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Pulgarcito
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PATITO
FEO
Como cada verano, a la Señora Pata le dio por empollar y todas sus amigas del corral estaban deseosas de ver a sus patitos, que siempre eran los más guapos de todos. Llegó el día en que los patitos comenzaron a abrir los huevos poco a poco y todos se congregaron ante el nido para verles por primera vez. Uno a uno fueron saliendo hasta seis preciosos patitos, cada uno acompañado por los gritos de alborozo de la Señora Pata y de sus amigas. Tan contentas estaban que tardaron un poco en darse cuenta de que un huevo, el más grande de los siete, aún no se había abierto. ción ecía tos ver
Todos concentraron su atenen el huevo que permanintacto, incluso los patirecién nacidos, esperando algún signo de movimiento.
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Al poco, el huevo comenzó a romperse y de él salió un sonriente pato, más grande que sus hermanos, pero ¡oh, sorpresa!, muchísimo más feo y desgarbado que los otros seis...
La Señora Pata se de vergüenza por haber do un patito tan feísimo apartó con el ala mientras taba atención a los otros
moría teniy le presseis.
El patito se quedó tristísimo porque se empezó a dar cuenta de que allí no le querían... Pasaron los días y su aspecto no mejoraba, al contrario, empeoraba, pues crecía muy rápido y era flacucho y desgarbado, además de bastante torpe el pobrecito.
de
él
Sus hermanos le jugaban pesadas bromas y se reían constantemente llamándole feo y torpe.
El patito decidió que debía buscar un lugar donde pudiese encontrar amigos que de verdad le quisieran a pesar de su desastroso aspecto y una mañana muy temprano, antes de que se levantase el granjero, huyó por un agujero del cercado.
Así llegó a otra granja, donde una vieja le recogió y el patito feo creyó que había encontrado un sitio donde por fin le querrían y cuidarían, pero se equivocó también, porque l a vieja era mala y sólo quería que el pobre patito le sirviera de primer plato. También se fue de aquí corriendo. Llegó el invierno y el patito feo casi se muere de hambre pues tuvo que buscar comida entre el hielo y la nieve y tuvo que huir de cazadores que pretendían dispararle.
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Al fin llegó la primavera y el patito pasó por un estanque donde encontró las aves más bellas que jamás había visto hasta entonces. Eran elegantes, gráciles y se movían con tanta distinción que se sintió totalmente acomplejado porque él e r a m u y torpe. De tod a s formas, como n o tenía n a d a q u e perder s e acercó a ellas y les preguntó si podía bañarse también. Los cisnes, pues eran cisnes las aves que el patito vio en el estanque, le respondieron: ¡Claro uno de
que los
sí, eres nuestros!
A lo que el patito respondió: -¡No os burléis de mí!. Ya sé que soy feo y desgarbado, pero no deberíais reír por eso... - Mira tanque
tu reflejo en el es-le dijeron ellos- y
verás
cómo
no
te
mentimos.
El patito se introdujo incrédulo en el agua transparente y lo que vio le dejó maravillado. ¡Durante el largo invierno se había transformado en un precioso cisne!. Aquel patito feo y desgarbado era ahora el cisne más blanco y elegante de todos cuantos había en el estanque. Así fue como el patito feo se unió a los suyos y vivió feliz para siempre.
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N
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Pulgarcito Érase
una vez un pobre campesino. Una noche se encontraba sentado, atizando el fuego, mientras que su esposa hilaba sentada junto a él. Ambos se lamentaban de hallarse en un hogar sin niños.
Y debido a su tamaño lo llamaron Pulgarcito. No le escatimaron la comida, pero el niño no creció y se quedó tal como era en el momento de nacer. Sin embargo, tenía una mirada inteligente y pronto dio muestras de ser un niño listo y hábil, al que le salía bien cualquier cosa que se propusiera.
