II
El alumno ilegal y la escuela caótica
Hacía pocos días que había empezado el curso escolar y cada maña-
na mi madre despertaba a mi hermano mayor para ir al colegio. Le lavaba la cara, lo vestía lo mejor que podía con la poca ropa que teníamos, le preparaba un pedazo de pan untado con aceite y zaatar,1 le afilaba el lápiz con una hoja de afeitar, le preparaba y limpiaba su maletita de cartón duro, y le daba taarife2 para que se comprara alguna chuchería a la hora del patio. En cambio, a mí, siempre nervioso y sin haber dormido lo suficiente, una de mis hermanas me vestía sin esmero con la ropa más vieja y me daba una modesta bolsa de tela y 1. El alimento más popular, barato y más extendido en Palestina. Es una mezcla, básicamente, hecha de orégano seco con sésamo tostado, comino y sal. 2. La unidad monetaria de menos valor en Palestina y Jordania.
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la misma comida que a mi hermano. Pero ninguna taarife para mí. Así, a pesar de todo eso, cada día, animado y provocador, salía de casa hacia el colegio. Mi hermano había empezado a asistir a la escuela unos días antes que yo, ya que por aquel entonces todavía no me estaba permitido ir por la edad. Sin embargo, conseguí que me admitieran en la escuela a base de dar la tabarra diaria. Él tenía seis años y medio y con ello cumplía el requisito fundamental para empezar la primaria en un colegio público. Yo solo tenía cinco años y quería ir a la escuela solo por la pura envidia que le tenía a mi hermano y a otros niños. Cuando mi hermano empezó el curso, cada mañana yo protestaba con tremendas rabietas, me pegaba como una lapa a las piernas de mi hermano con el fin de impedirle que saliera de casa o para que me arrastrara con él a la escuela. Aquella pataleta matutina duró varios días hasta que mi padre a regañadientes se rindió al consejo de un primo suyo, el maestro Issam, con el propósito de que me dejara ir como oyente a las clases que él mismo impartía en el único colegio de la unrwa3 para refugiados palestinos de la ciudad. Aquel colegio, deteriorado y caótico en todos los sentidos, estaba situado en la calle Faisal, próxima a casa pero fuera del casco viejo. La oferta del primo de mi padre encantó a mi madre. Se dio cuenta de que si yo asistía a la escuela, aunque fueran unas horitas al día, le aliviaría la carga que suponía un hijo más. Pero mi padre —que todavía se resistía a la idea de mezclar a sus hijos con los hijos de las familias de los campos de refugiados— tenía dudas. Y discutía a menudo con ella. —¡Míralo, el afranji! 4 —mascullaba mi madre, mofándose de mi padre, y le soltó a la cara, muy exacerbada—: ¿Y nosotros qué somos, turistas? —Diferentes —replicaba él, a secas, sin inmutarse. 3. Organización creada en 1950 por la onu para ayudar a los refugiados palestinos. 4. Procede de la palabra francos, pero popularmente se refiere a los europeos y en especial a los franceses e ingleses.
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—¿En qué? —Somos originarios de Nablus. Sabes que fuimos a Bisan porque el tío Ahmad� nos acogió al quedarnos huérfanos. Y ahora, después de la Nakba palestina, regresamos a Nablus como desplazados, no como refugiados. Además, ya lo has visto, durante todos estos meses nunca hemos aceptado la miseria que reparte la unrwa, que solo sirve para comprar nuestro silencio y para que no reclamemos nuestros derechos ni las propiedades que dejamos en Bisan. Ni tampoco hemos ido a vivir a los campos de refugiados de Asker ni Balata ni Ein beit elma.5 —¡¿Desplazados y no refugiados!? —murmuraba mi madre con sorna. Y con una amarga sonrisa replicaba con crueldad lo que decía mi padre—: ¿Y qué diferencia hay entre mierda refinada y otra sin refinar? Más pronto que tarde vamos a necesitar a la unrwa. Los ahorros que trajimos de Palestina ya se están agotando —añadía alterada. —Prefiero morir de hambre antes que estar como un refugiado en las inacabables y humillantes colas por un saquito de harina y un puñado de lentejas llenas de piedrecitas. —¡Y dale con los refugiados! Si tú quieres morir de hambre, allá tú, pero los niños ¿qué pecado han cometido? Ellos pronto necesitarán comida. —Desde que tengo uso de razón, nunca hemos necesitado nada de nadie, y seguiremos así hasta que Alá provea. —¡Alá, Alá, Alá! Siempre invocas a Alá y tú jamás has creído en él —mi madre resoplaba—. No me hagas continuar porque seguro que acabaré blasfemando. Karim y yo no comprendíamos casi nada de aquellas discusiones, aunque gracias a nuestra hermana Itidal —que tenía diez años y que le encantaba imitar a sus maestras de la escuela— nos explicaba muchas cosas. 5. Nombres de los tres campamentos de refugiados palestinos instalados por la unrwa a las afueras de la ciudad de Nablus en Cisjordania.
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A menudo oía a mi madre lanzando advertencias al aire: «Llegará un día en que voy a renegar de todo». Nunca lo cumplió. Era creyente y practicaba a medias y a su manera. En cambio, a mi padre, que siempre invocaba a Alá y a sus profetas, sólo le vi en dos ocasiones entrar en una mezquita. La primera para ir a un entierro y la otra para celebrar la fiesta del Eid al final del Ramadán.
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III
La huida
En 1948, el año de la Nakba, «la catástrofe», mi familia, y la in-
mensa mayoría de los palestinos fueron expulsados de su casa, de sus tierras; en definitiva, de Palestina. Más de setecientas mil personas fueron arrojadas al abismo. Miles huyeron de las masacres —algunas de ellas ficticias, ideadas con el ánimo de provocar el terror— que los judíos cometieron contra la población. Junto a estos hubo otros miles de palestinos que se marcharon porque les habían confiscado sus tierras con excusas surrealistas. A modo de ejemplo: en 1856 el sultanato otomano implantó en todo el imperio una nueva ley con la cual los terratenientes tuvieron más privilegios y los campesinos más apuros. En Palestina, centenares de ingenuos campesinos creyeron encontrar una salida a sus pro17