yo, presidente Cinco polĂticos en su ruta al poder
rodrigo valencia ● paola dongo eiko kawamura ● tarcila shinno gonzalo carranza
Yo, presidente
Cinco políticos en su ruta al poder
Prólogos de Augusto Álvarez Rodrich y Julio Villanueva Chang
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados. Yo, presidente. Cinco políticos en su ruta al poder © 2009, Rodrigo Valencia, Paola Dongo, Eiko Kawamura, Tarcila Shinno y Gonzalo Carranza. © 2009, Editorial Planeta Perú S.A. Av. Santa Cruz 244, San Isidro, Lima, Perú. Cuidado de edición: Álvaro Sialer Diseño de cubierta: Martín Arias Diagramación: Astrid Torres-Pita Primera edición: julio de 2009 Tiraje: 1.000 ejemplares ISBN: 978-9972-239-80-9 Registro de proyecto editorial N° 31501310900358 Hecho el depósito legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2009-07242 Impreso en Metrocolor S.A. Los Gorriones 350, Chorrillos, Lima, Perú.
Prólogo
El libro que usted tiene en sus manos constituye una estupenda selección de crónicas políticas, un género que, lamentablemente, se ha ido dejando de lado en el periodismo peruano pero que, sin duda, posee un tremendo atractivo, como el que podrá comprobar en los magníficos textos que componen Yo, presidente. Cinco políticos en su ruta al poder. En el mismo, cinco jóvenes y talentosos periodistas de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (upc) ofrecen una visión interesante y entretenida del mundo de los políticos al que no se suele acceder con facilidad porque está detrás del telón que marca el lindero con el escenario donde están los ciudadanos observándolos, a veces sin entender bien por qué hacen lo que hacen, lo cual se suele decidir en ese espacio más personal e íntimo en el que preparan su actuación. A diferencia del rostro oficial y posado de los políticos, donde los integrantes del elenco estable de la escena nacional se desempeñan con cuidado, voz impostada y orden prefabricado, hay un espacio
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detrás de cámara donde se cocinan realmente los asuntos que determinarán las tendencias principales de los hechos y eventos que ocurren en la superficie de la política. Este libro se ocupa precisamente de eso, de contarnos el mundo detrás del telón, de ofrecernos un strip tease de la trayectoria más íntima de cinco políticos peruanos a través de textos escritos magníficamente y con información no muy conocida de situaciones de sus vidas que nos ayudan a entender esos factores privados que determinan su comportamiento público. Las de Rodrigo Valencia sobre Yehude Simon («El esclavo de las palabras»), Paola Dongo sobre Keiko Fujimori («La dama del presidente»), Eiko Kawamura sobre Juan Velasco Alvarado («La enfermedad del poder»), Tarcila Shinno sobre Humberto Lay («El enviado de Dios») y Gonzalo Carranza sobre Lourdes Flores («Historia de una derrota») son cinco historias interesantes, divertidas y muy bien escritas por periodistas jóvenes que, estoy seguro, darán que hablar en el futuro y que, espero, ayudarán a la reactivación de la crónica sobre temas políticos, esa que nos revela lo que no sabemos pero intuimos y que, cuando la leemos, nos ayuda a entender un poco mejor lo que sucede en la política. Cada una de las crónicas de este libro narra un aspecto de la vida de este grupo de políticos de procedencia diferente y hasta de distintas épocas, y contiene, además, una actualización bajo el título de «Últimas noticias» y una descripción de las fuentes utilizadas para el desarrollo de la crónica.
Yo he disfrutado la lectura de este libro que se lee de un tirón por lo entretenido de las crónicas presentadas. Los invito a compartir la misma experiencia.
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Augusto Álvarez Rodrich
Del Adn al Dni
Una joven escuela de perfiles
La leyenda cuenta que Dostoievski escribió su novela El jugador en veintitantos días para poder pagar sus deudas de apostador impenitente. Los periódicos jamás contarán que los veinteañeros que asistían a un taller con el sospechoso nombre de Periodismo Literario escribían en unos ciento cincuenta días los perfiles de unos personajes con cuyas reputaciones ellos no podían jugar. Publicar el retrato de una personalidad supone atravesar un océano (o un desierto) de información y de tiempo para retratar con mayor o menor justicia a alguien que no sabes bien si es más lo que dice, lo que hace o lo que oculta. Quien escribe un perfil sabe que se enfrenta a un género tan ambicioso como decepcionante: se trata de conocer y explicar a alguien, es decir, una empresa detectivescamaratónica-intelectual en la que cualquier autor está en frecuente desacuerdo consigo mismo. Imagínense si esta aventura se encarga a unos autores con acné, gente cuyo dni es tan nuevo y misterioso como el posible desciframiento de su adn. A diferencia de Dostoievski, quien les duplicaba la edad cuando dictó El jugador a una taquígrafa que sería su futura esposa, los alumnos de Periodismo Literario sabían que al final del taller no acabarían de 11
pagar sus deudas con la verdad de sus personajes, pero apostaban casi todo su tiempo libre en ellos. Cuando se trabaja en un perfil, el periodismo se vuelve una extraña carrera en la que llegar primero es casi siempre perder. La inmersión, ese tiempo dedicado al trabajo de buscar la identidad de una persona a través de su vida, es tan obsesiva y azarosa como la intuición de quién es alguien cuando lo tienes frente a ti. El Google puede ser un oráculo tan luminoso como cegador, tan arrogante en la información y estéril en el sentido, tan gratuito como impune. En un partido de fútbol, seis cámaras de televisión te dicen que no fue gol desde distintos puntos de vista, y a veces sólo la séptima te muestra la verdad. Nuestra memoria y los sentidos, la materia prima con la que trabajamos para reconstruir un acontecimiento, pueden ser tan precarios como frágiles. Los alumnos sabían que dependían tanto de las certezas infrecuentes como de su fe. Preguntar sobre un perro era una aventura de la percepción. Desde que se inauguró este taller en 1999, hubo un principio del placer: cada uno eligió a sus personajes en una subasta de nombres escritos sobre la pizarra de la sala de redacción. Si dos alumnos se tropezaban en querer ensayar el perfil de la misma persona, la puja se resolvía en un quién da más: una semana después, ganaba quien convenciera más al profesor de que el personaje estaba hecho a la medida de su curiosidad, compromiso y ambición. Pero ningún entusiasmo adolescente garantizaba el éxito de su perfil. El profesor oscilaba entre el sumo sacerdote y el funcionario de baja policía. Se portaba como el antipático editor del perfil de cada alumno. No tenía tiempo para leerlo todo, pero los examinaba por fragmentos de textos que observaba como quien se inclina a ver la pata de
una hormiga a través de un microscopio. ¿Cuántos de los alumnos, en sus perfiles, podían combinar la obsesa búsqueda de pistas de un detective, la visión en escala de un historiador, la duda metódica de un ensayista, la claridad de un profesor y el instinto narrativo de un escritor? Durante esos ciento cincuenta días, había encuentros públicos (clases colectivas en la universidad) y privados (clínicas personales para editar los textos). Hubo épocas en que estar en el taller se convertía en una historia de odio-amor —el orden de los factores sí altera el producto— entre el maestro y el discípulo. A veces las consecuencias fueron un maldito profesor con canas que llevaban nombres propios y unos cuantos alumnos innombrables que no querían volver a saber del maldito hasta el día del Juicio Final. Otras veces fue una batalla entre la dictadura y la rebeldía, entre el esfuerzo y el talento, entre la disciplina y las excusas, entre la confianza y la sumisión, entre el amor propio y el deber, entre la desesperación y el aprender a esperar. Al final eran vidas al contado, pero exploradas por ellos con plazo de muerte, no con la misma urgencia de los acreedores ni el tormento visceral de Dostoievski, pero sí con la prisa de una carrera de media distancia contra el reloj y con frecuentes dolores de cabeza y de estómago. Pero había otra diferencia entre el pagador Dostoievski y los apostadores de nuestro taller: en el maduro libro del primero dormían felices la autobiografía y la ficción; en los prematuros libros de los segundos, la verdad debía levantarse sola e invitarte a despertar.
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Julio Villanueva Chang
Yehude Simon
El esclavo de las palabras
Rodrigo Valencia
Rodrigo Valencia Elguera (Lima, 1980) se inició en el periodismo en el diario El Comercio. Egresó de la Carrera de Periodismo de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (upc) en el 2004, y obtuvo su licenciatura tres años después. Ha trabajado como reportero, productor y conductor de programas informativos en Radio Cadena y cpn Radio. Ha participado y gestionado proyectos de comunicaciones en la Conferencia Episcopal de Acción Social y en la Municipalidad de San Isidro. Desde 2005 se dedicó a la comunicación corporativa. Trabaja en el Área de Medios de la upc.
—Vayan preparando el café —decía casi a diario una gruesa voz de hombre en el auricular. Nancy Valcárcel, la esposa de Yehude Simon, presentía que se acercaba un momento amargo para su familia. No era para menos. Las constantes llamadas de amenaza que habían recibido en casa durante los últimos días aumentaban su temor. Cuando los niños contestaban, la voz no tenía piedad. «Vamos a matar a tu papá. Cuando esté de viaje, lo vamos a matar». No estaban acostumbrados, pero tampoco era la primera vez. Durante el primer gobierno de Alan García, entre 1985 y 1990, cuando Yehude Simon fue diputado del partido Izquierda Unida, había sido vinculado al terrorismo por algunos miembros de la bancada oficialista del apra. Ya casi se había convertido en una tradición, hacían lo mismo con otros representantes de la incómoda izquierda radical. Por aquellos días, Simon y su familia recuerdan haber recibido fuertes amenazas de la agrupación subversiva Sendero Luminoso, del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (mrta) e incluso de las Fuerzas Armadas. Aunque casi nunca se identificaban, por el tono de voz no era difícil reconocer de dónde provenían estas llamadas. Corría el mes de marzo de 1992 y esta vez no se sabía quién estaba al otro lado del teléfono.
