Ada Cóncaro: Historia y evolución de los sabores porteños
A los católicos que comulgan no se les escapa el carácter sagrado de la comida y algo semejante ocurre con los feligreses de otras religiones. Hasta para los ateos el pan que comemos tiene una poderosa carga simbólica: es expresión de la tierra donde nacimos y también de las costumbres de la sociedad en la que hemos crecido y desarrollado nuestras vidas. La alimentación está estrechamente enlazada con la identidad cultural de un pueblo. La carta de un restaurante y los recuerdos de los almuerzos familiares resumen nuestras experiencias personales y las históricas, a la manera de un libro escrito con sabores. Por eso, el hecho de que Ada Concaro, chef de primer nivel, cumpla cuarenta años con la cocina y lo celebre con un festival de degustación en Tomo I, su célebre restaurante de la avenida Carlos Pellegrini, tiene una particular trascendencia. Ella es protagonista y testigo de los cambios que sucedieron en el paladar de los porteños durante cuatro décadas y de las relaciones de la gastronomía con la economía, la política, la tolerancia social, la aceptación de lo diferente y las protestas ecológicas. Cuando se escucha hablar a Ada Concaro de todo lo que ocurrió en esos cuarenta años de actividad profesional, se advierte que desde la cocina, sin apartarse de los intereses de ese laboratorio de gustos, aromas, cacerolas y marmitas, se puede contar la historia no sólo de Buenos Aires, sino también del país, porque las vicisitudes políticas y culturales de la comunidad se han visto perfectamente reflejadas en las ollas límpidas y brillantes como espejos de Tomo I. -¿Qué influencias marcaron la cocina porteña, sobre todo la doméstica, en el siglo XX? -No conozco ninguna cocina que no sea la suma de sus influencias, es decir, ninguna cocina que surja de la nada. La de Buenos Aires está particularmente influida por la española, la italiana y la francesa. Pero cuando se habla de la cocina española, no hay que soslayar el sello que dejó en la gastronomía hispana la de los árabes. Los pucheros, los guisos, los dulces, las empanadas, el uso de la canela vienen de la influencia árabe que se filtró también en la cocina italiana del sur, por la invasión y la ocupación musulmana de Sicilia, que duró desde el siglo VII hasta el XI. A su vez, el norte de Italia sufrió la influencia de la dominación austríaca. Por eso retomo la idea de base: ninguna cocina se autogenera. La herencia española se hizo sentir en todo el país y, en parte, es lo que constituyó la comida criolla. La inmigración de distintos orígenes aportó otras preparaciones que se adaptaron y se modificaron en las distintas partes de la Argentina. La cocina porteña no puede considerarse nacional porque en el país no se practica una sola cocina. Por ejemplo, la del Noroeste difiere bastante de la de esta ciudad. -¿Qué se comía en las casas de Buenos Aires en los años 50 y 60? -La inmigración masiva de los italianos a fines del siglo XIX y principios del XX hizo que los gustos peninsulares sumaran nuevos platos a la comida casera. Por supuesto, la carne era la base de la alimentación. En las casas de clase media, cocinaban las mujeres. En mi hogar, mi madre y mis tías, de origen italiano, se ocupaban de todo lo relacionado con la comida. Había personal de servicio, pero no se les confiaba la cocina. Tenía abuelos y abuelas que procedían de distintas regiones: la Toscana, el Veneto, la Liguria. Por otro lado, muchos inmigrantes de Italia, si no la mayoría, procedían de Nápoles, Calabria, Puglia, Sicilia y los sabores de lo que se comía eran más bien intensos, picantes. Las salsas de tomate, por ejemplo, eran muy condimentadas, se les agregaban salchichas, tocino. Piense que hay platos que se llaman a la "arrabiata", en los que el uso de las especias muy fuertes es el sello principal. Y la palabra "arrabiata", ya de por sí, indica violencia. El hecho de que ese tipo de platos muy sabrosos se sirviera con frecuencia en los hogares de inmigrantes hacía que muchos identificaran la comida italiana con lo picante, cierta rusticidad, lo fuerte y agreste, y que se desconociera el refinamiento de matices y la delicadeza del resto de la cocina
