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HUMAREDA ETERNA
Crónica de sujetos felices y calor en Las Vegas
Michel
Texier
Tres mexicanos, de Xalapa o algo así, y un chileno sin origen declarado ni residencia fija cruzan el puente sobre South Las Vegas Boulevard a la altura del Excalibur a las 08:00 a.m. de un jueves, con la única misión de conseguir alcohol y café a la hora del desayuno en la Ciudad del Pecado.
Un grupo de trabajadores inconfundiblemente hispanos repara alguna cosa sobre una estructura de andamios al final del puente. El Sheriff forajido no ha olvidado su sombrero ni yo el camino a la Liquor Store más cercana, tantas veces desandado diez años antes, cuando conocí Las Vegas en medio de una despedida de soltero que aún hoy parece épica, mítica, o alguno de esos epítetos con los que intentamos graficar algo cuyo recuerdo desaparecerá junto con el último de los involucrados.
El Director aún no se ve tentado por la indignidad del calzado y el Editor ha completado hace pocos minutos la imperturbable rutina de su despertar, que nos acompañará durante una larga, interminable, agotadora e inolvidable jornada de más de una semana en las calles donde se filmó la franquicia original de CSI.
Las cuatro siluetas podrían ser perfectamente el núcleo de Reservoir Dogs de Tarantino: los señores blanco, naranja, rosa y rubio –haga usted el ejercicio de suponer quién es quién– deambulando en busca de respuestas, tabaco e historias que merezcan ser contadas...
Seres resignados bajo un calor incomprensible, porque sólo se siente en la calle y salir a la calle parece ser –a todo efecto– la peor de las ideas, excepto por la espalda de alguno, afectada a diario por los cambios de temperatura; motivo de la transmutación de cierto personaje en masajista temporal, aunque su identidad no se revelará en circunstancia alguna, bajo riesgo de excomunión.
En Las Vegas se vive de noche. Sin importar la hora, nunca sabe qué hora es, o qué día de la semana. Los casinos no tienen ventanas, se visten de neón las 24 horas y están siempre frescos, fríos y con sus bares abiertos. La oferta de espectáculos es interminable y siempre se puede celebrar un cumpleaños con un ramo de donuts, o casarse con una cabra como maestra de ceremonias.
Increíblemente, la tarde más sorprendente –de perfecta luminosidad y una puesta de Sol digna de postal–, la vivimos en la puesta en escena surrealista de los canales de Venecia, sin un ápice de luz natural y con los gondoleros cantando O Sole Mio mientras nos atragantábamos de pollo apanado, papas fritas y un arroz delicioso con ingredientes que no me atreví a identificar con mayor detalle, pero que alcanzaron para una cena, un desayuno y un almuerzo antes de volver a sentir algo parecido siquiera al apetito.
Cuando comencé a viajar, 30 años atrás, esta ciudad no estaba ni en el más remoto de los planes: mis sueños imaginaban recorrer París, Praga y Moscú (sólo esta última se me resiste todavía), y nada estaba más lejos de mis destinos que el corazón de los juegos de azar en Estados Unidos; quizá justamente porque el juego nunca me ha llamado particularmente la atención.
Hoy Las Vegas es, sin dudarlo, mi segunda ciudad favorita, y la última aventura vivida en ella es un hito superlativo en las historias por contar. Un resumen apenas alcanza para dar a entender lo que fue vivir el PCA 2023 y por qué las ganas de volver siguen tan vigentes como hace tres semanas, cuando se bajó el telón del capítulo más reciente de este bucle multicolor del cual no creo cansarme nunca.
La International Trade Show de la PCA es la mayor convención de negocios del Mundo del Tabaco en Estados Unidos; por ella desfilan marcas pequeñas, medianas, grandes y los gigantes de la industria. Cualquiera que sea o se crea alguien en este universo paralelo se hace presente, y uno tiene la oportunidad de cruzarse en los pasillos con figuras míticas, outfit dignos de Halloween, y en cada metro cúbico el tabaco se ve, respira y vive.
Acá se consolidaron amistades esbozadas en tiempos de pandemia a través de los universos virtuales y supimos encontrar abrazos que eran nuestros, pero ignorábamos tener. En la inmensidad del centro de convenciones donde se realiza el show nos inundamos de sonrisas, de sorpresas y de la convicción de que, como revista, hemos venido a cumplir con un rol relevante que posiciona la identidad latina, la empodera, la viste y difunde como no hizo antes un medio de habla hispana. Nos supimos vestir de camisa y pantalón largo, y plantarnos sin sentirnos menos que nadie.
