Tema del Mes
«Cuando un miembro sufre, todos sufren con él» (1Co 12, 26) Mario Iceta Gavicagogeascoa*
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uestra Iglesia diocesana es muy consciente de la angustia de tantas familias que no pueden llegar a fin de mes, de quienes se han quedado sin trabajo, de los que se asoman al abismo del empobrecimiento severo y de la exclusión. La crisis está golpeando duramente a tantas personas y familias, de modo particular a parados de larga duración, a familias en las que ningún miembro encuentra trabajo, mujeres, inmigrantes, jóvenes y, ahora también, la pobreza comienza a afectar severamente a los niños. Como obispo, llamado a presidir en la caridad a la Iglesia que peregrina en Bizkaia, quiero transmitiros en nombre de toda la comunidad diocesana nuestra cercanía, nuestra preocupación por vosotros, así como pediros que nos permitáis estar junto a vosotros en estos momentos de
dificultad, ayudándoos en todo aquello que esté al alcance de nuestra mano. Me gustaría humildemente agradecer a tantos voluntarios de Cáritas y de otras instituciones diocesanas, parroquias institutos de vida consagrada, asociaciones y movimientos, así como a tantos miembros de nuestra diócesis que de modo constante donan su tiempo y sus bienes para que sean compartidos con los que están sufriendo. Además, gracias a Dios, existen otros tantos or* Ante las consecuencias de la crisis económica, la Iglesia de Bizkaia, no quiere ser indiferente ni mirar hacia otro lado. D. Mario Iceta, Obispo de Bilbao, pone a nuestra disposición este documento en el que recoge muchas de las reflexiones que ha ido compartiendo en homilías, encuentros, mensajes. Desde «Noticias Obreras» le agradecemos especialmente sus palabras y que haya contado con este espacio para su publicación. 19 1.544 · FEBRERO 2013
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Tema del mes miento a vivir la caridad en la justicia, la participación, la compasión y la solidaridad, de modo concreto, tanto a nivel personal como institucional.
ganismos públicos y privados, y tantas personas de buena voluntad comprometidas a ayudar a quienes están padeciendo la crisis. La Iglesia diocesana quiere ser humilde servidora de la sociedad en la medida de sus posibilidades. Como afirmaba el Vaticano II, «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón» (GS, 1). En la última Carta pastoral de Cuaresma y Pascua, titulada «Una economía al servicio de las personas», examinábamos los efectos, las causas y las raíces de esta crisis. Evidenciábamos la crisis antropológica, ética y cultural que subyace a la crisis financiera, la carencia de reglas adecuadas y de instituciones de control, la abundancia de comportamientos carentes de ética y responsabilidad, el distanciamiento entre la economía financiera y la real, la búsqueda de lucro excesivo y a corto plazo, la especulación incontrolada, la codicia, la corrupción, el derroche, la falta de previsión, el descontrol por parte de los organismos que tienen una finalidad supervisora, y la negligencia en muchas tomas de decisiones. Hacíamos, asímismo, un llamamiento a la conversión tanto personal como comunitaria, la invitación a una reflexión profunda sobre las causas estructurales de la crisis, la identificación y transformación de auténticas estructuras de pecado, una llamada a la esperanza y a la solidaridad, y concluíamos con el llama-
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Las instituciones públicas tratan de recorrer el camino de salida de la crisis por medio de numerosas medidas de distinto calado y en diferentes ámbitos, que reciben valoraciones diversas por parte de las formaciones políticas, sindicales, empresariales y sociales y que suscitan no poco malestar e incluso contestación por gran parte de la sociedad. Más allá de una valoración concreta de las mismas, en el fondo se sigue echando de menos una reflexión profunda sobre los principios y elementos estructurales de una economía cada vez más globalizada, en la que nos vemos inmersos e interrelacionados. Como afirma Benedicto XVI, «El gran desafío que tenemos, planteado por las dificultades del desarrollo en este tiempo de globalización y agravado por la crisis económico-financiera actual, es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no solo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la trasparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles el principio de gratuidad y la lógica del don, como expresiones de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria. Esto es una exigencia del hombre en el momento actual, pero también de la razón económica misma. Una exigencia de la caridad y de la verdad al mismo tiempo» («Caritas in veritate», 36). Es un mandato del Señor el orar por quienes nos gobiernan y por todas las instituciones que sirven al bien común. Así lo debemos hacer. La Doctrina Social de la Iglesia nos propone un rico cuerpo doctrinal que propone principios básicos e irrenunciables que pueden iluminarnos enormemente con el fin de tomar el camino ade-
«Se sigue echando de menos una reflexión profunda sobre los principios y elementos estructurales de una economía cada vez más globalizada, en la que nos vemos inmersos e interrelacionados»
