“Totalitarismo, banalidad y despolitización”. La actualidad de Hanna Arendt. Carlos F. Pressacco (Editor)
Ana Escribar Wicks.
El título del libro que hoy tengo el honor de presentar ante ustedes me resultó desde la primera mirada especialmente sugerente, lo que me llevó a leerlo y releerlo varias veces sin lograr descubrir la razón del atractivo que ejercía sobre mí. Finalmente, comprendí que ello obedecía a que los tres términos que configuran ese título, “Totalitarismo, Banalidad y Despolitización” dan respuesta sucintamente a una interrogante no formulada explícitamente, pero contenida en el subtítulo, “La Actualidad de Hanna Arendt”, con respecto al por qué de esa actualidad, interrogante que queda incluida allí en el enunciado de un hecho innegable, la vigencia de la que hoy goza su pensamiento.
Por que la actualidad de Hanna Arendt - a mi entender – deriva en gran medida de la caracterización y manejo de estos tres conceptos que centran su pensamiento y en alguna medida describen el talón de Aquiles de la cultura occidental contemporánea que habiendo definido la doctrina de los derechos humanos.- es también el lugar donde esos derechos han sido atrozmente desmentidos, dichos conceptos definen la originalidad de esta filósofa judío – alemana al poner de manifiesto su conexión y su ruptura con la tradición, e implican un diagnóstico de la carencia de sentido para la existencia, que actualmente nos afecta.
Quisiera, pues, recorrer brevemente eso tres conceptos que son abordados en mayor o menor medida en los ocho ensayos que configuran el libro, lo que pone de manifiesto su centralidad en el pensamiento de Arendt.
Antes de abordar ese recorrido, sin embargo, procederé a revisar también muy brevemente las distintas fuentes que se han hecho presentes en la búsqueda de sentido a lo largo de la historia de la cultura occidental, por cuanto los tres conceptos que revisaremos guardan una estrecha relación con la sucesiva pérdida de presencia de esas fuentes bajo la influencia del desarrollo científico técnico.
Podría decirse que se han dado básicamente tres respuestas a la interrogante por el sentido de la existencia, respuestas que a menudo han coincidido en una misma época y coinciden aún hoy, pero apareciendo en cada período en diversas proporciones. Dichas respuestas provienen de la religión, de la filosofía y de la utopía.
La respuesta religiosa es indudablemente la que mejor satisface la búsqueda de sentido, porque niega el carácter efímero de la vida y, con ello, disipa lo que Mircea Eliade llamaría el “terror a la historia”, vale decir, el rechazo del transcurso del tiempo que día a día va desgranando nuestra finitud. La existencia humana adquiere sentido, entonces, porque la muerte no es más que un momento de transición y si el hombre vive en concordancia con la revelación divina, lo vivido se traduce en bienaventuranza y resultados perdurables. Sin embargo, todos hemos oído las palabras de Zaratustra anunciando desconocer que Dios como fundamento de sentido está hoy ausente de nuestro mundo.
La respuesta propiamente filosófica se expresó en lo que se ha conocido como “sabiduría”, ella llama a liberarse de las pasiones y ambiciones para centrar la vida en actividades de orden espiritual e intelectual que conduzcan al perfeccionamiento del hombre y de su convivencia dentro de la sociedad, de manera tal que ambos lleguen a ser cada vez más humanos. Esta sabiduría puede o no incluir la creencia en una vida eterna, pero en todo caso la existencia del hombre cobra sentido porque su razón desentraña su lugar y su significado en el universo y puede reproducir en el microcosmos el orden cósmico descubierto.
La tercera respuesta empieza a gestarse a partir de los siglos XVII y XVIII cuando la filosofía – deslumbrada por los resultados de la naciente ciencia moderna – renuncia al cultivo de la sabiduría y hace del conocimiento científico prácticamente su único objeto de reflexión. Evidentemente, ni la filosofía, ni la ciencia misma esperaron nunca que a esta última le correspondiera ocuparse del problema del sentido, pero ambas consideraron que se trataba de una pregunta inútil, porque no había para ella una respuesta con las características de objetividad exigidas por la ciencia; por otra parte, ambas confiaron en que esta última – al mejorar las condiciones de vida de la humanidad – entregaría a los individuos mayores posibilidades de felicidad.