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regional italiana, tal vez menos popular. Que no se malinterprete: no quiero decir que en el sur de Italia no haya una comida muy sutil, porque el Meridione ofrece platos muy sofisticados y ha heredado el legado de varias civilizaciones culinarias como la normanda, la árabe y la judía. Mi abuelo, que venía del Norte pero era un enamorado de Nápoles, hacía comidas del Sur con un equilibrio de sabores admirable. Una parte de mi familia llegó a la Argentina a fines del siglo XIX; otra, a principios del XX. Mientras un abuelo fundaba una fábrica de pintura, otro abría una librería; por lo tanto, yo me crié en un ambiente de la pequeña burguesía, con deseos de progreso, como era lo común en aquellos años, y no se pensaba que mi destino iba a ser la cocina. Piense que yo me recibí de profesora de matemática. La base de lo que se preparaba en mi casa no era el contraste intenso de gustos, sino el reino de las gradaciones. Todo era más suave, más sutil. -¿Cuál era el menú típico de un almuerzo o de una cena? -En nuestra casa, se comía un plato de carne y otro de verduras. Como muchos italianos, nos inclinábamos por las verduras de hoja más bien amargas. Se servía, por ejemplo, el alcaucil, la escarola, que es un pariente no muy popular de la endibia, y el grelo, que es prácticamente una excentricidad de algunos italianos y gallegos. En cambio, en la mayoría de los hogares se comía la radicheta. Otra verdura que no se conocía tanto entonces era la rúcula, a pesar de que es fácil hacerla crecer hasta en macetas. También eran comunes las arvejas, el contorno obligado de las carnes. Los espárragos estaban menos difundidos porque los buenos de verdad sólo se dan durante un mes, sin embargo, los grandes hoteles los usaban para decorar fuentes. Estaban los que hacían los corazones de alcauciles en conserva, con la debida proporción de aceite, vinagre, ajo y bayas de pimienta. Ése es un arte que no todos conocían. Por otra parte, los alcauciles así prepa-rados resultaban muy costosos, porque se desechaban muchas hojas. También se utilizaban los tomates peritas de forma ahusada típicos de aquella época, que ahora son difíciles de conseguir. La espinaca se comía poco en mi familia, pero era muy común en la mayoría de las casas. -¿Qué diferencia había entre lo que se comía en los hogares de origen italiano y en los de origen español? -Las pastas ocupaban un lugar muy importante entre los italianos. Se cocinaba mucho la pasta seca. Y, por supuesto, para las ocasiones especiales estaban las pastas rellenas, de preparación compleja, como los ravioles, que llevaban espinaca y sesos picados, los capelletti, los canelones. En cuanto a la cocina española, ya mencioné los pucheros, los arroces, los guisos, la repostería que venía de la época de la independencia, las tazas de chocolate. De todos modos, en cada casa, fuera italiana o española, había adaptaciones que se derivaban del hecho de que vivíamos en la Argentina y los ingredientes no eran los mismos que se conseguían en Europa. Además, el contacto con otra gente, la distancia y el transcurso del tiempo llevaban a lentas transformaciones. Recuerdo que en una ocasión visitamos a unos parientes que vivían en La Pampa y nos sirvieron huevos quimbos, que me fascinaron. Jamás los había probado. No sabía que se trataba de un postre oriundo de España, pero de origen árabe, que había pasado a la cocina criolla. Se comía en aquella época sobre todo en el interior del país, donde se habían preservado mejor las costumbres del período hispano colonial, aunque seguramente había familias porteñas más tradicionales, que los consumían. Pero fíjese que ese postre había entrado en una familia italiana, que no vivía en Buenos Aires y que había asimilado platos locales. Eso significaba que las familias, por muy fieles que se mantuvieran a las raíces, se dejaban influir por el entorno, sobre todo si tenían buen paladar y encontraban recetas que les interesaban. Otro de los descubrimientos de la estadía en La Pampa fueron los alfajores cordobeses, las colaciones. Sólo había probado los de Mar del Plata, los que se comían en Buenos Aires. En una ciudad de inmigración como Buenos Aires, los platos criollos habían quedado un poco relegados por la invasión de preparaciones del resto del mundo, aunque la base de la alimentación era la procedente de Italia y de España. La separación de hábitos culinarios era muy curiosa. Siempre se dijo que la Argentina era un crisol de razas y es cierto. Pero existían hábitos muy acendrados e íntimos, y hay pocas cosas tan íntimas como la cocina, donde las mezclas se fueron haciendo lentamente. Se habían importado y conservado los sabores de la tierra de origen, quizá como una forma de la nostalgia y de defensa contra todo lo que era difícil por extraño, por nuevo. Pero había familias que rechazaban ciertos platos o ingredientes muy característicos de otras comunidades, como se rechazaba su música. Era bastante común que en las familias italianas -ocurría en la mía- se tuviera a menos la música flamenca y la española en general. Les parecía salvaje. No la apreciaban. Para ellos, la música, la verdadera, era la lírica, la ópera y también las canzonette, siempre que las cantara un buen tenor. -¿Y qué pasaba en los restaurantes?