Tema del mes cuado a la dignidad humana que nos permita salir de las enormes dificultades que estamos viviendo. En primer lugar, sería necesario repensar y reflexionar sobre los principios que sostienen nuestra economía, y su intrínseca relación con la dimensión política y social de la actividad humana. Es preciso verificar si tales principios sirven realmente a la promoción del bien común, a la dignidad de todas las personas, a la promoción de la justicia y a la promoción social. Debemos tener siempre presente que detrás de las cifras macroeconómicas se esconden rostros concretos. No sería criterio suficiente el que las cifras macroeconómicas alcancen un equilibrio o parámetros técnicamente aceptables si ello no promociona y sostiene realmente a todas y cada una de las personas a las que la economía debe siempre servir. «Se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios» («Caritas in veritate», 34) Las cifras de desempleados alcanzan valores insoportables. El desempleo es una de las consecuencias más dramáticas de la actual situación. Como afirma la Doctrina Social de la Iglesia: «El trabajo es un derecho fundamental y un bien para el hombre, un bien útil, digno de él. La Iglesia enseña el valor del trabajo no solo porque es siempre personal, sino también por el carácter de necesidad. El trabajo es un bien de todos, que debe estar disponible
«Fomentar un trabajo digno, tanto en la actividad desarrollada como en el respeto a los justos derechos de los trabajadores, la remuneración, dignidad, seguridad y descanso adecuados»
para todos aquellos capaces de él. La plena ocupación es, por tanto, un objetivo obligado para todo ordenamiento económico orientado a la justicia y al bien común» (Compendio DSI, 287, 288). El desempleo, por tanto, se revela como uno de los mayores dramas que afecta a tantas familias y que produce en quienes lo padecen una gran angustia y frustración. Por ello, se revela imperiosa la necesidad de estimular la creación de empleo y la implicación en esta urgencia no solo de las administraciones, sino de los diversos agentes económicos, empresariales, sindicales y sociales. Ahora bien, no se trata de crear empleo a cualquier precio. Se trata de fomentar un trabajo digno, tanto en la actividad desarrollada como en el respeto a los justos derechos de los trabajadores, la remuneración, dignidad, seguridad y descanso adecuados. A este respecto, existen magníficas experiencias que hunden sus raíces en el humanismo cristiano y que significan un modo nuevo de concebir la empresa, las relaciones laborales y la generación de empleo y riqueza: tal es el movimiento cooperativista tan arraigado en nuestra tierra y del que fuimos en cierto modo pioneros, las economías de comunión, las empresas participativas, la banca ética y otras iniciativas similares.
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La conciliación entre la vida familiar y laboral es otro asunto mayor que no puede quedar relegado de la reflexión. Nos encontramos a la cola de la natalidad de todos los países del mundo. Nuestra sociedad va envejeciendo de modo inexorable. Es una cuestión que no solo tiene dramáticas consecuencias a nivel económico, como por ejemplo, el sostenimiento futuro del sistema de pensiones, sino que afecta de lleno a la configuración de nuestro tejido social. En estos tiempos de carencia de empleo, los jóvenes se sienten incapaces de abordar la apasionante tarea de formar una familia y de tener hijos: la precariedad e inseguridad laboral, las dificultades de acceso a una vivienda en condiciones razonables, la dificultad de conciliación entre vida familiar y laboral hace que la formación de una familia se vaya posponiendo y la legislación vigente no apoya decididamente la posibilidad de tener hijos e incluso de formar una familia numerosa. «La apertura moralmente responsable a la vida es una riqueza social y económica. Naciones en un tiempo florecientes pasan ahora por una fase de incertidumbre, y en algún caso de decadencia, precisamente a causa del bajo índice de natalidad, un problema crucial para las sociedades de mayor bienestar. La disminución de los nacimientos, a
veces por debajo del llamado “índice de reemplazo generacional”, pone en crisis incluso a los sistemas de asistencia social, aumenta los costes, merma la reserva del ahorro y, consiguientemente, los recursos financieros necesarios para las inversiones, reduce la disponibilidad de trabajadores cualificados y disminuye la reserva de “cerebros” a los que recurrir para las necesidades de la nación… En esta perspectiva, los Estados están llamados a establecer políticas que promuevan la centralidad y la integridad de la familia, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, célula primordial y vital de la sociedad, haciéndose cargo también de sus problemas económicos y fiscales, en el respeto de su naturaleza relacional» («Caritas in veritate», 44). En esta perspectiva, se hace necesario el apoyo y promoción decidida de la creación de nuevas empresas y negocios donde se respeten todos los aspectos que hacen de la misma una auténtica comunión de personas al servicio de la creación de riquezas y bienes y al servicio del bien común. El compendio de Doctrina Social de la Iglesia, a este respecto, afirma: «Es indispensable que, dentro de la empresa, la legítima búsqueda del beneficio se armonice con la irrenunciable tutela de la dignidad de las personas que a título diverso trabajan en la misma. Estas dos exigencias no se oponen en absoluto, ya que, por una parte, no sería realista pensar que el futuro de la empresa esté asegurado sin la producción de bienes y servicios y sin conseguir beneficios que sean el fruto de la actividad económica desarrollada; por otra parte, permitiendo el crecimiento de la persona que trabaja, se favorece una mayor productividad y eficacia del trabajo mismo. La empresa debe ser una comunidad solidaria, no encerrada en los intereses corporativos, tender a una ecología social del trabajo, y contribuir al bien común, incluida la salvaguardia del ambiente natural» (Compendio DSI, 340).