Un día, el campesino se aprestaba -¡Qué triste es no tener hijos! -dijo a ir al bosque a corél-. En esta casa siempre hay sitar leña y dijo para sí: lencio, mientras que en los demás hogares hay tanto bullicio y alegría... - O j a l á tuviera a alguien que me ll-¡Es verdad! -contestó la mujer susevase el carro. pirando-. Si por lo menos tuviéramos uno, aunque - ¡ O h , padre! -exfuese muy pequeño y c l a m ó Pulgarcitono mayor que el pulgar, ¡Ya te llevaré yo el seríamos felices y lo c a r ro! ¡Puedes querríamos de todo cora- c o n fiar en mí! z ó n . E n el momento oportuno lo tendrás en el bosque. Y entonces sucedió que la mujer se indispuso y, después de siete meses, El hombre se echó a reír y dijo: dio a luz a un niño completamente eso? Eres normal en todo, si exceptuamos que -¿Cómo podría ser pequeño para llno era más grande que un dedo pulgar. demasiado evar de las bridas al caballo. -Es tal como lo habíamos deseado. Va a ser nuestro hijo querido. -¡Eso no importa, padre! Si mamá
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lo engancha, yo me pondré en la otro-. Vamos a seguir al caroreja del caballo y le iré dicien- ro para ver dónde se para. do al oido por dónde ha de ir. Pero el carro se internó en pleno -¡Está bien! -contestó el pa- bosque y llegó justo al sitio donde dre-, probaremos una vez. estaba la leña cortada. Cuando Pulgarcito vio a su padre, le gritó: Cuando llegó la hora, la madre enganchó el carro y colocó a Pulgar- -¿Ves, padre? Ya he llegado con cito en la oreja del caballo, donde el carro. Bájame ahora del caballo. el pequeño se puso a gritarle por dónde tenía que ir, tan pronto con un El padre tomó las riendas con la “¡Heiii!”, como con un “¡Arre!”. Todo mano izquierda y con la derecha fue tan bien como si un conduc- sacó a su hijo de la oreja del cator de exper i e n c i a ballo. Pulgarcito se sentó feliz sobre condujese el c a r r o , una brizna de hierba. Cuando los encaminánd o s e dos forasteros lo vieron se quederecho hac i a daron tan sorprendidos que no supieron qué decir. Ambos el bosque. s e escondieron, diciéSucedió que, justo al ndose el uno al otro: doblar un rec o d o ese pequeñín del camino, cuando -Oye, podría hacer el pequeño i b a bien tra fortuna si lo gritando “¡Arre! ¡Arre!” , acertaron n u e s e x hibimos en la a pasar por allí dos forasteros. ciudad y cobramos -¡Cómo es eso! -dijo uno- ¿Qué es lo por enseñarlo. Vaque pasa? Ahí va un carro, y alguien mos a comprarlo. va arreando al caballo; sin embargo Se acercano se ve a nadie conduciéndolo. ron al campesino y le dijeron: -Todo es muy extraño -dijo el
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-Véndenos tará muy
al bien
pequeño; es- camino. Viajaron hasta que anocon nosotros. checió y Pulgarcito dijo entonces:
-No -respondió el padre- es hijo querido y no lo vendería ni por todo oro del mundo. Pero al oír esta propuesta, Pulgarcitrepó por los pliegues de la ropa de su padre, se colocó sobre hombro y le susurró al
m i -Bájadme un momento; tengo que hacer una necesidad. e l -No, quédate ahí arriba -le contestó el que lo llevaba en su cabeza-. No me importa. Las aves también me t o dejan caer a menudo algo encima. -No -respondió Pulgarcito-, yo tams u bién sé lo que son las buenas oído: maneras. Bajadme inmediatamente.
ya sa- El hombre se quitó el sombrero a casa. y puso a Pulgarcito en un sembrado al borde del camino. Por Entonces, el padre lo entregó a un momento dio saltitos entre los dos hombres a cambio de los terrones de tierra y, de reuna buena cantidad de dinero. pente, se metió en una madriguera que había localizado desde arriba. -¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron. -¡Buenas noches, señores, sigan sin mí! -les gritó con -¡Da igual ! Colocadme sobre el ala un tono de burla. de un sombrero; ahí podré pasearme de un lado para otro, disLos hombres se frutando del paisaje, y no me caeré. acercaron corriendo y rebuscaron con Cumplieron su deseo y, cuando sus bastones en la Pulgarcito se hubo despedido de madriguera del ratón, su padre, se pusieron todos en pero su esfuerzo fue -Padre, bré yo
véndeme, que cómo regresar
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dos ladrones-; he oído hablar a alguien. inútil. Pulgarcito se arrastró cada vez más abajo y, como la os- Se quedaron quietos escuchcuridad no tardó en hacerse to- ando, y Pulgarcito insistió: tal, se vieron obligados a regresar, burlados y con las manos vacías. -Llévadme con vosotros y os ayudaré. estás? Cuando Pulgarcito advirtió que se habían -¿Dónde marchado, salió de la madriguera. -Buscad por la tierra y fijaos de viene la voz -contestó. -Es peligroso atravesar estos cam- dónde pos de noche -pensó-; sería muy Por fin los fácil caerse y romperse un hueso. traron y lo Por fortuna tropezó con una con- -A cha vacía de caracol. jo,
ladrones lo enconalzaron hasta ellos.
ver, ¿cómo vas
a
pequeñaayudarnos?