Poco a poco, sin embargo, se fue tomando conciencia de que estas mejores oportunidades entregadas a la humanidad por el desarrollo de la ciencia y de la técnica no se traducían necesariamente en una mejoría de las condiciones de vida de la mayoría. Frente a ello, empezaron a tomar fuerza las utopías, que – mediante una transformación repentina y global de la sociedad, que recibe el nombre de revolución – pretenden dar a luz un mundo nuevo en el que reine la igualdad, la justicia y la paz, y un hombre nuevo, reconciliado con su propio destino, gracias a esa sociedad transformada. Pero el siglo XX se encargó de mostrarnos el derrumbe de las utopías después de permitirnos constatar el fracaso de las transformaciones que intentaron instaurar.
En esta forma, la búsqueda de sentido ha seguido fundamentalmente dos direcciones; uno, desde el acento puesto en el perfeccionamiento del individuo – buscado por la religión y la sabiduría – esperando alcanzar como consecuencia de ello una mejor convivencia y privilegiando los aportes de la ética; dos, a parir del proyecto utópico de una transformación de la sociedad, que posibilite la igualdad y la justicia entre los individuos, poniendo el acento en los aportes de la política.
Arendt, aquí como en otros aspectos, intentará integrar las distintas herencias constitutivas de la tradición filosófica occidental, destacando la doble necesidad humana de bienestar privado y de felicidad pública y reconociendo la equilibrada participación de la ética y la política para su logro. Ello implica un cambio profundo en la comprensión de la libertad que – a su vez – deriva de una completa transformación de los conceptos de política y de poder.
Nuestras democracias, nos dice Arendt, creen ver siempre en la violencia, expresada en la revolución – término que solo con la modernidad adquirió este significado político, ya que antes se refería al movimiento de los astros – el origen del poder; debido a este origen violento, al poder - una vez instaurado – debe ponérsele límites para proteger de su intervención la vida privada de los ciudadanos, asegurando – así – el respeto al derecho de éstos a buscar su felicidad de acuerdo a su propio ideal de vida buena.
En esta forma, la libertad se entiende pasivamente, mientras en la propuesta de Arendt asume una forma activa; no aparece ya solo como un derecho a protección sino como el
de participar e influir – no ya meramente con un voto emitido cada cierto tiempo – en los asuntos públicos.
Esto deriva – decíamos – de una nueva manera de entender el poder que quizá sea lo más original dentro del pensamiento político de Arendt; el poder, considerado como capacidad de iniciar procesos nuevos en el mundo, capacidad surgida a partir de la intersubjetividad; esto es, de la deliberación conjunta de los ciudadanos, del diálogo que supone, manifiesta y reconoce la esencial pluralidad humana como condición de posibilidad del diálogo mismo, que si no sería monólogo; como condición de posibilidad del acuerdo, del consenso y, por último, de la igualdad de los distintos, que es lo que subyace al derecho de todos a mostrarse en su diferencia y afirmar, así, su identidad.
Al poder así entendido – que no se identifica ni se relaciona con la fuerza y la violencia – no cabe ponerle límites, porque es esencialmente frágil; permanece mientras se mantiene la concertación de los diferentes y apenas ella desaparece, muere. Se trata de un poder, por el contrario, que debe ser protegido y cultivado porque es la raíz fundamental de lo político.
La despolitización, entonces, en el sentido en que Arendt entiende el término, no debiera confundirse, por ejemplo, con el desinterés de la juventud en participar periódicamente en los procesos eleccionarios; este desinterés más bien podría ser la consecuencia de la desilusión de los jóvenes ante una democracia que reduce la participación ciudadana a una concurrencia a las urnas, falta de presencia que para nuestra filósofa – en la medida en que refleja la inexistencia del espacio público – representa la verdadera despolitización.
