Elogios Criminales

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JULIO VILLANUEVA CHANG

Elogios criminales

Pr贸logo de Jon Lee Anderson


A la memoria de mi madre, Carmen Chang

Este libro no podrá ser reproducido, total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. Elogios criminales © 2009, Julio Villanueva Chang. © 2009, Editorial Planeta Perú S. A. Av. Santa Cruz 244, San Isidro, Lima, Perú Corrección de estilo: Jorge Coaguila Diseño de cubierta: Martín Arias Diagramación: Astrid Torres-Pita Primera edición: Junio de 2009 Tiraje: 2.000 ejemplares ISBN: 978-9972-239-75-5 Registro de Proyecto Editorial: 31501310900287 Hecho en el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2009-05205 Impreso en Metrocolor S. A. Los Gorriones 350, Chorrillos, Lima, Perú.


«Sólo hay una manera de alabar: atemorizar a quien se elogia, obligarle a ocultarse lejos de la estatua que se le erige, forzarle mediante la hipérbole generosa a calibrar su mediocridad y a sufrir por ella. ¿Qué es un alegato que no atormente ni perturbe, un panegírico que no mate? Toda apología debería ser un asesinato por entusiasmo». E. M. Cioran


Un crepúsculo perpetuo

Los victorianos peinaban los rincones más recónditos del planeta para añadir flores exóticas o huevos de aves raras a sus colecciones privadas. Julio Villanueva Chang salió de cacería y nos trajo de regreso a unos seres humanos: los va diseccionando como la performance de un anatomista, en un estilo narrativo muy meticuloso, que puede ser a la vez tan comprensivo e inquisidor como despiadado y socarrón. A diferencia de los victorianos, sin embargo, su propósito no es el fetichismo de coleccionar, disecar y exhibir: es devolverles su naturalidad. El método de Villanueva Chang funciona tan bien que en estos perfiles ha emergido con nuevas verdades sobre sus personajes y también —quizás— sobre la naturaleza humana. Pero hay aún más: al leerlos uno se percata de que todas las figuras públicas elegidas por Chang —entre ellos el superchef catalán Ferran Adrià, el cineasta alemán Werner Herzog, el fallecido escritor polaco Ryszard Kapuscinski— son gente más bien como él mismo: perfeccionistas obsesivos que crean en los márgenes de un mundo conocido y que viven en una suerte

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de crepúsculo perpetuo, ocultos detrás de sus mitificadas imágenes públicas. Elogios criminales es literatura, por supuesto, en el verdadero sentido de la palabra: historias para ser leídas una y otra vez, con frases para maravillarse y reírse en voz alta. Incluso para guardarse de memoria.

García Márquez va al dentista ¿Qué busca un Premio Nobel con caries en un odontólogo de provincia?

Jon Lee Anderson

El doctor Jaime Gazabón abrió la puerta de su clínica dental de Cartagena de Indias y descubrió a García Márquez tan solo como un astronauta en su sala de espera. Eran las dos y treinta de la tarde del 11 de febrero de 1991 y el paciente había llegado puntual a su primera cita. «En siete años nunca llegó tarde», me contaría tiempo después el odontólogo. En su mesa de centro, había literatura de consultorio de dentista, unas cuantas revistas para bostezar la espera y empezar a caer bajo los efectos sedantes de una música de fondo. El doctor Gazabón parecía muy despierto bajo sus anteojos de lector de dentaduras. Tenía esa bonhomía que transpira la gente de la costa de Colombia y unos bigotes que se esmeraban por competir con su sonrisa simétrica. Aquella primera vez —me contaba en 1999— García Márquez había llegado hasta allí en su automóvil con chofer, en un barrio de la ciudad cuyo nombre es perfecto para un dentista: Bocagrande. Cuando el odontólogo salió a recibirlo, el escritor acababa de completar a manuscrito la ficha de su historia clínica: «Nombre del paciente: Gabriel García Márquez. ¿Cuál es su ocupación? Paciente vitalicio. Número de teléfono: Cortado por falta de pago. Si es casado, ocupación 10