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hijo de Simon, quien por esos días tenía nueve años. Sin embargo, en otros momentos, les hablaba ya en serio, con mucha serenidad pero sin sonrisas. «Cualquier día de estos me puede pasar algo, me pueden matar o desaparecer, tienen que ser fuertes», les decía. El viaje ya era inevitable, pero serían pocos días de ausencia. Yehude se despidió de su esposa con un abrazo interminable y luego ella se quedó mirando cómo él se alejaba a través del cristal del área internacional del aeropuerto Jorge Chávez. Ese día, a las diez de la mañana, Simon subió las escalinatas, el avión de Air France encendió motores y en pocos minutos desapareció en el cielo.
Una esquela del Partido Libertario de Suiza había llegado a la casa de Yehude Simon. Lo invitaban a participar en el ciclo de conferencias «Significado de la deuda externa en los países del Tercer Mundo». Para llegar hasta allí, el avión necesitaba hacer una escala en Francia, y Simon no tenía visa para pisar el suelo galo. Las cosas empeoraron. Tras iniciar los trámites, dos días antes de viajar, le negaron la posibilidad de obtener el ingreso. Nancy Valcárcel pensó de inmediato que era Dios quien no quería que su esposo saliera del país y eso la hacía sentir, de alguna manera, aliviada. Un frustrado Yehude Simon ya se disponía a cancelar el viaje y regresaba a casa cuando se encontró en la calle con un colega que mantenía buenas relaciones con los funcionarios de la embajada francesa. Era uno de esos amigos providenciales que se aparecen cuando uno más los necesita. En menos de dos horas Simon ya tenía la documentación en regla, los pasajes en el bolsillo y una expresión radiante en el rostro. El avión saldría el sábado 4 de abril de 1992. Los presentimientos de Nancy no la dejaban tranquila. Yehude alistó las maletas y salió acompañado por ella hasta el aeropuerto. A pesar de las amenazas él no se mostraba nervioso. En realidad nunca lo hacía. O quizá no lo demostraba. Incluso cuando sus hijos le informaban de las llamadas y la voz extraña del auricular. Todo lo contrario, respondía siempre con un sarcasmo envidiable para esas situaciones. «Vayan a comprar café y azúcar a la tienda pues», les decía con toda la serenidad del mundo a sus pequeños hijos, aludiendo a su supuesto próximo funeral, y echaba al aire algunas carcajadas. «Incluso, en varias ocasiones, llegó a darme algunos soles para ir a comprar», recuerda Yail, el tercer
Los últimos siete años habían definido la imagen pública de Yehude Simon. Si en sus días de estudiante sus compañeros de clase en la Universidad Pedro Ruiz Gallo de Chiclayo lo habían tildado de acciopopulista, por tener una actitud demasiado moderada y reflexiva en los debates, al convertirse en un parlamentario, Simon se había dado a conocer como alguien que no tenía reparos en decir lo que pensaba ni en defender sus ideas, por más polémicas que éstas pudieran resultar. —Diputado, usted no simpatiza con el Parlamento, pero sí con la lucha armada —le había cuestionado en 1989 un periodista que lo entrevistaba para un tabloide de circulación nacional. —No. Yo simpatizo con la revolución —contestó Yehude Simon con soltura. Declaraciones como ésta, en un contexto en el que dos agrupaciones subversivas sembraban el terror en todo el Perú, habían hecho que el parlamentario fuera considerado
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como algo más que un recalcitrante opositor del gobierno. «La gente decía: “Él es diputado del mrta”. Lo decían en los círculos políticos y en el vox populi colectivo. Y no sólo porque los medios lo hicieran parecer así, sino porque era director del semanario Cambio», recuerda Carlos Chávez Toro, el autor de aquella entrevista que se publicó a doble página y que incluía una fotografía principal para la que Simon se atrevió a posar, a pedido del entrevistador, empuñando un revólver que apuntaba hacia el cielo, a la altura de su rostro, con una pequeña rosa dentro del cañón. Tenía un gesto reposado, casi angelical, pero parecía no querer ver el arma. Tenía los ojos cerrados. Durante las últimas semanas de 1986, Yehude Simon, el diputado de ascendencia palestina y nombre judío que lucía una nariz afilada, orejas grandes, frente amplia, cabellera rala y una espesa barba negra, había sido invitado a dirigir el semanario Cambio, una publicación de línea editorial opositora al gobierno y comprometida con la defensa de los derechos humanos, en especial los de aquellas personas que poblaban las cárceles. En muchas de sus ediciones, el semanario informaba sobre las condiciones de vida de los internos a través de extensos reportajes o dramáticas cartas de los familiares de los reclusos. En su columna editorial del 15 de enero de ese año, el entonces diputado señalaría: Se nos califica de «terroristas» o de estar al servicio de «organizaciones terroristas» por el hecho de defender solamente a los presos políticos y no a los miembros de las Fuerzas Policiales caídos en esta vorágine de violencia que envuelve al país. Esto no es verdad. Nos dolemos y condenamos la muerte de los hijos del pueblo, incluidos los que visten uniforme, aun sabiendo que estos últimos
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tienen asegurado el reconocimiento y sus familiares el amparo de las organizaciones estatales. Como miembro de la Comisión de Derechos Humanos en el Congreso, Yehude Simon había incorporado a su rutina la visita a los penales. «No fue una iniciativa mía. Fue una directiva de Alfonso Barrantes, el líder de Izquierda Unida», recuerda Simon. Para los medios de comunicación y la opinión pública, éste sería quizá el caso más evidente del acercamiento de Yehude Simon a los grupos subversivos. A él no le importaba. Cumplía con su misión. Los enemigos estaban más cerca de lo que se podía imaginar. «Había mucho celo con Yehude. Él se perfilaba con un liderazgo importante y en este país la izquierda siempre se ha mostrado mezquina con eso. Tenían que ser las mismas personas las que estén en las dirigencias y una persona como él les era de riesgo. Tenían que anularlo —señala Rosa Neyra, quien por ese entonces se desempeñaba como asistente de Simon en el Parlamento—. Él visitaba frecuentemente las cárceles y aunque no sólo veía casos de presos políticos sino también de delincuentes comunes y de policías, esto sirvió para que los mismos dirigentes de izquierda lo ligaran al terrorismo. Con mayor razón, esto dio pie a que las Fuerzas Armadas y sectores políticos de derecha dijeran que él era terrorista». Varios años más tarde —demasiados años—, Yehude Simon reconocería que, sin darse cuenta, se había construido una imagen contraproducente. «Traté de permanecer en el centro, pero me radicalicé. Llegué a ser un hombre muy radical. Pero no un radical que buscaba la muerte y la violencia, sino alguien que aspiraba al diálogo. Quise ser la bisagra entre la subversión y el Estado —reflexionaría Simon—. Ahí empezó mi problema».
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Eran casi las diez de la noche del domingo 5 de abril de 1992 y alguien tocaba la puerta de la casa de los Simon, ubicada en una tranquila zona residencial de Surquillo, un barrio de la clase media trabajadora de Lima. La empleada doméstica corrió hasta la sala de estar, donde la esposa de Yehude Simon veía televisión junto a dos de sus hijos. —Señora, hay unos policías que buscan al señor Yehude. —¿No les dijiste que está de viaje? —Ya les dije, señora, pero quieren entrar. A pesar de que había intercomunicador, tocaron nuevamente la puerta. Esta vez tan fuerte que parecía que la pateaban. «Señora, necesitamos entrar para conversar con usted». La voz provenía de un hombre enérgico pero cortés, alguien que se identificaba como coronel del Ejército. «Para conversar conmigo no necesitan entrar», respondió Nancy Valcárcel, quien ya había bajado del segundo piso y estaba tras la puerta del garaje. No estaba nerviosa, pero sí desconcertada. Les pidió identificarse con documentos y una orden de allanamiento, si deseaban entrar. En una incursión como la que se pretendía hacer podría tratarse de Sendero Luminoso, un comando del mrta, un grupo homicida paramilitar o hasta delincuentes comunes disfrazados. «No, señor, aquí no entran», les dijo, y junto a la empleada comenzó a cerrar con todas las llaves, candados y seguros que tenían a la mano. Años atrás, la casa había sido blanco de unos asaltantes que tras romper las cerraduras se llevaron todo lo que les fue posible cargar. Ahora, además de las gruesas puertas de madera, unas rejas internas de acero forjado, varias cerraduras y un muro altísimo con púas
en la parte superior resguardaban a la familia de Yehude Simon. Nancy cerró la última reja y entró a la casa a buscar la agenda telefónica familiar. En la «M» de medios de comunicación había sólo tres registros. Primer número: en la revista Caretas no contestaban. Segundo número: en el diario La República se escuchaba un permanente tono de ocupado. Tercer y último número de la lista de medios: Cambio, el semanario que Yehude Simon había dirigido cinco años atrás, en 1987. Respondieron y sólo llegó a escuchar lo que le dijo brevemente un hombre que dijo ser el guardián: «Señora, aquí también están interviniendo», y colgó. Jessica, la hija mayor de Yehude Simon, recuerda que llamaron también a los bomberos y a la policía. Nadie contestó. Un estruendo que provenía de la calle congeló por unos segundos a los Simon. Yail Simon se acercó a la ventana del segundo piso, corrió la cortina y vio cómo bajo el olivo del patio delantero un grupo de más de treinta militares fuertemente armados buscaba la manera de entrar a la casa. En la calle, tras el muro, había dos tanques y otros vehículos militares. Apostados en los techos de las casas del frente, un par de francotiradores apuntaba hacia las ventanas. Habían echado abajo la puerta principal y las rejas, ahora rompían la ventana de la cocina. —¡Señora! —volvió a llamarle el supuesto coronel—. No queremos destruir más cosas, sólo queremos que nos abra la puerta. Tenemos que entrar. Le voy a pasar este documento, pero no lo rompa, por favor. Nancy recogió el impecable papel doblado que le pasaron por debajo de la puerta. No era exactamente una orden de cateo o allanamiento. Era peor. El Ministerio del Interior otorgaba autorización a este grupo para irrumpir en cualquier edificio, público o privado, sin excepción, y revisar sin un propósito claramente definido.
