I’man-hattan, 2011. Creative Writing in Spanish
Lila Zemboráin Directora de la Maestría en Escritura Creativa en Español José Eduardo Valadés Editor de I’man-hattan Margarita Larios Cuevas Coeditora Chris Yong-García / Eyestorm Design Diseñador
Colaboradores: Guillermo Astigarraga, Isabel Baboun, Isabel Cadenas Cañón, Oswaldo Luis Cintrón, José Gabriel (Benny) Chueca, Cristina Colmena, Joana Costa, Manuel Fihman, Soledad Marambio, Luciano Piazza, Pedro Plaza, Paula Porroni, Florencia San Martín, Vanessa Sayos del Castillo, Rossy Toledo. Los textos presentados son propiedad de los autores, quienes autorizan la publicación de los mismos.
Índice Prólogo 6 ¿Quiénes somos? 8 Consuelo Martínez-Reyes 10 Florencia San Martín 13 Soledad Marambio 16 Idalís García Reyes 19 Margarita Larios Cuevas 25 Karen Sevilla 31 David Gil 37 Joseduardo Valadés 39 José Gabriel Chueca 50 R. E. Toledo 64 Isabel Baboun 68 Isabel Cadenas Cañón 72 Guillermo Astigarraga 76 Nancy Ross 80 Daniel Jove 84 Vanessa Luma 96 Luciano Piazza 103 Felipe Martínez Pinzón 106 Bethsabé Huamán 108 Salvador Gómez Barranco 116 Mariana Graciano 120 Pedro Plaza 123 Kadiri J. Vaquer Fernández 127 Lorea Canales 129 Edgardo Núñez Caballero 132 Manuel Fihman 134 Elvira Liceaga 137 Osvaldo Luis Cintrón 139 Cristina Colmena 156 Los autores 164
Prólogo Ésta es la segunda edición de la revista I’man-hattan, que publica a los estudiantes del programa de Escritura Creativa en español (y a un doctor) en un formato electrónico que tiene una periodicidad anual. La versión anterior se puede consultar en nuestra página web. En la edición actual, hemos cambiado el formato, en un intento por acomodarnos a los tiempos y las modas y en una evolución que refleja una de las singularidades de esta revista: ninguna persona que participó en la edición anterior ha participado en ésta. La revista se hereda, como una estafeta, de generación en generación. Los textos que siguen fueron sometidos por los autores en una serie de convocatorias a lo largo del año (de manera voluntaria o con extorsiones mínimas). El contenido ha sido revisado pero ninguno de los textos fue rechazado. Hemos incluido a 29 autores, con uno o más textos cada uno, de nueve países distintos, que se mueven por los distintos géneros (literarios, quiero decir) y que reflejan miradas impares que necesitarían una antología para ser reunidas. Ergo, I’man-hattan. Por cierto que el nombre, atacado por apóstrofes y guiones, quiere aludir justo a eso. Manhattan, este lugar que nos convoca; el imán, con su habilidad para unir lo que debía estar opuesto, y esa contracción del lenguaje que nos hospeda y que sirve para referirse a uno mismo «Yo soy Manhattan». Los textos están organizados por autor, pero los autores están distribuidos de forma no convencional. Nos resistimos a ordenarlos alfabéticamente (entre otras cosas porque yo quedaría de último) o a distinguirlos por países. Una distribución marcada por los nombres o los lugares de origen nos pareció, además de simplista, poco comprometida. La idea de una comunidad de textos implica el diálogo entre los mismos, y para ello hace falta que los textos interactúen. La distribución alfabética nos parece bien, no para un colectivo literario, sino para un proyecto estadístico. En lugar de eso, los textos fueron “repartidos” a partir de un azar de la conciencia. Quise que los temas que tocan, o que quiero creer que tocan, vayan de la mayor intimidad a la mayor colectividad. Es decir, que empezaran
con una mirada interna, y fueran cediendo, mal que bien, al escrutinio del exterior. Por supuesto que estos desplazamientos de la mirada ocurren todo el tiempo y ningún autor se limita a su cuerpo ni prescinde de él. El esbozo de la organización es parcial y subjetivo. Los autores, al fin, cada uno con su estilo y formación, tienen eso en común, y no otra cosa. La palabra que comparten (la lengua pero también su trasgresión) es el vínculo que queremos subrayar. Vienen de muchos lugares, sí, y eso es fantástico, pero lo mismo da que incluyamos seis puertorriqueños mientas sólo dos colombianos —o como una feliz sorpresa, una canadiense—, porque el lugar de donde vengan, su edad (mientras unos nacían otros ya se comenzaban el oficio) o su apellido se deslavan frente a la historia que tienen para contarnos. Esta revista es un reflejo alterado del trabajo realizado a lo largo del último año por los estudiantes de la maestría. Lo llamo alterado porque no todos están aquí, y porque muchos han hecho otras cosas, pero es al fin una imagen de la calidad, de la diversidad y de las positivas y buenas y chidas intenciones de formar una comunidad de letras hispanas. Estamos en Nueva York porque no hay otra ciudad en el mundo ahora que permita esta convergencia así. Pero pretendemos mirar hacia el mundo. Muchos volveremos a nuestros países, algunos ya tienen un eco de su trabajo allá, en Europa o en Latinoamérica. Y en este juego doble de reunión y dispersión al que estamos sujetos, vamos inaugurando la sociedad de letras más importante del mundo hispano. La escritura creativa en español merece la atención de todas las lenguas porque es rica y abundante, y está proponiendo cosas. Una prueba de ello es esta revista y la dirección que ha tomado. Estoy seguro que esta edición es apenas un paso hacia el éxito que le depara a I’man-hattan, igual que a sus integrantes, a la maestría de la Universidad de Nueva York, y a nuestra literatura, la del español. José Eduardo Valadés
¿Quiénes somos? Por la incomodidad existencial que esta pregunta nos siembra, hemos decido responder mediante lo que ya estaba escrito. I’man-hattan (se desprende de nuestros textos): Es imposible pero no había caso en llevarle la contraria. No es de menos: es ridículamente pequeña, es pura perspectiva imaginaria, la voz que me susurra, la retórica. Es la nube que ahora nos circunda, la vida en esta búsqueda permanente de lo sagrado. Es lo que estoy haciendo ahora mismo: Es palabra vasta, no conclusa, estricta, menos es toda pasión, puro sentimiento… Es insoportable hasta la médula de los huesos. No es la de nuestras mentes. Es completamente inútil, es olvido. Es un rumor constante. ¿Y si es un coágulo? No. Es real. Es cuestión de paciencia. Es una suma de soniditos de todos los juegos. Es el viento de allá Es una caricia, es Beatriz. Es una suerte de tostada con frijoles, carne, jitomate, queso y lechuga, Lo que le sobró de la noche anterior. Testigo.
Es como traducir a palabras No es muscular sino un problema dentro del cráneo: un anglicismo Es decir, es un tocino, a las cuatro de la mañana, sobre una sartén. Es como si todos los desterrados de Nueva York se hubieran juntado en esa casa clara y allí nomás, estuviera su sitio preciso. Un lugar al que nunca se acaba de llegar, el ruido parejo del caucho sobre el asfalto, una ventanita con una luz roja. Un resplandor extraño: como estar adentro de un bombillo encendido. Es la imposibilidad de nombrarlo: un cliché necesario y urgente materia de análisis. Es más bien una intuición primitiva o poética. Un zoológico humano, el instinto de conservación de la especie: es suficiente razón para llorar Es nuevo ¿no? es como si fuera la última Es todo… ¿Esto es un qué?
Consuelo Martínez-Reyes (Puerto Rico) La caída Humpty Dumpty sat on a wall, Humpty Dumpty had a great fall. All the King’s horses, and all the King’s men Couldn’t put Humpty together again!
Noviembre de 1989. Cae el muro de Berlín. Miro el televisor y no entiendo. ¿No es el Muro de Berlín algo así como la Muralla China? ¿Y cómo es que lo van a derrumbar? ¿Y por qué? No sé. No sé. La verdad es que no entiendo nada. Son las cinco de la tarde y, como siempre, estoy sentada con papá viendo las noticias, bueno, detrás de papá, porque ya anda perdiendo la vista y se sienta justo en frente del televisor en una silla de las del juego de comedor porque el sofá queda muy lejos. Tengo ocho años y cada tarde, papá me explica las noticias. Es como un traductor del universo. Dice que así es como uno aprende sobre el mundo. Papá solo llegó al cuarto grado de escuela primaria. Me lo contó la vez aquella en que tuve que llenar un
formulario para la escuela. Esa vez, mamá me contó también que ellos estaban divorciados. Nos casamos por legalidades y nos divorciamos por legalidades, me dijo. Se habían casado y divorciado dos veces. Nunca dejaron de vivir juntos. Bueno, aunque años más tarde escuché que papá debió pasarse un par de semanas en Miami, dizque con su hija, esa, la que vive en Miami, porque mi madre le descubrió una amante, que, seamos sinceros, probablemente también vivía en Miami. Algunas versiones de esta historia decían que ella vivía en Cuba y que era la mujer que le había dado a papi su único hijo varón (de sangre, aclaraban). Otras versiones discernían entre la amante de Miami y la de Cuba. De lo poco consistente de esa historia podemos asumir que a ese hijo varón lo criaba Píquere, el hermano de papi que decidió quedarse en Cuba con mis abuelos, porque el parecido entre papi y su hijo era tanto que el esposo de la mujer se negó a criarlo. En fin, que papi y yo nos sentamos a ver la tele, cae el muro de Berlín, y sin que lleguen los comerciales, sale Papi a sentarse en la escalera que quedaba frente al balcón. Yo estoy perdida. No entiendo. ¿Por qué cayó el Muro de Berlín? ¿Por qué papi no espera a los comerciales y me explica? Tal vez salió a fumar, pienso, aunque a él no le entran esas desesperaciones, en especial, durante el noticiero de las cinco. Los comerciales. Papi no entra así que salgo. Sigue sentado en la escalera. Mami deja las ollas, suelta todo para ir detrás de mí. Justo en la puerta me dice déjalo, déjalo, así que me siento en el balcón a mirarlo. Hay algunos diez pies entre mi padre y yo. Esto es ridículo, pienso. Y no puedo ver las noticias solita. Lo he intentado. No entiendo nada. Papi no está fumando. Papi mira al vacío, al aire que flota sobre las escaleras. Por esas mismas escaleras salimos corriendo cuando papi comenzó a perder la mente. Papi corría tras nosotros y casi cae escalera abajo. Yo temblaba en lugar de llorar, temblaba de manera incontrolable, como el caminar del viejo, que no quería usar su bastón cuando salía de la casa. Pero ese día el viejo no corría. Ese día el viejo estaba inmóvil, sentado en la escalera.
“Sus ojos están como quebrados, hay un brillo que no es bonito, un brillo que no se deja romper en lágrima.”
Esto es ridículo. Me le acerco. Sale mi madre que me ve desde la ventana de la cocina y desde la puerta de entrada me abre los ojos, imponente. No me importa. Esto es ridículo. Me siento, sí, junto a mi padre. Y ya no hay nada que mami pueda hacer para detenerme. Pone su índice sobre los labios, y espero a que se vaya. Tengo ocho años. Tengo ocho años pero sé, pero entiendo. Algo pasa, algo grande está pasando, y papá está preocupado. Papá no ha dicho nada. Miro al vacío. Miro al vacío con él. Luego lo miro. Sus ojos. Yo tengo los ojos de papá, y papá tiene los míos. Sus ojos están como quebrados, hay un brillo que no es bonito, un brillo que no se deja romper en lágrima. Algo pasa, algo grande está pasando y papá está preocupado. Papá está como vencido. Papá nunca se da por vencido. ¿En qué piensas? Me atrevo a preguntar, con todos los cojones que puede uno haber desarrollado a los ocho años. En Cuba, me contesta. Y siento ese Cuba como una bofetada de entendimiento. Miro al vacío. Y entiendo. Entiendo la clase de historia, entiendo de geografía, aprendo a leer mapas en un segundo. Cuba no es otro pueblo lejano de Puerto Rico. Cuba es otro país. Es una isla y queda lejos, muy lejos. Hay un vacío muy grande entre Cuba y Puerto Rico, una distancia establecida en el mapa pero indeterminable en el aire, como ese vacío sobre las escaleras. Porque en casa decimos ropa vieja y frutabomba, pero más allá de las escaleras decimos carne mechada y papaya. Intento calcular con mi pobre sentir del pasar del tiempo cuándo fue la última vez que papá fue a Cuba, y no recuerdo. Diciembre de 1989. Cae nuestro lavamanos.
Cae nuestro padre sobre el lavamanos. Escuchamos el estruendo desde la sala. No entiendo. ¿Por qué está papá sobre nuestro lavamanos? Corren al hospital y yo no duermo. Nos hemos quedado con tío Gerardo, que nos acuesta a todos en esa cama de agua infernal que se mueve hacia todas partes. Papá inmóvil en las escaleras. Papá inconsciente sobre el lavamanos. Y tanto movimiento en esta cama. Mi hermano, mi hermana y yo, como por imitar a papá, hacemos que nos damos por vencidos, y nos dejamos hundir, conteniendo nuestras ganas de reventar la cama. Esperamos irremediablemente a que papá llegue, trayendo consigo la quietud. En la oscuridad marítima de la cama de agua, pienso en papá mirando hacia el vacío marítimo entre Cuba y Puerto Rico. ¿Se habrá tirado él solito sobre el lavamanos? Me doy cuenta. Cuba, de nuevo, palabra mágica que induce entendimiento. Éste no es el país de papá, ¿o sí? Él nos decía que Cuba también era nuestra, y nos hablaba de ella, y de cómo, cuando fuéramos grandes, nos iba a llevar a verla. Aprendimos la nostalgia de ese modo, extrañando a Cuba con papá. Quizás debería darle más de Puerto Rico, como él me da de su Cuba, perdón, papá, de nuestra Cuba. Decido que cuando regrese del hospital voy a hacer cosas muy puertorriqueñas con él, y a decirle que éste es su Puerto Rico también. Si no pudiera ver a Puerto Rico por un tiempo, así, largo, indefinido, tal vez también me tiraría sobre el lavamanos. Ese fue su primer derrame cerebral. Sufrió tres dentro de un periodo de dos años. Todo comenzó con la caída del Muro de Berlín y terminó con la disolución de la Unión Soviética. *** Se cae. Se cae el Muro de Berlín y no hay quien lo soporte. No hay quien lo soporte. Esto no hay quien lo soporte. Nos caemos con él. Míranos caer, hacer piruetas en un descenso indetenible. Cae mi padre. Cae mi madre. Caemos nosotros tres. Este conglomerado se ha roto, señoras y señores, o bien digamos, está indispuesto, o temporeramente desconectado. No pierdas la mente, papá, no, todavía,
que tengo que preguntarte… porqué, porqué, porqué es que nos importa a los cubanos si se cae el Muro de Berlín. Me lanzo. Me lanzo contra el muro, el Muro de Berlín, se cae, Berlín, se cae, en qué piensas, papá, en Cuba, se cae, papá, se cae, en Cuba, papá, en el lavamanos, se cae, con Cuba, y con el Muro de Berlín. Caigamos todos. Mamá fue la próxima en caer. Pero vayamos lento, o tal vez, en retroceso. Primero, cae el Muro de Berlín. Luego, cae papá sobre el lavamanos. Entonces, papá regresa del hospital con el labio medio torcido y no puede hablar igual. Su acento se vuelve incomprensible. Su acento. Regresa Cuba como puente invisible hacia el conocimiento. El modo en que habla mi padre no es el modo en que hablan todos los padres. Es el modo en que hablan todos los cubanos. Y su acento cubano se ha afectado por la caída (¿la del lavamanos o la del Muro de Berlín?). Como broma cruel, el Muro de Berlín termina cayéndose sobre el acento cubano de mi padre. Continuemos. Después, papá comienza a perder noción de dónde deja las cosas, o de dónde se deja a sí mismo. Y se va. Nos deja, tal vez porque se le olvida en qué lugar nos habrá puesto. En fin, que a sabiendas o no, se va. Saca un boleto allí mismo, en el aeropuerto, mientras mamá no puede supervisar lo que se le olvida y lo que no, porque ahora que su esposo se ha hecho viejo tiene que trabajar. Y con la energía de una mujer de apenas treinta, mamá cuida de tres hijos y un esposo senil, y trabaja por un sueldo mínimo, todo al mismo tiempo y sin quejarse. Y papá con el cansancio de un hombre de setenta años, llega al aeropuerto y compra un boleto solo de ida, porque ha caído el Muro de Berlín.
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Florencia San Martín (Chile) Autopista del Sol
(Fragmento) Llevábamos horas frente a la bosca, Diego Santiago y yo, tomando una botella de vino tinto. Él practicaba un preludio de Bach en la guitarra acústica y yo leía, a ratos dormía, y luego volvía al libro, o a ese living. Y a ese living lo recuerdo en pedazos, porque todo allí eran muestras de tipologías. Una arquitectura del fragmento pensé, como si cada objeto representara una diferencia. La capilla, así le decía Diego Santiago a su casa, y también pagoda, quizás lo segundo por la primacía de la madera, por la doble altura, por las terrazas. Nos habíamos quedado en la capilla ese invierno, Diego Santiago y yo, rodeados de sauces y de perros, y los perros ladraban haciendo guardia a los cuadros, a la casa, a ésa que era en sí misma un mausoleo. Había pinturas al temple de otro tiempo, tablas y arpilleras que pendían de las paredes, y esas paredes eran de madera a veces, o de cemento, o de ladrillo, o de otros materiales, quizás adobe, o acero. Y más allá en las esquinas, desfilaban telarañas y más vasos, y además una colección de máquinas de escribir y luego libros, enciclopedias, polvo, artefactos. Sentados en dos troncos mirando el fuego, esperábamos que afuera se vaciara de autos, allá, en las calles, donde imaginábamos un todo despejado. Una copa más, la última, y nos detuvimos
Diego Santiago y yo en una arpillera. Se trataba de una escena campesina, de animales, en la tarde. Un paisaje naif, mejor expresivo: la exacerbación del color desde el hilo en la tela. “¡Vieja de mierda, mas pesá nó!” decía él como si se tratara de un parlamento, como si cada vez que nos fijáramos en el bordado, el guión reclamara sarcasmo e irreverencia. Le dije que nos fuéramos, que eran las diez, y entonces lavamos las copas y preparamos nuestros bolsos. Manejaríamos por la tormenta abortando la necesidad de la bocina, lejos de la semana, de la capilla, y al otro lado del centro, de lo metropolitano. Y llegaríamos de noche a ver a su padre a las Cruces, Diego Santiago y yo, desafiando el invierno en su escarabajo blanco. El huevo, así le decíamos al auto, al Volkswagen de frenos malos, de parabrisas rotos y vidrios quebrados. Antes de salir puse cartón en las ventanas del auto y luego cojines en los asientos para evitar los resortes, los años, quizás los veinte del escarabajo blanco. Diego Santiago arrancó el motor y entonces las ruedas patinaron en el estacionamiento, y lo hicieron dando vueltas sobre sí mismas abollando el suelo, el barro. Y al mismo tiempo en que ese ruido se deshacía en la noche, en la que hacía eco al invierno empapado, el sonido de la lluvia se activaba como en sueños, en el techo de zinc de la pagoda mojada. Comenzamos el viaje en el escarabajo y lo hicimos callados, quizás mareados por el vino, o por el silencio, su espacio. Y yo llevaba seis botellas de Casillero del Diablo para su padre, y además chocolates, aceitunas y los frutos del país: el libro de mi abuelo, el que hacía un rato leía, un poemario. -¿Y cómo es? Le pregunté, de golpe, en el desvío que daba la entrada a la Autopista del Sol. -Flaco, bajo, vestido entero de segunda mano, del puerto de San Antonio según dice. No suelta su libreta ni el discurso de Hamlet, y se pasea por la casa escuchando las cuecas del tío Roberto, no las del tío Lalo, ni las mías, nunca las mías, aunque sí cuando toco las guachacas: El conventillo, El Chute Alberto. -Y con noventa y seis… -Es que negocia con la muerte tomando ácido
“Y llegaríamos de noche a ver a su padre a las Cruces, Diego Santiago y yo, desafiando el invierno en su escarabajo blanco.”
ascórbico, a oscuras, cada día. Y luego de eso un jugo de naranja y huevos benedict, a las once… le llama brunch. Dice que lo aprendió de los gringos, que es lo mejor de los gringos, y de esos años, en Nueva York. El frío del invierno entraba por los pies y me cubrí con la ropa que llevaba en el bolso. Una hora, a veces dos, eso me había dicho Diego Santiago que demoraba el viaje y llevábamos dos, y yo, que no me ubicaba en esa autopista, desconocía por completo las distancias. Siempre manejaba por la 5 norte, a otra playa, a los Vilos, o más arriba, a Bahía Inglesa, a Punta de Choros. Pero esa noche de invierno viajábamos por la autopista del Sol, Diego Santiago y yo mientras llovía, y cruzábamos frases de vez en cuando, sobre mi abuelo, su tía, y además sobre el escarabajo, y las arpilleras. Una comisaría en la carretera hizo a Diego Santiago acelerar por la izquierda, quizás disimulando pensé, la revisión técnica del auto. Por primera vez el marcador puso setenta, que para ese viaje era bastante, y sentimos las grietas del camino que nos hacían temblar junto a las piedras, a los huecos, a la textura del cemento. Y unos metros más allá, que eran cinco minutos o algo así, doblamos por un desvío que nos llevaría hasta la costa, a la casa de las Cruces que era de piedra y además de madera, y de los todos los años en que se fue haciendo, esa casa, la de su padre.
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Soledad Marambio(Chile) Tengo una cicatriz que abre un paréntesis al lado izquierdo de mi boca. Mi lado izquierdo, el derecho en el espejo. Cuando estoy cansada se hace más nítida, más profunda, como si los trece puntos que me pusieron a los tres años intentaran esconderse rostro adentro. También se hace honda cuando sonrío, pero en ese caso, en esa hondura, desparece, se camufla con las demás líneas que acompañan mi risa y luego se esfuman. O se esfumaban, porque ahora, con los 33 que tengo, ya algunas comienzan a quedarse. Estaba sola en el patio de la casa que mis papás habían comprado en La Reina cuando el perro se me vino encima. Todos dicen que algo le debo haber hecho. Nadie sabe qué. El perro me desgarró parte de la mejilla izquierda y su boca encima de la mía terminó el viaje en mi ceja derecha. Yo no me acuerdo. Me lo han contado varias veces. He visto las marcas por años. A veces las olvido, a veces las veo de nuevo. Después de que el perro me mordió mi nana me escuchó quejarme o gritar, no sé bien. Lo que sí sé es que salió al patio, vio una mancha de sangre donde debía estar mi rostro, gritó y se desmayó. Siguiendo el grito llegó mi madre que nos encontró a las dos en el piso. El perro debe haber estado escondido en un rincón. “A ver, la niñita de allá atrás, la que sonríe tanto, que pase a la pizarra”, me dijo la profesora de matemáticas. Primera vez que nos hacía clases. Era el terror del colegio. No respirábamos para que no nos notara. No se sabía nuestros nombres todavía y eligió a golpe de vista. Yo pensé que era imposible, injusto, que cómo yo iba a estar sonriendo si estaba muerta de miedo. Claro, con los años fui notando que
me río de muchas formas: me río de nervios, me río de miedo, me río de contenta, me río de mí. Pero en ese tiempo le eché la culpa a la marca junto a mi boca. La pensé disfrazada de pliegue de sonrisa y la maldije todo el camino hasta el pizarrón. El primer recuerdo que tengo de ella –que es también el primero a secas- es casi una alucinación. Lo que pasó: mi madre llamó al vecino de enfrente, quien nos subió a su auto y nos llevó a la clínica Santa María. Mi versión: voy en el auto, escucho a los grandes que hablan, veo los árboles de la calle recortados contra un cielo rojizo, llego a un hospital aparecido en la esquina de mi casa. Por años sentí la presencia de ese hospital. Veía la casa de los vecinos –no me acuerdo del apellido de la familia- y sentía que el hospital estaba por ahí, en alguna parte, escondido entre las paredes o debajo de la buganvilia morada. El primer sueño vino después de la desaparición de los espejos. No me dejaron verme la cara por varios meses. Debe haber sido fácil, con menos de tres años una no llega a la altura de los tocadores. Nunca vi mi herida. Pero debe haber dolido y la debo haber tocado. No la vi, pero la sabía y por eso pude soñarla. Mi papá tenía una filmadora Súper 8 con la que grababa todos los eventos familiares: cumpleaños, paseos a la montaña, asados de fin de semana, piscinazos colectivos. La máquina registraba sólo imágenes. Era sorda, pero sí emitía un sonido, un tracatrá tracatrá que acompañaba la proyección de todas las cintas. Ese mismo ruido está en mi sueño. Yo soy la protagonista y única actriz en la película que proyecté esa noche. Yo la única espectadora también. Aparezco con un chalequito celeste parada al borde de una plaza enorme y vacía. Sin árboles, sin edificios, una planicie de cemento que se curva hacia los costados de la pantalla montada en mi cabeza. Sonrío y toda mi sonrisa se tensa en la costra enorme que cubre mi mejilla izquierda. Me acerco a la cámara –es decir al borde del sueño, o a la pantalla, desde dentro de ella- y con la mano derecha tomo una esquina de la costra y la saco de un tirón, sin dejar de sonreír.
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desde las esquinas por ahí vienen sin tambores ni postales previas aparecen como quien muere con la misma lógica inevitable llegan y traen canastos con frutas libros ropa vieja me escondo en medio de la calle -no tiene sentido correr por las veredas como dije, vienen desde las cuatro esquinasme ven y dejan la seguridad de las aceras me caen encima como lluvia de pronto tengo un durazno en la mano un libro sobre la cabeza y el vestido que odiaba a los once años el amarillo con líneas blancas que traslucía mis pezones nuevitos alguien me pone el collar que vendí a los quince se me quedan mirando otro me ajusta el flequillo como si tuviera trece se me quedan mirando uno comienza a cantar mi canción de siempre se me quedan mirando sacudo el libro de la cabeza les grito cómo van a pasar los autos con nosotros aquí me miran como si fuera la primera vez toman sus canastos se pierden más allá de las esquinas yo me siento en el borde de la calle muerdo el durazno mancho el vestido
Idalís García Reyes (Puerto Rico) gates entre bedford y nostrand * he llegado aquí y no hay esquema. punta y talón. no hay esquema. ¿y la escalera? no hay escalón para tramar el tranvía. no quiero abrirle la puerta a nadie. ésa es la problemática; estoy ocupada haciendo pasteles de yautía. tengo que coser la ruta que traza la costura de la cortina. durante la mañana miramos a través de la ventana el azul celeste del cielo que aquí nadie habita. los perros arrugados y grises del atardecer piden socorro desde el viento achicado que se mete por las rejillas. no quiero que nadie entre a casa. ya para entonces vuelven a martillar la puerta con las piernas. ¿quiénes? los otros, los negros, los blancos, los amarillos y los azul mostaza. ¿qué quieren, les pregunto? ellos: que abras, que abra la puerta de abajo? yo: no los entiendo (no los entiendo porque no me da la gana) take it easy, les digo. y cierro la puerta. ellos, tienen frío, el gas, la puerta. abajo, abajo. abre. hambre, abre, agua caliente, abajo, abre. yo: digo, no. no me duele. ya nada duele. yo: el discurso del ego narcisismo entra en el
panorama. quiero ir a casa. a encerrarme, a buscar el eje, el karma y el joyero que dejé sepultado en mi tierra. el baúl de venus. concéntrica, ni en alas, ni en sombra, ni en prosa despoetizada. contenta con el término logro despreocuparme de la realidad de afuera. mi problema no es la soledad, es la insistencia de retraer de los espacio la soltura de lo externo. que impertinencia. nunca, creo que nunca había sido tan cruel con el de afuera. si al menos tuvieran en la piel la mancha de plátano, quizás así, quizás abriría la puerta. pero no, no son de los míos, me sorprendo de a poco. quizás tampoco sea parte de los míos. de nadie. miro el reloj desde el escritorio, la hora se aproxima. el tiempo de la entrega, de la espera y de la aprobación. sirve o no sirve. al menos desde esta punta de la esquina no dependía de la aceptación de afuera. es el absoluto un performance, depósito sin devolución retroactiva. sigo hilvanando. busco café en la nevera y pelo las cebollas, lo mezclo todo con leche condensada, la evaporada se acabó. luego, fumo un cigarrillo y me visto. salgo a comprar pepper spray, con eso morirán los rajieros. los chinos me venden cigarrillos falsos. regreso, ahí están los intrusos. golpean la puerta, abro y les riego el líquido en spray como agua bendita para el bautizado. les ofrezco un cigarrillo chino para que se marchen. ellos: me dicen a defensa: el gas, abre. yo: les ofrezco tres pasitos con una cerveza y vuelvo a poner entremedio el panel que impide el paso. * *“La tierra ta’ lejos”. Nannete Rivera Maldonado lejos aun como el verde que se aleja. se clarea el sol y se hace ceniza. y somos distancia de auroras fatídicas. la tierra ta’ lejos. siempre lo ha estado. somos simple cercanía. nos hacemos la excusa de bebernos a Baco, mínimo,
tres veces al día. hay que inhalar desde la superficie todo lo que es de succión. Todo para hacernos de tierra. para terminar polvo, para terminar-nos hechos un polvo. * Ayer agarré un taxi para llegar a casa, al hospedaje de dos. durante el camino le pregunto al taxista cuánto es (dinero), y me contesta: son siete dólares. cortadamente susurro como quien no quiere la cosa, hoy ha llovido mucho. tengo los pies mojados pero no lo digo. él, asertivamente me dice que la lluvia limpia las calles. le contesto que sí, pero no digo nada más. pienso: limpia las calles de los negros puercos y de los rusos apestosos. limpia las aceras de la basura que no se deposita al zafacón. el taxista me pregunta que si tengo cambio, pensaba pagar con billete de 20 dólares y rebuscando en mi bolso encuentro cinco dólares sueltos, se lo comento, esto no le resulta ningún problema. acepta el dinero de menos, le doy las gracias y ya al frente del edificio me despido del hombre con olor a fragancia barata de una tiendita kitch. después de bajarme del carro dejo de escuchar la música roots jamaiquina. con la impresión sudorosa de aire templado resbalo en un bache congelado de la carretera. al menos no me caigo. al menos, no esta vez. en la casa me percato que no tengo ya cigarrillos. me había deshecho de la ropa y de las plumas, nuevamente tengo que re-vestirme del disfraz de papa compacta para salir al market de la esquina. allí el cajero es un hombre indiscutiblemente musulmán, lo supuse por la lengua que salió de su boca, el lenguaje. le pido una cajetilla marlboro regular. observando mi entorno veo diferentes personas entrando y saliendo del lugar, el empleado tenía una servilleta arrugada blanca con varias manchas de sangre que se iba sacando de la nariz. con la misma mano me da la cajetilla y casi siento su roce en mi piel. le pago y salgo. asco, eso sentí al salir.
en el cruce de la carretera están los guardias haciendo turno en el punto de espera. * él llega a la 1:32 de la madrugada, me saluda mirándome levemente a los ojos. opaco, como si tuviese otro asunto martillando en la cabeza, en el hemisferio derecho. observo claramente su idea centrífuga porque le conozco igual que cuando se le introduce a uno, la paja en el ojo izquierdo. está como piel de gallina acabada de salir del refrigerio. se desprende el coat del tronco del cuerpo y baja corriendo las escaleras. busca la libreta de teléfono (esto lo intuyo cuando lo escucho hablar). sube corriendo y se vuelve a vestir, me dice: vuelvo en un segundo. ¿a dónde vas? al market a comprar jugo. yo me hecho a reír, en la nevera había jugo de china, de uva y de remolacha, queda algo de ginseng y de manzana concord. regresa y en mano sostenía un tabaco marca cuchitril para celebrar el nacimiento del hijo de su hermana. claro, sí claro. después de todo es una falsa, una falsa como este giratorio nuebayol deambulante. como los que se ven a medias. como el pote de aserrín y su canción. se me traspasa el gatito fantasma por las piernas, ronroneando pidiendo una galleta. miro al suelo, y debajo de mi escritorio quedan unas botas muertas del calor. mientras, siento el punta talón en las arterias, me hace el recuento de su historia, lo escucho. cuatro o cinco horas (no está mal) un niño que crece con las vísceras en la garganta. que se queda ausente de infancia. se le paralizan las piernas cuando intenta buscar el descanso en su patria. por eso se fue. se fue de la isla porque allí no tenía a nadie. quizás uno o dos. estaba enfermo, con sed y a secas. enfermo de papaya y de la flor. de celos y de nostalgia. de aburrirse con las cucarachas. de meterse en polvo de concreto. enfermo de la osadía de pertenecerse en material. entonces, se hastió.
dice que se hastió, de ganar poco dinero, de ingerir alcohol tres veces al día. y como de edecán de los papelitos para la venta del punto de los guardias. se le excedieron así los intentos de buscar un padre que le hiciera compañía. así que quedé yo en su divisa, lejos pero allí. entonces, recordó buscarme para su enfermedad. para eso. yo me sentí vacuna. ahora, el tiempo ha pasado y su voz diciéndome en manera de conclusión, prefiero sentirme solo con uno que otro vicio de sequedad. solo con todo y torpeza. * no quería encontrarme con él. involuntariamente. verlo, lo menos posible, pero, con más escasa continuidad. divisarlo desde la gota de sal fría de otoño con hojas violetas, de color mostaza. socorrerlo con las direcciones inalcanzables nuyorquinas, insolubles. ¿para qué? bueno, para deshacerse de las posibilidades funcionales de la brújula, que se da indiscutible para quien la sabe obtener. creo que poseo la extraña necesidad de leerla al revés. el sur no es otra cosa que un lugar sin nombre, y así sucesivamente lo son los demás puntos cardinales. frío. entra por la enredadera de los alcantarillados. frío de todos los días. * “...tomarle el pulso a la humanidad”. Abdiel D. Segarra Ríos escribo todo el tiempo. empiezo desde adentro. desde esa zona indivisible del cuerpo. desde la herida de todos nosotros. desde la casa de la letra. escribo todo el tiempo, aunque no lo diga. aunque desde el hablar nos quedamos mudos. Hasta querer hablar a nadie. escribo todo el tiempo y el otro, el intruso (el cuerpo). entra la mano sin mí y debo desapropiarme de, de cuerpo, mí, no soy la que escribe. me leo, sin
ser. no escribo yo. escribe un subalterno que me invade los pies.
llevado a una zona en donde mi cuerpo no precisa de la necesidad taciturna de abastecerme.
* me levanté enfermo, con dolor dentro de la piel. parecía que la luz del día en cantidades diminutas aquejaba en el centro del encéfalo y no me dejaba asomarme por las rendijas del espacio por donde entraba la luz. me desplacé hasta el baño para darme cuenta que el grifo del agua no tenía nada de presión. la poca agua que disparaba de la tubería bajaba con olor a nieve. levemente me mojaba los dedos, para luego humedecer mi frente, el agua caía sobre mis labios; lo que inmediatamente me hizo recordar la noche de anoche. bueno, al parecer despedí la noche con un hombre que tenía la misma obsesión que yo, de ver los vasos de cristal desde cierto punto en donde un destello arco iris disparaba de sí. en eso nos entretuvimos gran parte de la noche.
gracias por las páginas en blanco.
q Lugares para estar
en el transcurso nos fumamos 10 cigarrillos, y la cuenta perfecta se debe a que compartimos la misma caja durante esas horas. 12 segundos antes de que fuera la media noche nos atragantamos de uvas negras, sin pepas. después, brindamos con una copa de algún vino merlot que quedaba junto a la mesa de recepción. ahora que recuerdo todo esto, recompenso el dolor a viejo que se me ha metido desde que me siento así. con pocas fuerzas, débil por la falta de deseo. con un cansancio que me agota el intento de levantarme todas las mañanas. pienso que es la falta de vitaminas y de los suplementos dietéticos que solía tomar para esta época del año. no es para menos. tengo más de cuatro meses con el pago de la luz atrasado. el servicio de teléfono e internet me lo cortaron hace dos semanas. y creo, que no haré ningún intento por volver a obtenerlo. hace ya algún tiempo que me levanto y me acuesto con la duda y las deudas al costado. creo, a veces creo, que la distancia y que el distanciamiento me han
¿Cuál es el apellido de Adán y Eva? Esa es la voz que me susurra, la retórica. La huelga permanece a la distancia. Desde acá, la gente viene tras de mí. Desde la acera alguien llama. contesto: no. Que permanezca distante. No soporto que llame. No tengo nombre. Al fin y al cabo no tengo apellido. Preguntas, insistes. Tengo, tengo a Petra y a Claudia, a Maritere y a Azucena. No creo, no lo diré. No vi mi nombre. Ya en la tarde, habré olvidado el tiempo. A veces, es mejor des-memorizar. Llama: me dice expósito. Cuelga. Escuché el quiebre de las bocinas. Busco asiento para encontrarme enclaustrada. Abro tres puertas diferentes y ninguna funciona. ¿Cómo he de salir? Pido un número, un boleto, un pasaje para la salida. Allá, no hay puerta. Una ventana, dos. Miro ahora y después. Siguen afuera, me esperan. Intenta decir algo, y susurro con timidez: no. Hasta cuándo tendré que soportar las salidas de incomodidad. No miren. No tengo apellido. Crucigrama; me piden el periódico, es en japonés, contesto. Duermevelas, un, dos, el café. No hay nada de comer. La cena no está servida, los apóstoles han salido. Busco entre los papeles las noticias. Desde el diario cibernético, desde la radio, llamadas familiares y amigos. ¿Y la huelga? ¿El paro nacional? Receso
académico, el país se va a la quiebra, crisis económica. Distancia, distancia… ¿Y qué me incumbe? A mí nada. No es tu problema. Te has ido, ida. No es de menos. ¿Qué iba hacer? ¿Quedarme en casa? El rico tiene más, siempre ha sido así. Tiene sirviente, ama de llaves, lujo y chabacanería. ¿Para qué entonces luchar? ¿Con manos y piernas? No, no voy a caminar por allí, volar, volar a la isla, no. Imposible. La última vez que partí, tuve que hacer trizas con el cielo, de un re-morir por ida. Renacer con las nubes, lunas menguantes. Sólo es una distancia, al fin de cuentas es muy poco, de tiempo entre aquí y allá. En el cielo, morí viví. Apuesto a que hay un asunto endeble en la libertad. Quieren debilitar la educación y la posibilidad de enriquecimiento social. La forma de tener un pueblo esclavizado se logra cuando se usa la historia como plato de tercera mesa, como plato de tercer mundo. Nos dan una realidad ajena. La educación es un derecho. ¿Por qué ida? Salí, de casa con el pretexto de crecer un poco, crecimiento a sus anchas, de gordura. Me he comido la gran manzana con sus gusanos y sus pecados. Me he llenado la panza de gula y de placeres. He comido camarones con petróleo, con aceite de caballo y con tuercas de las vías subterráneas deshechas en el mar. He dicho ya mil veces que hay algo de soledad que atormenta, pero que forma. engulle, y atraganta. Tanta ciudad, indigesta. A cada tres líneas busco distracción. ¿Por qué escogí escribir? Repaso la lista en donde he dejado los apuntes de los requisitos literarios. Ficción, no ficción, leer en voz baja y alta. Leo, leo palabra a palabra. ¿realidad o invención? Acaso la literatura no es ficcionalizar de lo que se escribe (de lo que se lee) es pura perspectiva imaginaria. Una taza de café, señora. Ama de casa, ama de casa. No recuerdo cómo se le habla a las mujeres que se tiene en la casa para limpiar y para mantener el orden doméstico. Señora, señora un cafecito. Se ha acabo el tiempo, eso dicen. Un cafecito le he pedido. Espero, espero, ella no llega. No tengo ama de casa, nunca la he tenido. No tengo sortija, ni trajes; quizás, dos o tres carteras tejidas que en el pasar citadino se van rompiendo y así, pierdo las llaves, como también el pote de pepper spray que siempre llevo conmigo. Aún hace frío, pienso en el calor y en la huelga que dejé pasar. He dejado el calor de la isla, el sudor entre las tetas y las gotas bajándome por el ombligo. Aquí tengo
la isla metía en el pecho y me revienta, estar, acá tan distante, lejos de casa. Haciendo planes sociales con este alejamiento de entes que leen y des-leen. Es así, que de tanto conformismo tendremos que darle el pezón a un tanque de carro. distanciarnos de casa para ver la casa con otro tipo de detenimiento. Revolución para mi casa. ¿La familia es un privilegio? ¿La familia es un derecho? ¿La educación es un privilegio? Salí de una casa con una formación basada en valores y de creencias básicas de lucha. Pero todo parece hacer una reversa. “El que es elegido príncipe con el favor popular debe conservar al pueblo como amigo”. Nicolás Maquiávelo Nuestro príncipe gobernador no está trabajando. Primero dice que la educación es un privilegio cuando es asunto legítimo para el pueblo. Si sólo el rico es quien se enriquece y el pobre se empobrece. ¿En dónde queda el límite del amigo y del enemigo? El absurdo: el pueblo de Puerto Rico, como una motora que carga un cuerpo muerto. Así apareció en las noticias lo siguiente, muere un joven de 22 años y su última petición a sus padres fue la siguiente, que lo velaran trepado en su motora roja y negra marca Honda. Lo más impresionante del asunto eran las fotos que salieron en el periódico. El cuerpo exangüe, estirado, tieso, parecido a las gomas de la motora. Por una parte, la presunta muerte se debe a cuatro tiros que le hicieron durante la noche. Sólo se dice que el joven era mensajero. Que vivía en la calle y para la calle; vecino de Barrio Obrero en Santurce. Pues obviamente, hay que trabajar en la calle cuando no existe una educación de derecho y más, cuando dejan desempleados a más 17,000 trabajadores públicos. Al fin y al cabo, ¿qué se hace con todo esto? Nada, seguir conforme, hacernos los desmemorizados haciendo huelgas y más huelgas. Luego de esto no sucede nada más. En mi isla todo es olvido. Un olvido de muerto. Es tiempo de alejarme del asunto y del santo, hacer las tareas que sí me pertenecen. Mascullo. Otro café, señorita, sí, otro café. Cuando le sea posible, necesito que realice un mandato al supermercado, debo seguir escribiendo. Pero, aquí, ya no hay nada de comer, o bueno, mejor dicho, necesito varias cosas para la alacena. Vaya cuando pueda y me trae unas cebollitas,
unos pimientos, ajos, papas. Sí, sí, quiero unas papas para asar, tienen que ser de las pequeñitas violetas, las rosadas. ¡Vaya, gracias! Es así como volteo la cabeza para asegurarme que no estoy inventando personajes, ni voces. Clickeo save al documento; me visto ya de menos ropa para salir y hacer aquellas cosas que nadie puede hacer por mí. Antes, tengo que pasear a Cuca, a mi perrita de seis meses, es así como me encuentro al hombre más indeseable de mi vida nuyorquina. Se llama Jerome, es el super del edificio, por su apariencia y su dialecto del inglés asumo que es jamaiquino. Él, siempre muy desaliñado, tiene olor a cobre, el cual percibo desde antes de tenerlo en mi presencia. Siempre tiene la misma ropa, una camisa blanca con líneas rojas y un mahón con el zipper abierto; de vez en cuando sale al frente del apartamento a fumar cigarrillos. Nunca lo miro, ni le sonrío, pero siempre está ahí. Caminando con mi niña recibo un comentario de él, ya la perra está grande, y le contesto cortadamente: sí. Y lo sigo. Ya cuando estoy de regreso él con su voz ensordecedora me llama y reclama muy ordinariamente por el sucio que Cuca realizó, según él, en la entrada. No hago más que quedarme inmóvil, me hago la desentendida, le digo que no hablo inglés, que no entiendo, que mi niña no hace sus necesidades ahí, en ningún lugar cerca del edificio. Pero él con su voz enfurecida me reclama que no va a limpiar excrementos de ningún animal. Desde muy distante me acerco al sótano, él me exige que mire la plasta tirada en el pasillo. Quería dispararle con una trulla de expresiones que en el momento me fue imposible, como siempre pasa que el coraje y la impresión me dejan coartada de las palabras correctas para dejar saber lo que siento a los demás. Me persigue. ¿De qué habla? Probablemente fue él mismo quien se cagó en la entrada del edificio, imagino que ni papel de inodoro tiene y que su casa tiene que ser el vertedero más próximo a Brooklyn. Llena de furia lo ignoro y sigo caminando. Dejo a Cuca dentro de su cuarto y me voy a la ferretería más cercana para cambiar la cerradura de todas las puertas y para suplirme de otro pote de pepper spray, no quiero que la gente siga acercándose a mí, y menos si tienen peste a cobre. También pensé llamar a la policía o al 311, al owner del edificio para demostrarle que yo no era ninguna idiota y que sabía defenderme auque no tuviese a mi favor el lenguaje del atraganta’o.
