Presentación Con esta décima entrega, Culturales llega a su primer lustro de vida. En estos años hemos ampliado considerablemente nuestras redes académicas y hemos ganado experiencia en el ámbito de la divulgación sociocientífica. Culturales se ha convertido en un quehacer permanente que se afirma en cada número. Cumplimos cinco años de navegación, y nuestros objetivos iniciales se mantienen en pie: establecer lazos para la discusión académica sobre los diversos fenómenos culturales a fin de contribuir, de esta forma, en la construcción de un campo de conocimiento en la esfera de las ciencias sociales. En esta edición, que por vez primera incluye textos de tres académicos de la Universidad Autónoma de Baja California, se abordan temas de razonamiento teórico y metodológico así como de observación empírica. El presente número comienza con un artículo de Luz María Ortega Villa, profesora de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC, titulado “Consumo de bienes culturales: reflexiones sobre un concepto y tres categorías para su análisis”. Investigadora de los procesos de apropiación cultural en la frontera México-Estados Unidos, Lucy Ortega nos ofrece un balance conceptual sobre lo que debemos entender como “consumo de bienes culturales” con relación al “consumo cultural”. La autora propone, a la vez, tres categorías de análisis para su estudio: el consumo de bienes culturales según las estrategias de valoración simbólica, las visiones del consumo y las estrategias de solución de conflictos en la toma de decisiones. Por su parte, Rafael Arriaga Martínez, investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UABC, presenta un texto de reflexión teórica en torno a la sociología de la religión, un tópico que mantiene su centralidad en las ciencias sociales. El ensayo, denominado “Max Weber y la incidencia de la religión en los procesos de estratificación social”, es una revisión crítica de los planteamientos sobre las relaciones entre catolicismo y capitalismo del autor de Economía y sociedad. Continuamos con un trabajo titulado “Reflexiones antropológicas sobre la unidad, la diversidad y la cultura”, de Juan Soto Ramírez, académico de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. En este texto asistimos a una interesante discusión sobre las nociones de unidad y diversidad. Se aborda también el problema conceptual de la cultura y las dificultades intrínsecas para comprenderla desde los principios universales. En otro apartado, Salvador Salazar Gutiérrez participa con “Juárez, ‘ciudad
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Presentación de infierno’: el des-abandono de la ciudad. La instauración de los miedos y la erosión de la memoria”, en el que el académico de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez deja constancia del resquebrajamiento de los lazos de comunidad de esa ciudad fronteriza, provocado por la irrupción de la violencia tanto ilegal como institucionalizada. Asimismo, el autor da fe de aquellas experiencias de recuperación del espacio urbano como mecanismo de apoderamiento de la sociedad civil. En otro tema, Alberto Tapia Landeros, investigador del CIC-Museo y ambientalista, nos conduce por “Algunos geosímbolos de Baja California. Identidad y memoria colectiva de la ruralidad”. Aquí se presenta un registro detallado de aquellos sitios que históricamente se han constituido como referentes míticos o simbólicos en el espacio bajacaliforniano y que el autor distingue como “geosímbolos”. Cierra el presente volumen un artículo con tema histórico de Maximiliano Korstanje, llamado “La germaneidad y el ocio en el mundo antiguo: entre la ideología y el placer”. El catedrático de la Universidad de Palermo, en Argentina, colabora con un sugerente ensayo sobre la construcción del mundo germánico desde el imaginario social de la Roma antigua. A partir de textos de Cayo Julio César y Cornelio Tácito, el autor nos ofrece un retrato del universo nórdico desde la visión hegemónica del imperio romano. Bienvenidos a esta décima emisión. Fernando Vizcarra
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Consumo de bienes culturales: reflexiones sobre un concepto y tres categorías para su análisis Luz María Ortega Villa Universidad Autónoma de Baja California
Resumen. En este artículo se revisa la elaboración de lo que aquí se denomina consumo de bienes culturales como concepto alternativo al de consumo cultural. El artículo propone a la vez tres categorías de análisis para el objeto de estudio que el primer concepto define. Palabras clave: 1. consumo cultural, 2. bienes culturales, 3. formas simbólicas. Abstract. This article reviews how the so-called the consumption of cultural goods is elaborated as an alternative concept to that of cultural consumption. The article also proposes three categories of analysis for the subject matter that the first concept defines. Keywords: 1. cultural consumption, 2. cultural goods, 3. symbolic forms.
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VOL. V, NÚM. 10, JULIO-DICIEMBRE DE 2009 ISSN 1870-1191
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Introducción Durante la revisión de la literatura relativa al tema que se hizo antes de la presentación del proyecto de investigación “Consumo de Bienes Culturales en Sectores Populares de la Ciudad de Mexicali” (Ortega, 2004), se hizo evidente que el concepto consumo cultural, ampliamente utilizado en el ámbito latinoamericano a partir de la obra de Néstor García Canclini (1993), resultaba insuficiente para describir lo que ese primer trabajo –eminentemente cuantitativo– intentaba abordar. A medida que la investigación avanzaba y de él surgían nuevas preguntas para un segundo proyecto de corte cualitativo, se fue fortaleciendo la necesidad de atender la recomendación hecha por Gilberto Giménez (1994) respecto de la necesidad de contar con un concepto que definiera claramente el objeto de estudio. De ese segundo proyecto se desprende el trabajo titulado “Consumo de bienes culturales en sectores populares: un enfoque multidimensional” (Ortega, 2008), en el que se revisó críticamente el concepto acuñado por García Canclini y se fundamentó la propuesta de un concepto alternativo, además de que se abordó el objeto de estudio con base en categorías de análisis no consideradas por la literatura latinoamericana correspondiente. El ensayo que aquí se presenta es resultado, por una parte, de la revisión de la bibliografía sobre el tema hecha para el documento mencionado y, por otra, de la posterior reflexión, que se ha visto enriquecida por nuevas lecturas y que se espera sea continuada en otros lugares por otros investigadores. Un concepto Dos obras son, en el contexto latinoamericano, fundamentales para el estudio de lo que se conoce como “consumo cultural”. Primeramente, El consumo cultural en México, coordinado por 8
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Néstor García Canclini (1993), y seis años más tarde El consumo cultural en América Latina, a cargo de Guillermo Sunkel (1999). En ambos trabajos es García Canclini quien establece las bases conceptuales para abordar tal objeto de estudio, ya que su capítulo “El consumo cultural y su estudio en México: una propuesta teórica”, que da entrada al primero de los libros mencionados, es incluido en el segundo como “El consumo cultural: una propuesta teórica”. En ese capítulo, después de hacer una síntesis de seis modelos a través de los cuales se ha analizado el consumo, García Canclini expresa que esos modelos permiten explicar aspectos del mismo, a pesar de que ninguno es autosuficiente, y reconoce la dificultad de establecer principios teóricos y metodológicos transversales entre los seis. Asimismo, expone una definición inicial del consumo como “conjunto de procesos socioculturales en que se realizan la apropiación y los usos de los productos” (1993:24), concepción que denota, de entrada, la complejidad del abordaje, pues el consumo involucra prácticas sociales, que son a la vez simbólicas, por medio de las cuales los productos son apropiados y objeto de usos diversos. Posteriormente, García Canclini define al consumo cultural como “el conjunto de procesos de apropiación y usos de productos en los que el valor simbólico prevalece sobre los valores de uso y de cambio, o donde al menos estos últimos se configuran subordinados a la dimensión simbólica” (1993:34). Esta definición ha sido criticada por tautológica (Piccini, 2000), así como por la dificultad que implica establecer en qué punto el valor simbólico empieza a ser predominante y a quién corresponde determinar ese predominio (Ortega y Ortega, 2005). Por otra parte, expresar que el consumo cultural incluye productos “cuya elaboración y consumo requieren un entrenamiento prolongado en estructuras simbólicas de relativa independencia” (García Canclini, 1993:34) equivale a decir que hay que saber cómo hacer y cómo consumir los productos culturales –pero, por ejemplo, en el caso de las telenovelas, 9
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el entrenamiento prolongado que se obtiene con su continua recepción no necesariamente capacita para producirlas–. Con esto, los productos considerados culturales ya no lo serían únicamente porque el valor simbólico es predominante en ellos, sino también porque su consumo implica el manejo de estructuras simbólicas que permiten reconocer dicho valor simbólico. Siguiendo este razonamiento, el consumo cultural ocurriría sólo en aquellos casos en que el consumidor haya logrado el manejo de las estructuras simbólicas que posibilitan identificar el valor simbólico del producto cultural. En términos de Bourdieu (2002), sólo realizaría consumo cultural quien contara con el capital simbólico para reconocer el valor simbólico de los productos culturales. Por otra parte, el mismo Guillermo Sunkel expresa que si bien la definición hecha por García Canclini fue fundamental para hacer despegar los estudios sobre consumo cultural en América Latina, junto con los aportes de Jesús Martín Barbero, los cambios socioculturales de los últimos años muestran una profunda vinculación entre los campos de la economía y la cultura, y es precisamente el consumo el acto social durante el cual se llevan a cabo dichos entrelazamientos, por lo que se pregunta si no será necesario re-pensar la noción propuesta por García Canclini, la que –dice– “se encuentra actualmente en un proceso de des-dibujamiento”, lo que haría necesario volver a la noción de consumo “como una práctica cultural que se manifiesta tanto en la apropiación y usos de todo tipo de mercancías y no sólo en los llamados ‘bienes culturales’ ” (Sunkel, 2002:9). El consumo implica uso, desgaste, adquisición, disfrute, recepción de significados de un ‘algo’ que –desde la perspectiva económica– satisface una necesidad;1 es decir, es un satisfactor. Para la ciencia económica, un satisfactor es “todo lo que 1 No se entrará en este trabajo en la discusión acerca de si las necesidades son naturales o artificiales, pues se considera que siempre están culturalmente determinadas. Ver García Canclini, 1993.
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el hombre estima como apto o capaz de concurrir en forma directa o indirecta, mediata o inmediata, a la satisfacción de sus necesidades” (Dorantes, 1971:17), y Dorantes explica que los satisfactores pueden ser bienes o servicios. Los bienes tienen como característica que “debido a sus cualidades reales o supuestas” son considerados como capaces de satisfacer necesidades (Dorantes, 1971:17). Detengámonos un poco en esas cualidades, pues al parecer el que sean ‘reales’ se relaciona con las propiedades mismas del bien, que Marx (1978:44) llama “el cuerpo de la mercancía”, mientras que las cualidades ‘supuestas’ corresponderían a algunas representaciones que socialmente se hubieran elaborado respecto de él, que implica a las significaciones asociadas al bien, que pueden o no corresponder a sus propiedades ‘reales’. Para Marx, el ‘cuerpo’ de la mercancía es la propiedad de ser un ‘bien’, esto es, de tener utilidad. Un bien es algo útil que puede o no ser mercancía, y que se convierte en ella en el momento en que es intercambiada por medio de esa otra mercancía que es el dinero, por la cual se manifiesta su valor. No obstante, la condición para producir una mercancía es que “no sólo debe producir valor de uso, sino valores de uso para otros, valores de uso sociales” (Marx, 1978:50). De este modo, el valor de uso social de una mercancía, más que estar fijamente establecido, corresponde, como dice Appadurai, a regímenes de valor que “dan cuenta del constante cruce de las fronteras culturales por parte del flujo de las mercancías, donde la cultura es entendida como un sistema de significados vinculado y localizado” (1986:15). Es precisamente la cultura el contexto de significación (Williams, 1981; Thompson, 1990; Geertz, 2001; Giménez, 1994) en el cual las mercancías adquieren un valor –de uso y de cambio– que es continuamente transformado, pues dicho proceso de asignación de valor es a la vez una asignación de significados, como también lo afirman Douglas e Isherwood (1979:91): “Las mercancías están dotadas de un valor acordado entre innumerables con11
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sumidores asociados quienes, reunidos en conjunto, gradúan la importancia de los acontecimientos, ya sea que mantengan antiguos juicios o los revoquen”. Al abordar la cultura como sistema de información, estos dos autores consideran a los bienes como su componente material e inmaterial al mismo tiempo, y medio para que el hombre pueda interpretar como inteligible su mundo, y proponen que, “En lugar de suponer que los bienes son fundamentalmente necesarios para la subsistencia y el despliegue competitivo, asumamos que son necesarios para hacer visibles y estables las categorías de una cultura” (1979:74). Además de los bienes, otro tipo de satisfactores son los servicios, que para Dorantes pueden ser tales a partir de alguna de las siguientes tres consideraciones: 1) implican la satisfacción directa o indirecta de una necesidad mediante el recurso a la energía psicofísica que desarrolla una persona al realizar el trabajo que constituye el servicio; 2) son “la ventaja o ayuda que rinden o proporcionan los bienes a quienes los usan” (1971:19), esto es, el aprovechamiento de la capacidad del bien para lograr un fin, y 3) constituyen el resultado de la actividad que los produce, “en caso de no manifestarse en la forma de una mercancía tangible” (1971:19). Así, algunas actividades culturales podrían considerarse servicios, ya que se agotan en la ejecución misma del intérprete, como en el caso de un concierto; prestan un servicio al ser medio para conseguir un determinado fin, como el de ser distinguido en un grupo social por la asistencia a espectáculos escénicos; o bien, como en el ejemplo del concierto, son el resultado de la actividad que los produce, en este caso la música que se escucha y que en el momento de la ejecución no se manifiesta como una ‘mercancía tangible’. Sin embargo, con el desarrollo alcanzado por las tecnologías de fijación y reproducción (ver Thompson, 1990), los que en sentido estricto serían servicios culturales pasan a convertirse en bienes, al adquirir tangibilidad específica en un soporte material. 12
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Los bienes culturales como formas simbólicas Tomando la recomendación de Sunkel (2002), en el trabajo de investigación que sustenta este artículo se ha abandonado el concepto consumo cultural y se maneja el de consumo de bienes culturales, para lo cual se ha delimitado a los bienes culturales como formas simbólicas, siguiendo los planteamientos de John B. Thompson, para quien las formas simbólicas, constitutivas de la cultura en la concepción estructural de este autor, son “acciones, objetos y expresiones significativas de varios tipos” (1990:136), definición que retoma de Clifford Geertz, a la cual agrega que las formas simbólicas tienen por características ser intencionales, convencionales, estructurales, referenciales y contextuales (1990:138-145). ¿Qué implica el que sean ‘significativas’? Habrá que hacer un desvío hacia la semiótica para luego regresar a las formas y bienes simbólicos. Según Umberto Eco, Un signo está constituido siempre por uno o más elementos de un plano de la expresión colocados convencionalmente en correlación con uno o más elementos de un plano del contenido. Siempre que exista correlación de ese tipo, reconocida por una sociedad humana, existe signo (Eco, 1985:99, versalitas en el original).
Dado que un signo así descrito no es una entidad física ni una entidad semiótica fija, sino una correlación entre dos entidades abstractas (una del sistema de la expresión y otra del sistema del contenido), Eco prefiere denominarlo “función semiótica”. Y el código sería la regla que asocia algunos elementos del sistema de la expresión con algunos elementos del sistema del contenido. De manera que si para Eco (1985) una semiótica general tendría que ocuparse, por una parte, de una semiótica de la significación (teoría de los códigos) y, por otra, de una semiótica de la comunicación (teoría de la producción de signos), la primera 13
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se encargaría de las reglas que rigen el establecimiento de las correlaciones mencionadas por las cuales se establece un signo. Y los códigos, por el hecho de estar aceptados por una sociedad, constituyen un mundo cultural que no es ni actual ni posible: su existencia es de orden cultural y constituye el modo como piensa y habla una sociedad y, mientras habla, determina el sentido de sus pensamientos a través de otros pensamientos y éstos a través de otras palabras (Eco, 1985:122).
La significación, entonces, implicaría la actualización de esa correlación, por la que elementos de un sistema (o plano) ‘están en lugar de’ elementos del otro sistema, de acuerdo con ciertas reglas que son convenciones sociales. Es así que se entiende cómo algunos objetos de uso práctico pueden ser constituidos en formas simbólicas debido a las correlaciones que se han establecido y aceptado socialmente. Para no repetir lo que Thompson ha explicado ya claramente, cabe destacar que, precisamente por ser contextuales, las formas simbólicas son objeto de procesos de valoración simbólica y económica. En el primer caso, el valor simbólico se refiere a “el valor que tienen los objetos en virtud de las maneras en que, y del alcance por el cual, son estimados por los individuos que los producen y los reciben” (Thompson, 1990:154), mientras que a través de la valoración económica la forma simbólica se convierte en bien simbólico (con lo que estamos ante una asimilación de los conceptos mercancía y bien). La caracterización de las formas simbólicas permite establecer de entrada una delimitación entre bienes simbólicos y otros tipos de bienes que, aun cuando por ser objetos producidos en una cultura son vehículos de significaciones sociales, no fueron elaborados expresamente para tal fin (la ‘intencionalidad’, que se abordará más adelante). En palabras de Berger y Luckmann, aunque la realidad de la vida cotidiana está pletórica de objetivaciones que ‘proclaman’ las intenciones subjetivas de nuestros 14
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semejantes, existe un caso especial de objetivación, que es la producción humana de signos, los cuales pueden distinguirse de otras objetivaciones “por su intención explícita de servir como indicios de significados subjetivos” (Berger y Luckmann, 1968:54). Para entender tal delimitación es útil en este punto la observación que hace Sewell (2005:377) –al identificar diversas conceptualizaciones que se han hecho sobre la cultura– respecto de que en los “estudios culturales” (con comillas del autor) se ha utilizado una concepción de cultura que la define como “una esfera institucional consagrada a la producción de sentidos” (que recuerda el ‘campo de producción cultural’ de Pierre Bourdieu). Es así que La cultura sería la esfera específicamente consagrada a la producción, circulación y uso de significados. La esfera cultural, a su vez, puede dividirse de acuerdo con las diferentes subesferas que la componen: por ejemplo, las subesferas del arte, la música, el teatro, la moda, la literatura, la religión, los media y la educación. Si se define a la cultura de este modo, el estudio de ésta versa sobre las actividades dentro de dichas esferas institucionalmente definidas y de los sentidos producidos dentro de las mismas (Sewell, 2005:377).
Sewell critica esta concepción porque se centra en instituciones “autoconscientemente ‘culturales’ ” y porque tiene, según sus palabras, “cierta complicidad con la difundida idea de que los significados tienen una mínima importancia en otras esferas institucionales” (2005:378). Pero diferenciar esta esfera de la totalidad de la cultura, entendida como sistema y como práctica o, más precisamente, como “la dimensión semiótica de la práctica social humana” (2005:385), es metodológicamente necesario para poder distinguir, de entre las prácticas humanas que pueden ser analizadas desde una perspectiva semiótica, a aquellas que tienen como finalidad específica la producción de sentidos mediante recursos socialmente establecidos para tal fin (lo que este trabajo identifica como bienes culturales), ya que si bien la 15
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cultura se concibe como un sistema semiótico de coherencia débil (Sewell, 2005:387), en la esfera de la producción cultural –como se le entiende aquí– la codificación, en el sentido de Eco (1985), es generalmente más fuerte y se va ‘debilitando’ a medida que el producto se va acercando a lo que socialmente se considera como arte, al que aquí se considera como una actividad expresiva y en ocasiones comunicativa. Sin embargo, cabe aclarar que aun cuando los bienes culturales son formas simbólicas en el sentido de Thompson (1990), no todas las formas simbólicas son bienes culturales en el sentido que aquí se pretende considerar, como tampoco todos los bienes simbólicos thompsonianos son bienes culturales. Para este trabajo, los bienes culturales son un tipo particular de formas simbólicas cuya especificidad es que son producidas en un campo social que Bourdieu (1993) identifica como ‘campo de la producción cultural’, y que incluye a las instituciones legitimadas y legitimadoras del ‘arte culto’, a los grupos y artistas que aspiran a ser reconocidos o a los que se presentan como contestatarios, así como a los medios masivos de comunicación, a los que Thompson considera como los principales productores y difusores de bienes simbólicos en la cultura contemporánea. Bienes culturales y campo(s) de producción cultural Para precisar todavía más lo que este trabajo identifica como bienes culturales es de utilidad recurrir a la propuesta de Bourdieu (1990) en lo relativo a la existencia de campos sociales, uno de los cuales es el campo de la producción cultural. Como todos los campos, el de la producción cultural es un territorio de luchas entre dos subcampos; en este caso, el de la producción cultural restringida y el de la producción en gran escala, cuyo principio legitimador es precisamente la posesión de capital simbólico (objetivado en la posesión de objetos 16
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valorados en el campo y en modos particulares y distinguibles de consumir los productos del campo). El subcampo de la producción restringida es el que comúnmente se identifica con las bellas artes, con la llamada ‘alta cultura’ o cultura de élite, que tiene a su disposición un vasto aparato de instituciones con su respectiva infraestructura (museos, galerías, teatros, bibliotecas, etcétera). Por su parte, en el subcampo de la cultura de masas se encuentran los medios masivos de comunicación (Bourdieu, 1993), las industrias culturales en el sentido de García y Piedras (2000). A decir de Bourdieu, existe una frecuente homología entre las posiciones de los productores (o las obras) en el campo de la producción cultural y las posiciones de los consumidores en el espacio social (1984:20), lo cual implica que para cierto tipo de productos hay un público específico ubicado en un lugar específico no sólo del campo de la producción cultural sino de la sociedad. Dicha homología se manifiesta en el hecho de que, en el campo de la producción cultural, la oposición que divide al arte ‘burgués’ del arte ‘industrial’ corresponde claramente a la oposición entre las clases dominantes y las dominadas. Sin embargo, esto no significa que haya una correspondencia directa y permanente, ya que, al igual que en el campo de poder o de las relaciones de clase existen luchas y alianzas entre grupos o fracciones de ellos, en el campo de la producción cultural también se dan pugnas y alianzas similares, con resultados diversos. Bourdieu establece que existen tres principios de legitimación que compiten en el campo de la producción cultural: el primero es el principio específico del reconocimiento que otorga un grupo de productores que produce para otros productores; el segundo es el principio de la legitimación que corresponde al gusto ‘burgués’ y a la consagración que otorgan las fracciones dominantes de la clase dominante, y el tercero es lo que sus defensores llaman “popular”, que no es sino la consagración merced a la preferencia de los consumidores comunes, es decir, de las audiencias masivas (1993:51). 17
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En el campo de la producción cultural, estos principios se identifican con distintos agentes y con las diferentes posiciones que ellos tienen en el campo específico y en la sociedad misma. Si bien los artistas conforman el grupo que tiene una posición dominante en términos simbólicos, también tienen una posición dominada en términos económicos, en tanto que quienes tienen poder económico son quienes ejercen el segundo principio legitimador y tienen la capacidad de contribuir o no a la fama de un artista (al adquirir sus obras o patrocinarlo), a la vez que llegan a ser los propietarios de los medios masivos de comunicación, que con grandes ganancias producen con base en el tercer principio, el de las preferencias ‘populares’. El tercer grupo sería el de los consumidores de los productos de las industrias culturales, que –según el propio discurso del campo– no tienen la capacidad económica ni simbólica para producir (Bourdieu, 1993). Si en Thompson (1990) hay una clara definición de lo que son una forma simbólica y un bien simbólico, en Bourdieu (1984, 1993, 1999) tanto el concepto ‘campo de la producción cultural’ como el de ‘bienes simbólicos’ manifiestan diversos grados de amplitud en su significado. En la introducción a la edición en inglés de La distinción (Bourdieu, 1984) se establece de entrada la manera en que el autor entiende los bienes culturales: Existe una economía de los bienes culturales, pero tiene una lógica específica. La sociología se esfuerza por establecer las condiciones en las cuales se producen los consumidores de bienes culturales y su gusto por ellos, y, al mismo tiempo, por describir las diferentes maneras de apropiación de objetos tales que son considerados en un momento particular como obras de arte, así como las condiciones para la constitución del modo de apropiación considerado legítimo (Bourdieu, 1984:1; trad. propia).
Después de este párrafo, procede Bourdieu a enumerar algunas de las prácticas consideradas culturales: ir a museos, a concier18
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tos, leer, etcétera, y menciona preferencias en literatura, pintura o música, ejemplos todos de lo que suele identificarse como artístico. No obstante, aclara Bourdieu que para poder entender las prácticas culturales en el sentido restringido y normativo del término “cultura” (que sería la cultura como esfera institucional, ya descrita) es necesario recurrir al sentido antropológico (la cultura-sistema-práctica) para descubrir que las necesidades culturales son producto de la crianza y la educación, tal como lo han demostrado las encuestas que prueban la estrecha vinculación del nivel educativo y el origen social con las prácticas culturales (en ese sentido restringido que continuará usando a lo largo de la obra). Por otra parte, en The Field of Cultural Production aclara que: Los bienes simbólicos son una realidad de dos caras: una mercancía y un objeto simbólico. Su valor específicamente cultural y su valor comercial permanecen relativamente independientes, aunque la sanción económica puede llegar a reforzar su consagración cultural (Bourdieu, 1993:113; trad. propia).
Y pone una nota para este párrafo: “El adjetivo ‘cultural’ se utilizará de ahora en adelante como una forma abreviada de ‘intelectual, artístico y científico’ (como en consagración cultural, legitimidad, producción, valor, etcétera)” (Bourdieu, 1993:289; trad. propia). Esa realidad de dos caras, con su doble valor, es abordada también por Thompson (1990:157) al mencionar cómo se dan procesos de ‘valoración cruzada’ de los bienes simbólicos. En la obra citada, Bourdieu utiliza indistintamente los términos ‘bienes simbólicos’ y ‘bienes culturales’ al referirse al campo de la producción cultural francés del siglo diecinueve, pero afirma que desde mediados de ese siglo el [sub]campo de la producción restringida se ha ido cerrando sobre sí mismo y ha mostrado su capacidad de organizar su producción en referencia a sus propias normas internas: “el principio de cambio en el arte ha surgido del arte mismo, como si la historia fuese interna al 19
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sistema y como si el desarrollo de formas de representación y expresión fuesen solamente el producto del desarrollo lógico de sistemas axiomáticos específicos de las diversas artes” (Bourdieu, 1993:140; trad. propia). Con base en esto se entiende que dicho subcampo ha logrado autonomía respecto de las otras áreas inicialmente consideradas (la científica y la intelectual), lo que ayuda a comprender cómo es que en ocasiones el autor hace referencia a ‘campos de producción cultural’ (en plural), pues el artístico –que en ocasiones Bourdieu menciona como ‘artístico-intelectual’– sería uno de ellos, considerado ya aparte del científico (que también se fue configurando con base en normas específicas). En La distinción (1984:317, entre otras) Bourdieu hace referencia a “intelectuales y artistas” como productores de bienes culturales. Asimismo, en Intelectuales, política y poder (1999) Bourdieu es explícito respecto de la existencia de un campo intelectual y de un campo científico como ‘campos de producción cultural’ (en plural), que en otros apartados menciona como ‘campos de producción simbólica’, lo que –en el contexto de esa obra– se puede entender como producción de significaciones, no como producción de valor simbólico (en tanto reconocimiento o prestigio), y ello lleva a establecer una equivalencia entre producción cultural y producción simbólica, y por tanto, entre bienes culturales y bienes simbólicos. Los bienes simbólicos de Thompson (1990) lo son precisamente por su capacidad de significar (ya que son formas simbólicas), pero para Bourdieu (1984) son además capital simbólico (entendido como reconocimiento) objetivado y otorgan poder simbólico a quien se los apropia en diversas maneras (incluyendo la posesión material), tema que desarrolla ampliamente en La distinción al analizar el consumo de obras artísticas, que identifica como bienes/productos culturales. Así, se puede expresar el recorrido y aplicación teórica de los conceptos de Thompson (1990) y Bourdieu (1993) de la siguiente manera: 20
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Acciones signif icativas
Objetos signif icativos
Expresiones signif icativas
son Formas simbólicas
(Geertz, 2000; Thompson, 1990)
Valoración simbólica
Se convierten en Bienes simbólicos
(Thompson, 1990)
Bienes culturales (Bourdieu, 1993)
Valoración simbólica y económica
Producidos en el campo de la producción cultural (Bourdieu, 1993)
Fuente: Elaboración propia.
¿Bienes expresivos o comunicativos? Al identificar a los bienes culturales como se hace aquí, se está excluyendo a las acciones, objetos y expresiones que pueden ser interpretadas ‘como’ significativas, consideradas ‘como’ formas simbólicas, que si bien son constitutivas de la cultura (sistemapráctica), no forman parte de lo que aquí se intenta delimitar como un campo de producción cultural (y la misma intención de delimitarlo es parte de la lucha simbólica del campo, diría Bourdieu). Es decir, no se trata de la ‘intencionalidad’ que Thompson identifica como característica de las formas simbólicas: ...la constitución de los objetos como formas simbólicas –es decir, su constitución como ‘fenómenos significativos’– presupone que son producidos, construidos o empleados por un sujeto capaz de actuar de manera intencional, o por lo menos que se perciban como si hubieran sido producidos por dicho sujeto (Thompson, 1990:139; trad. propia).
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Al ubicar a los bienes culturales como producidos en lo que se ha identificado como campo de producción cultural (separado del intelectual o científico), se destaca una intencionalidad explícita; esto es, que ese campo sería un campo de producción de formas simbólicas intencionalmente expresivas/comunicativas, o sea, explícitamente elaboradas para expresar/comunicar. Para explicar esto es de suma utilidad tomar prestados algunos conceptos que provee Manuel Martín Algarra (2003), y que no estaban disponibles durante las primeras elaboraciones de la propuesta que aquí se revisa. El primer concepto es el de expresión, que es “una acción significativa que tiene como finalidad manifestar lo que se piensa o se siente. Por tanto, la finalidad de la expresión es precisamente el significado” (Martín Algarra, 2003:144), y puede tratarse de una expresión solitaria que se agota en la mera creación del producto significativo, o puede ser una expresión social que a través del producto significativo manifiesta a otro un conocimiento (en un sentido amplio del término como ‘contenido cognoscitivo’). La diferencia entre ambas es que la segunda se dirige a otro y, por tanto, su interpretación se hace a la luz de su finalidad social. En palabras de Martín Algarra, “el producto ha sido creado para que otro lo interprete, la interpretación debe ser llevada a cabo siguiendo las claves interpretativas que ofrece el propio producto, si está bien elaborado”, para lo cual el que elabora el producto significativo “debe formular la expresión de lo que quiere dar a conocer para que llegue a ser interpretado por el otro” (2003:154). O dicho en términos de Giddens (1993), tanto el que elabora el producto significativo como el que lo interpreta comparten un ‘saber mutuo’, que para Martín Algarra es un contexto cultural común. Los productos significativos elaborados para la expresión social tienen dos niveles de interpretación: el primero se refiere a la interpretación de la acción de expresar –lo que el otro ‘me está haciendo’–, en tanto que el segundo corresponde a la interpretación del producto expresado, el contenido –lo que el otro ‘me 22
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está diciendo’– (Martín Algarra, 2003:155-156). Por eso dice este autor que en la mentira no hay comunicación, pues aun cuando podemos interpretar lo que alguien nos dice, no se es capaz de interpretar que la acción expresiva es falsa. En el caso de algunos bienes culturales, específicamente de los llamados “artísticos” (propios del subcampo de la producción restringida del campo de la producción cultural), se presenta una situación inversa, pues si bien se interpreta la acción expresiva (el acto de producir una obra de arte como arte) debido a que existen acuerdos sociales al respecto y un reconocimiento que se vincula a ese tipo de producción, no todos están en posibilidades de lograr el nivel de interpretación ‘del contenido’, por una parte, debido a que el código con el que se produjo no es accesible para grandes sectores sociales (pues al serlo perdería su carácter artístico, según las propias normas del campo), y por otra, porque en ocasiones la obra de arte, aun cuando manifieste o se le adjudique una intención expresiva social (pues de no declararse así no sería reconocida socialmente), ha sido elaborada como producto de ‘expresión solitaria’, en términos de Martín Algarra; es decir, ha sido producida como mero objeto expresivo que se agota en sí mismo, ya que recurrir a un código (por débil que sea) para elaborar una obra de arte la hace ‘significar algo’, y tal hecho es, como Bourdieu mismo ha expresado, la antítesis del gusto puro, para el cual el arte no tiene función alguna, mientras que es el gusto bárbaro el que le busca al producto artístico una función, aunque sea la de signo (Bourdieu, 1984:43). Tenemos así que la obra de arte, producida en el subcampo restringido y dominante del campo de la producción cultural, manifiesta una intención expresiva cuyo sentido no siempre es interpretado, ya sea como consecuencia de una débil codificación o porque es una estructura compuesta de diversos niveles, una ‘fuga semiótica’ en términos de Eco (1985), ¿o una semiosis que se da a la fuga? (sobre la discusión arte/estética/comunicación, que no es objeto de este artículo, ver Romeu, 2008). 23
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Modalidades de consumo Es menester hacer una pausa aquí para explicar un aspecto poco analizado respecto de los bienes culturales, y que se refiere a su mayor o menor tangibilidad y, por tanto, a sus modalidades de consumo. Para ello es útil recurrir a lo expuesto por Martín Serrano (1986) respecto de los productos comunicativos –bienes simbólicos, si se toman en cuenta los criterios de Thompson (1990)–, en los cuales identifica dos dimensiones: una objetal y otra cognitiva, que corresponden con la ‘realidad de dos caras’ mencionada por Bourdieu (1984). Los bienes culturales, que son formas simbólicas (Thompson, 1990) o conjuntos de ellas, tienen también ambas dimensiones, por lo que su consumo se puede realizar con predominio de una u otra, o bien en las dos simultáneamente. La dimensión objetal, que se refiere a su carácter de objeto en función del soporte material, puede en algunos casos ser apropiada materialmente por el individuo y no llegar a la dimensión cognitiva; en otros casos, el bien cultural puede ser recibido únicamente en su dimensión cognitiva a través de la percepción sensorial pues no se puede realizar una adquisición del soporte material o de su manifestación objetiva; o puede realizarse el consumo en ambas dimensiones. Pero, además, es posible llevar a cabo una tercera modalidad, que se refiere al aprovechamiento de las capacidades del bien cultural para el logro de un fin: el uso, en el sentido de Dorantes (1971). De ahí que el consumo puede ser no sólo apropiación sino también recepción y uso. Por fin, el concepto Es así que, a partir de las aportaciones de los autores mencionados, el consumo de bienes culturales se define como el conjunto de procesos socioculturales en que se realizan la apropiación, recepción y uso de los bienes producidos en el campo de la producción cultural. 24
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Y habría que agregar que, en ese campo, la producción en gran escala de formas simbólicas explícitamente expresivas-comunicativas las llevan a cabo principalmente las industrias culturales (en el sentido de García y Piedras, 2000), que incluyen a los medios de comunicación masiva. Siendo consumo, el de bienes culturales es un proceso que se lleva a cabo en contextos sociohistóricos específicos, marcados por asimetrías en el acceso a recursos derivados de las posiciones diversas que ocupan los agentes en el campo social, y también en él se ponen de manifiesto categorías sociales –aplicables a todo consumo– y específicas –las que corresponden a los bienes culturales–. De igual manera, como resultado de las prácticas de individuos que eligen los bienes por consumir –no siempre con base en la racionalidad de la maximización de los beneficios–, el consumo de bienes culturales manifiesta identidades individuales, familiares y sociales, y se constituye a la vez en parte del más amplio proceso de reproducción social, tal como lo establece Thompson (1990) respecto del consumo de formas simbólicas. Por otra parte, al concebir así el consumo de bienes culturales se abre la puerta para considerar a Baudrillard (1979) en su identificación de varias lógicas aplicables cuando se entra en contacto con los objetos: la lógica del valor/signo, o lógica de la diferencia, del estatus; la lógica funcional del valor de uso, que tiene que ver con la utilidad, con las operaciones prácticas a las que sirve el objeto; la lógica económica del valor de cambio, que corresponde a la lógica del mercado, y la lógica del cambio simbólico, o lógica de la ambivalencia, que se aplica al objeto ‘regalado’, al obsequio, en tanto que no es susceptible de valoración económica pero tampoco simbólica pues no tiene un significado fijo, y cuya utilidad no es la que le da el valor, sino el hecho de que se constituye en intermediario de una relación, de modo que el regalo es tal únicamente en el momento en que se regala, es único y se especifica por las personas y el momento en que se da (Baudrillard, 1979:56-57). El análisis de Baudrillard 25
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se centra en la lógica del valor/signo, que es para él la única que define al consumo, pues en ella el objeto toma la forma de símbolo o de signo, y es quizá la que ha tenido mayor interés para las ciencias de la comunicación y la cultura. En todo caso, lo que resultaría interesante a partir de la conceptualización propuesta ya no sería establecer si hay o no predominio del valor simbólico (difícil de establecer) para entonces determinar si es o no ‘consumo cultural’, sino identificar las lógicas aplicadas por los consumidores de los bienes culturales, y así, por ejemplo, utilizar una obra de arte para fines prácticos encontraría mejor explicación que en la propuesta de García Canclini (1993), ya que el consumo de bienes culturales podría aparecer, entonces, como realizado a partir de una lógica (la funcional) que no necesariamente tendría que ser la de valor/signo, como lo exigiría el concepto acuñado por García Canclini. Al abordar el consumo ‘a secas’ y recurrir a los aportes de autores ajenos al campo de los estudios de la comunicación y la cultura, se encuentra un fecundo bagaje teórico y de investigación que puede ser de provecho para el estudio del –ahora sí– consumo de bienes culturales. Tal fue el caso de la incorporación de las tres categorías que se proponen, dos de las cuales fueron adoptadas de estudios sobre consumo de bienes como autos, muebles, ropa, etcétera, y se aplicaron al análisis de la toma de decisiones en el consumo de los bienes culturales, en tanto que la otra, si bien fue utilizada para el análisis de las formas simbólicas en general, se aplicó a un tipo específico de ellas: los bienes culturales. Decisiones en el consumo De acuerdo con Phillips, Olson y Baumgartner, la mayoría de los modelos que analizan la toma de decisiones en el consumo dan por hecho que los consumidores integran sus creencias presentes y las evaluaciones que hacen acerca de los atributos de 26
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un producto para formar actitudes hacia la compra, pero muy pocos modelos abordan la manera en que los consumidores llegan a tener dichas creencias y evaluaciones. En los modelos tradicionales de toma de decisiones en consumo se propone un proceso en que los individuos identifican los atributos relevantes del producto, evalúan dichos atributos y eligen qué hacer con base en una combinación de los juicios realizados (Phillips, Olson y Baumgartner, 1995). En tal sentido, Davis y Rigaux (1974) proponen un modelo básico que, con variantes según sea el autor, identifica tres etapas en el proceso de toma de decisiones de consumo: reconocimiento del problema, búsqueda de información y decisión final. Esos modelos, sin embargo, parten del modelo neoclásico que sustenta la soberanía del consumidor, al que se considera como un sujeto autónomo, libre de tomar decisiones y de elegir qué consumir, discurso que Korczynsky y Ott (2004) cuestionan aduciendo que ha sido elaborado en parte con base en el modelo neoclásico y en parte a través de los mensajes publicitarios elaborados por las grandes firmas comerciales. Así, dicen estos autores, la importancia de ese discurso sobre la soberanía del consumidor ha llevado a establecer un nuevo concepto de libertad individual que equivale, sobre todo, a la libertad de consumir. No obstante, existe “un punto de contradicción cultural donde el consumidor ‘libre’ se encuentra con las constricciones de una producción significativamente racionalizada” (Korczynsky y Ott, 2004:580), contradicción que trata de ser manejada a través de lo que bien puede considerarse una mediación cognitiva a la manera de Martín Serrano (1986), pues produce el encantador mito de la soberanía del consumidor, como le llaman Korczynsky y Ott, mito que hace parecer que el consumidor es soberano, mientras que se prepara el espacio para que el trabajador en la línea frontal –esto es, el individuo con quien el consumidor tiene contacto al solicitar un servicio o un bien– guíe al consumidor a través de las constricciones de la producción (Korczynsky y Ott, 2004:581). 27
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Además, a decir de Borràs (1998), al utilizar solamente las teorías económicas para investigar el consumo se dejaría fuera el estudio de las desigualdades sociales: el peso del proceso cultural en el consumo, los aspectos que se explican por la relación con los demás (referencias de clase o grupo social), el estudio del consumo autodestructivo, el papel de la publicidad y la historia del consumo. Sin dejar de tomar en cuenta las observaciones arriba anotadas, cabe detenerse un poco en lo que autores que trabajan en el ámbito de la mercadotecnia tienen que decir respecto de las elecciones que hacen los consumidores. Con base en el modelo de tres etapas en la toma de decisiones, Wenben (1994) ha argumentado que los consumidores obtienen la utilidad de manera holística, a partir de una constelación de productos que corresponden a un esquema de consumo más que a la adquisición de productos separados, esquema en el que las interrelaciones y significados que se establecen entre los productos que ya se poseen y el que se piensa comprar tienen una importancia central, y que es con base en ese esquema como los consumidores desarrollan estrategias de elección. De igual modo, McCracken (1988) establece la existencia de patrones de consistencia entre los productos –situación que denomina ‘efecto Diderot’– y el usuario mismo, lo que está en consonancia con los hallazgos de Bourdieu (1984) respecto de la complementariedad del gusto por ciertos bienes culturales, alimentos y hasta deportes. Una limitante que es menester tomar en cuenta es la que investigaciones recientes en comportamiento y toma de decisiones del consumidor encontraron al sugerir que las preferencias se construyen cuando la gente se ve enfrentada a la necesidad de tomar decisiones, y no cuando se encuentra ante una opción ya elaborada que se recupera de un conjunto de valores y preferencias preexistentes que se tienen en la memoria (Simonson y Nowlis, 2000:2). De ser así, podría entonces establecerse un paralelismo entre ese proceso de construcción de las preferencias que se lleva a cabo en el momento de la toma de decisiones y la manera en que el habitus contribuye a estructurar el consumo, ya que según 28
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Bourdieu el habitus, en tanto sistema de predisposiciones, “genera estrategias que pueden estar objetivamente conformes con los intereses objetivos de sus autores sin haber sido concebidas expresamente con este fin” (Bourdieu, 1990:141). Junto con lo anterior, habría que considerar la afirmación de Maycroft respecto de que “La gente hace elecciones de acuerdo con los recursos que tiene a su disposición, y de acuerdo con su percepción de que dichas elecciones serán parte de cursos de acción exitosos” (2004:67). Dichos recursos, según Thompson (1990), no son los mismos ni están igualmente distribuidos en todo el cuerpo social, ya que la existencia de asimetrías es característica de la estructura de la sociedad capitalista contemporánea. Así, las elecciones en consumo estarían determinadas por los recursos disponibles –en este caso, sobre todo económicos y culturales– para elegir los bienes culturales por consumir, pues, de acuerdo con Thompson (1990), las características de los contextos sociales son constitutivas de la producción y recepción de formas simbólicas. Con base en lo anterior se observa cómo, para los diferentes autores mencionados, las elecciones que hacen los consumidores no pueden adjudicarse a un solo elemento condicionante: por una parte, la subjetividad adquiere importancia como expresión individual; pero, por otra, las condiciones particulares, el contexto inmediato dentro del cual se construye y se manifiesta esa subjetividad, intervienen también en la construcción de estrategias por medio de las cuales los individuos llegan a elegir unos bienes por encima de otros. Junto con ello, las determinantes sociales alcanzan también al proceso de consumo a través de las posiciones de los individuos en la estructura social. Categoría 1. Estrategias de valoración simbólica Al ser los bienes culturales un tipo de formas simbólicas en el sentido de Thompson (1990), el hecho de estar insertas en con29
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textos sociales las hace ser objeto de procesos de valoración económica y simbólica, aunque aquí se centra el interés en los segundos. Para Thompson, el valor simbólico es conceptualizado a la manera de Bourdieu (2002), de ahí que lo defina como el valor “que tienen los objetos en virtud de las maneras y el grado en que son estimados por los individuos que los producen y reciben” (Thompson, 1990:154), de modo tal que la valoración simbólica consiste en el proceso por el cual tanto quien produce la forma simbólica como quien la recibe le adscriben un determinado valor simbólico. Sin embargo, este autor es enfático al aclarar que el valor de una forma simbólica y la interpretación que de ella se hace están moldeados por las características de los contextos históricosociales en que se ubican quienes las reciben, ya que los receptores no son sujetos pasivos, sino que de manera activa y creativa “hacen sentido” a partir de las formas simbólicas (Thompson, 1990:153). Los conflictos de valoración ocurren, precisamente, por las diferentes posiciones de los agentes sociales en un contexto social estructurado y que se caracteriza por asimetrías y diferencias diversas. Dado que los individuos que producen y reciben formas simbólicas comúnmente se dan cuenta de que éstas están sujetas a procesos de valoración, dice Thompson (1990) que pueden poner en marcha estrategias orientadas a aumentar o reducir el valor –económico o simbólico– de ellas. Por ello, y para el caso de los bienes culturales, cuyo consumo puede ser considerado un recurso para la distinción entre grupos sociales (Bourdieu, 1984), interesan en este trabajo las estrategias de evaluación2 simbólica que Thompson caracteriza de acuerdo con tres posiciones básicas en un campo de interacción: dominante, intermedia o subordinada. Se utilizan indistintamente los términos ‘valoración’ y ‘evaluación’ simbólica, pues en el original en inglés se usa el segundo término, mientras que en la traducción al español (editada por la UAM-Xochimilco en 2002) se utiliza el primero. 2
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Las estrategias de evaluación simbólica típicas de quien ocupa una posición dominante son la distinción, la burla y la condescendencia; quienes ocupan posiciones intermedias pueden poner en marcha la moderación, la pretensión o la devaluación; en tanto que quienes se ubican en posiciones subordinadas utilizan la viabilidad, la resignación respetuosa y el rechazo. Tal como aclara Thompson (1990), no son éstas las únicas estrategias posibles, y en los resultados de este estudio se observa que tampoco son exclusivas de determinadas posiciones, aunque sirven como punto de partida para entender las maneras en que las formas simbólicas son objeto de valoración simbólica. Los individuos en posición dominante poseen o tienen acceso a recursos de capital de varios tipos, y al producir o valorar formas simbólicas pueden buscar distinguirse de quienes ocupan posiciones subordinadas al otorgar valor a formas simbólicas inaccesibles para quienes poseen menos capital; pueden también hacer mofa de las formas simbólicas producidas en los estratos inferiores, o bien mostrarse condescendientes respecto de ellas, y de esta manera, mediante esta estrategia de valoración, afirmar su posición dominante. Por su parte, quienes ocupan posiciones intermedias en un campo de interacción tienen acceso a ciertos tipos de capital pero no a otros, o pueden tener acceso muy limitado a los diversos tipos de capital a los que acceden ampliamente los del estrato dominante. Estas posiciones intermedias se llegan a caracterizar por tener capital económico pero poco capital cultural, o a la inversa; o bien por poseer poco capital de ambos tipos. Las estrategias de evaluación simbólica a que pueden recurrir apuntan, por ejemplo, a valorar más aquellas formas simbólicas que les permiten utilizar su capital cultural pero manteniendo sus limitados recursos económicos; pueden también pretender ser lo que no son, a fin de acceder a posiciones superiores a la propia; o pueden despreciar las formas simbólicas producidas desde una posición superior, con lo que buscan ubicarse por encima de ella (Thompson, 1990). 31
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Finalmente, quienes se ubican en posiciones subordinadas poseen menos recursos y sus oportunidades de acceder a ellos son más restringidas que las de los casos anteriores. Al estar más preocupados por su sobrevivencia que los individuos situados en los otros dos niveles, le dan mayor valor simbólico a los objetos prácticos y funcionales, que además estén al alcance de sus recursos y que ‘den más por el dinero’. Asimismo, pueden reconocer las formas simbólicas producidas por otros como superiores y valiosas, dignas de respeto, pero aceptar que están fuera de su alcance; y, en el extremo, quizá lleguen hasta a rechazar o ridiculizar las formas simbólicas producidas por individuos de posiciones superiores, con lo que al tiempo que reafirman el valor de sus propios productos dejan inalterada la desigual distribución de recursos que caracteriza al campo (Thompson, 1990). Analizar el consumo de bienes culturales a partir de las estrategias de evaluación simbólica puestas en marcha por los individuos que consumen o podrían ser potenciales consumidores de bienes culturales puede arrojar luz sobre algunas situaciones que cotidianamente enfrentan los promotores de las instituciones de cultura legítima, quienes aplican creatividad y esfuerzo en la promoción de eventos de corte artístico con los que no logran alcanzar a los sectores populares. Categoría 2. Visiones del consumo de bienes culturales En los estudios que abordan el consumo de otros tipos de bienes y servicios –alimentos, muebles, vacaciones– destaca el modelo que identifica tres etapas: reconocimiento del problema, búsqueda interna y externa de información, y decisión final (Davis y Rigaux, 1974). Tal decisión, en tanto juicio evaluativo, se toma con base en la información acerca del producto y sus atributos, ya sea la que se posee o aquella que se obtiene del exterior. Sin embargo, Phillips, Olson y Baumgartner (1995) arguyen que la toma de decisiones no siempre ocurre de tal modo, y aseveran que 32
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cuando los consumidores se ven enfrentados a tomar decisiones de consumo respecto de bienes con los cuales están poco familiarizados, cuando el problema está vagamente definido o cuando los aspectos emocionales tienen un rol importante, se elaboran ‘visiones de consumo’ que ayudan a seleccionar una alternativa adecuada. Para dichos autores, una visión de consumo es “una imagen visual de ciertas conductas relacionadas con un producto y las posibles consecuencias de ellas, que consisten en imágenes mentales vívidas y concretas que permiten a los consumidores la experiencia vicaria de las consecuencias relevantes para el yo del uso del producto (Walter y Olson, 1994, en Phillips, Olson y Baumgartner, 1995:280). Los tres autores establecen que en la visión de consumo el consumidor proyecta un “yo posible” en una futura situación de consumo, pero ese “yo posible” puede corresponder a lo que idealmente se buscaría ser, a lo que probablemente se va a ser o a lo que se teme llegar a ser, y dicha proyección del posible yo provee elementos para interpretar una experiencia de consumo que es relevante para el individuo, en tanto que le permite identificar los rasgos sobresalientes de cada opción potencial y experimentar reacciones afectivas ante el resultado imaginado, formando así una base cognitiva y afectiva para las preferencias que manifestará en la decisión (Phillips, Olson y Baumgartner, 1995). En este sentido, Phillips y colaboradores señalan que las visiones de consumo pueden ser inducidas por diversos estímulos externos, como la publicidad, una solicitud expresa para hacerlo o las limitaciones económicas, que llevan a los individuos a formar visiones de consumo de aquellos productos a los que razonablemente pueden tener acceso, lo que en términos de Thompson (1990) correspondería a una estrategia de moderación en la evaluación de formas simbólicas, que en este caso son los bienes culturales objeto de consumo. Las visiones de consumo permiten al consumidor proyectar un ‘posible yo’ en una futura situación de consumo, de manera que 33