La banalidad a la que hace referencia el título del libro que comentamos, por otra parte, sería consecuencia directa de la despolitización entendida en este último sentido; kos ciudadanos que no participan en la deliberación so9bre los asuntos públicos, que no dialogan, que no reconocen a otros ni exigen ser reconocidos porque no muestran su diferencia y no enriquecen así la pluralidad, se aíslan en una vida privada que – desconociendo su relación con el bien público – pierde toda orientación.
Se posibilitan, entonces, los “Eichmann” que tanto impresionan a Arendt; esas personas que – sin ser monstruos, sino hombres comunes y corrientes – pueden participar en las más tremendas atrocidades y hacerlo con la conciencia tranquila, porque perdieron todo referente, no conocen la responsabilidad y se limitan a cumplir órdenes.
En esa despolitización y en la “banalidad del mal” que es su consecuencia, ejemplificada por la compostura de Eichmann, ve Arendt los posibles gérmenes del totalitarismo en nuestras democracias liberales. Porque la despolitización, al implicar la desaparición del espacio público, trae consigo una discontinuidad en la generación y ejercicio del poder – entendido estén el sentido arendtiano – y con ello se genera la banalidad que abre paso a la violencia del totalitarismo, destructor de la pluralidad y de la igualdad que existe solamente donde la pluralidad es respetada.
Totalitarismo, banalidad y despolitización, tres conceptos abordados por Arendt con la originalidad de quien se atreve a adueñarse creativamente de la tradición, interpretándola tan libremente que podemos afirmar a la vez y sin contradicción que ella es aristotélica, en cuanto su republicanismo se nutre de la participación directa del ciudadano ateniense en la vida pública y kantiana, en la medida en que su comprensión de la pluralidad y de la igualdad humanas están impregnadas de la aspiración de universalidad del filósofo de Königsberg; totalitarismo, banalidad y despolitización, por último, tres realidades que podemos observar día a día en nuestras sociedades, que explican por consiguiente la actualidad del pensamiento de Hanna Arendt y hacen que su lectura sea indispensable.
Pero la verdadera raíz del totalitarismo moderno la ubica Arendt en la pérdida de sentido implicada en la transformación científico técnica; ésta – como destaca Paul Ricoeur – pone a disposición del hombre una abundancia de medios jamás antes imaginada, pero, a la vez, reduce los fines a un solo, el desarrollo; se abre, así, la puerta al sin sentido implicado en la inutilidad.
El liberalismo, que en otros aspectos como, por ejemplo, en el énfasis que pone en los derechos humanos, despierta el respecto de Arendt, es criticado por ella porque ha contemplado como testigo impotente las consecuencias derivadas de la transformación antes mencionada. Conviene recordar, sin embargo, que así como critica al liberalismo,
critica también al comunismo y, curiosamente, por los mismos motivos: la destrucción del espacio público que provoca la despolitización, abre las puertas a la posibilidad del totalitarismo y a la consecuente banalidad del mal.
Es impotencia del liberalismo que nuestra filósofa comenta, ha permitido que la especie humana – como lo destaca Hans Jonas – haya sido puesta en peligro; tanto porque el medio ambiente que sustenta la vida podría ser destruido hasta tal extremo que ya no sea posible una vida humana auténtica para las generaciones futuras, cuanto porque la identidad genética podría ser manipulada de tal forma que ya no pueda hablarse de una especie propiamente humana. En síntesis, porque el hombre – creador de la técnica podría llegar a convertirse en objeto suyo.
Por otra parte – como nos advierte Habermes – el hombre es también puesto en peligro porque la intervención genética, a la que el filósofo alemán hace referencia como “eugenesia liberal”, puede desembocar en una profunda alteración de los que él llama “ética de la especie”. Porque un hombre intervenido genéticamente para satisfacer las aspiraciones de sus padres, sin que él esté en condiciones de aceptarlo o rechazarlo, no se habrá recibido como dado azarosamente por el juego de las leyes de la herencia, sino modificado técnicamente; no podrá, pues, sentirse ya totalmente responsable de sí mismo, en la medida en que se percibirá como producto, fabricado como tantos otros.