-¡Gracias a Dios! -ex- -¡Escuchad! Yo me deslizaré por las clamó- Ahí podré pasar cañerías hasta la habitación del cura la noche con tranquilidad. y os iré pasando todo cuanto queráis. Y se metió dentro del caparazón. Un mo- V e r mento después, cuan- s a do estaba a punto de dormirse, oyó pasar a dos hombres; uno de ellos decía: g a d e l -¿Cómo haremos para robarle al c i t o cura rico todo su oro y su palta? e n -¡Yo podría decírtelo! -se y puso a gritar Pulgarcito. gritar -¿Qué fue eso? 12 -dijo uno de los espanta-
-¡Está emos bes
con
bien! qué hacer.
Cuando lleron a la casa cura, Pulgarse introdujo la habitación se puso a todas sus fuerzas.
-¿Quereis
todo
lo
que
hay
-Sí, quiero aquí? tenéis que
Los ladrones se estremecieron y le dijeron: -Baja la voz para que nadie se despierte. Pero Pulgarcito hizo como si no entendiera y continuó gritando: -¿Qué is todo
queréis? lo que
¿Queréhay aquí?
daros meter
todo; sólo las manos.
La cocinera, que ahora oyó todo claramente, saltó de su cama y se acercó corriendo a la puerta. Los ladrones, atemorizados, huyeron como si los persiguiese el diablo, y la criada, que no veía nada, fue a encender una vela. Cuando regresó, Pulgarcito, sin ser descubierto, se había escondido en el pajar. La sirvienta, después de haber registrado todos los rincones y no encontrar nada, acabó por volver a su cama y supuso que había soñado despierta.
La cocinera, que dormía en la habitación de al lado, oyó estos gritos, se incorporó en su cama y se puso a escuchar, pero los ladrones asustados se habían alejado un poco. Pulgarcito había trepado por la paja Por fin recoy en ella encontró un buen lubraron el valgar para dormir. or diciéndose: Quería descansar -Ese pequeñajo allí hasta que se quiere burlarse hiciese de día de nosotros. para volver luego con sus paRegresaron y dres, pero aún le susurraron: habrían de ocurrirle otras muchas -Vamos, nada de bromas y pásanos alguna cosa. cosas antes de poder regresar Entonces, Pulgarcito se puso a gri- a su casa. tar de nuevo con todas sus fuerzas:
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Como de costumbre, la criada se levantó antes de que despuntase el día para dar de comer a los animales. Fue primero al pajar, y de allí tomó una brazada de heno, precisamente del lugar en donde dormía Pulgarcito. Estaba tan profundamente dormido que no se dio cuenta de nada, y no despertó hasta que estuvo en la boca de la vaca que se había tragado el heno.
Este lugar no le gustaba nada, y lo peor era que continuamente entraba más paja por la puerta, por lo que el espacio iba reduciéndose cada vez más. Entonces, presa del pánico, gritó con todas sus fuerzas:
Pero pronto se dio cuenta de dónde se encontraba. No pudo hacer otra cosa sino evitar ser triturado por los dientes de la vaca; mas no pudo evitar resbalar hasta el estómago.
Y se dirigió al establo a ver lo que ocurría; pero, apenas cruzó el umbral, cuando Pulgarcito se puso a gritar de nuevo:
-¡No me traigan je! ¡No me traigan
más más
forraforraje!
La moza estaba ordeñando a la vaca cuando oyó hablar sin ver a nadie, y reconoció que era la misma voz que había escuchado por la noche. Se asustó tanto que cayó del taburete y derramó toda la leche. Corrió entonces a toda velocidad hasta donde se encontraba su amo y le dijo:
-¡Ay, señor cura, la vaca ha hablado! -¡Oh, Dios mío! -exclamó-. ¿Cómo he podido caer en este molino? -¡Estás loca! -repuso el cura.
