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El fin de una era Sólo un niño 2
PARTE V:
Raúl Melo
Pasaron algunos días y no encontraba la manera de acercarme a las celdas sin levantar sospechas. No debía escabullirme, sino buscar una forma de acceder de manera oficial para no arruinar todo el trabajo realizado hasta el momento.
Durante las horas de comida y convivencia fui conociendo el funcionamiento del lugar y poco a poco ideé un plan para escapar acompañado del chico. Cada mañana se formaban grupos para distribuir las tareas dentro y fuera del fuerte; en un par de ocasiones me tocó asear las letrinas o salir a patrullar... obtener turno dentro de las celdas era cuestión de tiempo.
Cada noche la ansiedad se apoderaba de mí. No sabía si el chico estaba bien ni tenía la certeza de que permanecía en el interior del fuerte. Conocía los espacios y sabía por dónde habríamos de salir, así que a mi plan únicamente hacía falta confirmar que JC se encontraba en condiciones para escapar.
Sentado frente a un plato lleno con una masa que se ofrecía como frijoles con carne, escuché que algunos soldados jóvenes negociaban sus tareas del día siguiente. Algunos disfrutaban de salir a cabalgar, y otros más de bajar a las celdas a divertirse con los prisioneros. Aquella idea me removió las entrañas, pero me abrió una ventana de oportunidad.
Con la misma confianza mostrada cuando me aproximé a la patrulla en el Golden Nugget, caminé hacia los muchachos y pregunté:
–Compañeros, no pude evitar escuchar su conversación y creo que también me interesa bajar a jugar un poco. ¿Cuánto se necesita para hacer el trato?
Los sujetos permanecieron inmóviles y sin palabras ante el cuestionamiento, parecían sorprendidos. Entonces les ofrecí una pequeña bolsa con monedas para validar la oferta ante sus miradas incrédulas.
Aquella vieja talega llena de monedas pareció interesarles, el asombro y desconcierto iniciales pronto se transformaron en ojos brillantes ante el oro y la plata de mis ahorros.
–Con esto puede bastar para un par de días, si es lo que verdaderamente estás buscando. Añade alguno de tus anillos y podría considerar una semana de pase libre en el sótano, –ofreció uno de los oficiales al mando del grupo.
–Me parece bien, –exclamé. En verdad la vida aquí es muy aburrida y no me vendría mal encontrar otra cosa que hacer, algo fuera de la rutina. Saben a lo que me refiero.
La noche posterior al trato fue una de las más intranquilas de mi vida, pensando en si me habían estafado o no; si podría encontrarme con JC, cómo estaría, y un millón de preocupaciones más que, sumadas a la dureza de la cama, me impidieron conciliar el sueño.
Por la mañana, durante la reunión para la asignación de tareas, mi nombre aparecía en la lista de acceso permitido a las celdas. La negociación resultó legítima y estaba un paso más cerca del objetivo.
Bebí una gran taza de café, fumé un Black Bear y traté de calmar los nervios. Sabía que era el día de la verdad respecto de mi estancia en ese sitio asqueroso, así que me encaminé a enfrentar al destino.
Seguí el pasillo largo y angosto que conducía al acceso de las celdas, abrí la pesada reja metálica y bajé por las escaleras talladas en el fango y recubiertas con piedra. Abajo la oscuridad era total; únicamente las antorchas dispuestas cada ciertos metros iluminaban el entorno agobiante, impregnado de un olor completamente desagradable en el que se escuchaba el chillido de las ratas, seguramente cientos que habitaban el espacio.
Caminé despacio, silbando una melodía que JC y yo solíamos tararear durante nuestros recorridos por las llanuras, esperando que pudiera reconocerla. Buscaba no perder detalle alguno, hasta el momento en que un brazo del-
–HEY, HIJO, NO TE PREOCUPES, VINE POR TI Y TE SACARÉ DE AQUÍ. TENGO UN PAR DE DÍAS PARA BAJAR A VISITARTE Y ENCONTRAR LA MANERA…ME DEBES UN ANILLO, POR CIERTO, –LE DIJE EN TONO DE BROMA PARA RELAJAR LA TENSIÓN.
gado salió de entre los barrotes y me tomó por la muñeca.