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-Se encontraban los mismos platos que en las casas, pero en los grandes establecimientos triunfaba la comida francesa. Todavía Francia era un país que dictaba la moda y las reglas de la elegancia. La Argentina de las décadas de 1940, 1950 y hasta diría la de 1960 miraba a Francia como el país de referencia, basta recordar que aún se trataba de una potencia colonial, no sólo desde el punto de vista político. Había una especie de imperialismo cultural francés. La cocina internacional se manejaba con un vocabulario francés. Cuando uno viajaba al interior y se hospedaba en un gran hotel, los platos de la carta eran los mismos que los de la Capital, con una sola diferencia: los pescados. Mientras que en Buenos Aires se servían los de mar y los mariscos, en las provincias se preparaban los pescados de río y los mariscos nunca se encontraban. La cadena de frío todavía no estaba suficientemente asegurada. -La base del menú doméstico era la carne, supongo. -Sí, en general. Pero en mi casa paterna, adorábamos los pescados y los quesos. En cambio, cuando uno iba a los grandes restaurantes, se volvía al imperio de lo francés. Hay que tener en cuenta que la cultura francesa se caracteriza por la codificación. Y eso se ve en especial en la gastronomía. Francia tiene registradas centenares de variedades de quesos y de vinos. El Larousse gastronomique es una especie de Biblia de la cocina, a la que yo he recurrido toda mi vida, aunque cuando me casé, me fui de casa con el libro de cocina de Petrona C. de Gandulfo bajo el brazo. La evolución del paladar en la Argentina no se puede entender si no se parte de la influencia francesa entre los chefs. Y eso se da en casi todo el mundo occidental. Los franceses divulgan su cocina como una forma fundamental de su cultura y lo hacen desde la escuela primaria. -¿Había cierto rechazo por algunos ingredientes? Hay gente, por ejemplo, que no tolera la vista de los mariscos y los moluscos. -Eso es cierto. Pero no ocurrió en mi caso. Mi abuelo me llevaba al puerto en Mar del Plata y nos hacía comer los mejillones crudos, apenas rociados con limón. -Usted mencionó a Doña Petrona. Formó a varias generaciones de mujeres y de hombres en la cocina. -Ella tuvo una enorme influencia en el gusto de los argentinos y, en particular, en la cocina porteña, pero era una ecónoma, no un chef, es decir, dictaba recetas y hacía demostraciones para amas de casa. Los chefs cocinan para restaurantes y enseñan a otros chefs. No señalo una cuestión de jerarquías sino de necesidades. Definitivamente, las cosas que tengo en cuenta en mi restaurante no son las mismas que las que regulan la cocina de mi casa. -Recuerdo que en los años 40 y 50 había audiciones de radio donde otras ecónomas daban recetas de cocina y hasta sugerían menús de varios platos para cada día. En general, la realidad era muy otra. Esos platos no sólo no se hacían sino que tampoco se conocían en la mayoría de las casas de los oyentes. -Esas audiciones quizá tenían la misión de despertar curiosidad y fantasía, porque, como usted dice, en la mayoría de las casas se almorzaba o se cenaba un plato con guarnición y fruta. Y los platos eran carne cocida, ya sea asada, al horno o frita, guisos, tortillas, ensaladas, y casi ninguna verdura. En general, los porteños comían pocas, salvo las arvejas y las papas hervidas, al horno o fritas. En los hoteles, una preparación clásica y considerada elegante como acompañamiento del plato principal era la papa noisette, acompañada por arvejas, Tampoco se sabía mucho de vino, aunque se lo consumía bastante. -¿Y qué ocurría con los condimentos? -Hace relativamente poco se aceptó el empleo del aceite de oliva en las ensaladas. Antes se lo consideraba pesado. Una de las ensaladas que servía en los primeros tiempos de Tomo I se hacía con tomate, huevo duro, aceitunas, cebollas, atún y alcaparras. La condimentaba con aceite de oliva. Y cuando los comensales me decían que era muy gustosa, que era muy distinta de la que comían en sus casas, les decía con la cara más inocente que tenía nada más que aceite, vinagre y sal. Les ocultaba que el aceite era de oliva porque si no directamente no la comían. Lo que se consumía era aceite de girasol, mezclado con oliva. Además, era más barato. También se utilizaba el aceite de uva, que tiene su interés para ciertas preparaciones. -Usted dejó de enseñar matemática para dedicarse a la cocina. ¿Cómo ocurrió ese cambio?