A cada día largo y agotador en el show, entrevista tras entrevista, le siguió un encuentro, una reunión, una fiesta... cada noche nos fuimos a dormir con la última gota de energía disponible, batimos cualquier récord personal de cantidad de cigarros fumados y caminamos kilómetros en busca de comida –que no escaseaba cerca nuestro–, por el simple afán de recorrer, conocer y entender una ciudad que resulta inexplicable.
Nos perdimos en los túneles que comunican los casinos y resistimos las tentaciones de Freemont Street; supimos acaparar los sillones de un salón y conseguir vasos y hielo en la barra del bar para beber nuestras propias botellas de whisky; nos dejamos maltratar en Dick's, y convertimos el basurero de aluminio del baño en hielera para conservar nuestras cervezas frías mientras estábamos ausentes.
Cuento aparte son los 25 metros de caminata que ahorré en cada tramo de o hacia el ascensor a mis compañeros de juerga –perdón, de trabajo–, que tras nuestro periplo se transformaron fácilmente en un par de kilómetros robados al cansancio en nuestro beneficio. No hubo muñecas inflables, pero sí colchones, aun cuando uno de los nuestros prefirió dormir cada noche en el suelo, fiel a su condición de soldado y la convicción de que mientras más cerca estás del piso, más seguro tienes el acceso al reino de los cielos.
En Las Vegas no sólo Raúl Melo estuvo de cumpleaños –imágenes irreproducibles nos lo recordarán eternamente–. También Néstor Miranda se dio el lujo de celebrar aniversario 80 en pleno PCA y tuvimos la suerte de coincidir con él, disfrutar de sus atenciones y recibir de mano propia algunos ejemplares de sus creaciones, entre las que el África siempre tendrá un lugar entre mis favoritos. Compartimos con él un café y nos dimos el lujo de guardar sus puros para más tarde, con el propósito de disfrutarlos como se merecen.
También Karl Malone se nos apareció –representante fiel de la cultura fumadora asociada al deporte estadounidense–, como dueño de una marca con su nombre bajo el alero de La Aurora. La gentileza de Manuel Ynoa, la del propio Malone y mi pasión por la NBA de los 80 y 90 nos permitió compartir con él, presentarle nuestro proyecto editorial, hacer las fotografías respectivas y, obviamente, fumar a su lado en un círculo pequeño de privilegiados felices de poder compartir de igual a igual, como es costumbre en el Mundo del Tabaco, con alguien que es parte de la leyenda del deporte profesional.
Tabacos escondidos en botellas, gel humidificador comestible, una colección de sombreros que promete seguir creciendo, vitolas con nombres como Abuelo Sucio y marcas cuya traducción literal es Cigarros del Pollo Borracho, nos dejan la impronta de una industria dispuesta siempre a renovarse y, sobre todo, proclive a sorprendernos y a dejarse sorprender.
Las Vegas es en sí una gran iglesia, una comunidad íntimamente religiosa cuyos templos están en el Strip y sus feligreses arriban de todos los puntos del globo para encontrar la redención, hacer catarsis y comulgar con los dioses del juego, la perdición y la locura. En sus calles laterales vagan quienes nunca lograron salir de ella; sombras, casi zombis que llegaron en busca de sueños y se perdieron en las drogas, el alcohol y la decadencia.
En ese contexto, varios miles de sujetos felices –unidos por una humareda eterna– bailaron durante una semana en invocaciones sin tregua a los espíritus del tabaco, se comprometieron con ideas en común, se contaron historias para las cuales siempre puede haber otra versión, se hicieron promesas que no necesariamente piensan cumplir y se juraron amor eterno bajo el ambiente siempre refrigerado que permite dar vida al show.
Visto así, esto es lo más parecido a unos Juegos Olímpicos que me ha tocado vivir fuera del mundo del deporte; varios Super Bowl en días consecutivos; una Serie Mundial de Beisbol de corrido, siempre en el mismo diamante, o una Diamond League con programa extendido. Todos los ídolos estaban reunidos ahí, dispuestos a dar autógrafos y conceder fotografías... Y aunque al igual que los grandes campeonatos deportivos, se trata de un trabajo, trabajar en lo que uno ama es lo más parecido que se puede llegar a vivir sin trabajar.