alargar y calme el frío nacerá la nueva generación de grillitos que cantarán y alegrarán el próximo verano. —Anda, como los hombres —dijo una vecina— bien que te cantan mientras te cortejan y luegoR —Calla, calla. Que hay ropa tendida —dijo otra. —La ropa tendida —escuchábamos a mi padre decir muy serio. Los más viejos van desapareciendo para dejar sitio a los jóvenes, que se enfrentarán a la vida con los recursos y los conocimientos que les han traspasado sus mayores, antes de irse para siempre; y que ellos, a su vez, ampliados y mejorados, dejarán a sus hijos para que las especies vayan avanzando y mejorando. Pues de eso se trata, de conseguir hacer este mundo mejor. cri cri criR cri cri criR

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Aquellas palabras de papá me calaron muy dentro y me llenaron de angustia. —Entonces —dije con un hilo de voz— ¿Todos nos tenemos que morir? Mamá giró la cabeza, miró a papá sobresaltada y, en una fracción de segundo, él me cogió en brazos distrayendo mi atención. —Venga, venga, eso será cuando seamos muy viejitos. Ahora no vamos a pensar en eso. Falta mucho, muchísimo tiempo. ¿No hablábamos de grillos? —dijo subiendo la voz y volviendo a sentarse. —Sí, de eso — dijo mi hermana que no se había enterado de mi pregunta. —Sí, de eso. Pero no va a pasar —dije— Nosotras vamos a salvar un grillo. Tienes que llevarnos a cazar uno, papá. Lo vamos a tener calentito todo el invierno, ya lo verás, y no morirá. Promete que nos vas a llevar a cazar nuestro grillo ¿Lo prometes? —Sí, sí —decía mi hermana abrazando la rodilla de papá cuyas largas piernas estaban muy dobladas al estar sentado tan bajito, casi en el suelo. —Bueno, ya veremosR —dijo acariciándole las coletas— A mamá no le va a hacer gracia, a ella no le gustan los grillos —Ah, no —dijo mamá que permanecía sentada siguiendo con la mirada el discurrir de la luna sobre la inmensa pizarra nocturna—. Ni hablar de eso. A mí los grillos me dan mucho asco. Es muy tarde —añadió— Hay que acostarse. Yo me voy a la cama. —Pero, papá, tú nos haces una casita para que viva. No va a

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estar suelto por la casa— prometimos suplicantes. —Bueno, bueno, ya veremosR Los vecinos empezaron a retirarse también a dormir. —Menuda tarea le ha caído a usted —se despidió uno entrando en su casa—, hasta mañana. —Papá nos preguntó: "¿Seguro que lo vais a cuidar? Hay que darle comida y tener la jaulita muy limpia para que no enferme. ¿Lo haréis?" —Sí, sí, sí, papá. —De acuerdo, el domingo iremos a buscarlo. Yo convenceré a mamá. No me falléis. Si no cumplís esta promesa, nunca más confiaré en vosotras. —No, no fallaremos, lo cuidaremos mucho. —Bueno, ya le han convencido —se reía Raimundo, el único vecino que quedaba fuera y que tenía solo hijos varones. —Sí —respondió papá—, tienen que aprender. Hay que irles desvelando tantas cosasR Se había hecho tarde y también nosotros nos fuimos a la cama felices. Papá era como una ventana a través de la que ver la vida, siempre sabía las cosas necesarias y lo que había que hacer, y los nombres de las flores y de los bichos. Aquella noche quedó en mi recuerdo como la NOCHER aunque en ese momento no fuera consciente. El campo no estaba lejos de la casa, se podía ir andando, un paseíto. A menudo lo hacíamos para coger flores. Durante la primavera volvíamos con enormes ramos de amapolas rojas.

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—Como vuestras caras —decía mi madre al vernos. Algunas veces, cuando las espigas estaban ya altas, si teníamos la suerte de que soplara vientecillo, veíamos el mar. Éramos de tierra adentro y ansiábamos verlo de verdad, pero nos conformábamos con trepar a un montículo del camino y desde allí contemplar el inmenso campo verde: mar de productivas olas que se mecían acompasadas, doblando sus tallos e inclinando sus cabezas cargadas de grano según la dirección que marcaba el viento. Ese día, las flores ya se habían agostado y solamente había tierra muy seca y rastrojos que quedaron después de segar las espigas de trigo o de cebada, pues ambos cereales se cosechaban. Esas pajitas nos pinchaban las piernas desnudas porque en verano no llevábamos calcetines. Pero estábamos acostumbradas, mis piernas estaban llenas de arañazos. —Tienes las piernas con más mataduras que el burro de un gitano —me decía mi padre cuando volvía a casa con nuevas heridas producidas al saltar zanjas o cualquiera otra de mis actividades preferidas. Caía la tarde y sí, los grillos cantaban. Íbamos los tres contentos, charlando y pisando terrones. El aire olía a atardecer y empezaba a ser más fresco. Poco a poco, acotamos una zona donde un ejemplar de grillo cantaba con mucha energía. cri cri cri Papá nos enseñó a caminar sigilosamente para que el bicho no callase al oír el ruido de pasos, pues solo su canto denuncia su

