Aleph libro un (nov 2016)

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Revista Carรกtula

o. 52 ALEPH N


UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA - SEDE MANIZALES RECTOR: IGNACIO MANTILLA PRADA VICERRECTOR SEDE MANIZALES: GERMÁN ALBEIRO CASTAÑO DUQUE

DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN: SECCIÓN DE PUBLICACIONES EDICIÓN Y CORRECCIÓN DE ESTILO: JORGE HERNÁN ARBELÁEZ PAREJA ILUSTRACIONES TOMADAS DE REVISTAS ALEPH NOVIEMBRE DE 2016 DERECHOS RESERVADOS


Contenido Presentación

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Una vida de ciencia dedicada al humanismo. Carlos Enrique Ruiz, el ingeniero de la cultura y la vida

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Los orígenes de la revista Aleph

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Un hombre llamado Cultus – Libertas

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Carlos Enrique y Livia en los 50 años de Aleph

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El espíritu Aleph

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Cátedra Aleph: la gran casualidad de mis estudios universitarios

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Carlos Enrique Ruiz, vector nefelibata

59

Medio siglo de Aleph en la montaña mágica

67

El teatro y las máscaras de la vida

75

De paso por la Mesa Redonda

85

La militancia humanista

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José Félix Patiño Restrepo – Gustavo Silva Carrero

Carlos Alberto Ospina

Berta Lucía Estrada Estrada

Fernando Mejía Fernández

Ángela María Arbeláez Arbeláez

Santiago Cardona Urrea

Carlos Guillermo Navarro

Eduardo García Aguilar

Lina Constanza López Tangarife

Yidis Gahona Rodríguez

Jorge Hernán Arbeláez Pareja Los tiempos que corren

Mario Hernán López Becerra

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Presentación

C

orría el año 1966, cuando un entusiasta estudiante de ingeniería civil, que cursaba sus estudios en la Universidad Nacional de Colombia, da nacimiento a la revista Aleph. Se trata de Carlos-Enrique Ruiz, el humanista que con visión de futuro, da agigantados y avanzados pasos para la época, en temas difíciles de sostener, como era la continuidad de aquella ilusión literaria. Hoy el tiempo da la razón al entusiasta estudiante de la mesa redonda, su tenacidad, constancia y pasión por la literatura, han hecho de Aleph un patrimonio de todos los académicos y humanistas. Aleph y Carlos-Enrique son una simbiosis, son uno solo, no puede existir el uno sin el otro, es ese siempre estar ahí y respirar del mismo aire, comer y beber de las mismas mieles del saber, científico y literario. Son cincuenta años de dificultades sin duda, pero de inmensa satisfacción que han podido paliar las primeras, de encuentros, de diálogos, de entrevistas, de reportería con los mejores de la literatura mundial, de inspiración y pensamiento librepensador, del maestro Carlos-Enrique Ruiz, en Aleph. Hoy la Sede Manizales de la Universidad Nacional de Colombia quiere rendirle un merecido tributo al que fuera Vicerrector de Sede en sus inicios de ésta como Vicerrectoría, por ello hemos invitado a múltiples personalidades que conocen la vida y obra de Carlos-Enrique, el estudiante de la mesa redonda y Aleph, para que hagan su aporte desde su visión y experiencia a esta vida y obra. A ellos nuestra gratitud y al Maestro, admiración.

Germán Alberiro Castaño Duque Vicerrector de Sede



H Ăşmero Revista ALEP

Portada Primer N


Ilustaciรณn Contracarรกtula Revista ALEPH No. 150


Una

vida de ciencia dedicada al humanismo Carlos Enrique Ruiz, el ingeniero de la cultura y la vida José Félix Patiño Restrepo Gustavo Silva Carrero


José Félix Patiño Restrepo Es una de las grandes personalidades del mundo de la medicina colombiana. Fue profesor de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Colombia en donde también fue rector y protagonista de una de las reformas académicas más importantes que ha experimentado la universidad; gracias a ella se crearon nuevas facultades. También fue Ministro de Salud en los años 60. En 2011 el Ministerio de Educación Nacional le otorgó la Orden Simón Bolívar a la vida y obra meritoria en educación. Sus libros de medicina son fuente de estudio y consulta en facultades de todo el país.

Gustavo Silva Carrero Filósofo, editor y profesor universitario. Como editor ha tenido bajo su responsabilidad el cuidado y edición de publicaciones que se han ocupado del legado de personas como Jesús Antonio Bejarano, Orlando Fals Borda, José Félix Patiño y Marta Traba. Su último libro se ocupó de la memoria del sacerdote y sociólogo Camilo Torres.


Una

vida de ciencia dedicada al humanismo Carlos Enrique Ruiz, el ingeniero de la cultura y la vida

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na visión del mundo tiene como propósito guiar el quehacer diario por los días de azar e incertidumbre. Borges imaginó un mundo hecho de estanterías y libros por doquier, un mundo de bibliotecas en donde sus ciegos ojos se perdieran y su mente partiera a innumerables viajes. La visión de mundo de Borges expresa el carácter de una mente devota por el tránsito entre la literatura, la ciencia y la filosofía. ¡Qué mejor paisaje para un viaje de estas características que una biblioteca!

Einstein legó su visión de la realidad en pequeños textos, cartas y notas que se recopilaron en un volumen con el muy pertinente nombre de “Mi visión del mundo”. Allí se encuentra su postura sobre la guerra, la religión o los avances de la ciencia. A pesar de su interés dominante, el de la ciencia, y en particular la física, Einstein fue consciente de que no era suficiente enseñar a los hombres una especialidad. La percepción de la realidad de todo individuo debe ser mucho más amplia de lo que aporta una disciplina o profesión Por ello afirmaba que el hombre, para ser un hombre válido, debe “recibir un sentimiento vivo de lo bello y de lo moralmente bueno”. En este senti-

do, para Einstein, la enseñanza de las humanidades es fundamental para lograr una verdadera educación; inclusive un verdadera educación científica. En la antigua Grecia se encuentra ese mismo carácter de formación. Su civilización y su gran cultura se erigieron sobre los pilares de la ciencia, la técnica, el arte y la filosofía. Tales, Eratóstenes, Euclides, Hipócrates y los alejandrinos de la era helenística con su gran Museum y Biblioteca avanzaron la ciencia como jamás se había logrado. Euripides, Esquilo, Epicteto y Filias hicieron famoso el arte griego desde la prosa, la poesía, la pintura, la escultura y la arquitectura. Demócrito, Pitágoras, Aristóteles y su maestro, Platón, nos legaron la forma particular en que Occidente ha pensado el mundo por más de veinte siglos. La grandiosa civilización griega no hubiera existido sin esa rica mezcla de ciencia y humanidades. Un buen ejemplo para retomar en nuestros días, que son días de súper especializaciones desconectadas de la realidad social y carentes de la percepción de la humanidad del hombre, donde reina el afán por las disciplinas que solo buscan maximizar los recursos financieros para generar riqueza e inequidad social.

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Corría el año 1964 y la Universidad Nacional de Colombia completaba más de un lustro de desórdenes que interrumpían la actividad académica. Entre 1960 y 1964, la Universidad tuvo siete rectores, porque el violento movimiento estudiantil, que obedecía principalmente a las grandes falencias de la Institución, impedía la labor académica. El Congreso de la República había creado, en el año 1960, una comisión para decidir qué hacer con una Universidad Nacional que se mostraba ingobernable, y en diciembre de 1963 aprobó la Ley 30 que daba un nuevo estatuto y estructura a la Universidad. Por aquella época el mundo académico se encontraba permeado por el influyente planteamiento del físico y novelista inglés Charles Percy Snow, quien con su conocida conferencia “Las dos culturas” (1959) presentó un descorazonador panorama de separación entre las ciencias y las humanidades. Según Snow, los humanistas y los científicos pertenecen a dos polos opuestos de la sociedad. En cada polo se encuentra un muy acentuado analfabetismo con respecto a los lenguajes y contenidos de su contraparte. Dada esta completa incomunicación entre las dos culturas Snow diagnosticaba una profunda crisis en la solución de los problemas sociales.

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Posesionado J.F. Patiño Restrepo como rector de la Universidad en junio de 1964, se constituyó un muy fuerte grupo de planeación y se propuso una reforma estructural profunda de la Institución que contemplaba como fundamento la “Integración Académica”, suprimiendo la mayoría de las 27 facultades existentes en Bogotá (que enseñaban apenas 32 carreras) para convertirlas en 11, con tres principales que tuvieran a su cargo los denominados estudios generales: la Facultad de Ciencias, la Facultad de Ciencias Humanas y la Facultad de Artes y Arquitectura. Se pretendía abolir la división entre las ciencias y las humanidades y ofrecer una sólida base de cultura general en todas las carreras profesionales. Ello contó con la colaboración muy importante de Enrique Vargas Ramírez, quien primero fue decano de Ingeniería y luego

Vicerrector General, y de Rafael Casas Morales quien también fue decano de Medicina y Secretario General; con un fuerte sustento de la comunidad universitaria, pero especialmente del estudiantado, y el decidido apoyo del Presidente Guillermo León Valencia y su Ministro de Educación, Pedro Gómez Valderrama, se puso en marcha la más profunda reforma jamás emprendida por la Universidad Nacional. En menos de dos años se implementaron los estudios generales para todas las carreras de la Universidad. Así, los estudiantes ingresaban a la vida universitaria, no estrictamente a sus carreras, sino comenzando con reflexiones sustantivas sobre las humanidades, la ciencia, la ética, la estética y el profesionalismo; para posteriormente, en el tercero o cuarto semestre, abordar los temas específicos de cada profesión o disciplina. En últimas, se desarrolló un plan de estudios generales como fundamento de los estudios profesionales. Este fue el ideal de educación integral que rompía efectivamente con el mito de las dos culturas y que entregó al país intelectuales de gran valor por sus conocimientos y su formación humanístico-científica. El modelo, junto con la integración de las 27 facultades de Bogotá en 11 y la consolidación de un Plan de Desarrollo de la planta física destinado a crear ambientes donde la cultura, las artes, las humanidades, la investigación y el deporte tuvieran vital importancia, logró que la deserción disminuyera dramáticamente, a pesar de incrementar el número de carreras y de cupos en todas ellas. Se construyeron la Biblioteca Central, el Auditorio León De Greiff, la Torre Administrativa (hasta hace poco ocupada por la Facultad de Enfermería) y el Centro Estudiantil con su gran cafetería y gimnasio, bordeando una gran plaza central, que se denominó Francisco de Paula Santander (el fundador de la Universidad Nacional con el nombre Universidad Central en 1826) pero que los estudiantes llaman Plaz Che, al tiempo que se renovaron todos los edificios con especial cuidado por modernizar los laboratorios y se construyeron residencias estudiantiles; en fin, se modernizó la planta física de la Universidad.


Patiño Restrepo siempre ha pregonado que la universidad no es solo un sitio donde los estudiantes reciben clases. La universidad es mucho más que eso, la universidad es fundamentalmente una vivencia en un ambiente de cultura, de reflexión y de creación de conocimiento, en donde el arte, el deporte, la filosofía y la ciencia deben guiar los programas académicos para formar buenos ciudadanos y excelentes profesionales. Una visión cercana a este ideal de integración de saberes, en donde las humanidades son de fundamental protagonismo, es la que hoy Martha C. Nussbaum y otros pensadores consideran muy pertinente. Nussbaum plantea, en forma de reclamo por las humanidades, la necesidad de un cuerpo de conocimientos teóricos para que “el intelecto se torne activo y competente, dotado de pensamiento crítico para un mundo que se presenta complejo” y defiende “una educación innovadora, que se refuerza mediante una cultura humanística al fortalecer las capacidades de la imaginación y la independencia de criterio. Con esto fomenta –a la par– una cultura de la responsabilidad.” Con el pensamiento de la universidad como una vivencia cultural, por esa época de la rectoría de Patiño Restrepo se incorporó al grupo de rectoría a Marta Traba, afamada crítica de arte argentina, para que con su entusiasta juventud, conocimiento y compromiso por el arte asumiera la dirección de extensión cultural de la Universidad. Marta se convirtió en uno de los soportes imprescindibles para que la reforma de 19641966 lograra el éxito que alcanzó. Bajo su dirección cultural la Universidad se tornó efectivamente en una vivencia en donde el arte se respiraba en cada sede. Marta Traba tuvo la capacidad de generar el ambiente adecuado para que profesores y jóvenes estudiantes se desarrollaran con una visón de mundo enriquecida por el diálogo entre las artes, las humanidades y las ciencias. Y este fue precisamente el caso de la sede Manizales, en donde se encontraba Alfonso Carvajal

Escobar, ingeniero y arquitecto graduado en París. Marta Traba y Alfonso Carvajal desarrollaron varios proyectos para involucrar a los estudiantes en una vivencia universitaria más auténtica, fomentando sus intereses extracurriculares y apoyando las iniciativas de carácter estudiantil. La sede de Manizales, que por entonces solo tenía la Facultad de Ingeniería, se encontraba paralizada por una huelga estudiantil. Apenas posesionado Patiño Restrepo como rector, le correspondió enfrentar este conflicto. Recientemente Carlos Enrique Ruiz escribió: Es bueno recordar que en mayo/junio de 1964 los 180 estudiantes que éramos de la Escuela de Ingeniería en la Universidad Nacional de Colombia, sede Manizales, nos levantamos en huelga, al conocer que en la dirección central se pensaba cerrarla y trasladarnos a terminar carrera en Medellín y Bogotá [...] Fueron acontecimientos que no ocasionaron ni muertos ni heridos, ni de manera alguna la manifestación explícita, ni implícita, de la «insurrección». El tiempo ha corroborado la validez y oportunidad de ese movimiento estudiantil, con el único asidero en salvar la presencia en Manizales y la región de la Universidad Nacional de Colombia (la primera en abrir puertas en el centro-occidente del país), lo cual se consiguió por la oportuna intervención del rector Patiño, quien atendió la delegación de estudiantes y dio la señal: levanten el paro, ingresen a clases y en pocos días se hará cambio en la dirección de la Sede. Dicho y hecho. Como los estudiantes pedíamos que se designara decano al ingeniero (de la Escuela de Minas de Medellín) y arquitecto (de París) Alfonso Carvajal-Escobar, humanista, profesional de meritoria trayectoria y dirigente cívico, defensor del ferrocarril y del cable aéreo, el rector lo nombró sin dudar

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un instante. Carvajal-Escobar se posesionó el 8 de julio de 1964 como decano de la Facultad de Ingeniería, que era el nombre de nuestra sede. Y ejerce a cabalidad sus funciones en dedicación exclusiva, por espacio de ocho años, sin reservas de tiempo para emprender la más sorprendente tarea de refundar la institución, con creación de nuevas carreras, en concordancia con las necesidades de la región y en entendimiento con empresarios y la dirigencia de reconocimiento ciudadano, además de la expansión física. Y con apoyo pleno del Rectorado y del Consejo Superior en Bogotá, creó el programa de Administración de Empresas, con ofertas diurna y nocturna, siendo el único nocturno de la UN. Establece una carrera intermedia, la única que ha existido, en Topografía y Agrimensura, que tuvo solo dos promociones. Luego vinieron las ingenierías Química, Eléctrica e Industrial, y Arquitectura. Rescató las abandonadas instalaciones de “El Cable”, devenidas patrimonio de la UN y de la Nación. Se creó un rico y sostenido clima cultural, con el establecimiento del llamado con ambición Departamento de Extensión Cultural bajo la entusiasta y comprometida tutoría de Marta Traba, desde la sede central [...] Nace la Revista Aleph en 1966 […] La biblioteca cobra especial significado, con dotación continua. La cafetería, sitio de diálogo cotidiano de alumnos con el Decano. Los estudiantes con entusiasmo y sintonía rodeamos al maestro Carvajal-Escobar, incluso en iniciativas sociales como fueron la de hacer labor con acciones comunales en barrios populares [...] Lista larga de recordar de los estudiantes de aquellos tiempos, movilizados con solidaridad y sentido de afianzar en la región a la universidad por excelencia del Estado colombiano, la UN. Gratitud y recuerdo imperecederos al «Decano Magnífico», Alfonso Carvajal-Escobar. 1

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La Patria. Noviembre 9 de 2014. Recuperado de: www.lapatria.com

Carlos Enrique Ruiz, un jovencito casi a punto de terminar su carrera de ingeniería, con sus ideas y entusiasmo logró ganar el apoyo y la confianza de estos dos maestros, Alfonso Carvajal y Marta Traba, y gracias a ello se emprendieron varios proyectos en la sede Manizales de la Universidad Nacional para involucrar más y más en la vida cultural a toda la comunidad universitaria. Hoy se debe dar un sincero reconocimiento a Carlos Enrique Ruiz que, como joven estudiante, formado en el ambiente de humanismo y ciencia, también se convirtió en gran soporte para una idea de universidad amplia, moderna, cultural, artística e intelectual, sin dejar de ser por ello fuerte en la ciencia y la construcción de conocimiento. Patiño Restrepo siempre ha insistido en que la reforma que le tocó liderar no se hubiera logrado sin la participación de toda la comunidad universitaria, pero su éxito y permanencia en el tiempo se debe a los estudiantes del carácter y el valor de Carlos Enrique Ruiz. Gracias a ese ambiente humanístico, él, Carlos Enrique Ruiz, inició y ha sostenido desde entonces uno de los acontecimientos de la cultura hispanoamericana más sobresalientes que se han dado en nuestras tierras, la reconocida revista Aleph. Aleph es una hermosa revista que se ha constituido en un fuerte nodo de la gran red de reflexión científica y cultural en nuestra región latinoamericana. Por varias décadas ha sido alimentada y cuidada por el espíritu inquieto, trabajador, sensible y lúcido de Carlos Enrique Ruiz. Gracias a su esfuerzo personal, disponemos de 178 números paradigmáticos que muestran con toda su fuerza la conversación directa entre la ciencia, la técnica y el humanismo. Carlos Enrique Ruiz es figura paradigmática que expresa con todo detalle y exuberancia el ideal de hombre que tanto los griegos, como renacentistas de la talla de Leonardo Da Vinci o físicos modernos como


Albert Einstein nos han inculcado. El científico humanista, el hombre de ciencia que no solamente posee un profundo conocimiento del arte y la filosofía, sino que además incursiona como pez en el agua en el humanismo para dar más valor a sus proyectos, a su labor como científico -en el caso de Carlos Enrique Ruiz, como ingeniero- y a la gente que lo acompaña y quienes aprenden permanentemente de él.

En un reciente número de Aleph, Carlos Enrique Ruiz escribió: La Universidad es una institución forjada en la sociedad, para su servicio, como órgano superior de la Cultura, cúspide en la formación espiritual y ética, con vínculos cada vez más intensos entre investigación y docencia, en ejercicio cabal de la libertad en sus propios fueros, que preside la obra intelectual y moral, como creadora de verdad, de belleza y de bien, a la vez que de pensamiento crítico independiente, bajo características de creciente complejidad. A Sócrates y a Platón se debe el sentido que la Universidad sigue invocando hoy, como posibilidad permanente de la investigación por la verdad, al incorporar el proceder dialéctico como método de conversación, hasta alcanzar la verdad –de ser alcanzable- por la vitalidad y dinámica del debate, en tanto diálogo constructivo […] que Sócrates enseñó, y practicó de continuo. La humanidad está en deuda con él. Enseñó, por ejemplo, que “la virtud (entendida en términos aristotélicos2) no proviene del bienestar, sino el bienestar de la virtud. […] La Universidad debería ser continuadora, en su vida diaria, de las enseñanzas de Sócrates.