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—Señora, ¿usted no está viendo la televisión? —interrumpió el militar, mientras ella aún leía el papel a unos pasos de la puerta. Nerviosa y sin comprender aún lo que ocurría, la esposa de Simon se acercó al televisor con el papel en la mano y la primera frase que escuchó le cayó como un balde de agua helada. —Primero. Disolver, di-sol-ver, temporalmente el Congreso de la República... Era el entonces presidente Alberto Fujimori pronunciando un mensaje a la nación con el que sería recordado en la historia. Con eso ya todo estaba claro. Abrió la puerta y los dejó pasar. Primero entraron dos altos y corpulentos militares, luego el coronel, a quien devolvió el documento, y atrás de él más de una veintena de hombres uniformados, con cascos de color verde petróleo en la cabeza, fusiles en los brazos y granadas colgadas en el pecho. Desde la cocina empezaron a buscar, por todos los rincones, lo que nunca encontrarían: a Simon y señales de actividad subversiva. El patio, la sala, el comedor, las ventanas y sus cortinas. Jessica y Yail recuerdan muy bien la perplejidad en los ojos y la cara que pusieron cuando, subiendo por las escaleras hacia el segundo piso, se toparon con un crucifijo de metro y medio de alto. Era un Cristo sangrante que por unos instantes los hizo detenerse y mirarse unos a otros, sin murmurar palabras. Era un regalo que le había hecho Yehude a su esposa un par de años atrás. Los comunistas no suelen creer en Dios. En el dormitorio principal encontraron un altar de la Virgen de Guadalupe y algunas imágenes de santos. En la cabecera de la cama, una colección de rosarios que usaban en las reuniones del grupo de oración al que pertenecían. Los
militares cerraron la puerta y siguieron buscando. Los hijos de Simon sollozaban abrazados en la sala, mientras la empleada corría de un lado a otro, desesperada. Nancy seguía cada paso de los militares dentro de su casa: la biblioteca, el baño, las habitaciones y el dormitorio de Yusef, el menor de los hijos de Simon, que sólo tenía un año de edad. Sólo unos minutos más y la búsqueda había concluido. Con mucho respeto, el hombre que se había identificado como coronel se acercó a la esposa de Simon para disculparse por lo ocurrido. —¿Por qué entran así en mi casa si mi esposo no se ha ido clandestinamente? —preguntó ella antes de que se marcharan. —Nosotros sólo cumplimos órdenes, señora. Además, ésta era una situación de emergencia —respondió el militar, y agregó—: Le prometo que mañana mandaré un carpintero para arreglar su puerta. Los hombres apostados en los techos vecinos bajaron y todos los uniformados se retiraron de la casa. Dos días después, la puerta principal aún seguía rota.
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*** Las llamadas de amenaza regresaron y se convirtieron en pan de cada día. Sin escrúpulo alguno, el hombre que contestaba no daba su nombre, pero se identificaba como miembro del Servicio de Inteligencia Nacional (sin). Una noche, Nancy regresó a casa y encontró llorando a sus hijos. «¡Nos llamaron y dijeron que te habían matado!», balbucearon. Los acosaban con llamadas telefónicas a cualquier hora del día y también se daban el trabajo de llegar hasta la puerta de la casa para atormentarlos por
el intercomunicador. «Un día contesté el teléfono y me pusieron la grabación de todo lo que yo había dicho varios días atrás, cuando respondí a una llamada anónima», recuerda Yail y señala ese momento como uno de los más estremecedores que vivió. Todos temían que las amenazas se convirtieran en realidad. Pensaban que en algún momento pondrían una bomba en la casa y luego acusarían al mrta o a Sendero Luminoso de haber sido los autores. La esposa de Simon no soportó más y distribuyó a sus hijos en casas de distintos familiares. Cada cinco o seis días se mudaban a un nuevo refugio. «Mi mamá y yo nos pasamos dos semanas durmiendo sólo en autos o en camionetas», recuerda Jessica. Durante las mañanas tramitaban sus pasaportes y toda la documentación necesaria para salir del país. Hasta que un día volvieron a escuchar otra llamada de amenaza cuando levantaron el auricular del teléfono en uno de los lugares donde estaban asilados. Los habían encontrado. Confiando sólo en Dios, Nancy regresó a su casa con tres de sus hijos,1 tres días antes de su cumpleaños. El mensaje era claro: no regreses aún. Nancy Valcárcel se lo había dicho a su marido en múltiples cartas y varias veces por teléfono. Aun así, Yehude Simon regresó a Lima un día lunes, cumpleaños de su esposa, 11 de mayo de 1992. Sabía que la situación política luego del autogolpe de Fujimori era completamente incierta. Sabía que su vida estaría en riesgo. Pero no resistió pasar más tiempo alejado de su familia y, sin hacer consultas, decidió volver. Tomó un avión desde Suiza hasta Ecuador y entró al Perú por Tumbes, atravesando la costa por la carretera Panamericana. 1. El cuarto hijo (el mayor, Yehude Antonio) estudiaba en el extranjero cuando ocurrieron estos hechos.
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Cuando Nancy lo vio entrar, cargado de flores y chocolates de leche, se le cruzaron por la cabeza las voces e imágenes de las últimas amenazas. Lo abrazó muy fuerte, llorando de felicidad y angustia al mismo tiempo. «Que sea lo que Dios quiera», dijo para sí misma. En las semanas siguientes al regreso de Simon ya no había llamadas de amenaza. Todo parecía haber vuelto a la calma. Con toda confianza, Yehude Simon retornó a la normalidad de su vida política y regresó a sus labores en el local de Patria Libre, el partido político que había fundado en octubre de 1991. Él había impulsado la creación de este nuevo grupo cuando, al término del gobierno de Alan García, la Izquierda Unida colapsó y ya no funcionaba como el frente político que había llevado a Alfonso Barrantes a la segunda vuelta en las elecciones presidenciales de 1985. En ese mismo proceso electoral, Yehude Simon postuló como candidato de Izquierda Unida y alcanzó los votos suficientes como para ocupar un escaño en la Cámara de Diputados, representando al departamento de Lambayeque. En 1990, en un nuevo proceso electoral, Simon intentó obtener una curul de senador con el mismo partido, pero no llegó a obtener suficientes votos. Esto marcaría el inicio de su nuevo proyecto político, ahora independiente. Para Yehude Simon, Patria Libre no era un intento por reconstruir la Izquierda Unida sino un esfuerzo para reinventar la política. Era un proyecto que buscaba la convergencia a través de la apertura y el diálogo. Ser cristiano, patriota y nacionalista eran las tres características básicas necesarias para pertenecer a este partido que ya se alistaba para participar en las elecciones municipales de 1993.
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La suerte de Simon ya estaba echada. La noche del 11 de junio, a sólo un mes de su retorno, había tenido una reunión de coordinación con un grupo de jóvenes apristas en el local de Patria Libre, en la séptima cuadra del jirón Cañete en el centro de Lima, y se alistaba para regresar a su casa. Conduciría una camioneta pick-up color azul marino que su suegro había comprado recientemente, y aprovechó la capacidad del vehículo para llevar, tanto en la cabina como en la tolva, a un grupo de sus compañeros de partido. Entre ellos estaba el vicepresidente de Patria Libre, la secretaria de Derechos Humanos, la secretaria de Juventudes y un hombre de seguridad. Como era su costumbre, había decidido dejar a cada uno en su respectiva casa antes de que dieran las diez de la noche y se iniciara el toque de queda. En el camino, Rosa Neyra, la secretaria de Juventudes de Patria Libre, que iba sentada junto a Simon en la cabina, notó que una moto y un par de automóviles lo estaban siguiendo. Simon miró por el espejo retrovisor y no consiguió divisarlos. En cuanto tuvo la oportunidad giró el timón, volteó en algunas esquinas, y trató de evadir la aparente persecución. Él todavía no creía que fuera posible. Cuando se dio cuenta, había perdido el rumbo y los vehículos todavía lo seguían. Ya convencido de la amenaza, pensó que lo mejor sería acercarse a un medio de prensa. Eso, de alguna manera, hacía que se sintiera protegido. Entró a la avenida Arequipa, pensando llegar hasta las puertas de una estación televisiva, y cuando iba a cruzar la calle Trinidad Morán, en el distrito de Lince, dos automóviles blancos le cerraron el paso frente al edificio El Dorado. Rápidamente, del primer vehículo bajó un hombre vestido de civil y se acercó a la cabina de la camioneta.