-En esta habitación tan pequeña se han olvidado de hacer una ventana -se dijo-, y no entra el sol y tampoco veo ninguna luz.
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-¡No me traigan más forraje! ¡No me traigan más forraje!
Ante esto, el mismo cura también se asustó, suponiendo que era obra del diablo, y ordenó que se matara a la vaca. Entonces la vaca fue descuartizada y el estómago, donde estaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estiercol. Nuestro amigo hizo ímprobos esfuerzos por salir de allí y, cuando ya por fin empezaba a sacar la cabeza, le aconteció una nueva desgracia. Un lobo hambriento, que acertó a pasar por el lugar, se tragó el estómago de un solo bocado.
-¿Adónde he de ir? -preguntó el lobo. -En tal y tal casa. No tienes más que entrar por la trampilla de la cocina y encontrarás tortas, tocino y longanizas, tanto como desees comer. Y Pulgarcito le describió minuciosamente la casa de sus padres.
El lobo no necesitó que se lo dijeran dos veces. Por la noche entró por la trampilla de la cocina y, en la despensa, comió de todo con inmenso placer. Cuando estuvo harto, quiso salir, pero había engordado tanto que ya no cabía por el mismo sitio. Pulgarcito, que lo tenía todo previsto, comenzó a patalear y Pulgarcito no perdió los ánimos. a gritar dentro de la barriga del lobo. «Quizá -pensó- este lobo sea -¿Te quieres estar quieto? -le dijo el comprensivo». Y, desde el fondo lobo-. Vas a despertar a todo el mundo. de su panza, se puso a gritarle: -¡Ni hablar! -contestó el pequeño-. -¡Querido lobo, sé donde hal- ¿No has disfrutado bastante ya? lar un buena comida para ti! Ahora yo también quiero divertirme.
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Y se puso de nuevo a gritar con todas sus fuerzas. Los chillidos despertaron finalmente a sus padres, quienes corrieron hacia la despensa y miraron por una rendija. Cuando vieron al lobo, el hombre corrió a buscar el hacha y la mujer la hoz. -Quédate detrás de mí -dijo el hombre al entrar en la despensa-. Primero le daré un golpe con el hacha y, si no ha muerto aún, le atizarás con la hoz y le abrirás las tripas. Cuando voz de
Pulgarcito oyó su padre,
la gritó:
-¡Querido aquí, en
padre, estoy la barriga del
aquí; lobo!
-¡Gracias a Dios! -dijo el padre-. ¡Ya ha aparecido nuestro querido hijo! Y le indicó a su mujer que no usara la hoz, para no herir a Pulgarcito. Luego, blandiendo el hacha, asestó al lobo tal golpe en la cabeza que éste cayó muerto. Entonces fueron a buscar un cuchillo
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Flautista de hamelin Había una vez... ...Una pequeña ciudad al norte de Alemania, llamada Hamelin. Su paisaje era placentero y su belleza era exaltada por las riberas de un río ancho y profundo que surcaba por allí. Y sus habitantes se enorgullecían de vivir en un lugar tan apacible y pintoresco. Pero... un día, la ciudad se vio atacada por una terrible plaga: ¡Hamelin estaba lleno de ratas! Había tantas y tantas que se atrevían a desafiar a los perros, perseguían a los gatos, sus enemigos de toda la vida; se subían a las cunas para morder a los niños allí dormidos y hasta robab a n enteros los q u e sos de las
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despensas para luego comérselos, sin dejar una miguita. ¡Ah!, y además... Metían los hocicos en todas las comidas, husmeaban en los cucharones de los guisos que estaban preparando los cocineros, roían las ropas domingueras de la gente, practicaban agujeros en los costales de harina y en los barriles de sardinas saladas, y hasta pretendían trepas por las anchas faldas de las charlatanas mujeres reunidas en la plaza, ahogando las voces de las pobres asustadas con sus agudos y desafinados chillidos. ¡La vida en Hamelin se estaba tornando insoportable! ...Pero llegó un día en que el pueblo se hartó de esta situación. Y todos, en masa, fueron a congregarse frente al Ayuntamiento. ¡Qué exaltados estaban todos! No hubo manera de calmar los
ánimos de allí reunidos.
