Costas
de Víctor Rivas PREMIO NACIONAL DE LITERATURA INFANTIL Y JUVENIL 2015 © GRUPO ANAYA
Ledicia
Ilustraciones
© GRUPO ANAYA
Título original: Escarlatina, a cociñeira defunta
1.ª edición: noviembre 2015
© Del texto: Ledicia Costas, 2014
© De las ilustraciones: Víctor Rivas, 2014
© De la traducción: Ledicia Costas, 2015
© Edicións Xerais de Galicia, S.A., 2014
© De esta edición: Grupo Anaya, S.A., 2015
Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid
www.anayainfantilyjuvenil.com
e-mail: anayainfantilyjuvenil@anaya.es
ISBN: 978-84-698-0895-5
Depósito legal: M-34003-2015
Impreso en España - Printed in Spain
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Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.
Ledicia Costas
Ilustraciones de Víctor Rivas
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Premio NacioNal de literatura iNfaNtil y JuveNil 2015
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Para mi hermana Bego, que inspiró el libro de recetas de Román.
La mejor compañera de viaje en la cocina de la vida.
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El libro de recetas de Román
magdalenas caseras para chuparse los dedos
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Ingredientes: conservar a temperatura ambiente, es decir, no los debemos tener en un lugar demasiado frío ni en un lugar demasiado caliente .
• 2 huevos
• 175 gr de azúcar
• 60 ml de leche
• 190 ml de aceite de oliva suave
• 210 gr de harina de trigo
• 75 gr de levadura química
• Ralladura de limón
• 1 pizca de sal
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Utensilios:
• Una batidora mecánica
• Un batidor manual
• Un bol
• Moldes con forma de sombrerito
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¡Manos a la obra!
Cogemos el bol, y con la batidora mecánica batimos los huevos y el azúcar a un ritmo medio (ni muy rápido ni muy despacio). Bajamos la velocidad para no pringarlo todo (y en especial para no pringarnos nosotros mismos), incorporamos la leche y después el aceite poco a poco.
Añadimos los ingredientes secos (harina, levadura, sal y ralladura de limón) batiendo el tiempo justo para que la masa quede homogénea («homogénea» significa que sea una masa toda igual, con los ingredientes bien mezclados y que tenga un apetitoso color amarillo suave, como el que tiene el relleno de la tarta de galletas de la abuela o las hojas de los castaños en los primeros días de octubre).
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Tapar la masa con un paño y dejar reposar en la nevera toda la noche. Pasado el tiempo de reposo, ponemos el horno a 250º. Batir la masa con la batidora manual (es una forma de decirle a la masa: «¡¡¡Eh, que ya estás lista y dentro de nada te vas a transformar en magdalenas!!!») y repartir en los moldes con forma de sombrerito. ¡Ojo! No los llenes del todo (como máximo tres cuartas partes de cada molde), ya que la masa aumentará de tamaño con el calor del horno y puede rebosar. Decorar con azúcar o chocolate. Bajar la temperatura del horno a 210º y meter las magdalenas 15 minutos. Dejamos enfriar y… ¡listas para zampar!
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Capítulo 1
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er cocinero, cuando tienes diez años y mucha hambre el 85% del tiempo, no es nada fácil. Yo trato de seguir las instrucciones del libro de cocina con todas mis fuerzas, pero las cosas nunca son tan sencillas cuando te pones manos a la obra. Me volvió a pasar con las magdalenas. Después de batir, añadir los ingredientes y llenar los sombreritos, acabé con las gafas, la camiseta y el pelo todo embadurnado de crema amarilla. ¡Una auténtica asquerosidad! En esta ocasión nadie me iba a librar de que mamá me metiese directamente en la lavadora. Llevaba semanas advirtiéndomelo:
—Román, ¡cualquier día te meto en la lavadora con ropa y todo!
Mamá es guay, pero a veces se enfada. A mí, eso de estar dando vueltas en el tambor de la lavadora durante setenta y cinco minutos, que es lo que dura el ciclo para manchas difíciles, no me hace mucha gracia. Un día
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metí a Dodoto, mi gato, para ver cómo reaccionaba. No dejaba de maullar con cara de susto y de golpear con las patitas delanteras contra la tapa transparente. Traté de explicarle que el experimento era por el bien de los dos y tal vez de toda la humanidad, y que por mucho que protestase no tenía pensado sacarlo de allí dentro. Eché detergente y suavizante con olor a fresa, pensando en que sería fantástico que Dodoto oliese a fresa, y le di al botón de encendido. Justo cuando la lavadora empezó a hacer el ruido de estar cogiendo agua, apareció mamá como por arte de magia. A veces pienso que lleva un radar incorporado dentro de la cabeza, ¡siempre aparece cuando no debe! Se enfadó muchísimo. Se le puso la cara de color rojo tomate frito, sacó inmediatamente a Dodoto de la lavadora y me llamó cosas muy feas.
—¡¡¡Eres un delincuente, un inconsciente, un imprudente, un descerebradoooo!!!
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Que me llamase todas esas cosas que acaban en -ente no me importó porque estoy acostumbrado. Pero que me dijese que soy un descerebrado me puso triste. Porque un descerebrado es alguien que no tiene cerebro, y si no tienes cerebro no puedes pensar, ni acordarte de las cosas felices. Como le pasa a la vecina Manola, que se ha olvidado hasta de los nombres de sus nietos. Eso es una tragedia realmente trágica. Por eso prometí no volver a usar a Dodoto en mis experimentos, para no perder mi cerebro y conservar la memoria, los recuerdos felices y no olvidar los nombres de las personas que quiero.
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El resultado de la receta de las magdalenas fue regular. Me pasé al echar la masa en los moldes, y la mitad de ellas, cuando empezaron a crecer en el horno, salieron por fuera y se convirtieron en monstruos de varias cabezas. Hubo otras con mejor pinta, pero quedaron algo crudas por dentro, y las tres que se salvaron me las zampé antes de que se enfriasen y ni mamá ni papá
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pudieron probar lo ricas que estaban. Ya os dije que ser cocinero, cuando tienes diez años, no es nada fácil. A pesar de estas dificultades, yo quiero ser cocinero. O chef, que es más profesional todavía. Por eso les he pedido a mis padres un curso de cocina como regalo de cumpleaños, que es el 2 de noviembre, el Día de los Difuntos, la fiesta de los muertos. Si os digo la verdad, temía que mamá y papá no pudiesen regalarme el curso. Últimamente las cosas no van muy bien en casa. Ellos tratan de disimular, que es hacer que parezca que todo va de maravilla cuando no es cierto, pero yo soy muy listo y me doy cuenta de lo que sucede en realidad. Y lo que sucede es que papá no tiene trabajo y mamá tampoco, y así es difícil llegar a fin de mes. A ver, que llegar física y mentalmente nosotros llegamos, como seres humanos que somos; el que no llega es el dinero, que se acaba antes de tiempo y todo se complica. Cuando yo era pequeño no había estos problemas. Me compraban mis cereales favoritos en el supermercado, iba a varias actividades extraescolares como fútbol, inglés, flauta y taekwondo, y mamá me traía libros nuevos todas las semanas. Pero desde que soy mayor, todo eso se acabó. Ahora papá y mamá compran en el súper unos cereales que se parecen a mis favoritos pero que no lo son. Ellos tratan de convencerme de que son todavía mejores y yo les digo que sí para que no se pongan serios y se les llene la cara de arrugas, pero la realidad es que no saben igual. Ya no voy a taekwondo ni a flauta y, en lugar
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de comprarme libros, mamá me ha traído un carné de la biblioteca. La vida es dura. Esa era una frase típica que siempre decía mi abuelo. Murió el año pasado y lo echo mucho de menos. Solía ponerse muy serio antes de decirme:
—La vida es dura, Román. Es mejor que lo sepas desde pequeño.
Imagino que cuando el abuelo decía eso se refería a todos estos asuntos que os estoy contando. Y por eso yo tenía miedo de que, en lugar del curso de cocina, me regalasen una revista de recetas, o algo así. Pero nada de eso. Esta vez me había equivocado. Papá y mamá no me regalaron un curso de cocina, me regalaron el mejor curso de cocina del mundo y del Inframundo. Y tengo que decir que, a pesar del megasusto que me llevé en un primer momento, ese Día de los Difuntos fui el niño más feliz de la galaxia. Pero eso merece un capítulo entero, así que voy a despedirme por hoy y dejaros con las ganas de saber qué pasó en el que fue el mejor día de mi vida existencial.
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El libro de recetas de Román
fabulosas galletas francesas rellenas de praliné
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Ingredientes para la masa:
• 200 gr de mantequilla a temperatura ambiente
• 100 gr de azúcar
• 1 huevo
• 350 gr de harina
• 1 cucharada de pasta de vainilla (o 3 gotas de esencia de vainilla)
Ingredientes para el relleno y la decoración:
• 200 gr de praliné
• 50 gr de cobertura de chocolate
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• 50 gr de crocante de avellanas
Utensilios:
• Una batidora de varillas
• Un bol
• Papel film
• Una manga pastelera
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¡Manos a la obra!
Con la batidora mecánica batimos la mantequilla y el azúcar en el bol hasta que blanquee, añadimos el huevo y la vainilla y continuamos batiendo con cuidado de no ponernos perdidos (a no ser que queramos acabar dentro de la lavadora). Ha llegado el momento de empezar a amasar. Incorporamos la mitad de la harina, amasamos hasta que esté integrada en la mezcla, incorporamos el resto de la harina y seguimos amasando hasta que la pasta que estamos trabajando sea homogénea (añadir más harina si es necesario). Envolvemos la masa en film transparente y la metemos en la nevera. Pasadas unas horas, cuando la masa esté durita (estad atentos, «durita» no quiere decir «como una piedra»), la sacamos de la nevera. Ponemos el praliné en una manga pastelera y reservamos. A continuación, cogemos una porción de masa y le damos forma de medallón, la dejamos en una superficie llena de harina para que no se pegue, y así hasta acabar con toda la masa. Una vez hecho esto, ¡es el momento de coger la manga pastelera! Esta es una de las partes más divertidas de la receta. Tenemos que echar una pequeña cantidad de praliné en el centro de cada medallón, luego cerramos cada uno de los medallones y les damos forma de croqueta. Horneamos alrededor de 25 minutos a 180º.
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Una vez frías, decoramos con el chocolate derretido (yo suelo usar una manga pastelera con la boquilla pequeña y voy haciendo rayas sobre las galletas) y finalmente añadimos el crocante. Voilà! O lo que es lo mismo: ¡listas para zampar!
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o que menos me gusta de cumplir años es que, como coincide con el Día de los Difuntos, hay que ir al cementerio. Cuando era pequeño y no había forma de escabullirme de la visita a los muertos, me entretenía corriendo de aquí para allá, buscando nombres raros en las lápidas. Los había muy divertidos; por ejemplo, Policarpo, Eufrasia, Humberto James (los nombres compuestos son los mejores), Nicanora o Macedonio, que es como una macedonia de frutas frescas pero en masculino. Otra ocupación que me gustaba bastante era visitar las tumbas de los niños. Eran las únicas que estaban directamente excavadas en la tierra, en lugar de en nichos en las paredes. Os confieso que me daba algo de miedo ver aquel recinto lleno de sepulcros pequeños de mármol y granito, decorados con figuras blancas de angelitos. ¡En algunos sepulcros había incluso un marco ovalado con la fotografía del niño muerto! ¡Qué repelús me entraba al observar las 17
Capítulo 2
caras de los niños fallecidos! Pero era un repelús raro, porque no podía dejar de mirarlos. Es un misterio de la mente humana. Lo que los mayores llaman una contradicción, que consiste en pensar una cosa y hacer otra distinta.
Lo mejor de cumplir diez años fue que mamá y papá no me obligaron a ir al cementerio a visitar la tumba del abuelo. No penséis que no me gusta ir junto a él, es solo que prefiero recordarlo dentro de mi cabeza, en lugar de tener que ir a ese sitio donde seguro que hay espíritus de toda esa gente que está enterrada vagando por el aire. Por primera vez en toda mi existencia me dejaron quedarme en casa. Pero sospecho que no fue solo porque ese día me hiciese mayor. Un mensajero iba a traer mi regalo de cumpleaños, y era necesario que hubiese alguien en casa para recogerlo. Antes de irse, mamá me miró con cara de preocupación y me dijo:
—Román, prométeme que no vas a hacer de las tuyas.
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Yo me concentré mucho tratando de poner cara de responsable. A veces la practico delante del espejo para que luego me quede perfecta cuando necesito utilizarla, como en aquella ocasión.
—Tranquila, mamá. Ya soy mayor. Me portaré de maravilla.
—¡Más te vale! —me contestó a modo de advertencia, revolviéndome el pelo como solo ella sabe hacer.
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Pero lo cierto era que mi cerebro incansable ya estaba discurriendo una ocupación genial con la que entretenerme. Cuando arrancaron el coche y se marcharon, fui corriendo a la cocina y cogí el libro de recetas, dispuesto a hacer galletas francesas de praliné. Son mis favoritas. ¡Podría comerme una docena yo solo! No vayáis a pensar que mis padres son unos irresponsables que me tienen asilvestrado. Tengo totalmente prohibido trastear con el horno y con los aparatos electrodomésticos cuando no hay nadie en casa. ¡Pero es que no me pude resistir! No sé cómo explicarlo. Hay cosas que sé que no puedo hacer, pero a veces siento en mi interior más profundo una necesidad grandísima de saltarme las normas, aun a sabiendas de que si me pillan me caerá una buena. Y aquella fue una de esas ocasiones. Llamé a Dodoto para que me hiciese compañía, cogí mi delantal de monstruos y saqué los ingredientes de la despensa. En el momento justo en el que iba a mezclar la mantequilla con el azúcar, llamaron al timbre. ¡Seguro que era el mensajero que traía mi regalo! Me puse nerviosísimo. La verdad es que llevaba todo el día emocionado, con una sensación rara dándome vueltas y más vueltas en la barriga. No hubo ni tres minutos en los que aguantase sin pensar en el curso de cocina. Pero el momento de escuchar el timbre fue lo máximo. Corrí a abrir la puerta y… ¡sorpresa! Encontré una caja algo más pequeña que yo, envuelta en papel de regalo violeta decorado con gusanos, murciélagos, cucarachas
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y otros bichos de muchos colores. Eso sí: del mensajero, ni rastro. Giré la cabeza a izquierda y derecha, arriba y abajo. Pero allí no había nadie. Solo yo, la misteriosa caja con papel de bichos y Dodoto, que aprovechó aquel instante para refregarse contra mis piernas, una de sus ocupaciones favoritas.
—¿Hola? ¡Hola, hola, holaaaaa! —grité en voz alta, por si el mensajero andaba cerca y contestaba. Pero no hubo respuesta. Solo el silencio típico del Día de los Difuntos, que es un silencio normal pero elevado al cubo; un silencio multiplicado tres veces por sí mismo, como diría doña Matracas, mi profe de Mates.
«¡En una caja tan grande tiene que haber un curso genial!», pensaba yo, con el corazón haciéndome punpun, pun-pun a toda máquina.
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Creí que pesaría mucho y opté por arrastrarla hasta la cocina empujando con todas mis fuerzas, pero enseguida comprobé que resbalaba muy ligera sobre el suelo. Lo que fuese que hubiera en su interior pesaba pocos kilos, por eso me animé a arrastrarla hasta mi cuarto, para tener más intimidad. ¡Un momento tan especial como ese bien lo merecía! Por un momento de esos que duran tan poquito que no tienen importancia ninguna, pensé esperar a mamá y papá antes de abrirla, pero tenéis que comprenderme: ¿cómo iba a aguantar? Los niños de diez años no estamos preparados para soportar tantos nervios. Por eso, nada más llegar a mi cuarto, cerré la puerta sin acordarme ni de Dodoto, al que casi le pillo el rabo,
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y fui directo al regalo. Arranqué el papel de bichos todo emocionado y me llevé un susto monumental. La caja no era una caja normal. Era una caja de muertos, un ataúd, un féretro y todos los sinónimos que se os ocurran para referiros a algo con palabras distintas pero que significan la misma cosa.
—¿Una caja de muertos? —le dije a Dodoto, que miraba para mí con cara de sorpresa—. Seguro que el regalo viene en este tipo de paquete porque hoy es el Día de los Difuntos. Una especie de detalle de la tienda en donde mamá y papá encargaron el regalo —razoné—. ¡Sí, tiene que ser eso!
En estas, caí en la cuenta de que en medio del papel de bichos que acababa de arrancar había un sobre negro. Con la emoción del momento ni me había dado cuenta.
—¡Tiene mi nombre escrito! Es una carta para mí, Dodoto. Mira, aquí lo pone bien clarito: A la atención del chef Román.
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Me senté en el suelo, al pie del ataúd, abrí el sobre y empecé a leer.
Estimado futuro chef:
Nos complace profundamente hacerle llegar su pedido. Siga las instrucciones de uso de modo riguroso para activar el curso de cocina personalizado, que tiene una duración de tres horas, y recuerde que no se admiten cambios ni devoluciones.
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Esperamos que Escarlatina sea de su agrado. Aprovechamos la ocasión para enviarle un cordial saludo y para expresarle nuestras más sinceras felicitaciones.
Atentamente,
El Servicio de Paquetería del Inframundo
—¿Y quién es Escarlatina? ¿Será el nombre del curso? Igual es un módulo de cocina. Verduras, cremas, aves y escarlatinas. No suena mal, ¿verdad, Dodoto?
Pero Dodoto seguía con la misma cara de sorpresa y no se mostraba demasiado colaborador. Detrás de la carta de presentación venían las instrucciones de uso. Las leí en voz alta porque, aunque Dodoto pasara de mí, no le iba a hacer un feo manteniéndolo al margen de todo lo que estaba pasando.
InstruccIones de uso
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Antes de empezar a usar a Escarlatina Escarlatina está destinada para uso doméstico, quedando prohibida su comercialización. Cumple con las normas de seguridad más avanzadas. Para su propia seguridad, lea cuidadosamente este manual de instrucciones antes de usar a Escarlatina por primera vez y asegúrese de tomar nota de lo que sigue a continuación.
Escarlatina debe ser activada únicamente por el futuro chef Román Casas, nacido el Día de los Difuntos. Custodiar a
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Escarlatina para que la madre, el padre y las personas adultas, en general, no lleguen jamás a conocer su existencia.
Escarlatina cumple asimismo con todos los estándares de seguridad del Inframundo. En el caso de que se utilice en un lugar distinto del Inframundo, no podemos garantizar que siga los estándares de seguridad correspondientes. Por este motivo, no asumimos ninguna responsabilidad por los daños causados.
Cómo se activa a Escarlatina
Escarlatina viene separada por piezas que usted deberá enroscar. Cada una de las piezas tiene asignado un número. Siga el plano con el dibujo para unirlas en su orden correcto.
—¿Pero qué quiere decir todo esto? Vaya lío, ¡no entiendo nada! —dije tirando los papeles al suelo.
—¡Miau! —contestó Dodoto.
—¿Sabes qué te digo? Que paso de las instrucciones. Voy a abrir la caja y punto.
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Dodoto no parecía muy conforme con mi decisión, pero poco me importó. Ya no aguantaba más con la intriga de saber qué era eso de Escarlatina, de las piezas que había que unir y todas esas cosas absurdas que contaba el manual. No os puedo negar que en el momento de abrir el ataúd me temblaron un poquito las piernas. Sentí algo de miedo. Porque en el fondo, aunque fuese el Día de los Difuntos, no era muy normal que un mensa-
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jero misterioso le mandase un féretro a un niño de diez años. Traté de alejar esos pensamientos de mi cabeza y me puse manos a la obra. Abrir el ataúd no fue cosa fácil.
Estaba cerrado a conciencia. Tuve que ir al garaje, coger un martillo y un cincel de la caja de herramientas y darle unos cuantos golpes hasta que lo conseguí.
—¿Preparado? —le pregunté a Dodoto.
—¡Miauuu!
—Suponía que dirías eso. Venga, ¡vamos allá!
Y sin más rodeos, abrí la tapa de la caja y me quedé mirando para aquello que reposaba en su interior y que apestaba a cuadra, letrina, cerdo, estiércol, cloaca, culo de jabalí… Una mezcla de los olores más nauseabundos que podáis imaginar.
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El libro de recetas de Román
Brownie (¡Humm mm !)
Ingredientes:
• 160 gr de mantequilla a temperatura ambiente
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• 160 gr de azúcar blanco
• 140 gr de azúcar moreno
• 120 gr de harina
• 250 gr de chocolate negro cortado en trocitos
• 3 huevos
• 1 cucharada de extracto de vainilla
• 100 gr de chips de chocolate
• Un puñado de nueces
• ½ cucharada de café descafeinado de sobre
• Una pizca de sal
Utensilios:
• Un molde
• Un bol
• Una batidora
• Un cazo
• Una cuchara
• Un tamizador
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¡Manos a la obra!
Precalentamos el horno a 180º. Untamos el molde con mantequilla, para que no se pegue el bizcocho, y reservamos.
Cogemos el cazo y derretimos a fuego lento la mantequilla junto con los trocitos de chocolate (también puedes derretirlo en el microondas). Dejamos que enfríe un poco (sí, ya sé que dan ganas de meterle el dedo para probarla, pero hay que aguantar hasta el final y no comerse los ingredientes al tiempo que los cocinamos). Mientras la mantequilla enfría, cogemos el bol y batimos el azúcar moreno y blanco, los huevos y la vainilla hasta que nuestra mezcla sea homogénea (a estas alturas ya deberías saber lo que significa «homogénea»).
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Tamizamos la harina junto con el café y la sal (tamizar es muy sencillo: coges el tamizador, echas dentro los ingredientes y los mueves de un lado a otro para que vayan cayendo sobre la mezcla que tienes en el bol). Añadimos los chips de chocolate y el puñado de nueces.
Vertemos la masa en el molde y horneamos durante 40 minutos aproximadamente. Una pista para saber que está listo es que el brownie tenga por encima una especie de costra. También podemos pincharlo con un palillo. Si sale limpio es que está preparado para sacar del horno, dejar enfriar y… ¡listo para zampar!
Nota de Román: ¡Si acompañas el brownie con unas bolas de helado de vainilla, conquistarás a cualquier comensal!
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espués de quedar alucinado con lo que había dentro del féretro, volví a coger las instrucciones. Me costó un poco entender que Escarlatina era nada más y nada menos que una cocinera que estaba muerta desde hacía un mogollón de años. Y por si eso no fuese bastante, venía separada en piezas que se enroscaban unas a otras. Entre ellas, encontré un vestido muy viejo, todo roído. ¡Eso era lo que olía tan mal! Es probable que en el pasado fuese azul, como el mar, pero los colores de la tela estaban completamente apagados. Tenía las mangas de farol, como se llevaban en los tiempos de las tatarabuelas, y un cuello de encaje. Al principio me pareció que nunca conseguiría armar a Escarlatina. Entre aquel olor a rayos fritos y que las piernas, los brazos, la nariz, los dedos y todas las partes del cuerpo venían al tuntún, mezcladas unas con las otras, no había manera. Además, algunas piezas no tenían sentido, como una llave grande y metálica y una especie
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de mecanismo. Por más vueltas que les daba a aquellos objetos, no les encontraba explicación. Estaba siendo más difícil de lo que parecía. Tuve que concentrarme más que en los exámenes de doña Matracas. Una concentración exagerada. Con mucha paciencia fui cogiendo del interior del ataúd un brazo por aquí, una oreja por acá, un pie de más allá, y seguí el plano, que tenía unas indicaciones bastante buenas. Cada parte del cuerpo llevaba escrito un número. Con ver el plano, donde estaba todo explicado en un dibujo a pequeña escala de la cocinera, ya sabía dónde tenía que enroscar cada parte. Estuve más de una hora monta que te monta. El problema fue que, cuando creí que estaba a punto de terminar, me di cuenta de que me sobraban piezas. Venían dedos de más, sobraba una oreja y aún no sabía cómo colocar el mecanismo ni tampoco cómo usar aquella misteriosa llave metálica.
