Dimorfismo: Antología de cuentos

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Dimorfismo. Antología de cuentos

Héctor Justino Hernández


Primera Edición (impresa): Marzo, 2019. Primera Edición (digital): Diciembre, 2019. Imagen de Portada: Juan de Dios Avilés. Escarabajo 1 © 2019 Héctor Justino Hernández justin_cmr4@hotmail.com

Los contenidos de esta publicación se pueden compartir y reproducir por cualquier medio, siempre y cuando no se haga con fines comerciales, se notifique al autor y se respete su autoría. Hecho en Xalapa, Veracruz. Made in Xalapa, Veracruz.


ESTA CRUEL REALIDAD



Celeste Celeste terminó con una nota alta. El sudor le recorría

el cuerpo. Lanzó un beso con sus labios carnosos y, sin esperar a que el telón cerrara, salió del escenario junto con sus bailarinas. Celeste era una diosa sublunar: un espécimen de metro ochenta y nariz ganchuda. Entró en lo que para ella era su camerino, un cuartucho pequeño y maloliente pintado de rosa. En el interior, Fermina, la dueña, la esperaba sentada. —Lo hiciste bien. —Como siempre. —No lo dudo, querida, pero tengo algo que decirte. —No me vengas con que... —Es un detalle que se te está notando. —Un detalle. —No quisiera dejarlo pasar... Esos huesos se te están viendo mucho, está bien que hay a quienes les encanta, pero ten cuidado, una tiene que tener sus límites. Celeste giró los ojos como quitando importancia al comentario. —Yo te digo, trabajo es trabajo. —Fermina, que era carnosa como taquero de mercado, salió sin despedirse.

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Celeste fue a sentarse frente al tocador. Ya no era joven, sin duda, las arrugas que cada día cubría con más maquillaje reclamaban su presencia en el espejo. Celeste había trabajado décadas haciendo de todo, un poco de regenteo por aquí, imitación por acá. Largas temporadas encerrada, sin mucho que hacer, mantenida por hombres descuidados que a veces la querían de sirvienta. Y luego estaba el Sida, ya sabía ella que eran palabras que siempre venían juntas, travesti y sidoso, como carrazo y dinero. Pero ella se disculpaba, ¿qué iba a saber que aquél hombre tan apuesto y servicial la dejaría enferma? Se quitó la peluca y la acomodó a un lado. Si tan solo hubiera podido regresar el tiempo un par de décadas, cuando era delgada y parecía una cantante de la tele. Se quitó las joyas con lentitud; a un lado tenía una bata que se vistió sobre una ropa interior de encajes. Una vez había sido Celeste, la divina; la señorita Celeste. Había tenido hombres a manos llenas que le enviaban flores y tarjetas con nombres y direcciones, ya no. Quién sabe, a lo mejor era cuestión de esperar. Mientras pensaba, golpearon la puerta con timidez. Esperaba que fuera Fermina de nuevo. Abrió con brusquedad y, para variar, se encontró con un chamaco, pálido y apocado como una rata. —¿Te puedo ayudar? —¿Celeste? 10


—La misma. —Yo..., quiero ser como tú. Ya podía ella morir, se dijo irónica: tenía un admirador. Lo dejó entrar y le ofreció un banco en una esquina. El chico se llamaba Víctor, tenía dieciséis años y vivía con su familia. Trabajaba en una verdulería, pero quería ser como ella, quería ser una Celeste. Ella se pavoneó sintiendo que todavía deslumbraba y dijo— Siéntate acá, en mi lugar. El muchacho lo hizo con miedo, aún no se atrevía a mirarse (aunque en el fondo lo deseaba); el espejo, manchado por el uso, solo reflejaba nítida la imagen en el centro. En un movimiento preciso, Celeste le colocó encima al muchacho una de sus pelucas. —Mírate. El muchacho se observó casi con esperanza, poco a poco se llevó la mano al cabello y lo acarició. El chico ganará lo suyo cuando esté listo, pensó Celeste convencida de tomarlo como aprendiz. Se miró en el espejo, el maquillaje aún puesto (un espectro de lo que había sido), y luego al chico, seducido por la peluca. Ella sonrió, tomó un poco de rubor y comenzó a maquillarlo. Sí, él ganará lo suyo y quizá yo... Quizá yo al fin...