Una de las actitudes más valiosas del maestro Carlos Enrique Ruiz es la de la humildad de seguir siendo un estudiante, porque desde sus épocas en la Facultad de Ingeniería en Manizales, su apetito por conocer no ha disminuido, y por el contrario se amplifica en la medida que aborda una gran variedad de temas. Su labor como excelente profesor se ha caracterizado por esa actitud de estudiante insatisfecho, curioso y creativo, que ha aportado tanto a la cultura. Carlos Enrique Ruiz puso en práctica su profesión de manera brillante y asombrosa. Este ingeniero de caminos lleva 50 años levantando puentes para conectar aquellas culturas que Snow percibió completamente aisladas. Gracias a Carlos Enrique Ruiz podemos decir con tranquilidad que las ciencias, el arte y las humanidades permanecen en constante diálogo, construyendo visiones de mundo lógicas y enriquecedoras. Esta breve nota solo pretende reconocer y agradecer la grandiosa labor que el maestro Carlos Enrique Ruiz ha desarrollado por tantos años en la consolidación de una forma de ver el mundo desde la ciencia y la cultura. Su poesía, término que viene del griego para significar creación, fabricar, engendrar, es la plena expresión de un espíritu sublime que nos aventaja y nos enseña que la vida es como la universidad, pues la vida es para soñar, para aprender, para enseñar y, sobre todo, para disfrutar y ser feliz. Algo que Carlos Enrique Ruiz ha logrado a cabalidad.

Qué buen ejemplo nos ha entregado el profesor Carlos Enrique Ruiz, quien con su vida y su historia ha cumplido a cabalidad la sentencia de Séneca, pronunciada al final de su famoso libro sobre la ira y el odio: “Mientras tanto, mientras vivimos, mientras nos encontramos entre los seres humanos, cultivemos nuestra humanidad.” Gracias maestro.

17 Una vida de ciencia dedicada al humanismo

2

Virtud en términos aristotélicos para significar una “excelencia añadida a algo como perfección.”


Bibliografía

18 Una vida de ciencia dedicada al humanismo

Einstein, A., Gallardo, S., & Bübeck, M. (2005). Mi visión del mundo. Barcelona: Tusquets Editores.

Nussbaum, M.C. (2010) Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades. Madrid: Katz editores.

Ruiz, Calos E. (2014). “50 de refundación UNManizales”. La Patria. Noviembre 9, 2014. http://www.lapatria.com/columnas/73/50-derefundacion-un-manizales

Ruiz, Carlos E. Perspectiva socrática de la UN – Testimonio de pensamiento y acción- Aleph No. 174, julio-sept. 2015, año XLXX. Pág. 2-16.

Seneca, L. A., & Cardó, C. (1924). De la ira. Barcelona: Editorial catalana, S.A.

Snow, C. P. (1993). The two cultures. London: Cambridge University Press.


LEPH Número Portada Revista A

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Ilustaciรณn portada Revista ALEPH No.124


Los

orĂ­genes de la revista Aleph Carlos Alberto Ospina


Carlos Alberto Ospina Filósofo y profesor del departamento de Filosofía de la Universidad de Caldas en donde ha sido también decano de la Facultad de Artes y Humanidades y rector encargado. Ha cursado estudios de maestría y doctorado también en Filosofía. Sus áreas de interés y su producción académica están concentradas en la estética. Forma parte del consejo editorial de la revista Aleph.


Los Los

orígenes de la

la revista Aleph33

revista Aleph3

E

stamos reunidos para celebrar, en el ámbito de la cultura, un acontecimiento nacional de primer orden; nada menos que el arribo de la Revista Aleph a los cincuenta años de aparición de su primer número, lo que la convierte en una de las más antiguas publicaciones culturales del continente. Además, hacer un merecido reconocimiento a su fundador y director Carlos Enrique Ruiz, quien, con Livia, su compañera de siempre, con insistencia y una generosidad sin límites han mantenido viva y abierta esa casa maravillosa habitada por buenos fantasmas, espíritus libres y palabras creadoras de universos humanos insospechados. Animada a la vez por la esperanza de estar cultivando las mejores expresiones de la condición humana. Sobre el origen del nombre habrá tiempo de hablar más extensamente, pero es importante recordar su doble connotación, por una parte, la borgiana según la cual “es uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos”, y por otra, su referencia a la teoría matemática de los transfinitos. Lo cierto del caso es que desde el mismo momento en el que un joven 3

orígenes de

Ponencia leída en la Feria Internacional del Libro (Filbo) el 22 de abril de 2016

estudiante de ingeniería, Carlos Enrique Ruíz, secundado por algunos de sus compañeros, lo adoptó en 1966 como nombre de una nueva publicación cultural que fundaba, fue el anuncio de la atracción que sobre él ejercían todas las realizaciones de la cultura y el sueño de ver unidos el arte y la ciencia, la técnica y las humanidades. Y es que aquel joven universitario, asistente también a clases de filosofía en la Universidad de Caldas, inició en 1966 la gran aventura de Aleph con el interés de que al mismo tiempo fuera la expresión tanto del ámbito científico técnico como el del pensamiento, las artes y las letras. El primer número quedó en vilo durante cinco años, después de que Carlos Enrique se graduó como ingeniero e inició la propia lucha por la vida. En 1971 regresó a la Universidad Nacional (Sede Manizales) a vincularse como profesor y retomó su retoño que a partir del segundo número, aparecido en 1972, hasta hoy adquiere una dimensión cultural entonces insospechada. Es lo que ocurre siempre con las grandes obras. De manera simultánea ese año de 1972 emprendió además una empresa que también se tornó descomunal y menos conocida que Aleph, pero no por ello menos importante en el área técnica. Fundó el Boletín de Vías dedicado a temas técnicos como vías, transpor-

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te y geotecnia, que al momento de la publicación de su último número, el 101 en el 2006, alcanzó 32 años de existencia. Recordaba con ello que también el joven Nietzsche, iniciando apenas su carrera docente en la U de Basilea, vivió una tensión semejante que lo llevó a confesarle a un amigo suyo “La ciencia, el arte y la filosofía crecen ahora tan juntos en mí que algún día voy a parir centauros” (1870, carta a Rodhe). Carlos Enrique con Aleph no temía parir Centauros, solo quería, según él, promover una cultura crítica que estuviera “bajo la dirección de la ciencia”.4 Quizás no vio que seguía situando la ciencia por encima de la cultura como si ella misma no fuese una de sus varias manifestaciones. Tanta confianza puesta en el papel hegemónico de la ciencia era el resultado natural de alguien formado en una profesión técnica, aunque seducido desde su época de colegio por las humanidades. Por eso en los primeros cinco números aparecieron colaboraciones de interés técnico científico al lado de ensayos, partituras musicales, poemas y cuentos. A partir del número 6, editado a comienzos de 1974, la revista fue otra cosa distinta, según lo muestran tres rasgos muy significativos para su historia: 1° Tomó decididamente el carácter cultural y humanístico con el que hoy la identificamos, porque su director la liberó de cargar con la pesada responsabilidad de ser al mismo tiempo expresión de la mirada científico - técnica y también de las humanidades, pero, cual si fuese en realidad un temido centauro, sin que en ella todavía lograran mirarse las caras ambas tradiciones culturales dado que cada una seguía constituyendo un ámbito aparte que aún no conseguía entrar en diálogo fructífero con el otro. Aleph comienza con el N° 6 a presentar en el mismo rango de importancia las ciencias, las artes y las humanidades y las pone, sin complejos, a dialogar entre ellas.

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Revista Aleph No. 5, pp. 9-11, año 1972

2° Como resultado de la represión ejercida desde Bogotá por la Rectoría de la Universidad Nacional que llegó para el momento, la revista fue considerada subversiva y por ello se le retiró el respaldo institucional. Entonces Carlos Enrique y Livia la adoptan con el amor entrañable y dedicación que merece un hijo. La portada del número 6 tomó como base un diseño gráfico de una firma chilena “Vicho & Toño Larrea”, cuya adaptación para la revista la hizo uno de sus colegas profesores de la Universidad Nacional, el arquitecto Santiago Moreno; en ella se muestra un estudiante con una mano levantada y el puño cerrado en señal de protesta y con la otra mano agarrando libros. Tal motivo se repite pleno hasta el número 9 y después durante 14 años, hasta inicios de la década de los 90, se conserva en segundo plano en las márgenes inferiores de las portadas, unas pocas veces en las superiores, hasta desaparecer del todo. 3° Como para que no queden dudas del espíritu tesonero, quijotesco con el pleno sentido de la palabra, del poeta Carlos Enrique y Livia, y como si no fuese suficiente carga asumir los costos económicos y la responsabilidad personal de garantizar la vida de Aleph, la revista pasó de tener una periodicidad anual a una cuatrimestral y finalmente trimestral, lo cual significó que desde entonces hasta hoy, no se edita un número por año sino cuatro. Podemos afirmar, por tanto, que a partir del número 6 del cuatrimestre enero abril de 1974, la revista Aleph adquirió plena identidad y asumió, sin concesiones, el sendero del libre pensamiento y la vocación de echar mano de la fuerza liberadora y transformadora del arte y la poesía, de la ciencia y la filosofía. En general, del más hondo humanismo que alimenta las ansias de vivir humanamente “sin perspectiva de trascendencia” como afirma Carlos Enrique Ruiz, lo cual quiere decir sin formalismos académicos. Con ello hace manifiesta su deuda espiritual con Michel de Montaigne, uno de los personajes que con Sócra-


tes y el Quijote, conforman la trilogía de símbolos maravillosos que más inspiran las páginas de Aleph, convocados siempre por la evocación borgiana. Justamente, y a partir de otra acepción que menciona Borges según la cual el término Aleph también significa “la ilimitada y pura divinidad”, se me ocurre pensar en la constelación de los dioses olímpicos, cuyos ojos escrutadores miran el mundo desde todas las perspectivas sin que ninguna en particular se imponga sobre las otras. Quizás es ese espíritu de libertad y pluralismo lo que ha hecho que la revista Aleph constituya una de las fortalezas culturales de Colombia que admirablemente aún sobreviven en medio de la barbarie, para que no sucumbamos ante la desmesura a la que han llegado muchos hombres de corazón de piedra que, a través de la historia y siempre, aparecen para causar grandes sufrimientos y someter a los peores vejámenes a sus semejantes. “Los dioses tejen desdichas para que a las futuras generaciones no les falte algo que cantar” decía Homero en el canto VIII de la Odisea.5 Sean dioses u hombres de piedra quienes tejen las desdichas que nos llegan, para poder confrontarlos y vivir en medio de ellas necesitamos contar con la posibilidad de transfigurar el sufrimiento en metáforas, en imágenes, en discursos que nos hagan creer en que por fin comprendemos lo incomprensible, en cantos que atenúen el dolor y alegren la tristeza. Y el lugar apropiado para esa transfiguración es justamente lo que la revista Aleph nos viene ofreciendo desde hace 50 años, lugar que Carlos Enrique y Livia, heroica y amorosamente mantienen en pie, para que por igual celebremos la vida compartida todos los días con los demás. Cómo no estar, entonces, hondamente agradecidos con ellos, quienes en Aleph mantienen la esperanza de que la sociedad siempre encontrará abierta la po5

Borges J.L. (1977) El culto de los libros. En: Inquisiones. Madrid: Alianza

sibilidad de poder cultivar las mejores manifestaciones de la condición humana y además de que quienes se empecinan en defender toda forma de barbarie tengan la opción de descargarla no en el mundo real y en sus semejantes de carne y hueso, sino en el personaje de ficción, en la muerte imaginada, en la imagen tallada en piedra o fijada en el dibujo y la pintura. Vale decir, en que el poder de destruir se convierta en poder creativo. Aunque no deja de inquietarnos una pregunta final de Borges: “¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra?”

25 Los orígenes de la revista Aleph


26 Los orĂ­genes de la revista Aleph


o 16 LEPH Númer

A Portada Revista


Ilustaciรณn pag.176 Revista ALEPH No.147


Un

hombre llamado Cultus - Libertas Berta LucĂ­a Estrada Estrada


Berta Lucía Estrada Estrada Escritora manizaleña residente en París. Ha obtenido varios premios en concursos regionales y ha publicado nueve libros de distintos géneros, entre ellos “La ruta del espejo”, “Náufraga perpetua”, “¡Cuidado, escritoras a la vista!”. Su último libro, presentado en la Feria del Libro de Bogotá en 2016 “De ninfas, hadas, gnomos y otros seres fantásticos” es un libro que, de acuerdo con su autora, se ocupa de hacer una aproximación analítica y crítica de la literatura infantil y juvenil; especialmente de los cuentos de hadas tradicionales.


Un

P

ocas veces nos es dable conocer a un hombre al que pueda nombrársele Cultus en todo el sentido de la palabra; sobre todo si se tiene en cuenta su significado intrínseco, o sea, cultivar el intelecto y por ende la esencia que nos hace humanos. Cultus es el nombre que podría ostentar el académico Carlos Enrique Ruiz, profesor de la Universidad Nacional de Colombia e incansable gestor cultural a través de su egregia revista Aleph; un homenaje al libro de Jorge Luís Borges con el que infinidad de latinoamericanos nos hemos acercado a la literatura. Carlos Enrique Ruiz es un hombre probo, atento y respetuoso; como supongo que solían ser los caballeros del siglo XIX. A veces me lo imagino con una flor en la solapa y con un pañuelo con olor a lavanda a la altura del corazón. Su voz es pausada, con un tono que inspira respeto a la persona que tiene el privilegio de ser su interlocutor. Sin olvidar que Carlos Enrique Ruiz lo pone en el centro del universo como si el importante no fuera él sino quien lo escucha. Una rara cualidad que pocos intelectuales poseen, sobre todo en los tiempos que

hombre llamado

Cultus - Libertas

corren donde el hedonismo y la egolatría hacen estragos en todas las esferas de la sociedad consumista y de selfies que hemos creado, al creer que así escapamos a las grandes preguntas metafísicas, ignorando que deberían ser la razón principal en la senda de nuestro efímero paso por este planeta llamado Tierra. Carlos Enrique Ruiz es un hombre que conoce el significado de la palabra humano, no sabe de trapacerías ni de rudezas. Es un hombre delicado, como el más fino de los encajes de Flandes. Es un hombre fuerte que sabe sobrevivir y salir indemne de las borrascas y de las tempestades. Siempre tiene la palabra adecuada para el momento adecuado. Una palabra poética, cargada de significados, de análisis y no siempre exenta de crítica. Carlos Enrique Ruiz sabe que la educación es el jardín que toda sociedad justa debería sembrar y cultivar. Sabe que un pueblo educado no necesita la guerra, ni los gritos, ni las armas. Sabe que la ilustración le impide caer en el abismo y que es la vara mágica que ahuyenta a los sátrapas que buscan esclavizarlo.

31 Un hombre llamado Cultus Libertas


Carlos Enrique Ruiz es un hombre que conoce el significado de libertad y posee el maravilloso don de transmitirla. Por eso es un paedagogus e incluso un verdadero magister; o sea, sabe transmitir el profundo conocimiento que ha adquirido a través de la lectura y de una vida fructífera y respetuosa. Es un profiteri en el sentido que el Medioevo le confería a esa palabra, dispuesto a hablar en público; tal y como lo hacía Pedro Abelardo. Carlos Enrique Ruiz es un Maese como pocos maestros llegan a serlo. Es por eso que también podría llamarlo Libertas y decir en tono firme: Me crucé con Libertas en un recodo del camino. Llevaba el gorro frigio que libera al esclavo, rompió las cadenas del oprobio, su túnica de lino blanco iluminaba el sendero. Sus rayos de luz evitan las sombras, dan cobijo en épocas de aguaceros. Carlos Enrique Ruiz también es un escritor y editor; no en vano estamos conmemorando los cincuenta años de su revista Aleph. Pocos medios sobreviven tantos decenios, sobre todo en América Latina donde publicar una revista cultural es una tarea de quijotes que pelean a diario con gigantes disfrazados de molinos de viento. Y él es un Quijote que no le teme a la adversidad, en vez de lanza lleva una pluma, y su Rocinante es un libro. En vez de Sancho Panza lo acompaña una hermosa Dulcinea, su escudera Livia Gonzáles.

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Livia, la de los largos dedos, -como diría Homeroacaricia uno a uno los números del Aleph. Carlos Enrique Ruiz no imagina su voz, la escucha en la hora del alba y en cada puesta del sol. Confía en ella, sabe que es su compañera.

Juntos han construido la lealtad e hicieron del árbol de la sabiduría su hogar. Allí le dieron cobijo a sus hijos y allí acogen a sus amigos. El amor es la senda por la que caminan desde que eran estudiantes universitarios. Ella, del Conservatorio de la Universidad de Caldas, donde más tarde sería profesora de canto, y él, estudiante de Ingeniería de Caminos de la Universidad Nacional; donde no sólo llegó a ser su vicerrector, sino que aún sigue presente con su cátedra Aleph. Una cátedra que le recuerda a los detractores de las humanidades la importancia de la crítica, del análisis, la importancia del verbo cogitar, del latín cogitare: cum, con, y gitare, agitar; o sea, agitar el pensamiento. Hablar con él es eso: sumergirse en las ideas, en la historia del pensamiento humano. Él es Aleph, un compendio de filosofía, de arte, de literatura. Por eso escribe. Carlos Enrique Ruiz bucea en la condición humana y para ello hace acopio de la poiesis; esa palabra griega que quiere decir creación, o hacer ver lo que no se ve, o traer a nuestros ojos lo invisible; porque ¿qué otra cosa es el conocimiento? La Ingeniería de Caminos le ha enseñado que las grandes preguntas, aquellas que tienen que ver con el cataclismo humano, surgen, o encuentran respuesta, en los senderos que ineluctablemente recorremos en este tránsito efímero que solemos llamar existencia: Imaginería de caminos (Fragmento I) Alguien guarda un secreto en este espacio. Las palabras son tímidas entrecortado el diálogo.


