Concurso de relatos de terror. I, II y III Edición

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concurso de RELATOS CORTOS DE TERROR I, II y III EDICIÓN


Entre estas páginas se esconden los relatos ganadores de los certámenes de terror convocados por la revista H de Humanidades. Ha tardado en llegar a tus manos, pero creemos que esa espera habrá merecido la pena. Estos no son los típicos relatos de zombis o vampiros, tampoco se parecen en nada a esas películas de serie B norteamericanas donde no falta la sangre: aquí hay buenas narraciones y buenos argumentos, miedo psicológico y real y, claro, algún que otro susto. Desde Amanta a Los Funes, estamos firmemente convencidos de que disfrutarás de esta lectura. Equipo H




CONCURSO DE RELATOS CORTOS DE TERROR



CONCURSO DE RELATOS CORTOS DE TERROR I, II y III EDICIÓN

H de humanidades



The boundaries which divide Life from Death are at best shadowy and vague. Who shall say where the one ends, and where the other begins? The Premature Burial. Oscar Wilde



índice I EDICIÓN: • 1er premio: A

Amanta le gustaba desenterrarlos

Álvaro Castilla Beltrán..................15 • 2º premio: De

miedo

José María Román Garzón..................21

II EDICIÓN: • 1er premio: La

falta de sueño produce monstruos

Carlos Iglesias Sierra...................33 • 2º premio: El

último dibujo

Alberto Ubaldo Navas García..............39 • 3er premio: Hambre

en Romera

Patrizio Qualireto.......................47


III EDICIÓN: • 1er premio: La

Ventana

Sergio Moreno Montes.....................57 • 2º premio: La

obsesión del doctor hensen

Chus Sánchez Pérez.......................65 • 3er premio: Los

funes

Jorge Durán..............................73


Cartel de la I Edición del Concurso de Relatos Cortos de Terror, por Iván Marqués García.



A amanta le gustaba desenterrarlos Álvaro Castilla Beltrán

A Amanta le gustaba desenterrarlos. De hecho la conocí en el recreo del instituto, jugábamos al escondite en Educación Física. Yo andaba escondido en una zona de penumbra y había cubierto mis pantalones azul claro con una capa de tierra. Ella llegó y me los limpió sin mediar palabra. En cuanto me repuse me presenté formalmente y en breve comenzamos a salir. Yo al principio no hice caso a sus desapariciones nocturnas ni a su ropa manchada de tierra. Ella me miraba extrañada cuando le preguntaba por semejantes peculiaridades. “Tú también ibas manchado de tierra cuando te conocí” solía responder, o simplemente me sonreía hasta dejarme mudo de asombro. Aquellos días salían a pedir de boca, éramos adolescentes normales paseando en bicicleta por la ciudad luminosa que se nos abría como ella abría sus labios húmedos para que la besara. Después de varios meses creía conocerla casi por completo y no le negué mi ayuda cuando la pidió. No quiso revelarme para qué. “Es un secreto”, me decía, “no debes preocuparte”. Me recogió en casa a medianoche -¿acaso no prometía aquello?- y pedaleamos bromeando hasta el parque Woodrow. Yo

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sonreí, allí iban las parejas a pasar la noche. Me apeé de la bicicleta y ella me miró extrañada. “¿Qué haces? ¡Serás idiota! No es aquí, cariño”. Yo refunfuñé acerca de la cruel falta de información a la que ella me tenía sometido y Amanta solamente se rió y volvió a tranquilizarme. Las vallas de los cementerios nunca son lo suficientemente altas. Mis quejas no se hicieron esperar, “¡¿Qué coño...?!” pero ella saltó con facilidad y yo no pude más que mantener el poco honor que me quedaba imitándola. Nunca fui demasiado precavido, pero ¿a quién no le dan respeto las rejas oxidadas de los muertos? Aterrizamos. Amanta se comportaba de forma extraña. Estaba alerta, sus ojos brillaban de emoción y se reían de mis movimientos torpes entre las lápidas. Ante eso solo pude fruncir el ceño y quedar aún más enjaulado. Ella miraba las fechas con la linterna y finalmente topamos con una tumba especialmente llena de flores. “Mira, Julián”. Había muerto el día anterior. Cuando me di cuenta ella blandía una pala. ¿Por qué demonios la gente deja palas en medio de los cementerios? “Ayúdame cariño, tú eres más fuerte”. Mi negativa sí fue fuerte, pero no tajante y ella siguió a lo suyo. Comencé a cabrearme y la cogí del brazo con violencia. “No tienes porqué ayudarme, era solo por si querías...” Le terminé arrebatando la pala y pronto di con la tapa brillante del ataúd. Ella lo abrió con la ilusión infantil de los regalos de reyes. Era un anciano calvo muy bien vestido que despedía un olor almizclado, una mezcla de perfume e inicio de putrefacción. Yo le miré inquieto, pero Amanta comenzó a tocarlo ansiosamente, como

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sin saber por dónde empezar. “Mira, Julián, si le pincho no le duele”. Yo fruncía el ceño a sus espaldas, deseando irme. No recuerdo muy bien en qué pensaba o por qué no la arrastré fuera como pude. Solo quería volver a enterrar a aquel señor e irme a casa, besar a mis padres y dar de comer al perro. Recuerdo que le pregunté acalorado por qué lo hacía. “Si les beso no me muerden, Julián, ¡no me muerden!, y cuando les hablo del futuro, ¡no protestan!”. Aquellas respuestas me marearon. Lo manoseó largo rato, e incluso llegó a ponerse a horcajadas sobre él. Yo miraba de reojo sentado de cuclillas, tratando de analizar la situación. Recuerdo que me sentía algo celoso. Cuando se aburrió le dejó caer el brazo pesadamente y se puso seria. No me pidió ayuda para enterrarlo, de hecho me pareció que prefería hacerlo sola. Lo hacía a conciencia, apelmazando la tierra. El resultado era perfecto. Como si nada. Luego colocó las flores y nos escabullimos. No hablamos en el camino de vuelta, yo pedaleaba rápido, mirando al frente. Notaba la mirada de Amanta en la nuca y su sonrisa torcida de niña traviesa. Pronto superamos aquello. Yo conseguí hacer como si nada pero me di cuenta de que algo había cambiado. Me tiraba el día pensando en lo que me había dicho en el cementerio. Era absurdo que hubiese llevado hasta allí para darme una lección. Quizá fuese cierto que me escaqueaba de hablar acerca de años venideros (me daba vértigo) y que metía algo de diente al besar, pero ¿era necesario someterme a aquello? Con el tiempo y los exámenes el tema quedó

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semienterrado, pero ahora me doy cuenta del cambio inconsciente que experimenté. Ella me buscaba entre las sábanas, arrimaba sus pies calientes al frío de los míos y buscaba con sus manos inquietas la gelidez de mis nalgas en invierno. Yo a veces me sorprendía quedándome quieto y callado mientras ella me palpaba la cara y el cuerpo, tratando de arrancarme pequeñas reacciones. Yo ponía toda mi voluntad para no inmutarme ante sus crueles pinchazos y sutiles caricias. Entonces me llamaba “mi pequeño muerto” o “el novio cadáver” y se reía con un febril regocijo. Ahora lo definiría como enfermizo o patológico, pero no entonces. Yo virgen y enamorado me sometía a aquello de buena gana y deseando más cuanto más cerca estaba de mi primera experiencia sexual. Cuando la tuvimos ella se apartó defraudada. Yo le pregunté en tono triunfal qué le había parecido. “Te has movido demasiado” me contestó fríamente. Una mañana caminábamos ambos al instituto, ella me levantó la mano y la dejó caer mirándola, pero sin verla, con las pupilas perdidas. La imagen me despertó un oscuro sentimiento de abandono. Esa misma noche me despertó y me pidió ayuda. Yo deseaba recuperar su afecto y su atención y no dudé en salir de casa sigilosamente y acompañarla a donde ya sospechaba. Esta vez salté yo primero y la ayudé a caer. Ella se paraba en ciertas lápidas, como reconociéndolas. Le pregunté si había vuelto desde la última vez. “No. Estaba ocupada”. Amanta me ofrecía una barrera impenetrable hasta ella, había levantado pinchos y barricadas, y lo que era peor, yo estaba dispuesto a quemar mis naves. Pero

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ella nunca me retaba a saltar sus trincheras o a acortar distancias. Acabamos encontrando una tumba reciente y ella se alejó a buscar las palas. La oscuridad se hizo opresiva mientras su cuerpo desaparecía entre las lápidas. Era una noche bastante turbulenta, el ambiente era frío y ruidoso, las hojas chocaban y los árboles arrancaban notas al viento. No oí sus pasos por la espalda. Como decirlo… Amanta golpeó y los conceptos “pala” y “nuca” nunca habían quedado tan unidos. Pero no soy ni el primero ni el último que cuenta su historia apresuradamente desde el ataúd donde desespera. Amanta se sentía en la obligación de volver a enterrarlos.