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proveen una base para interpretar las experiencias de consumo que son importantes para el yo, a la vez que permiten construir representaciones sobre su posible satisfacción que pueden conducir a realizar el acto de consumo o no realizarlo. Son varios los elementos contextuales que pueden inducir la formación de visiones de consumo; por ejemplo, una fotografía en una revista, un anuncio publicitario o una solicitud explícita para imaginar una situación de consumo particular. En todo caso, las visiones de consumo tienen forma narrativa; esto es, tienen un personaje –el posible yo consumidor–, un argumento –la serie de eventos en los que actúa el personaje– y un escenario –el contexto en el que ocurriría la acción– (Phillips, Olson y Baumgartner, 1995). Considerando que las visiones de consumo adquieren mayor importancia cuando se trata de productos sobre los cuales el potencial consumidor no tiene información previa, se puede trasladar este recurso a la construcción de visiones de consumo de bienes culturales respecto de los cuales el individuo tiene poca o nula información o la información que tiene disponible es provista, por una parte, por el contexto social en que se ubica y, por otra, y en relación con la anterior, por el acceso a información proveniente de los medios masivos de comunicación. Con ello, las visiones de consumo de bienes culturales elaboradas estarán fuertemente influidas por las representaciones sociales dominantes relativas a los bienes culturales y a su valoración simbólica, tal como se pudo observar en los resultados de la investigación. La utilidad de esta categoría para el análisis de la toma de decisiones en materia de consumo de bienes culturales reside en la posibilidad de comprender cómo es que el nulo contacto con la oferta cultural institucional y la escasez de referentes respecto de lo que implica el consumo de bienes culturales legitimados se manifiestan en la imposibilidad de elaborar visiones de consumo de ese tipo de bienes, puesto que no forman parte del mundo en que viven amplios sectores de población (véase Ortega, 2008). 34
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Categoría 3. Estrategias de solución de conflicto en la toma de decisiones Aplicación de estrategias de evaluación simbólica, elaboración de visiones del consumo, recepción de formas simbólicas, son procesos que se aprenden primariamente en el hogar, unidad doméstica generalmente conformada por una familia. Desde la teoría crítica, la familia es considerada como una unidad de reproducción social, un aparato ideológico de Estado, según Althusser (1979), que al operar predominantemente mediante la ideología contribuye a la reproducción de las relaciones sociales de producción. En esta concepción althusseriana el individuo no existe, es interpelado como sujeto aun antes de nacer, y llega a insertarse en un mundo ideológicamente constituido, de manera que cualquier pensamiento, acción o producto es una manifestación ideológica. En ese mismo tenor, Herbert Marcuse (1968) expresa que las industrias culturales no son las únicas responsables de la constitución del pensamiento unidimensional en el individuo, sino que éste llega ante los medios de comunicación ya preparado por la acción de la familia. Es evidente que para estos teóricos no existe entonces libertad alguna de elección, pues el individuo es resultado de la estructura social. Ante ello, diversos autores posteriores han planteado que, si bien la estructura social determina en cierta medida a los individuos, éstos también, en su actividad cotidiana, transforman las propias estructuras que los hacen actuar. Así, Bourdieu aclara que el habitus no es un destino irremediable, sino que al ser un producto de la historia es “un sistema de disposiciones que está constantemente sujeto a las experiencias y por lo tanto constantemente afectado por ellas, en forma tal que pueden reforzar o modificar la estructura”, aunque no deja de reconocer que existe una alta probabilidad de que las experiencias confirmen el habitus, lo que le daría –en tanto sistema de disposiciones– una relativa cerrazón (Bourdieu y Wacquant, 1992:133). La reproducción social se logra, entonces, por medio del habitus, que habiendo interiorizado la 35
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estructura que le da origen actúa conforme con ella y, al hacerlo, la reproduce o la transforma (Bourdieu y Wacquant, 1992). De acuerdo con Bourdieu, la familia es un principio colectivo de construcción de la realidad social, pues es a la vez el resultado de una “auténtica labor de institución... orientada a instituir duraderamente en cada uno de los miembros de la unidad instituida unos sentimientos adecuados para garantizar la integración que es la condición de existencia y de la persistencia de esta unidad” (2002:131). Para Berger y Luckmann (1968), la familia socializa a los agentes y les provee las herramientas para desenvolverse en el mundo. En ella el individuo aprende las pautas de socialización y tiene su primer contacto con esa urdimbre de significaciones que es la cultura (Geertz, 2001), lo que le permite formar y sentirse parte de un grupo, de modo que se puede afirmar que no sólo las prácticas de consumo sino también el significado de las mismas son aprendidos en el seno familiar. No obstante, conviene recordar a Giddens, quien afirma que aun cuando el término “estructura’ presupone al de “sistema” –dado que sólo los sistemas poseen características estructurales–, y la estructura se fundamenta en prácticas regulares institucionalizadas y “da forma a influencias totalizadoras en la vida social” (2001:18), también es cierto que las prácticas particulares, cotidianas, pueden tender a reproducir o transformar los sistemas globalizantes. Así, el consumo en la familia puede ser considerado, no sólo como práctica estructurada o actividad reproductiva, sino a la vez como actividad creativa y generadora de nuevos sistemas de significación. En los trabajos sobre mercadotecnia se ha llegado a reconocer que el papel de la familia para la constitución de las prácticas de consumo es crucial, pues las actitudes hacia el ahorro y el gasto, y aun hacia las marcas y los productos, son frecuentemente moldeadas en la familia (Soni y Singh, 2003). Según Reimer y Leslie (2004), se ha sobreestimado el carácter individualista del consumo y se ha dejado de lado el papel de 36
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la dinámica familiar en la construcción de identidades en torno a esa actividad; y en relación con el consumo de alimentos, recuerdan que el hogar es un lugar de consumo individual pero también colectivo (en términos de unidad doméstica o familiar), donde los bienes, sus significados y sus usos son negociados y en ocasiones disputados por los miembros de la familia. De modo similar, Martínez y Polo (1999) consideran a la familia como una unidad de toma de decisiones que recibe información, sigue procesos de toma de decisiones y obtiene diversos resultados, y agregan que las diferencias respecto de quién toma las decisiones en la familia pueden ser determinadas en función de diversas variables susceptibles de mostrar cómo se producen las relaciones de poder al interior de la misma. Los trabajos que han estudiado la toma de decisiones en la familia han mostrado que, en tanto campo de interacción (Thompson, 1990), los miembros de la familia ocupan posiciones diferentes según el tipo y monto de sus capitales; y en tanto espacio de interacciones de sus miembros, se puede afirmar que las relaciones al interior de la familia son también relaciones de poder, en el sentido de Giddens (2001), que no necesariamente implica dominación, sino que se entiende como capacidad de movilizar recursos para constituir medios que permitan la obtención de resultados. En este trabajo el poder es entendido a la manera de Giddens, en tanto propiedad de la interacción que implica “la capacidad de asegurar resultados donde la realización de estos depende del obrar de otros” (2001:138), y que involucra la utilización de los recursos de que disponen quienes participan en la interacción, “incluso la posesión de ‘autoridad’ y la amenaza de uso de la ‘fuerza’” (2001:139). Aun cuando el recurso al poder puede constituirse en dominación, no necesariamente tiene que ser así, pues no implica obligatoriamente la existencia de un conflicto. Para Giddens, “Si poder y conflicto frecuentemente van juntos [es] ... porque el poder se enlaza a la persecución de intereses, y los intereses de la gente pueden no coincidir” (2001:138). Por 37
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ello, se puede afirmar que los conflictos al momento de la toma de decisiones respecto del consumo de un bien, surgidos por la diferencia de intereses entre los involucrados en el consumo, son abordados como parte de negociaciones entre los participantes o, dicho de otro modo, como parte de estrategias de resolución de conflictos. Estas estrategias han sido tomadas en cuenta por los investigadores en mercadotecnia, ya que tienen un fuerte efecto en el resultado final de la decisión de compra. Al hacer una revisión de diferentes trabajos que abordan el tema de la resolución de conflictos en la toma de decisiones de consumo, Kwan-Choi y Collins (2000) llegan a una síntesis de las estrategias que diversos autores han identificado, y enlistan cinco tipos básicos: experiencia, legitimación, coalición, emoción y regateo. La estrategia denominada “experiencia” consiste en recurrir a la práctica de los miembros de la familia y comúnmente involucra obtención de información previa a la evaluación de las opciones, a la vez que la búsqueda de fuentes confiables externas para sustentar los argumentos; en esta estrategia, la discusión se sustenta en hechos y se llega a la decisión por la vía del consenso. La “legitimación”, por su parte, se basa en la importancia del rol de uno de los miembros de la familia para establecer su posición privilegiada en la decisión de consumo (la mamá, por ejemplo, puede aludir a que debido a su rol es la que decide sobre la comida), y generalmente involucra a un controlador que se hace cargo de la toma de decisiones. En la estrategia conocida como “coalición” dos o más miembros se alían para influir en la decisión final, sobre todo para aislar al miembro con el que se tiene conflicto. Mediante la estrategia denominada “emoción” un miembro trata de persuadir a los otros utilizando recursos emocionales, como llorar, gritar, hacer gestos faciales o corporales (berrinches, por ejemplo). En el “regateo”, un miembro trata de ganar influencia sobre la toma de decisiones con el intercambio de valores en algún otro momento y usando como táctica la invocación a la justicia y la equidad; por ejemplo, recurriendo a tácticas del estilo ‘hoy por ti, mañana por mí’ (Kwan-Choi y Collins, 2000:1 182-1 184). 38
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La aplicación de una categoría de análisis poco explorada en lo que otros autores han denominado “consumo cultural” ha hecho posible identificar al menos una estrategia específica del consumo de bienes culturales, que se relaciona con el equipamiento requerido para llevarlo a cabo y que no está considerada en la literatura sobre negociación de conflictos en el consumo de otros tipos de bienes: la posesión de más de un televisor, que evita conflictos en el momento de decidir qué programa(s) ver (Ortega, 2008). Conclusión Al desadjetivar al ‘consumo cultural’ se ha abierto una puerta para el diálogo entre al menos dos perspectivas que tradicionalmente se han considerado como opuestas, oposición que ha sido reafirmada por el uso mismo del concepto consumo cultural, que tiene la propiedad de establecer la diferencia entre el consumo ‘común y corriente’ y ese consumo especial, el ‘cultural’, tan especial como los productos consumidos. La supuesta dignidad del objeto de estudio es marcada, así, por la denominación específica de un tipo de consumo. La primera perspectiva, el estudio del consumo desde la mercadotecnia, ha sido criticada porque busca analizar el fenómeno como medio para establecer estrategias que lo promuevan más eficazmente; de manera que la segunda perspectiva, la del estudio del consumo desde la sociología de la cultura, ha establecido un objetivo más ‘apropiado’ al ámbito académico, como es la comprensión de los significados que son puestos en juego y movilizados durante ese proceso, que incluye también, como objeto privilegiado, el ‘consumo cultural’. En tanto disciplinas pertenecientes a dos campos diferentes y con orígenes teóricos contradictorios, los trabajos realizados por una y otra difícilmente han contado con elementos comunes que permitan establecer analogías o comparaciones. Por ello, retomar 39
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los aportes hechos desde la primera y utilizarlos en el análisis de la segunda puede parecer un acto de subversión ante las normas de un campo disciplinario que, fiel a sus ancestros, ha hecho de la sociedad de consumo su objeto predilecto de crítica. No obstante, limitar la posibilidad de comprensión de un fenómeno social con base en prejuicios disciplinarios en nada ayuda a la generación de conocimiento y a una mayor comprensión de la realidad. Además, incorporar en el estudio del consumo de bienes culturales el análisis de la toma de decisiones no sólo individual, sino en ese microcosmos que es la familia, hace posible salvar el error en que se ha incurrido constantemente en el estudio del ‘consumo cultural’: a saber, la consideración del consumidor como individuo aislado, y que se hace evidente en las innumerables encuestas realizadas, tanto por instancias gubernamentales como por instituciones académicas, que inquieren sobre las actividades de consumo únicamente de quienes responden al cuestionario, y dejan fuera los procesos por los cuales tomaron la decisión de efectuar dicho consumo o las interacciones que inciden en la decisión final. La propuesta aquí presentada, si bien se limita a tres categorías de análisis, es una invitación a hacer más larga la lista de posibilidades, de miradas, de colaboraciones que, desde cualquier campo de estudio, hagan posible comprender cada vez más el consumo (o no consumo) de bienes culturales. Referencias bibliográficas Althusser, L., La filosofía como arma de la revolución, Pasado y Presente, México, 1979. Appadurai, A., “Introduction: Commodities and the Politics of Value”, en A. Appadurai (ed.), The Social Life of Things. Commodities in Cultural Perspective, pp. 3-63, Cambridge University Press, Cambridge, 1986. Baudrillard, J., Crítica de la economía política del signo, 3ª ed., Siglo XXI, México, 1979. 40
Consumo de bienes culturales
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Fecha de recepción: 23 de septiembre de 2008 Fecha de aceptación: 14 de marzo de 2009
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Max Weber y la incidencia de la religión en los procesos de estratificación social Rafael Arriaga Martínez Universidad Autónoma de Baja California
Resumen. En este artículo tratamos de aportar elementos de conocimientos susceptibles de contribuir a una mejor comprensión de la posición conceptual de Max Weber con respecto al catolicismo, definido éste como una religión globalmente en conflicto con el ethos capitalista. Sostenemos la pertinencia de la tesis religiosa de Weber pese a ciertas evidencias empíricas favorables a los católicos de ascendencia europea en términos de ascenso social. Se trata de un proceso social posible de explicar a la luz de una serie de conceptos que Weber define en su obra como racionalidad difusa, fuerzas históricas y la paradoja de la voluntad del hombre y su destino, o efectos no esperados, para expresarlo con el lenguaje de Raymond Boudon. Palabras clave: 1. religión, 2. estratificación social, 3. comportamiento, 4. racionalismo, 5. ética. Abstract. In this article we offer to contribute certain elements liable for a better understanding of Max Weber’s conceptual position on Catholicism, defined as a religion generally in conflict with the capitalist ethos. We sustain the pertinence of Weber’s thesis bears weight to certain empirical evidence favourable to Catholics of European descent in terms of social upward mobility. It has to do with a social process that is possible to explain in the light of a series of concepts that Weber defines in his work as diffuse rationality, historical forces, and the paradox of the relation of man and fate or unintended consequences as Raymond Boudon would say. Keywords: 1. religion, 2. social stratification, 3. behavior, 4. rationalism, 5. ethics.
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VOL. V, NÚM. 10, JULIO-DICIEMBRE DE 2009 ISSN 1870-1191
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Introducción ¿La realidad social de hoy en materia de estratificación social, y por extensión de desarrollo económico, estará realmente arbitrando en contra de la tesis de Max Weber respecto al catolicismo? ¿No había concebido Weber las religiones como vehículos éticos susceptibles de inhibir o estimular los procesos de estratificación social y desarrollo económico? (cf. Weber, 1967, 2000). ¿Acaso no había identificado en su célebre Ética protestante y espíritu capitalista disposiciones de “espíritu” y una ética económica en los católicos contraria al ethos capitalista? Ahora bien, los datos que nos arroja la realidad de hoy en materia de estratificación social, y de desarrollo económico por extensión, no son los mismos que Weber observa y le sirven de base para sus estudios sociológicos. En Europa ya no es posible distinguir entre los países de cultura protestante y los de cultura católica las mismas diferencias y con la misma agudeza con que Weber todavía las observaba en su tiempo. Por otra parte, ¿acaso no es posible constatar en el ámbito de la estratificación social, como nos lo demuestran los datos estadísticos publicados por el U.S. Bureau of Census 2000, que los católicos de ascendencia europea en Estados Unidos han terminado por reequilibrar su situación social con respecto a sus homólogos protestantes del mismo origen? El caso que más podría acomodarse a una lectura monológica, determinista, de la tesis de Weber es el de los mexicanos en Estados Unidos, mayoritariamente católicos. ¿Pero cómo, entonces, conciliar la teoría con dos conjuntos sociales –el de los católicos de ascendencia europea y el de los católicos mexicanos y de ascendencia mexicana– distribuidos en la escala social de una manera muy contrastada? Todos estos hechos de la realidad social de hoy nos colocan, pues, a) frente a la pertinencia de la tesis religiosa de Weber dada su posición con respecto al protestantismo y el catolicismo, b) frente a una cierta vulgarización de la misma tendencia a interpretar el ethos religioso como una fuerza cultural determinante en los procesos de desarrollo económico y estratificación 46
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social y c) frente a la tendencia a juzgar la validez de su tesis a partir de la congruencia o no congruencia de la realidad de hoy en materia de desarrollo económico y estratificación social con la asimetría empírica que Weber observa en su época entre católicos y protestantes. Nuestra posición es que todas estas expresiones de la realidad empírica de hoy no afectan la tesis religiosa de Weber, que es posible explicar dicha evolución social a la luz de una serie de proposiciones teóricas que Weber plantea de manera esquematizada en torno a nociones conceptuales clave, como la racionalidad difusa, las fuerzas históricas y los efectos no esperados. Acerca del individualismo metodológico y la teoría de la racionalidad general: nota metodológica Está de más aclarar que el espectro de lo que aquí planteamos es demasiado amplio como para ser tratado en el marco estrecho de un artículo. Si mencionamos los procesos de desarrollo económico –y por extensión la referencia a los países de cultura protestante y católica– es porque el problema, además de ser central en la teoría, guarda una relación de concomitancia con los procesos de estratificación social, que es el tema de nuestro interés. Por lo cual, para demostrar la pertinencia de la tesis religiosa de Weber consideraremos únicamente la experiencia sociorreligiosa de los católicos de ascendencia europea en los Estados Unidos, y esto, desde una perspectiva comparativa con respecto al calvinista típico idealizado por Weber y a los protestantes de una manera general. Dejamos, pues, globalmente de lado los problemas ligados al desarrollo económico. Omitimos igualmente, y por la misma razón, la experiencia sociorreligiosa de los mexicoestadunidenses, cuya problemática forma originalmente parte de un estudio desarrollado en una tesis de doctorado presentada en la Universidad de la Sorbona-París IV. Hacemos 47
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mención de los mexicanos pero sólo cuando la experiencia de éstos contrasta profundamente con la de los católicos de ascendencia europea. Por el resto nos reservamos la materia relativa a los primeros para una comunicación posterior con referencias comparativas al caso que nos ocupa en ese estudio. En la arquitectura del artículo el lector podrá igualmente observar el carácter subordinado de la materia de nuestro interés a un problema epistemológico de primer orden, como es el que se desprende de la posición conceptual de Weber con respecto al conocimiento, la causalidad y la explicación sociológica. Se trata de un tópico de discusión orientado a defender la tesis religiosa de la lupa fatalista por la cual algunos epígonos y críticos de Weber la han alternativamente confirmado e invalidado. Por último, en el método y los conceptos analíticos aplicados, sobre todo a la parte empírica, el lector podrá reconocer la perspectiva histórica gobernada a través de la teoría racional de los comportamientos formulada por Max Weber y Raymond Boudon.1 Sus principios pueden ser resumidos en los puntos siguientes: a) el que define los fenómenos sociales como el resultado de comportamientos individuales agregados y b) el que define los comportamientos individuales y colectivos como el resultado de decisiones y motivaciones susceptibles de ser traducidas en razones. Tales principios metodológicos presuponen la reconstrucción de la lógica responsable de los comportamientos y actitudes de una comunidad conformada por individuos atravesados por preocupaciones existenciales y creencias religiosas comunes, como es la de los católicos estadunidenses de ascendencia europea. El lector familiarizado con el individualismo metodológico encontrará, pues, una serie de razonamientos típicos idealizados que 1 Como todos los autores que encabezan corrientes de pensamiento sociológico, Raymond Boudon es, junto con Peter Berger, uno de los autores contemporáneos que más se inspiran en Max Weber. La relación de continuidad entre Boudon y Weber es tanto más perceptible en que la teoría de racionalidad de este último y la teoría de la racionalidad “abierta” de aquél parten de un mismo fondo epistemológico: comparten, en otras palabras, la misma concepción del individuo y la explicación sociológica.
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han sido aislados con base en técnicas de descentración apoyadas en experiencias mentales (Boudon, 1998:209). Por experiencias mentales entiéndase el proceso cognoscitivo experimental a través del cual el observador le atribuye una cierta lógica al observado para explicar su comportamiento y los fenómenos sociales a los que da origen (Arriaga, 2008b). Si nos apoyamos, entonces, en hechos de conciencia no observables es porque ello es totalmente conforme con los principios del individualismo metodológico y con la teoría general de la racionalidad (cf. Boudon, 2007). La tesis religiosa de Max Weber y evidencias empíricas de hoy y de ayer Conocemos los datos de los que parte la Ética protestante y espíritu capitalista de Weber (1967): los católicos no comparten el mismo dinamismo económico que afecta a los protestantes. Éste es el caso de ambos grupos en la Alemania de su época, aunque también asegura que no ve prueba contraria en el mundo allí en donde éstos puedan ser tanto mayorías como minorías. Weber ve una huella aún visible de un proceso de estratificación social que arranca históricamente con la Reforma de Lutero. Weber y sus epígonos contaron durante mucho tiempo con una realidad social que, en todo caso, no contrariaba drásticamente su teoría. En Estados Unidos, por ejemplo, los estadunidenses católicos de ascendencia europea guardaron durante mucho tiempo una relación de asimetría social con respecto a los estadunidenses de confesión protestante, y ello fue objeto de una serie de estudios de carácter empírico cuyos resultados respaldaban de una u otra manera la tesis religiosa de Weber (Bogue, 1959; Lenski, 1961). Los países de cultura católica destacaban en el mundo por su posición subalterna en materia de desarrollo económico con respecto a los países de cultura protestante, y todo ello, de nuevo, alentaba a los investigadores a presentar aquello como una prueba más de la validez de la tesis de Weber. El problema 49
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es que los procesos de estratificación social y desarrollo económico en el mundo han evolucionado de una manera distinta a la que Weber constata en su tiempo. La Alemania de cultura católica ya no es lo que fue en la época de Weber (Arriaga, 2008c:445). De una manera general, la fractura socioeconómica que separaba antiguamente a los países de cultura protestante de los países de cultura católica –esto es, en Europa– ha terminado por soldarse en buena medida. Por otra parte, ¿acaso no es posible constatar en los Estados Unidos el ascenso social fulgurante de los católicos al paso de las generaciones? Ellos también terminan por soldar la fractura que los separaba de sus homólogos protestantes (Greeley, 1976:41; 1990). Los contrastes socioeconómicos entre católicos y protestantes que durante buen tiempo alimentaron la literatura sociológica de inspiración weberiana ya no cuentan con el fundamento empírico de antaño (Greeley, 1990). Todavía en los años cincuenta, a los católicos se les percibía tanto por su estatus social como por sus creencias, su comportamiento y aun por su manera de concebir la historia nacional y su lugar dentro de la civilización de occidente (Allitt, 1993:7). Las cosas cambian de manera tal que para los años ochenta del siglo pasado, y esto de acuerdo con Coleman, los católicos blancos ya gozaban de un estatus social, de un ingreso medio y de un nivel de escolaridad comparables no sólo a los de los protestantes blancos, sino superiores a los que gozaban ciertas denominaciones protestantes (cf. Budde, 1992:84). ¿La realidad social de hoy estará, pues, realmente arbitrando en contra de la tesis religiosa de Max Weber? ¿Que no había concebido Weber las religiones como vehículos éticos susceptibles de inhibir o estimular los procesos de estratificación social y desarrollo económico? ¿Que acaso, como hemos dicho, no había descrito la racionalidad católica como fuerza activa contraria al “espíritu capitalista”? (Weber, 1967). Nosotros sostenemos que ni el éxito de los católicos en materia de integración económica y social en el marco de la sociedad estadunidense, ni el desarrollo económico experimentado por 50
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países como España, Irlanda, Italia, afectan realmente la posición de Weber respecto a la racionalidad católica, entendida ésta como fuerza activa generadora de valores contrarios al espíritu capitalista (cf. Weber, 1967 y 2000). Contra una lectura monocausal y determinista de la tesis religiosa de Weber Hablábamos de ciertos hechos de estratificación social y desarrollo económico que han evolucionado en un sentido aparentemente no conforme con la tesis de Weber. Decíamos igualmente que el catolicismo está entre las religiones portadoras, según Weber, de éticas económicas globalmente en conflicto con el espíritu capitalista. Ahora bien, ¿puede una teoría ser válida cuando por una parte tenemos una proposición que nos afirma que las religiones en cuestión son portadoras de éticas económicas globalmente en conflicto con el espíritu capitalista y por la otra asistimos a una realidad que arroja evidencias de evolución socioeconómica favorable a los católicos de ascendencia europea en Estados Unidos?, para referirnos solamente a los procesos de estratificación, que es el punto que más nos interesa. No porque un fenómeno evolucione en una dirección distinta a la descrita por la teoría en un momento dado tiene que ser ésta invalidada. Como lo observa Boudon, los fenómenos sociales no pueden ser ni previsibles ni determinados, por la sencilla razón de que en su producción intervienen contingencias inesperadas o acciones individuales generadas en el marco de situaciones caracterizadas por un alto grado de indeterminación objetiva (1995:159). Esto es reconocer la complejidad de la realidad social y los fenómenos que la animan. Es por ello que Weber insiste en la imposibilidad de explicar los fenómenos en su integridad y a fortiori a partir de un solo factor. En una palabra, el sociólogo alemán se opone a las explicaciones monocausales y a los determinismos, cualesquiera que sean éstos, económicos, culturales, biológicos, etcétera, y en 51
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ese sentido lamenta (1996:136) que su tesis haya sido vulgarizada, interpretada, como ocurrió y ocurre, de manera absolutista.2 “La ética religiosa de la conducta de la vida constituye igualmente uno –decimos sólo uno– de los factores determinantes de la vida económica”, insiste Weber (1996: 333). Es de esta manera que Weber reconoce que “ninguna ética económica ha sido determinada solamente por la religión” (Weber,1980:18), que la complejidad numerosa de factores –entre ellos la geografía, la economía, la historia, principalmente– están allí para invalidar toda causalidad monolítica, reductora, que se pueda establecer entre ética religiosa y actitud económica (cf. Weber, 1980:18; Peyrefitte, 1995:308; Aron,1967:541). Weber parte de esa premisa epistemológica para calificar la teoría materialista de la historia de Marx como una “doctrina simplista” (cf. Weber, 1967:52), y es ése el sentido que le da a su declaración pública en Viena cuando habla de “refutación positiva del materialismo histórico” (Aron, 1967). Es cierto que Weber presenta la relación de causa a efecto que establece entre un hecho de conciencia ( racionalidad religiosa) y un hecho social trascendente (el desarrollo del capitalismo) como una “relación causal inversa” a la explicación marxista del origen de las ideas (cf. Weber, 1967:52). Pero, como lo sostiene Aron, no hay nada más falso que suponer que Weber haya tratado de 2 El parágrafo siguiente es un testimonio de la fuerza con la que Weber recusa la lectura determinista de su tesis. La polémica es con el profesor Rachfahl: “había indicado yo mismo como resultado de mis investigaciones [...] que un ( insisto: ¡un!) elemento constitutivo del “espíritu capitalista” tenía su origen en la ética burguesa de la profesión y en particular [en] el carácter ascético que le acompaña [...] además, ya había señalado esta evidencia [en el sentido de que] los elementos de psicología religiosa de los que he hablado no habían podido contribuir directamente al desarrollo del capitalismo que sólo cuando se encontraban reunidas un buen número de otras ‘condiciones’ en particular de orden natural y geográfico; en fin y sobre todo, recuerdo que desde 1908, en respuesta a una crítica parecida a la de Rachfahl, y sin temor a repetir para evitar toda forma de ‘absolutización’ del complejo causal que había analizado, que se trataba en mis estudios de analizar el desarrollo de un ‘estilo de vida’ ético adecuado al capitalismo naciente de la época moderna, y nada más. Si hubo quienes ‘sobrestimaran el alcance de mis estudios’, yo no soy responsable” (Weber, 1996:136).
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explicar la realidad económica a partir de las creencias religiosas algo así como Marx explica las creencias religiosas, como un puro producto de la realidad económica (cf. Aron, 1967). A veces sucede que los autores traicionen sus propios principios metodológicos. Pero éste no es el caso de Weber. Es más verosímil, como observa Boudon (1989), que Weber haya hecho una exposición de sus tesis en el sentido débil de la palabra (A es una de las causas de B) y luego se haya interpretado en el sentido fuerte (A es la causa de B). En otras palabras, Weber nunca sostuvo que A (el factor religioso) fuera causa de B (el desarrollo del capitalismo), en el sentido de que el calvinismo haya podido generar él solo el desarrollo del capitalismo. Se juzga, pues, la validez de una teoría a partir de una concepción sumamente estrecha de la causalidad. Porque ésta es otra singularidad de la teoría sociológica del conocimiento de Weber: su concepción de la causalidad. Boudon no vacila en atribuirle a Weber la paternidad de una teoría moderna de la causalidad (1998:70). Hasta donde hemos podido ver, la teoría de la causalidad plantea en esencia dos cosas: por una parte, la necesidad metodológica de estudiar los fenómenos sociales a partir de un solo factor y, por la otra, también la necesidad de considerar el factor como una causa pero no como una causa necesaria y/o suficiente, como lo entiende la teoría convencional de la causalidad, sino como una condición favorable que no necesariamente tiene que, y por fuerza, provocar el mismo resultado en todos los contextos. Es, entonces, preciso relativizar la causalidad, como lo sugiere Michel Maffesoli (1985:22). Decíamos, pues, que Weber rechaza los determinismos, cualesquiera que éstos sean. Que “A es una de las causas de B” no significa, si bien en su momento y debido a una coyuntura sociohistórica favorable el factor religioso haya jugado un rol de primera importancia, que A (el factor religioso) genere en todos los contextos los mismos resultados. No es una ley. Boudon (1999:194) observa al respecto que una regularidad empírica observada en un contexto puede desaparecer o invertirse en otro. 53
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Las realidades sociales son irrepetibles por la sencilla razón de que son el producto de contextos sociales complejos y particulares. La causalidad que establece Weber es, históricamente hablando, más manifiesta en los Estados Unidos, Inglaterra y Holanda que en otros países, incluyendo a la Escocia predominantemente presbiterana (Boudon, 1998:63, 64) o a la Ginebra de Jean Calvin, en donde se constata la ausencia total de la variable dependiente, como lo observa Pellicani (1988). Se trata, finalmente, de una relación causal sumamente limitada como para esperar que el protestantismo genere dondequiera que se presente desarrollo o prosperidad para quienes la profesan y el catolicismo lo contrario. Por ello es de ilusos esperar que la conversión al protestantismo transforme, con ciencia cierta, a los pueblos en agentes de cambio y en promotores de desarrollo económico. Weber era congruente con los hechos que observaba en su época y sobre todo con los relacionados con la expansión del capitalismo. Veía como plausible la difusión del capitalismo aun en países en donde, contra toda evidencia, la cultura le era incompatible en ciertos aspectos. Es de esta manera que Weber considera de manera particular el caso de una China influida por la racionalidad confuciana (cf. Weber, 2000). El hecho es que el desarrollo económico fulgurante de países como Hong Kong, Taiwán, Singapur, entre otros, no hacen más que confirmar sus advertencias del potencial de la racionalidad utilitaria del confucianismo para influir en el desarrollo capitalista de China y, por extensión, en el de la China de la diáspora. Ahora bien, todo parece indicar que este proceso de recuperación económica fue acompañado de cambios culturales, como observan Inglehart et al. (2000) en su estudio en torno a la modernidad y la cultura. En efecto, estos autores anotan en su estudio que el desarrollo económico registrado en países como Irlanda, España, Portugal, etcétera, ha activado procesos de cambio de actitudes en sus pueblos con respecto a una infinidad de aspectos de la vida económica y política, de tal suerte que, afectados por la difusión del capitalismo, son ahora –constatan los autores– más 54
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racionales en sus comportamientos, más motivados por racionalidades utilitarias, para decirlo en otros términos. Se trata de una evidencia que Weber mismo se encarga de poner al descubierto al distinguir los procesos de desarrollo surgidos de la “instalación” de una cultura moderna en los procesos generados a partir de acciones individuales modernizadoras (Boudon, 1998:68). Aun así, podemos decir que estos cambios empíricos no afectan la tesis de Weber en el sentido de que la teoría ofrece margen a una explicación imputable a las capacidades cognoscitivas de los individuos para asimilar las nuevas realidades derivadas de la expansión del capitalismo. Racionalismo económico y proceso de racionalidad difusa: el caso de los católicos de ascendencia europea Weber observa los contrastes de comportamiento entre los católicos de Maryland y los puritanos de las otras colonias de la Nueva Inglaterra (Weber,1967:40, 41); pero no dice nada respecto a los católicos del Estados Unidos de su tiempo: los irlandeses, y aún menos de los italianos y polacos que llegan de manera masiva a ese país entre 1880 y 1920 (los llamados “nuevos inmigrantes”). Y sin embargo, la existencia de estos inmigrantes, lejos de pasar desapercibida para una clase política y un público inquietos por las altas tasas de criminalidad e indigencia que pesaban sobre ellos, era objeto de un debate furioso, algo así como lo que ocurre con los inmigrantes mexicanos de hoy en día. Es probable que por prudencia hayan guardado silencio, tratándose de una situación –ver la pobreza y la marginalización que afectaban a estos inmigrantes de confesión católica– verosímilmente difícil de imputar a las “particularidades mentales”3 de esos migrantes, precisamente Para Weber, los contrastes socioeconómicos que observa entre católicos y protestantes son parcialmente imputables a una “disposición especial” que él identifica sólo en los protestantes e independientemente de su origen nacional. Weber define esta disposición como “racionalismo” (1967:35), que viene siendo como una especie de valoración utilitaria de los comportamientos. Weber identifica el origen de esta disposi3
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por su escasa antigüedad de residencia en Estados Unidos. Se trata de una hipótesis plausible, sobre todo si se le considera a la luz de lo que Weber mismo llama “racionalidad difusa”, o proceso de difusión de ideas, que afecta, según lo anota en su Sociología de las religiones, a los católicos del periodo colonial: la explicación es esquemática y Weber la plantea en estos términos: Es indiscutible que este estilo de vida4 fue cultivado y con una gran energía en las comunidades ascéticas, se destiñe en los territorios en donde se mezclaban las diversas confesiones, sobre el estilo de vida de las otras denominaciones rivales [...] y eso se produjo desde un principio y se amplificó en la medida [en] que el espíritu capitalista penetraba en la vida económica; el fenómeno se observa desde muy temprano en los luteranos holandeses y americanos, e igualmente para los católicos americanos [...]. Por supuesto, las cosas evolucionan de tal manera que en el curso de esta “asimilación” las diferencias se han ido reduciendo gradualmente sin que éstas lleguen a borrarse completamente [...] (1996:149, 150).
Tenemos así que, siendo las sectas puritanas las “portadoras”5 de una racionalidad económica capitalista, ésta se difunde ción mental en la “familiaridad” o “afinidad electiva” entre el modo de vida requerido para tener éxito en los negocios (ética económica) y el modo de vida derivado de las exigencias éticas de Dios (ética religiosa). Se trata, pues, de una disposición mental que a los ojos de Weber explica la relativa facilidad con la que los protestantes, en relación con los católicos, maximizan sus acciones a través de una mejor adecuación de los medios a los fines. Ahora bien, para Weber este recurso cognoscitivo es prácticamente inexistente en los católicos. 4 Weber se refiere a las formas más exigentes del ascetismo protestante. 5 En Weber, la difusión de las ideas, las creencias, los valores, parte de focos o contextos sociocognoscitivos bien precisos. Cuando decimos contextos sociocognoscitivos dejamos asentada la idea de que entre el individuo y el contexto existe una relación de interacción en la que el individuo evalúa no sólo los hechos sociales sino también las ideas. El calvinista de Weber, por ejemplo, se mueve en un contexto social y cognoscitivo bien preciso: la congregación de conventículo y sus preocupaciones existenciales dominadas por el dogma de la predestinación. El conventículo no sólo le aporta relaciones sino también la posibilidad de regular esas relaciones con base en el conocimiento de una ética y representación del mundo. En este sentido, podemos decir que todos los individuos obtienen de su contexto recursos sociocognoscitivos que varían de un contexto a otro por las mismas diferencias en los parámetros.
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primero entre las denominaciones protestantes y luego entre los luteranos y católicos. Ahora bien, ¿por qué primero entre sectas como los cuáqueros, menonitas, baptistas, presbiterianos, pietistas? Porque, como observa Weber en su Ética..., la racionalidad económica capitalista encuentra en el estilo de vida ascético que esas sectas practican un terreno favorable para su adopción. Hablamos, pues, de un recurso cognoscitivo inexistente en el caso de los luteranos y los católicos, que fue adquirido a lo largo de un proceso en el que la religiosidad de los católicos se puritaniza como consecuencia del carácter facultativo que tienen los individuos para evaluar el entorno en el que viven. Con esto queremos decir que el carácter funcional o la compatibilidad de ciertas actitudes sostenidas por el protestantismo con las exigencias del capitalismo de ninguna manera escapan a la racionalidad de los laicos católicos de la costa este, conformados en su mayoría por inmigrantes de ascendencia europea. Religiosidad de ayer y de hoy: racionalidad difusa y consecuencias inesperadas Estados Unidos es un país de inmigrantes, es cierto, pero esto es más verdad para los católicos que para los protestantes, que son quienes fundan este país en el siglo diecisiete. Esto ha dado lugar a un largo proceso de acumulación de riqueza, de transmisión de fortunas y, por vía de consecuencia, de movilidad social decididamente más ventajoso para los protestantes que para los católicos.6 Se trata de un factor que debió forzosamente haber actuado en la formación de los contrastes, que por lo menos hasta los años cincuenta del siglo veinte fueron agudos. De acuerdo con un estudio citado por Anderson, la mayoría de las empresas de interés público existentes en las ciudades industriales de 1900, 1925 y 1950 eran administradas por estadunidenses de ascendencia británica. Se trata de un hecho social cuyas consecuencias no dejan de sorprender por el número aplastante de personas acaudaladas entre este último grupo social (Anderson, 1970:19). 6
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Es cierto también que el ritmo de integración que experimentan los católicos no deja presagiar nada que pueda hacer de ellos un caso de excepción, si se consideran las observaciones que el sociólogo alemán hace de estos dos grupos en materia de contrastes socioeconómicos. El hecho es que de década en década la brecha que separa a unos de otros se ha venido estrechando, poniendo aparentemente en duda la idea según la cual el factor religioso seguiría actuando favorablemente para los unos y en detrimento de los otros. Greeley y Weigel van más lejos: el primero se obstina en demostrar estadísticamente la inversión de los contrastes socioeconómicos entre católicos y protestantes blancos (Greeley, 1976) y el segundo lo explica como una consecuencia del surgimiento de una nueva ética entre los católicos de clase media alta. Según esto, la ética en cuestión tendría la particularidad de acrecentar la importancia de la creación de la riqueza en contraposición a la visión apologética de la pobreza (Weigel, 1990). Por más que se pueda dudar de la validez de los resultados presentados por Greeley y de la explicación de Weigel, o por más que se insista en la existencia de una cierta ventaja socioeconómica a favor de los protestantes, las diferencias ya no podrán tener la misma significación sociológica que Weber les atribuía en su tiempo. Y ello es tanto más cierto cuando la racionalidad religiosa estudiada por Weber pierde igualmente muchos de los rasgos que el sociólogo alemán le atribuía. El dogma de la predestinación, tal como lo entendía el puritano ideal tipificado por Weber, por ejemplo, es una creencia que ha dejado desde hace mucho tiempo de existir en la conciencia de los protestantes.7 7 De acuerdo con Alexis de Tocqueville, los puritanos participan en la colonización de Missouri e Illinois como misioneros portadores de la palabra de Dios y la libertad (1981:399). Pero para entonces la idea de la elección providencial había dejado de ser una creencia de conventículo religioso para transformarse en una ideología nacional salpicada de elementos escatológicos (instrumentación providencial de la nación) y positivos (ideales inspirados en la filosofía de las luces: progreso gracias a la ciencia, libertad, igualdad, etcétera). Podemos decir incidentalmente que con estos antecedentes se llega a la concepción de la doctrina del destino manifiesto (cf. Arriaga, 2008a).
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En las Iglesias protestantes, incluyendo aquellas para las que el born again es fundamental para la salvación, la gracia de Dios se administra como un bien espiritual sin ninguna referencia a la elección (cf. Wuthnow, 1994:202). Las sectas se transforman en Iglesias alejadas de la posibilidad de controlar rigurosamente a sus adeptos sobre la base de una cierta ética, como en los viejos tiempos del puritanismo. En los viejos tiempos del protestantismo, a diferencia de lo que observamos hoy, la búsqueda de la gracia de Dios se daba en un contexto de incertidumbre espiritual y ello hacía que, por lo menos en teoría, los creyentes orientaran racionalmente su comportamiento a la salvación. Es una actitud que, según un autor (cf. Wuthnow, 1994), hoy en día concierne cada vez a menos gente. La importancia de la creencia en la predestinación y la angustia8 que genera en los creyentes no deja de ser mayor porque, según Weber, además de favorecer el comportamiento económico en los términos ya señalados, neutraliza los efectos inhibidores derivados de la conciencia de pertenecer a los elegidos. Nos referimos a un sentimiento cuya intensidad alcanza, de acuerdo con Weber, una “altura vertiginosa” (1967:169). Para Weber el sentimentalismo religioso constituía en sí una amenaza para el racionalismo económico, y como tal lo explora en el caso de los puritanos y otras sectas, como los pietistas y los metodistas (1967:153, 154). Pero, hasta eso, Weber reconocía diferencias de intensidad en la emoción, siendo la de estas dos últimas sectas (sic) más importante que la de la primera. Nada que ver con los transportes emocionales que experimentan los adeptos del movimiento pentecostal. De considerarse bajo este aspecto la religiosidad protestante de una manera general, y la del pentecostalismo de una manera particular, la conclusión nos llevaría a un puerto muy distinto al que llega Weber en sus tiempos. ¿Por qué? Porque sin el dogma de la predestinación, sin certitudo salutis o cualquier otra idea o creencia religiosa fundada en el temor de Nos referimos al efecto emocional que, de acuerdo con la tesis psicológica de Weber, provoca el dilema de la predestinación: ¿elegido o condenado? 8
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perder irremediablemente la gracia de Dios, el protestantismo de hoy pierde éticamente hablando toda posibilidad de contrarrestar los efectos negativos de la religiosidad emocional. Los nostálgicos concluyen que es debido a la ausencia de tales creencias que la religiosidad en Estados Unidos ha perdido mucho de su autenticidad (Herberg, 1956:15). La nostalgia por los tiempos heroicos del puritanismo se fundamenta en una impresión: la de que se viven tiempos de decadencia, de pérdida de confianza y de valores. Una buena parte de la clase política conservadora lo ha venido expresando así.9 Pero lo más grave de todo es que desde las esferas del saber se postula la existencia de elementos portadores de valores que minan la ética en la que se cimenta el “sueño americano”: en el siglo diecinueve y principios del veinte eran los inmigrantes europeos quienes ponían en peligro el futuro del país. Ahora, según Huntington (2004), los hispanos, y los mexicanos en particular, encarnan ese peligro (cf. Arriaga, 2008a). Tenemos, entonces, que la religiosidad protestante, por una parte, pierde lo que Herberg define como “autenticidad” y, por la otra, deja de alimentar los valores que han hecho de los Estados Unidos una potencia. Todo mundo podrá estar de acuerdo con la primera proposición, en el sentido de que las creencias mencionadas han pasado a la historia de las ideas religiosas; pero La preocupación por el retorno a los valores tradicionales es manifiesta en los casos de Ronald Reagan, George W. Bush y John McCain. Para Ronald Reagan, la historia de los Estados Unidos debía enlazarse de nuevo al pasado liberal y religioso: la única vía, según él, de resolver la crisis de confianza que venía afectando al país desde su ruptura estrepitosa con la tradición puritana en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Reintroducir la oración en las escuelas significaba de alguna manera reintroducir la moral en la vida de las nuevas generaciones. Desmantelar el Estado protector era una manera de reintroducir el sentido de la responsabilidad individual en la vida de los sectores de la población dependientes de la asistencia del Estado, “de poner al país a trabajar”, según sus propios términos. Era, en una palabra, el regreso de la máxima franklineana según la cual “Dios sólo ayuda a los que se ayudan” (god help them who help themself). Amplios sectores de la población estadunidense se reconocen en el lenguaje de estos políticos, como es el caso de los evangelistas, cuya representación dentro del Partido Republicano pesa en un buen 37 por ciento, según algunas fuentes (Ehmann, 2006), y 44 por ciento, de acuerdo con otras (Mair, 2007). 9
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no los valores que esas creencias generan. Esto significa que la vigencia de la noción del trabajo, el ahorro, la comunicación fiable ya no depende de la religión como foco desde donde se propaga. Y no es porque el protestantismo haya perdido el brío de los tiempos míticos del puritanismo. Los estadunidenses siguen siendo tan religiosos10 como en esos tiempos, sólo que de una manera distinta. Digamos que la modernidad afecta a la religiosidad de los estadunidenses, pero más desde un punto de vista cualitativo que cuantitativo,11 en el sentido de que los individuos de hoy tienden a comprender su religiosidad más con apego a una ética de responsabilidad que a una de convicción.12 En otras palabras, y para expresarlo en un lenguaje más llano y sin perder de vista ciertas excepciones, los creyentes de hoy son menos “fanáticos” que los de las generaciones precedentes, porque en buena medida son más instruidos y críticos.13 Se 10 Según un sondeo de opinión, el 94 por ciento de los estadunidenses afirmaron creer en Dios (Lyons, 2005) y un 55 por ciento dijo asistir a un servicio religioso por lo menos una vez al mes (Newport, 2007). Para más de la mitad de los mismos la religión es un hecho “muy importante en sus vidas” (Winseman, 2005a). 11 Con el evolucionismo cientificista se esperaba la liquidación tanto de la ideología como de la religión, como consecuencia de la exacerbación de la crítica desarrollada en el marco del debate de ideas (cf. Boudon, 1989:9, 10). 12 Nos referimos a la ética de convicción y a la ética de responsabilidad, dos comportamientos típicos idealizados por Weber que nos parecen muy útiles para comprender la religiosidad de los estadunidenses, cada vez más alejada de la convicción dogmática y cada vez más centrada en la moral. Gallup Poll nos ofrece datos que nos dan cuenta de este desliz de actitud: la Biblia, por ejemplo, es cada vez menos percibida como “la palabra de Dios” y cada vez más como un libro de “preceptos morales”. En todo caso, la proporción de personas en el primer caso baja de 38 por ciento en 1976 a 28 por ciento en 2006 (Newport, 2006). Gerhard Lenski también observa este deslizamiento racional en el marco de una encuesta realizada en Detroit entre los protestantes hacia fines de los cincuenta (1961:222). Ello explica la relativa facilidad con la que los individuos asisten a servicios religiosos de denominaciones protestantes diferentes de las propias. Wilson (1988:27) y Wuthnow (1994:277-279) observan el fenómeno entre la clase trabajadora en Munci, Indiana, en 1924, 1934, 1979 y a principios de los años noventa (U.S. Labor Force). 13 Esto es evidentemente más aceptable para el protestantismo histórico y liberal que para el protestantismo fundamentalista, que, como en el caso del movimiento pentecostal, prospera esencialmente entre las clases desfavorecidas. En 2004 el 41
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trata de una tendencia que en Europa alimenta el escepticismo religioso pero no en Estados Unidos, sorprendentemente.14 La existencia misma de lo que convencionalmente los sociólogos de hoy llaman la “excepción religiosa americana” merece que se le señale de manera enfática, porque redimensiona los estudios orientados a demostrar la influencia de las creencias religiosas en la vida social de un país que, pese a la modernidad, sigue siendo paradójicamente religioso. Weber (1967) anota cuán rápido se secularizaba la sociedad de su tiempo, pero sobre todo apunta la huella cultural que había dejado la vida religiosa de los tiempos de los puritanos. En las organizaciones asociativas, como el club, reconoce el conventículo de los puritanos y su tendencia a seleccionar éticamente a sus miembros. De acuerdo con Weber, el club surge como un sustituto funcional de la secta y en particular de su sistema de interayuda y reconocimiento social... y ello en la medida en que los dogmas abandonaban la conciencia de los creyentes en beneficio de una religiosidad de moral. Aquí se plantea de nuevo la oposición entre ética de convicción y por ciento de los estadunidenses se definía como born again, de los cuales 49 por ciento no había terminado el colegio, contra sólo un 33 por ciento que había logrado graduarse (Winseman, 2005b). Un dato por más revelador del nivel educativo de una buena parte de esta categoría social: el 48 por ciento de ellos percibía la teoría de la evolución como una herejía y el 68 por ciento declaró haber visto al diablo (Lapham, 2003). De la misma manera, se podrá igualmente observar que son precisamente los menos instruidos (high school y menos) los que perciben a la Biblia como “la palabra de Dios”. En todo caso, la frecuencia es cuatro veces mayor si se le compara con los individuos que han terminado estudios de posgrado (39 contra 10 por ciento, respectivamente) (Newport, 2006). Además, todo parece indicar que dicho proceso no es reciente; Alexis de Tocqueville lo anota en su obra La democracia en América (1981:396). 14 La creencia en Dios y en otros items relacionados con la religión (alma, cielo, infierno) es tan importante que los Estados Unidos se confunden más con los países en vías de desarrollo o subdesarrollados que con los países altamente desarrollados (lnglehart, Basáñez y Moreno, 1998). Comparados con estos últimos y de acuerdo con la misma fuente, los estadunidenses asisten a los servicios religiosos dos veces más que los franceses (44 contra 21 por ciento) y diez veces más que los suecos y japoneses (44 contra 4 y 3 por ciento, respectivamente).