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El sol ha muerto En el monte se escuchaban los grillos. Era noche. Alberto

andaba entre la maleza, llevaba en una mano una antorcha apagada que hacía las veces de bordón. En el aire el olor de los mangos se combinaba con el frescor de un riachuelo que corría cercano. Alberto se guiaba gracias a la luz que confiere la luna a los que buscan. Escuchó un llanto de bebé, primero fue una impresión, casi un engaño; luego, una certeza. Buscó de manera instintiva el arma que llevaba colgada del cinturón. El llanto lo guió a través de los hierbajos hasta las cercanías de una choza pequeña de la que salía un resplandor naranja. Con que aquí se han estado escondiendo estos pero ya se les acabó la suerte. En su mano el arma tenía un peso distinto, como el peso de un ternero. Alberto pedía venganza, que le devolvieran su honra. Ebrio de ira caminó alrededor de la casucha hasta encontrar la puerta, el espacio abierto proyectaba un haz de luz sobre la hierba. Alberto gritó: ¡a ver si ahora sí me enfrentan, jijos de la fregada! En la puerta, la silueta de un muchacho que se había hecho hombre, en una mano traía un machete. La figura de Crisanta apareció tras la silueta, cargaba un bulto que se revolvía inquieto. 12


Alberto permaneció callado, apuntó con el arma. Durante meses los había buscado, desde que abandonaron el pueblo no había parado día y noche. Su única hija, huída con un pelado, no iba a dejar quieto el asunto. La selva despertó con un disparo. Crisanta cayó con su bebé en brazos. Alberto descubrió que había fallado el tiro, dejó caer el arma. La silueta se detuvo cuando vio que no había más amenaza y volvió donde Crisanta, al notar que esta no se movía, recogió con cuidado al bebé que aún lloraba y lo envolvió en su chamarra. Miró al padre: permanecía medio en la sombra. Al fin, la silueta se internó en la selva cargando al bebé en una mano y el machete en la otra. Ese día no amaneció para Alberto, tampoco para la silueta. El sol había muerto.

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La mentira ¡Seguro!, me dijo, pero ni tan seguro ni tan dicho. Lo que

pasa es que respiro y no encuentro verdad en este aire tibio. ¡Seguro!, repitió con más confianza. La mentira hiere, educa, azota: hay un brillo en la mentira que parece de fuego. Dicen que la mentira suena al tintineo de la plata, y que anda en tres patas porque de tan vieja usa bastón. ¡Seguro!, termina de convencerse. Recuerdo las mentiras de ese primer polvo que el viento trajo de nuevo varias veces. La mentira como los ratones, hace nidos en la pared. Recuerdo ese polvo y su sonrisa de traspatio sudoroso, ondulante. Como la mugre adherida bajo los puentes. ¡Seguro!, dijo en atención a mis ojos inquisidores. La mentira santa y doblegada tiene un templo en cada estómago. Seguro, será; pero seguro seguro no fue.

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De cómo se relacionan Martina y la Canela Antonio Flores caminó entre los matorrales. Había visto