Los rostros tienen un aire extraño. Hay algo en el fondo de los silencios. Se conversa y las palabras se van yendo sin sentirse. Alguien guarda un secreto en este espacio. Será el momento. Será la circunstancia. Será el simple presentimiento. Alguien guarda un secreto en todos los espacios.6 ¿A qué arcano se refiere el poeta ? ¿Cuál es el diálogo que se ahoga en los silencios? ¿Qué misterio insondable se oculta en el espacio sideral ? ¿Acaso la respuesta está en Aleph? ¿No sería el Aleph un vestigio del oráculo de Delfos ? ¿Pueden sus miles de páginas esconder el enigma de la vida ? Podríamos preguntarle al poeta o podríamos leer una y otra vez los cientos de ensayos que reposan en su Aleph. Tal vez nos enviaría directamente a la biblioteca de Borges. Y éste, a su vez, nos remitiría a Milton, y éste, por supuesto, a Homero. Quien a su vez diría que no interrogamos a Shakespeare y que olvidamos hablar con Leonardo y con Miguel Ángel, incluso con Botticelli. Tal vez en su Primavera o en el Nacimiento de Venus estén algunas de las preguntas que surgieron en la noche de los tiempos. Tal vez La Tempestad albergue algunas de las huellas que debemos seguir para encontrarnos con nosotros mismos, para dejar de ser los exiliados sempiternos que viajan colgados de la cola de un cometa en la búsqueda de un perpetuo atardecer. Por eso seguimos trás las huellas de sus poemas : Imaginería de caminos (Fragmento II) Lento sonido en las alas del coleóptero como distante zumbido. Vibraciones en el viento que vienen y van. 6

Ruiz, Carlos Enrique (2011). Cuestiones del decir. Antología personal

Sensación de balbuceo en la ventana de la tarde. El sol alcanza a enterarse en la despedida. Lento decir. Lento caminar. Nabucodonosor narró la historia con los pasos del vencedor. Heráclito pensó en la vida al ritmo de aguas que corren. Einstein predijo la conquista total de la materia con la herramienta del cerebro. Hoy cada hombre cruza la calle con las máximas precauciones.7 ¿Porqué con las máximas precauciones ? ¿Tan difícil es la vida ? ¿Tan arduo el caminar ? ¿Qué trampas acechan nuestros pasos ? ¿En qué abismo podemos caer por el resto de la eternidad ? ¿Es en las aguas de Heráclito donde debemos buscar las explicaciones de los enigmas ? ¿No nos pasaría lo que a Ofelia o a Virginia Woolf ? Nabucodonosor narró la historia con los pasos del vencedor. Nos dice el poeta. ¿Pero acaso Alejandro Magno, hijo de Filipo II de Macedonia y brillante discípulo de Aristóteles, no pereció de paludismo a la temprana edad de treinta y tres años y lejos de su patria, cuando había sobrevivido a múltiples batallas y consolidado un Imperio que desapareció poco después de su fallecimiento ? ¿Acaso el Imperio de Nabucodonosor resistió a su muerte ? Él reinó por espacio de cuarenta y tres años y su legado fue borrado veinticinco años después de su muerte por Ciro. 7 Ibid

33 Un hombre llamado Cultus Libertas


Entonces, ¿Cuáles serían los pasos del vencedor ? He ahí una hermosa metáfora con la que el poeta Ruiz nos explica que aún los grandes hombres y sus imperios desaparecen de la faz de la tierra como desaparecieron los jardines de Babilonia; sin dejar trazos. Nos explica que sólo somos sombras, así sobrevivan algunos de nuestros nombres. Y son los nombres de Carlos Enrique Ruiz y el de su revista Aleph que han vencido a la ignorancia y a la estulticia; han hecho historia, han dejado huella. Es por eso que hoy nos levantamos y susurramos al unísono su nombre y lo escribimos en la estela de una estrella, no fugaz, sino perenne. ¡Gracias Maestro de Maestros !

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Portada Revista ALEPH Nú


FotografĂ­a: Archivo personal de Carlos Enrique Ruiz


Carlos

Enrique y Livia en los 50 años de Aleph Fernando Mejía Fernández


Fernando Mejía Fernández Ingeniero Civil con estudios de posgrado en Hidráulica. Docente de la Universidad Nacional de Colombia Sede Manizales, institución en la que ha ocupado numerosos cargos administrativos, entre ellos la dirección del Instituto de Estudios Ambientales (IDEA). Su producción académica está concentrada en la hidráulica y la hidrología.


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Enrique y Livia

en los 50 años de Aleph

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arlos Enrique había estudiado Ingeniería Civil en nuestra sede Manizales de la Universidad Nacional de Colombia durante la década de los 60 del siglo pasado, en tiempos de mucha inquietud intelectual y política por parte de los jóvenes en todo el mundo y, por lo tanto, tiempos de mucha agitación (el París de 1968). Mientras esto sucedía, entre la Ingeniería de Carreteras y la “Imaginería de Caminos” (como lo enseñara en su trasegar académico y cultural) funda él la revista Aleph (que este año cumple 50 años con aporte profuso a la cultura y a la humanística regional, nacional y mundial) y publica sus primeros números con contenidos técnico – humanísticos. Se gradúa de ingeniero, hace estudios de posgrado en Popayán, se dedica un corto tiempo a su profesión en la región, pero regresa a la Universidad a hacer realidad su vocación muy arraigada de formador de jóvenes éticos, pensadores, responsables de sus acciones por un mejor país, respetuosos, críticos, amantes de la democracia y del respeto entre todos y con todos, y ciudadanos ejemplares (esto se refleja aún hoy en sus clases de la Cátedra Aleph, que conduce hace varios años y que lleva a la fecha 28 versiones en la Sede Manizales).

En ese regreso, enseña cursos de ingeniería (de los cuales fui alumno), funda la revista Boletín de Vías (que sostuvo también en la sede Manizales con gran esfuerzo por unos 35 años y más de 100 números) y continúa publicando la revista Aleph desde la Universidad, con el apoyo de compañeros y amigos dentro de ella, hasta que –por nuevos, pero dificultosos tiempos que se estaban viviendo en la década de los setenta en la Universidad y en el país- se suspende el apoyo institucional a ella (lo que nunca debió haber sucedido) y Carlos Enrique con Livia, su esposa, deben continuar solos su labor quijotesca de editar, financiar y publicar Aleph, ya para entonces reconocida en el escenario intelectual del mundo. Así, en admirable y silenciosa, pero intelectualmente muy productiva labor, Aleph ha sumado 178 números en estos primeros cincuenta años, y ha ejercido una importante influencia y liderazgo en actividades culturales que han impactado y siguen impactando a la Universidad como el ciclo de conferencias denominado Grandes Temas de Nuestro Tiempo, seminarios de economía, filosofía, literatura; visitas de personajes nacionales de talla internacional, entre ellos Germán Arciniegas, Rodolfo Llinás, Manuel Elkin Patarroyo,

39 Carlos Enrique y Livia en los 50 años de Aleph


José Fernando Isaza y tantos otros. La revista ha proyectado hacía todos los rincones una imagen admirable de la capacidad intelectual y de las condiciones humanas especiales de su fundador, hacia quien han sido dirigidos los elogios y los homenajes que en esta efemérides se han hecho en varias partes del país con motivo de esos cincuenta años de la revista. Una muestra importante son los textos leídos por los oferentes del homenaje que les hiciera (a la revista, a Carlos-Enrique y a Livia) la Cámara Colombiana del Libro y el Instituto Caro y Cuervo en la pasada Feria del Libro en Bogotá (Filbo, 2016), así como otros tantos comentarios cargados de elogios en este mismo sentido hechos por trascendentes figuras de la literatura, la ciencia y las artes de Colombia, Latinoamérica y ultramar. Ahora, quiero destacar de manera muy sentida (nunca será bastante) las calidades personales, humanas de Carlos Enrique y de su entrañable compañera de todas las luchas emprendidas siempre de manos tomadas, su esposa Livia. Por eso, cuando recuerdo a Carlos Enrique y a Livia y visualizo el camino recorrido por ellos para mantener la revista Aleph durante todo este tiempo, lo primero que me viene a la cabeza y llena mi corazón es el conjunto de virtudes que entrañan, que representan como modelo de vida.

40 Carlos Enrique y Livia en los 50 años de Aleph

Ellos son amigos de verdad de sus amigos, con un altísimo sentido de la amistad y la lealtad; respetan a todos, en medio de las diferencias conceptuales e ideológicas; han puesto a prueba en infinidad de veces su profunda sensibilidad social, su dolor por el dolor ajeno y por el necesitado; han demostrado en todos sus escritos y en todas sus disertaciones, tertulias, clases, la universalidad de pensamiento que manejan; han dejado ver el intenso e incondicional amor a su familia, hijos y nietos (“ennieteciendo” al lado de ellos), así como su amor a la Universidad Nacional de Colombia y a todo lo que simboliza y representa la

academia; siempre han puesto de presente un espíritu solidario, desprendido, desinteresado, altruista en sus más altos niveles. Al lado de Livia, Carlos Enrique expresa gratitudes a sus amistades más cercanas, más allá incluso de lo merecido. Carlos Enrique escribe poesía, entre otras manifestaciones del arte de la palabra, y todo a su alrededor lo inspira, como los ocasos que se dan en Manizales y que puede observar tantas tardes desde su balcón; tanto que, al describirlos a sus amigos a través de las redes sociales, sigue haciendo poesía. De manera que todos los que hemos recibido de Carlos Enrique y Livia su amistad, sus palabras gratificantes y todos los regalos desde el alma que continuamente nos han dado y siguen dando, nos encontramos en deuda de gratitud con ellos. La misma deuda que eternamente tendrá la Universidad Nacional de Colombia. ¡Vida de la buena por siempre para Carlos Enrique, Livia y la revista Aleph!


Portada Revista

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El

espíritu Aleph

Ángela María Arbeláez Arbeláez


Ángela María Arbeláez Arbeláez Periodista e historiadora del arte con estudios en la Universidad Autónoma de Madrid y la Universidad Lomonosov de Moscú. Reside desde hace 15 años en Grecia. Buena parte de sus investigaciones se han ocupado de la recuperación de la obra del artista caldense Alipio Jaramillo. En 2012 la Presidencia de la República la incluyó dentro de la lista de los 100 colombianos que más aportan a la imagen positiva del país en el exterior. En la actualidad trabaja en la recepción de refugiados sirios y de otras nacionalidades en la isla de Lesbos.


El

espíritu Aleph

Uno

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ucho tiempo hace que abandoné Colombia, en primer lugar para estudiar Historia del Arte en Rusia y luego para desarrollar mi vida en tierras griegas. Aún estoy en ellas. Desde Septiembre del año 2015 hemos sido testigos y participantes activos de una de las crisis humanitarias más grandes después de la Segunda Guerra Mundial. A las costas de la Isla de Lesbos, patria de la poeta Safo (Σαπφώ) arribaron entre el 2015 y lo que va corrido del 2016, más de medio millón de personas. Miles de ellos sobrevivientes de persecuciones étnicas y de genocidios como los padecidos por los Yasidi de Iraq. Todos huyen de guerras despiadadas que los desterraron de sus hogares en Siria, Afganistán, Camerún. En las costas de la Isla de Lesbos recibimos cientos de barcas destartaladas, que arribaban desde Turquía. Niños en compañía de sus padres, a veces solos; madres, huyendo del horror y arriesgando sus vidas en busca de una quimera llamada Europa. Discapacitados, invidentes, soñadores, simples seres humanos al fin y al cabo que al desembarcar en costas griegas besan la tierra, lloran y nos abrazan a quienes los recibimos, con sus únicas pertenencias: un teléfono celular, un morral con algunas fotos y un fajo

de billetes guardados víctimas de la humedad. ¡Nada más! Todos, a pesar de la precariedad de su situación y lo menguado de sus pertenencias exultan regocijo. Sí. Al fin de cuentas con su arribo han alcanzado una parte de la meta. No sucede así con otros cientos que no lograron su sueño. Murieron luchando contra el mal tiempo en alta mar, víctimas de la hipotermia. Muchos intentando, infructuosamente, protegerse con falsos chalecos salvavidas.

Dos Pienso desde aquí, el remoto sur de Europa, en Colombia, en Aleph, en Manizales y en mis amigos que lo son desde entonces. Pienso ahora en Carlos Enrique Ruiz y la revista Aleph. Me enteré con honda satisfacción de que cumplió su primer medio centenario de vida. Es uno de los paradigmas culturales de nuestra generación y sé que también de las venideras. El leer cada una de sus ediciones ha sido siempre motivo de inspiración, de discusión, de

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ideas y enriquecimiento intelectual, de encuentros. Pero no solo eso. Aleph se convirtió también en el lazo que une a un gran número de aquellos que desde la diáspora buscamos el alimento intelectual de nuestro país. Ello alivia un poco la inmensa nostalgia que se cuece en la distancia y en mi caso me sirve de terapia ante la labor humanitaria adelantada en tierras helenas. Hasta estas breñas, como hasta muchas otras del mundo, llega la revista física o la edición virtual que nos regala un solaz de buenas plumas y oportunas reflexiones sobre el arte, la literatura, el pensamiento o la ciencia. No existen ya los manuscritos escondidos en las botellas que se dice lanzaron al mar los argonautas de otros tiempos, pero uno siente que con la llegada de un nuevo número hay un mensaje de ultramar lleno de preciosas noticias. Desde esta isla, protagonista también de la historia contemporánea, reflexiono sobre cómo debería responder al llamado de la Universidad Nacional para participar en el homenaje a la vida y obra de Carlos Enrique Ruiz y la revista Aleph. ¿Cómo escribir sobre la obra del maestro que supo guiarme, sin egoísmos, con generosidad y certeza a mi regreso a Colombia, después de realizar mis estudios en Moscú y Munich en 1991? ¿De qué manera podría honrar el testimonio de medio siglo de pensamiento, producto de la perseverancia y la magnífica combinación “ entre Arte y Ciencia, que inspiraron a su fundador y director, el Ingeniero de Caminos y Maestro de Maestros Carlos Enrique Ruiz?”

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Tres Fue Carlos Enrique, maestro y amigo, quien con la sabiduría y sencillez que le acompañan me mostró el camino por seguir y me sugirió el encuentro con tres grandes maestros del arte colombiano que para aquel entonces se encontraban ya en la madurez de sus vidas y merecían “volver a brillar". Todos ellos tenían

en común el ser caldenses, y su cúspide creadora coincidió con la de la historiadora y critica de arte Marta Traba. Fueron agrupados bajo el movimiento artístico de los Bachues. "Si quieres entrar por la puerta grande al mundo de la critica del arte ocúpate de estos maestros" me dijo Carlos Enrique hace ya unos lustros. Se refería a Alberto Pino Gil (1918, Salamina, Caldas), Sergio Trujillo Magnenat (1911, Manzanares-1999, Bogotá) y Alipio Jaramillo Giraldo (Manizales, 1913 - Bogotá, 1999). Y fue precisamente gracias a él que logramos sacar adelante en 1994 la primera exposición interinstitucional dedicada a los tres artistas caldenses, titulada “Caldas Tres Veces”. Pero sería la obra de Alipio Jaramillo Giraldo quien copó mi atención e investigación los años siguientes. "Es un artista díscolo pero si logras ganar su confianza podrás lograr mucho”, fue la admonición que alguna vez me hizo Carlos Enrique. El maestro Alipio se retira en la plenitud de su capacidad creadora y física. Abandona la pintura hacia finales de los setenta. Y es que el estilo de vida escogido por él no fue fortuito. Poseía un carácter rudo e insolente y siguió fiel a su manera de vivir y su visión política de la realidad nacional hasta el último día de su vida.8 Su taller en el barrio El Refugio, a unos pasos de la Ciudad Universitaria, era una caja de pandora donde su prolífica producción artística de casi seis décadas yacía cubierta de polvo y olvido, pero sobre todo de la nostalgia y rabia de una generación. Me tomó dos encuentros para que Alipio abriera las puertas de su hogar y taller. Ello me permitió arrancarle al olvido la historia de vida del Maestro Jaramillo Giraldo. Pudimos catalogar, clasificar su obra y lo más importante sacar de su "escondite" al "Pintor do Povo", como lo llamaba Augusto de Almeida Filho -crítico brasilero- quien 8

Ángela María Arbeláez. En catalogo exposición “Caldas Tres Veces”. Imprenta Departamental, 1994


rechazó la pintura como fotografía; y pintó siempre de memoria, así los cuerpos fueran calificados de deformes, exagerados o "casi barrocos" . Varios años de encuentros, entrevistas, encuentro con los medios, que bien dieron sus frutos más adelante. El tema preferido de Alipio fue el ser humano en momentos de gloria o sufrimiento. Así que huía de lo prosaico, de lo convencional. El hombre del campo: el arriero, el minero, el recolector de café; la mujer representada ejecutando labores domésticas, como encarnación de la miseria, median entre lo físico y lo espiritual, lo trascendente y lo intrascendente. Los perseguidos, desplazados, huyendo de la violencia, tan similares a los que arriban a la isla de Lesbos. El aserto de que la obra de Alipio Jaramillo Giraldo tenía un valor incalculable no solo como patrimonio cultural, sino también como uno de los más fieles herederos del muralismo mexicano, siempre fue una premisa tanto para Carlos Enrique como para mí. Este último apoyó desde siempre la obra de Alipio. En algún momento soñamos con un libro dedicado a la vida y obra del maestro Alipio, autoría de la suscrita y proyecto común con Aleph. Aún no ha visto la luz, pero es posible que ese parto tenga lugar en un futuro cercano. Hoy gracias al empeño y visión de Carlos Enrique los murales de Alipio Jaramillo pueden admirarse en el Auditorio Ernesto Gutiérrez Arango de la Facultad de Ciencias para la Salud de la Universidad de Caldas, en Manizales, lugar en el que adquirieron una nueva vida y son expuestos en parte sin sus dinteles correspondientes y de acuerdo al espacio actual.

Cuatro ¿Qué podemos contar de la amplia trayectoria del maestro Alipio Jaramillo? Muchas cosas. Aquí en esta nota algunas que ilustran la dimensión del artista.

Cuando este estaba en Brasil, la Universidad Nacional de Colombia lo convocó para realizar unos murales en su facultad de Derecho. Después de su periplo por Suramérica, donde trabajo con David Alfaro Siqueiros y a su regreso a Santafé de Bogotá en 1946, hizo los bocetos para los murales en la Ciudad Universitaria de Bogotá.9 En 1953, mediante oficio número 48, el decano de la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, Jesús Estrada Monsalve, ordena removerlos por estimar que en la Facultad no tenían un "ambiente adecuado". Originalmente fueron veinte murales, con nombres como “Café”, “Despojo”, “La caña”, “La danza”, “La colonización”, “Masacre”, “La molienda”. En 1956 Alipio es nombrado profesor de la Escuela de Bellas Artes de Manizales y en 1958 se retira de los salones oficiales. En 1994 se inaugura en la sede del Fondo Cultural del Café de Manizales "Caldas Tres Veces". Una exposición itinerante que de Manizales va a Armenia y luego a Bogotá. En ella tuve el placer de participar como curadora e investigadora. En 1998 la Quinta Galería hace eco de nuestro pedido y expone gran parte de su obra bajo el rótulo "Alipio Jaramillo, Pinturas 19401970". En 1999 el Museo de Arte Moderno de Bogotá, abre la muestra colectiva Arte y Violencia, donde se exhiben algunas de sus obras. Alipio fallece en su estudio en 1999, acompañado por cuadros, recuerdos, familiares y amigos. Su obra, previamente catalogada, fue repartida entre sus herederos y hoy se encuentra dispersa en los cinco continentes como parte de colecciones privadas o casas de acciones. Como epílogo transcribimos las palabras de Alipio Jaramillo Giraldo, que describen puntualmente su obra, con motivo de la exposición de las Galerías Centrales de Arte en Santafé de Bogotá en octubre de 1951: 9

De ellos es depositaria la autora de este texto

47 El espíritu Aleph


” (…) exhibo lo que considero más representativo de toda mi labor artística hasta hoy, sin excluir los períodos de búsqueda técnica y de búsqueda de mi expresión, es decir, de mi propio estilo y de una orientación estética, clara y fértil que corra pareja con mi concepción del mundo y de la sociedad colombiana contemporánea. (…) porque he creído que el pintor debe mostrar lo que hace al pueblo que lo sustenta y al crítico que lo juzga. Quizá sea esta la única manera de entender cabalmente la obra de un artista y al artista en sí mismo... sin embargo, mi directriz mental aparece ya bien viva en estos cuadros. Si alguien tratara de definirla, tendría que señalar primero el sentido nacional de mi pintura. Aun cuando busqué en lo abstracto, perseguí elementos formales que me permitieran expresar la realidad dinámica. De esta zona muerta volví a la vida, con las manos y el alma vacías. Puede pensarse de mi obra una u otra cosa; pero hay algo que no puede negársele: es una pintura colombiana que exalta el pueblo de Colombia (...).