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—¡Esto no es serio! —grité un poco enfadado. Pero el cabreo se me pasó rápido. En el fondo, aunque me pareciese una tomadura de pelo recibir de regalo de cumpleaños una cocinera muerta, aquella aventura estaba siendo bastante emocionante. ¡Y aún quedaba lo mejor! Las instrucciones explicaban que, para poder recibir mis clases de cocina, debía devolverle la vida a Escarlatina.
—¿Devolverle la vida? ¿¿Devolverle la vida??
¡¡¡¡Devolverle la vida!!!! —chillé tirando las instrucciones por el aire, horrorizado con lo que acababa de leer.
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No sabía si empezar a correr hasta llegar al cementerio junto a mamá y papá, si coger la caja con Escarlatina incluida, lanzarla por la ventana y encerrarme dentro de mi cuarto, o si abalanzarme sobre el teléfono y llamar a la policía y a los bomberos. No tengo la más remota idea de si a los niños les dan infartos, pero a mí casi me da uno. Pero el miedo se fue y, de pronto, casi sin darme cuenta, empezó a convertirse en emoción. Devolverle la vida a Escarlatina podía resultar muy divertido. En un principio pensé que la cocinera era una muñeca vieja, una especie de robot antiguo. Pero nada de eso. ¡Escarlatina era una cocinera auténtica! Y yo era el encargado de ponerla en marcha de nuevo. ¡Qué fuerte!
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Aquello hizo que me concentrase aún más. Cuando por fin acabé de enroscar las partes del cuerpo, me quedé pasmado. Parecía imposible que aquel ser extraño pudiese darle clases de nada a nadie. Era realmente fea. Tenía el pelo todo tieso, como alambres liados unos con otros. Los ojos eran demasiado grandes para su cara, tenía una cicatriz en la mejilla derecha, los labios morados como uvas tintas y le faltaban varios dientes. Pero a pesar de su palidez mortuoria, de aquella piel irregular y de la apariencia de muñeca rota, había en Escarlatina algo hermoso. Algo que no sé cómo explicaros con palabras pero que siento en la barriga. Como cuando me entraron ganas de abrazar a Dodoto al sacarlo de la lavadora y ver su cara de espanto, o como cuando mamá me da un beso antes de dormir, después
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de leerme mi cuento nocturno. Algo maravilloso que no se ve, pero se siente.
—¡Miau! —maulló entonces Dodoto, mientras olisqueaba algo que había dentro del féretro y le tomaba la medida con sus garras.
—¿Qué tienes ahí, felino?
Lo que tenía era un arañón negro, peludo y rígido. No se movía, parecía que estuviese muerto.
—¡Menuda araña! ¿Vendrá de regalo con Escarlatina? Por si acaso la dejamos ahí, no vaya a ser que la reclame cuando la devolvamos a la vida y tengamos un problema.
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Volví a concentrarme en las instrucciones y conseguí encontrarle una explicación al mecanismo y a la llave. Por lo que leí, el mecanismo era un temporizador. Lo único que tenía que hacer era introducirlo con mucho cuidado en un hueco que la difunta tenía en la espalda, entre los omóplatos, y luego meter la llave metálica y darle cuerda girándola en el sentido de las agujas del reloj. A partir de ese momento, Escarlatina se activaría y dispondría de unas horas para impartir el deseado curso de cocina. Coloqué el mecanismo en el huequito de la espalda con muchísimo cuidado. Aunque fuese una muerta, temía hacerle daño. ¡Si de pronto despertaba pegando un grito, me daría un ataque al corazón! Me sentía como un cirujano que está operando a un paciente.
—¡Listo! —dije contentísimo cuando acabé de colocarle el mecanismo. Luego le puse su vestido maloliente
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y contemplé mi creación—. ¿Qué te parece, Dodoto? Necesitaría un viaje a la lavadora, con doble de detergente y triple de suavizante de fresa, pero no hay tiempo para eso. Mamá y papá van a llegar enseguida y seguro que me cogen con las manos en la masa.
Dodoto seguía jugando con el arañón, indiferente a todo lo que yo le decía. Mi gato es un animal muy raro. Pasa de su amo, que soy yo, y eso no me gusta. Por ese motivo, de vez en cuando le hago alguna travesura, para ver si aprende y también para que sepa quién manda en realidad. Porque todo el mundo sabe que las personas mandan más que sus mascotas, pero Dodoto a veces parece olvidar ese pequeño detalle. También hay ocasiones en las que sucede al revés, y son los dueños los que pasan de sus mascotas. Eso es muy feo. Si pienso en Dodoto abandonado en el medio del monte y muerto de hambre, me pica la garganta y me entran ganas de llorar. No me gusta tener ese tipo de pensamientos. Pero sigamos con Escarlatina, que empiezo a hablar de otras cosas y me embarullo conmigo mismo. La cocinera cadáver estaba preparada. Lo único que faltaba era esperar a las doce en punto de la noche, colocarle la llave metálica en el mecanismo y girarla mientras pronunciaba unas palabras que imagino serían mágicas. Porque devolverle la vida a alguien que está muerto, aunque sea por unas horas, es una cosa bastante mágica. Yo, por lo menos, no conozco a nadie que después de muerto haya vuelto a vivir. Tampoco conozco a
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demasiadas personas que hayan muerto, porque soy un niño. Aunque confieso que muchas veces pienso en cómo sería todo si mi abuelo siguiese vivo. Eso sería algo realmente genial.
—Ahora, según las instrucciones, hay que esperar a las doce de la noche. Venga, Dodoto, sal de enmedio —le dije mientras lo apartaba del ataúd, donde él seguía enredado con la araña—. Hay que esconder todos estos trastos, no vaya a ser que mamá nos pille. Las instrucciones son muy claritas: las personas mayores no deben conocer la existencia de Escarlatina.
Mamá y papá llegaron justo cuando terminé de meter a la cocinera, el ataúd y el manual de instrucciones debajo de mi cama. Es cierto que allí guardo un montón de cosas: algunos calcetines con tomates en el dedo gordo, unos libros de miedo que leo a veces por las noches, un jersey que pica y que no quiero ponerme nunca más, un par de bolas de Navidad para decorar el árbol, unas mondas de naranja, alguna pieza de mi Scalextric… pero aún había sitio para más.
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—¡Román! —dijeron antes de abrir la puerta de mi cuarto—. ¿Qué haces?
—Estaba aquí, de cháchara con Dodoto.
En ese momento, nada más posar la mirada sobre mi gato, mamá abrió tanto los ojos que casi se le salen para fuera. Puso una cara feísima, de puro asco, y pegó un grito de muchos decibelios, que son como los kilovatios, pero para medir el ruido.
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—¿¿¿Qué es esa cosa???
Cuando vi el arañón me dieron ganas de coger a Dodoto y arrojarlo por la ventana, aunque ya sé que eso no estaría nada bien. En el fondo no sería capaz de hacerlo.
—Yo… eh… —Quise decir algo, pero no me salió ninguna explicación convincente.
—¡Vaya tarántula! —comentó papá mientras se acercaba al bicho para verlo más de cerca.
—Es la cena de Dodoto —inventé sobre la marcha—. A veces caza arañas para merendárselas. Le gustan bastante. Es un gato muy limpio, y también muy listo.
—Sácame esa cosa de delante, lávate las manos y luego ven a cenar —protestó mamá—. Qué asco. A saber dónde estaba metido semejante bicharraco.
Papá me revolvió el pelo, me guiñó un ojo y se fue con mamá a preparar la cena. En cuanto salieron por la puerta, le eché la bronca a Dodoto.
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—¿Ya estás otra vez yendo por libre? Somos un equipo, tío. En un equipo hay que hablar las cosas. Si cada uno hace lo que le viene en gana, esto va a ser un desastre, ¿entiendes?
Pero, si lo entendía, el felino no se manifestó. Continuó como si nada, jugando con el arañón muerto. Decidí ignorarlo, pasar de él e ir yo también a mi aire. Ya me vengaría en cuanto tuviese ocasión.
Las doce de la noche tardaron mucho en llegar. Tanto, tanto, que pensé que ya no llegaban. Lo que
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pasó durante las horas anteriores fue bastante aburrido. Excepto porque, con la emoción de recibir el regalo, olvidé que había dejado a medio hacer las galletas francesas de praliné y me llevé una reprimenda de las buenas (por cierto, tenéis que probar a hacerlas, ¡son una cosa deliciosa! Están casi más ricas que el brownie , que ya es decir). ¡Ah! Y también sucedió que papá me preguntó si había llegado mi regalo y yo solté una pequeña trola para no desvelar nada sobre Escarlatina. Las instrucciones lo decían muy clarito: «Custodiar a Escarlatina para que la madre, el padre y las personas adultas, en general, no lleguen jamás a conocer su existencia».
—El regalo todavía no está aquí, pero un hombre llamó por teléfono para avisar de que tenían el pedido en marcha. Dijo que se va a retrasar unos días debido a cuestiones técnicas.
—Eso pasa por comprar cosas por internet —protestó papá algo enfadado—. El día de su cumpleaños y el niño sin regalo.
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—El problema no fue haberlo comprado por internet —replicó mamá muy seria—. El problema fue buscar el curso más barato de la red en páginas web que no conocemos de nada. ¿www.inframuertos.com? ¿Pero cómo no sospechamos que detrás de ese nombre tenía que haber algo raro? Así nos va…
Para que no empezasen a discutir tuve que hacer una de mis intervenciones gloriosas:
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—No os preocupéis, ¡si yo estoy encantado! El señor con el que hablé por teléfono fue superamable y me dijo que el curso era de lo más completo.
Mamá y papá suspiraron y me mandaron para la cama. Eran las diez y media, mi hora de ir a dormir. A los pocos minutos, mamá subió para darme un beso.
—Que duermas bien, hijo —dijo en voz bajita, que es la voz que pone siempre por la noche cuando me viene a arropar.
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En ese momento supe que mamá estaba triste. Puse a funcionar mi cerebro y supuse que sería por la visita al cementerio. Ir a la tumba del abuelo no es algo demasiado divertido, porque hace que te acuerdes de él y entonces te pones triste al pensar cuánto le echas de menos. Le di un abrazo muy fuerte, hasta que me dolieron los brazos, y le dije que la quería.
Cuando mamá se fue de mi cuarto, cogí mi reloj-despertador en forma de hamburguesa y puse la alarma para las 23:45. Así me daría tiempo a sacar a Escarlatina de debajo de la cama, darle cuerda y leer las palabras mágicas que estaban en el manual de instrucciones. Imagino que os morís por saber si finalmente Escarlatina resucitó, o si por lo contrario todo era una historieta, una mentira, una bola, una trola. Pues lo único que puedo adelantaros es que, a las 00:00 de aquel Día de los Difuntos, empezó la aventura más emocionante y macabra de toda mi vida.
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El libro de recetas de Román
Bollitos
de pan blanco con mezcla de yogur (Receta para hacer en equipo)
Nota: Por el tiempo de fermentación, lo ideal es hacer esta receta en dos días, un día haces la mezcla de yogur y el otro los bollitos.
Ingredientes:
• 500 gr de harina de panadería
• 200 gr de mezcla de yogur
• 5 gr de levadura fresca
• 10 gr de sal
• 225 ml de agua
Ingredientes para la mezcla de yogur:
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• 100 gr de harina de fuerza
• 100 gr de yogur natural
• 5 gr de levadura
• Alrededor de 60 ml de agua (a veces es suficiente con 50 ml y otras veces es necesario añadir un poco más)
Utensilios:
• Un bol
• Una bandeja para el horno
• Paños de cocina
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¡Manos a la obra!
Primero tienes que preparar la mezcla de yogur. Es muy sencillo: debes mezclar el agua con la levadura y disolverla por completo. Luego añade el yogur y revuelve. A continuación tienes que incorporar la harina y remover y remover y remover hasta que la mezcla no tenga grumos. Tapa el bol con un paño húmedo y deja que la masa repose 3 horas a temperatura ambiente, o bien mételo en la nevera hasta el día siguiente.
Ahora debes preparar la masa para los bollitos de pan juntando todos los ingredientes (también la mezcla de yogur, ¡no te olvides!). Eso sí: añade la levadura al final de todo. Una vez que esté todo mezclado, debes dejar reposar la masa durante 15 minutos tapándola con un paño de cocina.
Pasado el tiempo de reposo, tienes que cortar trocitos de unos 30 gr aproximadamente (la masa debería darte, como mínimo, para 25 bollitos) e ir haciendo bolitas redondas. Esmérate, ¡tienen que quedar perfectamente lisas! Ve colocándolas sobre una bandeja de horno. Ojo: ¡no las pegues mucho, que en el horno crecen y pueden acabar unas a caballo de las otras!
Tapa todas las bolitas con un paño húmedo y deja que fermenten en un lugar caliente durante 90 minutos. Tienes que precalentar el horno a 250º. Truco de maestros: si colocas en el horno una cacerola con paños mojados, conseguirás producir vapor y eso les viene de maravilla a los bollitos de pan.
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Antes de meter los bollos en el horno, humedécelos para que queden blanditos por fuera y hazles un pequeño corte. Ya están listos para hornear. Debes cocerlos alrededor de 12 minutos o hasta que se pongan dorados. Deja que enfríen un pelín para no quemarte la lengua y… ¡a zampar!
Nota de Román: A mí me gusta mucho untar los bollitos con Nutella o acompañarlos con jamón y queso.
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Capítulo 4
Alas 23:45 en punto, mi hamburguesa relojdespertador empezó a sonar como una loca. Yo, con los nervios de la resurrección de Escarlatina no había conseguido pegar ojo, así que la apagué rapidísimo para que mis padres no se diesen cuenta de nada. Dodoto, que jamás dormía conmigo, estaba tumbado a los pies de la cama, esperando la hora señalada.
—¡Para esto sí que andas espabilado! —le dije—. A partir de ahora más te vale hacerme caso, si no quieres que te deje fuera de la operación Escarlatina.
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Para variar, el gato pasó de mí olímpicamente, que no sé muy bien lo que quiere decir. No acabo de entender qué tienen que ver las olimpiadas con pasar de alguien, pero como mi madre me lo dice muchas veces: «Román, pasas olímpicamente de todo», pues yo uso la expresión y así parezco más listo, más deportista y más adulto.
Bajé la cama de un salto y saqué el ataúd, a Escarlatina y el manual de instrucciones de su escondite. Había
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llegado el momento de la verdad. Desabotoné un poquito la parte trasera del vestido maloliente de la cocinera, cogí la llave metálica y la introduje en la ranura que había en el mecanismo. A continuación, agarré las instrucciones y busqué las palabras que tenía que decir. No eran muy difíciles y lo cierto es que tampoco parecían demasiado mágicas. Memoricé la frase repitiéndola mentalmente un par de veces, clavé la mirada en las agujas del reloj hamburguesa y esperé a que fuesen las 00:00 en punto.
—Qué nervios tengo, Dodoto —le comenté así, como quien no quiere la cosa, a las 23:58.
Él no me contestó. Se limitó a mover el rabo con desinterés.
—¡Pero mira que eres pasota, tío!
Cuando dieron las 00:00, cogí aire para llenarme de fuerza y empecé a girar la llave metálica a la vez que recitaba las palabras mágicas.
—Yo, Román Casas, nacido en las postrimerías del Samaín y habitante del Más Acá, invoco a Escarlatina, habitante muerta del Más Allá, para que su cuerpo difunto regrese a la vida ahora, ahora, ahoraaaaa —repetí con una emoción emocionantísima.
Le di cuerda a la llave a tope y luego senté a Escarlatina en el suelo, con la espalda apoyada en una de las patas de mi cama.
—¿Hola? —susurré con precaución, para no asustarla, mientras le daba toquecitos con mi dedo índice en un hombro.
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Pero la cocinera continuaba igual de muerta que cuando terminé de enroscarle todas las partes del cuerpo.
—¡Hola, hola, holaaaa! —repetí con más energía, al ver que el cadáver no reaccionaba, agitándolo ligeramente.
Silencio. Esa fue la respuesta que recibí. Empecé a darme cuenta de que todo había sido un engaño y eso me hizo sentir fatal.
—¡Vaya estafa de regalo! Era todo mentira. ¡Y para eso estuve media tarde montando piezas fétidas como un tonto!
Estaba muy enfadado. Yo me había creído que toda la historieta de Escarlatina era auténtica y que iba a volver a la vida si seguía todos los pasos que venían en el manual. Me sentí decepcionado y triste al ver que la cocinera no despertaba.
—Dodoto, me voy a dormir. Mañana tiraré esta cosa asquerosa que huele a cuadra al contenedor de basura, y esperaré a que venga el camión para observar cómo la tritura.
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Ya sé que esas palabras fueron muy feas, pero no podéis imaginar toda la rabia que sentía. Le di una patada al ataúd y volví de nuevo para la cama. No se lo digáis a nadie, pero os confieso que me entraron muchas ganas de llorar. Tantas, tantas, que no pude aguantar. Me tapé la cabeza con el edredón y me hice una bola allí debajo. Me cayó una lágrima, luego otra y después otra más. Me sorbí los mocos e intenté pensar en momentos felices,
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pero no era capaz. Entonces, Dodoto, que ya sabéis que es un pasota y va por libre, me dio unos toquecitos con una de sus patitas. Yo me revolví debajo de las mantas.
—¡Pasa de mí, animal peludo! —le solté—. Ahora soy yo el que no quiere saber nada de ti.
—¿Señor Román? —me contestó entonces una voz desconocida—. ¿Por qué llora?
De pronto, todo cambió. ¡Qué nervios! ¿Sería ella? ¿Sería Escarlatina la que acababa de hablar? En el cuarto no había nadie más que yo, y Dodoto, claro. Y a Dodoto, hasta aquel momento, nunca le había dado por hablar. Me froté los ojos para secar las lágrimas y saqué la cabeza de debajo del edredón, despacio, con cierto temor.
—¡Ostras! —grité sin querer.
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Desde sus ojos enormes, abiertos y encendidos como dos planetas, Escarlatina me observaba con aire de cierta preocupación. ¡Acababa de volver a la vida! No había sido Dodoto quien me había dado los golpecitos al sentirme llorar, sino ella, la cocinera cadáver que ya no era un cadáver. Por lo menos, durante tres horas estaría viva, ¡y eso era mucho más que genial! Vale, tengo que reconocer que seguía teniendo una pinta terrible. Entre la cicatriz de la mejilla, los labios violetas y su piel morada parecía una muñeca tétrica. Pero hablaba, y ese era muy buen síntoma.
—Hola, Escarlatina —le dije ya algo más tranquilo, tendiéndole la mano igual que hacen los mayores cuando ven a alguien por primera vez.
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Ella estiró su manita huesuda de piel grisácea. Estaba friísima, como un yogur natural de la nevera de los que tomo para merendar, y daba la impresión de que, si apretaba con demasiada fuerza, se desharía quedando reducida a polvo.
—Encantada de conocerlo, Román —me contestó la niña difunta agarrando la falda de su vestido y haciendo una anticuada reverencia—. Es un verdadero placer.
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Estoy a su entera disposición. Juntos cocinaremos las recetas más sabrosas del Más Acá. Y si usted quiere, también del Más Allá.
Tenía la voz muy dulce, no se correspondía para nada con su apariencia. Pero hablaba raro, como una vieja.
—¿Por qué hablas así, como si yo fuese un señor? Soy un niño. Los niños no son usted, son tú.
Ella pestañeó varias veces antes de contestar.
—Tiene que disculparme. Es el saludo que me enseñaron en el Inframundo.
—No, no. Así no —dije moviendo mis dedos índices de izquierda a derecha—. Se dice «Tienes que disculparme» —la corregí—. No «Tiene que disculparme», ¿entiendes?
—Creo que sí —susurró con cierta timidez.
—Es increíble que estés viva. ¡Estoy contentísimo! —le dije dando saltos de alegría, tratando de que entendiese lo que suponía para mí su presencia.
—Técnicamente, no estoy viva —me explicó—. Tengo tan solo tres horas en el Más Acá. Pasado ese tiempo, se me agotará la cuerda y volveré a ser un cadáver.
—¿Y no hay manera de que estés viva durante más tiempo? —le pregunté con algo de esperanza en mi interior—. Me encantaría que pudiésemos ser amigos. Tres horas es muy poco tiempo. ¡No dan para nada! Como mucho para hacer un brownie y unas galletas.
Ella bajó la mirada y su expresión se volvió triste.
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—¿Qué pasa? ¿He dicho algo malo? ¡No quería molestarte!
—No me molestas, Román. Estoy feliz de poder venir al Más Acá. ¡Hace tantos años que me morí, que el mundo ha debido de cambiar muchísimo! Hay muchas cosas que me gustaría ver. Estoy al tanto por las novedades que me traen los difuntos que van para el mismo sector del Inframundo en el que yo habito. Pero, por desgracia, mi tiempo es limitado. Como sabes, solo tengo tres horas.
—¡Eso no es vegggrdad! ¡Deja de decigggr tgggrolas! —protestó entonces una voz que salió de dentro de la cocinera cadáver.
—¿Quién ha dicho eso? —pregunté algo asustado. Estaba seguro de que Escarlatina no había sido. No había movido los labios. Además, aquella otra voz era distinta, mucho más aguda.
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De pronto, antes de que a Escarlatina le diese tiempo a explicarse, de uno de los agujeros de su nariz resbaló una araña negra. ¡Era el arañón con el que había estado jugando Dodoto! Colgado por un hilo de seda que le salía del culo, bajó tan campante hasta ponerse a la altura de la barbilla de la cocinera.
—Soy lady Hogggrreugggr, y pagggrece mentigggra que la que se supone que es mi mejogggr amiga, obvie mi pgggresencia.
La araña tenía un marcado acento francés. Era feísima, con dos colmillos negros muy grandes que se movían cada vez que hablaba. Los ojos eran dos puntos rojos,
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brillantes y fríos, y tenía el cuerpo gordito y peludo. Un arañón de los de toda la vida, de los que dan escalofríos y son grandes como nécoras.
—Román, te presento a lady Horreur, la araña francesa que vive dentro de mi nariz. Es mi amiga, mi consejera y también la voz de mi conciencia.
—¿Y cómo haces para meterte dentro de esos agujeritos con lo grande que eres? —le pregunté a lady Horreur.
Pogggrque tengo la facultad de encogegggr hasta la cuagggrta pagggrte de mi tamaño.
—¡Guau! ¡Qué pasada! Sois mejores que los dibujos animados que veo por las tardes comiendo el bocadillo.
¿Y por qué me dices que Escarlatina dice trolas?
Pogggrque ha dicho que solo tiene tgggres hogggras de vida. Y eso no es del todo ciegggrto. Tiene tgggres hogggras a no segggr…
—¿A no ser qué? —la interrumpí con una chispa de esperanza en la voz.