«Las medidas de austeridad, si son necesarias, deben estar justificadas y no ser generadoras de injusticias o desprotección en los más desfavorecidos»
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Tema del mes «Es necesario encontrar caminos justos para que las familias que han perdido el empleo y se acercan angustiosamente a un duro empobrecimiento no pierdan su casa»
Las medidas de austeridad que desde diversas instituciones se están promoviendo, están suscitando valoraciones diversas e incluso encontradas. Es un principio razonable que la estructura, dimensión y gasto de las administraciones debería siempre ajustarse a las necesidades reales de la sociedad y a la prestación de servicios óptimos, justos y necesarios. También deben ser sostenidos proporcionalmente por todos mediante una fiscalidad justa y administrados con exquisito rigor, responsabilidad y transparencia. En la sociedad está extendida la impresión de que no siempre se ha gastado, crecido e invertido adecuadamente. Pero las medidas de austeridad, si son necesarias, deben estar justificadas y no ser generadoras de injusticias o desprotección en los más desfavorecidos. Se debería priorizar por el ajuste de los aspectos más periféricos, secundarios, de menor necesidad, y de los que es más fácil reducir o prescindir sin que afecte al corazón del bien común. Así mismo, parece necesario que vayan acompañadas de medidas enérgicas de estímulo de la economía, de creación y fomento de empleo que permitan a los trabajadores acceder a nuevos puestos de trabajo alternativos. Como afirma la Doctrina
Social de la Iglesia, «los problemas de la ocupación reclaman las responsabilidades del Estado, al cual compete el deber de promover políticas que activen el empleo, es decir, que favorezcan la creación de oportunidades de trabajo en el territorio nacional, incentivando para ello el mundo productivo. El deber del Estado no consiste tanto en asegurar directamente el derecho al trabajo de todos los ciudadanos, constriñendo toda la vida económica y sofocando la libre iniciativa de las personas, cuanto sobre todo en secundar la actividad de las empresas, creando condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis» (Compendio DSI, 291). La reconversión de sectores que pueden revelarse poco productivos u obsoletos debe ir siempre acompañada de la necesaria previsión y búsqueda de alternativas de modo que nadie pueda verse abocado al desempleo tras largos años de dedicación y entrega. Las empresas y las instituciones, también la Iglesia, estamos llamados a un ejercicio máximo de ejemplaridad en la honestidad, transparencia, responsabilidad, remuneración justa y austera para todos, comenzando por quienes ostentan mayor responsabilidad, y la necesaria renovación estructural y adaptación a las necesidades reales que permitan afrontar el futuro con creatividad y esperanza. En estos tiempos de crisis, una protección social justa debe estar siempre garantizada. No es admisible que los miembros más vulnerables de la sociedad sean los que sufran con mayor dureza las consecuencias de la crisis. Así-
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Tema del mes mismo, se debe realizar un esfuerzo en el mayor grado posible por la sostenibilidad de la educación, la sanidad, la asistencia a la ancianidad y la discapacidad, la protección de los desempleados y los servicios públicos básicos en aras del bien común. Para ello se hace imprescindible una fiscalidad justa y proporcional, la persecución del fraude fiscal, el tratamiento justo y diferenciado de las rentas del trabajo y rentas del capital, la gestión honesta y transparente de los recursos públicos, así como el acceso y utilización responsable por parte de todos de estos recursos, evitando toda tentación de abuso o de fraude. Los hogares en riesgo de desahucio constituyen otra dolorosa preocupación que necesita ser urgentemente abordada. Pocas situaciones hay más dolorosas y humillantes que perder el propio hogar, lugar que custodia la comunidad más necesaria y vital de la sociedad, que es la familia. Es necesario encontrar caminos justos para que las familias que han perdido el empleo y se acercan angustiosamente a un duro empobrecimiento no pierdan su casa, que los haría entrar prácticamente en el mundo de la exclusión. Son loables los esfuerzos de diversas administraciones e instituciones para evitar esta situación y encontrar alterna-