Cátedra 48 El espíritu Aleph

Aleph: La


Portada Revista ALEPH Número 98


Ilustaciรณn carรกtula Revista ALEPH No.60


Cรกtedra

aleph: la gran casualidad de mis estudios universitarios Santiago Cardona Urrea


Santiago Cardona Urrea Estudiante de último semestre de Ingeniería Civil en la Universidad Nacional de Colombia Sede Manizales. Sus pasiones son la literatura, el deporte y las matemáticas. Participó como estudiante en una de las ediciones de la Cátedra Aleph que cada semestre dirige Carlos Enrique Ruiz.


cátedra

aleph: la gran casualidad de mis

estudios universitarios

O

tro semestre, un paso más. Ya es el noveno y las promesas de nuestros antecesores son cumplidas por lo menos en algunos apartados. La inscripción de asignaturas en la Universidad Nacional es un buffet para los estudiantes de los semestres más adelantados y un rebusque en el basurero para los primíparos y los que apenas están empezando. Pacientemente esperé esta oportunidad para darme el lujo de escoger las asignaturas que quería ver, el profesor y el horario. El día que me tocaba inscribirlas, sorprendentemente, las materias que había seleccionado con estimulado pragmatismo azarosamente se habían quedado sin cupos apenas en las primeras horas de inscripción. Tal vez la visión que tenía estaba equivocada o quizá las promesas que me hicieron los que ya se graduaron eran falsas. Recuerdo ese hecho. Solo nos dan 20 minutos para la inscripción y es una carrera contra el tiempo. Estoy recibiendo mensajes y llamadas de un amigo y compañero, mucho más amigo que compañero, con el que he visto casi todas las materias. Nuestros “planes” han sido desbaratados y en los pocos minutos que nos quedan debemos tomar decisiones rápidas que nos dejen con un horario decente pero sobretodo digno y cómodo. Serán cuatro meses donde durante

dieciséis semanas se repetirá el mismo itinerario y se debe procurar que sea ameno. Rápidamente ingreso al buscador de asignaturas y veo que existe una Cátedra que tiene algunos cupos, su nombre es Contexto: Cátedra Aleph y es impartida por el docente Carlos Enrique Ruiz. Curiosamente es el nombre de la biblioteca del campus La Nubia de la Universidad, la que posee más de 100 mil libros y digo curiosamente ya que creo que el simple hecho de que el nombre de alguien esté en una estructura tan importante de la Universidad le da los créditos y pergaminos necesarios para creer que en la cátedra uno se encontrará con una persona que ha ayudado al alma mater a crecer en diferentes campos. Para confirmar mi decisión de inscribir la materia decidí ver la descripción que se encontraba en el sistema de información académica (SIA). En resumen, aprecié que era una asignatura donde la literatura cumplía un papel fundamental, razón suficiente para reafirmar mi decisión de cursarla ese semestre. El primer jueves de febrero de 2016 se dio inicio a la vigésimo octava versión de la Cátedra. En esta primera sesión el profesor hizo una presentación del método

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de la asignatura el cual resumió como “un seminario, adaptado a condiciones de amable tertulia”. El salón de clases era propicio para este ambiente ya que tenía el suficiente espacio para hacer una mesa redonda donde todos los estudiantes tenían la posibilidad de observar el rosto del sujeto que habla. Estos espacios crean verdaderas conexiones con personas desconocidas con solo escuchar lo que tienen por opinar acerca de los temas que se tratan en cada una de las sesiones. Hubo una presentación de cada uno de los estudiantes en la que el profesor Carlos estaba interesado en conocer si leíamos regularmente y qué tipo de literatura preferíamos, finalmente esta era el actor principal de la Cátedra. Por último, el profesor hizo su presentación personal, contándonos a manera de resumen su trayectoria como profesor de la universidad y director de la revista Aleph, la que hoy sabemos cumple 50 años y de la cual sorprendentemente ha publicado más de 170 ediciones con un contenido cultural muy dinámico. Destaco que para mi sorpresa el profesor es ingeniero civil. De ahí me surgió la curiosidad de cómo desde una carrera que tiene un enfoque tan práctico y científico se puede llegar a ser director y escritor de una revista cultural. Fue una duda que tal vez me quedó por responder, pero el ingeniero Carlos Enrique se convierte en un ejemplo de que los sueños y pasiones no se dejan de lado con facilidad. Cuántos pintores, actores, escritores, directores de cine, poetas, se encuentran escondidos entre las paredes de la universidad estudiando carreras que son políticamente correctas para nuestros padres y la gente en general y que en definitiva se escogen por un beneficio económico y no por un beneficio espiritual. Doy gracias a pensadores como el profesor Carlos que abren nuestros horizontes más allá de lo que creemos posible y nos dejan la lección de que las pasiones nunca se deben dejar de lado en la vida ya que ellas son una parte del motor que la mueve hacia la felicidad. Luego de las presentaciones, el profesor nos describió brevemente los dos libros que iban a ser tratados en

esta versión de la cátedra: Breve historia del mundo de Ernest H. Gombrich y Preguntas de la Vida de Fernando Savater. Cada semana se ofrecerían voluntariamente personas que escribirían un informe de lectura además de otro estudiante que al inicio de la clase se encargaría de llevar un registro de lo que pasaba en casa sesión de la cátedra para luego ser leído a manera de crónica en la sesión siguiente, todo esto para desarrollar la habilidad de escritura y descripción de la actuación de las personas. Recuerdo que por ser la primera sesión el ambiente fue un poco falto de confianza así que los estudiantes poco participábamos y estábamos cohibidos a dar nuestra opinión ya qué la costumbre y constancia durante casi todo el estudio profesional es que el profesor habla y el estudiante escucha y pocas veces se invita al estudiante a participar y dar su opinión. Por ello era distinto ese método y requería de un poco más de sesiones para llegar a crear el ambiente que el profesor quería lograr. Pero todo esto quedó atrás en la segunda sesión de la cátedra, donde se trabajó el cuento “El Aleph” de Jorge Luis Borges. Luego de los informes de lectura y de la sesión de la clase pasada, el profesor tomó la moderación de la sesión y nos enumeró lo que él llamaba las “cuestiones fundamentales”. Estas son unas preguntas cuya función fundamental era crear diversos pensamientos críticos en los estudiantes, para que así el ambiente de tertulia fuera más dinámico y tuviéramos diferentes temas de los cuales hablar. Generalmente cada cuestión fundamental venía antecedida de una introducción por parte del profesor quien en su continua moderación hacía que la conversación no tocara fondo y fuera lo más interesante y fructuosa posible. Había ocasiones en que la pregunta tratada tenía tal aceptación del público presente que la tertulia tomaba un aire de discusión en confianza donde se podía expresar el pensamiento sin temor a ser juzgado. Era increíble ver cómo personas que tenían una máscara de timidez completamente pegada en su cara eran capaces de dejarla a un lado para expresar su opinión en cuestiones que de verdad los apasionaban profun-


damente. En definitiva, se aprendía bastante de estas conversaciones y era interesante conocer lo que las otras personas pensaban de temas como la muerte, el amor, la amistad, la historia, etc. Al final de cada sesión de la cátedra se rifaron dos libros entre los diferentes asistentes. Esto se hacía de manera tal que a final de semestre cada estudiante tuviera un regalo que podría disfrutar en cualquier momento de sus vidas porque un libro es un activo que constantemente está en crecimiento al tener la posibilidad de enriquecernos espiritualmente. Además cada sesión era amenizada con un “dulce” a la mitad de la misma, esto con el fin de que se rompiera la monotonía que podría haberse suscitado en algún momento de la sesión. Cabe destacar que una de las compañeras no podía comer golosinas con azúcar y el profesor en un gesto muy bonito llevaba una particular para esta estudiante que no podía disfrutar con los demás compañeros.

Gracias al ingeniero Carlos Enrique por darnos a los estudiantes esta posibilidad y espero que las personas que en un futuro inscriban esta materia no lo hagan por una casualidad de la vida como me tocó a mí sino por la clara convicción de que esta hará enriquecer su vida en todos los aspectos. Por ello la casualidad de encontrármela ha sido una de las más bonitas que me han pasado hasta ahora. Por último, felicidades por los 50 años de la Revista Aleph y que sean muchos más.

Así es el profesor Carlos Enrique, una persona supremamente humilde y colaboradora que está dispuesta a ayudar a cualquier estudiante desinteresadamente, por ello se ofrecía como un amigo con el cual podríamos tomar un café o simplemente sentarnos a hablar sobre cuestiones de la vida porque eso es lo que para él es importante, escuchar y aconsejar a esta juventud. Cientos de estudiantes han pasado por su cátedra durante quince años. Al terminar el semestre nos despidió a todos con un abrazo en un gesto que difícilmente se me va a olvidar porque pocas veces existe el deseo de repetir una materia y menos una de libre elección. Pero he decidido que llegado el momento tendré la posibilidad de ingresar de nuevo a ese ambiente de confianza y de tertulia donde las palabras y pensamientos fluyen con mayor facilidad que en cualquier otro lugar que haya conocido.

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Carlos

Enrique Ruiz, vector nefelibata Carlos Guillermo Navarro


Carlos Guillermo Navarro Docente pensionado de la Universidad Nacional de Colombia Sede Manizales. Durante su magisterio se ocupรณ de cรกtedras relacionadas con las humanidades, el arte y la cultura. Algunos de sus versos han sido publicados en revistas de la regiรณn.


Carlos

Enrique Ruiz,

vector nefelibata

“El pensamiento es una actividad específica del espíritu, se despliega en la esfera del lenguaje, de la lógica y de la consciencia, al mismo tiempo que comporta, como cualquier otra actividad del espíritu, procesos sublingüísticos, subconscientes, sub o metalógicos”. Edgar Morin. El Método, p. 198.

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arlos Enrique Ruiz se ha propuesto conocer el universo a su manera, a través de la lógica, las matemáticas y el arte. Y parece haber acogido la proposición de Albert Einstein de “sé tu propio modelo”. Ser su propio modelo hasta convertirse en un vector. Por ende, no es un humano simple, sino, muy al contrario, un ser humano complejo. Complejo, sí, pero no contradictorio, pues vive como piensa.

contradicciones. Me refiero a que por un lado va el rigor matemático como ingeniero civil que es (Ingeniero de Caminos, prefiere decirse), y por otro lado va la sensibilidad artística y poética. Aquí hay que acotar que no se está queriendo decir que la sensibilidad artística y poética carezcan de rigor: todo lo contrario, pues en Carlos Enrique Ruiz se reafirma que la buena expresión artística y el buen decir y degustar poético requieren de disciplina. Piénsese en Ernesto Sábato, por colocar un sólo ejemplo de conjugación del rigor matemático y el rigor de la expresión artística.

Valga decir que bien parece que hubiese asumido la sentencia de Fedor Dostoievki: “Cada uno de nosotros es culpable ante todos, por todos y por todo”.

Por ello, y con el debido respeto que le profeso, sé que es un Vector Nefelibata.

En Carlos Enrique Ruiz están conjugados varios hechos que, a ojo de mal cubero, más bien serían

Bien sabe que al referenciarlo como vector está cumpliendo con la acción de conducir, de reunir, de

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transportar, de tener un riguroso comportamiento matemático. Digo que como ingeniero que es también es un vector. Es una vida dedicada a comprender y orientar. Por ello no tiene nada de extraño que designara a su medio de publicación literaria como Aleph. Es decir, vio, vislumbró en Jorge Luis Borges y su obra el Aleph, la imaginación y el rigor. Y la certidumbre. Y la incertidumbre. Y pareciera que se abrazara a desarrollar la existencia de su revista siguiendo a T.S. Eliot en su consigna: ¿Dónde se halla la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento, dónde se halla el conocimiento que hemos perdido con la información?. Dicho de otra manera: es inmensa la tesón de Carlos Enrique Ruiz para haber logrado llevar su revista Aleph hasta cumplir 50 años. En nuestro medio es muy fácil, en el ámbito universitario, aventurarse a fundar una revista, cuando lo realmente inmenso es mantenerla. Ya que es bien sabido que estamos llenos de revistas y periódicos tabloides número 1. O que máximo se publican hasta el número 5. Hasta aquí, por qué considero que Carlos Enrique Ruiz es Vector. Ahora veamos por qué es nefelibata. Cuando se habla de un poeta se habla de un soñador. Pero también de un visionario, de un ser humano que es capaz de ver lo que los demás mortales no.

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Tiene los ojos y el cerebro llenos de atardeceres, captados en este Manizales de su alma, su pueblo que bien conoce, de esa “fábrica de atardeceres”, como la llamara Pablo Neruda. Cuando se habla de un poeta se habla de un soñador. Pero también de un visionario, de un ser humano que es capaz de ver lo que los demás mortales no.

Nefelibata, soñador sí, pero con los pies en la tierra. Muestra de ello es su poesía y son los múltiples reconocimientos en su trasegar, bien merecidos. Su poesía oscila entre lo cotidiano y lo insondable del ser humano, y lo que es inefable Carlos Enrique lo convierte en metáforas signadas por imágenes. Tiene los ojos y el cerebro pletóricos de atardeceres, captados en este Manizales de su alma, su pueblo de ensoñaciones. Permítaseme citar algunos ejemplos de su Poemario titulado Media hora de lluvia en el jardín (2012): Ocultamiento Los caminos miran atrás y adelante fuera del tiempo con sujeción al espacio del silencio y recuerdan los pasos de las afugias y las huidas entre complicidad y compasión Caminos los hay de abandono y compromiso de mirar lejano y de recodos en la intimidad Desde lejos desde la sombra desde el ocultamiento yo observo el transcurrir de las distancias con la fría sonrisa de gavilanes detenidos en el aire.10 La poesía de este pensador nefelibata produce las sensaciones de una alegría del conocimiento, como si fuera una demostración de una gran paz interior, estableciendo un lazo tenue entre la escritura oriental 10 En “Media hora de lluvia en el jardín”, p.26


Epicuro responde en actualidad como aporte de auxilio y apoyo.12

y occidental, es decir, llevando al lector a un éxtasis tanto espiritual como carnal. Nelumbios Se rompen las venas en la arena de los cuerpos caídos en desgracia de soles enmudecidos y la sangre multicolor rueda por la memoria de peregrinos en las estepas entre lluvias de sombrío anhelo y centelleantes alboradas del sueño

Y hay que resaltar que en el mar de poesía que labora con paciencia de remita, nunca repite una imagen o una idea, pues la modela, la amasa y recrea con la certeza de dar en el blanco de un arquero budista con los ojos vendados para la transmisión de sus ideas. Logra hacer que su lector se constituya en parte de su arte literario: que poeta y lector se vuelvan uno y todo.

Noches con Luna recortada convocan al agite de los cactus los nelumbios y los confites de la adormidera

El amor se aprende en las rocas de acantilados y en los desiertos donde el grito no alcanza a sentirse mientras la piel palpita con ansiedad de tacto en las papilas del alma

El cielo es la postración del delirio.11

El corazón se cruza de silencio en el estremecimiento de cuerpos golpeados por historias sedimentadas en paleosuelos de la conciencia

Crea paisajes, territorios y caminos donde pululan las fantasías en las que el poeta nos propone sentarnos a ejercer la observación dinámica de las contradicciones humanas con plena sabiduría.

El amor tiende celada con manos atadas al mástil.13

Desbordamiento de los sueños de la fútiles miradas de las palabras por fuera de ambición de cauce El anhelo de sosiego recrudece el pensar metafísico en lo inútil de causas que se repiten con la rutina de piñones desdentados

También logra expresar un arrebato del conocimiento con palabras simples, de uso cotidiano. En resumen, se allana en poesía que invita a la introspección. Auroras de sombra en el destierro con el peregrinar de nubes o de situaciones a expensas de músicas en el pálpito

Voces regresan en las apostillas al silencio con oídos sordos a las conjeturas y a los aminoácidos 11

Ibíd. p. 67

12 13

“La redondez del alba”, p. 113 “El clamor de la clepsidra”, p.155

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de sentimientos ribeteados por la penumbra Corazones en vuelo detienen el sonido y acuden a los dioses del Olimpo en clemencia para conquistar el sosiego de oscuros labradores en busca de lugar Rueda de sainete para la celebración de la vida en riesgo.14 Sean estas mis notas una invitación para leer y sentir la poesía del maestro Carlos Enrique Ruiz y, al tiempo, para felicitarlo y felicitarnos por los 50 años de Aleph.

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14 “Los caminos recrudecen la espera”, p.11


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Portada Revista ALEPH Núme


Ilustaciรณn pag.52 Revista ALEPH No.151


Medio

siglo de Aleph en la montaña mágica Eduardo García Aguilar


Eduardo García Aguilar Escritor manizaleño que reside en Paris desde 1998. Algunas de sus novelas son “Tierra de leones” (1986), “El bulevar de los héroes” (1987) y “El viaje triunfal” (1993) que constituyen una trilogía. Escribe con frecuencia artículos y columnas de opinión en periódicos de Colombia y el Viejo Mundo. Sus libros han sido traducidos al inglés, el francés y el bengalí. Su última obra es la colección de relatos “Ciudades luminosas”.


Medio

siglo de Aleph en

la montaña mágica

“¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son.” Calderón de la Barca

L

a celebración de los 50 años de la revista Aleph adquiere para mí una connotación casi familiar, primero porque fue fundada en mi ciudad natal a fines de la rica década de los años 60, cuando no solo la humanidad sino Colombia vivían bruscos cambios sociopolíticos y culturales, sino porque coincide en mi caso con el despuntar a la adolescencia y a la cultura, animado por un padre amante de las letras y los libros, cuando estudiaba los años iniciales del bachillerato en el Instituto Universitario y fui testigo de los primeros pasos de la publicación encabezada por el joven Carlos Enrique Ruiz y un grupo de noveles científicos, filósofos y humanistas que cursaban sus carreras en las aulas de la Universidad. En el segundo lustro de la década en que fue fundada Aleph, Colombia salía poco a poco de otro periodo tenebroso de la historia política del país, llamado La Violencia, por medio del pacto clientelista del Frente Nacional acordado entre las dos poderosas fuerzas enemigas del momento, pero nadie imaginó en esos años de corta tregua, que en el medio siglo siguiente

el país se enfrentaría a varias oleadas espantosas del más inconcebible terror, cuyas manifestaciones apocalípticas en manos de todo tipo de ejércitos locales podrían equipararse a los tiempos del Holocausto vivido en la Segunda Guerra Mundial con campos de concentración, genocidios, desmembramientos con motosierra, fusilamientos, explosiones, magnicidios, exterminio de partidos políticos opositores en masa y secuestros, espionaje, delaciones, desplazamientos, usurpación, robo y asesinatos sin fin. La generación de jóvenes a la que pertenece Carlos Enrique Ruiz emprendía entonces en las universidades y en los espacios públicos la ardua tarea de dar un poco de luz a ese país arcaico que se había ahogado en sangre, expulsando de los campos, veredas y pueblos a cientos de miles, tal vez millones de personas que acudían a las ciudades en busca de refugio y oportunidades para los hijos nacidos en las décadas de los años 40 y 50, cuando en el agro y en los pueblos colombianos la ley del machete, la bala y la intolerancia había inundado el país de horror, bajo la consigna de “a sangre y fuego”.