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—A no ser que me resucites por completo —contestó en un susurro la propia Escarlatina, como si temiese que alguien pudiese escucharla.
¡Resucitarla por completo! Lo sabía, estaba seguro de que había una forma de tenerla conmigo para siempre.
—¿Y eso cómo se hace?
—No es fácil, Román —confesó con su voz frágil—. Tendrías que arriesgarte mucho. Tu vida aquí, en este lado, correría peligro.
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¿Mi vida corriendo peligro? ¡Si yo no soy más que un niño!
—Si se lo pintas tan mal no va a quegggregggr implicagggrse —farfulló la araña francesa.
—Román tiene que saber la verdad y conocer los peligros que hay detrás de todo esto. No quiero engañarlo. Román, voy a contarte toda la historia desde el principio.
Nos pusimos cómodos en cama. Los cuatro: Escarlatina, lady Horreur, Dodoto y yo. Me fijé en mi hamburguesa despertador. Marcaba las 00:45. ¡Casi habíamos consumido la primera hora! El tiempo se estaba agotando. Había que darse prisa.
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El libro de recetas de Román
Pizza romana al estilo de román
Ingredientes para la masa:
• Entre 270 y 290 ml de agua templada
• 500 gr de harina de fuerza
• 24 gr de levadura fresca
• 3 cucharaditas de azúcar
• 2 cucharadas de aceite de oliva
Ingredientes para añadir a la masa:
• Tomate frito
• Queso de untar
• Lonchas de jamón cocido cortadas en trozos
• Queso mozzarella
• Orégano
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• Aceitunas (puedes comprarlas sin hueso y laminarlas tú)
• 2 huevos cocidos cortados en aros
Utensilios:
• Un bol
• Un cazo
• Un rodillo para estirar la masa
• Una bandeja de horno
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¡Manos a la obra!
El primer paso es hacer la masa. Para ello disolvemos la levadura en un poco de agua, mezclamos con todos los demás ingredientes y amasamos aproximadamente 10 minutos, hasta que la masa sea elástica. Luego hacemos una bola, la ponemos en el bol, la tapamos con un paño de cocina y la dejamos crecer durante una hora. Mientras tanto podemos aprovechar para cocer los huevos. Pasado ese tiempo, estiramos la bola de masa con el rodillo y le damos la forma adecuada para cubrir la bandeja del horno. Cuando esté lista, ponemos la masa sobre la bandeja, con cuidado de no romperla, le añadimos los ingredientes de nuestra receta: primero el queso de untar; cogemos una espátula o una cuchara y cubrimos la masa con una capa fina. A continuación añadimos el tomate frito y luego los trocitos de jamón, las aceitunas, el huevo cocido, el queso tipo mozzarella y el orégano. La metemos en el horno alrededor de 30 minutos a 180º (vigilando de vez en cuando que no se esté cociendo de más por abajo). La sacamos del horno y… ¡a zampar!
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Nota de Román: La pizza admite todo tipo de ingredientes, así que puedes escoger otros más a tu gusto. ¡Buen provecho!
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Capítulo 5
Con mi espalda apoyada sobre la almohada, escuché con mucha atención el relato de Escarlatina. Resulta que la cocinera había muerto en el siglo xix de una enfermedad llamada exactamente igual que ella: escarlatina. La cocinera cadáver procedía de una familia de chefs de fama mundial. Había aprendido el oficio entre fogones, ayudando a su abuela y a sus padres. La verdad es que me dio mucha pena saber que se había muerto con la misma edad que yo. Diez años son muy pocos para morirse. ¡Otra cosa serían ochenta, o noventa! Además, seguro que antes de ser un cadáver había sido una niña fantástica. Solo había que verla. Escarlatina era especial.
—En la época en la que nací yo, se morían muchos niños —me explicó ella—. Ahora ya casi no llegan niños al Inframundo.
—¡Pero entonces debes de aburrirte un montón!
¿Con quién juegas?
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—Ya ni siquiera recuerdo la última vez que jugué —me confesó con un hilo de voz. De repente, se había puesto triste.
—Pero, si no juegas, ¿qué es lo que haces allí abajo? —insistí, muerto de curiosidad.
—Tgggrabajagggr. Escagggrlatina es la cocinegggra oficial del Infgggramundo. ¡Está todo el día en la cocina dale que te pego!
—No sabía que el mundo de los muertos era así —reconocí. Aunque la verdad es que casi nunca pienso en ese lugar—. ¿Y lo de resucitar? —le pregunté a continuación—. ¿Qué habría que hacer para que volvieses a la vida?
—Tendría que cocinar junto a un humano nacido el Día de los Difuntos un manjar que gustase a vivos y a muertos.
—¿En serio? ¡Cómo mola! ¡Pero eso es facilísimo! —le dije la mar de contento.
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Escarlatina y lady Horreur, que continuaba colgada por un hilito a la altura de su barbilla, me observaban muy serias, como si no comprendiesen a qué venía tanta alegría.
—No es fácil en absoluto, Román. Los gustos de los muertos no tienen nada que ver con los de los vivos. Te aseguro que en el Más Allá comemos cosas que te parecerían macabras y realmente asquerosas. Además, para poder cocinar ese plato perfecto tendrías que venirte conmigo al Inframundo, de ruta gastronómica. Mi tiempo aquí se está agotando.
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¡Ir de ruta gastronómica al Inframundo! ¡Al Más Allá, el mundo de los muertos! Eso sí que podría ser emocionante… aunque si pensaba en esqueletos, calaveras y espíritus, aquello empezaba a darme algo de miedo.
—¿Y cómo se llega hasta allí? —pregunté.
—El pgggroblema no es igggr , el pgggroblema es volvegggr.
—Tus padres solicitaron el curso de cocina en la web Inframuertos , y luego tú me invocaste —me explicó. Mientras la cocinera cadáver hablaba, pensé en que si mis padres llegan a saber lo que realmente estaban contratando en aquella extraña web, se caerían de culo—.
Ahora yo dispongo de tres horas en tu mundo y tú de tres días en el mío —continuó ella—. Tres horas en este mundo equivalen a tres días en el Más Allá. Tendríamos que lograr cocinar ese manjar para vivos y muertos antes de la madrugada del tercer día. Y si no lo conseguimos, tendremos que pagar un precio.
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—¿Un precio? ¿Qué precio? Yo no tengo dinero. Me gasté casi todo lo que tenía ahorrado y mis padres no andan muy bien últimamente… ¡hasta tuvieron que pedirle dinero prestado a mi tía! Ellos creen que no lo sé. A veces los mayores piensan que los niños somos tontos.
—No, Román. Te estás equivocando. No se trata de dinero. ¡El precio sería tu propia vida! Si no conseguimos cocinar ese manjar antes de la medianoche del tercer día, te quedarás en el Más Allá para siempre. Jamás podrás regresar al mundo de los vivos.
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Entonces fui yo el que se puso triste. Me encantaría poder ayudar a Escarlatina y a lady Horreur, pero quedarme atrapado en el Inframundo para siempre no me hacía ni pizca de gracia. No podría ver nunca más a mamá, ni a papá, ni a mis colegas del cole. Seguro que allí no había tele, así que también tendría que despedirme de los dibujos animados a la hora de la merienda. Además, no había más que verlas para saber que allí abajo las cosas no les iban demasiado bien. De otro modo, no querrían resucitar. ¡Qué difícil decisión!
—Yo… no sé qué decir —confesé. Cosa rarísima, porque siempre tengo respuesta para todo. Excepto cuando doña Matracas me hace preguntas de números, que entonces me quedo en blanco. Como la pared del salón.
—Y eso no es todo —continuó Escarlatina—. Hay muertos que no quieren que vuelva a la vida. Pretenden tenerme atrapada en el Inframundo para toda la eternidad. ¡Estoy segura de que harán todo lo posible para que no consigamos elaborar nuestra receta! La decisión es tuya, Román. De nadie más.
Aquello era muy serio. Claro que quería ayudar a Escarlatina y lady Horreur a abandonar el mundo de los muertos. Pero era muy arriesgado y me daba tanto miedo... No sabía qué hacer.
—No todo es tan malo como pagggrece. En el Más Allá también hay cosas que megggrecen la pena. Allí encontgggragggrás algunas pegggrsonas buenas. Como tu abuelo, que nos dio gggrecuegggrdos pagggra ti.
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Nada más escuchar la palabra «abuelo», algo muy fuerte vibró dentro de mí. Una especie de corriente eléctrica que sacudió mi cuerpo y me erizó el pelo de la nuca y los brazos.
—¿Qué es lo que acabas de decir? ¿¿¿Habéis estado con el abuelo???
—¡Lady! —la riñó Escarlatina—. Este no era el trato. Acordamos que no íbamos a presionarlo. Tiene que decidir por sí mismo.
¡Pegggro es ciegggrto! El abuelo nos dio gggrecuegggrdos y él tiene que sabegggrlo. No tenemos degggrecho a ocultagggrle esa infogggrmación.
—¿El abuelo vive con vosotras? —pregunté muy nervioso.
—Así es. Tu abuelo es nuestro amigo. ¡Un gran amigo! Vive en el mismo sector del Inframundo que nosotras. Pasamos mucho tiempo juntos.
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Aquello cambiaba las cosas. Escarlatina me había descrito el Inframundo como un lugar terrible. ¡Pero estaba el abuelo! Y yo tenía tantísimas ganas de verlo…
—No puede ser tan difícil resucitarte —dije por fin, después de varios minutos dándole vueltas a todo aquello en el interior de mi cabeza, es decir, en el cerebro, en el cerebelo y en todas esas partes que forman la masa gris—. Tiene que haber algún plato que les guste a los vivos y a los muertos. ¡Y tres días dan para mucho!
¿Cuándo nos vamos?
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Escarlatina abrió mucho los ojos y su boca se torció en una gran sonrisa sin dientes. Lady Horreur empezó a aplaudir sin parar con sus cuatro patitas delanteras. En ese momento me hicieron sentir el niño más importante del mundo. ¡Estaba a punto de emprender un viaje al mundo de los muertos! ¡Qué pasada! Entonces, la cocinera cadáver me envolvió en un abrazo frío y punzante. Un abrazo con su cuerpo huesudo, pestilente y delicado. Me sacudió un extraño escalofrío.
—No sé cómo te lo voy a agradecer, Román. Nadie había hecho por mí algo así.
Lady Horreur trepó por el hilo de tela que le colgaba del culo, hasta posarse sobre los labios de Escarlatina.
—Egggres un niño muy listo. ¡No te agggrrepentigggrás!
Entonces, ascendió por el resto de la tela usando sus ocho patas, se encogió haciéndose una bolita y desapareció en el interior de uno de los agujeros de la nariz de la cocinera. La verdad es que me dio algo de asco. No mucho, solo un poquito. Pero pensé que debía empezar a acostumbrarme. Seguro que en el Más Allá aquello era algo habitual. Allí habría de todo: muertos con cucarachas dentro de las orejas, gusanos en las cuencas de los ojos y a saber qué otra clase de porquerías.
Abrí el armario, cogí un jersey y mi plumífero y me los puse por encima del pijama. Sabiendo lo fría que estaba Escarlatina, la temperatura en el mundo de los muertos no tenía pinta de ser muy agradable. Después
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me puse mis zapatillas favoritas y pensé en Dodoto. ¿Debía llevarlo conmigo o era mejor dejarlo en casa? Lo observé atentamente. Allí seguía, tumbado a los pies de mi cama, tan tranquilo. No parecía demasiado interesado en aquella aventura.
—¿Dodoto, tú qué? ¿Quieres venir?
El felino movió el rabo de izquierda a derecha y continuó allí acostado, como si la pregunta no fuese con él.
—¡Este animal no tiene remedio! —protesté—. Allá tú, haz lo que te dé la gana. Yo me voy con mis amigas.
Salimos de mi cuarto con sigilo. Mamá y papá dormían, y toda la casa estaba a oscuras. Silenciosos como fantasmas caminamos hasta la puerta principal y salimos cerrándola con todo el cuidado. ¡Y menos mal que la cerré con cuidado! Por poco le pillo el rabo a Dodoto.
—¡Así que al final te vienes, eh! No hay quien te entienda, gato.
—Tenemos que ir a la parada de autobus más próxima —comentó Escarlatina—. ¿Está muy lejos?
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—Qué va, está aquí al lado. Pero son las dos de la madrugada. A estas horas no hay autobuses.
La cocinera me dedicó otra de sus sonrisas desdentadas.
—No habrá autobuses, pero hay mortibuses.
Así fue como Escarlatina, lady Horreur, Dodoto y yo caminamos hasta la parada más próxima, dispuestos a coger el mortibús.
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El libro de recetas de Román
cookies de chocolate tamaño XXl
Ingredientes para 2 cookies:
• 50 gr de mantequilla a temperatura ambiente
• 450 gr de chocolate negro picado (también sirven pepitas de chocolate)
• 2 huevos
• 170 gr de azúcar moreno
• ¼ cucharadita de extracto de vainilla
• 85 gr de harina
• ½ cucharadita de sal
• ½ cucharadita de levadura en polvo
Utensilios:
• Un molde de 20 cm de diámetro
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• Dos cuencos
• Una batidora
• El recipiente de la batidora
• Un tamizador
• Una espátula
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¡Manos a la obra!
Ponemos el horno a 170º. Echamos la mantequilla y la mitad del chocolate en un cuenco, los derretimos en el microondas o al baño maría y reservamos. A continuación, echamos los huevos, el azúcar y el extracto de vainilla en el recipiente de la batidora y batimos hasta que todos los ingredientes estén perfectamente mezclados. Añadimos la mezcla de la mantequilla y el chocolate que reservamos antes y seguimos batiendo lentamente hasta conseguir una pasta homogénea. Cogemos el otro cuenco y tamizamos sobre él la harina, la sal y la levadura. Ahora hay que añadir el chocolate picado que aún no hemos utilizado. Pero ojo: debes hacerlo en tres veces. Añades una parte del chocolate y revuelves bien (sin olvidarte de lo que se queda en las paredes del cuenco, que debes ir incorporándolo con la espátula). Cuando esté bien mezclado, añades otro poco de chocolate. Revuelves, revuelves y revuelves hasta que consideres que la pasta es homogénea y añades el resto de chocolate. Revuelves una vez más hasta que esté todo bien mezclado. ¡Ya falta menos!
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Ha llegado el momento de echar una parte de la masa en el molde y hornear durante 10 o 15 minutos a 170º (con la masa que te sobre hornearás luego otra cookie XXL). Una pista para saber que las cookies están listas es que la parte de arriba empezará a cuartearse. Sacamos del horno, dejamos enfriar y… ¡listas para zampar!
Nota de Román: La cookie XXL está riquísima acompañada de unas bolas de helado. ¡Invita a tus colegas a una merendola y verás como los sorprendes!
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Capítulo 6
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l mortibús provocaba escalofríos. Me subí por no quedar de cagueta delante de Escarlatina y lady Horreur. Para empezar, la conductora era una esqueleta con el pelo largo y rizado que llevaba una corbata roja y fumaba en pipa. No penséis mal, yo no tengo nada en contra de las esqueletas, pero es que esta era una fitipaldi: cuando llegó a la parada, dio semejante frenazo que varios tripulantes salieron despedidos a propulsión de sus asientos. Eso por no hablar del asunto del propio mortibús. No penséis que se trata de un autobús normal, como el que os lleva al cole. ¡De eso nada! Era un vehículo viejo, medio destartalado. Y por si eso fuera poco, estaba decorado a juego con la conductora: como un esqueleto. La parte delantera era una calavera gigantesca. Me dio la impresión de que me guiñaba un ojo justo cuando se detuvo para recogernos, pero no puedo asegurarlo. Por dentro, el mortibús estaba todavía más escacharrado que por fuera. El timbre
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para indicar las paradas eran unas cuerdas sucias que colgaban del techo. Había que darle un par de buenos tirones para que hiciese ruido y la conductora frenase. Los asientos eran de madera y allí dentro apestaba a muerto. Normal, por otra parte, teniendo en cuenta que había varios difuntos viajando a bordo del vehículo: un tal Trombosio, que era un señor que había muerto de una cosa que se llama trombosis y que se dedicaba a tocar el trombón en el Inframundo y también en el mortibús. Nos dio bastante la chapa con su instrumento. Desafinaba que daba gusto. Otra de los viajeros era Parálisis, una muerta de avanzada edad, que permanecía quieta como una estatua. ¡Era la única que no se inmutaba con los tremendos frenazos que daba la mortibusera! Y luego había otros viajeros con pinta de haber fallecido hace mogollón de años. Escarlatina y yo nos sentamos en la parte de atrás. Ninguno de los pasajeros se sorprendió al encontrarse allí dentro con un niño vivo. Solo la conductora, que al verme entrar dijo toda convencida: —Vaya, vaya. Mirad lo que tenemos aquí, ¡carne fresca!
Agarré con fuerza a Dodoto, al que llevaba en mis brazos, y empecé a correr por el pasillo del mortibús para alejarme de la esqueleta todo lo posible.
El viaje fue breve. Aquel vehículo escacharrado se movía muchísimo más rápido de lo que había imaginado a simple vista. ¡Era como si volase! Hizo un par de
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paradas para recoger a Catapún, un señor que acababa de morirse atropellado, y a algún difunto más. El viaje al Más Allá se me hizo muy corto. Supe que habíamos llegado porque atravesamos un portal de hierro imponente. Había un letrero clavado en la tierra que anunciaba en letras grandes: Inframundo. Si os digo la verdad, no noté nada especial al pasar de un mundo a otro. Pero lo que sí puedo afirmar es que, nada más bajar del mortibús y poner un pie en el Más Allá, me quedé alucinado, flipado, con la boca abierta.
—Bienvenido al Inframundo, Román —me dijo Escarlatina con cierta solemnidad.
Nos encontrábamos en un cementerio grandísimo, que estaba sumido en las tinieblas y envuelto en una niebla espesa que creaba extrañas formas en el aire, como si estuviese viva y jugase a hacer equilibrios. Era imposible distinguir los límites de aquel lugar; parecía infinito, como infinita era su oscuridad. Había muertos por todas partes, pero no todos eran como Escarlatina. Con apariencia humana, quiero decir. Algunos tenían una pinta muy rara. En un primer vistazo descubrí a dos gemelos con el cuerpo completamente redondo. Eran como bolas de sebo, y sus cabezas tenían forma de corazón. Más tarde pude saber que en vida fueron dos obesos que habían muerto de un infarto y se quedaron con esa apariencia para toda su existencia. También había varios esqueletos. Todas las personas que fumaban mucho durante sus vidas, se convertían en esqueletos
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en el Más Allá. Igual que la mortibusera. Eran sacos de huesos sin expresión, ¡y muchos de aquellos cadáveres llevaban cigarrillos en la boca! Me daban escalofríos sin parar. Pero lo que más me llamó la atención fue un perro con chistera roja que estaba marcando territorio. Para entendernos: se dedicaba a mear en todas las tumbas que se encontraba a su paso. Qué queréis que os diga, me pareció una auténtica cochinada. Eso de orinar por todas partes es una cosa muy fea. Yo tengo un compañero de clase que por no ir al baño se pone a mear en las paredes y todo el mundo le hace burla. Le llamamos Pedrolo-méalo-todo, pero a él no parece importarle demasiado, porque sigue mea por aquí y mea por allá en todos los muros que encuentra. ¡Ni que fuese alérgico a los retretes!
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Lady Horreur me explicó que el perro de la chistera había sido un tipo que llevó vida de perro, y por eso tenía esa apariencia tan canina en el Más Allá. No entendí muy bien lo que me quiso decir, pero tampoco profundicé en el asunto. Os cuento todo esto para que os hagáis una idea de los muertos que había allí abajo. Era como una ensalada de estas modernas, que llevan de todo: esqueletos, perros con sombrero, fantasmas que vuelan por el aire alegremente… ¡Una cosa muy loca! Eso sí, se lo estaban pasando pipa. Me imaginé que aquella sería la hora más marchosa, porque los muertos tenían montada una juerga tremenda. Algunos bailaban sobre las tumbas, había muchos que pedían de beber en
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los bares que estaban instalados en los mausoleos y otros daban palmas siguiéndole el ritmo a un grupo que tocaba habaneras con guitarras, maracas y otros instrumentos. La verdad es que eran unas canciones muy bonitas, con ritmos cubanos a tope de alegres.
—¿Qué están celebrando? —le pregunté a mi amiga.
Entonces, lady Horreur salió de su habitual escondite en el interior de la nariz de Escarlatina y descendió a toda velocidad. ¡No perdía ocasión!
—Aquí casi todos los días son fiesta. Hoy celebgggran que acaban de ganagggr un niño vivo pagggra el Infgggramundo. Los muegggrtos somos muuuuy macabgggros.
Tragué saliva. No había que ser muy listo para comprender que lady Horreur se refería a mí. ¡Los muertos estaban convencidos de que yo jamás me iría del Inframundo! Y por eso habían montado semejante fiestón. De hecho, cuando se dieron cuenta de que yo andaba por allí, empezaron a hablar en voz baja unos con otros. Yo fingí que no me daba cuenta de nada.
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—Me gustaría mucho ver a mi abuelo —le dije a Escarlatina—. ¿Dónde está? ¿Podemos ir a buscarlo?
—Hoy es día de competición. Tu abuelo no anda por aquí.
—¿Competición? —pregunté extrañado. No fue necesario decir nada más. Lady Horreur se encargó de explicármelo todo.
—Tu abuelo compite en las cagggregggras de coches.
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—¿Cómo que en las carreras de coches? Pero si le retiraron el carné hace un montón porque tenía problemas de vista.
La araña se mondó de risa con mi argumento.
—Eso segggría en tu mundo, Gggromán. Estamos en el Más Allá. Aquí no hay nogggrmas. Tu abuelo es piloto de cagggregggras. ¡Y de los buenos! Muchos muegggrtos apuestan pogggr él.
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¿Pero de qué me estaba hablando? ¿El abuelo… piloto de carreras? Cuando estaba vivo, mamá no paró hasta conseguir que le retirasen el carné. Siempre le llamaba temerario. La verdad es que conducía como un loco. No le importaba ir dando golpes a otros automóviles con los espejos retrovisores o aparcar ocupando dos plazas. El abuelo, en el tema de conducir, iba por libre. ¡La de veces que mamá se le puso como una hidra! No quería que yo me subiese con él, pero una de las cosas que más nos gustaba a los dos era ir juntos de paseo en coche y tocarles la bocina a las vecinas que nos caían mal, acelerar en los charcos para salpicarlas y otras travesuras por el estilo que poníamos en práctica a diario. ¡Qué contento tenía que estar ahora que era piloto de carreras!
—Román, creo que lo mejor que podemos hacer ahora es ir a descansar. Mañana nos espera un día muy largo. Tengo que mostrarte los platos que triunfan en el Inframundo y tú no puedes estar sin dormir —me dijo Escarlatina—. Además, si Amanito se entera de que
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estamos aquí, va a hacer lo imposible por separarnos. Cuanto más tarde lo sepa, mejor.
—¿Y ese quién es? —le pregunté—. Tiene nombre de mexicano.
—El cacique —contestó lady Horreur—. Y segugggro que el gggrumogggr de que estás aquí, con nosotgggras, no tagggrda en llegagggr a sus oídos.
—Lo mejor es que no perdamos el tiempo. Venga, tenemos que ir a mi tumba.
