CUENTOS A ESCALA

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Horacio R. Fernรกndez

Cuentos a escala


ISBN 978-987-33-5562-2 Fecha de catalogación: 20 de julio de 2014 www.facebook.com/ cuentosaescala Permitida la reproducción parcial o total de este libro citando la fuente y el autor. Foto de tapa: Anahí Luz Fernández www.facebook.com/ mamutproyectosaudiovisuales


Horacio R. Fernández

Cuentos a escala

Prólogo (por Cristina Feijóo)

7

Prólogo del autor

11

La voz de mi padre

13

Camino al Lago

19

Fragilidad 33 Al amor lo rompen los elefantes

39

Leyenda urbana

47

Último invierno en la Plaza de las Ruinas

53

Intervención con paraguas gris

63

Música de cristal

71

Monstruo(s) 77 Dis-tensión 83 Amor a escala

89



PRÓLOGO Horacio R. Fernández ha resuelto hacer colección de algunos de sus relatos y publicarlos bajo el título de Cuentos a escala. Lo primero por decir es: enhorabuena y, a continuación, preguntarse: ¿a escala de qué? No creo incurrir en error de interpretación si digo que se trata de la dichosa escala humana, lo que no resulta tan obvio como parece cuando se sopesa tanto de inhumano como circula por la vida, incluyendo ciertas proyecciones científico-tecnológicas generadoras de fenómenos y relaciones a las que –con razón o no- se califica de poshumanas. Hay también otra significación de lo humano, puesto en función de adjetivo, que se identifica con lo edulcorado, convencionalmente bello, caritativamente bueno. Pues bien: allá ellos, sus cultores. No se espere de los cuentos de Horacio esa humanidad adocenada. Con esto no quiero decir que Cuentos a escala sea expresión de ese neo-naturalismo que nos ha surgido en la literatura argentina con algún éxito de prensa; curioso: una escritura que atrasa conceptualmente más de cien años y que se expresa con notable primitivismo es presentada como profunda crítica social y novedad estética. Otra vez: allá ellos. Horacio Fernández no integra esas capillas, ni sé —descreo— que forme parte de otras. Cuando se abraza este oficio de la escritura en serio, se paga un costo de soledad; luego podrán venir o no las afinidades con otros congéneres, pues inevitablemente Horacio –en cuanto escritor argentino- se inserta en una tradición. Una tradición compleja, que ha dado pocos frutos en el campo del realismo chato sin paradojas, un escribir que siempre anda haciendo equilibrios por los bordes para ser espejo veraz de una sociedad hecha a lo inestable, curtida de realidades que otros -¿los —7—


suizos, por antojadizo ejemplo?- calificarían de increíbles. Procurando eludir la tontería de pautar la forma de leer Cuentos a escala –por eso, tantas veces, es tan recomendable saltearse los prólogos-, quisiera extender la mano al lector para que se introduzca en el magma de este singular libro. Prepárese, lector, que lo espera una experiencia conmovedora; como afortunadamente todos somos distintos, habrá quien se conduela con tal o cual personaje, o quede atrapado en una situación y pase a la ligera por otra donde algún fráter —en este tiempo de imperio de la imagen los enamorados de las letras no podemos sino formar cofradía— se quede pegado, rumiando la ética de la que se ha valido Horacio para conformarla y la estética con la que la ha plasmado. Que son variables, porque en Cuentos a escala no se contrabandea: no hay intención pedagógica, escasean las conclusiones por sacar, la sanción moral queda suspensa o, mejor dicho, todo ello cede ante la urgencia de la inventiva, la naturaleza honradamente ficcional de la obra (por mucho que la palabra ficción fuese para los griegos uno de los nombres de la mentira). Pero volvamos al magma del libro, para lo cual es preciso hacer una lectura de conjunto de los cuentos que, aun cuando rasante, se distraiga de los límites entre unos y otros. Dispóngase el lector a acompañar la fascinación de un niño –que ya no lo es- por la astronáutica, transmitida por un padre que aparece hablándole en sueños bajo la forma de globos de comics, hasta que se expresa con toda la veracidad de las palabras contantes y sonantes, y el niño sólo espera que pase la vigilia diurna para volver a la realidad, que es el territorio de los sueños; en un escenario casi apocalíptico se dirime la última de las causas perdidas por los hombres, y mientras se especula con un protagonismo de todo lo que aparece como secundario, el último derrotado se encuentra con su líder espiritual que ya ha dado el paso que él mismo da cuando resuelve –es un decir- pasarse de bando y


conocer él también la sensación de contarse entre los vencedores; un eterno perdedor aparece bajo las formas de compañero de escuela de quien relata, que testimonia cómo unas copas de cristal pueden sacarlo de esa condena y hasta hacerlo atractivo para la deidad del curso, pero el aséptico narrador interviene —aunque finge olvidarlo— en la restauración del orden que llevará al perdedor al suicidio; en un barrio aparece una joven madre que se desplaza por doquiera con el cochecito de su bebé, hasta que el narrador –un poco o un mucho enamorado- le regala al niño un elefantito que termina por precipitar la revelación del engaño, engaño estéril, alucinado; un hombre que ha matado por celos termina escuchando a un viejo que, en un bar de copas de mala muerte, narra la historia de esos hechos; personajes patéticos que ejercen oficios marginales en una plaza –calesitero, vendedor de globosviven en medio del mito de un alud que ya ha arrasado el lugar y que en cualquier momento puede volver a producirse, hasta que el Poder –por módico o lugareño que sea- resuelve que de eso —o de allí— también pueden sacarse plusvalías; un artista exitoso y un operario fracasado comparten una secuencia donde se trasluce la frivolidad predispuesta de ciertos círculos, opuesta a un sentido común exaltado por el operario, un Sancho Panza sin Quijote; un hombre regresa al hogar con la fatiga del trabajo y la expectativa del infierno doméstico que lo espera, pero es interceptado por un personaje del destino –acordeonista, mendigo o no mendigo- que, tal vez, cambie su vida; un adolescente de las clases privilegiadas se inventa un mellizo, pero lo hace con tal convicción que termina -¿o no?- por ser cierto; un desperfecto banal amenaza con retrasar o estropear la también banal celebración de un aniversario, pero termina provocando una tragedia clásica; el mundo como maqueta y los hombres que creen actuar sus voluntades, mientras que sólo son juguete del humor de dioses ajenos y arbitrarios. Esta caótica, quizás imperdonable presentación de los temas


de Horacio, debe ser acompañada de la advertencia de que entre ellos y la experiencia de la que espero no se privará el lector media aquello que llamamos literatura, de la capacidad narrativa. Y estamos ante una escritura seria, hábil, que se permite un humor distante de la trama para que no abrumen los nubarrones que menudean en Cuentos a escala. En uno de esos cuentos, Horacio cita a Gorgias y sus famosos tres principios; en el tercero, como se recordará, el gran retórico sostenía de manera supuestamente irrefutable que “si algo fuese cognoscible, sería incomunicable”. La idea es literariamente estimulante; Platón gastó páginas y energía en refutar con dureza el sofisma. Yo diría que, hasta sin proponérselo, libros como éste de Horacio Fernández demuestran que sí es posible dar a otros parte de un sentido de la vida a través de la palabra, es decir, llegar a transmitir lo poco que nos es dado conocer. Cristina Feijóo


PRÓLOGO DEL AUTOR La modalidad elegida para hacer públicos estos cuentos nace de la conjunción de dos razones: la ingenuidad de creer que lo que uno escribe es digno de leerse y la convicción de que nadie irá a pedir Cuentos a escala a las librerías. La sobreestimación de la obra propia se agrieta con el paso del tiempo, validando la teoría de que el conocimiento genera incertidumbre, como dice Giddens (como dice Google que dice Giddens). Esta hipótesis justifica el apuro en publicar el libro antes de considerar definitivamente que no vale la pena. La segunda razón es consecuencia de la primera: cómo difundir eso que uno cree digno de ser leído. Las librerías más importantes del país no tendrán este libro en sus estantes, y lo bien que hacen. El propósito, entonces, es llegar a quienes conviven con la sensación de que la vida no alcanza para leer todo lo bueno que nos han dejado grandes escritores y, así y todo, se hacen de un rato para leer a quienes estamos lejos de serlo. Estos cuentos también están dirigidos a quienes tienen la posibilidad de difundirlo si creen que de su lectura se puede sacar algún provecho. A falta de dedicatorias, este último párrafo no es más que una dedicatoria solapada: recuerdo a quienes escribieron esos libros que uno ya no olvida, a quienes me guiaron en talleres virtuales o presenciales, a profesores de Literatura allá lejos y hace tiempo y, antes que nadie, a mis afectos de hoy y de siempre —valga el primer cuento como muestra—. En todos ellos pensé al momento de dar forma a estos relatos.



LA VOZ DE MI PADRE Había una pelota de cuero con dos gajos rotos, una esquina de calles de tierra iluminada por una lámpara amarilla, mi padre hablando de la luna a través de globos de comic desde la penumbra de un sillón, un vecino solterón y enfermo al que le habían dado tres meses de vida aunque sobrevivió seis, un ladrido persistente que rompía el corset del sueño y se metía en la habitación oscura en la que desperté con aliento sulfhídrico. Cuando encendí el velador, los vahos que quedaban de esa imagen sepia se desvanecieron en el ambiente. Aunque el sedimento se parecía a una tristeza a lo Carriego, había descubierto que los sueños eran asibles. No había sido una historia absurda. Yo había estado allí, viendo por la mirilla de la puerta al vecino desahuciado, pateando la número cinco descosida, escuchando lo que decía mi padre a través de un óvalo relleno de fonemas. Ése era el mundo de mis noches. El mundo de mis días era irrelevante: una casa oscura, una mirada no correspondida. Por un tiempo floté a media agua entre historias absurdas donde el patio de la infancia no era mi patio, y los afectos perdidos parecían monigotes petulantes que ni siquiera me dirigían la palabra. Al mes me volvió a ocurrir. Me sacudió la sensación de estar, en carne y hueso, en medio de los sueños. Fue una noche en que la luz de luna se filtraba entre dos listones de persiana desacomodados por un encastre imperfecto. El insomnio estaba ganando la partida, pero al final pude dormir hasta que el despertador interrumpió el relato de mi padre, que me contaba que Armstrong y Aldrin habían pisado la luna, y que antes de regresar clavaron su bandera —como el perro que orina en los confines del lote para marcar lo que le es propio, agregó, sin que yo comprendiera el sentido de sus palabras—. Y que un tal Collins se — 13 —


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quedó dando vueltas alrededor del satélite mientras los otros dos se llevaban el bronce. Mi padre había adquirido el hábito de repetirme una y otra noche las historias de aquella luna lejana. Para mí, o para aquel NN que era el sujeto en primera persona del sueño, la luna no era ese cuerpo opaco con luz prestada que se filtra por la ventana del dormitorio, era una especie de papel glasé metalizado, brilloso y gigante que colgaba de un hilo semitransparente en los actos escolares. Mientras mi padre me habla con globos de historieta, imagino a Armstrong y a Aldrin ahí, como muñecos articulados que desafían las leyes de gravedad y caminan verticalmente en la luna de utilería. La otra, la luna esférica incrustada en el cielo del fondo de mi casa y que cada tanto invade mi pieza, está demasiado lejos. No podía entender cómo dos tipos habían llegado hasta allá arriba; me era más fácil ver a la luna real como una representación simbólica y a la de utilería como la verdadera. Era la que tenía más a mano, la luna tangible, porque pasada la ceremonia de fin del ciclo lectivo quedó varios meses colgada del escenario del salón de actos del colegio, hasta que alguien la guardó pensando que podía servir para representar otras lunas en otras circunstancias. Poco después, las voces que corrían de aula en aula aseguraban que había entrado humedad en el depósito, que nuestra luna glasé pegoteada sobre cartón corrugado había tomado un aspecto espongiforme y debió ser desechada junto a soles, nubes y estrellas en dos dimensiones. Por aquellos tiempos, mi padre intentaba simplificar el relato de la carrera espacial entre soviéticos y norteamericanos hasta un nivel de sencillez suficiente como para que yo pudiera comprender, pero de mi infancia y del sueño de mi infancia sólo quedan nombres deshilachados en una voz muda: Armstrong, Collins, Aldrin y Apolo. Laika, Gagarín y Sputnik. Como el anterior, el sueño en el que mi padre me contaba sobre lunas, transbordadores y cohetes fue de un realismo desacostumbrado. Tan es así que desperté con el convencimiento de haber estado ahí hasta unos segundos antes, mientras él esparcía — 14 —


La voz de mi padre palabras envueltas en globos de comic desde el sillón. Puesto a encontrar las razones por las que la mayoría de los sueños se evaporan en cuanto despertamos —cuando lo que querríamos es sumergirnos en ellos como las abducciones en los relatos de marcianos—, deduje que el olvido es la condición necesaria para permanecer dentro de los límites de la cordura. Como la amputación quirúrgica para detener a la gangrena: resignamos la pierna para que no se nos vaya la vida. Aquel sueño (el más vívido que había tenido hasta entonces) tenía un lado flaco. La voz de mi padre no era su voz; su voz seguía siendo una frase dibujada en un globo de comic. Hacía tanto tiempo que no lo escuchaba que olvidé su forma de hablar, las singularidades con las que el aire atravesaba sus cuerdas vocales. Por momentos creo escuchar una voz gastada y un tono pausado, pero al segundo comprendo que no es la de él. Eso sí, puedo ver su cara y sus labios moviéndose. Me basta con recordar las fotos en blanco y negro, dejar fluir la imaginación hasta que los bordes amarillentos se desvanecen y el hombre de la foto abandona la quietud, y sus labios emiten sonidos indefinibles que tajean la noche en forma de globos de historieta. Después de ese segundo sueño volvieron las historias intrascendentes, porque el desconocido que acecha en una calle oscura o el precipicio insalvable que finalmente nos devora no son más que literatura de segunda selección, relatos comprados a mitad de precio en el outlet de los sueños que sólo sirven para no despertar maniatados por la locura. Algunos, tejidos bajo el asedio del bombardeo mediático; otros, metáforas de angustias encriptadas en algún recoveco del inconsciente que no dejamos que exploten porque no habría hilo de sutura suficiente para tanta herida abierta. En las noches que vinieron, el monstruo que escribe mis historias subterráneas optó por el libre albedrío. Al pasado le ganó la amnesia, los sueños comenzaron a mostrarme los días por venir. Las desgracias cobraban entidad pero carecían de nitidez: me esperaban circunstancias terribles a las que no — 15 —


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les podía poner nombre. Los nuevos sueños del futuro suponían una ventaja: noche a noche mi participación en ellos iba tomando forma. Me sentía involucrado. Creí, por fin, que estaba por lograrlo: el sueño de asir los sueños, de asistir despierto a sus verdades reveladas. Después de esos sueños descartables, una noche me dormí sabiendo que algo estaba por pasar. Fue como tirarme de cabeza sobre lo que vendría, a buscar el timbre de voz de mi padre, a buscar las vibraciones y los ciclos por segundo con los que definía cada palabra, a registrarlos con un sensor incorporado en las entrañas para que la voz de mi padre quedara guardada en mi recuerdo. Internarme en ese sueño fue zambullirme a ciegas en una laguna cristalina y, ya en el aire, contemplar la posibilidad de que lo que en verdad me espera es la boca de un volcán. Daba lo mismo: aguas mansas o lavas incandescentes de algún infierno de la periferia. Un infierno regenteado por un burócrata disfrazado de Lucifer que había ganado una concesión por cinco años. No recuerdo si había agua o lava incandescente, porque despegué del borde y me dormí suspendido en el aire ahuyentando malos presagios que tardaron nada en cristalizarse. Era una noche de lluvia a la que no le faltó ninguno de los clichés del terror bizarro. Rayos que parten el cielo al medio, sombras de arma blanca que acechan tras una pared, cortes de luz. En el pasado me esperan las historias de mi padre, mientras el globo del comic estalla en pedazos y su voz toma cuerpo en medio de los relámpagos que se filtran en la habitación. Pasaron las horas. Llegó la mañana, luego otra y luego miles de mañanas y noches que ya me son ajenas, porque ahora mi sueño es mi celda eterna, y mi vida gira atrapada entre actos escolares con lunas planas de papel glasé y las historias de mi padre. Fuera de los barrotes de la celda ocurren minucias de las que me entero por casualidad, como que la pelota de gajos rotos un día se pinchó para siempre, que a la luz amarilla de la esquina la segaron de un piedrazo y el municipio nunca la reemplazó, o que el vecino enfermo se durmió una noche y decidió no volver a despertar. Desconozco lo que ocurre en el mundo — 16 —


La voz de mi padre diurno. De vez en cuando extraño los ojos que nunca devolvieron mi mirada. Pero en el mundo de noche, mi padre me cuenta todos los días las escaramuzas de yanquis y rusos por ganar el espacio, la caminata lunar de Armstrong, el mástil sosteniendo barras y estrellas clavado a metros de un cráter, Collins renunciando a la gloria mientras espera que los otros terminen su faena, mi padre sentado en la penumbra del sillón y hablando con voz nítida, con la voz más diáfana que jamás le escuché, hasta que se hace tarde y debo dormir porque a la mañana temprano, ya en la escuela, me espera la luna real, la de papel glasé brillante que cuelga del escenario del salón de actos.

