Aquella Noche

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AQUELLA NOCHE

Por Guillermo Pereira M.


La luz de la luna llena de aquella noche, era la única que iluminaba escasamente la habitación que iba a ser testigo de un horrible acto de placer carnal en todos sus sentidos. Una bella mujer, recostada con una ligera sábana en la gran cama estilo colonial, dormía plácidamente sin saber que aquella sería una noche un tanto distinta a las demás... Una de esas brisas, de una noche primaveral como aquella, una vez más azotaba la ventana y la abría por completo, dejando las cortinas de seda danzar majestuosamente dentro de la habitación. Exaltada, la muchacha despertó de golpe. Levantándose rápidamente de su lecho, con una traslúcida sábana envolviendo su artística silueta, se dirigió al gran ventanal. Antes de cerrarlo, queda asombrada observando la gran luna que esa noche cubría el cielo y velaba por su seguridad onírica. Un momento de paz llenó todo su interior. Suspiró profundamente, y mientras su cabello danzaba con las cortinas a su lado, con ambas manos cerró de par en par el ventanal, dejando la brisa, fuera de su habitación nuevamente. Dio la vuelta y mientras se dirigía a su cama a retomar algún sueño perdido en el inconciente, se detuvo. Se dio la vuelta, y corrió las cortinas para dejar entrar a la luna en su totalidad. Un bello fulgor color plata inundó parcialmente su aposento. De vuelta a su descanso extrañamente interrumpido, notó algo que la incomodó sin razón de ser. El resplandor de aquella luna protectora, bondadosa y fiel, había sido parcialmente cubierto por una extraña sombra. La muchacha giró su cabeza y observó atentamente su habitación. Un perchero sin uso, el gran cajón de ropa, el baúl de los recuerdos, el clóset... todo estaba en su lugar, proyectando una oscura sombra cerca de ella. Giró nuevamente su cabeza, pero ésta vez hacia su lecho. Sobre él se proyectaba nítidamente su sombra. Y junto a su sombra, la de otro individuo. En ese momento su corazón se enfrió y su columna se quedó fija. Por más que quería, el moverse simplemente se había quedado fuera de sus acciones motoras por una cantidad de segundos indeterminada. La sombra, a su espalda, se fue acercando lentamente... sin prisa, como si la noche durara las 24 horas del día, sin apuro aparente y sin intención de hacer nada fuera de lo común. O al menos esa era la impresión que daba. La muchacha, pálida, siempre había sabido qué hacer en el momento indicado, para todo orden de cosas... pero en este momento, esa pequeña ayuda no le fue brindada. El 'saber qué hacer' en este momento, se había tornado tan confuso y lejano, que no quedaba alternativa que simplemente esperar y ver los acontecimientos que esa noche tenía preparada para ella.


La sombra seguía acercándose. Por la sombra que proyectaba, la muchacha intuyó que aquel ser había estado al lado del gran ventanal. Quizás, hasta sintió su gran suspiro dedicado a la noche inmensa. "Siempre estuvo ahí, oculto, esperando el momento indicado... el momento perfecto". La muchacha permanecía inmóvil, con la sábana abrazando su cuerpo, mientras dejaba descubierto un pálido y suave hombro... junto con su primoroso cuello. La sombra del ser, ya tomaba la misma nitidez que su propia sombra. Estaba a unos 1,5 metros. Quizá más cerca... quizá los rápidos cálculos de la muchacha estaban errados... quizá estaba a unos 10 centímetros y era por eso que ella ya podía sentir la suave y calmada respiración de su invitado nocturno. Ella cerró los ojos. La sombra, dejó de ser una sombra. Se convirtió en un cuerpo esbelto y firme, de pie justo a su lado. El corazón de la mujer comenzó a latir muy rápido, superando al agitado pero silencioso ritmo de su respiración. Una gota rodó desde su sien un par de centímetros. Sus manos, compartían la misma suerte; un sudor frío las cubría por completo. Su cuerpo estaba vivo. Estaba reaccionando como cualquier ente de la faz de la tierra hubiera reaccionado. Sudor, estremecimiento, latidos y agitada respiración... todo esto hacía la noche más viva aún, más perfecta. Todos esos signos de vitalidad, se detuvieron por una milésima de segundo. Ese momento exacto, el momento preciso y definitorio de la noche, fue cuando él puso una mano sobre su gentil cintura. A la milésima de segundo siguiente, el cuerpo de la muchacha estuvo más vivo que nunca. Él, que rodeaba ahora con su mano derecha, la cintura de la mujer, se terminó de acercar. Su nariz ya podía rozar la nuca de la elegida y con ello, sentir el aroma de su brillante cabello, tratado con la misma delicadeza con la que él había planeado ese momento en particular. El dedo índice del hombre, acarició lentamente el cuello de la susodicha, recorriendo desde la zona ubicada atrás de la oreja, pasando por parte de su clavícula y deteniéndose un momento en su hombro izquierdo, lugar donde se sujetaba débilmente la sábana de la mujer. Con un suave movimiento, quitó el traslúcido velo que arropaba a la muchacha cada noche... incluyendo aquella, que sería la última. La mujer quedó totalmente desnuda. Él, que ahora acariciaba lentamente su cabello con una delicada mano, inició el mismo recorrido sobre su cuello que realizó su dedo índice... sólo que esta vez, aquel dedo fue reemplazado por su cálida lengua. Los latidos de la mujer esta vez estaban prácticamente descoordinados por completo, su cuerpo aún seguía inmóvil y sus ojos se mantenían cerrados. Un