–John, ¿eres tú? ¡Ayúdame, por favor!, –susurró. Lo siento mucho, nunca debí andar por ahí solo y haciendo esas cosas.
–Hey, hijo, no te preocupes, vine por ti y te sacaré de aquí. Tengo un par de días para bajar a visitarte y encontrar la manera…me debes un anillo, por cierto, –le dije en tono de broma para relajar la tensión.
Tal vez la luz tenue de la antorcha más próxima no me permitió percatarme totalmente de la situación, pero el chico se notaba golpeado y afectado en todo sentido. Su ánimo se arrastraba por los sucios pisos de la celda, cubierta con materia fecal de hombres y animales. Puedo asegurar que era lo peor que había visto en mis años de bandido.
Tomando fuertemente su mano débil, le aseguré que todo estaría bien; lo seguiría visitando en los días siguientes y antes del final de la semana ambos estaríamos cabalgando rumbo a la cabaña donde al fin podría descansar.
Así lo vi un par de veces más antes de tener listo el plan de escape. La ruta estaba trazada. La idea era intercambiarlo por algún guardia, haciendo uso de la oscuridad y soledad del largo pasillo de celdas.
El día había llegado... por Alyssa y el señor Rubens, por la confianza depositada en mí, no podía permitirme fallar. De nueva cuenta había pasado una mala noche, en parte por el nerviosismo que representaba ejecutar un plan sin margen de error y porque una parranda escandalosa me había impedido descansar, como si el destino se empeñara en complicarme las cosas aún más.
Aquella mañana convencería a un muchacho de acompañarlo hasta las entrañas del fuerte; una vez abajo lo golpearía hasta el cansancio, tomaría sus llaves e intercambiaría puestos con JC. Parecía un plan perfecto; complejo, pero perfecto. Únicamente habría un último detalle con lo que nunca conté: la sed de venganza de Calvin Lafayette y sus perros uniformados.
La noche anterior, el bullicio que me impidió dormir resultó ser una especie de retorcida celebración ante la victoria que representaba haber capturado a parte de la banda que acechaba los intereses del mandamás; un intento de reparación para el orgullo de un personaje nefasto, enfermo de poder.
Saliendo de las barracas, tras confirmar mi nombre en la lista de acceso a las celdas una vez más, los primeros rayos del sol me cegaron, y entre destellos y siluetas se fue revelando el cuerpo de una persona atada al asta principal.
Se trataba de JC, ensangrentado en su totalidad y con marcas frescas de azotes en la espalda, descalzo y aparentemente sin vida. Desde uno de los pasillos laterales, adyacentes a las caballerizas, una carreta se abría paso hasta el centro del patio. Los hombres del capitán Clinton ataron el las manos de JC al transporte, dejando su cuerpo reposar colgado sobre el fango.
Con un cuchillo reglamentario, en su espalda clavaron el cartel de “Se Busca” con nuestros supuestos rostros y un trozo de tela pintado, con la leyenda: “Aquí yace quien me ofende. Sigues tú”.
El carruaje recorrería las calles de Lafayette utilizando el cuerpo de JC como ejemplo de escarmiento para todo aquel que decidiera romper las reglas impuestas por el tirano. Fue la última vez que lo vi, destrozado y humillado, dejando un rastro de sangre por el patio y acceso principal de la fortificación.
Aquella noche algo tuve en claro: sus puertas y perímetros están diseñados para no dejar salir a nadie, bajo ninguna circunstancia, a excepción de este ladrón que contaba con un plan para escabullirse rumbo al pantano.
Tampoco pude dormir, pero nadie más lo hizo. Tomé el fuego de la hoguera principal y lo esparcí por las barracas, por las oficinas principales y cada rincón de aquel lugar. En medio del caos aguardé en un escondite cercano a las caballerizas, esperando por el momento justo para salir a todo galope, montado sobre mi bestia.
Las columnas de fuego eran impresionantes. Aquellas luces debieron advertir el hecho más allá de las fronteras de la ciudad. Cuando las cuerdas y clavos que sostenían las puertas de acceso cedieron ante las llamas, fue el momento esperado para huir.
Cabalgué sin mirar atrás, recorriendo el pantano enmarcado por un telón anaranjado que vaticinaba el final de este acto en mi vida, la marquesina que con letras de fuego anunciaba el fin de una era.