cincuenta inviernos con sus respectivos findeaño. Sentía fuertes mareos porque se había tomado algunas cervezas con don Moy. Llevaba al hombro el mecate con el que sujetaba a la Canela, perra mestiza que le había dado varias camadas sanas de cachorros. Antonio resopló, había tomado el primer hilo que encontró y se había metido al monte, como quien ya no cree volver. Hacía dos días, o tal vez tres, que no podía dormir; cerraba los ojos y en su mente se miraban claritas las imágenes de Martina con Anselmo. Su mujer, hay que decirlo, no era una cualquiera, sabía con quién meterse. Las cualquiera se meten con todos por igual, les mueven cinco pesos y se bajan; les dicen ora y oran. Su mujer no era una cualquiera, porque aquél era rico. Si Anselmo solo hubiera tenido cinco pesos y unas chivas, otro cantar sería, pero Anselmo se ahogaba en billetes y Martina se había ido con él para darse la gran vida. Estuvo a punto de perder el suelo cuando se encontró con una barranca que caía a pique hasta las aguas de un manantial. Con lentitud buscó un árbol de apariencia 15


robusta y firme. Martina era una mujer fea si las hay. Pelo crespo, la nariz tan chueca y grande que parecía una piedra amazacotada por la fuerza. Antonio decía que le daba lástima la mujer, pero que necesitaba alguien que prendiera el brasero, le echara las tortillas y le mantuviera tibia la cama, por eso se la había traído. Es cierto que al principio no la quería mucho: le hacía el amor casi a oscuras. Pero poco a poco fue tomando confianza, y a últimas la agarraba donde fuera; entre la leña o el monte. Su mujer nunca fue muy santa, ya traía sus mañas. Antonio había escuchado que el padre de Martina la había usado como mujer cuando era niña. El padre se murió al poco rato, la Martina se había quedado sola y Antonio la había aprovechado aunque ya vivida y sabedora. Al menos ahora Martina se veía feliz. No es que Antonio lo quisiera así, pero qué le iba a hacer. Si intentaba reclamar, Anselmo le sacaría pistola y él, así como estaba, apenas llegaba a machete. Encontró al fin un árbol de ramas inmensas. Antonio no sabía cómo hacer una horca. Así que hizo un nudo corredizo como el que usaba para asegurar los costales que llenaba de maíz. Buscó con cuidado una piedra grande para alcanzar una de las ramas, pero no tanto como para que se parara en ella si se arrepentía en el último instante; la halló cerca y la arrastró de tan pesada que estaba. 16


Un día el rumor se encendió como mecha cuando una mujer vio a los amantes: ella bajaba al río para lavar ropa cuando escuchó los bramidos, primero se asustó, luego tomó valor para mirar, no fuera a ser que se hubiera escapado algún toro y anduviera perdido. Pero apenas avanzó unos pasos entendió de qué iba el asunto, oteó y al rato medio mundo se había enterado. El último que supo fue Antonio. Le llegó la noticia de parte de un compadre. Ora compadre, y soltó la sopa. Antonio, por supuesto, no lo creyó a la primera. Le agradeció y se puso a rumiar el asunto. Esa noche no le hizo el amor a Martina. A partir de entonces empezaron las sospechas, las menciones veladas, las miradas de reclamo. Para Antonio era difícil creerse lo que le contaban, pero los rumores se habían extendido. Resolvió tender una trampa y seguirla. Se preparó con el machete, había dicho que se iba, pero en realidad se escondió ahí cerca. Al salir su mujer, la siguió, oculto entre la maleza. Martina bajó al río, dejó al lado el atajo de ropa que cargaba. Entre unos cedros añosos la esperaba Anselmo. Se tomaron del brazo y se metieron a la maleza. Antonio titubeó en usar el arma, la blandió, pero le tembló la mano y no pudo moverse. Se quedó escuchando los berridos de Martina, pensando que tal vez sería mejor irse... Aseguró la cuerda a la rama. Probó el nudo con su muñeca y lo encontró fuerte. A los dos o tres días de haberla 17


seguido Martina se fue de casa., cómo le había agarrado cariño, se dijo Antonio. Un cariño de aquellos. Se mataba porque ya estaba viejo, no tenía hijos y Canela era poca compañía. Antonio se pasó la reata alrededor del cuello, se persignó, por si acaso, y se dejó caer. Sintió el jalón, pataleó un poco, el aire le faltó, se llevó las manos al pescuezo, la cuerda se constriñó en torno a su piel. Intentó encontrar la piedra con la punta de sus pies, pero no lo consiguió. Pensó que era el fin, poco a poco una sombra profunda comenzó a cubrir su mirada. Fue entonces cuando la cuerda, que estaba desgastada de tantas veces que la Canela la había mordisqueado para intentar escaparse, no resistió más y se rompió. Antonio cayó, y sin que hubiera nadie para constatarlo, comenzó a llorar.

