Tema de la quincena
La comunidad política (3)
Iglesia y comunidad política: democracia laica y religión pública Comisión Permanente de la HOAC
En dos anteriores Temas de la Quincena dedicados a la comunidad política ( 1.499 y 1.500) hemos ofrecido una reflexión sobre cómo la Doctrina Social de la Iglesia entiende el sentido de la comunidad política como una dimensión constitutiva de nuestra humanidad («Sociedad, instituciones sociales y Estado») y sobre la democracia como sistema político. Para completar esta reflexión ofrecemos en este Tema de la Quincena una mirada sobre cómo la DSI entiende la relación entre la Iglesia y la comunidad política. La perspectiva que hemos elegido para ello es la del carácter laico de la democracia y el carácter público de la religión (1).
A
l referirnos a la democracia señalábamos como un desafío fundamental la afirmación práctica del carácter ético de la democracia, de su sustancia moral, sin la cual el sistema democrático de nuestras sociedades corre el serio riesgo de convertirse en un mero procedimiento formal. Se ha dicho, nos parece que con ra-
zón, que una cuestión central de nuestras sociedades democráticas es «la formación de las personas como sujetos éticos y la construcción de una ciudadanía políticamente responsable». «Necesitamos formar sujetos éticos que practiquen virtudes públicas y debemos detener la desafección que muchas personas sienten por la actividad política».
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«La crisis actual de la política y de la democracia tiene mucho que ver con el profundo vacío de una sociedad privada de un sentido moral como consecuencia de una obsesión por lograr el éxito material» (2). También hemos visto la insistencia que hace el Magisterio de la Iglesia en este fundamento ético de la democracia y en el grave daño que causa el relativismo ético a la dignidad humana y a la construcción de unas relaciones sociales y de una comunidad política digna del ser humano y al servicio de su realización. La DSI subraya la aportación que la Iglesia está llamada a hacer en este sentido, como servicio a la entera vocación del ser humano. Para ello es necesario afirmar en la práctica el carácter laico de la democracia y el carácter público de la misión de la Iglesia (en general, el carácter público del hecho religioso). ¿Cómo es posible hacerlo?
Por su parte, la religión es una cuestión pública, no privada. Forma parte de la misma realidad personal y social del ser humano. Negarlo es negar la realidad y, de hecho, negar el carácter laico de la sociedad que debe acoger, respetar y promover la expresión de la pluralidad de cosmovisiones como elemento positivo en la construcción de la vida social, lo cual incluye la experiencia religiosa y su expresión personal y social. En el caso particular del cristianismo, podríamos expresar así su carácter público: «El cristianismo es una religión pública porque contiene unos mensajes y unos valores que influyen en las relaciones sociales (…). Ahora bien, el cristianismo es político en su concepción interna –relación entre la fe en Dios y la práctica de transformación social ajustada a los valores del proclamado Reino de Dios– (“hambre y sed de justicia”) y nada religioso o teológico en la concepción de la política, que es considerada una actividad profana y secular. Por eso, desde el cristianismo originario no surge una teocracia o fundamentalismo político-religioso. Los cristianos (…) actúan en la sociedad desde “el hambre y sed de justicia”, pero no tienen un modelo o una fórmula propia para construirla. Han de buscar laicamente en cada coyuntura modelos y programas para realizar sus valores e inspiración de fondo» (4). Así, pues, construir una «sana laicidad», carácter constitutivo de la democracia, implica, por una parte, que las comunidades religiosas asuman de buen grado el carácter laico de la sociedad y, por otra, que la comunidad política asuma de buen grado el carácter público de la religión y su valor para la construcción de la vida social. El problema que se puede plantear (y de hecho se plantea) en este sentido lo expresaron muy bien los obispos españoles en «Los católicos en la vida pública» (números 40 y 41), y es doble: por una parte, la pretensión de quienes piensan que la Iglesia «debería imponer, incluso por medio de la coacción de las leyes civiles, sus normas morales relativas a la vida
Democracia laica y religión pública La democracia necesita ser laica, es decir, acoger la pluralidad de cosmovisiones, ideologías y sistemas de valores presentes en la sociedad como fruto de la libertad de conciencia de las personas. De hecho, los sistemas sociales democráticos se basan en la organización de la convivencia en común desde el pluralismo y, por tanto, no pueden fundamentarse en una única religión, filosofía o ideología. Esta laicidad es propia de la sociedad y, por eso, el Estado democrático debe ser garante de esta laicidad como servicio fundamental a la sociedad y al bien común. El Estado debe ser laico para ser democrático. Es decir: debe ser garante del respeto y promoción del pluralismo. Y por ello no puede asumir como propia ninguna ideología, filosofía o religión (3).