Ya ahora, cada vez que lo veo salir de su departamento y pararse frente a mi ventana para fumarse el cigarrillo, cierro automáticamente las cortinas. Recuerdo ahora que aquel día olvidé la visita al supermercado y también la cena que quería hacer. Me di un baño, escuché música durante el anochecer, mientras tanto, seguí buscando alguna información acerca del apellido de Adán y Eva; sobre la huelga, la universidad, la recesión, sobre mis compañeros y sobre todos los muertos de los clasificados del periódico. Llamé a casa, y dije que quería volver, que necesitaba volver a pisar la tierra firme de mi hogar.
Margarita Larios (México) Betta splendens Planteamiento Amanecía. Nirán, solo como siempre, admiraba por última vez las estrellas. Durante el día las extrañaba; buscaba reproducirlas fijando la mirada al sol y cerrando después los ojos muy fuerte: tras la cortina negra de sus párpados, miles de destellos navegaban momentáneamente. Cuando se había cansado de hacer esto, divagaba por el cosmos hasta encontrar una nueva galaxia con nuevos astros: algo más que mirar. Su condición era siempre la de observar, pues por más que cerrase los ojos, nunca había conciliado el sueño. Por las noches las estrellas eran su compañía. Aliviaba su ocio milenario escrutando el rojo intermitente de unas y los pequeños saltos inquietos de otras. Sus favoritas, sin embargo, eran aquellas que no se veían a simple vista. Esas diminutas que al contemplar directamente no lograba delinear; de las que para poder ver hay que mirar hacia otro lado. Así pasaban los días y las noches de Nirán: flotando expandido, contemplando crepúsculos y estrellas, auroras y astros… Hasta el día en que chocó con la Luna. Miró tras de sí y ahí estaba ella:
tiziana y maternal. Nunca la había visto en sus paseos siderales, pero su sola aparición le produjo un sosiego que hasta entonces le era desconocido. Ella se dejó mirar. Permitió que él se asomara a sus cráteres y hasta admitió que acariciara su conejo. Después, sin más, siguió su camino. Él, desde un dulce y redondo estupor, la vio partir. Al nuevo amanecer, Nirán por primera vez despertó. En su primera y confusa transición a la vigilia, trataba de dilucidar lo que había ocurrido, y al mirar su cuerpo, se sorprendió al notar que de sus poros minúsculos puntos se iban reventando en luz a cada instante: uno tras otro. Desesperado, buscaba a la Luna para conseguir una respuesta a lo que le sucedía. Para cuando llegó la noche, su cuerpo resplandecía entero y el cansancio lo iba sumiendo en el más profundo sueño. Luego su piel comenzó a endurecerse y cuartearse. Trozo a trozo, partes suyas fueron cayendo sobre ese planeta que giraba siempre buscando al sol. Hipótesis Espuma fina surgió sobre las aguas. Pasaron las horas, los días, los años… el tiempo. Así, tras un par de siglos y tantísimos ciclos de lluvia, el río se evaporó. En el sitio donde solía fluir su canal y a la vista de Nirán, de la tierra apenas húmeda se formaron Som y Lalana. Su piel era blanca, como la de la Luna, y su cabello era del color de los párpados cerrados de Nirán. Cuando Lalana abrió sus somnolientos ojos vio las estrellas reflejadas en el agua. Som, en cambio, vio a la Luna. Por un momento yacieron así: inmóviles, mirando lo oscuro y conociendo la soledad. Lalana no esperó y al ver sus pies quiso pararse en ellos. No obstante, cuando buscó apoyarse en el fango de la orilla, sintió un tremendo peso impidiéndoselo. Lo intentó por segunda vez y ahí mismo, sin siquiera esperarlo, escuchó el suplicante gemido de Som. Quiso volverse para encararlo, pero fue imposible. Solamente alcanzaba a distinguir el contorno de aquel rostro tan próximo al suyo. Som, inquieto, buscaba también los ojos de Lalana, pero lo
“En el sitio donde solía fluir su canal y a la vista de Nirán, de la tierra apenas húmeda se formaron Som y Lalana.”
único que pudo ver fue el final de sus piernas dobladas. En repetidas ocasiones ambos quisieron correr hacia lados opuestos. Cada vez, alguno terminaba en el piso con el otro, como siempre, a cuestas. Lucharon hasta quedarse dormidos. Así permanecieron hasta el mediodía; recostados, el uno pegado al otro y mirando hacia el lado opuesto. Por fin, Som tuvo una idea. Combatiendo la resistencia de Lalana, enganchó con su brazo derecho el de ella y con el izquierdo comenzó a impulsarse desde el suelo. Los nuevos intentos no resultaron mucho más exitosos que los primeros arrebatos, pero tras varios, supieron mantener el equilibrio y levantarse juntos. Una vez más desearon mirarse. Él vio la piel oscurecida del perfil de Lalana contra el sol que huía y ella, la Luna tras la nariz de Som. Por la noche practicaron caminar juntos. Primero, Lalana adoptó el modo del pequeño sol patudo que rondaba por las rocas de la orilla, hacia el lado. Pero cuando ella movía la pierna izquierda, Som usaba la derecha. De nuevo abatidos, cayeron tras incontables experimentos malogrados. Ofuscada, Lalana sintió el flujo de su cuerpo arderle en los ojos. Som tomó su mano mientras ella lloraba y hasta que los dos volvieron a hundirse en el sopor nocturno. Al filtrarse el resplandor entre sus pestañas, Lalana sacudió levemente su cuerpo para despertar a Som. Él primero se quejó y después abrió los ojos. Se pasó la mano por la cabeza y, al deslizarse más allá, sintió el cabello de Lalana: liso, largo, grueso. Ella, buscando zafarse de las manos de Som, tropezó con el pelo de él y continuó hasta tocar su rostro. Sintió
Erosión
Ellos salen del agua. Nos quedamos a buscar peces. En el agua tibia. Hincados en la arena lodazal nos quedamos. Nos mecemos. Como algas veletas suaves, en la marea baja de esta playa. No es la de nuestras mentes. Nos acordamos de vigilar a ratos. De tomarle las riendas a los rostros. Y luego entonces nos reaparece el olvido del cuerpo. Fingimos hacernos reír, refrescarnos la cara, recibir el sol, no estar siquiera en esta playa. Y aún, de los ojos no podemos deshacernos. Sólo una mano permanece secreta. Inmersa. Con cada movimiento granos de arena se van separando, esparciéndose alrededor de nuestros cuerpos como una explosión de partículas que sólo se ve a contra luz. Aprieta la garganta y al pestañear tarda un instante más en abrir los ojos. Lento y las espaldas erectas. Que nos miren. No estamos. No cierres los ojos. No cierro los ojos. Todo el aire atrapado dentro del pecho. No sale ni entra en ese momento. No nos miran. Nuestra mano, cada una, emerge resbalosa como pez coartada. No pueden distinguirse las sonrisas de lejos. Miran. Inflamados sexos engrosados de sangre corrió púrpura junta toda. Grasoso sexo mano dedo saca sale húmedo. Las uñas mucosa líquido por debajo y manteca que empañan un cristal. Recorrerán los pelos de las piernas la pelvis la espalda negros y gruesos. Negro. Desgarrarán carne y las abrirán en rojo. Restragada rechinazos. Jala pelo del cabello. Pela el diente. Enseñarán las muelas campana y lengua. Contenidos ocres de las bocas. Que huelen. A veces dulce con sal. Pastosa de la lengua con gránulos blancos surcadas. Cebo brillando y oliendo. Urraca tetas chupetea pezones. Mordisquean lo que convergen las venas verdes. Las nalgas expandidas lechosas escurridas. Irregulares huecos a los lados muslos. Abertura en que acaban la espalda y abajo el miembro oscurecido distendido venoso encima de la bolsa aguada y más pelos. Vueltas nerviosas la lengua contra la capucha reluciente pequeña nerviosa amoniando la nariz entrando en el pasaje. Entrando todo en la fosas y se pone la cabeza hasta tocarse la garganta que se quiso cerrará. Lo agrio de las babas en la carne como ácido base. Huele, huele. Hilos de babas. Pelo en la lengua en el labio en la garganta. Se los tragaron. Lloran
jadearon bufan. Las nalgas se abrirán y los orificios oscuros palpitantes. Exuda escurre. Tallón por dentro. Desperadas asen las piernas los pies en la espalda ganchos. Oscuro el olor redondo duro la axila. Sacamete el dedo y agarrara las bola masajeado. Aprietan las les dolió. Absorbiendo. Palpita. Empuja le chocan contra el cuerpo. Los cuerpos. Puja aprieta. Aprieta. Aprieta. Suelta. Se suelta pega. Pega. Y derrama. Miran y siempre: Al final serán templos de arena que el viento erosiona. De la piedra se desprenderán las formas. Las facciones se desgastarán y revelarán siluetas engrosadas, la perfección en fuga. Ellos verán para memorizar y escucharán para recordar. Olvidarán rostros y aprenderán nombres. Fijarán la esencia en la remembranza y ya nunca más dejarán de alimentarla. Llegarán hasta adentro y demolerán así el resplandor del primer placer original. Y sólo entonces habrán acabado.
“Fingimos hacernos reír, refrescarnos la cara, recibir el sol, no estar siquiera en esta playa.”
primero las líneas de su frente, sus cejas duras y pestañas suaves, su nariz recta y pequeña y después, sus labios delgados. Som también quiso acariciarla: rozó la suavidad de sus pómulos, el relieve de su boca y los túneles de una oreja. Después paseó los dedos por el cuello y la garganta. Lalana deambulaba ya por los brazos. Sus manos confundidas se deslizaban para reconocerse. Som examinaba los pequeños pechos de Lalana mientras ella pasaba del vientre y se enredaba ya en el pubis. Tras largo rato de explorarse y después descansar, quisieron caminar de nuevo. Som, atrayendo el cuerpo de Lalana en su dirección, quiso avanzar hacia su sentido. Ella resbaló, pero él alcanzó a librarles la caída. Un nuevo intento: los talones de ella chocaron con las piernas de él. Sin embargo, luego de un rato lograron avanzar diez pasos. Al onceavo perdieron el equilibrio, pero la caída ya no fue fracaso, sino agitada recompensa. La noche llegó de nuevo y ambos durmieron exhaustos. Experimentación Lalana despertó al sentir su cuerpo siendo arrastrado. Molesta, se concentró en hacerse pesada y gruñir al siguiente movimiento de Som. Él giró bruscamente para que ella pudiera ver lo que él: justo enfrente, un pájaro picoteaba un pequeño fruto. Juntos comenzaron a reptar hasta el ave, pero ésta voló veloz. Tras ensayar el método, Som y Lalana alcanzaron finalmente el punto en que el pájaro se alimentaba. Ella pellizcó la fruta hasta que él se atrevió a tomarla en sus manos: la analizó, la olió y sin esperar más, le pasó la lengua. La sensación en su boca le urgió a repetir la operación. La chupó otra vez y luego la mordió. Lalana escuchaba intrigada los crujidos que los dientes producían al machacar. Cuando empezaba a especular, la mano de Som le ofreció un pedazo de su extraño descubrimiento. El procedimiento fue básicamente el mismo: Lalana comió su trozo. Queriendo repetir el hallazgo, pasaron el día entero saboreando su alrededor. Con las yemas humedecidas probaron la tierra; una a una masticaron
hojas de todas las plantas; mascullaron pedazos de corteza y lamieron algunas rocas. En su búsqueda llegaron nuevamente hasta la orilla del río. Lalana quiso extraer algo diferente para degustar. Al intentarlo, su peso arrastró también el de Som y cayeron al agua. Unos momentos más tarde, habiendo superado el sobresalto y el dolor en el pecho, encontraron en aquel caudal la comodidad de una gravedad más suave. Sacudida por la dócil corriente, Lalana sentía de nuevo el pecho lleno de aire. Som sonreía. En ese instante, ella pudo por primera vez ver reflejado el rostro de él. Aunque trémula y difusa, la imagen que tanto había esperado le produjo un impulso eléctrico que se le grabó en alguna parte. Salir del arroyo fue mucho más difícil que entrar en él. Som, clavaba los dedos en el fango usando todas sus fuerzas, mientras Lalana procuraba empujarse desde el suelo con la punta de los dedos de los pies. Un agudo dolor le arrancó a él un quejido. Ya en la tierra, pudo ver la garra enterrada en su palma. La extrajo con un nuevo gemido y la sangre fluyó. Lalana no supo qué sucedía. Solamente sintió el peso del cuerpo de Som atraído a la tierra. Al volver a la conciencia con los dedos de Lalana revueltos en su cabello, Som halló la oscurecida uña corva a su lado. Cuando la tomó para estudiarla, se topó con su fatídico filo, con la cualidad divisoria de la zarpa. Perdido entre las preguntas, añoró las posibilidades que le evocó el artefacto. Teoría Transcurren tres días y dos noches infinitas. Som elucubra y planea. Teme mientras espera. Al llegar el tercer ocaso, ha reunido el valor necesario y aguarda a que Lalana sea presa del sueño. Por fin sucede y mientras la Luna es testigo, de un tajo desgarra la piel que los une. Con un solo alarido que retumba seco en la noche, se separan. En ese momento, ambos se pierden en lugar sin tiempo y sin espacio. Empezando a sentir el tiránico dolor en su espalda, Som despierta. Al moverse para verificar su
sospecha, no siente más el peso a cuestas. Frenético intenta alcanzar la herida en su espalda y al lograrlo pega otro grito. Desconcertado se pone de pie y encuentra la consecuencia: Lalana yace sobre la tierra. Se acerca y mira su rostro de tono azulado. La sacude. Ella nunca se mueve más. Noches de preguntar al firmamento no traen respuesta a Som, ni siquiera le traen el sueño. La vigilia se perpetua y Som, leve, no soporta más. Decide ir al río con la otra mitad de su cuerpo en brazos. Se zambulle: espera con los ojos, la nariz y la boca abiertos. Viene por fin el sueño y todo desaparece. Únicamente queda la piel de un solo cuerpo que brillante se diluye en infinitos resplandores del color de las estrellas. Ley Los hábitos de conducta del pez beta le han valido su apodo: luchador de Siam. Enfrentado a otro macho de su especie –incluso a su propio reflejo–, este espécimen se prepara para el combate, mismo que en la mayoría de las ocasiones termina con la muerte del contrincante. De la familia Osphronemidae, proviene del litoral de Asia del sureste. Además de la variedad de sus colores y la belleza de su cauda, el pez siamés se ha convertido en una de las especies favoritas para los acuarios caseros al no requerir de condiciones especializadas debido a su capacidad de salir a respirar a la superficie. Su método de reproducción, aunque no ha sido descifrado por completo, se sabe consiste en que el macho abrace fuertemente con sus aletas pectorales a la hembra hasta que ésta desove lo huevos que serán fertilizados.
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Karen (Puerto Sevilla Rico) Parque Prospecto Calculo nuestra distancia en cuatro tomos, les he puesto nombre mas no recuerdo el apellido y aún veo alzarse los muros que nos separan, mientras más allá del cemento mojado percibo su olor; es que entre mis dedos doblados queda algo de su pelo y estas ganas de recordarle lo que falta, lo que reclaman estos poros hartos del frío; desespero por encontrar todas las posibles compañías y olvidarme, pero soy un cascarón a quien siempre en nueva piel sólo le llegan roncas las mínimas palabras.
De lo irremediable No lo mediría con algunas horas de monólogo cuasi infantil o con algún remordimiento gutural –en el fondo– un tanto débil. Para qué pasarse un puñado de horas en un parque que flota sobre parches de ajedrez sin que llegue el turno de jugar y se enfríe el café. Conversé. Un extraño espejismo alertaba sobre no jugar versus el máster ruso, sobre no al matinée acompañada, sobre no contar los cabellos en la ducha, sobre no extrañar sobremanera sobre todas las cosas. Transito tímida bolsa olorosa a cafetín bajo el brazo mientras la noche se escurre, prometo no más contar fichas de menos hacia un otro mismo.
Cuarta aversión. Después de la llovizna Desborbotona al aguante su levedad de tal día lluvioso. Mas, encaro. Un rato para discernir sonidos, vísceras versus exterior. La tarde implácida conmina a la jerga del ir y gemir de la gente. Las aceras se hacen otras, tales puentes levadizos son fronteras entre sí. Es para mucho conectar con la velocidad de la altura al refugiarse en las nubes. Destripar el día y fermentarlo. Reverencia al cuarto sentido subsiguiente al taladrar dichas letras con tal de allegarse y cumplir el punto. Fin en espiral. Tarde en la tarde. Una posibilidad aviso y subyugo en la distancia. Otra vez, encaro.
Resquicios de un abril para Virginia La fractura. La voz y las voces. ¿Escucho? No hay línea divisoria para un amanecer hinchado, para las rendijas y las sombras de ramas manos. ¿Veo? A mí me cubre el intento de los ojos casi luz desde el desvelo a sueño pesado, liquidador analítico nunca gracias por la vuelta. Sin embargo, fruto del empeño es el rumiar distante que trae las horas primeras (no vaya a ser que en distintos lugares haya dejado trozos de esos pájaros). Alguien ha labrado días iguales a pies desnudos como lo está mi karma. En el altar de un muro las velas gastadas son sordas a una voz que ronca despierta y a pasos en sesgo que no son otra cosa que intentos malgastados. Adónde se fue aquel color oscuro que teje telas (con la lucidez que se escapó hacia el otro lado de la puerta, la que discute lo ocurrido con pájaros henchidos). Dame sueño lóbrego. El símil paraíso. Dame alquimia pura y la quimera que tan clara veo. ¿La ves? Fuma cigarrillos en el cuarto para no admitirlo. Busca esquivar el río bala en su pecho. Quiere señalarme. Soy culpable del ánima de las coincidencias, ¿cierto? No, no estás loca todavía. Aún te lo preguntas.
Transcripciones del vapor durante una fuga hierve en el vaso olvidado sobre la mesa. espuma es la nube que ahora nos circunda. nos es palabra vasta, no conclusa, estricta, menos. hierve en la orilla con lámpara, mano a mano, tarde hierve en la celda pequeña vil aquí. hierve a más de la mitad desde los mil que nos trajeron. aquí a mi morada nadie gime, nadie llama. muertos de ansiedad son los menos. hierve en mi alcoba, recuerdo. no sé cuántos abriles pueda esperar un día abierto hacia el este.
Concisión 5 No eres piel de caireles o ademán absorto como reflejo frisado en cama. Cinco años atrás. Soltura en pausa; fuiste (eres) desdén. Ni tú ni yo fugamos tiempo de constancia por esta forma inocua de la dicha repasada, cuando llevo los dedos a la boca y re-sufro.
David Gil (Colombia) ¡Ahora sí soy un hombre! Sebastián no es más que un insensible, no entiendo de qué manera puede ayudarme a conquistar a Marcela, de qué manera un espíritu tan mezquino podrá dar con mi musa que es toda pasión, puro sentimiento… Bueno, me imagino yo porque todavía no la conozco. Además yo no la busco para acostarme con ella, o para comérmela, como diría ese patán que sólo está interesado en alargar la lista de incautas que van a su cama, no. Yo la busco para que sea mi compañera en este viaje que es la vida, en esta búsqueda permanente de lo sagrado que está en todas partes, como la poesía: Marcela, si pudieras oírme, mi amor, ven a mi encuentro, escucha mi voz y acude a mi llamado para así querernos eternamente. Y estando ya juntos el sexo no sería ese acto simplón que se agota en la reproducción que se evita con un condón. No, sería una explosión divina en cada caricia, un fuego sagrado en plena desnudez, dos aromas que se cruzan en el aire sobre nosotros para formar una sola emanación. Pero ese acontecimiento sacro, esa eucaristía, sólo es posible con alguien que se ama, no con cualquiera, como piensan Sebastián y todos sus amigos del Club Reforma, empezando por Maxi Jones, ese dandi que se cree lo último, que no fue sino preguntarle por la primera vez que tuvo una mujer para que se desencajara en un soliloquio sórdido que
“Dolly, preciosa, muñeca, reina del trapero y el plumero, dueña del olor a cloro ¿Me enseñás a bailar vallenatos?”
repetía los gemidos de la noche en que la muchacha del servicio se ofreció a enseñarle a amar. Sus padres habían salido a una fiesta con amigos y Maxi aprovechó para fisgonear el cuarto de Dolly, así se llamaba la muchacha. Cada noche Dolly se probaba los tres calzones que tenía frente al espejo mientras bailaba vallenatos. Alguna vez Maxi entró al cuarto a preguntarle algo y se la encontró desnuda mirándose la nalga que se movía al ritmo de la música. —Perdón —dijo Maxi— no sabía que se estaba cambiando. —Tranquilo joven —respondió la muchacha— cuando quiera vuelva que yo le enseño a bailar desta musiquita bien rico… La noche que se encontró solo en la casa no aguantó más y bajó despacito al primer piso, se metió en el patio y se subió al lavadero desde donde podía ver por la ventanita del cuarto cómo Dolly se quitaba el primer calzón y se apresuraba con el siguiente antes de que empezara la otra canción. —Tomás —cuenta Maximiliano—, yo ya estaba en calor. Sin más, me bajé muy tranquilo del lavadero y entré al cuarto: Dolly, preciosa, muñeca, reina del trapero y el plumero, dueña del olor a cloro ¿Me enseñás a bailar vallenatos? Y cómo te parece hermano que este bombón, volado de la plantación, como venida de la Guerra de Secesión: se diría de Virginia al patio de mi casa; cómo te parece que me va tomando por los hombros, sin reparar, sin mediar palabra, y me aprieta contra su pecho hinchado, doblemente hinchado, como si se fuera a reventar por las puntas, hermosa la cimarrona con los ojos
cerrados, repitiendo esa canción asquerosa, igual a todas, baja las manos la cenicienta, me toma por la cintura, me voltea y quedo de espaldas, con esas tetas descomunales tocándome el espinazo, y esas manos puntudas, innobles, de uñas imprecisas, carcomidas por el jabón y el cloro, esas manos rozándome el abdomen, bajando despacio hacia mi bragueta, volviendo a subir al ombligo, y mi genio de la gloria inferior, ajeno a mi voluntad, izándose si de Boyacá en los campos se tratase y no del patio de mi casa, y Dolly para bajo de nuevo, le toca la punta húmeda, húmedo el jean, húmedo yo completo, hasta que me volteé y la tiré a la cama y se le desparraman las tetas enormes de pezones difuminados y se me baja el corazón a los calzoncillos, pum-pum, pum-pum, pumpum, que a esa altura ya estaban casi empapados y fuera calzoncillos que mojados no me sirven y el matador va al burladero por la muleta y la espada, creyendo que la faena era suya y mentiras güevón porque era de la mulata ¡Cuál muleta! y se deja venir como iracunda la condenada, me tira a la cama y ¡a las armas soldados que nos están atacando! y se me encarama y se encaja, qué precisión, exacta sobre mí, con un vaivén alegro ma non troppo, que despacio, despacito, fue creciendo, hasta alcanzar velocidad crucero: un compás parejo que yo, debajo, poseso por Xangó, padecía, muerto de la dicha, con la taína encima, mirándome, ella y sus tetas requisitorias, y cuando menos pensé, la odalisca, endemoniada, en un ritmo furioso me provoca un orgasmo del tamaño de júpiter, marica, con lunas y todo: Yo creí que me iba a morir de una hemorragia interna, apreté los dientes, empuñé las manos y nada, la hemorragia seguía y Dolly a los gritos, y los vallenatos suene que suene, cuando en esas, siento yo, medio aturdido, que abren la puerta de la casa, imagínate hermano: ¡Mis papás! Me escurrí de sus muslos como pude y con un dolor tremendo, como si hubiera orinado agua caliente, subí las escalas rumbo a mi cuarto, victorioso: ¡Ahora sí soy un hombre!
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Joseduardo Valadés (México) En la nariz de los guajes Llegamos a Oaxaca antes de las seis de la mañana. Contábamos con que en la terminal de autobuses nos hubieran mentido y que llegaríamos a tiempo para desayunar. Pero no, fuimos puntuales y estábamos en una ciudad dormida, seis horas antes de poder entrar al cuarto de hotel. Desperté a Mariela —o ella me despertó, los detalles son turbios— mientras una señora intentaba fajar a su hija en una segunda chamarra. La niña, en la fila de atrás a la nuestra, se quejaba como si sufriera una tortura precolombina. La chamarra rosa, colgando de una manga, chillaba aun con la luz de los faroles y la iluminación verde del interior del autobús. “Aquí adentro hace calor, pero afuera estamos a cuatro grados”, le dijo su mamá. Ahora pienso que eso fue en realidad lo que nos despertó. Teníamos un mapa impreso de internet en el que aparecían sólo unas cuadras del centro de Oaxaca. La ciudad, por otro lado, es ridículamente pequeña. Cuarenta minutos caminando desde el primer cuadro de la ciudad, según Google, alcanzan
para llegar a un municipio aledaño, Santa María del Tule. Ahí se encuentra el árbol más ancho del mundo, dicen los guías turísticos. También, la vez pasada que fui, con mis papás, un pesero nos llevaba hasta el hotel en el que nos hospedábamos, en un recorrido de quince minutos con tráfico. El hotel estaba en otro municipio, San Felipe del Agua. Tampoco es que los municipios sean tan grandes. Oaxaca es uno de los estados del sur del país. Es uno de los que tienen más integrada la vida indígena, que solía dividirse en siete regiones, pero que acaban de dividirla en ocho. Tiene 570 municipios y menos de 94 mil kilómetros cuadrados, lo cual hace que en promedio cada municipio mida como la mitad de lo que mide Staten Island. Esta vez, Mariela y yo nos hospedamos en un hotelito del centro, que tenía opción de cuarto de hostal en literas o cuarto de hotel con baño privado y desayunos incluidos. Un cuarto costaba 33 dólares por noche; para dos personas, 41 dólares. Nos habían dicho que si llegábamos antes de la hora y el cuarto estaba desocupado, nos lo podían prestar por la mitad de precio, y que nos regalaban los desayunos. Sin embargo, cuando llegamos, el velador nos dijo que el hotel estaba lleno y debíamos volver a las 12, o acostarnos en los sillones imitación piel que tenían en el lobby. Dejamos las maletas detrás de la recepción, excepto la computadora, que preferí llevar conmigo, y con un mapa más convencional (el velador me explicó por qué nos tardamos tanto en encontrar el hotel: en el municipio de Oaxaca de Juárez, a siete cuadras de distancia una de la otra, hay dos calles que se llaman Aldama) y nos fuimos a recorrer la ciudad. Fue un placer llegar al templo de Santo Domingo. La catedral, que está muy cerca, estaba llamando a misa, y las campanadas nos traicionaron la ubicación un segundo. Así que lo encontramos de sorpresa, al costado izquierdo, mientras bajábamos una calle adoquinada que llaman corredor turístico, y que nos conduciría al mercado 20 de noviembre. El templo de Santo Domingo debía ser construido en dos décadas, en el siglo XVI. Sin
embargo, los dominicos se tardaron 115 años, por falta de recursos. Valió la pena, la nave está decorada toda con imitación de oro, en un barroco impresionante. Antes de la independencia de México no era imitación, pero los revolucionarios, anticlericales, desvalijaron el templo a finales del XIX amparados por las Leyes de Reforma y los dominicos lo tuvieron que reconstruir después del porfiriato. Enfrente del templo, aunque estaba cerrada a esa hora, hay una franquicia de The Italian Coffee. En el interior tiene unas escaleras que suben a los techos de toda la manzana, y ahí instalaron mesas desde donde se puede ver a la gente entrar a misa, al sol meterse a un lado del campanario. La primera vez que fui a Oaxaca fue en agosto de 2006. Mis papás habían platicado con unos amigos suyos sobre el deseo que tenían de conocer la ciudad. Esto fue en octubre de 2005. Ellos les dijeron que tenían un tiempo compartido en un hotel en San Felipe del Agua y que no lo pensaban usar. Planeamos el viaje desde entonces. En mayo de 2006, una sección del sindicato de maestros estalló en huelga en Oaxaca. Pedían que Oaxaca dejara de estar clasificado entre los municipios más baratos del país, lugar que ocupa junto con Guerrero y Chiapas, el cordón indígena. Faltaban dos meses para las elecciones. Yo trabajaba en medios y recuerdo haber hablado con mi papá sobre la conveniencia de cancelar el viaje. No te preocupes, me dijo él, esto no va a durar tanto tiempo. El 17 de junio, el gobernador priista Ulises Ruiz mandó desalojar por la fuerza el zócalo de la ciudad. Los maestros, que habían organizado manifestaciones de descrédito contra el gobernador de hasta 800 mil personas, derrotaron a los policías. La ciudad entró en estado de sitio. Una asamblea que reunía a 300 organizaciones, entre ellas la sección 22 del sindicato de trabajadores de la educación, se fundó en ese momento con el nombre de APPO y tomó las principales calles de Oaxaca. El Ejército no podía entrar. En julio tomaron las televisoras y radiodifusoras locales y destruyeron el auditorio de la Guelaguetza, el fenómeno turístico más importante del estado.
El gobernador se escondió precisamente en San Felipe del Agua, de donde salió milagrosamente de una emboscada una semana antes de que llegara con mis papás. Cuatro años y medio después, cuando pasaba por esa ciudad tranquila y somnolienta con Mariela, quedaban huellas minúsculas de la batalla que se sufrió ahí —y cuyos dirigentes, actualmente, son presos políticos—. “Mira”, la detuve en la esquina del templo, por la calle que bajaba hacia el Palacio de Gobierno, “aquí empezaban las barricadas”. *** A las nueve de la mañana estábamos en Monte Albán, un sitio arqueológico cúspide de la cultura zapoteca, construido en una formación montañosa del cordón que cubre todo el occidente del país. Tan sólo a 20 minutos en carro desde la ciudad de Oaxaca, Monte Albán impresiona porque son unos cuatro kilómetros cuadrados de pirámides, albercas, tumbas y edificios construidos sobre el tajo de un cerro. Hace 2500 años una cultura encontró la tecnología para abrir una montaña y aplanarla en cuatro kilómetros. Luego, pasaron milenio y medio construyendo encima. Algunos antropólogos sostienen la teoría de que Monte Albán fue un centro de enseñanza médica. El Instituto Nacional de Antropología e Historia sostiene que era una ciudad habitada por los gobernantes de un pueblo guerrero. Escépticos, Mariela y yo constatamos que en las imágenes grabadas sobre piedra los enemigos derrotados del INAH tienen jeroglíficos en donde van los órganos internos, y que los poderosos soldados van ataviados como chamanes, y sus espadas no se blanden en el aire, sino que siempre están penetrando en cortes de bisturí. Subimos a uno de los templos, que tiene a su vez construcciones encima. Nos preguntamos por qué los zapotecas, cuyos descendientes promedian el metro sesenta, habrían hecho escalones tan grandes. Miramos Oaxaca desde arriba, los alrededores de campos arrasados por la agricultura, todo seco en
pleno diciembre, cuando faltaban ocho meses para la temporada de lluvias. Cuando buscábamos la salida, nos encontramos a don Alberto. Mariela tiene una fotografía que le sacó cuando caminaba hacia nosotros, con una figura de piedra en la mano, su sombrero de hoja de palma y una mochila en la espalda. “No me tienen que pagar por mirar.” Sacó figuras de su mochila con diferentes grados de complejidad, y nos dijo que pertenecían a los grupos antiguos que habían habitado Monte Albán. Los toltecas primero, los zapotecas, después, los mixtecas al último. Nos dijo que los mixtecas eran los que usaban jade, y tenía una figura de un águila de cuyo pico salía el rostro de un guerrero que llevaba en la frente un gorro en forma de jaguar que abría la boca y de ella salía un guerrero más. De los que llamaba zapotecas, una figura reclinada en pose de yoga tenía una cola que se le enredaba sobre el brazo izquierdo. Monqui, decía don Alberto, es el guerrero monqui. Y se rio. Luego de un rato, don Alberto nos contó que las figuras en realidad las hacía él, porque las originales valían millones de pesos. Pero éstas las había hecho guiándose de los libros para que se vieran como las originales y que le costaba mucho trabajo. Para conseguir la piedra, tenía que ir a otro pueblo que estaba allá, detrás de esas colinas que se veían ahí, y se tardaba un día en ir y otro en venir. Luego, para tallarlas, se tardaba hasta diez días. Nos contó que era agricultor y tenía una tierrita donde sembraba chile, calabaza, maíz y frijol. La base de la alimentación indígena, de México mismo, y un tetrálogo que es clave para la preservación de la tierra (la hoja de la calabaza conserva la humedad, la planta de chile devuelve vitaminas a la tierra, el frijol minerales, y el maíz evita la erosión). Él, sin embargo, usaba agroquímicos con una bombita que le rociaba a la tierra, porque ésta, igual que él, ya estaba viejita, y necesitaba ayuda para empujar los alimentos para arriba. Nos dijo que si sembraba sin agroquímicos sí se daba la mata, pero no traía frutos. Don Alberto nos contó de cuando iba a Sinaloa a cultivar tomate, y de cuatro años que pasó en
Abandono
Comemos arroz. Alejandra trajo dos costales al final del invierno y ahora comemos dos veces al día este arroz insípido. Pasamos la mañana espulgando el arroz para quitarle esos animalitos negros que truenan al morder y que corren en estampida cuando lo vacío sobre la mesa del comedor. Los aplasto con la uña, los escucho tronar. Por las tardes jugamos con la bebé, tratamos de distraerla, pero sabemos que ella llora por este calor de mierda y porque ya no quiere comer arroz todo el tiempo. Alejandra y yo llevamos semanas sin tocarnos. La cama se abulta del centro, mientras desnudos y sudados nos equilibramos en cada borde. Hacerle el amor nos dará más hambre. Así que no. A veces me paso las noches pegado a la ventana. Absorbiendo el poco aire que se atreve a pasar. Ahí, me acuerdo de cuando Alejandra se levantaba temprano y yo podía oler que freía algo para comer. Lo que es más, me parece escuchar el siseo de un tocino sobre una sartén. No. Es real. Es un tocino, a las cuatro de la mañana, sobre una sartén. ¿De dónde vendrá? ¿Qué desgraciado se pone a freír tocino a esta hora? No soporto el anonimato de esta pregunta. Debe ser el vecino entonces. El muy hijo de puta lo hace para
hacernos sufrir. Y ya lo escucho que está sirviéndose jugo de naranja. Fresco, recién exprimido. Y ahora va a guisar un par de huevos. O va a calentar tortillas el cabrón, porque sabe que todas las tortillerías por aquí tronaron y nadie puede comer tortillas en cuarenta cuadras a la redonda. Y le importa un pito que huela a tocino y tortillas calientes a las cuatro de la mañana. Pronto el vecino se tragará los tacos de tocino y huevo. Se le taparán las arterias de colesterol y tendrá un paro cardiaco. De pronto voy a escuchar un vecino que cae al piso. Me asomo por la mirilla de la puerta, para ver cuando le dé la punzada en su brazo izquierdo. Derecho. No recuerdo. Entonces las veo. Sus bolsas del súper en la puerta. Con comida, con tocino y huevo y con naranjas para exprimir. No tiene nada de malo que me lleve estas cosas. Al cabo el tipo ya se ha muerto de un paro cardiaco. No pude imaginarlo. Con esta hambre no tengo tanta imaginación. Salgo sin hacer ruido. Las bolsas están ahí. A dos pasos. Si me estiro será sólo un paso. Pero no me engaño. Puedo requerir un segundo paso pequeño. Pienso en mi pequeña. En el hambre que tiene. Y en
que para ella estos deben ser como cuatro o cinco pasitos. Me aferro al marco de la puerta porque está aprendiendo a andar. Está tan flaquita que sus piernas no tienen fuerza. Deslizo mi pie hacia adelante, a medio pasillo. Como si me gustara hacer estiramientos en el marco de mi puerta a las cuatro de la mañana, hago algunos. No tengo flexibilidad. Intento con la otra pierna y ya está. Tengo dos piernas a mitad del pasillo. Lo hice. Puedo caminar. Sin agarrarme del marco de la puerta. Y hay unas bolsas aquí. ¿Cuál tendrá el tocino que desayunaré hoy? Sé que la bolsa hará mucho ruido cuando la tome. Ese ruido insoportable del plástico cuando se fricciona. Todos lo conocen. Ahora, de hecho, estoy pensando en el crujido de los animalitos negros cuando los reviento contra la mesa. Pero son más de las cuatro de la mañana, y la luz de la claraboya ya podría estar iluminando un ojo que me viera desde la mirilla de la puerta de mi vecino muerto. ¡Un fantasma! Tomo la bolsa que está más cerca y azoto la puerta de la casa. La bebé empieza a llorar. Alejandra brinca de la cama y viene desnuda hacia mí. Mojada. Me lanzo sobre ella. Aviento la bolsa sobre la mesa
del comedor. Sus costillas saliendo de su piel no me excitan, pero ya no importa. Porque cuando me dé hambre comeré tocino. Ella se resiste, está enojada, no entiende. Pero no consigue detenerme. En segundos, todas estas semanas acumuladas se me vienen encima.. ¿Estoy satisfecho? Se va. Y me doy cuenta. Me robé una bolsa del súper que tenía el vecino en la puerta de su casa. Cuando entro al comedor Alejandra está meneando a la bebé en los brazos y viendo la bolsa como si se tratara del fémur de un dinosaurio. Yo corro hacia la mirilla. Las bolsas no están. En la bolsa: Detergente. Toallas desinfectantes. Bicarbonato de sodio. Ah, frijoles enlatados. Dos latas de atún. Alejandra me arrebata la comida de las manos. No pregunta. Creo que sabe, pero no quiere decirlo en voz alta. Yo, en cambio, estoy inmensamente triste, pensando en los animalitos negros, y en el tocino y el jugo de naranja que no me robé.