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Viaje nocturno El sudor le bañaba el rostro, la hacía parecer una ventana

empañada, los cabellos se le pegaban a la frente como raíces a una vieja pared. Iba subiendo una cuesta y sus zapatos resbalaban en la hojarasca húmeda. Había caminado en la oscuridad mucho tiempo, el color azulino del cielo y el olor de la tierra presagiaban la vuelta del sol. La mujer sentía cercana la muerte, le pellizcaba la planta de los pies: serpientes diminutas abrían sus bocas hambrientas y le mordisqueaban las carnes callosas. Deseó estar de vuelta en casa, al abrigo del brasero, tarareando a sus otros hijos canciones de cuna que le habían enseñado los viejos. Se aferró a una rama y llegó a la cima de la pendiente, adelante las primeras luces del pueblito eran luciérnagas. Se deslizó hasta el suelo y resopló fiebre. Aunque el dolor le permitiera andar el resto del camino, nadie aseguraba que podría encontrar ayuda. El malestar le apretó el vientre e hizo que sus dientes se prensaran como tenaza de cangrejo, un charco de líquido viscoso empapó el limo a su alrededor. El tirón de sus entrañas adquirió una consistencia palpable que haló sus ojos en convulsión aguda. La vida resonó en el monte: un llanto instintivo y ajeno cubrió el cerro de luto. 19


EL JARDÍN DE LOS SENDEROS QUE CONVERGEN


Alfred Jarry conoce a Alfred Jarry Alfred Jarry despertó una mañana y se dio cuenta de que él

mismo estaba acostado, durmiendo, junto a él en la cama. Se levantó azarado, con la esperanza de que la visión se tratara de un mal sueño, o un espejismo de la luz reflejada en algún agujero de gusano y no un signo nuevo de su locura. Por si sí o por si no, o como quien dice, por si las moscas, Alfred corrió al baño para echarse agua en la cara y despejarse un momento. Al volver, descubrió que el otro Alfred seguía ahí. Intentó tocarlo para comprobar lo que veía y, de acuerdo a la común legislación de la realidad, lo mejor sería que no lo hubiera logrado, pero al conseguirlo y sentirse (es decir, sentir al otro él), se preguntó -como lo haría alguna vez un sabio chino-, quién era el Alfred Jarry que dormía, si el real o el ficticio; y, más importante aún, cuál Alfred Jarry era él.

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Alfred Jarry conoce a Alfred Jarry otra vez Lento, avaro, casi con desprecio, Alfred Jarry bebió su

café. Estaba en el patio de una cafetería famosa en París. Era tarde. Otro Alfred Jarry llegó y se sentó frente al primero. El segundo Alfred Jarry escribió algo en una servilleta y se la entregó doblada a Alfred Jarry. Hecho esto se retiró tan de súbito como había llegado. Alfred Jarry abrió la servilleta y encontró una dedicatoria: “Para Alfred Jarry, con todo el amor que nos hermana, De Alfred Jarry”. —Espero que esto no se le haga costumbre. —Agregó antes de pedir la cuenta.

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En torno a un viejo Mi abuelo quedó ciego cuando un nido de avispas abordó sus ojos.

Tiresias estaba sentado en su piedra, frente a la casa de palos. Le dijo a Braulia, su esposa, que iba a llover. En ese momento, comenzaron a caer las gotas. Demócrito pisó descalzo la arena del río. Recogió su bastón hecho pedazos. Homero escribió su historia en el aire. Galileo soñaba mundos que había visto: el ganado que corría en grupo hacía el arroyo, el mango que plantó cuando todavía era niño, el rostro de su padre al caer muerto. A veces, el aliento de mi abuelo se confundía con el cielo nublado.