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de miedo

José María Román Garzón

Estoy solo, a oscuras, perdido en un mar de tinieblas descarnadas. Pero estoy en mi cuarto. Estoy sobre la cama. A mi alrededor, las únicas luces que quiebran las sombras son el lento parpadeo que procede del despertador y la tenue fluorescencia que se filtra a través de la celosía. El reloj marca las 23:55. Faltan cinco minutos para la medianoche. Me encuentro solo y no puedo dormir. Es el miedo. Tengo miedo, miedo de lo que no se puede tocar, de lo que está ahí sin estar. Tengo miedo de mi imaginación. Para cualquier hombre, aquello que no existe no merece ni tan siquiera un segundo de nuestras cavilaciones; pero para mí es tan importante como lo tangible. Porque el miedo es tan peligroso como un cuchillo. El miedo también mata. En mi familia ha ocurrido varias veces. Esa es la terrible maldición que pesa sobre los míos y ha marcado toda mi existencia. Mi padre murió de miedo, al igual que su padre y, según cuentan los ancianos del pueblo, al igual que el padre de éste. Creo que morir de miedo es la peor muerte que puede haber. Morir de miedo. ¿Qué puede haber peor que morir de miedo? Una buena mañana, te encuentran frío y con el gesto desencajado, como si

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un estremecimiento sin redención helase tu sangre y forzase tu alma a escapar despavorida. No quiero ni pensar en lo que vieron aquellos hombres y que les robó hasta el último hálito de vida. Mi padre murió a los sesenta y mi abuelo a los cincuenta y siete. Mi bisabuelo creo que era más joven cuando le tocó, pero igualmente había pasado la cincuentena. Todos muertos sin explicación aparente. Todos muertos por algún terror invisible. Y todos murieron solos en casa. Tal vez por casualidad, pero todos estaban solos. Yo estoy solo. Seré estúpido, ¿qué puede ocurrirme solo en casa? Gozo de buena salud y las rejas atrincheradas en todas las ventanas me protegen del exterior. No tengo bombona de gas que pueda explotar, ni velas; la instalación eléctrica es nueva y la escalera tiene barandilla. En casa estoy seguro. Los vivos no entrarán y tampoco tengo enemigos. Los muertos ya no pueden hacernos daño porque están muertos. Pero en el fondo de mi cabeza repica una verdad diferente. Ser racional puede ayudarme, pero a aquellos que llevaron mi sangre antes que yo no les sirvió de mucho. Escucho un ruido. Me apresuro a encender la luz. Junto a mi cama hay un interruptor. Lo acciono de un brinco. Cuando la luz lo inunda todo, me ciega. Entorno los ojos y escudriño a mí alrededor. Ha sido la correa que dejé sobre la silla. Se ha caído y yace en el suelo. No ha sido más que eso. Vuelvo a echarme en la cama. Apago la luz alargando la mano. Miro el despertador. Son las 23:57. Sólo han pasado dos

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minutos desde que lo miré por última vez. Dos minutos eternos. La habitación vuelve a quedar a oscuras y ante el fundido irremediable de mis pupilas, cierro los ojos e intento dormir; total, no se ve nada. Pero entonces es peor. Al cerrar los ojos cualquier sonido se vuelve un misterio, cualquier indicio es una irrefutable realidad. Y en todas termino igual: muerto. Poco a poco, comienzo a sentir un ruido metálico que se aproxima desde el fondo de la habitación. Al principio sólo es una sensación, una sugerencia. No es ni tan siquiera un sonido. Poco a poco va cobrando esencia y se nota cómo avanza por el aire hasta mí. En un momento dado siento la fuente. Ahí hay algo. Es un sonido metálico que se repite, como una pulsación metálica. También se percibe algo arrastrándose. No quiero abrir los ojos, no me atrevo. Eso es, es algo metálico que se arrastra. De repente deja de oírse. Y ahora vuelve. Ahora es más fuerte. Y cesa. Y vuelve a oírse, cada vez más cerca, cada vez más encima de mí. Intento negar lo que estoy oyendo. Intento tranquilizarme evitando pensar en ello, procurando no darle forma. Pero es inútil. Desquiciado ante la informe amenaza, abro los ojos. Pero no veo nada. Todo está a oscuras, como lo dejé. No oigo el sonido, ha desaparecido. Parece haber cesado. Pero no, sigue ahí. Sólo que más lejos. Ahora se escucha en la calle. Ya no me parece tan importante. Me levanto a ver y entreabro las cortinas. Es un borracho que arrastra una vara de hierro por la carretera. Sólo es eso. No hay

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nadie más en la calle. No hay movimiento. Todo está tranquilo. Entonces me calmo y vuelvo a la cama. Me tapo y cierro de nuevo los ojos. Cuando el borracho se aleja, todo queda de nuevo en silencio. Todo está en calma. El borracho me ha devuelto a la realidad y me encuentro mucho más relajado. Creo que voy a poder dormir. Entonces pienso de nuevo en mi padre. Había vivido con el peso que ahora arrastro yo, la idea de estar abocado a la más terrible de las muertes. Eso le volvió distante y desesperanzado. Seguramente, cuando le llegó el momento, debió sentir la paz que solo te da la confirmación de las desgracias. Pero yo no estoy dispuesto a sucumbir ante maldiciones ni supercherías. No se puede vivir con miedo. Mi abuelo era un hombre de campo, de esos que saben cuándo va a llover y cuándo saldrá el sol, de esos que no esperan nada de la vida más que un plato de comida caliente todos los días y una buena cama sobre la que reposar, un hombre sabio, de esos que saben cuándo deben hablar y cuándo callar. A pesar de lo que le había ocurrido a su padre siempre vivió sin miedo. El destino nos llega a cada uno cuando nos toca. A él le tocó una noche de otoño. Mi abuela había ido con mi padre y mi tía Angustias a casa de unos familiares y él no había querido acompañarlos. El pueblo se hallaba en total silencio, por lo que no es de extrañar que cuando mi abuelo soltó un grito de pavor, lo oyeran en toda la plaza. Un único grito de sufrimiento, un único grito de miedo. Cuando los vecinos entraron en la casa aún era de noche. Echaron la puerta abajo y

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subieron por las escaleras hasta la habitación de matrimonio. No había nadie. La cama estaba deshecha y aún se podía sentir la presencia de mi abuelo en el dormitorio. Pero no había nadie. Cuentan aún en el pueblo que estaban a punto de salir del cuarto cuando oyeron un ruido en el armario. Al abrir la puerta encontraron allí a mi abuelo. Estaba en un rincón, retorcido sobre sí mismo, con las manos sobre el rostro y sentado sobre sus rodillas. No se movía. Cuando lo tocaron estaba frío como un témpano y al apartar las manos de la cara vieron el rostro de aquel hombre sin miedo con la expresión de terror más desoladora que jamás habían visto. Tenía la piel pálida, los ojos vueltos y la boca desencajada. Aquellos aldeanos salieron corriendo de la casa para no volver más. A mi padre lo encontraron igual, solo que no en un armario, sino en las escaleras. Había intentado huir de... eso. ¿Me ocurrirá a mi lo mismo? Miro el reloj y son las 23:59. Casi la media noche, la hora de las brujas, de los fantasmas, la hora en la que todos los entes aprovechan para atormentar a los vivos. 00:00. Las doce. Ya siento que se aproximan. De hecho, comienzo a oír unos pasos. Bueno, no son pasos, es un chirriar en la madera. Pero podrían ser pasos. Dejo de oírlos. Entonces es el armario. Las puertas comienzan lentamente a chirriar. Parecen estar abriéndose. Mierda. No las cerré bien. Todos saben que el armario es la puerta a los temores de un niño. Me siento un niño. Un niño asustado. Sé que se ha abierto la puerta del armario.

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He oído unos pasos hasta el armario y se ha abierto la puerta. Dios mío que temible criatura habrán liberado. Voy a encender la luz. No encuentro el interruptor. ¿Se lo habrán llevado? ¿Quién? Dios mío, estoy perdiendo la cabeza. Solo ha sido un chirrido. Una puerta mal cerrada. Pero... ¿y si no? Sigo buscando el interruptor, joder, joder... Por fin lo encuentro. Enciendo la luz y el armario reaparece de entre las sombras. La puerta, está abierta. Debe haber sido el viento. Pero la ventana está cerrada y la puerta del dormitorio también. El desnivel, las casas viejas tienen desniveles y las cosas, aunque no nos demos cuenta están inclinadas y claro... El armario está inclinado y como las puertas no estaban bien cerradas... eso y la humedad. Dentro no había nada más que mi ropa y en el suelo mis zapatos, lo normal que encuentras en el interior de un armario corriente como el mío. Nada de monstruos, ni entes. Todo normal. Me levanto y me dirijo hacia él. El suelo está frío y antes no me había dado cuenta. Está más frío que hace un instante. Juraría que sí. Camino lentamente, con el cuerpo en tensión. Aunque no debería ser así porque es solo el desnivel. Eso y la humedad. Solo es una puerta que se ha abierto. Estas cosas pasan. A mí nunca me había ocurrido, pero sé que pasan. Llego hasta el armario y me detengo. Dentro hay ropa y zapatos, pero el fondo del armario está oscuro a pesar de la luz. No quiero mirar por si encontrase unos ojos mirándome fijamente a través de la penumbra. Entonces veo los ojos brillando. Cierro rápidamente los míos y no hay nada. Ha

