Zancadilla

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te da la bienvenida al Club de las Palabras y te felicita por haber elegido la lectura como una forma de utilizar tu tiempo libre. ¡Diviértete leyendo!

Edición: 2006 Depósito legal:


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El trabajo en equipo es como un puzzle, todos somos piezas imprescindibles para completarlo. Ulises


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Índice

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Nuestra nueva calle ........................................

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Un paso de cebra del Zaire ............................

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Batalla en el paso de cebra ..............................

18

Un semáforo color lechuga ............................

21

Ni un pelo de tonto ........................................

25

El paso de cebra llora ......................................

28

El trapecista les enseña a moverse por las alturas ................................

32

El policía Josemaría ........................................

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Palabras mayores ............................................

38

Hablando de un modo diferente se entiende la gente ........................................

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Página El semáforo se disfraza de árbol de Navidad ..

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La madre de Ulises se hace conductora ..........

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Ulises y su monopatín se pasan un pelín ........

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El misterio del autobús escolar ......................

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Un hada despistada ........................................

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El árbol de la basura ........................................

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El policía Josemaría al poner multas se lía ......

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Nuestra nueva calle

Ulises y su familia habían recorrido un montón de

barrios buscando una casa para vivir. Pero ninguna les gustaba porque no querían una casa corriente, sino una casa especial, de esas que están cerca de todas partes. Ulises quería vivir cerca de la casa de sus amigos y a ser posible en el centro de un parque de atracciones acuático; su padre prefería que la casa estuviera cerca del trabajo; su madre, junto a un campo de fútbol porque era muy aficionada a este deporte; y el abuelo soñaba con vivir en una casa con jardín. La familia tenía un miembro más llamado Dani, pero era pequeño y no sabía hablar, por lo tanto, nadie le pidió opinión. Por fin, un domingo, el papá de Ulises encontró en el periódico el anuncio de una casa grande y que parecía estupenda. Algunos días después hicieron las maletas y se fueron para allá. 7


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Pero Zancadilla parecía un barrio normal, sin campo de fútbol, sin parque acuático, con casas sin jardín, y que estaba lejos de cualquier parte.Tenía, en cambio, mucha gente y un circo abandonado y sin carpa, donde vivía un trapecista.Ulises, su padre,su madre y su abuelo estaban un poco tristes. Como todos los barrios, Zancadilla estaba lleno de coches, pero no aparcados, allí sólo circulaban por la calle, por la única calle que tenían. Pero precisamente ése era el problema: que los coches no dejaban de circular. Pasaban tantos y tan deprisa que hacer cosas normales, como ir a la parada del autobús escolar o al mercado, se había convertido en un problema tan grande que ya había adquirido el nombre de problemón. Por eso, cuando alguien bajaba a comprar el pan, tardaba mucho en cruzar la calle y al llegar a casa, el pan estaba tan duro que tenía que volver a la panadería a comprar otra barra. Los niños iban al colegio siempre con abrigo, aunque fuera primavera, porque, a veces, mientras esperaban para cruzar la calle, llegaba el invierno con sus virus y sus bacterias, y a estos bichos les gusta atacar a la gente que va desabrigada. Y todo esto complicaba la vida de todo el mundo. Bueno, de todo el mundo menos del trapecista del circo, que había construido una telaraña de cables y gracias a eso cruzaba por los aires sin ningún impedimento. 8


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A Ulises le parecía mentira que pudiera existir un lugar así y al principio, le resultó muy divertido llegar tarde al colegio, o faltar algún día si no conseguía cruzar al otro lado de la calle.También era divertido no dormir en su cama. Pasar la noche en la acera con sus compañeros del cole y otra gente del barrio era como una aventura. Si había luna llena jugaban a las cartas y si la noche era oscura hacían fogatas, y contaban historias de miedo. Así Ulises, aunque no podía estar con su familia, no se sentía solo. Y gracias a aquellas acampadas urbanas consiguió hacer muchos amigos. Conoció a Amed, que le enseñó a hacer nudos con cuerdas. Y a Ricardo, que iba a su misma clase y tocaba la armónica. Quica se hizo su mejor amiga y le dejaba jugar con su perro. Y don Luis, el de la ferretería, le enseñó el truco de algunos juegos de magia. Pero no todo era tan divertido. La aventura tenía algunos inconvenientes: si no podía cruzar para ir a casa a la hora de la comida pasaba hambre, apenas veía a su familia, no tenía tiempo de jugar a la videoconsola y como no podía hacer los deberes, cada vez sacaba peores notas. Un día, Ulises llegó del colegio fatal, con tanta hambre que las tripas no dejaban de rugir. Ulises sabía que ése era el modo de protestar que tenían las tripas si no se les daba de comer. Así que no le extrañó que las suyas estuvieran tan enfadadas; después de todo, ¡hacía tanto que no comía en su casa! 9


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Cuando por fin llegó, además de hambriento, Ulises se quedó patidifuso, patitieso y casi patizambo porque su madre, al verle, empezó a abrazarlo y a espachurrarlo, y a llorar, y a decir que qué alegría, que cómo había crecido, que qué mayor estaba; en fin, esas cosas que dicen las madres cuando uno vuelve del campamento o de algún viaje largo, largo. Ulises se comió dos platos de lentejas y su madre, mientras tanto, le contó con pelos y señales todas las cosas que habían ocurrido en su ausencia: que había comprado una alfombra nueva, que el canario había aprendido a cantar, que a Dani le había salido otro diente, que al abuelo se le había curado ya el catarro, que se habían perdido las tijeras y que su padre hacía ya más de un día que había salido a comprar medio kilo de arroz y aún no había vuelto. Y entonces Ulises se puso triste, porque vivir en aquel lugar le estaba complicando mucho la vida. Aquello no se parecía en nada al barrio que había soñado. La mamá de Ulises enseguida se dio cuenta de que su hijo estaba un poco triste y le dio un achuchón. —No te preocupes, la tristeza tiene culo de mal asiento —dijo su madre. Ulises, al oír aquellas palabras y no comprenderlas, la miró con preocupación. Nunca se le hubiera ocurrido pensar que las cosas invisibles tuvieran culo. —Que se va enseguida, que la tristeza dura poco, eso quiere decir que tiene culo de mal asiento —le aclaró su 10


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madre al ver la cara de Ulises que estaba sorprendido de que su madre , otra ve z , le hubiera adivinado el pensamiento. Ya sin tristezas vio las cosas de otro modo. Dani, desde el suelo, le enseñaba su nuevo diente a través de una sonrisa.Y se acordó de Amed y de Ricardo; y de Quica y de su perro; y de las magias de don Luis; y de que habían quedado en volver siempre juntos a casa por si no podían cruzar la calle y tenían que pasar la noche en el otro lado. Don Luis les había prometido llevarse un catalejo para buscar entre las estrellas a Marte y Júpiter y a Saturno.Y se dijo que, a pesar de todo, era una suerte vivir en un barrio tan especial.

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Un paso de cebra del Zaire

El padre de Ulises volvió a casa un día después, harto

de estar en la acera intentando cruzar la calle. Había que solucionar, de una vez por todas, aquel terribl e problema. Pero él solo no podía hacer nada. Así que pensó en hablar con sus vecinos. Entre todos podrían buscar una solución. Y después de largas conversaciones en las que todos participaron, tomaron una decisión. Juntaron sus ahorros y se fueron a una tienda que, por suerte, estaba en este lado de la calle. —Buenas —dijo el padre de Ulises al señor de la tienda—, queremos comprar un paso de gente.