69 Medio siglo de Aleph en la montaña mágica


Algunas veces, como estudiante de los primeros años de bachillerato en el Instituto Universitario, fui testigo de las manifestaciones de esa nueva generación comprometida con la realidad del país a través de la investigación y el estudio, y que en las distintas disciplinas del saber trataban de fraguar los programas para realizar un país moderno, abierto, laico, tolerante, moderno y próspero. Aquellas jornadas universitarias las viví de cerca como un observador que abría los ojos a la realidad, ya que mi hermano mayor Humberto había terminado el bachillerato en la misma generación de bachilleres que Carlos Enrique Ruiz y José Chalarcá en el Instituto Universitario y el mosaico fotográfico de graduados que colgaba en alguna pared de la casa mostraba las imágenes de esos jóvenes aplicados, buenos estudiantes que de repente salían a las calles para protestar y proponer un nuevo país distinto al que ofrecía el gobernante Frente Nacional.

70 Medio siglo de Aleph en la montaña mágica

El muchacho que recorría las calles había visto a todos esos jóvenes mayores estudiando, aplicados en largas noches antes de los exámenes en las cafeterías aledañas al parque Fundadores o deambulando por la carrera 23, vía que marcaba el periplo de la conversación y el debate, como si se viviera dentro de las páginas de una novela centroeuropea y alpina de formación: futuros normalistas, ingenieros, médicos, poetas, escritores, abogados discutían sobre los aconteceres mundiales y nacionales en un ambiente de montaña mágica rodeada de volcanes nevados, cumbres, precipicios, valles poblados por la más fascinante variedad de flora y fauna. Lectores de La Montaña mágica de Thomas Mann y admiradores de los románticos alemanes, muchos de esos inquietos pensadores de la ciudad establecían paralelos entre las cumbres andinas y los glaciares y montañas de los Alpes, donde poetas, filósofos y científicos estaban unidos en la pasión de la búsqueda de la flor azul de Novalis. Extraña ciudad aquella que apenas cumplía un siglo, pero que gracias a los incendios y a la prosperidad había emprendido la construcción en los años 30 de enormes templos y edificios y barrios cen-

trales diseñados según los catálogos de la exposición Art Deco de París. A un lado estaba la gigantesca catedral neogótica del cemento armado que representaba el poder eclesiástico, diseñada por arquitectos europeos, y al otro el palacio de Bellas Artes mirando desde Chipre hacia los espacios profundos del Occidente del país escrutados por Humboldt, Bompland, Caldas y Mutis y muchos otros viajeros. La nueva generación de Carlos Enrique Ruiz tenía otras ideas y dejaba atrás para siempre el reino de sus antecesores en la ciudad, sumidos en su mayoría en una anacrónica retórica conservadora, de la que se habían escapado unos cuantos heterodoxos que vivían al margen, exiliados e ignorados en su propia tierra como famélicos fantasmas, almas en pena, espectros transparentes que nadie veía ni oía. A nivel mundial había sonado el gong del cambio con la revolución de mayo de 1968 en Francia y los movimientos pacifistas contra la guerra de Vietnam en Estados Unidos, que fueron acompañados ambos por la liberación de los cuerpos y la deflagración de la cultura pop. En el vientre del imperio estadounidense se estremecían las ideas y surgían nuevos problemas. Los negros encabezados por Martin Luther King y Ángela Davis abogaban por el fin de las remanencias de la esclavitud y el Apartheid, las mujeres rompían las ataduras del cuerpo y las cadenas de la familia, la música estallaba en nuevas expresiones inolvidables bajo el sonido extraterrestre de la voz de Janis Joplin y los chillidos de la guitarra eléctrica de Jimmy Hendrix, el arte estallaba en la más festiva disolución, el cine de arte europeo y norteamericano a su vez experimentaba una revolución a través de figuras inolvidables como Bergman, Antonioni, Fellini y Passolini, entre otros muchos, y todas las ramas del pensamiento vivían una efervescencia que llevó al libro a vivir uno de sus mejores momentos de auge, pues circularon como nunca en las manos de esa nueva generación que en el mundo marcó el fin y el comienzo de una época, en esa década de los 60 que


hoy hace parte de la historia rastreada e investigada por las nuevas generaciones en esta segunda década del siglo XXI. En lo que respecta a los poderes de la llamada Guerra Fría, el conflicto ruso-soviético había llegado hasta las puertas de Estados Unidos con la trifulca que estuvo a punto de crear una nueva guerra mundial con la chispa de la crisis de los misiles enviados por la Unión Soviética a Cuba. En otro ángulo del planeta, en China, se imponía la delirante Revolución Cultural y el culto a la personalidad de Mao Tse Tung, cuyas ideas de catecismo marxista se exportaban al mundo con el Libro Rojo. Las dos potencias competían por la conquista del espacio y los jóvenes de entonces despertaban cada día con fabulosas noticias de viajes de astronautas alrededor de la tierra y sondas enviadas a los planetas del sistema solar, que nos descubrían sus cartografías hasta ahora incógnitas. Todo aquello culminaba con la llegada del hombre a la Luna en julio de 1969, vista en las pantallas de televisión desde todo el orbe por miles de millones de humanos. La década vivió también una serie de magnicidios que expresaban o eran síntomas de esos conflictos y rupturas. En Estados Unidos al asesinato de John F Kennedy seguía el del pacifista Martin Luther King y en el continente latinoamericano la revolución cubana que generaba adeptos y esperanzas lanzaba al martirio a muchos jóvenes deseosos de seguir los pasos del “guerrillero heroico”, el argentino Ernesto Che Guevara, o del cura guerrillero colombiano Camilo Torres. A las viejas religiones detestadas se agregaba ahora la nueva religión marxista-leninista con sus propios profetas, clérigos, catecismos, mártires, ejércitos, íconos destinados todos ellos a abogar por otro futuro paraíso terrenal. En Colombia acababan de surgir las guerrillas de las FARC y el ELN y empezaban los nuevos bombardeos y represiones del régimen que llevarían al largo invierno del conflicto nacional, al que más tarde se agregarían las fuerzas y los ejércitos tenebrosos del narcotráfico y el narcopara-

militarismo. A los jóvenes les dolía en carne viva la Colombia del nepotismo oligárquico, la corrupción, las injusticias, los tugurios, la pobreza y la discriminación de los indígenas y afrodescendientes víctimas del apartheid local, igual de atroz al espíritu de casta y el clasismo reinante en el país. Querían una nueva Colombia: unos desde la civilidad, la razón y el debate pacífico; otros alzados en armas e iluminados por un nuevo mesianismo. La revista Aleph surgió en 1966 en ese contexto, pero como expresión de un espíritu humanista de inteligencia y tolerancia que difería del fanatismo ciego de las ideologías aliadas o adscritas a los poderes del mundo, a esos extremos que calentaban las cabezas de unos y otros y los llevaban a dirimir la discusión por las armas. No en vano en la portada del primer número de la revista apareció la figura del matemático Albert Einstein como el guía de ese esfuerzo de racionalidad, debate y compromiso por el saber, al lado de Jorge Luis Borges, cuyo cuento Aleph inspiró tal vez su nombre. Figuras éstas que al lado de Bertrand Russel o Herbert Marcuse, entre muchos otros pensadores del momento, marcaban pautas para quienes se negaban a entrar en el terreno del delirio de los iluminados y los violentos. Carlos Enrique Ruiz y sus amigos emprendieron esa tarea entonces con total claridad y a lo largo de este medio siglo han sabido mantener con entereza y dignidad ese faro en medio de los más atroces momentos históricos vividos por el país, sin perder el rumbo, siempre abiertos al debate civilizado. Desde Manizales, una ciudad que con el tiempo incrementó su carácter universitario, Carlos Enrique Ruiz y quienes lo han acompañado en su empeño, como su esposa Livia, son un ejemplo de esa Colombia en la que soñamos. Una Colombia lejos de la gritería fanática de los politicastros ignaros llenos de odio, lejos de la codicia de políticos y plutócratas carcomidos por la sed de corrupción y que llevan la estulticia como emblema, una Colombia lejos de quienes tienen como alimento y motor la injuria y el anatema.

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Mi relación con Aleph ha sido pues muy familiar, al ser testigo de su origen desde la mirada del adolescente inquieto que entonces cursaba el accidentado bachillerato en el Instituto Universitario antes de ser expulsado de allí y que compartía con otros el inicio de un camino ligado a las letras, el saber y el pensar, el amor por los libros y el arte. A la ciudad, a través de las diversas bibliotecas, llegaban libros desde los centros editoriales del continente donde se publicaban las traducciones de la mejor literatura y los libros de filosofía y ciencias sociales del momento. Con esos amigos recorríamos la ciudad rodeada de montañas mágicas compartiendo ideas, libros y escritos y entre ellos figuraban los números de Aleph. Desde entonces a lo largo de estas décadas, desde distintos lugares del mundo donde he vivido, he continuado esa relación de afecto y admiración para con el humanista Carlos Enrique Ruiz. Casi siempre, cuando regresaba a mi ciudad natal y llegaba al aeropuerto de La Nubia, me encontraba por azar con él cuando acudía al lugar para recibir a alguna figura del pensamiento colombiano a quien invitaba a participar en la cátedra de la revista y pienso ahora en dos: el gran humanista Germán Arciniegas, que casi centenario seguía debatiendo con los jóvenes historiadores y Álvaro Tirado Mejía, quien hace parte precisamente de esa generación que revolucionó la historia y las ciencias sociales a partir de esa década fértil de los años 60 en que cursaban los estudios universitarios.

72 Medio siglo de Aleph en la montaña mágica

Esa labor pedagógica desde Manizales y la lealtad a la ciudad natal me parecen admirables. Porque al iniciar la revista bajo la impronta de Albert Einstein y Jorge Luis Borges, Carlos Enrique Ruiz sabía muy bien que todos los amigos de Aleph y él mismo estaríamos siempre saltando sobre las cuerdas del espacio-tiempo, o sea en el centro y en la periferia de manera simultánea, en el más allá y en el más acá, en lo más alto y lo más profundo, en “el punto que contiene todos los puntos del universo”, equidistantes en las circunferencias y los rectángulos móviles

de la cultura, el arte, el saber, la ciencia, el amor por la naturaleza, la tolerancia y el debate. Estos 50 años de Aleph son “una ilusión, una sombra, una ficción” como diría Calderón de la Barca y significan que el planeta Tierra ha recorrido con nosotros 50 veces la órbita alrededor del sol y que la tierra la seguirá recorriendo hasta siempre o hasta nunca. El adolescente que tuvo en sus manos la revista Aleph en el Instituto Universitario de Manizales es ahora el mismo y el otro. Todo esto ha sido un sueño de Carlos Enrique Ruiz: él sigue siendo el mismo que fue feliz cuando tuvo en sus manos el primer ejemplar de su invento. Idéntico al que escruta día a día los crepúsculos de la ciudad y los comparte por Facebook. París, 8 de agosto de 2016


Portada Revista

ero 121 ALEPH Núm


Ilustaciรณn pag.26 Revista ALEPH No.140


El

teatro y las mรกscaras de la vida Lina Constanza Lรณpez Tangarife


Lina Constanza López Tangarife Ingeniera Civil de la Universidad Nacional de Colombia Sede Manizales. Docente de secundaría en Anserma, Caldas. En la actualidad cursa estudios de Maestría en Enseñanza de las Ciencias Exactas y Naturales. Fue fundadora y durante muchos años actriz protagónica del grupo de teatro Salamandra de la misma universidad.


El

teatro y las máscaras de la vida

Los años de la furia

H

ace ya más de dos décadas que pisé por primera vez las aulas y pasillos de la Universidad Nacional de Colombia. Aún recuerdo el júbilo con el que mi familia y yo recibimos la noticia de que estaba entre la lista de admitidos. Aún recuerdo también la mirada aprobatoria de un querido padrino que me decía silencioso pero contento algo como “yo te lo dije”, el mismo que fungió como el principal instigador de esa bella travesía que fue mi formación como ingeniera civil en esos claustros; en esos espacios investidos de un prestigio que a nosotras, estudiantes de uno de los colegios públicos de Manizales en el que culminábamos nuestra formación secundaria, nos parecía casi místico. Inicie mis estudios en el primer año de esa década prodigiosa de los 90 en la que el mundo estaba cambiando con celeridad. Sucedía de todo: derrumbe de las utopías fabricadas durante generaciones, la caída de autoritarismos varios, la decepción de multitudes cuya fe en los grandes relatos del cambio parecía decaer. El mundo parecía rehacerse, como si el globo terráqueo hubiera abandonado algo de su equilibrio

y se hubiera sacudido con fuerza. El siglo corto del que hablaba Hobsbawn estaba llegando a su fin y todos parecíamos asistir a una vertiginosa sucesión de acontecimientos. Se nos llamó la generación del desencanto y se dijo que para esa, bautizada con la penúltima letra del alfabeto, eran pocas las esperanzas de transformar el mundo, que ya no había una enorme y cambiante masa propositiva dispuesta a echarse sobre los hombros los grandes problemas y dispuesta a cambiar significados y significantes colectivos. No sé si eso de desencanto era el nombre adecuado, tal vez estábamos más temerosos que desilusionados. Tal vez había algo de incertidumbre. Y nos preguntábamos cómo estarían las cosas en 10 años y cómo estaría este país que parecía lanzado a un sumidero. Nos asustaba, sobre todo, esa violencia sistemática y creciente que protagonizaban las organizaciones ilegales y el asesinato infame de líderes políticos que constituían una esperanza de cambio para millones de colombianos. Poco o nada sabía yo de Bernardo Jaramillo, por ejemplo, pero era imposible no ser partícipe en esos primeros semestres universitarios de la indignación y la tristeza.

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La universidad del cambio La Universidad era otra entonces. Las carreras estaban concentradas en dos campus: Palogrande y El Cable. En el segundo estaba Arquitectura y en el primero todas las ingenierías y Administración. No existían La Nubia o el bello Auditorio principal en cuyo lugar había un bosque que parecía salvaje. No había los escenarios deportivos que existen hoy y cosas tales como el gimnasio estaban reducidas a un aula grande con algunos aparatos mecánicos y colchonetas. Las asambleas estudiantiles se realizaban todas en el Aula Máxima, un auditorio presidido por una enorme mesa caoba en el que, cuando había una gran efervescencia, se agolpaban hasta 400 estudiantes. Y sin embargo sabíamos de la sapiencia y experticia de nuestros docentes y nos enorgullecíamos de ello. Los planes de estudio de entonces tenían muchas materias, 60 o 70. Supe entonces que sucesivas reformas académicas, en particular la protagonizada por el rector Mockus, flexibilizó los planes de estudio y motivó el trabajo independiente de los estudiantes. El tiempo que le dedicábamos las obligaciones académicas era alto, luego entonces el disponible para otras actividades, importantes en nuestro proceso de formación, era algo limitado.

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Con todo, la universidad nunca dejó de mantener una oferta deportiva y cultural apreciable. Esta última, creo, se fortaleció con la llegada como vicerrector de uno de mis profesores: Carlos Enrique Ruiz, un epítome de la caballerosidad que tanto en sus clases como en sus conversaciones cotidianas con los estudiantes mantenía en la voz la tesitura del respeto y la consideración. Con ser tal ingenieril el perfil de los estudiantes de la Nacional, había en la comunidad universitaria de entonces muchos estudiantes que leían con voracidad, y quienes cultivaban la devoción por la música, el cine o el teatro. A ello contribuía la heterogeneidad regional. Recuerdo a un nariñense de las Residencias Rómulo Carvhalo, las

que estaban en el campus, que en virtud de su voz era un invitado permanente de cuanta jornada lúdica o bohemia se fraguaba; en mi memoria ya no está su nombre, pero si la virtuosidad de sus manos y la ovación con que lo despidieron sus amigos cuando recibió su diploma como ingeniero. En esos actos lúdicos cumplían un papel muy importante las fogatas y el canelazo. El fuego promovía la fraternidad y facilitaba la complicidad. Sentados en los muros de los antejardines de la plaza interior o en el pavimento. Sonrientes y relajados. Era como si algo de nuestra simiente silvestre se recreara en ese oasis transitorio levantado en el asfalto. Pocos sabían que antes de que las llamas se adueñaran de la madera algunos estudiantes, usualmente los mismos, acometían arduas tareas para disponer lo necesario. Y nunca faltaba el canelazo, una suerte de bebida caliente que podía tener o no alcohol, pero que era un complemento absolutamente necesario. Una oportunidad siempre propicia para esos acontecimientos era la culminación de algún acto de protesta. Luego de alguna marcha los líderes estudiantiles siempre organizaban, para el comienzo de la noche, un encuentro de esos. Caso en cual los actos lúdicos estaban acompañados por alguna breve disertación política en la que se hacían balances de las actividades de la “lucha” o se enumeraban las metas de los días siguientes. Que era necesario mantener la presión, que había que concertar actividades con los compañeros de la U. de Caldas, que era necesario estudiar la reforma, en fin… Siempre había quien rasgara una guitarra y todos cantábamos. En el repertorio musical siempre estaba presente la llamada música social, Mercedes Sosa, por ejemplo, y la trova cubana. Uno de mis compañeros de carrera era tan devoto de esta última que más allá de las fogatas organizó audiciones temáticas en las que destacaban Silvio y Pablo y en las que disertaba sobre el origen y los contenidos de cada canción.