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CAMINO AL LAGO Llevaba tantas horas andando en soledad que había perdido la noción del tiempo. Nadie me acompañaba, con nadie me había cruzado; en un momento levanté la vista y miré hacia el Lago: la columna de humo espeso que asomaba detrás de los árboles tomó forma de hongo atómico y envolvió el follaje con nubes color hollín fundidas sobre fondo de cielo rojo. Necesitaba encontrar el campamento de los Hermanos de la Congregación, y la única referencia para dar con ellos era un punto del camino en el que un clavel del aire se había aferrado a la vida a través del tronco de un baobab. Mi misión era darles la buena nueva a los de la Congregación: el viejo Sanders estaba reagrupando nuestras fuerzas. Debía unirme a ellos y guiarlos hasta el Lago de Aguas Cristalinas. Era probable que el clavel del aire y el baobab hubieran estado frente a mis narices algunos kilómetros atrás y el agobio me hubiese impedido verlos; en ese caso, no pensaba retroceder para ser almuerzo de salvajes. Estábamos en aquella causa porque amábamos la vida; sin embargo, hace ya muchos años nos paramos delante de una foto de Sanders —estaba tan joven ahí, su mirada invitaba a seguirlo— y juramos morir antes de ser atrapados por el Escuadrón de las Águilas. Delante de los santos evangelios juraba cualquiera, delante de la imagen de Sanders, no; para eso había que tener pelotas y una tirria visceral contra los paganos. Quienes lo habían visto decían que ya no era el mismo, que las torturas del cautiverio hicieron mella en su espíritu. Sanders no era sólo un líder religioso: era mucho más que eso. Ninguno de nosotros hubiera sido capaz de enumerar de corrido tres razones por las que lo seguíamos; apenas nos aferrábamos a leyendas que contaban nuestros padres: cada generación engrosó el cimiento — 19 —


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donde ese relato creció hasta formar parte de nuestra impronta cultural, y entre todos lo convertimos en sagrado y eterno. Los mitos de los ancestros son acequias que nos atraviesan la vida y su caudal se nutre de oralidad cuando la descendencia los hace propios, pero quienes intenten exponerlos a la luz de la razón quedarán huérfanos de pasado. Sanders lo sabía, por eso le bastaba con consignas altisonantes que se transmitían de padres a hijos, le bastaba —le sobraba— con la voz de los juglares que exaltaban en coplas sencillas su coraje de mártir romántico. Elegía a dedo a sus enemigos, que eran los enemigos de todos. El ídolo estaba en pie, adorarlo era una cuestión racional: puro sentido común. Los carteles que mostraban al joven Sanders con gesto decidido se reprodujeron por millones; sin embargo, en las reuniones de la Congregación se hablaba de un octogenario que tenía algún brote de lucidez unas pocas horas al día, y que el resto del tiempo dormía o daba órdenes terminantes que eran desechadas minutos después, porque de su misma boca partía un mandato que las contradecía. Dejó jirones de su vida por no venderse a los paganos de uniforme negro y brazalete de águila; cada marca de tortura en su cuerpo era objeto de veneración. La facción más dura aseguraba que el viejo tenía intacta la fuerza de otrora, y que las usinas de rumores del Escuadrón de las Águilas lo mostraban desahuciado y senil para desmoralizarnos. Cuando lleguemos al Lago se correrá el velo para siempre: ahí conoceremos al verdadero Sanders. El aire caliente parecía estancado en el camino, atrapado entre surcos de vegetación árida, aunque cada tanto una bocanada de viento espeso rompía la quietud y explotaba en mi cara. En la cantimplora quedaba apenas un trago de agua, y a cada paso vencía la tentación de beberla sabiendo que más adelante me iba a ser imprescindible. Las plantas de los pies y las suelas de yute de las alpargatas eran una misma costra calcinada y reseca sobre el piso de arcilla ardiente que se extendía en línea recta hasta el fin del mundo, ahí donde el Lago, — 20 —


Camino al Lago donde la humareda cedía por momentos y dejaba ver hojas verdes a lo alto, donde imprevistamente una llamarada roja emergía con la fuerza de mil demonios y tragaba árboles y nubes. Las últimas noticias decían que la zona del Lago de Aguas Cristalinas ya estaba bajo nuestro control; esas llamas descomunales, entonces, no tenían razón de ser: encerraban un misterio que socavaba la confianza ciega en la victoria final, la única convicción que me mantenía en pie. El camino de arcilla parecía dibujado en un plano, como si alguien hubiera buscado el punto en el que fugaba la perspectiva sobre un croquis; en esos momentos, otra bocanada de aire espeso y caliente volvía a situar la escena en tres dimensiones. En un momento vi algo que se movía muy a lo lejos. Creí que era una ilusión óptica, pero minutos después resultó evidente que venían hacia mí desde el extremo de la calle. No era razonable que alguno de nosotros desandara aquel camino: se trataba de llegar al Lago, no de huir de él, allí nos esperaba el viejo Sanders para reagrupar nuestras fuerzas. Tampoco podía ser alguien del Escuadrón: ellos prefieren moverse en patotas —patrullas, patotas, lo mismo da—, dominan el territorio y rastrillan cada metro cuadrado, siempre con sus uniformes negros, con la cabeza de águila bordada en rojo sobre el brazalete, con maneras impiadosas de mercenario mongol. Ya no quedan imparciales en esta historia: no hay lugar para formas sutiles de disenso, los grises fueron forzados a blanco o negro. Si no se trataba de un aliado y tampoco de un enemigo, tal vez aquello que venía hacia mí no fuera más que un animal perdido que decidió agotar fuerzas andando sin rumbo hasta que llegara el momento de desplomarse sobre la arcilla. Pasados unos minutos, aunque la figura que se movía en el contorno del horizonte era difusa y estaba a cientos de metros, era evidente que tenía forma humana. En aquella imagen había algo que no encajaba, como si ese croquis en donde las tres dimensiones se hacen dos hubiese quedado a cargo de un dibujante inexperto que erró cálculos de perspectiva entre fondo y sujeto. La temperatura extrema y la sed podían provocarme — 21 —


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alucinaciones, así que seguí camino sin hacer caso a conjeturas. Quienquiera que fuera esa cosa que se movía, caminaba en sentido contrario al que yo andaba; por lo tanto, en algún punto nos íbamos a cruzar. Bastaba con ser prudente. Cuando estuvo más cerca descubrí que era un chico de unos nueve años; por eso su altura me resultaba desproporcionadamente pequeña comparada con el horizonte. No vestía de negro, al menos eso era un detalle tranquilizador. No es que yo fuera de tenerle miedo a un chico; lo que ocurría era que esos miserables los adoctrinaban desde pequeños, los vestían de negro, les rodeaban el antebrazo con el brazalete antes de que dominaran esfínteres y cuando aprendían a pararse los entrenaban en el arte de la delación primero y en el arte de matar después. El chico avanzaba a duras penas, arrastraba los talones dejando huellas indelebles tras sus pasos, como si esparciera un aceite alquitranado a lo largo del camino de arcilla. Cuando estuvimos uno frente al otro, la vegetación que crecía a los costados del camino se había reducido a un par de arbustos raquíticos: el sol estallaba sobre nuestras cabezas. Quise detenerlo para preguntarle de dónde venía — era obvio que venía del Lago, sólo trataba de tener esa certeza para hacerle muchas preguntas más—, pero ni siquiera me miró. Creo que necesitaba ayuda, pero nada podía hacer por él: mis fuerzas estaban al límite y tenía una misión que cumplir. Cuando reescribamos la historia no necesitaremos héroes sino mártires, y ese chico iba en camino de serlo. El chico quedó atrás y me di vuelta: un cartel con el rostro de Sanders sobresalía, destruido, de su mochila rotosa, y arrastraba talones en carne viva, dejando huellas de sangre sobre el suelo. Pareció darse cuenta de que lo estaba observando, porque él también giró la cabeza, aunque había fijado sus ojos en el horizonte, como si hubiera descubierto algo a mis espaldas. Era un chico de nueve años pero hablaba con voz gastada; había dilapidado su vida desandando aquel camino. —Allá vienen ellos. — 22 —


Camino al Lago Miré hacia el Lago, pero no vi nada. — ¿A dónde? —Oiga, no vaya para el Lago de Aguas Cristalinas. Es una causa perdida. Me dio tanta pena que busqué mi cantimplora para ofrecerle el agua que guardaba como tesoro, pero el calor la había evaporado. El chico miró con decepción, giró la cabeza y siguió desangrándose a paso lento. El encuentro parecía un mensaje encriptado en una pesadilla; en cuanto al Lago, prefería no imaginar qué sucedía. A esa altura el viejo Sanders ya debería haber comenzado la contraofensiva con algunos miles de los nuestros. Sanders era un pacifista por naturaleza, pero a la hora de exterminar enemigos no le temblaba el pulso. Era lo que necesitaba creer para darme fuerzas: que los del Escuadrón, a esas horas, no eran más que un mal recuerdo. Sin embargo, la humareda que se veía sobre el Lago tomaba formas curiosas y furiosas y enlazaba nubes oscuras que luego expulsaba con estampidas que dibujaban paisajes apocalípticos. Desde el fondo del camino venía un grupo de personas hacia mí, no por la lomada del centro sino recostados sobre el margen derecho. Seguramente el chico había fijado su mirada en ellos cuando me habló. Todavía estaban lejos, pero me di cuenta de que eran treinta esbirros con los clásicos atavíos negros que los delataban como miembros del Escuadrón. No les preocupaba andar bajo el sol; parecían danzar como si practicaran un rito extraño. Comencé a caminar sobre el margen contrario al que se desplazaban. Pocos metros después encontré, por fin, el clavel del aire, aunque del viejo baobab sólo había quedado un esqueleto truncado de madera hueca. El clavel del aire era la señal para hallar el campamento: ahí debían estar los de la Congregación esperándome. Una vez que me uniera a ellos debíamos llegar al Lago de Aguas Cristalinas. Si la contraofensiva ya estaba en marcha, nos uniríamos a la gente del viejo Sanders en el trayecto; si no, en el mismo Lago formaríamos parte del reagrupamiento. El hallazgo — 23 —


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del clavel fue afortunado; seguramente la iba a pasar mal si me cruzaba con el grupo que venía a lo lejos. Salí hacia la derecha del camino, en dirección al campamento. Recordaba el atajo de memoria: se abría un pasaje de escalones desparejos sobre los que se cernía un cielo de ramas amarillentas. Algunos escalones estaban separados entre sí por una distancia demasiado grande como para cubrir de un tranco, así que no quedaba otra posibilidad que tomarse de algún peñasco como quien desciende por la ladera de una montaña. Muchas piedras se habían desprendido y habían caído; otras se movían apenas las pisaba y parecían a punto de desmoronarse. Llegué a la planicie, unos veinte metros más abajo. El pequeño pueblo había sido abandonado muchos años atrás. Atravesé callejuelas desiertas y crucé la vieja plaza en diagonal. Había conocido aquel lugar en sus épocas de apogeo, cuando desbordaba de riquezas que crecían por el tributo de pueblos sometidos; tantos años después, pisar aquellas ruinas en donde no habitaban siquiera gusanos me provocaba una pena profunda. La torre del campanario de la iglesia era la única construcción que había resistido con decoro el paso del tiempo. Alguien había pintado la insignia del escuadrón: la cabeza de águila desafiaba al pueblo muerto desde las cuatro caras de la torre. El tono bermellón del águila era tan intenso que parecía recién pintado, aunque estaba seco al tacto: en aquel infierno, el líquido menos volátil secaba en segundos. Saqué la faca de mi cinto y comencé a raspar cada lado del muro. La insignia enemiga debía desaparecer de mi vista, aunque fuera mi último acto. Decapité al águila y el esmalte color sangre cayó retorcido sobre sí mismo, como cáscaras de fruta reseca. Entre nuestra gente se contaban cosas terribles del Escuadrón de las Águilas. Se decía que cada año, al comenzar el solsticio de invierno, miles de chicos eran cooptados para su causa y sometidos a una instrucción rígida de guerreros espartanos, y que en ese rito iniciático tomaban un águila joven y la alimentaban con un recién nacido. Después danzaban ritmos extraños hasta el amanecer, y a la mañana siguiente esos chicos eran vestidos — 24 —


Camino al Lago con uniforme negro y comenzaban un mes de instrucción, al cabo del cual se integraban al escuadrón como la base inferior de una pirámide que no paraba de crecer. Llegué a un sendero estrecho por donde apenas podía pasar una persona. Alguien espiaba en la otra punta, a trescientos metros de mi posición, como si hubiera estado esperándome durante horas. Podía ser alguien del campamento, o un miembro del escuadrón. Me detuve un instante; debía sopesar la posibilidad de estar frente a una encerrona mortal. El sujeto echó a correr por el otro extremo hacia afuera. Tal vez vistiera uniforme negro, no estaba seguro; cuando nos preparábamos para la batalla final nos enseñaron que en circunstancias de agotamiento extremo los miedos profundos rompen su cápsula y adquieren forma de alucinaciones; no hallan la válvula de escape natural a través de sueños y buscan salidas de emergencia. Nada di por seguro: la columna de humo que emergía detrás de las copas de los árboles a la altura del Lago, el chico que parecía dejar manchas de alquitrán tras sus pasos, el grupo que venía a lo lejos ensayando aquel extraño ritual, el sujeto que me espiaba desde el otro extremo del pasaje y que tal vez formara parte de una patrulla del Escuadrón, todos parecían hechos y personajes de una alucinación. Sin embargo, algunas señales parecían no dejar lugar para confusiones: pude haber imaginado al niño y al tipo que me espiaba, pero el baobab destruido y el clavel del aire debían estar donde creí verlos: ellos me sirvieron de referencia para descender, atravesar el pueblo muerto y tomar el atajo que me llevaba al campamento. El humo con forma de hongo atómico tampoco pudo haber sido un engaño: el chico me habló de la inconveniencia de ir hacia el Lago sin que le dijera nada. Salvo que todo formara parte de una pesadilla gigantesca, hasta mi propia existencia, y que la trama de esa pesadilla fuera tan lógicamente perversa que las piezas que la componen coincidieran con demasiada precisión. La posibilidad de vivir en un mundo irreal me paraliza. — 25 —


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Siempre aborrecí esas historias que coquetean con el desdoblamiento del tiempo, pero les juro por Sanders que ahora estoy en el pasillo estrecho, consciente de que cada minuto que pasa es una chance menos de supervivencia, y sin embargo me tomo un tiempo para recordar a aquel filósofo llamado Descartes y al concepto de duda cartesiana aprendido en mis épocas de estudiante, cuando la política del sometimiento del Escuadrón todavía guardaba formas sutiles. De eso se trata: de dudar de todo, de no dar nada por seguro. Me pregunto si la estructura arborescente de una alucinación podía llegar tan lejos; quiero decir, las reglas deberían ser universales: si nada existe, tampoco Descartes. Sería ridículo inventar a Descartes sólo para que tuviera una participación aislada e insignificante en la quimera que me toca vivir. Como si, para darle forma a un personaje secundario que aparece unos pocos segundos en una película, el director filmara en forma paralela su historia de vida sin que nunca viera la luz. Situémonos en Casablanca: El pianista negro toca As time goes by delante de Ingrid Bergman; en eso, entra Humphrey Bogart y se dirige hacia el piano. En segundo plano se ve salir a un mozo que lleva una bandeja por la misma puerta. Es como si el director hubiera ocupado meses filmando la vida del mozo sólo para darle verosimilitud a su existencia, metros y metros de celuloide que nunca nadie verá, arrumbados para siempre. Haciendo un paralelo, me pregunto por qué me acordé de Descartes, qué papel tiene Descartes en mi historia si todo es parte de mi mente afiebrada. El tipo que controlaba mis pasos desde la otra punta hacía varios minutos que había desaparecido; yo ya había perdido demasiado tiempo raspando la insignia del águila pintada sobre la torre de la iglesia. Sanders nos había enseñado que no debía quedar piedra sobre piedra de lo que hiciera el Escuadrón de las Águilas, que era menester destruirlo todo, aun lo bueno: muchas veces lo siniestro habita bajo apariencias inocentes. Era una frase grandilocuente que le escuché de pequeño a algún juglar y que me quedó grabada a fuego; — 26 —


Camino al Lago Sanders siempre se las ingeniaba para que sus grandes ideas no nos fueran indiferentes. Pensé en nuestros muertos y, antes que en ellos, en los que quedábamos vivos. Fui por la gente de la Congregación, a ellos me debía: mi obligación era guiarlos desde el campamento hasta el Lago. Atravesé el pasillo consciente de que podía convertirse en una trampa: mi temor era que vinieran hacia mí desde la salida y que alguien bloqueara el paso a mis espaldas. Avancé girando la cabeza a cada tranco; después empecé a correr tan rápido como el suelo desparejo y mis pies destruidos me permitían. Llegué al otro extremo, espié escondiendo el cuerpo antes de exponerme y avancé con cautela hasta las tiendas de campaña, que habían sido armadas sobre una planicie de tierra colorada de algo más de dos hectáreas de extensión, a algunos cientos de metros de la boca del camino angosto. Todo parecía desenvolverse dentro de un llamativo orden: habían levantado las carpas dejando espacios regulares entre una y otra y el camino hacia el monte había quedado despejado por si las circunstancias exigían una evacuación rápida del lugar. Parecía que hasta unos minutos atrás todos habían estado haciendo algo: se veían braseros fuera de las carpas y vasijas dispuestas para preparar un alimento sencillo; leños apilados cada dos tiendas; un tanque montado sobre un carro de dos ruedas improvisado como depósito de agua, bolsas de arroz —seguramente el único alimento en semanas—; enseres necesarios para la vida a la intemperie guardados en cajas rotuladas. Parecía que todos habían estado haciendo algo hasta hacía apenas dos minutos; sin embargo, no se veía a nadie, no se oían ruidos, la quietud era exasperante. Me interné en el campamento y caminé hacia el tanque ambulante con la idea de beber un sorbo. Antes creí necesario despejar dudas sobre quién era yo. —¡Viva Sanders! —grité, y mi voz se coló a través de las lonas de las tiendas de campaña. — ¡Viva Sanders! ¡Viva! Y luego: — 27 —


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— ¡Viva Sanders! ¡Viva Sanders! ¡Viva! — ¡Viva Sanders! Yo mismo repetía viva Sanders una y otra vez; me desgarraba con hurras de voz en cuello que se fueron perdiendo en ecos lejanos que devoró el calor. No podía soportar tanta soledad; tal vez los miembros de la Congregación hubieran sido acechados por una patrulla del Escuadrón de las Águilas y debieron huir por el monte. Intenté convencerme de que hubo un éxodo forzado; aunque no era la mejor noticia, tampoco indicaba que todo estuviera perdido. Ya no soportaba mi garganta reseca, necesitaba beber un sorbo de agua, pero el tanque estaba inclinado hacia abajo, con los tirantes del carro apoyados en el suelo, y la última gota ya la había absorbido la arcilla caliente. Podía imaginar la vista de aquel campamento desde las alturas, una fotografía deprimente: quietud dentro de una quietud más grande aún, un pobre tipo moviéndose como entre cadáveres. Ése era yo: un pobre tipo moviéndose entre cadáveres. Asomé la cabeza hacia el interior de una carpa, luego de otra, y otra, y ya no quise ver más. En cada una de ellas había tres miembros de la Congregación; parecían atrapados en un sueño profundo, con la cabeza ladeada, acogotados con el crucifijo que llevaban al cuello. No podía estar más tiempo ahí; sólo dediqué treinta segundos a una oración y otros treinta a un ruego: que Sanders me iluminara para conocer el camino más rápido a la venganza. Ahora debía llegar solo al Lago, los nuestros ya debían ser miles. Desandé el recorrido hasta el camino principal tan rápido como pude; volví a atravesar el sendero angosto, el pueblo muerto, la torre del campanario. Cuando dejé atrás el pueblo, subí lastimosamente la escalera rústica de piedras y peñascos. Con el último esfuerzo llegué al baobab truncado. El clavel del aire ya no estaba sobre el árbol. Una patrulla del Escuadrón de la Águilas me estaba esperando. Eran aquellos que venían danzando a la distancia, como ensayando un ritual: los uniformados negros con el brazalete del águila roja eran los nuevos dueños de mi vida. Estaba tan vencido que tomé el final con — 28 —


Camino al Lago consuelo. Ya no mostraban la hilaridad con la que marchaban bajo el sol; eran treinta uniformes negros procediendo metódicamente y hasta con pequeños rasgos de humanidad. Me ataron con una soga a la cintura y me llevaron otra vez por el sendero descendente. Cuando el suelo se hizo plano me maniataron y me hicieron caminar por las calles del pueblo muerto. Un centinela con el brazalete del Escuadrón estaba repintando el águila sobre las cuatro caras de la torre del campanario. Creo que se dio cuenta de que había sido yo quien había despintado la insignia con mi faca, porque no dejaba de mirarme con ojos pendencieros. Debajo de cada insignia escribía una leyenda: QUIEN QUIERA MATAR AL ÁGUILA TIENE DOS CAMINOS: LA CONVERSIÓN O LA MUERTE. Entramos a la iglesia y el líder de la patrulla soltó el nudo de mis manos y me dio de beber. Podría ser veneno, pensé. No era lo peor que me podía ocurrir. — ¿Qué está pasando en el Lago? —pregunté. —El Lago está en llamas, y ahora sus aguas son de azufre. No se sabe qué pasó: no vive nadie que pueda contarlo, ni siquiera de los nuestros. Pensé en todos, en los “nuestros” de él, en los “nuestros” míos, y antes que nadie en Sanders. El hombre soltó mis manos atadas y me hizo pasar a un baño rústico con mínimas comodidades. Enjuagué mi cuerpo bajo un chorro de agua fresca; fue como volver a la vida. Cuando salí encontré un conjunto limpio de pantalón y camisa negros y me vestí con ellos; el centinela me pidió que entrara a una habitación en penumbras, que me sentara en una silla —“me pidió”, digo como quien puede escoger entre varias posibilidades; en realidad no había más que una alternativa a ese pedido, de modo que obedecí— y dijo que debía esperar a alguien que venía por mí. Pensé que de un momento a otro podía hacer efecto el veneno que me dieron de beber, pero nada de eso ocurrió. Las cosas han cambiado tan bruscamente que valoro este bienestar relativo, aunque ya no soy dueño de mis actos. No siento lástima por los muertos del Lago ni me siento un hijo de puta por no — 29 —


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tener lástima; no siento lástima por el niño-mártir, no siento culpas por no añorar la libertad de caminar sobre un suelo de brasas y desfallecer de sed, ni por los ahorcados de la Congregación, ni por las utopías que se estrellaron contra la realidad. De la realidad que atravieso en este momento ya no desconfío: es inmune a la duda, tangible, concreta, ajena a desvaríos. Podría estar así el resto de mis días, disfrutar de horas muertas e interminables sentado en la silla de una habitación oscura de la sacristía. Me atraviesa una corriente de aire fresco; las gruesas paredes de adobe fueron construidas con la sabiduría de los ancestros, refractarias al infierno del afuera. Ni siquiera me molesta el uniforme negro, la tela de algodón es una caricia para la piel. Estoy tan bien así, tan lejos de la pesadilla del camino al Lago, que quisiera prolongar el momento eternamente; a mis espaldas hay murmullos, primero débiles, luego murmullos intensos que se mezclan con pasos que retumban en la sacristía y en el corredor abovedado que da al presbiterio. Un grupo de ocho personas se acomoda delante de mí; un minuto después, un sujeto mayor, algo encorvado, se acerca caminando despacio. Sus lugartenientes rechinan los talones de los borceguíes con sonido marcial. El viejo se sienta lentamente, como si las torturas de su época de cautiverio todavía le pesaran, tirando hacia atrás los pantalones negros a la altura de las rodillas que flexiona con dificultad. Me mira en silencio. Conocía aquella mirada: era la misma por la que había jurado defender una causa ridícula hasta la muerte. No habla, sólo me extiende un brazalete con la insignia del águila tan flamante, tan magníficamente bordada con hebras rojas sobre fondo negro. Nadie me dice nada. Creo que sé qué quieren: que bese el águila de hilos brillantes en relieve con la misma devoción con que hace años besé una cruz, y es lo que hago. Yo tampoco hablo, sigo ahí, estupefacto; junto los dedos de la mano en un punto, hago un aro con el brazalete y lo deslizo lentamente por la manga hasta la altura de mis bíceps flacos. El anciano se va y todos hacen una reverencia; también yo. El centinela trae un plato de comida y una vasija con agua, bebo e — 30 —


Camino al Lago ingiero lentamente y mis tripas vírgenes vuelven a la vida, todo vuelve a la vida en mí menos el pasado. Ahora que soy el hombre nuevo, un inmortal invadido por la paz infinita que sólo se siente cuando se está del lado de los vencedores.