Arizona recolectando algodón. Se amarraba un saco a las piernas, un saco así, grande, como de tres metros, como de aquí a aquel árbol, y la boca te quedaba entre las piernas para que pudieras agarrar las motas del algodón y meterlas así en la bolsa. Te pagaban por tonelada, y cuando acababas, te sangraban los dedos. Nos despedimos de don Alberto sin comprarle nada, y con un poco de prisa porque se nos iba el autobús, que igual se nos fue. Rodeados de guajes, unos árboles que dan una especie de vainas rojas y que en la ciudad parece que se comen, porque los vimos también en el mercado, esperamos una hora. El lugar se fue llenando de gente. Sobre todo de vendedores de pulseras, insectos en un ámbar de plástico y mascadas de algodón deshilado. Sentados en el estacionamiento de Monte Albán fuimos planeando la tarde. Debíamos volver al hotel, necesitábamos un baño y una siesta, y yo tenía que escribir mi columna para el periódico. *** Estoy escribiendo una columna semanal para el periódico de Sinaloa. Ahí trabajé hasta seis meses antes de irme a Nueva York. Me gustaba mi trabajo, aunque causaba demasiado estrés. Renuncié por razones que no pienso escribir aquí. En verano, la subdirectora me pidió que les escribiera sobre lo que yo quiera una vez a la semana. Imagino que cuenta como escritura del yo. El trabajo en el periódico me lo consiguió mi hermano porque era amigo del director en Mazatlán. Cuando fui a mi entrevista, me preguntaron ¿y tú como de qué quieres trabajar? Edición, les dije. Una semana después del examen psicométrico, la subdirectora me volvió a llamar y me dijo que el perfil que habían obtenido sobre mí no les decía nada. Al parecer, ellos podían determinar cuál área era mejor para cada aspirante. Conmigo, me dijo, iban a experimentar algo nuevo. Trabajé como coeditor de las secciones de local, el sur, negocios y a veces nacional y suplementos. Mi familia odiaba mi trabajo. Descansaba los martes. Ahora, cuando vengo de vacaciones a Mazatlán,
acostumbro darme la vuelta por el periódico y saludar. Un día de septiembre, a medianoche, inmediatamente después de que se imprimieran los primeros números de la edición del día, un grupo armado disparó contra la fachada del edificio del periódico. Reclamaban que una nota no se había publicado como ellos decían. Que la información que habían dado los peritos del Ministerio Público estaba tergiversada. Yo, honestamente, le creo a los delincuentes, pero igual dispararon un centenar de veces, la mayoría contra la oficina del director, en el tercer piso. El otro día fui a verlo y me mostró los orificios en la estructura de acero. Me dijo que en la policía le explicaron que recubren las balas con teflón, y que eso hace que puedan penetrar el metal. Ocultarse detrás de un auto es completamente inútil. En las oficinas del primer piso, algunas balas atravesaron cinco paredes. *** Regresamos de Monte Albán a mediodía, ya con hambre, y caminamos hacia el mercado 20 de noviembre. Ya habíamos ubicado las molerías, las sucursales de chocolate mayordomo, a la gente que vende chapulines, tamales, gusanos de maguey y tlayudas. Queríamos vivir la experiencia de comer como oaxaqueños, por eso no fuimos a ningún restaurante. En el mercado, la cámara que llevaba Mariela, y con la cual se empeñaba en retratar mujeres con chales y niños, terminó de delatarnos. Cada minuto se acercaba alguien a vendernos peines de madera, separadores, botaneros (así llaman a los mondadientes de colores con los que sugieren que uno quiera picar aceitunas), bufandas, rebozos, quesos. Al menos en los locales nos regalaban mezcal, pastillas de chocolate y tortillas con mole. Mariela declaró el mole como su comida favorita del mundo. Comimos una tlayuda de poco más de tres dólares, entre los dos. Es una suerte de tostada con frijoles, carne, jitomate, queso y lechuga, pero es del tamaño de una pizza mediana. Te la dan con tenedor y cuchillo, pero la única manera práctica de comerla es arrancarle pedazos con las manos y usar muchas
servilletas. Luego nos fuimos a buscar chapulines, una variedad de saltamonte propia de la región que se come asado. Me llamó la atención que en las cerca de ocho horas que llevábamos en la ciudad, no hubiéramos visto chapulines, que es una comida que se distingue por su popularidad. En realidad, es una botana de aspecto despreciable con la que se acompaña el mezcal y con la que se preparan muy pocos alimentos, pero también es un poderoso atractivo turístico y una fuente de proteínas para una población que rara vez consume carne. Lo que sí vimos fue a mujeres vendiendo guajes. Mariela me preguntó qué eran y si se comían. En Mazatlán tenemos algo parecido que llaman tabachines, pero no son rojos y no son comestibles. Acá los había ignorado todo el tiempo, pero sólo se me ocurre que para comer los vendieran. No parecían apetitosos. Finalmente encontramos a una señora que tenía canastas recubiertas con bolsas de plástico, llenas de variedades de chapulines. Son insectos secos, así que difícilmente llevaba más de cinco kilos de cada uno, lo cual eran cantidades astronómicas. Vendía una medida hecha con media jícara a quince pesos (1.2 dólares), y los tenía de ajo, limón, enchilados o secos. También vendía gusanos de maguey, a 12 dólares la tira (absurdamente caros), pero se le habían acabado. Nos fuimos al hotel, ahora sí a descansar, escribir y bañarnos. Terminamos el día en la verde antequera, el zócalo de la ciudad que ya no hace honor a su nombre. Antes de la invasión de la APPO, la plaza principal de Oaxaca estaba recubierta con un tipo de piedra típico de la región, que hacía que bajo cierta luz los maceteros brillaran de un color verde toldo, me contaron. Mientras estuvimos en San Felipe del Agua, nos recomendaron que limitáramos el turismo en la zona centro, y que por ningún motivo estuviéramos ahí cuando se metiera el sol. Lo primero que hicimos fue meternos al zócalo, cruzar las barricadas y platicar con los maestros. De tanto entrar y salir, yo con una grabadora oculta, platicando con la gente sobre el
gobernador Ulises Ruiz, nos empezaron a seguir. Policías y civiles. Yo trabajaba como editor para una revista llamada “Estos Días”, que en ese entonces estaba en fase electrónica. Tenía la esperanza de escribir un gran reportaje. Además del auditorio de la Guelaguetza, reducido a cenizas —un disfemismo, pues la estructura de concreto quedó intacta, con excepción de una pared que fue parcialmente derribada—, los appistas tiraron las macetas del zócalo y se llevaron la piedra verde. Un par de veces nos tocó ver marchas que pedían la salida del gobernador, a quien los medios nacionales todavía sabían cómo localizar. Las marchas eran en verdad de miles de personas, paraban el tráfico durante toda una tarde. Incluso los turistas nos aburríamos de ver los trajes, que representaban a las siete — ¿ocho?— regiones. Las istmeñas, por ejemplo, se ponen collares de centenarios y monedas mexicanas antiguas hechas en oro. Al final de las marchas, cuadrillas de trabajadores municipales cierran la escena con cubetas de pintura, y van pintando encima de las fachadas que los appistas cubrieron con grafiti. Más de cuatro años después, Mariela y yo nos sentamos en un restaurante semivacío, a doscientos metros de la catedral, a escuchar un grupo de música indígena (peruvian music, a ojo de turista distraído). Tomamos mezcal, una excelente cerveza local, y comimos chocolate, pan de cazuela, chapulines y grillos. La paz había vuelto a Oaxaca. La gente cruzaba la plaza porque era el medio para llegar a su casa, o venir del mercado, o pasar la tarde. El atardecer se apuró pero la gente siguió cruzando, en su mayoría locales y vendedores de cualquier cosa. Cuatro años antes eran maestros los que se sentaban ahí a comer grillos, tomar mezcal y escuchar la marimba. Recuerdo haberme sentado ahí mientras mis papás daban una vuelta, a leer o a ver si entrevistaba a alguien. De pronto, pidieron que se callara el grupo y sonó un altavoz. Compañeros, necesitamos ayuda para defender el Canal 9. El gobierno espurio de Ulises
Ruiz ha mandado a la policía en un nuevo intento de recuperar el canal. Nuestros compañeros necesitan refuerzos, esperamos voluntarios para ir a combatir a los policías. Nos reuniremos en el quiosco y saldremos dentro de 15 minutos. Luego la marimba volvió a sonar. La toma del Canal 9 fue, junto con el rechazo al intento de desalojo del zócalo, la mayor afrenta lograda por la APPO. Se adueñaron de toda la radiodifusión local y la universidad Benito Juárez les cedió el uso de su espacio aéreo. Los universitarios estaban con los huelguistas. En el 2006, Oaxaca anhelaba la caída del PRI, para lo cual sin embargo no contaban con apoyo a nivel nacional, y el Ejército ya controlaba los alrededores del centro. No habían entrado al zócalo porque un derramamiento de sangre sería una mala decisión política. A nivel nacional, las elecciones se habían dado y el PAN aseguró haber ganado por un margen de menos del tres por ciento. De hecho, una semana antes de haber ido con Mariela a Oaxaca, el Instituto Federal Electoral anunció que se quemarán las urnas con los votos de esa elección presidencial. Todavía hay gente que cree que un recuento de los votos daría la victoria al PRD. Lo que el gobierno quería era que los de la APPO cometieran otro error. El primero fue derribar la Guelaguetza, pues el estado más pobre del país tiene como principal fuente de ingresos los servicios turísticos. El segundo sería llevar el conflicto a la Ciudad de México, donde la imagen del sindicato de maestros estaba enmarcada por las labores de su presidenta vitalicia (sic.) Elba Esther Gordillo. Ella rompió relaciones con el PRI antes de las elecciones y aunque creó su propio partido, el Nueva Alianza, le dio el apoyo incondicional del sindicato más poderoso de México al PAN. Acabó el grupo de música indígena y en el quiosco trompetas, trombones, violines, guitarras y hasta platillos se arremolinaron arriba para tocar música de orquesta. Una mala elección para los que se reunieron abajo y que esperaban danzón. Nosotros seguimos disfrutando del clima, bajo la sombra de los guajes, de la gente que pasaba, de la calma de la diminuta ciudad capital.
Eso era amor
Si yo le hubiera dicho que sería brutalmente asesinado en los siguientes quince minutos lo habría creído. ¿Y por qué no? Hay quienes viven como si el mundo fuera infinito, como si los carros no atropellaran a la gente, como si los rascacielos no se desplomaran sobre nuestras cabezas. Ha soportado ya una infancia idéntica al promedio de la de las víctimas de asesinatos y riñas callejeras, ha sobrevivido jefes obsesionados con el empleo, parejas celosas, traiciones de los mejores amigos. Ha cruzado más de una vez la calle —no recuerda cuál— sin fijarse, porque llevaba prisa para hacer algo que en realidad no tenía tanta importancia, y ha salido de enfermedades que lo hubieran matado en 1700, y de lugares en los que poco tiempo después ocurrió algo —una fuga de gas, un huracán, una negligencia médica. Si yo se lo hubiera dicho todo para él hubiera seguido igual, así que siguió caminando, sin preocuparse demasiado por el hielo que hacía patinar a los autos ni por lo que ocurría en las ventanas de los pisos arriba de su cabeza. Bajó al metro, guardó una distancia normal
a los rieles eléctricos y se recargó en las puertas del vagón consciente de que otro en su lugar no lo habría hecho. Quince minutos bastaron para que llegara a su domicilio, por lo demás muy cerca de la esquina de aquí, bastaron para que dejara la gorra y el abrigo en el perchero de la entrada y se sentara a ver la televisión. La chica que vivía a su lado, impotente, abrió una gaveta de la cocina, tomó con los guantes de piel puestos dos tenedores y los apretó fuerte. Los llevó así, en un puño cerrado, mientras le entregaba la bebida. Él la bebió, sin hacer mucho caso al sabor a fierro oxidado, al calor que le recorría la garganta, o al derrame de colores en el comercial de teléfonos celulares, y luego en la sala, y luego en todo su cuerpo. Ella, que respiraba como si acabara de correr por unas escaleras, empuñó y se incrustó los tenedores en los ojos. Tratando de no mancharlos de sangre, los tomó y los puso para mí sobre la mesa. Luego perdió el conocimiento.
Al rato se nos acercó Natividad, una niña de 11 años que iba en quinto de primaria y que estaba vendiendo rebocitos de algodón. Quería que comprara uno para mi novia, y otros para mi mamá, mis hermanas, la mamá de mi novia, mi abuela y mis amigas. Luego se puso a enumerar los colores que traía, que si azul cielo, amarillo (pollo), verde bandera, verde pasto, blanco… el trabajo lo hacían su mamá y su tío, en un telar que tienen, nos dijo, en su casa. Natividad salía a vender en la mañana. Vivían en Teotitlán del Valle, pero todos los días iban a Oaxaca a vender. Ella, además, estudia la primaria en el turno vespertino, y saliendo de clases, se pone a vender otra vez. El gobierno de la ciudad proyectó dividir las actividades artesanales por pueblos, para promover las visitas a los pueblos aledaños. Así, un pueblo se dedica al barro negro, otro a los textiles, otro a los mezcales… y bueno, no hay muchas más artesanías en Oaxaca. Sólo la capital lo ofrece todo, pero a precios más elevados. Es decir que el rebozo que me costó 1.65 dólares, me hubiera costado menos de un dólar en Teotitlán. Empezamos a platicar con ella, que a qué hora hacía la tarea, que cómo viajaba a Oaxaca, que si estaba solita o su mamá estaba también en la plaza. Le pregunté si el Niño Dios le había traído juguetes en Navidad, me dijo tan tranquila que no, que a ellos no les traía nada el Niño Dios porque eran muy pobrecitos. Luego me preguntó si estaba comiendo chapulines y se sentó a compartirlos. Les ponía limón. No pasaron ni cinco minutos cuando tres niños más —Reina, Vicente y Mónica— se acercaron a ver por qué Natividad estaba comiendo chapulines. Nuestra amiga se molestó, mientras nosotros nos refugiábamos en un rincón de la mesa a verlos devorar nuestras botanas. Mariela sacaba fotos. Yo logré arrebatarle a Vicente mi vaso de mezcal. La mesera del restaurante llegó sin mucha convicción a correrlos. Los niños, también sin mucha convicción, se fueron. Por ahí vimos a Vicente, más tarde, hacer acrobacias con su trompo. Se nos acercó Perlita, una niña de cinco años
que nos pidió una moneda. Cuando le dijimos que no, nos pidió chapulines. Lo mismo pasó con una señora que usaba bastón y a la que Mariela le calculó más de 90 años. El oaxaqueño, que sabe de hambre, no pide que le des chocolate. Sabe desde los cinco años que un chapulín lo alimenta más. Pasaron unos quince minutos cuando volvieron a pedir que la marimba se callara. Yo imaginaba la batalla en el Canal 9, a los policías acercándose, en un nuevo desalojo, conmigo adentro. Celebraba que la bestialidad del gobierno priista se hubiera civilizado en los últimos 35 años, pues en el 72 fue la última matanza (conocida) contra huelguistas. La gente atendió al anuncio, amenazados por algún inminente mal presagio. Compañeros, todavía estamos esperando algún voluntario para ir a ayudar a los compañeros del Canal 9. La lucha contra el gobernador espurio requiere de la participación de todos. *** Regresando al hotel pasamos por el Camino Real. Instalado en el ex convento de Santa Catarina, un edificio muy cercano a Santo Domingo y que se levantó al mismo tiempo que terminaban el otro —hay leyendas de pasadizos que comunican uno con el otro, y de abortos y orgías realizados en esos pasillos. Soporta esos rumores una puerta tapiada que los guías del hotel muestran y que dicen que nadie está autorizado a abrir. Después de ser convento, en las guerras del porfiriato lo expropió el gobierno y lo convirtió en fortín militar, en cárcel y hasta basurero, pasando por registro civil, lavadero y sala cinematográfica. Inútilmente me empeñé, con la luz de los faroles, en mostrarle a Mariela las marcas en las paredes del patio principal, donde nos dijeron que se veía hasta dónde llegó la basura. Nos dijeron que ahí se celebraba la única fiesta de la Guelaguetza, versión para turismo, en temporada baja (que empezaba esa semana). Pagué por dos personas lo que no había pagado por estancia o por transporte México-Oaxaca. Incluía bufet, pero no bebidas.
Decidimos mientras nos íbamos a dormir, que al día siguiente tomaríamos el desayuno incluido del hotel y que haríamos hambre hasta la cena del Camino Real, donde imaginábamos manjares desconocidos. Ocupamos el día en visitar tiendas de artesanías y en comprar recuerdos: chocolates, queso, mole. Pero también en ver morir los únicos dos días de absoluta intimidad que habíamos tenido en tres meses, y los últimos que tendríamos en un año. Conforme pasaba la tarde, el hambre empujaba a apurar las horas, el tiempo mismo a detenerlas. Aquel viaje con mis papás por Oaxaca terminó sin contratiempos. Una semana después nos regresamos, cada quien por su lado, yo a Chetumal y ellos a Mazatlán. El reportaje lo terminé, pero nunca conseguí la fabulosa entrevista que esperaba, con algún dirigente de la APPO. Culpa de pasar la mitad del tiempo de turista, la otra mitad buscando hongos, que tampoco conseguí. Oaxaca volvió al penoso curso de su realidad antes de la protesta de la sección 22 del sindicato. Es decir que Ulises Ruiz terminó su gobierno. El Ejército fue recibido en septiembre con flores a las puertas de la catedral por un pueblo ansioso de turismo. Una vez entrevisté al presidente del PRI en Quintana Roo, a quien le pregunté si su partido ganaría Yucatán en las siguientes elecciones. Me dijo que las elecciones las ganaría el que hiciera más trampa, y aunque el PAN les había aprendido a ellos muchas cosas, confiaba en que se alzarían con la victoria. Las últimas votaciones en Oaxaca, cuando salió Ulises Ruiz, las ganó el PRI. Mariela y yo subimos a una azotea cercana al The Italian Coffee frente a Santo Domingo. Me resistí a tomar ese café, pese a la vista. Creo que fue ahí donde me preguntó qué significaba Oaxaca, y yo no supe. Sentados en las sillas altas, como de bar, que tenían el propósito de que pudiéramos mirar, sentados, por encima de la baranda, esbozamos el futuro. Ella se iría a Chile en dos días más, sin perspectiva sobre cuándo vernos otra vez. Ella quiere estudiar una maestría en Santiago de Chile, y yo quiero certificarme como practicante de Shiatsu en el Instituto Ohashi de Nueva
York. Sabemos que no pasaremos vacaciones de verano juntos, porque yo debo ahorrar para la boda de mi hermano, a la que ella, por compromisos, no podrá acudir. Así se nos irá el 2011, por teléfono, o por Skype. Sin embargo, la quiero. Enemigos de las lágrimas, no nos dijimos mucho más. Bajamos la imaginación, las perspectivas, con cerveza. Luego nos fuimos al Camino Real.
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José Gabriel Chueca (Perú) Tentativa de agotar un lugar interior Nueva York, 15 de Diciembre de 2009, 8:41 a.m.: - Comezón en la cabeza. - Leve tensión en el abdomen. - Ruidos detrás de la pared de mi cuarto (debe ser la construcción en la casa del costado). - El sonido de un avión a gran altura. - El sonido de la calefacción, parece un burbujeo. - Se me ha despejado la nariz. Recién noto que estaba tupida ahora que se me ha despejado. - Una conversación detrás de la pared (deben ser los obreros de la construcción del costado). - El avión va desapareciendo. - Me suenan las tripas. - Se abre la puerta principal de la casa. Suenan pasos en el segundo piso. Una puerta se cierra (no puedo establecer dónde). Pasos descienden por la escalera. - Quiero lograr disciplina: escribir en las mañanas, un par de horas, que sea lo primero que haga, como está siendo hoy. - “Tú vomita nomás”, me dice el Perro. “Se supone que eres escritor, ¿no? Escribe, entonces”.
- Eso es lo que estoy haciendo ahora mismo. - Mi tecleo no tiene tantos errores como antes, a pesar de que no estoy en la posición que considero óptima para escribir (sentado delante de un escritorio) y, más bien, estoy en una que tenía… por poco apropiada (quise usar palabras como dificultante o complicadora, pero el corrector las subraya, debe ser que no existen). - Me suenan las tripas. Dentro de un rato tendré hambre. Iré por una ensalada. - Me preocupa la disciplina. No tenerla. - Angustia. Pero poca nomás. Quisiera pintar un rato. Puedo hacerlo más tarde. Escribir solo tomará, en este momento, un par de horas. Dos horas al día no es poco. Es el tiempo durante el cual puedo permanecer enfocado. Después, empiezo a distraerme. Quizá en el futuro pueda aumentar ese tiempo a tres horas. - Quisiera pintar. Una hora por lo menos. O dos. Pero salir y hacer paisaje representa la congelación inmediata. Me voy a hacer un autorretrato. - Recuerdo a Olga (escultora, profesora de dibujo). Ella está en su casita, al fondo de un terreno que usa como un jardín y que tiene descuidado. Muestra decenas de autorretratos vaciados en cemento. Dice que los hace para mantener las manos en forma. Un amigo de Charlie Brown tenía inagotables bustos de un compositor (¿Beethoven?). Se quedan chupando en su casa (los chicos de la clase) al final del semestre. Cuando ella está bien borracha, dormida en el piso, viene su perro, uno enorme y peludo y, prácticamente, la jala hasta dentro de la casa (esto me lo cuenta Jaime, yo no estuve ahí). Olga es pequeña y muy flaca. Ligera, si hablamos de kilos, pero muy densa, agresiva y jodida. Pero tenía las cosas claras: “empieza dibujando el punto de apoyo”. Gran profesora. - Me duelen un poco las piernas. Ayer corrí 45 minutos. Un arrebato. Suelo correr 30 minutos. Y la semana pasada solo corrí un día. - La semana pasada fue alcohólica. Mucho. Las mañanas se hicieron depresivas. La resaca llegaba no en forma de dolor de cabeza –uno sabe qué mezclasino en bajones hipersensibles. - Chalo: “la resaca es un momento de especial
sensibilidad. Por eso, hay que pasarla con los amigos. Para eso hay que quedarse a dormir en la casa del tono. Para despertarse al día siguiente y estar rodeado de gente que uno quiere”. Absolutamente cierto. Esa mañana, conversamos a velocidad resaca, primero, y, después, escuchamos vinilos de Nino Bravo y de Raphael y nos cagamos de risa. - Gabriela dice (¿o lo sugiero yo?) que la resaca es lo único que los hombres pueden sentir que es más o menos parecido a la regla: cambios de ánimo inesperados, ataques de sensibilidad, imprevistas posibilidades de conmoverse (hasta las lágrimas), etc. - Ahora pienso que soñé con Chalo. No recuerdo bien qué. Recuerdo que, cuando estábamos en la universidad, me dio un paquete de papeles en los que había escrito poesía. Me los dio, creo, como quien aprovecha para dárselos a conocer a un amigo y, a la vez, para deshacerse de ellos. Para variar, no los leí. Deben estar en la caja que le dejé a Murrugarra antes de salir de Lima. Eso espero. Si no fue así, y es posible que haya sido, nunca podré comentarle nada respecto a esos textos. - Cuando vaya a Lima, deberé quedarme en lo de Capa, para revisar las cosas que dejé en Lima y ver qué más puedo traer. Debo recoger el poemario de Bruno Mendizábal (San Felipe Blues). - No haber leído esos textos de Chalo me hacen sentir culpable. Como aquella vez que no leíste las cosas que escribió tu prima. Rechazaste leerlas. Yo no sé leer poesía. Y era verdad. Recién hace unos años piensas que puedes leerla. Pero eso no quita que no leyeras cuando te lo pidieron. Más culpa. - ¿Por qué tanta culpa? ¿Por qué a pesar del tiempo? - Remember la loquera: hay gente muy perceptiva, incluso a niveles inconscientes, de lo que los demás esperan de ella. Yo siento que muchos esperan mucho de mí desde hace siglos. - Primaria (¿cuarto grado o tercero?). El profesor Chávez. Es color marrón. Todo el salón lo quiere. Su cabeza parece un huevo con pelo negro. Lentes de montura ancha, con vidrios verdes. No puedo completar su cara. Usa guayaberas blancas.
Entrego mi cuaderno sin haber hecho la tarea. No había llenado las tablas de multiplicar. “Chueca, me has desilusionado”, dice, desde su escritorio, a todo el salón. Carla Quiroga me dirige su peor cara de odio, con su mandil gris y su chompa de cuello alto rojo. Es posible que ese fuera uno de los primeros momentos en los que entendí que mejor es no parecer buen alumno, trae demasiadas responsabilidades. - La calefacción suena igual que al pasar las hojas de un libro. Parece que alguien estuviera leyendo dentro de mi cuarto, a unos centímetros. Y lee bastante rápido. Más bien, ojea una revista, tipo Vogue. Y las hojas, al pasar, rozan su ropa. - El motor del refrigerador se apaga. No había notado que estaba sonando. - Mierda, se me escapó una idea. Recordé algo de la conversación con María en el bar de las tazas de té. Era algo que venía a cuento y acabo de olvidarlo. Trato de recuperarlo. Recuerdo la bulla, el olor, la temperatura del vaso (taza, en este caso) en la mano. Me acuerdo, incluso, que pensé que conversando se aclaran ideas que uno tiene dando vueltas en la cabeza, es como traducir a palabras, que es lo que se necesita para escribir. - Me pregunto si esto que estoy haciendo tiene algún sentido. Según Alan Pauls, podría tenerlo. Eso creo que se desprende de la conversación que tuvimos con él (¿o lo estoy imaginando?). Nueva York, lunes, 21 de diciembre de 2010, 6:40 p.m. - Me duele la nuca. Debe ser muscular. Espero. Me sorprendió el dolor la otra noche, tirando. Estaba a punto de darla y me subió esta tensión por la espalda hasta llegar al cuello, atrás de la cabeza, en la base del cráneo. - ¡Atlas, sí; Axis, no! ¡Atlas, sí; Axis, no! Las vértebras del cuello: Atlas, el titán, sostiene el cráneo y permite hacer el movimiento para afirmar con la cabeza; Axis, la segunda vértebra, permite hacer el movimiento de negación. La mañana del examen de Anatomía, hace 17 años, apareció El Maestro, puño en alto, cantando la arenga.
- Miro mi mano en el teclado. Me gusta el mecanismo de la muñeca. Me entusiasmó entenderlo. Una bola de huesos –la muñeca- encaja en la copa que forman el cúbito y el radio, los huesos del antebrazo. Pero, en el codo, solo el radio se articula con el húmero, el hueso del brazo. Lo que pasa es que el cúbito está engarzado en el radio, poco después del codo. Y hay un músculo que hace girar la base del cúbito. Como este es curvo, al girar la base, este se mueve alrededor de la longitud del radio. Así uno de los dos puntos que forman la copa en la que descansa la muñeca se desplaza alrededor del otro, girando la mano. - ¿Y si el dolor en la nuca no es muscular sino un problema dentro del cráneo? ¿Un tumor? Debería hacerme un escaneo. La mamá de Susana murió con un tumor en la cabeza. La señora sale de su casa y no regresa. Había olvidado cómo volver. Y cuando llega a su casa, las palabras se le confunden. Alcanzó a explicar a su familia que quería elegir una palabra pero le salía otra. El tumor le había afectado la parte del cerebro ligada con el lenguaje. Era profesora. Había escrito libros y artículos. Murió en pocos meses. Susana me lleva al cuarto de su mamá. Ella está sentada en la cama, me agarra la mano y me sonríe. Le sonrío lo mejor que puedo, le doy un beso. Con una seña, me indica que puedo salir. Susana me dice que se ha despedido de mí, que ya no habla porque no confía en las palabras que le van a salir de la boca. - Poco después de eso, terminé con Susana. Fue hace años pero me siento mal como entonces. Aunque ya no es una sensación que me paralice como antes. ¿A quién le ofrezco disculpas? Sí, Felices. Entendí: las disculpas se ofrecen, no se dan. Hay una leve sensación morada detrás de mi estómago. - Busco algo importante –para mí- para pintar un cuadro y pienso en la culpa. Quiero pintarla. Hago una especie de infográfico con pasteles y acrílico. Una parte describe la culpa como una mancha morada, poco más grande que el estómago, con forma de pallar, que se ubica entre la espina dorsal y la parte de abajo del esternón. Ese pudo haber sido el cuadro. Hubiera funcionado mejor. A la hora que se te ocurre.
Lima, 27 de diciembre de 2009, 7:02 p.m. - Gabriela se va al cine con Hugo. Acaban de salir de la casa. Tienes llaves, ¿no? Deja bien cerrado. Y prende la luz de la cocina antes de salir. Tengo que darles el alcance en un rato. - Ya está oscuro. La luz de la pantalla ilumina mis manos mientras escribo. El sonido de las teclas es fluido y sostenido, una letanía. - Afuera suena la Vía Expresa, como si fuera el sonido de un caracol gigantesco. Es un rumor constante. Hay tantos carros que ya no se distinguen unos de otros. Pero los que pasan por aquí, delante del edificio, sí se diferencian. Los motores de ahora suenan bastante menos. Acaba de pasar una moto muy vieja haciendo una bulla de mierda. - El café está frío. Eso lo pone más amargo. Pero no está tan amargo tampoco. - Me duele la nuca. ¿Y si es un coágulo? Podría buscar en Internet los síntomas y hacerme una idea de qué puede ser. Más que la respuesta, me asusta ponerme paranoico. Me voy a angustiar porque no tengo ningún seguro que me pague un escaneo del cerebro. - Me angustia la posibilidad de angustiarme. Recuerdo: alguien se burla de la novia de alguien, que le dice: “mucho cuidado que te amenazo”. - Susana encuentra a su papá (médico) sentado en el piso de su cuarto revisando sus viejos libros de Medicina. En las páginas abiertas hay diagramas del cerebro. El doctor no había pedido un escaneo cerebral, lo que él había pensado que debía hacerse, porque su colega, el especialista encargado de seguir el caso de su esposa, había desestimado la idea. Terrible. Lo siento, señor. Tampoco sé qué tanto hubiera ayudado ver esto con cierta anticipación. No sé. - Espero que el seguro de NYU cubra un escaneo cerebral. Pero gratis no va a ser. No tengo la plata que vaya a costar. Quedaré inválido, sin poder hablar ni escribir. ¿O será que el área del lenguaje funciona en diferentes secciones para el lenguaje escrito y para el hablado? Patético. Si sigo pensando en esto, voy a llorar.
- Suena la musiquita de un juego de luces de Navidad en alguna casa vecina. Ya no es musiquita. Es una suma de soniditos de todos los juegos de luces de la casa de enfrente. Es un tonito electrónico sostenido, como un reloj digital de hace 20 años malogrado. - Llama Jorge. Quedamos parea tomar unas cervezas más tarde. ¿Le entusiasmará la idea a Gabriela? Sé que lo quiere pero, últimamente, le llega al pincho. Es cuestión de paciencia. - Jorge dice que no conoce la culpa. Qué suerte. ¿Cómo será no sentir culpa de nada? Yo siento culpa de todo. El taxista me da un precio. Se lo bajo. Acepta a regañadientes. Llegando a destino, me arrepiento de haberlo hecho sentir mal y le pago el precio que me dijo originalmente. No puedo ir por el mundo así. En Nueva York no soy así. ¿Paternalismo resultado de ser consciente del racismo y el clasismo de Lima? En Nueva York, todos me parecen sólidos, que no necesitan nada de mí. Puedo darme el lujo de ser agresivo u honestamente amable. Honestamente, sí. Porque no les debo absolutamente nada. - ¿O sea que a los peruanos les debo? Un profesor amigo de Jorge nos invita a su casa a tomar unos tragos. El tipo es muy inteligente y divertido. Tiene cara de loco. Es PhD en esto y aquello. Es un tipo importante. Acaba de regresar al Perú con su esposa –que también es PhD o algo así en lo de allá y acuyá- y con sus hijos pequeños. Hemos chupado bastante, han corrido tiros y la conversación llega al punto de la política. No sé si hablamos de Toledo o de Fujimori pero dice que está bien que (uno de esos) sea presidente. “Nosotros (los blancos) ya cagamos el Perú. Ahora le toca a ellos (los cholos) cagarlo también”. Sonó muy amargo. Hasta antes de esa conversación creo que nunca he calificado algo –más allá del sabor- con la palabra amargo. - Amargo era el llanto de Nikita Mikhalkov en Sol ardiente, cuando ve alzarse los globos levantando banderas rojas enormes con la caraza de Stalin. - Jorge avisa que ha suspendido la cata pisquera de mañana en su casa. La pasa para el domingo que viene. Supongo que podré ir. Será mi último domingo en Lima antes de volver al frío de Nueva York.
- Me gustó el frío. Me gustó la nieve. En esa primera nevada de mi vida, no pude evitar sonreír mientras caminaba por la calle. Qué bonito. Claro, bien abrigado. No creo que tenga puta gracia la nevada para un miserable callejero. - El viento que entra por la ventana es cálido. Antes de ir a Nueva York, me hubiera parecido fresco. Después del cuchillazo que es el viento de allá, esto es una caricia. Me recuerda –exagero- el viento que llegaba del Jordán, en Israel. Esa brisa era realmente cálida, caliente. Nunca había sentido un viento tan caliente. En una banca nos sentamos a ver el río. Hice fotos. Una tras otra, para ponerlas juntas y armar un paisaje panorámico. A Mariela, le gustaron esas fotos. Estaba para tirársela. ¿La señora, tan decente, hubiera atracado? Recuerdo las fotos pegadas en la pared de mi cuarto, en Lima, hace medio año con más nitidez que aquella tarde en Israel. Pero recuerdo con total nitidez el viento caliente que llegaba desde la otra orilla del río, del desierto. - De regreso de aquel viaje termino con Beatriz. Llego al depa. Ella está en la casa. Arrastro mis maletas. Cierro la puerta. Nos besamos. Me alegra y me alivia sentir que la he extrañado y que me gusta mucho estar con ella otra vez. La empujo al cuarto. Tiramos. Hablamos. Tirados sin ropa al pie de la cama. He estado pensando dice. Yo también, digo. No le gustó que me fuera. A mí no me gustó que no le gustara. Ahí no hubo culpa. - Terminamos poco después. Qué feo. Llanto. Vacío en la panza. Echados en la cama, mirando el techo trazamos la logística de la separación. Me siento mal durante semanas. Una noche me tengo que pedir disculpas a mí mismo. Estoy en el malecón, en el mismo parque donde está el busto de Pedro Paulet y el diagrama de su nave espacial. Una de las primera veces que salimos pasamos por ahí. Veníamos de ver una casa que ella había remodelado. Me gustó mucho ver su trabajo. En ese malecón fue, también, una de las despedidas. Casi lo había olvidado. Fue el día que hablamos dos horas. La conversación más larga desde que ella se fue del depa. Al día siguiente, se fue a España. La veo una vez más, muchos meses
después, en el Juanito. Ya pasaron años. Qué bonita es Beatriz. ¿Cómo estará? - Sonidos. Pasan carros. Luces de un auto. Musiquita –no es musiquita, digo- de luces de Navidad. - La nuca me duele menos. Casi no me duele. Creo que si enderezo la espalda, me baja el dolor. - Hago sonar mi quijada. Se desencaja. La pongo hacia la izquierda. Yo siento que está hacia la izquierda pero, si me veo en el espejo, mi cara se ve recta. Me tomó tiempo recordar que era hacia la izquierda hacia donde debía moverla. Se me ocurrió la palabra izquijada. Espero que funcione. - No quiero terminar con la cara torcida de Lourdes Flores Nano (candidata a la presidencia del Perú). - Quizá el tumor me afecte la parte del sexo. Nunca más podré tirar. ¿Será mejor o peor? Uno piensa tanto en tirar y en masturbarse, uno mira tantos culos, imagina tantas tetas que, si pudiera no pensar en todo eso, quizá sobraría energía mental para iluminar una ciudad pequeña. Uno hasta es capaz de imaginar que una chica es inteligente para que le guste y que le provoque, realmente, tirársela. Alguna enamorada de Jorge decía: “él está jodido, busca a una mujer con el cerebro de Simone de Beauvoir y el cuerpo de Brooke Shields”. Ella también estaba jodida, evidentemente. No duraron mucho. - Shields, escudos. Jaimito Página, Nicolás Jaula, Rogelio Aguas. Las traducciones del Perro. Me da risa. A esa española también le daban. Y yo, como un huevón, no hice nada con ella más que discutir. Qué manera de haber necesitado terapia la mía. Un reprimido de espanto. - Por lo menos empecé a la terapia antes de comprarme una pistola. Era simpática esa española. Recordar su cara de desconcierto cuando yo llevaba la conversación por cualquier lado que no tuviera que ver con chapar me avergüenza. Y uno que piensa que son los demás los que tienen problemas. Jaime vio todo. Yo también lo he visto haciendo huevadas. No le digas a nadie y yo no le digo a nadie. - “Lo importante es que todo lo que te pasa sirve para echarlo a la olla. Mientras más cosas haya
Astronauta en harapos 1 Gasté todas mis propinas usé todos mis juguetes y robé los de mis amigos A hurtadillas aprendí a usar las herramientas de mi papá –leí sus manuales fotocopiados– Me tomó 40 años construir la nave espacial Y calcular la parábola, que todos se hartaran de mí
2 Es medianoche una sirena anuncia el lanzamiento Nadie viene a despedirme En lo alto de la plataforma enfundado en mi traje plateado con mi casco bajo el brazo me sitia el vértigo Sonrío, como Armstrong y Aldrin Recién hoy entiendo su gesto: “¿y si mejor mantengo los pies en la Tierra?” 3 Doce, once, diez, nueve punto ocho metros sobre segundo al cuadrado después –¡fue un siglo, créanme!– me arrastro afuera de mi crucero desintegrado Soy un astronauta en harapos Un viejo se me acerca (un agujero negro en su sonrisa) “Igualito a una estrella fugaz –me dice– Hasta pedí un deseo”
dentro de la olla, mejor será el caldo”, dice Jaime. Es de noche, salimos de la facultad, con frío. Estamos en el paradero, frente a la universidad. Tenemos las monedas contadas. - Acabo de mear. La casa está vacía así que no tuve que evitar hacer ruido con el chorro en el agua del inodoro. Ese ruido me parece, a veces, tan impúdico como sería ver mear o ser visto meando. La gente cierra la puerta para ir al baño, pero la puerta solo oculta la visión, no el sonido. ¿Para qué cierra la puerta uno entonces? - Hay chicas que, cuando mean, hacen un ruido igual de contundente que el de los hombres. Que el de la mayoría de hombres. Digo, a los hombres les ayuda la altura desde la que cae la pila sobre el agua del inodoro. Las mujeres están a la mitad de esa altura. Pero hay chicas cuya pila suena como la de un hombre y, cuando las escucho, por alguna razón, pienso en una columna de tanques. - La calle se ilumina de naranja. Pasa una ambulancia con las luces giratorias prendidas pero con las sirenas apagadas. ¿Cuál es propiamente la sirena? ¿La luz que da vueltas o el sonido fuerte y ululante? A Ulises lo amarraron por una cuestión de sonido. “Que nadie me ate, cuando las sirenas canten”, dice la canción. No recuerdo que nadie haya hablado de luces giratorias en la Odisea, que tampoco he leído, dicho sea de paso y que debería leer. - Tipeo. - Tipear es un anglicismo. En mi colegio, había clases de typing. Nunca las llevé. Odiaba escribir a máquina. En lugar de eso llevé clases de taquigrafía en inglés. Recuerdo algunas letras. Había una que la profesora describió como un lomito de ballena. - Mi papá encuadernó las hojas donde venían las lecciones del curso. Eran hojas mimeografiadas mal encuadradas en el papel. Él las encuadró bien y las refiló con una guillotina. Les puso de tapa el cartón de un block con manchas de colores verdes, negras y blancas. Los demás tenían sus cuadernos mal engrapados. - Aquella profesora me llama al periódico. Me dice que el colegio cumple no sé cuántos años y que
ella está orgullosa de ver mi nombre en el diario. Sé lo que quiere y se lo hago saber para no hacerla larga: quiere que entreviste a la directora. Es la misma que había cuando yo estaba estudiando. Una inglesa vieja, flaca, de ojos celestes secos. Una vez me tuvo agarrado del cuello de la camisa porque la camisa, que sobresalía por el cuello de mi chompa, estaba amarilla. “Se percudió, pues”, me dice un amigo. Gringa de mierda. Esa fue la única vez que tuve contacto con ella. Antes de eso no la odiaba. Solo le tenía miedo. Siempre le tengo miedo a la autoridad. Recelo. A cualquiera. Incluso los papas de mis amigos, por más buena gente que sean, me recuerdan la autoridad. - Me duele la nuca. Ya me cansé. Lima, 29 de diciembre de 2009, 11:22 p.m. - Extraño el sonido de las teclas sonando sin detenerse. Uno de los chicos de la maestría me dice, en la biblioteca, al verme escribir sin parar, que ver a la gente así de pronto le provocaba mucha envidia. A mí también. Siempre me provoca envidia ver a mis amigos pintar en la facultad. Verlos pintar sin parar, con seguridad de saber lo que están haciendo. En cambio, yo, saber qué hacer con seguridad, a dónde ir, me pasa muy poco. Y dura poco tiempo. Me alcanza para un cuadro, o menos de uno. Después, no sé qué hacer. Me dedico entonces a hacer ejercicios formales. Alejo (el profesor) dice que no están mal. A mí tampoco me parecen mal pero no significan nada para mí. En cambio, en los cuadros que sí me convencen, no encuentro una buena razón para trabajarlos formalmente. Al final quedan descompuestos, desintegrados. ¿Por qué deberían estar integrados?, me pregunto. Esa misma pregunta está aquí, en esta maestría, en Nueva York, más de diez años después. ¿Por qué el texto tiene que funcionar? ¿Por qué no basta con que diga lo que se me ocurre, guiándome por criterios que dependan únicamente de mí? ¿Por qué tiene que tener una forma, una estructura, un ritmo, una poética y todas esas cosas? Porque hay que convencer al lector de que siga con nosotros. Eso no se necesitaba con un cuadro. Para un cuadro, parece que el mero hecho de
existir, de haber sido hecho, ya otorga una especie de valor. Alejo dice eso de las esculturas: tallar un bloque de granito a cincelazos ya representa un esfuerzo que, en sí mismo, tiene un cierto peso. Pero, Alejo, la escultura puede ser una basura. Sí, pero el esfuerzo que ha demandado ya tiene algo. Un texto malo, simplemente, es abandonado. - ¿Era orgullo necio, incomprensión o incapacidad de resolver un problema formal simplemente lo que me mantuvo en alguna medida trabado en la pintura? ¿Qué impedía que me entusiasmara -aunque no sé si esa es la palabra- pintando? El grabado sí me entusiasmaba. En el grabado las exigencias técnicas y las limitaciones son mayores. Ahí sí me sentía cómodo. ¿Razones? En el grabado es válido dibujar. En la pintura, no tanto. No lo sentía así, en todo caso. Por otra parte, en el grabado, hay texturas y colores que resultan interesantes visualmente y que proceden de mecanismos técnicos que dejan mucho espacio al azar. Eso, cuando uno lo sabe, le otorga cierto misterio al resultado. Y eso es interesante, para uno mismo, precisamente, porque no es resultado de la creación o del cálculo propios que, a fin de cuentas, no encierran novedad para uno mismo. - Recuerdo a Rodríguez Larraín (pintor, escultor, arquitecto) hablar del azar dirigido. Viejo increíble. Qué solitario, carajo. Qué insoportable. Lo echaban de los cafés por peleón. No lo aguantaban ni quienes lo querían. Jodido. No quiero acabar así. - Si me pidieran que hiciera un trabajo solamente con, digamos, palitos de helado, haría algo mejor que todos los demás. Es como si superar una condición técnica adversa o tener que sacarle las posibilidades de expresión a una situación estrecha, me hicieran sentir cómodo. ¿Será una forma de trabajar de mi imaginación? Si hay inteligencias diversas, ¿por qué no habrían imaginaciones diversas? ¿Qué clases de imaginación podría haber? ¿Clasificadas por sentidos: visual, musical, culinaria, aromática, literaria –aunque lo literario no tiene que ver con un sentido-? ¿O con estructuras: espacial, combinatoria, generativa…? ¿O, ya qué tanta vuelta, dramática, de acción, pornográfica…?