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ética de responsabilidad o el desliz de una acción más centrada en la moral que en el dogma. El estado de gracia podría dejar de interesar a los creyentes, pero no la calificación ética –y los beneficios en cascada– que se lograba con el solo hecho de pertenecer a la secta. Es, pues, de esta necesidad que nace, según Weber, esta forma específica de organización social que es el club. La ética de los puritanos podrá no tener sentido para las sensibilidades religiosas de hoy o, en todo caso, tener el mismo sentido que le atribuían los puritanos a su religiosidad. Pero ello no significa que necesariamente tenga que afectar en su existencia a los comportamientos que han hecho posible la universalización del capitalismo. El ascetismo religioso como actitud declina con el tiempo, pero no el manojo de comportamientos que lo caracterizan, como la sobriedad, el trabajo, el ahorro y la comunicación fiable. No, porque para el capitalismo son también actitudes edificantes. ¿Por qué? Porque le son funcionales. En la “seriedad del productivismo” se reconoce el ascetismo de los puritanos (cf. Maffesoli, 2009). Se trata de consecuencias que caen bajo el signo conceptual boudiano de los efectos no buscados, inesperados o perversos (cf. Boudon, 1977, 2003:7880), o aun lo que Weber llamó “la paradoja de la voluntad del hombre y su destino” (2000:324). ¿Qué significa esto? Que para los puritanos la sobriedad, el trabajo, el ahorro y la fiabilidad en la comunicación, entre otras actitudes, tenían una significación metafísica, trascendental, que sólo Dios y los miembros del conventículo comprendían, porque finalmente era ante Dios que se ganaba la confirmación religiosa y ante los miembros de la secta, la confirmación social. Por una parte tenemos, pues, que las virtudes que la secta exigía eran en la práctica medios éticos que conducían hacia una felicidad que no era de este mundo; pero por otra parte vemos a un individuo más bien dispuesto a trabajar para que la felicidad fuera una cosa de este mundo. Sin embargo, para ello fue preciso que todas esas virtudes mencionadas produjeran lo 63
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que ineluctablemente tenían que producir: riqueza. Pero no sólo eso. Los puritanos aureolan de santidad la filosofía de la avaricia en una época en la que el afán del dinero era considerado como una actividad inconfesable, “sin dignidad y como manifestación de una avaricia sórdida”, para repetirlo en los mismos términos de Weber (1967). El hecho es que hoy en día ya no es necesaria la religión para disimular la búsqueda de una ganancia, de un beneficio o aun de la riqueza. Ahora es una norma que los individuos aceptan abiertamente como la regla número uno de la vida social.15 Si de la riqueza el individuo obtiene estatus social 15 Es una idea relativamente más admitida en los países desarrollados que en los países en vías de desarrollo, pero todavía más en los países en donde por tradición el capitalismo ha estado más libre de políticas económicas administradas por Estados con poderes centralizados. Ése es el caso de Estados Unidos. En este país la lucha por el dinero es considerada como un comportamiento digno de exhibirse con orgullo y sin inhibición y el dinero propiamente, como un índice de éxito social, como algo con lo que se contribuye al progreso del país (Israel en Laronche, 2000). La creencia en el dinero es tal, dice un autor, que el público se inclina de admiración ante los hombres ricos como Rockefeller y aún más cuando éstos revelan el monto de sus fortunas (Lapham, 1988:207). El contraejemplo puede ser Francia, en donde, según un secretario de Estado responsable de la industria y las pequeñas y medianas empresas bajo el gobierno de Lionel Jospin, “no es de buen tono ganar dinero cuando se tiene éxito” (Le Figaro, 2002). Es un país en donde la moral de inspiración católica, observa otro autor, sigue condicionando ante el dinero: “Cuando se es rico más vale ocultarlo”. En su esfuerzo por articular la actividad psíquica individual y la realidad social, Paul Israel, vicepresidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional, reconoce la existencia en los franceses de una manera particular de relacionarse con el dinero. Los franceses, según él, tienden a desarrollar una especie de “vergüenza sucia” en su relación con el dinero y una cultura colectiva en la que cada uno esconde la singularidad de su relación con el deseo de adquirir (Israel en Le Monde, 28 de febrero de 2000). Charles Baudelaire, en su compasión por Edgar Allan Poe, se lamentaba de las desgracias del país de éste: que el tiempo y el dinero tuvieran un valor tan grande y que la actividad material se llevara a la proporción exagerada de una manía nacional y que todo ello dejara en el ánimo de la gente muy poco lugar para las cosas que no fueran de la tierra (Baudelaire, 1965:34). Nos equivocaríamos profundamente si consideramos la apreciación de Baudelaire como la de un poeta con convicciones marginales. Éste no sólo expresa la visión de los de su época, sino que sigue expresando la visión de los franceses de hoy o por lo menos la de la generación del Baby Boom. En la fe judía, por el contrario, el dinero no es un problema porque, en todo caso, no redunda en ningún sentimiento de vergüenza. Desde la perspec-
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es porque por lo general se le percibe como algo logrado sobre la base del esfuerzo personal. Es así que lo que es hoy una calificación social es un signo ético positivo que pesa igual en la conciencia y en el comportamiento de un católico que en los de un protestante, aun cuando, como observa Tropman, la ética católica se sigue distinguiendo del protestantismo en este aspecto (cf. Tropman, 1995:53). En materia de frugalidad, por ejemplo, es poco probable que un trabajador asceta y comprometido religiosamente pueda ahorrar o pueda ser más eficiente en el trabajo que uno no practicante, como lo demuestra una encuesta realizada en el mundo del trabajo (cf. Wuthnow, 1994:52, 150). El carácter difuso de las actitudes mencionadas (en el sentido de que se universalizan, que pierden su estatus de particularismos culturales) nos incita a pensar que ello ha sido posible gracias a lo que Weber denomina “racionalización difusa”, que no es otra cosa que un proceso histórico, cognoscitivo, a través del cual los individuos seleccionan o eligen las actitudes y los valores que más les convienen desde el punto de vista de sus intereses y dignidad. Se trata de un proceso complejo ya que una actitud, un valor o una creencia no se instalan en todos los contextos (países o comunidades) con la misma facilidad debido a la interferencia de lo que Weber llama “fuerzas históricas”, “obstáculos espirituales” y “resistencias internas”. A diferencia de estos dos últimos conceptos, que Weber concibe como dificultades de carácter cognoscitivo, las fuerzas históricas actúan como fuerzas externas al individuo con capacidad para acelerar o frenar la difusión de una idea, actitud, valor, o simplemente para instalar una institución. Me parece que con una proposición así es posible determinar la existencia o ausencia de los obstáculos espirituales (ideas, creencias, actitudes) y resistencias internas tiva del judaísmo, “vale más ser rico que pobre porque un pobre vale lo que un muerto” (Klein, 1984:15). Se podrá estar de acuerdo o en desacuerdo con el autor en cuanto a la interpretación de los comportamientos, pero lo más importante de esto es que podamos constatar los hechos que saltan a los ojos de un observador incluso no experimentado.
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(intereses materiales e ideales), en el caso particular de los grupos sociales de nuestro interés, y en qué medida su ausencia o su presencia facilita o frena el progreso socioeconómico de sus miembros. En cuanto al concepto de fuerzas históricas, éstas se pueden presentar bajo la forma de factor social o económico o de contingencia simplemente. La tasa de urbanización de un grupo, por ejemplo, puede afectar el comportamiento social y cognoscitivo de los individuos y también generar efectos no esperados. Urbanización, industrialización y proceso “inesperado” de movilidad social acelerado: el caso de los católicos de ascendencia europea Eso que Weber define como espíritu capitalista corresponde a un conjunto de actitudes que prosperan más en el medio urbano que en el rural. Es en la ciudad (del siglo diecinueve) donde florecen las manufacturas y sus agentes: los empresarios y los obreros. Ahora bien, la experiencia urbana, y más particularmente la circunscrita a la manufactura y sus consecuencias en términos de disciplina y capacitación, es una realidad que afecta más –y de una manera amplia– a los católicos que a los protestantes. Nueva York fue el puerto de entrada y, en consecuencia, el paso obligado de todos los inmigrantes originarios de Europa. A diferencia del periodo colonial, las ciudades del periodo industrial ofrecían oportunidades inmediatas que el campo ya no podía ofrecer por la misma especulación y el encarecimiento galopante de las granjas agrícolas del interior. El sueño de estos inmigrantes era recrear el modo de vida campirano dejado en el Viejo Mundo. Pero como para la mayoría esto fue imposible por las razones señaladas, no tuvieron más alternativa que quedarse en las ciudades de la costa este y atender las ofertas de trabajo que ofrecía la manufactura (Herberg, 1956:20). 66
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Este factor, además de provocar un proceso de concentración urbana, acelera inesperadamente el ritmo de la movilidad social. La hipótesis según la cual la urbanización creciente acelera los procesos de movilidad social es confirmada por Lipsey. Pero no sólo eso. Este autor observa adicionalmente que es a los individuos y grupos sociales de mayor antigüedad a los que benefician estos procesos, y aún más si la ciudad es rica en posibilidades económicas, sociales y culturales (cf. Duchac, 1974:327). Nos encontramos, pues, frente a un fenómeno que Boudon identifica como efecto perverso de signo positivo. ¿Por qué? Porque el resultado fue inesperadamente afortunado para estos inmigrantes obligados a alquilarse en las ciudades de la costa como obreros por falta de perspectivas vinculadas con las actividades agrícolas. Estamos hablando de una época en la que la agricultura se basaba en la pequeña propiedad, cuando las ciudades de la Nueva Inglaterra y el Medio Atlántico eran sedes, por su parte, de las industrias textil, del cuero y metalúrgica. La Revolución Industrial del siglo diecinueve se ha encargado de dotar a las ciudades de esta región, y en particular a ciudades como Boston, Lowell y Nueva York, de una estructura productiva orientada a la tecnología de punta (cf. Ghorra-Gobin, 1987:90-92). Se trata de una mutación prodigiosa que se opera en detrimento del campo y particularmente de las granjas, las cuales se fueron progresivamente abandonando como unidades de producción y medios de subsistencia estratégica (cf. Lobao y Meyer, 2001).16 De acuerdo con Greeley (1976:73), dicha evolución afectó manifiestamente más a los protestantes, quienes atraídos por el Vladimir I. Lenin observa en su escrito sobre el capitalismo y la agricultura estadunidenses que el desarrollo de la agricultura comercial en gran escala propiciaba la emigración de la población agrícola hacia las ciudades. De 1900 a 1910, anota, la población urbana aumentaba más rápidamente que la agrícola. En el norte industrial la tasa era de 28.8 por ciento, contra 3.9 por ciento en el campo (Lenin [1915], 1970:132, 133). Se trata de una tendencia que se mantiene hasta nuestros días. Para no citar más que uno de los periodos más críticos, entre 1960 y 1970 el campo pierde más de la mitad de sus empleos (cf. Chevalier, 1971:115, 116). 16
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dinamismo de las ciudades tuvieron que competir por los empleos con una población citadina –y en ella muchos católicos– dotada de una experiencia (la calificación profesional derivada del contacto con las innovaciones tecnológicas progresivamente aplicadas al proceso de trabajo) y un conocimiento incomparable del mercado de trabajo. Catolicismo estadunidense versus catolicismo romano: del conflicto a la constitución de la parroquia nacional como estrategia de ascenso social colectivo Tenemos, pues, que frente a las dificultades de acceso a la propiedad agrícola los inmigrantes católicos de ascendencia europea tuvieron que quedarse en la ciudad y aprovechar, pese a todo, las oportunidades de empleo que les ofrecía el contexto. En la ciudad los católicos de ascendencia europea experimentan la segregación y la hostilidad por parte de los nativistas –partidarios de una cultura nacional anglosajona y protestante–, pero de una manera muy distinta a la que conocen los mexicanos. Los contextos y los parámetros bajo los que los individuos reaccionan cognoscitivamente son muy distintos en ambos casos. En el caso de los católicos de Europa, los irlandeses, italianos y polacos, entre otros, participan del cosmopolitismo de las ciudades de la costa este, cosa que no les fue posible a los mexicanos –demasiado dispersos en un vasto territorio dominado por las actividades agrícolas–. En el ámbito urbano, la compatibilidad del protestantismo estadunidense con el “modo de vida americano” no escapa a la evaluación de los católicos; entre otras cosas, el sentido de participación del laicado en los asuntos de la parroquia. Es cierto que éste es un rasgo característico del catolicismo estadunidense, cuyo origen se remonta a la colonización de Maryland en una época en la que era sumamente difícil para Roma atender las necesidades religiosas de una pequeña comunidad de ascendencia inglesa 68
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alejada prácticamente del mundo (cf. Herberg, 1956:154, 159). Pero también no es menos cierto que hayan sido ellos, los inmigrantes católicos de la nueva inmigración, los que conservan e incluso acrecientan el poder del laicado en el marco de la parroquia nacional. Herberg observa que el activismo de los católicos estadunidenses no fue del agrado del Vaticano, porque de alguna manera atentaba contra lo que Pío XII llamara “la herejía de la acción”, definida ésta bajo la idea de que el mundo podía salvarse gracias a la actividad externa (Herberg, 1956:163). De haber dejado que se desarrollara dicha tendencia, Roma hubiese corrido el riesgo de ver a la Iglesia Católica estadunidense entrar en un proceso de “calvinización” parecido al que afectó a la Iglesia Anglicana a la muerte de María Tudor en Inglaterra. El catolicismo estadunidense escapa a ese proceso; no obstante, facilitó de manera importante la participación del laicado en la homilía. Se trata de un estado de cosas que pudo haber alterado en los fieles lo que Weber llama la “disposición de espíritu ritualista”, a la que define como la actitud que asumen los católicos en la ceremonia religiosa: actores pasivos para quienes lo más importante es el encuentro con un “instante piadoso que garantice la salvación” (1996:179). Para Weber, una “disposición de espíritu” así inhibe la iniciativa personal y particularmente la orientada hacia el trabajo y la creación de empresas. Con relación a la acusación de Pío XII, en realidad la jerarquía católica y el laicado estadunidense estaban más preocupados por salvar la fe católica en un contexto particularmente hostil que por salvar al mundo. Porque, en efecto, los protestantes los amenazaban en su existencia como Iglesia en los Estados Unidos, invirtiendo millones de dólares en la evangelización de los inmigrantes católicos, bloqueándoles el acceso a las agencias de caridad y a los fondos públicos para la creación o el mantenimiento de sus escuelas, difundiendo en las escuelas públicas una imagen deformada del catolicismo (Swift, 1998:196). 69
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Frente a un reto así, la jerarquía católica reaccionó promoviendo, en la medida de sus posibilidades, el ascenso social de sus fieles para que pudieran defender su fe desde una posición de fuerza. Para ello fue necesario trabajar conjuntamente con el laicado en la construcción de una vasta infraestructura de instituciones que todavía hoy podemos constatar: hospitales, casas de retiro, orfelinatos, agencias de caridad y bienestar, ligas y clubes para todas las categorías socioprofesionales, y sobre todo escuelas, entre las que destacan las escuelas industriales y los colegios. El prestigio de las escuelas católicas entre los protestantes burgueses de Massachusetts (bastión histórico del puritanismo) fue tal que los nativistas saquearon y quemaron algunos establecimientos. Esto fue en el decenio de 1830 (cf. Billington, 1938:68, 69). De acuerdo con una apreciación hecha por un especialista, el cristianismo jamás había creado, aun durante la Edad Media, una infraestructura tan vasta como la que se realiza en Estados Unidos (Herberg, 1956:169). Y si la escuela se convierte efectivamente en un instrumento funcional al servicio de una estrategia de ascenso social colectiva, fue gracias a la convergencia de racionalidades entre el clero estadunidense y el laicado. El parentesco social entre un clero pobre y los inmigrantes, el respeto que los clérigos inspiraban en sus fieles (por su nivel de instrucción y sus posibilidades de orientación en un contexto nuevo, desconocido), ayudan a soldar las dos partes en torno a una idea: la de constituir un frente común contra una religión hacia la cual los católicos expresaban cada vez mayor rencor y aversión. Es cierto que el sentimiento de aversión hacia los protestantes afectaba mayormente a los irlandeses, pero con el tiempo éste penetra en las filas del catolicismo desde arriba y desde abajo debido a la fuerte representación de los irlandeses tanto en la base como en la jerarquía (Anderson, 1970). Decíamos, entonces, que para la jerarquía católica era de sumo interés trabajar para superar la posición y la influencia 70
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de la Iglesia en los problemas de la nación. De esta manera, era preciso contar con una comunidad de fieles, importante en número, instruida, respetable y solidaria. Ante esta visión, y según una racionalidad inferida de unos datos aportados por Stevens-Arrollo y Díaz-Stevens (1994), el episcopado estadunidense reacciona como si fuera un solo individuo. Además de la infraestructura institucional que el clero y el laicado conciben y construyen como un verdadero vehículo de ascenso social, el episcopado se plantea el problema de la particularidad cultural del catolicismo emergente en los Estados Unidos. Los liberales lo concebían como un freno a la integración. Los conservadores, por su parte, percibían como un gran peligro la política de americanización que proponían los liberales, porque, según ellos, favorecía a los partidarios del acercamiento religioso con los protestantes. Esta última tendencia –la liberal– contaba con más simpatías porque el protestantismo, a los ojos de los inmigrantes, aventajaba al catolicismo en materia de oferta de recursos sociales y cognoscitivos favorables a la integración. Los conservadores estimaban, por el contrario, la necesidad estratégica de tener respeto por la especificidad de cada grupo para facilitar la emergencia de una identidad cultural anclada en el catolicismo y con ello descartar el peligro de la asimilación y el acercamiento cultural con el protestantismo. Como ya hemos dicho, el protestantismo siempre fue percibido por los católicos estadunidenses como fuertemente asociado al modo de vida de ese país. Finalmente, de estos dos puntos de vista surge una síntesis personificada en la parroquia nacional. Ésta fue diseñada para favorecer la integración de los inmigrantes católicos pero dentro de un contexto de solidaridad étnica... y moral. Moral, porque de este planteamiento surge la necesidad de equipar a los actores con motivaciones de tipo religioso. Es en este contexto cognoscitivo en el que el arzobispo John Ireland –uno de los hombres más notables de la jerarquía católica– lanza la fórmula según la cual “An honest ballot and social decorum 71
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will do more for God’s glory and the salvation of souls than midnight flagellation or Compostellian pilgrimages” (Herberg, 1956:163, 164). La fórmula advierte de la inutilidad de las buenas obras como canal de acceso a la salvación, y en ese sentido coincide con la concepción puritana del hombre piadoso, entendido éste como un instrumento de Dios. Por otra parte, abre la puerta a la legitimación religiosa del interés y de la acción orientados a la “adquisición capitalista”. Que una enseñanza así haya bajado a la base no hay duda, porque, para empezar, traduce una racionalidad que es congruente con la mentalidad económica de un país en donde la libertad de empresa es un verdadero dogma. No hay que perder de vista la facultad evaluativa de los individuos y su capacidad para comparar las proposiciones que les conciernen (ideas, creencias, valores, etcétera) con los hechos. La idea según la cual los individuos disponen de una cierta libertad para creer o aceptar como útiles tales proposiciones es una hipótesis de base sustantiva del individualismo metodológico. La comunidad, el individuo y la parroquia nacional o vehículo colectivo de ascenso social A diferencia de la vieja actitud protestante, por la que la admisión a la secta se hacía sobre la base del mérito personal, seguido de un reconocimiento social y religioso, la parroquia se ofrecía a todos y sin discriminación como un refugio, como un lugar de asistencia y de oportunidades de mejoramiento social a través de las instituciones católicas que emergían con su trabajo. Para los actores sin recursos sociales y cognoscitivos para confeccionarse una estrategia personal de movilidad social, la parroquia se presentaba como la opción colectiva por excelencia, accesible tanto para el practicante convencido como para los indiferentes, incluyendo a las personas conocidas por 72
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su anticlericalismo, como ocurrió entre los italianos (cf. Swift, 1998:197). Esta estrategia, tenemos que precisarlo, se inscribe en un contexto de ruda competencia entre los diferentes grupos religiosos. El cuerpo católico, cuyo crecimiento se alimentaba de la inmigración, era particularmente codiciado por decenas de denominaciones religiosas protestantes. Se estima en cientos de miles y quizás hasta en un millón los católicos convertidos al protestantismo en el siglo diecinueve (Swift,1998:197). Y si la Iglesia Católica logra detener esa hemorragia de fieles, quienes en su mayoría se convertían al protestantismo más por motivos de tipo utilitario (perspectivas de ascenso social) que axiológico (convicciones religiosas de tipo escatológico), fue gracias al pragmatismo descrito en las páginas anteriores. Cada grupo nacional contaba con su propia parroquia, y en cada parroquia era imposible disociar la pertenencia religiosa de la lengua vernácula de sus miembros, que es el otro rasgo de la cultura. Para los alemanes era sencillamente inconcebible el empleo en los oficios religiosos de una lengua que no fuera la suya. Para ellos la lengua era la más grande de las “guardias de la fe”. Este sentimiento explica la multiplicación de las “Iglesias nacionales”. En los hechos, estas Iglesias nacionales gozaban de una autonomía relativa en la medida en que ellas mismas administraban sus propios problemas. Por ejemplo, la asignación de un sacerdote a una parroquia se apegaba a un criterio definido por los mismos miembros de la comunidad: el del conocimiento de la lengua y la cultura de los fieles, en el caso de que el sacerdote no fuera él mismo inmigrante originario del mismo país. La prerrogativa es una concesión “tardía” que hace la jerarquía católica local y el Vaticano a los partidarios del trusteeísmo (dirigido por el bajo clero, compuesto esencialmente por inmigrantes alemanes e italianos, y los líderes de la comunidad laica), para el que la diócesis debía normarse, no de acuerdo con criterios territoriales, sino en función de la nacionalidad y 73
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la cultura de la comunidad laica.17 La rebelión de los trustees, hay que recordarlo, es un conflicto que se extiende a lo largo del primer cuarto del siglo diecinueve, y surge como una reacción contra la recuperación del control de las parroquias por parte de la jerarquía católica. Recordemos también que esto sucede en un momento en el que la jerarquía, prácticamente inexistente, se reconstituía conforme se acrecentaba la inmigración de clérigos y fieles originarios de Irlanda e Italia.18 Como dice Weber, “para mantener su posición de fuerza y ampliar el número de adeptos, el clero se ve frecuentemente obligado a ser generosamente receptivo a las necesidades de los laicos” (1996:174). En todas partes el clero se ha visto obligado a acomodarse a esta exigencia, a la concepción politeísta de los campesinos bajo el Imperio Romano y también durante la Nueva España, para no citar más que un par de ejemplos. De la misma manera, en Estados Unidos el clero católico reconoce las aspiraciones de su laicado en el marco de la parroquia nacional, y con tanta más facilidad, que las formaciones religiosas dominadas por laicos se imponían como una referencia obligada a ambas partes. La fuerza del laicado dentro de la Iglesia Católica estadunidense no es menor. Se puede ver claramente en la severidad con la que los laicos tratan el escándalo de la pedofilia que 17 La parroquia nacional desaparece como concepto después de la Segunda Guerra Mundial, una vez agotados los grandes flujos de la inmigración masiva (Becker, 1988:1 483). 18 El catolicismo del periodo colonial es animado esencialmente por estadunidenses originarios de Inglaterra, descendientes de los fundadores de Maryland, muy lejos del interés de Roma. No es sino a partir de la llegada masiva de irlandeses y alemanes que la jerarquía católica comienza a reconstituirse. En 1776 sólo un 1.8 por ciento de la población era de confesión católica (Finke y Stark, 1992:52), y se tuvo que esperar hasta 1806 para que Roma le asignara a Boston su primer obispo (Billington, 1938). El catolicismo del periodo colonial conoce un proceso parecido al que experimenta la Iglesia Anglicana en la misma etapa: sin jerarquía, funcionaba como una denominación protestante y hasta era percibida como tal en ciertas colonias, como por ejemplo Rhode Island, en donde, según Billington, gozaba de una tolerancia total.
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sacude actualmente a la jerarquía. Todo parece indicar que la noción de autoridad que el laicado católico suscribe ya no se fundamenta en la piedad filial, que es la noción en la que se sustenta la subordinación del laicado al prelado en el catolicismo tradicional. Se trata de un punto en el que el catolicismo de los Estados Unidos emula al protestantismo y, de una manera tanto más clara que con la piedad filial, transforma en deferencia. La deferencia se define como una actitud de respeto, a la manera como lo expresaban los colonos con respecto al magistrado y los ministros que gobernaban la bahía de Massachusetts (cf. Baltzell, 1979). La piedad filial, por el contrario, exige una actitud de sumisión con respecto a la autoridad. La piedad atestigua de la fe en Cristo y de la Iglesia que lo encarna. Sin piedad no habría jerarquía y sin jerarquía tampoco habría “misión salvadora”. Volviendo a lo que habíamos dicho antes: además de ser un lugar de culto, la parroquia era un lugar de socialización comunitaria. Dicho de otra manera, la parroquia no atraía sólo a los “pobres de espíritu”: la comunidad de fieles contaba con la presencia de activistas poco piadosos y más preocupados por los problemas sociales que aquejaban a la comunidad. La presencia de estos individuos de alguna manera le marcan límites a la autoridad del clero sobre los intereses de la comunidad. La prueba es que muchas de sus exigencias se convierten en realidades, como por ejemplo el hecho de que el perfil del sacerdote debía ser compatible culturalmente con el de la comunidad de fieles: hablar la misma lengua y de preferencia compartir el mismo origen nacional. En la medida en que la relación de fuerzas lo permitía, la comunidad elegía al sacerdote en función de su maleabilidad. En este orden de ideas, podemos citar el caso del padre William Hogan, quien, bajo la presión de la congregación, en la crisis de los trustees los acompaña en sus reivindicaciones, pese a la amenaza y la ejecución más tarde de la excomunión por parte del Vaticano (cf. Billington, 1938:38-39). 75
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Se trata de un estado de cosas que redunda en una mayor participación del laicado en los asuntos de la parroquia. No olvidemos que, en lo ideal, los católicos se inspiraban en la experiencia de los protestantes en materia de organización eclesiástica. La emulación que hacían las parroquias nacionales de las denominaciones protestantes en cuanto al lugar que ofrecían a la participación de los laicos en los asuntos de la comunidad abre la puerta a la creación de instituciones de ayuda, como las organizaciones de fraternidad, confrerías, hospitales y orfelinatos, y aun de escuelas orientadas a la enseñanza de la lengua maternal de los grupos étnicos (cf. Becker, 1988:1 483). Finalmente, el clero y el laicado trabajan conjuntamente, y de manera compatible con la idea de que la salvación comienza desde este mundo, en la creación de toda una infraestructura de carácter mutual. De acuerdo con un autor, es gracias a este esquema –el de la parroquia nacional– que los católicos del siglo diecinueve se benefician de un proceso de integración económica y cultural (Budde, 1992). La proposición que avanza Budde es sin duda alguna correcta, pero no deja de ser un enunciado, y en ese sentido merece –para fundamentarla objetivamente– que se le analice desde una perspectiva microsociológica, como lo prescribe la metodología individualista. El lector recordará que nuestra concepción de la causalidad es racional y no positiva, por lo cual una explicación basada en motivos y razones, como lo hemos venido haciendo de manera explícita o implícita a lo largo del texto, tiene un fundamento objetivo. A continuación hacemos una breve presentación de una serie de consideraciones teóricas que nos permitirán comprender por qué los estadunidenses se afilian a las organizaciones religiosas con una frecuencia atípica con relación a los países más desarrollados, en donde la irreligiosidad es el común denominador. La racionalidad que de una manera general explica el carácter excepcional de los Estados Unidos en materia de religiosidad, o lo que la literatura sociológica define convencionalmente como 76
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“la excepción religiosa americana”, afecta en lo particular a los católicos de ascendencia europea (cf. Lyons, 2005) pero no a los mexicanos o de ascendencia mexicana. Se trata de un punto que será materia para un estudio comparativo entre ambos catolicismos. Mecanismos cognoscitivos de identificación sociorreligiosa y utilitarismo religioso Decíamos, pues, que la participación creciente de los laicos en los asuntos de las parroquias genera condiciones y posibilidades para que éstas fueran instrumentadas racionalmente como clubes de ayuda mutualista, acrecentando con ello el sentido del utilitarismo entre los fieles católicos. No deja de ser significativo que, aun cuando hoy en día la religiosidad de los protestantes pueda ser más intensa que la de los católicos,19 la frecuencia con la que estos últimos participan como miembros activos en sus propias parroquias es mayor que la de aquéllos (70 contra 74 por ciento) (cf. Lyons, 2005). De considerar la actitud de los individuos bajo el ángulo de la lógica (mecanismos cognoscitivos) responsable de la adhesión a las formaciones religiosas, diríamos que esa actitud descansa en cálculos utilitarios que maximizan la diferencia entre las ventajas y los costos derivados de la misma. En efecto, la adhesión significa una contribución periódica a cambio de un beneficio: la retribución eventual que la formación religiosa podría devolverle bajo la forma de acceso a su infraestructura mutualista. Otro beneficio podría ser el prestigio (adquirido o esperado) que el individuo retira de su formación religiosa, como un efecto derivado de la contribución colectiva bajo cualquier forma, financiera o participativa. Se trata de un prestigio que 19 Por religiosidad más intensa entiéndase la importancia que los fieles le conceden a la religión para comprender sus problemas, la importancia que tiene para sus vidas, la frecuencia con la que asisten a sus templos y la confianza que le tienen a sus cleros (cf. Lyons, 2005).
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tiene sentido para los actores porque significa algo, y ese algo es un estatus personal que se confunde también con el del grupo al que se pertenece. Ahora bien, en un país multiétnico, como es Estados Unidos, cada formación religiosa se ha visto a lo largo de su historia dominado por un grupo étnico o de ascendencia nacional particular (cf. Finke y Stark, 1992), y ello no hace más que exacerbar la identidad de los grupos subalternos. Al final de cuentas, tenemos a los grupos expresando frente a la sociedad las características socioculturales de sus miembros. Podríamos decir que es a través de una especie de agregación que la institución religiosa o la parroquia del gueto expresa la personalidad cultural de cada uno de los miembros, su ego, sus intereses tanto materiales como ideales. El homo sociologicus trata siempre de afirmarse a sí mismo, pero como no puede definirse socialmente sin referencia a los demás, se ve obligado a identificarse con los demás miembros de su comunidad y a participar de ese proceso por el cual los grupos “tratan de subrayar su identidad, de distinguirse de los demás profundizando la distancia que lo[s] separa de lo inferior para acercarse a lo superior” (Cherkaoui, 1992:121). Al jugar el juego de la estratificación social, el individuo entra en un proceso de asimilación en el que es el grupo estatutario superior, en este caso el grupo WASP (blanco, anglosajón y protestante), el que define las normas y los valores del prestigio. Estamos, por supuesto, lejos del pluralismo cultural que caracterizara a la sociedad estadunidense a partir de los años sesenta del siglo veinte. Los WASP eran mayoría en el siglo diecinueve20 y el poder político, económico y financiero convergía en ellos. Se trataba de un monopolio que se ha desmoronado desde hace un buen tiempo, como lo constata Molnar (1986:81-81). Había un consenso en cuanto a las normas y los valores definitorios de ese prestigio. Era un consenso que emanaba de la masa WASP de la población 20 De acuerdo con proyecciones realizadas por el Bureau of Census de los Estados Unidos, para 2044 la población blanca definida como WASP sería sobrepasada en número por los hispanos (Bureau of Census, 2004).
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y abrazaba a todos los estratos de la sociedad, incluyendo a los inmigrantes católicos de ascendencia europea, nuestros actores típicos ideales. Religión, geografía, efectos cognoscitivos y consecuencias inesperadas La espera de la salvación en el más allá es más manifiesta en los estratos sociales bajos, nos dice Weber en su Economía y sociedad (1974:389, 390, 393). Aquí Weber concibe la creencia en la redención como un efecto cognoscitivo derivado de la precariedad existencial que caracteriza a los estratos pobres de la sociedad (cf. Boudon, 1995). Planteado de otra manera: los pobres subliman el sufrimiento que experimentan en este mundo. Aunque cabe bien precisar que la proposición en cuestión tiene más probabilidad de confirmarse empíricamente entre los pobres, pero sólo cuando éstos viven en contextos marcados por la pobreza y la inamovilidad social. El fatalismo (la resignación social, para decirlo de otra manera) prospera en los contextos en donde el esfuerzo permite a lo más sobrevivir económicamente, como lo demuestran crudamente los relatos de vida reconstituidos por Oscar Lewis (cf. 1961, 1980). Pero, por otra parte, encontramos que el llamado a la providencia y la promesa de la compensación en el más allá se vuelven menos apremiantes en los contextos que ofrecen perspectivas de prosperidad material. Estados Unidos es el país de inmigración que mejor ha encarnado, bien que mal, la idea de la felicidad en el mundo... y el que más ha explotado, también para bien y para mal, el elan de los inmigrantes atraídos por el “sueño americano”. Y esto es particularmente más acertado para los inmigrantes del periodo de la industrialización que para los que inmigraron durante el periodo colonial, quienes en su mayoría eran protestantes en busca de libertad religiosa. 79
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Ahora bien, de los inmigrantes del periodo de la industrialización, entre los que llegaron en el siglo diecinueve y principios del siglo veinte se cuentan los católicos de ascendencia europea: irlandeses, alemanes, polacos e italianos, principalmente. La importancia del reto –la “felicidad al otro lado del mundo”– revela mucho de la psicología de estos inmigrantes: de la literatura sociológica que hemos podido consultar se puede fácilmente inferir que no eran fatalistas instalados cognoscitivamente en la creencia de una felicidad que no podía ser de este mundo. Eran, en su mayoría, individuos sólidos dispuestos a invertir su destino. Pese a ello, no eran raros los que perecían de agotamiento y los que llegaban en calidad de enfermos y asistidos desde su arribo al puerto de Nueva York (cf. Billington, 1938:211). La Iglesia Católica apoyaba decididamente a los inmigrantes que por desfortuna caían bajo la administración de la asistencia pública, pero estaba lejos de compartir el pesimismo sociológico de los marxistas que caracterizara a los teólogos de la liberación un siglo después. La porosidad de los estratos sociales hacía perceptible, a los ojos de todos, la posibilidad del ascenso social. A diferencia de otros grupos étnicos no inmigrantes, como los nativos norteamericanos, y de los mexicanos del sudoeste tanto del periodo de la conquista como de la posconquista (sic),21 el elan de los católicos europeos se nutría del fuerte sentimiento de vivir como inmigrantes en un país separado por el Atlántico de su país natal y de estar imposibilitados de regresar de forma inmediata dada la distancia y los costos que ello significaba en términos de esfuerzo y finanzas. Bajo estas circunstancias, la lógica de estos inmigrantes favorecía la adhesión a los programas de “americanización” promovidos por la misma Iglesia Católica en el marco de las parroquias nacionales. La situación contextual endogámica –matrimonios transgeneracionales– que los mexicanos del sudoeste experimentan durante mucho tiempo, y aunados a ella el carácter casi virtual de la frontera y la facilidad consecuente con la que inmigraban, favorecía la difusión entre la población de la “conciencia indígena” que originalmente afectaba a los “pobladores”. 21
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Nada más alejado de esta conceptualización y marco interactivo que la experiencia de los mexicanos en los Estados Unidos. Pero, en fin, ése es tema para otro artículo. Conclusiones Para Weber, la realidad es el resultado de una serie de numerosos e inextricables acontecimientos, y en ese sentido es extremadamente compleja como para atribuirle al factor religioso un peso determinante. El factor religioso juega a fondo un papel importante en el desarrollo económico y en los procesos de estratificación social que lo acompañan, pero como consecuencia de su intervención en el marco de una realidad singular e irrepetible. No es que B, a la manera de una ley, haya resultado del elemento A, sino que más bien el elemento A incita a los actores a producir B, sin perder de vista que bajo otras circunstancias sociales el elemento A podría bien dejar de producir B (Boudon, 2004). Se trata de una proposición válida en tiempo y espacio. Es opinión de Weber que los puritanos son los portadores históricos de la racionalidad económica capitalista; pero eso no excluye que otros actores con otras sensibilidades religiosas no la hayan podido adquirir cognoscitivamente hablando. Weber habla claramente de un proceso de racionalización difusa o difusión sociocognoscitiva del ascetismo religioso-económico entre los católicos y otras formaciones religiosas protestantes. Además, estos procesos de racionalidad difusa prosperan más en las ciudades que en el campo. Y esto es tanto más verdad que desde principios del siglo diecinueve el dinamismo económico se desplaza del campo a las ciudades, acarreando con ello un beneficio inesperado a los católicos que, contra su voluntad (pues el acceso a la propiedad agrícola era casi imposible dada la especulación galopante), se concentraban en las metrópolis de la costa este. Nueva York, el paso obligado para todos los inmigrantes católicos originarios de Europa, no era un puerto 81
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fronterizo perdido en algún lugar del desierto entre México y Estados Unidos; era una metrópoli en pleno auge industrial que ofrecía oportunidades de empleo a los recién llegados. En la fábrica –a diferencia de lo que ocurría con los trabajadores agrícolas mexicanos del sudoeste–22 los inmigrantes católicos de ascendencia europea se sometían a la disciplina y al aprendizaje de las técnicas más novedosas de producción. Era un proceso que en el largo plazo sorprendió a los protestantes, quienes ante la degradación de la economía agrícola emigraron a las ciudades para competir por los empleos industriales con los católicos, pero desde una posición de desventaja. La geografía, como parámetro contextual, pudo haber afectado cognoscitivamente a los inmigrantes en el sentido de complicar los proyectos de regreso, dadas las distancias inmensas que los separaban de sus lugares de origen y lo que ello implicaba en términos de costos financieros y humanos. En estas circunstancias, la inmigración tuvo enorme probabilidad de haber sido integrada cognoscitivamente como un proyecto de vida definitivo. Es por eso, o parcialmente por eso, que los inmigrantes en cuestión se mostraban abiertamente receptivos a los programas de “americanización” promovidos por la Iglesia Católica en el marco de la parroquia nacional. Además de cumplir con su función sustantiva –la de formar ética y moralmente a sus fieles–, la parroquia se convierte en un lugar de activismo cultural y político-comunitario. La parroquia nacional es un concepto que emerge como consecuencia de un largo proceso pautado de conflictos con el alto clero y de ruda competencia por los fieles con las diferentes denominaciones protestantes. La Iglesia Católica logra frenar la conversión masiva de católicos al protestantismo, pero para ello tuvo que ceder parcialmente el control de las parroquias al laicado y trabajar con éste en la construcción de una vasta infraestructura educativa y asistencial para su propio beneficio. Considérese esta característica como un parámetro contextual históricamente activo en la formación de los valores. 22
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En la costa este, los inmigrantes católicos de ascendencia europea participan, pues, del cosmopolitismo de la metrópoli y de la posibilidad de evaluar la experiencia congregacional de los protestantes en términos de compatibilidad con las exigencias de un contexto fuertemente marcado por la modernidad. La percepción evaluativa de los católicos da pie a innovaciones de tipo ritual y organizacional, generando con ello condiciones favorables para que a), por una parte, los laicos participen de manera más decidida en los problemas parroquiales y b), por la otra, se diluya la pasividad que el ritual católico asigna a sus fieles. Al introducir tales innovaciones, el catolicismo norteamericano elimina una “disposición”23 contraria al racionalismo utilitario. Los efectos cognoscitivos de esa índole son numerosos y de una manera general explican la congruencia racional de los inmigrantes católicos con el utilitarismo del modo de vida estadunidense. Por ello decimos que las religiones educan éticamente hablando a sus fieles en función del contexto en el que éstos actúan. Es más plausible, por ejemplo, que los católicos sean más sensibles a la promesa de redención en contextos en donde la pobreza afecta en proporciones importantes a la población que en contextos en los que la percepción de llevar una vida socialmente digna es claramente visible. El catolicismo tradicional, el que opera en los contextos de pobreza, no invita a concebir la riqueza como el producto de una tarea que es grata a Dios, como lo entiende el catolicismo estadunidense, influido en este aspecto por el protestantismo histórico y su impacto difuso en 23 Weber emplea la noción de disposición con un sentido distinto al que vehicula la filosofía disposicional de la acción de Pierre Bourdieu, la que por definición conecta con la teoría de la socialización y con la noción de condicionamiento. Por disposición habría más bien que entender un estado de ánimo que, aunque condicionado por la situación desde la que el individuo evalúa su entorno, no es desfavorable a la racionalización. Si en este caso la disposición favorece la pasividad, ésta es no menos consentida y en consecuencia avalada por medio de una argumentación o sistema de razones posibles de reconstruir, en el sentido operativo de la metodología individualista. Se trata, pues, de una actitud racional cuya comprensión pasa más fácilmente si se concibe desde una perspectiva de “posición” e “implicación” (cf. Boudon, 2003:90).
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el conjunto de la sociedad, sino como un obstáculo que empequeñece espiritualmente. De allí la vergüenza y la desinhibición con las que los individuos se asumen aquí y allá ante las cosas cuantificables en dinero, según algunas encuestas de carácter psicológico (Israel, 2000). Los estadunidenses opinan en buena proporción que los hombres ricos son ricos porque trabajan duro. Entre ellos el rico y la riqueza son percibidos con admiración. Las Iglesias, por su parte, no podrían percibir de otra manera la riqueza y a los hombres ricos. Si el intercambio que está en la base de las transacciones comerciales y de acumulación de la riqueza cuenta con la bendición de Dios (véase la leyenda inscrita en el papel moneda: In God We Trust), ¿por qué sus operadores no podrían contar con el aval de sus Iglesias? Por supuesto que podríamos considerar este último punto como una transposición simbólica de un estado de cosas bien reales pero que en última instancia y gracias a la trascendencia refuerza la admiración del público por la riqueza y por los hombres ricos. Si se invoca a Dios es para moralizar el culto al dólar, el dinero, la riqueza y los ricos. Con ello se logra un efecto cognoscitivo favorable a la “filosofía de la avaricia” y a la economía individual y colectiva. Este efecto no siempre se presenta bajo un signo afortunado, como lo prueba la terrible crisis financiera y económica que envuelve al mundo en este momento. Con ello planteamos de nuevo la gran paradoja weberiana de la voluntad del hombre y su destino (los efectos perversos, para expresarlo en el lenguaje boudiano)... y de paso la capacidad predictiva de una teoría como la que elaboró Weber con respecto al catolicismo. La renuncia de Weber a considerar el destino socioeconómico de los individuos portadores de la moral católica –y de otras religiones– como una fatalidad se explica en parte, sin duda alguna, a la luz de esta consideración conceptual y en parte por una concepción de la causalidad que reconoce la existencia de una multiplicidad de causas para un mismo hecho social. De allí la recomendación metodológica, como lo sugiere Maffesoli, de integrar al análisis el mayor número posible de 84
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parámetros, aun cuando algunos de ellos nos parezcan inútiles y redundantes (Maffesoli, 1985:58), como podrá ser el caso de la geografía, la distancia del país de origen, etcétera. De considerar, entonces, la tesis religiosa de Weber bajo el estricto aspecto de la divisa según la cual, “siendo todo igual en datos y circunstancias”, es muy posible que la posición socioeconómica de los protestantes y católicos hubiese evolucionado de manera casi inalterable. Pero, como lo hemos visto, la realidad social no sólo evoluciona de una manera compleja en su totalidad, sino que en lo particular nos encontramos con que el protestantismo de tipo asceta que analiza Weber deja de existir y el catolicismo, por su parte, evoluciona abrazando aspectos del protestantismo conforme a la ética económica capitalista. Bibliografía Allitt, Patrick, Catholic Intellectuals and Conservative Politics, 1950-1985, Cornell University Press, Nueva York, 1993. Anderson H., Charles, White Protestant American. From National Origins to Religious Group, Prentice-Hall, Inc./Englewood Cliffs, Nueva Jersey, 1970. Aron, Raymond, Les etapes de la pensée sociologique, Gallimard, París, 1967. Arriaga M., Rafael, “God Save America. Breve explicación del origen y formación de la creencia en el destino nacional providencial de los Estados Unidos”, Revista Universitaria, UABC, 2008a. –––, “Religión, grupos étnicos y procesos de estratificación social en los Estados Unidos. El caso de los mexicanos y chinos desde una perspectiva comparativa”, Estudios Fronterizos, vol. 9, núm. 17, pp. 107-147, 2008b. –––, “Religion, groupes ethniques et processus de stratification sociale aux Etats Unis: le cas des Mexicains-Americains d’une 85
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Fecha de recepción: 4 de marzo de 2009 Fecha de aceptación: 26 de abril de 2009
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Reflexiones antropológicas sobre la unidad, la diversidad y la cultura Juan Soto Ramírez Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa
Resumen. En este artículo –que discute la unidad y la diversidad en la antropología– se toma como pretexto la cultura para desarrollar un conjunto de reflexiones divididas en dos partes. En la primera se aborda el problema de la contraposición entre las perspectivas iluminista y romántica, con relación a la unidad y la diversidad. En la segunda se aborda el problema del concepto de cultura, sin olvidar la discusión del primer apartado. A lo largo del trabajo se argumenta que es difícil sostener la existencia de principios universales para comprender y pensar la cultura. Palabras clave: 1. incultura, 2. postura iluminista, 3. postura romántica, 4. marco cultural, 5. antinaturalidad.
Abstract. In this article –which discusses unity and diversity in anthropology– culture is taken as a pretext to develop a set of reflexions divided in two parts. In the first one the problem of the comparison between the “enlightened” and “romantic” perspectives as related to unity and diversity. In the second part the problem of the concept of culture is approached, without forgetting the discusion of the first part. Throughout the article it is argued that it is difficult to hold the existence of universal principles to think and understand culture. Keywords: 1. lack of culture, 2. enlightened position, 3. romantic position, 4. cultural framework, 5. state of the unnatural.
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VOL. V, NÚM. 10, JULIO-DICIEMBRE DE 2009 ISSN 1870-1191
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Breve introducción Sólo debe tomarse en cuenta que este texto es un ‘conjunto de reflexiones’ que pretende acentuar algunos puntos clave de una vieja discusión sobre la unidad y la diversidad, tomando como referentes las perspectivas iluminista y romántica. El lector puede hacerse su propio ‘examen de sangre’ tratando de identificarse en algunos de los puntos que se abordan en este trabajo. Al tratarse de un artículo para una revista, este texto no trata, de ningún modo, de resolver problemáticas profundas ni fuertes para la antropología; sólo es un trabajo que puede servir de guía a los jóvenes antropólogos que pretendan asomar las narices a un viejo debate, no por ello poco importante. Pretende servir de guía rápida que pueda proporcionar una orientación sobre cuáles son los elementos propios de las perspectivas arriba mencionadas, de las diferentes definiciones que existen sobre la cultura y de las diferentes conceptualizaciones de la misma. La discusión es amplia y ésta es sólo una pequeña guía para profundizar, si así se desea, con mayor detalle en el tema. En este sentido, es una invitación a adentrarse en la discusión teórica y un pretexto para ubicarse en las corrientes del pensamiento antropológico, tarea que todo antropólogo debe realizar algún día. 1. Iluministas vs. románticos A estas alturas de la discusión en materia antropológica, ¿es necesario señalar por qué la discusión sobre la ‘unidad’ y la ‘diversidad’ son relevantes en el mundo contemporáneo? Muchos parecen afirmar que sí. Al día de hoy sobra explicar por qué la discusión sigue desatando todo tipo de debates, y basta con recordar una idea demasiado simple: la existencia o no de los ‘universales’, así como de su naturaleza. Es común para muchos antropólogos que actualmente sea demasiado evidente, por ejemplo, “una configuración modernista/urbana del objeto de estudio ‘primitivo’ considerándolo romántico, puro, amenazado, arcaico y simple. Pero, a pesar 92
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del abandono de las aldeas literales, subsiste la noción de trabajo de campo como una suerte especial de residencia localizada” (Clifford, 1999:34). En efecto, podemos reconocer con sencillez y apelando al sentido común de cualquier antropólogo que en la generación de Boas se hablaba con alguna seriedad del campo como un “laboratorio”, un lugar de observación y experimentación controladas. En la actualidad esto suena crudamente positivista y contradictorio: el campo también ha sido visto –desde la época de Boas– como un “rito de pasaje”, un lugar de iniciación personal/profesional, de aprendizaje, de crecimiento, de puesta a prueba, y cosas por el estilo. Uno se sorprende del modo fuertemente ambiguo como se ha ido prefigurando la experiencia de campo/el experimento [...] los criterios disciplinarios han cambiado desde la época de Malinowski y todavía están cambiando (Clifford, 1999:34).