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FRAGILIDAD Fue extraño reconocer a primera vista a un compañero de la escuela primaria treinta años después; más aún hacerlo a través de una foto que se publicó en el diario para acompañar una nota de diez líneas. El mechón sobre la frente y un gesto como de quien padece de resfrío crónico me remitieron a un 11 de septiembre, tal vez de 1970. El patio cubierto de la escuela era el lugar donde pasábamos los recreos de los días destemplados. Como tenía un escenario en forma de hemiciclo también lo usábamos como salón de actos. Vaccaro desafinaba el Himno a Sarmiento estrofa a estrofa. Su gloria y loor, honra sin par sobresalía nítidamente del tono coral de los actos escolares y quedaba expuesto a la burla, a la crueldad inconsciente de nuestra infancia. Lo conocíamos desde primer grado: si alguna cruz le faltaba cargar era ser el último de la lista. Zárate había repetido el año anterior y sólo la aparición de un Watkins o de un Zuloaga podía privarlo de esa peculiaridad. En el país de los patronímicos y de los adjetivos plurales italianos, lo más probable era que apareciera un Fernández o un Bianchi, como efectivamente ocurrió. Vaccaro tenía un guardapolvo más amarillento que la mayoría, una voz que cambiaba el tono y que chirriaba como ejes de carreta desengrasados y un resfrío crónico cuya consecuencia era un pañuelo saturado de secreciones. Era poco hábil para el fútbol, flojo de entendederas para la suma de quebrados, proclive a manchones de tinta con lapicera fuente, olvidadizo de los ríos de Europa que su madre le refrescaba a cachetazos y cagón en esos momentos del recreo en los que las gastadas ya no se frenaban con palabras. Nunca supe si el viejo chorro y la hermana puta eran la parte mendaz de la leyenda necesaria para definir al personaje o la brutal cereza que había puesto — 33 —


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en el postre el dios mezquino al que le rezaba cada noche. En aquella época de jinetas occidentales y cristianas en el sillón de Rivadavia no había lugar para interpretaciones disonantes con la historia oficial. Deshumanizaban el pasado, lo convertían en bronce y se apropiaban de los apellidos ilustres. Así, los que llamábamos próceres eran inevitablemente buenos y no sabían de debilidades. Sarmiento era el niño prodigio que nunca faltó a la escuela y estudiaba a la sombra de una higuera sanjuanina. Ya de grande fue educador, inventó el grafiti moderno escribiendo “Bárbaros, las ideas no se matan”, le dio un hijo a la patria para que lo mataran en la guerra del Paraguay y cerca del final le llegaron la presidencia y el destierro. La historia no tenía ni siquiera espíritu maniqueo, porque los buenos se pudrían como tales en el panteón de los héroes (y nos valíamos de ellos para nombrar plazas, calles y ciudades), y los malos eran tan desaforadamente malos que ni el polvo de sus huesos la América iba a tener, como escribió alguna vez Mármol pensando en Rosas. Nosotros, educandos dóciles, marcábamos en el calendario cada 11 de septiembre con la pureza virginal que perdimos con la contemporaneidad. Antes era un día para cantar el himno y recordar por una vez al año que el vocablo loor forma parte de nuestra lengua, un día para reducir nuestra historia a un puñado de anécdotas embadurnadas de moralina, para que las muchachas que cumplieron el sueño de ser maestras llevaran a casa una bolsa con tantos regalos como alumnos tuviera el grado. La contemporaneidad troqueló nuestro 11 de septiembre en un rompecabezas cuyas piezas jamás coincidieron. Nuestra efemérides fue víctima de la regla laxa que permitió obviar la letra pe al mencionar el mes, del pinochetazo a La Moneda y del atentado a las torres gemelas. Las decisiones de la Real Academia y los avatares del imperio tuvieron como consecuencia que nuestro tono evocatorio —terrenal, pueblerino— se atomizara en la diáspora que impuso el posmodernismo. Aquel acto fue exasperantemente largo, o al menos así lo recuerdo. Es sabido que el tiempo corre de otra manera a la velocidad — 34 —


Fragilidad de la luz o en medio de la levedad de los once años. La directora y una maestra leyeron con solemnidad los discursos de siempre —año a año cambiaban las palabras pero en nuestros oídos sonaban siempre iguales—, los chicos de los primeros cursos subieron al escenario en forma de hemiciclo para recrear escenas de un joven virtuoso educando a analfabetos. Cuando terminó el acto volvimos al aula; diez minutos después sonó el timbrazo que anunciaba el recreo. Buscamos un rincón en el patio descubierto y cada uno de nosotros contó del regalo que había traído para la señorita Nidia. Un pequeño gesto de obsecuencia anual: el muñeco de terracota para el aparador, el borrador de raso relleno de guata y cosido por la abuela, la edición de tapa dura de las Rimas de Bécquer. Todo pareció insignificante cuando Vaccaro apareció con una caja envuelta en papel madera. Abrió el paquete y los bordes de seis copas de cristal centellearon con el rayo de sol que prometía primavera en diez días. Un juego de copas en una caja de aspecto distinguido, rodeado de papel corrugado para amortiguar golpes y cercado por treinta guardapolvos blancos que miraban con asombro. Ninguno de nosotros entendía de cristales ni de copas, pero nos atravesaba el convencimiento de que iba a ser el regalo destinado a sobresalir. Por una vez en la vida Vaccaro iba a destacarse sobre el resto, a conseguir el Muy Bien 10 que le era esquivo en los márgenes del cuaderno. La señorita Nidia agradecería complacida; las chicas de los bancos de adelante apoyarían en coro los elogios de la autoridad. Mientras envolvía puntillosamente la caja por los mismos pliegues marcados en el papel antes de desenvolverla, Vaccaro parecía haber ganado el aplomo que nunca tuvo. Por un momento vuelvo a la realidad y el diario me muestra el mechón de pelo y el resfrío perenne que infunden pena. De repente se acomodó el mechón con un leve movimiento de cabeza, ya no en la quietud de la imagen impresa sino en aquel recreo de un 11 de septiembre, tal vez de 1970, y el timbre que llamó otra vez al aula lo sorprendió caminando al lado de Alejandra, la deidad del curso, que le dijo: Vaccaro, qué regalo hermoso que — 35 —


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compraste; Vaccaro explotó de felicidad porque un cosquilleo rubio y levemente ondulado le rozó la punta de la nariz y unos ojos celestes se dignaron a mirarlo por primera vez en cinco años (“hoy la he visto..., la he visto y me ha mirado...,¡hoy creo en Dios!”, seguramente pensó, aunque nunca había leído a Bécquer); y él, que era incapaz de mentirle a un ser tan angelical, reconoció que no lo había comprado, que sólo sacó subrepticiamente del aparador un regalo de casamiento de los padres, que su madre tardaría años en descubrir que ya no estaba en donde suponía, que cuando lo descubriera él ya sería grande y hasta era posible que ya no viviera con su madre. Unas semanas después, según las verdades a media voz que corrieron por el curso, la ausencia de Vaccaro no se debió a una recaída en su crónico resfrío, como aseguró la versión oficial, sino al castigo de la madre cuando descubrió el desliz; quizás por azar, quizás por la delación de alguien que habló en el lugar equivocado, pequeñas miserias en las que caen aún quienes las disimulan con rostro angelical. Cuando volvimos al aula, la señorita Nidia recomenzó la clase contando pequeños hechos domésticos de la vida de Sarmiento. Alejandra se paró desde el primer banco, en actitud protocolar, miró a la maestra con sus ojos color del tiempo y le dijo: disculpe, señorita, pero deberíamos terminar la clase diez minutos antes para darle los regalos; la maestra se hizo la desentendida con un pero, no hacía falta y la vocinglería estalló en un ¡sí!, ¡ahora!; la señorita fingió con poco esmero un gesto de sorpresa mientras en los bancos del fondo se acordaba el orden de entrega y se decidía que las copas de Vaccaro debían quedar para lo último. Alguien propuso respetar el listado, entonces pasó Álvarez con su monigote de terracota para el aparador, Bianchi con el borrador de raso relleno de guata que le cosió la nonna, Converti con el libro de poemas de Bécquer y así hasta Tagliaferro, que le entregó un juego de lapiceras con la cara de pocos amigos que debe llevar siempre el renegado del curso. Por fin llegó el momento de Vaccaro. Algunos comenzamos con un bullicio que fue ganando en — 36 —


Fragilidad efervescencia hasta que alguien atinadamente nos conminó a callarnos. La señorita Nidia no debía sospechar del destape de Vaccaro. Desde mi banco miré hacia la otra punta del aula y creí adivinar un destello de felicidad en sus ojos. En medio de la excitación del momento tuve un mal presagio. El chico sacudía el mechón de pelo de su frente y aspiraba los mocos mientras miraba de soslayo a Alejandra. Harto de ser el centro de atención por las burlas, el inesperado protagonismo lo había puesto exultante. Colorado de vergüenza, o de orgullo o de las dos cosas, se levantó torpemente del banco y encaró hacia el escritorio de la maestra. En aquel momento me importó muy poco. Algunos hablaron de una pierna en el pasillo que forzó el desenlace, otros creían que sólo fueron él y su torpeza. Pero ahora, que veo en el diario su foto de mirada frágil, la foto de tres cuartos de perfil derecho como la que exigen para el documento, pienso cuánto hubiera querido que aquellas copas llegaran indemnes hasta el escritorio, pienso qué hubiera sido de la vida de Vaccaro si las aristas circulares de las copas hubieran conservado el brillo inmaculado del recreo. Lo pienso hoy, porque todos somos Atlas modernos que cargamos más de un fracaso sobre nuestras espaldas. Al ver su foto en el diario viajo en el tiempo a la velocidad de la luz hasta el aula en la que Vaccaro lleva las seis copas de cristal más finas que jamás he visto; la caída pasa delante de mis ojos como un video en cámara lenta, fotograma a fotograma. Vaccaro se va de bruces contra las baldosas con paquete incluido, las seis circunferencias perfectas estallan y astillan el papel corrugado, atraviesan el envoltorio en papel madera, revientan contra el piso. Las veo con tanta angustia que me dan ganas de llorar, ahora que los del diario ponen un aviso con una foto de tres cuartos de perfil derecho porque nadie reclama el cadáver de un tipo que se tiró abajo del tren y que desde hace quince días se pudre en la morgue.

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AL AMOR LO ROMPEN LOS ELEFANTES Una mañana, Clara apareció por el barrio. Recuerdo esa primera vez; Clara se deslizaba sobre la senda peatonal sin rozarla — una finísima capa de aire separaba su calzado del suelo—, empujaba el cochecito azul con Bruno cubierto de mantas hasta la frente. Ella era distinta a otras mujeres: sus ojos no eran de este mundo. Todos los días se detenía en el puesto de revistas a hablar con Pedro. Así se relacionaba con nosotros: hablaba con Pedro, a mí me miraba. Husmeaba las tapas de diario por el rabillo del ojo y me miraba como nunca nadie lo había hecho antes. Le preguntaba a Pedro si en la periferia de Aldo Bonzi resolvieron algún entuerto a tiros, si en Medio Oriente la vida no vale nada y la muerte menos. Bruno está creciendo en un mundo donde las cosas se arreglan a balazos, le decía a Pedro con los ojos clavados en mí. Ella quería cambiar el mundo de todos por el suyo, un mundito fresco y naíf. El mundo que yo deseaba era todavía más sencillo: apenas el lugar común de un retrato de familia feliz. Clara no tenía pasado; ni Pedro ni yo hurgamos en historias anteriores a la historia: cómo fue la tarde en que parió a Bruno, qué rostro tenía Kurt, el esposo ausente que fue a probar suerte a Alemania, cómo llegó al departamento de la calle Alsina, por qué la desmesura de su amor maternal. Esa primera vez que la vi levitando sobre la senda peatonal sentí algo adentro que me cortó la respiración. No sabía si era amor; nunca supe cómo es el amor; el personaje que inventé para sobrevivir iba por el mundo con armadura de acero y cuando alguien hería la coraza brotaba pus, un pus espeso y añejo. Ni siquiera Pedro sabía mi historia de punta a punta; cuando éramos adolescentes, Pedro hizo lo que hacen los hermanos mayores con los más chicos, abrir los ojos al mundo, pero conmigo no resultó. Cuando apareció Clara todo fue — 39 —


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distinto; me descubrí actitudes que creí naturales y que al rato me avergonzaban. Por primera vez sentí eso que a mi edad ya no es amor, momentos en que los ojos de Clara decían todo. A veces, hablando con Pedro, nombraba a Kurt; yo la escuchaba y mi alma se quebraba en pedazos. Clara siempre decía que la salud de Bruno era frágil; supongo que por eso las lluvias de julio la alejaron de las veredas del barrio. Esos días sin Clara son recuerdos borroneados. Apenas había pasado una semana y la ansiedad por verla me desbordaba. Me propuse invitarla a tomar un café en cuanto volviera; lástima que a comienzos de año demolieron el bar de la esquina para instalar un local de comidas rápidas. Tenía que invitarla a un bar como aquel: luces tenues, sillas gastadas, espacios generosos, olores olvidados: el lugar donde Clara y yo podríamos decirnos tantas cosas con sólo mirarnos. Una mañana vino al puesto de revistas una mujer que vivía en el mismo edificio que Clara. Hablé de bueyes perdidos tratando de encarrilar la charla hacia Clara y Bruno, y cuando estaba a los umbrales de algún dato preciso eché todo a perder. Pedro remontó el silencio, hizo un comentario sobre el adulterio del galán del momento; la señora, bulímica de noticias de la farándula, se quedó hablando largo rato. Pedro llevó la charla hasta una chica del edificio, amable y distante; hasta su bebé, que atraviesa madrugadas de tos y llanto y que tal vez sea Bruno, aunque también los del 4ºC tienen un bebé que llora a la hora que todos duermen. ¿Usted escuchó alguna vez llorar a un chico por las noches?, preguntó la señora, y me desafió con la mirada. Imaginé el silencio de la noche roto por el sollozo de Bruno; un silencio de tictacs, muebles crujiendo, penumbra, llanto. No pude, no recordaba su cara. La señora olvidó la pregunta: tal vez no esperaba respuestas, tal vez ya las conocía todas. No es algo que se pueda contar —dijo, ahora mirando a Pedro—, hay que vivirlo. No hay nada más triste que un chico llorando por la noche. La mujer se fue. Al rato le dije a Pedro que no me sentía bien. — 40 —


Al amor lo rompen los elefantes Fui a casa, tomé una pastilla para dormir y desperté a la mañana siguiente con un cansancio abrumador. Me bañé, tomé un té, me pregunté cuántos meses tendría Bruno. Iba a comprarle algo a Bruno, un regalo sencillo. No lo pensé demasiado: lo iba a hacer y punto, un regalo de bienvenida para cuando Clara y su niño volvieran a caminar por el barrio. Hacía muchos años que no pisaba una juguetería, desde épocas del Ludomatic; entré a un negocio inmenso con góndolas como de supermercado y pronto comencé a asfixiarme. Estaba rodeado de extraños: objetos futuristas que no parecían juguetes, empleados que no parecían humanos. Qué hago en un lugar como éste; ya sin aire, busqué la salida: una juguetería es un sitio absurdo para morir. Volví a pisar la vereda, respiré profundo, miré hacia la vidriera y vi exactamente lo que estaba buscando: un elefante plástico, desarmable, con un cascabel en la trompa. Volví al local, lo tomé de la góndola, fui hacia la caja. ¿En efectivo? Sí, en efectivo. Es una buena elección, ¿lo envuelvo para regalo? Sí, para regalo, y mientras la chica plegaba el papel me di cuenta de que no era una buena elección, que estaba cometiendo la estupidez de tener un gesto desmesurado hacia un par de desconocidos; eso eran Clara y Bruno para mí: un par de desconocidos. Más de lo mismo: impulsos que me arrastran como la correntada de un río. ¿Qué fue lo que me llevó hasta ahí? El deseo de entrar a la fuerza en el retrato de familia, colarme entre Clara y Bruno y echar lavandina sobre algo que antes era Kurt y ahora es un manchón blanco en una foto. Ahí estaba yo, de prepo entre madre e hijo, como en la postal de éxito de los anuncios de mayonesa: papá y mamá lindos, sonriendo para la cámara junto al niño. ¿A quién le importa si en un borde hay algo, un rostro innombrable y borroneado? No había marcha atrás; caminaba por las veredas del barrio con el paquete del regalo bajo el brazo, pisando mierda, salpicado de mierda hasta las rodillas. Podía abandonar al elefante con cascabel en el alfeizar de una ventana y seguir camino como si nada, pero hubiera sido terrible si un vecino veía todo detrás de un cortinado. Mejor a — 41 —