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-Antes de abrir la primera sede de Tomo I, mi hermana Ebe y yo empezamos a hacer postres, basados en recetas familiares. Teníamos una tía que, entre 1945 y 1950, había asistido a las clases de un cocinero japonés, Igarashi. Él había editado un libro de cocina, pero mi tía no aprendió las recetas del libro sino de los cursos. Ebe la acompañó y estudió con él unos nueve meses. Todavía hoy guarda un cuaderno con las recetas. Sobre la base de esas anotaciones, empezamos a preparar postres, que otra persona ofrecía a confiterías y restaurantes. La repostería que hacíamos partía de bizcochuelos rellenos con distintos tipos de crema y chocolate, además de frutas. También preparábamos baba, que tiene una masa más cribosa y consistente. Se hace con levadura, lo que le da un sabor muy especial, y después se la remoja en almíbar y licor. Era una pastelería muy refinada. Tiempo después comprobé que muchas de esas recetas repetían las del Larousse gastronomique. Habíamos hecho una inversión inicial en un horno y una batidora industriales. Cuando recuperamos lo invertido, decidimos abrir un local a la calle. Así surgió el primer Tomo I, una casa en la calle Monroe y Montañeses. Al principio servíamos té y postres. Como abrimos en diciembre, la gente tenía calor, subía a la terraza, merendaba. Pero cuando llegó el invierno, empezaron a pedir cosas calientes, no sólo el té y las tortas. Entonces introdujimos algunos platos sencillos, pero preparados con ingredientes de mucha calidad. Teníamos sólo dos hornallas y un grill. En una hornalla ponía las verduras; en otra, las carnes. Trabajamos así un año. Estábamos acostumbradas a hacer comida para 12 personas, los comensales habituales en nuestra casa de la juventud, pero Tomo I en Monroe tenía 24 cubiertos. Lo que presentaba era lo que podía hacer en esas condiciones, los platos de mi casa, un poco más elaborados: el lenguado con crema y queso parmesano gratinado, trucha a la sartén, una coquille de camarones salteados con cognac, salsa bechamel y champiñones. Hoy esas recetas resultan comunes, pero en aquella época no lo eran tanto. Por ejemplo, había gente que se asombraba cuando se le ofrecía carré de cerdo relleno con ciruelas sobre una base de cebolla y panceta. Hoy es un plato doméstico muy frecuente, pero en aquellos años la combinación de lo dulce y lo salado no era común, sino más bien propia de cierto tipo de público. Esa evolución no se dio sola, vino acompañada por una curiosidad mayor de la clase media. Durante los años 60 y principios de los 70, el movimiento cultural era muy intenso. Había profesionales, abogados, ingenieros, médicos, que no eran ricos, pero que empezaron a ir a exposiciones, a coleccionar pintura. Se sentían tentados por una atmósfera de experimentación y de creatividad, que llevaba a buscar nuevos lugares para encontrarse, comer y pasar un buen rato. Aparecieron revistas como Primera Plana, Confirmado, Panorama, en las que se podían leer artículos sobre todo tipo de temas. Miguel Brascó, un verdadero conocedor de la gastronomía, periodista y escritor, con sus columnas y, más tarde, con sus revistas Status y Cuisine et Vins, contribuyó de un modo decisivo en la educación del público porteño. Además, en los años 70, en la época de la plata dulce, la gente empezó a viajar y a conocer otros destinos. En ese momento, se viajaba sobre todo a Europa y a los Estados Unidos. África y Asia todavía no eran destinos muy frecuentes, como lo fueron más tarde. Con el éxito que teníamos, compramos una cocina de seis hornallas y ahí empezamos a hacer verduras braseadas, lomos con guarniciones más complejas. -En los años 70, se produjo una revolución en la comida que tuvo su origen, una vez más en Francia: la aparición de la nouvelle cuisine. -Sí. Y resultó algo divertido para mí. Porque varios de quienes venían a comer por primera vez a Tomo I pensaban que yo me había inclinado por esa nueva tendencia. En realidad, mis platos pertenecían a la nouvelle cuisine antes de que ésta se diera a conocer como tal, porque la inspiración de la nouvelle cuisine proviene del sur de Francia y de Italia. En mis preparaciones, siempre hubo verduras y carnes con jugos y cocciones cortas. La cocina tradicional