Es decir, mientras unas tendencias muestran una notoria simpatía con las formas tradicionales de hacer antropología, otras apuntan en la dirección contraria. Y por lo general terminan por desacreditarse las unas a las otras. Mientras las primeras apuntan a la ‘unidad’ y la ‘uniformidad’ (los iluministas), las otras apuntan a la ‘diversidad’ (los románticos). Tarde o temprano, todos los antropólogos se hacen una especie de ‘examen de sangre’ para determinar si son iluministas o románticos, o cuál es la ‘sangre’ que predomina en sus venas. Veamos. “ ‘Unidad’ y ‘uniformidad’ son los temas elocuentes de un pensador iluminista: la unidad” (Shweder, 1991:78-79). Desde esta perspectiva, apelar a la “unidad” es inclinar la balanza hacia la idea de la “unidad psíquica”. Apelar a la “uniformidad normativa” es algo similar a suponer que las formas de vida y las creencias son dictadas por la razón y la evidencia. En ambos casos la predominancia de estas dos cualidades del ‘pensamiento’ tendría un carácter universal. En el otro ‘bando’ encontraríamos a los denominados románticos. La visión romántica sostiene que “las ideas y prácticas no poseen su fundamentación en la lógica ni en la ciencia empírica, que las ideas y prácticas caen 93
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más allá del ámbito de la razón inductiva o deductiva, que las ideas y prácticas no son ni racionales ni irracionales, sino más bien no-racionales” (1984:79). Pero antes de seguir es pertinente hacer una precisión y un pequeño señalamiento. Existe una diferencia cualitativa entre ‘conducta’ y ‘acción’, diferencia que a veces ni siquiera los mismos profesionales de la sociología, la psicología o la antropología logran entender. Cuando se hace alusión a la acción (siguiendo el pensamiento de Max Weber), entonces se hace referencia a un ‘actor reflexivo’ “y no a un ‘sujeto reactivo’ que responde de manera mecánica a las estimulaciones del medio, tal como se supone desde la idea de conducta” (Estramiana, 2003:16). Se menciona esto porque la noción de no-racional no es necesariamente, tal como se ha supuesto en un amplio espectro de la antropología, sinónimo de inconsciente. Desde esta perspectiva, existiría una cantidad innumerable de conductas que se sitúan más allá de la reflexión y que, por ende, serían no-racionales, pero no por ello tendríamos que decir que fuesen inconscientes. Sobre todo porque la noción de inconsciente se heredó, de manera muy desafortunada, del psicoanálisis de Freud. Inconsciente, de manera muy general, da la idea de un conjunto de fuerzas oscuras queriendo salir a la superficie. Pero, de igual forma, la discusión sobre el uso indiscriminado de la noción de inconsciente provoca abusos en el momento de utilizar el término para describir algo que alguien ha hecho o está haciendo. Caminar, por ejemplo, es un ‘suceso’ no-racional, pero cada uno de nosotros posee un ‘estilo’ o un ‘modo’ muy particular de hacerlo. Sería difícil pensar que el ‘estilo’ de caminar fuese el resultado de la forma en que operan esas ‘fuerzas oscuras’ con pretensión de gobernarnos. El ‘estilo’ de caminar, dicho sea de paso, tiene otro origen, que se encuentra prácticamente en la cultura, en el medio, en la geografía, en la sociedad, y no en ese supuesto vaso de Pandora denominado “inconsciente”.1 1 En la ‘práctica psicoanalítica’ es fácil cometer abusos de interpretación o, como señala Umberto Eco (1995), rayar en la sobreinterpretación. Como casi todo remite al denominado ‘inconsciente’, entonces todo lo que uno diga puede ser ‘interpretado’; pero lo paradójico es que si uno no dice nada, también eso puede ser interpretado.
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Retomando: el estudio de las culturas implicaría una adopción de un punto de vista, de tal forma que pareciera ser que las inclinaciones iluministas nos llevan al fangoso terreno de suponer “que las ideas y las prácticas de otros pueblos son supersticiosas, erróneas, confundidas, inadaptadas o inmorales” (Shweder, 1991:81). O para decirlo de un modo mejor, desde la perspectiva del iluminismo fluye un deseo por descubrir universales: “la idea de la ley natural, el concepto de la estructura profunda, la noción del progreso o el desarrollo, y la imagen de la historia de las ideas como una contenida entre la razón y la sinrazón, la ciencia y la superstición” (Shweder, 1991:79). De un ‘bando’ a otro, se vaticina la existencia de dispositivos epistemológicos en materia de construcción del conocimiento antropológico, así como la presencia de no sólo diferentes modos, en el nivel metodológico, de aproximarse al ‘terreno’ (o, mejor dicho, al “campo”), sino de maneras diferentes de considerar lo que hay en el campo y lo que debe considerarse como relevante. Cuadro 1. Postura iluminista
Postura romántica
Temas: unidad y uniformidad
Temas: diversidad y disparidad
Aspiración: descubrimiento de universales
Aspiración: subordinación de la ‘estructura profunda’ al contenido de la superficie
Conceptos relevantes: ley natural, estructura profunda, progreso, desarrollo, evolución, razón, ciencia Concepción de la cultura: monolítica
Conceptos relevantes: arbitrariedad, cono- cimiento local, marcos culturales, acción (expresiva y semiótica) Concepción de la cultura: plural y hetero- génea
Suponer que existen fuerzas oscuras alojadas en el inconsciente manejando todo o casi todo aquello que hacemos no sólo parece ser un abuso sino un ‘mito’ (para utilizar un término antropológico). En el caso del psicoanálisis, no solamente lo que uno diga puede ser utilizado en contra, sino también lo que uno deja de decir.
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Estas oposiciones nos quedarán más claras si echamos a andar un ejercicio ‘mental’: Imaginemos a un antropólogo ifaluk, inuit o yanomama que definiera la cultura afectiva de los franceses [o los chinos o los mexicanos, para el caso sería lo mismo] a partir de sus propias categorías de pensamiento y su propio vocabulario. ¿Qué significaría, además, una cultura afectiva “francesa”? ¿De quién se hablaría? ¿De bretones o alsacianos, de habitantes rurales o urbanos, de obreros o de médicos, de hombres o de mujeres, de jóvenes generaciones o de personas de edad, etcétera? (Le Breton, 1999:11).
La lista de interrogantes es más amplia de lo que podamos imaginar. Pero parece ser que en todo momento nos toparemos con la cuestión de la ‘caracterización de la cultura del otro’. Dicha caracterización tendría como punto de partida, siempre, la propia, así como los elementos epistemológicos pertenecientes a la historia, a la sociedad, a la formación teórica, a las preferencias teóricas, etcétera, de quien caracterice a la cultura que estudia. Podemos preguntarnos también: “¿Por qué [en el caso de los azande] personas esencialmente racionales, que sabían muy bien que su huerto había sido arruinado por las pisadas de los elefantes o su casa destruida por el fuego, culpaban sin embargo a sus vecinos y parientes y consumaban las pertinentes acciones mágicas de defensa o represalia?” (Sahlins, 1997:117). Bueno, todo parece apuntar a que los denominados “efectos sociales” no se derivan de las denominadas “causas naturales”. Efectos sociales y causas naturales son cosas evidentemente distintas. Y aunque no todos pensamos como los azande, también poseemos ‘extrañas’ maneras de pensar. Nadie puede negar las diferencias que pueden hallarse entre cultura y cultura. Ni tampoco se puede negar la existencia de determinadas diferencias al interior de una sola cultura. Se ha dicho, pues, que la falacia de que “la cultura (en singular) equivale a la lengua (en singular)”. Esta ecuación implícita en ciertas ideas culturales nacionalistas ha sido lúcidamente descifrada por Bajtín, para quien una lengua es un conjunto de discursos divergentes, contestatarios y
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Reflexiones sobre la unidad, la diversidad y la cultura dialogantes que ningún “nativo” –mucho menos un visitante– puede controlar. Por ello, un etnógrafo trabaja con o aprende ciertas partes de la “lengua” (Clifford, 1999:35).
Y pareciera ser que en todo momento nos topamos con el problema del entendimiento de la cultura como un elemento que pudiera concebirse de manera singular o plural; pero esta discusión no es semántica, no se halla exclusivamente en sus dimensiones de significado, sino en una ontología que nos puede empujar hacia uno u otro lado de la ‘tabla’. Trabajar con cierta parte de la cultura no es lo mismo que trabajar con la cultura. Y, claro está, esta ligera distinción pasa desapercibida para la mayor parte de los antropólogos en formación. Todos sabemos que no es lo mismo estudiar ‘la aldea’ que estudiar ‘en la aldea’. Y que tampoco es lo mismo trabajar en campo recurriendo a los ‘traductores’ que ‘aprender parte de la lengua’ para hacer el trabajo de campo. Esta situación la podemos ilustrar de una manera más sencilla: al hacer investigación sobre el consumo de ‘drogas’, no es lo mismo estar detrás de un escritorio o aplicando infames cuestionarios que, por ejemplo, estar con los consumidores en los espacios en donde habitualmente consumen. Tampoco es lo mismo suponer que sea lo mismo el consumo de peyote entre los navajos2 que entre los turistas que 2 Debemos recordar que en 1983 tres indígenas norteamericanos, navajos de Arizona, son apresados en el estado de Tamaulipas, cerca de la frontera con Estados Unidos, por la Policía Judicial Federal mexicana, al ser sorprendidos en posesión de 266 kilogramos de peyote dentro de ocho costales de diversos tamaños, los que transportaban a bordo de un vehículo rumbo al vecino país. Acusados de delito contra la salud por “posesión y tráfico de sustancias psicotrópicas”, son prontamente encausados y procesados. Al tomarles la declaración preparatoria, fue necesario recurrir a un intérprete de la lengua navajo, porque los acusados desconocían tanto el inglés como el español (Camino, 1987:24). Este caso es llamativo; así hay muchos. Pero lo interesante es que mientras para unos (los navajos) el peyote no es una ‘droga ilegal’, para otros (los policías y el Estado mexicano) sí lo es. ¿Quiénes son los incultos? No hay que darle muchas vueltas para entender que no son los navajos, precisamente.
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se pasean por Real de Catorce. Tampoco es lo mismo estudiar el consumo de ‘drogas’ siendo consumidor que no siéndolo. Sabemos que la idea de pluralidad cultural versus la idea de cultura en singular se desarrolló en el pensamiento europeo del siglo dieciocho (Rapport y Overing, 2000:92). El uso del término ‘inculto’ con fines de descalificación, por ejemplo, parece hundir sus raíces en la concepción de que las sociedades (con todo y sus habitantes) cuyo progreso era ‘menor’ eran, en consecuencia, intelectual, espiritual y estéticamente inferiores. El término ‘inculto’ parece llevar toda esa carga histórica y de significado del pensamiento propia de la Edad Media, posterior, obviamente, a la utilización del concepto de cultura,3 por ejemplo. Durante mucho tiempo, nociones como desarrollo y progreso fueron dos patrones que se utilizaron en las sociedades occidentales para tratar de comparar a las distintas sociedades del mundo; sin embargo, era obvio que aquellas sociedades que intentaban hacerlo fueron las que establecieron sus propios patrones de medida. Esta concepción universalista de comparación no admite del todo, por ejemplo, la diversidad cultural ni la posibilidad de entender que cada cultura debe pensarse desde sus particularidades y su contexto. ¿La cultura china es diferente a la de los nuer africanos o a la de los yanomami del Amazonas? ¿Comparten rasgos comunes? Si es así, ¿hasta dónde? ¿En realidad las culturas son, en el fondo, todas iguales? ¿Tienen los mismos principios de organización?, etcétera. Bajo una perspectiva universalista, aunque se podrían aceptar, hasta determinado punto, ciertas particularidades de las culturas, se podría argumentar que eso (las diferencias particulares) en realidad no es relevante y que lo interesante sería comprender por qué todas comparten rasgos comunes. Iluministas y románticos responderían de forma distinta a este tipo de preguntas. No obstante, hasta para un iluminista sería difícil defender a ultranza que a “cada cultura le serían inherentes determinadas “Culto” comenzó a utilizarse hacia 1440; “cultura”, hacia 1515; “inculto”, hacia 1580 (Corominas, 2008:164). 3
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especificidades históricas y contingentes, que provendrían de modos de vida muy particulares que se diferencian unos de otros” (Rapport y Overing, 2000:92). Y estos dos modos de pensar la cultura tienen su propia historia. Esto parece hundir sus raíces en determinadas posturas filosóficas que, de un modo u otro, impregnaron el pensamiento antropológico desde el siglo dieciocho hasta el veinte. Sabemos que en los últimos quinientos años surgieron dos modos principales de construir la relación entre las personas y el cosmos. Las diversas versiones del empirismo se basan en el principio de que es el cosmos el que modela el conocimiento humano. Las concepciones contrarias: idealismo, racionalismo y convencionalismo expresan varias versiones de la idea de que el cosmos, tal como lo percibimos, es, al menos en parte, producto de nuestras propias operaciones de modelado de nuestra experiencia en bruto (Harré, 2002:209).
Es decir, para un iluminista existe una determinación del conocimiento a través del cosmos; para un romántico, en contraparte, hay una determinación del cosmos a través del conocimiento. Entre los siglos quince y dieciséis hubo un cambio en las concepciones de la naturaleza humana que fueron de las perspectivas colectivistas a las individualistas, por ejemplo. El positivismo y el realismo, que se desprendieron del empirismo, apostaron todo a la predicción y a la representación, respectivamente. “En ambas, positivismo y realismo, se asume que las creencias de los científicos que desarrollan estas teorías se derivan, ante todo, de sus observaciones y experiencias” (Harré, 2002:213). Sólo para precisar un comentario, debemos decir que la etnografía, al ser un método privilegiado y una técnica casi exclusivos de la antropología, ocupa un lugar especial en el proceso de generación de conocimientos antropológicos, pero se construye sobre los basamentos de las tradiciones empiristas de la ciencia: observación y experiencia. Y, como se verá más adelante, no hay un solo tipo de etnografía o un solo tipo de ‘escritura etnográfica’. Incluso, hay quienes reconocen ‘estilos’ etnográficos como si se tratara de ‘estilos literarios’. 99
Culturales Cuadro 2. Modos principales de construir la relación entre las personas y el cosmos.
Empirismo
Idealismo
Convencionalismo
Racionalismo
Realismo Positivismo
Todos sabemos que existe una infinidad de diferencias (a veces radicales e incompatibles) entre más de una de estas filosofías (sabemos que, por ejemplo, no es lo mismo hablar de positivismo metafísico que de positivismo lógico); pero el caso no es explicar con amplitud y detalle estas cuestiones, sino acercarnos a la idea de que estos dos modos de producción del conocimiento se encuentran relacionados con las determinaciones que existen en la forma en que una epistemología se sobrepone a la otra. Es decir, los empiristas se verían obligados a admitir que, si es ‘el mundo el que modela a la mente’, entonces el papel del ‘observador’ es sólo como el de un intermediario cuya función es la de traducir las ‘leyes’ que gobiernan la naturaleza, por ejemplo. En el caso contrario, el papel del ‘observador’ es cualitativamente diferente, pues el ‘observador’ no sería un ‘descubridor científico’ sino un ‘constructor’ de relaciones y asociaciones entre pensamientos, sea por caso. En ambos casos existe una relación jerárquica entre dos sistemas epistemológicos opuestos. En el primero, en el empirismo y sus derivaciones, hablamos de la predominancia de la epistemología del sistema observado sobre la epistemología del observador, y en el segundo, en el idealismo, racionalismo y convencionalismo, de la predominancia de la epistemología del observador sobre la del sistema observado. En el primero de los casos no hay incidencia del observador sobre el sistema observado y lo que observa –presupuesto básico de la objetividad–. 100
Reflexiones sobre la unidad, la diversidad y la cultura
En el segundo, la observación del sistema tendría implicaciones en el proceso de generación de conocimientos y en el mismo sistema observado, pero sólo hasta cierto punto y bajo ciertas circunstancias. Veamos: de acuerdo con el enfoque convencionalista, por ejemplo, no observamos primero un fenómeno y luego descubrimos que se trata de una oxidación. Definimos la oxidación en el seno de un marco de conceptos, algunos de los cuales reciben su significado de la teoría (Harré, 2002:247). En el caso de la cultura, por ejemplo, ésta sería definida y concebida dependiendo de las preferencias teóricas que cada uno tenga. Un iluminista y un romántico no conciben ni definen a la cultura de la misma forma. Y aquí los ejemplos sobran, pero podemos ilustrar con algunos que se han seleccionado por considerar su valor en el trabajo antropológico. Podemos recordar que “Birdwhistell estudió durante varios años una secuencia de nueve segundos correspondiente a la videograbación de una psicoterapia familiar conducida por Gregory Bateson” y, por su parte, “A. Scheflen trabajó unos diez años con una minucia extrema sobre una secuencia de alrededor de treinta minutos en la que una joven esquizofrénica dialoga con su madre bajo la mirada de dos terapeutas” (Le Breton, 1999:46-47). Aunque Birdwhistell sugirió la existencia de kinemas y Scheflen trató de defender la existencia de tres niveles kinésicos, ninguno de ellos pudo dar con la ‘gramática universal’ del cuerpo. ¿En realidad la hay? “La semejanza entre el funcionamiento del lenguaje y el del cuerpo es una falsa perspectiva inducida por el hecho de que tanto uno como el otro son sistemas simbólicos [...] el cuerpo no es lenguaje, a menos que se juegue con la confusión corriente entre lenguaje y sistema simbólico” (Le Breton, 1999:43). Hablar de ‘comunicación no verbal’ es un error siempre y cuando se apele al significado universal de los gestos o los movimientos corporales, que siempre están inscritos en un contexto cultural, social, ideológico, protocolario, etcétera. Es común que en el ‘saco’ de la denominada ‘comunicación no verbal’ se introduzcan las cuestiones relativas a la gestualidad 101
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del cuerpo, pero también existirían modos de ‘comunicación no verbal’ que no tienen nada que ver con el cuerpo o con los gestos o con los cambios anatómicos o fisiológicos en el momento de la comunicación, y por ende, entender por comunicación no verbal todo aquello que tenga que ver con el cuerpo pero que pueda prescindir de la comunicación verbal es un error. En efecto, cualesquiera que sean las cosas que afirme la moderna antropología –y parece que en un momento u otro afirmó casi todas las cosas posibles–, hoy hay la firme convicción de que hombres no modificados por las costumbres de determinados lugares en realidad no existen, que nunca existieron y, lo que es más importante, que no podrían existir por la naturaleza misma del caso [...] Esta circunstancia hace extraordinariamente difícil trazar una línea entre lo que es natural, universal y constante en el hombre y lo que es convencional, local y variable. En realidad, sugiere que trazar semejante línea es falsear la situación humana o por lo menos representarla seriamente mal (Geertz, 1997:44-45).
Por su parte, en el texto de Escatología y civilización4 (Bourke, 1891) se destacan distintas maneras en que en distintas tribus, culturas, grupos, etcétera, utilizaban el excremento con fines rituales. En el texto se pueden hallar desde algunos testimonios de Cabeza de Vaca describiendo la forma en que los habitantes de Florida comían estiércol de animales selváticos hasta los de Castañeda de Nágera refiriéndose a los californianos como salvajes desnudos que comían sus propios excrementos. O las narraciones de Harmon referidas a la expedición en la que participó con Francisco Vázquez de Coronado entre 1540 y 1542 (Arizona, Nuevo México y el territorio de los búfalos) describiendo cómo los pobladores de cierto lugar consideraban el caldo hecho con estiércol de caribú y de liebre un plato exquisito. O también uno puede toparse con las narraciones anónimas referidas a los moSólo para añadir una información interesante, debe decirse que para la primera edición en alemán del texto Freud escribió una breve introducción. 4
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saguey preparando una sopa producto de la mezcla de leche y estiércol fresco de vaca. O aquella sobre los ‘salvajes’ de Australia haciendo una bebida dulce mezclando taarp con agua (el taarp es el excremento de un coleóptero verde en el cual se depositan sus larvas). Etcétera. El texto está plagado de ejemplos y, por si no fuese suficiente, no sólo se centra en la utilización de excrementos sino de la orina también, aunque de manera más tangencial. Este ejemplo sirve para comprender no sólo cuál es el destino del excremento en cada cultura y poder apreciar la diversidad en una amplia gama de variedades posibles, sino también para comprender que las dimensiones de ‘asco’ que conocemos no son universales. Podemos ver que “cualquiera que tenga hijos sabe que cuesta mucho trabajo de socialización inculcarles el asco que nos impide volver a incorporar oralmente distintos tipos de secreciones” (Miller, 1998:146); pero si los bebés son capaces de ‘batirse’ literalmente en sus excrementos o en sus mucosidades, entonces tener asco a los excrementos o a cualquier otro tipo de secreciones no es tan ‘natural’ como pudiésemos pensar, sino que, en efecto, es un fenómeno cultural, el resultado de vivir en sociedad. Pero de vivir en una sociedad en particular. El ‘asco’, como una variable cultural, se inculca. De otra forma todos comeríamos vísceras guisadas sin mayor recato. Si todos comiésemos vísceras guisadas nadie tendría la oportunidad de poner ‘cara de asco’ cuando simplemente escucha y se imagina el montón de riñones e hígados humeantes partidos en un plato mezclados con cebolla y jitomate, por ejemplo. El carácter ‘antinatural’ del asco parece corroborar que es adquirido, que es resultado del contacto que uno puede tener con su propia cultura (con todo y sus hábitos, tradiciones y costumbres). Sabemos que “cuando se trata de las nuevas investigaciones de la comida en las ciencias sociales, con la mayor frecuencia se mencionan en la literatura tres orientaciones fundamentales del desarrollo de la sociología/antropología de la comida” (Dordević, 2006:149), el abordaje funcionalista, el estructuralista y el desarrollista. De103
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pendiendo del abordaje, uno podrá mirar distintos aspectos que ligan las prácticas culturales, o la cultura simplemente, con la alimentación y las formas de la misma. En torno a la alimentación podrá verse, por ejemplo, que existen determinadas prohibiciones para diversas culturas: en el caso de la prohibición de comer carne de res en la India, a primera vista completamente ilógica en una sociedad que posee una enorme cantidad de ganado y un gran número de habitantes, se trata de un proceder racional derivado de la conciencia de que el presente tipo de ganado es mucho más conveniente para la tracción bovina y para obtener leche que para la alimentación [...] el ganado vacuno es cuidado, mediante prohibiciones, de las posibles tentaciones de que en los ‘años de hambre’ sirviera de comida, con lo cual, ya en las siguientes estaciones, estaría completamente amenazada la producción agrícola (Dordević, 2006:156).
También debemos reconocer que: en el judaísmo podemos encontrar ‘vetos’ alimenticios dirigidos a los animales marinos “que no tengan espina ni aletas o hacia determinados pájaros y animales que se arrastran” (Dordević, 2006:154). Pero estos vetos alimenticios o estas prohibiciones cambian con el tiempo, se transforman según la época y determinadas contingencias sociales, políticas, económicas, etcétera. No es nuevo decir que en tiempos de guerra, por ejemplo, sea común la ingesta de carne humana o de algunos animales ‘fuera del menú’ de algunas sociedades. Pero podemos detenernos a pensar: ¿Qué implicaciones sociales, políticas, religiosas, morales, etcétera, al día de hoy, podría tener ingerir carne humana por placer? ¿Sería lo mismo comer carne de ‘vagabundo’ que de ‘recién nacido’? Seguramente habría jerarquías. Ejemplo: el 14 de junio de 1981 Issei Sagawa mató de un tiro en la cabeza, violó5 y después troceo a una estudiante holandesa en París antes de comer distintos trozos, algunos crudos, otros fritos. Primero consiHay que hacer una precisión pues la noción de violación, jurídicamente hablando, aplica sólo a los vivos. 5
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Reflexiones sobre la unidad, la diversidad y la cultura derado loco y encarcelado, fue seguidamente extraditado y devuelto a su familia en Tokio. Desde entonces se dedica a pintar [...] En su libro autobiográfico, titulado En la niebla, Sagawa precisaría que las nalgas se le habían fundido en la boca como si se tratara de atún crudo (Hennig, 1996:58-59).
Por si fuera poco, el mismo Sagawa afirma que la única forma de redimirse sería siendo comido por una mujer joven. El libro de Sagawa (uno de los más vendidos en la internet), quitándole la parafernalia mediática y haciendo a un lado (hasta donde sea posible) los prejuicios personales y de la época, ¿podría ser considerado como una etnografía moderna de un acto caníbal hecha por un caníbal? ¿Podríamos considerar un caníbal a Sagawa, que hasta donde se sabe sólo comió carne humana una sola vez en su vida, o sería sólo un caso atípico culturalmente hablando? El libro es tan minucioso que, siendo críticos con él, uno puede comenzar a dudar de que haya hecho todo lo que relata. ¿Qué sucede en el terreno de la antropología social? ¿Qué sucede en el caso de la generación del conocimiento antropológico? ¿Qué sucede en el caso de las etnografías? ¿Cómo distinguimos una ‘buena’ etnografía de una ‘mala’ etnografía? ¿Hay etnografías ‘buenas’? ¿Hay etnografías ‘malas’? Quizá sea un tanto difícil entrar en polémica sobre poner un ejemplo de una ‘etnografía clásica’, pero podemos recordar que a mediados de siglo [XX] se produjo en la antropología cultural un movimiento consagrado a hacer más rigurosos los criterios de descripción y de análisis etnográfico, movimiento que tuvo como fuente de inspiración las técnicas de la lingüística [...] tuvo origen en Yale y se extendió rápidamente por todos los Estados Unidos (Harris, 1979:491).
Sabemos al día de hoy, con toda claridad al respecto, que “para que la prueba a que se someta la estrategia materialista cultural sea justa, el corpus de la etnografía existente, predominantemente 105
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emic, tiene que ser completado por descripciones etic” (Harris, 1979:492). Pero puede juzgar usted por sí mismo el siguiente pasaje del libro de Sagawa: El gusto maravilloso me anima para ir hacia arriba y probar de su antebrazo hasta el codo. Finalmente corté sus partes privadas. Cuando toco el vello del pubis puedo percatarme de que tiene un olor muy malo. Muerdo su clítoris, pero no sale, lo jaloneo. Lo lanzo en la cacerola que fríe y lo hago estallar en mi boca. Mastico muy cuidadosamente y lo trago. Es tan dulce. Después de tragarlo la siento en mi cuerpo y me pongo caliente. Doy vuelta a su cuerpo y abro sus nalgas que me revelan su ano. Lo saco con mi cuchillo e intento ponerlo en mi boca. Tiene un olor penetrante. Lo pongo en la cacerola que fríe y lo lanzo en mi boca. Todavía expele olores. Lo escupo. Entro al cuarto contiguo. El olor de la grasa es parecido al de un pollo que se fríe.
¿Estamos frente a un registro etnográfico o frente a un texto literario? No obstante, todo parece complicarse más si comenzamos por una pregunta más sencilla pero cuya respuesta parece ser más complicada: ¿Qué es una etnografía? Esta pregunta suele producir confusión incluso entre los antropólogos más experimentados. Hay algunos que afirman que las etnografías tienen algunas características que suelen superponerse o interrelacionarse (Boyle, 2003:188), a saber: a) la naturaleza contextual y holística de la etnografía, b) el carácter reflectivo de la etnografía, c) el uso de datos emic y etic y d) el producto final. Hay otros que sostienen la existencia de cuatro escuelas de pensamiento acerca de la etnografía (Muecke, 2003:219): la “funcionalistaestructuralista”, o llamada al día de hoy “etnografía clásica”; la “nueva etnografía” o “etnografía sistemática”, desarrollada en los sesenta por los etnosemánticos; la “etnografía hermenéutica”, que busca la descripción densa; y la “etnografía crítica”, producto del pensamiento feminista y posmoderno. Hay quienes sostienen que las etnografías pueden clasificarse por sus ‘estilos’ (Reeves, 2000:210-222): ‘estilo holístico’, ‘estilo semiótico’ y ‘estilo con106
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ductista’. Y la lista puede hacerse aún más grande, pero sólo se pretende ilustrar un poco la ‘diversidad’ de posiciones en torno a los distintos enfoques etnográficos. ¿Cómo saber que uno está frente a una ‘buena’ o a una ‘mala’ etnografía? Cualesquiera que fuesen los criterios que se tomaran en cuenta para distinguirlas, debemos reconocer, por ejemplo, que la etnografía ha atraído atención especial en los últimos años debido al amplio debate que ha generado entre los ‘metodólogos’, así como por los usos que ha tenido en otros campos afines a la antropología, como las psicologías evolutiva y cultural (Flick, 2004:163). A estas alturas se puede tener en claro que “como nos habían enseñado a creer, el antropólogo no recurre a algún tipo de sensibilidad extraordinaria, a una capacidad casi sobrenatural para pensar, sentir y percibir como un nativo” (Geertz, 1994:74). Lo interesante parece no radicar precisamente en cómo se alcanza [la pureza] del conocimiento antropológico, sino si en verdad puede alcanzarse o, más aún, si puede alcanzarse pensando, sintiendo y percibiendo como un ‘nativo’. Es más, ¿podemos aspirar a pensar, sentir y percibir como un ‘nativo’? Todo parece apuntar a que no, pero es innegable que podemos aproximarnos a través de distintas formas. 2. Discutiendo el concepto de cultura Líneas arriba se ha mencionado que un iluminista y un romántico no conciben ni definen la cultura de la misma forma. Y en este apartado tan reducido sería imposible ofrecer una amplia discusión al respecto, pero lo que sí se puede ofrecer es una discusión somera sobre las formas de concebirla. El primero que le dio uso antropológico al término “cultura” fue Edward B. Taylor (1871), [pero] Franz Boas fue el gran adalid del concepto de cultura y, con él, de la disciplina de la antropología, para hacerles frente a las complejas e influyentes teorías de fines del siglo diecinueve que atribuían la mayor parte de las diferencias humanas a la raza, es decir, a la herencia biológica (Carrithers, 2007:138-139).
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En términos generales, la cultura puede ser entendida como: el conjunto de rasgos distintivos, espirituales y materiales, intelectuales y afectivos, que caracterizan a una sociedad o grupo social en un periodo determinado. El término “cultura” engloba además modos de vida, ceremonias, arte, invenciones, tecnología, sistemas de valores, derechos fundamentales del ser humano, tradiciones y creencias. A través de la cultura se expresa el hombre, toma conciencia de sí mismo, cuestiona sus realizaciones, busca nuevos significados y crea obras que le trascienden. Y en este sentido, esta perspectiva general de la cultura se parece mucho a la concepción de Taylor, centrada en el conocimiento, las capacidades y los hábitos adquiridos por los hombres. Pero debemos hacer una anotación: “el único ingrediente que contienen las definiciones antropológicas de la cultura es de tipo negativo: la cultura no es lo que se obtiene estudiando a Shakespeare, escuchando música clásica o asistiendo a clases de historia del arte. Más allá de esta negación impera la confusión” (Harris, 2000:17). Es cierto, tanto la antropología como la psicología han elegido dos de los más improbables objetos en torno a los cuales intentar construir una ciencia positiva: cultura y mente, Kultur und Geist, Culture et Espirit. Ambos conceptos son herencia de dos filosofías difuntas, los dos cuentan en su haber accidentadas historias de inflación ideológica y de abuso retórico, a la vez que tanto uno como otro albergan amplios y múltiples usos diarios que dificultan cualquier intento de consolidar su significado o de considerarlos como clases naturales (Geertz, 2002:191).
Considerar a la cultura como una ‘clase natural’ sería errar el camino, con independiencia de la forma en cómo pudiésemos definirla. Independientemente de su significado, la cultura no es una clase natural. Es una suerte de artilugio que nos ayuda a pensar la realidad, como cualquier otro concepto, sin que esto quiera decir que vivamos en un mundo imaginario hecho de conceptos. La concepción de la cultura implica, desde una perspectiva compleja, 108
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el replanteamiento del concepto desde diferentes perspectivas, pero en términos muy generales o amplios, desde el plano de lo biológico, lo psicológico y lo social. En este sentido, la pregunta ¿dónde termina la mente y empieza el resto del mundo? carecería de respuesta, al igual que la de ¿dónde termina la cultura y comienza el resto de uno mismo? Esto, porque se ha pensado a la cultura como algo distinto de lo biológico, por ejemplo, o como algo antinatural. De ninguna manera se pretende defender la rancia idea de que la cultura sea una extensión natural de la naturaleza, es decir, un producto natural; sin embargo, se pretende defender la idea de que la cultura es antinatural en la medida en que nos permite entender la naturaleza y en que sin el elemento cultural no podríamos entender la propia naturaleza desde sus propios elementos. “Es mediante la valoración simbólica y la síntesis de la realidad objetiva que creamos un nuevo tipo de objeto con propiedades diferentes: la cultura” (Sahlins, 1997:70). La contraposición entre todo y parte ayuda a entender cómo las oposiciones entre iluministas y románticos la conciben y la discuten. Para algunos, los más radicales, ni siquiera existe o su discusión es intrascendente. Lo sociocultural es superficial para muchos: para algunos antropólogos, la cultura consiste en los valores, motivaciones, normas y contenidos ético-morales dominantes en un sistema social. Para otros, la cultura abarca, no sólo los valores y las ideas, sino todo el conjunto de instituciones por las que se rigen los hombres. Algunos antropólogos consideran que la cultura consiste exclusivamente en los modos de pensamiento y comportamiento aprendidos, mientras que otros atribuyen mayor importancia a las influencias genéticas en el repertorio de los rasgos culturales. Por último, unos opinan que la cultura consiste exclusivamente en pensamientos o ideas, mientras que otros defienden que consta tanto de los pensamientos e ideas como de las actividades ajenas a los mismos (Harris, 2000:17).
La cultura tiene propiedades distintas a las de los elementos que alcanza a definir, y aunque podamos decir que “algo” es cultura, 109
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podremos identificar ese algo pero no a la cultura que define ese algo, simplemente porque no es esa misma cosa que define. Es decir, si establecemos una definición de cultura, cualquiera que ésta sea, y de pronto volteamos súbitamente tratando de ubicar aquello que hemos definido, difícilmente podremos ubicar nuestra propia definición. La concepción del neofuncionalismo es insuficiente para entender la cultura. La cultura no puede ser entendida como una realización instrumental de las necesidades biológicas, ni como aquello que satisface exclusivamente algún sistema o conjunto de sistemas de necesidades. También sería insuficiente entender la cultura como el producto de aquello que suponga el uso de artefactos y de simbolismo, derivado de la actividad tendiente a la satisfacción de determinadas necesidades biológicas. Para discutir la cultura, en ese fuego cruzado entre iluministas y románticos, es necesario entender que existen ‘grupos de definiciones’ de la cultura y que no son complementarias (Aguirre, 1993:151-158). Las definiciones descriptivas de la cultura aluden a ella como una totalidad comprensiva, y aquí tiene cabida la noción clásica de Taylor. Las definiciones históricas, entre Sapir y Malinowski, la destacan como una herencia social. Las definiciones normativas, entre Wissler, Kluckhohn y Sorokin, enfatizan el aspecto conductual. Las definiciones psicológicas, las más vulgares de todas quizá, la reducen al comportamiento: como ajuste social, como aprendizaje y como una orientación debida a un superyo. En estas extrañas orientaciones encontramos desde el exótico pensamiento de Freud hasta el pensamiento sobrenatural de Young. Las definiciones estructurales definen a la cultura como un significante universal (sistema abstracto y completo que no depende de ninguna cultura concreta); sobra decir que aquí encontramos la perspectiva de Lévi-Strauss y sus fanáticos. Y las definiciones genéticas, que se encargan de explicar la génesis y el proceso evolutivo de las culturas, desde Cassirer hasta L. White. Aparte de las definiciones de cultura con las que se cuenta, también encontramos ‘conceptos’ derivados de enfoques teóricos dominantes: el concepto evolucionista, que 110
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apela a la unidad cultural de la humanidad. El concepto históricoparticularista, que apela al desarrollo particular de cada cultura y a la utilización del método inductivo y empirista. El concepto funcionalista, que apela a la universalidad y homogeneidad de la naturaleza y para el que la cultura es algo secundario y sólo una variedad de respuestas distintas a las necesidades de la naturaleza. El concepto estructuralista, cuya herencia del pensamiento sociológico francés6 no puede negarse, apela al uso de los métodos de la lingüística, oponiéndose fuertemente al empirismo y al método inductivo. Como destacados representantes de cada una de estas cuatro concepciones encontramos a Taylor, Boas, Malinowski y Lévi-Strauss, respectivamente. Aunque hay gradaciones en los ‘descendientes’ de cada una de estas ‘escuelas de pensamiento’, desde estos enfoques puede apreciarse muy bien hacia dónde se inclinan las concepciones más fuertes de la cultura, hacia los iluministas o hacia los románticos. Pero, a pesar de la multiplicidad de enfoques, conceptos y definiciones que tenemos de la cultura, es importante señalar que ésta es algo más complejo que el simple resultado de la acción instrumental. El concepto de cultura desarrollado en el siglo veinte, como ya lo habíamos mencionado, contrasta con el de pluralidad cultural, desarrollado en el siglo dieciocho en Europa. Más allá de las tendencias iluministas y románticas, a la cultura debe entendérsele como algo igual y diferente, sin caer en un relativismo vulgar que no explica absolutamente nada. Es decir, es algo común a todos los miembros de una sociedad, por ejemplo, pero que muestra sus diferencias tanto hacia el interior como hacia el exterior. Podríamos preguntarnos si la cultura existe de hecho, y si existe, dónde reside, ¿en la mente o en la materia?, 6 Sabemos, por ejemplo, que Durkheim formuló una teoría sociológica de la simbolización pero no una teoría simbólica de la sociedad y que, en su concepción, la sociedad no era vista como constituida por obra de un proceso simbólico (Sahlins, 1997:119). La naturaleza es, en este sentido, un producto cultural, y viceversa. No puede aceptarse la idea de Durkheim de que la sociedad sea no más que una ficción del pensamiento o una simple entidad metafísica, o algo como un todo no mayor a la suma de las partes.
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y a través de qué aproximación –cognitivista, fenomenológica, materialista– puede ser mejor entendida y traducida (Rapport y Overing, 2000:93). Y es obvio que no tendremos una respuesta contundente, porque cada uno de los enfoques mencionados podría arrojarnos luz sobre la discusión. No obstante, es preciso destacar una idea: “una vez incorporada al campo humano, la acción de la naturaleza deja de ser un mero hecho empírico y adquiere un significado social” (Sahlins, 1997:117). El carácter antinatural de la cultura no implica su no-existencia o su tratamiento como un simple epifenómeno. El replanteamiento del concepto de cultura implica partir de una concepción de la cultura como un ‘concepto semiótico’, entendiendo que existen tramas de significación en las que se encuentran insertas las personas y que “la cultura es esa urdidumbre y que el análisis de la cultura ha de ser, por lo tanto, no algo propio de una ciencia experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones” (Geertz, 1997:20). Es importante resaltar el hecho de que la idea de cultura como un sistema estable y compartido de creencias, conocimientos, valores o conjuntos de prácticas equilibradas por un largo tiempo es una noción fuertemente arraigada en todo pensamiento funcionalista, estructural-funcionalista y estructuralista y que la noción de homogeneidad cultural floreció y se desarrolló a través de muchas versiones (Rapport y Overing, 2000:94). Recordemos: en los años cincuenta, la elocuencia, la energía, la amplitud del interés y la pura brillantez de autores como Kroeber, Kluckhonn, Ruth Benedict, Robert Redfield, Ralph Linton, Geoffrey Gorer, Franz Boas, Bronislaw Malinowski, Edward Sapir y, más espectacularmente, Margaret Mead –quien estaba en todas partes, en la prensa, en conferencias, a la cabeza de comités de congreso, dirigiendo proyectos, fundando comités, lanzando cruzadas, aconsejando a los filántropos, guiando a los perplejos y, entre todo eso, señalando a sus colegas en qué se habían equivocado– hicieron que la idea antropológica de cultura estuviera al alcance de, bueno... la cultura misma, a la vez
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Reflexiones sobre la unidad, la diversidad y la cultura que se convertía en una idea tan difusa y amplia que bien parecía una explicación “multiusos” para cualquier cosa que los humanos pudiesen idear hacer, imaginar, decir, ser o creer (Geertz, 2002:33).
El término es tan resbaladizo que parece ser, en vez de una palabra-solución, una palabra-problema. Es tan fácil ‘culpar’ a la cultura de cualquier cosa. A tal grado ha llegado su vulgarización, que para evadir una discusión profunda es muy fácil decir que algo sucedió gracias a la cultura. Al concebir a la cultura como estructura se llega a un determinismo y a la idea de que la cultura estaba, está y seguirá ahí. Si se le entiende como proceso, entonces la cultura es algo que cambia y se construye colectivamente, pero vista así adquiere un carácter etéreo e indeterminado. En los años sesenta se hizo énfasis en el concepto de cultura como un conjunto de hábitos o patrones de comportamiento, como un sistema de ideas o como estructuras de significado simbólico. La cultura fue entendida como un sistema compartido de representaciones mentales. Sin embargo, “un paradigma complejo puede comprender al hombre como ligado con la naturaleza y, al mismo tiempo, en oposición a ella” (Morin, 1997:103). Es decir, “el paradigma que produce una cultura es, al mismo tiempo, el paradigma que esa cultura reproduce” (1997:104). Todo parece apuntar a que la concepción de la naturaleza contenida en las viejas tradiciones antropológicas es, pobremente, antropocéntrica. Y no sólo la antropología parece no haberse percatado que hemos transitado de una perspectiva antropocéntrica a una antropogénica. Es decir, necesitamos entender que nuestra concepción de la naturaleza tiene que cambiar. Debemos entender dos cosas: “que la naturaleza es un producto social y que la concepción antropogénica de la naturaleza nos lleva a comprender que se determina conjuntamente con el factor humano” (Böhme, 1997:73). Así puestas las cosas, podríamos decir que “la cultura está organizada y es organizadora del vehículo cognitivo que es el lenguaje” (Morin, 1995:73). No se trata, pues, de una superestructura ni de una infraestructura, 113
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como se puede pensar desde otra perspectiva, sino de algo que es producido por aquello que produce. Si pensamos la cultura como una “vieja ciudad”, podremos decir que los antropólogos la han convertido en su especialidad, se han paseado por sus avenidas azarosamente construidas intentando realizar una suerte de tosco mapa de ella, y sólo últimamente han empezado a preguntarse cómo fueron construidos los suburbios –que parecen cada vez más atestados–, la relación que guardan con la vieja ciudad (¿nacieron de ella?, ¿se ha visto modificada por ellos?, ¿tragarán finalmente los suburbios a toda la ciudad?), y ¿cómo será la vida en lugares simétricos como ésos? (Geertz, 1994:93).
Independientemente de que podamos aceptar que la cultura deba ser entendida desde sus particularidades como modalidades de variación de los factores “internos” y “externos” (Boas, 1987:71) con relación a los marcos que la delimitan y su relación con otros fenómenos con los que se encuentra relacionada, y aunque no se asuma del todo el hecho de que se pueda establecer una separación tajante entre símbolos verbales y no verbales, se puede asumir que los símbolos juegan un papel determinante en la vida cultural de las sociedades y que su estudio puede llevarnos a la comprensión de estas últimas (Kottak, 1974:63). No se sostiene, como ya se había mencionado, la idea de que las cuatro concepciones de cultura sean complementarias; pero el hecho de dar una definición de cultura, cualquiera que ésta sea, tiene ciertas implicaciones epistemológicas. Independientemente de si uno es iluminista o romántico, dar una definición de cultura implica delimitar un campo de la misma. Y, por ende, algo quedará dentro, pero algo quedará fuera también. Para establecer una definición de cultura se tendrá que establecer un conjunto de criterios, rigurosos o laxos, para saber qué es lo que queda dentro y qué es lo que queda fuera. Sin embargo, por muy ‘objetiva’ que trate de ser la definición de cultura, dichos criterios (de exclusión-inclusión) estarán bañados por elementos políticos, ideológicos, históricos, de género, etcétera, 114
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pero, sobre todo, por la combinación entre su adscripción a la ‘escuela de pensamiento’ de formación (muchas veces no se elige), su ideología y sus propias preferencias personales: “la conceptualización que de la cultura hace cada autor depende unas veces de las escuelas antropológicas y otras de su perspectiva ideológica” (Aguirre, 1993:151). Y por mucho que traten de evitarse los criterios de inclusión-exclusión, no pueden hacerse a un lado. Los criterios que se establezcan para lograr separar lo de dentro de lo de fuera serán arbitrarios. ¿Qué es eso que no puede verse justo en el momento en que se fijan los criterios para separar lo que es cultura de lo que no lo es? Lo que no puede verse o se vuelve invisible no son los criterios en sí sino la forma de fijarlos y, por supuesto, la manera en que se llegó a su establecimiento. Es decir, es muy importante el contenido del razonamiento, pero más importante es determinar la forma en que se llegó a él. La definición de cultura, así como los criterios que se establezcan para diferenciar lo que es y lo que no es, estarán, a su vez, determinados por la cultura de donde surja la definición de cultura que se antoje dar. Cualquiera que sea la definición de cultura que uno pueda brindar, estará, por un lado, determinada por la cultura que tiene como marco, pero, por otro, la misma definición tomará distancia con ese marco, de manera que al definir algo como cultura no podrá definir el ‘marco cultural’ propio de donde surge, pues para poder establecer una ‘distinción’ tendrá que olvidarse del marco que le sirve de límite. El problema de la definición de la cultura no es lo que se diga de ella o lo que no se dice de ella, sino la ceguera que se produce en el momento de establecer un límite más o menos preciso en el proceso de su definición. Vistas así las cosas, podemos decir que las definiciones de cultura están bañadas, a su vez, de la cultura que las contiene, pero no es sencillo reconocer esta situación. Las definiciones de cultura parecen moverse en dos planos muy generales: aquellas definiciones que conciben la cultura como independiente del observador (posturas materialistas y 115
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realistas) y las que la piensan como algo relacionado y determinado con y por el observador (posturas relativistas, constructivistas y fenomenológicas). Si la cultura es algo independiente del observador, su definición nos llevará a una concepción utilitarista cuya virtud es que nos permite reconocer, de una u otra manera, la objetivación de la cultura a través de los objetos culturales. No obstante, la cultura como ‘forma’ jamás podría entenderse desde, digámoslo así, sus objetos. Si la cultura es entendida como algo relacionado y determinado por el observador, gozaremos de cierta libertad; pero podríamos caer en el riesgo, tal como se ha advertido líneas atrás, de concebir la cultura como una ‘estructura’ dada, es decir, como una palabrasolución, como algo a lo que es muy fácil culpar cuando los argumentos epistemológicos se han agotado. Lo cual también es un reduccionismo. A pesar de que el concepto de cultura sea antinatural, no puede escapar a la cultura que la contiene, porque esto sería pecar de la soberbia de la que adolece el realismo clásico. El concepto de cultura no puede escapar a la cultura misma que la contiene, y viceversa: la cultura, como tal, tampoco puede escapar a los límites del propio concepto que la define. De manera más precisa, se puede señalar que la perspectiva iluminista sostiene que la mente del hombre es intencionalmente racional y científica, que los dictados de la razón son igualmente vinculantes a despecho de la época, el lugar, la cultura, la raza, el deseo personal o el patrimonio individual, y que en la razón se encuentra un estándar universalmente aplicable para juzgar la validez y el mérito [...] del otro lado de la disputa sobre la racionalidad están los portavoces de la rebelión “romántica” [...] sostiene que las ideas y prácticas no poseen su fundamentación ni en la lógica ni en la ciencia empírica, que las ideas y prácticas caen más allá del ámbito de la razón inductiva o deductiva, que las ideas y prácticas no son ni racionales ni irracionales sino más bien no-racionales. Desde la postura romántica fluye el concepto de arbitrariedad y de cultura, la subordinación de la estructura profunda al contenido de superficie, la celebración del contexto local, la idea de paradigma, los marcos
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Reflexiones sobre la unidad, la diversidad y la cultura culturales y los presupuestos constitutivos, la concepción de que la acción es expresiva, simbólica o semiótica, y un fuerte antinormativo y antievolutivo (Shweder, 1991:79).
Digamos que todas estas controversias entre iluministas y románticos tienen, a su vez, un ‘marco cultural’ en el que se desarrollan, de tal forma que dichas controversias son, por su parte, problemas culturales dentro de una cultura, pero que de alguna manera nos permiten clarificar ciertas cosas en torno a la ‘unidad’ y la ‘diversidad’ en materia antropológica. Es claro que el efecto social no resulta de la causa natural. Si bien puede ser propiedad del fuego quemar una casa, no es propiedad del fuego quemar la propia casa, porque entonces es magia, destino, castigo, brujería, etcétera. O bien, la respuesta puede remitirse directamente al nivel cultural: no está en la naturaleza del fuego quemar una casa, porque el fuego sólo quema madera. Una vez incorporada al campo humano, la acción de la naturaleza deja de ser un mero hecho empírico y adquiere un significado social (Sahlins, 1997:117).