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la noche, de regreso a casa: el barrio muere, la oscuridad desalienta miradas suspicaces, las familias se atrincheran con doble cerradura, encienden estufas, televisores, juegan a ser felices. Llegué al puesto de diarios y escondí el regalo en un rincón, disimulado entre revistas viejas. Prefería que Pedro no se enterara, que no tuviese nada que decir. Era un paquete grande, no pude hacer una elección peor. Cuando Pedro se fue a almorzar espié al elefante con el cascabel en la trompa. Piezas pequeñas, decía la caja. No recomendable para menores de tres años. Era un día frío pero generoso; el sol de la tarde me reservaba una sorpresa. En algún momento levanté la vista del diario y vi a Clara y Bruno que venían hacia mí, levitando sobre la senda peatonal. Era como estar frente una muestra de arte contemporáneo: una instalación artística con el cochecito de Bruno y los pasos de Clara, unos milímetros por encima de las líneas de cebra; un ecosistema aislado de la mediocridad del entorno. Ni el Audi que me salpicó con agua podrida del cordón ni la nube tóxica del escape del colectivo rompieron la magia del momento; simulé tranquilidad, la felicidad me estallaba dentro porque ella me miraba, en sus ojos vi las noches tristes de Bruno enfermo, la angustia que atravesaba paredes en forma de llanto. Mirarla me conmovía, pero más me conmovía cómo me miraba ella; algo cobraba vida dentro de mí, eso que no era amor pero que era lo más parecido al amor que he conocido. Algo tenía que hacer. Tal vez invitarla a tomar algo, pero dónde; no sólo el bar de la esquina, todos los bares donde ella y yo podríamos entendernos habían sido adaptados al gusto de hamburguesa en combo con fritas y gaseosa. Me traicionó el impulso de darle el elefante con el cascabel en la punta. Antes la puse a prueba: clavé mis ojos en los suyos. Una prueba más, sólo eso. Ella me atravesó con un fuego virginal. Ya sé qué hubieran dicho los Pedro y todos los que como él dinamitan ilusiones: con tal de escaparle a la soledad encajonada entre la angustia y la pared sos capaz de cualquier cosa. ¡Pero ella me miró — 42 —


Al amor lo rompen los elefantes como nunca miró a nadie en el mundo, carajo, es así! En su mundo naíf o en este mundo de mierda, el destino quería que fuera yo quien liberara las ataduras de Clara, de su amor inútil atrapado por un cinturón de castidad con llave en Hamburgo. Sus ojos atravesarían otra vez las tapas de revista abrochadas a la altura de sus ojos sólo porque yo estoy del otro lado, y le importará nada que en Aldo Bonzi se caguen a tiros y que los F16 de la Air Force apilen cadáveres para que en la tele hablen de daños colaterales. Me agaché a buscar el paquete; moría por ver a Bruno con el regalo, haciendo sonar el cascabel con el encanto de su medio año de vida, por ver en el chico la sonrisa de la madre, los rasgos de la madre y de nadie más, nada del padre ausente. Alemania es un buen país para que se quede; ellos tienen el mejor culo para el sillón del primer mundo, revolución industrial, nacionalsocialismo, anchluss, ghetto de Varsovia; Marx, Adenauer, Goebbels, Willy Brandt, Beckenbauer, tercera economía del planeta, chucrut, cerveza… Levantaron un muro y después lo hicieron trizas; en cambio acá julio es destemplado, sólo hay chatura periférica, cadenas de macmierdas que mataron a los bares de barrio, pisteros con Audi que salpican el agua podrida de los cordones, colectiveros que obligan a aspirar monóxido de carbono. Quedate, Kurt. Tardé un rato en encontrar el elefante con el cascabel en la trompa debajo de las revistas viejas; los nervios me juegan en contra, siempre es así. Cuando me incorporé, Clara era otra persona. Miró el regalo con hosquedad. Kurt le mandó algo parecido desde Hamburgo, me dijo. No sé por qué rompió el hechizo de las miradas, si nos entendíamos tan bien así. Buscó entre los pliegues de las mantas un elefante igual pero mejor, con esa perfección tan cara a los alemanes. De golpe, en mi retrato, la foto de Kurt vencía al manchón de lavandina. Clara dejó el paquete sobre el mostrador; volví a guardarlo entre revistas viejas. Todo estaba perdido. Qué necesidad había de poner una cuña de madera podrida entre nuestras miradas, de nombrar al — 43 —


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nieto de alemanes que busca euros frescos y un auto y una casa para llevar a su familia a orillas del Rin. Ya no había sol; el frío calaba los huesos y ella miraba con freezer en los ojos a través de las revistas: a falta de magnicidios o de cuernos en la farándula, hasta las tapas hablaban de ola polar. Se equivocaban. Clara ya no era Clara: ésa era la noticia del día, pero ninguna tapa se hacía eco de nuestra tragedia, sólo hablaban de la ola polar para que fuéramos al ropero por la campera más abrigada. En eso volvió Pedro; Clara sacó unos billetes del bolso y le pagó el diario del domingo. Me voy, dijo, y protegió a Bruno del día súbitamente gris; tanto lo cubrió con la manta que nada se veía de él. Bruno y su cochecito azul, su planeta ínfimo y deshabitado. Algo tan intenso no puede terminar así, antes de que se vaya tengo que jugar la última ficha. Salgo del puesto de diarios y la tomo del brazo con energía. Que dijera lo que tenía que decir. No hacen falta palabras, para entendernos bastan nuestras miradas. Y la suya dice tantas cosas; no puedo más con este dolor, dice, y llora su amargura sin derramar lágrimas. Todo terminó, dice sin odio y sin palabras. En el cruce telepático se ha formado una grieta: una apuesta con reglas que sólo Clara y Mario entienden; Clara y Mario jugando a la ruleta rusa, apuntando hacia sí mismos hasta que uno caiga herido de muerte. Todo terminó, repite Clara, y en la mirada de Pedro veo la desazón de mi victoria a lo Pirro. Ella sonríe triste, invenciblemente sobrenatural; la chica que no es de este mundo va hasta el cordón, empuja al cochecito y a su Bruno cubierto hasta la frente, tieso de frío, arropado con una manta de un celeste suave que lo cobija, a Bruno y a su elefante con cascabel enviado por jet-pack desde Hamburgo. El semáforo se demora, y Clara puede esperar toda la vida que la silueta del paso peatonal cambie de color. La silueta roja titila extática de fondo, con la espalda de Clara en primer plano. Miro la escena, una pieza artística de colección. Un colectivo escupe humo negro del escape para ganarle al destello del círculo — 44 —


Al amor lo rompen los elefantes amarillo que ya es rojo intenso; Clara inmóvil suelta el cochecito azul con un leve empujón, un movimiento breve de sus brazos; el cochecito azul baja por el cordón de la vereda, fuera de control, como el de El Acorazado Potemkin en la escalera de Odesa, cobra movimiento propio, el paragolpes del colectivo que escupe humo negro choca al cochecito y devuelve un muñeco atomizado; puro plástico cubriendo el cielo, miles de Brunos que nunca fueron Bruno salen de todas partes en un temporal de falanges inertes. Pedro entiende todo aunque no hay palabras; él también es un personaje de reparto en la ficción de Clara, que gira la cabeza y no deja de mirarme, derrotada, llorando por sus amores rotos, con ojos que dicen que acabamos de ver el final del drama. Mario, andá a tu casa, dice Pedro; entonces tomo el paquete del elefante que había quedado por ahí y voy camino a casa; ahí están mis pastillas para dormir y el retrato partido en mil pedazos con la imagen de la felicidad. Primero dejo el paquete del elefante en el alféizar de una ventana. Alguien espía detrás de un cortinado, pero ya no importa.

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LEYENDA URBANA Si alguien me preguntara qué hice en las últimas horas, diría: no recuerdo. Juro por Dios que no recuerdo nada, salvo un nombre de mujer. Hasta hoy creía que esos ataques de desmemoria eran historias de película, pero no; todo mi pasado se remonta a diez segundos atrás, cuando vi el bodegón abierto y sin saber por qué me sumergí en su penumbra de veinticinco vatios. De haber estado lúcido seguramente hubiera seguido de largo, pero extrañaba demasiado a Sabrina y tenía tanto alcohol encima que necesitaba hacer un alto antes de llegar a casa, aunque fuera en ese tugurio de mala muerte que no paraba de girar alrededor de mi cabeza. Necesitaba un punto de apoyo, no para mover al mundo como quería Galileo; más bien para detenerlo de una vez y conservar la vertical. Un grupo de borrachos había formado un semicírculo alrededor de un viejo; uno a uno se dieron vuelta y me miraron con resquemor. No hubo palabras, pero entendieron que las miserias humanas nos eran comunes y me hicieron un lugar. No recuerdo cuántos eran; seguro que más de cinco y menos de nueve. Un parroquiano se acodó a mi izquierda y rompió el hielo: cada vez que aparece por el bar toma unos vinos e inventa alguna historia, me dijo. La semana pasada vino con el rollo de la chica muerta y la mancha de café, ayer nos contó la desgracia del tipo que cuidaba el cadáver de Evita y mató a su mujer. Ya no sabemos qué es cierto y qué no, pero mientras lo escuchamos va pasando la noche y por un rato… Los chistidos hacen callar a mi nuevo amigo; el hombre que es el centro de nuestras atenciones espera que cese el último murmullo y empieza a desgranar el relato del día. Un tipo perdió unos pesos en las máquinas tragamonedas del — 47 —


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bingo y se encerró en su departamento. Llamó a la novia y le insistió hasta arrancarle otra cita. Es la última, dijo ella sólo para no escucharlo más. El tipo vació los bolsillos del saco, como buscando algo. Al borde de la cama quedaron billetes arrugados, un paquete de cigarrillos, dos entradas de cine, preservativos, algunas monedas y un sobrecito de edulcorante. Agarró el sobrecito, lo miró en detalle contra el foco del velador, lo apoyó en la mesa de luz e hizo un pequeñísimo corte con un cúter; vació el contenido y separó la mitad, medio gramo. El cianuro de potasio lo había conseguido a la mañana, ¿quién no tiene un amigo en una droguería para que le venda cianuro de potasio, eh? El tipo separó una cucharadita, le quitó la humedad con la luz del velador y aplastó los gránulos con la hoja del cúter hasta convertirlos en partículas impalpables. Lo comparó con la consistencia del edulcorante: no había diferencia. Los mezcló en partes iguales, improvisó una mini tolva con un pequeño papel satinado y devolvió al sobre el contenido adulterado. Con la punta del cúter tomó una pequeñísima gota de plasticola para cerrar la abertura. Lo revisó con una lupa: era una pieza de orfebre. Siempre sintió atracción por esos trabajos que requerían meticulosidad y paciencia. Luego mezcló cianuro con carne picada, hizo un bollito, salió al balcón y tentó al gato que frecuentaba los contra frentes. No había improvisación; la dosis de veneno estaba calculada. Lo lamentaba por el animal, pero necesitaba hacer un control de calidad del producto terminado. A los quince minutos el gato comenzó con convulsiones, media hora después estaba muerto. Volvió a ponerse el abrigo. Miró el reloj: faltaba media hora para la cita. Guardó el sobre adulterado en el bolsillo y salió hacia el bar. El viejo tensa el relato con maestría. Me sorprende con cada palabra, tal vez porque ahora soy un hombre nuevo, huérfano de recuerdos: mi único recuerdo es aquel bar, un nombre de mujer, el viejo hablando, los parroquianos escuchando con atención. Una garganta seca deja pasar a espasmos dos tragos de vino berreta, el aire — 48 —


Leyenda urbana del bodegón se vuelve viscoso. El tipo llegó al bar, el mismo bar que fue escenario de la primera tarde juntos y de todas las peleas que vinieron después. Se sentó a la mesa de siempre, quince minutos antes de que llegara la chica. Había intentado todas las estrategias posibles para retenerla; dos semanas de pose genuflexa le permitieron dilatar el momento del desenlace generando compasión. Redoblar la apuesta y simular indiferencia, aun desgarrándose por dentro, tampoco dio resultado porque a ella le resbalaba su simulada arrogancia. El tipo enfermaba de celos si no estaba al tanto del segundo a segundo de su vida; una noche, después de la enésima discusión, anduvo de pesquisa por la ciudad y hasta creyó verla detrás de los vidrios polarizados de un Mercedes que entraba a un albergue transitorio. Lo martirizaba su esmero en el maquillaje, la manía del edulcorante para conservar la silueta perfecta, su lejanía en el trato y hasta el brillo de sus ojos. Por fin llegó ella, deliberadamente tarde. Tiró la cartera en la tercera silla con gesto de malhumor. ¿Qué tomás, amor?, preguntó él, sabiendo que el desprecio por el tono cordial la haría explotar de bronca. Después de tantas discusiones inútiles en medio de dos cortados la pregunta no era necesaria. Dos cortados, le dijo al mozo. Ella tomó la cartera, miró para cualquier lado menos hacia donde él estaba y pronunció dos palabras incomprensibles que sonaron a “ya vuelvo”. El tiempo que fuera a demorar en el baño era invalorable: el tipo disponía de cinco minutos para replantearse lo que estaba por hacer. Cuando ella volviera nada sería igual: o seguía con el plan sin medir consecuencias o aceptaba la humillación y, encima, la perdía para siempre. La historia se estaba por definir para algún lado; al final del camino ambas posibilidades suponían su derrota. Pensar, hay que pensar, tengo que pensar qué hago, se decía el tipo, pero cada detalle dispersaba la mente: la tele del bar, charlas en mesas vecinas, concierto de vajillas tras el mostrador, ruidos callejeros que explotaban en su cabeza: pendejos de secundaria que aun hablando al — 49 —


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mismo tiempo parecían entenderse; el automovilista orgulloso de la potencia del Pioneer; el silencio de una mujer de mirada gris y distante que pasaba con su hijo en un cochecito azul. Su confusión era mayor que antes de entrar al bar. Una frase daba vueltas en su cabeza desde hacía meses: mía o de nadie. Le hubiera gustado decírsela algún tiempo atrás, a modo de advertencia, a sabiendas de que desbarrancarse hacia lugares comunes hubiera sido inútil. El mozo dejó los pocillos. ¿Azúcar o edulcorante? Edulcorante, contestó él con aire distraído. El mozo se alejó, el tipo le echó un sobrecito a su café y cambió el sobrecito que acompañaba al café de la mujer por el que traía en el bolsillo del abrigo. El viejo hace otra pausa deliberada. Sabe que la última frase presagia un fin cruento; ensaya un gesto como de quien pide disculpas por la interrupción y mientras bebe el peor vino de la casa me clava su mirada etílica a través del cristal del vaso. Yo sigo en estado de letargia, rogando que se detenga la marcha de los motores invisibles que mueven al mundo. El contador de historias apoya el vaso sobre la barra. En medio del relato en colores —digamos—, como en un flashback narra pormenores en blanco y negro de la locura del amante despechado en las horas previas al encuentro con la chica. Otro sorbo y el relato salta al presente. Él escucha tacos a su espalda. La imagina volviendo del baño, caminando por el pasillo con naturalidad en medio de miradas cargadas de líbido que la acribillan desde mesas vecinas. La primera vez que la vio supo que era inaccesible; alguna noche tuvo un brote de ingenuidad y creyó que la había hecho suya. Ahora, en los umbrales del final —entre el ahora y el final sólo hay un sorbo de café— descubre que nunca fue de él, que en todo caso fue de todos, o de otros, pero nunca suya. Ella se sienta sin mirarlo: párpados maquillados, descuido planificado en cada mechón de cabello, pliegues en la remera adherida al cuerpo en el lugar exacto para volverla tan apetecible como lejana. Deberíamos darnos — 50 —


Leyenda urbana otra oportunidad, dice el muchacho, sólo por decir algo, huyendo de lo inexorable. Ni lo sueñes, contesta ella mientras sus dedos juegan nerviosamente con el sobrecito de endulzante impuro. La chica vacía el contenido en el cortado, revuelve rápida, nerviosamente; lo escucha decir una vez más cuánto la ama, su mía o de nadie sin lágrimas por el final cantado. Ella traga medio pocillo de un sorbo: quiere irse de una vez y no verlo nunca más. El viejo está al borde del desenlace y el mundo gira cada vez más alocadamente; todo da vueltas, tal vez las copas y las botellas de los estantes caigan en cualquier momento porque al movimiento de traslación, con eje en el sol, se suman la rotación de la tierra sobre su propio eje y otro eje que soy yo: el mundo, la ciudad, la calle, el bar giran desaforadamente a mi alrededor. El contador de historias hace una pausa, vuelve a mirarme a través del vaso apenas traslúcido, traga vino berreta, apoya el vaso vacío en la barra y mientras cruzamos miradas —me mira otra vez, no sé por qué, pero la tiene conmigo— me siento parte de una esas películas que dan por cable que jamás vi completas, pero cuya trama sospecho porque los fragmentos deshilachados de mis vivencias y las del protagonista son preocupantemente parecidos, los del tipo de la tele y los de personas como yo, sombras perdidas que vaciaron su pasado de recuerdos. El viejo vuelve al relato y corre el velo: ahora la chica de la historia tiene nombre y cada letra de ese nombre hace trizas la muralla que me separa del pasado. Es hora de irme de ahí y volver al departamento. La audiencia está atónita esperando el remate; a nadie le preocuparía si me fuera. Camino hacia la puerta y antes de salir escucho al viejo que me grita que espere. Se hace un silencio; todas las miradas convergen sobre mi espalda, dos parroquianos me cierran el paso. Dijo que espere, dice uno. El viejo viene lentamente hacia mí, apoya una mano en mi hombro y me habla en tono paternal. Ya no parece borracho, ni él ni los parroquianos que aguardan el final del relato. — 51 —


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—Tenga cuidado: en estos tiempos las historias corren rápido, más de lo que usted puede imaginar. —Demasiado rápido, como corre el veneno por las venas de Sabrina. —Algo así —me dijo, y agregó mirando a los que me cerraban el paso: —Ahora déjenlo salir.