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sido mi imaginación. No quiero seguir mirando e indiferentemente cierro la puerta. No ha entrado nada por el armario. Son tonterías. Pero mientras regreso a la cama, no puedo evitar girar la cabeza de cuando en cuando, por la sensación de que algo sigue mis pasos. Al llegar a la cama subo los pies lo más rápido que me permite mi forzada actitud de aparentar calma. Dejaré la luz encendida, total, no tengo que demostrarle nada a nadie. He de evitar el miedo. Yo no sucumbiré ante la maldición. Porque fue el miedo lo que acabó con mis congéneres, solo el miedo, porque los monstruos no existen… ¿Verdad? Me tumbo en la cama e intento relajarme. Pero, entonces, la puerta del armario se abre de nuevo. Apenas tengo tiempo de incorporarme antes de que la luz de la habitación empiece a parpadear y acabe por apagarse completamente. Quedo de nuevo a oscuras. La habitación está en silencio, la calle está en silencio. Solo escucho los latidos de mi corazón intentando salir del pecho. No me atrevo a moverme. Entonces, en mitad del silencio, en mitad de la oscuridad, escucho una risa, una risa de niño. Intento no oírla, pero está ahí. Intento imaginar que es mi mente la que produce ese sonido, intento imaginar que proviene de la calle. Intento no imaginar nada. Pero está ahí. La risa es clara y proviene del armario. Comienzo a sudar desaforadamente y quedo paralizado por el miedo. Mi corazón se acelera aún más. Joder, joder... De repente, la risa cesa. Escucho entonces

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la puerta del armario que se abre del todo. Es un chirrido lento, pausado, seguro... aterrador. De pronto para. Entre las sombras, adivino un pie que cruza el umbral y luego una mano. Son un pie y una mano pequeñas, como las de un niño. Están ahí, joder, las estoy viendo. Cierro los ojos una y otra vez pero siguen ahí. La sombra toma forma y veo la figura completa de un niño que se planta frente a mí. No veo su rostro, no veo sus ojos, ni su boca, pero las intuyo. Está sonriendo. Mi cuerpo no me responde, no puedo hablar, no puedo moverme. No puedo hacer otra cosa que intuir e imaginar. La piel se me eriza, el sudor se cuela por entre mis ojos y me escuece. Aún así no quiero cerrarlos, no debo cerrarlos. ¿Qué me ocurre? ¿Por qué no puedo moverme? El niño vuelve a reírse y comienza a avanzar hacia mí. Lentamente, como si flotase. Pero veo sus pies desnudos. Oigo el crujir de la madera. Sigo sudando. Los ojos me escuecen. Tengo que cerrarlos pero no debo, sé que no debo. Joder, no puedo más. Cierro los ojos. Vuelvo a abrirlos de nuevo. El niño no está. Me quedo esperando, lo busco entre las sombras, pero no está. Escudriño cada centímetro del cuarto pero no lo veo. Tal vez lo he soñado. O tal vez no. Entonces oigo de nuevo su risa pero a mi lado. Giro rápidamente la cabeza y está junto a mí. Sentado en mi cama. Dios mío, no tiene rostro. Solo una boca. Dios mío, ¿qué es aquello? Sigo sin poder moverme, no puedo huir. El niño sin rostro acerca su cara junto a la mía. Siento su respiración frente a mi cara, acercándose más y más, más y más, hasta que casi me toca. Intento articular palabras pero sólo

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me salen balbuceos. Entonces, acerca un dedo hasta mi boca y me la cierra. Lo doy todo por perdido. Todo está perdido, ha llegado mi fin. Ojalá fuera un sueño, ojalá fuera mentira todo. Pero sé que no lo es. Sé que va a ocurrir, sé que la maldición está a punto de cumplirse. Solo en casa. Morir de miedo. Entonces el niño, en mitad de la oscuridad, en el silencio de la noche, acerca su boca a mi oído y me susurra: -¡Shhh! Tranquilo. Solo voy a contarte un cuento...

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Cartel de la II Edici贸n del Concurso de Relatos Cortos de Terror, por Beatriz L贸pez Gallego.

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la falta de sueño produce monstruos Carlos Iglesias Sierra

Intentaba dejar mi mente en blanco, centrándome solamente en el chisporroteo que hacía el tabaco al consumirse, absorbiendo los pensamientos superfluos en los que poco antes me hallaba inmerso; es curioso lo mucho que puede llegar a abstraer un simple cigarrillo. El humo de las caladas pausadas se desvanecía en el frío viento de aquella madrugada. Desvié mi mirada hacia el cementerio que se asomaba tímidamente a mi ventana, mil veces ya visto y recorrido. Una pequeña muralla de contención, construida en piedra con esos bloques irregulares propios de la arquitectura del siglo XIX que tanto encanto dan a las ciudades, partía en dos el terreno, húmedo por la lluvia de aquella tarde; unos metros más allá, una semiderruida cripta se alzaba entre un mar de lápidas y urnas pertenecientes en su mayoría a soldados británicos caídos durante la Segunda Guerra Mundial. Y precisamente sobre el marfil blanco de una de esas lápidas, la más cercana a mi posición de insomne vigilante, se reflejaba la luna llena. El ascua latente del cigarrillo se acercaba tan peligrosamente a mis dedos que decidí apagarlo y, sin embargo, prolongar un poco más ese momento

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de placer, de viento azotando mi cara, de respirar hondo. Y entonces, solo durante un instante, lo vi. Ni siquiera ahora puedo decir con precisión lo que observé durante aquellas décimas de segundo, pero de lo que estuve seguro desde el primer momento es de que no se trataba de una forma humana ni animal, o al menos no de los animales que acostumbraban a dejarse ver por aquella zona del norte del Reino Unido. Y de pronto un extraño sonido, algo parecido a unas pisadas sobre tierra mojada, cortó el silencio de la noche. Sorprendido, me incliné sobre el alféizar de la ventana, dispuesto a averiguar de dónde procedía aquel ruido, pero, tras un par de minutos escuchando en absoluto silencio, decidí que no iba a sacar nada en claro de aquello y que necesitaba dormir unas cuantas horas. Sin embargo, aquella fue la primera noche en la que sueños extraños invadieron mi descanso: chillidos de socorro, ladridos de perros y sirenas de bomberos me taladraban el cerebro, y yo permanecía impotente, atado a la cama con cuerdas invisibles. No tardó en despertarme, solo un par de horas después, el fuerte olor a humo que, a pesar del obstáculo que suponía la ventana cerrada, penetraba con insistencia en mi habitación; cuando aún estaba recobrando la consciencia, la alarma de incendios del piso me devolvió de una vez por todas a lo que yo consideraba la realidad. Tras muchos minutos de ir y venir entre las casas bajo la lluvia, mi confusión me impedía elaborar un orden lógico de lo sucedido; los hechos en sí los descubriría más tarde: una simple placa vitrocerámica encendida,

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sobre la que el feroz viento había arrastrado unos trapos de cocina, provocando así un incendio que afortunadamente no causó ningún herido. Durante las siguientes semanas continuó habiendo incidentes en la zona, unos más graves que otros: el atropello de un perro, un atraco a punta de navaja y el incendio de un contenedor de basura; todos ellos se produjeron mientras yo dormía, y siempre, sin excepción, alcanzaba a oír en sueños los gritos, lamentos y chillidos de los afectados. Poco a poco mis sospechas fueron transformándose en pura paranoia, y cuando una noche se produjo un choque frontal entre dos coches justamente dentro de las dos horas que dediqué ese día al sueño y llevándose la vida de una mujer nada menos que junto a la carretera del cementerio, comencé a elaborar toda clase de suposiciones en mi cabeza, y cada noche me obligaba a mi mismo a aguantar despierto un poco más que la noche anterior. Los días se hacían insoportables: había perdido totalmente las ganas de hacer cualquier cosa, y pasaba la mayoría del día sentado en el sofá mirando al vacío, buscando una forma de descansar sin necesidad de realizar el temido acto de cerrar los ojos y dejarme llevar por mi propio subconsciente. ¿Me estaba volviendo loco? ¿Me dedicaba a realizar vandalismo y actos criminales cuando mis párpados caían como losas cada noche? ¿Estaría soñándolo todo? ¿Sería todo una horrible casualidad a la que yo le había dado excesiva importancia debido a mi deficiente estado mental tras días y días de práctica ausencia de sueño?

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No podía soportarlo; el peso de la sospecha que yo mismo me autoimponía era demasiado grande como para dejarlo correr. Y lo peor es que ni siquiera era capaz de pensar con claridad, las ideas simplemente se amontonaban en mi cabeza sin ningún orden ni prioridad. Confuso, decidí, ya de madrugada, dar un paseo, tanto para mantenerme al corriente de cualquier hecho extraño que pudiera ocurrir como para no quedarme dormido y poder provocar, directa o indirectamente, un nuevo incidente. Con los ojos entrecerrados y la mirada perdida, calándome hasta los huesos bajo la fina pero constante lluvia, vagué sin rumbo fijo durante varias horas por el pequeño pueblo hasta llegar, sin saber cómo, a la pequeña verja que hacía las veces de entrada al cementerio. Un escalofrío me recorrió la espalda mientras mis ojos miraban a todas partes sin ver nada. Casi por inercia levanté mi pierna derecha y a deslicé sobre la verja, repitiendo la operación con la pierna izquierda; justo en ese momento quedé totalmente paralizado: mis ojos enfocaban un punto en la oscuridad de una esquina, mi piel había dejado de sentir el azote del frío viento del norte, y ni un solo músculo de mi cuerpo respondía a las órdenes de mi cerebro. Y de repente, de entre los hierbajos que crecían sobre el suelo abandonado de la cripta comenzó a asomar una sombra; no poseía una forma determinada, simplemente mutaba rápidamente e iba oscureciendo todo a su paso. Aterrorizado, intenté sin éxito correr, consiguiendo únicamente sudar más de lo que ya lo hacía debido al puro terror; el

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mayor miedo presente en los sueños de los últimos meses se hacía realidad: la impotencia, la total incapacidad de hacer nada que pudiera ayudar en ningún aspecto. Todo se iba oscureciendo a ojos vista, con una ausencia de luz totalmente antinatural bajo un cielo estrellado, y yo intentaba con todas mis fuerzas pensar en alguna forma de liberarme de estas imperceptibles ataduras que me dejaban como un espectador del horror; la sombra cada vez se acercaba más y más, y en esos momentos de mayor angustia deseé con todas mis fuerzas, sin conseguirlo, saber al menos quién o qué era el causante de todos los incidentes ocurridos en las semanas anteriores. Cuando mi pie desapareció entre las sombras, súbitamente dejé de sentirlo como una parte de mi cuerpo, tal y como si se me hubiera efectuado una amputación instantánea y completamente indolora. Lentamente, fue desapareciendo ante mis ojos el cuerpo con el que había convivido las últimas dos décadas, y cada vez me costaba más articular cualquier pensamiento, por simple que fuera. Tras unos últimos segundos de agonía y de lucha por escapar, la desesperación en la que me hallaba era tal que opté por resignarme y darme por vencido. Y en ese mismo instante, mis ojos se cerraron y caí en un profundo sueño.