Puesto que habría hombres que se reciben dados y otros producidos, en alguna medida a pedido, se destruiría la condición de igualdad que subyace a la pluralidad humana y que es el fundamento del respeto hacia esa pluralidad; como consecuencia de ello se alteraría profundamente la auto-comprensión ética de la especie, cuyo desarrollo ha desembocado actualmente en la doctrina de los derechos humanos.
Esta alteración representaría, tal vez, el último paso en la dirección de la pérdida del sentido; esto es, quizás, lo que los aportes de Arendt permitirían contrarrestar en lo que respecta a la recuperación de ese espacio público en el que – en palabras de Ricoeur – se gesta el poder emanado del querer vivir juntos y no el dominio que se impone por medios violentos.
En el prólogo del libro que hoy sus autores entregan al espacio público, ese mismo en el que según Hanna Arendt se entabla el diálogo en el que los ciudadanos se muestran a sí mismos, evidencian la pluralidad humana y adquieren identidad – se enuncian los objetivos a los que responde su publicación. Ellos son fundamentalmente dos; primero, difundir la obra de quien – con toda razón – los autores consideran una de las diez pensadoras políticas más destacadas del siglo XX; segundo, abordar su pensamiento desde la interdisciplina, para conseguir que no se lo relegue al espacio meramente teórico y posibilitar así su conexión con los diversos desafíos presentes en la sociedad chilena actual.
El primer objetivo se cumple plenamente; no me cabe duda de que todos los que lean este libro se maravillarán ante la amplitud y profundidad de la obra de Hanna Arendt; ante la originalidad implicada en el recurso al pensamiento de dos cumbres de la tradición filosófica occidental – Aristóteles y Kant – más que para interpretarlo, para recrearlo sin traicionarlo y así aportar respuestas a las inquietudes más urgentes del presente; ante la íntima relación y a veces continuidad de su pensamiento con el de otros grandes filósofos contemporáneos como los que al pasar hemos mencionado, Jonas, Ricoeur, Haberlas.
El segundo objetivo se cumple en lo que respecta a la mirada interdisciplinaria que pone de manifiesto que se trata de un pensamiento centrado en la acción y no en la mera especulación; no se analizan explícitamente, en cambio, las posibles conexiones de los diversos aspectos de la obra de Arendt con los desafíos presentes en la sociedad chilena actual, aunque a lo largo del libro la relación se va haciendo evidente para el lector.
A mi entender, está bien que haya sido así; porque para cumplir ese último objetivo era necesario – en un medio como el nuestro en el que recién empieza a percibirse la importancia de su pensamiento – exponer y justificar primero los criterios aportados por Arendt. Era necesario abrir el camino para la comprensión de la obra de esta mujer extraordinaria, para que otros libros, de otros autores, ingresen también más adelante a ese espacio público que ella defiende y empiecen poco a poco a extraer las conclusiones que su pensamiento posibilita en referencia a nuestra propia realidad; entre ellas, por ejemplo, la mutua e íntima implicación entre ética y política, la indispensable transformación de nuestro sistema educativo si hemos de formar ciudadanos capaces de
generar procesos nuevos en el mundo; capaces de ejercer el único poder que efectivamente se auto-limita, aquel emanado de la intersubjetividad dialogante, jamás violenta, que podrá quizás algún día y en alguna medida llevar a la práctica el sueño de sabiduría de esta gran filósofa contemporánea; esto es, conjugar la vida buena en el ámbito privado con la convivencia justa en el ámbito público.
Felicitaciones, pues, a las universidades que hicieron posible la gestación de este proyecto y a los autores que lo ejecutaron, porque han iniciado un camino que – a la larga – puede abrirse a la definición de metas tendientes a situar el desarrollo en su condición de medio y a instalar al hombre en su condición de fin. Mucha Gracias