- Mente en blanco. - Repaso lo escrito. Nada me convence. - No tiene que convencerme. Esto no es una tesis, ni un cuento, ni un artículo. Recuerda el fundamento: es una mecánica. Estás tratando de atrapar lo que pasa por la cabeza. Es todo. - Hoy no siento angustia. ¿Por qué? Siempre la siento. Hoy no. No hay dolor de barriga tampoco. ¿Serán las vacaciones? ¿Será estar en Lima? - Al aterrizar en Lima, sentí angustia. - Tengo que ir a la playa. Por lo menos aquí abajito, nomás. Para regresar con algo de color y evadir esa blancura mate, opaca, que tiene la gente que tenía color y que lo pierde en NY. - La señal de Internet es fuerte. No te pongas a webear. No hay nada importante que ver, igual. - Tengo que pasarle facturas a Martha. ¿Dónde habrán quedado mis recibos? Creo que los dejé donde Pajares y el huevón no los encuentra. Dónde, si no. Donde Capa. Tengo que ver a Capa. Es buen amigo. La hermana de su novia está en algo. ¿Podría entrar a mi cuarto y pedirme algo muy sucio? ¡Sal de la porno, amigo! Ximena me hace reír. A las chicas hay que decirles ¡salte de la telenovela, amiga! - Para las mujeres, los programas de cocina son como la pornografía, leí en un periódico de NY. “Vemos lo que nunca vamos a hacer pero nos parece delicioso”. O algo así decía. - Las palabras en la escritura ganan a las del pensamiento. Estoy escribiendo más rápido que las palabras que se me van ocurriendo. Es como viajar en el tiempo unas fracciones de segundo en el futuro. Algo así como los jedi, que pueden ver el futuro un poquito más adelante. Por eso pueden rebotar rayos con su espada, manejar a toda velocidad sin estrellarse y asuntos como esos. - En blanco. Ahí está la piedra. Antes tenía que invocar la piedra. Ahora llega nomás. Imagina que, justo detrás de tu frente, hay una piedra, un canto rodado, pequeño, oscuro, sin color ni olor. Enfoca en esa piedra todos tus sentidos. No te concentres en ella, concentrarse es pensar y estamos tratando de no pensar en nada. Eso me dice ese profesor de
El arsenal Bajo mi cama estaba mi arsenal. Para cuando cumplí diez años, éste tenía dos pistolas de rayos: una de cañón ovoide y luz roja –con un selector de doce sonidos- y otra como las de la tripulación de la nave Intrépido, tenía un solo sonido pero era más cómoda de ajustar en el cinturón, por eso la usaba seguido. Mi arsenal incluía también un viejo fusil ametralladora, tipo Thompson, con un gatillo metálico que producía chispas de pedernal –esa no me gustaba mucho, pero su culata larga la hacía ideal para hacer fuego desde trincheras-; tenía un revólver Colt plateado, de mango con acabado de madera; dos granadas tipo piña y una pistola Luger verde que tiraba chorritos de agua. Siempre eché en falta un rifle con mira telescópica –el décimo piso era la fantasía de cualquier francotirador-. Una vez, mi papá me dijo que le gustaban las Luger, que al dispararlas la corredera se levantaba hacia arriba, expulsando humo y fuego hacia los lados -como un dragón. No recuerdo si yo tenía seis o siete años cuando mi papá me llevó a disparar con su revólver, un Smith & Wesson, de cañón corto. Estábamos en unas pampas. Él acomodó un blanco, un pedazo de corcho, como los
que usan los pescadores para hacer boyas, tomó mis manos con las suyas, agarró el revólver, se agachó para que su cabeza quedara a la altura de la mía, y me enseñó a apuntar: pon la mirilla sobre el blanco. Fácil. Traté de apretar el gatillo pero no pude. Era muy duro. Mi papá, entonces, apretó su dedo sobre el mío. El dedo me dolió. El disparo seco y agudo me sobresaltó. Y en la boca, sentí ácido. Al costado del blanco, una nube. La bala levanta un poco de polvo, dijo mi papá. Nada más. Odié el ruido, el gatillo, el sabor. Nunca quise saber de pistolas de verdad. Cuando yo estaba en secundaria -mi arsenal se había reducido a una Espada del Augurio prestada que usé para una escenificación de las cruzadas-, conversamos del hecho y mi padre me dijo que me había llevado a disparar a esa edad precisamente para que no me gustaran las armas. Usó un revólver porque tienen el gatillo duro. Una automática tiene el gatillo muy suave. Uno puede dispararla sin cansarse. Me contó de unos amigos suyos que les prohibían los juguetes bélicos a sus hijos. Él sabía que lo prohibido era provocativo. Mi padre había coleccionado armas. Y
solía andar armado. Uno de sus mejores amigos murió por arma de fuego. No sé si se disparó voluntaria o accidentalmente. De su colección, que vendió, mi padre sólo conservó aquel revólver en la casa. Después lo vendió también. Me explicó que uno sólo debe tener un arma si está dispuesto a usarla. Si no es así, tenerla es más peligroso que no tenerla porque uno se convierte en una amenaza. Por eso tener un arma cargada con balas de salva es estúpido, como hacer tiros al aire o apuntar a una pierna o a un hombro. Si llegas a tener un arma y decides usarla, apunta a matar. A los 25 años quise inaugurar mi arsenal comprando un arma. Me daba miedo que algo pudiera pasarle a mi novia. Yo me decía que necesitaba poder defenderla. En realidad, estaba ansioso porque alguien me diera motivo para dispararle. Gasté ese dinero en psicoterapia. No compré la pistola y terminé con mi novia. Recién disparé un arma de verdad durante una visita a una base militar. Era una pistola automática. Sí, el gatillo era muy suave. Gasté la cacerina sin cansarme. Y mi puntería no estuvo nada mal. Me provocó llevármela a casa.
meditación. ¿Era suizo o había vivido en Suiza? Hago lo que me dicen algunas veces, hasta que me olvido. Pensé que podría despegarme de mí mismo, pero no ha sucedido. - Eres un niño. Estás sentado la sala de la casa. Empiezas a ver la lámpara de la escalera cada vez más cerca. Te aproximas a ella flotando en el aire, pasando sobre la mesa. De pronto, estás nuevamente sentado en el sofá pero, entonces, sientes el peso de tu propio cuerpo. Eso te da la certeza de que te has despegado: sentir tu propio peso. - Fuenzalida dice que los duendes existen, que las hadas también, que hay vida dentro de los cerros, que hay mucha gente a lo largo de la historia de la humanidad que cuenta estas cosas y que hay coincidencias imposibles de explicar de relatos entre pueblos incomunicados entre sí y entre individuos incomunicados entre sí. Armando dice que uno de los asistentes al taller sobre hadas y duendes fue a tirar piedras a su casa. ¿Está loco?, pregunto. Sí. No es raro que gente medio loca vaya a las clases de Fuenzalida. - Como periodista, cuando encuentro que alguien que cuenta historias raras, digamos, paranormales, me gusta hacer preguntas como ¿qué ha visto dentro de los cerros? Fuenzalida dice que hay ferias. Si su descripción no se ajusta a eso, me baja la confianza en el relato. Gran periodista. Preguntando huevadas sobre fantasmas. - Impaciencia. ¿Escribir así tendrá resultados alguna vez? ¿O tendrá el mismo sentido que el experimento de los monos con máquinas de escribir? Cientos de monos tipeando al azar podrían, en algún momento, escribir LA novela. Una máquina combinatoria de letras al azar puede generar todos los textos posibles. Bastaría determinar la longitud del texto. ¿Registrar la mente en blanco podría generar algo así? No creo. De mi mente no va a salir nada que radicalmente diferente a lo que pueda resultar de mezclar o potenciar lo que la ha alimentado. Lima, 3 de enero de 2010, 11:30 a.m. - Cuando uno es el que se está quedando, mejor es irse. Pero cuando uno ya se ha ido, irse
no parece la gran cosa. Irse a NY es bueno pero circunstancialmente. La ciudad tiene sus pro y sus contra (sí, Felices, sus pro y sus contra, no sus pros y sus contras; cómo jodes con tu Diccionario de la Real Academia). - Ahora estoy de regreso. Ha dolido estar de vuelta. Conversar de todo esto con Gabriela. Casi se acaba todo. Pero no quieres dejarla completamente. Hay un sentimiento. Pero no pretendes que ese sentimiento se vuelva un compromiso. ¿Le tienes miedo al compromiso? No creo. No quiero comprometerme. ¿No querer algo es tenerle miedo? No necesariamente. Pero, a un observador externo, no hay manera de demostrárselo. Sería como el chiste del tipo que está seguro de que no es gay y que, cada tanto, prueba tirar con hombres para reasegurarse de que no le gusta. - Una vez que la cosa con Gabriela está bien, dejas de pensar en el asunto. Deberías seguir pensando. A ver, piensa. No lo sueltes. ¿Qué pasa con ella (ahora sí estás pensando en algo)? ¿Te gusta? Sí. ¿La quieres? Sí. ¿Te parece chévere? Sí. ¿Te reta? Joder, que me reta. ¿Qué no te gusta? Quero sentir que no me incomoda en lo más mínimo. Pero me incomoda en algunos momentos. ¿Momentos como cuáles? Siento que debo estar pendiente de ella. Y de hecho lo estoy y no me disgusta estarlo, en alguna medida. ¿Por qué te tomas tan a la tremenda estar pendiente de alguien? Todos los seres humanos están pendientes de lo que hacen otros seres humanos. ¿Por qué te haces tanta bola con estar pendiente de uno? - Soy un autista. La doctora Liliana Mayo tiene razón. Todos somos autistas en algún grado. - Antes de venir a NY, vivía en un cuarto de cien dólares al mes en una casa compartida con un amigo. En realidad, pasaba muy poco tiempo en casa. No tenía televisor, no tenía auto, no tenía más que una refrigeradora pequeña, una cocina pequeña, mi computadora y fotos y libros. Ni siquiera tenía colchón. Dormía en un colchón de aire. No vivía con mi novia, a pesar de tener algunos pocos años juntos. No quería vivir con ella. Ni ella tampoco vivir conmigo, valga la aclaración. Estaba viviendo como si estuviera de
campamento. Como si estuviera listo para irme. Hasta que salió la oportunidad. Irme con solo dos maletas en las que entró el 50% de mis pertenencias resultó coherente con la forma en que había estado viviendo desde hacía años. - No quiero tener que ver con el mundo. Por eso me pesa tener que ver. No me molesta tener amigos. Ese formato de relación no es exigente. ¿Cómo será si llego a tener hijos, carajo? Podría enloquecer. Aunque, supongo, entonces vendrá en mi ayuda la tradición, la sociedad e, incluso, el instinto de conservación de la especie. No menospreciemos la carga genética que traemos con nosotros. Al contrario, confiemos en que hará su parte de la chamba. - Hiciste números. Pensante que Gabriela ni siquiera te exige exclusividad. Tú tampoco. Te está pidiendo que asumas tus libertades. Algo así habría dicho Nietzsche. - Demostrar que uno quiere amor es la mejor forma de no conseguirlo. Esa desesperación solitaria se filtra por las grietas del carácter de la gente. Me espanta. Como esa arquitecta que se aparece en la casa y empieza a conversar y no se quiere ir y ya te das cuenta -demasiado tarde, para variar- de lo que quiere y, al final, ya pues, veamos qué pasa, un poco más de conversa y está metida en tu cama. Qué manera de doblar la espalda la suya. Pero sus pezones no eran bonitos. - Y la otra, que jodió y jodió y, al final, no quiso. Bueno, hizo su movida en Cusco, no seamos injustos. Allá estuve vomitando toda la noche. Le habían dado la beca a la Flaca, había que celebrar. El vómito de litros de vino morado contrastaba sobre el amarillo de la puerta del taxi, que iba a toda velocidad. El viento helado extendía la mancha. Si hubiera estado en la facultad, podía haber hecho un cuadro con ese ‘motivo’. No, no lo hubiera hecho. En ese momento no le daba importancia a divertirme pintando. - “Piensas mucho, Chueca. Pinta nomás”. Odié al profesor que dijo eso.
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R. E. Toledo (México) Vacío El poeta se cansó de escribir y no tecleó nada más. Después cerró también la libreta y tapó cuidadosamente el bolígrafo. Cerró los ojos y estiró las piernas. La música que sonaba en el fondo había parado hacía un rato. No esperaba a nadie. No tenía en aquel día particular, ninguna cita a la cual acudir, ningún periodista al cual atender. Se llevó las manos a la nuca y masajeó la cansada base del cráneo. Por un momento deseó que se le ocurrieran historias fantásticas que contar, o ideas trascendentales que defender, pero ninguna de ellas se le vino a la cabeza. Tal vez por el hecho de que su vida no podría ser más ordinaria. Llevaba ya meses, si no es que años, hundido en una vida absurda, plana como un papel, dejándose llevar con un empujón leve, a través del tiempo. Cómo si los pies se le movieran al ras de una
superficie lisa, sin defectos, y que un colchón de aire le hiciera flotar. No se rozaba con nada, no pasaba cerca de ningún mueble filoso. No se aproximaba a ninguna pendiente, no se veía ningún obstáculo en el camino, ningún borde que esquivar, ni por los lados, ni por encima, y la fuerza que lo movía por la vida era firme pero leve, nada más alejado de violento, nada más alejado de vertiginoso. No había anécdota personal de drama, ni de aventura que pudiera contar y sin nada en su vida su imaginación se había cerrado. No había asociación de palabras que le funcionara, el saco de las metáforas y las similitudes se le había vaciado. Le asqueaba que su vida se redujera a lo cotidiano, a las relaciones y reacciones humanas, que ya de por si se le hacían enredadas, y que ahora además de complicadas se le figuraban aburridas, e incontables. Era como si le hubieran robado el espíritu. Se imaginó como un vaso de agua y se vio vacío –transparente y vacío y al borde de la mesa. El cristal del que estaba hecho era todavía bastante cristalino, no había perdido su transparencia brillante. Se adivinaba viejo. No tenía ninguna quebradura, ni despostillo en el filo, pero era absolutamente transparente y estaba inevitablemente vacio. Esta imagen le causaba una angustia infinita. Se frotó lo ojos y la misma imagen le volvió a la mente. Un vaso vacio. Le hubiera gustado ser un vaso de plástico transparente igual, pero desgastado y por lo mismo con un plástico opaco que le diera más carácter. Que proporcionara algún matiz a ese vacío que tenía por dentro. Más aun le hubiera gustado ser una taza de loza china, vieja, despostillada inclusive –que sugiriera una vida extranjera o de vicio—y con algún invitante té de hierbas exóticas humeando por dentro. Ya por lo menos le hubiera gustado tener algo dentro, aunque fuera algún líquido gelatinoso, de olor y color nauseabundo y que se afirmara imbebible. Pero no, una y otra vez se volvía a él la imagen del vaso de cristal vacio al borde de la mesa alta de la cocina y ahora podía ver claramente el piso de baldosa italiana esperándole abajo, invitándolo a tomar un paso extra. Ahora se explicaba el por qué de la imagen de vaso
vacío. No podía tener nada dentro, porque al caer no solo se quebraría en mil pedazos, sino que salpicaría la baldosa italiana del piso de la cocina y se haría un desbarajuste de líquido y vidrios que alguien tendría que limpiar y no podía imaginarse quién en su vida personal pudiera hacer tan molesta tarea. Le daba pánico ser una carga para cualquiera, aunque fuera para recoger los pedazos rotos del piso. Se sintió mal al figurarse a su amante, cortándose al levantar los vidrios del suelo. Sacudió la cabeza para borrarse esa imagen que le turbaba. Se imagino la expresión de lástima de una alguna persona cualquiera juntando los pedazos, indagando en la calidad del cristal, y viendo que no era ningún cristal fino, no era de Murano, tampoco estaba labrado, no tenía ningún tinte interesante, ni burbujas inyectadas en el cristal. Que no era un vaso caro, ni importado, estaba claro. Era un ordinario vaso de cristal… y estaba vacío—gracias a dios. Después pudo ver claramente a esa misma persona viendo hacia los lados, poniéndose de pie, con la bolsa de papel llena de los pedazos rotos del vaso, mirando en la mesa, tratando de explicarse qué era lo que había provocado que el vaso se precipitara hacia el piso y se rompiese, pero no había ningún indicio de alguien rondando los perímetros de la cocina—hábitat natural del vaso—y no recordaba ningún temblor de la tierra, tan cotidianos en la Ciudad de México, que hubiese producido la caída. Era mejor estar así… v-a-c-í-o. Perdurablemente vacío. Si, perdurable e irrevocablemente vacío. Por si caía, que no se hiciera desbarajuste tal. Pero ya pensándolo más detenidamente, no caería nunca. ¿Qué fuerza lo empujaría al borde de la mesa y lo haría caer? No tenía forma de encontrarse con ese precipicio. No. La imagen del borde de la mesa solo estaba allí para subrayar la inmovilidad del vaso. Para que el quiebre se le antojase, y el final se le presentara apetecible pero no porque existiera una fuerza de cambio. No había tal. Era de una inmovilidad absolutamente constreñida por las leyes de la física. Si no había una fuerza que moviera el vaso, éste podría pasar una eternidad ahí postrado al borde de la mesa, sin tener forma de remediar su vacío. No tenía
la libertad de llenarse con algún ponzoñoso veneno, o refrescante elixir. Estaría allí esperando a que alguna fuerza natural, o fuerza del destino, llegara a hacerse cargo de su principio o de su fin. Estaría allí esperando a que algún agente externo –ser animal, o material, fenómeno natural o ley divina—se acercara a poner fin a su desgraciada existencia –porque no se le podía llamar vida a aquel estado inerte en el que se encontraba. O tal vez esperaría a que un ser vivo se acercara a dar sentido a su vida y lo llenara de una fresca limonada en una tarde de verano. Le reconfortó inmediatamente el sentir lo fresco y lo límpido del agua deslizándose por sus paredes lisas. Le hubiera gustado probar lo dulce, y ácido del líquido, pero su carácter poco poroso se lo impidió. Se imagino las rodajas de limón amarillo dejándose ver a través de sí, brillando con el reflejo del sol y se sintió más erguido y orgulloso que en muchos años. Sintió los hielos produciéndole no solo una música con su tintineo, sino también un baile gozoso por dentro. Percibió el frio de la charola de metal a sus pies. Le causó vértigo el movimiento al ser transportado a otro lugar… ¿a la mesa del salón tal vez? No. A la mesita del jardín. Percibió la brisa de afuera golpeando sus rígidas paredes. Tardó un poco en comprender la sensación nueva e incomprensible que le causaba el líquido frio dentro de sí al contrastar con el ambiente caluroso de fuera y empezó a sudar. Sintió los dedos firmes que le sostenían, suspendido en el aire, con un precipicio esperándole abajo, pero se abandonó con confianza y descansó todo el peso de su ser entre esos delicados, pero firmes dedos. Se deleitó con el roce de los labios, hinchados de sed, que recogían el líquido de su finísima boca de vaso de cristal. El orgasmo vino al sentir unos suaves dedos jugando con el líquido dentro de sí, haciéndole cosquillas, jugando a atrapar un hielo, que se escabullía de los dedos indagadores, y se deshacía en sus entrañas. Después de unos tragos más, largos, rotundos, esa sensación de vacío le inundó una vez más. Le quedaba un poco de sudor por fuera, que el viento suave fue secando poco a poco. Quiso llorar pero no pudo. Pretendió que aquellas gotas condensadas en sus paredes externas fueran sus
Infinidad de un momento Sentada en la escalera de escape helada hasta la médula de los huesos observas desde el punto preciso de tu espacio tus sueños Sueños de una trayectoria nueva que se traduce ahora escalera oxidada viento puro brisa brooklyniana de mar y río pasillo de luz que llega hasta la orilla del agua y se regresa hasta tus ojos
Iluminando tus ideas rompiendo tu ensueño alimentando tu espíritu con la novedad del momento momento tuyo, exclusivo infinitamente suave porque solo tú estás sintiendo el vértigo del quinto piso llenando tus pulmones de un aire incorruptible que manchas con el humo del cigarrillo porque te empeñas en saborearlo en sentirlo por dentro tus ojos se van recorren en un instante el rato amargo por su soledad mas por su sencillez afable
lágrimas pero comprendió que no le servía de nada engañarse a sí mismo, se encontraba solo y vacío una vez más. Encontró consuelo en el sol apacible de una tarde que se aleja y se sumió en un estupor. Volvió en sí al percibir un revoloteo a su alrededor. Se quedó tan quieto como al principio para investigar lo que pasaba. La sensación le recordó el sentimiento de vértigo de los primeros días de un enamoramiento. Dos abejas se entretenían chupándole. Primero se limitaron solo a los bordes de la boca, produciendo un cosquilleo profundo. Más adelante se aventuraron a su interior al percatarse de los residuos de aquel brebaje dulce que horas antes le había causado muchas otras sensaciones. Se limito a estar, a sentir el enamoramiento que aquellos dos seres ajenos le causaban. No quiso moverse y recordó que aunque hubiera querido, no hubiera podido hacer nada por hacer perdurar o por darle fin a esos instantes de goce, y se limitó a sentirlos con una felicidad leve. Cuando las juguetonas abejas se alejaron finalmente, calló la noche vertiginosamente. Por algunos instantes reparó en el hecho de que había otros vasos a su alrededor, pero su carácter de vaso vacío no le dejaba entretenerse cuestionándose qué era lo que estos otros pudieran estar pensando, o percibiendo. No sabía si ellos, como él se cuestionaban su existencia. No se le antojó hacer conversación u organizar una reunión para encontrarle solución a su falta de libertad. Tampoco se interesó mucho en que algunos de los vasos que le rodeaban eran más finos, más elegantes o más coloridos que él. A estas alturas su carácter de vaso lo había inundado completamente y todas las preocupaciones humanas que le habían entretenido en algún momento le llegaron a abandonar y aunque hizo un intento por recordar la profunda felicidad que le había causado estar lleno de una dulce limonada a penas esa misma tarde, su vacío se apoderó de él y sus átomos se helaron con el frío de la noche a la intemperie. Ahora sí estaba completamente vacío, rígido, inerte.
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Isabel Baboun (Chile) Me dijo que tuviera buena noche y que me cuidara de los gatos No había salido de casa en todo el día. Era viernes, seis de la tarde y en treinta minutos el Cleaners donde dejé un vestido negro cerraría hasta el día siguiente. Decidí ir por él como único paseo y porque ya va casi una semana que lo había dejado ahí para lavar. Apagué las luces, me coloqué una chaqueta, zapatillas y cerré la puerta. Serían solo cinco o seis cuadras caminando. El celular que llevaba en la chaqueta emitía un sonido cada tanto advirtiendo que se descargaría por completo. Camino al ascensor percibí en el departamento del 4B un olor poco habitual. Me acerqué, evitando eso sí que el agujero de la puerta que permite ver quién está del otro lado no coincidiera con mi cabeza. Me agaché y respiré hondo. Era un olor fuerte, tal vez comida en descomposición, me dije, pero no había nada que lo confirmara. No provenía desde ese lugar, no era del
4B, de eso estaba segura. Cuando el ascensor llegó al cuarto pisó y subí, un hombre que ya estaba ahí me dijo -Hey, nice look- era alto, demasiado, y con un gorro de lana en la cabeza que llevaba los colores del reggae. Thanks, dije, y volví a presionar el botón del primer piso, el que ya estaba iluminado. Luego agregó algo así como que los ascensores no eran saludables para el medio ambiente, su acento era extraño y no quise pedirle que repitiera el comentario. Sonreí y le dije oh sure, sure, yes. Me dijo que tuviera buena noche y que me cuidara de los gatos. Esto último en parte es lo que supongo me quiso decir, pero no lo entendí realmente. Ambos salimos hacia la puerta de calle del edificio. Él primero y luego yo. Junto a nosotros un hombre vestido con ropa militar, botas negras y el pelo trenzado pero corto, se dirigía a la puerta de salida. Lo había visto dos veces. Llevaba una botella de cerveza en la mano y una escoba. A un costado de la puerta, un hombre en bicicleta hablaba por citófono para hacer entrega de un pedido de comida china. Me sonrió de manera exagerada y eso me molestó. No le devolví la sonrisa y me fui, aún sintiendo el olor a fritura que salía de las bolsas plásticas que colgaban de su bicicleta (todas tenían una carita color amarillo con una sonrisa y la frase “thank you” en color negro). Es chino, creo, o coreano, no lo sabía y me fui pensando en esto mientras caminaba hacia el Cleaners. Había una limusina blanca estacionada justo en frente del edificio. Corría viento y a pesar que llevaba una chaqueta y zapatillas no era suficiente, la ropa deportiva que traía encima era delgada para la temperatura de ese momento. Miré el celular para cerciorarme de la hora, estaba descargado. Caminando avanzaba a un ritmo normal, pero constante. Había luz roja e intenté cruzar de todas formas. Cuando conseguí hacerlo el semáforo ya cambiaba a verde. El hombre que estaba a mi lado con bastón no cruzó. Ya en la vereda del frente una mujer cerraba una cortina de metal en una tienda de sombreros “The Harlem’s Heaven” se llama, y mientras lo hacía cargaba en su vientre a un bebé que sostenía con una especie de arnés sujetado a la espalda. Junto a los sombreros, “The Real Bakery” aún seguía abierta
y no me detuve. Ya en el Cleaners dije mi nombre y número de teléfono, y luego de ingresar mis datos en una computadora el japonés me entregó el vestido. Pagué once dólares. Le pregunté por qué once dólares y me dijo –sobre una música orquestal como de Beethoven- que ellos usaban detergente orgánico, y que los vestidos a media pierna se pagan más caros que los que se usan sobre la rodilla. Cuando salí me quedé pensando en eso, en cómo él sabe a qué altura de mis piernas llega el vestido si nunca me lo ha visto puesto; y Beethoven seguía sonando desde la tienda, a un volumen más bien alto, si es que no era Schubert o Schuman.
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Pedro, Compré pan, y algunas cervezas. También azúcar flor para los alfajores ¿Te tinca? Lo siento pero marraquetas no quedaban. Del vino tinto se encargan los mellizos y la tía Ana. Las llaves del auto las dejé sobre la mesa. Para cuando llegue la gente coloca el mantel rojo que dejé secando en el patio. No lo dobles. El queso y todo lo que sea para picotear lo tienes que ir a comprar tú. El dinero está en el primer cajón de mi escritorio. Si llama Teo, dile que tuve que ir a Valparaíso, o que me fui al Valle del Elqui a meditar, no sé, invéntale algo pero no te rías. A mamá no le menciones que vendrá la tía Ana. Si por descuido le dices, las pastillas para el colon también están en el primer cajón del escritorio, junto con el dinero. No te quedes con el vuelto. A papá no le pidas ayuda con la carne, sólo con el fuego. Víctor se encargará de lo demás. Si papá insiste con apagar la música, tú insístele que en dieciocho toda la gente escucha cuecas, folklore, que son fiestas, que no joda… dile lo mismo pero con respeto o ya sabes, sucederá lo del año pasado. No le pongas demasiada cebolla al tomate o la Nona sufrirá del estómago y después no va a querer irse. Si se queda a dormir, que sea en tu habitación y no en la mía. Y si hay que ir a dejarla a su casa no manejes tú, prefiero que lo haga la Nona y te quedas con ella. A Max y a Roky ya les di de comer. Que papá no te vea dándoles lo que sobra o dirá que compraste mucha carne con demasiada grasa, que la plata no sale de los árboles y que los perros de hambre no se van a morir. Si se queja porque hay pollo, dile que te equivocaste y lo cocinas igual. Cuida de la Toña, el Roky le dio un mordisco en la cola y sigue delicada. La marihuana cuando el papá se vaya a dormir. Te veo en media hora. Pero si me atraso, ya sabes. Isabel
Isabel Cadenas Cañón (España)
Comprensión escrita (20 puntos) Lea los siguientes textos y elija la(s) opción(es) correcta(s). 1. Isabel Cadenas Cañón descubrió Nueva York de la siguiente manera: a) Friends / Bay Ridge Una mujer aterriza en JFK. Lleva apuntados dos o tres números de teléfono de conocidos de conocidos a los que sabe que nunca va a llamar. Hace mucho que está acostumbrada a ser sola en los aeropuertos, pero ahora, debajo del cartel de arrivals, le hace señas una mano que ya sabe cómplice. La espera el sonido de un cuarto vacío y, antes, un transbordo, del tren al metro, en el que se alzan rascacielos y maletines negros que corren de un lado a otro y alcantarillas con humo. Todo como desde lejos, sin embargo, como si siempre hubiera estado allí. Hay ciudades a las que una nunca acaba de llegar, piensa. No tiene planes para Thanksgiving y hay quien la mira con tristeza, pobre chica que acaba de llegar, pobres
extranjeros que no entienden el sentido último de esta gran nación. Recibe una llamada que no sabría muy bien si es ya amiga, acepta, claro, compra el cava más caro que encuentra, se le rompe la botella porque la mete en el congelador y no en la nevera y por la mañana va a llorar a la tienda donde la compró y como es acción de gracias y la gente es feliz y buena, le dan otra gratis y además le desean un felicísimo día y de ahí sigue a Bay Ridge, y entonces el mar que no veía desde. Cena pavo, aprende qué son los arándanos. Se ríe en cinco o seis acentos diferentes y se siente parte de cada uno de ellos. Es como si todos los desterrados de Nueva York se hubieran juntado en esa casa clara y allí nomás estuviera su sitio preciso. No existe en esos momentos ningún otro lugar más suyo. Dice Susan Sontag que viajamos para reconocer paisajes que ya sabíamos. La mujer entiende que Nueva York ha dejado de ser viaje; sus lugares se han convertido en gente. b) Dating / Park Slope Una mujer llega al Upper West, botas de tacón, falda mínima. Entiéndanla, viene de Buenos Aires: bajaba de casa a comprar el desayuno y antes de pagar las medialunas ya le habían caído dos hermosa y un tené cuidado en aquella esquina, que andan robando muñecas. Y eso, sin peinar y en pijama de franela. Ahora, cuando camina por la séptima avenida, no sabe cómo convencer a sus caderas para que abandonen el contoneo porteño y se ajusten a las nuevas latitudes del norte. Billy la espera en el cine. La ha invitado a una comedia italiana y la mujer se alegra porque es un hombre culto al que le gusta el cine europeo y acepta porque hace un mes que no sale con nadie y eso no es lo que le han contado de Nueva York. Él ya ha comprado las entradas y un paquete enorme de palomitas y, cuando se sientan en la sala, estratégicamente situados en el centro pero siempre un poquito más atrás, empiezan a proyectar Ladrones de bibicletas. El hombre mira a la mujer para comprobar si ella también está sorprendida y al no encontrar respuesta dice oh, es en blanco y negro. Y unos minutos después, como para confirmar,
me gustan las películas viejas. Y se ríe. En todas las escenas; cuando el padre llora, cuando el niño ve, cuando los persiguen y una quisiera que durara para siempre y que no existiera nunca esa tristeza fina. La intenta abrazar, también, mientras ríe. La mujer no se mueve, pero pasa la noche con él. Por la mañana, se visten y él toma un taxi para ir a su trabajo y se ofrece a llevarla hasta el metro más cercano. En el camino, él le explica sus importantes responsabilidades en una importante empresa financiera y ella asiente enfática mientras piensa no me puedo creer que me hable en este tono cuando hace unas horas estaba gimiendo debajo de mí. Se despiden con un abrazo errático, prometen llamarse pronto, para ver otra película quizá, quizá esta vez francesa. Una hora después está en Park Slope, tomando el segundo café de la mañana; se ha despertado en el Upper West, desayuna en Brooklyn, cenará en el East Village y ha tenido sexo casual con un hombre al que nunca volverá a ver. No hay retorno posible; se ha vuelto neoyorquina. c) The loft / Williamsburg Una mujer llega a Williamsburg. Su casa sólo tiene dos ventanas. Y ahí viven cuatro. Al entrar por la puerta principal, si la bombilla roja del hall no está encendida, la oscuridad es casi total. Hay que dar pasos minúsculos, ir tanteando los bordes de las cosas; las paredes no, porque al ser placas mínimas de metal, el simple roce podría despertar a quien estuviera durmiendo del otro lado. Tras la confrontación con la nada y los tropiezos de rigor, se llega al pasillo y su charco mullido de luz azul que lo cubre todo de a poco, posándose gradualmente sobre la madera del suelo. Desde que vive en esa casa, está descubriendo la luz de la noche. Un día se despierta de golpe en medio de la madrugada y el dilema de siempre: encender la luz o no, coger un libro o no, levantarse o no. Todo con los ojos cerrados, hasta que se he acuerda de un libro en el que un preso mira todas las noches el techo de zinc de su celda. Pero eso no es zinc. Está la lámpara sin bombilla, el entrepiso cálido de su casa de Balvanera, pero sobre todo la luz sutil de esa ventana enorme, las cortinas y su forma etérea de interrumpir la claridad.
Esa noche hay algo contenido en ese estar despierta en horas ajenas. El silencio cae entero sobre las cosas del cuarto, todo suspendido, todo quietud del aire. La mujer es apenas un objeto más recibiendo ese resplandor purpúreo. Afuera está el árbol enorme, ahora sin ardillas, sin nieve, iluminado también en los bordes. Se da cuenta de que nunca lo ha visto con hojas. Y le gusta así; saber que la primavera va a cambiar la luz de su ventana.
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Espinas cuando el eclipse Construir una columna de humo hacia donde no se termine de ver y declararla primigenia y propia como un relato como marzo. Escarbar el betón hasta encontrar agua invertida. Lodo. Convertirla en inmensidad que arde en retrato opuesto en miedo. Así el ovillo único de los hilos todos así la mancha de no poder mirarse así lo blanco nunca tan viciado. Nos instalaron en el contorno invisible de la apnea. De lo real, hablar sólo cuando caiga
Guillermo Astigarraga (Argentina) “El baño es amplio y tiene un empapelado que imita un bosque: hay árboles altos y hojas secas por todas partes. Se oye un sonido de pájaros a la distancia.”
Dispenser Museo Guggenheim de Nueva York En los baños del museo Guggenheim hay un dispositivo de metal del cual se pueden obtener dos productos, a veinticinco centavos cada uno: tampones y toallas femeninas. Los letreros tallados sobre la ranura en la que debe introducirse la moneda dicen eso, en inglés: Tampon y Napkin. Ahora me arrepiento -como siempre- de no haber revisado mis bolsillos en busca de monedas para ver si realmente es posible adquirir en ese baño, por tan módica suma, esos dos productos (es decir, si el dispositivo funciona y si es debidamente recargado cada vez que uno u otro producto se agota).