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el último dibujo Alberto Ubaldo

Nótese que el relato que a continuación expongo no es fruto de la imaginación, no nace de la mitología, no ha sido concebido, ni aun en parte, por consciencia colectiva alguna. Lo vulgar no ensombrece su certeza ni influye en su existencia. Tan solo el énfasis que pretende otorgarles un humilde servidor, para que así no escape a vuestra comprensión la aguda miseria que en él palpita, al blandir la técnica narrativa como Dios y la experiencia me han insuflado, supone el único accidente añadido a su substancia. Tenga en cuenta el lector que todo lo que aquí se dice es, por lo tanto, veraz. Jadeante, las manos temblorosas, la voz crispada y lo ojos llorosos. Tal era el estado de forma en el que vagaba por los pasillos. Oscuros y largos, sinuosos, tambaleantes, como fruto de una perversa intención, plenos de impedimentos casi insalvables que entorpecían el tránsito de cualquiera que, como él, no se hallara en condiciones físicas oportunas. Lentamente los practicaba, apoyando su brazo derecho en los muros rugosos, perturbando la alineación de los cuadros, sofocando la luz de

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las pequeñas lámparas de aceite que constituían el único alumbre del recorrido. Cercano, a pocos pasos, escuchaba un ruido inusual, causa por la que se había adentrado en los recovecos de su casa en aquel estado de forma. Era un siseo continuo, con leves ondulaciones en el tono y en la fuerza. Sabía que probablemente se tratara de una corriente de aire proveniente de una ventana mal cerrada, o que corriera por debajo de la puerta de entrada, o incluso que se hubiera olvidado encendido algún instrumento de cocina. Aunque esta última opción no le resultaba probable, pues no recordaba haberse preparado té en el día de hoy. No obstante, ni siquiera confiaba en su propia memoria; ya había tenido lapsus y desequilibrios de tal naturaleza. La razón, pese a estar ciertamente nublada, le decía que tenía que comprobarlo, asegurarse de que no hubiera nada incorrecto en la salida de gas de la cocina o fijar las ventanas lo más contundentemente posible. Poco a poco, el silbido fue tomando cuerpo, haciéndose más y más fuerte, y a medida que se acercaba a la esquina del largo corredor sentía su corazón latir, galopando desbocado en su pecho. Una intuición más allá de lo normal le transmitió la certeza de que al doblar aquella esquina se enfrentaría con algo fuera de la comprensión humana, una materialización de sus más inquebrantables miedos. Inmerso en su propia proyección de lo que habría de acaecer a continuación, dobló el ángulo recto del pasillo. Lo que allí moraba, aparte de él, no pertenecía al mundo real, o al menos al

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mundo que conocía. Pese al miedo voraz que se hacía dueño de cada minúscula parte de su cuerpo, su reacción fue permanecer inmóvil, contemplando el extraño fenómeno que allí, en ese mismo instante, en un punto del corredor principal de su hogar, estaba sucediendo. Tembloroso, vio como una niebla oscura cargaba el ambiente, una niebla que se movía suavemente, haciéndose y deshaciéndose, cambiando su ubicación, desprendiendo en su vaivén líneas oscuras que bailaban alrededor de aquella nube. Pero la sinuosa masa no duro mucho tiempo informe. Al contrario, los trazos oscuros que volaban junto a ella eran cada vez más numerosos, a medida que el volumen la niebla oscura disminuía. Llegado a un punto, las líneas se unieron, representando el cuerpo de una mujer de cabello oscuro y abultado sobre su cráneo, sus ojos, también del color de la noche más profunda, lo penetraban, y sus extremidades, aún no totalmente dibujadas, querían acercarse a él. Entonces, comenzó a hablar: -Sólo hay una cosa que me satisfaga, ¡entrégamela! No podría asegurar si la voz de aquella criatura viajaba a través del aire, como la de todo ser humano, o irrumpía en su mente sin necesidad de aquel tránsito, puesto que las líneas que hacían veces de boca apenas se movían, dejando entrever la oscuridad que aguardaba en su interior. Fuere como fuere, le provocaba una inmensa congoja. -Yo no soy quien buscas –es lo único que se atrevió a decir, balbuceante y tímido, presa del pánico.

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Levitando, se acerco lentamente a él, extendió sus extremidades que lo rozaron suavemente, provocando que cada parte de su cuerpo se estremeciera; un frío congelador se apoderó de sus brazos y piernas, pero en su interior se encendió como si incontables lámparas de gas habitasen en él, quemándolo, sumiéndolo en la confusión más absoluta. Entonces, aquella criatura de vagas formas volvió a hablar: -Lo conseguiré,... la tendré, yo, yo... – no dijo más. En cambio, terminó la frase con un gemido. Aquella expiración era, inequívocamente, la expresión de un placer intenso, un alarido propio de la satisfacción de los placeres más conspicuos de un ser de naturaleza hedonista o, siquiera, la anticipación a ese momento, la certeza de que, transcurrido un instante, sus ansias de alcanzar tal estado se encontrarían colmadas, cumplidas. Y de repente, abrió los ojos. Tenía el corazón acelerado. Estaba sudando por la fiebre y temblaba debajo de las sábanas. ¿Fue real o fue un artificio de su mente? Lo recordaba todo tan claramente, todo era nítido en su recuerdo y aún le duraba aquella sensación de desesperanza. Fue la voluntad lo que le movió fuera de la cama. Gracia a Dios, la mesa de trabajo no estaba lejos. Retiró la silla, se sentó en ella y cogió papel de buena calidad y lápiz. Fue la necesidad lo que le impulsaba a hacer aquello. Tenía que arreglarlo. Tenía que demostrar de una vez por todas lo valioso de su don, puesto al servicio del bien, de las enseñanzas de la ética y la moral cristianas. De su dorado útil nacieron líneas, trazos que, pasados pocos segundos, formaban ya el

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contorno una figura femenina. Tosió con rudeza. Un fuerte estertor se apoderó de él, haciéndole imposible actuar todo lo rápidamente que hubiera querido. Cuando retiró el pañuelo ensangrentado de su boca y lo volvió a colocar en la manga izquierda de su bata observó cómo una mancha de sangre había impregnado el dibujo. Furioso, golpeó la mesa, dilatando la mancha, expandiéndola por todo el papel. Posó sus manos sobre éste y, aturdido, los arrastró por el pequeño lienzo, desfigurando el trabajo ya hecho. -¡No!¡No! -repitió durante al menos un minuto, apoyada la cabeza sobre la palma de su mano izquierda y su brazo sobre la mesa cuando, de repente, con un movimiento brusco, apuñaló el dibujo con su pluma, dejándolo clavado a la mesa. Lo hizo porque aquélla confusa composición era la imagen viva del deseo prohibido, deseo que le hablaba con voz femenina aún sin articular palabra. Podía percibirlo, lujuriosa, provocadora e inalcanzable. Era una mujer igualmente deseable que la de sus pesadillas, pero a diferencia de ella no se movía únicamente por y para el placer, sino que se alejaba de él tanto como lo generaba en los demás. No sabía si de verdad existía o si esa presencia era otro sortilegio de su enfermo cerebro. Lo que era cierto es que la sentía tan viva y clara en su mensaje que lo caló tan hondo que sintió marearse. No hizo falta que hablara, el silencio es arma familiar para una mujer hábil y calculadora como ella. -A ti no pude conseguirte -¿Se lo dijo a ella o a la pureza que tanto añoraba?

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No podía soportarlo, no había en todo su ser entereza suficiente para enfrentarse a aquello, así que volvió a la cama, tosiendo, y cerró los ojos. Aubrey Breardsley murió de tuberculosis a los veintiséis años, tras dos días inmerso en convulsas pesadillas fruto de la fiebre y las drogas que utilizaba como calmantes. Nueve días antes de su muerte pidió a su publicista que destruyera su obra; ilustraciones, entre las que destacan las realizadas para Salomé, Lisístrata y La Violación del Candado, que habían sido repudiadas por la sociedad inglesa victoriana por ser, como el propio Breardsley las definía, grotescas. Afortunadamente, su publicista no le hizo caso.