El resultado cultural particular no es un predicado de las causas naturales sino, a la inversa, las causas naturales son productos culturales. La cultura es parte y producto del mundo, tal como lo son la naturaleza y la mente. ¿Dónde reside la cultura? Nuestra respuesta tendrá que ver, entre otras cosas, con nuestras preferencias teóricas, la época en la que vivimos, nuestra propia formación, la cultura a la que pertenecemos, etcétera, porque no podemos deshacernos de los elementos ‘externos’ que nos determinan, pero, en todo caso, no podemos asumir que nuestras formas de experimentar y de narrar el mundo serán iguales a las de la persona que se encuentra sentada al lado porque simplemente somos vecinos. Nos guste o no, la perspectiva cultural que asumamos, cualquiera que sea, aun si esté negada, tendrá inclinaciones iluministas o románticas. Lo cierto es que, a pesar de tantos años de debate epistemológico, aún 117
Culturales se trata de saber si el orden cultural será entendido como la codificación de la acción real del hombre, intencional y pragmática, o bien si, inversamente, debe entenderse que la acción humana en el mundo es mediada por el proyecto cultural, que imparte orden a la vez a la experiencia práctica, a la práctica consuetudinaria y a la relación entre ambas. La diferencia no es trivial, ni puede ser resuelta por la feliz conclusión académica de que la respuesta está en algún punto intermedio, y hasta en ambos extremos a la vez [...] En efecto, nunca hay un verdadero diálogo entre el silencio y el discurso (Sahlins, 1997:61).
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Reflexiones sobre la unidad, la diversidad y la cultura
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Fecha de recepción: 22 de enero de 2009 Fecha de aceptación: 5 de mayo de 2009
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Juárez, “ciudad de infierno”: el des-abandono de la ciudad La instauración de los miedos y la erosión de la memoria
Salvador Salazar Gutiérrez Universidad Autónoma de Ciudad Juárez
Resumen. La violencia durante los últimos años en Ciudad Juárez ha erosionado la condición ciudadana a partir de la disminución e inclusive pérdida de lazos de pertenencia que determinan la instauración de comunidad. Esta dinámica produce zonas de exclusión y acuartelamiento que simultáneamente desdibujan las zonas de apoderamiento, indispensables para recuperar la ciudad como espacio de revitalización del pacto social. Palabras clave: 1. miedo, 2. zonas de exclusión y acuartelamiento, 3. ciudad, 4. comunidad política. Abstract. Violence in Ciudad Juárez has generated a process of erosion of the civil condition due to the reduction and even loss of the sense of belonging that determines the founding of community. This dynamic creates zones of exclusion and confinement that simultaneously erode the zones of empowerment which are essential to recover the city as a space that revitalizes the social pact. Keywords: 1. fear, 2. exclusion and confinement zones, 3. the city, 4. the political community.
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VOL. V, NÚM. 10, JULIO-DICIEMBRE DE 2009 ISSN 1870-1191
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Culturales Es necesario un mito movilizador, O una imagen de Futuro. Arditi, 2004 Es demasiado pronto para celebrar el fin de “las grandes narraciones”, Así como es innecesario, y tal vez incluso poco ético, A la luz de la experiencia moderna, lamentar que ya no existen. Bauman, 2006
Parecería que lo más obvio es que las incertidumbres y sus manifestaciones instauradas a partir de los miedos son fabricadas; por lo tanto, vivir en la incertidumbre y el temor aparece ya como un estilo de vida que se asume como la única manera posible de vivir. Cuando la ciudad se desdibuja y pierde su sentido de comunidad (político-cultural), surge un lugar territorializado de convivencia forzada a partir de mínimas o nulas posibilidades de relaciones solidarias. Los miedos deben ser entendidos como condición de esencia en la dinámica histórico-social de los pueblos; el miedo siempre ha estado presente e incluso se constituye como un referente central que permite establecer cohesión y pertenencia. El problema no es el miedo en sí, sino las condiciones y consecuencias que éste presenta al ubicarse en una perspectiva de mediación en la que el miedo es producto y producción de diversas asimilaciones que en gran medida establecen procesos de exclusión, segregación, diferencia y abandono. Afirmaría que podríamos catalogar dos sentidos con respecto a la trayectoria que los miedos permiten: por un lado, un sentido positivo en el que el miedo constituye un referente potenciable en cuanto a la articulación colectiva entre individuos –no por nada las grandes instituciones que dominaron la evolución histórica del poder legítimo-legal de la modernidad, como fue el Estado-nación, se basaban en su capacidad de incorporar al individuo mediante una estrategia de fomento al miedo encauzado en el nacionalismo y el patriotismo–; pero, por otro lado, la dinámica que pareciera ejercerse en este momento es el miedo como manifestación de pérdida, resquebrajamiento y 122
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“amurallamiento” de las relaciones y reconocimientos. Cuando el miedo es utilizado en el sentido de la exclusión, instaura dinámicas que desdibujan la condición ciudadana indispensable para otorgarle a la ciudad su sentido de comunidad. Ahora bien, ¿por qué hablar de la relación miedo-ciudad en el escenario de una ciudad fronteriza, vista y analizada empíricamente en las condiciones actuales que presenta Ciudad Juárez y que manifiesta la instauración de los miedos como dinámica de abandono y acuartelamiento? ¿Por qué destacar en este momento las implicaciones de la relación violencia-miedo-ciudad? ¿Es nueva la dinámica presentada por los miedos en cuanto a su definición e implicaciones en la evolución histórica de la ciudad fronteriza representada por y desde Ciudad Juárez? Si los miedos son una condición propia de la evolución históricocultural de las sociedades, enfatizar la relación violencia-miedociudad parte de comprender las implicaciones que ésta adquiere en un momento en el que pareciera constituirse en el núcleo de la dinámica social, económica, política y sobre todo cultural de la ciudad fronteriza. Parece que el referente central para comprender a la ciudad es el miedo como constructo de producción de sentido y condicionante en la generación de estrategias. Cuando la relación violencia-miedo-ciudad constituye el acontecimiento, se manifiesta una urgente necesidad de abordarlo como un fenómeno de implicaciones que va más allá de ser anecdótico. Los que asumimos la responsabilidad del estudio de un espacio como escenario de reproducción ciudadana enfrentamos un gran problema: si los miedos eran un instrumento utilizado desde las estrategias instituidas y afirmadas normativamente como dominantes, en este momento han trascendido dicha esfera y se han constituido como eje central de las dinámicas que limitan e inclusive inhiben la posibilidad de restituir a la ciudad su urgente esencia de comunidad: los miedos de ahora carecen del anclaje que les permita generar las estrategias de certidumbre; su anonimato, que nos ha llevado a construir un sin número de “chivos expiatorios” y mitificar figuras como crimen organizado, narcotráfico, terro123
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rismo, sicarios, inmigrantes, jovenes, mujeres, homosexuales, etcétera, ritualizando estrategias que enfrentan posiciones, excluyen condiciones y reafirman abandonos, no permite asumirlos como tarea y superar su naturalización. El aporte brindado por la antropología al estudio de la Ciudad ha permitido comprender, desde una condición más profunda, los procesos simbólicos, las prácticas y las representaciones generadas por los actores que definen la construcción sociocultural de lo urbano. El dominio de abordaje que había planteado una cuantificación de los fenómenos medibles –movilidad, pobreza, funcionalidad de integración, dinámica de obtención de servicios– ocasionó una mirada de lo urbano-funcional, limitando la visión a un análisis de equipamiento urbano, y no tomando en cuenta, inclusive desconociendo, la enorme trama de constitución simbólica de lo urbano, que desde la condición del sujeto y sus dimensiones otorga un sentido de entendimiento y comprensión del escenario. El aporte interdisciplinario exige trascender los márgenes tradicionales de abordaje de los objetos de estudio, y en un escenario actual que pareciera ser más definido por lo flexible, difuso, incierto, exige al trabajo antropológico abrir sus panoramas de anclaje para profundizar en el entendimiento del escenario “ciudad”, colocar sobre la mesa de discusión una de las condiciones centrales que viven las ciudades latinoamericanas: el peso y dominio de la instauración de los miedos. El escenario mediático y su peso en la dinámica global actual construye una representación de la ciudad latinoamericana que se encuentra sostenida en la figura del desorden, la pérdida, la violencia, la desarticulación y, sobre todo, como escenario de producción de los miedos. De la formación discursiva a los campos de discursividad. Estrategias-narrativas de abandono Comprender la relación violencia-miedo-ciudad sin ubicarla en un marco contextual más amplio que la descripción densa de las 124
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estrategias, prácticas y narrativas localizadas en el escenario de la ciudad fronteriza exige trasladar la propuesta de análisis a una dinámica pendular desde el nivel de las narrativas, las estrategias, los campos y la formación discursiva. El problema es que el análisis del discurso, en la incorporación del contexto social, no suele acompañarse con una reflexión profunda y sistémica de las características institucionales y estructurales del orden social, que finalmente marcan las condiciones de producción, circulación y recepción de esos discursos... (Griselda Gutiérrez, 1999).
Es decir, colocar en el debate el análisis de una tensión productiva entre contextos globales y sus arraigos empíricos locales. Por formación discursiva (Foucault, 1999) habría que referirse al conjunto de reglas anónimas e históricamente determinadas y condicionantes que se imponen a todo sujeto hablante delimitando el ámbito de lo enunciable y lo no enunciable en un momento; es decir, lo dicho e instaurado enunciativamente carece de sentido en sí mismo si no es ubicado como un componente con relación al análisis histórico de la instauración de la violencia y su implicaciones como estrategia recurrente actual. Veamos el siguiente ejemplo, que hace referencia a un fragmento de entrevista realizada a una joven que trabaja como “operaria” en una maquiladora de Ciudad Juárez: “Yo sí tengo mucho miedo, soy mujer... Yo soy católica, y creo que lo único que me queda es estar bien con Dios...” Este ejemplo carecería de sentido en cuanto tal si no es ubicado en un contexto más amplio de ejecuciones, desapariciones, violaciones, que ha caracterizado a Ciudad Juárez y los feminicidios, la irrupción de la violencia en los últimos meses, así como el resurgimiento de un discurso religioso-mediático que vuelve a establecer condiciones y necesidades de justificación que parecen recuperar un discurso metafísico y dogmatizante de las condiciones e implicaciones de la violencia hacia la mujer. Ahora bien, el nivel de la formación discursiva haría referencia a la contextualización histórico-social estructurante de las mani125
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festaciones culturales, pero éstas se ubican en una dinámica de dominio y poder establecidas a partir de diversas posiciones que enmarcan campos de discursividad. Es decir, ante un similar marco de referencia que caracterizaría una misma formación discursiva, existen diferentes posiciones que buscan establecer, bajo diversas prácticas y narrativas, sus expectativas, visiones e intenciones. Ejemplo de esto son las aproximaciones a la violencia como fenómeno común, que muestra múltiples intenciones de otorgamiento de sentido: un campo empresarial que circunscribe el problema de la violencia y los miedos a la pérdida de la ciudad como escenario de traslado de mercancía, un campo político que manifiesta una búsqueda de justificar la pérdida de presencia del Estado y las políticas de certidumbre, un campo religioso que recupera terreno en su estrategia de reagrupar las respuestas a partir de dogmatizar soluciones ancladas en “lo sagrado”, y un campo educativo, ejemplificado por la universidad, que cada vez se traslada más a dar continuidad reafirmante a las dinámicas y procesos que instauran los miedos como eje central con la instrumentalización de sus funciones formativas en el sentido de fundamentar su participación estableciendo, por ejemplo, estrategias de acuartelamiento. Los campos discursivos muestran ubicaciones formales desde las cuales los diversos sujetos construyen y manifiestan las posiciones que enfrentan aproximaciones al entendimiento y definición de la relación violencia-miedo-ciudad. Ahora bien, estos campos de discursividad se generan desde señales otorgadas por multiplicidad de prácticas y narrativas en las que se inscriben las marcas y las huellas de lo social y cultural. Comprender esta múltiple relación dinámica desde formaciones estructurantes/ estructurales, pasando por la visibilización de los campos que se ubican como espacios de dominio, y trasladándose al descubrimiento de las múltiples manifestaciones prácticas y narrativas que manifiestan los diversos fenómenos constitutivos de la dinámica social, es generar una estrategia metodológica y de análisis que busque anclar el fenómeno de la violencia y los miedos a partir de representaciones que caracterizan a la ciudad fronteriza. 126
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Mirada crítica global Desde esta dimensión de la formación discursiva, ¿cómo comprender a Ciudad Juárez desde las manifestaciones actuales que ubican la relación violencia-miedo-ciudad más como un acontecimiento que como una situación anecdótica? El tejido que vengo desarrollando, con el rastreo de las marchas y huellas formadoras de relato, me lleva a definir que, bajo la dinámica actual de erosión de la ciudad en cuanto a su sentido de comunidad, se establecen dinámicas de acuartelamiento y exclusión, las cuales se caracterizan principalmente por delimitar límites espaciales mediante relaciones de aceptación y/o rechazo. Prueba de ello es que no sólo se limita a las manifestaciones de violencia que se vienen presentando en los últimos años en Ciudad Juárez, sino también a la estrategia global que ubica la necesidad de establecer zonas de segregación-exclusión-diferencia que caracterizan a un discurso global que busca concretar y visibilizar en referencia aquellos lugares que constituyen la justificación anclada en visiones dogmatizantes de dominio. Es decir, Ciudad Juárez ejemplifica la construcción mediatizada de un lugar perdido-abandonado al que habría que rescatar con la búsqueda del resurgimiento de discursos dominantes. Este panorama, o paisaje (Appadurai, 2001), ante la determinación que adquiere la esfera cultural que se encuentra en la cúspide de la exigencia analítica y reflexiva de las implicaciones actuales de la ciudad global, ubica a Juárez bajo una dinámica en la que la era de la información global es también la era de la segregación, exclusión y abandono local; donde lo institucional dominante asumido a lo largo de la efervescencia moderna, instaurado en la figura del Estado-nación, la escuela, la familia, la Iglesia, la fábrica, comienza a perder sentido y a desdibujarse como centro de generación de certidumbres y “verdades”, y aparece una desinstitucionalización que manifiesta la destitución de la norma por la posibilidad del sobrevivir bajo el principio de “el más apto y el más fuerte”, “si las tropas de la regulación 127
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normativa abandonan el campo de batalla de la vida, sólo queda la duda y el miedo...” (Bauman, 2003). Aunado a ello, la espectacularización de la violencia y su concreción en el asumir el terror y la desesperanza como la única asimilación posible han transformado la lógica del panóptico de Foucault, en el que unos cuantos observaban y vigilaban a otros muchos, por el sinóptico en el que muchos miran y se deleitan con el sufrimiento de unos pocos: las emotividades han dominado el espacio de escenificación mediática trastornando la racionalidad. Trasladando estos panoramas a la búsqueda de una recuperación utópica, indispensable en la reasignación de certidumbre, y la urgente necesidad de transformar los miedos-temores en tareas que instauren alternativas posibles, una figura que destaca y exige su refundación, tanto para otorgarle nueva densidad de sentido como para operativizarla, es el ágora, lugar de encuentro y reafirmación de lazos estrechos: ...la posibilidad de cambiar este estado de cosas reside en el ágora, un espacio que no es ni público ni privado sino, más exactamente, público y privado a la vez... el espacio en el que los problemas individuales se reúnen de manera significativa... para buscar palancas que colectivamente aplicadas resulten eficientes y suficientes para elevar a los individuos de sus desdichas individuales... (Bauman, 2003).
Cuando la ciudad se muestra como un embrollo de saturación donde la figura destacable es el poblador, el habitante, el usuario, al que se le entiende más como individuo instrumentalizado para eficientar el traslado de la mercancía, instrumentar a la incipiente política, otorgarle nuevo sentido al habitante como ciudadano y transformar el sentido de la urbe como restitución del ágora, que ubica a la dimensión de lo cultural como eje indispensable de reconstitución, se convierte en una urgente prioridad para quienes asumimos la responsabilidad de presentar alternativas posibles a las implicaciones generadas desde la relación violencia-miedo-ciudad. 128
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La legitimación de los miedos Al explorar la carga subjetiva de la política, como diría Norbert Lechner (2002), en el análisis de los “imaginarios” se encuentra la pérdida de apropiación colectiva. El análisis de los medios y sus implicaciones permiten comprender el empobrecimiento que se establece en la frágil vinculación del orden social. Analizarla desde los sujetos y su contexto permite comprender cómo la ciudad actual se viene a enfrentar a una crisis en cuanto escenario de consolidación colectiva. El peso que ha adquirido alguno de estos procesos en diversos momentos y escenarios viene a exigir un replanteamiento de lo urbano con la finalidad de comprender que la ciudad se configura como un escenario en constante transformación y en el que las posiciones y disputas de apropiación y otorgamiento de sentido se convierten en un proceso constante de ubicación entre los sujetos que la conforman. El predominio que desde lo institucional, bajo el principio de incorporación y adaptación eficiente al modelo estatista tradicional que dominó el pensamiento moderno de lo urbano, nos muestra una de sus principales crisis, que se manifiesta en las condiciones de ruptura de lo colectivo y constituye una característica importante en las ciudades de la actualidad. Los múltiples procesos globalizadores vienen a mostrar la descomposición que la ciudad presenta en cuanto a su desarticulación de algún referente de identificación y anclaje social. Por varias décadas, las ciudades se constituyeron y desarrollaron en torno a la figura dominante del Estado-nación moderno; prueba de ello fueron las constantes y dominantes dinámicas centralistas que caracterizaron a los países latinoamericanos con base en el apoderamiento, control y dominio político, económico y social que establecieron las ciudades capitales de los distintos países. En el caso de México, no podemos perder de vista el impacto del incremento urbano que generó la política establecida por el modelo de Estado benefactor keynesiano que dominó la estrategia políticoeconómico-social de los gobiernos del Partido Revolucionario 129
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Institucional (PRI) hasta la década de los ochenta. Por el dominio y acaparamiento de poder y control que desplegaba el orden estatal se crearon centros urbanos en los que prevalecía la concentración de la población y el establecimiento de una sociedad dividida en sectores de clase media –con acceso a educación, bienes y servicios, y con el dominio sobre el sector productivo incipiente en vísperas de desarrollo–, una clase alta que se ubicó en los márgenes de las ciudades, en escenarios separados de la dinámica cotidiana de la urbe, y una clase proletaria incipiente pero dominante en cantidad que, transformando su condición previa caracterizada por la vida rural, viene a la ciudad a encontrar los escenarios de “sobrevivencia” que le otorgaría el modelo de desarrollo industrial controlado por el Estado (Zimmerman y Navia, 2003). Desde la década de los ochenta, varias dinámicas generaron la transformación de las ciudades en la región. En la República Mexicana, la política económico-social neoliberal que se inauguró con la presidencia de Miguel de la Madrid (1982-1988), y que encuentra su máximo desarrollo en los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari (19882004), Ernesto Zedillo (1994-2000) y Vicente Fox (2000-2004), presenta una transformación en las políticas públicas en cuanto a la participación directa del Estado; a partir de este momento se establece un modelo de Estado que se caracteriza por su estrategia en la eficiente administración del gasto público, la desregulación de la política económico-social, terminar con el control y dominio de sectores productivos controlados por empresas paraestatales, y un proceso de desregulación que se basa en un dominio mayor por parte de entidades federativas con respecto a la búsqueda de una mayor eficiencia en la administración de recursos.1 Estos procesos transformaron la condición poblacional de las ciudades 1 En Aguascalientes se establece en 1985 el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), por el que la población se siente “invadida” por una cantidad importante de población proveniente de la ciudad de México. A esto se aunó lo sucedido en septiembre de 1985, cuando la población de la capital del país vivió uno de los desastres naturales más devastadores de la historia, un terremoto que destruyó una parte importante de la ciudad y que originó una emigración masiva de capitalinos a diversas ciudades de provincia.
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de provincia, consideradas en un rango inferior por tener una población menor que los grandes centros urbanos regionales, como la ciudad de México, Guadalajara y Monterrey. Las nuevas dinámicas de mercado y los nuevos procesos de producción, que buscaban romper con limitantes reguladoras de la administración del Estado –en su característica anterior de regulador oficial y controlador de lo productivo–, dieron lugar a procesos distintos y contradictorios a los que definieron el rumbo de las ciudades durante varias décadas. Ahora nos encontramos ante el ideal del posible renacimiento de la ciudad como escenario de consolidación y toma de dominio de los escenarios políticos, económicos y sociales; una ciudad que exige un replanteamiento como espacio de apropiación y articulación de lo colectivo, en el que la pérdida de cohesión y el no entendimiento de sus actuales características han llevado a un derrumbe de su condición esencial de espacio de articulación colectiva y escenario de apoderamiento. La pérdida de sentido de lo colectivo y la crisis de un “pacto” que restablezca el reordenamiento de lo social se han convertido en el rasgo que caracteriza a los centros urbanos actuales en América Latina. El desdibujamiento de la centralidad operante que caracterizó a los centros urbanos tradicionales exige un replanteamiento de la estrategia de resurgimiento de lo ciudadano en escenarios urbanos que se han convertido ya en espacios eficientes de generación de habitantes consumidores.2 Esta pérdida de presencia colectiva y de instauración de lo ciudadano se muestra en el dominio que adquiere la representación de lo excluido y del privilegio en condiciones que definen paisajes (Appadurai, 2001) de acceso, control, dominio y pérdida. El escenario actual establece, mediante procesos dominadores de “individualización” (Bauman, 2002) de los sujetos, paisajes que determinan las visiones, 2 En este sentido, hay que analizar “Las nuevas murallas: la walmartización de San Juan de Puerto Rico”, ensayo de Álvarez-Curbelo (2004) en el que analiza la pérdida del espacio social en la ciudad como escenario de apropiación y configuración de lo ciudadano, y su transformación en un espacio para el consumo donde dominan los “nuevos centros” operadores de la voluntad del individuo: los malls.
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imaginarios, representaciones del éxito y del fracaso, así como de sobrevivencia y de “lo deseado”. Estos paisajes se ubican en zonas de exclusión y zonas de privilegio,3 que determinan la posición que ocupan los sujetos para apoderarse y enfrentar las diversas exigencias que establece la posibilidad de adueñarse de la ciudad. Estas condiciones de incertidumbre parecen afianzarse en el imaginario urbano al grado de convertirse en lo que Lechner (2004) llama “la naturalización del orden social”, la creencia en que es una condición de lo natural y que se instaura por consecuencia del establecimiento de dinámicas ajenas a la voluntad del individuo pero que generan la apropiación de los miedos y sus consecuencias desarticuladoras. Hablar de los miedos es hablar de tres relaciones directas: el miedo al “otro”, el miedo a la exclusión (tan fuertemente establecida en el contexto actual) y el miedo al sin sentido, al grado de que el dominio que adquieren las posiciones generadoras de “certezas sometedoras”, como el ejército y la Iglesia, define en gran medida la justificación de las “soledades” generadas por el resquebrajamiento colectivo. A continuación analizaremos de manera breve la descripción que desde un escenario local, instituido en la figura violentada de Ciudad Juárez, define los parámetros de la construcción sociocultural del miedo. “Gracias a Dios que nos mandó a los militares”4 El 28 de marzo el gobierno federal anunció la implementación del Operativo Conjunto Chihuahua-Juárez, justificado con el 3 Estas tipologías de zonas de exclusión y privilegio son trabajadas a profundidad en un capítulo de mi tesis doctoral, titulada “Idealizar el triunfo, enfrentar la sobrevivencia. Espacios de socialidad-sociabilidad en colectivos juveniles”, presentada en junio de 2007 en el Doctorado en Estudios Científico-Sociales del ITESO. 4 Respuesta de una señora a la pregunta de un reportero sobre la presencia de militares y de la policía federal en Ciudad Juárez, en el marco del Operativo de Seguridad Chihuahua 2008, impulsado por el gobierno federal bajo el argumento del combate al narcotráfico y el crimen organizado. Nota periodística aparecida el 2 de abril de 2008 en la sección “La Ciudad” del Norte de Ciudad Juárez.
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argumento del número de asesinatos cometidos –que en tres meses rebasaban los 200– y la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico. Este operativo es encabezado por agrupaciones militares de élite llamadas “Fuerzas Especiales” y cuenta en total con dos mil efectivos5 para la realización de operativos6 en Ciudad Juárez y otras zonas del estado de Chihuahua. El sábado 29 de marzo el periódico La Jornada –de divulgación nacional– publicaba la siguiente nota periodística: Arriba convoy militar a Ciudad Juárez ante el recrudecimiento de la violencia Ciudad Juárez, Chih. Los enfrentamientos entre narcotraficantes en Ciudad Juárez, Chihuahua, y zonas aledañas dejaron seis hombres muertos en 12 horas, con lo que suman 97 los asesinatos cometidos en esa localidad fronteriza en lo que va de marzo, un promedio de casi cuatro por día, la gran mayoría ligados con el crimen organizado. Para combatir la ola de violencia que se vive en esa ciudad, la noche del lunes arribaron alrededor de 150 elementos del Ejército Mexicano, aparentemente de un grupo especial. Por vías aérea y terrestre hoy llegarán a Juárez y Palomas mil 197 elementos. Los 392 elementos del Ejército Mexicano que participarán en la operación conjunta “Juárez” arribaron al aeropuerto internacional de esta ciudad a las 14:30 horas. El personal militar, que viajó en tres aviones C-130 “Hércules” y un Boeing 727/100, de inmediato fue trasladado al 20 Regimiento de Caballería Motorizada, donde recibirá instrucciones para ser desplegado. La Jornada, 28 de marzo de 2008. Consultado en www.lajornadaunam.mx. Los operativos consisten en cateos a viviendas con el pretexto de buscar “droga”, armamento o personas secuestradas, como lo muestra la siguiente nota periodística de un diario local: “Comienzan cateos, decomisos y arrestos. Como parte de la Operación Conjunta Chihuahua, el Ejército Mexicano ingresó ayer en al menos tres viviendas de diversos sectores de la ciudad, instaló retenes y sobrevoló la zona de Anapra y Lomas de Poleo. En dos de los tres cateos se pudo observar que los soldados incautaron varias cajas forradas con cinta color canela –presumiblemente droga– halladas en el interior de sendas viviendas ubicadas en los fraccionamientos Nogales y del Colegio, y a las cuales los soldados entraron después de forzar las cocheras” (nota de Sandra Rodríguez Nieto, El Diario, 28 de marzo de 2008). 5
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Culturales Los elementos de la Sedena que implementarán operativos contra el narcotráfico están debidamente preparados para recuperar la tranquilidad y la seguridad de los habitantes de esta ciudad, donde se ha desatado una ola de violencia. Mandos de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) afirmaron que cuentan con la capacidad y la preparación necesaria para hacer frente a la delincuencia organizada. “Contamos con las armas y el entrenamiento suficiente, por lo que tenemos la plena convicción de atrapar a las bandas delictivas que operan en este lugar”, señalaron a Notimex/La Jornada On Line.
Lo interesante de este panorama es la reconstrucción que los individuos generan apropiándose de la representación mediática. Como se observa en la frase con la que inicia este apartado, una mujer joven, ama de casa, manifiesta “su gratitud a Dios” por la llegada de los militares. Aquí se constata la representación del establecimiento de certezas en dos figuras de peso dominante muy importantes: lo divino y el ejército. Ciudad Juárez se ha caracterizado en los últimos años por un crecimiento económico importante, pues la oferta del mercado laboral –la maquila, principalmente– ha constituido un atractivo para individuos provenientes del país y del extranjero–. Junto con esta condición de bonanza, también se ha hecho referencia a la ciudad por constituirse en un bastión representativo de “la violencia”. Recordemos el problema que se presenta desde hace varios años con mujeres desaparecidas y cuyos cuerpos posteriormente son encontrados –la mayoría con manifestaciones de sometimiento violento y violación sexual–, lo que ha coadyuvado a la construcción de la tipología “Las muertas de Juárez”, que se instituyó como referente para el surgimiento de mínimas manifestaciones de asociación colectiva. El peso del acontecimiento implicó más bien un afianzamiento de la representación de la incertidumbre y el miedo, lo que vino a generar –apoyada desde la representación mediática– una práctica de sometimiento individual y encarcelamiento de las voluntades –cuando uno llega por primera vez a la ciudad, es impresionante observar en 134
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las casas la cantidad de rejas y circuitos de seguridad por video instalados, o incluso las bardas con cableado de protección con descargas eléctricas–. Junto a estas manifestaciones de prácticas cotidianas establecidas por los actores, se ha configurado un caparazón entre los representantes de las voces dominantes y creíbles; en un caso concreto, la Iglesia y la asociación de colegios particulares promueven constantemente la realización de actos “públicos” para realizar oración y solicitar la ayuda divina ante el problema de la inseguridad. Estas manifestaciones, y otras tantas que se presentan en el andamiaje de la dimensión sociocultural, exigen replantear el análisis del escenario urbano para profundizar en el entendimiento de la marejada de constitución de imaginarios que establecen la representación colectiva de la Ciudad. ¿Existe algún rumbo posible? En su trabajo sobre la construcción simbólica de los miedos, Rossana Reguillo (2003) nos lleva a comprender cómo desde esta representación las violencias y su narración despolitizan lo político; instauran el temor y el miedo como lazo societal primario, y aceleran el debilitamiento del pacto social y la acentuación del individualismo como forma de respuesta ante un mundo que no parece gobernable, ni asible, ni representable por ningún tipo de racionalidad fundada en acuerdos colectivos... (2003:397).
La construcción que determina los imaginarios en esta configuración desde la exclusión y el privilegio ha marcado una dinámica en la que la ruptura del lazo social y de los acuerdos se ha convertido en la esencia de lo asociativo en la ciudad: el colapso de la institucionalidad (Reguillo, 2003). La desesperanza, el miedo, la incertidumbre, la sospecha y la competencia son los referentes que definen actualmente el establecimiento de las relaciones 135
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político-sociales en las ciudades. Nos encontramos de frente con el problema de restituir el proyecto y pacto social de una sociedad que se reconozca a sí misma en lazos afectivos sólidos –socialidad– y en una institucionalidad que garantice el vínculo y el resurgimiento del tejido social –sociabilidad–. Se trata del problema de restituir la condición y posición de la ciudadanía como posibilidad de consolidación del pacto. El problema en general no es la construcción de “campos sociales alternos” (García Canclini, 2004:53), sino el ser incluidos, el llegar a conectarse sin que se atropelle su diferencia ni se les condene a la desigualdad. La exigencia que se manifiesta es la de ser ciudadano en el sentido intercultural, la de ser diferente en relaciones de negociación y reconocimiento recíproco. Esta ciudadanía se establece sólo si recuperamos y sostenemos los dos procesos de configuración de lo social: lo comunicativo y lo institucional. El problema es que la actual configuración representativa y estructural de la ciudad empobrece dicha posibilidad. Nos encontramos en este momento en un escenario que se caracteriza por la (des)articulación de la política, el declive de la institucionalidad y la crisis del contrato social. Estamos, tal vez, en la transición de un modelo de ciudadano que se estableció con base en la figura que genera el “contrato social” moderno (por el que el Estado eficientó la incorporación y adaptación de esta condición: ciudadano era aquel que aceptaba, acataba y asumía como responsabilidad individual las exigencias planteadas desde un contrato asociativo que era controlado y administrado por la figura de un Estado omnipresente) a un nuevo modelo en el que la construcción de lo ciudadano se restablezca desde la propia posición de la ciudadanía. Se trata de una condición que es favorecida y consolidada en un modelo de ciudad en el que el resurgimiento del ágora y de los escenarios de confrontación y reconocimiento restituyen un pacto que ya no se mide a partir del “contrato” asociativo individual, sino mediante un acuerdo que define procesos colectivos de negociación y de diálogo y en el que la ciudad es determinante como espacio de configuración 136
Juárez, “ciudad de infierno”: el des-abandono de la ciudad
ciudadana: la apuesta por la participación y compromiso desde lo ciudadano para rescatar y potenciar los escenarios de la socialidad en los que se establecen actualmente los múltiples sentidos de pertenencia y de prácticas de participación que se originan fuera de los canales tradicionales institucionalizados del dominio. Un nuevo escenario asociativo en el que el acuerdo se establezca en nuevos canales institucionalizados democráticos y de procesos que establezcan legítimamente las posibilidades de decisión y de establecimiento de consensos. Si los habitantes de la ciudad no entendemos que en nuestras manos está la posibilidad de construir un escenario urbano alternativo, continuaremos en la marejada de la incertidumbre y la desesperanza. Bibliografía Appadurai, Arjun, La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globalización, Trilce. Montevideo, 2001. Arditi, Benjamín, “El reverso de la diferencia”, en El reverso de la diferencia. Identidad y política, Editorial Nueva Sociedad/ Nubes y Tierra, Caracas, 2000. Bauman, Zygmunt, En busca de la política, FCE, México, 2002. –––, Miedo líquido: la sociedad contemporánea y sus temores, FCE, México, 2006. Beck, Ulrich, ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización, Paidós, Barcelona (España), 1998. –––, La sociedad del riesgo global, Siglo XXI, España, 2002. Boltanski, Luc, y Eve Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Akal, Madrid, 2002. García Canclini, Néstor (coord.), La antropología urbana en México, FCE/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/ Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2005. –––, Diferentes, desconectados, desiguales. Mapas de la interculturalidad, Gedisa, Barcelona (España), 2004. 137
Culturales
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Fecha de recepción: 13 de marzo de 2009 Fecha de aceptación: 24 de abril de 2009
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Algunos geosímbolos de Baja California. Identidad y memoria colectiva de la ruralidad Alberto Tapia Landeros Universidad Autónoma de Baja California Resumen. Este documento presenta una descripción de algunos lugares de Baja California que históricamente han sido nombrados por el ser humano nativo y colono en virtud de su utilidad como orientadores al viajar, porque poseen agua, han sido testigos de algún hecho relevante, son mencionados por motivos religiosos, reconocidos en cultos indígenas, destacados por razones políticas y cualquier otra causa para asignarles un significado simbólico. El conocimiento de estos sitios se ha obtenido a través de investigación documental y registros orales, en visitas de campo y mediante entrevistas con la población del lugar. También acudiendo a la antropología, historia, geografía y biología, entre otras disciplinas. La descripción de estos geosímbolos se analiza a la luz de las llamadas “razones” de Jöel Bonnemaison, de quien se tomó la definición, así como la idea de “nombrar es conocer, es crear” de Guillermo Bonfil. Se localizan los sitios mediante sus coordenadas en un mapa del estado de Baja California y se discute su ubicación. Palabras clave: 1. Baja California, 2. geosímbolos, 3. representación simbólica, 4. identidad, 5. memoria colectiva. Abstract. This document presents a description of some places of Baja California that have been historically named by native people and colonizers. These places have been used as a guide for travelers, known by their importance for containing water, remembered because a relevant event took place there, named after religious beliefs, recognized in indigenous ceremonies or a given political context and, in general, of importance because of any other event added it with a symbolic meaning. The knowledge of these sites was obtained through a research of documents written along half a century and also through methods of oral registry visiting rural places and talking with indigenous inhabitants and rural people. Anthropology, History, Geography and Biology frameworks of reference, among others disciplines, have been used in this research. The description of geosymbols is analyzed according with the so called “reasons” of Jöel Bonnemaison, from where the definition of “geosymbol” was taken; also, the idea “to name is to know, is create”, of Guillermo Bonfil is used here. Finally, the work shows all sites quoted in the document in a map of Baja California, located by coordinates. A discussion about its localization is also offered. Keywords: 1. Baja California, 2. geosymbol, 3. symbolic representation, 4. identity, 5. collective memory.
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VOL. V, NÚM. 10, JULIO-DICIEMBRE DE 2009 ISSN 1870-1191
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Culturales La identidad no es solamente “efecto” sino también “objeto” de representaciones. Y en cuanto tal requiere, por una parte, de nominaciones (toponimias, patronimias, onomástica) y, por otra, de símbolos, emblemas, blasones y otras formas de variedad simbólica. Gilberto Giménez Montiel
Introducción El propósito de este trabajo es compartir con los lectores la sabiduría de muchos hombres de campo con los que a lo largo de medio siglo he conversado. Muchos de ellos son sujetos formados en el medio rural: indígenas, vaqueros, gambusinos, guías de cazadores, cazadores, pescadores, botánicos, zoólogos, exploradores, antropólogos, hierberos,1 campesinos, leñadores, mineros y recientemente campistas, personajes que han destinado gran parte de su vida a explorar y convivir en el medio natural bajacaliforniano. Pero también en el presente escrito comparto mis propias vivencias en las sierras desérticas con vegetación xerofítica; así como arboladas de coníferas; entornos de la costa del Golfo de California y el Océano Pacífico; en desiertos, chaparrales y bosques. Lugares de los cuales estos informantes aprendimos su nombre, les dimos existencia al conocerlos, señalarlos, hacerlos propios y compartirlos. Lugares con significados, sitios que simbolizan algo en la subjetividad del sujeto rural y que éste está dispuesto a compartir. Todo esto a la luz del estudio de la antropología, la historia, la geografía y la biología, así como otras disciplinas que se suman al aprendizaje y conocimiento de los sujetos rurales. Los lugares aquí enlistados son algunas representaciones sociales de lugares naturales. Quizá habrá otras acompañadas de otros significados. Algunos de mis informantes ya murieron. Pero el conocimiento que tuvieron sobre el paisaje y lo que éste representa no debe desaparecer con ellos. 1
Así llaman los rurales a quienes practican la herbolaria.
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Algunos geosímbolos de Baja California
En casi cincuenta años ha sido mi costumbre compartir la fogata, el pan y la sal con lugareños; también he preguntado por rutina cómo se llama el lugar, ¿por qué?, ¿desde cuándo?, ¿qué tiene de bueno o malo? Cuando surge información nueva para mí, acudo a las disciplinas citadas para corroborar y completar los datos proporcionados por el informante. Parte de esta información es desconocida para muchos; por ello decidí plasmar en este escrito algo de lo aprendido y exponerlo, auxiliado por la cartografía del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), el documento Baja California Almanac y la tecnología del sistema de información geográfica Google Earth normal, de donde tomé las coordenadas de cada sitio para ubicarlo en el mapa del estado de Baja California. Las altitudes de los cerros fueron tomadas del Aeronautical Map of Baja California, documento oficial de navegación en los Estados Unidos, del que he conseguido una copia en el aeropuerto de Imperial, California. Convirtiendo los pies en metros, mediante una operación de multiplicación del número de pies de altitud registrada en este mapa especializado por 30.48 centímetros, obtuve los metros de elevación sobre el nivel del mar (msnm). La altitud de los cerros que por su baja altitud no aparecen en el Aeronautical se tomó de las curvas de nivel en metros del citado Baja California Almanac. Es importante señalar que se incluyen las elevaciones para que el lector tenga una idea de la importancia cultural concedida a la altitud. Mi experiencia de campo ha estado referenciada y cotejada con la de exploradores de la época misional, como Consag, Link y Arrillaga (Lazcano, 2000); así como con la de contemporáneos que han publicado sus vivencias en México, como es el caso de Fernando Jordán. También con la de autores estadunidenses, como Hogg (1930), Henderson (1948), Belden (1967), McMahan (1974), Merrick (1974), Clyde (1975) y Minch (1998). Algunas guías (Peterson,1987; Lindblad, 1987) para visitantes de la península bajacaliforniana me ayudaron a identificar los sitios y lugares enlistados. Todas 141
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estas referencias aparecen en la bibliografía que contiene el presente documento. En relación con la toponimia, he podido constatar las coincidencias entre aquellas del INEGI, el Baja California Almanac y las de mis informantes (salvo contadas excepciones), cuando al realizar la fotogrametría, durante la década de los años setenta, los recolectores de datos preguntaban a los lugareños los nombres de poblados rurales y sitios históricos. Por poner un ejemplo, puedo señalar el caso del Valle de la Trinidad (Moreno, 1861), que oficialmente es la Colonia Lázaro Cárdenas; el Valle de la Trinidad en realidad es una pequeña ranchería situada a cinco kilómetros hacia el oeste de Lázaro Cárdenas. El poblado de San Matías, que vi nacer desde su primera ramada, oficialmente es el Ejido Francisco R. Serrano. La Laguna Hanson, que originalmente fue bautizada por José Joaquín Arrillaga en 1794 como “La Laguna”, cambió a Laguna Juárez (aunque la razón del cambio fue política, no cultural). Pero además del uso material y objetivo que los actores sociales dan a los sitios y lugares, el sujeto rural les otorga otros significados. Algunos simbolizan conceptos, identidad, orgullo, capacidad, éxito, pertenencia, identificación. Esta gama subjetiva que los sitios y lugares representan para ellos es parte de su patrimonio cultural inmaterial. Fue recientemente que identifiqué estos sitios y lugares del medio ambiente natural como geosímbolos. Esto gracias a una conferencia impartida por don Gilberto Giménez Montiel en la que retoma el concepto de Jöel Bonnemaison: “Un lugar, un itinerario, una extensión o un accidente geográfico que por razones políticas, religiosas o culturales reviste a los ojos de ciertos pueblos o grupos sociales una dimensión simbólica que alimenta y conforta su identidad” (1981:256, en Giménez, 2005). En el caso de los geosímbolos que enunciaré, la mayoría de ellos significó la supervivencia en el desierto bajacaliforniano. Tuvieron, y en algunos casos aún tienen, un uso en la orientación al viajar, así como el de proporcionar el más vital de los elemen142
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tos naturales y escasos en la península bajacaliforniana: el agua. De esta manera, estos símbolos adquieren una dimensión simbólica al tener un uso “utilitario” para la cultura del desierto. Otra idea útil para el análisis y comprensión de la importancia del geosímbolo de Bonnemaison es el expresado por Guillermo Bonfil Batalla: Nombrar es conocer, es crear. Lo que tiene nombre tiene significado o, si se prefiere, lo que significa algo tiene necesariamente un nombre. En el caso de los toponímicos, su riqueza demuestra el conocimiento que se tiene de esta geografía: muchos son puntualmente descriptivos del sitio que nombran y otros se refieren a la abundancia de ciertos elementos naturales que caracterizan al lugar nombrado (Bonfil, 1990:37).