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Cogí a Dodoto en brazos y seguí a Escarlatina y lady Horreur. La tumba de la cocinera era muy similar a las de los niños que yo solía visitar en el cementerio para entretenerme. Era una sepultura de mármol blanco colocada sobre la tierra, decorada con cruces y con un retrato de cuando estaba viva. Era guapísima. Tenía la cara blanca, pero nada que ver con esa piel mortuoria que lucía ahora, y una sonrisa preciosa. Su melena oscura le caía sobre los hombros en caracoles muy graciosos y tenía los ojos grandes y claros. Me quedé fascinado con su retrato. Escarlatina, ajena a mis pensamientos, empujó la sepultura deslizándola hacia un lado.
—Adelante —me dijo invitándome a bajar por las escaleras que conducían al interior de aquel misterioso y siniestro hogar. Era como una boca negra y oscura abierta en la tierra.
Yo no lo dudé. Confiaba en Escarlatina. Apreté muy fuerte a Dodoto contra mi pecho para sentirme más seguro, y me precipité al interior de la tierra. Ni en mis
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mejores sueños imaginaba que iba a vivir una experiencia como aquella.
El hogar de Escarlatina era una cocina habilitada bajo tierra. La cocinera encendió dos cirios para iluminar un poco aquella estancia, los colocó en dos candelabros y me ofreció uno. Con la escasa luz de las velas pude ver que había una despensa muy grande, repleta de tarritos de cristal con etiquetas que informaban de su contenido, y también unos fogones donde ella preparaba sus platos. Todo estaba lleno de cazuelas, sartenes, cazos, espumaderas y decenas de utensilios por aquí y por allá. Los humos salían por un tubo grueso que se elevaba hasta el exterior; era una especie de chimenea vieja muy oxidada con parches por todas partes. Tenía pinta de que iba a explotar de un momento a otro. Como podréis imaginar, la cama de Escarlatina no era otra cosa que un ataúd. Estaba separada de la cocina por una cortina toda raída y sucia. No era precisamente un cuarto acogedor.
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Dodoto saltó de mis brazos y fue a inspeccionar la despensa con bastante interés. Era la primera vez desde que llegáramos al Inframundo que tomaba la iniciativa.
—¿Y cuándo pensáis darme más detalles del cacique? —les pregunté con cierta impaciencia. Sabía que detrás de aquel muerto con nombre mexicano existía alguna historia interesante que Escarlatina y lady Horreur se estaban reservando.
La cocinera suspiró.
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—Imaginaba que no tardarías en preguntar por él —me confesó—. Él es el que manda aquí. Todos lo temen.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Tú también lo temes?
Ella me miró desde sus ojos extragrandes y pude percibir una tristeza inmensa flotando en su interior. Cogí sus huesudas manos con las mías y traté de darle calor. Pero eso no era posible. El frío de Escarlatina no era de este mundo.
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El libro de recetas de Román
ratatouille (¡Para hacer con la ayuda de un adulto, que hay mucho que cortar!)
Ingredientes:
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• 2 berenjenas
• 1 calabacín
• 1 tomate grande
• 1 diente de ajo
• 1 cebolla
• 1 pimiento verde
• 1 pimiento rojo
• Aceite de oliva
• Sal, pimienta y orégano
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Utensilios:
• Un cuchillo
• Una bandeja de horno
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¡Manos a la obra!
Cortamos en rebanadas las berenjenas, el calabacín, los pimientos y el tomate. Pelamos la cebolla y la picamos. Picamos también el ajo (cuanto más fino, mejor).
Cogemos la bandeja de horno y la engrasamos ligeramente con aceite de oliva. Colocamos las verduras en capas. Añadimos la sal, el orégano y la pimienta y metemos la bandeja en el horno a 180º durante 25 minutos. ¡Listo para zampar!
Nota de Román: La ratatouille se puede acompañar de pasta y está aún más rica.
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Capítulo 7
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a historia que se escondía detrás de Amanito me ayudó a comprender la tristeza que envolvía a Escarlatina. Como ya sabéis, mi amiga cadáver era hija de unos cocineros de fama mundial. Trabajaban en un importante hotel propiedad de ese señor con nombre mexicano. Por lo que me contó Escarlatina, se trataba de un lugar muy especial en el que se hospedaba gente importante, procedente de diversos países. Lo único negativo en el día a día del hotel era su dueño. Parece ser que era un señor bastante malo al que muchos detestaban y también temían. Un auténtico tirano.
¡Egggra un hombgggre tegggrible! Yo sé histogggrias que te pondgggrían los pelos de punta. Y no vayas a pensagggr que ahogggra que está muegggrto es mejogggr. Se volvió más y más malo con el paso de los años.
—¿Y no hay forma de echarlo o de que los difuntos os unáis en su contra? —pregunté pensando en que aquello sería lo más lógico.
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—Amanito tiene una serie de privilegios que le concedió el antiguo jefe de este sector —me explicó Escarlatina—. Lo que has visto ahí arriba solo es una pequeña parte del Inframundo. El Más Allá es infinito y tiene diferentes áreas. Esta es una zona de paso.
—¿Como una porción de una caja llena de quesitos?
—Sí, algo así. Amanito decide quién cambia de sector, quién pasa al siguiente y quién no. Durante toda mi existencia de muerta no he querido otra cosa que ascender al sector donde están mis padres. ¡Pero él no me deja! Me tiene aquí prisionera y jamás permitirá que me vaya.
Por fin empecé a comprender a qué se debía la tristeza de Escarlatina. Era como si estuviese encerrada en una especie de prisión oscura.
—¿Pero qué tiene ese señor mexicano en tu contra?
Lady Horreur empezó a frotar sus patas delanteras y tejió una fina tela con una habilidad asombrosa.
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—¡No es mexicano! —protestó—. Amanito piensa que los padgggres de Escagggrlatina lo asesinagggron. Cgggree que es culpa suya que él esté aquí, que haya muegggrto antes de tiempo. Pogggr eso tiene pgggrisionegggra a Escagggrlatina, como venganza.
—Sucedió hace mucho, muchísimo tiempo. Aunque en aquel momento yo ya estaba muerta, recuerdo lo que pasó con toda claridad porque estaba allí presente.
—¡Y yo también! —protestó lady Horreur—. Escagggrlatina se empeñó en que teníamos que viajagggr al Más Acá pogggrque echaba de menos a sus padgggres y
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quegggría vegggrlos. Tuvimos que pedigggrle a Nicotina que nos llevase hasta allí y convencegggr al muegggrto que mandaba en este sectogggr del Infgggramundo en aquel momento pagggra que nos pegggrmitiese saligggr. ¡No te imaginas lo insistentes que podemos llegagggr a segggr!
—Era una mañana de otoño. Las hojas de los árboles ya habían empezado a amarillear. Me encantaban aquellos colores que adornaban el paisaje. —Escarlatina hablaba con nostalgia y también con mucha precisión. Era como si de pronto acabase de viajar en el tiempo, hasta casi dos siglos atrás. Yo la escuchaba fascinado, entre las sombras siniestras que los cirios proyectaban en las paredes—. Ese día las cocinas estaban trabajando a pleno rendimiento. En el hotel se celebraba un importante banquete, con multitud de personas que habían venido de muchos países distintos. Mamá y la abuela prepararon un menú con tres platos y postre. El entrante era un variado de setas salvajes, el primero un pescado al limón y el segundo oca rellena. Estaba todo delicioso, los comensales no dejaban de alabar el trabajo de cocina. Todo iba de maravilla.
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—¡Hasta que pasó algo malo! —la interrumpí, deseando saber cómo continuaba la historia.
—Hasta que el pgggropietagggrio del hotel empezó a encontgggragggrse mal. Se le puso la cagggra de cologggr azul y luego pegggrdió la consciencia y ya nunca más despegggrtó.
—¿Qué fue lo que le pasó? —les pregunté.
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—Un importante doctor que estaba en el hotel dijo que la muerte había sido provocada por una seta muy venenosa. Una Amanita phalloides.
—¡Aaaaah! ¡Ahora entiendo por qué se llama Amanito!
—Amanito culpó del asesinato a los padgggres de Escagggrlatina —explicó Lady Horreur—. Y pogggr eso se venga de su hija en el Infgggramundo.
Por un momento me dio la impresión de que las sombras que los cirios proyectaban en la pared eran formas monstruosas, con largos dedos puntiagudos. Me dio tanto miedo que tuve que hacer esfuerzos para centrarme en Escarlatina y lady Horreur.
—¡Mis padres no lo asesinaron! Jamás harían algo así. Amanito tenía muchos enemigos. Pero como mamá y la abuela eran las cocineras y papá el maître, él está convencido de que son los responsables.
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—¿Y no puede ser que le hubiesen dado las setas por equivocación? —le pregunté intentando buscar una explicación lógica, tal y como doña Matracas nos decía siempre en clase.
—Imposible. Solo murió Amanito. Además, mis padres eran expertos en setas. Jamás cometerían un error como ese.
—Pues tenemos que convencerlo de que no fueron ellos los asesinos para que te deje tranquila y puedas salir de este cementerio. No puede ser tan difícil —quise animarla. Pero no era tan sencillo.
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—Llevo cerca de dos siglos tratando de convencerlo, Román.
—No te pongas triste —le pedí—. Vamos a conseguir cocinar ese plato que conquiste a vivos y muertos y podrás volver a la vida y salir de aquí para siempre.
—¡¡¡Eso segggría magggravilloso!!! —exclamó lady Horreur muy contenta. Cogió impulso y empezó a girar en círculos, aplaudiendo con sus ocho patas.
Una luz acababa de iluminar el rostro sin vida de Escarlatina. Era el brillo de la esperanza. También ella empezó a aplaudir. Me pareció divertidísimo ver a mis dos amigas tan contentas e ilusionadas. Una prendida de la nariz de la otra, dando vueltas como si fuese montada en una atracción de feria. Yo estaba convencido de que íbamos a lograrlo. No podía ser tan difícil cocinar un mismo plato para los muertos y para los vivos... ¿o sí lo era?
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Aquella noche Escarlatina me cedió su ataúd para dormir. No tenía camas, así que no me quedó otro remedio que meterme allí dentro. Era el objeto más nuevo que había en el interior de aquella tumba. Estaba forrado de tela blanca y suave y era bastante blando; mucho más cómodo de lo que había imaginado. Aun así, tengo que reconocer que me dio bastante repelús meterme dentro. Era muy tétrico. Me sentí como un vampiro de los que salen en las pelis. Un pequeño vampiro de colmillos afilados que chupa sangre por las noches y vuela por los aires con su capa negra.
—¿Y tú dónde vas a dormir? —le pregunté.
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—En ninguna parte. Voy a hacer guardia. Temo que Amanito mande a alguno de sus esbirros a buscarte para separarnos. Estoy segura de que hará todo lo posible para que yo no resucite. Voy a cerrar mi féretro a cal y canto y permaneceré atenta toda la noche.
—Pero tú también necesitas dormir.
—Gggromán, los muegggrtos no dogggrmimos —me explicó lady Horreur—. Eso que dicen los vivos de que «ya descansagggrá cuando se muegggra» es una tontería.
—Uf, ¡cuánto me queda por aprender!
Dodoto estuvo dando vueltas por la vivienda de Escarlatina, olisqueando en cuanto rincón había, hasta que por fin decidió acostarse a mi lado. Agradecí el calorcito de su pelo negro y de su cuerpo rechoncho.
—¡Por fin me haces caso! —le dije.
—¡Miau! —contestó él muy serio.
No tengo ni idea de lo que me quiso decir, pero sonó convincente.
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Acurrucado en el ataúd pensé en mamá. Seguro que a ella también le gustaría volver a ver al abuelo, aunque solo fuese una vez más. ¡Qué ganas tenía de estar por fin con él! Lo echaba muchísimo de menos. Con estos pensamientos dándome vueltas en la cabeza y con Dodoto ronroneando a mis pies, me quedé profundamente dormido.
Me despertó mi gato dándome golpecitos en la cara con una de sus patas. Tan pronto abrí los ojos, percibí un extraño olor que no supe identificar.
Escarlatina estaba en la cocina preparando el desayuno. Me estiré
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y salí del ataúd. Allí estaba mi amiga la mar de atareada, entre tarros de cristal y cazuelas hirviendo a toda máquina.
—¡Buenos días! —dije bastante animado.
—¿Qué tal has dormido, Román?
—Bastante bien. Tu ataúd no es tan terrible como parece. ¿Qué es eso que estás cocinando?
Ratatouille a mi manera.
Me acerqué a la cazuela en donde la cocinera cadáver tenía todo mezclado y observé su contenido inspirando profundamente por la nariz. Aquello apestaba y tenía pinta de todo menos de ratatouille.
—¡Puaj! ¿Pero a qué demonios huele esto, Escarlatina?
Su respuesta fue coger un bote grande de cristal rotulado con una etiqueta donde ponía: Rata. Me lo puso delante de los ojos y tuve que aguantarme para no escupirle de puro asco. Dentro del recipiente había rabos, patas y hocicos de rata.
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—¿Pero qué es esto? ¡Esto no es ratatouille, esto es rata!
Ella sonrió, divertida.
—Así es como yo hago la ratatouille. Con rata cocinada a fuego lento en su propia salsa.
—¡Pero si la ratatouille son verduras!
—Román, ya te explicamos que los muertos comemos de forma distinta a los vivos. Además, mi receta también lleva vegetales. Es ratatouille con carne de rata.
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Puse cara de no creer ni una sola palabra. ¿Vegetales? ¿Acababa de decir que aquello llevaba vegetales? En el fondo de aquella cazuela yo solo distinguía un repugnante líquido gris, que hervía intensamente escupiendo grandes burbujas. Y en el medio de ese líquido, lo único que se diferenciaban eran rabos y patas de largas uñas puntiagudas. Antes de que me diese tiempo a replicar, Escarlatina sacó de otro tarro de vidrio unas verduras podridas llenas de moho verde y azul y algún que otro gusano. Las echó en la cazuela y revolvió con una gran cuchara de madera. Me entraron ganas de vomitar solo de pensar que alguien pudiese zamparse un plato de aquella asquerosidad.
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A medida que avanzaron las horas en el interior de la cocina, entendí en qué consistía la dieta de los difuntos. Observé con mucha atención cómo Escarlatina preparaba los platos más nauseabundos que os podáis imaginar. Concentraos por unos minutos. Tratad de pensar en cosas que jamás seríais capaces de meteros en la boca. Pues esas cochinadas repugnantes son las que se comen los muertos. A lo largo de los años, Escarlatina había escrito un libro de recetas que recogía un montón de menús elaborados por ella. Por ejemplo:
• Pastel de hojas de col con babosas maceradas.
• Albóndigas de cerebro de murciélago con jarabe de bilis.
• Tartar de hígado de mandril salteado con moscas verdes.
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• Piruleta de lombriz enroscada en espiral con sangre caramelizada.
• Consomé de ojos bizcos con crías de víbora.
• Filete de culo de mono empanado con crocante de cucaracha y regado con pis de burra.
Aunque los comensales estuviesen muertos, no me entraba en la cabeza cómo podían comer aquellas guarradas. Eran platos tan asquerosamente repugnantes que empecé a temer por mi propia vida. Si no lográbamos cocinar un manjar que fuese la delicia de vivos y muertos, me quedaría para siempre atrapado en el Inframundo, y no era precisamente un lugar apetecible para instalarse a vivir. Tal vez había arriesgado demasiado al aceptar participar en la misión de Escarlatina. A cada minuto que pasaba me parecía más y más difícil encontrar la receta que necesitábamos. No quise decirle nada a Escarlatina para no preocuparla, pero nuestro futuro era negro. Además, aún no había visto al abuelo y eso empezaba a preocuparme. ¿Y si todo era mentira y él no estaba allí? ¿Y si todo había sido un truco de Escarlatina y lady Horreur para conseguir llevarme hasta el Más Allá? Sí, ya sé que no está bien ir por ahí desconfiando de las personas vivas (o de las muertas), pero no pude evitarlo. Con aquellas ideas tan feas dándome vueltas en la cabeza con la rapidez de un centrifugado para manchas difíciles, me fui entristeciendo más y más hasta que me entraron ganas de llorar.
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El libro de recetas de Román
flan de chocolate (El postre favorito de Román)
Ingredientes:
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• 1 paquete de Flan Royal para 8
• 250 gr de chocolate especial para postres (escoge el que más te guste, blanco o negro)
• 1 litro de nata para montar
• 1 puñado de nueces
Utensilios:
• Un cazo
• Una cuchara
• Un molde
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¡Manos a la obra!
Aquí un postre de lo más sencillo, pero tan rico que te dejará con la boca abierta. Primero cortamos el chocolate en trozos. Ponemos la nata al fuego e incorporamos el chocolate y el flan. Revolvemos bien hasta que el chocolate esté completamente deshecho y dejamos que hierva (a fuego medio, o de lo contrario se quemará). En cuanto rompa a hervir lo retiramos del fuego. Vertemos la mezcla en el molde y añadimos las nueces. Metemos en la nevera como mínimo cuatro horas. Desmoldamos y… ¡listo para zampar!
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Capítulo 8
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l día avanzó entre bicharracos, cazuelas e ingredientes podridos. Yo soy un niño muy alegre y abierto (eso es algo que suele decirle mi madre a las vecinas y a sus amigas), así que intenté que los malos pensamientos, gordos como nubarrones oscuros, se disipasen de mi cabeza. Había otras cosas importantes de las que preocuparse. Por ejemplo, del maldito plato con el que teníamos que conseguir resucitar a Escarlatina. En lugar de lamentarnos, era más inteligente ponerse manos a la obra. Además, la verdad es que la cocinera cadáver y lady Horreur eran muy simpáticas. Era difícil aburrirse con ellas. Estuvimos charlando sobre posibles recetas, pero ninguna nos convencía. A una hora que no puedo precisar, ya que en el Inframundo es normal perder la noción del tiempo, alguien hizo toc-toc en el mármol de la tumba de Escarlatina. Por un momento pensamos que serían los esbirros de Amanito, que venían a por mí.
Lady Horreur empezó a gritar con su particular acento
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francés y a decir cosas como: «¡Socogggro, ya están aquí los amanitos!» o «¡Llegó la hogggra, vienen a pogggr Gggromán !». Pero nada más lejos de la realidad. En cuanto mi amiga la cocinera cadáver abrió la puerta de su singular casa, sentí que todo se llenaba de luz; como por arte de magia.
—¿Dónde está mi nieto?
Sería un difunto, pero yo sabría reconocer la voz de mi abuelo aunque llevase muerto una década entera más un lustro, que son diez años más otros cinco.
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—¡¡¡Abueloooo!!! ¡¡¡Estoy aquí abajo!!! —contesté más contento que nunca antes en mi vida. Sentía una felicidad tan grande que tenía ganas de saltar, de tirarme al suelo y hacer la croqueta, de empezar a dar volteretas laterales, una tras otra, hasta quedarme sin fuerzas. En aquel momento fui el niño más feliz del mundo de los vivos y de los muertos.
El abuelo bajó las escaleras con una agilidad sorprendente. Allí estaba él todo chulo, con una camiseta de cantante de grupo heavy, unos pantalones de pana y su bigote blanco de puntas reviradas. ¡Con aquella ropa parecía un chaval! Nunca lo había visto vestido así, tan moderno. Pero su indumentaria no era lo único que había cambiado en el abuelo. Él, que siempre había tenido una saludable panza, ahora era un saco de huesos, estaba tan delgado que parecía que en cualquier momento pudiese romperse en mil trocitos. Tenía la cara completamente azul, los labios del color del vino tinto
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y sus ojos parecían dos bolas de billar a punto de salir despedidos de aquella cara delgadísima. Tan solo tenía un par de dientes que bailaban la conga en su boca y se movían de adelante para atrás cada vez que hablaba. Antes de que me diese tiempo a darle un abrazo gigante, Dodoto salió del escondite en el que llevaba horas y se lanzó volando a su cuello. Me dio un poco de rabia que se me adelantase.
—¡Hola, Dodoto! ¡Cuánto tiempo sin verte, minino! —lo saludó el abuelo.
—¡Fuera, animal! —lo reñí yo algo enfadado, mientras le daba un trompazo en el culo para que bajase al suelo—. Yo soy humano, y los humanos tienen preferencia.
El abuelo se echó a reír y yo, entre sus brazos esmirriados y esqueléticos, fui realmente feliz. De pronto, acababa de llenarse ese hueco que se había vaciado en mi interior el día de su muerte.
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—Qué ganas tenía de verte —le confesé con los ojos llenos de lágrimas—, aunque estás frío como el hielo del congelador. Qué pena no tener aquí la manta que siempre está a los pies de mi cama para echártela por encima. Con eso entrarías en calor sí o sí. ¿Sabes? En casa te echamos mucho de menos. Mamá a veces llora por las noches y yo sé que es porque se acuerda de ti y se pone tristísima. —Las palabras me salían a toda velocidad, no podía parar de hablar, como si alguien me hubiese dado cuerda—. La vecina Manola perdió
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la chaveta y ya no se acuerda ni de sus nietos, papá y mamá no tienen trabajo y yo ya no voy a clases de flauta.
—Tranquilo, Román —me dijo con ternura, pasándome sus deditos de cadáver por el pelo—. Yo también os echo muchísimo de menos. Pero aquí me tratan bien y soy feliz en las competiciones de bólidos. Tú sabes que yo siempre quise ser piloto de carreras. Mientras el malvado Amanito decide mi siguiente destino, trato de disfrutar al máximo en este cementerio. Creo que me va a tener aquí mucho tiempo… No le caigo demasiado bien. Siempre le gano las carreras a sus esbirros. Solo me falta ganar la Gran Carrera. Cuando eso suceda, seré un auténtico campeón.
Al escuchar el nombre del cacique, lady Horreur salió como una chispa del interior de la nariz de Escarlatina y empezó a refunfuñar. O, como diría ella, a gggrefunfuñagggr:
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—¡Malditos sean Amanito y sus esbigggros ! ¡Así se los coman los gusanos pogggr dentgggro y pogggr fuegggra!
Mientras el abuelo y yo nos poníamos al día, Escarlatina preparó una mesa y puso algo de picar. Unos canapés de hígado de tritón y cerebelos de batracio y unos sorbetes de babas de caracol con sangre de mandril viejo. En una palabra, guarrerías.
—¿No tienes algo que yo me pueda comer? —le pregunté—. Mis tripas están haciendo un ruido infernal.
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—En el Inframundo solo hay alimentos de este tipo —me explicó algo preocupada—. ¡No me di cuenta de avisarte de que trajeses víveres! ¡Pobre, debes de estar hambriento!
Entonces recordé que antes de salir de casa había cogido mi plumífero. Siempre guardaba algo en los bolsillos. Fui registrando todos, uno a uno, y reuní un pequeño botín consistente en una chocolatina derretida y posteriormente solidificada, dos piruletas, tres bombones y un trozo de bocadillo de chorizo. Me zampé lo que quedaba de bocata en un abrir y cerrar de ojos y después pasé directo a la chocolatina. Sabía que debía racionar las provisiones, ¡pero es que estaba realmente muerto de hambre!
—¿Y por qué no le pedimos a Nicotina que le traiga algo del Más Acá? En alguna de sus salidas seguro que puede coger alguna provisión para el niño —sugirió el abuelo.
—¿Y quién es esa tal Nicotina que mencionáis cada dos por tres? —pregunté yo.