Mosca Aeropuerto Kennedy, Nueva York Llegamos temprano al aeropuerto. La terminal que nos corresponde es la número cinco. Antes de atravesar el control de seguridad voy al baño y descubro algo que me sorprende: los mingitorios tienen una mosca grabada en la loza, un poco por encima de la rejilla adonde van a parar los líquidos. La mosca parece real: es negra, gorda, con alas recias y gruesas patas. Parado bajo la luz fluorescente la observo durante un lapso de tiempo largo. De repente me sobresalto: no quiero que mi conducta resulte extraña. Procedo, con la firme intención de ignorar el hallazgo, pero la tentación me domina y orino directamente sobre la mosca, que no se da por aludida. Dos horas después estoy sentado en la butaca 25F (clase turista) mientras otros pasajeros continúan subiendo al avión a través de la manga. En voz muy baja, le cuento a mi hermana sobre la mosca. Botón Port Authority Bus Terminal, Midtown Manhattan, Nueva York Los baños públicos en Estados Unidos están equipados con un sensor de movimiento que hace correr el agua apenas uno se aleja del inodoro. Hay dos sistemas: algunos baños tienen el sensor en una plancha de metal empotrada en la pared, otros en el caño plateado que parte de los azulejos y lleva el agua a la taza. En todos los casos el sensor es una ventanita con una luz roja cubierta por una placa de vidrio o de plástico transparente. Debajo de la ventanita hay siempre un botón pequeño, redondo, oscuro y sin ningún letrero que indique para qué sirve. Sin embargo, conozco muy bien su función: allí es donde uno presiona para que corra el agua si el sensor está descompuesto. Ayer estuve en la terminal de ómnibus de Port Authority, en Manhattan (la zona de Times Square). Fui al baño, en el segundo piso. Cuando me paré frente al inodoro vi el cartel. Estaba impreso en una hoja de papel blanco y pegado con cinta adhesiva a la plancha de metal. El mensaje era bilingüe:
PLEASE PUSH BUTTON TO FLUSH OPRIMA BOTON PARA FLUSHAR
Sabiendo que me esperaba un viaje de varias horas me dispuse a eliminar los residuos líquidos. Después oprimí el botón y me lavé las manos –no había jabón. Salí del baño intentando conjugar el verbo flushar en el pretérito imperfecto del modo indicativo Bosque Librería McNally Jackson, Soho, Nueva York Entro a la librería y bajo al subsuelo para ir al baño, pero tropiezo con un obstáculo: hay que pagar. Leo las instrucciones en la cerradura tragamonedas, pago y abro la puerta. El baño es amplio y tiene un empapelado que imita un bosque: hay árboles altos y hojas secas por todas partes. Se oye un sonido de pájaros a la distancia, un sonido de viento (veo un pequeño parlante negro atornillado a la pared, en una esquina). Cuando levanto la tapa del inodoro, sobre un estante que sostiene además varios rollos de papel higiénico, advierto el cartel: Estimados clientes, Me da mucha vergüenza tener que cobrarles para entrar al baño. Es una medida provisoria hasta que encontremos otra manera de evitar que la gente que usa drogas intravenosas tire jeringas al inodoro, ya que cambiar los caños cada vez que esto sucede nos cuesta mucho dinero. Si alguno de ustedes tiene sugerencias para impedir que estas personas arruinen las cañerías, por favor, comuníquense conmigo. Atentamente, Sarah McNally sarah@mcnallyjackson.com Fotografío el cartel y hago un esfuerzo para quitarlo de mi cabeza: estoy en el bosque, entre los pájaros (acepto el juego que me proponen). Defeco tranquilamente, salgo del baño y tomo de los estantes una revista de jardinería, que luego compro. Regreso a mi habitación y le escribo un mensaje a Sarah McNally.
Crónica de viaje Ocho y medio Nueva York, Estados Unidos 3 de marzo de 2010 Iba caminando por Prince Street: un hombre con los mismos anteojos de sol que Mastroianni usó en el papel de Guido en Fellini 8½, en la escena inicial del balneario (supuestamente un modelo de Prada cuyo nombre es una sigla algo extraña: SPR07F). Como al mendigo que hacía pis en una botella de plástico, a este hombre tampoco le pude sacar una foto. Observaciones Atlanta, Estados Unidos 12 de noviembre de 2010 Llego al aeropuerto y tomo la línea de metro que me lleva hacia la zona céntrica de la ciudad. El servicio de transporte público se llama MARTA, palabra que se forma al combinar las iniciales de “Metropolitan Atlanta Rapid Transit Authority”, y que en clave de broma silenciada se lee de otro modo: “Moving Africans Rapidly Through Atlanta” (Transportar africanos de manera rápida por Atlanta). La línea que viene del aeropuerto transporta a muchos viajeros que acaban de aterrizar así que, en la primera parte del recorrido, los descendientes de africanos no son mayoría, aunque su número aumenta de manera lenta pero muy sólida hasta llegar a la estación central del tendido, Little Five Points, lugar que ya sí, no cabe duda, les pertenece. En esa estación hago el transbordo y tomo la línea que me lleva hacia el este. Bajo seis paradas después, en el suburbio de Decatur, una zona que de a poco se vuelve más cara y más exclusiva, entre otras cosas por su ubicación, próxima a la prestigiosa Emory University y a otros barrios de clase media alta. Allí en Decatur me espera Roland, mi amigo, no porque Decatur sea la parada más cercana a su casa sino porque las paradas que
siguen, que sí quedan más cerca, pueden llegar a generar en nosotros cierta incomodidad racial. Subo a su auto y después de los saludos del caso (hace casi un año que no nos vemos) emprendemos otro viaje de cuarenta minutos por autopistas, carreteras y avenidas hasta Snelville, un suburbio imperturbable con grandes arboledas y casas que hacen pensar en islotes solitarios. Tanto la zona metropolitana de Atlanta como los vastos suburbios que la rodean responden en su diseño a las necesidades de un único elemento: el automóvil. Autopistas de seis carriles que se disuelven en rutas secundarias interminables. Complejos de departamentos separados del camino por muros altos o profundos jardines, equipados con portones automáticos que se operan a control remoto desde el interior del auto. Edificaciones rectangulares o cuadradas, bajas y sin otras aberturas que las puertas y los ductos del aire acondicionado, como cajas de cartón de inescrutable contenido: son oficinas o depósitos, aislados en medio de estacionamientos enormes que invariablemente transmiten una sensación de desierto pavimentado (en el que siempre se está lejos de todo). El dominio del automóvil se manifiesta a tal punto en esta ciudad que cualquier peatón que intente deambular de un lugar a otro descubrirá que en algunos lugares las veredas no existen o, en el mejor de los casos, cuando están ahí, no tienen razón de ser porque se encuentran completamente vacías. Si dicho peatón se anima a transitarlas será leído como homeless, como loco que desvaría o como una combinación de ambas categorías. Notar que atreverse a ser peatón puede llamar la atención de la policía. Notar también que los que observan a ese peatón, protagonista dislocado de un espectáculo extraño, serán siempre el mismo grupo de espectadores: conductores que circulan a una velocidad estable en cualquier dirección, en un
habitáculo sellado a 70 grados Farenheit -21 grados centígrados- y que a menudo mueven los labios, ya sea porque cantan alguna canción que no alcanzamos a escuchar del otro lado de los vidrios o porque dialogan con el cable del audífono que les baja de la oreja derecha. Notar, por último, que los espacios de interacción no mediada por un vehículo en esta ciudad se limitan generalmente a negocios y restaurantes, agrupados a menudo dentro de un shopping mall o en una plaza comercial. Se comprende entonces que Atlanta es un lugar al que nunca se acaba de llegar (es inaprensible por naturaleza) y responde además a una gravedad de pulsión horizontal (uno tiene la impresión de que los únicos movimientos posibles son de desplazamiento lateral). El sonido típico de la ciudad es el ruido parejo del caucho sobre el asfalto. Luz matinal Tallin, Estonia 8 de marzo de 2007 Salgo a caminar por el casco viejo de la ciudad a las siete de la mañana. La luz del día aún no alcanza a imponerse, lo que hay es un resplandor extraño para mí porque nunca antes lo he visto: es una luz azul -en realidad es gris, azulada y en algún punto también amarilla, pero lo que predomina es el color azul, un halo azul que cubre el cielo cargado, la claridad de la nieve sobre el empedrado y todo lo que es blanco entre estos dos límites (desde las nubes hasta el abrigo de la mujer que acaba de pasar a mi lado, sin omitir las chimeneas y los marcos de las ventanas). Comprobaré después que este resplandor no es atributo exclusivo de mi primera mañana en Tallin: sucede todos los días durante el invierno, al punto que para nadie aquí es un hecho que merezca ser comentado (el fenómeno común de una circunstancia que la repetición instala entre aquello que no se ve).
Iglesia Helsinki, Finlandia 10 de marzo de 2007 A un policía finlandés no le llama para nada la atención que un argentino y un japonés le saquen fotos a una iglesia ortodoxa rusa una mañana helada en que la niebla cubre casi completamente las cúpulas doradas y la humedad sobre los muros oscurece cualquier otro detalle que valga la pena fotografiar. Por todo eso, además de nueve fotos inútiles de la iglesia, saco cuatro de un patrullero con un oficial muy aburrido al volante: aunque me ve, el tipo me ignora. Me entero, de todos modos, que en finlandés policía se dice POLIS y que el número al que hay que llamar (si en Helsinki a uno lo asaltan) es el 112.
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Novio Union Square, Nueva York, Estados Unidos. 24 de abril de 2010 Chica rubia hablando por teléfono (uñas largas pintadas de rosa, botas de cuero blancas con taco aguja, abrigo de piel probablemente sintética; podría ser rusa): - WHAT? You’re already there drinking beer and not even thinking of me?
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Nancy Ross (Canadá) Solamente tengo un cuerpo solamente tengo un cuerpo y mi cuerpo me falla la casa del sueño tiene dos partes: el sector de los niños y el sector de los hombres me desperté muy triste: de repente todos se mueren: Bramwell, Emily, Anne. Jane todavía no ha muerto pero es probable que ya haya contraído tuberculosis en el sueño me grita: you choose bad boyfriends es como si estuvieras detrás de una cortina y de vez en cuando la abres y me ves en la playa hay tres muchachos con una cámara Lucy eats the fortunes in fortune cookies so that they come true and her cousins drink milk with soda because they like bubbly milk encontraste el único médico en el último hospital de Nueva York que te dijo que el tumor en los pulmones no es cáncer
El río cada noche en Los Ángeles donde viven los Kardashians hay luna llena pero aquí en Nueva York la luna al lado del edificio está en cuarto creciente mi hija dice que no puede asistir al bar mitzvah her clothes aren’t fancy enough la amiga, el tumor que vive en su pulmón habla de las películas donde la madre se muere me dice: I can’t watch them anymore ella se sienta en nuestra mesa mientras cocino como una madre pongo los trozos de pollo primero en la harina luego en el aceite caliente uno después del otro luego en la charola para cubrirlas de salsa y luego meterla al horno me pregunta: si el misterio existiera en otra parte existiera aparte de mi cuerpo del cuerpo, los pulmones de mi amiga fuera de los azulejos color turquesa donde están plantados mis dos pies tal vez en el río afuera, el ancho río, o tal vez aun más lejos en alguna parte que todavía no conozcamos
Escribo en el cuaderno amarillo An owl opens its eyes in deep woods. - Mei Mei Berssenbrugge
escribo en el cuaderno amarillo con los huesos que tengo y todas las tardes me pongo a mirar Keeping up with the Kardashians con los platos sucios en la fregadora el sueño acecha y de repente me quedo dormida en el sofá y los Kardashians imposiblemente bellos siguen sin mí una vida paralela a la nuestra, mis tres hijos y yo en la sala, y los trastes que me esperan hasta mañana la grasa de la carne coagulada flotando en la superficie del agua en el cuarto piso del edificio, cada uno en su cuarto mi cama es más grande aunque ya mis hijos son más altos los poros de mis huesos se abren y se cierran con cada respiro los días uno trás otro y entre los días, las noches la imagen del padre dentro del marco, un fantasma como el padre de los Kardashians y vivimos con sus papeles los libros las cartas guardados en los closets
La madre que no se ve porque es un símbolo
cuando me voy de New York en el sueño la cara de mi amiga se ve angustiada porque la he dejado como si en el verano la ciudad solamente estuviera llena de escombros esperada de llamadas y voces de enfermeras me despierto y no sé si es de noche o de día en el sueño me reclama por télefono me habla desde la subida donde viven mis padres yo estoy abajo sin carro con mis obligaciones mi hijo esperándome la cena que preparar las tres mujeres en el café hablan de otra she’s a nice looking girl, smart educated, what’s she doing with a loser she’s afraid to be by herself, lonesome, not alone la orilla del río llega al borde de la ciudad como un mar negro la muchacha tira el vaso y explota como estrellas
Daniel Jove (Venezuela) Polvo para lavar Door locks when machine starts, and remains locked until cycle is completed. -Thoroughbred 600
Remojo 7:34 a.m. Deco se despierta. De una vez sabe que el día no tendrá nada espectacular. Es enero, y en el hemisferio norte hace frío. Coloca los pies sobre el piso de madera pulida, glacial. Con la uña del dedo índice de la mano derecha se desencaja las lagañas de ambos ojos. Luego bebe un vaso de agua y desenmaraña su mente de los enredos del sueño. La existencia le pesa, pero no lo suficiente para quejarse. En su cuarto, el más grande del apartamento, Deco llena una bolsa verde de lavandería con la ropa sucia de las últimas tres semanas. Con la mano derecha agarra el saco, y con la mano izquierda toma un libro forrado con papel amarillo. Lidia, su compañera de piso, aún no se ha levantado. Es Domingo. 7:46 a.m. La señora Ng llena la lavadora 8 con la ropa que corresponde al recibo 9628-B. En ese mismo
instante Deco entra en la lavandería. La señora Ng ignora con ligereza acrobática la presencia de Deco. La luz del día apenas se asoma por las grandes ventanas del local. En esta época del año la luz del alba es azul como las baldosas limpias de una sala de emergencia de un hospital. Faltan los sesos, las gasas, la sangre, el descuido, las suturas, los llantos, la muerte, los huesos, todo aquello que desfibrila la vida. Deco descarga su ropa sucia en la lavadora 14, introduce seis monedas de 25 centavos, y pone a andar la máquina. Por un momento le crujen los pensamientos, pero él apenas se da cuenta de lo que pasa en su cabeza. 7:52 a.m. Deco entra de vuelta en su apartamento. El perfume de un incienso que encendió la noche anterior para encubrir el olor a mariguana lo confunde por unos instantes. Lidia quizá duerme aún. Por un momento Deco considera la posibilidad de que Lidia no haya llegado la noche anterior, pero de inmediato desecha esa idea. Él sabe que ella está en su cuarto. Se prepara dos rebanadas de pan tostado con mantequilla y se las come con paciencia mirando el congelado cielo de la mañana. El aire que entra por la ventana sabe a metal. Deco se arrepiente de su aburrida vida. Un rumor metafísico se escucha en el fondo de la escena, como si el orden del mundo estuviese conspirando, pero de inmediato se da cuenta de que apenas son los vecinos. 8:10 a.m. La alarma de la lavadora 14 chilla por el ancho y largo espacio que es la lavandería. Instantes después entra Deco y camina en línea recta hasta la máquina 14. Contra las paredes del local retumba el sonido de una radio que toca con desánimo la Séptima Sinfonía de Beethoven. Para su adentros Deco adivina: Es el segundo movimiento. Allegretto. La señora Ng, esta vez descargando la secadora K, vuelve a ignorar la presencia del cliente. Por su parte, Deco saca la ropa de la lavadora 14, y después de caminar unos ocho o nueve pasos empujando una cesta de metal, mete la húmeda bola de telas en la secadora F. En cuestión de segundos la lavandería se inunda con el aullido de
una sirena de un camión de bomberos que pasa por la calle. El día por fin comienza. En el apartamento Lidia se despierta. 8:16 a.m. Deco entra una vez más al apartamento y enciende la radio de la cocina. Continúa la Séptima de Beethoven. Separada por una puerta, Lidia se pasea por la angostura alienante de su pequeño cuarto. Parece un capitán nervioso en su camarote. Deco abre un poco más la ventana de la cocina, dejando escapar las últimas malas almas de la noche anterior. Mientras Deco lava los platos sucios de la cena, Lidia sale de su cuarto. El aire frío que entra por la ventana le encoge un poco el ánimo. Se sirve un vaso de jugo de naranja, saluda a su amigo, y luego saca del bolsillo izquierdo de su pantalón de pijama una pequeña bolsa de cocaína. Se da dos toques en cada fosa nasal y le ofrece un poco a su compañero. Deco acepta. Al igual que Lidia, Deco se maquilla un poquito la nariz y se sienta a leer el libro de forro amarillo. 9:04 a.m. En el instante en que la secadora F se apaga, el único interior blanco que tiene Deco cae con descuido sobre el pilón de ropa seca. Mientras tanto, la señora Ng dobla con rigor comunista las camisas que corresponden al recibo 9628-B. Deco entra una vez más a la lavandería, y esta vez mira fijamente a la señora Ng. Ésta lo mira de vuelta y asienta con la cabeza. Existen. Con cierto apuro innecesario Deco llena su bolsa verde de lavandería con la ropa limpia. El saco se hincha tibio. Irrumpe la necesidad de regresar al apartamento para leer su libro. En el mismo momento en el que Deco sale de la lavandería, entra un chico pelirrojo vestido con una vieja chaqueta de cuero y unos Converse azules. En el aire del umbral de la puerta de la lavandería se entrecruzan los alientos de los dos. Deco detecta una ligera fragancia a acero y maldición. 9.05 a.m. El chico pelirrojo se planta en el medio de la lavandería. Mirando a la señora Ng directamente a los ojos, el chico saca un revolver, se lo lleva a la sien, y de un tiro se vuela la tapa de la razón.
9.06 a.m. La ropa limpia del recibo 9628-B queda empapada de pasta roja y trocitos de carne. La señora Ng la tiene que volver a lavar. Lavado 9.06 a.m. Mírala, mírala, mírala. 9.05 a.m. Lo hago no lo hago lo hago no lo hago lo–– lo tengo que hacer. Detesto esas arrugas, esos ojos demasiado horizontales. Y esta lavandería también, aborrezco este olor a limpio. Todo es tan cristalino, tan transparente. No me queda otra. ¿O sí? 9:02 a.m. En algún momento me imaginé a mi profe de preparatorio masturbándose en un carro abandonado en los estacionamientos de un centro comercial. No sé por qué. Algo de eso me excitaba. Es que era bella. Su pantaleta translucida, llena de mermelada vaginal, el olor a grasa y cambios, las ratas muertas, la posibilidad de un recoge-latas que hacía de testigo. Cuando pensé en eso se lo metía con más fuerza y salía más y más sangre, y–– ¿y ella lloraba? Sangre. Me parece que lloraba sangre, que la vida se le salía por los ojos, en la voz, en el sudor, que todo estaba manchado con sangre, que todo era un enorme cuajo rojo. Aunque seguro solo se reía. Alguien tenía puesto a Tom Waits. El dj se había ido. Pero ahora solo me queda hacerlo. La vida continúa. Hacerlo hasta el final. Solo una cuadra más. La puerta de la lavandería. Desde aquí la veo. 8:16 a.m. Me fijé que tenía el brazo tatuado. Me acuerdo de eso. Flores. Muchas flores. Me parece que brillaban. Su vestido no tenía mangas. Ella me quitó el pantalón. Este pantalón. ¿Cómo se quita la sangre de esto? La puerta estaba cerrada, aunque a ella como que no le importaba nada. Se lo metió en la boca y comenzó a mamar. ¿Cómo es que tengo tanta ropa sucia? Me dijo que quizá era suficiente con eso. Me volvió a decir que tenía la regla. Pero yo le dije que me la quería coger, que no me importaba. Le expliqué que era la última vez. Le conté lo de hoy. Igual, ¿qué podía
hacer ella? Pero estaba tan drogada que pensó que era un chiste. Ella no entendió –Lidia no entendió–, pero se entregó. Este saco va a pesar demasiado. Aun tengo que desayunar. Mejor dejo la bolsa y ya. ¿Y ya? 8:10 a.m. Recuerdo que cuando entré al cuarto estaba sentada en el centro de la cama, vestida, pero con las piernas abiertas. En ese momento sonaba algo de Shy Child. Vestida, piernas abiertas, falda negra hasta las rodillas, medias oscuras bordadas con flores, y un pequeño espejo con cuatro líneas de cocaína en el medio. Hay que lavar todo. Todo. Es la última lavada, y luego no más. Nunca más. Me ofreció una línea. Estoy seguro que era mi propia merca. Solo la vendo, fue lo que le dije. La ropa negra de un lado, y la ropa blanca de otro. Morir con la ropa limpia. La vida tiene un orden. Pero mi orden tiene una vida. Después de eso se me salió: te quiero coger. Tengo la regla, me dijo. No me importa. Será la última vez que lo haga, le dije. 7:52 a.m. Llegué a las diez y veintitrés a la fiesta. De eso sí me acuerdo bien. Sarah llamó para decir que no venía. Tenía que preparar una clase. Pero seguro era mentira, como siempre. Ya no importa. Llamó a las diez y veintitrés, pe eme. Celular. Luego vi a Felipe y a Lope y al Chino y al Alfredo y a––. Debería lavar estas toallas también. A las once ya había vendido todo el monte. Veinticinco bolsas en total. Pero recuerdo que me quedaba blanca. Y pastillas. También pastillas. Cuatro bolsas de coca y dos de dandys. A las doce ya había vendido todo. Revisé el reloj del celular después de haber vendido la última bolsa. Las doce y tres ah eme. Esa era la hora. El dj mezclaba algo de The Roots y el Chino cantaba el coro y me parecía que la vida se repetía para siempre y para siempre y–– Luego Lidia. ¿Cómo se lava este suéter? El dinero se lo dejo a mi hermana. 7:46 a.m. Lo tengo que hacer igual, de la misma manera que lo pensé. La vida continúa. Nada que ver con lo de anoche. Pero anoche fue bueno, ¿no? Esta sangre no es mía, para nada mía. Toda de ella. La he visto antes a esa Lidia. Pantalón, franela, suéter,
maldito frío de mierda. La he visto por estas calles. Lidia. La chaqueta para después. En la lavandería, en el parque, en la bodega, en el autobús. ¿Llena de sangre ella? Sin duda la vi anoche en la fiesta. Medias, zapatos, revolver. Y esta pila de ropa. Ropa. ¿Por qué no me acuerdo de nada de anoche? Lavar. Matar. La idea era acordarte de lo que hiciste la última noche, idiota. Poseer el recuerdo para lavarlo de nuevo. El jabón. Y las monedas. Ayer vendí todo. Y todo sigue igual. Igual lo voy a hacer. 7:34 a.m. Levantarse para hacerlo. La vida continúa. Me parece que tengo plomo en las venas. Me pesan demasiado. Quizá fue demasiado whisky y cerveza y–– Pero lo tengo que hacer. Recuerda. Recuerda. ¿Esta sangre? ¿De quién es? Lisa, Laura, Dilia, Lidia. Lidia. Era Lidia. ¿La de la falda negra? Toda la ropa negra. Aunque los labios eran rojísimos. La ropa. Tengo que ir a la lavandería hoy. Hacer todo como siempre, como si nada. ¿Pero cómo? Dinero. Ayer vendí todo. ¿Esta sangre salió toda de ella? ¿Cuánto fue todo? Este cuarto huele mal. Las siete, y treinta, y cinco, ah eme, aún en cama. Mierda. Lo tengo que hacer, la vida continúa. ¿Me da tiempo? El piso frío. Estas sombras incorrectas de inverno. Baño, agua, pasta, menta, dientes, agua de nuevo, espuma, manos. Siempre he odiado este pelo rojo. Exprimido 7:56 a.m. El cuarto es tan blanco que las paredes gritan. No hay cuadros, ni afiches, ni fotos, nada. Solo hay una ventana cubierta con unas cortinas blancas que apenas filtran la luz de la mañana. Estar en el cuarto, en realidad, es como estar adentro de un bombillo encendido: es como si el espacio se iluminase a sí mismo. Lidia está acurrucada sobre su cama formando una amorfa bola de edredones, sábanas y piel. En el suelo hay un pequeño montículo de ropa negra que por momentos da la impresión de ser como un animal dormido. Por debajo de la puerta se cuela el riguroso sonido de un cuchillo raspando un pan tostado. Luego tintinea algo como metal sobre porcelana, y segundos después vuelve a sonar
la tortura de un pan tostado. El nudo de telas que envuelve a Lidia se mueve un poco hacia al sur y luego otro tanto hacia al oeste. De debajo de las sábanas se asoma un largo y asoleado brazo envuelto en una colección de tatuajes de flores. El cabello negro de Lidia se desparrama como si una lata de pintura negra se hubiese derramado sobre la cama. De un momento a otro los rumores que produce Deco en la cocina dejan de filtrarse por los resquicios de la puerta. El aire en el cuarto se siente frío y delgado, como en la cima de una montaña. Dormida, Lidia mueve su cuerpo ligeramente hacia el norte y la pintura de las paredes del cuarto empieza a deshojarse, los pedazos de pintura seca caen transformándose en pequeños montículos de arena que poco a poco van cubriendo todo el piso, las paredes quedan desnudas revelando un laberinto visual de cemento y ladrillos, las paredes, rígidas, pronto se vuelven desmedidamente flexibles, como si fuesen cuatro cortinas en vez de ser cuatro paredes, empiezan a moverse con una leve brisa que viene del sur-este, de golpe las cuatro paredescortinas caen en perfecta sincronía dejando a Lidia a la intemperie en un interminable desierto de arena dolorosamente blanca, el escritorio, la cómoda, el pilón de ropa negra, los estantes de libros y la cama son los únicos objetos en el mundo, y Lidia, la única persona en el mundo, abre los ojos, mueve su piernas hacia el borde de la cama y se sienta, observa el lugar donde antes estaban las ventanas de su habitación, su mirada nace de la costumbre y se arquea con la curva del planeta, adormilada Lidia se levanta y camina sobre la arena hasta su escritorio, se sienta, y abre su laptop buscando leer correos, mecánica, teclea, luego achica un par de ventanas en la pantalla, inicia el chat, y empieza a conversar con su hermana quien está en otro mundo, el cielo se torna de un verde sombrío y de golpe desaparece absolutamente todo lo que rodea a Lidia con excepción de su escritorio, su silla, y su computador, por unos escasos segundos la rodea una vibración felpuda entre gris y marrón, y un instante después Lidia se encuentra en una biblioteca repleta de gente, un laberinto de libros que está abarrotada con cientos de personas, todos menos
ella llevan batas para dormir y gorros de baño, todos están ocupados y en silencio, moviendo libros de un lado para otro, catalogando, leyendo, archivando, escribiendo, caminando, guardando, etcétera, la biblioteca contiene centenares de estantes, y los anaqueles de los estantes están colmados de libros cubiertos todos con forros amarillos, Lidia por su parte sigue chateando con su hermana, un sujeto con bata y gorro de baño se le acerca y le dice: la verdad es que nadie sabía que ibas a venir hoy, pero Lidia lo ignora, y continúa chateando con su hermana, irelemo1979@aim.com: entonce, q haces? lidialemot@gmail.com: nada. escribiendo, como siempre lidialemot@gmail.com: sabes? irelemo1979@aim.com: y q escrbes? lidialemot@gmail.com: escribo el suegno que tuve esta tarde lidialemot@gmail.com: sogne que estaba enferma, pero no me acuerdo bien como era la cosa irelemo1979@aim.com: ok irelemo1979@aim.com: y entonces? lidialemot@gmail.com: que? quieres que te cuente? irelemo1979@aim.com: claro gafa, cuentame algo. stoy ladillada lidialemot@gmail.com: bueno, no se. ok. lidialemot@gmail.com: estaba como enferma en el suegno lidialemot@gmail.com: y lo que me acuerdo es que estabamos en un carro lidialemot@gmail.com: estabas tu, mi papa y mi mama. mi papa iba manejando, mi mama de copiloto, y nosotras dos atras irelemo1979@aim.com: ok lidialemot@gmail.com: yo estaba en el asiento que esta justo detras del chofer, y tenia fiebre, mucha fiebre. tenia la cabeza recostada contra la ventana, como mirando hacia arriba. y tu me tenias agarrada de la mano. lidialemot@gmail.com: yo estaba envuelta como en 10 o 15 cobijas, demasiadas cobijas, todas super suaves. riquisimo. pero enferma. lidialemot@gmail.com: y mi papa y mi mama estaban hablando, pero no me acuerdo bien de que. me parece que hablaban sobre la guerra en afganistan, pero también hablaban de la casa de la playa, y tambien de los abuelos. elllos como que no sabian que yo estaba enferma, pero no estoy segura irelemo1979@aim.com: ok ok lidialemot@gmail.com: y entonces yo miraba por la ventana, hacia arriba, hacia el cielo que estaba tapado con unas nubes amarillas. y en el suegno me empece a quedar dormida. lidialemot@gmail.com: tu me decias que no me quedara dormida. pero a mi no me importaba nada. estaba muy mal,muy cansada lidialemot@gmail.com: entonces me quede dormida, y empece a sognar dentro del sueno. lidialemot@gmail.com: pero estaba sognando lo mismo. en el segundo sugno estaba sognando el mismo suegno!!!
todo igual. yo enferma en el carro, contigo y mi papa y mi mama hablando adelante. irelemo1979@aim.com: que raro. lidialemot@gmail.com: totalmente irelemo1979@aim.com: como un suegno dentro de un suegno? lidialemot@gmail.com: asi mismo lidialemot@gmail.com: todo era igual, solo que esta vez mi mama era la que estaba manejando. ellos estaban hablando igual que en el primer suegno. Yo estaba arropada otra vez con miles de mantas, y tu me agarrabas la mano. lidialemot@gmail.com: en este suegno sin embargo en la radio estaba sonando la canción videotape, de radiohead. sabes? irelemo1979@aim.com: esa cancion me encanta lidialemot@gmail.com: bueno. esa cancion. y sonaba durisimo. tanto que no escuchaba las voces de mi papa y mi mama. sabia que estaban hablando. pero no los escuchaba. y tu me decias que no me quedase dormida, que me aguantara. lidialemot@gmail.com: yo tenia la cabeza igual, recostada contra la ventana, y veia el cielo, que esta vez si era azul. pero era un azul trisitisimo. era un azul que nunca habia visto antes en mi vida. era un azul que no le pertenecia a ese cielo. como si el cielo y el azul no se quisieran mas. despues de un rato de andar en el carro, nos detuvimos porque habia un accidente en la via. y por al lado de nuestro carro paso una ambulacia con una sirena que ahogaba todo en el aire. y tu me agarrabas la mano y me decias que no pasaba nada Lidia deja de teclear y usa sus manos para taparse los oídos, se escucha la sirena de una ambulancia que satura agobiante el espacio de la biblioteca, Lidia empieza a llorar y se tapa la cara, las personas en batas y gorros de baño siguen deambulando por la biblioteca como si nada, luego de un rato Lidia cierra su laptop y se voltea al darse cuenta de que Irene, su hermana, está parada a su lado, lleva un uniforme militar desgastado, Lidia se levanta y empiezan a caminar juntas por uno de los pasillos llenos de libros, Irene le toma la mano a su hermana pequeña y se asegura de guiarla, después de un largo trecho Irene se detiene y le pregunta a un hombre por el nombre de un libro, Lidia no entiende bien lo que dice su hermana, pero sí escucha al hombre decir: ese libro está dos pasillos a la derecha, en el tercer tramo, es imposible no reconocerlo, Irene continúa caminando y Lidia la sigue, cuando llegan al tramo indicado por el hombre, Lidia observa a su hermana mayor tomar con su mano derecha el único libro negro que hay entre el infinito océano de libros amarillos, Irene lo abre en la página 1989 y se lo entrega a Lidia, la página contiene una sola oración: la realidad explotó. Lidia
abre los ojos y se voltea boca arriba. El techo, las paredes, el piso, el escritorio, la cómoda, las ventanas, la ropa, todo está en su lugar. Incrédula, se queda un momento observando el techo del cuarto. Un sueño dentro de un sueño, piensa Lidia. Digiere la idea, pero le cae pesada. Imposible saber lo que significa a esta hora de la mañana semejante amasijo de imágenes. Para eso voy a terapia, piensa. De golpe se encoge un poco por el frío que hace en el cuarto y se estanca en su ser. Pero el temor de llegar tarde a ninguna parte un domingo por la mañana la convence de despertar por completo. Se sienta en el borde de la cama y se toca el vientre. Por un momento las flores tatuadas en su brazo izquierdo parecen estar vivas, como si siempre estuviesen a punto de respirar. Lidia se levanta y se pone un pantalón de pijama para abrigarse las piernas. Sin saber aún qué hacer con su día, ni con su vida, camina de un lado a otro por la limitada longitud de su estrecho cuarto. Después de un par de minutos, la certeza del día cala en su cuerpo. Lidia agarra una diminuta bolsa de plástico que se encuentra sobre su escritorio y se la mete en el bolsillo izquierdo del pantalón de pijama. Es lo que le sobró de la noche anterior. Luego abre unas cuantas gavetas de su cómoda y saca una muda de ropa limpia para el día. Admira la ropa por unos instantes, desdoblándola y explayándola frente suyo. La vida en un día, piensa Lidia, mi vida en un día. Menos mal que ayer lavé toda mi ropa, continúa cavilando. Dobla la ropa que planea ponerse después de bañarse y la deja sobre la cama. Por último, saca una toalla sanitaria de un pequeño paquete que está sobre su cómoda. El dolor se me está yendo, piensa una vez más, quizá la cogida ayudó. Se sacude un poco los recuerdos de la noche anterior y se sonríe desabrigando un poco su malicia. Luego se mete la toalla sanitaria en el bolsillo derecho del pantalón de pijama, da cuatro pasos hacia la puerta de su cuarto, y gira el pomo que pronto la dejará salir.
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ultrasecreto • una cosa está • rodeada por Ojotsk y Bering • al norte lo supera • Magadán y Chukotka • al sur-este se extiende la fosa • de las Kuriles • (abriendo un hueco de 10.500 metros hacia el centro de la tierra) • su vecino • Sajalín • fue tragado por un sismo • en 1995 • y yo tengo un amigo ahí • sentado sobre eso • una cosa rodeada por mares y hoyos • por las noches • mi amigo y su cosa • tragan carbón • oro • y tungsteno • de día deshacen • platino • mica • y pirita • es como una fiesta • me escribe • sólo hablan los sonidos de las muelas • desde adentro de su cuarto • mi amigo • nunca sale • sólo come • minerales • y hace gases • y me cuenta que todo • vibra • que la cosa sobre la que se sienta • rodeado de hoyos y mares • vibra • como un taladro • o una licuadora • cuando me escribe una carta • las letras • me llegan intercambiadas • 7,9 sobre la escala de Richter • dice él • rosbe lascae 9’7 teRchir • me llega a mi • descifrarlo • es como un castigo soviético • me dice que hace un frío irracional • los pensamientos • se le congelan • los entierra en la nieve • que se acumula • afuera de su ventana • los sentimientos y los recuerdos • sin embargo • resisten bajas temperaturas • debe ser todo el tungsteno que estás comiendo • le escribí • hace dos días me llegó una caja • con el remitente de • mi amigo en una esquina • la abrí • y adentro • había una bola de nieve • sentí la necesidad de comérmela • desde ese momento solo puedo pensar • en una • cosa • Kamchatka • Kamchatka • Kamchatka • *** De 1250 km de largo y hasta 440 de ancho (97 km en el istmo), la península del Kamchatka está recorrida por dos cadenas de montañas volcánicas que la hacen muy sensible a los terremotos, como su vecina la isla de Sajalín, dañada por un sismo en la primavera de 1995. Separada de Moscú por once zonas horarias, esta gigantesca casi-isla y su capital estuvieron completamente prohibidas a los extranjeros durante cincuenta años, hasta 1990, debido a la presencia de infraestructuras militares ultrasecretas. La península está rodeada por los mares de Ojotsk y de Bering; entre la península y el océano Pacífico se extiende la fosa de las Kuriles de una profundidad de 10.500 m. El clima es frío y húmedo. Al norte, Kamchatka está rodeada por las regiones de Magadán y Chukotka. Los recursos naturales de Kamchatka incluyen el carbón, el oro, el tungsteno, el platino, la mica, la pirita y el gas natural. El río Kamchatka y el valle central, por el cual pasa, están rodeados por grandes cadenas que incluyen alrededor de 160 volcanes de los que 29 están activos. La región está sometida a un gran riesgo sísmico: en la primavera de 2006, un terremoto de 7,9 sobre la escala de Richter afectó al distrito de Koriakia. (sic) (fuente: wikipedia [http://es.wikipedia.org/wiki/Pen%C3%ADnsula_de_Kamchatka])
love me tender me voy de Kotzebue a primera hora mañana a esconderme en Nome un pueblo fantasma me inventaré escritor y pegarlas por las calles por los bares despertaré paranoias comunales inventaré bestias con premios en oro y diamantes pero no puedo irme sin antes enviarte única que tengo tomada por un amigo una noche de tormenta refugiados en su casa
para escribir locuras en los árboles pegaré afiches de WANTED
esta imagen de FANG
bebiendo Tang FANG toqueteaba su guitarra a la que le faltaban solo dos cuerdas se puso a cantar una canción de Elvis love me tender para siempre
• me voy de Kotzebue a primera hora magnana • a entregarme a Nome • que es como un pueblo fantasma • a convertirme en un escritor fantasma • escribiré locuras para pegarlas por las calles • y los saloons • despertaré paranoias comunales • inventaré monstruos • pegaré afiches de WANTED • con premios en oro • • pero no puedo irme de Kotzebue sin enviarte esta imagen • única que tengo de FANG • tomada por un colega una noche de un blizzard • que tuvimos que refugiarnos en su casa • y bebiendo Tang • FANG • toqueteando una guitarra a la que le faltaban dos cuerdas • se puso a cantar • love me tender de Elvis • muy sublime aquello •
en Nome
hay una biblioteca de nomos en plena playa llamada Emily Ivanoff Brown Library tienen libros de Boecio de Jung y de Hume sospecho que tienen la Fenomenología del Espíritu traducida al Iñupak por Feblam Rock un nomo poco más grande que el libro mismo lo he visto de lejos creo me refiero al libro no al nomo lleva como título Salapqiqsuq Ixitqusiq en la portada: una morsa mutando en estrella ahora sí amigo me retiro de la filosofía
• descubrí otra biblioteca • en Nome • en plena playa • llamada Emily Ivanoff Brown Library • esto es imposible • este lugar no existe • tienen libros de Boecio • de Jung • de Hume • imagínate • tienen la Fenomenología del Espíritu traducida al Iñupak • por un tal Feblam Rock • tengo el libro en mis manos • me cuesta creerlo • lleva como titulo: Salapqiqsuq Ixitqusiq • en la portada tiene un morsa • mutando en estrella • ahora si que me retiro de la filosofía • Bloobert!
from: a-- <m-- @gmail.com> to: daniel jove <i-- @gmail.com> date: Wed, Apr 1, 2009 at 5:03 PM subject: la clave morsa! mailed-by: gmail.com Glover! Aqui descubri otra biblioteca en Nome, en plena playa, llamada Emily Ivanoff Brown Library. Esto es imposible! Este lugar no existe. Tienen libros de Boecio, de Jung, de Hume. Imaginate que tienen la fenomenologia del espiritu traducida al I単upak, por un tal Feblam Rock. Mira, tengo el libro en mis manos y me cuesta creerlo. Lleva como titulo salapqiqsuq ixitqusiq y en la portada tiene un Walruss convirtiendose, como mutando, en estrella. Mira, esto es demasiado! Ahora si que me retiro de la filosofia. Esto de LOCOS! Bloobert!
Vanessa Luma (España) Made in Spain Mi país (1975) Calor sangría y toros para los más puestos también flamenco En el imaginario colectivo del extranjero sí y también dentro para qué engañarnos Las lenguas nacionales recuperan su estatus después de años disfrazadas de dialecto Pero la gente bien no habla catalán eso lo hablan los de pueblo
Mi país (2010) Para mi hija ¿qué es España? Un lugar al que se refiere cuando alguien le pregunta ¿y tú de dónde eres? Ella responde de España Si le preguntan más como ¿de dónde de España? Ella me mira y ríe se encoje de hombros y se va a jugar Mi hija dejó su país de nacimiento con dos años Se ha criado vagabunda por Latinoamérica Tiene ojos de sudaca Y pelo bueno le dicen en el cole también la llaman hembra también en el colegio Mi hermana es una tía a la que mi hija se aferra pero que apenas conoce Mi hermana tiene una hija mi sobrina a quien yo me aferro y tampoco conozco Mi sobrina habla catalán ahora la gente bien habla catalán el castellano es de inmigrantes Mi sobrina no entiende a mi hija a quien se le escapan las eses Mi hija no entiende a mi sobrina quien aprende inglés y francés en el colegio Una vez a la semana recibe clase de español
Manhattan (2010) Una texana habla de Gaudí en portugués A la texana le ha encantado mi país ¡Fabuloso! ¡Precioso! ¡La comida! ¡El vino! ¡La playa! Añade a Gaudí La texana ha descubierto algo increíble se habla un dialecto en Barcelona El dialecto parece francés Por suerte ella dice reconoce los acentos
Mi país (1985) El estrecho de Gibraltar se ensancha los pirineos son más bajos Los españoles empezamos a viajar a Europa no todos claro la gente bien viaja Los hijos de la gente bien pasamos el verano en Inglaterra Sin idiomas en diez años no habrá trabajo dicen nuestros padres En el avión de British Airways me dan huevos revueltos y salchichas de desayuno Lo anoto en la libreta de cosas que contar Viajo con maletas de cuero con correas con hebillas de acero Las maletas pesan más vacías que todo lo que llevo dentro Dentro lo llevo todo por si hace frío por si hace calor no vaya a ser que llueva ¿y si llevan a la niña a una fiesta? algo para los domingos no olvides decir que eres católica no hay una triste virgen en esas iglesias Las niñas bien nos vestimos de domingo para ir al aeropuerto Nos ponemos pantalones de lino la arruga cara es fina dice mi madre Nos ponemos camisa de manga larga Cinturón del color de los zapatos Zapatos cerrados enseñar los dedos es de campesina Medias por supuesto medias Y el pelo recogido
Londres (1985) ¿Por qué vas así vestida? ¿Por qué no llevas trajes de volantes? ¿Acaso no vestís trajes de volantes en España?