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Sombra Me gustaba seguirla y que ella me siguiera. Le saltaba

encima, como un gato al cazar, y en lugar de huir, me abrazaba. Nos habíamos acompañado desde siempre, estábamos unidos casi por la carne: nuestros tejidos a veces se confundían en una maraña que recordaba la situación parasitaria de la Tierra en relación con el sol. Nacimos al mismo tiempo de madres distintas. Nos conocimos en el aire. Mientras lloraba yo en una incubadora, ella callaba. Siempre fue silenciosa. Hasta llegué a creer que era muda. Le decía anda y andaba, le decía ven y venía. Su silencio era hermético. Al crecer, cuando me encontraba de repente sin nada que decirle la miraba de frente y ella evadía mis ojos, como si temiera un encuentro. Nunca nos preguntaron si queríamos estar juntos. Fuimos obligados a coexistir, robando ella parte de mi tiempo y espacio. Nunca me preguntaron. Crecí a su lado, conociéndola poco, en la medida que su mutismo me dejaba entrar en su cabeza. Pese a su silencio nuestro recíproco entendimiento crecía día a día, al grado de que en algunos momentos nuestra identidad se fundía, dándonos la apariencia de formar parte de un mismo cuerpo. Por eso 24


a veces la confundían conmigo y la hacían partícipe de mis secretos. Todo hubiera seguido como siempre. Hubiéramos continuado nuestras salidas de paseo, nuestras mañanas de camión rumbo al trabajo, nuestro miedo a la oscuridad de la noche, de no ser porque un día, de buenas a primeras, desapareció. Creí que se la habían llevado: un secuestro. Entonces decidí investigar su situación. No iba a permitir que se esfumara después de todos esos años que habíamos pasado en mutua compañía. En primer lugar, sospeché de mi vecino, siempre había sido sospechoso, hasta el día que ella desapareció había creído que era un dealer de poca monta, pero al imaginarlo como un posible secuestrador, me puse alerta y comencé a espiarlo. Tracé su rutina con cuidado durante los tiempos que me permitía el trabajo. Sin embargo, al cabo de una semana o poco más, descubrí que no la tenía capturada, pero que, en efecto, vendía drogas. Descartado el vecino, mi lista se redujo a cero, no tenía sospechosos y ningún aviso de quienes pudieron haberla secuestrado. Ningún reclamo de su presencia. Nada. Pensé en pegar carteles, en poner un anuncio en el periódico, en dar aviso en grupos de Facebook. Pero quién iba a reconocerla, cuando quería (y a veces cuando no) tomaba cualquier forma; asustada, como seguramente estaba, podía encontrarse en cualquier parte.

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Fue por ese tiempo que una idea comenzó a rondarme, sospeché que no me la habían quitado, sino que ella se había ido por cuenta propia. Tal vez había estado planeando su escape durante mucho tiempo: los días en los que parecía más ausente de lo normal, los juegos en los que se alejaba restirando nuestra unión como queriendo probar la fuerza de los hilos que nos juntaban. Poco a poco esos detalles fueron saltando a la luz como accionados por una sospecha mayor: yo era una carga, un monstruo que, de alguna manera, la había obligado a acompañarme. Confirmé mis sospechas una mañana. Había salido de casa y cuando volví, ella estaba dentro. Me esperaba sentada en el sofá. En cuanto nos encontramos entendí que nadie nos había separado, sino que ella había huído por voluntad propia. Quise acercarme pero la duda me detuvo: ¿qué quería? Se levantó, comenzó a mover los labios, primero de manera casi imperceptible, luego de forma que articuló algunas palabras que no llegaron a mis oídos. Me acerqué: se alejó rumbo a la puerta. Caminó frente a un espejo que estaba en la entrada y este reveló el secreto que escondía. No era la misma, había asumido una nueva figura, esta vez quizá definitiva: ahora tenía rasgos que la hacían semejante a mí y yo, al acercarme al espejo, descubrí que tenía rasgos semejantes a ella. Mientras se alejaba, mis ojos fueron de su silueta al espejo y de vuelta. De repente, ya no encontraba diferencia, éramos uno mismo, como una especie de dios 26