«Miremos también a los inmigrantes como quienes realmente son, hermanos nuestros. Cuando nuestra economía se expandía, fueron invitados a colaborar con nosotros en el sostenimiento del estado de bienestar»
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tivas justas. Estos esfuerzos deberían extenderse y profundizarse con el fin de evitar una situación que genera tanto dolor en las familias, y de modo particular en los niños, que se encuentran, en cierto modo, como expulsados de un elemento tan importante para su adecuado desarrollo como es el hogar. Miremos también a los inmigrantes como quienes realmente son, hermanos nuestros. Cuando nuestra economía se expandía, fueron invitados a colaborar con nosotros en el sostenimiento del estado de bienestar. Siempre se hace necesario un esfuerzo recíproco y compartido de acogida e integración. Pero en estos momentos de crisis son precisamente ellos uno de los colectivos que acusan con mayor severidad la falta de empleo y el empobrecimiento. No caben situaciones de «ilegalidad» ni de exclusión de los servicios básicos, sino más bien medidas de integración y colaboración con el sostenimiento de dichos servicios en la medida de sus posibilidades, como todos los ciudadanos, y el acceso universalizado a los mismos, también en condiciones de igualdad. La Doctrina Social de la Iglesia vuelve a darnos indicaciones preciosas a este respecto: «Las instituciones de los países que reciben inmigrantes deben vigilar cuidadosamente para que no se difunda la tentación de explotar a los trabajadores extranjeros, privándolos de los derechos garantizados a los trabajadores nacionales, que deben ser asegurados a todos sin discriminaciones. La regulación de los flujos migratorios según criterios de equidad y de equilibrio es una de las condiciones indispensables para conseguir que la inserción se realice con las garantías que exige la dignidad de la persona humana. Los inmigrantes deben ser recibidos en cuanto personas y ayudados, junto con sus familias, a integrarse en la vida so-
Tema del mes cial» (DSI, 298). La calidad ética de una sociedad se mide también por la generosidad en la acogida y la integración en tiempos de dificultad. Con respecto al descanso dominical, ante la nueva regulación de la actividad comercial en los días festivos, es preciso recordar que el descanso festivo es un derecho (Juan Pablo II, «Laborem exercens», 19). Es cierto que deben asegurarse aquellos servicios y actividades en vistas al bien común. Pero también es necesario que exista un día en que la familia pueda encontrarse, en el que experimentemos la liberación del trabajo, en el que podamos renovar nuestras fuerzas para seguir sirviendo al bien común de la sociedad. Y tradicionalmente este día de encuentro, de familia, de amistad, de descanso es el domingo. Los motivos que justificasen la actividad económica durante el domingo, deberían estar sólidamente fundamentados y siempre en vistas al auténtico bien común y no únicamente a una utilidad economicista o mercantilista. Una vez más, la Doctrina Social de la Iglesia nos ofrece elementos para la reflexión a este respecto: «El domingo para el cristiano es el día de la caridad efectiva, dedicando especial atención a la familia y a los parientes, así como también a los enfermos y a los ancianos… El día del Señor debe vivirse siempre como el día de la liberación, en el que se manifiesta el señorío de la persona, también sobre el sometimiento del trabajo, y no al contrario. Necesidades familiares o exigencias de utilidad social pueden legítimamente eximir del descanso dominical, pero no deben crear costumbres perjudiciales para la religión, la vida familiar y la salud (Cfr. Compendio DSI, 284-285). Asímismo, las autoridades públicas tienen el deber de vigilar para que los ciudadanos no se vean privados, por motivos de productividad económica, de un tiempo destinado al descanso y al culto divino. Los patronos tienen una obligación análoga con respecto a sus empleados. Los cristianos deben esforzarse, respetando la libertad religiosa y el bien común de todos, para que las leyes reconozcan el domingo y las demás solemnidades litúrgicas como días festivos» (Compendio DSI, 286).