miedo la recorría de pies a cabeza, un miedo único, un miedo inusual, un miedo que… la excitaba. Aquel momento se hizo eterno. Al minuto siguiente -que habían parecido un par de horas para la muchacha-, ella se encontraba acostada en su cama. Fue recién allí cuando abrió sus ojos. La luna infinita, que seguía bañando el cuarto, favorecía de una manera increíble al extraño invitado esa noche: Su cara quedaba inmersa en la sombra; la luz le llegaba por la espalda. El aire del cuarto se tornaba cada vez más heterogéneo, una mezcla de miedos, suspiros, excitación y latidos, recorrían el ambiente y se confundían con las sombras de los dos desconocidos nocturnos. Él recorrió con sus manos lentamente la totalidad de la divina silueta que tenía en frente. Sintió cada una de sus zonas, notó cada cambio en ella mientras él la rozaba con sus dedos y nariz. Ella se había entregado al momento, y la luna estaba de testigo. La muchacha se quería resistir, pero su cuerpo no la dejaba. Su propio cuerpo, esclavizándola en el placer absoluto. Con el cuerpo del hombre a su lado, ella notó que no llevaba ropa. Quizá había llegado así, aunque ella hubiera jurado al cielo que había sentido una capucha o capa rozarla en el primer contacto que tuvieron. Él comenzó a besarla y posteriormente, a recorrer con su lengua el mismo camino que hicieron sus manos... El corazón de la muchacha ya iba a velocidades incalculables, y los suspiros de él sobre su cuerpo ya tomaban un color distinto, uno más apasionado... uno... distinto al escuchado... Fue entonces cuando un ojo rojizo del hombre se dio a conocer, entre la penumbra de esa noche llena de sorpresas, bien acompañado de una sonrisa algo… inusual. La excitación de la mujer, de un momento a otro se transformó en un terror absoluto. Él, tomándola firmemente de las muñecas, le dio a conocer a la noche su humilde y verdadero plan. Más ágil de lo que la simple vista está acostumbrada a ver en seres comunes y corrientes, el hombre se lanzó a su cuello... y, murmurando unas extrañas palabras que la muchacha no logró comprender -debido a su estado de confusión y terror-, procedió a besarla, o eso fue lo que ella creía en un comienzo. Una extraña sensación se apoderó de ella en el momento que notó que él la estaba... mordiendo.


Más que extraña sensación, un terror tangente y desesperado se hospedó en su mente y alma... no así en su cuerpo, que se rechazaba rotundamente a dejar esa inusual, pero increíblemente latente excitación. Él clavó sus colmillos de manera brusca en su suave cuello, dejando salir a borbotones una cantidad no despreciable de sangre pura, al mismo tiempo que él la penetraba vigorosamente... En ese instante, un grito de placer estalló desde lo más profundo de la garganta de la mujer. Aquella sensación de placer jamás experimentada, había sido su primera y última. El hombre no desperdició ni una gota de aquel elíxir de la vida, único, virginal y cálido, como su portadora. Utilizó sus delicadas manos para acariciarla nuevamente... salvo que esta vez, la vistió de su propia sangre, sintiendo el aroma de su agonía y disfrutando del placer de la mujer, latente en sus manos, en sus dedos, en su lengua. La luna ya había dejado de espiarlos, y los gemidos se comenzaban a detener. El invitado nocturno, bañado en la sangre de su víctima, observaba detenidamente el desespero interior de la muchacha a través de sus ojos, desespero que simplemente su cuerpo no se atrevió a revelarle. Una amplia sonrisa de parte del hombre nació espontáneamente en su rostro y seguido de ello, una carcajada -al igual que el reciente grito de la mujer- estalló de lo más profundo de su garganta. Saboreando lo que quedaba en sus colmillos, el hombre se levantó del lecho y caminó hacia el ventanal con la misma calma que la noche lo había visto entrar en aquel cuarto. Al abrir el ventanal, sintió un quejido... él volteó y miró a la muchacha que aún no daba a la vida su último aliento. Ella extendió un brazo, y con una de sus manos trató de alcanzarlo. La vista de la mujer se nublaba mientras observaba el suave flameo de una capa negra que cubría a su casi irreal victimario, el cual se desvanecía junto con el delicado movimiento de las cortinas, y se perdía en la -ahora- sórdida noche. Aquel ser de la noche, con una sonrisa en el rostro, nuevamente había satisfecho la sed de su alma, la curiosidad de la noche y la de un cuarto, un cuarto más que presenciaría una de sus recurrentes atrocidades, o más bien dicho desde sus propios labios junto al cuello de la mujer: "Una obra de arte".


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