Y me llegó el teatro


No había tenido ningún contacto con el teatro hasta llegar a la Universidad. Si acaso los sociodramas circunstanciales y pedagógicos de algunas asignaturas en el bachillerato y la asistencia a algunas obras en la ciudad. Y eso que Manizales era una pequeña meca cultural. No ya el tercer epicentro del arte del país de los años 30 del siglo pasado, en el que el afamado Teatro Manizales recibía lo más granado de la cultura nacional, pero sí un villorrio en el que se pululaban los locos necesarios: teatreros y poetas. Recuerdo que sobre estos últimos Gustavo Álvarez Gardeazábal, el autor de “Cóndores no entierran todos los días”, dijo en alguna conferencia que en Manizales había tantos que no debía sorprendernos que los encontráramos debajo de las piedras. Y sobre los primeros había una sólida actividad teatral aupada uno, por el Festival Internacional de Teatro y dos, por el tesón y la persistencia de muchos grupos locales que a pesar de sus precarios recursos montaban obras, daban talleres, y en algunos casos sostenían una sala. ¡Una sala! Qué dignos de admiración eran y son todos aquellos que contra viento y marea han conseguido un espacio en el que la ciudad siempre encuentra historias en las tablas. Pues bien, en todos había un enorme amor por el arte y en muchos de ellos un activo compromiso social para el cual el teatro era un instrumento pedagógico, uno que contribuía a esa liberación que preconizaba Paulo Freire. Teatro social, decían, porque la educación popular podía usarlo como una estrategia para externalizar conductas que de tan habituales habían dejado de notarse. Los intelectuales y los artistas tenían que ser y estar comprometidos y el divertimiento estético no podía ser desplazado por el diletantismo del art pour le art. A principios de los 90 se abrió en la Universidad un taller de expresión corporal orientado por Gilberto Leyton. Este taller, como todos los de su género, pretendía liberar a nuestro cuerpo de los rictus que limitaban nuestro hacer y decir. Que el cuerpo hablara sin necesidad de vocablos, que el niño de adentro alzara la voz y reinventara espacios. A ese grupo primigenio

se le llamó como el talismán mágico de la “Historia Interminable” de Ende: Auryn. Tímida y silenciosa, como me decían mis amigos y compañeros que yo era, encontré en ese pequeño grupo un espacio muy grato que me ayudó a socializar. Meses después bajo la dirección de Jorge Mario Henao, un estudiante de psicología enamorado del teatro, pasó a ser el grupo Salamandra. No recuerdo ya cómo llegamos a ese nombre. Pero sí qué cosas representaba. Plinio el Viejo, el científico y naturalista romano, se refirió a esos seres como una especie de hijos del fuego investidos de propiedades mágicas, como una suerte de fénix que tenían la propiedad antagónica al renacimiento de este: la no extinción. Un digno representante del bestiario medieval que había sobrevivido al desencantamiento del mundo moderno. En todo caso para nosotros representaba aquella criatura que arde y se autotransforma. Salamandra estaba compuesta en esa génesis por cuatro estudiantes, 4 locos que esperaban construir un nuevo hogar donde el espíritu hallara la calidez que se escondía en el rigor de las clases de ingeniería.

La salamandra ígnea Salamandra inició sus actividades con ejercicios teatrales libres como el de las “Estaciones”, construidos con base en improvisaciones sobre poemas románticos y lecturas dramáticas de autores iberoamericanos. También nos ocupamos de cosas varias como ejercicios con fines institucionales como el de “Laura en el Agujero Negro” encargado por el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y con el que se pretendía alertar sobre el maltrato infantil. Con la Alcaldía de Manizales se realizaron dos pesebres en vivo, en ellos algunos niños de casas de la cultura, bajo nuestra dirección, representaban personalidades bíblicas del Nuevo Testamento. Podemos decir que en general nuestro trabajo apuntaba, como dice el cliché, al uso

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creativo del tiempo libre e indirectamente a promover la tolerancia, el respeto y la convivencia. Siempre tuvimos presente una sentencia de Benito Juárez que el maestro Carlos Enrique citaba con frecuencia: el respeto al derecho ajeno es la paz. No todo el teatro está confinado a las salas por ello el grupo participó también en algunos montajes de calle en compañía de directores como Anselmo Parra, un talentoso director de frondoso bigote que usaba vistosos chalecos. En una sala los que ingresan están avisados de lo que sucederá en su interior y aunque no sepan con precisión lo que encontrarán algo presienten de la historia que cobrará forma ante sus ojos. Pero irrumpir en la cotidianidad urbana de los viandantes era una experiencia nueva para todos, salvo para nuestro director. En ese teatro de calle, casi nómada y tan subvalorado en otras épocas, mucho de lo que se hacía estaba emparentado con los viajes y los viajeros inmemorables que al regreso de sus correrías contaban sus vicisitudes, también con los juglares españoles medievales que tenían como escenario las calles desde las que recitaban versos de amor cortés. Nuestro público estuvo en todos los auditorios de Manizales incluidas las universidades, en algunos de sus parques y plazas y algunos de sus bares.

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Un montaje teatral de grata recordación fue “La pensión”, el que realizamos en 1994 siguiendo un texto dramatúrgico con el que Rubén Darío Zuluaga ganó el primer lugar de dramaturgia en los Juegos Florales de la ciudad. A su vez, la obra de Rubén estaba basada en un relato breve del mexicano Juan José Arreola. El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran valija, que nadie quiso cargar, le había fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir. Así inicia la obra de Arreola.

En ella estaba representado el viajero perpetuo que llega a un sitio del que no sabe si puede o no partir. Como si en la nada, la no existencia, confluyeran todos los destinos y a la vez ninguno. Montar esa obra nos exigió arduos esfuerzos. Ellos estuvieron acompañados por el mecenazgo amable de Carlos Enrique que nos otorgó el mayor valor de todos: credibilidad. “Jardín de pulpos”, del dramaturgo argentino Aristides Vargas, fue otro de nuestros montajes. El autor de esa bella obra debió exiliarse de su país durante la dictadura militar argentina de finales de los años 80. Su nuevo lugar de residencia fue Ecuador y fue allí, con el mítico grupo de teatro Malayerba, donde la obra se presentó en 1992 por primera vez. Nuestra versión apuntó, en consonancia con la obra de Aristides, al homenaje al alma de un hombre libre, que teniendo profundas raíces ancestrales sueña con otro mundo posible. “Los locos se reconocen en la mirada”, decía Antonia, una de sus protagonistas, el papel que me correspondió asumir. Esta obra tuvo una profunda connotación política y hablaba de ese ejército de ausentes que puebla el dolor de los latinoamericanos, los mismos que un mal día se desmaterializaron sin dejar huella bajo el hálito infame de un statu quo que no soporta la oposición o la disidencia. En la comprensión de ese contexto me ayudó mucho un dirigente estudiantil de la época con el que hoy, lustros después, conservo una sólida amistad. “La tiniebla” fue otra de nuestras obras. Está basada también en un texto de un argentino, Rafael Spregelburg. Pienso ahora que escribo estas líneas, que cuando hacíamos el trabajo de mesa, en el que discutíamos sobre qué podíamos montar en los meses siguientes, el cono sur tenía una atracción especial para nosotros. La complicada dramaturgia de esa pieza nos contó la historia del asesinato de una mujer dentro de una celda como parte de un macabro plan de escape de dos presos. Casi un equivalente dramatúrgico del suspense literario, pero la diferencia de que poseía una cierta intencionalidad política denunciativa.


Durante estas obras, y en general, durante la existencia del grupo, muchos estudiantes participaron. Algunos durante un breve tiempo, otros, durante muchos años. De estos últimos no puedo dejar de mencionar a Harrison Mesa y Luz Esneda Aristizábal.

Los logros de Salamandra El grupo participó en diversos festivales regionales y nacionales; también en algunas versiones del Festival Internacional de Teatro de Manizales. En algunas ocasiones participamos de coproducciones con variados grupos de teatro y músicos de la ciudad. Luego de La pensión, más o menos en 1998, el grupo creó un semillero de actores aficionados al teatro, estos participaban de talleres durante uno o dos semestres, tiempo luego del cual el compromiso los convertía en miembros plenos. Salamandra enriqueció el teatro universitario de la región. Visitamos muchas universidades del país. Y. comprobamos, para orgullo nuestro y de los directivos de la Sede, que constituíamos una referencia en nuestro medio. A ello contribuyó mucho la permanencia del grupo, su estabilidad. Algo difícil en los ámbitos estudiantiles en los que los compromisos no académicos suelen ser circunstanciales.

díamos para subsidiar el vestuario y la utilería para las obras. Nos abrió un espacio, primero en las aulas del campus Palogrande, posteriormente en el auditorio de El Cable y finalmente en el hermoso auditorio de la Universidad Nacional de Colombia. Recuerdo con simpatía una anécdota que ilustra el talante de Carlos Enrique: en nuestro primer ejercicio mostrado al público tuvimos un percance: se incendiaron las cortinas del Aula Máxima, el máximo auditorio de nuestra universidad. Y en vez de la justa reprimenda del vicerrector nos encontramos con la preocupación por nuestra integridad, una sonrisa comprensiva y la simple advertencia de que en el futuro tuviéramos más cuidado. Hace ya muchos años que perdí el contacto con casi todos mis compañeros de entonces. Pero sé que si ellos también se enteraron de los 50 años de la revista Aleph, celebraron como yo la vocación humanista y humanizadora de Aleph y de su fundador.

Nuestro mecenas y amigo Carlos Enrique, siempre atento a las iniciativas culturales, avaló la creación del grupo de teatro. Su relación con nosotros no fue nunca la de un frío directivo universitario con el que se discute y al que se le solicitan los recursos para una actividad. Llamaba a cada integrante por su nombre y su trato era cálido, personal. Por eso más que un vicerrector fue un amigo. Siempre estaba en los estrenos de los trabajos del grupo, acompañado en muchas ocasiones por Livia, su esposa, y compraba los bonos de apoyo que ven-

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A Portada Revista


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De

paso por la Mesa Redonda Yidis Gahona RodrĂ­guez


Yidis Gahona Rodríguez Administrador de Empresas y profesional en Gestión Cultural y Comunicativa de la Universidad Nacional de Colombia. Durante su paso por la Universidad fue un reconocido líder estudiantil en cuya condición participó como representante en diversos cuerpos colegiados como el Consejo Académico. En la actualidad es el coordinador de la Oficina de Primera Infancia, Infancia y Adolescencia del departamento del Vichada, zona de la cual es originario.


De

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oy profesional en Gestión Cultural y Comunicativa y en Administración de Empresas de la Universidad Nacional de Colombia Sede Manizales, y ahora que escribo estas líneas estoy a la espera de mi grado como especialista en Gestión Cultural. Mucho tiempo ha transcurrido desde que me desplacé desde mi ciudad de origen a Manizales y me es imposible no recordar esos primeros tiempos, en 2009, cuando antes de la llegada a la capital de Caldas tuve una primera estación en la sede de Arauca una de las llamadas sedes de frontera, ubicada en el corazón de los llanos y a pocos metros de Venezuela. El ingreso a la Universidad me lo permitió el PEAMA, un programa de movilidad académica para estudiantes de zonas alejadas del centro del país. En él se cursan dos semestres en las sede de frontera y luego el estudiante se desplaza a una de las sedes andinas, las más grandes, en donde continúa con la carrera que eligió en su ingreso. Ese programa, que no existe en ninguna otra universidad, fue la constatación temprana de que la Universidad era efectivamente nacional y de que como tal tenía un alto compromiso con la equidad social, que construía nación. Con el sistema de admisión convencional era poco probable que un estudiante de las zonas periféricas, como es el caso

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de Vichada, mi departamento, con un capital cultural reducido, compitiera con los aspirantes de las grandes urbes. Mi paso por la vida universitaria fue estuvo lleno de gratas experiencias; hice parte de las representaciones estudiantiles, colectivos, organizaciones estudiantiles y múltiples espacios de discusión y debate. Ello sin abandonar las responsabilidades formales con las asignaturas. Aprendí que debía equilibrar el tiempo que le dedicaba a mis compromisos, que la responsabilidad social que implicaba estudiar en la universidad pública, la que sufragaban todos los colombianos, la que debía defender en las calles y las aulas, debía acompañarse de una responsabilidad profesional, la de que adquirir los conocimientos y destrezas de las carreras que cursaba. Me tocaron tiempos tormentosos: la aplicación de un polémico estatuto estudiantil que reemplazó a uno con casi 30 años y que generó, un año antes de que ingresara a la universidad, una fuerte huelga en la que participó el 90% de los estudiantes de todas sedes. Luego, uno de los constantes intentos de vulneración del carácter público de la educación superior

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a través de la asfixia presupuestal y la limitación de la autonomía universitaria, que dio origen a la mayor movilización estudiantes de los últimos lustros. Con todas las diferencias políticas, con todo el sectarismo y el escepticismo generalizado construimos un modelo de organización estudiantil: la Mesa Amplia Nacional Estudiantil (MANE) que logró echar para atrás la reforma de la educación superior que adelantaba el Ministerio de Educación en 2012. Y lo hizo respetando la diversidad y las diferencias de los participantes en la lucha y convocando la creatividad en los actos de protesta, en las manifestaciones, en las huelgas. Que los estudiantes en vez de lanzar piedras convocaran cosas como una “besatón” y combinaran las consignas de denuncia con música y saltimbanquis era novedoso y efectivo. Tuvo un alto poder simbólico. No hacía mucho, en Chile, los estudiantes universitarios habían tenido un éxito similar, y ese hecho fue algo así como una motivación para lo que estábamos haciendo nosotros. Mi participación en esos espacios estaba justificada por una parte por mis responsabilidades como representantes estudiantil de los estudiantes de la Sede Manizales ante el consejo directivo (y luego ante el Consejo Académico) y por otra, por la convicción de que todos los estudiantes teníamos una responsabilidad moral con quienes en el futuro aspirarían a ingresarían a la universidad: la de que encontrarían condiciones similares o mejores a las que encontramos nosotros.

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Una de esas asignaturas que ha marcado mi trasegar por la vida académica es la Cátedra ALEPH. Recuerdo que me encontraba sentado en uno de los computadores de la residencia estudiantil en la que viví durante mi instancia en la Universidad buscando una asignatura de libre elección que pudiera tomar cuando me encontré con ella…pensé por un instante ¿qué es un Aleph? ¿Tendrá un nivel demasiado alto para mí? Esta última preocupación tenía que ver con el hecho de que apenas cursaba el tercer semestre de Administración de Empresas. Al final decidí tomarla y asistir a sus encuentros. Lo primero que me sorprendió y me

llenó de alegría es que las secciones se desarrollaban en mesa redonda, lo cual rompía con el habitual antagonismo espacial de la relación entre profesores y estudiantes, muy propio de las clases magistrales. En la mesa redonda los espacios son compartidos, pero vistos como un todo integrador. La rutina del aula de clase tradicional no se encontraba allí; si bien estábamos entre cuatro paredes la mesa redonda invitaba a no dar la espalda entre iguales y a que los estudiante de diversas carreras y semestres que confluíamos ahí nos viéramos los rostros en todo momento. Por eso comprendí que el grupo no podía ser muy grande, que el aula no podía convertirse en un establo y que cursos con 60 ó 70 estudiantes solo permiten la transmisión unilateral de conocimiento, nunca su recreación y nunca las experiencias compartidas. La clase era orientada por una persona amable, muy puntual y sobre todo muy enamorado de los libros y la lectura. Su nombre era Carlos Enrique Ruiz. Confieso que no sabía de él y que ignoraba su importancia para la cultura regional y su consagración a las causas humanistas. Confieso también que el primer contacto visual, en la primera clase de la Cátedra, me produjo una gran simpatía. Las clases transcurrieron entre lecturas, las experiencias compartidas, las discusiones respetuosas y acto de escribir que tanto nos intimidaba a muchos. La metodología era tan interesante como nueva para mí. Recuerdo que para cada sesión de trabajo se designaba una persona para llevar la relatoría y que la asistencia era un compromiso, pero no uno impositivo. Asistíamos, pero no por miedo a una falla sino porque nos resultaba muy grata la conversación con el profesor Ruiz. En la Cátedra nos aventuramos a recorrer algo de la obra de escritores de talla mundial. Leímos poesía, fragmentos de novelas y artículos críticos de algunos temas de interés nacional. Recibimos el obsequio de libros y la invitación de la que siempre gozamos fue la de leer y discutir nuestras posiciones con los demás con respeto y tolerancia por la diferencia. Se trataba


de intentar que la interacción con los demás fuera una especie de diálogo socrático, como le oí decir alguna vez. Recuerdo que de eso precisamente habló mucho Carlos Gaviria Díaz en un evento organizado por el profesor Ruiz años después, y en un conferencia de ese mismo autor que este puso a circular virtualmente. Fue después de varios encuentros cuando conocí algunos roles que el maestro había desempeñado, entre ellos el de rector de la Universidad de Caldas y Vicerrector de la Universidad Nacional de Colombia Sede Manizales. Comprendí que en cada sesión de trabajo tenía la posibilidad de compartir con uno académico sobresaliente de la ciudad de Manizales. Era un honor y placer oír su léxico, y apreciar tanto su pedagogía como el rol de padre literario que desempeñaba para nosotros. Fue un amigo y tutor en mi paso por las lides del activismo estudiantil quien me contó después que además, en sus épocas de estudiante de ingeniería civil en la Sede, había sido también un activista estudiantil, uno preocupado no solo por los acontecimientos políticos de los sesenta sino también por el fortalecimiento de la actividad cultural de esos años. En estos encuentros dialogamos también sobre los lugares de origen de cada quien. En mi caso la ciudad de Puerto Carreño en el departamento de Vichada. Hablamos de su diversidad étnica y las dificultades sociales que tiene debido al olvido histórico por parte del Gobierno Nacional. En ese trasegar, el interés por leer, ver noticias y discutir fue en aumento. Los encuentros generaron un punto más cercano entre nosotros como estudiantes e incluso con nuestro maestro. Las diferentes conversaciones dentro y fuera de la cátedra Aleph dieron paso al relato de asuntos de familia y experiencias que cada quien quiso compartir. En muchas de esas tertulias nos acompañó un café y en ocasiones una galleta. El encontrarme tan lejos de mi familia y recordarlos en estas conversaciones facilitó la posibilidad de escribir y compartir algunas líneas, como una especie de catarsis, con los compañeros. Hoy, 6 años después, han cambiado algunas

cosas de mi perspectiva, pero no el sentido emocional, la válvula de escape que constituían para mí. …y me logra envolver un aire de tristeza trayendo con ello a mis abuelos, estos que se levantaban a las cuatro o cinco de la mañana, preparaban un café o simplemente se tomaban dos tragos de aguardiente y emprendían una pelotera con la vida, llenos de alegría y esperanza fruto de una fuerza interior que lograban fortalecer en cada momento. Si mi abuelo supiera cómo ha cambiado su pueblo; que las piedras postradas en el suelo han sido tapadas por el pavimento, negando a la bestia la estabilidad de su cuerpo, si pudiera enterarse que la gente ya no negocia ni cumple con la palabra de hombre sino con papeles, facturas y unos documentos que lo hacen honrado a la fuerza, si esto y muchas otras cosas llegara a saber, se levantaría de su tumba y le recordaría al mundo el valor de la vida plena. Desde luego “si lloramos por haber perdido el sol, las lágrimas no nos permitirán ver las estrellas” (como decía un poeta indio) y el mundo seguirá desmoronándose dentro de esta pérdida inhumana del amor por la vida, no alcanzaremos a encontrar el significado que tiene y ante cualquier minúsculo problema desearemos no seguir con ella. Para mis abuelos no existía un cronometro de tiempo ligado a sus quehaceres, tenían tiempo para todos y siempre mostraban una sonrisa en sus labios fruto de una fortaleza física e interior que no era quebrantada por los años, por ello cada uno tenía una explicación precisa para argumentar la pregunta del forastero y la paciencia necesaria para deslumbrar a cualquier visitante.15