«Ante la actual situación, muchos se preguntan: ¿sobre qué fundamentos estamos construyendo Europa?»
El modo en que nuestras economías están estructuradas, permiten movimientos de mercado no siempre conformes a los principios éticos. Se dan con frecuencia intereses y movimientos fuertemente especuladores que precisan de clarificación y control. Estos movimientos, generados por intereses oportunistas o por lobbys de presión sobre mercados o países, generan grandes tensiones que violentan el principio fundamental de que la economía debe estar siempre al servicio de las personas y del bien común. Ponen de manifiesto que, para quienes los promueven, el capital es considerado como el único bien, un fin en sí mismo, sin la necesaria referencia al bien común y al servicio de la sociedad, constituyendo de este modo, entre otros elementos, una verdadera estructura de pecado que es necesario identificar y purificar. Tales movimientos repercuten en último término sobre los elementos más débiles del tejido social siendo generadores de injusticias. «Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba evidente… La exigencia de la economía de ser autónoma, de no estar sujeta a “injerencias” de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva. Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían» («Caritas in veritate», 34). Nuestro futuro está estrechamente ligado a la comunidad europea que juntos queremos construir. Pero, ante la actual situación, muchos se preguntan: ¿sobre qué fundamentos estamos construyendo Europa? ¿La Europa de la comunidad de pueblos, que quieren estrechar sus lazos en base a una raíz común y a unos principios comunes que, en último término, no lo olvidemos, han sido inspirados por el humanismo cristiano? ¿Es esta la Europa que soñaron y alentaron Schuman, Adenauer, De Gasperi, Churchill, Hallstein, Monnet, Spaak, Spinelli, considerados pa-
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dres de la construcción europea? En estos momentos de dificultad, ¿de qué modo se ejerce la ayuda mutua y la solidaridad de los pueblos que configuran Europa? Parece evidente que la construcción europea necesita ir más allá de cuestiones económicas y financieras, alcanzando una verdadera integración política, social, económica y financiera, que asegure realmente una verdadera fraternidad y solidaridad de pueblos y naciones, expresada de modo particular cuando la situación es complicada y angustiosa. En el gesto diocesano de solidaridad que celebramos el curso pasado recogimos muchos compromisos personales y familiares de responsabilidad ante la crisis: austeridad, cooperación con Cáritas y otras instituciones similares, comunicación de bienes, ayuda concreta y específica a personas en riesgo de exclusión, apadrinamientos a familias que pasan momentos de dificultad. Pedimos a las instituciones un ejercicio de responsabilidad: austeridad en los presupuestos destinados a cuestiones no fundamentales, transparencia, sostenimiento del gasto social, fomento del empleo, incentivación para la creación de nuevas empresas, fiscalidad justa, reforma y simplificación de estructuras. En esta situación, administraciones, instituciones, organizaciones empresariales y sindicales, fuerzas sociales, la misma Iglesia, debemos aunar esfuerzos en aras del bien común por
medio de la búsqueda de amplios acuerdos en las cuestiones fundamentales. La apuesta por la colaboración leal, la crítica constructiva, la escucha y el diálogo siempre dan mejores resultados que la confrontación y la ruptura. Tanto a nivel personal como comunitario precisamos de la necesaria conversión, sostenida por la esperanza. Es tiempo de solidaridad, de cooperación, de no cerrarnos a nosotros mismos, de tender las manos a quienes más lo necesitan. He querido compartir con vosotros estas reflexiones en este tiempo. Que renovemos nuestra esperanza en Cristo resucitado que nos envía a ser sal y luz del mundo. Seamos sembradores de esperanza, constructores de un futuro en el que merece la pena gastarnos por el bien de los demás. Hagámoslo con humildad y audacia, siendo creativos y factor de profunda renovación de los elementos que configuran nuestra sociedad y que muestran signos de fatiga y obsolescencia. La semilla del Evangelio es siempre vino nuevo que precisa de odres nuevos. Sintámonos enviados, con María, a ser portadores de la Esperanza cierta y fiable, fiados del mandato del Señor: «Alumbre vuestra luz» (Mt 5, 16). Con afecto por todos, de modo particular hacia quienes más estáis sufriendo, pido para todos la bendición del Señor. !
«Es tiempo de solidaridad, de cooperación, de no cerrarnos a nosotros mismos, de tender las manos a quienes más lo necesitan»
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