—¡Ponga las manos sobre el timón y no se mueva! —increpó el hombre, sin identificarse. Simon lo miró y sin responder una sola palabra hizo exactamente lo que le habían pedido. Era una operación de la Dirección Nacional Contra el Terrorismo (dincote). Un comandante llamado Juan Gonzales, a quien le gustaba que lo llamaran El Chacal, la dirigía. Simon era el objetivo. Ya eran las dos de la mañana y Nancy Valcárcel aún esperaba a su esposo. Tenía la certeza de que algo le había sucedido pero no sabía qué hacer ni a quién llamar. Estaba al borde de la desesperación e intentaba tranquilizarse rezando mientras miraba la calle vacía a través de las ventanas del segundo piso de su casa. Desde ese lugar pudo ver cómo llegaban los vehículos de los militares y la camioneta azul de su padre donde traían a Yehude. Ella contestó el intercomunicador y escuchó la voz de su marido. —Los señores van a pasar. Son de la dincote —le dijo Yehude Simon con una voz tranquila pero firme. Entraron veinte hombres ataviados con uniformes y armas, como la vez anterior. Pero en esta oportunidad los acompañaban dos mujeres: una fiscal y su asistente. Ellos trataron de no hacer ruido porque los niños dormían. Ellas recorrían con la mirada todos los rincones de la casa. «Tenían una actitud pedante y andaban con cara de “todo me apesta” —recuerda Nancy—. Nos miraban con cólera, como si nosotros les hubiésemos hecho algo». Los militares escrutaron cada habitación, cada mueble y cada cajón acompañados por Simon, la fiscal y su asistente. Cuando entraron a la habitación de Yail, él despertó y vio a los hombres armados que pasaban al costado de su cama, pero no se movió, y fingió seguir durmiendo porque pensó que sólo se trataba de otra de esas amenazas a
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las que ya los tenían casi acostumbrados. Luego de dos horas, exhausta y somnolienta, Nancy se recostó en un sofá mientras revisaban, uno por uno, los libros de la biblioteca. Jessica, la hija mayor de Simon, también se había despertado al escuchar algunos ruidos, y fue a hacerle compañía en la sala. A las cinco de la mañana terminó la búsqueda. No encontraron armas, no encontraron panfletos, no encontraron indicios que vincularan a Yehude Simon con las actividades de algún grupo terrorista. Sin embargo, los militares habían levantado un acta a su gusto y la fiscal ordenó el arresto de Simon para realizar más investigaciones. «Al salir, los militares se llevaron la camioneta, dinero en dólares que encontraron en un cajón, una foto de Yehude con Yasser Arafat y varios libros de la biblioteca», detalla Nancy más de una década después. Junto a todo lo incautado, se llevaron también a Simon. No le permitieron despedirse de su familia. ***
cada tres o cuatro días», recuerda Alfonso Castiglione, un periodista que también estuvo detenido en esa carceleta. La celda estaba iluminada durante las veinticuatro horas del día por fluorescentes mortecinos. Los policías les habían quitado los relojes y muchos perdían la noción del tiempo porque desde ese sótano jamás se veía la luz del sol. En este ambiente de la carceleta estaban recluidas más de ciento veinte personas. La población total de detenidos en los cuatro calabozos de Palacio de Justicia superaba el medio millar. Durante esta época, los peruanos se acostumbraron a ver desfilar cada noche por las pantallas del televisor a mujeres y hombres vestidos con el traje a rayas que distinguía a los terroristas y delincuentes capturados. Todos con un número diferente en el pecho. Parecía un contómetro. A nadie le importaba conocer la procedencia del acusado. «Un terrorista menos», decían algunos. Y no faltaba alguien que agradeciera a Dios. Yehude Simon, como muchos otros, había sido capturado por un supuesto delito de terrorismo pero nunca fue presentado ante la prensa vistiendo el traje a rayas. Nadie supo jamás por qué.
Yehude Simon llegó a la carceleta del Palacio de Justicia junto a otros catorce hombres que fueron detenidos. Al interior, dos individuos recibían a los recién llegados: uno era el delegado de Sendero Luminoso; y el otro, del mrta. —¿A qué partido perteneces? —le preguntaron ambos, casi al mismo tiempo. —Somos de Patria Libre —respondió Simon, poniéndose a la cabeza del grupo. Sin hacer más comentarios, le señalaron el lugar que ellos reservaban para los detenidos ajenos a los grupos subversivos. «Era un rincón húmedo y mugriento, el más cercano a un buzón de desagüe que era usado como silo, y que rebalsaba
Muchos inquilinos de la carceleta de Palacio de Justicia temían el traslado. Sabían que no se trataba sólo de un oscuro cuento. El camino de la carceleta al penal de máxima seguridad Miguel Castro Castro era muy comentado por el ensañamiento de los militares contra los detenidos que realizaban el corto viaje. Yehude Simon recuerda que cuando aún no había amanecido los militares irrumpían en el calabozo con gritos
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destemplados, llenos de adjetivos. «Para que el preso se despierte», era la justificación. Lo cierto es que no había nadie a quien despertar porque los detenidos no dormían desde la víspera debido a la tensión. Todos los que estaban en la lista formaban filas. Cualquier objeto de valor o dinero que guardasen en los bolsillos, aunque fuera un sencillo, sería arrebatado por los policías encapuchados que se encargaban de empujarlos contra la pared para registrarlos y, de paso, estamparles recios puñetazos y patadas a modo de despedida. Luego de la golpiza todos subían a los destartalados omnibuses marrones y sin ventanas del Instituto Nacional Penitenciario. Al interior del vehículo la orden era clara: todos debían viajar agachados, con la cabeza entre los brazos, muy cerca de los muslos. —¡Terrucos de mierda, levantan la cabeza y los molemos a palos! —gritaban una y otra vez los militares, mientras empujaban a los detenidos— ¡Avanza, asesino concha tu madre! Durante los cuarenta minutos de viaje, el responsable del traslado informaba con ironía a los pasajeros: «En la entrada a su nueva residencia tendrán un comité de bienvenida». Y se reía. Algunos sentían cómo su corazón se aceleraba, otros empezaban a sudar de nervios y no faltaba alguien que masticaba en silencio su llanto. Cuando se daban cuenta, el vehículo ya se había detenido. Estaban en el penal Miguel Castro Castro. —¡Llegaron los terroristas! —exclamó alguien desde afuera del ómnibus, el día en que llegó el grupo de Yehude Simon. La bienvenida consistió en una lluvia de patadas y varazos ni bien bajaron del vehículo. Luego los llevaron al patio y los obligaron a permanecer sentados bajo el sol del mediodía, otra vez mirando hacia el piso,
hasta que un coronel llegó para darles un discurso de recibimiento. —Ustedes han llegado a mi penal. Y a cualquiera que fomente el desorden, haga pintas o no obedezca el reglamento, me encargaré personalmente de molerle los huevos a patadas —puntualizó el militar mientras se paseaba cogiéndose ambas manos a la espalda. Antes de hacerles pasar a sus respectivas celdas los hicieron formar en filas para entregarles una frazada, un colchón delgado de espuma sintética y un tazón para recibir los alimentos. Luego de los obsequios la ceremonia de bienvenida había concluido. La recepción era sólo el principio, luego conocerían dónde, cómo y con quiénes les tocaría pasar el resto de sus días y noches de prisión. Yehude Simon llegó al penal Castro Castro el 24 de julio de 1992. Otras doce personas que también pertenecían a Patria Libre llegaron en su grupo. El delito que se les imputaba a todos: colaboración con el terrorismo. El movimiento liderado por Simon era, según sus captores, el brazo legal del mrta. Al día siguiente, seis de los compañeros de Yehude Simon fueron enviados a un pabellón al que llamaban «la clínica»; y el ex diputado, junto a los otros seis, a las celdas 1 y 2 del pabellón 1A. Poco tiempo después de instalarse, Simon comprobaría que en el pabellón al que fue mandado no sólo había senderistas sino también sobrevivientes del motín que se había producido en el penal dos meses atrás. Sendero Luminoso hacía sentir su presencia dentro del pabellón. A voz en cuello repetían sus vivas y consignas de guerra como extensas letanías. Era tal la redundancia que parecía como si estuviesen rezando el rosario en conjunto. Y, para alternar, cantaban sus himnos hasta cinco veces al
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En 1992, el penal Miguel Castro Castro era una de las prisiones de máxima seguridad que había en el Perú. Tenía doce pabellones y un venusterio que en 1994 se convertiría en el pabellón de los internos acusados de terrorismo que se acogieron a la ley de arrepentimiento. Cada pabellón tenía tres pisos, dieciséis celdas y un tópico. Todas las celdas tenían la misma dimensión: dos por tres metros. Dentro de este reducido espacio se ubicaban dos tarimas de cemento; una tenía su base en el suelo, la otra estaba un metro encima de la anterior. Eran usadas como camarote. En una esquina del fondo se encontraba el baño, que en realidad no era más que un silo, y un lavatorio de cemento, con una llave por donde el agua salía sólo por treinta minutos, dos días a la semana. Esto era todo lo que había dentro del espacio de seis metros cuadrados. Las celdas estaban hechas para dos personas, pero en realidad convivían tres en cada una, y en algunos casos hasta cuatro presos. Durante las noches, alguno de los internos debía dormir en el suelo, sobre un cartón que ponían bajo el delgado colchón de espuma sintética que les entregaban al ingresar al penal. Los presos que aún dentro del penal se mantenían ligados a su organización, por un acto de disciplina, debían turnarse con sus compañeros en el uso de la tarima. Aquellos que no pertenecían a ninguna de estas