—Querrá usted decir un paso de cebra —dijo el señor de la tienda al padre de Ulises. 12


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—No, señor. Nosotros no tenemos ninguna cebra que quiera pasar al otro lado de la calle. Queremos un paso de gente, ancho, muy ancho —dijo el padre de Ulises. —Y con un bordillo muy alto que haga de barrera para que los coches no puedan pasar —añadió el padre de Quica. —Pues lo siento mucho —dijo el señor de la tienda—. Pasos de gente no tengo. Pero me quedan pasos de cebra muy baratos. Miren, éste es de cebra del Zaire.Ya saben ustedes que las cebras del Zaire son las más veloces. Este otro es de cebra del zoo. Las cebras del zoo son igual de bonitas, pero no son tan rápidas. Los vecinos no sabían qué hacer. El abuelo de Ulises opinaba que el paso de cebra podía servirles perfectamente porque por donde pasaban las cebras podían pasar los hombres. Lo que no les serviría era un paso de pájaros porque nadie, salvo el trapecista, sabía volar. Tampoco pudieron elegir el color porque todos eran de rayas blancas y negras. Pero, a pesar del color y de que no tenía bordillos, decidieron llevarse el paso de cebra del Zaire, que además era el más barato. Cuando salieron a la calle se dieron cuenta de que sería casi imposible, además de muy peligroso, colocar el paso de cebra en el suelo de la calzada si no dejaban de pasar los coches. —Pero, ¿para qué están los amigos? —dijo el abuelo de Ulises. 13


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Y pidieron ayuda al trapecista que estaba siempre dispuesto a ayudar. Subido en su trapecio, el trapecista consiguió poner las rayas negras y después las blancas, aunque fue una labor complicada y que duró varios días. Una vez colocado el paso de cebra todo parecía estupendo y todo el mundo quería cruzar la calle, incluso la gente que hacía años que no lo intentaba. Pero, claro, como el paso de cebra no tenía bordillo, los coches no paraban y como además era un paso de cebra del Zaire, había que cruzar a tal velocidad que la gente llegaba al otro lado sin respiración, y tenía que esperar muchas horas hasta que recuperaba el aliento. Para los conductores también esto era un problema. Desde que estaba el paso de cebra, había más gente que quería cruzar, lo que les obligaba a estar frenando continuamente. También llegaban tardísimo al trabajo y a sus casas, apenas veían a sus familias y se aburrían mucho pasando la vida solos, dentro de sus coches. Un día, uno de los conductores decidió hablar con los demás conductores para ver qué solución podían dar a esta pesadilla. Y también ellos decidieron juntar sus ahorros y se fueron a la tienda. —Buenas, queremos un semáforo que siempre esté verde para los conductores —dijo un conductor. 14


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—De esos no tengo —dijo el de la tienda—. Semáforos que estén siempre verdes no tengo. Los conductores se pusieron a hablar todos a la vez, muy decepcionados.Y al final, encargaron al de la tienda que les fabricara uno. Ni se les pasó por la cabeza las consecuencias que este encargo iba a tener.

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Batalla en el paso de cebra

Mientras los conductores estaban en la tienda se

corrió la voz de que por la calle no circulaban los coches. Y la gente del barrio no perdió la oportunidad de pasear por su paso de cebra. Algunos hasta se sentaron allí en medio a tomarse sus bocadillos. El abuelo de Ulises, que nunca había visitado el otro lado de la calle porque era muy viejecito y no podía correr como una cebra del Zaire, estaba contentísimo: había conseguido cruzar setenta y tres veces seguidas. Pero cuando llegaron los conductores y vieron aquel panorama, se pusieron como fieras. ¡Todo el mundo estaba allí en medio y sus coches no podían pasar! Y claro, se armó una batalla campal. Los conductores empezaron a gritar que ellos tenían derecho a usar la 16


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calle. La gente a decir que el paso de cebra era suyo porque lo habían pagado y que, por lo tanto, tenían todo el derecho del mundo a estar en él. Luego empezaron a tirarse cosas. Los conductores trataban de mojar a la gente lanzando chorros del frasco de limpiacristales, y algunos pusieron la radio a tope. Aquello era un lío. Pero los vecinos de Zancadilla se defendieron como valientes. Unos atacaban tirando las pelotas de papel aluminio que envolvían sus bocadillos, otros agitaban los botes de cocacola y dirigían el chorro hacia las camisas de los conductores. Los más osados intentaban apabullarlos, lanzándoles aire con la bomba de hinchar las ruedas de su bicicleta.Y un perro, el perro de Quica, ladraba como loco palabras incomprensibles. Los conductores, empapados de cocacola, se enfadaron aún mucho más y pusieron sus coches en marcha. Y tuvieron que venir los bomberos porque la gente no conseguía levantar del suelo a la abuela de Quica que, con un bañador amarillo, tomaba el sol tumbada sobre una raya blanca. Como podéis imaginar, el paso de cebra estaba ya tan harto de aquel jaleo, tan sucio de colillas y papeles, y tan mojado de limpiacristales y cocacola, que empezó a sacudirse como si fuera una alfombra, con tal fuerza que un vecino salió despedido por los aires. Fue una suerte que el trapecista estuviera ensayando y lo pudiera agarrar. Así evitó que se ro m p i e ra una pierna o cualquier otro trozo de su cuerpo. 17


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La gente corrió a esconderse a sus casas y nadie se atrevía a ir a trabajar, ni al colegio, ni a comprar el pan. Ni siquiera los conductores pisaron la calle durante tres días. Pero el cuarto día...

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Un semáforo color lechuga

El cuarto día por la noche los conductores llegaron

de puntillas al barrio para no despertar a la gente de Zancadilla, que dormía plácidamente en sus casas.

Los conductores iban vestidos de negro , como el regaliz, para que ni el trapecista, que a veces ensayaba por las noch e s , los descubriera. Sigilosamente se acercaron al paso de cebra, que también había aprovechado la calma para echar un sueñecito. Entre todos llevaban un gran paquete envuelto en papel, como si fuera un regalo pero mil veces mayor. Trataron de no hacer ruido al desenvolverlo y lo colocaron al lado del paso de cebra. Algo hizo que el paso de cebra se despertara. Estiró sus rayas, miró a su alrededor, pero no vio nada sospechoso. 19


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Los conductores se habían tumbado sobre las rayas negras y como iban vestidos de color negro, el paso de cebra ni se enteró de que estaban allí todos apretujados. Así estuvieron un buen rato y cuando empezaron a oír los ronquidos planos y blanquinegros del paso de cebra, los conductores acabaron su tarea y se fueron, contentos, a coger sus coches. Nadie en el barrio se dio cuenta de nada hasta casi el amanecer. El primero en descubrirlo fue el trapecista que, en medio de un salto, vio desde los aires que todo estaba oscuro menos la calle, que había cambiado de color. Un gran foco iluminaba las fachadas de las casas, que ya no eran de color ladrillo tomate poco maduro, como antes, sino del mismo color que la crema de espinacas. Y las rayas blancas del paso de cebra parecían tiras gigantes de chicle de menta. El trapecista, sentado en su trapecio, pensó que en el momento que el paso de cebra se despertara iba a arder Troya, que quiere decir, más o menos, que se iba a armar una buena. La guerra en el barrio no había hecho más que empezar. La situación era muy, muy preocupante. Y se preguntó si no podría él hacer algo. Y en efecto, cuando el paso de cebra se despertó y vio que sus rayas blancas ya no eran del color de las nubes, ni de los terrones de azúcar, sino que parecían judías verdes monstruosas se puso a gritar como loco que quién había sido el gamberro que le había pintado las rayas. 20


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G ritó tanto que no sólo se despertó la gente del barrio de Zancadilla; dicen que los gritos pudieron oírse en el Polo Sur y que los pingüinos se dieron un susto de muerte. Pero, dejando a un lado los rumores, la gente de Zancadilla sí que se despertó, y muy sobresaltada, y bajó a la calle para ver qué estaba sucediendo. Cuando Ulises y sus padres y su hermano y su abuelo llegaron junto al paso de cebra, ya estaba casi todo el mundo allí. Estaban tratando de consolar al paso de cebra. Algunos vecinos se habían puesto el traje de detective y analizaban las huellas para encontrar al culpable. Otros fueron a sus casas a buscar las fregonas para limpiar las rayas blancas, a las que parecía que les había crecido la hierba. Y los hombres y las mujeres venga a fregar, y el paso de cebra, venga a llorar. Y entonces, Ulises, que estaba allí en medio con Quica y con otros chicos del colegio, se dio cuenta de que también su ropa era verde, y sus manos, y su pelo, y que la cabeza de su amiga Quica era igualita a un repollo.Y entonces hizo un chiste, y le salió verde, y le dio un ataque de risa, una risa verde también que fue contagiando a todos. Los vecinos de Zancadilla se decían que quizás aquello era un sueño.Y de ser un sueño, todo volvería a tener el color de siempre en el momento en que se hiciera de día. Pero no era un sueño y la noche no se quiso llevar el color verde. Como cada mañana, sólo se llevó la oscuridad, así que el color verde siguió tiñéndolo todo. 21