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de su esposa: Sí, no hace nada. ¿Para qué compañía trabaja su esposa? Ya quisiera yo saberlo. Nombre de la persona responsable por el pago del tratamiento: Gabo, el hijo del telegrafista. ¿Tiene usted alguna molestia o dolor? Molestia sí, el dolor vendrá después. ¿Nos podría decir quién lo recomendó al doctor? Su fama universal». Fue lo que García Márquez había escrito en esa primera dramática visita que tarde o temprano todos hacemos al consultorio de un sacamuelas. «Un cuento es lo que te cuentas a ti mismo en la sala de un dentista mientras aguardas tu cita con él», dijo John Cheever. Los primeros siete años de consulta el odontólogo trató a García Márquez con el respetuoso vocativo de maestro. Luego empezó a llamarlo compadre. Cuando se enteró de que la esposa del doctor estaba embarazada de su sexto hijo, García Márquez le preguntó con el entusiasmo de un cura recién ordenado: «¿Y cuándo lo bautizamos?». Iba a ser el primer hijo varón del dentista. Pero no entendió esa pregunta hasta que alguien que había vivido en México le explicaría que en ese país, donde el escritor reside por décadas, a veces el honor de ser padrino se pide a los padres y no al revés. El día del bautizo, García Márquez y su esposa Mercedes Barcha fueron los primeros en llegar a la iglesia. —No creo que nada sea casual —me diría su dentista—. Fue un bautizo macondiano. Aquella ceremonia no fue la primera coincidencia familiar. El doctor Gazabón recordaba que las familias de ambos habían sido vecinas en el barrio de Pie de la Popa y que la hermana de García Márquez iba a jugar a su casa con la suya. Por entonces el dentista era un bebé de un año y el escritor debía ser un veinteañero

que andaba mamando gallo, ese modo tan caribeño de tomarte el pelo y vacunarte contra toda solemnidad. Eran de generaciones distantes: cuando García Márquez ganaba el Nobel de Literatura, Gazabón hacía un postgrado de Rehabilitación Oral en la Ohio State University. La primera vez que el paciente visitó la casa de quien iba a ser su compadre, el novelista entró por la puerta principal y salió por la de la cocina para saludar a las muchachas de servicio. Desde entonces ningún dentista había callado tanto sobre la boca abierta de un escritor que detesta las entrevistas. Según el médico, a García Márquez le gustaba repetirle que cada vez que llegaba a Cartagena de Indias era a él al primero que telefoneaba. Desde que lo visitara en su consultorio, la vida del doctor Gazabón sufrió una metamorfosis. El odontólogo era invitado a leer un fragmento de Cien años de soledad en el Museo Naval de Cartagena. Sus amigos le enviaban libros para que García Márquez se los dedicara. Una firma. Un garabato. Por favor. Las señoras le rogaban fotografiarse con él. Una sola vez. Un minuto. Por favor. Los pacientes que llegaban a su consultorio veían, frente al sillón negro donde se acostaban, un cuadro con una fotografía del paciente ilustre y su odontólogo envidiado. El escritor aparecía recostado en el mismo sillón que ellos y llevaba una camisa negra y las manos tan juntas como si el dentista lo hubiese maniatado. Quienes veían aquel retrato en colores creían que podía ser la travesura de una computadora caribeña, el burdo montaje electrónico de un fanático. Lo cierto es que el cuadro parecía servir al dentista como una primera anestesia para sus pacientes. De un golpe de vista se olvidaban

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de sus muelas y cualquier mueca de dolor se enderezaba en la pregunta de siempre. ¿Qué hacía García Márquez sentado allí?

II

En uno de los cuartos, Jaime Enrique de Jesús, su hijo menor y ahijado del escritor, se había quedado dormido. Había visto una fotografía en la que García Márquez y su mujer estaban con él frente al cura en el instante del bautizo. Entonces era un bebé y ahora tenía siete años. Si le preguntaba sobre su padrino, no recordaría más de lo que sus padres le contaron. Pero esa noche el doctor Gazabón parecía estar dispuesto a mostrarme lo que no me había confiado cinco años atrás, cuando lo conocí en su consultorio de Bocagrande. En esa bolsa de terciopelo azul guardaba un secreto.

Cinco años después de conocerlo en su consultorio de Cartagena de Indias, el doctor Gazabón abrió ante mí un maletín negro que guardaba bajo una clave de seguridad. Se acababa de mudar con su familia a Tampa, Florida, luego de haber tenido que partir de Colombia, donde él y su esposa eran militantes evangelistas de una comunidad cristiana. Ambos predicaban en barrios populares donde no eran bienvenidos por la guerrilla de ese país. Era una noche de otoño y el dentista vestía una camisa negra poblada de árboles. Estaba de pie, frente a la mesa del comedor de su nueva casa, buscando algo en el maletín que acababa de abrir. Su mudanza a Estados Unidos no terminaba. En el piso, aún había cajas por desempacar. Por debajo de la mesa, se paseaba Blackie, un perro pincher en miniatura de quien el dentista decía que sólo le faltaba hablar. En las paredes colgaban pinturas de su esposa, la artista plástica Ángela Schiappa. En los meses posteriores a su llegada, el doctor Gazabón aún no podía ejercer de odontólogo en Florida. Mientras tanto trabajaba de ceramista dental en un laboratorio de prótesis molares. Se había vuelto un escultor de dientes de porcelana. Ya era la medianoche y el dentista extrajo del maletín una minúscula bolsa de terciopelo azul, parecida a esas donde los joyeros guardan metales preciosos para protegerlos de los rasguños y del maltrato del tiempo.