los
-¡Abajo el alcalde! -gritaban unos. -¡Ese hombre es un pelele! -decían otros. -¡Que los del Ayuntamiento nos den una solución! -exigían los de más allá. Con las mujeres la cosa era peor. -Pero, ¿qué se creen? -vociferaban-. ¡Busquen el modo de librarnos de la plaga de las ratas! ¡O hallan el remedio de terminar con esta situación o los arrastraremos por las calles! ¡Así lo haremos, como hay Dios! Al oír tales amenazas, el alcalde y los concejales quedaron consternados y temblando de miedo.
atacar a las ratas. Se sentían tan preocupados, que no encontraban ideas para lograr una buena solución contra la plaga. Por fin, el alcalde se puso de pie para exclamar: -¡Lo que yo daría por una buena ratonera! Apenas se hubo extinguido el eco de la última palabra, cuando todos los reunidos oyeron algo inesperado. En la puerta del Concejo Municipal sonaba un ligero repiqueteo. -¡Dios nos ampare! -gritó el alcalde, lleno de pánico-. Parece que se oye el roer de una rata. ¿Me habrán oído?
¿Qué hacer?
Los ediles no respondieron, pero el repiqueteo siguió oyéndose.
Una larga hora estuvieron sentados en el salón de la alcaldía discurriendo en la forma de lograr
-¡Pase adelante el que llama! -vociferó el alcalde, con voz temblorosa y dominando su terror.
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Y entonces entró en la sala el más extraño personaje que se puedan imaginar. Llevaba una rara capa que le cubría del cuello a los pies y que estaba formada por recuadros negros, rojos y amarillos. Su portador era un hombre alto, delgado y con agudos ojos azules, pequeños como cabezas de alfiler. El pelo le caía lacio y era de un amarillo claro, en contraste con la piel del rostro que aparecía tostada, ennegrecida por las inclemencias del tiempo. Su cara era lisa, sin bigotes ni barbas; sus labios se contraían en una sonrisa que dirigía a unos y otros, como si se hallara entre grandes amigos. Alcalde y concejales le contemplaron boquiabiertos, pasmados ante su alta figura y cautivados, a la vez, por su estrambótico atractivo. El desconocido avanzó con gran simpatía y dijo: -Perdonen,
se-
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ñores, que me haya atrevido a interrumpir su importante reunión, pero es que he venido a ayudarlos. Yo soy capaz, mediante un encanto secreto que poseo, de atraer hacia mi persona a todos los seres que viven bajo el sol. Lo mismo da si se arrastran sobre el suelo que si nadan en el agua, que si vuelan por el aire o corran sobre la tierra. Todos ellos me siguen, como ustedes no pueden imaginárselo. Principalmente, uso de mi poder mágico con los animales que más daño hacen en los pueblos, ya sean topos o sapos, víboras o lagartijas. Las gentes me conocen como el Flautista Mágico. En tanto lo escuchaban, el alcalde y los concejales se dieron cuenta que en torno al cuello lucía una corbata roja con rayas amarillas, de la que pendía una flauta. También observaron que los dedos del extraño visitante se movían inquietos, al compás
de sus palabras, como si sintieran impaciencia por alcanzar y tañer el instrumento que colgaba sobre sus raras vestiduras. El flautista continuó hablando así: -Tengan en cuenta, sin embargo, que soy hombre pobre. Por eso cobro por mi trabajo. El año pasa d o l i bré a los h a b i tantes d e una a l dea inglesa, d e una monstruosa invasión de murciélagos, y a una ciudad asiática le saqué una plaga de mosquitos que los mantenía a todos enloquecidos por las picaduras. Ahora bien, si los libro de la preocupación que los molesta, ¿me darían un millar de florines? -¿Un millar de florines? ¡Cincuenta millares!- respondieron a una el asombrado alcalde y el concejo entero.
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Poco después bajaba el flautista por la calle principal de Hamelin. Llevaba una fina sonrisa en sus labios, pues estaba seguro del gran poder que dormía en el alma de su mágico instrumento. De pronto se paró. Tomó la flauta y se puso a soplarla, al mismo tiempo que guiñaba sus ojos de color azul verdoso. Chispeaban como cuando se espolvorea sal sobre una llama. Artres nol a
r a n c ó vivísimas tas de flauta.
Al momento se oyó un rumor. Pareció a todas las gentes de Hamelin como si lo hubiese producido todo un ejército que despertase a un tiempo. Luego el murmullo se transformó en ruido y, finalmente, éste creció hasta convertirse en algo estruendoso.