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Apenas había amanecido cuando empezó a oírse el rugido de los coches, lo que hizo que toda la gente saliera a toda prisa del paso de cebra y se amontonara en las aceras. Pero a los que iban cargados con las f re gonas casi los atropellan. Y entonces, los conductores, asomados a las ventanillas y sintiéndose protegidos por aquel semáforo que teñía todo del color de la lechuga, empezaron a gritar: —¡Membrillo, que te pillo! —¡Tocino, quítate de mi camino! —¡Lista, fuera de mi vista! —¡Imberbe! ¿No ves que está verde? ¡Pues claro que sabían que todo estaba verde! Pero hasta ese momento, nadie se dio cuenta de que aquel chorro de luz verde que lo empapaba todo salía de un semáforo gigantesco. Ulises y su familia se fueron a sus casas hechos polvo, que no quiere decir que estuvieran sucios, ni convertidos en arena, sino que estaban desanimados y tristes. También esta vez, los conductores habían ganado la batalla. ¡Pero no se iban a dar por vencidos!

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Ni un pelo de tonto

Al día siguiente pasó una cosa terrible. El cielo amaneció encapotado, que quiere decir que estaba cubierto por un capote de nubes negras y amenazantes, lo que no era un buen presagio. Cuando sonó el despertador, Ulises se levantó como siempre, se vistió ropa limpita y luego se acordó de que no se había duchado, así que tuvo que deshacer lo que había hecho y meterse en la ducha. No se dio cuenta de que algo raro pasaba hasta que se dispuso a peinarse. Ya con el peine en la mano, se quedó mirándose pero fue incapaz de reconocer la imagen que se reflejaba en el espejo. Un niño tirando a gordito y completamente calvo le observaba muy fijamente y abrió también una boca inmensa cuando Ulises se puso a gritar. Tardó un buen 23


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rato en darse cuenta de que aquel niño era él mismo, sin pelo, claro, pero con el mismo aparato en los dientes y los ojos del mismo color, y en la barbilla la herida, ya medio curada, que se había hecho por culpa de Quica que, en un descuido y para gastarle una broma, le había atado los cordones de las deportivas. Cuando la madre se acercó al lavabo para ver qué le pasaba a su hijo, que no dejaba de gritar, se lo encontró allí con el peine en la mano y con la cara de haber visto a un fantasma. —¡Qué susto me has dado, Ulises! Pensé que te había pasado algo —dijo la madre, algo enfadada, al ver a su hijo. —¿Te parece poco que me haya hecho viejo de pronto? —protestó Ulises. —No exageres. Sólo te has quedado calvo. Hay millones de calvos en el mundo que viven tan ricamente. Seguro que te cayó limpiacristales en la batalla del otro día —dijo quitando importancia al asunto y volviendo a sus quehaceres. Ulises se quedó allí con la mirada fija en esa superficie desierta y brillante que se extendía por arriba de sus cejas y se perdía en el infinito.Pero pensó que quizás fuera sólo cosa de esperar unos días a que el pelo volviera a salir, y este pensamiento le tranquilizó bastante. Pero al acordarse de Quica y de sus amigos volvió su preocupación. No iban a desaprovechar la oportunidad 24


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de reírse de él cuando le vieran con la cabeza como un huevo moreno de gallina gigante. “No iré al colegio. No saldré de casa”, se dijo. Y la sonrisa volvió a aquella cara regordeta que le miraba desde el otro lado del espejo. Pero su madre apareció otra vez en el baño y le chafó el plan: —¿Cómo que no vas al colegio? No estás enfermo, así que ahora mismo coges la mochila y a la calle. Habrase visto otra cosa igual. A Ulises no le quedó más remedio que obedecer y salió a la calle y caminó cabizbajo, sin levantar la mirada del suelo para no ver la cara de burla de la gente. Incluso le pareció que alguien le gritaba:“No tienes ni un pelo de tonto”. Pero no fue al colegio. En esta ocasión fue una suerte no poder cruzar la calle. El semáforo lo miró con aquel ojo verde atemorizante y Ulises pensó que también él se estaba riendo de su cabeza.

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El paso de cebra llora

Dos días después, el padre de Ulises reunió a los

vecinos de Zancadilla y sentados junto a su paso de c e b ra y junto al semáforo de los conductore s , discutieron durante varias horas tratando de encontrar una solución a aquel problema que era cada día más grande. Y una señora dijo: —¡Mis niños no pueden ir al colegio porque no pueden cruzar la calle! ¡Desde que está el semáforo verde los coches van mucho más deprisa! Y entonces dijo un señor: —¡Este paso de cebra es una caca de perro! ¡El de la tienda nos ha timado! ¡No sirve para nada! 26


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El perro de Quica protestó dando un par de ladridos y el paso de cebra lloró desconsolado, que es la manera más corriente de llorar. —Es un cobarde —gritó otro vecino. —¿Cómo puede llorar tanto? Quizás tiene otro s problemas. —El problema lo tenemos nosotros —dijo el padre de Ulises—. El de la tienda nos ha tomado el pelo. —Al único que le han tomado el pelo es a mí y no ha sido el de la tienda, sino uno de esos horri bl e s conductores —sollozó Ulises. —Hijo, sólo es un modo de hablar, quiero decir que nos ha timado, que este paso de cebra parece más bien de cebra del zoo; cómo es posible que las cebras del Zaire sean tan flojitas si se pasan la vida enfrentándose a los leones y a los cocodrilos. —Pues yo creo que lo mejor es que siga llorando.Cuando se está triste lo mejor es desahogarse —dijo la abuela de Quica que, como era mayor, s abía muchas cosas. —Sí, que llore, que llore. Nada como una buena llorera para dejar limpia el alma. Quizás después se quede más tranquilo y cumpla con su trabajo —dijo el vecino que había saltado por los aires el día de la batalla. Otros iban más allá y estaban dispuestos a romper sus h u chas de nu evo para comprar también ellos un semáforo, y daban palmas y vítores. 27


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—Es una idea estupenda —gritaban. Y el abuelo de Ulises, que ya estaba un poco cansado de tantas reuniones y además ya tenía la hucha vacía,preguntó: —¿Una idea estupenda? —y dio un golpe con su bastón al semáforo de los conductores. El semáforo,indignado,lo miró con su ojo verde y empezó a parpadear, enfocando el ch o rro de luz a un lado y a otro. Los conductores, desde sus coches, comprendieron que algo iba mal.Y cuando vieron a aquel abuelo, bastón en mano golpeando a su semáforo, imaginaron que lo iba a destrozar. Así que asomados a las ventanillas gritaron con todas sus fuerzas: —¡Ramplón, no le des con el bastón! —¡Renacuáforo, no sacudas a nuestro semáforo! —¡Paso cebra, culebra! —¡Abuelo, tocino de cielo! —¡Señora, que la mojo con mi cantimplora! —¡Caballero, que parece usted un llavero! La gente de Zancadilla estaba asustada porque, entre otras cosas, no entendían a los conductores. Algunos suponían que eran extranjeros y que hablaban un idioma diferente. Pero el paso de cebra los sacó de dudas, que es como si los sacara de un territorio donde todo son preguntas. 28


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—No es un idioma —dijo en un tono verde, verde como la albahaca y empapado de lágrimas—, son sólo Palabras Mayores. He oído decir que son las palabras que se usan para atacar y defenderse. Y los vecinos se desanimaron aun más porque los conductores, además de tener un semáforo, sabían Palabras Mayores. Y entonces alguien contestó al abuelo que hacía por lo menos una hora que había preguntado: —¿Una idea estupenda? —Sí, abuelo, es una idea estupenda que también nos compremos nosotros un semáforo. Algo tendremos que hacer si queremos sobrevivir. No hizo falta que se pusieran de acuerdo en si el semáforo debía ser amarillo, rojo o morado. Todos tenían las huchas vacías. El paso de cebra era todo lo que podían comprar. Y entonces llegó la noche con toda su oscuridad, y con los bostezos, y con la música del telediario, y todos se fueron a sus casas a dormir un rato. Bueno, el paso de cebra se quedó allí y siguió llorando porque creía que no servía para nada y porque no lograba limpiar el verde de sus rayas blancas. Y Ulises esa noche soñó con un semáforo gigantesco e invencible que ord e n aba parar a los coches y que lanzaba rayos paralizantes a los que no querían obedecer.