Bonfil Batalla no asigna un nombre específico a su idea, como lo hace Bonnemaison, por considerar que no solamente se refiere a “accidentes geográficos”, sino a sitios históricos, ocupaciones sociales del espacio natural. Pero además aporta nuevas “razones” a las de Bonnemaison: describen puntualmente el sitio y/o refieren la abundancia de ciertos elementos naturales. Ensayaré a describir los geosímbolos bajacalifornianos aquí enlistados observando en ellos las “razones” de Bonnemaison: a) política, b) religiosa y c) cultural. Tanto la aportación de Bonfil como las características utilitarias (orientación y supervivencia) propias de la cultura del desierto comentadas serán consideradas en este trabajo como pertenecientes a las “razones” culturales de Bonnemaison. A continuación presento la descripción y ubicación de algunos geosímbolos bajacalifornianos analizados a la luz de tales “razones”. Exposición Es indudable que el geosímbolo de mayor importancia en la esquina noroeste de México y suroeste estadunidense es el Río Co143
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lorado. Desde su descubrimiento y bautizo inicial como “Río de la Buena Ventura” y “Río del Tizón”, para quedar en “Colorado”. Este accidente geográfico fue utilizado como orientación y meta durante la exploración española. Desde finales del siglo diecinueve y hasta la fecha es sustento de una gran parte de la población de Baja California. Sus aguas se utilizan hasta en la costa del Pacífico. Estadísticas de 2005 indican que 25 millones de personas dependen de él en Estados Unidos y México (Proyect WET, 2005:xxi). Por tanto, simboliza la vida moderna del oeste estadunidense. Políticamente, el Río Colorado representa la frontera entre Estados Unidos y México y la confluencia de cuatro estados: California, Arizona, Sonora y Baja California. Es un lugar de encuentro y un lugar de disputa. En 1996 el Museo Universitario de la Universidad Autónoma de Baja California, en Mexicali, inauguró una exposición museográfica sobre el Río Colorado con el título de El Río: Agua de Vida. Un esfuerzo de divulgación que tuvo el índice más alto de visitas en esta institución. También estuvo durante el periodo más prolongado, con 18 meses, cuando el promedio por exposición era hasta entonces de tres meses. Su título trató de simbolizar la importancia de este cauce de agua dulce para la cultura del desierto. Otro significado simbólico lo encontramos en el mito fundacional cucapá llamado “El muchacho travieso”. Esta historia, que ha pervivido en forma oral, cuenta que este río nació cuando un muchacho travieso perforó el escroto de un monstruo acuoso, del cual brotó un chorro de agua azul formando el río (Ochoa, 1980:55). El Río Colorado es un geosímbolo que contiene “razones” políticas y culturales. No se proporcionan sus coordenadas, ni aparecen en el mapa, debido a su longitud y ubicuidad. 1. Cerro Cuchumá Un accidente geográfico en la frontera es el Cerro Cuchumá. Se ubica al noroeste de la ciudad de Tecate y colinda con Tecatito, 144
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California. Este cerro es compartido por los dos países: México y Estados Unidos, y representa el origen de los tecatenses, según una versión local que se expone en la cervecería. Entre otros ciudadanos, el Cuchumá simboliza la resistencia contra el movimiento filibustero de 1910-1911. La palabra Cuchumá viene de cu’ma’, vocablo de origen kumiai (Shipek, 1968:50). Para este grupo indígena este cerro simboliza lo sobrenatural, es un lugar para ejercer la brujería, sitio de práctica de sus curanderos. El cerro tiene más de 600 metros sobre el nivel del mar (en adelante, msnm). Está cubierto por plantas de la región fitogeográfica del “chaparral” (Delgadillo, 1998), con algunos encinos en su vertiente norte y sombreada, en California. Los encinos, a su vez, pertenecen al “bosque de coníferas” (en este caso, de piñonero y huata), aunque geográficamente se ubica en el chaparral de montaña (Delgadillo, 1998:124). Para los botánicos representa el ecotono2 de dos ecosistemas. Este geosímbolo reúne dos de las “razones” de ser: política, por ser frontera y símbolo del movimiento filibustero, y cultural, por ser origen de los tecatenses y lugar de culto de los kumiai. Además, tiene una “razón” científica por su simbolismo botánico. 2. Cerro El Centinela En la frontera con los Estados Unidos se encuentra otro geosímbolo fronterizo, el Cerro El Centinela, con una altitud de 600 msnm. Su extremo norte, un lomerío muy bajo, queda en el estado de California. Por el tramo mexicano cruza el acueducto a Tijuana. Para los exploradores españoles que desde Sonora buscaban el paso a California, El Centinela marcaba el rumbo. Es una señal importante en ambos lados de la frontera geopolítica. A partir de 1846, cuando esta frontera fue trazada, El Centinela también adquirió un significado de frontera, se convirtió en el lugar Ecotono: lugar donde confluyen, conviven dos ecosistemas, regiones naturales o fitogeográficas. 2
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donde comienza la patria; igual para los habitantes del otro lado de la frontera, que lo conocen con el nombre de Signal Mountain. Un corrido popular, “El Cachanilla”, de Antonio Valdés Herrera, al mencionar al Cerro El Centinela como “altivo y viejo guardián”, introdujo de lleno el geosímbolo en la cultura popular. El llamado Crooner de moda del siglo veinte, Armando Toledo (†), cantaba su versión de “El Cachanilla”. En una de las estrofas decía al referirse a El Centinela: “Desde donde Murrieta divisaba el plan”. Joaquín Murrieta es un personaje cuya leyenda ha contribuido a que esta montaña tenga un significado y simbolismo muy especial para los mexicalenses. Al estar ubicado El Centinela sobre la Vereda del Mesteño (Rojas, 1990:104), ruta alterna al Camino del Diablo, que comunicaba a Sonora con California, el legendario “bandido mexicano” (según los estadunidenses) vigilaba desde su altura si era perseguido para huir a tiempo. En el naciente Mexicali de principios del siglo veinte se creía que Joaquín Murrieta había enterrado su tesoro en El Centinela. En su autobiografía (Shipek, 1968), la indígena “diegueña” Delfina Cuero relata que ambos cerros, El Cuchumá y El Centinela, estaban conectados por los vuelos de sus curanderos. Tal vez acordándose de Murrieta, el relato de Delfina Cuero dice que en su interior El Centinela es de oro (Shipek, 1968:52). No obstante, los mexicalenses entendemos que su nombre obedece a que simboliza el “cuidador” de Mexicali (¿o de los tesoros?). Cuando la carretera Mexicali-Tijuana fue pavimentada, en 1953, los mexicalenses subíamos a ver el valle desde arriba. Los adultos nos decían: “Atrás de El Centinela está Mexicali. No puede verse porque el cerro la protege, la cuida”. Ahora, el crecimiento de Mexicali hacia el sur puede verse de noche iluminado desde la cuesta de La Rumorosa; particularmente, el bulevar Lázaro Cárdenas. Por cierto, El Centinela ya no puede cubrir la ciudad por las tardes con su sombra. Si seguimos a Bonnemaison, con excepción del significado de frontera, que es una “razón” política, el resto de su descripción tiene “razones” culturales. 146
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3. Peña Blanca y 4. Juntas de Nejí En el municipio de Tecate sobresale entre el chaparral una cumbre rocosa: Peña Blanca (1 200 msnm). Su alta elevación de granito rodeado de chaparral es notable desde muy lejos. Por ello fue y sigue siendo referente geográfico y de identidad para los kumiai. Con el ritual del baño de temascal en Peña Blanca, los indígenas ven el futuro; por ello lo saben un lugar sagrado. “Y pues aquí estoy yo, la india blanca cuidando la Peña Blanca. Arriba hay una serpiente gigante que sopla muy fuerte y no deja que nadie suba a lo alto”, versa el testimonio de la señora Josefina López, indígena kumiai (Garduño, en Rebolledo y Tomic, 2006:148). Doce kilómetros al este de Peña Blanca hay otra roca de gran significación para este grupo indígena. La historia oral cuenta que allí vivió una vieja, N’ji, que fue una centinela (otro) que se hizo piedra, por eso su pueblo se llama Ui N’ji, o la Piedra Nejí, como también se le llama al lugar. Debido a su vecindad con el histórico rancho Las Juntas, también recibe el nombre de Juntas de Nejí. Entre estos dos geosímbolos serranos hay algunos manantiales naturales en los cuales las brujas colocan piedras especiales. Quien bebe de ellos “escucha voces y ve cosas”, dice un testimonio de la señora Delfina Cuero (Shipek, 1968:49). Ambos geosímbolos se caracterizan por “razones” puramente culturales. Nota: En los meses de julio y agosto de 2009 participé en un proyecto de investigación de rescate de sitios sagrados kumiai. En una primera búsqueda por tierra nos fue imposible ubicar esta roca sagrada. En una segunda búsqueda por aire, en helicóptero, tampoco pudimos encontrarla, aun con GPS en mano, asociado al de la aeronave. Una tercera búsqueda por tierra, mediante guías kumiai, tampoco tuvo éxito. Aparentemente, la piedra sagrada de Nejí ya no está en su sitio histórico. 147
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5. Picachos Hacia el este de Nejí, a 32 kilómetros de distancia, destacan en el altiplano de la Sierra de Juárez dos cerros, uno en forma de mesa y otro con su parte más elevada rematada en una forma oscura y redondeada. Este último es el más alto de los dos, alcanza los 1 400 msnm, y debido al aspecto de su cumbre se le nombró Teta de la India. La meseta de menor altura fue llamada Cerro de las Plastas. Al conjunto se le conoce como Cerros de Picachos. Se encuentran en el lindero sur de una importante cuenca hidrológica que siempre tiene agua en el arroyo de Picachos, mismo que corre al oriente y desemboca en el Cañón de Llanos, que a su vez corre hacia el norte para desembocar en la hondonada de Salton Sea, en el estado de California. Para los viajeros del desierto que buscaban el paso hacia la costa pacífica, Picachos significaba, primero agua, después la vereda ancestral para vencer los 1 300 metros de diferencia entre el desierto de San Felipe y el altiplano de la Sierra de Juárez. Para los viajeros de la sierra, los que se trasladaban desde Tijuana o San Diego al valle llamado más tarde de Mexicali, los Cerros de Picachos significaban el fin del altiplano, del bosque piñonero, del agua; representaban el inicio del descenso hacia el desierto, el cambio de clima, entrar a otro mundo ambiental. Estos dos cerros pueden verse con claridad desde grandes distancias, como desde Tecate Divide, Boulevard y Jacumba, en California. Esta característica y el hecho de que su arroyo cruce la frontera geopolítica les confiere una representación de frontera. Otro geosímbolo de “razón” enteramente cultural. 6. El Tajo El cañón El Tajo significa muchas cosas a la vez. Culturalmente, es una ruta ancestral para subir y bajar la Sierra de Juárez, así como también presencia temprana de grupos humanos. Botáni148
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camente, es un cañón con más de 4 500 palmas (verdes y azules) en la vertiente oriente de la Sierra de Juárez (Henderson, 1953). La pared de granito blanco al fondo del cañón es visible desde la Sierra Cucapá y la Laguna Salada; por tanto, fue faro, guía, para los viajeros que transitaban hacia la costa pacífica desde el desierto. Sus manantiales permanentes y tinajas con agua significaron muchas veces la vida para sedientos y caminantes deshidratados. Debido a lo ancho de su vereda, también sirvió como camino de herradura. Recientemente, su pared granítica se ha popularizado con practicantes de rapel y escaladores. He visto a algunos que cuelgan hamacas en el vacío para dormir en ellas. A esta pared se le llama ahora El Trono Blanco y se anuncia como “el monolito más alto de México, con 1 970 pies” de caída libre (National Geographic Society, 2007:1, mapa). Campistas de ambos lados de la frontera geopolítica practican caminata y campismo durante todo el año en este cañón. Como otros sitios de belleza natural, El Tajo es para muchos la frontera, el lugar salvaje y lejano en el cual se reúnen con la naturaleza. Un geosímbolo con amplias “razones” culturales, considerada entre ellas la utilitaria. 7. Laguna Salada Entre la Sierra de Juárez y la Cucapá se encuentra la Laguna Salada, geosímbolo de gran importancia tanto en el pasado como en el presente. Su gran extensión no requiere de ubicación precisa. Debido a su aridez y alta temperatura extrema en el verano, este llano constituye hoy en día una “representación de la muerte” para el mexicalense urbano debido a fallecimientos por insolación, golpe de calor o deshidratación. Pero La Salada también representa un reto al explorador. Una tentación al empresariado mexicalense, que logró organizar en su extremo norte La Noche del Sol, con la presencia del tenor italiano Luciano Pavarotti (†), 149
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en la celebración del centenario de la ciudad de Mexicali, capital del estado de Baja California. Este preciso lugar, ubicado en los 32°34’ de latitud norte y los 115°45’ de longitud oeste, se ha convertido en un lugar de culto para la sociedad mexicalense. Lo mismo sirve de escenario para fotos de bodas, de graduación, que para paseos dominicales y “carnes asadas” (excepto en el verano). Es punto de reunión de viajeros que incursionan en la “mortal” Salada, así como pista para elevar cometas y carreras fuera de camino. En fin, este pedazo de aridez simboliza para muchos la representación del desierto bajacaliforniano. Pero la gran mayoría de “esos muchos” son viajeros de carretera entre Mexicali y Tijuana que jamás han pisado el suelo duro del llano salado. Entonces, para estos sujetos urbanos y adoradores del confort, La Salada es el desierto visto de lejos, intocable, conocido a través de un cristal refrigerado. Este geosímbolo norteño tiene uso cultural material e inmaterial a la vez. Razones culturales: todas, incluida la del festejo del centenario de Mexicali. 8. Volcán Cerro Prieto En el desierto de San Felipe, entre la zona agrícola del valle de Mexicali y la Sierra Cucapá, tenemos al Cerro Prieto, con 200 msnm, y la zona volcánica del mismo nombre. Esta zona tuvo un geosímbolo muy importante durante la exploración española: la Laguna de los Volcanes, que fue una referencia obligada para los viajeros del desierto y que ha quedado bajo las aguas residuales de la planta geotérmica de Cerro Prieto. Desde antes de cruzar el Río Colorado, los viajeros provenientes del este podían tener la seguridad de llegar a la Laguna de los Volcanes con sólo dirigir sus pasos y cabalgaduras hacia este Cerro Prieto, muy notorio en medio de la arena blanca del desierto. Recientemente, el Cerro Prieto, vestigio externo de la falla geológica del mismo nombre, ha sido señalado por los vulca150
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nólogos como quien ocasiona los temblores en Mexicali, como los registrados en febrero y marzo de 2008. En la cultura popular cachanilla, el Cerro Prieto empieza a tener la identidad de “el que hace temblar la tierra”, sobre todo entre los niños de la zona rural, que pueden verlo a diario desde cualquier punto del valle mexicalense. Para los indígenas cucapá, el Cerro Prieto simboliza la huella agonizante del monstruo acuoso del mito de “El muchacho travieso”. “El animal se revuelca. Luego regresa, pero ahí queda la huella de su agonía. Ahí está la piedra negra, el Cerro Prieto, ahí está la grasa hirviendo, ahí todos la pueden ver, el que quiera puede ir a verla” (Ochoa, 1980:56). El Cerro Prieto adquiere también una dimensión simbólica de carácter ambiental, al ser, entre todos los geosímbolos aquí enlistados, el cerro más bajo (200 msnm); más caliente, con 24.52°C3 de temperatura media anual (en adelante tma), y más seco, con 55 milímetros de precipitación pluvial anual (ppa). Puede compararse con el Picacho del Diablo. Como otros lugares, éste ha tenido y sigue teniendo una representación simbólica para los habitantes del valle de Mexicali en particular y para el resto en general. Otro geosímbolo cultural bajacaliforniano. 9. Laguna Juárez (Hanson) En medio del bosque de pinos de la Sierra de Juárez, tenemos a la Laguna de Juárez (Hanson). Su nombre original se debe al de un antiguo explorador extranjero que visitó el lugar e intentó establecer un rancho ganadero y una prospección de oro de placer. Esta laguna fue descubierta el 20 de septiembre de 1796, durante la tercera exploración del capitán de Loreto, José Joaquín Arrillaga, gobernador de las Californias. En esa ocasión, “La Temperatura y precipitación corresponden a la Estación Delta, la estación meteorológica más cercana. 3
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Laguna” –como la nombra el explorador– estaba seca. Pero en su diario de campaña anotó: “se conoce que coge mucha agua” (Lazcano, 2000:336). En efecto, en prolongadas épocas de lluvia o intensas nevadas la laguna se llena, para luego filtrar su líquido hacia Guadalupe y otros cañones que desembocan en la Laguna Salada y hacia el sur y el oeste. Para el explorador español “La Laguna” significó haber alcanzado los 32° de latitud norte. Los kumiai consideran este lugar como un campamento de fin de verano; ahí se congregaban a recolectar piñón y cazar liebres, conejos, ardillas y venado. Por otro lado, los ganaderos lo significan como el sustento de sus hatos, no obstante la prohibición del pastoreo en el Parque Nacional. Y para muchos bajacalifornianos la Laguna Juárez o Hanson significa la “frontera”, el territorio salvaje, aventura, exploración y el riesgo que alimenta el espíritu de muchos citadinos aficionados a realizar campamentos familiares y excursiones. La Semana Santa es marcada en su calendario como la fecha de comunión con otras familias naturalistas, que gustan de convivir en medio del bosque. En invierno el paisaje serrano nevado es común en este lugar. Como vimos, “La Laguna” está protegida por el Parque Nacional Constitución de 1857. La administración del parque ha construido cabañas y sanitarios, un sendero interpretativo, así como lugares para acampar. Es un lugar que simboliza el encuentro del urbano con el mundo natural. Sobre esta región: “Es la ruta de los placeres de oro, de los gambusinos, de los explotadores de bosques y de los cazadores o veraneantes de Mexicali” (Jordán, 1998:204). Es de los pocos geosímbolos con ”razones” políticas y culturales, incluida en éstas la histórica. 10. Pico de Guadalupe En la Sierra de Juárez hay otros geosímbolos más importantes en el pasado que los que existen hoy en día, sobre todo cuando 152
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los posicionadores geográficos (GPS) cumplen en parte la función utilitaria de geosímbolo para orientar al viajero. El Pico de Guadalupe está ubicado en el cañón del mismo nombre y es llamado así gracias a que en ciertas horas de la tarde puede verse la figura de la Virgen de Guadalupe (simbolismo religioso). Debido a su altitud (1 200 msnm, aproximadamente), este pico servía de orientación a los viajeros de la Laguna Salada para llegar al agua de sus manantiales; también indicaba el inicio de la vereda prehispánica utilizada para subir a la sierra de pinos. Para el viajero del desierto, en la parte posterior del Pico de Guadalupe se encuentra la única laguna de Sierra de Juárez: Hanson o Juárez. Promesa de agua. Guadalupe fue y es, pues, referente de varias cosas para distinta gente del pasado y del presente. El primer geosímbolo con una “razón” religiosa. El resto son “razones” culturales, incluida la utilitaria. 11. El Mayor En la Sierra Cucapá destaca en su extremo sur el geosímbolo Cerro El Mayor, con 962 msnm. Algunos mapas separan la Sierra Cucapá de la Sierra del Mayor. A cuatro kilómetros al sur de ésta hay otra cumbre de menor elevación nombrada en la cosmoantropogénesis cucapá como Cerro El Águila (Ochoa, 1980). Algunos mapas actuales aún distinguen a las dos cumbres con esos nombres (Baja California Almanac). Los indígenas adoptaron nombres jerárquicos de los blancos, como “El Capitán”, “El Gobernador”, y es posible que “El Mayor” haya sido asignado al cerro por el mismo motivo. Pero también podría deberse a su mayor altitud. Al pie del Cerro El Águila vivía el muchacho travieso del mito ya citado. Esta circunstancia le confiere una dimensión simbólica al cerro, transformándolo en geosímbolo. Este monumento natural de piedra fue “faro” para los navegantes que desde el mar buscaban la boca del Río Colorado. Desde el Alto Golfo de California y Sonora, El Mayor representaba el 153
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corazón de la gran nación cucapá. También significa el fin sur de la Sierra Cucapá y permite el paso hacia la Laguna Salada y la Sierra de Juárez. El Mayor es la mayor elevación en las sierras áridas norteñas. Al simbolizar actualmente lo que resta de aquella gran nación cucapá, El Mayor reviste una “razón” política e histórica. El resto de su descripción es “razón” cultural, incluida la utilitaria (la de ser faro). 12. Cerro El Vigía La Bahía de Todos Santos tiene dos puntas en sus extremos: en el norte, el Cerro El Vigía; en el sur, Punta Banda. El Vigía debe su nombre a su elevada posición (200 msnm, aproximadamente), desde donde se contempla la bahía entera cuando la neblina permite divisar Punta Banda. Su vecino, el Cerro Chapultepec, es ahora una colonia residencial con la misma vista. El Vigía significaba para los viajeros de principios del siglo veinte que se acercaban por mar que a su pie estaba el naciente pueblo de Ensenada; es decir, la “civilización”. Para los viajeros que llegaban por tierra desde el norte (Tijuana), que era la única forma de llegar desde el resto del país, doblar su punta significaba arribar al próspero puerto pesquero (después convertido en industrial y turístico). “Hemos llegado a la gloria” es una expresión de la señora Manuela González (Gómez y Mancilla, 1999:110) al doblar la punta de El Vigía provenientes de Tijuana. “Entramos por el área del monumento a Hidalgo, el mirador famoso de Hidalgo; era el famoso cerro ahí de El Vigía, antes que lo hicieran pedazos para hacer el muelle” (Gómez y Mancilla, 1999:110). Testimonio de la señora Aurora Martínez Martínez de su llegada a Ensenada el 9 de octubre de 1946. Conformado de roca metavolcánica (Minch, 1998:27), a mediados del siglo veinte (1951-1952) se tronó una carga de 30 toneladas de dinamita dentro de un túnel perforado ex profeso 154
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para derrumbar El Vigía, fragmentarlo y utilizar su piedra en la construcción del rompeolas de Ensenada (Gómez y Mancilla, 1999:136). Si bien la punta desapareció para dar vida a las obras portuarias, el resto de su colina que se prolonga hacia el norte sigue intacto. Botánicamente, representa una colonia de pitahaya agria (Machaerocereus gummosus), curiosamente postrada contra el cerro debido a la acción del viento oceánico. Para algunos ensenadenses, la desaparición de parte de El Vigía cambió el clima de la ciudad porteña; dicen que quedó desprotegida de los vientos fríos del noroeste provenientes del Océano Pacífico. Este geosímbolo reúne condiciones históricas y utilitarias, por tanto, “razones” culturales. 13. Punta Banda La punta sur de la Bahía de Todos Santos, sobre la costa del Océano Pacífico, es el complejo serrano al sur de Ensenada. En su conjunto es conocida como la Sierra de Punta Banda o Sierra de la Bufadora. Esta cordillera es visible desde mar adentro. Los navegantes que llegan desde el sur a la Ensenada de Todos Santos tuvieron y tienen actualmente, sobre todo quienes navegan sin tecnología, un faro indicador de la proximidad de Maneadero y Ensenada. En el siglo diecinueve significaba llegar a la pequeña colonia de Punta Banda, donde se abrió un balneario de aguas termales. “El sitio contiene un raro, salado y sulfuroso manantial caliente, un hotel, y un baño fue construido y abierto para negocio en 1888” (Golbaum, 1971:49). Este autor ignoraba que Punta Banda señala el inicio de la Falla de Agua Blanca, que corta la península diagonalmente y se detiene en San Matías, al borde del desierto de San Felipe (Minch, 1998:29). A ello se debe la descripción de “sulfuroso” y “caliente”. De este complejo sobresale por su mayor altitud, 22 kilómetros hacia el sureste de la Punta Banda propiamente dicha, el 155
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Cerro de la Soledad (1 373 msnm). Desde el norte se ve primero el Cerro de Las Ánimas (1 040 msnm). Por el norte, sur y el Océano Pacífico, este complejo serrano representaba la civilización; hoy, servicios y comercio. Para los botánicos de ahora significa un tesoro de plantas endémicas; para los geólogos, la punta oeste de la Falla de Agua Blanca; los arqueólogos lo ven como una fuente muy importante en sus monumentales “concheros”.4 Para el explorador mexicano Fernando Jordán significó “el lugar más altivo del litoral bajacaliforniano” (Jordán, 1997:63). El complejo está cubierto por vegetación de chaparral, así como de matorral costero vecino. Para la geología, Punta Banda significa el lugar donde fue descubierto el rudista Coralliochama orcutii, “primer fósil de Baja California descrito científicamente por White en 1885” (Téllez, en Velásquez, 2000:21). Geosímbolo de “razones” culturales totalmente, incluyendo la científica. 14. El Capirote En la vertiente oeste de la Laguna Salada, el extremo sur de la Sierra de las Tinajas remata en un cerro distintivo: El Capirote (330 msnm). Se trata de un cerro de dos colores, como un “becerro capirote”, designación española para la res con pelaje en dos tonalidades. El Capirote significó y significa para los viajeros de La Salada –de la que se encuentra fuera de su vaso– que al trastumbarlo (“cruzarlo”, en jerga vaquera) o rodearlo encontrarán una sierra alta de pinos, la Sierra de Juárez. Los viejos gambusinos y arreadores de ganado contaban, al calor de la fogata con leña de palo fierro, que en El Capirote había nacido el primer mestizo, versión corroborada por el antropólogo Jesús Ángel Ochoa Zazueta. No indagué si se referían al estado de Baja California o a toda la región. Sitio arqueológico donde humanos antiguos acumularon conchas de moluscos. 4
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Al ver el sol naciente iluminar la cumbre de El Capirote con su piedra en dos tonos, es posible imaginarse el significado y simbolismo de ésta. Desde la subjetividad, el hombre evoca una dualidad: el llano y la montaña, el día y la noche. Indio + colono = mestizo, el “sujeto nuevo” en el mundo indígena yumano. El Capirote, icono de la Laguna Salada, ¿y del mestizaje? Es uno de los geosímbolos bajacalifornianos con mayor significado cultural. También tiene la “razón” política del mestizaje. 15. Pozo Coyote No todos los geosímbolos son cerros. Al sur de El Mayor, en el plano del desierto de San Felipe, existe uno de los tres aguajes que fueron sustento vital para los primeros viajeros desde el sur. El más norteño es el Pozo Coyote, que se localiza hoy a tres kilómetros de la carretera a San Felipe (número 5). A principios del siglo veinte y para los colonos que desde San Felipe intentaban arribar a la naciente Mexicali, este pozo representaba la última oportunidad de obtener agua. De ahí, el brazo del Río Colorado –bautizado como Hardy a fines del siglo diecinueve– los salvaba de morir de sed. El Pozo Coyote fue también de gran importancia para la gente cucapá, pues fue lugar en donde acampaban por periodos (conversación personal con la señora Inocencia Sáiz, indígena cucapá). éste es un geosímbolo de “razones” puramente culturales, incluyendo la utilitaria. 16. Tres Pozos Hacia el sur, a 23 kilómetros se encuentra Tres Pozos, después conocido como Saldaña. Ésta era la segunda escala para los viajeros de San Felipe a Mexicali. Rodeado de pinos salados, Tres Pozos se veía desde grandes distancias. Quizá los propios viajeros 157
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sembraron estos árboles exóticos y tolerantes de salinidad. Eran señal en la distancia y descanso en su sombra. En la segunda mitad del siglo veinte, la compañía minera San Felipe instaló una planta de bombeo y un acueducto hasta su explotación de oro en la sierra Las Pintas. Actualmente se encuentra suspendida su operación, quizá debido al precio mundial del metal. Pero algunos ambientalistas han señalado que la sobreexplotación del acuífero de Tres Pozos impactará negativamente en el delicado equilibrio hídrico de este singular ecosistema. Geosímbolo de “razones” puramente culturales, incluida la utilitaria y económica de la minera. 17. Mesa del Venado Al sur de la Sierra de Juárez, cinco kilómetros al oeste de El Witiñam, se ubica la Mesa del Venado (1 500 msnm). Este conjunto de mesas (además de la del Roble al norte y la de Chucho Prieto al sureste) representa para todo cazador, vaquero o deportivo, la posibilidad de encontrar al ciervo Odocileus hemionus, o venado bura. Es una región agreste, elevada, muy fría en invierno, que congrega a estos rumiantes casi todo el año. Desde el sur, la silueta plana de la Mesa del Venado ha inspirado a muchos cazadores para subirla en busca de un astado, de preferencia macho. Frente a una fogata los vaqueros locales han avivado por casi todo un siglo el ánimo de citadinos que acuden cada año en busca del ciervo (Tapia, 2006:110). El conjunto de mesas ha sido transformado en una representación para medir la capacidad física del visitante. Cualquiera puede subir a la Mesa de Chucho Prieto, pocos a la Mesa del Venado, casi nadie a la del Roble. Esta clasificación está enraizada con firmeza en la subjetividad del vaquero-cazador, y se ha afianzado porque el actor social puede comprobar constantemente el grado de dificultad que encierra esta relación. Si bien el nombre es ambiental, el 158
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significado es por completo cultural. La Mesa del Venado puede considerarse un geosímbolo enteramente cultural. 18. Cerro El Witiñam Al sur de La Salada se erige una elevación de la Sierra de Juárez, visible desde muy lejos y en el desierto de San Felipe. Se trata de El Witiñam, o Cerro de la Noche (tiñam significa “noche” en kiliwa). Llamado así quizá porque en noches de luna su silueta se ve claramente y sirve de guía solamente a los viajeros del desierto. El “Witi”, como lo abrevian vaqueros, mineros y cazadores, es un geosímbolo heredado del pasado kiliwa y cucapá. Con sus 1 200 msnm, es el primer punto que se neva visto desde el desierto. Cuando El Witi amanece nevado, al humano del desierto y del delta bajo del Río Colorado le significaba el inicio del invierno. Recientemente, corredores de vehículos fuera de camino utilizan una ruta nueva para encumbrar esta montaña, Witiñam Se ignora el origen del vocablo. A manera de guía tenemos sonidos similares en varias lenguas indígenas (Ochoa, 1977): En kiliwa: tiñam = noche mat nñiam = lejos, tuku-ñam = oeste, nñiam = relámpago En pai-pai: nñam = día En cucapá: ui-iñam = muchas piedras, siñiem = noche (iñam es plural en cucapá) Es posible que al escuchar este vocablo los colonos lo hayan acuñado como lo escuchaban: Witiñam, pero también es posible que al ser un punto central entre los territorios kiliwa, pai-pai y cucapá, Witiñam signifique y represente “muchas cosas” a la vez para estos grupos nativos del norte peninsular.
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llamada por ellos “El Summit”, que en inglés significa “cumbre”. Otro significado cultural posmoderno. El Witi es un geosímbolo de “razones” totalmente culturales. 19. Sierra Las Pintas Sierra Las Pintas es un complejo de baja altitud (500 msnm) que colinda con la planicie costera del Alto Golfo de California. De color oscuro e invadida de arena que lleva el viento, muestra una apariencia “pinta”. Para los navegantes del Río Colorado, su avistamiento significaba gran cantidad de sal disponible a sus pies. Este lugar fue bautizado después como “Salina Ometepec”. Para los paseantes de Mexicali a San Felipe, Las Pintas representan la mitad del camino, y para los paleontólogos, el sitio del “primer hallazgo de rocas fosilíferas paleozoicas” en Baja California (Téllez, en Velásquez, 2000:19). Para los cazadores es el lugar que tiene un récord en producción de borrego cimarrón cazado por un deportista mexicano en 1979 (Buckner y Reneau, 2005:858). Para los indígenas cucapá es el cuerpo del perro pinto que acompañó y dio su vida por el “muchacho travieso” (Ochoa, 1980). Es un geosímbolo de “razón” cultural. 20. Cerro El Borrego Entre El Chinero y la Sierra de San Pedro Mártir aparece una gran elevación. Se trata del Cerro del Borrego. El Arrajal, su cúspide mayor, alcanza los 1 392 msnm. Desde la costa del Alto Golfo de California, el Cerro del Borrego representaba el fin del desierto sanfelipense y la transición a la gran sierra. Su nombre data desde tiempos de la exploración española y significaba, y significa, el hábitat del borrego cimarrón. En 50 años he visto su cumbre nevada solamente en una ocasión, en 1978, que registró un crudo invierno. Puede considerarse un geosímbolo de “razón” cultural. 160
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21. Pozo Salado Los viajeros que pasaban por El Chinero debían localizar el primer ojo de agua: ése es el Pozo Salado, mismo que la construcción de la carretera a Ojos Negros cambió de nombre a Laguna Amarga. Este manantial se ubica 12 kilómetros al suroeste de El Chinero. Si se le achica, es decir, se le saca un poco de agua, la que brota es dulce y consumible. Cuando los cucapá dejaron de usarlo y los ganaderos entendieron que el desierto sanfelipense no sirve para criar ganado, el agua del manantial subió hasta disolver la sal de la superficie y se “ensalitró”. De ahí su nombre, Salado o Amargo. No obstante, su agua puede salvar a cualquier humano moderno de morir de sed. Es un aguaje muy visitado; sin importar la hora que se le visite, siempre tiene bebedores. Salen huyendo palomas huilotas y ala blanca. Codornices de Gambel. Coyotes y hasta un gato montés he visto de día. Será interesante visitarlo de noche y conocer a sus abrevadores nocturnos. A pesar de lo “ensalitrado”, en su margen crece el tule, planta dulceacuícola. Es un geosímbolo de “razón” cultural. 22. Cerro El Chinero Para llegar de San Felipe al primer manantial en el desierto, primero había que llegar al geosímbolo Cerro El Chinero (224 msnm). Visible desde el mar, la playa y la Sierra de San Pedro Mártir, es el único cerro importante al este de la carretera número 5. El Chinero tomó su nombre del Desierto de los Chinos, una vasta extensión de tierra entre Mexicali y San Felipe, actualmente área natural protegida por la Reserva de la Biosfera del Alto Golfo y Delta del Río Colorado. Es una de las regiones más áridas de México, con menos de cuatro centímetros de precipitación pluvial anual. El nombre de Desierto de los Chinos le viene de una tragedia ocurrida en 1902, cuando un grupo de orientales guiados por un 161
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mexicano emprendieron la caminata de San Felipe hacia Mexicali y todos murieron por deshidratación, insolación o golpe de calor antes de llegar a su destino. El grupo de orientales pretendía llegar a Mexicali para trabajar en el naciente campo agrícola del Valle Imperial, en California (Hogg, 1930; Weber, 1977). Su guía, José Escobedo, jamás encontró los manantiales del desierto (pozos) aquí descritos. Este desierto es un geosímbolo de “razones” culturales, incluida la política e histórica de los migrantes chinos. 23. Picacho del Diablo Justamente al oeste de la Laguna Diablo está el geosímbolo del norte peninsular más famoso ambientalmente hablando: el Picacho del Diablo. La cumbre más elevada de San Pedro y toda la península, fue punto de referencia para los humanos y quizá para algunos animales migratorios. Durante la exploración española, el Picacho representaba alcanzar el paralelo de 31° de latitud norte. El pico granítico rosado alcanza los 3 096 msnm. Debido a ello, desde el inicio del siglo veinte exploradores estadunidenses lo han encumbrado. El primero que registra la historia fue Donald McLain en 1911 (Clyde, 1975:18). No obstante, los indígenas pudieron haberlo ascendido antes. Cada primavera y otoño, cientos de alpinistas, montañistas y campistas intentan escalar su cumbre. Si antes fue faro, hoy es meta, significado del éxito. Quienes logran encumbrarlo entran a una élite selecta de montañistas. “Hacer cumbre en El Diablo” significa triunfar como tal. Hacer realidad un sueño, alcanzar un objetivo. Pararse sobre el techo de la península bajacaliforniana y con tan sólo girar la cabeza 180° ver el Golfo de California en el este y el Océano Pacífico en el oeste es algo que solamente “los que hacen cumbre en El Diablo” pueden experimentar. Como la Laguna Hanson para los paseantes de Semana Santa, el Picacho del Diablo es para muchos bajacalifornianos la repre162
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sentación de lo más alejado de casa. El lugar de los riesgos en donde se puede demostrar superioridad. Y si el Cerro Prieto es el cerro geosímbolo más bajo, caliente y seco, el Picacho del Diablo significa lo contrario: de todos los cerros geosímbolos aquí enlistados, es el más alto (3 096 msnm), el más frío (6°C tma) y el más húmedo (750 mppa). Con una “razón” cultural, histórica y utilitaria, el Picacho del Diablo es asimismo un geosímbolo. 24. Laguna Diablo Al sur del Cerro del Borrego y al pie de San Pedro Mártir se encuentra otro lago pluvial arcaico: Laguna Diablo. Inviernos productores de mucha nieve, conjugados con algunas lluvias torrenciales, casi han llenado esta laguna. En el pasado, llegar a ella significó arribar al confín del oeste en esta longitud. Esto se debe a que la vertiente este de San Pedro es infranqueable a lomo de caballo. Aun a pie, escalar esta escarpa representa toda una odisea. En el siglo veinte la captación de agua por esta depresión permitió el nacimiento de espacios agrícolas como Valle Chico, Colonia Morelia y Colonia San Pedro Mártir. Este acuífero es el más importante del estado de Baja California. Hoy Laguna Diablo representa la frontera agrícola del desierto de San Felipe, y es a todas luces un geosímbolo de “razón” cultural. 25. Cerro El Canelo y 26. Cerro Los Heme Entre la Sierra de Santa Isabel y la costa del Mar de Cortés se encuentran dos picos sobresalientes en la geografía de colinas bajas de la vertiente del golfo: al norte, el picacho El Canelo (1 067 msnm), y en el sur, el Cerro Los Heme (692 msnm). Para orientarse en el desierto, junto con el Pico de Matomí (al norte del Desierto Central) y San Juan de Dios, estas cuatro 163
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referencias fueron de gran utilidad para los cazadores de borrego cimarrón del siglo veinte. También simbolizan un lugar de “trofeos de caza mayor”; es decir, borregos ancianos. Debido al aislamiento de esta región, algunos cimarrones llegaron a muy viejos, característica de gran valor para los cazadores deportivos, quienes cobraron algunos destacados ejemplares en esta área geográfica (Buckner y Reneau, 2005). Por “razones” culturales, son geosímbolos. 27. Cerro San Juan de Dios Entre El Rosario y sus dos misiones (la de arriba y la de abajo) en el oeste peninsular, sobre el paralelo de 30°, y la Sierra de Santa Isabel, en la costa del Mar de Cortés, hay un pico muy notorio que sirvió de referencia a los primeros exploradores europeos, quienes lo bautizaron como el Cerro de San Juan de Dios (1 260 msnm). Uno de los pocos toponímicos originales fue nombrado por el misionero explorador Wenceslao Linck, el 8 de marzo de 1766, durante la expedición que buscaba llegar al Río Colorado desde la misión frontera de San Francisco de Borja (Lazcano, 2000:206). Visible desde las estribaciones altas que rodean a San Fernando Velicatá, San Juan de Dios significó la proximidad de los bosques del norte. Desde esta latitud se divisan los arbolados de pino y encino de la escarpa austral de San Pedro Mártir. Para la gran familia pionera del desierto, los Espinosa, San Juan de Dios significó su casa y el sitio ideal para ganado mayor. Sus múltiples manantiales son vida para los antiguos californios, que todavía al inicio del siglo veinte (1908) vivían aquí “en cuevas y chozas hechas de varas y tule” (Barrón, 2002:30). De San Juan nace el arroyo del mismo nombre que se une al arroyo de los Mártires y ambos desembocan precisamente en El Rosario, Baja California. De la lista mostrada en este trabajo, éste es el segundo geosímbolo con “razón” religiosa; el resto es de “razón” cultural, incluidas la histórica y la utilitaria. 164
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28. Sierra El Mármol Al cruzar el Desierto Central en su parte norte, una sierra muy blanca al este marcaba una señal importante para viajeros y nativos. Se trata de la Sierra El Mármol (800 msnm). Para todo viajero que transitaba por el Camino Real, El Mármol significaba tener al Mar de Cortés (Golfo de California) al otro lado. De El Mármol nace el Arroyo de San Fernando, que dio origen a la única misión franciscana en el estado de Baja California: San Fernando Velicatá, fundada en 1769. De El Mármol se extrajeron grandes bloques y lajas de ónix para exportación, embarcadas en el puerto de Santa Catarina, en el Océano Pacífico. Geológicamente, El Mármol representa la presencia de fusulínidos, fósiles marinos del periodo Pérmico, de hace 245 millones de años (Téllez, en Velásquez, 2000:20). Éste es, indiscutiblemente, un geosímbolo de “razón” cultural, incluida la científica. 29. Mesa de San Carlos En la costa del Océano Pacífico son muy notorias y visibles a grandes distancias las mesas de San Carlos (600 msnm) y de Santa Catarina (400 msnm), que son divididas solamente por el arroyo El Canasto. A lo lejos parecieran ser una sola. La Mesa de San Carlos ha sido referencia obligada para los viajeros del desierto desde el siglo diecisiete, ya que su avistamiento significa tener al otro lado la Mar del Sur (Océano Pacífico). En el extremo sur de la Mesa de Santa Catarina se encuentra el puerto del mismo nombre, lugar en el que a finales del siglo diecinueve se embarcaban lajas de ónix extraídas de la Sierra El Mármol. El mapa aeronáutico del estado de Baja California trae impresa una advertencia en referencia a esta mesa. Anuncia que, a pesar de lucir plana y lisa, su superficie es en gran parte de ceniza volcánica y aun caminar ahí es difícil. Se advierte no aterrizar en ella, ni aun en emergencias (The Aeronautical, s/l, s/a). Así pues, San Carlos seduce y engaña 165
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a pilotos estadunidenses colocándolos en situación de riesgo. Es una mesa “encantadora” de pilotos. Pero no solamente seduce a pilotos; también a algunos cazadores de borrego cimarrón que buscaron en ella, durante el siglo veinte, un mítico borrego blanco (Sr. Jorge Belloc, conversación personal; Tapia, 1997:75). Es por todo ello un geosímbolo de “razón” cultural. 30. Cataviñá En medio del Desierto Central hay un arroyo y manantial de aguas perennes y palmeras nativas llamado Cataviñá. Este geosímbolo representaba una parada obligada para los viajeros del desierto. Pasto para sus bestias, agua y sombra para todos. Ancestral asentamiento humano que atestigua su colección de pinturas rupestres. Aun en nuestros días, Cataviñá es parada obligatoria para los transeúntes de la carretera número 1. El parador (hotel), la venta de gasolina y la comida típica peninsular, con el sabroso “pan de dátil”, significan la posibilidad de “descansar para seguir” para todo aventurero moderno. El paisaje cataviñense representa para muchos fotógrafos internacionales la representación del gran Desierto Central bajacaliforniano. Geosímbolo de “razón” cultural. 31. Cerro Tomás Al sur de la última misión jesuita de Santa María de los Ángeles, es notorio desde los cuatro puntos cardinales el Cerro Tomás (1 131 msnm). Para todo viajero significaba que al norte estaba Santa María y al este el manantial y rancho de Jaraguay. Para todo navegante del Mar de Cortés, el Cerro Tomás representaba ubicar el Puerto de San Luis Gonzaga, lugar de desembarque de provisiones para Santa María y posible visitación misional (Tapia, 1999). Sus múltiples tinajas de agua dulce fueron, y son, una bendición en esta aridez. Geosímbolo de “razón” cultural. 166
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32. Laguna Chapala Tres planicies en medio de colinas desérticas fueron durante el último periodo glacial “lagos pluviales”. La más conocida, por pasar sobre su lindero oeste la carretera transpeninsular o federal número 1, es Laguna Chapala. Sus vecinas hacia el oeste y noroeste, el Islote y Laguna La Guija, pertenecen a este sistema lagunar prehistórico, donde se congregó el hombre primitivo, a juzgar por los vestigios líticos encontrados aquí, que datan de hace nueve mil años (Bendímez, en Velásquez, 2000:53). Para los exploradores europeos fueron referencias precisas de haber rebasado los 29° de latitud norte. El misionero jesuita Wenceslao Linck cuenta en su diario de campaña el bautizo de este lugar: “A este paraje, por hacer memoria de su país, han querido llamar Chapala algunos soldados transportados aquí del reino de Nueva Galicia”5 (Lazcano, 2000:200). Para los viajeros modernos, Chapala representa la confluencia de la ruta del golfo y la carretera número 1. Es un geosímbolo de “razones” culturales, incluidas la histórica y la utilitaria. 33. Mesa Colorada de La Asamblea Destaca por su altitud desde los cuatro puntos cardinales la Mesa Colorada (1 555 msnm), que es la mayor elevación de la Sierra de la Asamblea. Esta enorme montaña fue y es hábitat del borrego cimarrón, animal de gran significación para los nativos de la región. En la década de los setenta se estrelló contra su cumbre un avión DC3 cargado de langosta proveniente de Punta Abreojos, Baja California Sur. Los envíos eran de nueve mil libras de langosta (Gómez y Magaña, 1999:75), por lo cual deben haber quedado restos del crustáceo que perdurarán por siglos en esta cumbre desértica bajacaliforniana. 5 Parte del actual estado de Jalisco perteneció a la Nueva Galicia. Por tanto, es muy posible que “Chapala” sea referencia a la popular y contaminada laguna jalisciense, vecindad de la ciudad de Guadalajara.
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A cierta hora del día es posible ver el reflejo de parte de su fuselaje desde la carretera número 1. Este evento alimenta el simbolismo de la montaña entre peninsulares y visitantes modernos. La Asamblea tiene en su Mesa Colorada vegetación de chaparral propia de las altas sierras norteñas, Juárez y San Pedro, lo cual simboliza botánicamente prueba del efecto de la última glaciación en este desierto. Desde siempre ha sido la señal en el Desierto Central peninsular de la existencia de agua en su vertiente norte: el manantial de Calamajué. Geosímbolo de “razones” culturales. 34. Yubai Al este del Camino Real se divisa una mesa que tiene un manantial: es Yubai, geosímbolo de nativos y forasteros a los que les aseguraba agua y pasto al viajar por el Desierto Central. Con una altitud de 900 msnm y un entorno casi plano de bajas colinas, Yubai es visible desde todos lados. Su nombre, de origen indígena, fue popularizado a partir de 1966, cuando el cazador estadunidense Arthur R. Dubbs cobró aquí un borrego cimarrón con un cuerno que midió más de un metro de largo. Esta hazaña deportiva fue difundida en la cinta The American Wilderness, producida por el propio Dubbs y exhibida en los Estados Unidos y Canadá (Tapia, 1997:103). A partir de entonces y hasta 1990, año en el que se pudo detener la cacería de cimarrón en Baja California, Yubai simbolizó para los cazadores nacionales y extranjeros un lugar de grandes borregos. Geosímbolo de “razón” cultural, incluida la deportiva. Conclusión Es evidente que en las descripciones de los geosímbolos enlistados y ubicados aquí predomina la “razón” cultural 168
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sobre la política y religiosa. También resulta evidente que lo “político” y “religioso” es totalmente cultural. El hecho de que la realidad descrita sea enteramente “ambiental” abona a considerar lo ambiental como “razón” de ser de los geosímbolos enlistados. Pero la tentación a proponer dos “razones”, la cultural y la ambiental, en vez de las tres de Bonnemaison, se trunca si acudimos al razonamiento y propuesta de otros pensadores sobre el tema. Cito a Claude Lévi-Strauss: “Sostenemos, pues, que todo lo universal en el hombre corresponde al orden de la naturaleza y se caracteriza por la espontaneidad, mientras que todo lo sujeto a la norma pertenece a la cultura y presenta los atributos de lo relativo y de lo particular” (en Giménez, 2005:238-239). Si bien asignar topónimos (“nombrar es conocer, es crear”, de Bonfil) a los accidentes geográficos corresponde a “lo universal y espontáneo en el hombre” (de Lévi-Strauss), su significación para los rurales y quienes acuden a lo rural corresponde a lo “relativo y particular” dentro de lo cultural de Lévi-Strauss. Desde la perspectiva cultural, lo ambiental deja de ser natural al constituirse una representación social de la misma. Por esta razón, concluimos que los geosímbolos aquí enlistados, al ser representaciones sociales con dimensión simbólica y significados que confortan identidades y conforman una memoria colectiva, son expresiones puramente culturales, incluidas las “razones” política y religiosa. Concluyo que al examinar cada uno de los sitios llamados geosímbolos emergen razones muy claras para nombrarlos. Por ejemplo, la económica de la Minera San Felipe, la histórica tan evidente, la utilitaria que resume la orientación al viajar y el tener agua, la científica representada por la geografía y la biología, principalmente, y por último, la deportiva, representada por los cazadores y alpinistas. Entonces, aparte de las razones política y religiosa, respetando la clasificación de Bonnemaison, su razón cultural se puede subdividir, como conclusión de este análisis, en: 169
Culturales
Cultural
Económica Histórica Utilitaria Científica Deportiva
En la introducción, antes de abordar el concepto geosímbolo, emergen mis propios conceptos para designar lo mismo. Me refería a ellos antes de escribir este texto como “sitios” o “lugares”. Para cerrar esta conclusión, conviene analizar estas ideas con las de un académico ambiental, Enrique Leff: “El lugar es el territorio donde la sustentablidad se enraíza en bases ecológicas e identidades culturales” (Leff, s/f). En palabras de este texto, el geosímbolo es un elemento natural con bases y relaciones “ecológicas” entre sus componentes, del cual se ha apropiado el sujeto rural mediante su cultura, adquiriendo una dimensión simbólica que refuerza su identidad. Un cerro es un cerro, con una función específica en el ecosistema independientemente del sujeto. Un cerro nombrado por el ser humano puede ser un geosímbolo si adquiere una dimensión simbólica. Al ubicar en el mapa los geosímbolos, lugares, sitios nombrados, y por ello reconocidos por los sujetos rurales, vemos su ausencia en el sur y en la costa del Océano Pacífico del estado de Baja California. No es una casualidad. El sur es precisamente la región menos poblada de México, con apenas un habitante por kilómetro cuadrado. Por tanto, hay menos sujetos rurales de los cuales conocer el significado de los lugares. Y sin ellos no se da “el nombrar es crear” de Bonfil ni la dimensión simbólica de Bonnemaison. En este mapa, la ausencia de geosímbolos en la costa pacífica quizá se deba a que la ruta misionera, principal fuente de descubrimientos, reconocimientos y bautizos de lugares peninsulares, evitó, por alguna razón, estar en el húmedo litoral oceánico. No se fundó ninguna misión en esta costa. La más cercana fue la 170
Algunos geosímbolos de Baja California
Agradezco a Dante Ojeda Wancho su colaboración para ubicar las coordenadas registradas en este mapa.
primera misión de la orden dominica, nuestra señora de El Rosario de Viñadaco (1774), aproximadamente a siete kilómetros del Océano Pacífico. La razón por la que muchos de los lugares descritos poseen agua pudiese significar que en el desierto fueron de mayor importancia en relación con otros en la costa marina 171
Culturales
Anexo. Ubicación de los geosímbolos.
1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18. 19. 20. 21. 22. 23. 24. 25. 26. 27. 28. 29. 30. 31. 32. 33. 34.
Cerro Cuchumá, 32°35’N, 116°42’O Cerro El Centinela, 32°37’N, 115°43’O Peña Blanca, 32°24’N, 116°26’O Juntas de Nejí, 32°24’N, 116°29’30”O Picachos, 32°27’30” N, 116°O El Tajo, 32°16’30”N, 115°55’O Laguna Salada, 32°10’N, 115°33’O Volcán Cerro Prieto, 32°25’N, 115°18’O Laguna Juárez, 32°04’N, 115°54’30”O Pico de Guadalupe, 32°08’N, 115°48’O El Mayor, 32°05’N, 115°19’O Cerro El Vigía, 31°51’N, 116°38’O Punta Banda, 31°36’N, 116°36’O El Capirote, 31°56’30”N, 115°30’O Pozo Coyote, 31°58’N, 115°15’O Tres Pozos, 31°47’N, 115°21’O Mesa del Venado, 31°28’N, 115°34’O Cerro El Witiñam, 31°28’N, 115°30’O Sierra Las Pintas, 31°38’N, 115°10’O Cerro del Borrego, 31°20’N, 115°16’O Pozo Salado, 31°23’N, 115°09’O Cerro El Chinero, 31°29’N, 115°04’O Picacho del Diablo, 30°59’50”N, 115°22’30”O Laguna Diablo, 31°10’N, 115°18’O Cerro El Canelo, 30°25’N, 114°49’O Cerro Los Heme, 30°21’N, 114°50’O Cerro San Juan de Dios, 30°09’N, 115°07’O Sierra El Mármol, 29°56’N, 114°45’O Mesa de San Carlos, entre los 29°39’N, 115°25’O Cataviñá, 29°44’N, 114°44’O Cerro Tomás, 29°37’N, 114°28’O Laguna Chapala, 29°22’N, 114°21’O Mesa Colorada de La Asamblea, 29°21’N, 114°05’O Yubai, 29°13’N, 113°54’O
A los geosímbolos Laguna Salada, Sierra Las Pintas, Laguna Diablo y Laguna Chapala, por cubrir gran superficie de terreno, se les asignó una ubicación aproximada a su centro geográfico.
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más húmeda de occidente. Destacan en ésta los geosímbolos ensenadenses. Sin duda, una bahía con estas características fue de gran importancia en los siglos de la navegación. Sus extremos elevados, sobre todo el del sur (Punta Banda), tuvieron que ser nombrados, creados, por los sujetos que se sirvieron de ellos y les otorgaron una dimensión simbólica. Por último, una reflexión compleja. Si cultura es todo lo creado por el ser humano, la ciencia ambiental positivista cuantitativa es una representación social del ambiente. Geografía y biología, creaciones culturales del ser humano, dan cuenta del cerro. Sin estas disciplinas no habría una representación social del “cerro”. Y al no haberla, no existe el cerro cultural; por tanto, no existe ningún cerro. Bibliografía Baja-Almanac, Baja California Almanac, Baja Almanac Publishers Inc., Las Vegas, s/a. Barrón Martín, E., Anita. La leyenda de El Rosario, Museo del Puerto, Ensenada, 2002. Belden, L. Burr, Baja California Overland, La Siesta Press, Glendale, 1967. Bonfil Batalla, Guillermo, México profundo. Una civilización negada, Grijalbo, México, 1990. Buckner Eldon L., y Jack Reneau, Records of North American Big Game, Boone and Crockett Club, Montana, 2005. Clyde, Norman, El Picacho del Diablo. The Conquest of Lower Californian’s Highest Peak, Dawson’s Book Shop, Los Ángeles, 1975. Delgadillo, José, Florística y ecología del norte de Baja California, Universidad Autónoma de Baja California, Mexicali, 1998. Giménez Montiel, Gilberto, Teoría y análisis de la cultura, vol. 1, Conaculta, México, 2005. 173
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Fecha de recepción: 19 de febrero de 2009 Fecha de aceptación: 15 de abril de 2009
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La germaneidad y el ocio en el mundo antiguo: entre la ideología y el placer Maximiliano Korstanje Universidad de Palermo, Argentina Resumen. El mundo germánico, o mejor dicho su cosmogonía, hace referencia al valor, la hazaña y la habilidad como valores fundamentales de sus tribus. Luego de las batallas de Varo en Teutenburg, los germanos constituyeron para Roma una gran ambigüedad. Por un lado, eran admirados por sus dotes y disposiciones para la batalla y, por el otro, eran considerados bárbaros lejanos a la civilización. El ocio (otium) y el estilo de vida latino eran la vara con la que se medía y se estereotipaba a los “otros”. Sin miedo a equivocarnos, podemos afirmar que la “germaneidad” ha sido una construcción puramente latina, y en consecuencia ha cautivado en la modernidad a diversas generaciones, desde los humanistas de los siglos dieciocho y diecinueve hasta los eugenésicos nacionalsocialistas del siglo veinte. El trabajo maneja dos fuentes bibliográficas clásicas con respecto a las costumbres y formas de ocio que practicaban las tribus germánicas de los siglos uno a.C. y uno d.C. Estas fuentes se basan en las observaciones realizadas por Cayo Julio César y Cornelio Tácito sobre las semejanzas y diferencias de esas tribus, así como en los prejuicios y miedos de la época en que escribieron. Palabras clave: 1. ocio antiguo, 2. Germania, 3. obras clásicas, 4. prácticas lúdicas. Abstract. The Germanic world or broadly speaking their cosmology makes reference to bravery, the feat and manual ability in the use of weapons as features that were characteristics to these tribes. Afterwards the tragic episodes of Varo and Teutenburg, Germans constituted for Rome a curiosity. For one hand, had been admired because of their attributes well-demonstrated in battle but for the other they were considered barbarians, savages, beyond the boundaries of any kind of civilization. The leisure (otium) in the Latin style of life had the instrument as to measure the others. Fearless, Germans had been a construction achieved in the hearth of Roman Empire and captivated to the modernity and other generations else such as humanism in XVIII Century, Eugenesic in XIX or National-Socialism in XX. Under such a context, the present paper is an intention to put in dialogue two classical works regarding the habits and customs as to how Germans practiced leisure thru I AD and BC centuries. In this point, almost all remarks had been based on observations done by Caius Julius Caesar and Cornelius Tacitus. Both authors by their prejudice, resemblances and difference say something about the epoch each one saw. Keywords: 1. ancient leisure, 2. Germany, 3. classic works, 4. playful practices.