¿Y saben lo que pasaba? Pues que de todas las casas empezaron a salir ratas. Salían a torrentes. Lo mismo las ratas grandes que los ratones chiquitos; igual los roedores flacuchos que los gordinflones. Padres, madres, tías y primos ratoniles, con sus tiesas colas y sus punzantes bigotes. Familias enteras de tales bichos se lanzaron en pos del flautista, sin reparar en charcos ni hoyos. Y el flautista seguía t o c a n d o sin cesar, m i e n tras recorría calle tras calle. Y e n pos iba todo el ejército ratonil danzando sin poder contenerse. Y así bailando, bailando llegaron las ratas al río, en donde fueron cayendo todas, ahogándose por completo. Sólo una rata logró escapar. Era una rata muy fuerte que nadó contra la corriente y pudo llegar a la otra orilla. Corriendo sin parar
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fue a llevar la triste nueva de lo sucedido a su país nat a l , Ratilandia. Una vez contó lo h a b í a dido.
a l l í q u e suce-
-Igual les hubiera sucedido a todas ustedes. En cuanto llegaron a mis oídos las primeras notas de aquella flauta no pude resistir el deseo de seguir su música. Era como si ofreciesen todas las golosinas que encandilan a una rata. Imaginaba tener al alcance todos los mejores bocados; me parecía una voz que me invitaba a comer a dos carrillos, a roer cuanto quería, a pasarme noche y día en eterno banquete, y que me incitaba dulcemente, diciéndome: “¡Anda, atrévete!” Cuando recuperé la noción de la realidad estaba en el río y a punto de ahogarme como las demás. ¡Gracias a mi fortaleza me he salvado! Esto asustó mucho a las ratas que se apresuraron a esconderse en sus agujeros. Y, desde luego, no
volvieron más a Hamelin. ¡Había que ver a las gentes de Hamelin! Cuando comprobaron que se habían librado de la plaga que tanto les había molestado, echaron al vuelo las campanas de todas las iglesias, hasta el punto de hacer retemblar los campanarios. El alcalde, que ya no temía que le arrastraran, parecía un jefe dando órdenes a los vecinos: -¡Vamos! ¡Busquen palos y ramas! ¡Hurguen en los nidos de las ratas y cierren luego las entradas! ¡Llamen a carpinteros y albañiles y procuren entre todos que no quede el menor rastro de las ratas! Así estaba hablando el alcalde, muy ufano y satisfecho. Hasta
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que, de pronto, al volver la cabeza, se encontró cara a cara con el flautista mágico, cuya arrogante y extraña figura se destacaba en la plaza-mercado de Hamelin. El flautista interrumpió sus órdenes al decirle: -Creo, señor alcalde, que ha llegado el momento de darme mis mil florines. ¡Mil florines! ¡Mil florines!
¡Qué
se
pensaba!
El alcalde miró hoscamente al tipo extravagante que se los pedía. Y lo mismo hicieron sus compañeros de corporación, que le habían estado rodeando mientras mandoteaba. ¿Quién pensaba en pagar a sem e j a n t e vagabundo de la capa coloreada? -¿Mil florines... ?-dijo el alcalde-.
¿Por qué? -Por haber ahogado las ratas -respondió el flautista. -¿Que tú has ahogado las ratas? -exclamó con fingido asombro la primera autoridad de Hamelin, haciendo un guiño a sus concejales-. T e n muy en cuenta que nosotros trabajamos siemp r e a la orilla del río, y allí hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo se ahogaba aquella plaga. Y, según creo, lo que está bien muerto no vuelve a la vida. No vamos a regatearte un trago de vino para celebrar lo ocurrido y también te daremos algún dinero para rellenar tu bolsa. Pero eso de los mil florines, como te puedes figurar, lo dijimos en broma. Además, con la plaga hemos sufrido muchas pérdidas... ¡Mil florines! ¡Vamos, vamos...! Toma cincuenta.