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«La Iglesia debe entablar diálogo con el mundo en el que tiene que vivir, la Iglesia se hace palabra. La Iglesia se hace mensaje. La Iglesia se hace coloquio». «Es necesario, lo primero de todo, hablar, escuchar la voz, más aún el corazón del hombre… El clima del diálogo es la amistad. Más aún, el servicio» . (Pablo VI, «Ecclesiam suam», 60 y 80).
Tema de la quincena social como reglas de comportamiento y convivencia para todos los ciudadanos»; y, por otra, la de quienes quieren excluir cualquier intervención de la Iglesia en los diversos campos de la vida pública. Dicho de otra forma: los dos grandes enemigos de una «sana laicidad» son el fundamentalismo (religioso o ideológico) y la privatización forzada de la religión, que pretende recluirla en el ámbito íntimo de la conciencia pero sin ninguna trascendencia pública, lo cual es negación práctica de la libertad religiosa.
Iglesia y comunidad política La forma en que la DSI plantea la relación entre la Iglesia y la comunidad política es superadora de estas dos amenazas a la laicidad. La DSI plantea dos principios fundamentales y complementarios para la relación entre la Iglesia y la comunidad política: autonomía y colaboración. La Iglesia y la comunidad política deben ser autónomas e independientes la una de la otra. Es decir, Iglesia y comunidad política tienen sus propios fines, que no se identifican. La comunidad política tiene como fin propio la búsqueda del bien común en la vida social, la creación de las mejores condiciones sociales posibles en cada momento para que las personas puedan vivir en libertad y justicia, realizando así su dignidad; en el seno de la comunidad política, el Estado debe ser garante de esta búsqueda constante del bien común. Por su parte, la Iglesia tiene como fin propio el anuncio de la Buena Noticia de Jesucristo, siendo signo de comunión entre las personas y de las personas con Dios. Además, la Iglesia no se identifica con ninguna forma concreta de organización social ni con ninguna
La Iglesia y la comunidad política pueden colaborar en algo que les es común: el servicio al ser humano
«El Concilio aprecia con el mayor respeto cuanto de verdadero, de bueno y de justo se encuentra en las variadísimas instituciones fundadas ya o que incesantemente se fundan en la humanidad. Declara, además, que la Iglesia quiere ayudar y fomentar tales instituciones en lo que de ella dependa». (Concilio Vaticano II, «Gaudium et spes», 42).
forma concreta de organización del Estado, aunque propugna que la sociedad y el Estado deben organizarse de forma que sea acorde a la dignidad del ser humano y a su vocación a la comunión social. Igualmente, el Estado no debe ser confesional, no debe asumir como propia ni pretender imponer ninguna religión ni ideología, pues tal pretensión chocaría con su servicio al bien común al negar la libertad de las personas. Pero la Iglesia y la comunidad política pueden colaborar en algo que les es común: el servicio al ser humano. Ambas encuentran sólo su sentido en el servicio a las personas y a la vida social, cada una con su finalidad propia. Cuando la comunidad política realiza correctamente su finalidad de búsqueda del bien común, sirve eficazmente a las personas. Cuando la Iglesia proclama el Evangelio y es coherentemente signo de comunión y servicio a los empobrecidos, realiza una aportación fundamental al bien común y a la vocación del ser humano a la comunión. Por eso es posible y deseable la colaboración entre la Iglesia y la comunidad política. Esta colaboración implica que la Iglesia asuma y respete plenamente la autonomía de la comunidad política y del Estado en la búsqueda del bien común, aportando también ella a la construcción del bien común. Y que la sociedad acoja y el Estado garantice la plena libertad de la Iglesia para realizar su misión en el ámbito público.