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VOL. V, NÚM. 10, JULIO-DICIEMBRE DE 2009 ISSN 1870-1191
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Introducción Todos o casi todos los pueblos del planeta tienen sus propias prácticas en cuanto a las formas de entretenimiento. Para que éstas puedan darse en forma sostenida deben existir previamente dos elementos: tiempo libre y aburrimiento. Ambos, a su manera, conforman lo que los estudiosos han denominado ocio. El aburrimiento puede ser considerado como “una fuerza universal y persistente” que rodea al accionar humano desde antaño. Según Roberto Nisbett, aparentemente el hombre es el único con capacidad de aburrimiento. Compartimos apatías periódicas con toda forma de vida, pero la apatía y el aburrimiento son diferentes. La apatía es una inmovilidad depresiva que se apropia del organismo, ya sea ameba u hombre, cuando el entorno no puede ser adecuadamente asimilado... el aburrimiento se halla más alto que la apatía en la escala de aflicciones, y es probable que sólo un sistema nervioso tan desarrollado como el del hombre sea capaz de él (2003:11-13).
En mi trabajo “Ab Expectes Alteri quod Feceris” demostré que el proceso de asimilación cultural en la Roma (durante las dinastías Julia-Claudia) se llevó a cabo (en gran medida) gracias a la intervención política de estructuras orientadas a la práctica del ocio y el entretenimiento, tanto en su centro como en las provincias romanas. Al respecto, advierto: ...el comercio y el intercambio de bienes con Roma no sólo eran elementos que contribuían a la colonización económico-política sino que además influían en la asimilación cultural, como el caso de Bética y parte de Galia. A medida que los diferentes pueblos iban aceptando las vestimentas, costumbres y formas de ocio romanas iban dejando de lado sus propios estilos de vida. Este fenómeno puede observarse en regiones en las cuales se ubicaba una élite de ciudadanos romanos producto de la explotación minera. En los casos de Germania o Cantabria parece que los romanos no tenían mucho interés en interactuar con las tribus locales (2008a:28).
En este contexto histórico específico, ciertas preguntas no pudieron ser satisfactoriamente respondidas en la mencionada obra, 178
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tales como ¿cuáles eran las prácticas más comunes de las tribus germánicas para combatir el aburrimiento?, ¿qué papel jugaba su mitología en el tema? y ¿qué diferencias se observan entre los testimonios de César y Tácito con respecto a estos pueblos? En consecuencia, el presente trabajo tiene como objetivos: a) definir y distinguir lo que se entiende por tiempo libre y ocio; b) analizar qué formas dentro de la mitología nórdica hacen expresa mención a las prácticas lúdicas y ociosas, y su relación con la estructura político-social, y c) describir las prácticas de ocio más comunes entre las tribus germánicas según las observaciones de Julio César y Tácito. Como es ya sabido, César y Tácito han construido sus narraciones de formas diferentes y en contextos políticos e históricos diversos. Mientras el primero estuvo presente en parte del territorio germano cuando escribió sus testimonii, el segundo escribió sus trabajos mediante crónicas de terceros y nunca estuvo presente en la región. Consecuentemente, existen similitudes y diferencias en los elementos narrativos que ambos usaron para construir una imagen sobre Germania, y de ellas nos ocuparemos en la conclusión de este artículo. Metodológicamente, cabe mencionar que el lector observará una mayor concentración y exposición en los textos originales de Julio César que en los de Tácito. Desde el momento en que gran cantidad de la obra de Tácito no hace más que apoyar y repetir las observaciones ya hechas en los Comentarios de César, hemos elegido esta modalidad por claridad expositiva y para evitar confusiones en la lectura. Por otro lado, la calidad in situ de las observaciones hechas por el dictador romano durante sus excursiones militares y su claridad hacen obviamente inclinar la balanza en su favor. Definición de ocio y tiempo libre Luego de un análisis exhaustivo y erudito sobre los diferentes tratamientos que fue adquiriendo el estudio del ocio o el tiempo libre, 179
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Frederic Munné establece un modelo que permite diagramar el tiempo social total. Mediante nociones básicas como condicionamiento y autodeterminación, el autor sostiene que el tiempo social se divide en cuatro compartimentos interconectados: a) tiempo psicobiológico, ocupado por aquellas conductas inevitables en el mantenimiento de nuestra mente y cuerpo; b) tiempo socioeconómico, lapso dedicado a todas aquellas actividades obligatorias y plausibles de retribución financiera, como el trabajo; c) tiempo sociocultural, dedicado a las acciones que refuerzan el sistema emocional y ambiental en el que se desarrolla el sujeto, como visitar amigos o asistir a un casamiento, y por último, d) tiempo libre, término asignado para aquel espacio temporal en donde el sujeto lleva a cabo todo tipo de acciones no condicionadas externamente. A su vez, estos tipos puros van entremezclándose entre sí a medida que las sociedades adquieren más complejidad (Munné, 1999:73-75). Consecuentemente con su construcción teórica, Munné define (entonces) al tiempo libre como “el tiempo ocupado por aquellas actividades en las que domina el autocondicionamiento, es decir, en las que la libertad predomina sobre la necesidad” (1999:77). Pero dentro de estas clasificaciones, ¿donde ubicar al ocio? parece la pregunta que despierta mayor inquietud en esta clase de análisis. Para Joffre Dumazedier (1974), el ocio debe ser comprendido como una parte del tiempo disponible por el sujeto, pero no por decisión personal sino por una triple causalidad, que encuentra su expresión en la reducción de las jornadas de trabajo, la disminución de las obligaciones sociales y la relajación de los imperativos sociopolíticos. Así, las funciones del ocio alcanzan tres aspectos relacionados con el descanso, la diversión y el desarrollo de la personalidad. A la crítica fundada de Munné sobre la vaguedad de su definición, podemos agregar que Dumazedier sólo hace referencia a un tipo de ocio surgido de la sociedad moderno-industrial y olvida que éste es una institución presente en la mayoría de las civilizaciones antiguas (Korstanje, 2008b). 180
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El alemán Erich Weber (1963) introduce (desde un prisma fenomenológico) tres elementos centrales que coadyuvan en la conformación del ocio: la regeneración, la compensación y la ideación. La primera es necesaria tanto para la mente como para el espíritu y adquiere una tipología con arreglo al cansancio, ora sea parcial, ora sea total. La compensación radica en la superación de obstáculos y frustraciones propias del ego y sus limitaciones. Finalmente, la ideación es la posibilidad de intuir ideas con cierto sentido y orientación normativa, cuya máxima expresión es el ocio contemplativo. Sin embargo, las definiciones de lo que podría ser considerado otium (ocio) o nec-otium (negocio) en el mundo antiguo varían notablemente de las definiciones modernas de esos conceptos. En otro trabajo de mayor envergadura (2008c), hemos explicado que una de las características fundamentales del ocio antiguo, sobre todo el romano, además de ser un compartimento dedicado a la expresión del espíritu de los seres racionales portadores del logos (escritura) y a los placeres del cuerpo, era su estatus sagrado para los participantes. Desde la lucha de gladiadores ofrecidos a Marte hasta los certámenes de literatura en honor a Febo, pasando por las Fiestas Saturnalias (Saturno) o las Bacanales (Baco), ningún participante podía rehusarse a tomar parte en estos rituales. Si lo hacía, se tenía la creencia de que la divinidad a la que se ofrecía el evento tomaría represalias en los negocios del omiso para castigar su desplante. Por este motivo, ocio moderno y ocio antiguo difieren en su naturaleza: mientras el ocio moderno es voluntario, el antiguo era obligatorio. Ahora bien, a diferencia de los romanos, las tribus germánicas no involucraban a sus dioses principales en sus expresiones de ocio sino sólo a divinidades menores, como los gnomos o los silfos; en efecto, para los germanos el ocio era sólo una forma de distracción ajena al mundo sagrado. Sin embargo, sus costumbres en cuanto al esparcimiento tenían relación con las leyendas (orales) que se narraban sobre las proezas y hábitos de sus dioses. Luego de lo expuesto, estamos en condiciones de ensayar una definición que, si bien no trate exhaustivamente todos los 181
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elementos analíticos que se encuentran implícitos en el ocio, por lo menos permita una operalización y aplicación histórica. En este sentido, consideramos al ocio como toda actividad onírica y lúdica, no remunerada y practicada durante el tiempo libre, que satisfaga necesidades específicas de relajación, distensión y desaburrimiento, condicionada por y hacia mecanismos sociales, religiosos y políticos con fines predefinidos. En otras palabras, hacemos aquí una distinción clara entre el tiempo libre, que no sólo es inherente sino también interno a cada sujeto, y el ocio, cuya finalidad y acción se llevan a cabo por componentes sociales externos al sujeto. En cuanto a su naturaleza onírica, el ocio se comporta como una ensoñación de la realidad, pero a su vez es profiláctica en cuanto a que regula el equilibrio del sistema emocional y cognitivo. La moral y los placeres en la Roma del siglo uno a.C. En sus orígenes, cuando Roma era sólo una ciudad y luego una república, las costumbres de sus ciudadanos estaban vinculadas al respeto familiar, la virtud, el recato y la monogamia, en combinación con un apego al trabajo en la tierra y el cultivo. Sin embargo, a lo largo de los años y a medida en que Roma se transformaba en un imperio las costumbres y su “virtuosa moral” fueron cambiando.1 Así como los romanos colonizaban lejanas y extrañas tierras, incorporaban diversos objetos, mitos y leyendas en una especie de sincretismo religioso. Ésta fue la manera, no sólo como se fueron modificando sus costumbres, sino también como las relaciones sociales se fueron tornando cada vez más complejas. El apego a la tierra y al trabajo comenzó a ser mal visto por ciertos grupos, dando origen a lo que Thorstein Veblen (1974) denominó “una clase ociosa”. Esta clase privilegiada se caracUtilizamos la palabra “virtud” en el sentido estoico impuesto por Aristóteles. Véase Aristóteles de Estagira, 1997. 1
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terizaba por mantener cierto control de hecho y simbólico sobre las formas de producir, mientras que paulatinamente fueron jerarquizando su consumo acorde a ciertas pautas definidas específicamente. Los otros grupos que componían la sociedad romana comenzaron, a su vez, a imitar a esta clase de nobles y terratenientes. De esta forma, las ciudades romanas eran sinónimo de placeres, comodidad y ostentación. El trabajo en el campo era desdeñado por los aristócratas, quienes iban a disfrutarlo sólo en épocas de verano. Ir a cazar parecía ser la actividad de ocio más representativa de esa clase privilegiada. Cayo Suetonio nos recuerda la popularidad ganada por Julio César, quien siendo edil organizó juegos, cacerías y combate de gladiadores. Los organizadores de esta clase de espectáculos adquirían cierto respeto y prestigio dentro del pueblo romano. Este tipo de actos despertaban el apoyo popular y en ocasiones eran fomentados y mantenidos por razones políticas. Una análoga medida tomó César tras la muerte de su hija Julia organizando luchas y festines en su honor cuyo costo ascendía a la suma de cien mil sestercios. El genio político de este caudillo romano no tenía precedentes en la república.2 Las diferentes conquistas contribuyeron a la formación de un Estado inmenso, gobernable sólo por medio de la mercantilización del placer, la manipulación política del tiempo libre y la transformación del trabajo en ocio codificado. La rígida moral de los primeros padres de Roma se tornaba insuficiente para mantener pacificados a esos millares de ciudadanos y peregrinos que invadían las ciudades. Para ello, ha contribuido en gran parte la tergiversación de las doctrinas epicúreas. El mismo Epicuro sostuvo que el placer era necesario para mitigar el sufrimiento de cuerpo y espíritu. Sin embargo, pronto los dichos fueron 2 Con respecto a Julio César, Suetonio sostiene que, “siendo edil, no se limitó a adornar el Comitium, el Foro y las basílicas, sino que decoró asimismo el Capitolio e hizo construir pórticos para exposiciones temporales, en las que exhibió al público pórticos parte de los numerosos objetos que había reunido. Unas veces con su colega y otras separadamente, organizó juegos y cacerías de fieras, consiguiendo recabar para sí toda la popularidad por gastos hechos en común” (1985).
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introducidos en Roma de otra forma. ¿Cuándo se introduce precisamente la filosofía epicúrea en Roma? El profesor Jean Noel Robert señala como posible momento la segunda guerra púnica y la paulatina incorporación de la Venus del monte Eryx (lugar en donde se dio la exitosa ofensiva romana contra Cartago). Una forma que los romanos vieron de demostrar agradecimiento por su triunfo sobre los cartagineses era la veneración y el tributo a Venus. Asimismo, esta diosa, conformada en Sicilia por costumbres orientales que los antiguos romanos de la república consideraban escandalosas, trajo no pocos problemas al senado; Venus parecía tener dos caras, una orientada hacia la virtud, la otra al vicio. Vamos a ver a continuación que su adopción perseguía fines políticos específicos. Se entiende que para el siglo primero a.C. Roma acepta a la Venus Erycina, la cual simbolizaba el desenfreno, el amor, la pasión y la lujuria, atributos siempre reservados para los hombres, pero en oposición a una figura totalmente contraria a ésta: la Venus Verticordia, orientada a la virtud, la castidad, el amor como signo de la belleza y pureza que se pretendía de la mujer romana. Esta división de géneros ampliamente a favor de los hombres dio origen a la prostitución como forma reaccionaria en la cual las mujeres (subordinadas a los hombres) intentaban invertir su posición. Por otra parte, ello nos lleva a suponer que entonces hubo una era dentro de la historia latina en la que ocio y placer parecen no haber sido la misma cosa. Aunque por otro lado, si bien la mayoría de los romanos (de poca instrucción) confundiera placer con ocio, existía un grupo de individuos cuya visión sobre el placer adquiere caracteres sustancialmente negativos: los filósofos estoicos. Este grupo de pensadores se conforma como una escuela de resistencia moral hacia los avances del poder imperial, en ocasiones como asesores (el caso de Séneca con Nerón), y otros como perseguidos políticos. El punto es que francamente los filósofos griegos y romanos no van a ver en la exacerbación del placer algo positivo para el desarrollo del espíritu. 184
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En resumen, la nueva Roma contrastaba dos mundos totalmente antagónicos: una abrumante pobreza, como lo he documentado (2008), y una apabullante riqueza y ostentación. El ocio se conforma de esta manera como un mecanismo discursivo y político que combina todos estos contrastes y mantiene unida la estructura del Alto Imperio Romano. Sin lugar a dudas, para la época en que César pero sobre todo Tácito escriben sobre Germania esta preocupación se notaba a flor de piel; los germanos cumplían una función de espejo de las propias costumbres de los romanos. La antigua virtud romana debía retornar al Imperio y los ciudadanos debían abandonar los vicios o los excesos del placer hedonista. La mitología nórdica, la lingüística y el macht A diferencia de lo que comúnmente se cree, la germaneidad estaba construida en una visión estereotipada y funcional a los intereses del Imperio Romano, los cuales en ocasiones emparentaban diversas etnias de distinta composición. En efecto, las tribus nórdicas eran muchas y de muy variadas costumbres, como también el territorio que ellas ocupaban. Sin embargo, sus estructuras mitológicas tenían ciertas semejanzas que pueden resumirse en a) la lucha incesante entre dioses y demonios y b) el valor como forma de reconocimiento en la otra vida (Meunier, 2006). Cuando se creó el mundo, cuenta la mitología escandinava, los dioses se juntaron a jugar a los dados y cuando sus hijos renovados vuelvan a nacer volverán a hacerlo en el mismo “tablero dorado” que antes poseían (Huizinga, 1968:91). Esta metáfora revela que para estas tribus el juego (ocioso y competitivo) tenía una matriz fundadora de la propia cosmogonía basada en ciclos de producción económica con arreglo a formas de agricultura. Es decir, en la fundación-destrucción-fundación del mundo los germanos representaban no sólo el paso del tiempo sino también los ciclos de fecundidad reproductiva y de cosecha del suelo. 185
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Por tal motivo, no era extraño que los hombres en sus competencias lúdicas se vanagloriaran o se esforzaran por hacer gala de determinada fuerza o habilidad (como lo hacían sus dioses). Generalmente, los reyes germánicos utilizaban el hof no sólo para beber aguamiel sino para contar una y otra vez sus hazañas en los campos enemigos, tema que será abordado luego. Por otro lado, las tribus germánicas son originarias del norte de la península escandinava; lingüísticamente de origen indoeuropeo, se estima que se alojaron en la región del mar Báltico por el 500 a.C. Para la época romana, los germanos habían descendido hasta ocupar las márgenes del río Rin y porciones de la Galia. Lo cierto es que, lejos de toda uniformidad étnica, varias tribus componían aquello que los romanos llamaron “germanos”; desde alamanes en el norte y centro de la actual Alemania, pasando por anglos, godos, lombardos, francos, marcomanos, gépidos, harudes, cimbros, ubios, tencteros, usipios, teutones, jutos, frisios, ongobardos, cuados, semnones, burgundios, vándalos, ostrogodos y visigodos, hasta los temibles suevos y bátavos o los rebeldes sajones y hérulos, entre otros.3 Entre los nórdicos, algunos mal llamados “vikingos”,4 existía la costumbre de dejar inscritas en piedras (runas) el nombre y linaje de quienes caían en el fragor de la batalla o en una expedición. Aun cuando su sistema de escritura contara con sólo 16 letras, su lectura, por el estado en que han quedado conservados esas runas, se dificulta. Siguiendo al profesor S. Jansson, se ha llegado a demostrar que recién en la famosa “era vikinga medieval, siglos VII y IX d.C.”, los germanos adoptaron otro alfabeto con 24 letras (Jansson, 1997). A lo largo de su obra, Tácito menciona otras muchas dentro de las etnias suevas, como cotinos, naristos, boyos, gotones, rugios, casuarios, camavos, angrivarios, dulgubnios, brúcteros, vangiones, trebocos, németes, lemovios, entre otras. 4 Su nombre étnico original corresponde a los sajones, pero en la Edad Media surgió un grupo que azotó los monasterios y las abadías en busca de oro. Este grupo de saqueadores fue conocido como “vikingos”, en alusión a vik: norte, los hombres del norte. Sin embargo, erróneamente hoy se ha identificado a toda una civilización con este nombre. 3
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Por otro lado, a diferencia de los romanos, los germanos no han dejado un corpus escrito sobre sus hábitos y leyes. Al constituirse como sociedades ágrafas, su derecho era puramente consuetudinario, y se estima que las asambleas formadas por los guerreros eran los órganos de ejecución y control sobre el resto de la tribu. Particularmente, contra lo que sucedía en los grandes imperios, la esclavitud si bien existía no constituía per se una fuerza de trabajo, como sí lo era en Roma o Egipto. En realidad, no existía diferencia sustancial entre un hombre libre y un esclavo dentro de los clanes nórdicos, aunque, como ha documentado V. Moberg para los siglos diez y trece d.C., los germanos adoptarán la esclavitud como una forma económica, dando origen así a dos formas bien distintas: el nacido esclavo y el vencido en batalla (Moberg, 1989). Pero, básicamente en la antigüedad clásica y tardía, su estructura mitológica estaba fundada en “la venganza” como forma de relación. En pocas palabras, el germano creía que todo “enemigo” tenía el deber de vengarse por las afrentas recibidas, como así lo hacían ellos aun en épocas de paz; entonces, luego de una batalla por lo general la costumbre de tomar prisioneros o esclavos hubiera sido algo torpe de su parte (hecho que escandalizó a los primeros romanos que tuvieron contacto con ellos); pero no bastaba con sólo matar a los prisioneros. Por lo demás, los enemigos muertos en batalla también podían retornar al mundo de los vivos y vengarse de su victimario o ejecutor. Por ese motivo la mayoría de los prisioneros o botines de guerra eran ajusticiados, cuidando ciertas partes rituales para evitar ese retorno del mundo de “los muertos”; una de esas formas era la incineración o la decapitación (Meunier, 2006). En cuanto a la presencia de la venganza en la vida nórdica, existe una dedicación escandinava en memoria a Rodfos, asesinado cobardemente mientras se encontraba en una expedición por Walachia (Rumania), cuya inscripción dice: “Rodvisl y Rodalv, ellos han tenido esta piedra en memoria de sus tres hijos. Ésta está dedicada a la memoria de Rodfos. Los valaquianos lo traicionaron en una expedición. Los dioses 187
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ayuden al alma de Rodfos. Los dioses traicionen a quienes lo traicionaron a él”.5 Los germanos, sobre todo los anglosajones y jutos, tenían un apego especial con su espada. En ocasiones, cuando nacía un niño, el padre tomaba su espada y puesta frente a éste repetía: “Todo será tuyo, todo aquello que puedas ganar con tu espada”. En efecto, la espada no sólo representaba para estas tribus una forma de sustento; también constituía un tesoro familiar transmitido de generación en generación. Las relaciones familiares de lealtad y de pertenencia a su tribu se daban por la simbología de la espada.6 Por otro lado, y al igual que sus vecinos los galos y celtas, los nórdicos celebraban y respetaban la institución del hospicio, la cual consistía en establecer convenios entre pueblos para recibir recíprocamente a los viajeros pertenecientes a cada pueblo. En tiempos de guerra, el hospicio obligaba a los involucrados a ir a la guerra en forma conjunta. Esta institución no sólo era propia de los germanos sino también de otras etnias de origen indoeuropeo, como los celtíberos y los latinos. Los mismos hijos de Rómulo y Remo en sus orígenes celebraban hospicio, aunque a medida que se fueron formando como imperio dieron lugar a su contralor, el patronazgo (Blázquez, 1989:55; Chamorro, 2006; Ramos, 1942). Cabe comprender el sentido de la hospitalidad (hospitium) en el mundo antiguo como una forma obligada de dones y contradones cuyas funciones obedecían a una fase religiosa por la cual todo extranjero era considerado un enviado de los dioses, y como tal éste debía ser atendido en todo lo que hiciese más llevadero su paso. La hospitalidad era aplicada según el derecho que emanaba de los propios dioses y según su propia voluntad, 5 En escandinavo: “Ropuisl: auk : eopalf: pau: raisa: eftir: syni: sina: pria: pina: eftir: roptos: han: siku: blakumen: i : uftaru kup: hielbin: sial: ropfoar kup: suiki: pa: ar: han : sulu”. Según Jansson (1997), no queda claro si cuando se refieren a blakumen están haciendo mención a las tribus que habitaban en Valaquia, como gépidos, góticos, marcomanos o vándalos. 6 Quien mejor ha documentado y estudiado este tema de la antigua Inglaterra es Hilda Davidson Ellis (1962).
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siempre y cuando el viajero perteneciera a un clan extranjero y no tuviese deseos de afincarse en la aldea. Pero, por otro lado, el hospicio también tenía una faceta política, ya que dos pueblos concertados en hospitalidad no sólo garantizaban un mayor comercio y forma de no agresión, sino una futura alianza en caso de conflagración bélica.7 En resumen, el hombre tiene la necesidad de dar para recibir y luego volver a dar. De esta forma, suponía el erudito francés, se funda la reciprocidad entre los actores sociales y se mantiene unida la comunidad; la figura de la solidaridad dio así un instrumento de análisis para muchos antropólogos en épocas posteriores (Lévy-Strauss, 1990; Sahlins, 1972; Weiner, 1992). En el mundo griego, nos explica Gygax, la hospitalidad estaba fundada en la solidaridad de los dones. El hecho de recibir un bien o un favor, sin embargo, generaba un efecto ambiguo en el receptor. Por un lado, uno positivo por el cual quien recibía el regalo se sentía agradecido en solidaridad con aquel que iniciaba el círculo; sin embargo, por otro lado, las consecuencias se tornaban negativas por cuanto el receptor se veía en obligación o deuda con quien ofrecía el regalo. De esta forma, el receptor pronto se encontraba obligado a devolver el favor y cerrar la deuda. Esta explicación apunta a comprender cómo los dones estructuran la solidaridad entre las partes intervinientes y en dónde –en última instancia– se inscribe la hospitalidad (Gygax, 2007). Podemos con base en lo expuesto definir dos tipos de hospitalidad: una positiva, la cual creaba entre deudor y acreedor un lazo de cooperación, y otra negativa, cuya expresión se vinculaba a la venganza y la expiación. Si en la modernidad un viajero entra a un hotel y deja sus datos, en la antigüedad también los viajeros debían para recibir hospitalidad enunciar su nombre, linaje, procedencia o lugar y reino de residencia (Vernant, 2005). 7 Sobre este tema, véanse Blázquez, 1989; Bringman, s/f; Derrida, 2006; Dumezil, 1973; Chamorro, 2006; Grimal, 1992; Gygax, 2007; Mauss, 1979; Korstanje, 2008c.
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En este contexto, una erudita recopilación bibliográfica y de textos antiguos llevada a cabo por varios autores pero resumidos por J. Huizinga nos ayuda a comprender mejor el fenómeno de la hospitalidad entre los pueblos escandinavos. Esta tradición ofrece un tratamiento especial a la denigración y posterior hipótesis de conflicto en los banquetes reales. Según los relatos de Alboin, la tribu de los gépidos ha invitado con honores a los longobardos (antiguos rivales) a un banquete por Turisindo, rey de los gépidos. Cuando este último suspira por su hijo caído en combate en pugna con los longobardos, su otro hijo comienza a insultar a los huéspedes llamándolos “yeguas de patas blancas”. Uno de los comensales (de origen longobardo) se levanta y exclama: “Ve al campo de Asfeld, y allí te enterarás, sin duda alguna, de lo valientemente que cocean éstos que tú llamas yeguas, allí donde los huesos de tu hermano se hallan dispersos” (Huizinga, 1968:107, 110). Inmediatamente, el rey pone orden mediando escénicamente entre los dos contendientes. Esta misma costumbre se encuentra presente, según Huizinga, en la leyenda del siglo diez d.C. sobre el héroe dinamarqués Beowulf y en las fiestas conocidas como Yul y llevadas a cabo en los solsticios de invierno en las actuales Suecia y Noruega. A esta lucha guionada, a la cual Huizinga relaciona directamente con la capacidad y necesidad lúdica de estas tribus, se le llamaba mannjafnaor; esta institución, tan extendida entre los nórdicos, se basaba en ideas puramente religiosas por las cuales el principio de hospitalidad impedía entre los invitados y huéspedes un enfrentamiento directo. Por otro lado, en los antiguos lenguajes germánicos el insulto y el fanfarroneo tenían estructuras que subsisten hasta hoy día como gelp o gelpan (Huizinga, 1968:108). Si bien son pocas las fuentes a las cuales se pueden recurrir para establecer dentro de la mitología escandinava la relación entre los dioses y el ocio, ciertos poemas anónimos transmitidos en forma oral y recopilados por un monje islandés en el siglo doce (Saemund el Sabio) nos permiten reconstruir la cosmogonía nórdica en forma satisfactoria. Para ello, nos hemos servido de 190
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fuentes bibliográficas como la obra de Meunier, titulada precisamente Mitología nórdica. En uno de sus párrafos introductorios el autor señala: ...la religión de los germanos es sencilla y poética. Adoran las fuerzas de la naturaleza, concebida ésta como un campo de batalla en que se enfrentan los dioses: Wodan (Odín), el dios del comercio, los combates y las tempestades; Thor, la divinidad de los rudos campesinos; Nerto, la diosa de la fecundidad, y Freyja, la diosa del amor (Meunier, 2006:13).8
Sin embargo, a diferencia de la cosmogonía románica o la céltica, la germánica no poseía un pensamiento doctrinario articulado, ni jerarquías apoyadas por el culto a sus dioses como los celtas (Hubert, 1988). Entre los antiguos nórdicos existía la creencia en la fuerza de los seres vivos (macht), cuya invocación podía ser activada por ciertas operaciones humanas trayendo consigo beneficios o daños. El profesor Meunier nos sugiere que “así se explica la veneración de ciertas cosas de la naturaleza, como las montañas, las fuentes, los bosques, etc. En el transcurso del tiempo esa manifestación de fuerza fue personificada, y así surgió el enjambre de los seres demoníacos que pululan en los bosques y los campos” (2006:14). Asimismo, el macht tenía la particularidad de no acabarse con la vida, sino que acompañaba al héroe hasta el mundo de los muertos. Desde una perspectiva antropológica, esta forma de construir su mitología condicionaba las prácticas en el mundo profano, exacerbando los logros y los méritos (sobre todo en la guerra) como elementos constitutivos de prestigio y autoridad. En este sentido, también las cosas (aun cuando no todas) poseían macht, tales como el barco y la espada, lo cual explica por qué se acostumbraba ponerles nombre y el apego que los guerreros tenían por estos elementos. La enfermedad representaba para estos hombres del norte una disminución del poder o la fuerza y Cabe aclarar que también se conoce a Thor como Tor, Donner o Doner, por lo cual se usarán estos términos para referirse a la misma divinidad. 8
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conllevaba la invocación de las divinidades protectoras para que restauren al individuo. Los ríos y el fuego también eran para los nórdicos fuentes de divinidad y adoración, en parte debido a que se les atribuían virtudes purificadoras, profilácticas frente a las enfermedades, y hasta adivinatorias (Meunier, 2006:16-23). Desde una perspectiva lingüística, cuenta el historiador Johann Huizinga que los lenguajes germánicos manejan tres palabras distintas para denominar el juego; según su postura, ello revela en estas culturas un apego sustancial hacia las competencias lúdicas: Hasta el mismo grupo de idiomas germánicos se dispersa en la designación del juego, pues posee tres palabras diferentes. No es ningún azar que, precisamente, aquellos pueblos en los que el juego, en todas sus formas, estaba metido en la masa de su sangre cuenten con diversas designaciones de esa actividad (1968:51).
Las lenguas indosánscritas designan al juego con el término kridati, por el cual quieren significar el juego de niños, animales y adultos. Lo mismo puede decirse de las lenguas nórdicas, donde se hace referencia al “agitarse de las olas o el viento”. La terminación nrt cubre toda una gama de significados, como la dramatización y la escenificación en las estructuras indoiranias. Por eso no es extraño que con tal terminación se vincule al juego con la actuación en una misma palabra.9 El profesor Huizinga está convencido de que lo lúdico y lo festivo se encuentran ligados en la mayoría de las lenguas de la familia indoeuropea. Como ya lo había afirmado Lévi-Strauss en su Antropología estructural (1995), puede existir una relación causa-efecto entre las estructuras lingüísticas y las prácticas o sentidos sociales; Huizinga parece entender algo similar y propone una comparación analítica entre el eje agonal-lúdico. Lo agonal se refiere al dominio de lo festivo en el aspecto del 9 En inglés el término play designa tanto el juego como la actuación, mientras el mismo verbo adquiere en el alemán la forma Spielen, en el danés Spil y en neerlandés y sueco Spel.
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juego, una fusión de sentido para la representación escénica y el jugar, mientras que lo lúdico hace referencia (en los idiomas) a sentidos dispersos entre jugar y escenificar o festejar. Si bien el autor asiente que entre las lenguas romances y sus primas las nórdicas existe cierta similitud en cuanto a designar el juego como una forma en movimiento, el historiador afirma: ...el grupo idiomático germánico no posee, como indicamos, ninguna palabra común que designe el juego y el jugar. Por lo tanto podemos decir que, en el primitivo período germánico, el juego no había sido abarcado con un concepto general. Pero tan pronto como cada rama lingüística del grupo germánico señala una palabra para juego y jugar, estos términos se desenvuelven semánticamente por la misma vía (Huizinga, 1968:62).
El godo (gótico), de la familia óstica, designa al juego jah bilaikand ina, en donde laikan hace expresa referencia al verbo “saltar”;10 en el antiguo anglosajón un término similar hace su aparición: lacan, del viejo nórdico leika, leikr y lac o leka, en donde se expresaban diversas clases de danzas corporales. Una última raíz lingüística hace referencia en el anglosajón a spelian o plegan (del cual derivan Spil, Spielen y Spel), el cual hacía mención a “representar el papel de otro”. No obstante, mientras en algunos grupos se mantuvo el tronco de Spelian, en otros (como el inglés moderno) el término derivó en play (de plegan). Asimismo, plegan también adquiere una significación sacra en pflegen: “administrar justicia” o “agradecer”, “jurar”, etcétera. En este sentido, una tendencia desarrolla la raíz plegan hacia lo abstracto (pflegen, como forma de comunión o celebración) y play como forma concreta de juego (Huizinga, 1968:65-69). En el mundo germano-escandinavo lo onírico se encuentra enraizado en play como forma libre de juego, mientras lo obligado se encuentra en phlitan, de donde vienen los términos pflicht y 10 Estructura también presente en otros lenguajes, como el escandinavo, el anglosajón o el alemán arcaico. En el alto alemán Leich guarda un significado similar a Laikan.
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pledge como formas de obligación hacia o ir al combate infiriendo cierto peligro (también el franco pleige va en esa dirección). Si por último se analiza el término pflegen se obtiene una significación tanto de juego como de ceremonial. Como prueba, Huizinga considera que de esta raíz han surgido las palabras huweleec, huweleic (del actual holandés huwelijk), en tanto que feestelic (“fiesta”) y vechtelic (“combate” en frisón) derivan del arcaico vocablo fyuchtleek. Por analogía, el autor sostiene que existe una relación entre las palabras mencionadas y laik (lac o lacan). Acorde a lo expuesto, Huizinga remarca la idea de que juego y peligro, aventurado azar, proeza, todo anda muy cerca. Podíamos inclinarnos a concluir que la palabra pflegen, con todos sus derivados, tanto los que guardan relación con juego y los que guardan relación con deber, pertenecen a la esfera en que algo se halla en juego. Esto nos lleva de nuevo a la relación del juego con la porfía y con la lucha en general. En todos los idiomas germánicos, y no sólo en ellos, la palabra que designa el juego se emplea regularmente para las luchas en serio con armas (Huizinga, 1968:67).
Por otro lado y luego de lo expuesto, se puede mencionar que las festividades eran consideradas eventos en donde todo el pueblo se reunía para celebrar y realizar alguna ofrenda sagrada. Njord o Nerto, diosa de la tierra, y su par Fricco (Frey) se convirtieron en los protectores de la tierra y de sus cultivos. La fertilidad de los campos era comúnmente proclamada en conjunción con otras ceremonias, como el matrimonio. Un mal clima por decisión de los dioses, en la fría Germania, implicaba una mala cosecha y por ende una migración segura. Para las tribus del norte, el ocio y el viaje no tenían una estrecha relación. En ocasiones, una incursión por mar o río traía diversos peligros y obstáculos que las adivinaciones podían prever. Aun cuando, a diferencia de lo que ocurría entre los romanos, en el mundo nórdico no existían dioses viales que los protegieran durante el tránsito, los desplazamientos voluntarios hacia lo desconocido implicaban prestigio y estatus, ya que el viajero demostraba su valía e incrementaba su macht 194
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(“fuerza”). Para aquellos que mueren en el mar, existía la creencia de que continuaban viviendo en él. Así, algunos pueblos daban honores y sacrificios a la diosa Ran, cuyo poder y jurisdicción se hallaba en la profundidad de las aguas, a las que también le han asignado un nombre, Hel. Por otro lado, los nixes, o espíritus del agua, en ocasiones ayudaban a los hombres otorgándoles visiones proféticas (Dumézil, 1990). En este sentido, Meunier afirma: en todos los países germánicos se encuentra el espíritu de las aguas, llamado Nixe, que a veces tiene figura de hombre, otras de mujer, y casi siempre es feo, de verdes cabellos y dientes verdes; en el norte adopta la figura de toro o caballo. Son demonios del agua que atraen a los hombres a su dominio o los empujan a él por la fuerza, y son tanto más peligrosos cuanto más profunda y peligrosa es el agua en que viven (Meunier, 2006:28).
Sin embargo, asociado a otras figuras, como berserkir (“bravura”) o el hamr (“apariencia”), con el macht existe la posibilidad de una metamorfosis (serkr) por la que los hombres se transforman en ciertos animales, como lobos, osos, etcétera. Estas expresiones de ambigua interpretación estaban vinculadas a la posibilidad de demostrar el pasaje al mundo natural. Así, explica el profesor Dumézil, “al igual que tantos otros pueblos, al parecer los antiguos germanos no apreciaron dificultad alguna en atribuir a un mismo hombre diversas almas, y por otra parte, la horma exterior sería considerada como la característica más neta de la personalidad” (1990:172). De esta forma, el hamr, comprendido como representación, puede ser usado como vestido, una forma externa al cuerpo, un espíritu, una suerte, una envoltura fundamental o el alma que se manifiesta en los sueños (fylgia). El proceso de metamorfosis era simple: el cuerpo quedaba tendido en el suelo (generalmente ubicado bajo la protección de la selva o los árboles), en estado casi catatónico, en tanto se transformaba en un pájaro o un animal furioso; su fuerza simbolizaba, según el acholar, la naturaleza animal del hombre (1990:173-176). 195
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También como expresiones de ocio, era común el ofrecimiento de banquetes (alfablót) a los diferentes silfos (gnomos) que operaban en la tierra (landylfe), el agua (waeterlyfe) o el mar (seelyfe), o a los vaettir (espíritus de tierra, agua y mar). Estos seres podían ser benefactores o sumamente vengativos, para lo cual había que servir y ofrecer fiestas o celebraciones en su honor (para evitar su ira o Elfenschuss). Las tempestades y las tormentas tenían diferentes deidades, que iban desde Irpa y Zorgerdr, al norte de Noruega, hasta las trollen o brujas en la Germania meridional. Cuando un jefe de familia moría, en algunos pueblos era enterrado o cremado junto a deliciosos manjares o con sus armaduras de combate. En otros casos, la familia entera era enterrada o quemada con el difunto, ya que existía la creencia de que debían acompañarlo al otro mundo. Este espectáculo, que pudo haber exaltado a algún que otro viajero, era una práctica funeraria común en la Germania profunda. ¿Pero cuál era el tratamiento específico que este conjunto de poesías y narraciones orales (mitología) tenía con respecto al ocio? Las filgias y los desplazamientos como formas ociosas Aunque, el ocio germánico no tenía un lugar definido en su mitología,11 en la creencia de las filgias encontramos algunos indicios; sobre todo, en el vínculo entre reposo y movimiento. Esta figura era comprendida también como un segundo “yo”, debido a que los pueblos germánicos creían en la dualidad espiritual del hombre. Esta clase de alter ego o compañero podía salirse del propio cuerpo y entablar actividades físicas como el trabajo. Algunos hombres tenían la capacidad de separar su filgiur haciendo que ésta viajara a lugares remotos, adivinando el futuro o visitando remotos paisajes. Al respecto, Meunier afirma: cuando el dotado de esta facultad hace salir a la filgia de su cuerpo, éste queda como muerto, mientras la filgia viaja en forma de animal 11
Como sí lo tenía el otium latino en la mitología romana.
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La germaneidad y el ocio en el mundo antiguo y recorre lejanas regiones. Se cuenta que muchos hombres, y también Odín, poseían esta facultad. Mientras su cuerpo yacía dormido como muerto, el dios, en forma de ave o de mamífero, de pez o de serpiente, andaba vagando por el mundo (Meunier, 2006:47).
El hamrammr era la denominación que se le asignaba a quienes tenían la habilidad de manejar su filgia. Es posible, como señala el autor, que los sueños hayan sido una parte importante de la composición de las filgias; sin embargo, a nuestro entender en este mito puede observarse una mezcla de componentes lúdicos, oníricos y adivinatorios que se asemejan bastante al ocio (Meunier, 2006:48-50). Tanto así, que durante el sueño los germanos creían que la filgia podía ser (incluso) atormentada por algunos espíritus maléficos llamados Alp o Mahre; algo así como lo que hoy se podría entender como una pesadilla. Asimismo, cabe mencionar que si la filgia moría durante el reposo, también lo hacía el cuerpo. No es un dato menor que tras la ida del segundo espíritu el cuerpo se mantuviera inactivo; mucho menos que este fenómeno se llevara a cabo durante el sueño. Luego del trabajo diario, el cuerpo cansado es propenso a dormir, y en este estado de ocio primario (por llamarlo de alguna forma) se liberan proyecciones que se vinculan al futuro, a la inseguridad, a lo lúdico, y que se asemejan bastante a los desplazamientos por placer en la antigua Roma imperial. La curiosidad como forma de recreación juega con otras figuras alternativas, como el desplazamiento, la renovación por medio de la visita a otras tierras, más allá de lo que llamamos cotidianidad, para luego retornar a ella y continuar en el mundo de los vivos. En cierto sentido, como advierte Meunier, “la creencia en las filgias, según todas las probabilidades, tiene su raíz en los sueños. Cuando el cuerpo yace dormido, el que sueña mora en países lejanos, trata con muertos o con personas que viven lejos y ve cosas que luego suceden en la realidad” (2006:48). A diferencia de la mitología grecolatina, que en cierta forma propugnaba el dominio del hombre sobre la naturaleza por medio 197
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de la tecnología (Solá, 2004:18-30), hecho comúnmente registrado y conmemorado en los espectáculos públicos o ludi gladiatori (Veyne, 1985), en el caso de la mitología nórdica existe un claro respeto y temor por las fuerzas de la naturaleza. Muy lejos del pensamiento romano, para estas tribus el hombre se convierte en algo insignificante y diminuto frente al mundo natural. En consecuencia, si bien tanto en una como en otra civilización se observó la tendencia de los dioses a convertirse en humanos (aunque no sea más que en forma temporal), para los romanos ciertas personas tenían el derecho legítimo de proclamarse deidades vivientes y de esa forma unir el mundo sagrado con el profano, como lo fue el caso de Octavio Augusto; mientras que, por el contrario, los reyes germanos se mostraban muy temerosos de hacerlo en vida. Cuenta la leyenda que en las montañas habita el dios Odín junto a un séquito de muertos “guerreros” caídos en batalla. Si bien este sitio adquiere varios nombres, como Valhalla (sala de los caídos) o Helgafell, existe en la mayoría de los poemas coincidencia en señalar que en estas montañas Odín (también llamado Voden, Wodan u Odinn)12 y sus guerreros se permiten los mejores manjares, fantasías y placeres, como lo hacen los fastuosos reyes de la tierra. Esta creencia estuvo muy presente en las tribus del norte, sobre todo las vikingas, y en consecuencia fomenta la idea de que sólo aquellos que hayan demostrado valor en combate y hayan caído serán merecedores de entrar al reino de los muertos (Meunier, 2006:57). Al respecto, afirma Dumézil, en la morada fabulosa de Odinn, la Valholl, viven por siempre hombres que desde el principio del mundo han muerto en el campo de batalla. 12 La evolución de Wodan como el dios de los dioses fue paulatina, con un eje sur-norte. Meunier afirma: “su supremacía se extendió primeramente por Alemania, de aquí los anglosajones lo llevaron consigo a Gran Bretaña, de donde su culto pasó a Escandinavia, suplantó en Noruega al antiguo culto de Tor, se mezcló en Suecia con el culto a Freyr, y señaladamente en los palacios reales, como dios de la guerra y de la victoria, este dios extranjero escaló el puesto de rey de los dioses” (2006:61).
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La germaneidad y el ocio en el mundo antiguo Multitud inmensa y sin cesar creciente. Pero aún puede crecer más, que tiene asegurada la subsistencia; el jabalí Saehrimir, devorado cada día, renace todas las noches para estar de vuelta en el caldero Eldriminnir por manos del cocinero Andrimnir... pues sólo Odinn consume vino, lujo entre los lujos en la antigua Escandinavia. Y todo el tiempo que los elegidos no consagran a este festín prodigioso lo dedican a lo que fue su pasión en la tierra: todas las mañanas empuñan las armas y salen y combaten día tras día (1990:136).
El párrafo que antecede fue extraído por Dumézil de la Gylfagining, edda compilada por el monje islandés Snorri, de la cual se pueden deducir dos aspectos: el primero de ellos se relaciona con la proyección que implica el mundo de los muertos, a la vez que una segunda tendencia lleva a la continuación de ese mundo en la tierra. Este aspecto, que se observa en la mayoría de las estructuras mitológicas, nos sugiere que los germanos (por algún u otro motivo) tenían serios problemas para asegurar su subsistencia diaria por cuanto en su cielo ella se concebía asegurada; por otro lado, existe una tendencia a considerar “la industria de la guerra” como un aspecto fundamental no sólo de adaptación sino de promoción al mundo de Oddin/Wodan, donde todos los placeres (que el mundo real no provee) son satisfechos. En concordancia con lo expuesto, Meunier no se equivoca cuando señala con respecto al dios Wodan: “ya en la etimología de su nombre nos lo presenta como tal, pues Wodan significa jefe del Wuotes, es decir, del ejército furioso, que como hoy todavía en la creencia popular, ya en tiempo de Tácito se conocía con el nombre de exercitus feralis o ejército de los muertos” (2006:61). Lo expuesto hasta el momento nos autoriza a señalar que la guerra, el valor y el ocio como formas permitidas de placer, estatus y prestigio (en épocas de paz) parecen una creencia enraizada en el corazón de la mitología germánica. Si nuestra hipótesis es correcta, entonces las formas de ocio nórdicas obedecen a un criterio meritocrático demostrado por el valor, la hazaña y la valentía en el campo de batalla. Esto fue lo que observaron precisamente los primeros romanos que tuvieron contacto con 199
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ellos, como el caso de Julio Cayo César, de cuyo testimonio nos ocuparemos más adelante. En las aventuras de Thor o Tor (el Heracles germánico) en la recuperación del martillo y su viaje al reino de Utgardaloki existe clara mención tanto al placer por la comida y la bebida como a la demostración de agilidad o fuerza.13 Siempre con su martillo en mano y acompañado de Loki, Tor se encamina hacia el este. Por la noche toman hospedaje en la casa de un campesino, quien manda matar a sus dos chivos en ofrenda a Tor. Éste les recomienda a la pareja de labradores que no se coman los huesos. Pero Thialfi, uno de los hijos de la pareja, no escucha los mandatos del dios y se come la médula de uno de los animales. Tor enfurece, pero después de algunas súplicas decide no matar a la familia y llevarse consigo a los dos hijos (Thialfi y Roskva). Al otro día salen nuevamente camino a Utgar y encuentran en el camino a un ser llamado Skrymir que ronca estrepitosamente, quien se ofrece como compañero en la travesía. Pronto llegan a su destino, en donde encuentran sentado en su trono a Utgardaloki, quien los increpa preguntando cuáles son sus habilidades. Loki, quien se vanagloria de su apetito, es desafiado por Lohe para comprobar quién come más. La prueba se decide a favor del hombre de Utgardaloki. Thialfi es desafiado en una carrera de velocidad que se repite en tres ocasiones, pero también es derrotado. Finalmente, llega el turno del mismísimo Tor, quien increpa a todos los presentes a beber más que él y a su vez a luchar con Elli, pero la suerte de éste no fue muy diferente a la de sus compañeros. Al día siguiente Tor está dispuesto a regresar a su hogar, pero se encuentra frustrado por los conseCuenta la leyenda que Tor se despierta un día y ve que su martillo había desaparecido. Ha sido escondido por Thrym, pero sólo lo entregará si se le concede a Freyja por esposa. Los dioses se reúnen en asamblea y recomiendan a Tor vestirse de mujer con las ropas de Freyja. Si bien Tor se ofusca por el consejo, pronto se da cuenta de que no hay otra solución y se dirige hacia la casa de Thrym. Una vez allí, Tor-Freyja bebe y come hasta el hartazgo, pero cuando el pretendiente intenta quitarle el velo, éste lo hiere con su mirada y lo hace retroceder. Finalmente, Tor toma su martillo y le da muerte a Thrym (Meunier, 2006:81). 13
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cuentes fracasos. Pero Utgardaloki lo consuela contándole que él realmente era Skrymir y que todas las pruebas habían sido un espejismo. Enrojecido por la ira, Tor intenta matar a Utgardaloki (Skrymir), pero desaparece con su reino dejando a Skrymir y sus camaradas en pleno campo a la deriva (Meunier, 2006:89-90). El análisis estructural del mito que hemos narrado puede llevarse a cabo en tres etapas: a) una clara costumbre o curiosidad por indagar en las habilidades de los extranjeros; b) la habilidad física como una medida de comparación con los otros con arreglo a la alimentación, las competencias de fuerzas o la capacidad de beber, y c) el engaño de un desconocido que Tor imprudentemente toma como compañero de viaje. Si comparamos este mito con la pérdida y posterior recuperación del martillo de Tor, encontramos análogos elementos: el engaño en la figura de Tor vistiéndose de Freyja para recuperar el martillo, la imprudencia en dejarse robar el martillo mientras descansaba y la demostración de fuerza en el combate entre Thrym y Tor. Durante épocas de paz, una de las pasiones de los germanos era disfrutar de un banquete en el Hoff, en donde el anfitrión recitaba o narraba sus propias proezas o las de sus ancestros, justificaba su linaje étnico y su pertenencia territorial. De esta forma se transmitía generacionalmente aquello que siglos después –en la Edad Media– se conociera como las sagas o leyendas de Skálholt, Oddi, Haukadal, Hólar o Nidrstigningar. En este contexto, una de las sagas más conocidas es la de Egil, un verdadero puente, según el profesor Bernárdez, entre el mundo lírico y el histórico; si bien originalmente la saga fue escrita en 1230 d.C., es una de las más extensas y descriptivas de la cosmogonía escandinava que se haya escrito (Sturlunson, s/a). Por otro lado, la leyenda Bjórgólf da cuenta de la forma en que bebía en las fiestas germánicas: En Halogaland vivía un hombre llamado Bjórgólf, que vivía en Torgar; era barón, rico y poderoso, medio trol por su fuerza, su estatura y su complexión. Tenía un hijo llamado Brynjólf, que era igual a su
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Culturales padre. Bjórgólf era ya viejo y su mujer había muerto, y se lo había dado todo a su hijo, y le había buscado esposa. Brynjólf estaba casado con Helga, hija de Ketil Haeng, de Hrafnista. Su hijo se llamaba Bárd; creció pronto y se volvió alto y de rostro apuesto, se hizo hombre muy fuerte. Un otoño hubo una fiesta multitudinaria en la que Bjórgólf y su hijo eran los más nobles de los asistentes. Por la noche empezaron todos a beber en parejas, como era costumbre.14 Había en la fiesta un hombre llamado Hógni, que vivía en Leka; era hombre muy rico, de hermosísimo rostro, sabio, pero de baja cuna, y se había enriquecido por sus propios medios. Tenía una hija bellísima, llamada Hildiríd; le tocó sentarse junto a Bjórgólf, y aquella noche hablaron largo rato; a Bjórgólf le pareció muy bella la muchacha. Poco después terminó la fiesta (Bernárdez, en Sturlunson, s/a).