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Hambre en romera Patrizio Qualireto

La brisa sopla entre los agujeros y las cavidades rocosas dispersas a mi alrededor, creo que sobre todo bajo la mansión, y lleva junto a ella el fuerte olor a océano y el rumor constante, implícito y sutilmente amenazador del mar que se estrella rítmicamente contra la costa y los acantilados, mientras a su vez acaricia mis sentidos con su aroma fuerte, con el perfume del profundo y del allén. Llevo... —Larga pausa de unos segundos; se escucha el rumor de las olas a lo lejos. Fuera, el tiempo queda incierto entre malo con mucho viento y la propia tormenta—, llevo mucho aquí, en esta casa. Al parecer vivo aquí desde la infancia, quizás desde la fecha de mi nacimiento, he heredado la casa de mi familia... pero no puedo acordarme. Cuando intento pensar en un pasado demasiado lejano, mi pensamiento se inmoviliza y el cerebro es invadido por cien y mil sombras que borran y ocultan todo lo que esté contenido en mi pensamiento. Lo que parece cierto es que estoy aquí, un día sigue al otro, se persiguen corriendo uno tras el otro sin jamás poderse alcanzar, como perros rabiosos que corren babeando tras sus colas; bien dijeron los que vivían en épocas antiguas que el tiempo es un

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dragón que se muerde la cola, así revelaron una verdad ancestral: que el tiempo en lo profundo oculta un sentido de autodestrucción, de querer herirse a sí mismo, como nosotros. Los rayos de un sol de broma de plástico dorado se filtran bajo la espesa cubertura de las nubes hiriéndome casi los ojos. Esta excesiva sensibilidad a la luz del sol debida a nuestra particular condición siempre ha sido, quizás, una de las causas de nuestro aislamiento en esta antigua casa sólida como un castillo y otros lugares que los hombres suelen considerar raros, demasiado raros... En sus largos corredores sombríos de piedra gris y viva me pierdo desde que tengo memoria. Soplando, el viento que viene del mar entrega a mis oídos su ladrido feroz y oceánico, el eco de miles de tempestades y la rabia ciega y primordial que no se puede explicar y que se estrella con furia a ratos contra los acantilados. No preguntéis el porqué, pero me recuerda a una canción muy antigua, que nunca oí cantar, y que dice que el potente Chtulhu duerme y sueña en su tumba de piedra en R’lyeh. Pero, como no me la sé, esto ni me atrevo ni sabría decirlo. Tengo hambre. Un hambre increíble, que no se puede imaginar ni de lejos. Los poetas y bardos locos que cuentan las historias de mi gente nunca podrán entender, ni comprender, ni concebir lo que significa. Los hombres generalmente me tienen miedo. Yo, a mi manera, los quiero. Si no estuvieran, yo, singularmente, ni siquiera existiría. No puedo creer que lo esté pensando verdaderamente, lo que se refleja ahora en la superficie enturbiada de mi

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mente me hace subordinado y dependiente de los seres humanos. Este pensamiento me llena de una rabia absoluta, hasta hacer que mi vista se ponga borrosa y todo me aparezca rojo. Tengo hambre todavía. Nosotros somos particulares, por nuestra peculiar forma de ser podemos continuar resistiendo, casi dormidos, inmóviles, en espera, por mucho tiempo; tanto que no hace falta calcularlo (y, de todas formas, ¿por qué calcular el tiempo?); días, meses, años inmóviles, como esporas dejadas en el suelo húmedo a podrirse. El hambre me roe desde el interior; al principio no la sentía, no sentía nada, después empezó a crecer y ha seguido creciendo imparable, urgente, siempre más urgente, hasta que, ahora, esta sensación ha llegado a ser dueña de mi ser. Cada una de mis reacciones está relacionada sola y únicamente con esta forma de hambre invencible y primordial. Además, este rugido, acompañado del viento con pequeñas gotas de agua marina que se depositan sobre mi piel y la arrugan y queman, produce en mí aún mayor furia y rabia. Es como si una fuerza mucho más grande que yo tocara una sinfonía de la destrucción, siendo mi cuerpo el instrumento por el que se ejecuta. ¿Soy nada más que un juguete en las manos todopoderosas de fuerzas anteriores a la existencia de la Tierra? ¿O quizás estas fuerzas incontrolables y primordiales existan solamente en asombrosas regiones olvidadas y escondidas de mi mente? La verdad es que, sinceramente, no me importa. No sé, no sé nada y tampoco me importa. Solo sé que tengo que obedecer a la orden, obedecer a este impulso que no tengo fuerzas para combatir, o tal vez ni siquiera tenga

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la voluntad para hacerlo, solo puedo seguirlo; solo puedo seguir mi inclinación que es esta, esta y ninguna más. Tengo que satisfacer el hambre. Llenar el vacío que el hambre me hizo aparecer. Quizás sea mi ser hueco, incompleto, que necesita ser llevado más hacia la plenitud, para poder llenar lo que siento que me falta. ¡Basta! ¡Demasiado hablar! Razonar en círculo no ayudará a extinguir el hambre que me hace doler el cuerpo y la mente. Mis sensaciones y mis pensamientos empiezan a desvanecerse como niebla al sol, niebla que envuelve esta mansión húmeda y abierta al mar, con sus pórticos arruinados de los cuales caen piedras al azar con el paso del tiempo. El calor sube sin parar, invencible, como una ola ardiente de un energía ciega, que empieza a subir desde algún lugar de la región donde los seres humanos suelen tener el estómago. Es como si una fuerza incomprensible y malvada estuviese apoderándose de mí poco a poco, subiendo lentamente por el abdomen, las costillas, el tórax superior, el cuello, lento, poderoso, sigue subiendo recorriendo la espina dorsal, dejándome en las partes por las cuales ya ha subido la sensación de ser como una batería cargada. Dicen que hace años un italiano realizaba experimentos reviviendo ranas muertas con electricidad. Seguro que esas ranas tenían que sentirse igual que me siento yo ahora. Necesito sentir la vida... al igual que esta fuerza misteriosa que... se ha apoderado de mí... y... está borrando mi consciencia. Poco a poco el sentido de lo que pienso se derrite y desvanece... La palabra, el discurso, se van...

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dejan el puesto a algo más primordial... fuerte... AAARRRRRRRRRRRRRRHHHHHHHH... En la carne, en la sangre se hallan los misterios de la vida. Comer carne... un tipo de regeneración... RRRHHHH.... La necesidad de sentirse vivos, la llamada a la vida necesita respuesta, para no sentirse, para no ser como una rana muerta. Me muevo de repente, no sé desde hace cuánto tiempo estaba allí inmóvil, pero esto ahora mismo pierde importancia. Mis movimientos en los corredores sombríos encima de los acantilados azotados por el mar son rápidos, con una cinemática un poco rara..., peculiar... RRRHHHHH... Recorro todos los corredores de la mansión rápidamente, como un bólido. Me tiro contra la gran puerta de entrada de madera maciza. Se abre con un gesto mío, con un gran ruido queda abierta con dos agujeros en la espesa madera, en correspondencia con las manos. Atravieso el jardín de la mansión, el antiguo jardín... La hierba ha crecido muy alta y tiene un color enfermo, verde brillante. Los árboles son grandes y retorcidos. Sus ramas se entrelazan en el aire, sus raíces han derribado las piedras blancas del sendero. Alcanzo la reja de metal en dos pasos. Desde alguna parte fuera... huele a comida... Abro la puerta metálica. Grita y chirría... el grito del metal torcido y oxidado... desde... hace siglos... HHHHHH... Hambre... irresistible... Voy deprisa... pisando el asfalto... movimientos rápidos... que parecen... carecer... coordinación... Huelo... el aire... Siento... una... presa... Algo... Comida.... Llega... Lleva... Me acerco... Deprisa... Hambre... Me ve... Grita... Terror... Desesperación...

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Pistola... Un disparo... Disparo... Carne... Esta sensación... Finalmente vivo... Poderoso... Nazco otra vez... Saciado... LA MADRUGADA (Diario del día XX/XX/XXXX) (Edición local; página 4, entre las noticias de crónica local de XXXXX) BRUTAL HOMICIDIO EN EL POBLADO DE ROMERA MARÍTIMA ¿HAY UN ASESINO EN SERIE? La cuestión del agente de policía local L.H. desaparecido se ha resuelto de la peor manera imaginable. El cuerpo del hombre fue hallado ayer a media mañana, destrozado. El agente de policía había sido enviado a la zona residencial histórica del poblado de Romera cuando una anciana residente, la baronesa Rakoczi, telefoneó a la policía local señalando ruidos extraños provenientes de la antigua mansión abandonada de la familia Rocha de la Cuesta y Brandini, en el centro de una batalla legal entre los herederos desde hace treinta años, bajo la sospecha de que se trataba de ladrones manos a la obra. L., encontrándose cerca del lugar, fue enviado desde la sede central para comprobar el aviso de la anciana noble hacia las 02:00 horas del jueves XX. A la mañana siguiente se dio la alarma al no regresar el agente L. a su casa, y lleva desde entonces desaparecido. La búsqueda por parte de los agentes de la Policía Nacional en colaboración con la Guardia Civil tuvo un éxito casi inmediato: los restos del agente L. fueron hallados en el medio de la estrecha calle asfaltada que une la ciudad a las villas marítimas y los hoteles de Romera. El cadáver había sufrido