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El trapecista les enseña a moverse por las alturas

El trapecista quería ayudar a sus vecinos y después de

mucho pensar, estuvo seguro de tener la solución a sus problemas. Así que una mañana se puso a gritar que la solución estaba en el aire. Los vecinos se asomaron a las ventanas y preguntaron: —¿Cómo que la solución está en el aire? —¿Dónde dices que está la solución? —No, dice polución, que la polución está en el aire, ya sab e s , la contaminación, esos gases que son tan peligrosos. —No, señor, ha dicho solución, solución. 30


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El trapecista tomó la palabra, que no quiere decir que la cogiera con la mano, sino que habló: —Puedo prestaros mis trapecios y así podréis cruzar la calle para coger el autobús escolar, ir al mercado o comprar golosinas. Ni que decir tiene que a los niños les pareció una idea estupenda. A las mamás y a los papás no tanto porque, claro, iba a ser muy complicado para ellos usar el trapecio cuando venían de la compra llenos de bolsas o el carro lleno de comida. Y para los abuelos y abuelas del barrio la idea de cruzar la calle por los aires era una solemne tontería. Pero los niños, como ocurre casi siempre, convencieron a todos de que podría ser muy divertido. Y se pusieron manos a la obra y llenaron la calle de trapecios. El trapecista dio cursos intensivos a los vecinos porque todos tenían que aprender a saltar. Los pri m e ros en aprender fueron lo niños. Y no sólo aprendieron a cruzar de acá para allá, sino que aprendieron a jugar partidos de fútbol, un fútbol aéreo, sin campo, ni césped. Las madres hicieron el curso después.Y como siempre van por la calle con bolsas y carteras y niños en los brazos, hicieron sus prácticas de salto llenas de paquetes, lo que complicó bastante las cosas. Pero cuando le llegó el turno al abuelo de Ulises nadie lo pudo convencer para subir al trapecio. 31


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—Pe ro si es muy divertido, abuelo —decía Ulises tratando de animarle. —El aire es para las aves y para los que tenéis la cabeza llena de pájaros —que es como decir que son unos soñadores—.Además, con este reúma casi no puedo ni andar. ¿Cómo quieres que vuele? —Yo podría ayudarte, abuelo —le dijo Ulises abrazándose a él—. Te iba a gustar ver el barrio desde las alturas. Si miras desde allí, todo se vuelve pequeño, los árboles, la gente y hasta los coches parecen los de un escalextric. El abuelo se emocionó un poco y se le pusieron los ojos mojados al ver que Ulises estaba dispuesto a volar con él por los aire s , que en este caso quiere dec ir exactamente eso, no que salieran disparados. —Ulises, si te parece, lo hacemos mañana. —Vale, abuelo. Pero no sólo los abuelos tenían sus dificultades: las mamás tenían que saltar con el carrito y eso era muy complicado.Y aunque no se produjo ningún accidente, el simple hecho de cruzar con la compra ya era un problema porque siempre se caían las cebollas, o las patatas, o los calabacines y al poco tiempo, la calle estaba llena de paquetes y de comida que nadie podía recoger porque los coches no paraban. El paso de cebra seguía llorando cada vez más congestionado; ya ni siquiera eran verdes las rayas 32


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blancas. Ahora las tenía llenas de peras y zanahorias y cebollas y boquerones y papeles. Incluso para los niños era complicado jugar sus partidos de fútbol. Mantener la pelota en el aire a base de patadas o cabezazos es más difícil de lo que parece. A Ulises se le daba bien, pero Ricardo dejaba caer el balón y en cada partido perdían diez o doce balones, que casi nunca volvían a recuperar. Y pasadas unas semanas ya no tenían ningún balón para jugar y tuvieron que inventarse otros entretenimientos. Pe ro tampoco los conductores estaban contentos. Aunque ya nadie intentaba cruzar la calle había tal cantidad de basura que apenas si se podía circular. Y cuando la basura de la calle formó una montaña pequeña y la montaña pequeña creció y se hizo grande, cuando los vecinos tuvieron que usar mascarillas y bombonas de oxigeno y cuando comprendieron que tampoco en el aire estaba la solución, decidieron llamar al policía Josemaría que aunque aún no había aprendido a poner multas, tocaba muy bien el silbato.

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El policía Josemaría

El policía Josemaría era famoso en todas partes y salía

en la tele muchas veces. Algunos le llamaban Superpoli porque era muy alto y se parecía a Suarseneguer. Se rumoreaba que con el silbato hipnotizaba a los ladrones y ellos solitos se metían en la cárcel. Era tan famoso que no podía ir por la calle sin que la gente le pidiera consejo sobre cómo solucionar cualquier tipo de problema. —Policiajosemaría, ¿qué hago con mi canario que ha dejado de cantar? —Policiajosemaría, ¿qué puedo hacer para que se enamore de mí una chica de terc e ro que se llama Patricia? —Policiajosemaría, ¿cómo se hacen las lentejas estofadas? 34


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El policía Josemaría era amable con todo el mundo y a todo el mundo le daba la solución. Salvo poner multas, sabía hacer de todo. Los vecinos de Zancadilla lo buscaron, lo encontraron, le contaron el problema y lo llevaron al barrio. Y un poco antes de llegar, el policía tuvo que taparse la nariz: —¡Vaya peste! Hay que hacer algo, cueste lo que cueste. —Eso es lo que queremos, pero dinero no tenemos —contestó el padre de Ulises después de un rato de buscar las palabras adecuadas. —¡Con dinero o sin dinero esto es un estercolero! —insistió el policía. Y el padre de Ulises ya no dijo nada porque no se le daba bien la poesía. El policía Josemaría recorrió todo el barrio, analizó la situación, observó la calle y preguntó el nombre a sus vecinos.Y de vez en cuando exclamaba: —¡Un camión de la basura dejará esto hecho una hermosura! ¡Un poco de ambientador quitará este mal olor! ¡No se desmelenen! ¡Ordeno que todos se ordenen! Los vecinos iban tras él alborotados, hablando todos a la vez y tomando nota de sus consejos.

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Palabras mayores

A pesar de la buena intención del policía Josemaría los

problemas de los vec inos no terminaban de solucionars e . Aunque cambiaron algunas cosas: la montaña de basura de la calle cambió de tamaño y siguió creciendo, los niños también crecieron y a los árboles les salieron hojas porque ya estaban en primavera. Pero hubo también cosas que no cambiaro n : los conductores seguían circulando por la calle y llegaban tarde a su trabajo. El paso de cebra lloraba y lloraba debajo de la basura, y el semáforo, que era muy alto, seguía lanzando el chorro de luz verde a todo lo que se le pusiera por delante. Como los conductores seguían atacando a la gente con aquellas palabras raras que, según el paso de cebra, eran Palabras Mayores, los vecinos de Zancadilla decidieron usar palabras aún más grandes para defenderse. 36


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La palabra más larga que encontraron medía tres metros pero tardaban tanto en decirla que los conductores sólo oían un trocito y pasaban de largo. Así que tuvieron que usar palabras algo más pequeñas. Una tarde, armados con sus superpalabras, los vecinos de Zancadilla se fueron a la acera y allí esperaron a que los conductores les atacaran. Pero los conductores, nada, miraban a la gente pero no decían ni pío, que es como decir que estaban callados. Mientras esperaban el ataque, Ulises y sus amigos descubrieron entre la basura que se amontonaba en la calle una de las muchas pelotas que se les habían caído cuando jugaban en los columpios. Como no estaba demasiado lejos Ulises se acercó a cogerla y antes de que pusiera un pie en la calzada, los conductores empezaron a gritar: —¡Membrillo, que te pillo! —¡Imberbe, no ves que está verde! —¡Tocino, quítate de mi camino! Y fue entonces cuando los vecinos de Zancadilla atacaron con sus superpalabras: —¡Pisafruta, que te parta un trueno! —¡Morcillón, que te pego una patada que te enteras! —¡Calzonazos, que te muerdo un pie! Y claro, a los conductores les dio un ataque de risa. Y pararon sus coches porque no podían conducir con 37