organizaciones estaban tácitamente sentenciados a dormir en el piso de cemento. La primera vez que Yehude Simon vio cómo el carcelero aseguraba el cerrojo de su celda, el dolor, el miedo y la angustia se fusionaron dentro de él. Lo recuerda claramente: sentía como si hubiera descendido al nivel más bajo del infierno que describe Dante Alighieri en la Divina Comedia. Cada día pasaría veintitrés horas y media encerrado en su pequeña celda sin hacer nada: estaba prohibido leer, escribir y desarrollar cualquier otra actividad intelectual o artística. Eran las consecuencias del régimen cerrado de prisión, el reglamento que el penal de máxima seguridad puso en práctica desde julio de 1992, en cumplimiento de la legislación antisubversiva. Para Simon, cada minuto que pasaba era una inacabable hora. La única excepción de las prohibiciones era la lectura de la Biblia. Él no dejó pasar esa oportunidad y se dedicó a devorar las Santas Escrituras con paciencia de monje de clausura. La rutina diaria se iniciaba entre las seis y las siete de la mañana. Simon debía turnarse con sus dos compañeros de celda para asearse, utilizar el silo y ordenar la celda. Dos veces a la semana —nadie sabía exactamente cuándo— debían juntar baldes vacíos de pintura, botellas no retornables de gaseosa y hasta los tapers de plástico para almacenar el agua que sólo fluía durante media hora. El desayuno llegaba siempre antes de las siete: una infusión, casi siempre de yerbaluisa, y un par de panes tan duros que parecían sobras de la semana anterior. En algunas ocasiones el pan no llegaba durante dos o tres días y los internos sólo tomaban agua azucarada con alguna yerba. Una de las obligaciones más irónicas y crueles que cumplían los internos del penal Castro Castro era cantar semanalmente el Himno Nacional. Yehude Simon y todo
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día. Por lo demás, la mayoría de los senderistas era, hasta cierto punto, respetuosa. Sin embargo, no faltaban algunos que provocaban a quienes no eran de su grupo. Años después, Yehude Simon recordaría que ese primer día, desde la penumbra de su celda, se sentía tan extraño como una hormiga en una colmena de abejas. ***
su pabellón tenían como imposición hacerlo todos los lunes por las mañanas. Un guardia pasaba antes del desayuno y escogía al azar un grupo de veinte presos. Antes de entonar el sagrado «Somos libres», los ordenaban simétricamente en cuatro filas al centro de un patio. Siempre sucedía lo mismo: los militantes de los grupos subversivos se negaban a cantar y, en represalia por el irrespetuoso silencio, eran golpeados por los carceleros. Pero si se atrevían a cantar su suerte no cambiaba mucho, porque entonces, cuando regresaban a sus celdas, el castigo llegaba del otro lado. Simon siempre cantaba el Himno Nacional. La única comida del día llegaba a las dos o tres de la tarde. Era sólo un plato y dos veces a la semana estaba acompañado de sopa. Al igual que el desayuno, el tazón de plástico donde servían el almuerzo era entregado a los presos a través de una pequeña abertura cuadrada de quince centímetros que se hallaba entre el piso y la parte inferior de la puerta metálica de la celda. Muchas historias se tejen sobre los alimentos de las prisiones, pero Yehude Simon pudo comprobar más de una vez, y en su propio plato, que los insectos, las partículas de vidrio molido y las patas o colas de rata no eran sólo un mito. Como sucedía con la gran mayoría de internos, él también sufría enfermedades estomacales que se hacían crónicas. Nadie más que los encargados de la cocina sabía lo que allí pasaba. Sin embargo, Simon llegó a enterarse de que, cuando preparaban la comida, los delincuentes comunes escupían y miccionaban sobre las ollas. Nadie podía quejarse porque las amenazas llegaban de inmediato. «Por reclamón te vas a ganar tu pasaje a Yanamayo», advertían los carceleros, aludiendo al penal más alejado y frío del país. Los presos se fueron enfermando cada vez más. La mala alimentación no les ayudaba a resistir los procesos infecciosos. Además de las
dolencias digestivas, aumentaron también las bronquiales. La tuberculosis se convirtió casi en una epidemia. El resto de la tarde lo pasaban en la penumbra de la celda, esperando su media hora de salida al patio del pabellón. Los treinta minutos que duraba el esparcimiento empezaban a correr desde el momento en que los custodios abrían el candado de la puerta. Algunos sólo salían para estirar las piernas mientras deambulaban conversando y haciendo nuevas amistades. Otros se animaban a jugar un fugaz partido de fulbito. Yehude Simon trataba de hacer todo para no aburrirse, pero principalmente conversaba. Con el descuento del tiempo que tardaban en salir, bajar de los pabellones y regresar a sus respectivas celdas, tenían sólo veinte minutos para disfrutar de un poco de espacio, aire y luz. Tenían que aprovecharlo al máximo. Una vez terminado el momento de relajo, Simon veía morir lo que quedaba del día, casi siempre frente a la llama de una vela.
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*** Para abril de 1993, Yehude Simon había pasado casi nueve meses entre los muros y rejas del penal Castro Castro. Como la mayoría de presos, aún no recibía una condena. El tercer día de este mes, fuera del turno habitual de visita, tres hombres vestidos de civiles se presentaron en la puerta de su celda. No dijeron cómo se llamaban, pero se identificaron como agentes del sin y le revelaron que habían sido enviados por Vladimiro Montesinos, el asesor del presidente Fujimori. Su misión era hacerle llegar una sorpresiva y tentadora propuesta. —Afuera está Alejandro Guerrero —le dijo uno de los hombres, refiriéndose al barbudo reportero estrella de un
programa dominical de televisión que por ese entonces gozaba de gran sintonía y credibilidad—. Queremos que hagas un pequeño discurso reconociendo tus errores y los logros del presidente. También un llamado para que la juventud deje la violencia. Haces eso y sale en libertad toda tu gente. Esas palabras quedarían grabadas en la memoria de Eduardo Sihue, un redactor del semanario Cambio que fue detenido al día siguiente de la captura de Yehude Simon y compartía la celda con él y otros dos hombres vinculados al ex diputado. Simon pidió tiempo para meditarlo. Se sentó sobre una esponja que hacía las veces de colchón para la tarima de cemento y analizó junto a sus compañeros de cautiverio los pros y contras de la oferta que acababa de recibir. Él estaba casi convencido de aceptar. —¿De qué tienes que arrepentirte? —le cuestionó Sihue—. Tú no has matado a nadie. No has hecho nada. ¡No les puedes dar ese gusto! —Pero es por la libertad de todos ustedes. ¡Piensen en sus familias! —respondió Simon con energía. —Míralo así, Yehude. Podríamos salir de la cárcel y luchar desde afuera por tu liberación —propuso rápidamente otro de los ocupantes de la celda, aprovechando la situación. Eduardo Sihue se opuso nuevamente. Lo que más deseaba era conseguir su libertad, pero no estaba dispuesto a lograrla mediante un chantaje. Treinta minutos después los emisarios de Montesinos regresaron. Yehude Simon había preparado una contrapropuesta. Reconocería los avances del gobierno de Fujimori como pasos importantes, pero también iba a señalar que faltaba orientar los esfuerzos hacia la solución de los problemas sociales del país. En otras palabras, «daría a entender que no bastaba sólo con derrotar a la violencia», recuerda Sihue. A los agentes del sin no les gustó la proposición.
—Ésas son huevadas —le respondió uno de ellos con intransigencia—. ¿Vas a decir lo que te dijimos? Queremos que esto salga este domingo en Panorama. —Yo no tengo algo de qué arrepentirme —dijo Simon—. Nunca hice daño a nadie y sólo he actuado como un político. —Entonces púdrete en la cárcel. Sin hacer más comentarios los hombres se fueron y nunca más volvieron a aparecer. Dos días después, a las nueve de la mañana del 5 de abril de 1993, un policía judicial vociferó: «Simon Munaro, Yehude». Primero los apellidos y luego el nombre. Abrieron el candado de su celda y lo hicieron salir. Era hora de escuchar su sentencia. Al entrar a la sala acondicionada dentro del mismo penal, Simon se vio reflejado de cuerpo entero en un inmenso espejo. En realidad era un vidrio que por el reverso lucía transparente. Los llamados jueces sin rostro se instalaban en una pequeña habitación que estaba tras el cristal, y la única forma de percibirlos era a través de las distorsionadas voces que salían por unos parlantes. El ambiente era completamente cerrado, no tenía ventanas. El olor era nauseabundo, había heces de ratas esparcidas por todo el suelo y los asientos. Era el preludio de algo que sólo podía ser nefasto. Y lo fue. Una voz tenebrosa anunció por los parlantes el veredicto y la sentencia para Yehude Simon. Lo declararon culpable por colaboración con el delito de terrorismo en agravio del Estado y merecedor de una condena de veinte años de prisión efectiva. Las primeras noches, luego de su sentencia, Simon no pudo conciliar el sueño. Si lograba dormir era asaltado rápidamente por una pesadilla. Una sentencia fácilmente puede generar una excesiva dosis de desesperación que
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desestabiliza emocionalmente al inculpado y que incluso puede conducirlo a un intento de suicidio. Esto no ocurrió con él pero sí con otros reclusos que veían cómo sus vidas se desmoronaban luego del fallo del tribunal. *** Era un titular de primera página: «Veinte años de cana para Yehude Simon». Yail no recuerda en qué diario leyó ese texto, pero evoca con exactitud el momento. Era la mañana del 6 de abril de 1993 y regresaba a su casa luego de comprar el pan para el desayuno. —Me detuve a leer los periódicos en el quiosco y casi todos mencionaban la noticia y el nombre de mi papá. Yo tenía diez años y no comprendía —recuerda. Además de la sentencia impuesta sobre Yehude Simon, la familia del ex diputado izquierdista sufrió la embestida del cuarto poder. La confianza de Yail en la inocencia de su padre comenzaba a tambalearse cuando se acercaba al puesto de periódicos. Leía cada día un nuevo y feroz titular condenatorio. Se hacía casi habitual ver el nombre de Yehude Simon acompañado por la palabra «terruco» o «terrorista». Aunque hubo algunas pocas excepciones, Yail y sus hermanos sentían que los medios de comunicación estaban acribillando a su padre. —La prensa era tan escandalosa que hacía creer a todo el mundo que mi papá era realmente un terrorista —recuerda Yail con resentimiento—. Incluso llegó un momento en que me hicieron dudar. Pero sólo fue por unos minutos. La familia Simon Valcárcel tuvo que acostumbrarse a leer, ver y escuchar de todo. Así como también se acostumbraron a hacer las extensas colas y pasar por minuciosas e impúdicas
