Maqueta cassette prueba

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Es el olor a plástico, como a juguete chino recién abierto, mezclado con la acidez única que expelen los shawarmas con que me alimentan; o quizás el voceo casi desesperado del vendedor de fruta picada, o su balbuceo maldiciendo el trabajo que tiene o lo lento de la venta; o el ladrido frenético de un perro contra las ruedas de una gran camioneta que cruza a toda velocidad en las estrechas calles, donde campea la ausencia de resumideros para agua y en las épocas más lluviosas sirve de piscina para todos los animales callejeros que se dan cita en este olvidado barrio. —¿Qué le pareció? —me despierta de mi silencio el cocinero, vendedor y dueño del improvisado restaurante al paso. Sólo sonrío y le agradezco el buen trabajo hecho en este rollo de comida. —¡Los mejores del barrio! —añade con una gran sonrisa donde puedo ver la ausencia del blanco en las piezas dentales incompletas, bajo un sudoroso bigote que da fe del trabajo en su cocina. Le dejo el pago en la mesa y salgo del lugar. Mi ropa impregnada con el olor a aceite quemado y mi boca con un agrio sabor al final del paladar. —¡Chocolito, chirimoya, lleve el helado, lleve el helado! —grita incesante entre los automóviles estacionados el vendedor callejero. Cruzo la avenida principal en medio de la calle, mientras uno de esos asesinos al volante— irónico que yo lo diga, lo sé— me recuerda que en esta zona los bravos se mantienen en pie. —¡Hazte a un lado o te creí auto conchatumare’! — grita el tipo mientras acelera a toda velocidad para alcanzar la ansiada luz ver-


de. Lo miro por su espejo retrovisor y sonrío. ¡Qué vida más de mierda debe tener ese pobre infeliz, que se desquita conmigo!, pienso en silencio. Cruzo a toda velocidad las siguientes tres pistas de la convulsionada avenida y hago parar un taxi. —Lléveme a La Conquista 1234— le explico al conductor. —Déjeme ponerlo en el GPS y lo dejo allá— responde apoyando sus cortos y sucios dedos sobre la pequeña pantalla táctil. —No — le replico con rapidez— yo le digo cómo llegar- y mi mirada se clava en su retrovisor panorámico. Suelta el aparato y asiente con su cabeza y una sonrisa que intenta ser amable. 10 minutos de viaje en completo silencio, donde sólo las frases, “doble a la izquierda”, “siga a la derecha”, “siempre por su pista”, eran lo único que rompía el hielo. Dos cuadras antes de llegar le digo que pare. —¿Acá no más? — me pregunta y continúa- pero esta no es la calle que me dijo usted al principio. Mi mirada lo dice todo. Guarda silencio y corta el boleto del taxímetro, le pago con un billete mayor. —No tengo vuelto amigo, no tiene más sencillo— me dice como pidiendo disculpas.



—Olvídalo, déjate lo que sobre— respondo sin mirarlo y bajo del automóvil. Quedo de pie al lado del taxi esperando que avance. Él mira desde el interior y rápidamente acelera virando en U, para volver a la avenida principal. En medio de la pobre arquitectura del lugar, casa bajas y mucho adobe aún en pie, camino en dirección al lugar. En menos de 3 minutos estoy frente a la gran puerta de madera que hace unos años debió haber sido de color café, pero hoy goza de un desteñido por el sol que la hace parecer lista para caer en cualquier momento. Pongo el oído en la madera para escuchar si hay alguien en el interior. Escucho voces a lo lejos, en lo que podría ser un pasillo. Abro la puerta con delicadeza introduciendo dos ganchos que siempre llevo conmigo. Fácilmente cruzo el umbral y cierro con el mismo sigilo. Parece una casa sencilla. Un espacio a mi derecha me muestra lo que asemeja un living. Cruzo el pasillo y escucho claramente las voces al otro lado. —No weón, si le dije al Pipe que no había ná mano— explica un hombre con voz joven. —Me importa un pico lo que le dijiste al Pipe, vo’ cachai cómo es ese weón, puede cobrarla en cualquier momento- responde molesto un hombre de voz mayor.