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tanta carcajada. Cuando se calmaron y ante la sorpresa de los vecinos de Zancadilla, los conductores se ofrecieron a enseñarles a construir auténticas Palabras M ayo re s , que igual servían para atacar que para defenderse porque, tanto una cosa como otra, puede hacerse de forma educada y elegante. Después de las lecciones, los vecinos de Zancadilla vo l v i e ron a sus casas y en vez de poner la tele estuvieron haciendo los deberes que los conductores les habían mandado.Y consiguieron inventar auténticas Palabras Mayores, las Palabras Mayores más estupendas que podían imaginar. Los vecinos de Zancadilla estaban deseando que pasara la noche para poder usar sus palabras contra los conductores y cuando empezó a amanecer salieron de sus casas y se colocaron sobre la acera. Por fin salió el sol. El cielo era azul y eso era un buen presagio. El viento arra s t raba a las nubes que se estiraban y se estiraban juguetonas para ser águilas o rinocerontes. Ulises era el encargado de provocar a los conductores, haciendo un intento de coger la pelota que se escondía entre la basura, como la otra vez. Imaginaban que sólo así los conductores atacarían. Y Ulises lo hizo. Los vecinos sonrieron satisfechos al ver la cabeza de los conductores asomándose a las ventanillas. 38


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Y cuando el primer conductor dijo eso de ¡Tocino, quítate de mi camino!, los vec inos de Zancadilla empezaron a gritar: —¡Pisafruta, que te doy con la batuta! —¡Morcillón, a que me compro un camión! —¡Calzonazos, a que te muerdo los brazos! Y los conductores al ver lo bien que habían aprendido sus lecciones bajaron de sus coches para felicitarlos y algunos hasta aplaudían. Y a partir de entonces se saludaban con la mano y se felicitaban las pascuas y se preguntaban por sus familias. Una mañana un vecino dijo a un conductor que por qué no quedaban todos un día para solucionar el problema de la basura y del tráfico. Y el conductor no encontró ningún inconveniente. —Vale, pues el sábado —dijo el conductor. —Pues el sábado, vale —dijo el vecino de Zancadilla. Y avisaron a vecinos y conductores y así lo hicieron.

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Hablando de un modo diferente se entiende la gente

El sábado por la mañana, los conductores

y los vecinos de Zancadilla se reunieron para hablar de sus problemas. Mientras, los más pequeños, con Ulises y Quica a la cabeza, limpiaron la basura que era la parte más olorosa del conflicto. Les ayudó un viento del Norte que llevó hacia el Polo Sur el mal olor. Cuentan que los vecinos y los conductores, al principio, no podían entenderse porque hablaban todos a la vez. Y aunque habían arreglado una parte del problema, la más maloliente, en realidad, estaban casi como al principio de esta historia: los vecinos con su paso de cebra llorón, los conductores con su semáforo verde y todos queriendo usar la calle al mismo tiempo. 40


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Fue Ulises quien dijo que para entenderse podían hacer lo mismo que su familia hacía para usar el baño. Por lo menos en su casa no hacían pis todos a la ve z . Así que empezaron a turnars e ; p rimero hablaron los conductores y contaron su pro blema y los vec inos escucharon atentamente y algunos hasta lloraban al comprender el terrible pro blema de los conductore s . —Todo el día solos, dentro de sus coches —dijo un vecino preocupado. Luego fueron los vecinos de Zancadilla los que tomaron la palabra.Y los conductores decían: —¡Pobre gente! ¡Si no pueden ir ni a comprar el pan! Y ya todos estaban tristes al pensar en el problemático problema que tenían los demás, y se abrazaban, y se compadecían unos de otros. Como la idea de hablar por turnos había dado muy buenos resultados en la conversación, los conductores y los vecinos pensaron que no se perdía nada por intentar hacer turnos también para cruzar la calle. El policía Josemaría estaba de acuerdo en que la idea de Ulises era excelente y encargó al semáforo que organizara el cruce. El semáforo se sintió supercontento, supersemáforo, porque le habían elegido a él para tan importante misión. 41


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El paso de cebra, en cambio, se enrabietó al ver que los vecinos seguían pensando que no servía para nada. Pero aún tuvo que pasar un poco de tiempo para que el paso de cebra pudiera demostrar su valentía y su utilidad a todo el barrio.

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El semáforo se disfraza de árbol de Navidad

La misión que tenía que desempeñar el semáforo era

realmente complicada. Y como el policía Josemaría estaba muy ocupado solucionando todo tipo de problemas, tuvo que llevarla a cabo él solito. Así que se puso a pensar en la mejor manera de ordenar el desorden. El paso de cebra seguía enfadado con todos y aunque su compañero no dejaba de tomar medidas y guiñarle el ojo, no le dirigía la palabra. Y era una pena porque el paso de cebra ya se había acostumbrado a tenerlo allí cerquita y le había empezado a tomar cariño y ahora que le habían limpiado la basura, ya no le importaba tener verdes las

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rayas blancas, tan verdes como si fueran sembrados de alfalfa. Pero como era un paso de cebra del Zaire, que son las más veloces, era un poco orgulloso y no estaba dispuesto a perdonar que despreciaran sus servicios y que no le tuvieran en cuenta. Un día, el semáforo empezó a colocarse un montón de luces de colores y claro, el paso de cebra supuso que ya había llegado la Navidad. Antes de abrir la boca miró hacia los árboles y vio que además de verdes, estaban llenitos de hojas, lo que quería decir que aún no estaban ni en otoño. Luego pensó que quizá el semáforo se había vuelto loco porque sólo a un loco se le ocurriría adornarse con luces de colores en pleno verano. Pero el semáforo no estaba loco. Trabajaba sin parar colocándose las luces, estaba limpio y reluciente y en sus ratos libres, componía versos. El paso de cebra estaba tan intrigado por lo que su compañero se traía entre manos que decidió romper el silencio. El semáforo miró asustado al paso de cebra al oír los trozos de silencio caer al suelo. Pero el paso de cebra se rió y le dijo que estuviera tranquilo porque el silencio es una de esas cosas que no importa que se rompan. Y se pusieron a charlar, primero uno y luego el otro, para poder entenderse. Y el semáforo , pensó que haría más rápido el trabajo si alguien le ayudaba. Y como también se había 44


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acostumbrado a la compañía del paso de cebra y hasta le había tomado cariño, le pidió que trabajara con él. —Claro, ¿para qué están los amigos? —respondió el paso de cebra, contento por fin de que alguien contase con él. Seguro que el trabajo saldría mejor si lo hacían entre los dos. Al cabo de una semana estaba todo preparado. El semáforo y el paso de cebra avisaron a los conductores y a los vecinos de Zancadilla para que fueran a la inauguración. También invitaron al policía Josemaría, que se puso su traje de gala y dio un concierto de silbato. Y por fin las cosas empezaron a cambiar. Los vecinos de Zancadilla aprendieron que si les enfocaba una luz verde podían pasar.Y si la luz era roja el semáforo decía: ¡Tienes que esperar! Y como no todo el mundo anda con la misma rapidez, pusieron una luz naranja que avisaba para que se dieran prisa.Y para que nadie lo olvidara el semáforo repetía: —¡Si está rojo, ojo! —¡Si no está verde, muerde! —¡El color naranja para que dé tiempo a cruzar la franja!

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La madre de Ulises se hace conductora

Una vez arreglados los problemas del barrio, los

conductores, a veces, se convertían en peatones porque dejaban sus coches y paseaban por la calle, que era una manera de no estar tan solos. Y entraban al bar a tomarse un café y compraban flores y libros. En fin, esas cosas que si vas en coche no puedes hacer.