francesa, la que se había impuesto durante el siglo XIX y principios del XX, retrabajaba el sabor original de los ingredientes con una serie de salsas y técnicas. En cambio, yo tendía a realzarlos. De pronto, disponíamos de una nueva tecnología, fuegos más fuertes, productos congelados, la posibilidad, al mismo tiempo, de conseguir elementos frescos, del día. Se abría una gran variedad de posibilidades. En la Argentina, el Gato Dumas y Peloncha Perret eran los representantes de la nueva cocina. El Gato, en realidad, recuperaba los sabores de la infancia, al igual que yo. Con la diferencia de que yo no había seguido demasiado las modas, más bien me había atenido a lo que se comía en mi casa y lo había adaptado a ciertas corrientes del momento. Pero los principios de mi cocina fueron siempre los mismos. Quien come uno de mis platos puede distinguir el gusto de cada uno de los ingredientes y, al mismo tiempo, apreciar el conjunto, el resultado de la combinación de todos ellos. Francia había redescubierto la cocina mediterránea, dejó a un lado la cocina de los grandes hoteles, que tenía que ver con el fin de un mundo imperial o colonial, y se volvió sobre sí misma, en especial, sobre las regiones del Sur. Al fin de una concepción de la política o de un período geopolítico, corresponde también una nueva manera de encarar la mesa. Lyon se convirtió en la capital de la gastronomía mundial. Después de mayo de 1968, algo había cambiado en todos los aspectos de
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la vida. Eso ocurría en el manejo del poder, en la vida sexual, en la moda, en el cambio de valores y de las jerarquías. Hay un hecho fundamental: hasta la década de 1970, la clase media no se planteaba la cocina como una profesión. Los jóvenes de esa extracción cursaban las carreras tradicionales, pero no pensaban en ser chefs. A partir de esos años, hay una jerarquización del oficio. Una nueva clase social se las ve con las cacerolas, la parrilla y el horno. Los muchachos de la clase media ya no sólo son dueños de restaurantes cuya gestión entregan a chefs que provienen de otra clase, sino que aprenden a cocinar de un modo profesional y se convierten, a menudo, en estrellas de la cocina. Antes de 1970 un chef procedía generalmente de un estrato más bien inferior de la escala social; después de 1970, en cambio, perdidos los prejuicios, con una mente más abierta, ven la cocina como una fuente de creación, como un negocio que ellos mismos van a explotar y en el que pueden alcanzar renombre. Además, esa generación viajaba mucho más que la anterior. Los Perret, por ejemplo, se habían movido mucho. Por mi parte, comprendí que mi modo de preparar la comida se había puesto de moda, más aún, se había impuesto. Yo usaba como salsa los jugos de cocción, las salsas reticuladas, donde intervienen dos tipos de líquidos distintos, que no se mezclan, pero que están el uno al lado del otro confrontando sus sabores, salsas muy difíciles de obtener en un restaurante, porque son fragilísimas. En ese mismo período, comenzó a tener cada vez más difusión la prédica ecologista y la valorización de todo lo que fuera natural y que explotara las características de una región. Mi cocina se basaba en la calidad de los ingredientes y en los sabores genuinos. Poco a poco se les fue dando cada vez más importancia a las hierbas, lo que tenía que ver con esa vuelta a la tierra. -¿Era fácil conseguir los ingredientes que usted buscaba? -Empezaron a surgir proveedores llevados por ese nuevo llamado de lo natural y por el rechazo a todo lo que parecía criado o cultivado de un modo industrial para consumo masivo. En 1982, nos habíamos mudado a una casa, un petit hotel de la avenida Las Heras, entre Ugarteche y Canning, hoy Scalabrini Ortiz. Un día, llegaron allí un par de estudiantes de Agronomía. Me trajeron dos tuppers con una base de algodón sobre la cual crecían distintos tipos de hierbas. Todo lo que me hicieron probar tenía un sabor y un perfume intensos y era fresquísimo. En ese entonces, le dije a Juan Carlos Martelli que ayudara a esos chicos. Martelli era otro escritor, como Brascó, que sabía mucho de gastronomía y que escribía maravillosamente bien. Hizo todo lo que pudo para que esos chicos tuvieran otros clientes. Yo