En el fondo de la sala, suena a duras penas una canción que ya había escuchado esta mañana, “si me equivocara otra vez, si me olvidara de ti otra vez, no te olvides vida mia, de posar con alegría…” y ese ritmo que parece machacarle el cerebro a quienes la escuchan. Dejo de pensar estupideces y me paro de frente a los dos hombres. Ambos me miran con espanto. El más joven rápidamente toma en su mano un bate de color negro que estaba apoyado en el muro a sus espaldas, pero el hombre mayor lo detiene. —Bienvenido, tome asiento y disculpe al flaco, se asusta con quien no conoce— me dice mirando de reojo al joven para calmarlo y me indica la silla frente a ellos en la improvisada mesa donde contaban dinero y limpiaban un arma hace sólo segundos. El arma está a medio armar sobre la mesa y el joven no me mira, pero empieza a mover sin conciencia su pie derecho. —¡Cálmate por la cresta weón!- le grita el hombre mayor al joven— no ves que la visita se va a sentir incómoda- le dice mirándome directo a los ojos. No esbozo siquiera una sonrisa y le lanzo una invitación que seguro entenderá. —¿Qué le gustaría beber? Sonríe con nervios y responde —Ehh, la verdad— traga saliva en su cada vez más seca boca —no se me ocurre, pero dadas las circunstancias, me gustaría un vaso de chela bien helada —¿Y el joven, qué tomará? —le pregunto sin mirar al delgado y



nervioso muchacho sentado a mi derecha —Mire, yo entiendo bien esto, pero el flaco no tiene sed ahora, él de hecho se iba, vino a entregarme esto y se iba- me dice empujando hacia mi uno de los fajos que estaban sobre la mesa. La luz entra escasa en el improvisado comedor. Un tubo fluorescente sobre nuestras cabezas es lo único que zumba en medio de ese recóndito lugar. Su fría luz se asemeja al de la morgue. Así dicen que la vida no es irónica. La morgue, que profundo lugar aquél. —Entonces, ¿qué va a tomar el joven?— insisto en la pregunta —Entiendo…— me responde y luego de quedar en silencio unos segundos le dice al joven de un empujón- ¡ya poh weón, responde qué mierda es lo que más te gustaría tomar ahora! El joven balbucea algo que no logramos entender. —¡Habla fuerte po weón, no te entendí!— le replica el cada vez más sudoroso hombre —¡Que quiero agua no más, eso dije, agua!- dice el joven sin levantar la mirada —Vaya a buscar los pedidos pues, siéntase cómodo— le respondo al hombre indicándole lo que es la puerta de conexión hacia una cocina que expele olor a fruta podrida. Él se para, noto que no debe medir más de 1.70 cms. y que su mano izquierda comienza a temblar. Vuelve al instante con una cerveza fría y un vaso de vidrio con impresiones de colores alrededor, lleno de agua derramándose.


Deja ambos en la mesa y sutilmente me enderezo de mi puesto y abro la cerveza vertiendo en él un polvo incoloro que rápidamente se diluye. Repito lo mismo con el gran vaso de agua. —¡Ah no! — exclama el joven mirándome por primera vez a los ojos— yo no me voy a tomar esa wea ni cagando, vo´ le echaste algo y pensai que yo soy tan perkin que me lo voy a tragar, ni weón po, ¿o me hay visto la cara de pa´o acaso? —¡Córtala con tus chorezas weonas pendejo de mierda!— le responde el hombre —¡tómate la wea y déjate de andar echando la espantá al toque! Mi mirada se clava en la del escuálido joven cubierto con una camisa con botones faltantes y de tela al borde de la transparencia. —Ya lo oíste, disfruta tu vaso de agua- le respondo Bajando la mirada rápidamente de toma el vaso de agua al seco y añade —¡ahhh!, ¡ya!, ¡ya me tomé la wea!, ¿de qué se trata esta wea ca´eza e´tarro?, ¿estamos de cata´ores ahora?, ¿no tenís pa esa wea al care perro? — le dice mirando desafiante al hombre de quien acabo de conocer su apodo. —Te voy a decir una pura wea pendejo culiao— le responde él— gracias por todo lo que hay hecho y na´ po, así es esta weá, te dije que el Pipe las cobra pa´ calla´o El joven vuelve su mirada hacia mi y sus ojos rápidamente se salen de sus órbitas, su lengua empieza a crecer y cayéndose de la silla, salta unos segundos en el piso, sin decir nada y luego… silencio.