También los vecinos empezaron a pensar que ir en coche tenía sus ventajas, llegabas antes a los sitios y si comprabas un armario, no tenías que traerlo a las espaldas. Así que algunos decidieron sacarse el carné de conducir, y entre ellos la madre de Ulises. —No sé si será buena idea, hija mía —le decía el abuelo un poco temeroso—. Eres muy despistada y para ser conductor hay que tener mucho aplomo. 46


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—Pues yo creo que plomo sí que tiene, ¿o no te acuerdas de lo que le dices cuando te manda poner la bufanda? ¡Eres más pesada que el plomo! —le recordó Ulises, que quería que el abuelo animara a su madre a sacarse el carné. —Yo sé lo que me digo. No sé si será demasiado peligroso. Hay que ir muy atento a los semáforos y obedecer todas las señales —insistió el abuelo. —Y lo haré, papá. Seré una buena conductora. —Abuelo, verás cómo mamá será la mejor conductora —dijo Ulises. El abuelo al final se convenció. La madre de Ulises estudiaba día y noche para aprobar el examen. Y como le había prometido al abuelo, se tomó muy en serio las normas de tráfico. Pero tan en serio, tan en serio,que empezó a causar unos problemas espantosos. Por ejemplo, si Ulises se ponía el chándal rojo,ni le besaba ni nada porque el rojo signifi c aba prohibido y si estaba prohibido estaba prohibido, no se acercaba a él. Tan en serio se lo tomó que en su casa nunca se comían espaguetis con tomate, ni fresas, ni sandía. Sólo había pimientos, pepinos y lechugas. Y cuando la madre de Ulises se encontraba en la calle a alguien con un jersey verde se lanzaba sobre él para abrazarlo, como si el color verde le permitiera hacer cualquier cosa. La gente estaba asustada y nadie comía helados de kiwi por si aparecía la madre de Ulises y se los zampaba. 47


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Una mañana, como era verano y los árboles estaban llenitos de hojas, la madre de Ulises trepó por el tronco de un castaño como si fuera una ardilla, se sentó en la copa y gritó que nunca más iba a bajar. Allí era todo verde y por lo tanto, no había nada prohibido. ¿Quién no ha soñado alguna vez con un lugar así? Las ardillas auténticas se enfadaron muchísimo porque los árboles eran sus casas y no querían tener a semejante giganta viviendo en el ático. Además, seguro que roncaba y todos sabemos cómo son los ronquidos de un gigante. —Baja de una vez —gritaba un vecino. —El color rojo solo prohíbe cruzar la calle —le gritaba otro. —Las fresas no están prohibidas, ni el gazpacho —decía un hombre con sombrero azul. —Ni la sandía, que es la cosa más roja que hay —dijo otro vecino más allá. Al final fueron a buscar al policía Josemaría quién tocó tres veces el silbato, miró hacia el árbol y le ordenó bajar. La mamá de Ulises se lo pensó mucho pero al final decidió obedecer porque, aunque en la copa del árbol no había nada prohibido, tampoco había nada que pudiera hacer. Y resultaba bastante aburrido. Con la ayuda de sus vecinos bajó del árbol. Pero ella solita aprobó el examen y se hizo conductora. 48


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Y si el semáforo se ponía rojo, se paraba porque hay que obedecer siempre al semáforo. Pero si Ulises se ponía el chándal de color espaguetis con tomate se lanzaba a abrazarlo como cualquier madre se lanza a abrazar a sus hijos, aunque vayan vestidos de drácula. Pero no todo iba bien. Al día siguiente, Ulises desobedecería al semáforo por primera vez.

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Ulises y su monopatín se pasan un pelín

Nadie sabe muy bien por qué pasó, pero un día Ulises

empezó a hacerse el valiente y a desobedecer las normas. Se puso a jugar con la pelota en la calle en vez de ir al parque, como todo el mundo debe hacer. Y la pelota, botando y botando, se bajó de la acera y Ulises, claro , detrás de ella. El paso de cebra se puso a gritar asustado: —¡Ulises no me pises! ¡Que no me pises, Ulises! A los pocos días fue con el monopatín que, como no tenía frenos, se embalaba llevándose por delante a la gente que iba por la acera. Sin frenos y sin ojos, el monopatín no veía los colores del semáforo y cruzaba cuando le parecía bien. 50


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Los vecinos de Zancadilla empezaron a decir que a Ulises le pasaba algo muy grave. En vez de hacerse mayor, Ulises se estaba haciendo pequeño, cada vez más pequeño, no de tamaño pero sí por las cosas que hacía. Tan pequeño era que le daba igual lo que le decían y le parecía una chulada hacer esas cosas tan peligrosas y se las daba de valiente. Los amigos de Ulises no creían que fuera más valiente, ni nada. En realidad les daba mucha pena porque, si era cierto lo que decía la gente, Ulises estaba creciendo pero al revés y en poco tiempo tendrían que cambiarle de curso, pero a una clase de niños más pequeños y luego a otra de más pequeños aún, hasta que tuvieran que sacarlo del colegio. Y acabarían metiéndolo de patitas en la guardería.Y eso sí que era terrible. Una tarde,su amiga Quica decidió hablar con él y se lo dijo: eso de volver a las papillas eraalgo muy humillante. —¿De verdad crees que me las tendré que volver a comer? —preguntó Ulises un poco asustado. —Si es cierto lo que dicen, estás creciendo al revés.Ya has empezado a desobedecer y terminarás gateando y sin poder hablar. No te librarás de las papillas —contestó su amiga Quica, con lágrimas en los ojos, al pensar que se podía quedar sin poder hablar y jugar con su amigo. Y Ulises se puso triste, muy triste, porque veía a su amiga llorar. La verdad es que no quería volver a ser 51


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pequeño. Quería ser futbolista y mayor, todo lo mayor que la gente puede ser. Por eso decidió seguir creciendo, pero hacia arriba, del derecho, y volvió a jugar al parque con sus amigos, que también crecían y cada vez se lanzaban mejor con sus monopatines por una rampa que el policía Josemaría construyó entre los árboles. Y a partir de entonces se hicieron concursos de saltos y se daban premios y todos aplaudían y estaban contentos. Bueno, todos no. A las ardillas no les gustaba nada aquel alboroto. Pero Ulises no fue el único que desobedeci ó en Zancadilla.

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El misterio del autobús escolar

A Ulises le encantaban los viajes hasta el colegio porque

ahora iba en autobús y con sus amigos, aunque también iban los de cuarto que siempre se metían con ellos. El autobús era ya muy viejecito y con el tiempo había ido perdiendo los asientos, los cristales y hasta alguna puerta; en fin, esas cosas que se van perdiendo con la edad. Así que los niños ya se sentaban en el suelo y cuando el conductor, que se llamaba Fermín, daba un frenazo, todos rodaban por la tarima muertos de risa. Pero lo más divertido era la batalla contra los de cuarto, que se sentaban detrás, todos juntitos. S i e m p re empezaba igual: uno de cuarto ponía la zancadilla a Ricard o , el amigo de Ulises, que era especialista en lanzamiento de batido. Ricardo, entonces, 53


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se llenaba la boca con el batido de chocolate, se asomaba a la ventanilla y allí esperaba hasta que el de cuart o asomara la cabeza,cosa que siempre hacía.En el momento que lo veía aparecer, Ricardo abría la boca y el viento se o c u p aba de esparcir todo el chocolate por la cara y el pelo del de cuart o , que todas las tardes caía en la trampa. Luego, todos se unían a la pelea y dejaban el autobús hecho un asco. Fe rmín estaba muy disgustado por esto, porque además de su jornada de trabajo, después tenía que dedicar varias horas a limpiar el autobús. Pero una mañana encontraron a Fermín contentísimo porque se había comprado un autobús nuevo. —Éste tendrá asientos, ruedas, puertas y hasta música. Chicos, tenemos que cuidarlo entre todos —dijo Fermín con orgullo. Cuando días después los niños subieron al autobús se quedaron muy sorprendidos porque nunca habían visto nada tan bonito. Además de asientos y ruedas, tenía aire acondicionado y estaba llenito de carteles que nadie se tomó la molestia de leer. Ese día, a la vuelta del colegio, el de cuarto volvió a poner la zancadilla a Ricardo y éste volvió a llenarse la boca con el batido. Abrió la ventana y con los mofletes hinchados asomó la cabeza. Pero esta vez ni siquiera le dio tiempo a abrir la boca. Sin saber cómo ni por qué se había quedado sin cabeza. Los niños se pusieron a gritar y el conductor paró el autobús y bajó a la calle, pero nada, la cabeza de Ricardo no apareció. 54