les pedía romero, tomillo, laurel, orégano, menta, albahaca, estragón frescos. El estragón era una de las hierbas que empezó a usarse de modo regular en aquellos años. Antes era muy poco empleado y se consideraba sofisticado. El Gato Dumas tenía su propio proveedor y usaba las hierbas en cantidades bastante generosas. En cambio, Ebe y yo éramos más tímidas. Eso respondía no sólo a tradiciones, sino también a personalidades distintas. El Gato era una especie de huracán. Fue un motor importante en los cambios que se produjeron en la gastronomía y en los tipos de establecimientos que se abrieron. Él tenía locales como La Chimère, Clark´s, dirigidos a un público de alto poder adquisitivo, donde se comían platos de su creación, con nombres que llamaban mucho la atención por la originalidad, pero también abrió el Drugstore de la Recoleta, que se puso de moda entre la gente joven. Pasar por delante del Drugstore era una fiesta. El público era todo gente joven, hermosa, vestida a la moda, como si salieran de una revista europea o norteamericana, y el ambiente, una mezcla de vagón y de estación de trenes, con compartimientos. La buena música favoreció el éxito de ese local. Los sábados era imposible conseguir una mesa, pero la gente se quedaba horas en ese lugar esperando que alguna quedara libre. Otro de los méritos del Gato fue su habilidad para promover la cocina en la televisión. Por supuesto, otros como Petrona lo habían hecho antes que él, pero repito que él era un chef y ella, una ecónoma. Él manejaba otro lenguaje, otro código. Enseñaba a cocinar para restaurantes. Además, tenía un carisma increíble. Yo lo veía y sabía qué de lo que hacía se podía preparar y cuáles podían ser los resultados. No siempre me parecía que todo eso era viable o recomendable, pero él lo explicaba y lo hacía de tal modo que a uno, de inmediato, le daban ganas de preparar lo que él había hecho. Después de él, naturalmente vinieron Francis Mallman, Dolli Irigoyen, yo misma tuve mi programa de televisión. Y surgió el canal Gourmet. -¿Qué pasó en la década de 1980? -La atención, que había estado centrada en Francia en la década de 1970, pasó a Nueva York. Los norteamericanos, que tienen un sentido fabuloso de los negocios, se dieron cuenta de que, durante años, habían desestimado el prestigio gastronómico y, con una velocidad asombrosa, se pusieron al día. Piense que ésa fue la década de los grandes negocios, que se formalizaban en Nueva York, por lo que era necesario contar con restaurantes y chefs de primer orden. Del mismo modo que importaron directores de cine europeos, cuando vieron que las viejas recetas de Hollywood no funcionaban, los estadounidenses importaron la cocina de todo el mundo, no sólo la europea. Se pusieron restaurantes de gran lujo porque en la década de 1980 el dinero brotaba de todos lados. En ese momento, el personaje emblemático era Donald Trump. Su torre en la Quinta Avenida se terminó de construir en 1983 y fue un símbolo de la época. Los Estados Unidos eran el nuevo imperio y, curiosamente, hasta en la decoración hubo reminiscencias imperiales de otras
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culturas y períodos, en todo Nueva York proliferaban los muebles imperio y Napoleón III. En las calles de la ciudad tenía que estar representada la gastronomía mundial, porque los negocios se hacían con gente de todas las razas y los continentes. Como en los Estados Unidos no había una tradición culinaria fuerte, salvo la del sur, que traía reminiscencias de la Guerra Civil y de una derrota, los chefs se dejaron influir deliberadamente por lo que les llegaba de otras tierras. El cosmopolitismo de Nueva York se reflejó en las marmitas. Los franceses, naturalmente, buscaron competir del mismo modo, con la diferencia de que ellos habían tenido un imperio cuyos recuerdos convenía reavivar. Un chef francés como Jean Georges, que vivió durante un tiempo en Indochina, revolucionó la gastronomía de su patria fusionándola con la de Oriente, pero mientras vivía en Nueva York, ¿no es toda una señal? -¿Qué consecuencias tuvo la existencia de esa especie de torre de Babel en la cocina? -La década de 1990 fue étnica desde el punto de vista gastronómico y eso, una vez más, no hizo sino continuar en la