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—¡La conductogggra del mogggrtibús!
Me dieron escalofríos solo de pensar en aquella esqueleta con corbata. Pero si me traía de comer, mejor que mejor.
Con la compañía del abuelo, el tiempo voló. Escarlatina y yo deberíamos estar sorbiéndonos el cerebro en la búsqueda de la receta que la resucitaría a ella, y a mí me liberaría del Inframundo. Pero las ganas de estar
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con él eran tan fuertes que solo quería hablar y hablar, contarle mis cosas, recordar a su lado los momentos tan bonitos que habíamos compartido en el mundo de los vivos. Charlamos de muchas cosas. De nuestros paseos en coche por las calles del barrio, de la ruta de los vinos de los domingos. Me encantaba acompañarlo. Él tomaba albariños y yo refrescos de cola y de naranja y cacahuetes. También recordamos aquella ocasión en que nos quisieron echar del cine por meter palomitas dentro del peinado de la señora Ramona. No pudimos resistirnos a la tentación. Era como un nido de pájaro gigante. Y claro, le faltaban los huevos, que eran las palomitas. Se puso como una loca cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. El acomodador tuvo que alumbrarle la cabeza con su linterna e ir sacándole las palomitas, una por una. Y nosotros, mientras, mondándonos de risa en nuestras butacas. Fue una travesura gloriosa.
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Escarlatina y lady Horreur se lo pasaron pipa escuchando nuestras historias. Y yo me sentía realmente feliz de volver a estar con él. El abuelo era una persona muy especial en mi vida.
—¡Qué divegggrtido ! —repetía el arañón una y otra vez mientras aplaudía con sus cuatro patas delanteras.
—Siento estropear este momento, pero deberíamos ponernos a trabajar —nos interrumpió Escarlatina—. Tenemos que encontrar cuanto antes esa receta que conquiste a vivos y muertos.
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—Me imagino que el jurado que valorará si el plato es adecuado serán los Mediomortis —dijo el abuelo, que estaba al tanto de todo—. ¿Están avisados?
—Sí. Antes de la medianoche del tercer día aparecerán para degustar el plato —explicó Escarlatina.
Me sentí algo fuera de lugar. Nadie me había hablado de aquellos Mediomortis.
—¿Y puede saberse quiénes son esos? —protesté.
—Los Mediomogggrtis son fantasmas. Viven en las casas de los vivos, conviven con ellos y se dedican a asustagggrlos —dijo lady Horreur tratando de imitarlos, retorciendo su cara en una expresión feísima—. Están muegggrtos pegggro, como conviven con los vivos, aquí no son considegggrados muegggrtos completos.
—¿Son espíritus? —pregunté.
—Sí, puedes llamarlos así —me confirmó el abuelo—. Algún Mediomortis me ofreció volver al mundo de los vivos e instalarme en casa de tus padres como fantasma.
—¿De verdad? ¿Y por qué no aceptaste? ¡Sería genial convivir contigo de fantasma!
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—No quería asustaros. Sabía que a ti te haría ilusión, ¿pero imaginas a tu madre conviviendo con mi fantasma?
—¡Se volvería loca! —exclamé después de imaginar a mamá abriendo el armario y al abuelo saliendo de dentro.
Estábamos tan a gusto hablando los cuatro, que cuando llegaron los esbirros de Amanito nos costó reac-
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cionar. Sabíamos que podía pasar en cualquier momento, Escarlatina y lady Horreur habían expresado varias veces su temor a que eso sucediese, pero yo no quería pensar cosas malas. ¡Y menos ahora que había vuelto a reunirme con el abuelo! Lo único que quería era estar con él hablando de las cosas de antes. Dar juntos un paseo por el Inframundo, parlotear durante horas, inventar alguna nueva trastada para hacer en el cementerio… Pero las cosas a veces no salen como nosotros deseamos. De repente todo se tuerce y no hay manera de volver a ponerlo del derecho. Los esbirros irrumpieron en la tumba-casa de Escarlatina sin ni siquiera llamar. Eran cinco. Llevaban trajes de rayas blancas y negras y sombreros en forma de setas. Sus ojos eran dos círculos negros sin expresión, y tenían las bocas cosidas con un zurcido bastante chapucero. No dijeron ni mu. Eran como muñecos que se movían activados por un mecanismo que llevaban escondido en alguna parte. Plantaron encima de la mesa una orden de detención firmada por Amanito y me agarraron por los brazos dispuestos a llevarme con ellos y arrancarme del lado del abuelo y mis amigas.
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—¡Quitadle las manos de encima a mi nieto! —les ordenó él, encolerizado, plantándoles cara pese a la diferencia numérica.
—¡Esbigggros de pacotilla! ¡Setáceos! ¡Cobagggrdes! —gritaba lady Horreur colgada de la nariz de la cocinera.
—¡No tenéis vergüenza! —les espetó Escarlatina.
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Pero no hubo nada que pudiesen hacer para disuadirlos. Eran un difunto viejo, una difunta niña y un arañón contra cinco esbirros. O como los llamaba lady Horreur: cinco setáceos. No necesité que nadie me explicase de dónde venía aquel apodo, solo había que ver la forma de sus sombreros.
De muy malas maneras, me obligaron a subir las escaleras y salir de la tumba de Escarlatina.
—¡Iremos a buscarte, Román! —me aseguró el abuelo con la voz rebosante de emoción. Y yo sabía que lo decía de verdad—. ¡Y de vosotros ya me encargaré! Esto no va a quedar así —les advirtió a los esbirros.
—¡Estaré esperándoos! —contesté yo haciéndome el valiente. No quería llorar delante de aquellos setáceos de boca cosida y cuerpos achaparrados.
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Me guiaron en silencio por el cementerio. Siniestros harapos de niebla colgaban de todas partes. Como en la noche de mi llegada, todo estaba sumido en una espesa y escalofriante oscuridad. Había varios difuntos tomando algo en los mausoleos. Cuando me vieron custodiado por los cinco setáceos, empezaron a hablar en voz baja. Yo notaba las miradas de los muertos sobre mí. Aquel silencio me resultaba muy incómodo. A mí, que soy un chaval bastante hablador, que me encanta estar siempre de palique, una de las cosas que menos me gusta es el silencio. Me pone triste y la tristeza es muy mala. Por eso traté de entablar conversación con ellos, para ver si lograba sonsacarles alguna información.
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—¿Hacia dónde vamos? —les pregunté. Pero ninguno de ellos contestó—. ¿Adónde me lleváis? —insistí. Pero no hubo respuesta—. ¿Estamos yendo junto a Amanito? —pero esta vez tampoco contestaron—. ¡Hola! ¿¿Hola?? ¡¡Holaaaaa!!
En vista de que aquellos esbirros se negaban a dirigirme una sola palabra, hice lo que mejor se me da en el mundo: sacarlos de sus casillas.
—¡A ver, amanitos! Que parecéis muñecos. ¿No tenéis lengua? ¿O es que Amanito os ha zurcido la boca para no escuchar vuestras tonterías? ¡Eoooooooo!
Como continuaban callados como estatuas y me empujaban hacia lo más profundo de aquel cementerio, sin ni siquiera dedicarme una mirada, yo seguí con mi cháchara.
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—Los esbirros de Amanito tienen cara de frijoles, unos muertos aburridos que no muestran emociones —improvisé sobre la marcha, poniéndole ritmo de rap—. ¡Amaniiiito! Yeah, yeah. Yeah, yeah. ¡Amaniiiito! Yeah, yeah. Yeah, yeah. Estos hongos de Inframundo, me horrorizan mogollón, van vestidos como presos, ¡son difuntos del montón!
Imagino que a los setáceos no les hizo ninguna gracia que yo hablase y hablase sin parar. Y menos aún que me pusiera a rapear a toda mecha, en medio de aquel cementerio, riéndome de ellos. Y quizás por eso, uno de los esbirros hizo algo que me dejó asombrado y sin poder hacer otra cosa que pestañear mirando para él con cara
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de papanatas. De repente, tiró del zurcido de su boca con dos dedos liberando sus labios cosidos, y se manifestó: —¡Cállate de una vez, badulaque! Como vuelvas a abrir a boca, te la coso con este cordel —me advirtió poniéndome delante de los ojos el cordón que acababa de sacar de su propia boca.
A continuación, sacó del bolsillo una aguja, la enhebró y volvió a coserse los labios delante de mí. No os imagináis la grima que da ver a alguien (aunque sea un difunto) hacerse un zurcido en la boca. Me dio mucho miedo. Tanto, que no volví a hablar. Me limité a caminar por donde ellos me ordenaban, sintiendo que todo se volvía cada vez más y más oscuro y que la niebla crecía por momentos. También mi interior se llenó de sombra, como si mi propia luz se estuviese extinguiendo.
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El libro de recetas de Román
Piruletas de chocolate
Ingredientes:
• 250 gr de chocolate negro especial para postres
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• Decoración: fideos de colores, bolitas de chocolate, Lacasitos machacados…
Lo que más os guste
Utensilios:
• Un cazo
• Una cuchara
• Dos hojas secas de papel vegetal
• Palitos para brochetas
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¡Manos a la obra!
Lo primero que tienes que hacer es fundir el chocolate. Cuando lo tengas listo, estira una hoja de papel vegetal sobre la mesa de la cocina u otra superficie plana sobre la que te resulte fácil trabajar. Coloca varios puñados de fideos de colores, bolitas o cualquier otro tipo de decoración que hayas escogido (ojo: hay que dejar espacio suficiente entre puñado y puñado, no vayas a montar unas a caballo de las otras). Coloca una cucharada de chocolate sobre cada uno de los puñados y añade más decoración por encima. Clava los palitos para brochetas aprovechando que el chocolate aún no está frío. Ahora solo queda darle forma de piruletas. Para eso debes colocar la otra hoja de papel vegetal por encima y hacer presión ligeramente. Dejas que enfríen de todo y… ¡a zampar!
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Capítulo 9
El lugar donde vivía Amanito, y también su centro de operaciones, era un enorme mausoleo tétrico y frío como la mismísima muerte. Yo no quería entrar. Tenía la sensación de que si ponía un solo pie en aquel lugar, todo se torcería. De hecho, frené la marcha negándome a avanzar un paso más. Pero los cinco setáceos se encargaron de empujarme con sus huesudas manos al interior de aquel sitio tan aterrador.
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En el interior me sacudieron varios escalofríos. De pie, en medio de una estancia lóbrega, había varios féretros muy antiguos. De las paredes colgaban telarañas grandes como sábanas, repletas de polvo y suciedad. Por el suelo correteaban ratas, cucarachas y otros bichos. Y en el centro estaba Amanito, un ser deforme. Era gigante, me pareció que medía bastante más de dos metros. Tenía una chepa exagerada que se inflaba en su espalda como el fuelle de una gaita, haciéndolo parecer
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más grande de lo que ya era. Su cara era de color violeta, con una nariz prominente y ganchuda y una enorme papada de apariencia blanda, toda arrugada y llena de setas y hongos que brotaban con total libertad. Parecía como si la piel del cacique fuese un bosque húmedo y bravo donde aquellos hongos crecían por todas partes. Sus brazos largos y delgados como serpientes terminaban en dos manos también infestadas de hongos y setas de distintos tamaños. ¡Daba asquito verlo! Seguro que también tenía setas entre los dedos de los pies y detrás de las rodillas. Pero su cuerpo no fue lo que más me asustó. Lo que verdaderamente me hizo temblar como una vara fue la sombra que proyectaba en la pared. Tenía vida propia. Era monstruosa, con dedos picudos y una enorme boca con dientes también terminados en punta. Era como estar viendo una peli de terror en blanco y negro.
Amanito soltó una carcajada que le salió de lo más profundo, rebotando contra las paredes del mausoleo. Era mucho peor de lo que yo me había imaginado.
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—Bienvenido, humano —me dijo acercándose con parsimonia.
Llevaba una túnica azul con ribetes dorados de mangas exageradamente anchas. Vestía como un marajá de la India. Solo le faltaba el turbante. No penséis que tengo algo en contra de los marajás, pero a Amanito aquella ropa le sentaba fatal. Estaba bastante ridículo.
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—Ahora eres mi prisionero —me dijo en tono amenazador.
Entonces me di cuenta de que Amanito era el único difunto gordo. Todos los demás habitantes del Inframundo eran delgadísimos, estaban consumidos. Pero Amanito no. Amanito estaba inflado como una morcilla, una butifarra o un chorizo de cebolla de los que mamá le echa al cocido los domingos de invierno.
No os vayáis a pensar que me quedé callado ante las palabras del cacique con nombre de mexicano. Aunque me diese un miedo terrorífico, yo le contesté todo acelerado, como siempre. Vale, confieso que me tembló un pelín la voz y que me salió en un tono bastante más bajo de lo habitual. Pero le respondí, y eso es lo que de verdad importa.
—¿Se puede saber qué he hecho yo para que me secuestres?
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—¡Entrar en mis dominios sin permiso! —rugió soltando espumarajos en todas las direcciones. Menos mal que no me salpicó la cara. Eso no podría tolerarlo de ninguna manera. Doña Matracas a veces también escupe cuando habla y tenemos que esquivar sus proyectiles—. Yo soy el amo de este sector del Inframundo —continuó Amanito—. Nadie entra o sale sin que yo lo controle, y tú vas a quedarte aquí hasta que sea la medianoche del tercer día. Entonces serás un difunto más, y yo, tu rey.
¿Rey? Casi me desparramo de la risa. ¿Aquella seta inflada y con chepa de verdad se consideraba un rey?
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—Lo que pasa es que eres un cobarde —le solté sin pensarlo dos veces. Sabía que aquel comentario podía salirme carísimo, pero tenía que plantarle cara.
—¡Cómo te atreves! ¡Yo no le temo a nada!
Al percibir que Amanito subía el tono de voz, los cinco setáceos me rodearon con sus expresiones vacías y las bocas cosidas, esperando las instrucciones de su jefe.
—¿Entonces por qué no me liberas para que intente cocinar el plato que podría devolverle la vida a Escarlatina?
—¡Escarlatina está pagando una deuda de sus padres! —me gritó—. Y es muy probable que ella también haya tenido algo que ver en aquel asunto. —Me llamo la atención que se refiriese a su propia muerte como «asunto»—. Además, jamás lograríais superar esa prueba.
—Si estás tan seguro, déjanos intentarlo —repliqué pensando que tal vez tenía una oportunidad de hacerlo entrar en razón.
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—¡Silencio! ¡Se acabó el parloteo! Amanitos, llevad a este mocoso al féretro de los prisioneros. Te quedarás ahí hasta que seas un cadáver. Luego ya decidiré qué demonios hago contigo.
Me metieron dentro de una tumba donde hacía mucho frío y casi sin luz. ¡Menos mal que tenía mi plumífero! Así podría ponérmelo por encima y usarlo como si fuese una manta. Además, siempre llevaba guardada una pequeña linterna dentro de uno de mis bolsillos
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secretos. En aquel momento me vendría de maravilla para pasar menos miedo.
Los minutos avanzaron muy lentos en la soledad del féretro. Yo quería pensar que el abuelo y Escarlatina buscarían la forma de rescatarme, que no iban a consentir que Amanito me tuviese prisionero hasta la hora de mi muerte. Que en el momento menos pensado aparecerían y volveríamos a estar todos juntos. Podría cocinarles mis postres favoritos: un flan de chocolate y nueces, unas piruletas, una cookie gigante... ¡Lo que ellos quisieran! Y en el caso de que no les gustasen al estilo humano, me podría atrever a añadir a mis recetas algún complemento del Inframundo. Gusanitos, patitas de murciélago o algo así. Lo que fuese, con tal de salir de aquel lugar y volver con Escarlatina, el abuelo y lady Horreur. Pero el tiempo pasaba y el silencio de la tumba me fue contagiando una extraña sensación de vacío. Para evitar ponerme todavía más triste, empecé a hablar solo. Conversé conmigo mismo sobre la dieta de los difuntos. Hay quien dice que hablar solo es de locos y de viejos. Yo lo hago a veces, cuando me aburro, y no estoy loco. —Escarlatina es muy buena en la cocina, tiene mucha mano. Se maneja con rapidez y está muy segura de lo que hace. ¡Pero esos platos que prepara son horribobundos! ¿Piruletas de lombriz enroscada en espiral? ¿Sopa de ojos bizcos? ¡Puaj, puaj y tres veces puaj! Ningún humano sería capaz de meterse esas guarrerías en la boca. Solo de pensarlo se me revuelven las tripas. Y no de hambre,
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precisamente. Ella y lady Horreur tenían razón. No es tan fácil encontrar un plato que puedan comerse los vivos y los muertos. ¡Los difuntos son unos cochinos!
Estuve así mogollón de tiempo, yo solo. Seguí con mi cháchara para entretenerme y que el tiempo pasase más rápido.
—Los humanos también comemos platos que dan algo de asco —reflexioné—. Por ejemplo, el bacalao cocido. ¡Agggg! No hay quien se lo coma. Pero es un pescado blanquito y limpio. Los muertos jamás accederían a probar el bacalao. Ese plato no sirve para la resurrección de mi amiga Escarlatina, tiene que ser otra cosa. ¡Las ostras! —dije mientras continuaba devanándome los sesos—. Son blandas y viscosas y saben fatal. Pero tampoco me parecen lo bastante repugnantes como para que los difuntos osen meterles el diente. ¡El brócoli! Huele que apesta y sabe a huevos podridos. Pero no creo que los muertos piensen como yo. Como mucho, se comerían los gusanos del brócoli.
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Empecé a venirme un poco abajo. Por más que me esforzaba, no encontraba un plato que gustase a vivos y muertos. Era mejor que me fuese haciendo a la idea de que me iba a quedar en aquel cementerio para siempre. Por lo menos estaban el abuelo, Escarlatina y lady Horreur. Con ellos no me sentiría solo. Sería un muerto, pero un muerto acompañado. Aunque no podría ver a mamá y a papá nunca jamás. Ni siquiera para despedirme. Pensé en momentos bonitos junto a
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ellos y no pude evitarlo: empecé a llorar. Primero despacio, con cierta vergüenza. Pero después, como nadie podía escucharme y cada vez estaba más y más triste, a toda pastilla. Yo lo único que quería era un curso de cocina para cumplir mi sueño de ser chef. ¿Cómo es que de repente estaba metido en semejante lío? Yo era solo un niño, y los niños no estamos preparados para morir, ni para ir de visita al Inframundo, ni para resucitar a nadie. Ni siquiera a una cocinera tan especial como Escarlatina.
Me enredé en mi propia tristeza. Me sentía el niño más desgraciado del mundo. Mientras me sorbía los mocos y me secaba las lágrimas con la manga del jersey, recordé algo que solía decirme mamá cuando yo me negaba a probar un alimento nuevo:
—No te fíes del aspecto. ¡Pruébalo! Hay muchas cosas que son feas y están ricas.
Mamá tenía toda la razón. Es verdad. Existen mogollón de alimentos que, aunque sean muy feos, están realmente buenos. Como el pulpo, con esos tentáculos rojos repletos de ventosas. Es una criatura espantosa, parece sacada de una peli futurista, pero está riquísimo. Lo mismo pasa con los centollos: aparentemente terribles, hasta se parecen un poco a lady Horreur, con aquellas patas peludas, pero están buenísimos una vez que los comes. O los mejillones… ¡los mejillones! De pronto, en un ataque de inteligencia, una idea prendió la luz en el interior de aquel féretro.
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—¡Ya lo tengo! —grité muy emocionado—. ¡¡¡¡Sí, sí, sí!!!! ¡Ya lo tengo! Hay que engañar a los muertos. ¿Pero cómo no se me ocurrió antes? Mira que soy papanatas.
Me entraron ganas de darme con la cabeza contra la pared. La solución estaba ahí desde el principio, al alcance de la mano, y yo no había conseguido encontrarla... hasta ahora. Me puse de pie de un salto y me concentré a máxima potencia en aquella idea. El plan era sencillo, pero podía funcionar. Se trataba simplemente de darles de comer a los muertos una cosa y hacerles creer que estaban comiendo otra. Los difuntos jamás accederían a probar un plato de humanos. Pero ¿y si fuese un plato de humanos que parece un plato de difuntos?
—¡Los mejillones! —repetía yo sin parar—. ¡Ese es el plato más repugnante de la Tierra!
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Efectivamente, yo odiaba los mejillones desde que una vez, cuando era pequeño, me había dado por diseccionar uno. ¿Lo habéis hecho alguna vez? No os lo recomiendo, pero si tenéis mucha curiosidad podéis probar. Yo, después de abrir uno de adelante atrás con un cuchillo de punta, estuve sin poder comerlos durante muchos meses. Son realmente repugnantes. Tienen una mata de pelos incrustada en un lateral, unas cosas que son como los volantes de un vestido de sevillana y se llaman branquias, una especie de gusano negro brillante que parece una cría de babosa, y una parte verde y abultada que parece un trozo podrido y lleno de moho.
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El plan consistía en cambiarles el nombre, eso era fundamental para que funcionase, y disfrazarlos de otra cosa. Los muertos jamás querrían comer mejillones.
—¡Pero qué fácil! Abrimos los mejillones, les quitamos los pelos, los gusanos, los volantes de sevillana y el bulto verde. Trituramos la vianda naranja, la mezclamos con el resto y con todo eso hacemos una empanada. Solo hay que buscarle un nombre feo, de comida de muerto —pensaba yo en alto, hecho un manojo de nervios.
Probé varios nombres. Los repetí en voz alta para ver qué tal sonaban, pero no me acababan de convencer. Hasta que me salió uno que solté de carrerilla. Aquel nombre era perfecto:
—¡Empanada de pelos con crías de babosa, espuma de moho y salsa de páncreas!
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Ya lo tenía. Estaba seguro de que cualquier muerto, sin saber lo que se estaba metiendo en la boca, estaría encantado con aquel plato. Era tan repugnante como cualquiera de los que ellos estaban acostumbrados a comer. ¡Y riquísimo! No tenía nada que envidiarle a la sopa de ojos bizcos o a las piruletas de lombriz enroscada.
—Ahora solo falta que alguien me saque de este agujero —suspiré.
Sentado en el suelo, me rodeé las piernas con los brazos, apoyé la cabeza sobre las rodillas y me quedé dormido pensando en mamá y papá. Soñé que estaba en la cocina de mi casa, junto a Escarlatina. Los dos estábamos emocionados haciendo piruletas de choco -
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late. Mientras Escarlatina derretía unas onzas en un cazo, yo echaba puñados de fideos de colores sobre el papel vegetal. El aroma del chocolate fundido se me metió por la nariz. Cerré los ojos e inspiré muy profundo. Ya no estábamos en la cocina. Las imágenes cambiaban a toda velocidad, como solo cambian en los sueños. Escarlatina y yo viajábamos en barca, navegábamos sobre un caudaloso río de chocolate con leche. El patrón de la barca era un Umpa Lumpa. ¿Un Umpa Lumpa? ¡Guaaaaau! Aquello no era posible… ¿o sí? ¡Nos encontrábamos en el interior de la fábrica de chocolate de Willy Wonka! ¡Y allí estaban los pigmeos de Lumpalandia! Empezaron a cantar una de sus divertidas canciones. Escarlatina y yo empezamos a dar palmas para acompañarlos. Qué felices éramos los dos juntos, a bordo de aquella barca. Lady Horreur salió lanzada de la nariz de la cocinera para exigirle al Umpa Lumpa que nos llevase junto a Willy Wonka. Se moría por probar una de sus famosas golosinas de chocolate. Él le dijo que sí con su habitual saludo, cruzando los brazos por delante de la cara. Lady Horreur se tomó aquel gesto como una ofensa y empezó a chillarle con su acento francés, pegando gritos estridentes. Le llamó faltón, tritón y atolondrado. Escarlatina y yo nos mondamos de risa. Hasta que lady Horreur se abalanzó sobre la cara del Umpa Lumpa y empezó a tejer alrededor de su cabeza una tela de araña. La cocinera le pidió a gritos que parase, pero lady Horreur seguía
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moviendo sus patas a toda velocidad, tejiendo sin parar. En ese momento empecé a escuchar unas voces a lo lejos. Me llamaban con insistencia. Repetían mi nombre sin parar. Y, por fin, me desperté. Me pareció distinguir la voz del abuelo y la de Escarlatina. Me puse de pie y empecé a vociferar:
—¡Estoy aquííííí! ¡¡¡Aquí abajo, abuelo!!! ¡¡¡Escarlatina!!! ¡¡¡Lady Horreur!!! ¡Venid a por mí!