ubicuo. CorrĂ­ tras ella, pero no pude alcanzarla. Se habĂ­a ido para siempre. Ahora no la busco, pero a veces, como tĂş, aparecen personas que afirman haberme visto antes, que dicen conocerme, y es entonces cuando les digo que no era yo, sino ella.

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Jubilación La Muerte llegó a su hogar en el inframundo; recién había

terminado el Día de Muertos y había andado de un lado a otro, tan apurada que apenas había tenido tiempo de pensar en su salud. Se quitó la pesada capucha de sombras y se puso bermudas y camisa. Luego de sentarse en su sillón favorito extendió las piernas y se miró los huesos de los pies: estaban polvorientos y secos, los huecos de sus ojos se estremecieron, ese trabajo la iba a dejar irreconocible. Ah, creo que ya es tiempo de jubilarme, estoy demasiado cansada. La edad comienza a ser mi lastre, pensó. En efecto, el cansancio comenzaba a traslucirse en la forma que desempeñaba su trabajo, ya no arrebataba vidas como antes, con entusiasmo, tanto andar entre humanos le costaba ajetreos y dolores en las coyunturas. Decidida, se calzó su sombrero y salió a la calle con dirección a la Oficina Coordinadora de Población del Inframundo. Llevaba sus papeles bajo el brazo y esperaba que al llegar la atendieran con esmero, tantos años de carrera al menos merecían una acogida agradable. Llegó a la oficina y le dijo al guardia que era la Muerte y había decidido jubilarse. El guardia le indicó una larga fila que terminaba en una ventanilla. ¡No sabes quién soy!, exclamó indignada, soy la Muerte ¿no me ves?, mi trabajo 28


es importante, exijo un trato preferente. Pero el guardia, impertérrito, le señaló el camino a la fila y la mandó a formarse. La Muerte, molesta, obedeció al guardia, y esperó en la fila. Cuando le tocó turno empezaba a impacientarse. Pidió con la mejor voz posible que la dejarán tramitar su jubilación. Piso 6, ventanillas 3, obtuvo por respuesta. En el piso 6, fue a la fila correspondiente y esperó. Música ambiental le taladraba el cráneo. Al llegar su turno. ¿En qué puedo ayudarle? Quiero tramitar mi jubilación. Muy bien llene este formato, y este otro, con nombre y firma aquí y aquí, luego pase a la oficina 15 en el piso 4. La Muerte así lo hizo, llenó los formatos y acudió a la oficina. En la puerta decía “Encargado”; dentro, un hombretón de traje sellaba algunos papeles, la Muerte se acercó y explicó su asunto. El hombre pidió los papeles, los selló y la envió a la oficina de junto donde aplicaron un clip a las hojas, luego tuvo que ir a dos oficinas más para que le dieran la firma del supervisor y la del director de área. Hecho todo lo anterior, molesta por ir de un lado a otro, y tan agotada que si hubiese tenido glándulas para sudar lo habría hecho. Le indicaron otra ventanilla en el último piso. Cuando llegó a ella entregó los formatos llenos y todos los papeles que consideró importantes. La señorita encargada de realizar el trámite revisó con aire desinteresado. Aquí falta su acta de nacimiento. Pero nací hace miles de años, todavía no existían las actas de nacimiento. Lo 29


siento, no puedo hacer nada, tramite un acta de nacimiento y vuelva. Pero… Siguiente. Pero señorita, escúcheme, estoy muy cansada, ya no puedo con esto, necesito jubilarme. Vuelva cuando traiga su acta de nacimiento. Si tan siquiera, señorita, me escuchara un poco. Avance que obstruye la fila. ¡He trabajo tanto tiempo para ustedes! Necesita su acta de nacimiento. Señorita, hágame el favor… ¡Siguiente…!