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ÚLTIMO INVIERNO EN LA PLAZA DE LAS RUINAS Nada existe. Si algo existiera, sería incognoscible. Si algo fuese cognoscible, sería incomunicable. Gorgias

21 de junio. Morgan arrastra los borceguíes sobre la escarcha que dejó la madrugada: el invierno arrancó con todo. Se para frente al tobogán, deja el bolso en el piso, saca una llave inglesa y ajusta las tuercas de un escalón. Lo sacude, asegurándose de que haya quedado firme. Luego se inclina sobre una hamaca y desacopla el asiento. Gracias a Morgan, los juegos de la plaza “Tiburcio Barale” son los más cuidados del municipio. La leyenda quiere que un alud de tierra y agua barrió con la plaza original en tiempos que nadie se atreve a marcar en el almanaque. La paloma más linda del pueblo, la de alas de reflejos dorados, anunció la catástrofe unos minutos antes con un vuelo enloquecido. Eso cuentan los vecinos de vida prestada, los que envejecen detrás de la mirilla de las puertas. La ola de barro sepultó a todos; a quienes pasaban por casualidad y a los que iban a la plaza todos los días, chicos que prometieron volver a casa antes de que anocheciera. Un mes después, la Comisión Investigadora publicó el informe final: ciento veinte folios en los que la palabra muerte no fue escrita ni una vez. Los socorristas seguían en la plaza apilando cadáveres. El lugar quedó abandonado, y la forma que encontró el pueblo para soportar la tragedia fue negarla. Los cartógrafos municipales dibujaron los planos de la ciudad como si la parcela hubiera sido tragada por un agujero negro, y la Dirección de Catastro dejó sin — 53 —


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nombre a las calles que la rodeaban. Años después, todos querían creer que la catástrofe había sido una leyenda. En el municipio decidieron que era el momento de construir una nueva plaza sobre las ruinas soterradas de la primera; fue cuando murió el intendente Tiburcio Barale y su hijo y homónimo lo sucedió al mando de la comuna. Su primer acto de gobierno fue reconstruir la plaza. La adivina del pueblo dijo que la leyenda estaba condenada a repetirse, y que esta vez el alud de barro iba a ser demasiado real como para morir otra vez en leyenda. No quisieron creerle y entraron en un frenesí de movimiento. Las máquinas removían escombros, los obreros construían empalizadas, las noches de la plaza se llenaban de almas deambulando sin sosiego. Cuando finalizó la reconstrucción hubo una fiesta popular. En un momento, todas las miradas convergieron hacia el cielo: la paloma de alas doradas había vuelto en vuelos mansos. El nuevo intendente, Tiburcio II, bautizó al paseo público con el nombre de su padre, aunque para el pueblo fue siempre la Plaza de las Ruinas. En el camino de baldosas que la cruza en diagonal emplazaron un busto con la imagen de Tiburcio I. Algunos creían ver las facciones de Barale padre con rasgos lozanos; otros las del hijo con el gesto adusto y la mirada imperativa de la madurez temprana. Con el tiempo, los pliegues del busto fueron tomando el tono turquesa del bronce sulfatado y las aves estampaban sus fluidos viscosos, como si la naturaleza de los metales y la naturaleza de las aves hubieran acordado perturbar a los Barale. Morgan, el empleado municipal, limpia el busto en actitud tan tenaz como inútil. Y volverá a hacerlo en un rato, en la primera mañana de invierno, en cuanto termine de reparar la hamaca. Aunque en la plaza no hay sol, la escarcha cede de a poco formando un pastiche amarronado y resbaladizo. De a poco llegan los vendedores ambulantes. —Ya van tres veces que Morgan cambia el asiento de la misma hamaca —dice Ramírez mientras arma el anafe portátil para hacer garrapiñadas. Montoya lo escucha e infla un globo con forma — 54 —


Último invierno en la Plaza de las Ruinas de conejo. Toma un hilo y sujeta al globo-conejo del carro ambulante para que gane altura. —¡Pero dejate de joder con los conejos! Los pibes quieren personajes de la tele, no conejos. Superman, El Hombre Araña, qué se yo. Mientras tanto los conejos, a pesar de Ramírez, se reproducen como conejos. Montoya les insufla gas desde una pequeña garrafa. Uno de los conejos toma formas asimétricas y se convierte en un mutante; Montoya lo toma de las orejas deformes, lo apoya contra el piso y lo pisa con brutalidad hasta que explota. Charly, el dueño de la calesita, observa en silencio. La fisonomía de gordo bueno a quien todos aprecian es engañosa: las sombras también lo alcanzan. Ramírez envasa la primera tanda de garrapiñadas; luego ayuda a Charly a plegar la lona que cubre la calesita. El invierno había llegado crudo. Ninguno de los tres dice nada, pero los chicos no aparecen; los tres sospechan una jornada de recaudación magra. —Los padres prefieren aguantar a los pibes en la casa antes de que se agarren una bronquitis —dice Charly. —En esta plaza hay demasiados problemas, y todos son bastante más jodidos que el frío. El mismo año de la reinauguración, Charly se había instalado en la plaza con sus piezas de carrusel. De la calesita original sólo queda un caballo de madera al que cuida como a un amuleto de la suerte. Parece un semental alzado exudando testosterona, con las patas delanteras en alto al estilo de los caballos de estatua, aunque en realidad es tan débil que un pibe robusto podría partirlo al medio con un estirón por ganar la sortija. En aquella época, Ramírez usaba pantalones cortos y acompañaba a su padre a vender garrapiñadas. Nepotismo de pobres: cuando el padre murió, él heredó el puesto. Añora una plaza con pibes de los de antes, sanos en cuerpo y alma, cuidados por señoras respetables. Esa imagen edulcorada de una — 55 —


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plaza diseñada con la aburrida perfección del Autocad sólo existe en su imaginación; aquellos chicos engominados y de pantalones cortos hoy son adultos que barren miserias bajo la alfombra como cualquier mortal. —Mañana va a estar lindo. —Mejor así. Con tres días como éste nos fundimos. Morgan reemplazó tres hamacas comunes —las de una tabla sostenida por cadenas en los extremos— y dos de las de silla, ésas que son utilizadas por niños pequeños. Luego se alejó en silencio; sólo hizo un gesto en el que Charly creyó ver un saludo. No hablaba con nadie, nadie sabía su nombre. El calesitero tenía la costumbre de bautizar a todo el mundo y el ojo izquierdo inútil del supuesto empleado municipal incitaba a relacionarlo con un pirata; de ahí lo de “Morgan”. A Ramírez le inspiraba desconfianza. Nada racional, sólo era una corazonada. Sospechaba algo raro y confiaba ciegamente en su instinto: desde que pasó unos años en la cárcel se acostumbró a oler trampa. Pasadas las cinco de la tarde, el día destemplado convirtió la plaza en un desierto. El viento alteraba la fuerza de gravedad, las gotas de lluvia se deslizaban paralelas al suelo. Charly desplegó la lona sobre el perímetro del carrusel. Protegía de la helada nocturna a caballos tiesos, a aviones que jamás levantarían vuelo, a autos clavados al piso con volantes locos, todos condenados a la quietud eterna de girar sobre el eje de la calesita. Ramírez guardó los paquetes de garrapiñadas que le sobraron; con suerte los vendería al día siguiente. Limpió los cascajos de su cocina ambulante y al irse vio a un tipo parecido a Morgan sentado en un banco; tenía un gorro de lana y lentes de sol, aunque hacía media hora que en la plaza sólo había sombras. Nunca supo si era o no Morgan. 4 de julio La plaza amaneció empapelada. “Se busca”, decía un afiche de confección casera con la foto de una chica. Y más abajo: “Se la vio — 56 —


Último invierno en la Plaza de las Ruinas por última vez el 30 de junio en la Plaza de las Ruinas”. Los carteles daban detalles de edad, altura y vestimenta, destacaban un número de teléfono y un mensaje: “Dios bendiga a quien pueda aportar información”. Estaban pegados en los juegos, en los postes y los muros de la plaza. En las fotocopias se apreciaban facciones de belleza angelical. La gente se detenía en aquellas pupilas diáfanas, volvía la mirada hacia el siguiente cartel y hacia el otro y el otro. Charly estaba seguro de no haber visto nunca a la chica en la plaza. Montoya creía que era la foto de una campeona olímpica de gimnasia artística de algunos años atrás, rusa o rumana. Yo sí la recuerdo, dijo Ramírez, y enlazó una historia reciente con otras del pasado; su discurso monocorde estaba traspasado de palabras de pasquín: vidrios polarizados, tráfico de órganos, camioneta blanca. Charly dejó de prestarle atención. El elenco estable de la plaza podía avalar sospechas descabelladas; las leyendas cobraban vida en círculos de vendedores, inspectores de ómnibus, choferes; hasta en padres que alimentaban y se alimentaban de historias oscuras para custodiar a sus hijos con rigor cercano a la paranoia, infidencias a media voz, secretos adrede mal guardados para que se desparramaran como peste. Nadie reparó en Morgan, que no apareció en todo el día. Quienes tenían a la plaza como fuente de ingresos repartían absoluciones y culpas, armaban prontuarios y aprobaban la horca para eventuales reos. En clave de relato policial, sobre cada personaje caía una sospecha. Entrada la tarde, la calesita retomó su ritmo habitual; en su derredor, el mundillo de los buscas contaba billetes sabiendo que no alcanzaban para salvar el día. Las discusiones perdieron fuerza y al llegar la noche los carteles con cara de ángel se confundieron con el paisaje; ya al otro día nadie reparaba en ellos. 20 de julio Después de un aguacero nocturno, el día amaneció soleado. Algunos vecinos organizaban una marcha para exigir al municipio que — 57 —


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cerrara la plaza. Al grito de allá vamos, los exaltados exageraban su bronca agitando pancartas. O terminamos con la plaza, o un nuevo alud de agua y barro terminará con nosotros, arengó el cabecilla. Charly escuchó la profecía en silencio mientras plegaba la lona de la calesita. El sol oblicuo estallaba sobre el lomo de las piezas yertas del carrusel; las capas de esmalte, superpuestas por años, las asemejaban a esos rostros que aparecen en las revistas, que por miedo a perder la lozanía se convierten en caricaturas de sí mismos. Montoya, el vendedor de globos, vio a Charly renegando con la lona gigante y corrió a ayudarlo. Años atrás, Montoya había echado a correr un rumor: Charly vendía algo más que números para la calesita. Charly se enteró, y la desmentida enfática de Ramírez fue insuficiente para eludir la paliza. El tiempo cerró heridas y la relación se recompuso: el rencor no tenía lugar entre quienes ganaban su sustento en la plaza. —Las cuentas no cierran. ¿Cuántos paquetes de garrapiñadas vende en el día? — pregunta Montoya. —Para que cierren las cuentas hay que hacer mierda la plaza y levantar dos torres de lujo —dice Charly, y sabe bien de qué está hablando. Ramírez se acerca, tuercen la conversación en un giro forzado que incomoda más que el silencio. Aparece Morgan con listones blancos de madera bajo el brazo; reemplaza algunas piezas de bancos rotos y también de otros bancos que no lo están. Charly encendió el motor de la calesita a las once de la mañana. En la semana repartió volantes en las escuelas ofreciendo promociones con resultados magros: la calesita giraba vacía. Los conejos en forma de globo seguían atados al carro, envejeciendo, mirándose unos a otros. Las garrapiñadas de Ramírez tampoco se vendían. A las tres de la tarde llegaron los primeros buscadores de sortijas, ávidos de la vuelta gratis prometida al compás de un disco de Xuxa. Charly hizo girar a su ejército de esclavos repintados hasta el crepúsculo; algunas veces con chicos, otras sin ellos. En el tránsito entre la tarde soleada y la noche impiadosa, la Plaza de las Ruinas se traviste. Los reflejos rojizos — 58 —


Último invierno en la Plaza de las Ruinas atraviesan cuerpos opacos que cobran vida propia; Xuxa enmudece, la paloma de alas doradas busca un refugio seguro, los chicos se van, quién sabe dónde, los peatones prefieren rodear la plaza en lugar de tomar por el atajo de baldosas gastadas que la cruza en diagonal. La plaza es un espacio copado por viejos y nuevos fantasmas. La noche se cierra sobre sí misma y en el barrio se escuchan pasadores asegurando puertas. Cada puerta tiene una mirilla; detrás de cada mirilla, un ojo atento a la última viñeta del día: la paloma de alas doradas ha salido de su refugio y vuela enloquecida, como en la leyenda del alud. En el pueblo nadie duerme. 16 de agosto Charly manipula las sortijas con la destreza de un prestidigitador; peras gigantes de madera resquebrajada, frutos fáciles o imposibles según el arbitrario sentido de equidad de quien fingía ser un dios omnipotente. Las sortijas, llaves que abren las puertas del reino de los cielos, están destinadas a los débiles que flaquean ante el imperio de la fuerza, a los desconocedores de las pequeñas trampas disfrazadas de astucia, a los pobres, a los minusválidos: esas peras de madera podrida eran el tesoro que acomodaba el fiel de la balanza hasta compensar los tragos amargos de la vida. A media tarde se acercó una mujer con un bebé en un cochecito azul. Preguntó a Charly qué había de cierto sobre la chica que nunca había vuelto a su casa. Si a cada versión trasnochada se la transformaba en hecho consumado, en dos días ya no habría plaza. ¿Qué podía decirle? Charly había perdido la capacidad de asombro; se sabía capaz de lidiar con realidades desaprensivas hasta incrustarlas en la rutina. Sabía que un repaso rápido a las fábulas, la materia prima más abundante, podía espantar a cualquiera. La mujer se alejó, angustiada por la plaza que recibiría a su hijo dentro de unos años. Ramírez andaba por ahí, escuchando, y enhebró un relato fantasioso en el que Morgan (seguro que era Morgan, dijo, llevaba lentes de sol — 59 —


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para disimular pero le vi el ojo reventado) iba manejando una combi a paso de hombre; un cíclope mirando hacia el corazón de la plaza. Le hizo una seña a alguien, aceleró frenéticamente y desapareció. En la esquina opuesta, dijo Ramírez, hubo gritos y tironeos. Charly escuchaba extrañado: en ningún momento vio algo anormal. Pero tal vez el bullicio de los pibes, la música de Xuxa… Al final del día, Montoya le confió que esa tarde Ramírez no había vendido una sola garrapiñada, un comentario del que Charly no quiso extraer ninguna conclusión. Tenía una espina clavada y quiso sacarse la duda. Anotó en un papel el teléfono de la chica del afiche. Cuando llamó, atendió una voz mecánica de mujer despreocupada: “El número no corresponde a un abonado en servicio”. 5 de septiembre Es un hermoso día. El invierno está herido de muerte, pero la Plaza de las Ruinas sigue vacía. Las almas sensibles del lugar, si las hay, y las figuras estaqueadas y errantes de la calesita, saben del aburrimiento: los chicos del jardín de infantes faltaron a la cita. Cuando los padres supieron de la excursión a la plaza prefirieron dejarlos en casa, le confió una maestra a Charly. También le dijo que la chica de los carteles sí existía y se llamaba Ángela —Charly recordó los afiches y dijo para sí: por Dios, no podrían haberla bautizado de forma más apropiada—. La maestra conocía a sus padres. O en realidad no era ella quien los conocía, sino su amiga Luisa. Pero se podía confiar plenamente en Luisa, dijo la maestra. Pensándolo mejor, la vio al pasar el último verano y se hablaron de vereda a vereda, con Luisa. Antes de irse, la maestra dudó del nombre de la chica: tal vez fuera Angélica y no Ángela. Lo mismo da —dijo Charly—. A la hora del crepúsculo, en cada punto de la plaza volvía a hablarse de la historia de Ángela, rediviva desde afiches deteriorados. 16 de septiembre — 60 —


Último invierno en la Plaza de las Ruinas El día ya está perdido, la plaza también. Un grupo de pibes copa un par de bancos. Abren latas de cerveza, les piden sexo oral a las chicas que salen del colegio, arrancan afiches de Ángela o Angélica. El más revoltoso orina sobre uno de los afiches y los demás festejan la ocurrencia. Seducen con alimento a la paloma de las alas doradas, que se acerca con desconfianza. A los pocos minutos se pasea entre ellos como si los conociera de toda la vida. Al día siguiente, la barra de la birra —así la bautizó Charly—vuelve a ofrecer maíz a la paloma. Todos decían que era la misma que anunció la tragedia. La cuenta de los años no cierra, pero en las leyendas las horas corren de otra manera y los años también. Cuando estuvo bastante cerca, la tomaron del pescuezo y le cortaron las alas doradas con una sevillana. La barra es dueña de los atardeceres de la plaza: un imperio acechado por bárbaros. Los murmullos manipulan la realidad y la transforman en un monstruo deforme. Nadie sabe cuál es la plaza real, cuánta mentira se forja voz a voz, cuánto idiota útil oficia de portador de la peste que se va incubando. Paradojas de la plaza: la primavera en ciernes viene en días desapacibles. Ya nadie sube a la calesita: Charly se rinde y la cierra. Montoya y Ramírez se quedan por ahí, apoyados contra el carrusel arrumbado, heridos por el deterioro que avanza de la lona verde hacia afuera. Charly jura a Montoya y a Ramírez que de la lona verde hacia adentro hay vida. Que el viejo caballo, su amuleto de la suerte, quiso empujar al resto a resistir, pero el temor de los débiles fue mayoría. Ganó la moción del notemetas, de hacer buena letra por las dudas, y cuando se dieron cuenta de que era demasiado tarde se resignaron. La decadencia de la calesita —condensada en semanas, pautada desde una oficina pública— arrastra a lo que la rodea. La metamorfosis de plaza a basural no respeta tiempos. Nadie volvió a ver a Morgan. La gente ya no usa el atajo de baldosas gastadas que la cruza en diagonal para alcanzar el tren. Queda expuesta la podredumbre; la virtual, la real. 21 de septiembre — 61 —


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Los estudiantes, los que ya no lo son pero creen que todavía hay motivos para festejar, se abarrotan en otras plazas; sin embargo, el sol de primavera arranca un destello en la Plaza de las Ruinas. Delante de los basurales y a pesar de la fragancia a mierda que inunda la manzana, un cartel luminoso anuncia la preventa de dos edificios en torre. El “Tiburcio Barale I” y el “Tiburcio Barale II” se comenzarán a construir en cuanto Charly, en huelga de hambre y encadenado al amuleto de la suerte, el viejo caballo de madera, desista de su postura o sea retirado por la fuerza. Algunos vecinos marchan hasta la sede municipal en apoyo de las construcciones; hay que liberarse, dicen, de la profecía del nuevo alud de lodo, terminar de una vez con la Plaza de las Ruinas. La mayoría silenciosa espía tras las mirillas de las puertas. Nadie sabe si el nombre del complejo es en honor al primer Tiburcio Barale; a su hijo, el que construyó la nueva plaza, o a su nieto, el actual intendente. Los monigotes de la calesita, la paloma de alas de reflejos dorados y el conejo mutante que Montoya estrelló contra el piso se suman a los fantasmas que deambulan por las noches. Algunos dicen que Morgan se llevó el busto de Tiburcio Barale I. Aportan supuestas pruebas: la cabeza de bronce sulfatado con las cagadas de paloma estaría en lo del chatarrero que compra metales. La chica de los afiches no tiene rostro, porque sólo queda una copia desgarrada sobre un poste. Nunca tuvo rostro, dijo Charly. Montoya no se adapta a la nueva realidad, merodea como un perro faldero que quedó sin dueño. Dice que Ramírez cayó otra vez en cana, que Charly ya arregló con el municipio para llevar la calesita a una plaza alejada del centro, y que su resistencia es parte del plan. Posible pero incomprobable, como cada cosa que sucedió el último invierno en la Plaza de las Ruinas.