No fueron nada novelescas las razones que llevaron a García Márquez al consultorio del doctor Gazabón. Un odontólogo de Bogotá había operado una corrección en la dentadura del escritor, y este le recomendó al ortodoncista Luis Eduardo Botero para que continuase su tratamiento en Cartagena de Indias. Era una operación de rutina con uno de esos especialistas que te enderezan los dientes en mala posición. El ortodoncista devolvió la dentadura del escritor a su sitio pero le diagnosticó un mal periodontal. En buen castellano, un dolor de encías. Era la especialidad del doctor Gazabón, y el ortodoncista se lo recomendaría a García Márquez. Fue así como aquella tarde de febrero de 1991 descubrió al hijo del telegrafista en la sala de estar de su consultorio de Bocagrande, luego de que este escribiera los datos de su historia clínica en una ficha de cartón que le había entregado su secretaria Onira Madera.

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III


cuando el escritor estaba a punto de enseñarme lo que guardaba en su maletín negro, el doctor Gazabón me dijo que aún no recibía respuesta.

—Fue como un mandato de Dios —me dijo Gazabón trece años después en su casa de Florida. Durante las consultas, García Márquez se volvía más terrenal cuando hablaba de política. Un día el dentista se atrevió a comentarle algo sobre Dios. —Gabo hizo lo que cualquier persona —recordó—. Dio un muletazo y pasó a otro tema. El odontólogo entendió que debía evitar asuntos divinos en sus conversaciones con el novelista. Pero había una pregunta metafísica: qué diablos iba a hacer con sus recuerdos cuando García Márquez se muriera. —Uno nunca sabe —me dijo—. Hasta uno se puede morir antes que él. —Los dentistas no van al cielo —le advertí. —Fíjate que yo sí voy —respondió. No está mal saber que uno va siempre hacia alguna parte. Sentirse un hombre bueno parecía ser la única soberbia en el doctor Gazabón. Tenía apuntada en su historia dental la última vez que atendió a García Márquez: 20 de enero de 1999. Fue un miércoles. El dentista también recordaba haber recibido una llamada telefónica del escritor en diciembre de ese año apocalíptico. Gabriel García Márquez se iría de Cartagena de Indias al siglo siguiente. Por entonces, un cáncer linfático se asomaba a su vida. Según el dentista, hubo el rumor de que el cantante Julio Iglesias quería comprar la casa del escritor. Antes de mudarse a Estados Unidos, el doctor Gazabón había dejado una carta a uno de los hermanos del escritor con el expreso pedido de que este la leyese. También, una caja de galletas preparadas por la suegra del dentista. Esa noche de otoño en Florida,

No había razones obvias para explicar por qué García Márquez lo eligió su dentista y luego su compadre. El doctor Gazabón era un odontólogo de provincia. En los estantes de su consultorio de Cartagena de Indias no se asomaba ninguna novela, apenas clásicos de la dentadura anglosajona como Periodontal Disease, dolorosa literatura para odontólogos. El doctor Gazabón no había leído la novela Anestesia local, de Günter Grass, ni el cuento «El dentista», de Alfred Polgar. Tampoco un episodio de Memorias del subsuelo, donde Dostoievski escribe sobre la voluptuosidad de un dolor de muelas. El doctor Gazabón sí había leído el poema «Desiderata», que por entonces colgaba de una pared del consultorio, por encima de un mueble con enjuagues bucales y dentaduras postizas. Sobre su escritorio había una calavera que nada tenía que ver con Hamlet. Era la escenografía de un sacamuelas, el lugar común de la castración dental. El doctor Gazabón tenía una teoría elemental: García Márquez lo había elegido su compadre para romper la rutina de famoso. Hablaba del escritor con familiaridad, admiración y sin falsas reverencias. «La gente —me dijo— se olvida de que Gabo es un ser humano». Pero la gente también se olvidaba de que el dentista era un ser humano y le preguntaban cuánto se le podía cobrar a un compadre así. «¿Podría decir

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IV


quién lo recomendó al doctor? Su fama universal», había escrito García Márquez en su ficha de paciente.