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posición. —Así, un pie, ahora el otro, despacito. —Con el dedo en los labios nos hizo shsss shsss. Parando y escuchando avanzábamos hacia nuestro objetivo. Íbamos en fila india. Primero papá, luego yo y por último la pequeña. En el suelo se reflejaban las tres sombras que alargadas, enormes, se prolongaban hasta el horizonte. —Mira, mira —le dije a mi hermana sin poder contenerme— parecemos gigantes ¡¡¡siiii!!!. —No, no, parecemos fantasmas, Buuh —dijo alzando los brazos para que su sombra pareciese aún mayor. El grillo calla. —Shsss —vuelve a hacer papá muy bajito. Se oía de nuevo el canto y nos señaló en el suelo, entre las ramitas secas, un espacio limpio con un agujero en medio. —Esa es la casita del grillo —susurró. —¿Aquí vive? ¿Y cómo lo vamos a sacar? —pregunté bajito. Papá cogió una pajita fina del suelo, la introdujo por el agujerito y removió suavemente. —Esto llamará la atención del grillo que saldrá a ver qué pasa, quién hace este ruidito. Al momento, salió el grillo dando un gran salto y echó a correr

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como loco, pero papá estaba allí, esperando justamente eso, y lo agarró. —¡Ah! —gritamos asustadas al ver saltar al animal, pero también muy contentas al comprobar que papá tenía el puño cerrado suavemente en torno al bicho. Separó un poquito los dedos para que lo viésemos. Era un poco repugnante, negro y parecido a una cucaracha. Eso no nos hizo gracia, lo habíamos imaginado distinto, con colorR Entonces, recordé a mamá diciendo: <<a mí me dan ascoR>> Miramos a papá angustiadas, sin saber qué hacer. —¿De modo que no os gusta? Bueno, pues vosotras decidís lo que hacemos ¿Lo suelto o nos lo llevamos? Como era carpintero había hecho una jaulita para el grillo, la había construido con maderitas y unos palitos finitos para que estuviera bien ventilada. Era una jaulita preciosa y cómoda que podría albergar al grillo todo el invierno. Allí lo acomodó mientras esperaba nuestra decisión. Nosotras cuchicheábamos bajito: —¿Qué hacemos? —Es horroroso, y cómo corre. —Si lo dejamos papá no nos volverá a hacer caso cuando le pidamos otra cosa. —Y se morirá, pobrecitoR —Vale, sí, nos lo llevamos. —¡Vaya! con que traéis a Caruso —dijo mamá bautizándolo en el acto. El grillo pasó en la casa el resto del verano y el otoño. Le

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limpiábamos la jaulita, y le poníamos trocitos de lechuga y miguitas de pan. El animalito cantaba como loco y más de un disgusto hubo porque nos tenía desvelados. Ya no nos daba asco y lo cogíamos con la mano de vez en cuando para sentirlo y limpiarle la jaula. Cuando llegó el otoño se cansó de cantar. Todos los días al ir al colegio dejábamos la jaulita en sitios calentitos. En Diciembre, cuando el frío era ya muy intenso y se dejaba la cocina de carbón cargada por la noche para mantener la casa templadita, acercábamos la jaulita del grillo al calorcito de la cocina encendida. No queríamos que pasara frío. Una mañana mi hermana vino corriendo, lloraba —Chacha ven, corre, corre. —¿Qué pasa? —la seguí precipitadamente. —¡Ah! —grité cuando lo vi. Debimos acercarlo demasiado al fuego. Estaba muerto. Patas arriba, no se movía. —Asado —dijo mamá. Luego, al vernos llorar amargamente quiso consolarnos diciendo que seguramente se habría muerto porque ya era muy viejecito. Cuando papá volvió de trabajar se lo contamos entre llantos. —Bueno, era de esperar, ya os lo dije: no se puede ir contra el ciclo de la naturaleza. Ya habéis tenido la experiencia, aprended de ella. De ahora en adelante vamos a dejar a los animalitos vivir

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en su medio. Las jaulas, por bonitas que sean, son una cárcel y es muy malo privar a los seres de su libertad. Nunca más habrá una jaula en esta casa. Iremos al campo, pero solo a escuchar como cantan, no a cazarlos ¿De acuerdo? —De acuerdo —asentimos abrazándole. Cogió el grillo y juntos fuimos a depositarlo en la enorme maceta con geranios rojos. —Ánimo —nos dijo—. Este año, las flores del tiesto serán más bonitas. Tiempo después, al proponernos un paseo por el campo para escuchar los cantos de los grillos, ya no pudimos acompañarle, había otro montón de cosas importantes que hacer y el campo ahora quedaba bastante más lejos: muchas casas nuevas ocupaban el lugar del mar de espigas, las residencias de grillos cantores y la floristería de amapolasR Ese día papá compró un transistor. Wandelmer, Amanda

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