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revisiones que antecedían el ingreso de las visitas al penal Castro Castro. Hasta 1994, Yehude Simon sólo podría conversar con sus hijos y su esposa, durante veinte minutos, cada tres meses. A partir de 1996 el régimen carcelario permitiría las visitas quincenales. Y sólo después de 1998 se llegaría a permitir que los familiares de los internos, previamente inscritos en un padrón, visiten la cárcel cada domingo. Las mujeres y niños menores de cinco años lo hacían en la mañana. Los varones tenían el turno de la tarde. Durante las visitas, conversar era casi imposible. Nancy Valcárcel y sus hijos eran conducidos por los oscuros pasillos del penal hasta las cabinas del locutorio, y esperaban sentados. Dos carceleros traían a Yehude Simon desde su celda y lo dejaban al otro lado del locutorio. Dos mallas metálicas separadas por unos veinte centímetros, y un vidrio en medio, no permitían el contacto, desfiguraban la imagen de la persona en ambos lados y dificultaban la audición. Para hacerse escuchar, todo el mundo gritaba y el ambiente se convertía en un pandemonio. Cuando se daban cuenta, los veinte minutos habían pasado. Los carceleros llevaban a Simon de regreso a su celda. Su familia se despedía: hasta el próximo mes. *** Hay visitantes que los internos del penal Castro Castro nunca olvidarán. Uno de ellos fue Hubert Lanssiers, un sacerdote belga que llegó en la primavera de 1993. Desde entonces, la vida al interior del penal empezó a cambiar. Ese año, Lanssiers había sido nombrado presidente de la Comisión Gubernamental de Diálogo con los Organismos de Derechos Humanos por el mismísimo jefe de Estado. Este organismo de enrevesado y extenso
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nombre tenía entre sus múltiples atribuciones la revisión de casos de inocentes en prisión. Luego de conocer a Lanssiers, Yehude Simon comenzó a reconstruir lentamente su libertad dentro de la prisión. El ex diputado no pasaba sus días pensando en cuándo sería indultado, sino empeñado en encontrar una fórmula que hiciera más soportables sus días de encierro. El sacerdote encontró en Simon a un hombre preocupado por el bienestar de todos los internos y le ayudó a convertir en realidad aquello que en esa época sólo podía considerarse una fantasía: una biblioteca dentro de la prisión. La prohibición de la lectura continuaba, pero Lanssiers batalló contra el sistema carcelario hasta obtener los permisos necesarios. Luego de tanta insistencia, el director del penal accedió. Una mañana de 1994 un guardia llegó hasta la celda de Simon y le entregó un costal con libros viejos. Había sido designado por el alcaide para seleccionarlos y empezar el proyecto de biblioteca. Luego de limpiarlos y revisarlos sólo quedaron cinco. Al notar la pasión que esta actividad había generado en Simon, Lanssiers gestionó con diferentes organizaciones defensoras de los derechos humanos la donación de libros. En menos de tres semanas ya había más de doscientos libros para implementar la biblioteca. El sacerdote tenía reservado algo más para Yehude Simon. Los libros que habían llegado estaban guardados en un depósito del tercer piso del pabellón conocido como «la clínica», un recinto cuatro veces más grande que una celda común, que tenía una ventana y una puerta con rejas de acero. Lanssiers llevó a Simon al sitio. —Ésta es la biblioteca, y tú serás el bibliotecario —le dijo.
Al principio, Yehude Simon no entendió. La oferta era muy atractiva, pero cumplir esa función sería imposible. Aún estaba en vigencia el régimen cerrado que permitía sólo media hora de esparcimiento durante el día. —No tendrás que salir de tu celda para llegar hasta aquí —le explicó Lanssiers—. Desde mañana ésta será tu nueva celda. Para Simon las palabras de Lanssiers sonaron a «desde mañana serás libre». Entre sus nuevos «compañeros de celda» estaban Vallejo, Vargas Llosa, García Márquez, Bryce, Hemingway y Benedetti. El director del penal había accedido a que los libros de la biblioteca fueran prestados a los reclusos para que los leyeran en sus celdas durante una semana. Los más entusiasmados con el nuevo servicio eran unos periodistas que se encontraban cumpliendo sus sentencias por delitos vinculados al terrorismo. Entre ellos estaba Alfonso Castiglione, un periodista radial que llegó a leer casi doscientos libros en menos de dos años. Otros asiduos lectores fueron José Álvarez y Eduardo Sihue, quienes habían trabajado con Yehude Simon en el semanario Cambio.
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*** Se podía leer pero no se podía escribir. Aunque había una biblioteca en funcionamiento, los guardias tenían la orden de decomisar cualquier lápiz o lapicero que pudieran encontrar. Yehude Simon, antes de pasar a la biblioteca, había burlado muchas veces estas incautaciones: escondía su lapicero dentro del colchón. Un día, mientras clasificaba las donaciones de libros, Simon encontró uno pequeño y delgado, pero muy especial para él: El hombre en busca de sentido, una obra de 1946 de Viktor E. Frankl, un psicoanalista austríaco. El libro narraba la trágica supervivencia
del autor en el campo de concentración de Auschwitz durante la persecución nazi contra los judíos. Después de eludir algunas diferencias mayúsculas, Yehude Simon se sentía plenamente identificado con la historia. La alimentación, las restricciones, y muchas veces hasta el trato de los carceleros en el penal Castro Castro eran similares a los que había recibido Frankl en Auschwitz. Pero Simon le prestó atención también a otros detalles. El psicoanalista describió los pormenores de su captura, el momento en el que lo despojan de su familia y del manuscrito de un tratado científico en el que había trabajado durante varios años. Al ex diputado le había sucedido algo parecido: una de las pruebas que habían servido para sentenciarlo fue una hoja manuscrita de su proyecto de novela. Había aún más coincidencias. Frankl decidió empezar a escribir El hombre en busca de sentido cuando aún se encontraba prisionero. Lo hacía a escondidas y en papeles de desecho. Simon, durante sus dos primeros años en el penal Castro Castro, había escrito algunos poemas y anotaciones para un próximo libro en pedazos de papel higiénico. Escribir era la única actividad que lo había librado del entumecimiento mental. El ex diputado llegó a escribir alrededor de ochenta poemas y se los entregó al padre Lanssiers para que los revisara e hiciera una selección. Quería publicarlos. El sacerdote fue muy crítico y desechó la mayoría. Quedaron sólo treinta poemas. Unos meses después, en mayo de 1995, la obra de Simon se estaba publicando en un delgado volumen llamado Hablar una vez más. En la cárcel había mucho que contar. Para una nueva obra, Yehude Simon prefirió dejar el género lírico a un lado y explorar el campo de la narrativa. Recopiló las historias más dramáticas que había escuchado y vivido
dentro de prisión y comenzó a componer los relatos dialogados. El nuevo libro de Yehude Simon se terminó de imprimir a mediados de 1998 bajo el título de El pasajero y otros cuentos. Cuando Alberto Fujimori asumió la presidencia de la República por tercera vez, Simon publicó su tercer y último libro escrito en la prisión. Se titulaba El grito de la agonía y apelaba al género ensayístico para explicar los caracteres de todos los agentes involucrados en el sistema carcelario: el Instituto Nacional Penitenciario, los policías, la Iglesia y, evidentemente, los presos. Fedor Dostoievski solía decir que las cárceles reflejan la realidad de la sociedad en la que se encuentran. Lo decía con autoridad porque él había pasado la experiencia de sobrevivir en los calabozos de su época. El grito de la agonía era la interpretación personal que hacía Yehude Simon del reflejo del Perú en el penal Miguel Castro Castro. El reflejo de una década de historia.
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*** —Por los inocentes en prisión soy capaz de tomar té con el Diablo. El padre Hubert Lanssiers dijo alguna vez esta frase y no la cumplió sólo porque Satanás jamás se le cruzó por el camino. Sin embargo, cuando el presidente Fujimori lo nombró su representante en la Comisión ad hoc para indultos, tuvo que realizar —junto a Jorge Santistevan de Noriega, el defensor del Pueblo— un par de visitas a Vladimiro Montesinos. En esas circunstancias daba casi lo mismo. La primera vez que Yehude Simon recibió la visita del defensor del Pueblo, no le ocultó su escepticismo. No creía en él y tampoco creía que la Comisión ad hoc para indultos pudiera hacer mucho por su caso, aunque
la presidiera el padre Hubert Lanssiers. Le bastaba con saber que los integrantes de este organismo habían sido nombrados por el propio Fujimori. Pero la desconfianza no duró mucho tiempo. Luego de constatar el trabajo persistente que desarrollaban Santistevan y Lanssiers junto a los abogados de la Defensoría del Pueblo, no dudó en unirse a la labor. Se convirtió en un delegado extraoficial y ad honorem de la Comisión. Los guiaba por los pasillos de la cárcel y hacía las preentrevistas para facilitarles el trabajo. Nadie sabe cómo, pero cada vez que visitaban el penal, conseguía cigarrillos para el padre Lanssiers y agua mineral para el defensor del Pueblo. A Simon le estimulaba saber que, aun en esas condiciones, estaba trabajando por la libertad de quienes estaban presos junto a él. El recurso de nulidad presentado por la defensa del ex diputado había sido rechazado en 1993. El recurso de revisión de 1996 también. Sólo la Comisión ad hoc podía ahora asumir su caso y solicitar el indulto. Lo hicieron, luego de revisar minuciosamente cada página de su grueso expediente. La recomendación de indulto estaba firmada por los tres integrantes de la Comisión: el padre Lanssiers, el defensor del Pueblo y el ministro de Justicia. El documento fue enviado a Palacio de Gobierno y nunca más se supo de su paradero. Santistevan estaba absolutamente convencido de que Yehude Simon era inocente. En una conversación que sostuvo con Vladimiro Montesinos, en una salita con sillones de cuero color habano del sin, el defensor del Pueblo entró sin rodeos al tema. Ese día, el asesor presidencial había acaparado la conversación tratando de convencer a su invitado sobre el trabajo profesional que realizaba el sin. Santistevan cambió el tema de conversación.