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Fermín le dijo que le estaba bien empleado porque en uno de aquellos carteles ponía bien clarito que no se sacase la cabeza por la ventanilla. Pero a Ricardo no le importaba demasiado estar sin cabeza. —Pero no podrás ver la tele —le dijo Ulises para que comprendiera la gravedad de su situación. Comparado con esto, su calvicie no era nada. —Ya, pero tampoco tendré que estudiar, ni lavarme los dientes, ni peinarme —contestó Ricardo. Otra tarde fue la mano de uno de tercero la que desapareció cuando la sacó para tirar un papel. —Hay que leer los carteles —dijo Fermín señalando uno donde ponía que no se arrojara a la calle ningún tipo de desperdicios. A la semana siguiente fue la pierna de Quica y claro, también había un cartel que recomendaba no bajar del autobús sin mirar. A los dos meses de tener el nuevo autobús ya se habían perdido muchas cosas. Los niños estaban un poco hartos porque no sabían qué decir a sus madres cuando l l e g aban del colegio sin nariz, o sin orejas, o sin mochilas, o sin piernas.Y lo peor de todo es que ni las mochilas, ni las piernas, ni la cabeza de Ricard o , aparecían por ningún lado y ya estaban hasta las narices, el que aún las tenía, de aquella situación. 55


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Una mañana, cuando Ricardo iba a subir al autobús, oyó que el autobús le preguntaba: —¿Qué harías si tuvieras cabeza? Ricardo se quedó callado un momento. Aunque no tenía que lavarse los dientes, ni peinarse, ni estudiar, la verdad es que estaba bastante triste porque no podía ver la tele, ni leer. Así que le contestó: —Hombre, si tuviera cabeza creo que procuraría no volver a perderla porque la verdad es que es un rollo estar sin ella. El autobús hizo lo mismo con los demás niños y como todos prometieron cuidar muy bien de sus cosas, abrió el maletero y sacó a la calle un montón de piernas, brazos, mochilas y orejas. En medio de aquella montaña de cosas estaba la cabeza de Ricardo que, por cierto, tenía los dientes muy sucios, y a Ricardo le dio vergüenza y se prometió a sí mismo lavárselos todos los días. Los niños recogieron sus cosas muy contentos y se las colocaron cada uno en su lugar. Luego, leyeron los carteles y se sentaron en silencio. Enseguida descubrieron que podían hacerse batallas de palabras, sin levantarse de sus asientos, por lo que los viajes en autobús siguieron siendo divertidos. Y Fermín tuvo que felicitarlos; por fin su autobús quedaba como los chorros del oro, que quiere decir que quedaba limpio limpísimo, como si lo fregaran con un superlimpiador. 56


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Un hada despistada

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pesar de que las cosas parecían arreglarse en el barrio, a Ulises no se le olvidaba su aspecto. El pelo no le salía y se sentía triste, tan triste que a veces parecía una trucha huérfana y calva. Uno de esos días, un día un poco especial ya que era el cumpleaños de Quica y estaba invitado a una fiesta que celebraba en su casa, se encerró en el baño y se quedó mirando a ese otro que le miraba desde el otro lado y que de tanto verle ya empezaba a caerle bien. Y trató de animarse fijándose en todas las otras cosas buenas que tenía. Así que empezó a decirse que tenía unos brazos fuertes y unas gafas irrompibles y un aparato de dientes muy brillante y que no tenía caries y que se le daban muy bien las matemáticas, vamos, que a pesar de no tener pelo, era un chico que no estaba nada mal. Y así, poco a poco, se fue animando y empezó a aceptarse, aunque seguía pareciendo una trucha calva. 57


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Siguió pensando y pensando y pensó que, si en lugar de haber nacido en el siglo XX lo hubiera hecho en los tiempos antiguos, el asunto de su calvicie no habría tenido ninguna importancia. De vivir en aquellos tiempos prodigiosos, localizaría a un mago de los miles que entonces existían y le diría: “Mago prodigioso, hazme un prodigio, cúbreme la cabeza con una buena mata de pelo”.Y el mago haría ¡ZAS!, y todo arreglado. Estaba completamente sumido en sus pensamientos, que quiere decir que estaba muy concentrado en lo que pensaba, cuando oyó que llamaban a la puerta. No había nadie en casa así que tenía que ocuparse él de abrir. Pero ni se acordó de preguntar quién era, cosa que según sus padres había que hacer siempre. Cuando ab rió la puerta apareció ante él una chica bastante guapa,aunque un poco mayor que él, con el pelo enmarañado y vestida con vaqueros y una camiseta azul. —Hola —dijo la chica—. Soy tu hada madrina. Ulises la miró incrédulo. —Mira, tengo muchos problemas, así que te agradecería que no me tomaras el pelo. La chica se rió, no hace falta explicar por qué. —No te burles de mí —protestó Ulises—. Si vendes libros, no están mis padres y yo no voy a comprarte nada y si vienes a secuestrarme o a darme caramelos envenenados, no voy a caer en la trampa. 58


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—Yo no quiero secuestrarte, ¿vale? Sólo vengo a hacerte el prodigio que has pedido. Querías un perro, ¿no? —dijo el hada mirando unos papeles bastante sucios que sacaba de una cartera que llevaba en la mano. —Yo no he pedido ningún perro —volvió a protestar Ulises. —Ah, no. El perro es para una niña de otro barrio. Una motocicleta, tú has pedido una motocicleta. —Cómo te tengo que decir que no he pedido nada. —Pues claro que has pedido algo, si no, no estaría yo aquí. Lo que pasa es que no encuentro lo que es —dijo revolviendo aún más algunos papeles que terminaron por caérsele al suelo—. ¿No me digas que era para ti el vestido de princesa, los zapatos de cristal y la carroza? Ulises no contestó pero puso una cara que hasta el hada supo que quería decir que no. —Uf, menos mal, porque se lo di el otro día a una chica que tenía unas hermanas horrorosas. ¿O fue el mes pasado? ¿Cómo se llamaba? ¿Mugrienta? ¿Grasienta? —¡Cenicienta! Y más bien hace un siglo o dos que se lo diste —dijo Ulises, ya harto. —¿Un siglo o dos? Pero si quedé en ir a las doce de la noche para que me devolviera el disfraz.¡Dios mío! ¡Qué despiste! —Además, la magia ya no existe. Es cosa de cuentos trasnochados —dijo Ulises sin creerse lo que estaba diciendo. 59


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—¡Q ué sabrás tú! —dijo el hada mientras seguía rebuscando entre aquellos papeles que olían a pis de gato y que seguía sacando de aquella cartera viejísima. Ulises la miraba sin pestañear. —¡Por fin! ¡Aquí están! Has pedido una buena mata de pelo. Sí, esto es, una buena mata de pelo para entregar antes de las cinco. Ulises estaba tan sorprendido que se quedo sin palabras, por eso, aunque lo intentó no pudo decir nada, y se dejó hacer la mágica magia que en menos de cinco segundos le llenó la cabeza de pelo. —¡La magia aún existe! —dijo mientras los pelos brotaban y crecían cubriendo aquel desierto que tenía en la cabeza. —Ya te lo dije —contestó el hada. El hada acabó en un plisplás y una vez hecho su trabajo, guardó sus papeles en la cartera y cuando estaba a punto de irse, dijo: —Ah, se me olvidaba. A las doce vendré a recoger el pelo. ¿Habrás regresado de la fiesta? —Claro, ¿en qué país vives? A mi edad se vuelve de las fiestas a las diez, como muy tarde. Y el hada cogió el ascensor y desapareció. Ulises estaba deseando que llegaran sus padres a casa para que le vieran el pelo. Pero cuando llegaron, ninguno se dio cuenta de que tenía una buena melena. 60


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Pero no es que no se fijaran en él. Ulises comprendió que su familia le quería tuviera pelo o no lo tuviera y por eso no tuvo que explicarles nada. Tampoco sus amigos se extrañaron de verle con pelo. La fiesta de Quica fue muy divertida y se lo pasaron en grande tirándose globos de agua. Cuando terminó la fiesta, Ulises volvió a su casa muy contento. Y se sentó junto a la puerta a esperar a que el hada volviera a por el pelo.Ya no le importaba quedarse sin él. Su familia le quería tuviera pelo o no.Y Quica y sus amigos también. El estar calvo le había servido para comprender muchas cosas; por ejemplo, que hay que querer a cada uno como es, y nosotros querernos también. Las horas pasaron. Pasaron las once y las doce y la una y las dos y las tres.Y pasó un día y cinco días y un mes. Quizás fuera otro de sus despistes, pero el caso es que el hada nunca volvió.