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El flautista, a medida que iba escuchando las palabras del alcalde, iba poniendo un rostro muy serio. No le gustaba que lo engañaran con palabras más o menos melosas y menos con que se cambiase el sentido de las cosas. -¡No diga más tonterías, alcalde! -exclamó-. No me gusta discutir. Hizo un pacto conmigo, ¡cúmplalo! -¿Yo? ¿Yo, un pacto contigo? -dijo el alcalde, fingiendo sorpresa y actuando sin ningún remordimiento pese a que había engañad o y estafado al flautista. Sus compañeros d e corporación declararon también que tal cosa no era cierta. El flautista advirtió muy serio: -¡Cuidado! No sigan excitando mi cólera porque darán lugar a que
toque mi diferente. Tales alcalde.
flauta
palabras
de
modo
muy
enfurecieron
al
-¿Cómo se entiende? -bramó-. ¿Piensas que voy a tolerar tus amenazas? ¿Que voy a consentir en ser tratado peor que un cocinero? ¿Te olvidas que soy el alcalde de Hamelin? ¿Qué te has creído? El hombre quería ocultar su falta de formalidad a fuerza de gritos, como siempre ocurre con los que obran de este modo. Así que siguió vociferando: -¡A mí no me insulta ningún vago como tú, aunque tenga una flauta mágica y unos ropajes como los que tú luces! -¡Se arrepentirán!
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-¿Aun sigues amenazando, pícaro vagabundo?- aulló el alcalde, mostrando el puño a su interlocutor-. ¡Haz lo que te parezca, y sopla la flauta hasta que revientes! El flautista dio media vuelta y se marchó de la plaza. E m pezó a andar por una calle abajo y entonces se llevó a los labios la larga y bruñ i d a caña de su instrumento, del que sacó tres notas. Tres notas tan dulces, tan melodiosas, como jamás músico alguno, ni el más hábil, había conseguido hacer sonar. Eran arrebatadoras, encandilaban al que las oía. Se despertó un murmullo en Hamelin. Un susurro que pronto pareció un alboroto y que era producido por alegres grupos que se precipitaban hacia el flautista, atropellándose en su apresuramiento.
Numerosos piececitos corrían batiendo el suelo, menudos zuecos repiqueteaban sobre las losas, muchas manitas palmoteaban y el bullicio iba en aumento. Y como pollos en un gran gallinero, cuando ven llegar al que les t r a e s u ración d e cebada, así sal i e r o n corriendo d e casas y palacios, todos los niños, todos los muchachos y las jovencitas que los habitaban, con sus rosadas mejillas y sus rizos de oro, sus chispeantes ojitos y sus dientecitos semejantes a perlas. Iban tropezando y saltando, corriendo gozosamente tras del maravilloso músico, al que acompañaban con su vocerío y sus carcajadas. El alcalde enmudeció de asombro y los concejales también. Quedaron inmóviles como tarugos, sin saber qué hacer ante lo que estaban viendo. Es más, se sentían
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i n c a paces de dar un solo paso ni de lanzar el menor g r i t o que impidiese aquella escapatoria de los niños. No se les ocurrió otra seguir con la mirada, contemplar con muda la gozosa multitud que pos del flautista.
cosa que es decir, estupidez, se iba en
Sin embargo, el alcalde salió de su pasmo y lo mismo les pasó a los concejales cuando vieron que el mágico músico se internaba por la calle Alta camino del río. ¡Precisamente por la calle donde vivían sus propios hijos e hijas! Por fortuna, el flautista no parecía querer ahogar a los niños. En vez de ir hacia el río, se encaminó hacia el sur, dirigiendo sus pasos
hacia l a a l t a montaña, que se a l z a ba próxi m a . T r a s é l siguió, cada vez más presurosa, la menuda tropa.
do de la turba de chiquillos. Y así que el último de ellos hubo entrado, la fantástica puerta desapareció en un abrir y cerrar de ojos, quedando la montaña igual que como estaba.
Semejante ruta hizo que la esperanza levantara los oprimidos pechos de los padres.
A él acudieron el alcalde, los concejales y los vecinos, cuando se les pasó el susto ante lo ocurrido.
-¡Nunca podrá cruzar esa intrincada cumbre! -se dijeron las personas mayores-. Además, el cansancio le hará soltar la flauta y nuestros hijos dejarán de seguirlo. Mas he aquí que, apenas empezó el flautista a subir la falda de la montaña, las tierras se agrietaron y se abrió un ancho y maravilloso portalón. Pareció como si alguna potente y misteriosa mano hubiese excavado repentinamente una enorme gruta. Por allí penetró el flautista, segui-
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Sólo quedó fuera uno de los niños. Era cojo y no pudo acompañar a los otros en sus bailes y corridas.