Manhattan (2010) Mi hija en Central Park no va vestida de domingo O sí de domingo de martes de jueves Va disfrazada de pirata lleva un traje marrón de terciopelo ribetes dorados mangas anchas falda corta botas altas negras y un sombrero con una pluma Femenina con espada Y pelo suelto Nos detenemos a preguntarle a un guía cómo llegamos al zoológico? El guía nos indica amablemente Traza el recorrido en un papel first to the right TO- THE- RIGHT then to the left TO-THE-LEFT Mi hija pregunta sin ironía ¿cree que somos sordas mami? Me hace reír El guía termina su explicación y pregunta where are you from? Spain dice mi hija Oh great responde el guía How wonderful Añade también él sin ironía Do you always wear this kind of dresses in Spain?
Si a≈b, b≈c--->a≈c Yo soy sujeto político Yo soy sujeto político Yo soy sujeto político Yo soy sujeto político ¿Y tú? No Tú no Tú eres gay Si no eres sujeto » eres objeto ¿Eres político? Sí eso sí Tú eres objeto político
Luciano Piazza (Argentina) Bocaditos políticos #1 Redunda como duda metódica o por decirlo así como se escucha el sonido del que piensa que pensar es reiteración que niega en pleno acto que todo bocado es político.
#2 En contra de lo que uno imagina en la periferia siempre hay alguien que huye hacia el centro. Y siempre hay alguien que se ve más abajo que el resto. #3 El desperdicio es rico como un postre que se disuelve segundos antes de que llegue la cuenta. El peso le saca el gusto a la boca y en la lengua nada es gratis. #4 Cada vez que despierto porque no me convence el sueño de la sensación de pesadilla la copa inconsciente rebalsa usando la imaginación de otro, copiando gratis como inventando. #5 Lo de Ronnie es puro formalismo para obtener ese sabor inconfundible de las papas de McDonald’s no importa la papa sino la grasa para freírlas sumergidas. #6 Que la analogía conquista con invasiones es una hipótesis pero sobre todo opaca con la falta de contraste, por intuición por la gracia del eco puede sostenerse un rato y arrastrar micro mundos antes de derrumbarse.
#7 Nunca es claro cuánto tiempo hay que quedarse callado ante una pregunta y menos cuándo empieza el dolor. #8 Cuál es la diferencia del silencio en un ómnibus en la madrugada del lunes y el del avión sobre el océano con aeromozas. El motor constante le da autonomía total al tiempo de la idea, o lo que tarde el reflujo en viajar por la huella de lo que duele. #9 La cultura se mete por un escote, se filtra con un movimiento de piernas de una mujer que hasta antes de mostrar su tanga era una hembra de temprana madurez recolectando comida en un supermercado. # 10 Existe una trama, solapada con ésta, en la que todos somos soldados de alguien. Dependiendo del ángulo se ve con mayor claridad que incluso la mente más brillante es un mecanismo tonto sin criterio.
Felipe Martínez Pinzón (Colombia) El Palacio de Justicia A Carlos Cortés Castillo (6 de noviembre de 1985)
Me cuenta mi padre que a las siete de la noche volvía del trabajo en un Renault 4, con un amigo, bordeando la cordillera de Los Andes. En la oscuridad oían por el radio, también secuestrado, de la toma, los guerrilleros, los rehenes, los tanques, en tanto el humo del Palacio subía hasta empañarles los vidrios.
Orillaron el carro atigrado por las llamas, apagaron el radio, y al borde de la cordillera, en corbata, se bajaron. Tomándose la cabeza vieron (y el verbo se me nubla), abajo, en la falda oscura de la montaña, el Palacio de Justicia en llamas, alumbrando único, como un pozo de lava, el resto de la ciudad guardada, iluminada por los televisores, adentro de las casas. Con el rostro de ignorancia prendido, adivinaron lo que el fuego ocultaba, las voces que adentro gritaban o callaban, los cuerpos que corrían y se agachaban, los mil soldados tragando ceniza, sus rifles temblando, empujados a las llamas para encontrar ahí el oscuro regalo de una muerte impúber; oyeron también las proclamas asfixiadas, los insultos, los escupitajos sobre los cadáveres humeantes, la espesa saliva de la locura correr por los teléfonos. Sin embargo poco puede prepararnos el oído para el odio, el momento donde la memoria se incendia y se hace estática, inaudible, como una fogata detenida. Mi padre y su amigo se volvieron silenciosos al carro. Arrancaron, sintiéndolo bajo sus pies hacerse semilla que un río revuelca por la noche. Se llevaron para siempre el calor del incendio en sus caras.
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Bethsabé Huamán (Perú) Fragmentos y tijeras María cepilla sus largos cabellos negros azabache frente al espejo, que le devuelve una imagen fragmentada de sí misma. No sabe con exactitud cuándo se quebró el espejo, quizá siempre estuvo así y ella no lo había notado. Repasa una y otra vez su cabellera lacia, en un procedimiento casi automático, enajenado y cruel. Primero es lento y delicado, luego incesante y furioso, casi agresivo contra sí misma. Odia su cabello, su boca, sus ojos, sus senos, el ancho de sus caderas, se odia a sí misma, se odia toda. De pronto, se escucha un leve golpe en la puerta de su habitación que eriza su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza. Se queda inmóvil preguntándose a sí misma si cerró o no con cerrojo, su corazón late a toda prisa, teme que el sonido sea tan fuerte que la delate. Nuevamente los golpes en la puerta e imperceptiblemente María derrama unas leves
lágrimas, mudas, saladas. Recuerda entonces que cuando era pequeña imaginaba que las lágrimas venían del mar, que así como la lluvia era una evaporación del agua de la tierra, por un procedimiento semejante los cuerpos exhumaban agua del mar, que ella era por tanto parte del océano, de todos los océanos: Pacífico, Atlántico, Índico. Se los había aprendido de memoria en la escuela porque sentía que eran parte de sí misma. Ella era el mar, el infinito mar, espeso, inalterable, salado, embravecido mar. Los golpes vuelven a retumbar en la estrecha habitación y un murmullo se oye detrás de la puerta. María no escucha, observa con detenimiento su imagen en el espejo, esa nariz aislada y deforme, los ojos atravesados por diferentes tajos, la boca llena de esguinces. Será que es así verdaderamente percibida por los demás, con esas grietas que atraviesan su mirada, su figura, su ser; se pregunta. Oye su nombre detrás de la puerta, la llaman. Recuerda la primera vez que oyó ese mismo tono de voz y corrió a su llamado, con la sonrisa en la boca, ignorante. Papá solía no tomarla en cuenta, no era afectuoso ni amable, siempre que la veía le ordenaba algo, era silencioso y entre ellos había un acuerdo tácito de no intercambiar más que señas frente al televisor. Sin embargo, de pronto se hizo más atento, le preguntaba cómo iba en la escuela, le daba algunos dulces debajo de la mesa y le guiñaba el ojo e intercambiaba su plato de comida por el de ella cuando habían preparado algo que no le gustaba. Todo, hasta el día en que oyó su voz detrás de la puerta y esos golpecitos aparentemente inocentes. Quiere pensar más en ello pero su mente es una caja negra donde es imposible distinguir nada, es la oscuridad. La puerta retumba, sus manos han dado un salto y el cepillo ha caído al suelo en un leve estrépito apenas ahogado por los golpes de la puerta. Al menos puso el cerrojo, ese pequeño cerrojo que le ayuda a dar la batalla. Ese es su único refugio, su único aliado, un pequeño trozo de metal, que alguna vez alguien inventó e incorporó en las puertas. Obsesivamente empieza a repasar en su mente la tarea del día siguiente, la que ha estado toda la tarde escribiendo en su cuaderno, el esquema de los
huesos del cuerpo y sus respectivos nombres. Los ha aprendido de memoria: homóplato, fémur, radio, tibia y peroné. Es ya hora de acostarse, pero la insistencia de los golpes es cada vez más notoria, más estridente, más agresiva. María ha dejado de llorar, las lágrimas se le han secado de los ojos, se para con parsimonia y se dirige a la puerta, está ya resignada a abrir, pero entonces divisa encima de la cama las tijeras, las tijeras con que recortó en la tarde los esqueletos para pegarlos en su cuaderno y enumerar los huesos: radio, tibia, peroné. Así que en vez de abrir la puerta va hacia ellas en un gesto mecánico y lúcido. María, se oye nuevamente del otro lado de la puerta, ¿estás bien hijita? Muchas veces se ha preguntado por qué la voz de su madre le duele tanto, quizá porque siempre esperó su comprensión, quizá porque de bebé siempre andaba al ritmo de sus pasos, en el mercado, en la calle, en la noche oscura. Ha querido muchas veces al menos percibir en esa voz un leve tono de dolor, de llanto, de ira. Pero su madre es tan inescrutable, tan incomprensible, tan aterradora, aún más que su padre. Le viene a la memoria el día en que juntó fuerzas, que esperó a que su padre saliera para la cantina y se acercó a su mamá con los ojos vidriosos y al tratar de articular palabras ella la mandó a dormir, pero mamá, tengo que decirte algo muy importante, creía ella que podía haber algo más importante que el trabajo que su madre hacía diariamente para que pudieran vivir decentemente, algo más importante que los sacrificios que hacía su padre por mantenerlas. Se le cortó la voz entonces y sólo pudo decir es que papá, y su madre la miró y sus ojos parecían vacíos y duros como una pared de cemento, ten mucho cuidado antes de decir cualquier cosa de tu padre, y María no soportó más y gritó con todas sus fuerzas, fuera de sí que era un canalla, que la había tocado, que había abusado de ella y la había amenazado, que ella era su madre y debía ayudarla y entre el llanto y su garganta seca apenas y se hicieron legibles su voz y sus palabras. El golpe fue firme y preciso, le atravesó la cara de par en par y se tragó también todas sus esperanzas. Tu padre quiere verte, te ha estado tocando
“Mira sus pequeños ojos marrones, silenciosos y profundos y esa mueca de sus labios que no es ni una sonrisa, ni un llanto, sólo un contorno rojizo en el vacío.”
hace rato, ¿estás bien hijita?, ¿vas a abrirme? María abre unos centímetros la puerta y se perfila la silueta de su madre, abrigada bajo su chal tejido de lana y sus trenzas de cabellos negro azabache como los suyos. Mira sus pequeños ojos marrones, silenciosos y profundos y esa mueca de sus labios que no es ni una sonrisa, ni un llanto, sólo un contorno rojizo en el vacío. Su madre al verla grita espantada. Al instante llega su padre presuroso, el prominente vientre y los pantalones de buzo oscuro que siempre le cuelgan demasiado anchos para sus magras piernas. El bofetón la empuja hacia el marco de la puerta y le pega en el ojo izquierdo, haciéndolo sangrar. ¿Qué mierda has hecho? Mamá sigue horrorizada con las manos tapándose la boca. ¿A quién has pedido permiso? ¿Acaso crees que puedes hacer lo que te da la gana? Nuevamente esa mano nudosa y oscura de su padre le atraviesa el rostro de par en par. ¿Cuántas veces su cuerpo ha sido cortado por esas manos, por tantas manos, dolores, miembros, deseos? ¿Cuándo alguien le ha preguntado lo que siente, lo que quiere? No es acaso suyo su cuerpo, sin embargo parece no pertenecerle a ella más que a la dependienta de la esquina. Y cortarse el pelo es un ejercicio válido de sí misma. Pero mamá y papá la miran horrorizados, porque en esos cabellos se concentra toda su identidad, toda su fuerza de mujer, de la mujer que ella ya no quiere ser más, porque acaso y nunca lo ha sido. María sigue en silencio, así como sus ojos. Con las tijeras que han cortado sus cabellos presiona una y otra vez el vientre prominente de su padre, sin percibir el barullo, ni las súplicas, ni las pataletas de su madre. Cuando él finalmente deja de moverse, ella levanta los ojos, ahora ambas tienen la misma mirada inescrutable.
Lima de veras Así es la Lima que quiero y ésa es la Lima que lloro, la ciudad de mil quimeras, la del trapío que adoro, la que dio la marinera, la que sabe a resbalosa, a qué volverla modosa si ésa es la Lima de veras. Chabuca Granda
Decía Abraham Valdelomar que el Perú era el Centro de Lima, el Centro de Lima era el Jirón de la Unión y el Jirón de la Unión era el Palace Concert. Hoy, con el crecimiento de la ciudad a ocho millones de habitantes, es imposible marcar un lugar de encuentro que no sea parcial y arbitrario, fácilmente refutable. Pero concuerdo con Valdelomar en que el centro de la capital tiene todavía un especial candor que no ha perdido y que se ha recuperado desde que los alcaldes desearan preservar el damero de Pizarro para la población, librándolo a ladrones, pirañas y ambulantes. Quizá mi experiencia en el centro no sea tan contundente como la de Valdelomar. Pero sí recuerdo con borrosa claridad un barandal de bronce con una escultura de un león. Mi papá trabajaba entonces en una empresa de seguros, fuimos a buscarlo una vez. Eso me ha contado mi mamá. Yo sólo tengo en la cabeza el león dorado y su tacto frío bajo mis manos pequeñas que se sostenían de lo que hallaban a su paso para poder mantener el equilibrio. Con la mala fama que adquirió luego el centro, realmente yo no lo frecuentaba. Hasta que estando en la universidad, quince años después, la profesora de
arte nos mandó ver varias exposiciones, en el Museo de Arte, en la Casona de San Marcos y en el Palacio de Asambela, en Conde de Superunda, ahí mismo, la calle antes del Puente Rímac. En esa época todavía no se había cerrado el centro histórico. Y al bajar no más del micro, pasaron delante nuestro sin vernos, un grupo de pirañitas. Estábamos Paty, yo y Pedro. La exposición nos encantó, pero al salir, tomamos una calle en la que empezó una pelea, se rompieron vidrios y saltó la sangre. Eran las 12 del medio día, pleno sol, plena luz. Pedro corrió con nosotras y no fue ningún consuelo haber ido con él. Tenía tanto miedo como nosotras. Ir al centro era como una excursión peligrosa, como adentrarse en la jungla. Pero volví todos los años que se presentó la Bienal de Arte en el centro. Eso sí, no era para ir y regresar, así que llegábamos tempranito cargadas de comida, agua, abrigo, todo lo necesario para sortear esa experiencia peligrosa. Otra época memorable fue cuando participé de editora en la revista Dedo Crítico, en otras publicaciones literarias y en mis propios libros. Tenía que ir al centro a trabajar con Rodo. Su oficina
quedaba en Jirón Caylloma, es decir, la mera calle del movimiento. Era siempre un poco estresante llegar pero ya estando ahí me sentía más tranquila. Le empecé a coger cariño al centro, al tener mis propios recuerdos de él. Rodo conocía una panadería donde hacían el mejor tacu tacu con bisteck de la ciudad. Y era sólo los sábados. No había cartel, no había anuncio. Sólo para conocedores. Así que un sábado nos citamos a trabajar y para el consabido almuerzo. Trajeron un plato que medía al menos un metro de largo y unos cincuenta centímetros de alto. Rodo esperaba tener que ayudarme a terminarlo, pero yo me lo comí todo y al terminar, todavía nos pedimos un café con un pedazo de torta. Dice que ese día cambió la concepción que tenía de mí. Desde entonces somos los mejores amigos. Antes de salir fuera del Perú por largas temporadas, siempre he pedido que me lleven a dar una vuelta al centro, a pasear por la Plaza de Armas, caminar todo el Jirón de la Unión hasta la Plaza San Martín, mi favorita, ahí pasar al bar del Hotel Bolívar, con la intención siempre de tomar un pisco sour y terminar por pedir una cerveza: Cuzqueña antes, Pilsen ahora. La última vez, de igual manera, yo andaba olvidándote en todos los bares tradicionales pensando que ya habías abandonado el país, mientras que tú hacías un recorrido similar sin saber que nos andábamos pisando los pies, irremediablamente, sin encontrarnos, como ha sido nuestra historia. El centro de Lima tiene ese encanto de lo antiguo, la plaza pequeña y acogedora, los viejos meseros a quienes no les entran balas. Se congregan congresistas, hombres de traje y
corbata, con obreros, turistas, personas de todos los estratos, todas las creencias, religiones, todas las edades y pensamientos. Lima, en un sentido, sigue siendo el Perú y el Jirón de la Unión su epicentro.
Naturaleza muerta a todas las mujeres que murieron por ser mujeres…
Sintió un golpe seco y un claxon agudo antes de perder completamente el conocimiento, su mente repetía despacio los pensamientos que la rondaban entonces. Había salido a las ocho y cuarto de su última clase, quince minutos más tarde porque había faltado el día anterior y debió fotocopiar los cuadernos de sus compañeras para no llegar despistada a la clase de geografía. Nunca había sido buena para la geografía, le costaba saber hacia qué dirección debía ir, cuando le parecía que era hacia delante, era para atrás, especialmente en días nublados en que era imposible identificar con exactitud la posición del sol. Caminó entonces hacia el paradero más cercano, pero esos quince minutos de retraso redujeron su posibilidad de coger el autobús que la dejaba en casa, de modo que decidió, mejor, caminar las cinco cuadras que la separaban de la otra parada, mucho más concurrida y donde otros buses pasaban hasta altas horas de la noche, aunque la dejarían algunas cuadras más lejos de su destino. El bus llegó repleto, así que tuvo que lidiar contra los apretujones, los roces sospechosos, el calor de los cuerpos trajinados de todo el día y el viento húmedo que circulaba por alguna despistada ventana abierta. No se pudo sentar en todo el trayecto y su mochila, que pesaba en exceso, la mantenía alerta al movimiento de los demás pasajeros, para acomodarse, arrimarse y dejarlos pasar. Llegó una hora y media después y se bajó a cinco cuadras de su casa, eran pasadas las diez de la noche, así que
caminó con cierto apremio y desaliento porque aún la esperaban varias horas de desvelo para ponerse al día por la clase a la que faltó y además hacer las lecturas que le habían dejado esa misma tarde. A la mañana siguiente en el trabajo no estaba permitido ocupar las horas de ocio del banco en leer separatas de la universidad, había que sonreír y esperar, dejando la mente en blanco: órdenes desde arriba. Así que el golpe la sorprendió precisamente cuando repasaba su rutina diaria en el trabajo. Hacía nuevamente el recorrido que la había llevado hasta ahí, sin poder distinguir con exactitud dónde se encontraba, tenía la vista empañada y la mente confusa, trataba de reconocer su situación. Más que pensar sólo podía sentir, reconocía el terreno irregular y áspero del asfalto que se extendía bajo ella, el frío de la noche que avanzaba y cierto dolor que iba en aumento pero que no podía ubicar en ninguna parte concreta de su cuerpo, porque no reconocía todo su cuerpo, sólo en breves punzadas por aquí y por allá. Sus ojos se abrían y cerraban a intervalos imprecisos entre los cuales percibía un murmullo incierto, tan incierto que no podía distinguir si eran hojas o voces, pasos o el viento. Su mente se fue hundiendo más en una aterradora oscuridad, donde el dolor aumentaba sin saber con exactitud de dónde venía y mucho menos hacia dónde iba. Un vaivén repentino la mecía, algo ajeno a ella la invadía, era una sensación imprecisa que acentuaba aun más su dolor. Al abrir ligeramente
los ojos vio a alguien recostado sobre ella, podía sentir su peso descansando sobre su cuerpo. Sin duda, se encontraba más cerca de la muerte que de la vida, creyó, porque ya no reconocía ninguna parte de sí al haberse toda convertido en un único dolor insoportable, sin voz para quejarse ni capacidad para identificar lo que sucedía, nada la podía respaldar. Sin embargo, cierta lucidez la embargó de pronto, dicen que antes de morir uno puede aislarse de su propio cuerpo y verse a sí mismo, ver toda su vida, como en un adiós, como en un movimiento de la mano. Había un carro estacionado a unos cuantos metros de ella que yacía tendida en la pista. Podía comprender que el auto la había arrollado cuando trató de cruzar absorta como estaba en sus pensamientos, apresurada y confiada como iba, ya tan cerca de casa. El hombre que pesaba sobre ella sin duda era el conductor, porque el carro, al parecer viró tarde para esquivarla y había ido a dar contra un poste, la puerta abierta invitaba a pensar que era el dueño del vehículo. La noche era cerrada y la calle, una desviación de una avenida principal, casi deshabitada, alrededor de la cual se extendía una escuela que ocultaba la situación. No sabía cuánto había permanecido ahí, no sabía con exactitud qué parte de su cuerpo sufría más, un hombre, el hombre que la había atropellado, antes de llevarla al hospital, si acaso pensaba hacerlo, había creído buena idea abusar de ella. No podía distinguir su rostro, desdoblada de sí misma, viéndolo de espaldas, pero podía sentir lo vil de ese acto, lo inhumano. Quiso preguntar, señor, qué piensa, qué pasa por su mente en este momento, qué lo lleva a hacer lo que hace, qué le he hecho yo, qué le ha hecho alguien. Era tal su indignación, su impotencia,
su dolor, que hasta esa otra presencia suya sintió bajo la piel que no tenía un escalofrío, una intensa yaga en el corazón. Ganas de gritar sin voz, de levantarse y huir muy lejos de esa escena. Si viviera pensó, acaso valdría todavía la vida. No sabía que esos minutos eran cruciales para la posibilidad de esa continuidad de su existencia, agotados, segundo a segundo. El hombre acabó, se levantó, permitiéndole distinguirse a sí misma: la falda levantada, ensangrentadas y magulladas las piernas, el rostro inerte e inexpresivo, el charco que iba aumentando bajo la espalda o bajo la cabeza, era imposible de saber. El hombre ni siquiera vio sus ojos abiertos mirándolo marcharse, en realidad mirando tan solo una sombra alejarse más allá de la oscuridad. ¿Era un hombre aquel? Fue su último pensamiento y apenas alcanzó a decirse, no, sin duda era el demonio o la muerte y pudo haberlo sido en efecto porque nada más ya pasó por su mente. [María Rodríguez fue atropellada por alguien que se dio a la fuga y violada por desconocidos que luego la llevaron al hospital. De haber llegado a tiempo, hubiera podido sobrevivir. Diario Ajá. Lima, 25 de abril del 2001.]
Salvador Gómez Barranco (España) Coordenadas Imaginarias: Estambul Uno lo ve como algo literario: sin más, sin dolor. Me cuenta que su profesora de Sociología en la Universidad Sabanci, en Estambul, se ha suicidado. Que se ha lanzado al Bósforo desde algún puente. Uno cualquiera: la imagen de un puente sobre un río me vale. Jamás he estado en Estambul, pero puedo imaginar un puente, cualquier puente, cruzando de lado a lado una ciudad grande y vieja. Un río viejo y grande. La belleza de su abrigo en el breve vuelo en picado hacia el agua, y después su tela algodonada empapándose de las sales del río, haciéndose pesada y oscura. O antes, los ojos de ella fuera del agua, quizás azules bajo los párpados. O abiertos, como las puertas de una catedral, mirando hacia arriba (las pupilas, en la caída, trazando dos líneas paralelas, perpendiculares a las vallas protectoras del puente), invocando acaso la salvación en el último momento, sin arrepentimiento y sin culpa, sólo con urgencia y
con zapatos y con frío. Su profesora de Sociología se ha suicidado lanzándose al Bósforo, y para mí es todo belleza: sin más, sin dolor. Algo literario, y ya. Un poema: el querer penetrar ya sin vida sobre las aguas, el querer amarrarse al fondo, como una piedra grande que se cayera, el querer ser piedra –una de esas piedras que sin duda ha de haber bajo el agua-, sumergida y oculta, en el fondo, y entonces someterse ya sólo a los vaivenes de las mareas y a la erosión propia de los objetos submarinos. Me cuenta que había logrado una hermosa complicidad con ella: —Los dos fumamos. Los dos fumábamos –dice, separándose un cigarro de los labios-. Ella también fumaba, quiero decir. Solíamos coincidir antes de la clase en las escaleras de afuera. Fumábamos juntos y hablábamos. A menudo, fumar se convierte en una excusa perfecta para conocer a gente maravillosa. Parece que se estableciera una complicidad especial en las conversaciones en las que ambos hablantes fuman. ¿Sabes? Debes empezar a fumar. Yo me quedo callado, sin cigarros, viendo cómo el humo se escapa de su boca y viaja hacia arriba con vaivenes relajados (al contrario que el vuelo del abrigo de su profesora, cayendo en picado hacia al Bósforo, con esos aleteos enérgicos y desesperados provocados por el viento y por la fuerza gravitatoria). Me gusta verlo fumar. A él sí. A mi padre, por ejemplo, un cigarrillo sostenido entre los labios le otorga cierto aire ridículo, como el de uno de esos actores secundarios que envejecen mal y sin fama y se pasan las noches fumando en un bar –con un piano en una esquina al fondo- esperando algo, a alguien, alguna vez. No me gusta ver fumar a mi padre, pero a él sí. Me gusta que prepare con sus propias manos –unas manos más pequeñas que las mías- los cigarrillos: esa ceremonia de papel, de saliva, de hebras y de fuego. Y que después los encienda y los consuma, siempre sin prisas, en su boca. Su boca. Tu boca. Debería decirte esto a ti. Deberías saber que a veces escribo evocando tus palabras y tu boca. Debería, en realidad, decirte: —Quiero fumar contigo. Quiero fumar hasta que tengas un profesor sustituto o, al menos, alguien
“Debería decirte esto a ti. Deberías saber que a veces escribo evocando tus palabras y tu boca.”
con quien forjar una complicidad nueva en las escaleras de tu universidad. Entre clase y clase. Debería ir a Turquía a decirte todo esto. A arrancarte el cigarro y comerte la boca, a fingir que salto desde un puente o que desde un puente saltamos. Debería ir y, sin embargo, aquí me quedo: te escucho y sólo alcanzo a imaginar tu dolor (el dolor de los demás debería también pertenecerme) y bicicletas y rocas y zapatos sobre el suelo fangoso del Bósforo. La imagino a ella (¿por qué ahora no recuerdo su nombre?), de nuevo, en los instantes previos a la muerte, entrando de cabeza al agua, explorando torpemente la profundidad, con esos dos ojos abiertos, turbados ante los últimos reflejos brillantes, salados, acuáticos. Separándose un momento de sí misma: su alma mezclándose con la arena, su cuerpo acomodándose entre las bicicletas y las rocas y los zapatos. Observándose, tal vez desde el fondo, en el proceso de la caída, o desde la superficie, durante la desaparición de su cuerpo entre las aguas turbias y agitadas. No puedo sentir dolor por ella: es todo belleza en su muerte. No puedo sentir dolor por ti: en tu vida es todo belleza. Os imagino envueltos en una misma nube de humo, en mitad de las escaleras de la Universidad Sabanci, con cada pie apoyado en un escalón, con cierta inclinación en los hombros, en los abrigos sobre vuestros hombros, hablando acaso de la reforma constitucional turca. O de flores. Tal vez la complicidad derivada de que los dos fumaseis os permitiría hablar sobre flores. Sí: sin duda hablaríais de flores a veces. Conmigo nunca hablas de flores. Te imagino diciéndome:
“te pregunto, dándome cuenta de que, aunque no me importe demasiado, tú y yo jamás hablaremos de flores o de cualquier otra cosa que no implique necesariamente una reflexión profunda”
—Si fumases, entonces hablaría de flores contigo. Lo dirías justo antes de ensalivar el papel del cigarro. La secuencia exacta sería así: sostendrías con las dos manos el trozo de papel con las hebras de tabaco, dirías Si fumases, entonces te hablaría de flores, después te acercarías el cigarro a la boca –o la boca al cigarro-, lo ensalivarías, y alzarías la vista: tus ojos azules como flores azules se encontrarían con los míos y yo guardaría silencio. Después vería cómo prendes una cerilla y cómo el extremo de tu cigarrillo se consume rápidamente. Y ardería. Y no conseguiría entender por qué en ti sí, por qué el humo en tu boca sí me parece indudablemente bello. Sí, debería tal vez decirle que, en algunas ocasiones, le recuerdo con nitidez, y que la evocación me reconforta y me agita: el peso de sus rodillas sobre las mías, la indefinición de sus pezones en la penumbra, su pasaporte, sus lúnulas, sus pies descalzos enredándose con cautela en mis tobillos, su olor y sus palabras en el desayuno. En otras ocasiones, sin embargo, prefiero imaginarlo. No me cuesta agrupar esos detalles de la memoria, y hacer surgir de ellos imágenes nuevas e improbables. Ahora mismo, por ejemplo, lo imagino –como lo hacía con su
profesora-, saltando desde un puente al río (el mismo puente, el mismo río). En este caso, por el contrario, la idea sí me duele, sí me hiela las manos y los pies y me escuece en los ojos. Me resulta fácil imaginarlo (allí arriba, en el inicio mismo de la caída) porque una vez lo vi llorando: y si él saltase –si alguna vez lo hiciese-, lo haría llorando, anticipándose tal vez a la humedad del río, a su caudal. En aquella ocasión, la única en que le vi llorar, se abrazó a mí primero y se soltó después, diciendo: —Vete. Vete. Vete. Aquella vez, de nuevo, percibí antes su belleza que su dolor. Su dolor. Tu dolor. Deberías saber que acabé encontrando tu dolor, y que enseguida lo acomodé sobre mi espalda como si fuese un dolor propio. Que terminaste doliéndome, de alguna manera profunda, como un hueso que se quiebra o como un músculo grande que se desencaja. Te abracé en mitad de la calle, en mitad de la noche. Nos dimos varios abrazos, o tal vez sólo fue uno: un solo abrazo donde cupieron varios. Lloraste sin cesuras. Te vi llorando cuando te despegué de mi regazo porque se me hacía tarde: tenía que volver a casa en coche, y estaba a más de tres horas de camino. Me dijiste vete, vete, vete, y yo te hice caso. Le hice caso y me fui. Jamás después le conté que me llevó casi una hora encontrar el coche. La ciudad, en la que apenas había estado una sola vez antes, estaba desierta. Confundí el sentido y las direcciones, los nombres de las calles, las fachadas de los edificios, los leves puntos de referencia. Hice y deshice el camino varias veces, completamente desorientado, como un vagabundo que no se dirige –porque no tiene adónde dirigirse- a ninguna parte, arrastrando los pies y el dolor (su dolor que era mío) y la sombra, que se iba y se venía de mi lado en aquel transitar bajo las farolas. Jamás le conté que comencé a llorar y que volví al lugar donde nos habíamos despedido, con la esperanza de que, acaso, él aún siguiera también llorando, sentado en mitad de la calle o con la espalda apoyada sobre la pared, esperando mi abrazo o mis ojos o mis indicaciones, rezando por que sus últimas palabras le retrocediesen súbitamente al paladar
para reconvertirlas en ven, ven, ven, y que, al igual que lo habían hecho las otras, éstas también surtieran un efecto inmediato. Pero en mitad de aquella noche, en mitad de aquella calle, ya no había nadie, excluyéndome a mí, con su dolor y con su llanto. Por eso puedo imaginarle subido en las vallas del puente sobre el Bósforo: porque conozco su llanto como conozco el mío. Y porque si alguna vez saltara (debería evitar imaginarlo porque me duele), una racha breve de viento movería su pelo en el último momento, desordenándolo, y lloraría. —¿Y por qué lo hizo? –te pregunto, dándome cuenta de que, aunque no me importe demasiado, tú y yo jamás hablaremos de flores o de cualquier otra cosa que no implique necesariamente una reflexión profunda, un tono de solemnidad y de trascendencia-. ¿Por qué se ha tirado? Das una calada a tu cigarro, y su extremo apenas brilla un instante con una levísima incandescencia. Acabo de darme cuenta: las conversaciones establecidas entre dos personas que fuman alcanzan una complicidad especial porque habitualmente existen silencios amplios entre las intervenciones. Esto es: a menudo uno habla y el otro, antes de responder, se lleva el cigarro a la boca, aspira, expulsa el humo, y sólo después, al final de este silencioso proceso, pronuncia sus palabras. Después de expulsar el humo, pronuncias estas palabras: —He estado pensando mucho sobre eso, sobre las razones de ella –dices, y una racha breve de viento te desordena el pelo-. Supongo que lo habrá hecho por amor. En este país, la gente no sabe amar. O no puede amar. Existe un hueco. En este país, donde debiera haber amor, hay un hueco. Un hueco. Dices hueco tres veces. Y dejas tres breves silencios, uno cada vez, como si fuese una sílaba transparente al final de la palabra. Pareces, ciertamente, haber reflexionado mucho acerca de las razones que llevaron a tu profesora de Sociología a tomar esa decisión y, sin embargo, tu conclusión me parece frágil, imprecisa: sin corporeidad suficiente, de hecho, para ser referida como conclusión en un sentido riguroso. Apuesto a que es más bien una
intuición primitiva o poética, algo que más bien nace de ti mismo, de algún lugar hueco dentro de ti mismo, y que quieres extrapolar a ella para lograr entenderla. Te pediría que ahondases en tu teoría, que desarrollases tu hipótesis, pero sé que alargarías más de lo habitual la calada a tu cigarrillo (y con ella el espacio de silencio) y que después pronunciarías unas palabras que ni a ti ni a mí acabarían de convencernos, pero que incidirían de nuevo en la incerteza, en la incógnita, en el vacío sobre el que convergen algunas de las preguntas que te hago, que me hago. Le pediría respuestas, pero no las quiero (es mejor que algunas cuestiones se sostengan eternamente sobre unas explicaciones móviles, enclenques, vaporosas). El río, bajo el puente, recuperaría su estado habitual -un denso oleaje sucio y lento- tan sólo unos segundos más tarde de la salpicadura y del remolino. Su cigarro, finalmente, se consumiría, y una última fibra de humo escaparía desordenada desde sus labios. De vuelta a casa, en el peaje de la autopista, una pareja de policías se asomaría con una linterna al interior de mi coche y se me derramarían las lágrimas y las monedas de los bolsillos. La Universidad Sabanci designaría a un profesor sustituto de Sociología dos semanas más tarde. Estambul se haría cada vez más vieja y más grande, y el Bósforo cada vez más grande y más viejo. Él tardaría meses en volver a hablar de flores: su nuevo profesor no fumaría, y yo no comenzaría jamás a hacerlo. De forma secreta y privada, me tentaría con cierta recurrencia una misma idea: recuperar la imagen del salto al Bósforo de la socióloga, y escribir sobre ella pensando en él. Pensando en ti. Viéndolo todo como algo literario, invocando a una intuición primitiva o poética, tratando inconscientemente de llenar –sólo tú sabrías que de manera inútil- ese hueco.
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Mariana Graciano (Argentina) El grito Oye el silbido del maestro que anuncia el final de la jornada y Clarita sale del agua. Va al vestuario con sus compañeras. Se seca bien. Se pone sus pantalones amarillos cortos y la remera blanca. Se peina y se recoge el pelo para que su mamá la vea más linda. Sale. La mamá, Ana, la espera en el hall. Está transpirada porque es enero y acaba de caminar doce cuadras para ir a buscarla. Las mismas cuadras que van a caminar juntas ahora para volver a casa. Clarita corta el abrazo para pasarle la mochila a su mamá. Piensa que ojalá el pelo mojado le dure todo el camino así no le agarra tanto calor. Su mamá la toma de la mano, le dice “vamos, hija” y salen juntas a la vereda. En la primera esquina, doblan. -¿Qué hay para comer, ma? Tengo hambre. -Compré galletitas para que comas con la leche. -Pero hace mucho calor. -Bueno, te tomás una chocolatada fría. Clarita avanza en zigzag buscando saltar todos los canteros de árboles que hay en el camino mientras canturrea una canción que le acaban de enseñar en la colonia.
-Esa es nueva, no te la escuché nunca. -Me la enseñaron hoy pero no me la acuerdo bien. Creo que dice estaba la Catalina sentada bajo un laurel, mirando las…de las aguas al correr…mirando las (no sé qué)... de las aguas la correr… Después dice algo de un soldado… -Ni idea, yo no la conozco. -Creo que dice entonces pasó un soldado alto y rubio (y no sé qué) y ella dice deténgase usted soldado que una pregunta le quiero hacer… ¿Usted no ha visto a mi marido en la guerra alguna vez? Nara nána, nara nána, na na na… Ana mira a su hija y le dice que le gustaba más la otra. -¿Cuál? -La que cantás siempre del pajarito. -Ya me cansó esa a mí. Vuelven a doblar en la esquina y toman una calle tranquila, con poco tránsito, que bordea un edificio público. Clarita empieza otra vez a cantar. -Estaba la Catalina sentada bajo el laurel, mirando la pureza de las aguas al correr. Mirando la pureza de las aguas al correr… Pasa un colectivo que tapa por unos segundos el canto de la niña. Apenas se aleja, la calle se vuelve más silenciosa que antes. Entonces Ana se detiene bruscamente y frena con ella el paso de Clarita que deja de cantar, se vuelve hacia su madre y le pregunta “¿Qué pasa, ma? Dale. Tengo hambre.” Ana se queda quieta. Se oye un grito nítido y desgarrador de auxilio. Esta vez hasta Clarita lo ha escuchado y por eso aprieta la mano de su mamá fuerte. Ana mira hacia atrás. Nadie. Hacia delante. Nadie. Clarita copia el gesto. El grito se repite y ambas se dan cuenta de que viene del edificio. Ana se acerca un poco a la pared para estar segura. Viene del sótano. Ese es el lugar y el grito es de una mujer. Clarita observa cómo su mamá vuelve a mirar en todas las direcciones sin encontrar a nadie. Le vuelve a apretar la mano. -Hola, ¿quién está ahí?- pregunta Ana sin levantar mucho la voz, dirigiéndose al sótano-¿me oye? -Auxilio- repite la voz y Clarita piensa que
“Apenas se aleja, la calle se vuelve más silenciosa que antes. Entonces Ana se detiene bruscamente y frena con ella el paso de Clarita”
es imposible saber si eso fue una respuesta para su mamá o qué. -¿Qué pasa, ma? -Ssh, pará hija Clarita aprieta la cara contra la pollera de Ana y se muerde los labios. Ana vuelve a mirar en todas las direcciones. Ve una ventana abierta en la vereda de enfrente. -Disculpe. ¿Hola?- dice mientras hace señas con la mano. Escabullida entre las piernas de la madre, Clarita alcanza a ver a una mujer que asoma la cabeza por la ventana, analiza a Ana y a Clarita con la mirada y se mete adentro. Cierra la ventana y las cortinas. Ana intenta asomarse al sótano por un pequeño tragaluz. Trata de encontrar un ángulo que le permita ver hacia adentro pero no logra ver nada. Sólo empiezan a oírse golpes y, otra vez, un grito de mujer. -Vamos, ma- dice Clarita, clavándole en el brazo las uñas a su madre. Ana la mira, la carga en brazos, la aprieta contra su pecho, vuelve a mirar en todas las direcciones y no ve a nadie. Comienza a caminar a pasos cada vez más rápidos. Se alejan.