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Tema de la quincena Esto quiere decir que la Iglesia asume el carácter laico y plural de la sociedad y del Estado no sólo como algo inevitable, sino como un componente esencial del bien común. La pluralidad que nace de la libertad de conciencia es un bien de la sociedad, pues la comunión sólo se puede construir desde la libertad y la diversidad. Por otra parte, significa que la comunidad política necesita acoger esta pluralidad como un bien y el Estado debe garantizarla, protegerla y promoverla: la libertad religiosa (y, por tanto, la libertad de la Iglesia) forma parte del bien común y como tal debe ser reconocida y protegida, tanto en el plano individual (de cada persona) como social (de las comunidades religiosas), también en sus expresiones públicas.
Un principio fundamental que está en la base de esta manera de concebir la relación entre la Iglesia y la comunidad política es la libertad de conciencia y religiosa como derecho humano radical. Para la DSI lo propio de la dignidad humana es que la persona sea sujeto, fin y protagonista de la vida personal y social. El ser humano construye su vocación sólo desde la libertad, desde la propia decisión vinculada a la relación con los demás. Por eso, la DSI defiende como rasgo propio de la dignidad humana la libertad de conciencia y, como un aspecto fundamental de la misma, la libertad religiosa. Las convicciones no se pueden imponer. Este es un derecho inalienable e irrenunciable del ser humano. De ahí que uno de los fundamentos básicos de la vida social sea el reconocimiento, respeto y promoción de este derecho humano a la libertad de conciencia y religiosa como derecho civil.
Ahora bien, libertad de conciencia y religiosa, y valoración positiva de la pluralidad no significan ni indiferencia, ni relativismo ético, ni la carencia de un fundamento ético común para la vida social. Según la DSI, la autonomía y colaboración entre la Iglesia y la comunidad política y el reconocimiento práctico de la libertad de conciencia como bien social se fundamentan también en la necesidad que tiene la comunidad política de un fundamento ético común. La DSI insiste en la necesidad que tiene la sociedad de ese fundamento ético que posibilite la vida en común. La democracia necesita ese fundamento ético común. Porque la libertad necesita fundarse en la verdad sobre el ser humano, buscada, personal y socialmente, con honradez de conciencia. Sin un fundamento ético común y sin la voluntad de que el ordenamiento social y político responda lo mejor posible a lo que es propio de la dignidad humana, la vida social no pasa de ser una suma de individuos que compiten entre si (o que se soportan, en el mejor de los casos, porque no les queda más remedio) por sus intereses
Hay todavía quienes piensan que la Iglesia debería imponer, incluso por medio de la coacción de las leyes civiles, sus normas morales relativas a la vida social como regla de comportamiento y convivencia para todos los ciudadanos. Tales pretensiones no están de acuerdo con las enseñanzas actuales de la Iglesia acerca de la libertad religiosa y de sus relaciones con la sociedad secular». «En el otro extremo, no faltan tampoco quienes consideran que la no confesionalidad del Estado y el reconocimiento de la legítima autonomía de las actividades seculares, exigen eliminar cualquier intervención de la Iglesia o de los católicos, inspirada por la fe, en los diversos campos de la vida pública». (Conferencia Episcopal Española, «Los católicos en la vida pública», 40 y 41).
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Tema de la quincena «Este carácter central de la persona entendida como principio y fundamento de la vida social, nos permite a los cristianos encontrar una base común para la actividad pública con todos aquellos que, aún sin crecer en el Dios de Nuestro Señor Jesucristo, reconocen efectivamente a la persona el valor supremo del ordenamiento y de la convivencia sociales» «El reconocimiento práctico de la dignidad de la persona da a la vida social y pública un verdadero contenido moral» «Estas exigencias, al ser reconocidas efectivamente en la vida social, constituyen el patrimonio ético de la sociedad… Aunque este patrimonio no se corresponda plenamente con la totalidad de la moral cristiana, los católicos pueden encontrar en él un terreno común para la convivencia, a la vez que se esfuerzan por colaborar en su enriquecimiento por las vías del diálogo y la persuasión». (Conferencia Episcopal Española, «Los católicos en la vida pública», 65, 67 y 68).
particulares y/o se desentienden de lo común, y no puede llegar a ser una verdadera comunidad social (5).