15 Ensayo escrito para la Cátedra Aleph en su versión del primer semestre de 2010.

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La Cátedra también nos animó a escribir sobre temas controversiales de la actualidad social y política también. El Estado colombiano impide que se genere realmente un desarrollo social en el que prevalezca la equidad, pues aunque nuestra Constitución está realmente bien elaborada, no existe un verdadero cumplimiento de esta. Los habitantes de esta patria, ni hacemos valer nuestros derechos ni cumplimos con nuestros deberes, eso en concordancia con lo planteado por William Ospina en el texto Lo que le falta a Colombia: “Nadie sale en defensa del legítimo derecho a la indignación. (…) así la vida se vuelve un milagro sólo posible por la filantropía de unos cuantos, y la sociedad nunca está compuesta por individuos libres y altivos, por seres dignos y emprendedores que se sientan con derecho a exigir, que se sientan voceros de la voluntad nacional, sino por sumisos y agradecidos mendigos”, por eso, porque no exigimos, sino que mendigamos, no somos libres verdaderamente.16

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La Cátedra Aleph se convirtió en un espacio de discusión y debate que contribuía en la formación de personas inquietas y ávidas de conocimiento. Los temas polémicos de índole nacional o internacional eran presentados y discutidos por los asistentes a las sesiones y sin darnos cuenta creo, se formaba el deseo de contribuir de alguna manera a la resolución de muchos problemas sociales. El maestro Carlos Enrique Ruiz y la Cátedra Aleph avanzaban en precisar que la responsabilidad del intelectual en su gestión del conocimiento debería trascender el papel y el egoísmo de la propiedad intelectual, ello me resultó después enormemente coherente con lo que predicaba Estanislao Zuleta cuando hacía referencia a la responsabilidad social de los intelectuales. La producción de los intelectuales debe reflejar la conciencia de que se vive en sociedad y, por otro lado, debe incitar a través de 16 Ensayo escrito para la Cátedra Aleph en su versión del primer semestre de 2010.

su exposición al pensamiento crítico de sus lectores. La academia ser vista como sujeto productor de conocimiento, organismo critico-reflexivo capaz de vivir la realidad y entenderla, o por lo menos de ilustrarse para el mundo al que se circunscribe. Un mundo globalizado, homogeneizante, egoísta y sobre todo inhumano exige que los sentidos de quienes creen en otras relaciones, no cosificadas y alienantes, mantengan los sentidos activos. Mucho más en contextos en los que el concepto de comunidad ha venido perdiendo su significado, y se desdeñan principios como lo son la identidad, la cohesión, la confianza, la solidaridad, la resistencia, la reciprocidad, entre otros. En la Cátedra Aleph discutíamos la importancia de estos conceptos, reconociendo como escenarios de ellos cosas tales como la posguerra, la caída del sistema bipolar, el Estado de Bienestar y el desmonte de este bajo el neoliberalismo; la llegada de la libertad, igualdad y fraternidad proclamadas por la Revolución Francesa y la occidentalización abusiva que acabó con culturas y en algunos casos con pueblos enteros. En las conversaciones se planteaba la necesidad de ahondar en una noción de comunidad que remitiera a un interés compartido donde se reconstruyan lazos sociales, donde se compartieran y se construyeran códigos, símbolos y lenguajes comunes. Mi diálogo con el profesor Ruiz no se limitó solo a las sesiones de clase. Fuera de ellas, acompañados por un café, conversamos mucho sobre la Universidad y sobre el rol de la representación estudiantil. Hablamos en esas ocasiones del estado de la educación en Colombia y del papel que debía cumplir la universidad. Esta requería (y requiere) un nuevo proyecto de ley que permita materializar una reforma democrática de educación superior para garantizar que esta se reconozca como un derecho fundamental y como un bien común, uno que responda a los interés y necesidades nacionales y populares y que recoja un conjun-


to de reivindicaciones históricas de los procesos sociales. Una educación con vocación transformadora que, desde su quehacer científico, técnico y cultural, cuestione y contribuya a la superación de las distintas formas de dominación y exclusión, posibilitando una vida integral tanto individual como colectiva donde se pueda imaginar, crear y transformar. La consigna de la organización estudiantil a la que pertenecí hasta mi graduación era de alguna manera la misma que animaba el espíritu universitario del Profesor: la de una universidad crítica, creadora y transformadora. Gracias maestro Carlos Enrique Ruiz por compartir sus conocimientos con muchos jóvenes y en especial conmigo. Estamos pendientes de un nuevo café y de conversar sobre el tema que hoy divide al país: la paz. Sé que esa mesa redonda que usted preside siempre estará abierta.

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136 LEPH Número Portada Revista A


Ilustaciรณn contraortada Revista ALEPH No.147


La

militancia humanista Jorge Hernรกn Arbelรกez Pareja


Jorge Hernán Arbeláez Pareja Profesional en Gestión Cultural y Comunicativa con estudios de posgrado en la misma área. Corrector de estilo y asesor editorial. Sus intereses académicos e investigativos están concentrados en los fenómenos del conflicto, la violencia y la construcción de paz.


La

militancia humanista

Proemio

H

ace ya muchos años que me topé con la revista Aleph. La encontré en tanto recorría los estantes de la hemeroteca de la Universidad sin ningún afán y propósito distinto al de pasar un buen rato. Una de las ventajas de las colecciones abiertas en las bibliotecas es la posibilidad del encuentro con temas, textos y autores con los cuales, de otra manera, sería difícil toparse. Un título sugestivo, una bella imagen o una frase pescada al zar se pueden convertir en el presagio de una fructífera relación táctil y afectiva. Los libros, como decía Stefan Zweig, no instan, no llaman y no piden, pero desde los anaqueles están siempre silenciosos y expectantes. Ya no recuerdo qué artículo me llamó la atención, pero sí una imagen: el dibujo de un estudiante con el puño erguido en señal de protesta. Tuve tiempo para conocer la revista, muchos número de ella, y luego para enterarme de que el artífice era el mismo vicerrector de la Universidad Nacional en Manizales, el sujeto afable cuyo trato con los estudiantes traslucía un profundo respeto. La revista Aleph ha transpirado un profundo amor por la cultura y una militancia activa en el humanismo. Sus virtudes son las mismas que definen y caracterizan a las universidades de todos los tiempos, o por lo

menos a aquellas cuyo nombre expresa su acción medular: la exposición de ideas y la discusión respetuosa de las mismas. No sé cómo se fraguó el nombre hace 50 años, pero hoy sé que fue muy acertado. El Aleph es un calidoscopio, un lugar sin lugar a través del cual todo puede contemplarse. Un punto del universo que contiene todos los puntos del universo, como decía Borges a propósito de su bello cuento. Y esa es una metáfora perfecta para describir a una revista que ha querido desde siempre huir de la especialización disciplinar y que ha rehuido el formulismo aséptico y adocenado de las publicaciones académicas. Una militancia de esa naturaleza reconoce la condición multidimensional del ser humano y también que los goces estéticos o cognitivos no necesitan sistemas de referencia o indexación. Las líneas que siguen son una reflexión sobre lo que creo constituye la argamasa de Aleph, pero también el norte intelectual del profesor Carlos Enrique Ruiz, que bien sabemos está íntima y proteicamente vinculado al alma mater. También una excusa para dos propósitos: saludar la vigorosa existencia de la revista y conversar sobre un asunto que juzgo interesante.

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Sobre humanistas y humanidades Hace algún tiempo envié a un profesor y directivo de la Universidad Nacional, con quien conversaba con alguna frecuencia, el enlace de una columna de prensa en la que un reputado economista disertaba sobre la importancia de las humanidades y las ciencias sociales. Aquel ripostó formulándome algunas preguntas en las que cuestionaba el quehacer de estas ciencias y saberes.

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Me preguntaba si yo creía que solo podían considerarse humanistas aquellos que hinchan el pecho y se proclaman como tales o aquellos que estudian saberes propios de las humanidades o las ciencias sociales. Y le respondí con un estentóreo no. De hecho muchos profesionales en cualquiera de las ciencias sociales o humanas no son humanistas. Es humanista quien defiende al hombre en su diversidad cultural y su particularidad humana, el que considera que su ética no puede sustentarse en discursos religiosos y el que cree que ningún credo político o económico lo puede convertir en un instrumento, en un piñón. Creo también que un humanista es aquel que defiende por encima de cualquier criterio la libertad humana, el que cree que todos los seres humanos tienen derecho a una vida digna, a unas condiciones adecuadas de existencia. El humanismo es un asunto de criterio, de perspectiva, si se quiere de actitud, y no de formación académica. Muchos sociólogos y literatos fueron cómplices en la construcción del nazismo en Alemania, muchas teorías antropológicas han legitimado la segregación, la exclusión, el racismo; muchos estudios sicológicos se han ocupado de encontrar formas de conducción y de control social. George Steiner recordaba que fueron precisamente los hombres formados para leer a Goethe y a Shakespeare los que cometieron el Holocausto. En síntesis, muchos estudios e investigaciones sobre el hombre han sido hechos no precisamente para su beneficio; y sus protagonis-

tas, aunque especialistas en algunas de las ciencias humanas, no son humanistas. Ahora, si bien el interés por ocuparnos de ese tipo de problemas está relacionado con una cierta sensibilidad que no transmiten ni los libros, ni los cursos, es evidente que la comprensión de esos problemas, que la búsqueda de soluciones, no reside, en principio, en las ciencias básicas o en la ingeniería. Muchos de los problemas políticos que han degenerado en conflictos militares tienen bases más culturales que políticas. La manera como los hombres se organizan, las formas de gobierno que adquieren esas organizaciones, la relación de cada sujeto con otros, las necesidades subjetivas, son asuntos que no pueden entenderse solo desde la química, la medicina o la física. Eso con respecto a las ciencias o disciplinas. Otra cosa sucede con los hombres, profesionales y científicos que hoy son necesarios. Adela Cortina decía en una famosa conferencia, con mucha razón, que los hombres que necesitábamos para el desastre que padece el mundo deberían ser conocedores de la técnica y al tiempo estar profundamente implicados en la marcha de su sociedad y preocupados por entender lo que pasa en ella como una condición necesaria para diseñar el futuro. Un fenómeno tan próximo y cotidiano como el amor, abordado por un biólogo con los códigos de su ciencia, probablemente sería explicado a partir de cambios hormonales, de enzimas, de proteínas. Pero, ¿eso nos enseñaría qué experimenta alguien cuando se enamora? La teoría neoclásica de la economía establece que los hombres actúan de manera racional y que sus decisiones tienen detrás la intención de maximizar sus utilidades. Ahora, ¿desde que ciencia podríamos entender por qué muchos hombres toman decisiones irracionales, altruistas, en las que sacrifican su interés personal? En otra dimensión, el siglo XVIII padeció de una cierta patología llamada “el mal del siglo”, en ella se glorificaba la muerte y cualquier trivialidad era un honroso motivo para el pistoletazo


o la soga alrededor del cuello. Eran frecuentes aquellos que decidían abandonar la vida de un portazo a consecuencia de un amor “imposible”. Pululaban los Werther no correspondidos por Carlotas desdeñosas. El pesimismo y el cansancio existencial eran proverbiales. ¿Qué ciencia o saber humano puede entender ese fenómeno? En el siglo XX el pueblo más educado del mundo era tal vez el alemán. Ahí estaba la punta de lanza de la ciencia, el arte, la filosofía; Einstein, Heisenberg y Plank; Wagner, Hesse y Mann; Marx, Hegel y Kant. Y sin embargo, ese pueblo de rubios serenos de ojos azules, tan ilustrado, fue cómplice del genocidio, convirtió a sus líderes políticos en sacerdotes y llegó a creer, casi en los límites de la demencia, que la suya era una raza superior destinada a gobernar el mundo. Pero no hay que ir hasta Europa: ¿cómo entender que un país como el nuestro con tan amplios recursos económicos y humanos esté sumido en un conflicto inacabable? ¿Cómo entender que haya quienes, con una convicción cerril, prefieran la continuidad de la guerra y no la llegada de la paz? ¿Desde qué ciencias o saberes es posible intentar comprender qué sucedió o qué sucede? Alguien decía que los científicos (de las ciencias básicas o naturales) se ocupaban de encontrar la verdad, los ingenieros de hacerla práctica y los científicos sociales de juzgar si ésta debía utilizarse o no y, al tiempo, de auscultar cuáles eran los efectos de su uso. Esa segmentación es arbitraria y terriblemente escueta, pero, para el problema que nos ocupa, muy ilustrativa. Todos son necesarios. Los físicos soviéticos, alemanes y norteamericanos hicieron investigaciones que derivaron en la construcción de armas de destrucción masiva. ¿Son responsables esos científicos del uso que les dieron a sus descubrimientos e invenciones? Por supuesto que no. Pero como no todo lo que se puede hacer se debe hacer, la ética es tan importante como la ciencia. Otra cosa sobre la que usualmente hay confusión es esta: una cosa son las ciencias sociales y humanas y otra las humanidades. Las primeras son ciencias y

como tal tienen un método que, obviamente, no es el mismo de las ciencias básicas. Además de un método tienen unos principios científicos y requieren de una rigurosidad que es enemiga de la especulación, exigencia de la que están exentas las humanidades que si bien poseen también una gran rigurosidad ésta no es de naturaleza científica. Dentro de las humanidades están básicamente la filosofía y la literatura. ¿La filosofía es una ciencia? no, pero no por eso es menos importante que ellas, igual comentario podemos hacer sobre la literatura; las necesidades humanas que satisfacen no son más o menos importantes, son simplemente distintas. Las humanidades están íntimamente relacionadas con las ciencias humanas pero tienen pretensiones y justificaciones distintas. Los anglosajones tienen muy clara esa distinción, por eso cuando hablan de las humanidades no están incluyendo a la sociología, la psicología, la antropología, la economía o la administración. Aunque el espectro es más amplio, podemos decir que los anglosajones entienden por humanidades a los estudios orientales, la teoría literaria, la filosofía, el inglés (más o menos estudios equivalentes a nuestro español) y todas las manifestaciones del arte. Dos artículos recientes publicados en revistas de amplia circulación en España y Colombia dieron cuenta de la preocupación en muchos académicos norteamericanos: la progresiva pérdida de peso de las humanidades en las universidades de ese país, y el hecho de que los profesores de estas áreas ganaran en promedio un 50% menos que sus colegas de las ciencias duras y la administración. En ambos casos la conclusión era que si bien eso sucedía en las altas casas de estudio los humanistas tenían en ese país aún un altísimo prestigio social. Los especialistas vendían muchos libros y captaban la atención de los grandes medios de comunicación. Hay un debate muy interesante que se suscitó hace 50 años y en el aún se gasta mucha tinta: las dos culturas. Nace de una conferencia del físico y literato inglés, Charles Pierce Snow. En esencia se refiere a dos esferas del pensamiento, a dos mundos que han

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perdido comunicación: el mundo de los científicos y el mundo de los intelectuales. Estos últimos son los humanistas. Hace algunos meses en algunos periódicos y revistas del país crepitó la discusión luego de que un afamado columnista cuestionó la preeminencia que en los medios de comunicación tenían lo que llamó “intelectuales literarios” en detrimento de los científicos. Snow clama por el diálogo entre esos dos mundos y la tesis básica es que la acción del hombre sobre el mundo y sobre sí mismo se nutre tanto de la ciencia como de las llamadas humanidades. Hacer escisiones solo es posible por razones metodológicas. Y un espacio de reconciliación es y tiene que ser la Universidad. Con aquello de la formación integral, en lo que se gasta mucha saliva, creo que se está aludiendo de alguna manera a eso. Ahí está el reconocimiento de que el hombre tiene dimensiones y necesidades cognitivas, estéticas y éticas. Algunos afirmaron después de Snow que esa tercera cultura la protagonizan las ciencias humanas. Otros autores, particularmente norteamericanos y británicos, han creado movimientos denominados de “tercera cultura”, sobre los que hay una extensa bibliografía y en los que el énfasis es puesto en la relación del comportamiento humanos con los determinantes biológicos. Hoy muchos creen que la tercera cultura es ese discurso científico complejo que reconoce que el conocimiento no se construye a partir de temas sino de problemas y que considera que los problemas más importantes del mundo exigen que los científicos sociales y naturales y los humanistas trabajen mancomunadamente.

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Universidad y ética Pero a propósito de Snow volvamos a la universidad. Los alemanes tienen dos expresiones que reflejan una de las muchas tensiones que han caracterizado a la universidad en toda su historia: el building y el beruf, esto es, la disputa entre la necesidad de la formación

general y la formación específica, es decir, la profesional. Las universidades, o por lo menos las instituciones que pueden llamarse así, saben que no solo es importante que los estudiantes adquieran las destrezas y los conocimientos propios de una profesión, disciplina o ciencia sino también que se ubiquen en el mundo, que estén en contacto con los grande problemas del hombre y la sociedad, que adquieran los hábitos y los rudimentos de una racionalidad crítica. De no ser así (y seamos francos, pocas veces lo es) esos enunciados repetidos sin descanso en los estatutos universitarios o en las leyes que reglamentan la educación superior no pasan de ser una retórica prosaica y los ciudadanos que disciernen, los socialmente responsables, una suerte de wishful thinking, un pensar con el deseo. Algunos afirman que “formar en valores” es una responsabilidad del hogar, que lo no resuelto ahí no lo sería en una institución educativa de cualquier nivel. Sobre ello diré lo que la convivencia con los padres no es la única instancia de formación. Los sociólogos clásicos dicen que nuestra visión del mundo es un producto combinado de tres espacios de socialización: la familia, la escuela y los pares o amigos. Hoy habría que añadir un cuarto: los medios masivos de comunicación, incluida la Internet. Si no fuera así el sistema educativo tendría que renunciar, en principio, a educar a esos niños que provienen de hogares “disfuncionales”. Aquellos que crecieron en espacios en donde se les enseñó que estaba bien golpear a las mujeres no tendrían más posibilidad que replicar esas enseñanzas o reprimirlas por miedo al castigo; otro tanto sucedería con quienes aprendieron que no existe propósito de vida distinto al de conseguir el dinero timando a los demás o con quienes vieron a sus padres resolviendo cualquier problema “como los hombres” esto es, apelando a la violencia. Hay una razón por la cual a las mujeres musulmanas les estuvo vedado, durante mucho tiempo, el acceso a las universidades: era muy probable que en las aulas de clase o en la socialización con sus compañeros se


cuestionara esa herencia cultural que las convertía en apéndices de sus maridos o que algunos objetaran, olvidando los preceptos religiosos y familiares, que se considerara pecaminoso el placer corporal y les cercenaran sus clítoris. Recuerdo mucho una frase de Benito Juárez que el profesor Carlos Enrique ponía siempre como pie de página de sus documentos en la Universidad: “el respeto al derecho ajeno es la paz”. ¿Cómo generar condiciones en un país como el nuestro, que enaltece la fuerza y la imposición como principio de relación social? Es verdad que el respeto por los demás y la solidaridad no se aprendan en un curso universitario. Pero esos cursos, y muchas otras actividades en la educación superior, pueden constituir espacios de discusión, de discernimiento, que le permiten a muchos evaluar sus comportamiento y sus preconcepciones así como someter a escrutinio la manera como está organizado el mundo; supuestos básicos en el intento de transformarlo. A nadie se le puede enseñar a ser ético pero es muy probable que tome decisiones más adecuadas quien ha tenido la oportunidad de evaluar los diversos aspectos de un problema y quien ha escuchado las evaluaciones de otros. Esa no es solo una posibilidad de la Universidad sino una obligación; la capacidad de crítica y discernimiento social no se aprenden en un curso de matemáticas en el que solo se enseñe matemática ni en un curso de ingeniería en el que solo se enseñe ingeniería. Recuerdo que en un curso de la Maestría que cursaba, el profesor afirmó, luego de una exposición, que la pobreza era una cuestión de “estilo”, que a la gente “le gustaba ser pobre”. Nadie replicó, dos profesores de la Universidad que eran estudiantes de la maestría se mostraron de acuerdo, los estudiantes aportaron ejemplos que según ellos eran prueba de esa afirmación. Uno de ellos adujo que si a los pobres les “chocara” la pobreza se pondrían a estudiar. Hasta ahí llegó mi paciencia. Manifesté un desacuerdo sonoro. ¿A qué estilo podían referirse? ¿Al de las costillas pe-

gadas a la piel o las piernas endebles y las moscas zumbando alrededor? ¿Al del hambre? Los estilos son mutables, son marcas de identidad, actitudes y comportamientos que nos permiten diferenciarnos, son voluntarios y afectivos. Otra cosa son las estrategias de supervivencia que esas personas adoptan en esos estados de indefensión.