Y lo hallaron triste y cariacontecido. Como le reprochaque no se era conpor habsalvado suerte de compañeros, replicó:
r o n sintitento erse de la s u s
-¿Contento? ¡Al contrario! Me he perdido todas las cosas bonitas con que ahora se estarán recreando. También a mí me las pro-
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Hansel y Gretel vivían con su padre, un pobre leñador, y su cruel madrastra, muy cerca de un espeso bosque. Vivían con muchísima escasez, y como ya no les alcanzaba para poder comer los cuatro, deberían plantearse el problema y tratar de darle una buena solución. Una noche, creyendo que los niños estaban dormidos, la cruel madrastra dijo al leñador: -No hay bastante comida para todos: mañana llevaremos a los niños a la parte más espesa del bosque y los dejaremos allí. Ellos no podrán encontrar el camino a casa y así nos desprenderemos de esa carga. Al principio, el padre se opuso rotundamente a tener en cuenta la cruel idea de la malvada mujer. -¿Cómo vamos a abandonar a mis hijos a la suerte de Dios, quizás sean atacados por los animales del bosque? -gritó enojado. -De cualquier manera, así mori31
remos todos de hambre -dijo la madrastra y no descansó hasta convencerlo al débil hombre, de llevar adelante el malévolo plan que se había trazado. Mientras tanto los niños, que en realidad no estaban dormidos, escucharon toda la conversación. Gretel lloraba amargamente, pero Hansel la consolaba. -No llores, querida hermanita-decía él-, yo tengo una idea para encontrar el camino de regreso a casa. A la mañana siguiente, cuando salieron para el bosque, la madrastra les dio a cada uno de los niños un pedazo de pan. -No deben comer este pan antes del almuerzo -les dijo-. Eso es todo lo que tendrán para el día. El dominado y débil padre y la madrastra los acompañaron a adentrarse en el bosque. Cuando penetraron en la espesura, los niños se quedaron atrás, y Hansel, haciendo migas de su pan, las fue dejando caer con disimulo
para tener señales que les permitieran luego regresar a casa. Los padres los llevaron muy adentro del bosque y les dijeron: -Quédense aquí hasta que vengamos a buscarlos. Hansel y Gretel hicieron lo que sus padres habían ordenado, pues creyeron que cambiarían de opinión y volverían por ellos. Pero cuando se acercaba la noche y los niños vieron que sus padres no aparecían, trataron de encontrar el camino de regreso. Desgraciadamente, los pájaros se habían comido las migas que marcaban el camino. Toda la noche anduvieron por el bosque con mucho temor observando las miradas, observando el brillo de los ojos de las fieras, y a cada paso se perdían más en aquella espesura. Al amanecer, casi muertos de miedo y de hambre, los niños vieron un pájaro blanco que volaba frente a ellos y que para animarlos a seguir adelante les aleteaba 32 32
en señal amistosa. Siguiendo el vuelo de aquel pájaro encontraron una casita construida toda de panes, dulces, bombones y otras confituras muy sabrosas. Los niños, con un apetito terrible, corrieron hasta la rara casita, pero antes de que pudieran dar un mordisco a los riquísimos dulces, una bruja los detuvo. La casa estaba hecha para atraer a los niños y cuando estos se encontraban en su poder, la bruja los mataba y los cocinaba para comérselos. Como Hansel estaba muy delgadito, la bruja lo encerró en una jaula y allí lo alimentaba con ricos y sustanciosos manjares para engordarlo. Mientras tanto, Gretel tenía que hacer los trabajos más pesados y sólo tenía cáscaras de cangrejos para comer. Un día, la bruja decidió que Hansel estaba ya listo para ser comido y ordenó a Gretel que
preparara una enorme cacerola de agua para cocinarlo. -Primero -dijo la bruja-, vamos a ver el horno que yo prendí para hacer pan. Entra tú primero, Gretel, y fíjate si está bien caliente como para hornear. En realidad la bruja pensaba cerrar la puerta del horno una vez que Gretel estuviera dentro para cocinarla a ella también. Pero Gretel hizo como que no entendía lo que la bruja decía. -Yo no sé. ¿Cómo entro? -preguntó Gretel. -Tonta-dijo la bruja,- mira cómo se hace -y la bruja metió la cabeza dentro del horno. Rápidamente Gretel la empujó dentro del horno y cerró la puerta. Gretel puso en libertad a Hansel. Antes de irse, los dos niños se llenaron los bolsillos de perlas y piedras preciosas del tesoro de la bruja. Los niños huyeron del bosque hasta llegar a orillas de un in33