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Pedro Plaza Salvati (Venezuela) Los Bodies Estaba enfrente de la taquilla. Los afiches exhibían las interioridades y se me revolvían las tripas; una pequeña muestra de lo que había adentro (de uno y de la galería fantasmal). Entonces recordé aquel primer episodio y la razón por la cual me encuentro aquí, en contra de mi voluntad pero por decisión propia. Fue en la adolescencia: El acelerador lo tenía a fondo, la muñeca flexionada. En la parte de atrás del asiento de la moto, mi amigo Alfredo. Recorríamos los caminos como moscas hambrientas, cuando una zanja profunda nos catapultó al aire. Al caer, una certera piedra clavó su afilada extremidad en mi rodilla. Me senté al borde de la carretera de tierra y observé mi ropa ensangrentada, las telas rasgadas. Mi cuerpo empezaba a reaccionar. Halé el pantalón, poco a poco, y me encontré con un boquete como los que deja una granada fragmentaria. A través de la tela rota de aquel pantalón de rayas, como un depósito de bichos, observé el horrible espectáculo
de mis interioridades. Lo grotesco superaba el intenso dolor por la magnitud del golpe. Un hacha en forma de pensamiento se clavó sobre mi cabeza: ¿De qué estamos hechos? Lo había estudiado en el colegio, de manera superficial. Pero ahora lo había descubierto en la herida de mi rodilla; aquel cráter cacheteaba mi cara para decirme: ¡Estúpido!, ¿ahora entiendes?: ¡todo es una fachada! Me llevaron de emergencia al hospital. Me pusieron anestesia local. El médico sugirió, no sé por qué motivo, que observara la operación. A través de la herida podía ver, en detalle: huesos, tejidos, sangre y los cartílagos rotos que sustraía con pinzas y depositaba como pedazos de espagueti en una bandejita plateada cubierta por una tela blanca. La cicatriz quedó como testigo imborrable. Desde ese entonces, cuando veo una intervención quirúrgica en la televisión, cambio de canal; cuando observo un accidente, disimulo la mirada. Me había propuesto superar el trauma de la adolescencia presenciado esa exhibición de cuerpos humanos, enfrentando mis temores para dominarlos. Recuerdo que lo había intentado pero fracasé, no por culpa mía, debo aclarar. ¿Saben el cuento de cuando llevaron los Bodies a Caracas? Olvídense de realismo mágico. Esto es realidad pura y cruda. Aquellos cadáveres habían viajado a la capital de las balas como si fuesen un grupo de rock que se va de gira por el mundo. Superestrellas. Pero habría de enterarme en el periódico que, a las pocas horas de la inauguración, cuando los cadáveres ya se encontraban listos para mostrarse ante el público en el Centro Comercial Sambil, alguna autoridad con mayor poder que la que aprobó los permisos de la exhibición, ordenó clausurar la misma por razones de necrofilia. Un batallón de guardias, policías e inspectores fiscales apareció en el sitio. La policía investigativa, además, debía averiguar la proveniencia que tenían esos cuerpos antes de que abandonaran la capital, como cuando se les da una prohibición de salida del país a criminales sospechosos. Para ello, sin permiso de los organizadores, tomaron muestras de los tejidos corporales alegando que, en la aduana, habían
sido declarados de una manera fraudulenta como cuerpos plásticos. Al comprobarse en el laboratorio policial que, en efecto, se trataba de restos de seres humanos, se dio un plazo máximo de diez días para sacarlos el país. Las sociedades médicas y científicas protestaron por la decisión de las autoridades, considerándola anacrónica, por decir lo mínimo, de un estado de suma ignorancia. Los estudiantes de medicina cerraron calles y tiraron piedras y botellas hasta que fueron repelidos con gases lacrimógenos y perdigones. La empresa organizadora de la exhibición sacaba anuncios para informar al público que todos los permisos se habían cumplido. En represalia, los órganos impositivos clausuraron también las oficinas de la compañía. Los Bodies (admito que suena a pandilla Mara salvadoreña) estuvieron secuestrados varios días hasta que abandonaron el país. Ya no nos asombraba ni siquiera un secuestro de cadáveres: bien era sabido cómo los cuerpos sin vida quedaban amontonados en la Morgue de Bello Monte durante días con los familiares llorosos en las puertas del recinto. ¡Secuestro en la Morgue!, aquella pila de cadáveres amontonados unos sobre otros, esperando a ser atendidos. Pero no quiero desviarme, aunque hablemos de cuerpos sin vida. No deseo que esto se convierta en una denuncia. No se trata de eso. Ya es bien sabido lo que recomendaba Chejov a los escritores: no inmiscuirse en política. Lo que nos ocupa es bien concreto: Mi asco por el cuerpo humano, por ello enlacé el tema de los Bodies de la exhibición prohibida con la de los bodies de la morgue. Mi intención es contarles sobre mis traumas con las interioridades del cuerpo humano y cómo pretendo superarlos. Permítanme concluir: Un año más tarde del conato de exhibición caraqueña, me encuentro enfrente de otro centro comercial, cuando se da inicio a este relato, en la primera línea del primer párrafo. Estaba en South Street Seaport, desde donde se ve el East River y Brooklyn, cerca de Wall Street. Me reencuentro con los Bodies. Hacía calor y estaba en pantalones cortos y franela. Veía a la gente caminar, sobretodo turistas, con sus caparazones epidérmicas (blancos, mestizos, morenos, amarillos, negros)
contentivas de sangre, huesos, músculos, tripas y demás. Pensaba que la piel era más resistente que el Kevlar (la tela con que se fabrican los chalecos antibalas), para poder aguantar todo su contenido corpóreo durante décadas. Y me resonaba de nuevo aquella revelación cuando me operaron de la caída en moto: ¡Estúpido! ¿ahora entiendes?, ¡todo es una fachada! Me preguntaba si la interioridad del hombre está en el alma o en sus entrañas. Aturdido, compré un ticket. One Body, please, pedí con cierta ironía; como para burlarme de mi atrevimiento. Estaba tembloroso, las piernas flácidas, el corazón latía con velocidad, los genitales se me encogían de tamaño. Un frío recorrió el área lumbar de mi espalda y me entraron deseos de ir al baño. Comencé a caminar por los pasillos que me mostraban los cuerpos en distintas funciones: el hombre que juega beisbol; el fumador; el corredor. Los síntomas de alerta empezaron a normalizarse. No sé si fue por la valentía del acto o por desensibilizarme a los miedos, pero veía con aplomo irreconocible los cuerpos petrificados en su cruda realidad anatómica. Pensaba en la gente afuera, en la ciudad, con sus envoltorios perfectos y los comparaba con estos cuerpos de corazón detenido, sin impulsos electromagnéticos, con ese descarado nudismo extremo que exhibían sin pudor, más allá de cualquier playa nudista. Terminé de recorrer con calma la exhibición, unos doscientos cuerpos, según decía un panfleto. A veces me tropezaba con alguna persona y la comparaba con la de la vitrina: hombre vivo-hombre muerto; mujer con piel-mujer sin piel. Busqué la salida. Me sentía como una de esas veletas que cruzan las aguas un día domingo de cielo azul. Me encandilé con la luz del sol. Dirigí mi mirada hacia mi rodilla. Levanté un poco el pantalón corto que cargaba puesto. Pude ver una pincelada tenue pero imborrable: la caída, el pantalón roto, el médico, la sutura.
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Calina El timbre anunciaba la llegada del taxi que me llevaría al aeropuerto. Tenía las maletas colocadas enfrente de la puerta del ascensor. Avisé que bajaría dentro de cinco minutos. Quería dar una última mirada al interior del apartamento y hacia la ventana de la sala. La montaña todavía surcada por líneas rojas; incendios que producían una niebla con olor a pestilencia que tornaba la visión turbia, que se aparecía para estrangular las vías respiratorias, brotar la piel de alergias adolescentes. Esa bruma era como una dictadura hipócrita: todo lo hacía turbio y nauseabundo, pero sin decirlo de frente, como invasores de sistemas que se van apoderando de la integridad de las personas, para hervirlas a fuego lento sin darse cuenta; como a las ranas. La amenaza de la muerte en manos del hampa resguardaba a la población como avestruces. La ruptura de los valores, la glorificación de la ineptitud, el viaje a la ignorancia, la decadencia, la fiesta chabacana las 24 horas. Consumir electricidad se convertía en delito: cierre de negocios y multas que invadían los hogares como facturas de robos autorizados. Las tierras eran expropiadas, los servicios públicos en decadencia, la pérdida de ética del trabajo. Leyes, leyes, leyes: todas salían como pedidos de comida rápida que taparían las arterias del país con el colesterol de su contenido represor y punitivo del siglo veintiuno. El cerco era perimetral. El ataque era por todos los flancos. A medida que el termómetro de la intolerancia subía de temperatura, cada vez había menos razón para no marcharse; una nación de extraños conocidos. Las familias se habían separado. Los que todavía se quedaban también se sentían extranjeros en su propio país, como si un día te despertaras y encontraras todo cambiado; alienado por el humo de la calina y la niebla de la bajeza humana... Antes de cerrar la puerta veo el reflejo de lo que soy y dejaré de ser: el
Buda en la mesita de la entrada, el espejo, las flores marchitas, la foto de la boda. Me sentía extranjero en ambos sitios: del que te vas y al que no has llegado. Llevo las maletas cargadas de mi vida ahora portátil: documentos, fotografías, libros y ropa. No ha amanecido. El taxi inicia su recorrido; mi despedida en movimiento. La calina se deslizaba dentro del carro a través de los ductos inertes del aire acondicionado, arrejuntada con los titulares sofocantes del diario matutino que yacía como un cadáver sobre el asiento trasero. Sentía la glotis estrecha. El país partido en pedazos agonizantes. Me quedé mudo. Suspendido en el tiempo.
Ruidos
He tenido un día agobiante. Los taladros son implacables en su perforación constante. La ciudad se regenera a través de su continua autodestrucción. Me tapo las orejas para no escucharlos mientras cambia la figura de la mano roja a la del hombre blanco que camina. La alarma de los bomberos, la sirena de la patrulla, la corneta de los taxistas, el grito de los locos: Nueva York. Mientras avanzo pienso que los ruidos y las bacterias son los vasos comunicantes entre la ciudad y el cuerpo. Observo a la gente que sale del metro. Camino en dirección contraria a la multitud. Llego a mi destino. Apurado, saco el carnet de mi cartera. Deslizo la tarjeta plástica en la posición señalada, con la banda magnética hacia abajo. Entro. Mi cerebro está sobrecargado como una computadora cuando se guinda y aparece un círculo azul que gira y gira. A esta hora, al final de la tarde, hay mucha gente. Entran con prisa, temerosos de perder una cita consigo mismos. La sumatoria de todas las cabezas arroja cientos de miles de pensamientos angustiosos que flotan en el espacio arrejuntados de manera invisible con los míos. Son muchas las historias de los que, no
soportando la presión existencial, se suicidan aquí. Pienso en Vila-Matas y sus Suicidios ejemplares. Lo tendré que pedir algún día, creo que lo tienen. La gente carga maletines, morrales, carteras, computadoras, periódicos, aparatos de música, libros. Me acerco justo al borde donde se abre la puerta de metal. Siento un aliento desagradable que se posa sobre mi nuca, un vientecillo humano cargado de bacterias. Dicen que esta ciudad está llena de miles de bichos microscópicos provenientes de todas partes del mundo, esperando a que algún tonto abra la boca, para entrar dentro de ella, como polizonte que se desliza por la tráquea, para incubarse y reaparecer agrediendo al cuerpo. Dicen que este lugar es un zoológico humano. Llega la unidad de transporte. Se enciende una luz. Sale gente, entra gente. Se cierran las puertas. Bostezo al momento en que se escucha un estornudo que suena como una bomba y esparce sus esquirlas de saliva en el espacio confinado. Se desplaza la unidad a través del túnel o cavidad. Primera parada. Sale gente, entra gente. Busco donde sentarme. Encuentro una esquina solitaria. Saco mi libro y comienzo a leer. Pienso que me va a ir bien. Pero los ruidos empiezan a subir a medida que se colman los asientos. No puedo concentrarme. Es insoportable. Cierro el libro con rabia. Tengo deseos de golpear a alguien, pero nunca he sido violento; me lo repito en silencio para no olvidarlo. Me paro. Camino hacia la puerta de metal de la unidad de transporte. Se desplaza con un estruendo mecánico que no escuché la primera vez que me monté, quizás no estaba tan aturdido como ahora. Otra respiración nasal sobre la nuca. Sale gente, entra gente. Última parada. Camino. Antes salir a la calle, de frente, me encuentro con el buzón metálico que asemeja un contenedor de basura pero que dice Book Return. Por alguna razón volteo hacia arriba. Veo la altura que produce una sensación de vértigo invertido. El Washington Square de frente. Los gritos de los locos. Me dirijo al metro.
Kadiri J. Vaquer Fernández (Puerto Rico) Si fuese capaz de hacer un puente Si fuese capaz de hacer un puente, más allá del pretexto del texto, con miniaturas, alfileres singulares, y tus manos. Abrir a la fuerza la boca de una bestia arrinconada detrás de los árboles, pero pensar en los niños arropados con pieles ajenas.
Y decir, decir que el anonimato es un cliché necesario, para vernos, más transparentes que la luz, más humanos de lo que somos. Si fuese capaz de hacer un puente, agrupar caracoles como agujeros y hacer un sólo vacío de los dos, desdibujar perfiles como se desenredan sonrisas. Alcanzar el nicho más recóndito donde nace el animal que [me] corroe. Caminan sonámbulos, los ojos vendados con trapos de telaraña. La imagen cuarteada por fragmentos de polifonía. Y no recuerdan cómo nombrarse, porque las plegarias se escupen con vehemencia hacia el vacío.
Si fuese capaz de hacer un puente, desdoblar los límites intangibles que [te] persiguen, moldeándo[nos] a cada paso. [que son piedras en los bolsillos, sin puente, ni manera de achicar la distancia, porque de tu boca a la mía insiste lo deshabitado. Y tú huiste del tropiezo, cuando yo salí a buscarle.] Si fuese capaz, [si fuese capaz] de forjar este puente, tú seguirías alejándote, y yo, siempre, con los brazos vacíos.
Lorea Canales (México) Hace 41 meses i. hospital, jueves, ocho de la noche, dos días de retraso, contracciones, segundo parto, doctores en lugar de comadronas, el mito del parto en el bosque ya lo sufrí sin éxito, vengo de una larga línea de mujeres que tuvieron hijos sin anestesia, ni mi madre, ni mi abuela, ¿cuántos partos para llegar a mí? ¿cientos? ¿miles? Larga, larga línea de mujeres bravas, yo no, en el bosque nos hubiéramos muerto ana y yo, pido anestesia, no hay cuartos, lo están limpiando, dicen, salita de espera, me ponen la bata, monitor fetal, checan mi dilatación y piden que espere, mis gritos, mi dolor, la doctora se va ii. mi dolor incrementa, las contracciones se acercan, se me rompe el agua, siento calor, algo de alivio y vergüenza como si me hubiera meado, no hay doctor, no hay cuarto, tu padre intenta apaciguar mi dolor y mi angustia actuando con calma, como si no pasara nada, más dolor, sudor, desespero, me quiero mover, quiero pararme y caminar, en ausencia de doctores y anestesia quiero que me dejen hacer lo mío, ponerme en cuclillas, gatear, todo para aliviar este dolor, para aliviarme iii. no dejan que me mueva, el monitor no puede mandar señales, tengo que estar quieta, intenta la enfermera en vano ajustar el monitor a lo que una vez fue mi cintura hoy un enorme vientre hiriente, cada contracción un grito, ya no puedo más, rujo con todas mis fuerzas, quiero que me oigan, que me atiendan, que limpien el cuarto, que llegue la anestesia
de pronto
un dolor más allá del dolor verdadero electroshock mi espina dorsal fuego de mi garganta el último instinto grito terremoto la doctora ahí (ahora sí) el bebé ha roto mi útero peligra entre mis vísceras el reloj marca las 10:00 de la noche
cuatro minutos después
te sacaron niña mía morada y desvalida casi muerta un nada de vida
10: perfectamente sano, rosado, vivaz
0: los muertos
1.
cuatro minutos sin respirar, es mucho tiempo de 0 a 10 califican la vida
a ti te dieron un 1 un ápice de vida
te inyectaron te entubaron intentaron revivir tu cuerpo flácido y grisáceo moribunda
yo, dormida, anestesiada, se ocupaban de mí, la sangre perdida, las vísceras desgarradas
tu papá nos veía a las dos, al borde de la muerte
me pidió perdón y salió contigo, te llevaban, mi chiquita, a cuidados intensivos
en el camino
con tus manitas de recién nacida, de recién desvalida, sacaste el respirador de tu garganta, lo arrancaste, los médicos no podían creerlo, se apresuraron a reinsertarlo, pero el jefe de neonatal dijo: déjenla! nos está diciendo algo, y te dejaron respirar sola
tú solita
Julia Mar
2. no hubo tiempo de asimilar el terror sólo heridas y un grito la electricidad del daño shock sangre el miedo llegó después de lo que pudo haber sido de lo que no pasó 3.
Saber, que mis entrañas se desgarraron que he sentido el dolor tengo mis heridas de guerra nadie me va a decir lo que es sufrir
Saber, cada vez que te veo, que pudiste no ser
Saber, que la vida es tan frágil y en cada momento te puedo perder
y que te quiero, y que te adoro
y que eso a la muerte no le importa
Saber, que todo es momentos
Edgardo Núñez Caballero (Puerto Rico) Expecting Rain Everybody is making love or else expecting rain. Bob Dylan Que los pájaros se estrellen contra el pecho de los vientos, que los vientos se abalancen sobre el vientre de los muros, que los muros se despeñen sobre el filo de la herida, que la herida se acurruque entre los pliegues de la cama, que la cama quede intacta bajo el peso de los cuerpos, que los cuerpos beban sed y que la sed se abra camino, que el camino se abra paso entre las piernas de la muerte, que la muerte se sonroje si la miras a los ojos, que en los ojos crezcan patios y en los patios crezcan niños, que los niños se repartan lo que quede de la casa, que la casa se hunda intacta
30 Rue Didot cuando llueva desde abajo, que de abajo surjan flores entre escombros de muñecas, que la piel de las muñecas sea más tersa en los espejos, que el espejo se parezca mucho más a la ventana, que ventana sea otra forma de llamar a la escalera, que se empape de escaleras la salida del infierno, que el infierno se distraiga si volteo la cabeza si evaporo tu mirada, que me mires con los dedos, que los dedos sean imanes, que imagines que el olvido está pactando su derrota, que derroten a la bestia con la sed de sus colmillos, que el colmillo sea la sombra del futuro que no vino, que con vino se emborrachen de certeza los derviches, que el derviche gire y gire y que del giro tiemble el suelo, que el temblor se haga oleaje, que la ola te devore bajo el peso de su lengua, que la lengua no descanse, que el cansancio lance piedras y las piedras lancen flechas, que las flechas lancen dados, que los dados nunca acierten.
Si amanece (digo, es un decir), que no se te escape la súbita serpiente de la sangre subiendo ilesa a la fiesta precaria de la sístole y la diástole, la noche atada a una pata de tu cama, la noche atada al ritmo inexacto de tus ojos quietos: esa trampa perfecta que has inventado para dormir junto a la muerte sin despertarla.
Las aves lo intuyen: no es el calor, es la alegría criminal de los parques. Los perros la huelen. Los viejos la albergan latiendo discretamente en los riñones. Los niños la cantan: la brisa babosa jadeante ya casi está cerca la brisa jadeante ya viene babosa manchando solapas matando cigüeñas babosa jadeante rabiosa ya casi está cerca la brisa.
Manuel Fihman (Venezuela) Receta Al pasar mi lengua por tu horno me convertí en ornitólogo capaz de identificar faisán emú dodo codorniz buitre ánsar Al hundirme en tus ollas tengo ojos garzos firma y firme Escoffier fue un ornitorrinco
Navajo Joe en Herald Square Sus manos encierran un alcornoque para cuando extraña el vino piensa hacerse santo en las calles de Santa Fe no de Yootó Nos conocimos en la plaza del mensajero sin nombres claro él se llama Joe Intercambiamos comida trago bendiciones él comió él tomó yo me hice santo todo en las calles de Nueva York no de Santa Fe tenía implementos de plata de turquesa esas trenzas de mujercita tan indianas Nos hicimos gordos en la avenida de las américas Apache de Nabajó te imagino cuervo y cosmonauta te sueño apache del soviet abrazando un Gagarin de peluche te convierto en la luna para que otro vaquero de brazo fuerte te pisotee
Elvira Liceaga (México) Accidente con ballena cesa la producción de alternativas hasta nuevo aviso Elvira Licéaga, corresponsal Hace unos días en la Isla Bogart, donde no caben más de trecientos cuarenta y siete habitantes, razón por la cual el índice demográfico es estrictamente controlado, un desastre natural causado por el acto cirquense de una orca, erradicó a ciento cuarenta trabajadores de la productora de segundas opiniones más importante del mundo, La Otredad.
El director general de La Otredad, Nemesio Arbitrio, manifestó sus condolencias a los familiares de las víctimas, e informó a los mismos que la compañía cubrirá todos los gastos funerarios, a través de un comunicado en el diario corporativo Dialéctica: “En nombre de todos los que conformamos La Otredad, expreso la profunda tristeza, desconsuelo, aflicción, pesar, que nos provoca, causa, origina, el fallecimiento de los ciento catorce empleados que recientemente perdimos y que cada día durante novecientos ochenta y cuatro años sirvieron honorablemente a la libertad a partir de la necesidad de tantos clientes a quienes satisficieron.” La producción de diferencias, oposiciones y demás contrarios que La Otredad ofrece al resto del mundo será cancelada hasta nuevo aviso, debido a los severos daños que la planta y su archivo de once mil doscientos sesenta y ocho millones de alternativas, sufrió. Además de la necesaria contratación de nuevos empleados del exterior. Los efectos secundarios de la clausura de la fábrica resultan inconmesurables para la toma de decisiones de la población global. De ahora en adelante, los juicios, dictámenes, decisiones, proyectos, diagnósticos, sentencias, determinaciones, preferencias, postulados, hipótesis e incontables primeras ideas que son consultadas cada hora, se llevarán acabo sin disyuntivas hasta la reapertura de la industria, sin fecha estipulada. Por lo que respecta al consejo ecuménico, la preocupación por la aceptación de lo inmediato como lo verdadero, un cambio radical en la vida de los individuos, es urgente materia de análisis: “Las consecuencias de la escasez de relatividad son aún inimaginables.” Mientras las autoridades gubernamentales desarrollan un plan para contrarrestar certezas, se recomienda la autocuestión en la medida de lo posible, para trascender el automatismo continuum rutinario de la existencia cotidiana.
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“La producción de diferencias, oposiciones y demás contrarios que La Otredad ofrece al resto del mundo será cancelada hasta nuevo aviso”.
Osvaldo Luis Cintrón (Puerto Rico) La perra de mi vecina “¡Dejen el drama, puñeta, pal carajo el drama!” Anda al peo, aquí se va a formar. Carla Capalli corre desnuda por el pasillo del Centro Judicial de Bayamón mientras un viejo le dispara con un rifle de Gotcha! con balines que explotan sobre su piel con un líquido rojo que parece sangre. Se manifiestan en contra del abuso de animales en Puerto Rico. El alguacil saca a la famosa militante cuya desnudez llama más la atención que la mismísima protesta. Mientras, mi padre no pierde tiempo para insultar: “¡Sácala pal carajo, está bueno ya de tanto circo!”. Los manifestantes enfrentan a papi tildándolo de insensible. Lo insultan con cierta elegancia, sin malas palabras. El parece molesto pero en el fondo disfruta que lo tilden de vulgar. El reportero gráfico de Noticentro aprovecha y enfoca todo de cerca. Más adelante Guillermo José Torres lo dirá frente a cámara en el noticiero de las cinco. Le añadirá la credibilidad que le falta. Subrayará la desmesurada crueldad de mi padre. La Comay, a falta de bochinches, no resistirá la tentación de incluirlo en SuperExclusivo. La marioneta se autoproclamara abogada del pueblo y pedirá que le echen todo el peso de la ley.
Entraremos en sala. Se ventilará lo que se supone sea la verdad. Acusan a mi padre de haber matado a la perra de mi vecina. No es el asesinato de otra persona. Aunque, siendo honesto, hay personas que si no existieran le harían un favor al mundo. ¿Cuánto de verdad tiene este asunto? Les pinto el cuadro. La vecina de mis papás tiene su “background”. Cuando joven se casó y tuvo dos hijos, un varón y una hembra. Esos nenes tienen de padre a un hombre que estuvo en la cárcel y que cuando lo enviaron a un programa de desvío se ganó el apodo de “Crea”. Siendo adicto a la heroína- que no se inyectaba pero que olía- hacía la calle para pagarse el vicio. No era feo, aunque se puso feo, y su clientela era bien amplia porque -como la constitución- no discriminaba por razón de sexo. Los hijos eran pequeñitos, y a veces usaba al varoncito para pedir en las luces. Mi vecina no pudo más con el asunto y se divorció. Como era de esperarse la patria potestad le tocó a ella. La abuela de los chiquitos, para ayudarla, la acomodó en la casa de sus fenecidos padres. Esa fue la herencia que le dejaron a ella y a su hermano que está muy enfermo y que quiere venderla. La mamá de mi vecina no quiere venderla en espera de que se muera y así evita dividir el dinero. Por esto, acomodó a su hija ahí para asegurarse de que alguien le diera mantenimiento a la casa. Y sí, mi vecina con sus dos chiquitos la ha mantenido- sucia- siempre, con basura en la marquesina, periódicos que solo atraen ratas y cucarachas. Aledaño a mis padres destaca este aposento como un verdadero vertedero clandestino. La fachada permanecía el año entero llena de hojarasca y ganchos secos. Tan es así que al frente tenía un árbol enorme que nadie plantó y que era el terror de la vecina de enfrente quien todos los años pronosticaba la caída del armatoste encima de su casa en época de huracanes. Mi mamá se quejaba porque “tanta podredumbre amenaza la higiene y el ornato del vecindario”. Iban y alegaban a la custodia sobre el asunto de tanta porquería. Ella rápido les decía que le era indiferente lo que le pasara al árbol o a los viejos adyacentes que pudieran verse afectados
por el imaginario fenómeno atmosférico. Los vecinos se unieron y enviaron una carta al Municipio para que lo tumbaran. Fuera el árbol, acabaron con el problema. No pasó mucho tiempo para que la vecina volviera a ser la comidilla de los habitantes de tan distinguido vecindario de urbanización que de a poco iba transformándose en barrio. Ella y sus hijos, que crecían nada despacio, adoptaron una perra sata. Ser sata no era el problema, la complicación venía cuando entraba en celo y se sobrepoblaba la calle de perros que venían de todos lados y de todas las razas, incluyendo los ya ilegales pitbulls. Un boquete en la enmohecida reja del balcón de la casa- daba acceso expreso a la perra y sus secuaces. Los canes respondían prestos al llamado de sus instintos. Peaje de libertad que la perra también aprovechaba para contonearse por la vía custodiada por sus pretendientes tan pronto su dueña se montaba en la guagua-van y se iba. Prontamente la perra, como era de esperarse (pues los animales no conocen de preservativos) se preñó. Y después de ese embarazo volvió una vez y otra vez, y muchas veces más, hasta llegar a todas las veces. La vagina de esa perra logró convocar más perros que el mejor partido político local. Llegar a mi urbanización, o por lo menos a mi calle, era formar parte de una jauría “espectacular”. Aquellos perros eran invasores de propiedad privada y ladraban a carros, bicicletas y patinetas. A tecatos de los que andan con carros metálicos de esos de hacer compra que con la brea y el bitumul de la calle suenan como cascabeles; y a otros adictos, los discretos, esos que ni se oyen cuando pasan. Los perros se convirtieron en la alarma que nos avisaba del paso de transeúntes, sin embargo ignoraban a los gatos. Un día, una viejita que iba a llevarle merienda a su nieto en uno de los colegios aledaños, cayó de culetazo ante la sorpresa imprevista de los ladridos de aquella ganga furiosa. Ese momento coincidió con la salida de Papi de casa que les tiró furioso con un par de piedras. La viejita apenada con la afrenta decía: “Ay bendito, no le haga eso”, y mi papá sin encomendarse a ningún gran poder del cielo le dio su buena mandá pal carajo: “Ah, pues deje a ver si se la comen y de una vez
le pegan rabia, canto e’ vieja cabrona malagradecía”. Bregar con mi papá es imposible pero no había caso en llevarle la contraria porque en efecto la perra de mi vecina se había acostado ya con tantos que un aire de sarna acompañaba la orquesta de perros. La jauría endemoniada motivó nueva asamblea de vecinos y mi papá se autodenominó portavoz del tan esperado encuentro con la vecina, a lo que la susodicha no dudó en responder que esos perros no eran de ella, que la suya era la perra. “Sí, pero a tu perra la siguen todos esos sarnosos y te voy a decir una cosa, si uno de ellos muerde a alguien y te demandan voy a ser el primero en testificar en tu contra”. Pero, ya tú ves, no hizo falta. No tuvo que testificar por nadie. Un buen día en que los perros trataron de morder a mi sobrina mi papá los liberó del sufrimiento de no tener dueño. Salieron corriendo y nunca más volvieron cuando el viejo le cayó a balinazos a la perra de mi vecina matándola. Salimos de sala porque se suspendió la vista a causa de que faltó uno de los abogados. En el pasillo ya no habían manifestantes, Carla Capalli se había ido, obviamente vestida, y al reportero de las noticias le informaron de la suspensión del juicio por teléfono. Ahora mi vecina es la nueva portavoz pro derechos de los animales. Nunca soñó ser tan famosa. Tanto que El Nuevo Día le dedicó un reportaje a página completa en la edición especial del domingo.
Mi tía y mi prima Llegado el momento la desnuda en el cuarto. Acomoda la silla con ruedas junto a la cama. Le pone el freno. Mientras la sostiene por el brazo, las dos piernas se juntan para apoyarla, se impulsa y en un pivotazo cae sentada en la silla. Le musita palabras tiernas mientras la cubre con una frisa calientita. Ella agradece el gesto. Estar desnuda le da pudor extremo. La dirige empujándole la silla hasta ubicarla justo al lado de la ducha. - Tienes que hacerme un favor. - Dime. - Quiero que busques a Frieda y le digas que venga. - Claro. Se lo digo.-mientras, le ubica el jabón y la toalla cerca. - Yo no sé donde se ha metido esta muchacha. - Pero déjala, Frieda es una mujer adulta. - No. ¿Cómo me pides que la deje y me haga de la vista larga? - ¿Cómo quieres el agua? ¿Calientita o fresquecita? - No me cambies la conversación que aquí hay que hacer muchas cosas y no es justo que al final termines tú haciéndolas todas. - Pero no te preocupes, tenemos un ama de llaves que nos envía el Municipio…-le dice mientras le rocía con el agua- y viene dos veces por semana. - No me lleves la contraria.- casi se agita.- Esa muchacha se pasa todo el día pa’ rriba y pa’ bajo en ese carro. No para la pata. Luz de la calle oscuridad de la casa. - Está bien, cuando la vea le digo que preguntaste por ella.
- Es una desconsiderada. ¿Y Vitín, dónde está? - Vitín se mudó a un terreno en el campo donde hay muchos árboles.- con el tedio de lo repetitivo se comienza a fabular. - ¿Al campo? ¿Sólo? - No. Con abuelo y abuela. - ¿Con papi y mami? Pero si mami y papi están muertos. - Por eso, murió hace tres años.- Mi tía se vuelve y la mira. - Pero si tú eres Frieda. - ¡Aja! Te diste cuenta. ¡Te cogí hablando mal de mí, pícara! Tiernas y traviesas madre e hija se abrazan. En el desagüe aparece el ojo de un huracán.
El culo de Ernesto “Impresionante como algo minús(culo) puede significar tanto en la vida” - Ernesto
A Ernesto se le empezó a complicar la vida el día que se dio cuenta de que su culo no le respondía. Cuando una parte del cuerpo se rebela, como es de esperarse, desencadenará todo un cha-cha-chá de complicaciones muy serias. Ernesto era contador en una de las agencias aseguradoras españolas establecidas en la isla desde hacía más de una década. Su alto sentido de profesionalismo le permitió conseguir un puesto destacado en su empresa, porque los más altosobviamente- eran reservados a los legítimos hijos de la península ibérica. Luego de un primer matrimonio fracasado conoció a Melina y, reconociendo que no era hombre para estar solo, volvió a casarse. Durante cinco años
intentaron generar prole porque su mamá insistía en el asunto de querer ser abuela, pero el reloj biológico de Melina ya había pasado a la medianoche de la infertilidad. Muy a pesar de esto, Ernesto le dio pichón y se dedicó a disfrutar la vida. Viajó con Melina casi el mundo entero. Compensó su carencia de hijos dándose tender loving care, acicalándose, y convirtiendo el gimnasio en su templo. Allí desarrolló pectorales y bíceps, incrementando el atractivo de estos atributos. También jugaba baloncesto un par de veces a la semana, y era distinguido entre todos por su carro deportivo rojo. Los viernes sociales iba con la gente de la oficina a darse unos tragos. No bailaba nada. Por eso, gran parte del tiempo que pasaba en el chinchorro lo invertía jugando billar o discutiendo los temas más candentes del momento en los que siempre imponía su criterio. Un día alguien no pudo más con su fronteo y le robó el culo. Estaba entrado en palos y no se dio cuenta. “Yo que tenía poco, ahora no tengo nada”se lamentaba. Toda su vida había sido chumbo. Dio vueltas por el local a ver si se le había caído o sipor una distracción- lo había dejado tirado en algún lugar. Pero nada. Ni rastro. Ahora sí que le ajustaba a perfección el apelativo de Sinatra (Sin- ná- atrás). Llegar a la casa y explicárselo a Melina iba a ser un calvario. “Esta va a pensar que yo doy culo a lo loco por ahí”- pensaba angustiado Ernesto. Cuando se lo dijo, la asustó mucho pues nunca- en sus 15 años de casados- lo había visto llorar a moco tendido. Le explicó. - Te lo tengo dicho. Si vinieras derechito pa la casa los viernes en la noche esto no te pasaba. - ¿Y ahora qué hago? - Lo obvio. Una querella en el cuartel. - ¿Para qué? ¿Para qué se rían de mí? - Y entonces, ¿qué vas hacer? - Ayunar hasta el lunes para ver qué me sugiere el médico. El lunes hizo lo correspondiente. Llamó al trabajo enfermo para justificar su ausencia. - Te conseguiré otro.- le dijo el médico.
Menos mal que el médico era amigo suyo. Fue él que le curó varias veces de ladillas y gonorrea, cuando bajo los efectos del alcohol le daba por rescatar flejes de la calle para bajarse el queso. Gracias a la complicidad machista, el médico, lo curó rápido y la mujer ni se enteró de los cuernos. - ¿Tengo que esperar mucho por un culo? - Casualmente ayer donaron uno. Déjame ver. - Yo pago lo que sea. A estas alturas no me voy a poner exigente. El médico hizo las llamadas pertinentes. Un par. - Estás de suerte. Tenemos uno. El único. ¿Lo quieres? - Seguro. Pa seguida. Así fue como Ernesto adquirió un nuevo trasero y regresó a su casa tranquilizado. *** La semana transcurrió sin ningún evento extraño. Las nuevas posaderas le funcionaban perfectas. Ernesto diría que hasta mejor que las propias. Estas, en lugar de restarle atributos, le ayudaban. Frente al espejo, hasta donde podía mirar, lucían firmes y levantadas, como dos simétricas burbujas. Ernesto ahora contaba con dos cualidades adicionales de las que nunca había presumido. En sus años de juventud perteneció al grupo de los acomplejados por el nalgudo delirio de la escasez trasera, pero ahora, por primera vez, podría vanagloriarse de sus posteriores protuberancias. Cabe señalar que aunque chumbo nunca faltó mujer que le dijera “--lo que te falta atrás lo tienes alante”. Por ende, nunca se quejaba. Pero la vida- en un viraje insólito- volteó la moneda, concediéndole un nuevo nalgatorio. De pronto los paupérrimos glúteos robados dejaron de ser motivo de añoranza y Ernesto, por una suerte del destino, era ahora portador de un nuevo sol, blando y tuerto, yaciente en lo más oculto de su cuerpo; fuertemente amurallado por el contorno de dos carnosas asentaderas capaces de proteger su tan indefenso cíclope.
Saldría a confirmar si su nueva abundancia era capaz de acelerarle nuevas conquistas. Se fue de viernes social a donde siempre. El cuchitril estaba lleno de gente. Compañeros de la compañía que nunca faltaban. La música, como de costumbre, sandunguera. Luces intermitentes coloreadas parecían celebrar alegóricas su nuevo ojete. Pero, después del primer whiskey, Ernesto comenzó a notar que el fondillo, además de adiposidad, tenía mente propia. ¿Mente propia? Más que mente, ritmo. Algo de lo que también había adolecido. Dos congas eran suficientes para que el contorno de Ernesto quisiera contonearse como tembleque, proveyendo al caderamen de una noche de furiosa tembandumba. “Diablo- pensó Ernesto- ¿qué carajo es esto?” Más adelante se daría cuenta de que ni en los boleros se abstenían las cachas. Tanto fue el nerviosismo de Ernesto que prefirió pensar que lo de la culata era un tic nervioso controlable si seguía bebiendo. ¡Error craso! A medida que la noche seguía el trasero cocolo se ponía cada vez más amistoso, jacarandoso, ostentando movimientos atrevidos y arriesgados. Las chicas culófilas lo adoraron. Rendían pleitesía a las mellizas pellizcándolas, frotándolas y hasta traviesamente golpeándolas. En la bachata se manifestaron discretas, en la salsa más o menos; un terremoto fueron en el merengue y en el reggaeton- ¡Ah, el reggaeton!entonces fue de paga y vámonos. ¡Cómo culeaba el hijoeputa! Eso fue lo último que Ernesto recordó de esa noche. *** Preocupado visitó el siguiente lunes a su amigo- el doctor. - ¡Dios mío, qué vergüenza! - ¿Pero no te quejabas de que antes no bailabas? Saliste de lujo. Con doble premio. - Yo decía que tenía dos pies izquierdos. - Pues, ahora te enteras. El ritmo se lleva en las nalgas.