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Pero por más que gritaba, no había respuesta. Supuse que no podían escucharme y cambié de táctica: afiné el oído para intentar coger algo de la conversación, pero solo conseguía entender palabras sueltas como nieto, cocinar, carrera, malvado o cochinada. Yo estaba seguro de que conseguirían sacarme de allí abajo. El abuelo era un hombre listísimo y Escarlatina mi mejor amiga. No iban a permitir que pasase en el interior de aquella prisión ni un segundo más. Y así fue: minutos después, se abrió el féretro donde me habían metido y Amanito me mandó salir de muy malas maneras. Subí las escaleras rápido como una centella. Allí arriba estaban el abuelo, Escarlatina, lady Horreur, Amanito y los cinco setáceos de bocas cosidas.
—De momento, eres libre —me informó Amanito—. Puedes marcharte. Pero no te hagas ilusiones —me advirtió con una sonrisa malévola—. Tu alegría durará poco.
Yo corrí junto al abuelo y me eché en sus brazos. Me rodeó con frialdad cadavérica, pero también con ternura.
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—Ya pasó todo, Román —quiso tranquilizarme—. Larguémonos de aquí, que huele a seta podrida.
—¡Más te vale ser puntual! —le soltó Amanito—. Esta medianoche, en el punto de salida.
—¡Vais a mogggrdegggr el polvo! —les gritó lady Horreur colgada de la nariz de Escarlatina.
Salimos del mausoleo de Amanito. Como no entendía nada, empecé a preguntar qué era lo que estaba pasando.
—Tu abuelo es un genio —afirmó Escarlatina.
Eso no era nada nuevo. Yo ya lo sabía.
—Acaba de gggretagggr al mismísimo Amanito! —comentó lady Horreur emocionadísima.
—¿Retarlo a qué? ¿Abuelo, qué está pasando?
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—¡Tu abuelo va a competir contra Amanito en una carrera de bólidos! —me explicó Escarlatina—. Pero no pienses que se trata de una carrera cualquiera. Es la Gran Carrera, la carrera de carreras. Un acontecimiento en el Inframundo de dimensiones estratosféricas. Si ganamos, seremos libres para cocinar el plato que nos liberará del Inframundo. Y tu abuelo por fin conseguirá ser un auténtico campeón. Solo le falta ganarle a Amanito para coronarse campeón de campeones.
La pregunta que hice a continuación tuve que pensarla bien. Le tenía mucho miedo a la respuesta, pero necesitaba saber.
—¿Y si perdemos? —pregunté con cierto temor.
—¡No vamos a perder! —me riñó el abuelo—. Yo no pierdo jamás.
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—Pero ¿y si pasa, abuelo? ¿Y si por el motivo que sea perdemos? Imagínate que se te pincha una rueda. ¡O que se escacharra el motor de tu coche!
El abuelo se agachó delante de mí, me cogió las manos y me miró fijamente con sus ojos tamaño XL.
—Si perdemos, tendré que zurcirme la boca y unirme a los esbirros de Amanito. Pasaré a ser un setáceo —me explicó hablando muy serio—. Pero eso no va a pasar. Voy a ganar esa carrera, y tú y Escarlatina podréis cocinar por fin ese maldito plato. Vosotros seréis libres y yo conseguiré el título de campeón absoluto del Inframundo.
Solo de pensar en que el abuelo tuviese que zurcirse la boca y ponerse al servicio de aquella seta chepuda me ponía enfermo. Sería terrible que tuviese que pasar toda su existencia en el Inframundo junto a aquel ser malvado y deforme. El abuelo arriesgaba demasiado en aquella carrera.
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—Lo que tenemos que hacer ahora es centrarnos en cocinar —intervino mi amiga Escarlatina—. Estoy muy preocupada. No quiero ser pesimista, pero falta muy poco tiempo y todavía no tenemos ni idea del plato que puede salvarnos del Inframundo.
—Ahí te equivocas —le dije todo contento—. Yo ya tengo el plato.
El abuelo, Escarlatina y lady Horreur me observaron con nerviosismo. En un abrir y cerrar de ojos les expliqué mi idea de la empanada de mejillones con todo detalle y se pusieron contentísimos. ¡Les pareció fantástica!
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—¡Eres un pequeño genio! —exclamó el abuelo con sus enormes ojos encendidos de alegría—. Tienes a quien salir. Venga, no perdamos tempo. Hay que encargarle a Nicotina que traiga del mundo de los vivos los ingredientes para hacer la empanada.
—¡Amasagggr, amasagggr, amasagggr! —repetía lady Horreur moviendo sus ocho patas como si estuviese trabajando la masa de la empanada.
—Abuelo, tengo que pedirte algo —le dije mientras le tiraba de una manga de su cazadora de cuero—. Quiero participar en la carrera. Ir contigo de copiloto. Sé que me vas a decir que es peligroso, pero tal vez esta sea la última vez que estemos juntos. Quiero ir contigo.
Si no fuese porque los muertos no lloran, juraría que al abuelo se le escaparon un par de lágrimas de sus ojos XL.
—En efecto, es muy peligroso. ¡Y si tu madre llegase a enterarse, me echaría el rapapolvos del milenio! Pero, si te soy sincero, no hay nada que me apetezca más que volver a subirme a un coche contigo, hijo.
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Y con esas palabras enredándose entre los harapos de niebla que infestaban el cementerio, el abuelo, nuestras amigas y yo emprendimos la marcha, convencidos de que todo saldría bien.
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El libro de recetas de Román
muffins de arándanos rellenos de yogur
Ingredientes:
• 1 huevo
• 250 gr de harina de trigo
• 125 gr de yogur griego
• 125 gr de queso cremoso, tipo Philadelphia
• 100 gr de azúcar
• 100 ml de aceite de girasol
• 85 gr de arándanos deshidratados
• 1 sobre de levadura
Utensilios:
• Dos cuencos
• Moldes para muffins
• Una espátula
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¡Manos a la obra!
Ponemos el horno a 180º para que vaya cogiendo temperatura. Con la espátula mezclamos en un cuenco el yogur, el queso, el azúcar, el aceite y el huevo. En otro cuenco mezclamos la harina con la levadura y los arándanos. Incorporamos la mezcla líquida a la seca y removemos hasta que todos los ingredientes están bien mezclados (truco de chef: en este caso no debemos darle demasiadas vueltas a la mezcla. Cuantas menos vueltas, más esponjosos quedarán).
Vertemos la masa en los moldes y los metemos en el horno a 180º, hasta que estén ligeramente dorados por encima. Dejamos enfriar y... ¡listos para zampar!
Nota de Román: Los muffins admiten relleno. Yo mezclo un yogur griego con dos cucharadas de azúcar glas. Cuando los muffins ya llevan un tiempo fuera del horno y están fríos, con el rabo de una cuchara hago dos agujeritos en cada uno. Echo la mezcla del relleno en una manga pastelera, introduzco la punta de la manga en los agujeros que acabo de hacer y los relleno con la mezcla. Prueba a hacerlo tú, verás qué ricos.
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Capítulo 10
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ientras Nicotina viajaba en su mortibús hacia el Más Acá en busca de los ingredientes que necesitábamos para hacer la empanada de mejillones, nosotros hicimos una visita al garaje en el que el abuelo guardaba su bólido. Le hacía falta una pequeña puesta a punto antes de la carrera y no teníamos mucho tiempo. Yo me moría de ganas de ver el coche. Cuando estaba vivo, si había algo que de verdad le gustaba, eran los coches. Le encantaba ir a las exposiciones de automóviles. Yo lo había acompañado más de una vez. Y, también más de una vez, los dos juntos habíamos soñado con poder conducir un deportivo de aquellos que brillaban como estrellas, y pasear por las calles del barrio tocando la bocina a todo trapo.
El garaje donde guardaba el bólido era un mausoleo a medio derruir. Solo tenía techo y cuatro columnas que lo sujetaban. Y allí, cubierto con una sábana, descansaba su vehículo de tres ruedas.
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—¡Román, te presento a F85! —anunció mientras lo destapaba con energía.
Me quedé asombrado. Yo me esperaba un coche de los de toda la vida. No sé, un escarabajo, un deportivo, un cuatro por cuatro, un convertible... ¡lo que fuese! Todo menos aquello que tenía delante.
—Pero... abuelo. Esto no es un coche. ¡Esto es una avioneta!
—¡Incorrecto! Nada de avioneta. Es un caza F85 de la Segunda Guerra Mundial. Se construyeron tan solo dos prototipos. ¡Y aquí tienes uno de ellos, adaptado para correr sobre las carreteras del Inframundo!
No había que ser muy listo para darse cuenta de que estaba orgulloso de aquel coche-avión. Era plateado, y tenía forma de huevo, con una cabina de cristal con espacio para piloto y copiloto, asientos de cuero, dos alas de forma rectangular y un símbolo con una estrella dibujada a cada lado del casco. ¡Molaba muchísimo!
—¡Qué pasada! ¿Y esto corre mucho?
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—¡Pogggr supuesto que cogggrre! —exclamó lady Horreur—. Tu abuelo ha ganado un montón de cagggrregggras. Muchos muegggrtos apuestan pogggr él en las cagggrregggras ilegales. Con este apagggrato es casi invencible.
—Solo le falta vencer a un corredor —añadió Escarlatina. Y supe con certeza que se estaba refiriendo a Amanito.
—¿Y qué coche tiene él? ¿Nunca habéis competido uno contra el otro? ¿Cuánto da tu F85? ¿Qué normas
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hay en la carrera? —empecé a preguntar como una metralleta, a medida que las dudas nacían en el interior de mi cabeza.
—Tranquilo, Román. ¡Poco a poco! Amanito es un gran piloto y tiene un vehículo de lo mejor: un Hummer que se pone a dos ruedas en las curvas cerradas. Es una máquina fabulosa. Jamás hemos competido uno contra
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otro porque Amanito solo participa en carreras de exhibición. Hace más de sesenta años que no se organiza la Gran Carrera. Por fin ha llegado mi oportunidad.
—¡Amanito tiene un Hummer! ¡Guau! ¡Flipo!
Siempre me había fascinado aquel coche. Es como un tanque gigante. En mi álbum de cromos de automóviles, lo más difícil de conseguir era el Hummer. Yo lo tenía, pero a base de gastar gran parte de los ahorros de mi hucha comprando sobres en el quiosco de la señora Flora.
—No te creas que mi F85 tiene nada que envidiarle. ¡Espera a verlo en acción!
El abuelo estuvo un par de horas trabajando en el motor de su coche-avión. Revisó niveles de aceite, apretó unos tornillos, aflojó otros... Era un auténtico profesional de la mecánica. A medida que pasaba el tiempo yo iba poniéndome más nervioso. Teníamos que ganar la carrera o de lo contrario el abuelo pasaría a ser un setáceo de boca zurcida. Antes de la competición necesitábamos descansar. O por lo menos yo, que ya empezaba a notar los efectos del cansancio. Y después había que esperar a que Nicotina trajese los ingredientes que le habíamos encargado, diseccionar docenas y docenas de mejillones y preparar la empanada. Nos jugábamos mucho en aquella receta. Nada más y nada menos que nuestras vidas.
Mientras el abuelo se peleaba con la llave inglesa, los destornilladores planos, los de estrella y los alicates,
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Escarlatina y yo estuvimos hablando un montón de tiempo sobre cosas de chefs. Me confesó que lo que más le gustaba de la cocina era la repostería. Como a mí, que soy un goloso de campeonato.
—Casi todas mis recetas de postres tienen como base insectos y otros bichos —me explicó—. Piruletas de lombriz enroscada, caramelos de vísceras de artrópodos, pica-pica con chupa chup de caracol... Este es mi favorito. Es muy fácil. Trinchas el caracol con el palo de una brocheta y lo pasas por la sartén untado en miel.
—¿Y el pica-pica? ¿Cómo lo haces?
—Es una mezcla a base de ortigas y de hígado de lagarto.
De tanto hablar de bichejos y de cosas pútridas, cada vez me daban menos asco. Ya me estaba acostumbrando a la dieta de los difuntos.
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—Pues los postres que hago yo tienen como base el chocolate —le conté—. Brownie, flan de chocolate, piruletas de chocolate, cookies XL con chips de chocolate... Me encanta. Me podría alimentar solo de chocolate. Aún no he elaborado mi propio libro de recetas, pero tan pronto regrese al mundo de los vivos va a ser lo primero que haga. Escribiré un libro como el que tienes tú, con mis recetas preferidas. Y casi todas serán de chocolate.
—Eso es fundamental. Todos los grandes chefs tienen un libro.
Me quedé con aquella frase dándome vueltas en la cabeza hasta que llegó la hora de marcharnos.
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La carrera generó mucha expectación en el cementerio. Se juntaron alrededor del punto de salida más de doscientos difuntos que animaban a Amanito con todas sus fuerzas. Llevaban bufandas con el nombre del cacique, pancartas y cornetas. Las únicas que repetían el nombre del abuelo y el mío eran Escarlatina y lady Horreur. Pero era imposible escucharlas. Sus voces eran engullidas por la masa que gritaba y silbaba fervorosamente. Le pedí al abuelo que me diese unos minutos y fui a su lado. Estaba seguro de que les haría ilusión.
—¡Deseadme suerte, amigas! —les dije.
—Que tengáis mucha suegggrte —comentó lady Horreur mientras giraba sobre sí misma aplaudiendo con sus ocho patas.
Escarlatina le dio una colleja y la obligó a meterse dentro de su nariz. Quería estar a solas conmigo.
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—¡Con que me pidiegggras que me magggrchagggra egggra suficiente, que no soy tonta! —protestó lady Horreur desde el interior de la nariz de la cocinera difunta. Su voz sonó como un eco lejano.
—Román, esta carrera es mucho más peligrosa de lo que crees. Amanito no tendrá piedad —me explicó Escarlatina con un brillo de preocupación en sus enormes ojos—. Tu abuelo no le tiene miedo a nada y eso puede ser un problema. Tu vida está en juego.
Le sonreí para quitarle importancia y que se tranquilizase.
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—Todo va a ir de maravilla. Ganaremos la carrera, haremos una empanada que hará que los muertos se chupen los dedos y tú podrás volver a la vida. Convenceré a mis padres para que te adopten y después montaremos un restaurante en el centro de la ciudad. ¡El primer restaurante dirigido por niños! «La cocina de Escarlatina». ¿A que suena de miedo?
—¡Suena mejogggr «La cocina de Escagggrlatina y lady Hogggrreugggr»! —gritó lady desde su escondrijo.
La cocinera puso los ojos en blanco como queriendo decirme «Qué paciencia hay que tener con esta araña» y después me cogió de las manos.
—Id con mucho cuidado. Tenéis que ganar la carrera más importante del Inframundo, y para eso necesitáis un amuleto. Todos los pilotos y copilotos llevan un amuleto en las carreras. —Escarlatina parecía saber muchas cosas de la vida.
—Pues yo no tengo ningún amuleto —me lamenté—. ¿Qué puedo llevar?
La cocinera sonrió.
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—Pues ya que estás en el Inframundo, tendrá que ser un amuleto propio de aquí.
Y sin más, echó mano a uno de sus ojos y empezó a desenroscárselo. Mientras le daba vueltas chirriaba igual que una puerta cuando le falta aceite en las bisagras: ñiñi-ñi-ñi... Y de repente hizo ¡ploc! El mismo ruido que una botella cuando le sacamos el corcho. Me lo tendió con dulzura.
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—Aquí tienes tu amuleto. Te dará suerte, estoy segura —dijo al tiempo que colocaba el ojo en la palma de mi mano.
Estaba congelado. Lo guardé en el bolsillo de mi pantalón y miré el agujero negro que había quedado donde antes estaba su ojo.
—Hay que ponerte un parche. Así serás una cocinera pirata, la niña muerta más molona de todo el Inframundo.
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Nada más decir esto me plantó un beso en una mejilla. Fue un beso frío, de difunta. Un beso de flores de nicho, de cruces, de mármol y paños de encaje. Pero yo me sonrojé igualmente. Me imaginé a mí mismo con la cara de color rojo tomate frito y sentí que me ponía aún más colorado.
Regresé con el abuelo, que estaba pisando gas a fondo para calentar motores. En el punto de salida el ruido era terrible. Los difuntos coreaban como descosidos el nombre de Amanito. Había ofrecido privilegios a aquellos que apostasen por él, por eso tenía tantos fans. Cuando vi su Hummer me quedé anonadado: era un vehículo imponente de ruedas gigantescas y llantas brillantes. Toda la parte delantera y los laterales de la carrocería negra estaban decorados con hongos y setas que echaban fuego, un auténtico incendio de llamas amarillas y naranjas. Tenía cuatro tubos de escape, dos a cada lado, de los que salían potentes nubes de humo blanco. Al escucharnos llegar, Amanito hizo rugir el motor con
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furia. El ruido impresionaba. Hasta aquel momento yo ni siquiera me había fijado en el trazado de la carretera. Estaba asombrado con el ambiente que se respiraba, con el Hummer y con el vehículo del abuelo, y eso ocupaba toda mi atención. Imaginé que la carrera transcurriría en un circuito con sus curvas y sus rectas, nada fuera de lo normal. ¡Qué equivocado estaba! El abuelo hizo avanzar el F85 y lo puso justo al lado del vehículo de Amanito, y entonces me di cuenta del peligro al que nos enfrentábamos. La carretera no tenía más de tres metros de ancho y estaba trazada sobre un inmenso bloque de roca compacta. A ambos lados solo se divisaba el abismo, un precipicio con una altura difícil de precisar.
—Abuelo —le dije por lo bajo, desde el asiento del copiloto—. ¿Qué altura tiene esto? Ahí abajo no veo más que niebla.
—No quieras saberlo —me contestó él—. Este es el Abismo del Quemado.
—¿Y quién es ese tal Quemado? Tiene nombre de cantante de grupo heavy.
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—Quemado no es ningún cantante, es el fabricante de la niebla del Inframundo. La elabora a partir de los muertos. Si por desgracia caemos ahí abajo, acabaremos convertidos en niebla.
Tragué saliva. Aquello no me gustaba nada. Por poco que se fuese el coche-avión en una curva podíamos salir despedidos directos al abismo. Y yo no tenía la intención de pasar lo que me restaba de vida o de muerte paseando
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por el Inframundo transformado en niebla. ¡Era lo que me faltaba!
El abuelo se puso a revolver debajo de su asiento y sacó dos cascos con gafas incorporadas, de esos que usaban los antiguos aviadores, de cuero marrón.
—¡Cómo molan! Qué pena no tener una cámara de fotos para poder fotografiarnos juntos.
—Román, los muertos no salimos en las fotografías —me explicó mientras se ajustaba su casco. Le quedaba de maravilla—. Venga, que esto está a punto de empezar. Abróchate el cinturón, ponte el casco y prepárate, que vienen curvas.
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Mientras seguía las instrucciones del abuelo, un par de esqueletos que llevaban chalecos de cuero con flecos y pistola se pusieron delante de nosotros, justo debajo del letrero de salida. Eran los encargados de dar la señal. Miré hacia la izquierda con cierto temor. Allí estaba Amanito, al volante de su imponente Hummer. Parecía muy concentrado. Entonces, a través de los cristales oscuros, descubrí a los setáceos con sus caras y sus bocas cosidas pegadas al cristal. ¿Qué hacían allí detrás los amanitos? Seguro que nada bueno. Aquello no me gustó nada. La cosa olía muy mal.
Lo último que vi antes de que el abuelo arrancase el F85 fue la cara de Escarlatina. Adiviné preocupación en su rostro desvaído, pero enseguida recordé el beso que me había dado minutos antes y esa idea se fue de mi cabeza. Lady Horreur gritaba como una descosida mi
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nombre y el nombre del abuelo a ritmo de «Hugggrra, hugggrra» y «Gggra, gggra, gggra» y Dodoto, que se había ido de paseo para inspeccionar, había regresado al regazo de la cocinera, donde permanecía con el lomo arqueado y los pelos de punta.
—Preparados, listos... ¡yaaa! —cantaron los esqueletos, al tiempo que disparaban sus pistolas al aire.
Iba todo tan rápido que parecía una peli de acción. De repente, el abuelo pulsó un botón azul y el F85 salió disparado como un cohete. Yo cerré los ojos. La salida era lo más peligroso en las carreras de coches. Cuando las veía en la tele los domingos por la mañana, casi siempre había accidentes, coches que salían dando vueltas y otras cosas que en aquel momento no me atrevía a recordar. A poco que nuestro automóvil fuese a un lado o a otro de la calzada, nos caeríamos por el precipicio. Y eso significaba ¡adiós, adeus, bye bye, au revoir, ciao, sayonara, auf Wiedersehen, arrivederci!
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—¡Abre los ojos, Román! —me dijo el abuelo, que estaba simpatiquísimo con su casco de aviador—. Esto es adrenalina pura.
Íbamos a la par de Amanito, a doscientos por hora, tan pegados que los espejos retrovisores de los vehículos casi se rozaban.
—¿Quieres ver cómo dejamos atrás a esa seta pútrida? —me preguntó.
Y sin esperar mi respuesta, con la misma cara que ponía cuando estaba maquinando una de nuestras famo-
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sas travesuras, bajó la palanca que regulaba la velocidad. Yo me sentía como si volásemos. Igual que cuando monté por primera vez en la montaña rusa, tenía una marea subiendo y bajando por mi estómago a cada poco. Volví la vista atrás. El Hummer de Amanito nos seguía a un par de metros de distancia. El F85 era mucho más veloz de lo que había imaginado.
—¡Cómo corre este coche! —grité con emoción dándome en el pecho a ritmo de tambor.
—¿Qué te creías? ¿Que era una carraca cualquiera? Parece mentira, Román.
Y aceleró un poco más, para presumir delante de mí. ¡Qué bien lo estábamos pasando! En aquel momento era como si no estuviésemos en el Inframundo, como si el abuelo siguiese vivo y nunca hubiese sucedido la tragedia de su muerte. Yo tenía ganas de gritar, de dar saltos en el aire, de sacar la cabeza por la ventanilla y sentir el aire que ascendía desde el Abismo del Quemado en mi cara. ¡Qué felicidad tan grande! Hasta que de repente, percibí un extraño movimiento por el espejo retrovisor.