La competencia agonal era común entre las tribus escandinavas y godas, ya sea por competencia del intelecto, habilidad con las armas, ingesta de bebidas o en el recitar de una poesía o verso heroico. En ocasiones, para algunos pueblos era muy importante la figura del thulr, en cuyas funciones aparecía como mago, recitador, poeta o “sabio anciano” versado en la historia y la tradición. El verbo correspondiente para ese vocablo era thylja, que significaba recitar un tema religioso (Huizinga, 1968:179). Las intervenciones de estos personajes estaban reservadas a las fiestas sagradas o banquetes en donde reinara el principio de la hospitalidad y se levantaran los tabúes de la extranjería. Una “mala hospitalidad” era comprendida como un ardid por el cual el huésped era engañado y dañado. Si bien es cierto que se consideraba deshonroso herir a un huésped durante la hospitalidad, no son pocos los relatos que hablan de una lucha entre comensales motivada por asuntos no resueltos o exceso de bebida.15 En las fiestas era costumbre que durante un rato se bebiera en parejas con el mismo cuerno; podían ser parejas de hombres, o de hombre y mujer, y en ese rato se charlaba y a menudo se discutían importantes asuntos personales... (Bernárdez, en Sturlunson, s/a). 15 En Homo Ludens, Huizinga documenta muy bien este tema con respecto al componente agonal propio de las formas de ocio nórdicas, citando una reyerta sucedida en hospitalidad entre gépidos y longobardos, cuyos reyes se habían enfrentado en el campo de batalla. 14
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Sin embargo, ¿cuál es el motivo que subyace en la adopción de Wodan como primer dios en el olimpo nórdico? Si bien una respuesta directa a esta incógnita sería presuntuosa, consideramos que se vincula directamente a un cambio en la forma de producción. Existe evidencia de que en tiempos antiguos los galos superaban en valor a los germanos y que incluso los obligaron a replegarse hacia el norte. Escribe Julio Cayo César: hubo antes una época en que los galos superaban en valentía a los germanos, llevaban la guerra del otro lado del Rin y, a causa del exceso de población y la falta de tierras, fundaban colonias allí. En consecuencia, los volcos tectosages ocuparon y se instalaron en esos lugares más fértiles de Germania... pero ahora, mientras los germanos siguen en la misma escasez, pobreza y sufrimiento, y tienen el mismo uso alimentario y de cuidado corporal, a los galos, por su parte, la cercanía con las provincias y el conocimiento de productos transmarinos les proveen de muchas cosas para poseer y usar, y se han acostumbrado poco a poco a ser superados y vencidos en muchos combates; ni siquiera ellos mismos comparan su valentía con la de los germanos (2004:libro VI, ver. 24, p. 24).
Si bien la interpretación de César se encuentra sesgada por algunos prejuicios de la época, los cuales se esmeraban en demostrar que a mayor nivel de civilización –a causa del intercambio con potencias civilizadas– menor era la tendencia hacia la guerra, el combate y el saqueo (aunque los mismos legionarios romanos incurrían en ellos muy a menudo). A mayor apego hacia las armas y la guerra, menores eran las probabilidades de intercambio y civilización. Pero al margen de ello, los testimonios del dictador comprueban que ya para el siglo uno a.C. los germanos habían adoptado a la guerra como una de sus principales actividades industriales. Si esto lo relacionamos con los datos que provee el profesor Meunier, coincidimos en afirmar que la guerra comienza a ser considerada una industria potable en la región (Germania y Escandinavia), y los diferentes clanes comienzan a adoptar a un nuevo dios, cuyo poder y fuerza lo convierten en el jefe de 203
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los guerreros, y en consecuencia es como Wodan comienza a ser proclamado como el máximo dios entre los dioses. De esta forma, ciertas particularidades culturales de los pueblos del sur (en constante guerra con los galos) comienzan a ser exportadas y aceptadas por sus hermanos en el norte. Las prácticas ociosas de los germanos según César El territorio galo y parte de Germania se anexionan por la fuerza, luego de la campaña militar conducida por Caius Julius Caesar entre 58 y 51 a.C. Tras recibir los poderes proconsulares, César extendió la guerra a toda Galia con el objetivo final de incluir mayores extensiones territoriales en su favor y para Roma. Las ocho incursiones militares durarían siete años, hasta 51 a.C. Una de las ventajas que traen los testimonios de César es que en la misma persona se juntan polaridades de dos estratos sociales que dentro de Roma se miraban con cierta desconfianza: los aristócratas y los militares. En efecto, César es en parte noble patricio, por ser de la gens Julia, y un hábil (así lo han demostrado sus victorias militares) general. En este sentido, no parece muy errado suponer que los testimonios que el dictador ha suministrado sobre su estadía en Galia y Germania se constituyen como una obra (etnológica) más que útil y valiosa en el tema que se está estudiando (Gelormini, en Julio Cayo César, 2004:24). Según los hechos históricos, podríamos hacer la siguiente referencia para ubicar al lector antes de sumergirnos en el antiguo mundo y en los comentarios propios del dictador y conquistador de Galia: los celtas se ubicaban en Galia desde el siglo seis a.C. y se mezclaron con los antiguos habitantes de la zona. Las diferentes tribus que residían en Galia no tenían entre ellas conexiones políticas muy estrechas. En ocasiones, esto jugó a favor de César debido a que (además) para el siglo uno a.C. no había en los pueblos galos monarquías institucionalizadas sino que, por el contrario, diferentes aristocracias se disputaban y alternaban 204
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en el poder. Este contexto, indudablemente, facilitó las cosas a los legionarios romanos. Así y aprovechando las diferencias internas, César entra en guerra contra los helvecios invocando la relación con otra tribu, los eduos. La victoria sobre los helvecios provee a Roma de una entrada casi sin obstáculos a la Galia central.16 Una vez allí, diversas incursiones bélicas contra los belgas y los vénetos consolidan la hegemonía imperial en la región. En 55 a.C. César cruza el río Rin y llega por primera vez hasta Germania y Britania. Si bien existieron varias revueltas y rebeliones entre los galos, la de mayor impacto fue aquella acaecida en 52 a.C. en la cual una asamblea le dio poderes de conducción a un joven líder averno, Vercingétorix. Sin embargo, en septiembre de ese mismo año se impone sobre los galos una rendición incondicional y cuatro años más tarde se ejecuta al líder galo con motivo de las celebraciones triunfales en Galia (César, 2004:libro I, ver. 11, p. 27). El resto de la historia en Galia no es muy diferente de aquella que ya hemos señalado en otros trabajos sobre Hispania (Korstanje, 2008d). Los romanos se enriquecían con la repartición de tierras, y conducían un proceso de asimilación cultural constru16 Tras una masiva migración de Helvecia (por mala cosecha y presión germana), la táctica romana consistió en negarles el tránsito. Los helvecios entablan un pacto con los secuanos, quienes les permiten el paso. Enterado de ello, César emprende un viaje con cinco legiones, y en la travesía enfrentan a catúriges y ceutrones; empero, como dice César, “los helvecios ya habían pasado con sus pertenencias a través de los desfiladeros y el territorio de los secuanos y habían llegado al territorio de los eduos y devastaban sus campos: como no podían defenderse a sí mismos ni a sus bienes, los eduos envían embajadores a César para pedirle auxilio” (2004:libro I, ver. 11). Movido por este pedido de auxilio, César decide ir en ayuda de los eduos y enfrentar a los helvecios en el cantón de Tigurino. Ahora bien, aun cuando este hecho haya ocurrido, surgen algunas dudas en cuanto a la manipulación política que César pudiera hacer del evento. Si bien Roma ya tenía antecedentes de una invasión gala y en efecto temiera una nueva incursión, el punto es que esta diáspora céltica parece haberle dado al dictador romano la excusa perfecta para penetrar el corazón de Galia y luego de allí extender toda la conquista para crear una barricada con Germania. Dada la riqueza del suelo galo, es extraño o por lo menos difícil creer en las razones altruistas de César.
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yendo teatros, circos, templos y rutas que comunicaran todas las regiones de ocupación legionaria efectiva. En este sentido, las palabras de Nicolás Gelormini son más que elocuentes: ...con la campaña de Galia, César se hizo de un botín extraordinario, que alcanzó no sólo para enriquecer a sus soldados sino también para pagar las deudas contraídas durante su consulado y todavía mucho más. Para la Republica, la victoria significó un vasto territorio abierto a un rápido proceso de romanización, que comenzó con la construcción de ciudades, rutas, templos y teatros.
Los Testimonii de César comienzan de la siguiente manera: La Galia, tomada en su conjunto, está dividida en tres partes; una de ellas la habitan los belgas; otra los aquitanos, y la tercera, los que se llaman, en su propio idioma, celtas, y en el nuestro, galos. Todos ellos se diferencian entre sí por el idioma, las costumbres y las leyes. El río Garona separa a los galos de los aquitanos, y los ríos Marne y Sena los separan de los belgas. De todos ellos, los más fuertes son los belgas, porque son los que están más lejos del género de vida y el refinamiento de la provincia, y es raro que los mercaderes los visiten o que ellos importen bienes que tiendan a afeminar el ánimo, y porque están cerca de los germanos, que habitan detrás del Rín, y con quienes hacen la guerra sin cesar (2004:libro I, vers. 1).
En este párrafo queda plasmada la perspectiva de César sobre Galia y Germania, y de igual manera la relación que las prácticas romanas (delicadas y orientadas al ocio distinguido) tienen en épocas de paz. La forma de pensar del dictador sigue una dinámica que establece un vínculo causal entre “la importación de bienes romanos” con respecto al ocio y el apego a las armas. La ferocidad gala, asume César, es una consecuencia del alejamiento del mundo “civilizado”. Por ende, cuanto más cerca se esté de los pueblos germánicos mayor será el grado de “ferocidad”, y ésta no parece ser una idea menor, ya que va a acompañar al espíritu de Roma y de sus gobernantes por largo tiempo. 206
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Sin embargo, los problemas de César no culminaron con la conquista de los helvecios. Se llamó a una asamblea de los pueblos galos para jurar fidelidad a Roma; pero en esa reunión eduos y secuanos (de origen galo) manifestaron a César que una tribu germana, los harudes (de la zona del actual Hamburgo), habíanse establecido en las tierras secuanas. Ariovisto, rey de los harudes, había impuesto grandes tributos a los galos, y paulatinamente estos últimos eran desplazados de sus tierras tras la llegada de nuevos harudes provenientes del otro lado del Rin. En cuanto a las formas de trabajo propias de estas tribus, César observa: ...no tienen interés en la agricultura y la mayor parte de ellos se alimenta de leche, queso, carne. Y nadie tiene extensión determinada de tierra o campos propios, sino que los magistrados y jefes atribuyen cada año a los clanes y linajes... la extensión de terreno y ubicación que les parece, y al año siguiente los obligan a trasladarse a otro lugar. Aducen muchos motivos para esto: que no cambien adoptada la costumbre; el afán en la guerra por el trabajo en el campo; que no haya interés en adquirir grandes tierras y los más poderosos expulsen de sus posesiones a los más débiles... que no surja ningún deseo de dinero... La mayor gloria para las tribus es, después de haber devastado los territorios vecinos, tener a su alrededor la mayor cantidad de tierra desierta. Por eso consideran propio de su valentía que los vecinos, expulsados, abandonen sus campos, y que nadie ose establecerse cerca de ellos (2004:libro VI, vers. 21-23).
Sin embargo, ante los extraños son extremadamente hospitalarios, a tal grado que, como afirma Julio César en sus memorias, “no consideran lícito deshonrar al huésped; los que vienen a ellos, sea por la causa que fuera, son protegidos contra la agresión y considerados sagrados, y todos les abren sus casas y se comparte con ellos el alimento” (2004:libro VI, vers. 23). En los entierros, los germanos acostumbran quemar a sus muertos, cuidando de usar cierta leña para tal fin. Las propiedades del difunto, como caballos o armas, son quemadas junto con el 207
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cuerpo. Las mujeres lloran y los hombres tienen como costumbre acordarse del muerto y de sus actos en vida. César aporta otro testimonio sobre la vida cotidiana de estas tribus, y entre otras cosas nos cuenta que las relaciones sexuales como convenciones sociales sólo son permitidas y bien vistas luego de cierta edad, que va a partir de los veinte años. Una de las pasiones de estos pueblos en épocas de ocio es la práctica de la caza y la pesca, lo cual les otorga cierto prestigio militar. Dice el dictador: toda su vida consiste en la caza y en el afán por la cuestión militar. Desde niños se empeñan en el esfuerzo y la resistencia; los que han conservado por mayor tiempo la virginidad se llevan la alabanza más grande; consideran que con esto aumenta la estatura, aumentan las fuerzas y los músculos se vuelven más resistentes (2004:libro VI, vers. 21).
Aun cuando los testimonios de César con respecto a las costumbres de los germanos sea breve (apenas una mención de un par de páginas en su libro VI), el contenido y los datos suministrados por su presencia en el lugar confirman la hipótesis planteada anteriormente que habla de un ocio conformado por una dinámica meritocrática con arreglo al valor, el poder y la hazaña. No obstante, podría ser posible que los intereses (militares y estratégicos) de César le hayan sesgado su observación. En efecto, si recapitulamos, existen varios pasajes en sus Testimonii donde César exacerba la valentía y el coraje de sus legiones. ¿No habrá proyectado sus propios deseos en las costumbres de estos pueblos? Por otro lado, al encontrarse ya quebrado en una sociedad en donde se veneraban las glorias militares, ¿no habrá César exagerado para magnificar sus triunfos? Existe evidencia clara al respecto en el libro primero de los Testimonii en referencia a los rumores que atemorizaron a los legionarios romanos ante el avance de Ariovisto y sus temibles harudes. Según los comentarios de César, 208
La germaneidad y el ocio en el mundo antiguo mientras se demoraban días en Besanzón a causa de los víveres y el aprovisionamiento, a partir de preguntas de los nuestros y de comentarios de los galos y los mercaderes, que pregonaban que los germanos tenían unos cuerpos enormes, y una increíble valentía y pericia en las armas (decían que muchas veces, cuando se habían encontrado con ellos, no habían podido soportar siquiera sus rostros o la agudeza de sus miradas), de pronto se apoderó del ejército tanto temor que perturbó no poco las mentes y los ánimos de todos. Éste se originó primero en los tribunos, militares, los prefectos y los demás que, habiendo seguido a César desde Roma para conseguir su amistad, no tenían gran experiencia en la cuestión militar... no podían mentir con el rostro y a veces no podían contener las lágrimas; escondidos en las tiendas de campaña, se quejaban de su destino o se lamentaban, con sus amigos íntimos, del peligro común. En todo el campamento se firmaban testamentos en cantidad (2004:libro I, vers. 39).
De la misma fuente, cuenta el dictador que, bajo su mando y en un convincente discurso suyo, pronto la tropa recuperó su coraje y se predispuso a combatir al enemigo como Mario lo hizo con teutones y cimbros. Casi más de un siglo y medio después, ¿habría Tácito escrito lo mismo sobre estas tribus? Las prácticas ociosas de los germanos según Tácito Cayo Cornelio Tácito fue un historiador, cónsul, escritor y gobernador romano. Si bien de su nacimiento y muerte poco se sabe, se estima que nació en el 55 d.C. y murió por el 120. Su vida atravesó una larga lista de príncipes y emperadores que gobernaron Roma a su arbitrio y voluntad. Desde “el desterrado” Nerón (54-68), de la dinastía Claudia, pasando por Galba (69), Otón, (69), Vitelio (69), Vespasiano (69-79), Tito (79-81), Domiciano (81-96), Nerva (96-98), Trajano (98-117) y finalmente Adriano (117-138), de la dinastía Antonina. Lamentablemente, durante su vida biológica Tácito no llegó al reinado de Marco Aurelio y las onerosas “guerras marcómanas” que el emperador condujo. Más específicamente, sus observa209
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ciones sobre Germania (tituladas “De las costumbres, sitios y pueblos de la Germania”) fueron escritas entre 97 y 98 d.C., durante el final de Nerva y los comienzos de Trajano, con todo lo que ello implicaba. Asimismo, es indudable la influencia de los Comentarios sobre la guerra de la Galia de César (escritos más de un siglo antes), ya que su obra comienza de la misma manera y repite parte de la información revelada por el dictador romano. Si bien es cierto que Tácito nunca estuvo presente en Germania, existen entre él y César similitudes innegables en sus escritos con respecto a las costumbres de estas tribus. Por otro lado, para el marco cronológico en el cual escribió Tácito ya habían sucedido las masacres de Varo y Lolio (Teutenburg), en las que dos legiones completas fueron ejecutadas en una emboscada conducida por tribus germánicas, así como las incursiones romanas en épocas de Tiberio y Domiciano. En este sentido, cabe mencionar que para la época en que Tácito escribe sobre Germania existe en el pensamiento popular romano cierta admiración y temor hacia los nórdicos. Como fuente es posible que Tácito haya utilizado un libro de Plinio el Viejo, que le sirvió de marco para su propio tratado sobre Germania. El profesor Birley sugiere que Tácito resume las relaciones de Roma con los germanos desde las invasiones de los cimbros y teutones a finales del siglo II A.C. hasta el 98 D.C., describiéndolas con 210 años de (supuestos) éxitos romanos contra aquel pueblo, sobre el cual (en una expresión de descrédito de las guerras de Domiciano) se habían celebrado en aquel tiempo más triunfos que victorias ganadas (2004:62).
La oposición del biógrafo romano a las políticas de Domiciano era evidente, y, desde una perspectiva personal, utilizó su obra sobre los germanos para hacer expresión de ello. Al igual que César, según la impresión de Cornelio Tácito las costumbres germanas no sólo son extrañas sino “incivilizadas” debido a la escasa tendencia al comercio; y ésta parece ser la 210
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diferencia sustancial con respecto a los galos, belgas y aquitanos. Particularmente, los romanos consideraban al comercio como una forma de civilización que humanizaba a los pueblos bárbaros. Cuanto más cerca se estaba del intercambio comercial, o mejor dicho, cuanto más cerca se comerciaba con Roma, mayor era el grado de civilidad. Esta forma de dominación ideológica tenía su epicentro en la filosofía estoica y en el rol de la razón como elemento ordenador del cosmos. Obviamente, los germanos vestían pieles en lugar de togas, usaban cabellos largos, no soportaban ni ingerían el vino (cuyas consecuencias se relacionaban con el afeminamiento), no cabalgaban en caballos importados, mucho menos compraban a los mercaderes galos, sino que sólo vendían lo que obtenían como botín de guerra, y no existía entre ellos la tierra privada, debido a que todo el territorio era parte de la tribu y, por ende, era público. Tenían, además, la tendencia a despoblar grandes territorios circulares como símbolo de prestigio y poder con respecto a las tribus vecinas (Tácito, 1952). En cuanto a sus paisajes, Germania no parecía tener atractivos que visitar, según los comentarios del autor: “¿Quién, por otra parte, además del peligro de un mar espantoso y desconocido, abandonada Asia o África o Italia, se dirigiría, si no fuera su patria, a Germania, fea en sus tierras, áspera en el cielo, triste de habitar y de ver?”17 Asimismo, el uso colectivo con respecto al cultivo de los suelos en toda Germania y parte de la península escandinava implicaba una ausencia casi total de formas avanzadas de agricultura. Además de ser, precisamente, una zona dotada de pocas riquezas minerales, no existía entre los germanos una posición específica en cuanto al tratamiento de la tierra, ni mucho menos una industria de arrendatarios. La posesión territorial en el mundo germano era altamente rotativa entre las diferentes familias que componían el linaje o clan. Por ese motivo, no parece del todo 17 En latín: “quis porro, praeter periculum horridi et ignoti maris, Asia aut Africa aut Italia relicta Germaniam pteret, informen terris, asperam caelo, tristem cultu aspectuque nisi si patria sit” (Tácito, 2007:22, verso II, versículo 2).
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extraño que sus costumbres en cuanto al trabajo tuvieran una tendencia al colectivismo, en comparación con otras sociedades con una mayor fuerza de producción agrícola y de comercio, como las sociedades célticas o latinas. Esta limitación en cuanto a la fertilidad del suelo explica –aunque de forma parcial– esa tendencia a colonizar y migrar hacia nuevas tierras constantemente; el territorio en estas tribus no tenía un sentido económicoindustrial sino puramente simbólico: quien más tierras poseía, más poder y fuerza y/o valentía demostraba. Tácito continúa: “si bien la tierra presenta algunas diferencias de aspecto, en general es horrible a causa de los bosques salvajes, o fea por los pantanos, más húmeda hacia las Galias, más ventosa hacia el Nórico y la Panonia”.18 En efecto, incapaces de articular una forma de sustento duradero, los germanos comienzan a ver la guerra y la expropiación territorial como su industria más propicia. Según Johan Huizinga, el elemento del juego nórdico (como en la mayoría de los pueblos del globo) era la base tácita para que la sociedad o grupo tribal llegara a un convenio que garantizara su propia existencia por medio de los componentes agonal y lúdico. Así, el juego –simulación de una batalla en épocas de paz– daba origen a estructuras más complejas, como el derecho, los límites y la guerra. Al respecto, el autor holandés sostiene: por ejemplo, en los usos jurídicos de los antiguos germanos los límites de una aldea o las lindes de un terreno se determinan mediante una carrera arrojando el hacha. O se demuestra que alguien tiene derecho haciendo que con los ojos vendados toque un objeto o una persona, o haciéndole rodar un huevo. Todos estos casos corresponden al campo de la decisión jurídica mediante prueba de fuerza o juego de azar (Huizinga, 1968:126).
Su arquitectura tampoco tiene mucho de semejanza con la romana, ya que construyen sus casas de madera, por lo general 18 En latín: “Terra etsi aliquanto specie differt, in universum tamen aut silvias horrida aut paludibus foeda, humidior qua Galias, ventosior qua Noricum ac Pannoniam aspicit” (Tácito, 2007:28, verso V, versículo 1).
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bastante separadas unas de otras por algún bosque, terreno o manantial. La contigüidad entre viviendas no parece ser un atributo de la arquitectura nórdica. El autor asume como causa potencial la “incapacidad cultural de construir” por parte del germano o como una forma de evitar los incendios masivos. Recordemos que Roma había ya sufrido varios incendios, que se extendían rápidamente de casa en casa por su cercanía. Lamentablemente, son pocas las evidencias que se tienen sobre la forma y la arquitectura de las casas nórdicas y Tácito parece no haberles dedicado mucho espacio en sus textos (Tácito, 2007:51, verso XVI, versículos 1-4). Paradójicamente, en la paz “estos bravos pueblos” acostumbran llevar una vida serena y pacífica. Aquellos guerreros de mayor valentía se reservaban el derecho a derivar todas las tareas hogareñas en otros; asimismo, en todo momento tenían la obligación de cargar sus armas consigo: Mientras los germanos no hacen la guerra, cazan un poco y sobre todo viven en la ociosidad dedicados al sueño y a la comida. Los más fuertes y belicosos no hacen nada; delegan los trabajos domésticos y el cuidado de los penates y del agro a las mujeres; los ancianos y los más débiles de la familia languidecen en el ocio; admirable contradicción de la naturaleza, que hace que los mismos hombres hasta tal punto amen la inercia y aborrezcan la quietud (Tácito, 1952:cap. XV).
El príncipe, por lo general, es acompañado a todas partes por un séquito de guerreros, que se esmeran todo el tiempo por acercarse a él. Cuanto más cerca se esté del regente de la tribu, mayor es la valentía del guerrero y su prestigio. Asimismo, en la guerra, una vez muerto el monarca se da muerte a los infames sobrevivientes por no haber cumplido su misión de protegerlo. En sus matrimonios, al igual que entre los celtas, las dotes son ofrecidas por los hombres y no por las mujeres, y son aprobadas por los padres de la mujer. No tienen escrituras ni textos, mucho menos bibliotecas. 213
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En lo que a hospedaje respecta, Tácito parece complementar las observaciones de César; los germanos parecen ser una tribu sumamente amigable, según que: No hay nación más amiga de fiestas y convites, ni que con mayor gusto reciba [a] los huéspedes. Tiénese por cosa inhumana negar su casa a cualquier persona. Recíbelos cada uno con los manjares que mejor puede aparejar según su estado y hacienda. Y cuando no tiene más que darles, el mismo que acaba de ser huésped los lleva y acompaña a casa del vecino, donde, aunque no vengan convidados (que esto no hace al caso), los acogen con la misma humanidad, sin que se haga diferencia cuanto al hospedaje entre el conocido y el que no lo es. Es costumbre de ellos conceder cualquier cosa que pida el que se parte, y la misma facilidad tienen en pedirle lo que les parece. Huelgan de hacerse dádivas y presentes los unos a los otros; pero ni zahieren los que dan, ni se obligan con los que reciben. Tratan cortésmente a sus huéspedes en todo lo necesario para la vida (Tácito, 1952:cap. XXI).
Es posible, que estas observaciones nos lleven a suponer que también el hospitium era practicado por las tribus germánicas (sobre todo las del sur), lo cual a su vez refuerza la hipótesis de que esta institución es inherente a la matriz indoeuropea, indistintamente de sus modalidades y evoluciones posteriores. Según sus costumbres específicas, Tácito advierte: no tienen por afrenta gastar el día y la noche bebiendo. Son muy ordinarias las riñas y pendencias, como entre borrachos, que pocas veces se suelen acabar con palabras, y las más con heridas y muertes. Y también tratan en los banquetes de reconciliarse los enemigos; de hacer casamientos y elegir príncipes, y, en fin, muchas veces de las cosas de la paz y de la guerra... (Tácito, 1952:cap. XXII). [...] hacen una bebida de cebada y trigo, que quiere parecerse en algo al vino. Sus comidas son simples: manzanas salvajes, venado fresco y leche cuajada (Tácito, 1952:cap. XXIII).
Curiosamente, el autor se detiene en su narración en la tribu de los tencteros para elogiar, no sólo la forma en que montan sus 214
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caballos en la guerra, sino los espectáculos que arman para los extranjeros, niños y ancianos. Este pueblo se asentó originalmente a orillas del río Rin, en el límite con Galia, y mantienen toda una tradición (transmitida de padres a hijos) ecuestre que supera incluso a las de las sociedades más avanzadas de su tiempo. Los caballos para los tencteros se heredan, como los romanos heredan los esclavos, y pasan a formar parte del patrimonio de los guerreros (Tácito, 2007:81, verso XXXII, versículos 1-4). Los pactos políticos muchas veces están estrechamente vinculados al estatus y al prestigio, y en forma análoga a lo que acostumbran los celtas, los nórdicos también intercambian regalos entre sus propias etnias como símbolo de paz y buena voluntad. Es costumbre que espontánea e individualmente las tribus ofrezcan a sus jefes ganado y cereales, lo cual, recibido por éstos como un homenaje, también satisface sus necesidades. Pero ante todo les halagan los presentes que les son enviados de pueblos vecinos, no sólo por particulares, sino también oficialmente, tales como caballos escogidos, ricas armas, faleras y collares (...) (Tácito, 1952:cap. XV).
A diferencia de los escritos de César, Tácito intenta un ensayo moral resaltando una y otra vez la decadencia y los vicios de la propia Roma. Como acertadamente señala Gelormini en su prólogo, Tácito parece querer advertir sobre el peligro siempre permanente de los germanos, y algunos han interpretado en este sentido la totalidad de la obra como un opúsculo político dirigido principalmente al nuevo emperador Trajano. También se le ha encontrado una intención moral. Al plantear recurrentemente el contraste entre el modo de vida del buen salvaje germano y la decadencia de la ciudad imperial, Tácito querría realizar una crítica de las costumbres romanas (Gelormini, 2007:13-14).
Otros autores sugieren que en realidad Tácito está obsesionado con el retorno de Roma a la vieja moral, cuyos valores hacían hincapié en el trabajo, la humildad y el amor por la tierra; va215
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lores que luego de la introducción de la filosofía epicúrea en la moral latina comenzaron a desaparecer. Varios siglos más tarde lo escrito por Tácito va a ser tomado y exacerbado por Fichte y el humanismo alemán, que derivará en la confección mítica del infame Tercer Reich y su discurso racialista sobre la supuesta superioridad genética y moral de los “pueblos arios” (Robert, 1992:15-17; Gelormini, 2007:12-15). Conclusiones El mundo germánico, o mejor dicho su cosmogonía, hace referencia al valor, la hazaña y la habilidad como valores fundamentales de estas tribus. Luego de las batallas de Varo en Teutenburg, los germanos constituyeron para Roma una gran ambigüedad. El Rin fue tanto para unos como para otros un limes no sólo geográfico sino también psicológico. Por un lado, los nórdicos eran admirados por sus dotes y disposiciones para la batalla, mientras que por el otro eran considerados bárbaros, lejanos a la civilización y a sus costumbres. El ocio (otium) y el estilo de vida latino eran la vara con la que se medía y se estereotipaba a los “otros”. Sin miedo a equivocarnos, podemos afirmar que la germaneidad ha sido una construcción puramente latina y, en consecuencia, ha cautivado en la modernidad a diversas generaciones, desde los humanistas de los siglos dieciocho y diecinueve hasta los eugenésicos nacionalsocialistas del siglo veinte. Aun cuando César y Tácito no hayan sido contemporáneos, ambos concordaron en señalar a las tribus nórdicas con arreglo al coraje, la valentía, la fortaleza y la hospitalidad. Sin embargo, mientras el primero no les dedica más que un par de páginas, en el segundo se observa una compulsión y admiración por ellos. Obviamente, en la época de César pocos eran los antecedentes y el contacto que romanos y germanos tenían entre sí. En efecto, César insistía una y otra vez en explicar el supuesto atraso de los germanos con relación a la falta de comercio con las tribus vecinas. Sólo aquellos que comercializaran e interactuaran con Roma y sus 216
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aliados podían salir de la “barbarie” y abrazar lo mejor de una moral que en sí se constituía como superior. Esta clase de etnocentrismo va a estar muy presente en todo lo que fue la dinastía Julia, que culmina con la muerte de Octavio en el 14 d.C. El príncipe puso todos sus esfuerzos (incluso desterrando a su única hija) en restaurar la moral de la Roma republicana, aunque obviamente no lo logró. Por el contrario, para la época de Tácito las preocupaciones parecían ir por diferentes caminos. El biógrafo estaba preocupado por la pérdida de los valores estoicos en la moral romana y en la influencia de la filosofía epicúrea en la vida urbana. El ocio romano, sumamente complejo y codificado, se había extendido a todo el imperio. Un ciudadano empobrecido prefería mil veces disfrutar de todos los beneficios públicos de la ciudad que retornar a trabajar el campo en las afueras de Roma. La “moral de Catón”, para ese entonces, parecía un mal recuerdo que sólo encontraba refugio en algunos filósofos, como Séneca y Cicerón. En este contexto, Tácito describe a la Germania como una forma contestataria y de repudio hacia las costumbres de la propia sociedad romana. Germania, para el biógrafo, no sólo es la barbarie (como lo era para César), sino también la posibilidad de escape y de retorno a la pasión por el trabajo (aunque él mismo critica también en los nórdicos esa desaprensión por el cultivo). En efecto, la figura del “germano” como el “buen salvaje” habla más de los propios vicios de un imperio ya en camino hacia su caída, que la gloria soñada por César y su sobrino Octavio.19 Obsérvese con atención en su obra Germania cuando afirma: “nadie se ríe allí de los vicios y no se designa con el nombre de época el corromper y ser corrompido. Aún mejor se conducen esas tribus en las que sólo las vírgenes contraen matrimonio y cumplen con la esperanza y el voto de esposa una sola vez”.20 19 Se comprende el salvajismo como un estadio evolutivo inferior a la civilización. En consecuencia, al considerar negativo el estadio civilizado se añora el retorno al salvajismo, que se supone siempre más ingenuo y puro. 20 En latín: “Nemo enim illic vitia bidet nec corrumpere et corrumpi saeculum vocatur. Melius quidem adhuc eae civitates, in quibus tantum virgines nubunt et cum spe votoque usoris semen transigitur” (Tácito, 2007:57, verso XIX, versículo 3).
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En este sentido, aun con sus prejuicios y sus miedos, tanto los Comentarios sobre la guerra de la Galia, de Julio César, como Germania, de Cornelio Tácito, se constituyen en dos obras obligatorias para todos aquellos que quieran estudiar las costumbres y formas en que se practicaba el ocio en las tribus nórdicas de los siglos uno a.C. y uno d.C. Bibliografía Aristóteles de Estagira, Ética Nicomaquea, Porrúa, México, 1997. Birley, Anthony, Adriano: la biografía de un emperador que cambió el curso de la historia, Península, Barcelona, 2004. Blázquez, José María, Nuevos estudios sobre la romanización, Istmo, Madrid, 1989. Bringman, Klaus, Las fiestas de las Saturnalias a Woodstock, Editorial Alianza, Madrid, s/f. César, Julio Cayo, Comentarios sobre la guerra de la Galia, Losada, Buenos Aires, 2004. Chamorro Balbín, Paloma, “Ius Hospitii y ius civitatis”, Gerión, vol. 25, num 1, pp. 285-304, 2006. Derrida, Jacques, La hospitalidad, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2006. Dumazedier, Joffre, Sociologie empirique du loisir. Critique et contracritique de la civilisation du loisir, Editorial Du Seuil, París, 1974. Dumézil, George, Los dioses germanos: ensayo sobre la formación de la religión escandinava, Siglo XXI, México, 1973. –––. El Destino del Guerrero. Aspectos míticos de la función guerrera entre los indoeuropeos, Siglo XXI, México, 1990. Gelormini, Nicolás, “Introducción: Roma hasta la época de César”, en Julio Cayo César, Comentarios sobre la guerra de la Galia, Losada, Buenos Aires, 2004. –––, “La Germania”, en Cornelio Cayo Tácito, Germania, Losada, Buenos Aires, 2007. Edición bilingüe. 218
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Fecha de recepción: 5 de septiembre de 2008 Fecha de aceptación: 27 de enero de 2009
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LIBROS
The Development of Mexico’s Tourism Industry: Pyramids by Day, Martinis by Night Dina Berger
Amanda Zenick
El título de la obra, The Development of Mexico’s Tourism Industry: Pyramids by Day, Martinis by Night (El desarrollo de la industria turística de México: pirámides por el día, martinis por la noche), de Dina Berger, refleja el dualismo de la modernidad y antigüedad que, según la autora, fue creado por los proponentes iniciales de la industria turística de México. Al utilizar la imaginería promocional que representa un destino turístico exótico y antiguo, a la vez que seguro y moderno, el gobierno y las élites mexicanas buscaron reparar la percepción que de México se tenía en Estados Unidos.
El esfuerzo público y privado por atraer dólares de turistas al sur de la frontera comenzó desde el término de la Revolución con los claros objetivos de mejorar la infraestructura y participar en el capitalismo moderno. Berger argumenta que el conflicto aparente entre la dependencia turística extranjera y el deseo de México por mantener su soberanía nacional no era tan problemático para las élites gubernamentales como podría pensarse. En vez de esto, las mismas élites vendieron al público mexicano la idea del desarrollo turístico también como motivo de orgullo nacional y celebración cultural.
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Culturales La industria turística ha tenido un impacto profundo en el desarrollo mexicano, y Berger nos lleva a sus inicios. Al analizar fuentes mercadotécnicas, conducir entrevistas y reseñar informes de reuniones de negocios, Berger demuestra las estrategias que utilizaban los promotores del desarrollo turístico en nuestro país en las primeras décadas del México posrevolucionario. Las élites mexicanas y los funcionarios gubernamentales enfrentaron el reto de vender la idea del turismo mexicano tanto a visitantes potenciales provenientes de Estados Unidos como al público mexicano en un momento en que el orgullo nacionalista era alto y se despreciaba la dependencia respecto del extranjero. Sin embargo, crear y lanzar al mercado una imagen atractiva del turismo no era el menor de los retos de los promotores. Se requería demasiado trabajo para desarrollar una infraestructura turística adecuada para servir, transportar y satisfacer a visitantes extranjeros. Es necesario aprender que mucho de este trabajo inicial se emprendió con poco apoyo financiero gu222
bernamental, especialmente en los momentos económicamente más difíciles, como durante la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Berger inicia su análisis en 1928, cuando el gobierno mexicano oficialmente proclamó su interés en desarrollar una industria turística a través de la Comisión Mixta Pro-Turismo. El gobierno estudió los principales contendientes para atraer turistas de Estados Unidos, Canadá y Cuba, y así trató de determinar objetivos y desarrollar planes de promoción. En el caso de Canadá, el interés creciente de sus ciudadanos en el turismo automovilístico orientó a los promotores a extender una infraestructura bien desarrollada que coincidiera con las redes de caminos de Estados Unidos. Esto llevó a planear una infraestructura apropiada, especialmente en el caso del puente internacional y de la carretera Nuevo LaredoCiudad de México. El caso de Cuba, según pudieron atestiguarlo los estudios de los promotores mexicanos, representaba al mismo tiempo el lado bueno y el lado malo
Culturales de la industria turística para un país huésped en desventaja económica: Cuba había alcanzado la modernización y tenía grandes oportunidades de empleo, pero a costa de una pérdida de soberanía y de su tradición cultural. Peor, los mexicanos determinaron que el grueso de las ganancias por turismo no permanecía en manos cubanas, ya que su industria estaba dominada por intereses extranjeros. Para las élites nacionalistas y los funcionarios gubernamentales mexicanos, esto resultaba particularmente problemático; de ahí que resolvieran problemas relacionados con cuestiones de retención de ganancias en el desarrollo de su propia industria. Todavía más: la investigación que llevó a cabo la Comisión Mixta Pro-Turismo reveló barreras considerables para atraer a turistas estadunidenses. Primero, la impresión general que el público estadunidense tenía de México al término de la Revolución era, ante todo, negativa. Segundo, la infraestructura turística de México dejaba mucho que desear. Pocas carreteras estaban arregladas para viajar cómodamente en automóvil. En
las carreteras que funcionaban escaseaban hoteles, restaurantes y gasolineras. Por último, el cruce de la frontera y los procedimientos aduanales tomaban tiempo y eran inconsistentes. La Comisión Mixta Pro-Turismo y los promotores privados procedieron a crear una estrategia efectiva de mercadotecnia y desarrollo para resolver estas cuestiones. Sin embargo, en la medida en que la Gran Depresión comenzó a surtir efecto, la capacidad gubernamental para financiar los esfuerzos de los promotores se volvió cada vez más limitada. Berger caracteriza los años de 1930 a 1935 como desafiantes para los promotores mexicanos, pero de beneficio en cuanto a que se estrecharon lazos importantes y la planeación surtió efecto. Durante la Gran Depresión los intereses privados se responsabilizaron primordialmente por el desarrollo turístico. Un evento decisivo ocurrió en 1936, cuando se abrió el puente internacional que conectó a Laredo, Texas, con Nuevo Laredo, Tamaulipas, y se inauguró la carretera de Nuevo Laredo a la Ciudad
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Culturales de México. Por primera vez en la historia, turistas estadunidenses viajaron por México en automóvil y en carreteras modernas. La Asociación Automovilística Mexicana (AMA) y otros grupos turísticos aprovecharon estas mejoras e incrementaron campañas publicitarias que promovían en Estados Unidos un México moderno y seguro. La conclusión de la carretera incrementó el número de turistas que entraron a México, pero también colocó las deficiencias a los ojos de todos. El gobierno mexicano recibió numerosas quejas y artículos en la prensa que criticaban la falta de alojamiento, restaurantes y diversiones de calidad. Los promotores turísticos rápidamente desarrollaron hoteles, entretenimiento y establecimientos apropiados donde comer. Una figura clave para que se diera este crecimiento fue Luis Montes de Oca. Entre sus numerosas aportaciones a la industria turística se encontraba el financiamiento de proyectos mediante su Banco de Crédito Hotelero. El turismo a México creció con el inicio de la Segunda Gue224
rra Mundial. Con los destinos turísticos a Europa y Asia suspendidos, México aprovechó la oportunidad para incrementar su participación en el mercado turístico norteamericano. Se desarrollaron campañas publicitarias y promotores en Estados Unidos trabajaron para mejorar la imagen de México, usando temas de solidaridad hemisférica y de adhesión a los intereses de aquel país. Además, el presidente Lázaro Cárdenas ofreció apoyar financiera y políticamente el desarrollo turístico. Esto, mientras mejoraban las relaciones entre los dos países gracias al apoyo de México a las necesidades bélicas de Estados Unidos. Como proveedor de materiales y productos de necesidad prioritaria, así como de mano de obra a través del Programa Bracero, México se colocó frente a Estados Unidos bajo una luz cada vez más positiva. Como reflejo de este periodo, Berger argumenta que las modelos representadas por la mercadotecnia se volvieron cada vez más estilizadas y sofisticadas. Esto significó un alejamiento de las imágenes indíge-
Culturales nas tradicionales de campañas anteriores. Berger critica cómo se representa a las mujeres en la literatura turística mexicana, en la que supuestamente se les pinta como símbolo de inocencia y sumisión. En vez de esto, la autora interpreta la transformación de las imágenes femeninas durante este periodo como un reflejo de la visión que México tenía –o le gustaría tener– de sí mismo. Conforme avanzaba el tiempo y la República mexicana surgía de la guerra civil adentrándose en un largo periodo de paz relativa, su crecimiento positivo apareció en la literatura publicitaria encarnando símbolos de fuerza, confianza, optimismo y modernidad. Berger cierra su libro con un análisis acumulativo del desarrollo de estrategias mercadotécnicas para vender paquetes vacacionales mexicanos. A partir del periodo siguiente al final de la Revolución Mexicana hasta los últimos años de la década de 1940, la literatura de mercadotecnia empleó cada vez más imágenes de la modernidad y de la cultura exótica. Especialmente en el caso de la Ciu-
dad de México, los publicistas mostraron un entretenimiento sofisticado, restaurantes y vida nocturna modernos, junto a ruinas antiguas y a una exótica historia cultural. Así competían con otros destinos turísticos, al mostrar que México ofrecía todo lo que un turista podría desear. Al mismo tiempo, estas imágenes cada vez más modernas trataban de convencer al público mexicano de que se estaba forjando un México mejor y más próspero. La autora demuestra que el gobierno y las élites mexicanas eligieron el turismo como un método para alcanzar la fortaleza económica por varias razones. Primero, entre los objetivos de la Revolución Mexicana se encontraba la soberanía del país con relación a los intereses extranjeros, el desarrollo económico y el orgullo nacional. El turismo proveía una ruta para obtener beneficios económicos que no requería de fábricas o de producto alguno proveniente del exterior y podía proveer empleos para muchos. Además, llevaría a la modernización en la medida en que la infraestructura turística se desarrollara. Todavía
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Culturales más: una industria del turismo controlada por mexicanos sería fuente de orgullo para la nación, ya que su mercadotecnia y promoción requería festejar la cultura mexicana y sus logros. Por último, el turismo permitiría a las élites políticas participar en el capitalismo moderno, un objetivo importante de la Revolución Mexicana. Dadas las contradicciones potenciales que podrían surgir con el nacionalismo al crear una industria que iba dirigida a extranjeros adinerados, el gobierno y las élites dirigieron sus proyectos a los mexicanos presentando el turismo en términos nacionalistas. La autora argumenta que el gobierno mexicano, las élites revolucionarias y sus partidarios en Estados Unidos cooperaron con eficacia para establecer una industria que ha llegado a representar una fuerza económica destacada en México (por ejemplo, 73 billones de dólares en ganancias, además de avivar en un 10 por ciento el empleo nacional en 2004). En particular, sus caracterizaciones de la amplia red de conexiones establecidas y mantenidas a 226
través de organizaciones, tales como clubs privados (la AMA), y organismos del gobierno, como el Departamento Mexicano del Turismo, están bien investigadas. La presencia de individuos destacados en múltiples organizaciones demuestra el grado de involucramiento alcanzado por los defensores prominentes del turismo. En el caso de Luis Montes de Oca, descrito como un “verdadero nacionalista”, el argumento está claro. Tras trabajar primero en el gobierno mexicano dentro y fuera del país, Montes de Oca abandonó el sector público para fundar instituciones de préstamo, encabezar el Banco de México y dirigir la AMA , entre otros logros. Montes de Oca trabajó además para embellecer a la Ciudad de México: fue un mecenas de las artes y un defensor infatigable del desarrollo turístico como medio para alcanzar la modernización. La tesis de que el turismo ha sido el medio para que México se modernice y participe en el moderno capitalismo global está bien presentada. Al mejorar la percepción de México a través de campañas de publicidad y al
Culturales adherirse a las líneas políticas de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, México mejoró su reputación internacional y se colocó como líder en América Latina. Además, el apoyo a Estados Unidos durante la guerra revirtió mucho del daño que había causado a las relaciones internacionales la nacionalización del petróleo. México fue recompensado por su apoyo, lo cual se ejemplifica con la elección de la Ciudad de México, por parte de Estados Unidos, como el lugar para la Segunda Conferencia Interamericana de Turismo en 1941. México aprovechó la oportunidad durante este evento para mostrar sus mejoras en cuanto a una infraestructura consumada primordialmente con la finalidad de atraer el turismo estadunidense. Tan sólo la elección de la Ciudad de México como sede de la conferencia significó que la capital tenía el alojamiento y atracciones suficientes para servir de anfitrión a representantes de todas las Américas, lo cual no hubiera sido posible 15 años antes. Además, el evento colocó a México bajo el foco reflector internacional y preparó el esce-
nario para un crecimiento adicional en la industria turística. Aunque es indudable que la planeación y persistencia del gobierno y las élites mexicanas, junto con el apoyo de sus promotores en Estados Unidos, redituaron positivamente en la industria turística, Berger presta poca atención a los aspectos negativos en México de esta misma industria. Pese a que Berger menciona la pérdida de la cultura y de las tradiciones mexicanas y alude a conexiones sospechosas entre el gobierno y los intereses de los inversionistas, deja estos temas, en buena medida, sin resolver. Además, también queda sin resolverse la discusión sobre el potencial para una pérdida de la soberanía y las relaciones desiguales entre la nación anfitriona y los huéspedes mencionados en la introducción. En resumen, las implicaciones del desarrollo turístico para el público mexicano y para la salud futura de México como nación quedan sin discutirse en la conclusión del libro. De estos temas desatendidos, quizá el más preocupante sea el resultado inexplicable de una
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Culturales red de funcionarios gubernamentales, élites y promotores del turismo norteamericanos que cooperaron para desarrollar una industria lucrativa. La autora no expresa que los defensores del turismo hayan considerado la “parte indefensa” del desarrollo turístico. No obstante, sería de utilidad el ver qué tan fructífera o infructuosamente se satisficieron los objetivos más altruistas o nacionalistas de México. Por ejemplo, ¿qué tan positivo resultó el objetivo original de tener un desarrollo controlado por el Estado? ¿Cuál fue el porcentaje de inversión extranjera una vez que la industria turística se puso en marcha? La colaboración del gobierno y las élites –y en muchas ocasiones de individuos que caían dentro de ambas categorías– sugiere que el desarrollo turístico inicial pudo no siempre haber beneficiado al pueblo mexicano o al desarrollo mismo de la nación. Por último, la cuestión de la transformación social y cultural atraída por el turismo es importante en múltiples niveles y a ella la autora sólo le presta una atención exigua. Entre los temas 228
interesantes que aparecen mencionados pero que no se abordan se incluyen los efectos que la cocina extranjera servida en locales turísticos tuvo en la dieta local y la reinvención de la historia y de las tradiciones culturales para ajustarse a los ideales turísticos o a las campañas promocionales. La autora menciona la representación de la industria turística cubana que hicieron los funcionarios mexicanos como una colmada de fallas. Entre las críticas se encontraba la pérdida de la cultura, la fuga de utilidades y la pérdida de soberanía debido a los altos niveles de inversión extranjera. Hubiera sido útil ver si –o en qué medida– el gobierno mexicano planeó abordar tales cuestiones. Mientras que Berger presta poca atención a temas importantes en torno a los resultados de la cooperación entre el gobierno y las élites y a aspectos negativos del desarrollo turístico, como la pérdida potencial de cultura y soberanía, The Development of Mexico’s Tourism Industry: Pyramids by Day, Martinis by Night es importante para entender las fuerzas que dieron vida a la industria turística mexicana.
Culturales La rentabilidad potencial del turismo atrajo intereses tanto particulares como públicos y la inversión en un momento en que México surgía de una guerra civil y buscaba una ruta hacia la recuperación y la modernización. Las contradicciones entre el nacionalismo de la época y la participación del gobierno y las élites en una industria dirigida a los intereses extranjeros llevaron a una campaña publicitaria de dos puntas: promover a México en el extranjero como un destino seguro, moderno y exótico, y vender a los mexicanos esta campaña turística como parte de una industria que festejaba los atributos naturales y culturales del país. En un periodo colmado
con retos significativos para el desarrollo turístico, como la Gran Depresión o la Segunda Guerra Mundial, el gobierno mexicano y las élites trabajaron conjuntamente con sus bienhechores en Estados Unidos para crear una industria rentable. El éxito final descansó en la persistencia, la mercadotecnia efectiva y el desarrollo, pero también en la previsión de capitalizar las relaciones binacionales reparadas gracias a la solidaridad hemisférica de México y a la oportunidad que se presentaba a los estadunidenses de visitar a su vecino del sur en vista de lo poco accesibles de los destinos europeos o asiáticos durante la Segunda Guerra Mundial.
The Development of Mexico’s Tourism Industry: Pyramids by Day, Martinis by Night Dina Berger Palgrave Macmillan, Nueva York, 2006
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