Aportes Podría pensarse, sin exigirle demasiado al caletre, que la técnica y la tecnología nada tengan que ver con la filosofía y la sociología y que los problemas que se derivan de las primeras son estrictamente de orden cognitivo y su aprehensión un asunto eminentemente práctico. Pero no es así, la reflexión filosófica y los análisis sociológicos nos permiten observar que la tecnología tiene implicaciones morales y culturales, que detrás de su generación y reproducción hay un contexto político y que el poder es uno de los telones de fondo. En síntesis, yo no puedo enseñarle a alguien a ser solidario, a tener una idea de la dignidad humana y a trabajar por reducir o eliminar las diferencia sociales pero sí puedo, en primera instancia, darle la noticia de la existencia de esos problemas, intentar que estos se conozcan más allá del registro libresco, facilitar su comprensión, y plantear hipotéticas soluciones. Algún profesor me preguntaba sobre el aporte de las ciencias sociales y las humanidades al PIB y a renglón seguido me acusaba de que muy probablemente no lo conocía. Y tenía razón: no tenía (y no tengo) la más mínima idea de ello. Creo que sería igualmente difícil determinar cuánto aportan los físicos, los biólogos o los químicos o cualquier otra disciplina que tenga la forma de una profesión. Hace poco se dio la noticia de que al tiempo que al incremento PIB crecía modesta pero sostenidamente en Colombia, crecía también la desigualdad social, el indicador Gini nos ubicó como el 4º país más desigual del mundo. Lo confieso: no sé

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cómo se calcula ese indicador macroeconómico. Es probable que me haya distraído cuando lo explicaron, si es que lo hicieron, en el curso de Fundamentos de Economía. Pero creo que ese posible aporte al PIB no es la única medida de la importancia de los humanistas. Si ésta pudiera establecerse a través de un indicador es posible que fuera más apropiado el Índice de Desarrollo Humano o cualquier otro que dé cuenta de la complejidad del hombre en vez de unos agregados económicos.

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Voy a exagerar un poco: Jhon Locke realizó y publicó investigaciones en las que se afirmó, contrario al sentido común de la época, que todos los hombres debían ceder una porción de su soberanía para la constitución de un pacto social y que ese pacto debía tener la forma de un gobierno civil en el que el poder fuera tripartito, ¿cómo medir el aporte de sus trabajos? Descartes y Bacon sentaron las bases de la ciencia moderna cuando, en una reivindicación del humanismo, rompieron con la tutela de un supuesto Dios como causa y finalidad de todas las cosas, ¿cómo cuantificar esos aportes? Rosseau y los enciclopedistas franceses, en una época convulsiva afirmaron que todos los hombres eran iguales ante la ley y que debía haber una separación radical entre la vida privada y la vida pública ¿cómo asignarle cifras a esos postulados?, el economista y Premio Nobel Amartya Sen descubrió que existe una relación estrecha entre libertad y desarrollo y que las sociedades más libres tenían condiciones más adecuadas para un desarrollo socioeconómico, ¿cuánto aportan esos postulados a las economías nacionales? Con distintos grados y escenarios, muchas son las invenciones y los descubrimientos que como estos han contribuido a darle forma al mundo en el que vivimos, Detrás de ellos está la convicción de que los hombres merecen una sociedad más justa y equilibrada. Y este es el punto: no puede confundirse el precio con el valor. Sería muy tonto afirmar, por ejemplo, que la importancia de esas invenciones está determinada por la venta de los libros en los que se divulgaron, por la utilidad neta de

los mismos. Los humanistas se mueven en una escala de valor que no es posible cuantificar, los resultados en las investigaciones de las ciencias humanas, salvo contadas excepciones, no son inmediatas, los efectos y el impacto no son fácilmente cuantificables. Ello es así porque las transformaciones sociales a las que están asociadas solo ocurren en lapsos muy grandes.


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Portada Revista ALEPH Núme


Ilustaciรณn portada Revista ALEPH No.125


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tiempos que corren Mario Hernรกn Lรณpez Becerra


Mario Hernán López Becerra Administrador de Empresas de la Universidad Nacional de Colombia Sede Manizales, con estudios de Doctorado en Paz, Conflicto y Democracia. Profesor de la Universidad de Caldas, donde se ha desempeñado en varias oportunidades como Vicerrector. Investigador en el campo de las políticas públicas para la atención a la población en situación de desplazamiento. Ha publicado relatos breves. Obtuvo en 2009 el Premio Departamental de Cuento de Caldas.


Los

N

os encontramos por casualidad en el terminal aéreo de Bogotá. Conversamos durante un buen rato sobre temas y asuntos de los tiempos que corren; al principio nos ocupamos de la vida universitaria y de las últimas noticias relacionadas con los diálogos para la paz en Colombia; hablamos de los significados de la reconciliación y de historias sencillas que involucran a conocidos mutuos. Teníamos un encuentro no pactado pero pendiente desde hacía una década, de manera que la conversación derivó en sutilezas y en expresiones de reconocimiento por labores realizadas. En un momento, el profesor Carlos Enrique Ruiz propuso hacer juntos una edición de Aleph sobre paz y conflicto en Colombia (esa tarea la haríamos luego con el concurso directo de Martha Cecilia Betancur, profesora de la Universidad de Caldas; sería el número 178 de la revista). Dedicamos un rato a imaginar los contenidos y los posibles colaboradores. Cabrían allí reflexiones sobre la calidad de la democracia, el pluralismo como antídoto a los autoritarismos, las experiencias y cultivos de paz en Colombia, las teorías y conceptos sobre conflictos, así como propuestas para la convivencia pacífica con base en la educación de los niños.

tiempos que corren

Un año después del encuentro, revisé las notas que escribí en el aeropuerto luego de que el Maestro se despidiera apresurado. Fueron cuatro asuntos entre los cuales estuvo mi trabajo doctoral relacionado con los conflictos y las paces en el departamento de Caldas. A partir de esas notas –memoria borrosa de la conversación- adapté un texto del trabajo académico relacionado con la paz imperfecta y elaboré otros en versiones libres y metafóricas.

Autoritarismo Durante la Segunda Guerra Mundial hubo alrededor de cincuenta millones de muertos en Europa. Casi al mismo tiempo del inicio de la guerra, en la Unión Soviética se imponía a sangre y fuego un modelo económico y político movido por una máquina de control humano y comunitario que aún se conoce como el estalinismo. Los detalles de la vida cotidiana durante la dictadura, del día a día enmudecido por el miedo y la paranoia, están registrados con alcances rocambolescos en novelas recientes como la del escritor británico Julián Barnes. En El Ruido del Tiempo, Bar-

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nes narra los sucesos que rodearon la vida amorosa y artística del músico Dmitri Shostacóvich, su acenso social y reconocimiento artístico hasta que un editorial del Pravda -al parecer escrito por el propio Stalin- descalificó su opera prima: el centro de la crítica en el editorial era el carácter individualista, ruidoso y desviacionista de la obra. Sobre el mismo período oscuro en la Rusia Soviética, Izraíl Métter publicó, a finales de los años ochenta, una novela cargada de detalles biográficos; Métter, judío nacido un poco antes de la revolución bolchevique, vivió en carne propia la derrota moral y la inutilidad de toda iniciativa en la vida personal durante el período estalinista. En La Quinta Esquina, describe la forma cómo los valores colectivos e individuales impuestos con las armas del miedo crean mundos grises, seres humanos éticamente andrajosos cuya única libertad radica en dar paso, a través del amor romántico, a las emociones apretujadas por la carencia de libertad política. Tanto la novela de Barnes, como la de Métter ponen sobre la mesa el papel de los intelectuales en las dictaduras y revelan sus estrategias para adaptarse a las condiciones impuestas por los autoritarismos. A propósito de las estrategias adaptativas empleadas por algunos intelectuales, el ensayista cubano Iván de la Nuez señala cuatro: “No me acuerdo”, “me tenían engañado”, “estaba ciego”, “no se podía hacer otra cosa”.

108 Los tiempos que corren

Merodeando el mismo asunto, en el 2014 apareció la edición en español de una novela breve de Milan Kundera: La Fiesta de la Insignificancia. Con un fondo cómico, provocado por anécdotas hilarantes sobre Stalin, Kundera pasa revista a algunos temas contemporáneos con los cuales desnuda el vacío de los tiempos que corren: pequeños símbolos de la moda -como el ombligo femenino expuesto- capaces de mover el mundo; jóvenes que caminan por la vida sin atender

las señales de la historia. En ocasiones los personajes sueltan frases de apariencia trivial, algunas de ellas sintetizan el giro actual de los acontecimientos en la vida íntima: “Te seré sincera, desde siempre me ha horrorizado la idea de arrojar al mundo a alguien que no lo ha pedido”. Sobre los sucesos posteriores al estalinismo y la caída del Imperio Soviético, nada mejor que la magnífica crónica del periodista David Remnick: la Tumba de Lenin. Los últimos días del imperio soviético. Un formidable trabajo periodístico de más de ochocientas páginas; la crónica describe cada acción del poder y de los ciudadanos de a pié en la transición política hasta la llegada de Putin. Al final de la crónica, el lector sabe como fue cancelado el proyecto socialista, como se derrumbó la utopía social y se informa con detalle acerca del nacimiento de una nueva intemperie económica y política. Como se sabe, la caída del bloque soviético desató transformaciones y mutaciones en todas las cosas incluidas, por supuesto, las ideologías que soportaron algunas de las insurgencias en Colombia. Siguiendo a Iván de la Nuez, ahora vivimos una disidencia doble: “contra el socialismo de antaño y contra el capitalismo de la actualidad, contra el Estado anterior y el mercado del presente…”.

El cartucho A mediados de los años noventa, el profesor Hernando Gómez Serrano, de la Universidad Javeriana, solía organizar una caminata nocturna por el centro de Bogotá. El Parque Nacional, al lado de la sede central de la Javeriana, era el lugar de encuentro para iniciar el recorrido por la carrera séptima, los convocados eran estudiantes que tomaban el curso de Circuitos Sociales en la maestría de Gestión Ambiental para el Desarrollo.


El recorrido duraba toda la noche: iniciaba en el Parque Nacional hasta la Plazoleta de Lourdes por la carrera séptima; luego venía un tramo largo por la avenida Caracas hasta la Calle del Cartucho y el Bronx. En el trayecto se iban sumando bohemios que a esas horas salían de los sitios de la rumba bogotana en las discotecas salseras a la altura de la calle 40. En tiempos y lugares previamente determinados, Hernando Gómez explicaba los conflictos latentes y abiertos en el territorio; con conocimiento sociológico callejero describía los poderes de facto enfrentados por el control de las calles, las expresiones sociales y económicas de la informalidad y el rebusque. Con lujo de detalles y talento de narrador urbano identificaba circuitos, transiciones, flujos, emergencias, asimetrías y mercados ilegales. Al inicio de la madrugada la caravana partida en dos llegaba a la calle del cartucho. Adelante, los estudiantes mirábamos con algo más que asombro los grises de los rostros, cuerpos y fachadas; detrás, la representación bohemia disfrutaba la mejor epifanía de sus vidas. Al llegar a la primera esquina del Bronx, el Comanche ofrecía una bienvenida a la realidad del país, con recital poético incluido, para estudiantes universitarios. Con el sol frío de la sabana en la cara de los caminantes -a esa hora fusionados y silenciosos- el recorrido finalizaba en la plaza de Bolívar. Una semana después, la clase de Circuitos Sociales se transformaba en un taller de narrativas, de ideas para cortometrajes, de interpretaciones académicas de los grandes conflictos del país, de iniciativas para la solidaridad y el cambio.

Paz imperfecta17 Buena parte de los creadores colombianos más destacados en los últimos tiempos se han ocupado de 17

Este texto fue elaborado con base en algunos contenidos de la tesis doctoral del autor.

las violencias que han ocurrido en el país desde la segunda mitad del siglo XX. En la literatura, por ejemplo, es usual encontrar pasajes que describen el drama de seres humanos atrapados en medio de confrontaciones armadas. Evelio Rosero –uno de los escritores más notables–, relata en la novela Los Ejércitos lo que puede ser la expresión vívida del miedo que sufren los habitantes de un pequeño pueblo marginal cuando hombres armados, integrantes de ejércitos irreconocibles, irrumpen, asesinan, secuestran y luego desaparecen, dejando a su paso una estela de heridas abiertas: Hemos ido de un sitio a otro por la casa, según los estallidos, huyendo de su proximidad, sumidos en su vértigo; finalizamos detrás de la ventana de la sala, donde logramos entrever alucinados, a rachas, las tropas contendientes sin distinguir a qué ejércitos pertenecen, los rostros igual de despiadados, los sentimos transcurrir agazapados, lentos o a toda carrera, gritando o tan desesperados como enmudecidos, y siempre bajo el ruido de las botas […]. En las ciencias sociales ha ocurrido algo similar, son incontables las investigaciones y las publicaciones nacionales que dan cuenta de las violencias en sus distintas fases y facetas. Se puede afirmar que existe una tradición sociológica en Colombia en la cual la paz se alcanzaría sólo cuando termine la confrontación armada o cuando se resuelvan las injusticias y desigualdades. A partir de la segunda mitad del siglo XX, con la publicación del trabajo realizado por Monseñor Guzmán, Orlado Fals Borda y Eduardo Umaña (La violencia en Colombia: Estudio de un proceso social), los investigadores de las ciencias sociales han centrado la atención en las dinámicas de la violencia política de los años cincuenta, el conflicto armado y los procesos de

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victimización más recientes. El alto reconocimiento que ha alcanzado la investigación en esa materia ha llevado a que se la considere como un campo autónomo, definido en los escenarios académicos como violentología. En una apreciación general sobre los debates acerca del significado de la paz en Colombia se encuentran dos caminos probablemente contrapuestos: de un lado, se ubican quienes plantean la paz como un concepto que designaría la sociedad emergente después de la confrontación armada; y de otro, quienes la definen como el resultado de transformaciones graduales y crecientes en terrenos como la justicia, la democracia y la superación de desigualdades. Apelando a estas visiones es usual que los actores del conflicto armado interno, le confieran a la paz la condición de medio o fin, en función de sus ideologías y propósitos. En una línea de investigación más reciente, la paz se asocia con el reconocimiento y comprensión de los conflictos como una característica de los seres humanos presente en todos los tiempos; el centro de la cuestión radica en saber que buena parte de ellos se regulan y transforman de manera pacífica. Digámoslo de una vez, el arte y la cultura pueden contribuir a reconocer los conflictos, a ponerlos sobre la mesa y a sugerir caminos para la vida querida, como la llama el padre Francisco de Roux.

110 Los tiempos que corren

No son precisamente abundantes los estudios, narrativas o puestas en escena que aborden la paz desde la paz, que la reconozcan como una realidad humana y social que adquiere distintas formas y significados. En tiempos recientes, algunos académicos y artistas buscan aprender acerca de las capacidades creadoras que entran en juego cuando se gestionan conflictos de manera pacífica en escenarios de violencias. Se trata de incontables experiencias de personas y comunidades que resisten a las adversidades apelando a repertorios pacifistas: solidaridades activas en medio de la guerra, cooperaciones colectivas ante la

pobreza, amor frente a la desesperanza; liderazgos de hombres y mujeres que enfrentan y logran romper los miedos instalados por las máquinas del terror, instituciones locales capaces de confrontar con buenos resultados la calculada inoperancia estatal. No toda la gente se queda quieta en los malos tiempos, como lo han demostrado los campesinos y las comunidades urbanas en la zona del oriente caldense: Al corregimiento de Monte Bonito (Marulanda) se lo tomó la guerrilla en el año 2006. Un lustro antes –cuenta el director de la casa de la cultura- habían llegado los paramilitares del magdalena medio a tomar aguardiente con la policía “el comandante de la policía me pegó una trompada porque me negué a firmarle un reporte de paz y tranquilidad en la región (…). Cada semana, después de eso, me senté con el comandante paramilitar para convencerlo de salirse de la guerra”. Edgar Elías recorre en motocicleta -cada semana- el alto oriente de Caldas. Va de corregimiento en vereda invitando a los jóvenes al programa de arte para la paz. Es instructor de danza, trabaja en construcción y maneja taxi cuando el arte no le da para comer. Edgar Elías mide al interlocutor en la conversación y desata inteligencia cuando narra sus correrías por los bajos mundos buscando buenos bailarines. “Aquí lo que falta y se necesitan son artistas”, dice.

La Galería En el pabellón de verduras de La Galería de Manizales (los locatarios prefieren llamarla Plaza de Mercado), es usual encontrar a Germán Vallejo leyendo libros, debatiendo temas de desarrollo local o fabricando pócimas para aliviar los males del alma y el cuerpo. Aunque estudió derecho y economía, escogió la ciudadanía como militancia y profesión. Ante el desvarío político local, Germán recorre las calles de la ciudad


conversando con todo el mundo acerca de las inconsistencias evidentes en los planes de desarrollo; apoyado en un tablero de reciclaje empotrado en un costado de La Galería, describe con detalle los contenidos formales y los alcances velados de las políticas públicas dirigidas a estimular el extractivismo. Muy cerca a los puestos de venta de ramas y yerbas para la cura y la limpia (el de La Mona es el más conocido), se encuentra la biblioteca para niños. Dotada con un par de mesas, algunas sillas y libros donados, en ella se reúnen todas las tardes niños y niñas para conversar acerca de la ciudad con Germán y otros profesores y gestores culturales voluntarios. Sobre las mesas se encuentran dibujos coloridos de mapas cruzados con líneas de colores fuertes. En el trabajo de cartografía básico representan las fuentes de agua, los bosques y las zonas de importancia ecológica. “Algunos de ellos conocen mejor que nadie el plan de ordenamiento territorial” advierte, mientras los sentidos celebran el olor de las plantas vecinas y disfrutan los juegos de niños que saben abrazar.

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Ilustaciรณn


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Evoluciรณn

del logotipo

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Manuscrito pag. 2 Revista ALEPH No.52


Dedicatorias pag.2 Revista ALEPH No.41 / 42


Manuscrito pag.24 Revista ALEPH No.41 / 42


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