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INTERVENCIÓN CON PARAGUAS GRIS Tantas veces nos creemos observadores imparciales y sin embargo sólo vemos lo que queremos ver; somos un desahuciado crédulo, metódico en la ingesta del placebo que aumentará en un mes su sobrevida. Como Fratacho: vio en el paraguas gris sólo lo que quiso ver. Fratacho tocó el timbre de casa antes de las ocho y media e interrumpió mi desayuno: té verde y pan con manteca. Entró con cautela, oliendo trampa, mirando cada rincón con la desconfianza de quien está por alquilar ese dos ambientes sospechosamente barato. ¿Querés tomar algo, Fratacho? Ya tomé mate, gracias, me dijo mirando el paraguas gris y la lámina enrollada con la reproducción de Botticelli. Y esto dónde me lo van a meter, pensó, pero dominó su curiosidad y sólo dijo, arrimándose a mi oído, como quien confía un secreto: no va a llover. No le contesté. Para Fratacho, estacionado en las antípodas de cualquier pensamiento lateral, un paraguas es un utensilio portátil para resguardarse de la lluvia, compuesto de un eje y un varillaje cubierto de tela que puede extenderse o plegarse. Fratacho no sería capaz de definirlo con la precisión de la Real Academia, aunque aprobaría satisfecho una frase tan aburridamente construida. Fingió olvidarse del paraguas para balbucear cotidianeidades que sirvieran de punto de partida a una conversación. Intentos infructuosos: en mis mañanas autistas dinamito cada puente que se tiende hacia mí. Pero el tipo es un perseverante incorregible al que los desprecios —la no respuesta, o la respuesta-destrato— no mellan. Hablo del desprecio como herramienta estratégica para levantar una muralla que nos separa de alguien con quien no nos interesa relacionarnos por unos minutos, unos días o una vida. Es preferible aquel que tiene calibrado el termostato de la ofensa en un umbral bajo, lo suficiente como para — 63 —


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que nos garantice un lapso de silencio que se extenderá hasta que considere olvidado el agravio. La mejilla cristiana de Fratacho siempre está vacante para el próximo cachetazo. Me dan ganas de tomarlo de esa solapa incipiente de la panameña celestita y decirle: ¡Enojate, Fratacho! ¡Ofendete, indignate, contestá con un exabrupto, dejá de dirigirme la palabra, dejá crecer el rencor en tus tripas antes de que te crezca un carcinoma! Ahora, si Fratacho tomara una Bersa, me la pusiera en el marote y me intimara a mantener una charla con él, ¿de qué podríamos hablar? Del final del campeonato; del barrio de buenos vecinos al que se aferra y que sólo existe en un intersticio entre dos neurotransmisores en el que congeló el pasado reciente; del programa de la tele de anoche o del magazine de la tarde, ahora que su tiempo y su tiempo libre son la misma cosa. Antes se declaraba albañil y su apodo era garantía de calidad, como el alita de Nike, la marca en el orillo dueña de un mercado cautivo. Fratacho se la creyó; el albañil modesto que levantaba pared de quince aceptó tareas de maestro mayor de obras, arquitecto, ingeniero civil. Después de algunas pifiadas gruesas, el boca a boca del barrio lo sepultó prematuramente, como al señor Stapleton, o a Fortunato, o a cualquiera de los muchachos que Poe encerró cuando todavía respiraban. El fracaso lo llevó a dedicarse a las changas, del rubro que fuesen, un eufemismo para disimular el sello a fuego que exhibe pornográficamente su condición de desocupado como si se tratara de la marca de un ternero, el signo que motoriza el desprecio de la parte sana y decente de la población, como se decía en las épocas de la Primera Tiranía, del barrio laburante y productivo que se indigna de mantener su vagancia a través de un plan social. Conclusión: Fratacho está condenado a las changas, sustantivo colectivo que comprende labores de llenador de volquetes; pica pica cordón y vereda; vaciador de altillos de casonas cuyas dueñas han ganado el cielo mientras los herederos (de las dueñas) exacerban su espíritu fenicio rematando enseres al mejor postor; depredador de espacios verdes a lo Atila, camuflado bajo el falso título de jardinero; — 64 —


Intervención con paraguas gris suplente de empleado de seguridad; asistente del protesorero de la sociedad de fomento; podador de ligustro; subrepartidor de Coca Cola; auxiliar de asador de parripollo; cambiapañales de anciano senil que ya no logra embocar su miembro en el papagayo; trapito limpiaparabrisa de semáforo; pintor ocasional; portero nocturno; soldador de cosas fáciles; gasista chapucero; remisero de sábado a la noche; sereno de domingo; barrabrava de club de la B que agita trapos rojos; chofer de día de elecciones. Ésas fueron las changas de Fratacho hasta que pactamos un acuerdo conveniente para ambos por unos minutos de su tiempo. El tiempo, de eso sí que podría hablar con Fratacho, no del tiempo libre sino del clima. Para eso son prácticos los norteamericanos; ellos tienen un universo de vocablos acotado, pero utilizan distintas palabras para referirse al tiempo de las agujas que giran y al del cielo que se cierra. Hasta diferencian con una tercera palabra al tiempo gramatical. Time, weather y tense es, para nosotros, sólo tiempo. Un tema, el del tiempo, que anula discusiones o, en todo caso, nos hace navegar por una disidencia leve mientras sube un ascensor. Pero la charla sobre el tiempo derivaría en que no llueve, en que hace dos semanas que no llueve ni lloverá en los próximos diez días, a lo que sobrevendría la pregunta de rigor: qué mierda hago yo con un paraguas gris. No quiero volver a escuchar que en el noticiero han dicho que no va a llover: estoy harto de los meteorólogos. Es increíble cómo han ganado protagonismo esos tipos: han hecho carreras meteóricas, sin escalas al estrellato. De personajes secundarios a protagonistas excluyentes. Ponen tanto énfasis en describir los vientos leves del sudoeste que pareciera que te cuentan los pormenores del último homicidio de un asesino serial. Hace algunos años se limitaban a explicar lo básico: máxima, mínima, sol o lluvia. Pero en algún momento hubo una mutación de costumbres, porque ahora se plantan delante de pantallas gigantes, con una autoestima dimensionada a las pantallas, ponen cara de aquí estoy yo cumpliendo este importantísimo rol para el futuro de la humanidad, balancean el torso al ritmo de pompones — 65 —


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blancos que atraviesan la pantalla, ora a la izquierda, ora a la derecha, haciéndonos creer que son nubes tomadas con la cámara de un satélite; los meteorólogos se han vuelto enfáticos, hiperexpresivos, gestuales, simpáticos, creíbles: gurúes que encierran sus secretos bajo siete llaves, belcebúes incombustibles ante el error que contrabandean bajo el manto de la probabilidad. Un noventa por ciento de probabilidad de lluvias equivale a una posibilidad en diez de que no llueva: no hay lugar para el error. Antes de salir a la calle, la gente puede prescindir de escuchar al cronista de policiales, al de política, o no enterarse del loco de Minnesota que entró en la escuela a punta de pistola para bajar como muñecos a pendejos inocentes, pero sabe qué pasará con el tiempo. Hasta en la revista de la Asociación de Artistas Plásticos dedicaron una página al pronóstico climático del mes; ahora que lo recuerdo, es otro buen motivo para cancelar mi suscripción. Han rediseñado la revista de acuerdo al nuevo paradigma del mercado editorial, que sería complejo de definir pero del que se podría resaltar claramente un ítem: la dictadura de lo estético, la prevalencia de las formas sobre el contenido. Le chupan las medias a Amelia Harriague de Sacarosa Ledesma porque todos los meses les hace “un aporte desinteresado”. ¿No saben que no hay tal desinterés, que es sólo búsqueda de prestigio y evasión de impuestos? A la combinación vasco–mediterránea de sus apellidos, la señora sólo necesita teñirla con un pincelazo de cultura que disimule tanta obscenidad de franklins verdes, y como sus nuevas mamas plásticas le quedan bien pero no aportan sentido de pertenencia, apoyó una teta cargada de dólares en el arte plástico, que es más o menos lo mismo pero distinto. Terminé el té verde y el pan con manteca. La reproducción de Madonna col bambino de Botticelli medía un metro veinte por su lado más angosto, de modo que no había portarrollos que alcanzara. Protegí ambos extremos con una cartulina para que no se ajaran las puntas y puse la jeringa en la mochila. —Qué lindo –dijo Fratacho, sólo por decir algo. — 66 —


Intervención con paraguas gris —Vamos —fui secamente conciso a sabiendas de que muere de ganas de preguntarme por el paraguas, o de hablarme del magazine de la tarde o del programa de la noche, o de comprender cuál va a ser su rol en esta misión secreta, o hacia dónde vamos, como si yo fuera un teórico espiritista que conoce todas las respuestas y ocupa noches de insomnio en hablar con muertos de quienes he olvidado todo: su rostro, sus miserias, sus palabras-fetiche. Quiere hablarme pero no se anima porque sospecha que me predispone peor el diálogo con los vivos que las tertulias entre fantasmas. Nos metemos en la boca del subte y somos el centro de atención, todos ríen por dentro al verme con paraguas en una mañana de cielos azules; detrás de cada gesto de indiferencia que cruzamos hay una burla encerrada sobre el loco del paraguas gris y su impresentable ladero. Todos ellos han escuchado el pronóstico para el día: el pibe alienado con auriculares que vomitan una batería que taladra oídos, el que lee de parado un libro de Coelho, la chica de trajecito, el metalúrgico que va dormido y que cada tanto espía el rollo con la reproducción de Botticelli y el paraguas que llevo en la mano como si los estuviera incorporando a una pesadilla dominada por el absurdo. Seguramente todos ellos están al tanto de lo que les deparará el tiempo, porque vieron al de cara de experto en tifones del canal de noticias y les aseguró que el cielo estará más inmaculado que sus conciencias. Lo que no es mucho decir. En la próxima bajamos, le digo a Fratacho que me mira agradecido. La baja autoestima le hace valorar lo trivial; siente que cuatro palabras bastan para reincorporarse al mundo. Me abro paso a punta de paraguas, cuidando de que la marea humana no arruine la reproducción de Botticelli. Caminamos dos cuadras por la avenida y luego doblamos a la derecha en una callecita lateral. La cabeza de Fratacho es un gran signo de interrogación; entonces le digo que en menos de cinco minutos llegamos a la Asociación. La letra chica de nuestro acuerdo no escrito decía: sin preguntas. De alguna manera — 67 —


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abusé de su desesperación por la escasez de efectivo sabiendo que no estaba en situación de poner condiciones, pero tampoco me gusta reconocerme en el perverso que goza con la nube de porqués que le deben estar explotando al pobre tipo en la cabeza. Es acá, le dije, y lo metí de un empujón a través de una puerta negra de hierro con un vitreaux en forma de arcada. En cuanto me vio, Juan Emilio me vino a saludar con un beso estridente en cada mejilla. Olía a perfume viscoso y repulsivo. Repitió la operación con Fratacho. Cualquier cosa que necesites avisame, bye, me dijo, y se alejó hacia el salón de la izquierda haciendo chau con su manita como quien toca las castañuelas. No es lo que parece, le dije a mi acompañante, que limpió de su cara los vahos sugerentes de Juan Emilio con la manga del pulóver —que Juan Emilio llamaría suéter—. Atravesamos un pasillo demasiado angosto con cuadros apoyados contra las paredes. El espacio libre era tan pequeño que tuve que extremar las precauciones para que el rollo quedara indemne. Luego dimos al salón principal. Le pregunté a alguien que andaba por ahí, y me llevó al lugar que me tenían reservado. La plancha de corcho tenía un espesor considerable y ya estaba fijada a la mampara, como les pedí que hicieran. Desplegué a la Madonna col bambino, enrollé la lámina en el sentido contrario al que estaba para que quedara plana. La fijé con una chinche en cada extremo sobre el corcho, agregué una chinche entre los bordes superior e inferior y dos chinches equidistantes con las de los ángulos en los bordes laterales. Miré a la cara a la virgen, miré al niño, ambos seguían tan tiesos y ajenos al entorno como hace seiscientos años; miré a Fratacho, que no tenía la menor idea de cómo seguía la cosa. Sentate, sacate el pulóver y quédate quieto, le dije. Le hice un torniquete en el antebrazo y saqué la jeringa. ¿Estás loco?, me dijo. En realidad fue una afirmación: estás loco. Todavía hay tiempo de dar marcha atrás, contesté. Tenés dos alternativas: me dejás proceder tranquilo y sin preguntas y cobrás lo que convenimos o deshacemos el trato y te vas para tu casa. Me miró con resignación. Rompí el blíster de la jeringa y acoplé la aguja. Se la — 68 —


Intervención con paraguas gris clavé justo debajo del torniquete y, al retrotraer el émbolo, la sangre fresca de un desocupado argentino y peronista cubrió la capacidad del tubo. —Ya está. Dejé reposar la sangre unos minutos para que se volviera viscosa. Cuando comenzaba a coagular vertí el contenido de la jeringa sobre un solo punto del cuadro, exactamente sobre el ojo de la madonna. Las gotas comenzaron a deslizarse lentamente por el papel poroso y se detuvieron a la altura de la mano. La virgen agonizaba sin exteriorizar dolor, lo que de alguna manera nos tranquilizaba; más a Fratacho que a mí. La virgen anémica trasfundida con sangre de Fratacho; después de todo, Botticelli había llenado el Renacimiento temprano de madonnas y bambinos a más no poder, y mi virgen sacrificada era nada más que una mancha menos en el lomo del tigre. —No entiendo —dijo Fratacho, persignándose—. Por suerte el Papa es argentino. Si sabía que era esto no venía. —Sin preguntas —le contesté. —Es que yo no pregunté nada. —¡Sublime! —dijo Juan Emilio que pasaba por ahí. —Todavía falta algo —le contesté. Tomé carrera dando unos pasos hacia atrás y ensarté el paraguas gris en el ojo de la virgen como si fuera un lanzador de jabalina al que súbitamente le interponen un obstáculo. El papel víctima de la salvajada se desgarró hacia adentro y la blandura del corcho cedió con sumisión planeada. Juan Emilio lloraba con agnóstica emoción. Yo no llegué a ese extremo, pero sentía una mezcla de consternación y placer. El nombre ya lo habían impreso los muchachos que trabajaban para el curador: Madonna sacrificata nel mondo senza Dío. —Estás loco —repitió Fratacho. —¡Divino! —dijo Juan Emilio mientras nos despedía con doble beso. De paso, secó sus lágrimas de emoción sobre la barba a medio crecer de Fratacho. — 69 —


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Salimos a la calle. Sobre nuestras cabezas, el cielo ya no era azul. Es más, nunca fue azul. Los cielos azules que nos enamoraron eran espejismos, inalcanzables reflejos de oasis en una ruta. Sobre nuestras cabezas había un cielorraso bajito y amarrete de nubes oscuras. —Estas cosas no me gustan —dijo Fratacho—. Tarde o temprano, Él nos va a castigar. Treinta segundos después: —Si sabía no venía. Y al minuto: —¿Y por qué en italiano? —preguntó, descerrajando el interrogante más trivial del millón de preguntas que le carcomían el marote. —Queda mejor —le dije—. Es para que la gilada huela transgresión; vos no entendés. Acá tenés lo tuyo, después tomate un café con leche. Fratacho guardó los billetes en el bolsillo. —¿Y ahora qué vas a hacer? —pregunté. —A la vieja de al lado le llueve adentro, le voy a poner membrana en la terraza. Cuando estábamos a media cuadra de la boca del subte empezó a llover con ganas. —Lo lamento por la vieja, siempre se equivocan —le dije, y me miró sin saber de qué le hablaba—. Los meteorólogos, siempre se equivocan. —Hubiera venido bien el paraguas —contestó Fratacho.

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En un desierto de tedio, un oasis de horror.

MÚSICA DE CRISTAL

(Charles Baudelaire, rescatado por Roberto Bolaño en “2666”)

Sobral vuelve del trabajo a la hora en que la ciudad comienza a morir, cuando la gente normal, orgullosa de serlo, se sumerge en su primer sueño. Correctos padres y madres de familia, peritos mercantiles que pudieron alquilar un monoambiente porque los emplearon en el banco; gerontes complacidos de que los vecinos del barrio los llamen abuelos aunque no sean sus nietos. Mientras los normales duermen, se adueñan de las calles los desposeídos, los solitarios, los excéntricos y los que trabajan en horarios anormales, como Sobral, que baja del colectivo y atraviesa las vías del Ferrocarril Central por el Puente de la Cortada. Desde su construcción en la década del cuarenta alguien lo llamó así y el voz a voz del barrio hizo prevalecer ese nombre por sobre el oficial, que alude a un presidente olvidable. La calle se hace puente cuatro metros por encima de las vías para no morir en ellas pero, dos cuadras después, se estrella suicida contra una avenida. Por uno de sus laterales corre el trazado peatonal por el que Sobral pasa dos veces por día. En unos minutos llegará al departamento; Juana le dará un beso o lo llenará de insultos, comerá algo rápido, dormirá unas horas, desayunará de parado, caminará hasta el colectivo, otra vez a la monotonía de su jornada y media de trabajo diario. Veinticuatro horas después volverá al hastío de la rutina. En noches cálidas, el trayecto entre la parada y el departamento lo hace sin prisa; ahora anda a paso rápido porque los inviernos transforman las calles: miradas al paso anónimas y desconfiadas, el claroscuro de edificios que se desdibujan detrás del vapor que atraviesa

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la bufanda. Hacia el final del puente, Sobral trastabilla. Se recompone con tres pasos rápidos y mira hacia los costados. La ciudad parece desierta, pero intuye que alguien lo observa; avanza dos metros y lo perturba una melodía inverosímil. Mira hacia atrás. En medio de la oscuridad adivina la presencia de un hombre sentado en el piso, con la espalda apoyada contra los hierros del puente y un acordeón a piano en su regazo. Sobral llega inquieto al departamento; cuestiones banales lo enredan en otra discusión furibunda con Juana. Me voy a matar, dice ella entre gritos. Juana y Sobral tienen la capacidad de pasar en cinco minutos del beso de bienvenida al intercambio de puteadas. No es la primera vez que ocurre; tampoco es la primera vez que ella promete matarse. La historia termina de manera poco original: Juana da un portazo y se va a dormir. La rueda da otra vuelta sobre su eje: las veinticuatro horas pasaron, y Sobral, en el mismo lugar, vuelve a escuchar la misma música, esta vez antes de poner un pie sobre el puente. ¿Una limosna, tan tarde? La locura de los marginados de las grandes ciudades ya dejó de sorprenderlo; revisa los bolsillos pensando en dejar unas monedas, se promete que no lo hará siempre, quizás una vez por semana. Ahorro preventivo: gastar sólo lo necesario, por las dudas, porque la empresa seguía con el plan de reestructuración, eufemismo de moda cuando las gerencias de recursos humanos deciden rajar gente. Trataba de no pensar en esas cuestiones, pero en los pasillos no se hablaba de otra cosa. Ramírez, su compañero, se hacía tanta mala sangre que se jodió la salud. Mejor no pensar. El paso del tren sacudía rieles y durmientes sin dejar lugar a otro sonido sobre la tierra; sin embargo, cada nota del acordeón llegaba a sus oídos con irreal nitidez, lo transportaba a una dimensión que no tenía correspondencia con el mundo real; lo mágico del salto no remitía a maravilla o asombro: era magia oscura, de esa que se procura evitar. Cuando el último vagón ya estaba lejos, se detuvo delante del hombre — 72 —


Música de cristal y le dejó unos centavos sobre el estuche del instrumento. Podía tener setenta años, o tal vez la mitad, y un ojo enfermo o definitivamente perdido. El hombre dejó de tocar, aunque seguía con el acordeón en su regazo. Sólo había quedado una nota vibrando en la atmósfera, una astilla clavada en el aire; el puente era una caja de resonancia que deformaba los silencios. —No estoy aquí por sus monedas —dijo el hombre, y su pupila inútil disparó un destello lacerante como el rayo. Sobral sintió, como pudo sentirlo el hombre de las cavernas, que ese rayo no era de este mundo, que era obra de demonios o dioses pero no de este mundo. Recogió el dinero y siguió su camino corriendo, asaltado por un mal presentimiento; cincuenta metros antes de llegar a su casa creyó que el corazón le iba a explotar. Metió la llave en la cerradura con la torpeza del apuro. Juana estaba ahí, pero al verlo entrar se encerró en el dormitorio de un portazo. Más de lo mismo, se dijo Sobral, y empezó a valorar esos pequeños paisajes rutinarios. Era casi medianoche. Comió un sándwich cerca de la estufa y encendió el televisor por inercia; al rato se quedó dormido en un sillón. Al otro día llegó a la empresa quince minutos tarde. Esquivó al grupo con el que siempre intercambiaba unas palabras antes de enfrascarse en el trabajo; cuatro rostros adustos hablando de Ramírez, a los que apenas dedicó un saludo breve para luego ponerse a trabajar como un robot. Al regresar, cuando bajó del colectivo, aunque el camino a casa se le hacía seis cuadras más largo cruzó por otro puente, más transitado y sin mendigos al desamparo de la noche. Toda esa semana en que evitó el Puente de la Cortada se sintió congelado en el tiempo. Fue sólo una semana: el lunes siguiente sospechó se estaba perdiendo algo importante. Cuando retomó el camino del viejo puente su vida dejó de estar en pausa; supo que la rutina estaba herida de muerte, que el tedio de lo cotidiano estaba a punto de quebrarse. Sobral camina otra vez con música de fondo sobre los adoquines del Puente de la Cortada. La música, en ese contexto, le — 73 —


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resulta repulsiva porque condiciona sus actos. Si no, le resultaría indiferente, no le interesa, no es quién para juzgarla: está demasiado cansado para ocuparse de las boludeces de un infeliz estacionado en las noches muertas del puente para infundir pena, o lo que sea. Pero hay algo que no le cierra: intuye que a las puertas de su percepción hay algo fuera de lo corriente a lo que no puede acceder por milímetros. Hurga en su cabeza, cree descubrir tablas de equivalencias que escapan a su entendimiento. Sobral no quiere perder la calma, analiza todas las posibilidades, aun aquellas que no está dispuesto a llevar a cabo: las de final cruento, como matar al hombre o darle una paliza; las intermedias, como amenazarlo o denunciarlo a la policía, y las piadosas como convencerlo de que se vaya con la música a otra parte. Desecha las opciones una a una; siente el vacío hasta que su instinto despierta, comienza a ver las cosas de otro modo. El hombre sigue ahí, sentado, y cuando Sobral escucha las primeras notas que le arranca al acordeón sale corriendo hasta la avenida en donde muere el puente, disparado por un impulso irrefrenable. Una mujer cruza la calle como una sonámbula, ajena a lo que la rodea. Un colectivo levanta a un pasajero en la esquina y arremete, con el semáforo ya en rojo. Sobral la toma con fuerza de un hombro y la tira hacia atrás. La mujer lo mira, vacía, y no le agradece. Otra noche, los sonidos del puente le alteran la rutina; en lugar de ir a su casa se quedó frente a parada de micros de la avenida. Media hora inmóvil, atado a un conjuro hipnótico. De golpe rompió la quietud, subió a un colectivo y después de veinte minutos de viaje descendió a pasos de la casa de su madre. Un acto reflejo, de los que se ejecutan con el hemisferio de la razón bloqueado. La mujer abrió la puerta, se saludaron sin hablarse mientras Sobral buscaba razones para justificar una visita tan extemporánea. No sabía por qué estaba allí. Hacía mucho tiempo que venía mirando a su madre sin mirarla, y esa noche se encontró con una mujer en camisón demasiado anciana, perdida en un sueño en el que era joven y bonita. Sobral se enredó — 74 —