- Dime la verdad, ¿de dónde salieron? - ¿De veras quieres saber? - Olvídate, ya el daño está hecho. - Pertenecieron a uno de los bailarines que más odiaba La Chacón. - ¿Y por qué lo odiaba? La vedette interpretaba la abundancia nalgatoria del bailarín como una afrenta personal contra ella. Decía que le hacía competencia y que sería capaz de distraer la atención de sus fans. Por eso lo mandaba siempre a que bailara al fondo, no porque bailara mal. - ¿Todo eso puede hacer un par de nalgas? - Y contra las de Iris Chacón, que no son cáscara de coco. - O sea que soy un privilegiado por tener unas nalgas memorables. - Las más temidas por La Bomba de Puerto Rico, después de las de sus hermanas- añadió el médico revelándose farandulero-. Imagínate que Iris le tenía prohibido a los camarógrafos del canal que enfocaran al tipo. - ¿Tanta cosa por un par de nalgas? - Más que nalgas, fueron glúteos mortificantes para ese pobre muchacho. Por eso terminó donándolas, renunció a su carrera de bailarín y se convirtió en cómico. Ernesto salió del consultorio regocijado. Ni siquiera alzar pesas le había proporcionado tanta satisfacción. ¿Un buen par de nalgas en un hombre se compara a un buen par de tetas en una mujer? Ernesto tendría el resto de su vida para comprobarlo. *** No. Da pena decirlo pero no todo resultó satisfactorio. Como por ejemplo, cuando salía a la calle y alguien tenía la música a to jendel en el carro. No se veía apropiado que un macho anduviera por la encendida calle antillana dando bandazos, masa con masa. O en ocasión de un viaje a Nueva York, cuando a la altura de la cuarenta y dos -en el tren 5- un par de
congueros encendieron el bembé en medio del pasillo del furgón hasta llegar a Union Square, Ernesto impuso disciplina a las meninas y se cambió de vagón. Mil veces tuvo que inventar una excusa para ausentarse a algún tambor de santería porque el chékere y las congas eran una combinación enajenante, capaz de convocar el desquicio en las ancas. Sin respetar, las pompis de Ernesto llegaron al colmo de la herejía y la irreverencia. El repiqueteo era capaz de convertirlas en protagonistas burlando irrespetuosamente la solemnidad de los orishas. Todos al final exclamaban “Aché pa tus nalgas” y “Maferefun, tu culo”. El culo era su hijo y como tal lo trataba. Por eso se vio obligado a condicionarse a qué fiestas asistía. Por tanto, no es correcto afirmar que tener un culo contento es razón para sentirse privilegiado. Una carnosidad trasera alegre trae consigo ciertos sacrificios. Ernesto lo tenía claro, y podía escribir de eso- si se lo pedían- tomos enteros. Sin embargo, prefería obviar esos pequeños detalles pues le resultaba más conveniente abundar sobre los otros beneficios. *** El destino no le dio tregua y volvió a jugarle la trastada. Fue en un viaje a Nueva York. En González & González se lució como todo un Travolta hispano. Durante el receso con el “si nos dejan, nos vamos a querer toda la vida” de fondillito musical, el nuevo culo de Ernesto desapareció. - Yo quiero mis nalgas de vuelta.- llamaba larga distancia a Melina para contarle con desesperación. - ¿Vas a seguir? Ven adonde el médico a que te consiga otras. - No quiero vivir eternamente con nalgas ajenas. Yo quiero el culo que tenía. El que lo tenga que me lo devuelva. - ¿Qué vas hacer ahora? - A reportar el robo en el cuartel de la policía. - ¿En Nueva York? - Aquí no me conoce nadie más que mi
hermano y por rescatar ese culo hago lo que sea. Ernesto, armado de coraje, salió a reclamar lo que era suyo, o por lo menos lo que la vida se había encargado de otorgarle y que algún inoportuno le había arrebatado descaradamente. Llegó a la jefatura y en su inglés sin barreras le explicó a los uniformados su infortunio. Ellos, entre labios, disimulaban la gran carcajada. Ernesto se dio cuenta. Esta sería una jornada muy cuesta arriba que probablemente tendría que hacer sólo porque para unas nalgas no existía un amber alert, y de seguro no le iban a permitir poner una hoja suelta con número de contacto y foto, en postes y subways. Cada minuto que pasaba Ernesto se sentía más frustrado. - Lo que pasa es que a los gringos les importa un culo el culo que tengan. Sabe Dios si se lo han robado a mitad de la población y ni se han enterado.le decía por teléfono a Melina. - Ya han pasado dos semanas, Ernesto. ¿Piensas quedarte? - Esperaré lo que tenga que esperar.- insistió obstinado. - Vente pa ca, pa la isla. Yo hablé con el médico amigo tuyo y dice que esta semana le llegó el culo de un senador espiritista. Quizás con ese puedas ver el futuro y encontrar el otro. - Muy graciosa.-nadie parecía tomarlo en serio- Ya te dije. No quiero culos ajenos. - Pero si ese culo no era tuyo. - Quiero el que hasta ahora era mío. - Ernesto, Ernesto… - Dejo de llamarme Ernesto si no recupero esas nalgas. - El tiempo corre. Más vale que resuelvas antes de que te boten del trabajo. - Estoy bregando en eso. De nuevo se personó en la oficina policial de distrito. Ellos, para sacárselo de encima, se inventaron que del aeropuerto les habían informado que su trasero iba de regreso a Puerto Rico. Que no lo habían interceptado pues el avión ya estaba en el aire cuando se dieron cuenta. “Menos mal- pensó Ernesto- que no salió para Sur América o Uganda, porque entonces sí
que me iba a salir bien caro”. Sin hacer maletas se fue para JFK. Menos mal que tenía millas acumuladas y el pasaje no le salió tan caro. “Qué obsesión tiene la gente con los jodíos culos”- pensaba. “¿Se habrá ido en primera clase?” Mientras esperaba en el Gate 25 de la remodelada terminal de Jet Blue, le asaltó el recuerdo de Los Comandos. “¿Será sólo a los puertorriqueños que nos fascina esto?” se preguntaba pensando también en aquella crónica de Rodríguez Juliá que leyó alguna vez en la universidad y que fue inspirada por La Chacón. “Coño pero esos son otros culos. El mío es masculino.” Ernesto prefería afirmar el no-género de sus retaguardias, sin pensar que la proximidad del tuerto a los lugares pudendos, en un desliz inesperado, puede ampliar la visión hacia un júbilo trascendental reservado sólo a los más arriesgados. Llegó el momento de abordaje. “Hemos pasado dos semanas separados”- se lamentaba Ernesto mientras caminaba. Ya adentro de la nave se sentó en la fila de emergencia, en la butaca 11D que daba justo al pasillo. Cerraron la escotilla de entrada. Oía a la azafata dar las instrucciones pertinentes cuando le asaltó una duda: “Y si ese culo me abandonó voluntariamente porque ya no era feliz conmigo.” Pensamiento maldito que lucubró hasta convertir en respiro relajado convencido de que un espíritu de cordialidad los había unido. “Pensar que se dio a la fuga es inaudito. Fue que me lo robaron.” Un aire de satisfacción iluminó su cara cuando rodó la nave por la pista. “Mi culo tiene mente propia pero yo no he sido un mal amo.” El piloto, seguidamente, anunció por los altoparlantes que serían los próximos en turno para el despegue. “Creo que también tiene sentimientos”. Ernesto se sintió dichoso. Estaba a sólo 3 horas y 55 minutos de la misión más importante de su vida; recuperar su culo. “Porque culo no es el que te dan sino el que te llega”. El avión comenzó a desplazarse rápidamente por la pista, impulsándose en el aire. Cuando el avión alcanzó por fin los 35,000 pies de altura, Ernesto reventó como un siquitraque.
Mamie Blues - Quieren que venga para que me ayude. - ¿Cuál es su problema? - Mi marido. - ¿Disfunción eréctil? - Entre otras cosas. - ¿Por qué no vino con usted? - Porque soy yo la que sabe lo que él necesita. - ¿Qué? - Es bipolar. - Señora, ¿usted sabe lo que es eso? - No mucho pero la palabrita me gusta y está de moda. - Ese diagnóstico requiere pruebas, estudios… - Usted tampoco me cree. - ¿Quién más no le cree? - Mis hijos. - ¿Vino con alguno de ellos? - ¿Para qué? Son unos malagradecidos. - Ayudaría para tener una visión más amplia. - Ellos dicen que hay causas… - ¿Causas? ¿De qué? - Que nos gusta ir al casino. - ¿Y? - Particularmente a mí. - Ok. - Según ellos despilfarro dinero, lo malgasto, que tengo un vicio. - ¿No cree que tengan un punto? - ¿Cómo se atreve? Una mujer como yo, que lo he dado todo por ellos. - A veces la gente ve cosas desde afuera… - … que se tapen los ojos. El dinero se hizo para gastarse. No pienso llevármelo en el ataúd. - Separe algo para las exequias. - Que me entierren en un saco de papas, de esas que se consiguen en la plaza del mercado. Si eso es lo que valgo para ellos. (Se enjuaga una lágrima discreta) - ¿Puede traer su estado de cuenta? - ¿Para qué? ¡Está loca! Yo no consulto mis finanzas con nadie. - No se trata de eso, señora.
- Ir al casino no es pecado. Y si lo fuera, yo siempre voy primero a misa. - No entiendo. - ¡Cuentas claras! - Con lo que debo interpretar… - No interprete nada, a menos que sea cantante. Estoy aquí por conducto del magistrado. - Señora, pero es que yo quisiera ayudarle… - Pues necesito que me dé la bendita pastilla. - ¿Qué pastilla? - No le he dicho. Clonopil se llama. Pero puede ser Valium. - Esos son medicamentos controlados. - No pienso matarlo. Yo sería incapaz de dárselos todos de cantazo. - Entonces… - Las quiero para machacarle una en el café de la mañana… ¿Eso logrará apaciguarlo? Para vivir tranquila. - ¿Y su vivir tranquila sería…? - Irme a echar pesetitas. - ¿Sufre usted de estados depresivos? - ¿A qué viene eso ahora? - Sólo preguntaba. -- No. Cuando me pasa pongo música del ayer y me esmeleno, porque me acuerdo de mis años de jovencita en Ciales. Fueron años de pobreza. - ¿Llora con frecuencia? - A veces. - ¿Cuándo? - Cuando me falta dinero. - ¡Ah! - ¿No le pasa a usted? - ¿Tiene algún mal muscular? - Nada que un par de pesetitas locas no alivie. Si jalo la palanca con fuerza y veo que el Jackpot está en $30,000… ¡Ja! ¿Alguna vez ha ido a un casino? - Cuando voy a convenciones. - Esos números en lucecitas rojas vuelven loca a cualquiera. - Cuénteme. ¿Le ha pasado? - ¿Pegarme? Varias veces. - ¿Y qué siente? - Se me resuelve la vida.
- ¿No ha intentado otras alternativas? - ¿Cómo qué? - ¿No ha pensado nunca en unirse a los Caminantes de la Tercera Edad que caminan por Plaza? - ¡¡¡Ese chorro de viejos!!! - Le ayudaría para mantenerse en forma. ¿Qué tal leerse un libro? - Ya me leí el de las cabronas. Y “Si Dios conmigo quién contra mí” de María Elvira. Me encantan los de Isabel Allende y Paulo Coelho, también. ¡Si me oyera mi hijo! - ¿Qué pasa? - Dice que no puede decir eso en su universidad. Los académicos piensan que decirlo es peor que tirarse un peo en una catedral. - Esos libros los venden hasta en Walgreens. - Sí, además yo era maestra. He leído de todo. - Ejercitarse sería una buena costumbre a su edad. - No me insulta que me diga vieja. Yo tengo artritis, reuma, colesterol del malo alto y osteoporosis. Me operaron… me hicieron una angioplastia. - Se fija. - Y también soy diabética. - ¡Qué bien! - Tomo pastillas para todo eso. ¡Que por cierto, me dan nauseas! - Si es diabética el peso no la ayuda. - También, llámeme gorda. (Lo que hay que soportar por culpa de una corte. Después que me dé algo para controlarle los nervios al marido). - Tiene que mejorar su calidad de vida. Perdone que le diga. - Lo de las náuseas es porque tengo una hernia en el esófago. Para eso tomo Nexium por la mañana. Aunque igual vomito. Sobre todo si como grasa. Me encanta el lechón y las morcillas, picantozas… - ¿Come pique? - Por eso me gusta el casino, porque allí no como grasa. - ¿Pero come? - Claro. Por ser clienta asidua las muchachas me sirven sanguichitos. - ¿Sándwiches en el casino? - Sí, dan sanguichitos y café. - Con alta presión tomando café… - La mesera ya sabe que me gusta con dos cucharaditas de azúcar. - ¿Pero no dice que es diabética? Su caso es complicado, señora. - Yo no tengo ningún caso. El del caso es mi marido. Yo estoy como coco. Son él y mis hijos que me quieren ver loca.
- No entiendo. - Siempre quedo en medio de cada trifulca para terminar llorando, que me sale tan fácil. - ¿Cómo así? - No es que esté fingiendo. A veces he llegado a pensar que de placer lloro. - ¿Placer? - Sí. Sin esfuerzo. - ¿Será una actriz frustrada? - Dramática, algo que me viene de otra vida. - ¿Cree en la reencarnación? - Los cristianos no creemos en eso pero algo debe haber. Mis hijos dicen que soy la gata de Flora, que si se lo meten grita y si se lo sacan llora.- se le ahoga la voz- ¿Tú ves? Eso es suficiente razón para llorar. Que la prole sienta confianza de faltarle a una el respeto de esa manera… Después que una ha dado la vida por ellos… - Es verdad. Pero la confianza entre padres e hijos es buena. Producto de una buena comunicación. - Eso es lo menos que hay en casa. Diálogos muchos, como en las novelas brasileñas… - Pero ‘comunicación’... - Estas pidiendo mucho, mi’ja. - ¿Por qué? - Porque en casa yo soy la que tiene las respuestas, y si me pierdo, le paso la palabra a mi marido. - O sea, que él tiene la última palabra. - Jamás. La última palabra siempre es mía. ¿Eso es malo? - ¿Y eso es así por…? - Mi marido fue un mujeriego… Por eso me sentí aludida cuando mencionó la disfunción eréctil. Después de vivir una vida metiéndolo en cuanto roto encontraba le llegó el tiempo del na’ ni na’. Imagínese después de un tripol baipas ¿a quién se le va a parar? Me deben dar un Oscar por las veces que le hago creer que… ¿Se creerá que lloro por la misma razón que lloré en la luna de miel? - Pienso que cree en la mujer sensible que proyecta ser. - Todo esto es culpa mía. Es lo único que -a conciencia- reconozco. - ¿Cómo así? - Tanto le pelié. Porque quería que me fuera fiel. Pero siempre fue un enamorao, se perfumaba y emperifollaba al frente mío. - Un promiscuo… - Malo. El peor de todos. Dios me concedió el fiel, ahora. Justo cuando ya ni se le para por las mañanas para ir al baño. - Patético, señora. - Patético es poco. Oye WKAQ Radio veinticuatro horas, sin audífonos. La misma estación en todos los radios de
la casa, hasta en el baño. Los vecinos se han quejado. Mi casa parece una tumbacoco. - ¡Qué horror! - Tortura china. ¿Usted sabe la vieja esa que pide pan en los programas de Sunshine y que anda enamorada de Ojeda? Pues eso mismo es mi marido, sin silla de ruedas, pero con Dávila Colón. Porque mi marido, sobre todo, es anexionista. - Eso es característico de la edad. - ¿Querer que Puerto Rico sea un estado de la nación americana? - Me refiero a que le guste escuchar temas de política en la radio. Lo hace la mayoría. - ¿Pero to’ el santo día? ¡Maldita sea! Como si con eso fueran a cambiar la política de este país que no existe. - Esto no lo cambia ni el médico chino. - Y lo peor de todo es que de tanto escucharlo he terminado creyéndomelo. Todo. - ¿Cómo todo? - TODO. Lo de la crisis familiar, la enfermedad, la infidelidad, la política…el saco e papas. - La entiendo. Es como para volverse loca. - Ya la estoy convenciendo, ¿verdad? - ¿De qué? - De lo de la pastillita. - Bueno. - Fíjese usted. Que si no le dicen lo que él quiere oír cambia de estación. - ¿Y si no encuentra nada que le guste? - Se jode la cosa. Se pone iracundo y estrella el aparato contra el piso. Por eso fue que mató a la perra de la vecina. - Señora, su marido es un… - Asesino. ¿Usted se cree que no lo he pensado? - Energúmeno. - No es fácil. - ¿Y, frente a todo esto, usted qué hace? - Lo más lógico. Cuando no me funcionan las lagrimas, me quedo callada, me monto en el carro y- chinguín, chinguín- me voy pal casino. Vamos, ¿me va a dar la pastillita? Démela pronto para aprovechar que estoy en el área metropolitana y irme a echar un par de pesetitas.
Anoche soñé con Junior Cápsula Septiembre 10, 2010 Querido Junior: Desde tu entrega a las autoridades no hago otra cosa que pensar en ti. Por eso quise comunicarme de nuevo. Para afirmarte que estaré contigo en las buenas y en las malas y que, en definitiva, nuestro futuro cambiará si nos juntamos. ¡Cómo me han molestado esos videos tuyos con Sobeida! Hubiese tolerado cualquier otro asunto, incluso un surveillance video de tus viajes a España llevando perico en los intestinos, pero esto ya se pasó de castaño a oscuro. De mi te digo que distraigo la mente estudiando. Últimamente leo como un loco y escribo como un desquiciado. Imagínate que en una de las clases nos toca criticar lo que escriben los compañeros. Hasta ahora han sido generosos, aunque nunca falta quien diga cosas terribles. En la crítica literaria la gente siempre se sirve con cuchara grande. Me siento aliviado porque yo- a diferencia de otros- no he publicado ni siquiera un clasificado. Ya sabré qué tal me va cuando me toque entregar, y prometo dejarte
saber. No te preocupes pues estoy confiado de que serán considerados conmigo pues siempre que puedo les sonrío y trato de ser lo más cordial posible. Todos los días veo el noticiero para mantenerme al tanto de lo que pasa contigo. Si me escribieras me evitarías todo este julepe. Déjame saber cuándo será tu próxima audiencia y si permiten visitas para irte a ver en navidades. Tuyo siempre, Yo mismo *** Septiembre 17, 2010 Querido Junior: Ya me di cuenta. Hiciste los videos con Sobeida para que vieran el cuero de mujer que es ella. Pero sobre todo para demostrarme que lo tuyo y lo mío es legítimo. Ahora entiendo por qué nunca grabaste cuando lo hacíamos. También vale decir que, de haberlo grabado, nuestro video se hubiese vendido como pan caliente- y jamás a un precio tan barato como el de ellas. Me convenciste, eres un caballero. ¡Qué tronco de ser humano! Los noticieros hablan mal de ti porque no te conocen. Eso sí, ha quedado claro lo putas que son esas mujeres. ¿Es mucho pedir un poco de decoro? ¿Esas mujeres tienen hijos? ¡Me da vergüenza ajena de sólo imaginarlo porque todavía no me atrevo a verlos! La vida de estudiante es maravillosa. ¿Ya te dije que estoy escribiendo un cuento? Nuestra historia de amor, a lo Romeo y Julieta, sin que alguien termine suicidándose. Todo lo contrario. Yo te espero frente a la cárcel federal y cuando sales te mudas conmigo a Nueva York para enseñarte la Estatua de La Libertad. Y para llevarte a las lecturas del departamento. Van a quedar locas cuando vean el machazo que me gasto. Y el día de mi lectura en el taller de ficción haré que me esperes afuera por si alguien me critica mal para que le des una pela. Me siento Capote y tú eres mi Perry Smith,
(lo busque en Wikipedia después de ver “Infamous”). Afortunadamente, la ejecución queda pospuesta. Sí, para cuando llegues a la Gran Manzana. Extrañando tus ejecuciones, Yo mismo *** Septiembre 24, 2010
en El Mercurio). Así me olvido de esta mierda de hacer maestrías y de que me anden criticando. Contigo siempre conectado, Yo mismo *** Octubre 1, 2010
Querido Junior: Querido Junior: Estoy hecho añicos. Me despedazaron. Dijeron de todo, desde escolar hasta poco original. ¡Créelo! Y si, entre todos me hicieron papilla, cuando le tocó a la jefa fue como si me flosharan por el toilet. Tuve que tragarme las ganas de llorar. De tú haber estado hubiéramos formado tremendo salpafuera. Hubiésemos puesto a los guardias que oyen radio y chequean ID’s en el lobby a trabajar. Todos los días me pregunto si valdrá la pena esto de ser escritor. Los autores se mueren de hambre, aunque sean reconocidos. Todos lo saben. A menos que enseñen en una universidad prestigiosa, ganen algún premio o tengan un mecenas que los apadrine publicándolos. Si soy tan malo entonces, conviértete tú en mi patrocinador. Todos los días publica un autor malo. Los hay que hasta se hacen ricos. Yo puedo ser uno de esos, de los que tiene tarjetitas inspiracionales, agendas y hasta calendarios. Promocióname. Si hubo una generación “lite” yo puedo precursar la ‘No Trans-Fat’. Escribir es una industria como otra cualquier. Es cuestión de crear el producto y encargar a alguien que haga las relaciones públicas. Así hicieron ustedes con el reggaetón. ¿Por qué no hacemos un pacto? Me consigues trabajo en un periódico famoso y yo me encargo de limpiar tu reputación. Dale. Chequea con tus contactos y conéctame. Mis compañeros y la profesora morirían si se enteran que el invertebrado intelectual se ganó un premio (el de Alfaguara, por ejemplo) o que trabaja full time en El País (por favor, que en la clase ya hay uno que trabajó
De una vez y por todas me atreví a ver los videos que hiciste con esas mujeres. ¡Qué asco! (Llegaron a mi mente tantos recuerdos gratos; ¿no te molesta que te hable con lugares comunes, verdad? ¿Sabes lo que son?). A mí nunca me trataste como un objeto, ni siquiera llevarme a moteles de mala muerte. Yo sé que a nadie has amado como a mí. (Eso fue un lugar común). Odié oírlas repetir el “ao, ao, mierda” para excitarte. Conmigo- a diferencia- mientras más me dabas más te pedía. ¿Quién mejor que un hombre para satisfacer a otro? Y al final- ¿recuerdas?- compartíamos en la penumbra un mismo cigarrillo. (¿Cogiste lo común?) Los hombres que viven al filo de la vida cada vez que chingan es como si fuera la última – lo oí en un film de Almodóvar- y estoy totalmente de acuerdo. Creo que cuando vengas deberíamos hablar en serio. Los estudios de postgrado me están desilusionando. No sirvo. Hacen todo tan complicado. Sin embargo, contigo será todo miel sobre hojuelas. (¡Ojo, común!). Nuestro amor como corcel de paso fino, saltará las vallas de esta impúdica sociedad amarga que nos margina. (¡Qué maravilla de metaforón! ¡Alabado, Nicanor!- Después te explico). Aquí en Nueva York todavía no reconocen los matrimonios entre hombres, pero podemos llegarnos hasta Vermont o Canadá... Porque en Puerto Rico ni soñando. Quiero ponerme a tu disposición incondicionalmente. ¿Me entiendes? A ver si me levantas el ánimo. Yo prometo hacer lo propio.
Encapsularnos y dejarme hacer de ti todo. TODO. Dispuesto a ti sin reserva, (¿Esto es un qué? ¡Correcto!) Yo mismo
*** Octubre 18, 2010 Junior:
*** Octubre 8, 2010 Junior querido: Ayer me fui de compras a Marshall’s donde conseguí tremendo juego de sábanas blancas 100% algodón de las que a ti te gustan. Compré jabones y muchas cremas para mantenerte la ropa y la casa olorocita. Me gasté como $100 pesos, sobrante del préstamo. Cuando regresaba en el tren vi un tipo con tus mismos tatuajes. Iba con una mujer menudita – que creo era su mujer-y con 4 muchachitos, dos en cada coche. Esos carros entorpecen y ocupan tanto espacio. Y si a los chiquitos les da con llorar forman un coro que eclipsa el sermón genérico de los predicadores ambulantes. El tipo-tu gemelo- iba parado porque no había asientos. Me le paré al lado y comprobé que tenía tu misma altura. (No te pongas celoso, tus bíceps son más protuberantes y te lucen mejor los tatuajes). Cuando habló noté que tiene tu mismo acento dominicano, aunque todos saben que eres puertorriqueño. Aquí las parejas tienen muchos hijos para que el gobierno los mantenga. Menos mal que tú no tienes ninguno. Pero si te empeñas podemos. Ahora se ha puesto de moda eso de rentar vientres, como hizo Ricky Martin. ¿No lo has pensado? Si quisieras, ¿cuántos te gustaría tener conmigo? Embarazosamente tuyo, El mismo. Yo.
¿Por qué nunca me contestas? ¿A quién le confías los mejores rincones de tu cuerpo que es mío, solo mío, siempre mío? No necesito entrar más en You Tube para recordar tu semblante porque hasta en sueños me sales. Sácame de esto. La gente comenta que estas cantando allá adentro como si estuvieras en un bingo y que tuviste que ver con el operativo federal donde arrestaron policías corruptos. Hablas como cotorra allá adentro y conmigo eres una tumba. No seas canalla. ¿O es que quieres que vaya a la televisión y le cuente a todos cómo en la cama te virabas como una media? Me conformo con que me llames. Que me digas algo. Llámame, te lo suplico. ¿Dime qué esconde la elocuencia de tu silencio? Triste y desorientado, Yo, el mismo
UNITED STATES DISTRICT COURT for the DISTRICT OF PUERTO RICO Federal Bureau of Investigation (FBI) v. Usted Mismo Civil Action No. 69690280
Notificación Date: 11-02-2010 Estimado caballero usted mismo: Lamento informarle que sus cartas nunca llegaron a su destinatario. El señor José Figueroa Agosto, alias Junior Cápsula, ya no se encuentra en nuestra jurisdicción habiendo sido trasladado a la hermana República Dominicana donde será debidamente procesado. Sin embargo, le recomendamos invertir mejor su tiempo en algo más provechoso que andarse ofreciendo a cualquier narcotraficante. Ya que se dedica a la escritura por qué no aprovecha mejor su imaginación buscándose gente que esté a la altura de sus preferencias sexuales. Hemos cuestionado al señor Cápsula, incluso sometiéndolo al polígrafo, y nos garantiza que no le conoce. De todos modos yo en mi carácter personal estaré contactándolo para interrogarle y conocer si en efecto ha existido algún tipo de vínculo entre ustedes. Quedo muy de usted, Luis Vizcarrondo Sancha Comisionado Federal de vicios y delitos sexuales
Cristina Colmena (España) EXILIOS Irremediablemente, Arturo se levantaba cada mañana con la certeza de ser un exiliado, de pertenecer a otro sitio. Desvistiéndose del sueño y del pijama contemplaba con extrañeza a la mujer que dormía a su lado, después tomaba una ducha, desayunaba apenas un café y salía hacia el trabajo. Cogía el metro, hojeaba sin ganas el periódico gratuito, esperaba en los semáforos, cruzaba pasos de cebra, llegaba por fin a la oficina. Y mientras tanto, la nostalgia imprecisa de algún otro lugar.
Su día transcurría entre expedientes y contabilidades, frente a una pantalla llena de números. Pero de vez en cuando, en los descansos del café o cuando miraba su reflejo en el ordenador, sobre interminables cifras y cuentas perdidas, intentaba reconocerse a duras penas en ese traje de empleado gris, en las gafas metálicas, en la corbata azul. Cierta soñolencia le acompañaba todo el día con vagos recuerdos de montes y llanuras azules, de ejércitos que se cuadraban a su paso, mientras él, sobre un caballo blanco, conquistaba castillos y princesas, sometía a tiranos y derrotaba dragones. A la noche, llegaba a casa, cenaba, miraba la tele, besaba a la esposa, se iba a la cama. Y entonces, cuando cerraba los ojos y se dejaba invadir por el sueño, retornaba a aquel reino perdido del que era desterrado con cada despertar. Se acostumbró a vivir en esos intervalos de irrealidad y rutinas, esperando con ansiedad la llegada de la noche. Y del regreso. Lo difícil era reconstruir cada mañana aquel universo que se le escapaba con las últimas briznas del sueño, luchar contra la amnesia…, pero poco a poco, aferrándose cada noche a un recuerdo, fue recuperando geografías y gestas, escudos y banderas. Una mañana retuvo entre sus labios el nombre de su amada, tan distinta a la mujer que dormía a su lado. Días después despertó con el sabor de la sangre en la batalla. Recordó también su fortaleza de murallas infinitas, el peso de su espada, el nombre de sus generales. Y el de sus enemigos. Pero de repente, llegó el insomnio y las noches en vela le alejaron aún más de su reino. Desposeído de su nombre y de su trono se resignó a vivir en el destierro. Y nunca regresó. Lo olvidó todo. Quién era y de dónde venía. Olvidó también la sonrisa de aquella malvada bruja que conspiraba entre traidores para arrebatarle la corona. Esa sonrisa, tan parecida a la de su esposa, cuando cada noche después de cenar, le ponía un café. Descafeinado, decía.
V.O. Se casaron, a pesar de todo. Al anunciar su propósito la gente intentó disuadirles, pero ellos siguieron adelante. Después la convivencia dio la razón a los que auguraban su fracaso. Cuando ella le pedía besos, él le traía un vaso de agua, si en la tarde él proponía dar un paseo, ella encendía la tele. Era difícil. Y no es que no se quisieran, es que, no se entendían. Literalmente. —Estás muy guapa con ese vestido. Es nuevo ¿no? —Sí cariño, he llamado al fontanero, vendrá mañana para arreglar la cisterna. —Deberías dejarte más el pelo suelto. —Tienes razón, quizás podríamos aprovechar y que mire también el fregadero. Ella era rusa, él chino. Ninguno de los dos sabía una palabra del idioma del otro, tampoco dominaban ninguna lengua ajena que mediara entre ambos, y evitara tantos equívocos. Recurrían a dibujos, a señas, a ruidos, pero como pronto se quedaban sin vocabulario comenzaban a darse besos. Para eso no hacían falta palabras. Sin embargo no era una casa silenciosa, él hablaba, ella hablaba, cada uno en su idioma. Dos monólogos entrecruzados con que ensartaban como podían las actividades cotidianas, los desayunos y las cenas. También se observaban, y atentamente, intentando encontrar en los ojos del otro algún subtítulo, pero aún así era imposible esquivar desencuentros y malentendidos. Al principio intentaron compartir palabras, pero no resultó, la fonética se interpuso. También acabaron por aburrirse del hablar lento con el que confiaban, ingenuamente,
que alguna vez se comprenderían, así que con el tiempo, se resignaron a no entenderse y sustituyeron las palabras ininteligibles por sonrisas cada vez más lejanas. Y por silencio. En las tardes él leía el periódico, reencontrando entre sus líneas las palabras que no podía escuchar de ella. Mientras tanto, en la otra esquina, ella tocaba el piano, intentando contarle a través de sus teclas todo aquello que se le quedaba enquistado en la garganta. Pero Chopin también tiene sus límites. Poco a poco dejaron de reírse, y de besarse, y de tocarse, y de mirarse y de leer subtítulos, y entonces, cuando al fin olvidaron los otros idiomas que hablaban al principio, ya no tuvieron nada que decirse. Curiosamente en aquella casa no hubo nunca un diccionario del ruso al chino. Ni viceversa.
Sherezade Le gustaba el sexo oral, hacerlo con la boca, y no sólo devorar y ser devorada, a besos y a mordiscos, sentir la caricia de la lengua entre las piernas y deshacerse en gemidos, o comerse al otro hasta hacerlo desaparecer. Sabía que la boca también servía para otra cosa, para llenarla de palabras e ir deslizándolas poco a poco a lo largo de la piel, hasta empapar de fantasías y saliva sábanas y oídos. El secreto estaba en disfrazarse, ya sin ropa, de otra cosa, y a la vez, transformar al que estaba a su lado. No sólo cambiarle de nombre, de edad o de sexo, sino convertirlo en animal, en lluvia, en árbol o en río, para ser ella también, selva, cueva, serpiente o duna. Acompasando frases y vaivén, construía historias fabricando nuevas fantasías con las que disfrazar las rutinas y las caras, y también dejar de ser ella misma durante aquel rato, desvanecerse en otra piel y en otra vida, dejar de existir. Darle la vuelta al espejo, no mirarse, de alguna manera, dejar el miedo en la mesita de noche, al menos por unas horas. Y después, al terminar, volver a ser la misma, recoger el dinero, dejar atrás la cama que había sido precipicio y meseta, ponerse otra vez las ropas y salir de nuevo a la calle, a buscar otro cliente. Y sobrevivir otra noche.
Ruidos No recuerdo muy bien cómo empezó aquel ruido. No me di cuenta. Al principio fue un sonido, apenas perceptible, que se fue deslizando entre sus palabras y las mías, un zumbido molesto que se hizo cada vez más fuerte. Hoy es lo único que escucho. Sé que ella también siente esa punzada en los oídos, por la forma en que aprieta la mandíbula cuando me habla, por las ojeras que antes no tenía, la frente arrugada, la boca triste. Ya ni los discos ni el volumen del televisor nos permiten obviarlo. Está ahí, todo el tiempo. Ninguno de los dos, sin embargo, hace nada al respecto, casi diría que poco a poco nos estamos acostumbrando. Fingimos ignorarlo e incluso hablamos a gritos para escuchar nuestra voz, aunque la mayor parte del tiempo callamos y dejamos que el ruido lo invada todo. A veces, me pregunto de dónde vendrá. Descartadas ya las cañerías y la instalación eléctrica, comienzo a sospechar que sale de nosotros, como una máquina vieja cuando sus piezas se empiezan a desajustar, cuando ya no funciona y tan sólo queda esperar a que se rompa del todo. Confío en que pronto parará. Mientras tanto, tendremos que seguir oyéndolo y acompasar nuestra vida a este ruido, al fin y al cabo, en los últimos años se ha convertido en algo tan familiar.
Los autores (SegĂşn ellos mismos)
Consuelo Martínez-Reyes
Obtuvo su doctorado en el Departamento de Lenguas Romance de la Universidad de Pennsylvania. Su proyecto de tesis trata la representación de ‘lo femenino’ y ‘lo lésbico’ en el Caribe hispano. En 1999, ganó el Certamen de Cuento Infantil (nivel universitario) del periódico El Nuevo Día. Ha publicado en las revistas Contornos y Pterodáctilo, en el periódico Diálogo, y la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana publicará pronto su artículo crítico “Un Caribe seducido por sí mismo: consumación de la nación en el reflejo”.
Florencia San Martín
Nació el 27 de Octubre de 1982 en Santiago, Chile y desde agosto de 2010 vive en Nueva York. Es artista visual y escritora. A realizado exposiciones individuales y colectivas en Chile y en el extranjero así como también textos críticos sobre Artes Visuales y curatorías. Se ha desempeñado como docente en los cursos Seminario de Arte Chileno y Fotografía básica y avanzada en las Universidades UNIACC y UDD y como profesora asistente en Universidad ARCSIS y UDD.
Soledad Marambio
Nació en Santiago de Chile, pero vive en Nueva York. Escritora y periodista. Ha publicado en numerosas revistas y diarios chilenos.
Idalís García Reyes
Nació en San Juan, Puerto Rico, en 1984. Estudió danza por nueve años. Al terminar la escuela realizó su bachillerato en la Universidad de Puerto Rico en el recinto de Río Piedras, en la facultad de Humanidades con una concentración en Estudios Hispánicos y con un amplio desempeño en el programa de Escritura Creativa del departamento de Estudios Interdisciplinarios. Es colaboradora del periódico Conboca.
Margarita Larios
Nació en el Distrito Federal, despuecito del terremoto, en 1985. Luego de contar cuentos en fiestas infantiles, se hizo licenciada en Literatura Latinoamericana por la Universidad Iberoamericana y colaboró como escritora y editora de diversas revistas de Grupo Editorial Expansión. Actualmente es alumna del MFA en NYU y trabaja en su primer éxito editorial, la novela Erosión. Vive en Nueva York.
Karen Sevilla
Poeta, narradora y ensayista. Ganadora ex aequo del Certamen de Cuento El Nuevo Día. Autora de la plaquette de poesía Sesión 2 y del libro El mal de los azares (Sótano Editores, 2010; Primer Premio de Poesía en el II Certamen Interuniversitario de Literatura, Universidad de Puerto Rico). Varios de sus textos han sido traducidos al inglés, italiano y próximamente al uzbeco.
David Gil
Estudió filosofía y literatura en en la Universidad de Antioquia. En 2010 se le concedió una de las Becas de Escritura Creativa del Banco de Santander y NYU donde adelanta el M.F.A.
Joseduardo Valadés
Tiene una columna en el periódico de su ciudad. Es escritor pero no ha escrito nada todavía. Trabaja a marchas forzadas su primera novela. Es editor de esta revista y de otro par de cosas y también es practicante de shiatsu.
José Gabriel Chueca
Nació en 1972, en Lima, Perú. Estudió Arte -y algo ha hecho al respecto-, pero es periodista. Colabora regularmente con el diario Perú.21 y la revista Poder, edición peruana, e irregularmente con otros medios. Actualmente, radica en Nueva York.
R. E. Toledo
Nació y creció en la ciudad de México. Obtuvo su licenciatura en comunicaciones de la Universidad de Texas en Austin y la Maestría en Literatura en Español de la Universidad de Tennessee. Tiene experiencia en el campo de radio y televisión, producción y ventas de publicidad. Estuvo a cargo del Club de Cine y del taller de escritura creativa de Casa HoLa, TN. Escribió la columna bimensual De Tocho Morocho para el periódico Hola Tennessee y era anfitriona del programa de radio “De Todo un Poco” para WKZX, La Líder. Escribe poesía y prosa.
Isabel Baboun
Es actriz de la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC 2008). Cursa una Maestría en Escritura Creativa en NYU gracias a una beca que le fue otorgada por el sistema bicentenario Becas-Chile (2009). Cuentos suyos y artículos han sido publicados en diversas revistas de Chile. Actualmente está dedicada a escribir su proyecto final en poesía. Vive en Nueva York.
Isabel Cadenas Cañón
Es autora del poemario Irse (Madrid, Vitruvio, 2010, ganador del III Certamen para jóvenes poetas Caja de Guadalajara - Fundación Siglo Futuro). Es fotógrafa, traductora e Insigne Vaivodesa del Longevo Instituto de Estudios Patafísicos de Buenos Aires
Guillermo Astigarraga
Se graduó como Traductor de inglés en la Universidad Nacional de Córdoba. En 2001 obtuvo una beca de Georgia State University para hacer estudios de posgrado en literatura inglesa y se trasladó a Estados Unidos. Desde 2009, gracias a otra beca, cursa la Maestría en Escritura Creativa en español mientras trabaja en su blog de crónicas, http://kronicasdeviaje.blogspot.com/.
Nancy Ross
Es escritora independiente y editora. Tiene maestrías en No-ficción creativa y Poesía, ambas del Sarah Lawrence College. Actualmente está traduciendo Cartas a Ricardo, de Rosario Castellanos.
Daniel Jove
Nació en Caracas, Venezuela. Vive en Brooklyn, Nueva York. Es filósofo y escritor. Ha publicado en las revistas venezolanas Platanoverde y 2021 Pura Ficción. También es entusiasta del bidé.
Vanessa Luma
Su padre prefiere que no use su apellido para escribir estupideces. Nació en Barcelona, España, en 1974. Es politóloga y desde el verano del 2003 madre de una niña. En el invierno de 2010 se publicó su primera novela, Reina de Bastos. Actualmente vive en Nueva York, donde todo apunta a que no plantará su árbol.
Luciano Piazza
Nació en Buenos Aires en junio de 1978. Contrapaso es su primer libro de poesía. Estudió letras en la U.B.A. Obtuvo beca Conicet para realizar el doctorado en los problemas de traducción de Poesía. Escribe crítica para algunos medios gráficos y digitales. Le ha gustado traducir a poetas como Kenneth Koch, John Ashbery y James Schuyler.
Felipe Martínez Pinzón
Nació en Bogotá y vive en Nueva York. Es candidato a doctor en literatura latinoamericana en NYU. Ha publicado los libros de poemas Sólo queda gritar (2006) y La vida a quemarropa (2009), además de varios ensayos de literatura latinoamericana.
Bethsabé Huamán
Nació en Lima. Cursa la Maestría de escritura creativa en Nueva York. Es licenciada en literatura, magister en estudios de género y escritora. Ha publicado los libros de cuentos Sábadopm (2003) y Memento Mori (2009).
Salvador Gómez Barranco
Manuel Fihman
Mariana Graciano
Elvira Liceaga
Es Licenciado en Periodismo y Máster en Creación Literaria por la Universidad de Sevilla. Ha participado en la antología de cuentos Máscaras y ha editado la antología de haikus Vidabreve. Actualmente, vive en New York y es alumno de la Maestría en Escritura Creativa de New York University.
Nació en Rosario, Argentina en 1982. Es Profesora y Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado cuentos, poesías y una obra obra de teatro. Actualmente vive en Brooklyn.
Pedro Salvati
Nació en Caracas. Internacionalista, The American University, Washington D.C. M.B.A. Diplomados de Escritura Creativa, Caracas. Finalista 1er concurso de cuentos UNIMET-ICREA. Ha publicado Los frascos rotos y La caja. Invitado a publicar en varios blogs. Trabaja en su primera novela.
Kadiri J. Vaquer Fernández
Nace y crece en Juncos, Puerto Rico, en 1987. Ha sido publicada por la editorial en línea Paxtiche. Se graduó de la Universidad de Puerto Rico Recinto de Río Piedras con énfasis en Escritura Creativa. Trabaja en una selección de poemas inéditos como parte de un estudio independiente.
Lorea Canales
Va a publicar su primera novela Apenas Marta este verano con Random House, nació en la Ciudad de México en 1972 y vive en Nueva York desde hace 10 años.
Edgardo Núñez Caballero
Nació en San Juan, Puerto Rico, en 1981. Es autor de Esa arena que caía en los relojes (Premio de Poesía Joven Olga Nolla, 2002). Desde 2006 pertenece al consejo de redacción de la revista de arte y literatura Mordisco, con sede en Sevilla, España. Ha publicado poemas, relatos y traducciones en revistas y periódicos de Puerto Rico, España, Francia y Estados Unidos.
Nació en Caracas, Venezuela. Se graduó de Cornell University antes de mudarse a Nueva York donde se desempeñó principalmente como actor antes de empezar la maestría. Vive con su amor, dos perros salchichas y cuatro gatos.
Locutora y protoescritora mexicana que actualmente reside en Nueva York. Autora de Shubidubi. net.
Osvaldo Luis Cintrón
Nació en San Juan, Puerto Rico. Su carrera ha estado vinculada a una de las compañías teatrales de mayor trayectoria en Puerto Rico, Teatro del Sesenta, con quienes estrenó como dramaturgo dos piezas de carácter educativo: ¡Mete mano... es cuestión de bregar! (1991) y Otra nota (1993). Su primera novela publicada en 2000 se titula De buena tinta...la historia que los libros quisieron callar. Actualmente trabaja en su tesis de maestría, la obra de teatro “No todos somos Lorca”.
Cristina Colmena
Nació en Sevilla y vive actualmente en Nueva York. Licenciada en Periodismo y Comunicación Audiovisual, ha trabajado como guionista y realizadora de televisión y en gestión cultural. Ha publicado el libro de relatos La amabilidad de los extraños y colabora haciendo críticas cinematográficas para la revista Criticalia.
Textos ilustrados por: Isabel Cadenas Cañón (Comprensión escrita, Receta) José Gabriel Chueca (Tentativa de agotar un lugar interior) Antonia Cruz (Pedro,) Elisa García de la Huerta (El grito, Navajo Joe en Herald Square) Alejandro Gil Carrasco (Portada, Exilios, Sherezade, Ruidos) Diego Lorenzini (Fragmentos y tijeras) Soledad Marambio (Sin título, El culo de Ernesto) Maximiliano Matayoshi (Betta splendens) Florencia San Martín (Autopista del Sol, De lo irremediable) Constanza Valderrama (Astronauta en harapos, Bocaditos políticos)
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