En el reconocimiento, defensa y promoción de los derechos humanos, concreción de la dignidad de la persona, encuentran la Iglesia y la comunidad política su campo común de colaboración
Este fundamento ético común de la democracia es el reconocimiento práctico de los derechos humanos, vinculados a la dignidad de la persona. Ninguna mayoría social y ningún individuo pueden legítimamente negar estos derechos. La democracia o se fundamenta en ellos o no es democracia porque carecería entonces de cualquier fundamento ético. La necesaria, legítima y valiosa pluralidad, no puede significar
relativizar el valor de los derechos humanos, porque en ese caso la vida social carecería de fundamento alguno. En el reconocimiento, defensa y promoción de los derechos humanos, concreción de la dignidad de la persona, encuentran la Iglesia y la comunidad política su campo común de colaboración. La Doctrina Social de la Iglesia sostiene que, porque existe una naturaleza humana, una verdad sobre el ser humano, existe una «ley moral» cuyo reconocimiento, respeto y vivencia nos humaniza y cuya ignorancia y falta de vivencia nos deshumaniza, tanto personal como socialmente. A esto es a lo que se refiere la DSI cuando plantea que la convivencia social y la comunidad política deben fundamentarse en el reconocimiento de una ley moral universal. De ahí que la DSI propugne la necesidad de una ética civil que exprese esta «ley moral» universal y de que el ordenamiento jurídico, la ley civil, reconozca, respete y promueva esta «ley moral». Ahora bien, el problema es: ¿cómo es esto posible en una sociedad laica? Dada la libertad de conciencia del
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Tema de la quincena La construcción de la laicidad: diálogo, tolerancia, justicia y solidaridad Según lo que acabamos de plantear, la construcción de la laicidad con fundamento ético es un desafío fundamental para la democracia y, por tanto, para el sentido humanizador de la comunidad política. En esta tarea la Iglesia tiene cosas muy importantes que aportar. Y para ello necesita adoptar con radicalidad la actitud de diálogo desde el servicio en los términos que plantea la DSI como forma de situarse la Iglesia en la sociedad. Sin esa actitud «la exigencia de verdad en el cristianismo puede derivar hacia la intolerancia política» (6). Y la comunidad política precisa reconocer y asumir la necesidad que tiene de la aportación de las diversas tradiciones culturales y religiosas para construir su fundamento moral, una ciudadanía que practique «virtudes sociales» y unas instituciones que alienten esas virtudes sociales. Porque sin ese fundamento moral la comunidad política se desmorona. ser humano y el consecuente carácter laico que debe tener la comunidad política, esta «ley moral» no se puede imponer, sólo proponer. Pero no puede dejar de proponerse y buscarse. La sociedad necesita descubrir, respetar y promover lo que es e implica la dignidad del ser humano. Para ello necesita de todas las aportaciones para reconocer y vivir crecientemente esa verdad sobre el ser humano. La verdad sobre el ser humano que anuncia la Iglesia (como la que proponen otras maneras de entender al ser humano) no pueden imponerse, sólo proponerse. Pero la comunidad política necesita acoger esa aportación cristiana, como la de las otras tradiciones culturales y religiosas. Lo que no puede hacer es pretender ignorarlas e ignorar la necesidad de una fundamentación ética de la vida social apelando a las decisiones de la mayoría y a la decisión de cada uno convertida en criterio absoluto. Para ello, el Estado debe garantizar que esas aportaciones puedan hacerse en la vida política desde el respeto y la tolerancia, que no es indiferencia. Este es un componente esencial del bien común al que se opone el relativismo ético que niega la existencia de ninguna verdad sobre el ser humano que podamos descubrir y compartir. El relativismo es un elemento disolvente de la vida social en tanto que supone que el criterio ético válido es sólo aquel que cada uno considere, o, en el mejor de los casos, el que establezca la mayoría. En esta situación, la dignidad humana es relativizada con mucha facilidad y la democracia se debilita profundamente pues carece de su fundamento más importante: el reconocimiento práctico, universal e incuestionable de los derechos humanos inherentes a la dignidad de la persona.