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—¡Abuelo, cuidado! Algo está pasando. ¡Creo que son los amanitos!
El abuelo arrugó todos los músculos de su cara difunta y después empezó a murmurar:
—Estos setáceos están tramando algo.
Los amanitos tenían medio cuerpo por fuera de las ventanillas del Hummer. Se estaban preparando para hacer de las suyas, no cabía duda. Entonces vi cómo uno
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de ellos lanzaba un proyectil que no pegó en el casco del F85 de puro milagro.
—¡Están lanzando bombas, abuelo! ¡Son setas explosivas!
—Ya veo. Bah, qué decepción. Setas explosivas. Hay que ser bobos.
Ni se inmutó. Conducía a toda velocidad por las rectas y curvas de aquella peligrosa carretera sin hacer caso de la lluvia de setas explosivas que empezó a caer sobre nosotros.
—¡Abuelo, estás loco! ¡Vamos a volar por los aires!
—Tranquiiiiilo. El F85 es un caza de guerra. Tiene la coraza a prueba de bombas. Déjalos que lancen los explosivos que quieran. Ya se aburrirán.
Lo miré con los ojos abiertos a más no poder.
—¡Alucino! —Eso fue todo lo que conseguí decir.
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El abuelo continuó concentradísimo en la conducción. Las setas caían sobre la carrocería y la cabina de nuestro vehículo, pero daba igual. Nos hacían cosquillas. Avanzamos a toda mecha dejando atrás el Hummer de Amanito.
—El Hummer tiene un defecto —me explicó en el medio de una curva cerrada—. Pesa mucho. Y eso hace que se resienta su velocidad, cosa que no pasa con mi querido F85, una máquina rápida y ligera como un pájaro.
Pero Amanito no iba a ponernos las cosas tan fáciles. Aprovechando una recta, de repente, no sabría decir cómo, nos pasó por delante.
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—¡Maldito cacique! —protestó el abuelo agarrando el volante hasta que se le pusieron blancos los nudillos—. Ha utilizado óxido de nitrógeno para adelantarnos. Con eso gana muchísima velocidad durante unos segundos.
—¡Pero el óxido de nitrógeno está prohibido!
—Román, ¿ya te has olvidado otra vez de dónde estamos? Esto es el Inframundo. Aquí no hay normas. ¡Vale todo! Tranquilo que esto no va a quedar así.
Pero tan pronto como terminó la frase, de los cuatro tubos de escape del Hummer empezó a salir una niebla densa que nos impedía percibir el trazado de la carretera. Nos vimos obligados a disminuir la velocidad. Ya no estábamos compitiendo. ¡Ahora íbamos de paseo! La nube de niebla que nos envolvía era como un parásito. Parecía no querer disiparse. En lugar de permanecer estática, avanzaba con nosotros, pegada al F85.
—¡Trucos de mercachifle! Este Amanito me las va a pagar —soltó el abuelo mientras le daba un golpe al cuadro de instrumentos.
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Cuando la niebla empezó a desaparecer, el Hummer ni siquiera se divisaba en el horizonte. Nos había ganado demasiado terreno. No quería tener pensamientos negativos ni desmoralizarme, pero fue inevitable, que es algo que aunque tú quieras no puedes evitar por más esfuerzo que hagas. Íbamos a perder la carrera y eso significaba que el abuelo tendría que zurcirse la boca, ponerse un traje de rayas blancas y negras, sombrero de hongo y trabajar a las órdenes de Amanito para siempre.
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—Abuelo, estamos perdidos —me quejé.
—¿Perdidos? ¡Eso nunca!
Entonces, le dio a un botón negro que ponía en letras blancas: Modo vuelo.
—¿Pero funcionan las alas del F85?
—No tengo ni la menor idea —me confesó—. Vamos a comprobarlo.
¡Vaya si funcionaban! Después de dar un par de sacudidas y hacer un ruido infernal, como una cafetera que está a punto de estallar, el F85 se levantó varios metros sobre el suelo. El abuelo lo puso a la máxima potencia. Estábamos en la barriga de un pájaro metálico, sobrevolando la zona más abrupta y misteriosa del Inframundo. El Abismo del Quemado escupía flecos de niebla que se enredaban en nuestras alas. Pero no nos importaba, de repente éramos grandes. Dos gigantes dentro de aquel maravilloso avión.
—¡Ahí va el Hummer! —grité tan pronto lo vi a lo lejos.
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Pasamos por encima de él como si aquel vehículo inmenso fuese insignificante. Una hormiga al lado de un elefante.
—¡Hasta nunca, Amanito! —dijimos los dos a un tiempo.
El abuelo no quería atravesar la meta volando, así que desactivó las alas y continuamos la competición en modo coche. Y eso fue un grave error. Subestimamos el poder de Amanito. Le llevábamos ventaja, no mucha, pero sí
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la suficiente para vernos campeones. ¡La meta estaba a muy pocos metros! Pero en una curva muy cerrada, la última, el abuelo tuvo que disminuir la velocidad, o de lo contrario corríamos el riesgo de acabar directamente en el estómago del Abismo del Quemado. Amanito aprovechó para poner su Hummer a dos ruedas y salió a todo gas. Nos ganó terreno y logró alcanzarnos. Justo cuando dejábamos atrás la curva se puso a nuestra altura y pasó algo con lo que no contábamos. En el tramo final, los últimos doscientos metros, la carretera se estrechaba y entramos en un barrizal a través del cual era imposible avanzar. Las ruedas del F85 empezaron a patinar y no había forma de salir. Para Amanito eso no fue un problema. Sus neumáticos se transformaban en cadenas giratorias, como las de los tanques. Se rio de nosotros, avanzando a ritmo de caracol, y nos dijo adiós con la mano. Los setáceos lo imitaron desde los asientos de atrás.
—¡Así cualquiera! Ahora sí que estamos perdidos, hijo.
Era la primera vez que veía al abuelo derrotado.
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—¿Cómo que estamos perdidos? ¡Activa las alas de nuevo y listo! —dije todo convencido—. Mira la meta, ¡está ahí delante! ¡No nos queda nada para llegar!
—Román, para volar hay que tener velocidad, y nosotros estamos aquí atascados.
Las ruedas resbalaban y resbalaban sobre el barro y no éramos capaces de avanzar ni un centímetro. Mientras, el Hummer se iba alejando, lento, pero seguro.
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—Algo tiene que haber que podamos hacer. Piensa, abuelo. ¡Piensa! —insistí para ver si reaccionaba.
Pero él lo único que hacía era acelerar el F85 como un loco, sin comprender que así solo conseguía hundirnos más y más en el barro. Quise gritar, pero esta vez de rabia. No podía ser que la carrera terminase de esa forma.
Entonces sucedió algo para lo que yo no estaba preparado y que no comprendí. El abuelo sacó del bolsillo de su pantalón de pana su silbato, lo metió en la boca y empezó a pitar. Aquel sonido agudo se me metió por las orejas para adentro. Tuve que tapármelas con las palmas de las manos porque era tan fuerte que hasta dolía. No entendía qué estaba pasando. ¿El abuelo había perdido la cabeza? En lugar de buscar una solución para sacar la avioneta del barro, se ponía a tocar el silbato.
—¿Qué estás haciendo? —le pregunté algo irritado. Pero él, en lugar de contestarme, pitó más y más fuerte.
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Lo zarandeé para que me hiciese caso, tirándole de su cazadora de cuero de competir, pero ni así. Continuó pita que pita, como si de repente ya no le importase nada. Ni la carrera, ni Escarlatina, ni su propio nieto. Se me escapó una lágrima que no fui capaz de contener por más que lo intenté.
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El libro de recetas de Román
caracoles de chocolate (Receta con cierta dificultad, para chefs experimentados)
Ingredientes:
Para el bizcocho:
• 50 ml de leche
• 50 ml de aceite
• 4 yemas de huevo
• 4 claras de huevo
• 70 gr de azúcar
• 80 gr de harina
• Una pizca de sal
Para la crema de leche:
• 100 ml de nata montada
• 80 ml de leche condensada
• 1 cucharadita de miel
Para la cobertura de chocolate:
• 200 gr de chocolate para fundir
• 50 ml de agua
• 50 gr de mantequilla a temperatura ambiente
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Utensilios:
• 3 cuencos
• Batidora de varillas
• Bandeja de horno
• Papel vegetal
• Espátula
¡Manos a la obra!
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Lo primero que debemos hacer es una plancha de bizcocho. Echamos en un cuenco la leche, el aceite, la harina, las yemas de huevo, 20 gr de azúcar y la sal (para separar las claras de los huevos es mejor que avises a una persona adulta. ¡Las abuelas saben muy bien cómo hacer esta operación!).
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Mezclamos estos ingredientes con la batidora de varillas y reservamos. Cogemos otro cuenco y batimos las claras a punto de nieve (es decir, hasta que queden con la misma apariencia de espuma que la que se forma en la bañera cuando echamos mucho gel). A medida que se van montando las claras añadimos los 50 gr de azúcar que nos quedan en tres veces (no lo hagas de golpe, es muy importante incorporarlo en tres tiempos). Dejamos de batir las claras cuando empiecen a formarse unos suaves picos.
Ahora debemos juntar la mezcla que reservamos antes con la de las claras a punto de nieve y el azúcar. Mezclamos todo con la espátula, con movimientos circulares y, cuando tengamos una masa homogénea, vertemos la crema en la bandeja del horno cubierta con papel vegetal. Metemos en el horno a 160º durante 15 minutos. Pasado
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este tiempo, quitamos la plancha de bizcocho y la ponemos sobre un nuevo trozo de papel vegetal. Ahora viene una parte muy delicada. Tienes que hacer un rollito de bizcocho envolviéndolo sobre sí mismo, como si fuese la concha de un caracol, y luego lo dejamos enfriar.
Mientras nuestro bizcocho-caracol se enfría, preparamos la crema de leche. Para eso, mezclamos los ingredientes del relleno: la nata, la leche condensada y la cucharada de miel.
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Una vez que el bizcocho-caracol está frío, deshacemos el rollo estirándolo con cuidado de no romperlo, lo cubrimos con una capa de crema de leche y volvemos a hacer el rollo. Debemos meterlo en la nevera durante una hora. Pasado este tiempo, tenemos que cortarlo en rebanadas del grosor que queramos.
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Ponemos las porciones sobre una reja (colocando debajo un plato para recoger el chocolate que se va a caer) y las bañamos por las dos caras con la cobertura de chocolate. Y os estaréis preguntando cómo se hace esa cobertura. Muy fácil: hay que fundir en el microondas los 200 gr de chocolate, los 50 ml de agua y los 50 gr de mantequilla. Le damos unas vueltas con la espátula para que quede todo bien mezclado y lo echamos sobre las porciones del bizcocho-caracol (por las dos caras, ¡no vayas a dejar una sin cubrir!). Dejamos enfriar hasta que el chocolate esté bien duro y... ¡listo para zampar!
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Capítulo 11
La decepción es una cosa muy fea. Ocurre cuando esperas una cosa pero sucede otra distinta. Eso fue lo que me pasó a mí con el abuelo en el momento en el que empezó a tocar el silbato y abandonó la carrera dándose por vencido. Pensé que yo no le importaba, que se había vuelto un difunto egoísta. Pero las cosas no siempre son lo que parecen y de nuevo la sorpresa se presentó delante de mis ojos. Y la sorpresa, esta vez, no era una cosa cualquiera. La sorpresa era un dinosaurio.
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—¡Abuelo! ¡Deja de tocar el silbato y atiende a tu nieto! ¿Qué es esa cosa? —le pregunté algo asustado, señalando aquel bicho enorme que se acercaba volando hacia nosotros y chillando a ras del suelo.
Se trataba de un enorme pterodáctilo que traía cara de pocos amigos. Tenía alas de murciélago gigante, la cabeza terminada en pico y una cresta que le salía de la frente y le daba un cierto aire punky. Pero no penséis
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que hablo de un pterodáctilo como los de los libros, o como los de las pelis. Este era un dinosaurio difunto de color gris ajado, como un día de lluvia y viento. Todo su cuerpo estaba medio deshecho, lleno de jirones de piel y carne que le colgaban. De hecho, su cola era una larga osamenta sin nada que la recubriese.
—¡Sauro! —gritó el abuelo.
El bicho paró delante de nosotros y meneó la osamenta de su cola a modo de saludo. Yo lo observé alucinado. Si un difunto normal y corriente impresiona, no os quiero contar un dinosaurio de aquellas dimensiones y con aquellas pieles y carnes muertas colgándole de todas partes.
—¿Ya estás metido en problemas? —le preguntó el pterodáctilo con voz de ultratumba.
—Tenemos que llegar a la meta antes que el Hummer de Amanito —le explicó el abuelo—. Si no lo conseguimos, tendré que zurcirme la boca y convertirme en uno de sus esbirros. ¡Y no estoy dispuesto!
—¡Pues venga, arriba! —contestó Sauro sin perder tiempo, mientras se echaba en el suelo para que pudiésemos subir por su cola—. Abuelo, eres un caso. Siempre metido en líos.
Me hizo gracia que el bicho le llamase abuelo al abuelo. Igual aquel pterodáctilo era su nieto en el Inframundo. Menos mal que su rabo era todo huesos. Así podría apoyar los pies sobre ellos y usarlos a modo de escalera. Volar a bordo de aquel monstruo no parecía
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muy seguro, pero estaba claro que él y el abuelo eran colegas. Además, lo principal era ganar la carrera. Así que toqué el ojo de Escarlatina en el interior de mi bolsillo para que me diese fuerza y suerte, y subí osamenta arriba, hasta encaramarme a lomos de Sauro.
—Encantado, señor Sauro. Yo soy Román, el nieto de mi abuelo —le dije desde allá arriba.
—Me ha hablado muchas veces de ti —contestó el bicho. Y aquello me encantó.
—¡Agárrate, Román! —intervino el abuelo.
Le hice caso. Me agarré lo más fuerte que pude al lomo del dinosaurio difunto. Ni en mis mejores sueños había imaginado algo tan guay: ¡viajar a lomos de un pterodáctilo!
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—¡Vamos allá! —gritó el bicho al tiempo que batía sus alas y se elevaba varios metros sobre el suelo. Segundos después estábamos volando por el aire del Inframundo sobre aquella bestia del Jurásico. Éramos invencibles. Amanito estaba tan solo a cien metros de la meta. Seguro que en aquel momento ya se consideraba campeón de la carrera. No contaba con que el abuelo jamás se rendía. El pterodáctilo descendió hasta ponerse justo sobre el Hummer. Quería hacer rabiar un poco al cacique.
—¿Qué tal te va, Amanito? Veo que te mueves con mucha calma. ¡Vaya parsimonia! —le soltó el abuelo riéndose de la poca velocidad a la que el Hummer avanzaba por el barrizal.
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Amanito sonrió de una manera que me pareció bastante sospechosa. No parecía darle ningún miedo el pterodáctilo. En cuanto tuviese ocasión le preguntaría al abuelo por aquella bestia. Nadie parecía sorprendido por el dinosaurio. ¡A saber de dónde había salido! Mientras cavilaba en esos asuntos, los setáceos empezaron a lanzarnos bombas. Sauro se enfadó mucho porque una de ellas lo alcanzó, haciéndole un agujero considerable.
—¡Tranquilo, Sauro! —le ordenó el abuelo dándole cachetes cariñosos en el lomo.
Pero el pterodáctilo estaba realmente molesto. ¡Y no me extraña nada! Si unos amanitos de boca zurcida me hiciesen un agujero como aquel, yo también me enfadaría. Entonces, Sauro estiró una de sus garras, agarró el Hummer bien agarrado y lo elevó en el aire. Amanito gritaba pidiendo que lo soltase o se las pagaría todas juntas. Aquello no hizo más que alentar el enfado del bicho, que desplazó su trayectoria de la carretera hasta colocarse justo sobre el Abismo del Quemado.
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—¿Qué haces, Sauro? —le preguntó el abuelo temiéndose lo que iba a pasar a continuación—. Suéltalos, anda. Creo que han aprendido la lección.
Sauro tenía un brillo extraño en los ojos. Algo estaba tramando. El abuelo empezó a ponerse nervioso.
—¡Sauro, suéltalos! Ya han cogido el mensaje, puedes dejarlos en el suelo.
Los setáceos estaban asustados. Como tenían la boca cosida y no podían gritar, no paraban de gesticular con
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los brazos señalando hacia el abismo. Tenían el miedo dibujado en la cara.
—¡Sauro, amigo...! —insistió el abuelo.
Pero no pudo continuar la frase. De repente, el pterodáctilo abrió sus garras y soltó el Hummer, con Amanito y los setáceos directos al Abismo del Quemado, donde se perdieron acompañados de los gritos de Amanito suplicando compasión. Los setáceos, con sus bocas zurcidas, no podían decir nada. Eran simples títeres.
—¿Pero qué has hecho? —El abuelo estaba tan alucinado como yo.
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—Deberíais estar contentos —replicó Sauro muy seguro de sí mismo—. Acabo de libraros de Amanito y de los setáceos. En pocos minutos no serán más que niebla.
Y sin más, nos trasladó hasta la meta, donde nos esperaban docenas y docenas de difuntos coreando nuestros nombres. Escarlatina, lady Horreur y Dodoto no se lo podían creer. Corrieron hacia nosotros y nos llenaron de besos y abrazos. Hasta el gato saltó a mi regazo para lamerme la cara con su lengua de papel de lija. Habíamos ganado. Éramos los campeones y habíamos logrado librar al Inframundo de aquel cacique que llevaba casi dos siglos dominándolos. Unos auténticos héroes. Varios muertos vinieron a por el abuelo. Lo cogieron por los brazos y por las piernas y lo mantearon. Lo lanzaban al aire con energía, para luego recogerlo entre todos y volver a lanzarlo. Era el campeón de campeones.
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En el medio de la fiesta decidí devolverle a Escarlatina su ojo. No es que no me gustase como amuleto, pero dejarla tuerta para siempre me parecía muy egoísta. Se lo volvió a colocar en su agujero, lo enroscó y después pestañeó varias veces para comprobar que todo estaba donde tenía que estar.
—Mucho mejor así —le dije—. Una cocinera debe tener dos ojos.
Ella sonrió más desdentada que nunca, había perdido por lo menos dos dientes durante la carrera, imagino que por los nervios.
—¡Saugggro se marcha! —nos advirtió lady Horreur.
El abuelo y el pterodáctilo estaban despidiéndose debajo de la línea de meta. Corrí hacia ellos. No podía permitir que aquel bicho se marchase sin despedirme de él.
—Gracias por todo —le dije de corazón—. Ha sido un placer volar sobre tu lomo.
Estiré la mano para tocarlo. Le acaricié el pico y noté que el trozo por el que había pasado la mano se deshacía en polvo. Era como una estatua de arena que se descomponía.
—Debo regresar cuanto antes a mi cementerio o acabaré completamente deshecho —me explicó—. La carrera me ha dejado exhausto y debo recomponerme y recobrar fuerzas.
—En la frontera con el siguiente sector del Inframundo hay un cementerio de dinosaurios —apuntó el
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abuelo—. Sauro vive allí. Nos hicimos amigos nada más llegar yo al mundo de los muertos.
—Pero no le ocultes información al niño —lo riñó Sauro—. Tu abuelo, a los dos días de llegar al Inframundo, decidió que no quería estar muerto y se echó a andar buscando la salida del Más Allá.
—Caminé y caminé hasta que llegué al cementerio de los dinosaurios. Allí encontré a Sauro. Al principio me llevé un susto de campeonato, como podrás imaginar. Pero después nos hicimos amigos. Muchas veces nos vamos a dar un garbeo juntos. Nos llevamos muy bien.
—Lástima que mi tiempo sea siempre limitado —dijo Sauro—. No puedo estar muchas horas lejos del cementerio. Ya ves, ¡me deshago! Y será mejor que me marche, si no quiero desaparecer de este mundo para siempre, como Amanito.
Sauro emprendió el vuelo agitando sus gigantescas alas de murciélago.
—¡Hasta siempre, amigo Román, nieto de tu abuelo!
—¡Hasta siempre, Sauro! —grité con fuerza.
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Observamos cómo se marchaba hasta que lo perdimos de vista y, llenos de alegría, emprendimos la marcha hacia la tumba de Escarlatina. Nos quedaba aún una importante misión por cumplir.
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El libro de recetas de Román
empanada de mejillones
Ingredientes:
Para la masa:
• 200 ml de agua templada
• 600 gr de harina de trigo
• 1 chorro de aceite
• 1 chorro de vinagre
• 50 gr de levadura de panadería (o si no tienes en casa, 2 sobres de levadura química en polvo)
• 1 pizca de sal
• 1 huevo batido
Para el relleno:
• 2 kilos de mejillones
• 2 cebollas grandes picadas
• Pimiento rojo
Utensilios:
• Bandeja de horno
• Sartén
• Rodillo de madera
• Olla
• Pincel
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¡Manos a la obra!
Primero hacemos la masa. Lo que más mola es echar primero la harina y ponerla en forma de volcán. Después echas los ingredientes secos en la boca del volcán (la levadura debes disolverla previamente en un poco de agua) y después vas añadiendo los 200 ml de agua poco a poco. Amasas y amasas con cariño hasta que la masa ya no te quede pegada en los dedos como si fuese la piel de un muerto viviente (cuando la masa se pega mucho quiere decir que hay que añadir un poco más de harina). Una vez lista, haces una bola y la dejas crecer bajo un paño cerca de una hora.
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Para el relleno primero hay que abrir los mejillones al vapor. Solo tenemos que echarlos en una olla y ponerlos al fuego. A los pocos minutos verás que empiezan a abrirse. Cuando estén casi todos abiertos, retiras la olla y dejas que enfríen un poco para no quemarte. Ahora hay que sacarle los pelos (a los muertos les gustan, pero a los vivos no…). Cuando estén todos limpios, sofríes la cebolla con el pimiento picado a fuego lento. Una vez que esté casi hecho, incorporas los mejillones y los dejas unos minutos al fuego para que vayan cogiendo el sabor del sofrito. Ahora tienes que estirar la masa con el rodillo de madera y darle la forma para adaptarla a la bandeja del horno. Divides la bola de masa en dos partes más o menos iguales y estiras las dos partes. Pones una de ellas sobre la bandeja e incorporas todo el sofrito. Luego lo tapas con la otra parte de la masa y arrugas todo el borde de la empanada para hacer el famoso currusco. Solo falta pintarla con el pincel mojado en el huevo batido y pincharla con un tenedor, para que coja aire. Metes en el horno a 150º cerca de 35 minutos o hasta que esté dorada por arriba y… ¡lista para zampar!
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acer empanada es una de las cosas más divertidas que existen. Sobre todo el momento de amasar. Meter los dedos en la mezcla de agua y harina, pringarse las manos enteras, jugar a que la masa que te queda pegada a medida que la trabajas son en realidad pedazos de piel mutante en estado de descomposición. ¡La de cosas a las que se puede jugar! También es cierto que esa es la parte más complicada, que si eso sale mal, se estropea toda la empanada. ¡Pero así es la cocina! Divertida y arriesgada. No penséis que a mí siempre me sale todo bien. Ya os he contado lo que me pasó con las magdalenas de varias cabezas. Y no fue la única vez. En una ocasión quise hacer un bizcocho y quedó tan duro que parecía un arma arrojadiza. Tuve ocasión de probarla en el jardín del vecino, lanzándosela a su dóberman. Es un perro que se llama Narciso y me cae fatal. El experimento fue un fracaso porque fallé el golpe. En lugar de darle al perro, el bizcocho se estampó contra el tejado de su caseta.