gastronomía lo que ocurría en política y en economía. Por otra parte, la gente viajaba cada vez más y volvía de sus viajes con el deseo de comer los platos que le habían gustado en sus vacaciones. La comida étnica se convirtió en un signo de estatus muy particular. No sólo revelaba que sus consumidores, en general, eran viajeros y habían llegado a lugares exóticos, lo que revelaba inquietud cultural y buenos recursos económicos; además, de un modo tácito, les permitía mostrar que aceptaban las diferencias culturales, lo que le daba a una simple comida en un restaurante el nivel de una declaración de principios. Así como la década de 1960 fue la de la liberación sexual, la de 1990 fue, entre otras cosas, la de una apertura gastronómica, que era un corolario de lo que sucedía en el terreno de los derechos humanos, la geopolítica y las ideas. El Muro de Berlín acababa de caer. -¿Cómo llegó esa corriente a la Argentina? -Las cosas no son sencillas. La cocina étnica llegó a nuestro país porque los argentinos habían dejado de mirar a Europa, sobre todo a Francia, y prestaban atención a los Estados Unidos y, especialmente, a lo que ocurría en Nueva York y en Miami. Nueva York dictaba la moda en nuestro país, como en todas partes. Y si allá proliferaban los restaurantes japoneses, paquistaníes, indios, rusos, aquí no nos podíamos quedar atrás. A partir de entonces, así como en ciertas ocasiones la gente encarga pizza en un delivery o la ordena en una pizzería, en otras lo que se impone es entregarse al sushi y al sake. Pero el sushi que se consume en Buenos Aires es el que nos llegó desde los Estados Unidos, hasta el punto de que se rellena con productos de esa procedencia, o de ese tipo, como el queso Filadelfia. El argentino importa el sushi desde Nueva York, no desde Tokio. -Usted habló del lujo que se vivió en las décadas de 1980 y 1990. Pero a caballo entre ellas hubo en el país crisis económicas muy fuertes y meses en los que era difícil conseguir ciertos alimentos. -Es cierto. El lujo desenfrenado que había reinado en el resto del mundo en la década de 1980 llegó a la Argentina con la presidencia de Menem, no en sus primeros meses de gestión, más precisamente con el uno a uno. La gente comenzó a viajar mucho, como en tiempos de Martínez de Hoz, pero a destinos más lejanos y más exóticos. Los turistas se alojaban en los mejores hoteles y comían en los mejores restaurantes. Hubo un nivel de consumo inédito, los argentinos no sólo tenían dinero y lo gastaban, querían que eso se notara. Muchas figuras notorias preferían la ropa llamativa de Versace al minimalismo de Armani. Basta pensar en las revistas donde las figuras públicas abrían sus casas para mostrar el esplendor de los interiores, que hacía juego con sus vestimentas y joyas. Los negocios se hacían con gente llegada de todo el planeta. Era inevitable que la cocina étnica y de fusión se propagara. Todos, locales y visitantes, estaban ávidos de novedades, de recordar lo que habían visto, de recibir a los extranjeros y hacerles conocer una ciudad en la que había de todo, en la que podían comer lo que comían en sus lugares de origen. En la mesa, se impuso la diversidad. La misma que ahora hay en las calles donde, a pesar de retrocesos episódicos, los niveles de tolerancia de lo diferente son cada vez más altos. Nos acostumbramos a oír hablar de continuo en otros idiomas, a ver gente de otra raza, porque el turismo internacional llegó al país de un modo masivo. -¿Cómo se refleja esa tendencia a la diversidad en la presentación de la comida? -En aspectos muy técnicos, como la manera en que se disponen los alimentos en el plato. La composición clásica aconsejaba colocar la carne del lado derecho, cerca del cuchillo, para que resultara más fácil cortar lo más resistente, y las guarniciones del izquierdo. Pero ahora también se acostumbra colocar una guarnición, el chutney u otro condimento del lado derecho y la carne, del izquierdo, para que al servirse un bocado, el