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En una situación de pluralidad, esto sólo es posible desde la voluntad de buscar en común, desde la diversidad, la verdad sobre el ser humano y sobre la vida social. Lo cual significa poner sobre la mesa y dialogar los fundamentos éticos y la comprensión del ser humano que existe en la base de los diferentes planteamientos y propuestas políticas, sin banalizar los problemas sociales con el «fácil» argumento de lo que «piensa» la mayoría. Una actitud es fundamental en este sentido, la vivencia de la tolerancia: «La tolerancia es la virtud principal
Tema de la quincena de las sociedades pluralistas y democráticas (…). La democracia sólo funcionará si hay tolerancia con las diferencias partidistas, ideológicas o del tipo que sea, reconociendo todas ellas como tales. Y a la tolerancia debe corresponder la voluntad decidida de converger a través del debate y la disposición al compromiso, que constituye la forma civilizada y pacífica de resolver conflictos y oposiciones» (7). Pero en este diálogo desde la tolerancia no todo es igual y no todo es válido, a diferencia de lo que propugna prácticamente el relativismo ético, para el que nada es bueno o malo universalmente. Sin búsqueda de la justicia y vivencia de la solidaridad la tolerancia se convierte en indiferencia (en lugar de respeto al otro e interés por el otro, que es lo propio del reconocimiento de la dignidad humana) y la construcción moral de la comunidad política es imposible, porque el diálogo no puede darse desde la indiferencia. Si no activamos «un interés existencial en pertenecer a una comunidad moral» nos encontraremos con una situación de deshumanización por pérdida de sustancia ética de la comunidad política (8).■ Notas (1) Visto desde un punto de vista político, la afirmación a la
vez del carácter laico de la democracia y del carácter público de la religión, como algo no sólo compatible sino deseable desde la perspectiva del bien común, nos parece que es el aspecto más importante hoy de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política. Por eso hemos elegido esta perspectiva. La tomamos del libro de Rafael Díaz-Salazar, «Democracia laica y religión pública» (Taurus, Madrid 2007), que recomendamos a quienes deseen profundizar en lo que aquí planteamos. Para una aplicación a la realidad concreta de España es también muy interesante, del mismo autor, «España laica. Ciudadanía plural y convivencia nacional», Espasa Calpe, Madrid 2008. (2) Rafael Díaz-Salazar, «Democracia laica…», pp. 160, 161 y 172. (3) Hay que llamar la atención sobre la importancia que ha tenido el cristianismo en la formación de este carácter laico del Estado con su radical desacralización del poder, por más que la Iglesia haya sido durante mucho tiempo muy incoherente con el planteamiento evangélico en este sentido. Así lo expresa Rafael Díaz-Salazar: «La sociología y la historia de las ideas políticas destacan la peculiaridad del cristianismo originario como portador de una concepción de la política que desacraliza el poder y el Estado, introduce el universalismo, marca la diferencia entre el orden religioso y el orden político, instaura una crítica de la religión y crea el germen de la secularización. En esta línea, diversos sociólogos, filósofos y poli-
«La exclusión de la religión del ámbito público, así como el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el encuentro entre las personas y su colaboración en el progreso de la humanidad… En el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa… La ruptura de este diálogo comporta un coste muy gravoso para el desarrollo de la humanidad» «El diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en el ámbito social y es el marco más apropiado para promover la colaboración fraterna entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de trabajar por la justicia y por la paz de la humanidad». (Benedicto XVI, «Caritas in veritate», 56 y 57).