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horribles mutilaciones y, según dijo el portavoz de la Policía Nacional Jaime Mendoza, los análisis médico-legales hacen pensar que haya sufrido actos de canibalismo. Hay muchos signos, al parecer, de mordiscos de dientes humanos. Según hemos sabido, la huella del arco dental no deja lugar a dudas a los forenses del asunto, así que se supone el agente ha sido asesinado, presuntamente por haber descubierto al ladrón misterioso, que seguidamente canibalizó a su víctima desapareciendo en los pinares y los bosques mediterráneos que rodean las villas de la cuesta de Romera que hacen, desde el siglo XIX, de límite natural entre los parques de las propiedades. La propia baronesa Racokzi afirma haber visto al asesino, aunque todavía su relato de lo ocurrido (la anciana mujer habla al parecer de un “muerto viviente”) parece carecer de seriedad, se sospecha que por culpa del fuerte estrés por lo ocurrido y quizás por haber visto de verdad al asesino. Se espera que la mujer se recupere. Mientras tanto la situación permanece en alerta roja en toda la zona de Romera, la Policía y la Guardia Civil están buscando a fondo entre árboles y mansiones, esperando capturar al feroz homicida. ¿Habrá un nuevo asesino en serie en XXXX? Sería esta la primera vez que el fenómeno de asesinos en serie que cometen actos de canibalismo alcanzara España. Todavía las escasas informaciones y el hecho de que se trate de un único episodio hacen dudar de que estemos frente al Dahmer o al Chikatilo españoles. Por ahora solo podemos invitar a nuestros lectores a que tengan mucho cuidado y confíen en el trabajo de las fuerzas de seguridad.

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Cartel de la II Edici贸n del Concurso de Relatos Cortos de Terror, por Antonio Mart铆nez Rocha.

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la ventana

Sergio Moreno Montes

El aire de mi diminuta habitación cada vez está más viciado. Siento cómo el polvo se mueve a mi alrededor con cada exhalación de mis putrefactos pulmones; con cada movimiento de mi anciano e inservible cuerpo. El olor es insoportable. Jamás imaginé que algo pudiese oler tan mal. Sobre mi mesilla de noche, en mi lado de la cama, una vieja fotografía me mira con insolencia, recordándome los tiempos ya pasados. Esos que ya no volverán. El crucifijo que cuelga sobre el cabecero de mi amarillento colchón es tan solo un recuerdo de una fe ya extinta; de una creencia inútil y banal que de nada me ha servido. El mundo sigue su camino. Yo me quedo atrás. Así es la vida. Me levanto del sillón en el que estoy sentado como puedo, muy despacio, con mi espalda crujiendo y mis piernas soportando un indecible tormento; con mis temblorosas manos agarrándose fuertemente a los mullidos brazos de cuero renegrido y ajado. Me apoyo en mi bastón y comienzo a andar hacia el otro lado de la habitación, pero un nuevo ataque de tos me deja a mitad de camino. Veo impactar sobre el suelo cientos de diminutas gotitas de sangre. Ni siquiera me molesto en ponerme la

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mano frente a la boca. ¿A quién iba a incomodar? Cuando por fin me recupero, sigo andando. Hacia la luz, hacia mi ventana, hacia el lugar desde donde veo pasar la vida cada día. Está abierta, y una ligera brisa se cuela por ella alborotando mi níveo y escaso cabello. Me asomo. Siempre es el mismo paisaje: árboles grises y sin hojas que se retuercen sobre el seco alquitrán; luces mortecinas que danzan como fuegos fatuos sobre el ambarino horizonte; monstruos, monstruos y más monstruos que se pasean, corren, gritan y se arrastran por las calles mientras salen de las fétidas cloacas en las que viven… y de telón de fondo para todo ese horror confuso e indefinible, los altos edificios que se internan entre las densas nubes de tormenta que lo cubren todo. Todos iguales, todos de color carmesí, todos con una sola ventana en cada una de las millones de habitaciones idénticas a la mía que yacen sepultadas en su interior. ¿Olerán igual de mal que la que yo habito? Lo dudo. Los monstruos siguen con sus vidas allí abajo. Desde el decimosexto piso en el que me encuentro parecen aquellos insectos tan fuertes que ya nadie puede recordar. Hormigas, creo que se llamaban, pero no puedo estar seguro. Aquí el tiempo parece avanzar a trompicones, pero el aparato que cuelga sobre la pared justo encima de la puerta me muestra cuánto ha pasado desde que nos trajeron aquí: trece años, siete meses, dos días, tres horas, veinte minutos y siete segundos… ocho… nueve… Ya ni siquiera emiten aquel sonido tan característico. El silencio es primordial para nosotros; dicen que los sonidos nos ponen nerviosos. Supongo que llevan razón.

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En uno de los callejones más grandes que se cruzan con la avenida en la que se alza la torre desde la que miro abajo, un grupo de monstruos repta por el suelo dejando un rastro de líquido negro y humeante a su paso. Llegan hasta la entrada a uno de los edificios carmesíes y se adentran en él. Nadie sabe qué es lo que pasa cuando están dentro. El silencio de nuestras habitaciones se extiende también por los pasillos, los vestíbulos y las calles hasta engullir por completo al mundo. A nosotros ya nadie nos habla. La tos me sorprende de nuevo, y esta vez la sangre cae al vacío mientras hago un terrible esfuerzo por agarrarme el estómago. El dolor me devora por dentro. Y el olor me causa unas incontenibles ganas de vomitar. La leve brisa del exterior no me ofrece consuelo alguno. Me acerco lentamente hasta el pequeño armario blanco que hay en un extremo de la habitación y pulso el botón que hay a su lado. Al cabo de unos segundos, su puerta se abre y puedo ver, tras un grueso cristal, a mi cuidador. Su rostro es blanco, sus labios negros, sus ojos… nunca los he visto. Siempre los tiene cerrados. Cojo el cartel de TOS que tengo archivado junto con otros muchos dentro del armario y lo introduzco en la pequeña ranura que hay a su lado. Pulso de nuevo el botón y la puerta se cierra. Ese es todo el contacto con el exterior que hemos tenido durante todo el tiempo que marca el aparato que hay sobre la puerta. «Adiós, Simpático», pienso. Los que son como yo aún conservamos la vieja costumbre de ponerle nombre a casi todo.

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Apenas diez segundos después, una luz verde se enciende sobre el armario y se abre de nuevo, con una caja de medicamentos en su interior. El cristal ha sido sustituido por un fondo igual de blanco que el resto de la habitación. No volveré a ver a Simpático hasta que la sensación de que mis entrañas se desintegran con cada espasmo de mis abdominales se presente de nuevo. Abro la caja despacio, mis dedos no me permiten hacerlo de otro modo. Cojo una de las pastillas azules de su interior y me la trago con gran esfuerzo. Cuando hacen efecto y remiten las sanguinolentas expectoraciones, mi cara está surcada por gruesas lágrimas causadas por el esfuerzo y mi cuerpo tan dolorido que apenas puedo mantenerme en pie. Me dejo caer sobre la cama, agotado. Mi cabeza está envuelta en un zumbido ensordecedor. Cierro los ojos. Cuando despierto, todo sigue igual. El mismo silencio. La misma habitación. Los mismos sentimientos… el mismo olor. Pero el aparato sobre la puerta me hace saber que soy casi tres horas más viejo. Es en ese momento cuando no puedo evitar mirar hacia el sillón que hay en el lado opuesto al mío. Allí la veo. La miro al menos un par de veces cada día desde de que murió hará casi un mes. Era tan guapa… Ahora, su cadáver se descompone en nuestra habitación y me llena los pulmones de un olor que me resulta tan desagradable como infinitamente nostálgico. Mi mujer era lo único que tenía en este mundo. Lo único a lo que podía aferrarme, pero un día su corazón dejó de latir y una sonrisa de alivio se dibujó en su cara. Tenía ciento doce años. Desde que su cuerpo se transformó

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en una carcasa vacía y nauseabunda yo solo puedo soñar con ella. Con sus ojos. Con sus labios. Con sus gestos y su manera de andar. Con las palabras que nunca pudo decir desde que nos trajeron a este lugar. No podíamos hablar, pero el recuerdo de su dulce voz me acompañará hasta el último de mis miserables días. Cuando llegamos a cierta edad, nuestros propios hijos se encargan de recluirnos aquí, en los edificios carmesíes. Ya no les somos de utilidad. Nos llevan a la alambrada que hay cerca de aquí, nos meten por una puerta y se van. Nunca miran atrás. Nunca lloran. Nunca más los volvemos a ver. Salvo en la única fotografía que nos permiten traer para decorar nuestra nueva casa. Algún día, si el mundo no termina de corromperse por completo antes, sus hijos harán lo mismo con ellos. Solo entonces sabrán lo que sus padres sintieron y seguirán sintiendo hasta que la muerte les libre de su pesada carga. Me levanto de la cama y camino pesadamente hasta lo que era mi mujer. Le acaricio el cabello y un mechón de su lisa cascada blanca se desprende de su cabeza arrastrando un jirón de piel acartonada tras él. «Lo siento, cariño», pienso. Después la miro con toda la ternura que tengo guardada en el fondo de mi alma y le beso los labios. A pesar del olor; a pesar del tacto; a pesar del tiempo que ha pasado desde el último que le di, la sensación sigue siendo exactamente la misma… y eso me desgarra las entrañas hasta que siento ganas de gritar. Pero no podemos. Va en contra de las normas. Si se hace, hay castigo. Todos lo sabemos.