Música de cristal en excusas débiles hasta que se le ocurrió decir que andaba cerca y necesitaba pasar al baño. Fingió levantar la tapa del inodoro, abrió la canilla del lavatorio para simular el ruido de alguien que orina con ganas, descargó el agua del depósito. Todo parecía teñido de una normalidad exasperante. Sintió alivio al descubrir que no había relación entre la música que desgranaba un loco y los senderos por los que se iba acomodando y desacomodando su vida. Salió del baño y su madre, más dormida que despierta, respondía como autómata a sus comentarios triviales. En un pico de lucidez le ofreció un café y hasta le preguntó por Juana. Juana como siempre, le contestó. Al final de cuentas, el “como siempre” aplicado a Juana era eso: instantes de armonía tan breves como quebradizos, peleas inexplicables a intervalos regulares, portazos para huir de ambos, de él y de ella misma. Cuando se estaba despidiendo sonó el teléfono. Yo atiendo, dijo Sobral, deshaciendo el camino a la puerta. Podía ser número equivocado, o alguien para quien la medianoche era el momento de las bromas estúpidas. Escuchó en silencio lo que le dijeron del otro lado. Le contó a su madre, de la manera más delicada que le fue posible, que Jorge había tenido un accidente. Cuando la mujer superó la crisis nerviosa que le provocó la noticia tomaron un taxi hasta el hospital. Sobral se acostumbró a andar por la vida sin sorpresas. Una noche, al escuchar el acordeón a piano, se desvió unas cuadras sobre la avenida para comprar un ramo de rosas. Cuando llegó a su casa, Juana lo esperaba con una comida sencilla. En medio de la cena, la primera y la última después de la gran pelea, lo asaltó una idea desoladora: ¿y si el hombre del acordeón decidiera cada minuto de su vida, de la de él, de la de Sobral? Anticipar el futuro era una cuestión menor, oficio de gitanas, tarotistas, asesores financieros y comentaristas deportivos. Pero ser la marioneta de ese hombre era la esencia pura de la tragedia: haberse convertido en esclavo de un dios o demonio que abría a su antojo huellas por donde van sus pasos. Descubrió que ahora sí ya nada lo asombraba: el telegrama de despido, la muerte de Ramírez, — 75 —


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las elucubraciones de la vieja senil que alguna vez fue su madre, su hermano Jorge condenado a la silla de ruedas, la internación forzada de Juana; puntos marcados en una hoja de ruta ya dibujada. Al pisar el primer adoquín del puente ya sabía lo que le esperaba. La última noche que pasó por allí se desató un temporal que dejó a la ciudad desierta; sin embargo, el hombre del acordeón a piano no faltó a la cita. Sobral palpitó que la rutina estaba a punto de quebrarse en su punto débil. El instrumento dictaba profecías de inmediato cumplimiento, el chasquido de las gotas sobre los adoquines acentuaba cada nota. Un acorde sonó a epílogo; al agotarse el aire del fuelle, el acorde quedó sonando para siempre, astilla de cristal incrustada en la noche. El viejo deja de tocar; un rayo del cielo o de la retina inútil del viejo ilumina a un tipo que trepa por los hierros hasta lo más alto del puente. Si hubiera conservado la calma aquella de la que siempre presumió reflexionaría sobre las bondades de la rutina. No puede, no hay tiempo; en sus ojos sólo hay vacío. El maquinista del tren que avanza unos metros más abajo hace sonar una bocina estéril que se devora la tormenta. En medio de la lluvia, el hombre guarda el instrumento en el estuche. Hace unos minutos, mientras cruzaba el puente para llegar a mi casa, escuché por primera vez una música extraña. Un viejo hacía sonar un acordeón a piano que apoyaba en su regazo. Un segundo antes del primer acorde sentía que mi vida de deslizaba por algo parecido a la felicidad; cuando llegué a mi casa estaba abrumado por un vacío difícil de explicar. Ahora está sonando el teléfono. Que suene.

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MONSTRUO(S) Juan Martín camina por el andén de la estación hablando con alguien que lleva por nombre Juan Ignacio y que posee el don de la invisibilidad. En el conjunto de educación física lleva bordado el escudo del colegio; carga una mochila al hombro y en el puño aferra un palo de hockey. Va a entrenar al campo de deportes del Colegio de los Santos Mártires, donde cursa tercer año. Juega en la categoría cadetes mayores de la selección que participa del torneo intercolegial, aunque hasta finales de noviembre fue parte del equipo del Instituto de los Hermanos Adorables. Antes de que llegue el tren comienza a sonar No Feelings de Sex Pistols. El chico mira el celular y putea por lo bajo; es su madre, que salió del curso de jardinería y en cinco minutos debe entrar a la clase de acquagym. Al finalizar el año lectivo la citó el director del Instituto de los Hermanos Adorables —el clériman era el único detalle que lo diferenciaba de los mortales corrientes— y le pidió dos cosas. Primero, que cambiara de escuela a su hijo; segundo, que no lo obligara a darle las razones por las que le hacía el pedido, razones que ya estaban en boca de todos. El hombre del clériman prometió discreción por respeto al doble apellido del padre de Juan Martín, le ofreció una mano fláccida —como las de todos los de su estirpe— y la despidió con un Dios los bendiga. En marzo Juan Martín pasó a engrosar la matrícula del Colegio de los Santos Mártires sin que mediaran preguntas incómodas. Después de ese final de curso empezó a llevarlo en auto a todos lados, creyendo que así controlaba sus pasos. Con el correr de los días desistió, atenazada entre los estallidos de furia del chico y las recomendaciones del psiquiatra de no asfixiarlo. ¿Acaso una llamada breve es asfixia?, piensa la madre, y aunque no sabe la respuesta no — 77 —


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se aguanta y lo llama. Juanma, ¿estás bien?, le pregunta, sólo para escucharlo, para auscultar su estado en dos letras que apenas permiten un margen mínimo de error. Sí, dice el chico. Por favor, tené cuidado y volvé derecho a casa. Sí, repite Juan. La madre entra a la clase de acquagym con preocupación. En cada monosílabo, en cada “sí”, hay una coraza que frena el intento de llegar hasta los tejidos blandos de Juan Martín. Si el padre estuviera más atento a lo único que les queda en común… pero el hijo de puta llega de un viaje de negocios para irse en otro de placer con una pendeja a la que le hace un hijo por año, a cada uno de los cuales seguramente presta la misma atención que a Juan Martín. En unos minutos podría volver a llamarlo con alguna excusa, para quedarse más tranquila o preocuparse del todo; podría preguntarle qué le gustaría cenar, o mentirle que anda con el auto cerca del campo de deportes y podrían volver a casa juntos. Piensa en la recomendación del psiquiatra y se contiene. Llega el tren. Juan Martín trepa al primer vagón y se sienta al revés del mundo, de espaldas a la máquina, esperando que suba su amiga. La locomotora diésel pega el primer tirón, sacude la modorra de los vagones; la imagen en fuga de las siluetas alejándose le produce un vértigo placentero, como si la nuca se despegara de la cabeza y los aguijones incrustados en el cerebro se reabsorbieran. Los aguijones lo tienen harto, duelen como si las neuronas estuvieran a punto de explotar. El tren para en la siguiente estación y Juan Martín saca la cabeza por la ventanilla buscando a Paulina. La primera vez, la chica se sentó por casualidad junto a él. Sin que viniera a cuento, el muchacho le habló de su hermano gemelo; ella se sintió atraída por esa historia extraña, aunque no la comprendió demasiado. —¿Algún día lo voy a conocer? –dijo ella. —Algún día. Los padres de Paulina están separados. Tres veces por semana, la madre la acompaña a tomar el tren. Ella se baja luego de — 78 —


Monstruo (s) siete estaciones y espera a que su padre llegue a buscarla para pasar la tarde con él; antes del anochecer hace el camino inverso. Piensa que sus padres podrían reprenderla por hablar con un desconocido; sin embargo, en cada viaje de ida, ella desanda el camino hacia la máquina para encontrarse con Juan Martín. El día en que volvió a preguntarle por el hermano, la chica chocó contra una coraza parecida a esa que resulta infranqueable para la madre. A Juan Martín no le gusta dar explicaciones sobre sus infiernos interiores, atravesados por culpas de las que suele expiarse diciéndose que él no es como Juan Ignacio. El problema es que las personalidades avasallantes envuelven a las débiles. Juan Martín, con la mirada perdida, surca territorios de sombra. ¿Qué son tus padres para vos?, le preguntó el psiquiatra una vez. La respuesta estalla, recurrente, en aguijones que inutilizan neuronas a medida que cambian el punto de ataque. ¿Qué es su padre? Hoy es un hijo de puta ausente que solventa sus gastos a la distancia; hace quince años fue la simiente podrida que fertilizó el óvulo de su madre. ¿Qué es su madre? Hoy es el estorbo que sucede a los acordes de No feelings en el celular; hace quince años era el vientre que lo albergaba, una ciénaga oscura, laboratorio perfecto para los juegos perversos del dios de la creación o para las trastadas del destino. Juan Martín se sumerge en la ciénaga: flotan dos fetos unidos por el cráneo, un monstruo bicéfalo que espera el hachazo quirúrgico luego del cual sólo una de sus partes podrá contar la historia. Un miércoles de julio algo cambió entre Juan Martín y Paulina. Era una de esas tardes apagadas y frías, de cielo plomizo; el ánimo del chico se adaptaba a las formas del día. Ella abrió su mochila y sacó un álbum de monstruos, unas figuritas adhesivas con relieve. Eran personajes desagradables; algunos lucían un tajo en la cabeza del que colgaba un pedazo de masa encefálica, otros eran zombis vomitando. O cabezas sangrantes a las que les faltaba un ojo. Los monstruos eran una moda entre preadolescentes. Paulina había pegado una foto del padre en uno de los espacios en blanco del álbum; una broma tonta — 79 —


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que Juan Martín tomó con —fingida o real— indiferencia. Cuando Paulina contaba a Juan Martín cosas de su familia, hablaba de la madre con fastidio y del padre con una ternura que rozaba la pena. Decía que el problema del padre era la razón por la que su madre se quiso separar. —¿Qué es lo que le pasa a tu papá? —Es un secreto que por ahora no te voy a contar. Juan Martín sintió un deseo incontenible por conocer el secreto. Ella se encerró en un hermetismo que el muchacho intentó vulnerar con brutalidad, pero Paulina cambiaba de conversación casi como si fuera un juego. Juan Martín llegó a la amenaza; ella se fue a otro vagón conteniendo el llanto. Sin embargo, cuando el tren llegó a la estación donde debía bajarse, volvió sobre sus pasos y lo despidió con un beso. En el andén desierto sólo había un hombre. Estaba recostado en la pared al lado de un banco destartalado. Después del primer bocinazo, cuando el tren ya retomaba la marcha, Juan Martín sacó la cabeza por la ventanilla y observó la ceremonia del encuentro. El padre empezó a andar con dificultad, ayudándose con un par de muletas: ése era el secreto que su hija no quería revelar. La chica, con la mochila al hombro, caminaba junto al hombre de la pierna derecha talada por encima de la rodilla. Juan Martín sintió una atracción morbosa, hubiera querido congelar aquella escena en el tiempo. Pero a medida que el tren se alejaba de la estación, padre e hija se transformaron en un conjunto de píxeles que se empequeñeció hasta desaparecer. Un lunes, un contingente de boy scouts copó el primer vagón del tren. Juan Martín monologaba su bronca en voz alta: esas pequeñas multitudes ordenadas y modosas lo exasperaban. Para colmo de males, otra vez los aguijones taladrando su cerebro. Los scouts habían perturbado todo. Como no pudo ocupar el vagón más próximo a la máquina, empezó a caminar hacia atrás en busca de Paulina. Creyó verla desde lejos, prodigando manos y labios a alguien igual a él, pero que no era él; Paulina y Juan Ignacio en medio de un universo — 80 —


Monstruo (s) de pañuelitos al cuello ceñidos por una flor de lis. En un estallido de ira, aferró el palo de hockey y se abrió paso a codazos entre uniformes color caqui que olían a ejército derrotado. Cuando creyó tenerlos a mano, Paulina y Juan Ignacio, número central del acto de un oscuro ilusionista, se evaporaron. Ese día no fue a entrenar; se quedó fumando en un banco de la estación. Volvió a su casa y se encerró en el dormitorio. Al miércoles siguiente, Paulina lo encontró en el tren hablando con su interlocutor invisible. Cuando se sentó a su lado sólo hubo silencios hasta que No feelings llenó el vagón. Johnny Rotten grita I got no emotions for anybody else; el celular deja de sonar. Juan Martín estaba harto de su madre jugando a Sherlock Holmes. Que se jodiera. —¿Por qué no atendiste? —dijo Paulina. —No tengo ganas de hablar con mi hermano —mintió Juan Martín. —No me preguntaste qué me pasó el lunes. —Ya sabemos qué pasó el lunes. El tren lleno. Los boy scouts. Juan Ignacio y vos. Ella no entendió. —Estuve enferma, no pude ir a lo de mi papá. —Yo los vi. El tren está por llegar a la estación donde se baja Paulina, y Juan Martín siente que hoy es el día. Quiere recrear la escena de los scouts cuadro a cuadro, pero sólo recuerda una mirada enferma, una frontera gelatinosa y amorfa. Faltan pocos minutos para que Paulina baje; es la oportunidad de tajear a cuchillazos los tejidos necrosados que todavía lo unen al gemelo. Ella abre otra vez el álbum de monstruos. Ya no está la cara del hombre de la pierna mutilada; en su lugar hay dos cabezas unidas por los parietales. Cerrá eso, le dice. ¡Cerralo, la puta madre!, le grita, y ella lo guarda en la mochila. A pesar del destrato, Paulina se despide con un beso. El tren se detiene, ella baja. Su padre aún no está en la estación. — 81 —


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¡Ahora!, escucha Juan Martín de boca del gemelo original que está en el estribo, tomado del pasamano. Después del eco del último bocinazo, mira petrificado desde su asiento, sabiéndose la parte débil del monstruo bicéfalo. ¡Ahora, boludo!, vuelve a escuchar, y Juan Martín, siamés prescindible, va tras Juan Ignacio como si todavía estuvieran amarrados por el cráneo. Siente el tironeo de siempre, cabeza contra cabeza, aguijones destructores de neuronas. El tren se pone en marcha, una sombra con mochila y palo de hockey desciende junto a su clon invisible por el otro extremo del vagón. Paulina mira hacia el sendero por el que siempre llega su padre. Recién se da vuelta cuando escucha una música conocida a sus espaldas: No Feelings suena estridente en la soledad de la estación. Mira sorprendida, no entiende qué hace Juan Martín ahí. Qué querés, le pregunta. Él sólo la mira. ¡Pero qué querés!, inquiere con temor. Mi hermano, dice él a modo de presentación, señalando el vacío con el puño aferrado al palo de hockey. Entre los dos la acorralan: Juan Ignacio y Juan Martín están ahí, unidos para siempre, dueños de la escena, inconmovibles.

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DIS-TENSIÓN Estaba con los ojos cerrados, relajado, disfrutando del agua a presión como si lo bueno del mundo se hubiera achicado hasta los límites del jacuzzi. Antes de que Brenda partiera a trabajar le había dicho que tenía que pasar por la editorial y que no volvería hasta la noche, aunque en realidad no pensaba a salir a la calle en todo el día. Era una mentira que no escondía trampas: sólo quería darle una sorpresa en la tarde del tercer aniversario. Ella tal vez preparara una torta, como cuando cumplieron un año, como cuando cumplieron dos. Cerró el grifo y se quedó inmóvil mientras escurría el agua del jacuzzi; se paró, corrió la mampara, estiró la mano, tomó el toallón y se refregó el cuerpo hasta descamar la piel de células muertas. Se sentía animado, como si un leve flujo eléctrico le hubiera devuelto dinamismo a sus músculos. Se paró sobre la alfombra de baño y miró el espejo: barba de dos días. Acarició las mejillas ásperas con la mano, como hacen los modelos de la propaganda de Gillette; ató el toallón a la cintura, enchufó la afeitadora y pulsó el encendido una vez, dos veces. El aparato parecía muerto. Lo miró desafiante, como pidiéndole explicaciones. Desenchufó y volvió a enchufar, apretó con fuerza la ficha contra el tomacorriente hasta escuchar la fricción de las pequeñas cuchillas que comenzaron a devastar la barba, a contrapelo, a un lado y otro de la nuez de Adán. Deslizó el aparato en forma ascendente por el cuello hasta el mentón, bordeó las comisuras hasta el umbral de las fosas nasales, hundiendo los labios debajo del maxilar superior para mantener la piel estirada. Hacía todo en forma mecánica; su mente andaba por otro lado, pergeñando alguna historia que pudiera servir de materia prima para el cuento que, tal vez, empezaría a escribir la próxima semana. Pensó en una mujer —podía ser Brenda, muchas — 83 —


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veces las mujeres de sus cuentos eran Brendas sin vida propia, marionetas atadas a sus caprichos— cocinando una torta en el horno —como el de su casa—; la mujer hacía un alto en su tarea, iba hasta el baño, sorprendía al marido con el toallón anudado en la cintura, se lo desataba, y en lo mejor de la historia la afeitadora dejó de andar otra vez. Volvió a apretar el enchufe; hizo un leve movimiento hacia arriba y abajo y el motor del aparato apenas chilló unos segundos para luego morir del todo. Seguramente uno de los cables que llegaba al tomacorriente se había soltado. Se calzó las ojotas, fue hasta la caja de luz, bajó la llave de la térmica, tomó el destornillador Philips del cajón del medio del aparador y desarmó el tomacorriente. Era una pavada que no debería llevarle más de diez minutos; hasta podría terminar de afeitarse antes de que ella volviera. Sacó la tapa a presión y, en un mal movimiento, la rompió con la punta del destornillador: un pequeño pedazo de plástico cayó al piso. Se preguntó si ese día especial, que parecía deslizarse sobre una pátina sedosa, iba a tomar rumbos de ripio. Destornilló el soporte del tomacorriente: como suponía, había un cable suelto. También revisó el punto de encendido del aplique del baño; los cables estaban conectados de forma poco prolija —se acordó del electricista; el tipo nunca le cayó bien—, pero en ese momento sólo importaba que el tomacorriente volviera a funcionar. Ya revisaría toda la instalación en detalle y hasta podría comprar un nuevo juego de tapas, más moderno, de ésos que vienen con vivos de colores que combinan con la pintura de la pared. Giró el tornillo para despejar el agujero por donde debía pasar el cable. Los alambres de cobre, en lugar de estar extendidos y levemente girados para formar una punta que facilitara la entrada al orificio, habían sido aplastados contra el borde metálico. Fue a buscar una tenaza, cortó el primer centímetro de cable, peló la punta mordiendo la cubierta de plástico con los dientes y retorció los alambres delicadamente. La mente se disociaba del cuerpo: pelaba el cable pero su cabeza no estaba en el cable, estaba más bien en la escena de un futuro cuento: un hombre —podía ser él, o no— — 84 —