—Quería hablar sobre el tema de los indultos. Solamente de algunos casos que el presidente ya me dijo... —¿El caso de Yehude Simon? —interrumpió Montesinos—. El señor no va a salir. —¿No quieren ganar puntos políticos? —trató de convencerlo Santistevan—. ¿No quieren que esto repercuta y que el presidente sea magnánimo? El asesor presidencial se incomodó por la insistencia del defensor del Pueblo y negó la mínima posibilidad de un indulto para el ex diputado. Santistevan se enteraría luego, por algunos allegados a Montesinos, de que Yehude Simon era una especie de trofeo que el asesor presidencial deseaba conservar. «Seguramente no se le va a poder probar nada, pero Simon tiene que quedarse para que los de izquierda vean cómo no es necesario pasar límites», habría dicho a sus colaboradores más cercanos. «Incluso la sentencia fue hecha como una especie de código dentro de la simbología que usaba Montesinos», recordaría mucho después el ex defensor del Pueblo. Razones no le faltaban. El 5 de abril de 1993 se había cumplido un año del autogolpe de Fujimori. Ese mismo día habían condenado a Yehude Simon a veinte años de prisión. No se trataba de una simple coincidencia.
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*** Los resultados llegaron rápido. La Comisión ad hoc había sido instalada durante los últimos días de agosto de 1996, y desde su primer día de funciones muchos casos ya se encontraban en proceso avanzado. La anterior Comisión que presidía Lanssiers había realizado gran parte del trabajo. En menos de dos meses se produjo la primera liberación.
Últimas noticias
La mañana del primer día de octubre los medios de comunicación anunciaron el indulto de tres acusados de terrorismo: José Antonio Álvarez Pachas, Eduardo Sihue Cano y Alfonso Castiglione Mendoza. Había una innegable coincidencia: los tres hombres que serían liberados eran periodistas y obtenían su indulto en la misma fecha en que se conmemoraba el día de esta profesión. Yehude Simon también celebraba la noticia. Álvarez y Sihue habían sido detenidos en el mismo operativo que lo condujo a prisión. Eran sus amigos e incluso había compartido la misma celda con uno de ellos durante sus primeros dos años en el penal Castro Castro. A las diez de la mañana, decenas de periodistas nacionales y extranjeros ingresaron al presidio junto a los miembros de la Comisión ad hoc, algunos congresistas y los familiares de los indultados. Una cábala popular que se había inventado en la prisión señalaba que si un reo era excarcelado no debía voltear en el momento en que tenía abiertas las puertas del penal. El que lo hacía corría el riesgo de regresar. A Eduardo Sihue no le importó. Antes de llegar a la salida, volteó y cayó de rodillas al suelo agradeciendo a Dios por concederle la libertad luego de cuatro años de encierro. Cuando levantó la mirada pudo divisar a Yehude Simon que lo despedía sonriente y agitando su mano desde la puerta de la biblioteca. Sihue le respondió de la misma manera. Se levantó, cogió sus pertenencias y salió de la prisión. Simon se quedó mirando a través de la ventana y empezó a soñar despierto con el momento de su liberación. Pensaba en su esposa, en sus hijos, en qué le diría a la prensa y cómo sería estar otra vez en casa. Habían pasado ya más de cuatro años desde su captura y encierro en el penal. Creía que el día de su indulto estaba cerca. No imaginaba que el presidente Fujimori firmaría cientos de resoluciones de indulto y jamás firmaría la suya.
Tras un escándalo que estalló al revelarse la red de corrupción que había establecido Vladimiro Montesinos Torres, el asesor presidencial, desde las oficinas del sin, el 20 de noviembre del año 2000, el entonces presidente Alberto Fujimori Fujimori renuncia a su cargo mediante un fax enviado desde Japón. Dos días después, en medio de la incertidumbre política, el abogado Valentín Paniagua Corazao, un congresista de la tímida bancada de Acción Popular, es elegido por el Parlamento como el nuevo jefe de Estado para un período de transición. Al instalar su gabinete de ministros, Paniagua nombra al jurista Diego García-Sayán Larrabure en la cartera de Justicia. —Hoy nace un tiempo nuevo —diría esa tarde el flamante presidente en su discurso inaugural. El 1º de diciembre de ese mismo año, Paniagua y García-Sayán firmaron la Resolución Suprema N° 258-2000-JUS, que otorgaba el indulto a Yehude Simon Munaro. Con esto recuperaba la libertad que había perdido ocho años, cinco meses y diecinueve días atrás. «Salgo de aquí con la frente en alto. No tengo culpas. Mi único pecado fue creer en el diálogo y ayudar al Perú. Hoy volvería a hacerlo», dijo el ex diputado al abandonar el penal Castro Castro. Sin embargo, ese indulto sólo significaría la suspensión de la pena que le había sido impuesta por el tribunal sin rostro en 1993, no el reconocimiento de que estaba libre de responsabilidad en los hechos que se le imputaron. —No regresaré a la política —le había prometido Simon al padre Lanssiers poco antes de salir en libertad.
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No cumplió. El 10 de enero de 2001, un periodista lo vio cuando se acercaba al Jurado Nacional de Elecciones. Semanas después, este organismo publicó las listas de candidatos al Congreso de la República. Allí estaba Yehude Simon Munaro, acogido por el partido Unión por el Perú (upp) y compartiendo el espacio con inéditos independientes y conspicuos izquierdistas. No ganó. Los 19.201 votos que obtuvo no fueron suficientes para llevarlo a ocupar una curul por el departamento de Lambayeque. En ese mismo proceso electoral, el economista Alejandro Toledo había sido elegido presidente de la República. «Les pido disculpas en nombre de la nación», diría el nuevo jefe de Estado, seis meses después de asumir el cargo. Frente a él, en el Salón Dorado de Palacio de Gobierno, estaba más de un centenar de inocentes injustamente sentenciados que habían sido invitados a una ceremonia de desagravio. En la primera fila estaba Simon. En su mente, otra forma de reivindicarse. Habían pasado sólo cinco meses desde aquella ceremonia, y en junio de 2001 Yehude Simon ya presentaba a su nueva agrupación política. Se llamaría Movimiento Humanista Peruano. «Es una especie de partido verde que además apuesta por el hombre como parte esencial de la sociedad», le dijo a los medios. Las elecciones regionales y municipales estaban muy cerca. Contra todo pronóstico, después de ocupar durante tres meses el tercer lugar de las encuestas, con menos de diez por ciento de intención de votos, el 17 de noviembre de 2002 Simon es elegido presidente de la región Lambayeque. Después de décadas, ese territorio
del norte peruano conocería a una autoridad ajena al partido aprista. Y no le iría mal. Durante toda su gestión, la aprobación de Yehude Simon no bajó del setenta por ciento. Se había convertido en el presidente más querido de todas las regiones del Perú. Al término de su mandato, en el año 2006, volvió a postularse para el mismo cargo. Lo reeligieron. Cuando Simon ya había desarrollado con éxito dos años de su nueva gestión al frente de la región Lambayeque, recibió una propuesta. El presidente Alan García Pérez, el mismo al que había criticado con fiereza en el Parlamento y en el semanario Cambio durante los años ochenta, le pedía su apoyo. Lo quería como parte de su gobierno. Y lo quería con urgencia. El presidente de la región Lambayeque consultó con su familia las implicancias de la oferta. Lo consultó también con su conciencia. Aceptó el reto. El 14 de octubre de 2008 Yehude Simon Munaro juramentaba de rodillas, ante García y un crucifijo, como el nuevo presidente del Consejo de Ministros. Muchos de sus amigos, seguidores y simpatizantes no aprobaron su decisión, pero le desearon suerte. La buena racha parecía acompañarlo. Luego de siete meses en el cargo, el escenario se tornó adverso. Las demandas sociales crecieron. La bancada oficialista lo abandonó. El diálogo que siempre defendió fue boicoteado. La crisis llegó a su clímax cuando, en medio de una confusa emboscada, veinticuatro policías y nueve pobladores de la comunidad de Bagua fueron asesinados. Políticos y ciudadanos que lo vieron responsable de los hechos pidieron su cabeza.
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—Me llevaré hasta la muerte la responsabilidad que me corresponde pero mis manos no están manchadas de sangre —le dijo Simon a una agencia de noticias. Renunció. «Desde pequeños, mi papá siempre nos habló con mucha seriedad de dos temas recurrentes: “cuando esté preso” y “cuando sea presidente”», recordaría Jessica Simon Valcárcel en una de las entrevistas realizadas para este perfil. Pareciera que durante la década de los ochenta Yehude Simon se empeñó en cumplir la primera parte de su profecía. Ahora, a su manera, se juega las últimas cartas para cumplir la segunda.