El odontólogo me seguía contando anécdotas del Premio Nobel de Literatura mientras revisaba el maletín donde guardaba sus más íntimos recuerdos. La historia clínica del paciente García Márquez, retratos de familia con García Márquez, recortes de prensa sobre García Márquez, una muela de García Márquez. Sí. El tesoro del dentista era un molar con tres raíces y una incrustación de oro. Sólo de saber que había pertenecido al novelista, aquella muela adquiría una apariencia de ficción y lucía más horrenda en el acto de extraerla de una bolsa de terciopelo. Ver cualquier muela fuera de su boca hace que uno pasee su lengua para verificar si las suyas siguen allí, dispuestas a masticar y morder. El molar de un genio se ve tan espantoso como el de cualquiera y crea la ilusión de que todos somos iguales bajo las tenazas de un dentista. Pero una muela de García Márquez en tus manos es más que eso. Es la historia secreta de una sonrisa. Desde años atrás en García Márquez ya habitaba cierta inexplicable predilección por el tema dental. Había dedicado algunos episodios de su obra a lo indefenso que uno puede ser ante un dolor de muelas y a la fascinación que puede causar una dentadura. En «Un día de estos», uno de sus cuentos más memorables, Aurelio Escovar, un dentista sin título, extrae sin anestesia la muela que ha torturado por cinco días a su opositor, el alcalde de un pueblo sin nombre. Por suerte, García Márquez nunca quiso ser alcalde

y Gazabón es un odontólogo titulado. Años después, en Cien años de soledad, el novelista escribió un episodio premonitorio de su primera visita al odontólogo: «Vieron [los habitantes de Macondo] un Melquíades juvenil, repuesto, desarrugado, con una dentadura nueva y radiante. Quienes recordaban sus encías destruidas por el escorbuto, sus mejillas fláccidas y sus labios marchitos, se estremecieron de pavor ante aquella prueba terminante de los poderes sobrenaturales del gitano». En resumen, Melquíades terminó sacándose los dientes y envejeciendo de pronto, pero luego se los puso otra vez y sonrió con el poder restaurado de su juventud. El hombre envejece cuando sus dientes no se reponen. García Márquez lo sabía bien. Perder un diente era también una metáfora de la caída del poder. No había sido el primer escritor en fascinarse por las muelas. Joyce y Nabokov habían perdido la dentadura antes de cumplir los cincuenta años, y no se ahorraron palabras para retratarlas en sus libros como algo más que un rasgo fisonómico. Martin Amis, otro escritor del club de los desdentados, ensayó en su libro Experiencia una explicación sobre la comunidad de escritores de dientes postizos: «¿Qué más tenían en común Nabokov y Joyce aparte de la pésima dentadura y una soberbia prosa? El exilio y décadas de una precariedad económica cercana a la indigencia. Y una compulsiva tendencia al exceso. Y la desmedida sumisión que merecidamente les inspiraban sus esposas». Cualquier parecido con García Márquez era pura coincidencia. —Es como un Dios de la literatura. Todo el mundo está interesado en cualquier cosa que hace —me dijo el dentista esa noche—. Gabo sabe que yo no puedo esconder lo que pasó entre nosotros.

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V


El último día que lo vio en su consultorio de Cartagena de Indias, el único diente que le faltaba a García Márquez era la muela del juicio. Pero años antes, aquella primera tarde de 1991, en su consultorio de Bocagrande, Gabriel García Márquez tenía una caries y el doctor Gazabón había decidido operar: le inyectó anestesia local, le extrajo un molar, suturó la herida, y tiempo después colocó un implante en su lugar. Según el dentista, el escritor nunca se quejó. Sin embargo, desde esa primera cita hubo una pérdida. En la historia de la literatura, siempre ha sucedido: Homero fue ciego, a Cervantes le fallaba un brazo, García Márquez tenía caries. —El hilo dental es más importante que el cepillo —me advirtió el doctor Gazabón.

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El tenor que no sabía silbar ¿Por qué uno de los divos más revoltosos de la ópera se porta tan bien en casa de su mamá?

Cada vez que el tenor Juan Diego Flórez revisa su agenda, necesita un largavistas: tiene conciertos programados para los próximos cinco años. Flórez es un cantante de ópera que se sube a los aviones como si fueran taxis. «A veces ya no sé dónde estoy», me dijo una tarde de vacaciones al nivel del mar. Cinco años más de aeropuertos y hoteles. Cinco años más de aire acondicionado. Cinco años más de entrevistas y de dolores de garganta. No debe de haber más de diez seres humanos con un futuro tan comprometido en la escena de la música. Para un divo casero como él, pareciera que su mayor tragedia fuera la imposibilidad de volver a cocinar en casa. Ir a la playa. Decorar su departamento. Por ahora la ilusión más doméstica de este hijo de padres divorciados es tratar de inventar un clima familiar cada vez que aterriza. Corren tiempos post-Tres Tenores en que las ovaciones de pie se han vuelto una engañosa costumbre, y él sólo quiere sentarse en paz a ver un partido de fútbol en su casa de Bergamo, al norte de Italia. Mientras unos críticos de ópera se ocupan de nombrarlo «el cuarto tenor», la revista People en español lo elige uno de los cincuenta hombres hispanos más bellos del mundo. La prensa 21


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