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comensal se vea obligado a pasar por encima del chutney y se sienta tentado, o no se olvide, de combinar la carne y el contorno. La cocina vertical de Gagnaire propone torres altísimas de elementos que subvierten el orden tradicional, lo que hace posible múltiples "lecturas" de un mismo plato. Vemos entonces que hasta en la "geometría" y en la degustación temporal de cada plato se han producido variantes impensadas. La libertad se ha hecho casi total. Ante esa riqueza de posibilidades, que puede provocar desconcierto, apareció la figura del gourmet. Tener conocimientos de gourmet es un símbolo de estatus. Del mismo modo que en la moda se exhiben las marcas de la ropa porque eso da prestigio, los aficionados y conocedores, algunos flamantes, despliegan sus conocimientos de gastronomía y de enología como quien desenrolla un mapa en el desierto o resuelve una ecuación ante los discípulos. Esa información denota saber y, sobre todo, poder. Hoy se explica la cava de una casa a los invitados como antes se mostraba un cuadro de Berni o de Raquel Forner. En la Argentina, siempre se tomó vino. Hasta hubo una propaganda en épocas de la dictadura que lo calificaba como "la bebida de los pueblos fuertes". Para nosotros, no tenía una connotación demasiado especial. Pero lo que ocurrió con el vino en las películas norteamericanas nos da idea de ciertos cambios. Antes, cuando en la intimidad, una mujer y un hombre fumaban, seguía una escena de amor. Ahora no se puede fumar más en pantalla, no es políticamente correcto; en cambio, cuando hay una cita romántica en un film, la mujer accede a tomar una copa de vino con una mirada insinuante. El vino se erotizó. Y eso ha terminado por repercutir en la Argentina. Está bien visto que una mujer y un hombre en una cita tomen vino. Es casi una incitación a algo más. Y el hombre que sabe de vinos y dialoga con solvencia frente a una mujer gana puntos desde todo punto de vista. Otro tanto sucede con la mujer. Por cierto, esa nueva faceta del connaisseur argentino hace bien a nuestra profesión porque eleva el nivel de exigencia. Así como en una época, el couturier dejó de ser un mero proveedor para ingresar como un igual, y aun más, en las casas de sus clientes, ahora sucede algo semejante con los chefs, cuyas caras se han vuelto populares en la televisión y en las revistas. Son las nuevas estrellas. En coincidencia con esa nueva vuelta de tuerca, en 1993, nos mudamos a nuestra sede actual en el Hotel Panamericano, donde el contacto con los extranjeros que quieren probar la cocina porteña es inmediato. Con mi hijo Federico, director del restaurante, coincidimos en un punto: la misma receta, el mismo plato, hecho en Londres y hecho en Buenos Aires, tiene un sabor distinto. Y no depende tan sólo de que el chef sea distinto, depende de la interpretación de lo que es esa receta y de los ingredientes, casi se podría decir que depende de l´air du temps et de l´espace. Hay una cocina porteña, aunque los platos sean de origen italiano, español, francés o turco. Y esa fórmula no responde tan sólo a los platos habituales que aparecen en las cartas de cada establecimiento. Hay algo indefinible que sería interesante estudiar. Pero otro tanto ocurre en otros países. Una receta rusa servida en París inevitablemente sufre una adaptación. Lo que nosotros debemos lograr es que nuestra versión gastronómica de la cocina internacional, y con ella también abarco a la étnica o a la regional, alcance el tipo de calidad que enorgullece a un país como parte de su cultura. Lo que ofrecemos a quienes nos visitan es nuestra mirada, nuestra interpretación del mundo y conviene que sea lo más rica, interesante y profesional que se pueda. La cantidad de nuevos establecimientos, gente que invierte su tiempo, su energía y su capital en un momento de crisis para el sector, habla de un entusiasmo que trasciende lo económico. Emilio Garip, que invita a cocinar a Beatriz Chomnalez en el restaurante Oviedo, muestra el interés de algunos colegas por difundir las figuras de la escena local para prestigiarla. El reconocimiento de Mauro Collagereco como Meilleur Ouvrier de France es una señal esperanzadora. Debemos corregir muchas cosas. Pero para cambiar los aspectos negativos es preciso entender que los porteños, como todos los argentinos, tenemos una cultura propia y que, por lo tanto, debemos dejar de ser inquilinos en nuestras propias cocinas. Por Hugo Beccacece De la Redacción de LA NACION
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