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Ciervo de la diosa Allá abajo, en los puertos del norte, me esperaba un barco.

Noche cerrada: la Diosa nos había abandonado: algunos búhos lloraban en la negrura, eran un presagio. Bajé los escalones del templo, cuyo contorno lo imaginaba más que veía. Mis pies descalzos sintieron la dureza de la roca fría. A lo lejos, una partida de caballos corrió sobre las colinas: era mi marido, se alejaba con sus hombres, a la batalla. Iba sola, todos habían muerto o huido, y mi hijo... La luna apareció un momento entre las nubes. Al final de la escalinata, una estatua; de nuevo ella, gloriosa. Me resistí a mirarla. Pasé a su lado con la vista gacha. Solo distinguí su manto de piedra, cayendo a los lados del pedestal. Ella también estaba muerta. Como pronto lo estarían nuestras tierras todas. El llamado de un cuerno: mi marido, y mi hijo. Ahora heredero del porvenir de la Diosa. Llevado a la batalla como amuleto. Y yo, abandonada. La última de esta casa, aunque aquél con quien comparto lecho lo niegue. Cuando aquellos salvajes aparecieron por el sur, ¿cómo íbamos a saber que moriríamos en sus manos?, ¿cómo adivinar que nos traicionarían? En sus cantos escondían la naturaleza de su pueblo invasor; la fuerza de su mano destructora. 31


El velo de la luna desapareció; la noche profunda. El camino descendía en vericuetos hacia el puerto, árboles a los lados resguardaban las últimas tierras del reino. Decirle adión a la tierra que me vio nacer; antes la muerte,había dicho mi esposo, tú vete lejos, ya no eres de la familia, busca refugio con tus tíos, para nosotros ya no hay un mañana. ¿Pero mi hijo...? Moriremos juntos, había dicho. Pero la sangre de tu casa también era la mía y no entendiste. Debí matarte para que lo dejarás a mi lado, pero hiciste huir a mis doncellas, me dejaste sola. Lo entendí en ese momento, por fin: la Diosa había muerto, por eso los ruegos de su hija predilecta no hicieron mella en su mirada. Nos abandonó. Y tú lo sabías, ¿qué terrible mal habrás cometido para llevar a tu estirpe a la extinción? Mi sangre no era la tuya porque no habías querido, y ahora nuestro hijo pagaba por tus pecados. Y a mí me dejaste libre, ¿quién se lleva la peor parte? Yo, que podré recordar en mi vejez este día, yo, que no tendré a mi hijo... Mientras estos pensamientos mw mortificaban una luz se encendió en el bosque. Se acercó como una luciérnaga gigante. No había por qué huir, lo supe, aquella luz me llenaba de tranquilidad. Llegó a mi lado. Intenté penetrarla, pero quemaba mis ojos. Entonces habló, la voz de la madre lo cubrió todo, pero no estaba fuera, sino dentro. La Diosa estaba viva, podía sentirla traspasando mi cuerpo como un 32


rayo. Luego se alejó convertida en un ciervo y yo quedé sumida en pensamientos oscuros. Di un paso, al cabo de un largo rato, en dirección a donde el ciervo había huido: lo sentí: estaba preñada, una vida se retorcía en mí. Ya no estaría sola en el exilio. El último de la estirpe ahora estaba en mi vientre, de vuelta. Mi hijo sacrificado en la batalla había reencarnado en mi interior. Volteé para agradecer a la estatua, pero esta se había derrumbado.

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La versión digital de Dimorfismo. Antología de cuentos de Héctor Justino Hernández se realizó en Diciembre de 2019 en Xalapa, Veracruz. Contacto al correo: justin_cmr4@hotmail.com




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