—Conchatumare´ el pendejo no tenía na´que ver, soy bien maricón culiao— me lanza el hombre con mirada desafiante Yo sólo atino a tomar el ahora vacío vaso de agua y decirle “salud”. —¡Sí culiao, salud! — me dice mientras toma la botella de cerveza— mira weón te voy a decir una pura wea, dile al culiao del Pipe que se las hice to´as por maricón y que to´as las weas se pagan acá no má, que le va a llegar de vuelta algún día al culiao De golpe se toma la mitad de la botella de 250 cc. y sonríe mirándome —Aunque duela, lo comi´o y lo baila´o compare- me dice como con aire de sorna— no me lo quita nadie, ni siquiera el Pipe con to´as sus weás y todos los perkines como vo´ que tiene el gil ese. Traga la última gota de cerveza y se cae del asiento. Revolcándose en el piso por unos 30 segundos, el único sonido que queda es el del tubo fluorescente. La radio sigue sonando en la esquina de la sala, “si me olvidara de ti otra vez, la alegría en este día, cuando puse tu alma mia, la última piedra sobre mi corazón”. Tomo el vaso, la botella y salgo del lugar. Cierro esa roñosa puerta tras de mi. Sigiloso, tal como llegué. Camino una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete cuadras y llego a la avenida principal. Me acerco al concurrido paradero, subo en el grupo que lo hace por la puerta trasera. Entre empujones, una que otra puteada y varias risas nerviosas, soy parte del rebaño. Camuflado en el calor propio del cuerpo humano que se acomoda en puntillas entre uno y otro peldaño del monstruoso animal de


fierro que nos lleva, recuerdo paso a paso si no dejé nada al azar en la escena que acabo de liquidar. Pienso. Analizo. Todo parece bien a mis ojos. —Oe, hazte pa´ allá po care Larry— me lanza un tipo bajo con una vianda en su mano- no ví que me tengo que bajar— me dice, mientras gira para gritar al conductor del bus- por acá no má guacho, no le metai tanta chala o te tan cagando en la casa- y la risa se generaliza en el microbus. Baja rápido, con la máquina a medio frenar y continuamos el viaje. De a poco van bajando uno a uno quienes audazmente ingresamos al microbús. Ya voy llegando a mi destino, en medio de un barrio olvidado de la zona norte. Camuflado entre edificios de soluciones habitacionales, canchas de tierra y poco, más bien nada, de vegetación. Cruzo las calles picadas y a medio construir. Nadie quiso terminar esas labores, o quizás no los dejaron terminar. Porque ese lugar es para los bravos, no cualquiera camina con calma por las estrechas calles que albergan casas tapadas como fortalezas de lata. Yo voy mirando al frente y no saludo a nadie que me haga un gesto amable. Ellos saben cómo soy y yo sé cómo son. Coexistimos pero no nos debemos más que el respeto por el metro cuadrado, o el negocio central. Golpeo en la reja negra y se asoman unos dedos desde dentro con un papel de cuaderno muy pequeño. —Soy yo weón, ¿no me veís por abajo o andai de chistoso?— increpo al Pepe, quien lleva años cuidando al patrón. —Si te estoy weando, ca´eza e´ bala, andai enoja´o weón— me dice con tono jocoso mientras abre la puerta. Entro sin mirarlo y tomo el maletín que está ubicado en una mesa


de madera en medio de un lúgubre living. —¿Está todo, cierto?- preguntó abriendo el maletín —¿No veís o andai de chistoso?— me emula el Pepe, mientras se ríe añadiendo- todo po compita, no vamoh a andar como los giles que piden una pega y no la pagan como se debe po, ¿cuándo hemos fallado?. Sin prestarle mucha atención a su respuesta, le pregunto qué hay que hacer ahora. —¿Le preguntaste al patrón qué pega necesita ahora?, necesito saberlo al toque, porque quiero ordenar las lucas— le explico. —La de ahora es cortita, entrar, apretar al care´ mono pa que le quede claro quiénes mandamos y listo— me dice mientras se acomoda en un maltrecho sillón, y continúa levantando la voz— pero weón, es apretarlo no más, que no se te pase la mano, ¿vale?, mira que ese perkin culiao sirve más vivo que tapa´o en plomo —Ok, voy por ese pajarón y vuelvo, yo creo que mañana, quiero hacerla cortita- le respondo. Asiente con la cabeza y me retiro de la pequeña casa. Cruzo las estrechas calles decoradas con pinturas de algunos equipos de fútbol de la zona y tras varios minutos pensando en cómo voy a hacer el apriete al care´mono, llego a mi casa. Subo al segundo piso y abro el clóset donde dejo todo el dinero. Abro el maletín y cuento los billetes. No falta ninguno. Abro la caja donde escondo cada pago y me pongo a contarlos. 100, 200, 300, 400… 450… 460… Me faltan como 250 mil pesos. Los cuento otra vez y noto que siguen faltando. ¿Podría haber en-


trado alguien a mi pieza a robarme? En mi casa no hay nadie más que una tía que me hace el aseo y con suerte una vez a la semana. Es la única sospechosa. A mi nada se me pierde. Y 250 mil pesos de merma es casi una pega y media perdida. Vuelvo a contar los billetes… siguen faltando 250 mil.





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