Capítulo 12
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Esta vez no estaba permitido fallar. Un pequeño error podía suponer mi condena al Inframundo. Y claro, también la de Escarlatina. Por eso estábamos tan nerviosos. Si pensáis que los difuntos no tienen nervios, no sabéis lo equivocados que estáis. Con el estrés, a Escarlatina le dio por estornudar. Y a cada poco, lady Horreur salía despedida de la nariz en contra de su voluntad.
—Como no te tgggranquilices, tejo una tela de agggraña ¡y te envuelvo la cabeza entegggra con ella!
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Al abuelo y a mí nos dio la risa. ¡Lady Horreur tenía mucho genio!
Esperamos a que Nicotina nos trajese los ingredientes a la cocina de Escarlatina. Y no puedo negar que la espera se hizo interminable. Yo tenía dudas de que cumpliese la misión con éxito. ¿Y si en lugar de mejillones traía berberechos? O almejas, zamburiñas, vieiras… ¡Cualquier error tendría consecuencias fatales! Sin embargo, cuando la mortibusera apareció con el paquete y comprobé que todo estaba correcto, tuve que tragarme mi desconfianza y darle las gracias de corazón. ¡Y eso a pesar del miedo que me daba aquella esqueleta!
—Nicotina, te debo un favor —le dije—. Te estaré agradecido para siempre.
Ella me guiñó un ojo, le chocó los cinco al abuelo con sus falanges, falanginas y falangetas y se fue por donde había venido. Al final resultó ser una buena tipa.
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—¿Qué hora es? —pregunté. Organizar bien el tiempo que teníamos era importantísimo.
—Las diez menos tres minutos —contestó el abuelo.
—¡Es tardísimo! ¡Hay que ponerse con la masa ya! Abuelo, necesitamos tu ayuda. Vamos a abrir los mejillones al vapor y tú te vas a encargar de su disección. Tienes que quitarles los pelos, esa parte que parece una cría de babosa, los volantes y el bulto verde. Todo eso tiene que estar intacto, porque va a ser la clave del engaño. El resto de la vianda la picaremos muy menuda para que no se distinga entre el resto.
—¡A sus órdenes, capitán Román! —dijo él haciendo como si estuviésemos en el ejército.
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Entre Escarlatina y yo fuimos preparando la masa. Había que ser muy exactos con las cantidades. Demasiada harina o demasiada agua podían estropearlo todo. Trabajamos muy a gusto juntos. Estábamos concentradísimos, como auténticos profesionales. Fue la primera vez en la vida que amasé sin hacer el tonto. Era necesario estar serios, nos jugábamos demasiado en aquella receta. La verdad es que yo me sentía superseguro. Había hecho empanada más de una vez, con la ayuda de mamá. Mis favoritas son la de cocido y la de zamburiñas con pan de maíz. ¡Mmmm, riquísimas!
El abuelo también hizo muy bien su trabajo. Yo le vigilaba de reojo, muy atento a sus movimientos. Cogía los mejillones con cariño, uno a uno, y les iba sacando las partes asquerosas y colocándolas en una fuente. Era
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un trabajo de detalle. A pesar de los nervios que todos teníamos, estábamos muy contentos. Sobre todo Escarlatina, lady Horreur y el abuelo. Amanito ya no existía. Habíamos conseguido acabar con el cacique que se había dedicado a amargar a la cocinera cadáver durante tantos y tantos años. Las cosas iban a cambiar a mejor. La vida en el Inframundo sería más llevadera a partir de ese momento. ¡Y todo era mérito nuestro!
Una vez que la masa estuvo preparada y con la textura perfecta, la dejamos crecer. Es una cosa casi mágica. Pones una bola de masa debajo de un paño, y una hora después casi triplica su tamaño inicial. Mientras nuestra mezcla crecía, sofreímos la cebolla y el pimiento rojo a fuego lento. Mis tripas rugían como si tuviesen vida propia. ¡Qué ganas de que la empanada estuviese lista para poder zamparme un pedazo!
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Yo me sabía la receta de memoria, así que el abuelo y lady Horreur trabajaron bajo mi dirección sin decir nada. Eran muy disciplinados. Y yo me sentía importante. Como si ya fuese un verdadero chef. El tiempo volaba entre pucheros. Cuando la masa estuvo lista, la estiramos sobre la mesa. Que, por cierto, estaba bastante sucia y tuvimos que limpiarla a toda velocidad. Lo primero que echamos sobre la masa fue la mezcla de la cebolla picadita y el pimiento junto con las viandas de mejillón trituradas. Luego añadimos todos los pelos, volantes y demás partes asquerosas, que era lo que conquistaría el paladar y la vista de los difuntos.
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—¡Listo! —dije cuando tuvimos todo preparado—. Ahora solo queda meterla en el horno. En treinta y cinco minutos estará preparada.
La pintamos con huevo batido, la pinchamos por encima con un tenedor y cruzamos los dedos esperando que el plan funcionase. Lo cierto es que el aroma que salía del horno era gloria pura. Me parecía imposible que oliendo así no estuviese buena. El problema era que les gustase a los difuntos.
Mientras la empanada terminaba de cocerse, en el exterior los difuntos habían preparado una buena. Habían montado una mesa larguísima delante de los mausoleo-bares y se dedicaban a esperar nuestra receta mientras tocaban, cantaban y bailaban. No se puede negar que tenían marcha. ¡Todas las noches eran de parranda!
Gggromán , ya está dogggrada —informó lady Horreur, que observaba nuestra receta a través del cristal del horno.
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Me acerqué, y en ese momento, pensé que el corazón iba a salirme despedido del pecho. ¡Qué nervios! Abrí la tapa y levanté la empanada para observar el color de la masa por debajo. Lady Horreur tenía razón. Ya estaba lista. Había llegado la hora de la verdad. Eran las 23:45. ¡Había que darse mucha prisa! Como los muertos no pueden quemarse, el abuelo agarró la bandeja tal y como salió del horno y subió con ella las escaleras de la tumba de Escarlatina.
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—Román —me dijo ella al oído—, no sé si esto saldrá bien. Pero sea como sea, quiero que sepas que aquí tienes una amiga para siempre.
Me emocionaron las palabras de la cocinera. Por su forma de hablar, por el modo en que se frotaba las manos y la manera en que movía sus ojos extragrandes, supe que sentía de verdad lo que estaba diciendo. Y eso me hizo feliz.
En el exterior, los muertos me contagiaron su alegría. Yo estaba seguro de que iban a alucinar con la empanada. La pusimos sobre la mesa y seguí con el plan que habíamos trazado sin desviarme nada de nada:
—Aquí tenéis nuestra creación, una empanada de pelos, con crías de babosa, espuma de moho y salsa de páncreas —dije todo serio, como un auténtico chef. Los difuntos me miraban maravillados.
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El que más y el que menos empezó a reír y a decir cosas del estilo: «¡Esto es comida de muertos! ¡A ver cómo haces para zamparte la empanada sin vomitar!» o «¿Tú has comido alguna vez babosas, humano? ¡Van a criar en tu estómago!». Decían todo aquello para meterse conmigo. En el fondo estaban agradecidos de que los librásemos de Amanito y de sus esbirros. Y no era para menos.
—Quedan ocho minutos para las doce —anunció el abuelo—. Los Mediomortis tienen que estar a punto de llegar.
Tan pronto como dijo eso, los Mediomortis, un hombre y una mujer con pinta de llevar muertos una
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barbaridad de tiempo, aparecieron. Se materializaron (creo que se dice así) delante de nosotros. Eran como el resto de los difuntos, solo que estos andaban por el aire y los rodeaba una misteriosa luz azul. Pero, igual que los demás, tenían cicatrices por la cara, les faltaban dientes y estaban muy delgados. Ella llevaba un camisón blanco como los de las abuelas y él iba de traje.
—Bienvenidos, Mediomortis —los recibió Escarlatina haciéndoles una reverencia.
Ellos se inclinaron a modo de saludo. Parecían muy educados.
—¿Dónde está el plato que debemos degustar? —preguntó la Mediomortis.
Corté dos cuadrados de empanada, los puse encima de un plato y se los acerqué. Todos los difuntos estaban en silencio. Se notaba la tensión flotando a nuestro alrededor, mezclándose con la niebla.
—Empanada de pelos, con crías de babosa, espuma de moho y salsa de páncreas —repetí igual que había hecho minutos antes, dándomelas de profesional—. Espero que sea de su agrado.
Creí que me daba un ataque cuando se pusieron a olisquearla. Temía que se diesen cuenta de que se trataba de simples mejillones. Probaron un pedazo cada uno. Escarlatina y yo nos cogimos de la mano, para darnos confianza el uno al otro. Tardaron demasiados segundos en decir algo. Volvieron a comer otro pedazo, y otro y otro más… hasta devorar todo el cuadradito.
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—¿De dónde son las babosas? —preguntó la Mediomortis, que tenía una colgando de la comisura de los labios—. Su sabor no me resulta nada familiar. No identifico su procedencia.
—De mi casa —contestó Escarlatina rápidamente, apretando mi mano con fuerza—. Empecé a criarlas el mismo día en que los padres de Román hicieron el pedido del curso en la web www.inframuertos.com. ¡Hay que ser precavida!
Suspiré aliviado. Mi amiga había estado muy espabilada con su respuesta.
—¿Y los pelos? —preguntó el Mediomortis.
—Los pelos son de tarántula melenuda —inventé sobre la marcha—. Una especie muy difícil de encontrar.
—Felicidades, humano —dijo entonces el Mediomortis—. Esta empanada es digna de cualquier muerto, pero también de cualquier vivo.
Todos los difuntos que asistían a la degustación clavaron sus miradas en mí. Imaginé que estaban esperando a que confirmase las palabras del fantasma. Así que agarré un trozo y me lo metí en la boca con decisión. Estaba deliciosa. Calentita y con la masa crujiente, justo como a mí me gustaba. ¡Y con el hambre que tenía! Acabé y repetí, ante las caras de incredulidad de los muertos.
—¡Yupiiiiiii! —gritó el abuelo a la vez que un grupo de difuntos empezaba a tocar y cantar—. ¡Mi nieto es un pequeño genio! ¡Un auténtico chef del Inframundo!
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—dijo a la vez que me pasaba un brazo por encima de los hombros.
Lo habíamos conseguido. Tanto esfuerzo había valido la pena. La empanada fue un éxito entre los difuntos. ¡Hasta Dodoto se comió un pedazo! El pobre llevaba sin comer nada desde hacía tres días. Por eso estaba tan apocado, aunque hay que reconocer que no es precisamente un animal muy expresivo. Yo estaba contento. Por mí, por Escarlatina, por el reencuentro con el abuelo. Ella se me acercó para darme un abrazo inmenso. Estaba feliz.
—Formamos un equipo perfecto, Román —me dijo—. Estoy segura de que si montásemos juntos un restaurante, seríamos muy respetados.
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Aquello me sonó raro. Como a despedida. No pude evitar sentirme algo triste. Se acercaba el momento de decirle adiós al abuelo, y eso era algo en lo que no quería pensar hasta ese instante. No quería volver a separarme de él. Le quería tanto que hasta me dolía la barriga. Él, listo como era, debió de leer lo que estaba pasando en el interior de mi cabeza. Y tal vez por eso me llevó a un rincón alejado.
—Román, no estés triste. Ahora sabes que estoy bien y que algún día, cuando tú seas muy viejito y llegue tu hora, nos volveremos a encontrar aquí, en el Inframundo.
Me hablaba con dulzura, en voz baja, mientras me pasaba por las mejillas sus dedos largos y delgados.
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Quise aguantar las lágrimas, pero brotaron de mis ojos sin que pudiese evitarlo. Me dio un abrazo infinito, que consiguió calmarme durante unos instantes.
—Te quiero mucho —le confesé entre sollozos. Aunque él ya lo sabía.
—Y yo a ti, pequeño. Y para que siempre te acuerdes de mí, quiero que te lleves esto contigo, de vuelta al Más Acá.
Me tendió su casco de aviador. Era el mejor regalo que me podía hacer.
—Cuando estés triste, o todo vaya del revés, piensa en mí. Yo te protegeré desde el Inframundo, te mandaré mi energía.
La despedida fue dolorosa. Sabía que tenía que irme del Inframundo, no me quedaba otro remedio. ¡Pero era tan duro separarme de él otra vez! Ya había pasado por eso en una ocasión y había sido terrible. Escarlatina era la única de nosotros que tenía la felicidad dibujada en el rostro. ¡Claro, estaba a punto de resucitar! ¿O no?
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A las doce y doce minutos, aparecieron unas difuntas que nunca había visto antes. Luego supe que eran las que habían desmontado a Escarlatina por piezas y la habían metido en el féretro. ¡Y también las que me habían escrito la carta! Eran dos muertas. Iban vestidas con traje negro y llevaban el pelo peinado hacia atrás. Tenían tornillos en las sienes y los labios muy oscuros, casi negros. En cuanto aparecieron se hizo un silencio total. Cesó la música, las canciones y las palmas.
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—Abuelo, ¿quiénes son estas muertas? —le pregunté al oído.
—Son las encargadas de que se cumplan las profecías —me explicó—. Y vienen para devolverle la vida a Escarlatina.
Se acercaron a mi amiga la cocinera. Lady Horreur permanecía oculta en el escondrijo de su nariz, haciéndose la discreta.
—Escarlatina, llegó tu hora —anunciaron.
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Ella sonrió enormemente dejando a la vista los huecos vacíos de todos los dientes que le faltaban.
—Quiero hacer una petición —anunció muy seria, para sorpresa de todos nosotros. Había algo en lo que Escarlatina llevaba muchas horas pensando—. ¿Podría cambiar la posibilidad de resucitar por la de ir adonde están mis padres y quedarme con ellos para toda la eternidad? Yo me morí hace más de cien años. No sabría vivir en los tiempos de ahora, estaría perdida. Lo siento mucho, Román —añadió a continuación dirigiéndose a mí—. Sé que te hacía mucha ilusión que montásemos juntos «La cocina de Escarlatina y lady Horreur», pero yo soy una muerta de las de antes. No sé cómo funciona el mundo actual y creo que no lograría adaptarme.
Las dos encargadas de que se cumpliesen las profecías empezaron a hablar en susurros y, finalmente, después de varios minutos de discusión, accedieron a la petición de Escarlatina. Lo que pasó entonces fue lo más increíble que viví jamás. Lady Horreur salió
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de su escondrijo y las dos, araña y cocinera, vinieron corriendo hacia el abuelo, hacia Dodoto y hacia mí, una colgada de la otra. Nos fundimos en un abrazo inmenso que sabía a empanada de mejillones y empezamos a saltar y a dar vueltas a la rueda, agarrados de las manos, mientras cantábamos con todas nuestras fuerzas. Los difuntos, que bien sabéis que si hay algo a lo que no se pueden resistir es a la juerga, empezaron a cantar como nosotros y a batir palmas. Me pareció ver a los Mediomortis moviendo un pie al ritmo de nuestra canción, pero ya no sé si fue producto de mi imaginación o si sucedió de verdad. Hasta las encargadas de que se cumpliesen las profecías nos acompañaron aplaudiendo al compás. Eran mis últimos momentos en el Inframundo y había que aprovecharlos al máximo.
Supe que había llegado la hora para Escarlatina porque ellas, las encargadas de que se cumpliesen las profecías, dejaron de tocar palmas y fueron a su lado con discreción.
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—Román —me dijo Escarlatina justo antes de partir—, estoy segura de que vas a cumplir tu sueño de ser chef. ¡Haces la mejor empanada que he probado jamás! Espero que nos volvamos a encontrar algún día.
—Ojalá, Escarlatina. Sois las difuntas más divertidas y marchosas que he conocido. Os llevaré siempre en el corazón.
—Voy a volver con mis padres, y todo eso es gracias a ti. Te debo mucho.
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—Hasta siempgggre, Gggromán —se despidió también lady Horreur, diciéndome adiós con sus ocho patitas—. Egggres un cgggrío excelente.
Escarlatina me dio uno de sus besos helados en la mejilla y os juro que vi cómo se ponía colorada. Luego empezó a caminar detrás de las encargadas de que se cumplan las profecías, hasta desaparecer en la espesura de la noche difunta. Me sentí algo vacío por dentro. Como si me robasen una parte de mi interior.
—Ya está, abuelo. Se han ido para siempre —comenté con tristeza.
—¡Miau! —maulló Dodoto.
—Allá donde van encontrarán la felicidad. Y ahora llegó el momento de que tú hagas lo mismo, hijo —me dijo a la vez que señalaba con la cabeza el lugar donde me esperaba la mortibusera.
Nos dimos un último abrazo. Llené de besos su cara fría y azulada y le hice prometer que pensaría en mí todos los días de su vida difunta.
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—Estas horas que he pasado contigo me han hecho muy feliz —me confesó—. Eres el nieto que cualquier abuelo desearía tener. ¡Y ahora corre al mortibús! ¡Vamos!
Cuando me subí con Dodoto al mortibús, le dije adiós a través del cristal sabiendo que esa era la despedida definitiva. Nunca más vería al abuelo. A partir de ese momento tan solo lo llevaría en mis recuerdos.
—Tranquilo, nene. Yo te llevaré noticias suyas al mundo de los vivos —me prometió Nicotina mientras
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ponía en marcha el mortibús. Y aquello me tranquilizó. La mortibusera había demostrado que era una esqueleta de palabra.
Una niebla espesísima rodeó el mortibús y sentí dentro de mí que, de alguna manera, Amanito y los setáceos también estaban allí en aquel instante. De camino a casa, entre acelerones y frenazos, supe que aquella había sido la aventura más emocionante que viviría jamás. Siempre llevaría a Escarlatina y a lady Horreur en el corazón. ¡Y al abuelo, claro! Todos ellos eran algo más que difuntos. Eran un pedazo de mí.
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Epílogo
o de lo que pasó cuando regresé al Más Acá
Como tres días en el Inframundo equivalían a tres horas en el Más Acá, llegué a casa de madrugada. Ni mamá ni papá supieron nada sobre mi salida nocturna. Lo primero que hice nada más llegar fue abrir la despensa y coger un paquete de galletas de chocolate. Estaba hambriento. Luego subí a mi cuarto con Dodoto, y buscamos un escondite para el casco de aviador. Me puse morado a galletas.
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No penséis que al día siguiente les conté a mis padres algo de lo que había pasado aquella madrugada. Imaginad la situación:
—Esta noche estuve con el abuelo en el Inframundo y con otras dos amigas: una cocinera que lleva muerta más de ciento cincuenta años y se llama Escarlatina, y lady Horreur, una araña francesa que vive dentro de su nariz.
¡Pensarían que estoy loco! Seguro que les daba por mandarme a un psicólogo infantil. En cambio, lo que hice fue perseguir mi sueño de chef. Y en eso sigo. Acabo
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de cumplir once años y ya soy capaz de hacer magdalenas sin que parezcan monstruos de varias cabezas. Los brownies me salen de maravilla y ¡hago una ratatouille que es para chuparse los dedos! Pero lo mejor de todo es que conseguí elaborar mi propio libro de recetas, igual que Escarlatina. Me siento orgulloso de mí mismo.
Por cierto: el día que cumplí once años me llegaron a casa dos regalos misteriosos: una medalla de aviador metida en un sobre y un ojo envuelto en una tela de araña. Sí, habéis leído bien, ¡un ojo! ¿Imagináis quién me pudo enviar esos regalos? Yo sí. De hecho, no hay día en que no me acuerde del abuelo, de Escarlatina y de lady Horreur. De su mano aprendí que hay que perseguir los sueños, pelear por aquello en lo que uno cree y no rendirse jamás frente a las adversidades. ¿Veis? ¡Estoy hecho un filósofo! Yo filosofo, vosotros filosofáis, ellos filosofan. Es que estoy viendo los verbos en clase de Lengua y mamá dice que tengo que practicar. Yo le contesto siempre lo mismo:
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—¡Mamá, yo de lengua voy sobrado! Y a ella le hace gracia. Y a mí también. En eso consiste la felicidad. En la hermosura de las cosas pequeñas, del día a día. Y ya os dejo, que me enredo a hablar y no hay manera de despedirme. Cómo me cuesta decir adiós. ¡Casi tanto como hacer galletas sin zamparme ninguna! Ser cocinero, cuando tienes once años y mucha hambre el 85% del tiempo, no es nada fácil. No, no lo es. Como tampoco es fácil aguantar mucho tiempo sin respirar
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debajo del agua, dar vueltas sin marearse, que Dodoto dé muestras de cariño, correr tres kilómetros sin sudar, que doña Matracas hable sin escupir, comer una sola galleta francesa rellena de praliné, acertar en la cabeza del dóberman del vecino con un bizcocho volador, correr en un F85 sobre el Abismo del Quemado sin pasar miedo…
Bon appétit!
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Magdalenas caseras para chuparse los dedos ........ 7 Capítulo 1 ............................................................ 9 Fabulosas galletas francesas rellenas de praliné ..... 15 Capítulo 2 ............................................................ 17 Brownie (¡Hummmm!) ......................................... 27 Capítulo 3 ............................................................ 29 Bollitos de pan blanco con mezcla de yogur (Receta para hacer en equipo) .............................. 39 Capítulo 4 ............................................................ 41 Pizza romana al estilo de Román ......................... 51 Capítulo 5 ............................................................ 53 Cookies de chocolate tamaño XXL ...................... 61 Capítulo 6 ............................................................ 63 Ratatouille (¡Para hacer con la ayuda de un adulto, que hay mucho que cortar!) ................................. 73 Capítulo 7 ............................................................ 75 Flan de chocolate (El postre favorito de Román) .. 85 Capítulo 8 ............................................................ 87 © GRUPO ANAYA
Índice
Piruletas de chocolate ........................................... 101 Capítulo 9 ............................................................ 103 Muffins de arándanos rellenos de yogur ............... 119 Capítulo 10 .......................................................... 121 Caracoles de chocolate (Receta con cierta dificultad, para chefs experimentados) .................................. 139 Capítulo 11 .......................................................... 143 Empanada de mejillones ....................................... 151 Capítulo 12 .......................................................... 153 Epílogo o de lo que pasó cuando regresé al Más Acá ........................................................... 169
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La edición original de este libro, Escarlatina, a cociñeira defunta, publicada por Edicións Xerais, recibió el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil el 5 de octubre de 2015. Ese mismo día, pero en 1864, nació en Besançon (Francia) Louis Jean Lumière, que junto con su hermano
Auguste inventó en 1895 el cinematógrafo, el primer aparato capaz de grabar y proyectar películas de cine.
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Si tu cumpleaños es el Día de los Difuntos, prepárate para una sorpresa mortal.
Eso es lo que le ocurre a Román Casas, que sueña con ser un prestigioso chef y pide un curso de cocina por su décimo cumpleaños.
En su lugar recibe un ataúd negro con las instrucciones para activar a Escarlatina, una cocinera del siglo xix , y su inseparable araña lady Horreur. Juntos viajan a bordo del mortibús hasta el Inframundo, donde los muertos viven (bueno, es un decir) bajo el imperio de Amanito, un siniestro tirano.
Así arranca una odisea donde no faltan aventuras, misterios, recetas de cocina, y mucho humor.
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