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El árbol de la basura

El barrio estaba sin basuras y ya olía como en

cualquier otro barrio. Pero a lo lejos, ya no se veían los rascacielos de la ciudad. El horizonte había cambiado: una montaña de basura impedía verlos. Era la misma basura que habían quitado de su calle los vecinos de Zancadilla. Y no les gustaba ese paisaje. —Si al menos la montaña tuviera árboles y hierba, podríamos ir allí a merendar —le decía Ulises a Ricardo. —O bajar rodando por la ladera —contestaba Ricardo. Ulises se lo dijo a su padre y su padre al abuelo y el abuelo a los amigos con los que jugaba a la petanca y éstos a sus mujeres y sus mujeres a otras mujeres con las que echaban una partidita de cartas por las tarde.Y así, 62


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poco a poco, la gente de Zancadilla empezó a pensar en su montaña, en la montaña que querían para su barrio. Estaba claro que había que hacer algo. Nadie quería vivir en la falda de esa mole de basura. El problema, una vez más, era poner de acuerdo a tanta gente.Y a alguien se le ocurrió que cada uno dibujara la montaña que más le gustase. Todos dibujaron. Algunos una cordillera con las c u m b res nevadas; o t ros una loma llena de fl o re s ; algunos, un pico muy alto. Y con esos modelos se pusieron a trabajar. Trituraron la basura y la cubrieron de tierra hasta que consiguieron darle la forma de una montaña auténtica y aunque en nada se parecía a los dibujos, era su montaña y la habían hecho entre todos. Luego, plantaron manzanos. Así, cuando crecieran y dieran sus frutos no habría que llevar merienda para los niños. Con estirar la mano cuando tuvieran hambre sería suficiente. Sería la primera montaña autoservicio del mundo. Los vecinos estaban impacientes porque llegara el buen tiempo, ese tiempo en que los árboles, que parece que están como muertos en el invierno, resucitan y se llenan de hojas y murmullos que avisan a la gente para que se quite los abrigos y alegre la cara porque es primavera. Y ese tiempo llegó y los árboles se cubrieron de hojas, luego de flores y luego de manzanas, unas bonitas 63


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manzanas que se fueron hinchando y poniendo coloradas, como si fueran vergonzosas, según pasaban los días. Y los vecinos estaban muy felices con su montaña y todo el mundo iba allí a pasear y no tenían que llevar bocadillos, ni nada. Con sólo levantar la mano cogían las manzanas de cualquiera de los árboles. Y sin pagar, porque los árboles eran de todos. Bueno, de cualquier árbol no podían coger fruta, porque a uno de esos árboles no le nacieron las hojas verdes, ni las flores blanquitas. Sus hojas eran más bien plateadas y duras, como si fueran de hojalata y las flores salían de cualquier color. Fue el perro de Quica el que descubrió este árbol. Al perro de Quica le gustaba mu cho rascarse el lomo con el tronco de los árboles y una tarde se acercó a uno a darse su masaje con la corteza rugosa. Le extraño oír una especie de campanillas. Llamó a Quica con sus ladri d o s . Quica no se lo podía creer. Y llamó a Ulises y a Ricardo y a Amed que estaban siguiendo el rastro de una caravana de hormigas. —Venid a ver esto: es un árbol de botes de refresco. Los tres se acercaron corriendo. ¡Aquello era incre í ble! De las flores mu l t i c o l o re s empezaban a brotar los frutos, pero no eran redondos como las manzanas, sino cilíndricos, como auténticos botes de refresco. 64


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No sabían qué pensar. Podría ser un prodigio de la naturaleza o el efecto de la basura que la montaña tenía en su interior. El caso es que el árbol era bonito y aunque los botes de refresco estaban vacíos, el viento los movía y chocaban entre sí y su sonido se sumaba al de aquellas hojas metálicas que producían un sonido de cristal. Ulises y sus amigos estaban encantados aunque se preguntaban si no nacería algún otro árbol que diera papel de aluminio, cáscaras de fruta, boquerones o cualquier otra cosa de las que habían enterrado en aquella montaña. Bueno, habría que esperar. Y claro, un suceso tan extraño no pasó inadvertido. Nadie, en ninguna parte del mundo, había visto un árbol así, tan metálico, multicolor y musical. Y cuando se corrió la voz, la gente de otros barrios les pedían esquejes para plantar en sus jardines. Y los perros decían a sus cachorros:“guau, guau, guauguau”, que quería decir, más o menos, que no hicieran pis sobre el tronco de aquel árbol, porque se podía oxidar. Y el barrio se llenó de cámaras de televisión.

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El policía Josemaría al poner multas se lía

Al policía Josemaría lo querían entrevistar. Ya dijimos

que era un policía muy famoso y todos los periodistas que habían llegado al barrio querían hablar con él. Y el policía habló, pero no sólo del árbol prodigioso, sino de todo lo que había pasado en aquel barrio en los últimos tiempos. Los periodistas no podían creer lo que estaban oyendo: —¿Que el autobús escolar le robaba las piernas y los brazos a los niños y que luego se los devolvió? ¿Que todos s abían decir Palabras Mayores? ¿Que el paso de cebra lloraba y que el semáforo se pasaba el día guiñándole un ojo? ¿Qué todos se habían puesto de acuerdo? 66


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Los periodistas miraron a su alrededor pero nada se parecía a lo que el policía Josemaría contaba. Los vecinos esperaban su turno para cruzar la calle y los conductores tarareaban canciones cuando eran ellos los que tenían que esperar. Ya sólo el trapecista circulaba por los aires, los niños podían ir al colegio y los padres a la compra o al trabajo. Y los periodistas pensaron que el policía tocaba muy bien el silbato pero que la fama le había hecho perder la cabeza, que es como decir que estaba un poco loco o que tenía demasiada imaginación. Y cuando estaban allí todos juntos se acercó una personas corriendo paraavisar al policía de que alguien se había saltado un semáforo y al policía Josemaría no le quedó más remedio que ir a poner una multa. Así que sacó su libreta, que estaba sin estrenar, cogió su bolígrafo y... la frente se le llenó de sudor. Luego, respiró hondo, rellenó el papel y se lo entregó al infractor. —¿Que coma pasteles de chocolate durante toda la t a rde? ¿Qué clase de multa es ésta? —preguntó incrédulo el saltador de semáforos. Y eso mismo se preguntaron los vecinos. Si ponía esa clase de multas todo el mundo querría hacer las cosas mal para hartarse de pasteles. Y decidieron hablar con el policía Josemaría. La verdad es que le habían tomado cariño y les daba un poco de pena que se rieran de él 67


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si iba a otro barrio y ponía las multas de aquel modo tan extraño. Así que le dijeron que todos le entenderían mejor si llamaba al pan, pan, y al vino, vino, y a las multas, multas, y a los premios, premios. Y el policía Josemaría, como ya había acabado el trabajo en Zancadilla,se fue a otro barrio, que en esta ocasión no quiere decir que se mu ri e ra , sino que se fue a un barrio d i s t i n t o .Yse fue muy contento porque, además de haber aprendido a poner multas, h abía hecho un buen trabajo. Le habían llamado para solucionar un pro blema y aunque no re c o rdaba haber hech o demasiado, e l pro blema estaba resuelto. Los vecinos de Zancadilla h abían conseguido, e n t re todos, ordenar el desorden. Y h abían comprendido que, como en los juegos, también la vida de un barrio tiene sus reglas. En Zancadilla surgi e ron otros pro bl e m a s , p e ro los vecinos habían aprendido que el mayor de los problemas es no buscar una solución. Y como el que busca siempre encuentra, antes o después, todo termina arreglándose. Y colorín colorado, no te olvides: si está rojo, ten cuidado. Y colorín colorón, recuerda: al cruzar, pon atención.

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