Dis-tensión revisaba la instalación eléctrica; una mujer —no parecía Brenda, aunque tal vez sí— llegaba a la casa —no era exactamente su casa—, presionaba la tecla de encendido de la luz y notaba con sorpresa que estaba cortada. Sus historias tomaban la mejor forma en medio del silencio: nunca pudo escribir mientras escuchaba música. Alguien le había dicho que Stephen King escribió Carrie con AC-DC a todo volumen. Él sería incapaz de hacer una lista de supermercado con esa bulla de fondo. La escena imaginaria lo desconcentró, porque mientras afinaba la punta del cable uno de los alambres de cobre se le clavó en la yema del dedo índice. Abrió la canilla del lavatorio e hizo presión a ambos lados de la herida, como si quisiera escurrir bajo el chorro de agua toda la sangre de su cuerpo, sus seis litros de solución roja rica en eritrocitos y plasma y linfocitos y neutrófilos segmentados. Luego echó un chorro de agua oxigenada sobre el dedo y se colocó un apósito. Había quedado sangre sobre el lavatorio; luego la limpiaría. Otra ficción rondó su cabeza: una mujer llegaba a la casa —su casa modificada, como en sueños—; veía gotas de sangre sobre el blanco del lavatorio —a esta altura ya no sabía si eran su sangre y su lavatorio—. El hallazgo le infundía malos presagios: la mujer corría por las habitaciones buscando al esposo sin encontrarlo. Desesperada, preguntaba en el barrio, llamaba al trabajo, a la familia, a los amigos —por momentos parecían su barrio, su trabajo, su familia, sus amigos—. Ésta sí que puede ser una buena historia, pensó. La mujer recorría hospitales e iba a la policía, pero nada: final abierto, porque el hombre descubrió lo inútil que era su mano izquierda para las manualidades. No podía acertar con la punta del cable en el agujero y tampoco quería hacer presión con la mano derecha para que no volviera a sangrar la herida. Parecía mentira cómo un pequeño inconveniente doméstico se complicaba por nimiedades. Bastaba con concentrarse unos minutos en el último paso: que el tomacorriente funcionara para enchufar la afeitadora. Finalmente pudo formar una punta levemente cónica con los alambres de cobre y los introdujo en el — 85 —


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orificio. Tomó el destornillador para fijar el cable al tomacorriente, pero un mal movimiento hizo que el tornillo cayera al piso y se perdiera por la rejilla. Volvió al aparador; estaba cansado de ver tornillos iguales por todos los rincones de la casa, miles de tornillos que aparecen cuando uno no los necesita; cuando son imprescindibles, en cambio, se vuelven esquivos, sobre todo cuando el tiempo acecha porque en quince minutos Brenda ya debería estar en casa y él arruinaría la sorpresa con la luz cortada y la cara a medio afeitar. Puso un diario sobre la mesa y vació el cajón. Había distintos tipos de tornillos; había un tornillo para cada objeto que fuera necesario ajustar en la casa y en el mundo, excepto uno que entrara exactamente en la rosca del tomacorriente. Vació el segundo cajón del aparador y el tercero; se le encendió la lamparita —aun con la luz cortada—, y en el fondo del portalápices de la biblioteca encontró un tornillo igual a aquel que tuvo el fin de su vida útil en la rejilla. Brenda llegaría en diez minutos; si los astros se alineaban podría reconectar la luz y terminar de afeitarse. Que Brenda lo encontrara cubierto sólo con el toallón blanco atado a la cintura podía ser un buen comienzo para el festejo del tercer aniversario, pensó, y se sintió excitado. Volvió al baño y tuvo el impulso de encender la luz para ver con más claridad cómo ajustaba el tornillo, sin advertir que él mismo la había cortado. Sonrió y pensó: qué boludo. Recordó aquella vez en que salió de la editorial y fue hasta el estacionamiento a buscar el auto que había dejado esa mañana en el taller. Desde el ventiluz del baño se percibía un atardecer nublado; la luz natural era escasa, aunque suficiente para terminar de resolver el pequeño traspié sin dificultad: bastaba con atornillar la punta del cable. Por el momento podría dejar la caja de punto y toma suelta de la pared, conectar la luz, afeitarse antes de que llegara Brenda —cinco minutos—, tal vez tener sexo antes de merendar; luego podría armar el tomacorriente y prepararse para ir a cenar. Pero el destornillador no aparecía. Era probable que lo hubiera dejado en el portalápices —el portalápices tenía una particularidad: era un tarro cuya denominación — 86 —


Dis-tensión literal era la antítesis de su uso práctico, porque servía para contener una gran variedad de objetos con la única excepción de lápices —. El destornillador no estaba ahí. Cuatro minutos. Vísteme despacio que estoy apurado, pensó, aunque Napoléón jamás pudo haber pronunciado esa frase ridícula: el que está apurado se viste apurado, resuelve apurado los desperfectos eléctricos, se afeita apurado y espera a la misma muerte con apuro. Repasó los lugares por donde había andado; después de todo la casa no era grande. Tres minutos. Claro, el cajón del aparador: seguro que guardó allí el destornillador sin pensarlo. En algún momento debería hacer limpieza en el cajón del aparador y tirar ese rejunte de cosas inservibles; cada objeto útil o inútil que no tenía un lugar asignado, y que era demasiado grande para el portalápices, iba a parar ahí: una linterna con la pila sulfatada; lentes de sol con una patilla rota; un mazo de cartas de póker y otro de chinchón; un cenicero con el logo del Mundial 78; el cepillo de la ropa; un porta documentos viejo; un reloj pulsera de malla rota y agujas muertas que, sin embargo, parecían más vivas que nunca porque sólo faltaban dos minutos; una caja de pañuelos descartables; una matrioska de cabeza roja que le había traído un amigo en épocas en que el Partido financiaba adoctrinamientos en Moscú; un tarro de monedas de diez centavos. Minuto y medio: por fin el destornillador de mierda, mirá dónde se había metido. Sesenta segundos y sale corriendo a terminar de una vez con el puto tomacorriente; seguramente Stephen King tiene un electricista confiable a quien llamar de urgencia cuando los cables se sueltan y las afeitadoras no reciben corriente. Es más: Stephen King cambiaría la afeitadora por otra, la casa por otra en la que las cajas de luz funcionaran de forma correcta, o seguramente tiene una casa con grupo electrógeno para que AC-DC suene a cien vatios veinticuatro horas al día. Entonces el hombre tropieza, porque en lugar de calzarse las ojotas entre el pulgar y el índice del pie derecho lo hizo entre el tercer y el cuarto dedo; a la mierda con las ojotas, que revolea por ahí. Quiere concentrarse pero la mente se pierde en escenas caprichosas — 87 —


CUENTOS A ESCALA

—materia prima para el próximo cuento: siempre le sucede esto de perderse en embriones de nuevas historias cuando realiza alguna tarea manual—. Treinta segundos; sólo resta una vuelta y media al tornillo con el Philips y terminar de afeitarse, si apenas queda algo de barba de dos días a los costados de la cara, es un instante, aunque por ahora el tomacorriente quedará colgando de la caja de luz y la mancha de sangre sobre el lavatorio. Quince segundos para que una mujer que parece Brenda coloque la llave en la cerradura y entre ansiosa después de pasar por la casa de repostería; si pudiera concentrarse en el puto tornillo en lugar de pensar historias estúpidas para cuentos que nunca va a escribir. Todo va cada vez peor: los filamentos del cable se cortan, ¿y la tenaza? No se va a poner a buscar la tenaza ahora; corta el cable con los dientes, aprieta incisivos y caninos contra los filamentos aunque las encías le queden en carne viva y tenga que comer papilla por el resto de sus días; muerde plástico, mastica cobre con tal de terminar de una vez. La mujer apoya lo que compró en la casa de repostería sobre la mesada. Cinco segundos; la mujer no repara en nada. Dos segundos: a la mujer que parece Brenda le sorprende que haya saltado la térmica, va hasta la caja de electricidad, la activa, se hace la luz en medio de un grito que nadie escucha. Brenda sólo necesita enchufar la batidora y preparar la torta sorpresa del tercer aniversario antes de que su amor vuelva de la editorial.

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AMOR A ESCALA El hombre está inmóvil frente a la barrera esperando que pase el tren; la mirada de plástico clavada en las vías, aunque cada tanto observa a Pablo de reojo. El hombre de mirada de plástico siente fascinación por ese semidiós-niño. Al principio lo creía un primus inter pares; luego comprendió que era de otra especie: un gigante con poderes sobrenaturales. Desde la barrera se escucha un ¡clac!; el vástago de la señal toma posición oblicua y el tren llega a la estación. Como en un simulacro, la máquina se anuncia con bocinazos que hacen barullo a trombones desafinados; los hombres, mujeres y niños del andén siguen ahí, partícipes necesarios de una historia circular. Nadie sube ni baja; dos minutos después suena la campanilla y las ruedas comienzan a moverse con pesadumbre centenaria: el tren deja la estación y pasa frente a la barrera. Suena otro bocinazo estéril: las bocinas de aquellos trenes no sirven para alertar a los distraídos, ni siquiera sirven como llamada fatal que pueda tentar al suicida. Ninguno de los que andan por ahí son distraídos ni suicidas; tampoco el hombre que ve pasar el tren desde la barrera, él sólo está parado con mirada de plástico clavada en las vías, escrutando a Pablo por el rabillo del ojo, mientras el último vagón se pierde en el túnel que atraviesa la montaña. El ruido de los motores rebota contra las paredes abovedadas antes de ganar el exterior; los trenes andan en forma tan aburridamente sincronizada que cuando el de pasajeros sale del túnel se cruza siempre en el mismo punto con un carguero que avanza en sentido contrario trasladando tubos gigantes, quién sabe hasta dónde y para qué, parecen siempre los mismos tubos que van sin brújula y sin destino hacia un lado y otro. Cualquiera que pudiese contemplar la escena diría que el — 89 —


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choque máquina contra máquina es inevitable; entonces, si todo fuera un poco más real, menos cartón pintado, hasta podría suceder que viniera el camarógrafo de la CNN a filmar vagones descarrilados, ambulancias de sirenas ululantes, camilleros sacando cadáveres como en Paddington o en Santiago de Compostela o en Osaka. Al hombre de mirada de plástico la vida le resultaba tan rutinaria que anhelaba ver esa rutina explotando por algún lado; tantas veces esos trenes pasaban uno pegado al otro, provocando al destino, que esperaba el día en que uno de ellos entrara en la curva a mayor velocidad y descarrilara, o que las agujas del cambio de vías fallaran y una de las formaciones tomara por rieles equivocados. Quería que pasara cualquier cosa, lo que fuera, pero que pasara algo: si los trenes nunca iban a chocar, al menos que la rutina se alterara de otra forma menos cruenta, que las hojas eternamente verdes de los árboles sufrieran cambios, se tornaran primero amarillas y luego doradas y resecas, que se volvieran frágiles y quebradizas. Que algún otoño cayeran sobre los durmientes, aunque la idea de que había un afuera en el que las hojas morían en invierno y renacían al despuntar la primavera le resultaba inverosímil. Sabía que no había lugar para sorpresas; la posibilidad de que los trenes chocaran era nula, aunque se pegaban tanto uno a otro que sólo quedaba una finísima capa de aire entre las máquinas, pero cada tren seguía su ruta hasta que el destino los volviese a cruzar algún tiempo después en el mismo sitio. Tampoco iban a cambiar las hojas de los árboles eternamente verdes ni los techos color teja eternamente jóvenes —sin rastros de verdín alrededor de los desagües—, ni los galpones de la empresa del ferrocarril —ladrillo eternamente virgen— como si los hubieran construido ayer. Al hombre de mirada de plástico le hubiera gustado subirse al tren y recorrer el otro extremo de la ciudad, pero ya se había resignado al rol secundario que le había tocado en la puesta en escena. Los protagonistas de aquel pequeño mundo eran quienes estaban todos los días en la estación: el hombre de traje y maletín, la mujer rubia de — 90 —


Amor a escala cartera al hombro, la pareja que parecía ir siempre de paseo con el chico de pantalones cortos y la chica de trenzas. Tal vez algún día podría ser parte del grupo de la estación, aunque ni siquiera ellos subían a los trenes. Él moría de ganas por subirse a algún tren, al de pasajeros o al de carga, lo mismo daba; no le hubiera molestado viajar en medio de esos tubos gigantes. Sabía que a veces Pablo hablaba con los amigos de la escuela sobre la belleza de los paisajes que había al otro lado de la ciudad: las vías atravesaban barrios elegantes, de casas de dos plantas construidas sobre terrenos de leves ondulaciones y vegetación abundante. Los amigos de Pablo decían que hasta las casillas elevadas de control de tráfico ferroviario eran más paquetas, con escaleras pintadas en colores intensos; que las estaciones estaban decoradas con farolas de luces amarillas; que quienes esperaban los trenes lucían ropa deportiva. Todos ellos, aunque tampoco viajaban en los trenes, daban la impresión de jugar a la vida como si la condición esencial de su existencia fuera divertirse. Un día, de casualidad, descubrió a un grupo de jóvenes en las cercanías de la estación. Tuvo la convicción de que ese descubrimiento le iba a cambiar la vida: entre ellos había una chica francamente hermosa. Estaba junto a dos muchachos en la esquina, en ese barrio a mitad de camino entre los galpones del ferrocarril y la entrada al túnel. El de menor estatura parecía su hermano, o al menos entre ellos había rasgos en común que les daban aire de familia. El otro era alto y delgado y parecía sonreírle a la chica de una forma especial. Prefirió hacerse a la idea de que era sólo un amigo aunque, por momentos, creía descubrir algo en la forma en que ella lo miraba. Tal vez admiración; no creía —no quería— que fuese otra cosa. Con el correr de los días aquella chica pasó a ser una obsesión; no había un solo minuto en el que no pensara en ella. Pablo estuvo algunos días sin venir; el día en que volvió, lo espió por el rabillo del ojo —apenas, porque su mirada de plástico siempre apuntaba a las vías— y lo notó distinto. A la tarde siguiente vinieron dos — 91 —


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amigos de la escuela a visitarlo; a Pablo se lo veía triste y tranquilo. Una semana después, el hombre de mirada de plástico dedujo que Pablo ya no iba más a la escuela, porque el uniforme con el que se vestía cada mañana había quedado tirado por ahí. El chico tenía aspecto frágil, y eso sí era un cambio. El resto, siempre igual: las hojas de los árboles eternamente verdes, el ladrillo de los galpones y los techos color teja siempre impecables, como el lienzo de un paisajista que cobra vida a trazos de acrílicos brillantes. Hubiera querido que Pablo tomase nota de sus deseos: necesitaba que algo cambiara. Hubiera dado lo que no tenía —y nada tenía— por darle vértigo a su vida: conocer el otro extremo de la ciudad, ver qué había más allá del túnel y de la curva donde el tren urbano se cruzaba con el carguero, o ser parte del grupo de la estación, o que la chica de belleza sobrenatural tomara nota de su existencia. Pero Pablo parecía con la cabeza en otra cosa. A pesar de la sensación de tiempo estancado, hubo algo que sí cambió: uno de los muchachos que acompañaba a la chica, el rubio y delgado, ya no estaba más con ella. El hombre analizó la situación crudamente, sin sensiblería, y llegó a la conclusión de que era un hecho positivo: si era un competidor, como él suponía, había quedado fuera de carrera. Como nunca supo de la famosa frase de Brecht, cuando llegó el día en el que vinieron por él fue demasiado tarde. En ese momento sólo se llevó de su interés: el camino hacia ella estaba despojado de malezas y punto. El hombre de mirada de plástico pensaba en qué forma podría acercársele. La tarde parecía tranquila, pero un estruendo lo paralizó, Pablo abrió la puerta de golpe y cuando vio su cara por el rabillo del ojo supo que no iba a ser un día como otros. Y así fue: los trenes se detuvieron. El semidiós-niño usó sus poderes y congeló el tiempo: el carguero y el tren urbano quedaron inmóviles sobre las vías, cerca de la arcada del túnel, ahí donde las máquinas casi se tocaban. Estaba claro que tenía facultades sobrenaturales; tal vez supo que esa tarde sí iba a ocurrir un accidente y prefirió detener los relojes para evitar la — 92 —


Amor a escala catástrofe. El hombre creyó que había llegado el momento en que la rutina comenzaría a romperse, que las hojas de los árboles tomarían el color del otoño; una a una, imperceptiblemente, se volverían amarillas y luego ocres y se tornarían quebradizas hasta soltarse de las ramas; los ladrillos del galpón del ferrocarril comenzarían a mostrar deterioro; el moho treparía primero lentamente y luego con la furia de una hiedra salvaje; los techos color teja perderían el brillo de los tiempos sin tiempo. La desaparición del amigo de la chica hermosa parecía el primero de una serie de pequeños cambios; cuando apareció su cuerpo tirado al costado de las vías sintió a la vez preocupación y alivio. Si se decidía a dar el gran paso ella sería definitivamente suya, aunque no sabía de qué manera comenzar a relacionarse. Temía que Pablo se disgustase y tomara represalias. No quería terminar como el amigo de la chica, despanzurrado en una vendetta. Pablo había trasmutado tristeza en rabia; se estaba convirtiendo en un semidiós herido que alteraba la vida de sus criaturas, como si sus accesos de ira lo llevaran a repetir esas historias de castigos a los que son afectos los dioses: sacar a patadas del Paraíso a quienes comen manzanas prohibidas, hundir al mundo y sus criaturas en agua y, de lástima, extender salvoconductos para un lugareño y algunas bestias afortunadas. El hombre de mirada de plástico no sabía medir el tiempo, pero estaba seguro de que habían pasado semanas desde aquella vez que Pablo había detenido los trenes antes de que chocaran. Sabía que en algún momento tenía que volver: por él, por los demás, por ese mundo perfecto que había sabido crear. Aunque Pablo hubiera decidido que su destino era sólo esperar en la barrera con la vista sobre las vías, el hombre hizo un enorme esfuerzo y levantó la cabeza. El uniforme del colegio todavía estaba tirado por ahí; las hojas de los árboles seguían verdes y los techos de los galpones color teja, pero un fino polvillo de cenizas había cubierto los alrededores de la estación, lo había cubierto a él mismo, a la chica más bella que jamás vio, a su hermano, a los que parecían esperar el tren que nunca iba a llegar. La capa de cenizas que se había instalado sobre — 93 —


CUENTOS A ESCALA

la pequeña ciudad en pausa traía aires de muerte. A Pablo no lo vio más. Con la mirada fija en las vías inútiles, escrutó por el rabillo del ojo a una mujer, quizás su madre, dando instrucciones a un desconocido que comenzó a desmontar los techos de las casas, devastadas como si un tornado hubiera arrasado la ciudad. Luego siguió por el túnel y los galpones, pieza por pieza hasta convertirlos en miniaturas amorfas. El hombre de mirada de plástico creía que en un mundo a escala también deberían ser proporcionales el amor, la tristeza o el miedo a la muerte, pero no: esas sensaciones cobraban dimensiones desmesuradas y parecían explotar dentro de él. La madre de Pablo se fue y todos quedaron a merced del desconocido: un dios del mal que repartía castigos por delitos inexistentes. Nadie escapó de la catástrofe a escala en aquel mundo a escala: ni la chica de la que se había enamorado, ni la familia que siempre parecía de paseo en la estación, ni el hombre de maletín, ni la señora de cartera, ni los árboles talados en un segundo hasta convertir el parque en tierra arrasada, ni las hojas siempre verdes que nunca llegaron a ser ocres, ni los galpones del ferrocarril, ni el túnel, ni el tren de carga ni el de pasajeros, ni él mismo —ahora vienen por él, pero ya es demasiado tarde—: todos atrapados en el fin del mundo provocado por la ira de un dios ajeno.

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