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Tema de la quincena tólogos hablan de la raíz cristiana de la democracia» («Democracia laica…», p. 16). (4) «Democracia laica…», pp. 21-22. (5) Esta no es preocupación exclusiva de la Iglesia o de otras tradiciones religiosas. Desde posturas agnósticas preocupadas por la fundamentación y la pervivencia de una democracia laica se señala la misma necesidad y el mismo problema. Un ejemplo muy destacado en este sentido es del de J. Habermas («¿Los fundamentos prepolíticos del Estado?», en J. Ratzinger y J. Habermas, «Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión», Encuentro, Madrid 2006). Habermas critica el problema que representa lo que llama una secularización o modernización «descarrillada» que pone en serio riesgo el universalismo ético que necesita la democracia para funcionar correctamente, centrándose en lo que considera una cuestión decisiva: los medios de construcción de la solidaridad humana sin la cual el Estado constitucional y la sociedad entran en crisis. Habermas considera que el fundamento ético de la democracia son los derechos humanos, pero que para que este fundamento cobre consistencia necesita de la vivencia de la solidaridad. Así lo resume Rafael DíazSalazar: «Si el proceso cultural y la política de la laicidad se reducen a la disolución de las funciones sociales y morales de la religión sin encontrar sustitutos laicos y, a la vez, margina las religiones portadoras de sistemas motivacionales para la solidaridad y la participación cívica, se crea un peligroso vacío social, cultural y ético que deja sin infraestructura reproductiva a la democracia… Por estos motivos, el Estado para vivificarse tiene que estar abierto a un “afuera” de él como son las fuentes culturales de la solidaridad y de la conciencia moral (…). Cree que es muy importante el rol público de determinadas culturas religiosas y de otras no religiosas (…) para detener y revertir lo que denomina “modernización descarrilada”. Algunos estilos de vida y determinados comportamientos colectivos revelan la existencia de este tipo de modernización: la transformación de ciudadanos de sociedades liberales prósperas y pacíficas en mónadas aisladas, guiados por su propio interés, que utilizan sus derechos subjetivos como armas arrojadizas. Este hecho evidencia “un desmoronamiento de la solidaridad ciudadana”. La búsqueda del beneficio individual se está convirtiendo en el principio de la articulación del comportamiento y en el sistema de motivación vital de millones de ciudadanos. Además, la política del Estado es incapaz de regular y controlar el creciente poder autónomo de las corporaciones empresariales. Sin una cultura ciudadana distinta es imposible darle la vuelta a esta situación y, por ello, el Estado debe buscar alianzas fue-
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ra de su marco institucional» («Democracia laica…», pp. 129131). (6) J. Ratzinger en «Iglesia, ecumenismo y política», BAC, Madrid 1987, p. 235. (7) Leonardo Boff, «Virtudes para otro mundo posible», vol. II, «Convivencia, respeto y tolerancia», Sal Terrae, Santander 2007, pp. 80-81. Este libro de Boff es muy interesante para reflexionar sobre los contenidos de la tolerancia y sus límites. Boff insiste en la actitud de tolerancia que propone Jesús de Nazaret como correspondencia a la forma de ser y actuar de Dios, «que hace brillar el sol sobre justos y pecadores». Además, subraya la relación que tiene la tolerancia con la búsqueda de la verdad, fundamental para la convivencia social: «La tolerancia está ligada a la propia naturaleza de la verdad. Podemos incluso conceder que existe una única verdad, la cual, sin embargo, se comunica de las más diferentes formas y bajo los más diferentes aspectos. No entra dentro de las posibilidades humanas percibir la verdad desde todos los ángulos posibles (…). Las diferencias constituyen los caminos normales de revelación de las diversas dimensiones de la verdad. Por eso hemos de ser tolerantes con todos los diferentes. Sin ellos somos menos y participamos menos de la verdad» (p. 79). (8) Habermas subraya con fuerza esta necesidad desde la defensa de la autonomía moral de las personas. Así lo resume Rafael Díaz-Salazar: «Habermas concibe de un modo muy exigente la autonomía moral. Desde una mentalidad popular extendida en nuestras sociedades del permisivismo y la transgresión, la reivindicación de este tipo de autonomía puede ser concebida como “todo es posible”, “haz lo que quieras sin molestar a nadie” o “vive y deja vivir”; en definitiva, nada es bueno o malo universalmente (fórmula popular del relativismo amoral). Por el contrario, este intelectual, inspirándose en Kant, relaciona la autonomía con la autovinculación responsable a normas morales que están por encima del gusto y del deseo y que obligan al cumplimiento de deberes éticos. Habermas afirma que, una vez que a través del discurso y del debate se han establecido normas morales, éstas …obligan a adoptar un comportamiento ético y ésta es la forma laica de establecer una conexión esencial entre libertad y verdad. Es el modo laico y secularizado de interpretar la “obediencia a la verdad” entendida como norma moral concreta construida por la argumentación de sujetos éticos libres» («Democracia laica….», pp. 149-150). Lo cual es bastante distinto a lo que se suele argumentar en contra de esta necesidad de unas normas éticas vinculantes para todos, apelando a la decisión de la mayoría para justificar decisiones políticas y comportamientos sociales que son, cuanto menos, discutibles desde un punto de vista ético.