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Fuentes
Esta historia comenzó a escribirse en el año 2002, cuando recibí la llamada de Yehude Simon en respuesta a una carta que le había enviado solicitando unos minutos de su tiempo para contestar a mis preguntas de estudiante universitario. Conversamos un par de veces en medio de su campaña electoral, mientras visitábamos algunas localidades de Lambayeque, y siete años después lo volvimos a hacer durante una de sus actividades oficiales como premier. Nancy Valcárcel, su esposa, me recibió en dos oportunidades en su casa de Surquillo y me brindó información y detalles de primera mano. Todos sus hijos: Jessica, Yehude Antonio, Yail y Yusef, conversaron también conmigo, y sus recuerdos fueron de gran importancia para recrear varias escenas de este texto. Una larga conversación sostenida con el periodista Carlos Chávez Toro, y en especial el análisis de una de sus entrevistas, me ayudó a descubrir al Yehude Simon más polémico. Ese hombre despreocupado, creyente de la revolución, al que le parecía «gracioso» que lo llamasen «el diputado del mrta». Casi al mismo tiempo, el doctor Winston Orrillo me mostró al Yehude Simon moderado que tuvo como alumno en las aulas de la Universidad Pedro Ruiz Gallo de Chiclayo. Tres cercanos colaboradores de Simon, José Antonio Álvarez Pachas, Eduardo Sihue Cano y Rosa Neyra Salmavides, realizaron frente a mi grabadora un trabajoso ejercicio de regresión hacia los instantes de la captura y los años en la cárcel. Volver la mirada hacia aquellos momentos crueles no fue fácil. Tampoco lo fue para José
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Retamozo Ataucusi y Alfonso Castiglione Mendoza, dos hombres que purgaron una injusta condena al mismo tiempo que Yehude Simon. Sus testimonios fueron de gran importancia para reconstruir las escenas de la vida al interior del penal Miguel Castro Castro. Importante también fue la conversación sostenida con el general (r) Juan Gonzales Sandoval, El Chacal, artífice de la captura del ex diputado el 11 de junio de 1992. Los detalles de la parte legal del caso Simon los obtuve mediante entrevistas y documentos entregados por Genaro Ledesma Izquieta, Pedro Gamarra Johnson y Silvia Romero, todos ellos involucrados en diferentes momentos en la defensa. El padre Hubert Lanssiers —hoy fallecido—, representante del ex presidente Alberto Fujimori en la Comisión ad hoc de indultos, y el doctor Jorge Santistevan de Noriega, ex defensor del Pueblo e integrante de la misma comisión, me confiaron pasajes desconocidos de esta historia, entre ellos, las visitas y conversaciones con el ex asesor presidencial, Vladimiro Montesinos Torres, y su aparente fijación con la permanencia de Yehude Simon tras las rejas. También pude reunirme con el ex congresista Rafael Rey Rey, el ex presidente del Consejo de Ministros, Javier Valle Riestra, y la agente pastoral Pilar Coll Torrente, quienes me contaron los entretelones de sus visitas a Simon en prisión y la evolución de sus enfoques personales sobre este caso. Por último, el ex presidente Valentín Paniagua Corazao —también fallecido— y su ex ministro de Justicia, Diego García-Sayán Larrabure, me brindaron los detalles de la firma de la resolución de indulto y la ceremonia que precedió a la liberación de Yehude Simon. Aquellos momentos en los que se sabía con certeza que la pesadilla había terminado.
A todos ellos, gracias por abrirme las puertas del pasado. Es necesario precisar que los datos brindados por las fuentes fueron cruzados con otros testimonios así como con la información publicada en diversos medios, como el semanario Cambio; los diarios El Comercio, El Nacional, El Peruano, El Sol, Expreso, Hoy, La República y Ojo; las revistas Caretas, Ideele, Oiga y Somos; y otros materiales como expedientes judiciales, manuscritos de cartas y transcripciones oficiales de videos. Asimismo, se usaron como textos de referencia El expediente Fujimori (Lima: Perú Monitor, 2000), de Sally Bowen; El preso 3008. Testimonio de un periodista en prisión (Lima: Fondo Editorial de la Asociación Nacional de Periodistas del Perú, 2003), de Alfonso Castiglione; Memoria y batallas en nombre de los inocentes: Perú 19922001 (Lima: Instituto de Defensa Legal, 2001), de Ernesto de la Jara; Informe: Inocentes por terrorismo, de la Defensoría del Pueblo; Los inocentes indultados (Lima: idl, 1996), del Instituto de Defensa Legal; y el Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación.
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Epílogo
Si algo valoramos quienes creemos en el quehacer periodístico es la posibilidad de confiar en los textos que leemos. Los diversos obstáculos que nos presentan diariamente algunos de quienes tienen por tarea ayudarnos a comprender, lastiman nuestra capacidad de creer, mientras simultáneamente nos permiten valorar, cada vez más, el trabajo serio y comprometido de quienes investigan antes de escribir y de quienes leen y se informan antes de opinar. Por eso, para contribuir con ese buen periodismo, hace quince años, la Carrera de Comunicación y Periodismo de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (upc) planteó la incorporación de una línea de formación académica relacionada al periodismo narrativo, línea que años más tarde ha dado resultados concretos: más de cien investigaciones editadas, diseñadas y trabajadas en clase, donde los estudiantes presentan un perfil, no menor de setenta páginas, sobre una persona real, una comunidad o un lugar, luego de comprometerse a ser justos mientras descubren vidas olvidadas, omitidas, innecesariamente decoradas y hasta inventadas. Esta apuesta de la Carrera de Comunicación y Periodismo motivó que nuestros estudiantes se enfocaran
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en la trayectoria de políticos, artistas, periodistas, deportistas, por citar sólo algunas categorías. Se escribieron así los perfiles de Ciro Alegría, Fernando Armas, Ezequiel Ataucusi, Susana Baca, Amador Ballumbrosio, Jaime Bayly, Fernando Belaunde Terry, Lori Berenson, Antonio Brack, César Calvo, José Carranza, Luis Jaime Cisneros, Chacalón, Martín Chambi, Sarita Colonia, Fernando de Szyszlo, Lolo Fernández, Augusto Ferrando, David Fischman, Alberto Fujimori, Cristina Gálvez, Alan García, Maritza Garrido Lecca, Abimael Guzmán, Chabuca Granda, Frieda Holler, César Hildebrandt, Reynaldo Luza, Gustavo Mohme, Sofía Mulanovich, Manuel Jesús Orbegozo, Beto Ortiz, Ángel Páez, Saúl Peña, Claudio Pizarro, Dina Páucar, Gustavo Gutiérrez, Sebastián Salazar Bondy, Jorge Salazar, Yma Súmac, Cecilia Tait, Mario Testino, Renzo Uccelli, José Watanabe, Rossy War, Pedro Pablo Kuczynski, Gian Marco Zignago, entre muchos otros. De todos los trabajos de nuestros alumnos, nos es muy grato resaltar a quienes ya han sido publicados: Caminando sobre el abismo. Vida y poesía en César Moro (Lima: Antares, Artes y Letras, 2003), de Pedro Favarón; La mujer que barrió el desierto. Maria Reiche (Lima: Fondo Editorial de la upc, 2004), de Ernesto Barraza Eléspuru; El cadete Vargas Llosa. La historia oculta tras La ciudad y los perros (Santiago de Chile: Planeta, 2003), de Sergio Vilela Galván; Las mujeres de Haya. Ocho historias de pasión y rebeldía (Lima: Planeta, 2007), de María Luz Díaz; La armonía de H. Vida y poesía de Luis Hernández Camarero (Lima: Jaime Campodónico, 2008), de Rafael Romero Tassara; y La guerra de nuestra memoria. Crónica ilustrada de
la Guerra del Pacífico (1879-1884) (Lima: Universidad de Ciencias y Humanidades; Instituto Superior Pedagógico San Marcos, 2009), de Renzo Babilonia Fernández Baca. A ellos se les unen ahora estos cinco retratos sobre políticos peruanos. El mérito de Yo, presidente. Cinco políticos en su ruta al poder tiene nombre propio: Rodrigo Valencia Elguera, Paola Dongo López de Castilla, Eiko Kawamura Azurín, Tarcila Shinno Aquino y Gonzalo Carranza Bigotti —todos ellos egresados de la Carrera de Comunicación y Periodismo de la upc. Mención especial merecen sus maestros de los talleres de Periodismo Literario 1 y 2, Julio Villanueva Chang, Sergio Vilela y Daniel Titinger, quienes evidenciaron una característica básica del buen periodismo: el compartir. Nuestro agradecimiento sincero a Editorial Planeta, en la persona de Sergio Vilela, por apostar por nosotros, así como a Claudia Guillén Arruda, gestora del proyecto editorial por la upc, por plantearlo y luchar por él. No puedo dejar de recordar a Ryszard Kapuściński, maestro del periodismo literario, quien señaló que «escribir periodismo es una actividad sumamente delicada. Hay que medir las palabras que usamos, porque cada una puede ser interpretada de manera viciosa por los enemigos de esa gente. Desde este punto de vista, nuestro criterio ético debe basarse en el respeto a la integridad y la imagen del otro. Porque, insisto, nosotros nos vamos y nunca más regresamos, pero lo que escribimos sobre las personas se queda con ellas por el resto de su vida». Al concluir la lectura de este libro, nos queda la satisfacción de que nuestros cinco egresados aquí publicados, convertidos ya en periodistas, están a la
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altura de estas palabras. Y de que sus retratos, estamos seguros, abrirán caminos para nuevos lectores y nuevos escritores.
Índice
Úrsula Freundt-Thurne Freundt Decana de la Facultad de Comunicaciones y Directora de la Carrera de Comunicación y Periodismo de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (upc)
Prólogo Por Augusto Álvarez Rodrich ...................................... 7 Del Adn al Dni. Una joven escuela de perfiles Por Julio Villanueva Chang ...................................... 11 Yehude Simon. El esclavo de las palabras Por Rodrigo Valencia ................................................ 15 Keiko Fujimori. La dama del presidente Por Paola Dongo ...................................................... 55 Juan Velasco Alvarado. La enfermedad del poder Por Eiko Kawamura ................................................ 97 Humberto Lay. El enviado de Dios Por Tarcila Shinno .................................................. 131 Lourdes Flores Nano. Historia de una derrota Por Gonzalo Carranza ............................................ 163 Epílogo Por Úrsula Freundt-Thurne Freundt .......................... 207
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