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Pero no lo puedo evitar. Desde lo más hondo de mis ancianos pulmones comienza a elevarse un alarido de pura pena. Ronco, irreconocible, tan fuera de lugar que mis oídos sienten un súbito espasmo ante lo que llevan sin escuchar muchos años. Grito más fuerte, lloro mientras lo hago. ¡Qué sensación! ¡Qué sentimiento tan liberador! Grito y grito y veo cómo una luz naranja se enciende sobre la puerta. Pero sigo gritando y la risa comienza a surgir; tan espontánea como nunca la había sentido. La luz de la puerta cambia su color y se pone roja. Y sigo sin poder parar de gritar y de reír. Pero eso significa que ya vienen. Quizá sea Simpático en persona el que se digne a aparecer para proporcionarme mi justo castigo. Mientras lágrimas extasiadas recorren mis mejillas, me acerco hasta la ventana y arrastro el sillón hasta situarlo bajo ella. La risa me provoca recuerdos lejanos, casi extintos, y miro la fotografía que reposa sobre la mesilla. Fueron tiempos mejores, sin duda, pero aún así no fueron buenos. Nunca lo han sido. Con un esfuerzo casi titánico logro ascender al sillón y me siento sobre el respaldo mientras la risa comienza a desaparecer, llevándose consigo mis últimas ganas de gritar. La puerta de la que ha sido nuestra casa se abre por segunda vez en trece años y por ella aparecen tres cuidadores. Uno de ellos es mi viejo amigo. Caras blancas, labios negros, ojos cerrados. Ninguna expresión en el rostro. El resto del cuerpo es una masa grotesca de carne que se bambolea al son de unas piernas deformes y atrofiadas. También son monstruos, igual que los que habitan las sucias y

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frías calles del exterior. Mi espalda siente ese frío mientras apunta hacia el insondable vacío que hay tras la ventana. Giro la cabeza unos instantes y miro hacia lo único que reconozco en esta ciudad, ahora ya sin nombre, de criaturas siniestras y edificios de sombrío carmesí: dos torres herrumbrosas y sin cristales que se inclinan la una hacia la otra como si fueran a darse el último y oxidado beso. Después miro de nuevo hacia el interior de mi habitación, de mi amplio ataúd, y recorro con los ojos a los tres monstruos que ya se acercan hacia mí con el paso decidido. Mi castigo no debe esperar. En ese instante casi toda mi vida pasa por delante de mis ojos, pero no puedo sino lamentarme ante la asombrosa falta de imágenes que merecen la pena en ella. Siento el viento a mi espalda, el olor frente a mí… y las ciegas miradas de los cuidadores clavadas en mi casi inservible cuerpo. Sonrío. Cierro los ojos por un momento, y cuando vuelvo a abrirlos también los monstruos lo han hecho. «No son tan diferentes a los míos», pienso mientras siguen avanzando. Entonces miro a mi mujer, le sonrío y, sacando fuerzas de donde ya no me quedan, articulo las primeras palabras en casi catorce años y las últimas de este tormento que llamamos vida: ―Adiós, cariño. Me hubiese gustado poder ir contigo cuando te marchaste. Cierro los ojos y me dejo caer de espaldas por mi querida ventana mientras los cuidadores se dedican miradas incrédulas, pero ya no me importa. Siento el roce del aire, y también lo oigo. Caigo, vuelo, vivo… Y tras apenas siete segundos, muero.

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La obsesión del doctor hensen Chus Sánchez Pérez

Dover, octubre de 1820

El doctor Hensen embalsamó el cadáver de su esposa para no sentirse solo. Se trató de una muerte inesperada. Sencillamente, una mañana no despertó. Es curioso, Melania Hensen me resulta ahora mucho más hermosa que cuando estaba viva. Con el cutis sonrosado y los labios húmedos, permanece ajena al paso del tiempo. Lleva diez años sentada ante un pequeño escritorio y una cuartilla de papel, esbozando una tímida sonrisa. Me agrada tomar el té junto a ella al atardecer y respirar el delicado olor a nardos que desprende siempre su cabello. Desde el principio, me rebelé por el hecho de que este gesto romántico no fuera comprendido en una sociedad aferrada a la deprimente idea de enterrar a los muertos. ¿No es mucho más bello contemplar y recordar a los que amamos tal y como eran? Una noticia tan revolucionaria provocó una plaga de supersticiones y temores entre los ignorantes. Una cadena de leyendas negras afectó a la vida de mi gran amigo. Es lógico en un condado rural que vive ajeno a los avances de la ciencia.

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No hay crimen en la zona del que no traten de acusarle desde entonces. Es sospechoso de otras mil infamias, como profanar tumbas y pagar sumas millonarias por fetos humanos para realizar experimentos descabellados. Las patrañas ensombrecen una gran labor científica. El doctor Hensen solo es culpable de crear una sustancia que permite conservar un cadáver en inmejorable estado sin necesidad de extraerle las vísceras. La composición exacta es un secreto. Solo yo, por la amistad que nos une, conozco que contiene una alta dosis de cloruro de aluminio y que se inyecta en el torrente sanguíneo. Aristócratas y personajes ilustres han requerido estos servicios para ser exhibidos en público cuando fallezcan. El resto del mundo desprecia el adelanto que implica esta disciplina. De hecho, hace tiempo que ni un solo paciente acude a su consulta, a pesar de la excelente reputación que ha tenido como médico y cirujano. Alejado del mundo, las listas de invitados y los eventos sociales, la soledad es el gran castigo que soporta el doctor Hensen. Combatirla es su única obsesión. Este desequilibrio emocional se remonta a la infancia. A partir de que su padre, desde muy temprana edad, le castigara encerrándole en una diminuta y oscura alacena. Siempre le he escuchado decir que sería capaz de cualquier cosa para no estar solo. Es un gran alivio para él contar con la callada compañía de sus seres queridos. Soy el único que aún acude a visitarle. Casi cada día. Me he acostumbrado a la peculiar cita con la vida y la muerte que siempre tiene lugar en la

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biblioteca. Coincidiendo con el primer aniversario del fallecimiento de Melania, nos dejó la pequeña Dorothy. La niña se golpeó la sien al caer por la escalera. La tragedia sacudió al doctor Hensen, que, incapaz de separarse de su hija, vagó durante varias noches por la casa con el cuerpo entre los brazos. Creí que esta vez, la locura y el dolor le arrastrarían al suicidio. Sin embargo, la idea de mantener fresco el cadáver le dio fuerza para seguir adelante. Ahora Dorothy está sentada junto a Melania, su madre. Acicalada con el vestido blanco de los domingos y un enorme lazo rojo que le adorna los rubios tirabuzones. Entre las manos sostiene la caja de música que tanto le gustaba escuchar. Era adorable. Cuando estoy junto a ella, siempre creo que se levantará para obsequiarme con un beso en la mejilla, como antes. A pesar de los años que han pasado, aún me resulta difícil observarla tal y como está, inmóvil y en silencio. Recuerdo que a los pocos días de ser embalsamada, por la mejilla de Dorothy resbaló una lágrima. Un escalofrío me recorrió la espalda. Me sobresalté y dejé caer la taza de té, que se hizo añicos en el suelo. Mi buen amigo me explicó que era solo una reacción involuntaria del cerebro, provocada por el suero. Conserva los tejidos con la misma frescura que si estuviera viva. Comprendí que no hay nada como la ciencia para acabar con muchos de nuestros miedos a lo desconocido. A Hensen, el destino le reservaba otra pérdida irreparable. Unos meses más tarde nos abandonó la pobre señora Morrison, el ama de llaves. Cuidó del

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doctor Hensen desde que era un bebé y él la adoraba. Ella se atragantó con un trozo de carne demasiado grande para su delicada dentadura. Siempre comía sola y se ahogó en cuestión de minutos. Fue otro motivo de congoja que él mitigó embalsamando el cadáver. Ahora, la venerable anciana nos acompaña en nuestras tertulias. Con mirada angelical, haciendo punto con sus inseparables agujas de madera. Esta última decisión fue interpretada por el populacho como un brote de demencia y trató de echar a Hensen del condado. No era suficiente el aislamiento que padece y que resida a varias millas de distancia de la villa más cercana. Amante de la naturaleza, Hensen se vio obligado a dejar de cabalgar para evitar los insultos y las piedras que le lanzaban aquellos que encontraba en el camino. Pero eso no fue todo. Después comenzaron los actos vandálicos. Los dos perros guardianes de la mansión fueron envenados por desaprensivos. Mi buen amigo no se amilanó ante aquella afrenta. No dudó en embalsamar a los fieles vigilantes y los ubicó de nuevo en la entrada. Uno frente a otro, mostrando unas fauces amenazantes. Nadie más se ha atrevido a cruzar la verja. Excepto yo, que disfruto con la compañía de mi cultivado compañero de charlas. Incluso el resto del servicio se escapó, influenciado por los rumores, ocultándose entre la niebla que con frecuencia rodea la residencia cuando llega el otoño. Mi visita de hoy se alarga. Supongo que debo marcharme, pero lamento haber discutido con Hensen y deseo arreglarlo. El viento debe de soplar con fuerza esta noche. Un libro se acaba de caer de la

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estantería sin hacer ruido. Creo que es la hora en que el doctor abre la ventana para respirar aire puro. Es extraño, pero la brisa fría que siempre viene del mar, no me ha molestado. Tampoco lo hace el calor del fuego de la chimenea que está junto a mis pies. Quiero disculparme por nuestro último enfado. Cuando me acerco a Melania se pone celoso. Siento debilidad por la delicada presencia de su mujer. Admito que es cierto. Siempre busco la manera de estar junto a ella y respirar su perfume. Pero esta tarde, él se ha molestado más que de costumbre. Después, tras unas acaloradas palabras, me ha hecho prometer que no le abandonaré. Mi silencio no ha sido justo. Trataré de solucionarlo tomando una segunda copa de jerez. Aún debe de estar enfadado. Me ha dejado solo entre los difuntos. Quizá lo correcto sería marcharme. Regresar cuando ambos hayamos recuperado la calma y conversar tranquilamente. Sin embargo, no puedo moverme... ni siquiera puedo apartar la mirada de las letras doradas de la enciclopedia de anatomía de la biblioteca. Estoy más aliviado. Hensen ha vuelto. Los pies del doctor se acercan hasta el sillón donde me encuentro. Puedo verlos. Sin embargo, no escucho los pasos. Tengo la sensación de haberme adormilado. Lo último que recuerdo es mi copa vacía y el embriagador perfume a nardos inundando la habitación. ¿Por qué se inclina ante mí? Es muy raro, pero analiza mis pupilas. No me ha gustado su sonrisa. Me ha parecido tétrica y triste. No puedo hablar. Empiezo a creer que me ha sucedido algo espantoso.

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Me ha colocado mi pipa entre los dedos. Tengo miedo. El único pensamiento que me ronda es aterrador. Pero no tiemblo, no me sobrecoge ningún escalofrío. Gritaría si fuera capaz de despegar los labios. La razón me empuja a creer que no es posible lo que me está sucediendo. No es posible porque… no recuerdo haber muerto. Me pregunto si... No, no me pregunto nada. Lo sé, lo comprendo todo. El doctor Hensen haría cualquier cosa para no estar solo. Nosotros le hacemos compañía. Pero ninguno de nosotros ha muerto.

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los funes Jorge Durán

Hay un pueblito al sur de la provincia de San Luis con el nombre de Fortín El Patria. En la ficción hay cuatro relatos agrupados con el título de Los Funes y ubicados en dicho pueblo. Viví ahí de muy niño y acostumbraba a esconderme debajo del mostrador del único boliche para escuchar los cuentos que contaban los mayores. Nunca olvidé todo aquello. Hoy, anciano ya, quiero darle vida a mis fantasías de niño. BAILANDO CON LA RENGA “Despacho de bebidas”, dice un cartel pintado hace muchos años. A las afueras del pueblito, llegando a una ruta de tierra inservible y abandonada, ahí hay un rancho viejo de adobe y techo de chapas en mal estado. Silba el viento, levanta tierra, inclina los árboles, hace rodar los cardos, los hace redondos. Tiene un palenque horizontal. ¡Ese es el boliche! Al otro lado de la ruta, el cementerio, también abandonado. Adentro del boliche hay olor a rancio, a vino

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picado, a humedad, olor a cualquier cosa extraña. Cae la tarde. La oscuridad es veloz, cambia las cosas, cambia el ámbito. Un bicherío insolente inicia un concierto de percusiones, un raspadero infernal de metales, un ligado perpetuo. —Ahí están esos —murmura el bolichero y mete bala en boca con seguro en el fusil, luego lo coloca debajo del mostrador. El único parroquiano, un viejo al que al tomar el vino le tiembla la mano y derrama más de lo que bebe, agrega: —Son los Funes, hay baile en lo de la renga, hoy es sábado. —Si cruzan la calle los baleo a los dos — jura el bolichero llevando el pulgar a sus labios, buscando con un visaje debajo del mostrador. El viejo intenta una sonrisa: —No les hace nada -asegura con sorna y se limpia la boca con la manga del saco. El caballo del viejo que está atado afuera relincha y levanta las manos, resopla, sacude la cola, mastica el freno con mucho ruido... El único cochero del pueblo se detiene al frente, siempre hay alguien para ir a lo de la renga. Llega silencioso. Negro el caballo, negro el coche, negro el cochero, todo una composición oscura, apenas un brillo gris cuando la luna aparece entre las nubes, igual a una escena armada por John Alto para una prueba de fotos. Los Funes intentan subir, el cochero no los deja, los patea y caen al suelo. Suenan como fofos, se desarman, se deshacen, despiden un olor nauseabundo.

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Desde el boliche, al ver todo el viejo se apena: —Pobres Funes, les gustaba mucho la milonga. —Todos los sábados lo mismo —protesta el bolichero—. Siempre pasa algo con esos. ENSUEÑOS (TANGO) Se enteran de todas las milongas que hay por la zona. La de hoy sábado es en Buena Esperanza, a pocos kilómetros de Fortín El Patria, donde siempre vivieron los dos, hasta aquel día de círculos azules. Por suerte el tren pasa casi llevándose el cementerio abandonado por delante. Alguien estuvo ensayando para detener un poco la marcha, para poder subir cuando aminorara la velocidad. Dijo el jefe de estación que amontonaron troncos en las vías y les prendieron fuego. El cambista que fue al anochecer a prender las luces de las señales encontró a un costado de las vías leña hachada. Ahora van sentaditos en una chata abierta. La locomotora pitea y pitea. Como siempre, vestidos de negro, como los arregló la madre entonces: Camisa blanca con el cuello un poco embarrado uno de ellos y el otro con la cara muy sucia de tierra negra, que trata de limpiarla con las manos. Por la puerta principal no pueden entrar al baile. Es en el galpón de un chacarero que lo alquiló a quien organiza la milonga, un turco con fama de cuchillero.

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¡Ni modo de entrar entonces! Llegan los músicos en sulky, corren los Funes y les reciben la batería y el bandoneón. Van al trotecito hacia la entrada, el turco los para, pero los músicos gritan: —Vienen con nosotros Don. El turco se frunce, los recuerda, sabe de las andanzas. Le pone la cara en la oreja a su ladero y murmura: —Los Funes... Son los Funes. Arranca la orquestita con un tango muy sentido: Ensueños. Ahí están las hermanas Canseco, más viejas, pero lindas. No reparan que están acompañadas y van a sacarlas a bailar. ¡Siempre ese maldito olor nauseabundo cuando se emocionan! Recibe un botellazo uno y el otro solo un empujón. Suficiente para que terminen en un montoncito de osamenta. LA CARA OCULTA DE LA LUNA Cuando empezó a oscurecer saltaron el alambrado del cementerio y en cuclillas esperaban el colectivo de los músicos, como agazapados. Aquellos colectivos de la década del 40: cortitos, casi redondos. En esas latitas de sardinas salían los músicos en gira entonces. La orquestita se armaba y se desarmaba en el camino. Si desertaba un bandoneonísta que se quedó tras una pollera, siempre en los pueblos había otro que soñaba con

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esa oportunidad y se unía. Si era un violinista o guitarrista que el alcohol lo dejó dormido sobre un mostrador llorando los recuerdos del pasado, siempre había otro que lo reemplazaba. Se vivían las pasiones, se jugaba a todo o nada. El colectivo destartalado llegó hasta donde esperaban los Funes y les costó poco subirse al techo y mezclarse con los estuches de los instrumentos y los trastos de los parlantes. Cuando llegaron comenzaron a desatar todo y a bajar las cosas. —Guapos los muchachos —dijo el director. Y así entraron a la milonga. Había para elegir. El olor del agua florida atenuaba el tufo de los Funes que excitados con tanta mujer ya empezaban a generar mal olor. Mientras el pequeño conjunto afinaba, los hombres marcaban a las mujeres para ir a la carga. Uno de los Funes se encontró con unos ojos conocidos, bellos, inolvidables, con una sonrisa amplia y amorosa, con un ser que le dio toda su vida entonces, pero también errante. La tomó de la mano y se encaminaron a la salida, a tranco largo, antes de ser reconocidos. El otro Funes también corría hacia la salida con una flaquita de vestido negro y un pañuelito en la mano. La noche era demasiado negra para ver otra cosa, pero la luna muy blanca y enorme, el lado oculto claro, solo para los cuatro, que fueron subiendo, flotando, volando suavemente muy despacio hasta quedar pegaditos en ella, para que los vieran solo los elegidos.

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Diseño y Maquetación: Gloria Jurado Andrades

Ilustraciones: Antonio Martínez Rocha (I edición) Beatriz López Gallego (II edición) Celia Naranjo Cruz (III edición)

Logo H: Iván Marqués García

Han colaborado en la edición: Miriam Sivianes Mendía Ángeles Garrido Oliva Moisés Hidalgo García

Autores: Álvaro Castilla Beltrán José María Román Garzón Carlos Iglesias Sierra Alberto Ubaldo Navas García Patrizio Qualireto Sergio Moreno Montes Chus Sánchez Pérez Jorge Durán

Edición no venal

Los contenidos de este libreto se encuentran sujetos a los derechos de una licencia Creative Commons: Reconocimiento / No comercial / Compartir bajo la misma licencia 3.0 España License. Le rogamos que, si usa usted contenidos de esta publicación, cite su procedencia y autoría, y permita que se empleen y difundan bajo las mismas condiciones.



ESTE LIBRETO DE RELATOS DE TERROR SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN TRANSILVANIA, EL 30 DE NOVIEMBRE DE 1900, COINCIDIENDO CON LA IV EDICIÓN DEL CONCURSO DE RELATOS DE LA REVISTA H DE HUMANIDADES Y CON LA FESTIVIDAD DE SAN EUPREPES MÁRTIR.




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