el tiempo baldĂo
Alfonso L贸pez Alfonso
el tiempo bald铆o
Impronta
Lo cierto es que, al hablar del pasado, mentimos a cada paso. William Maxwell
Y como no añorar aquellos tiempos / en que todo iba sin problemas, / casi. Joseph Brodsky
Ya ayer va susurrante como un río // llevando lo soñado aguas abajo, / hacia la blanca orilla del olvido. Ángel González
índice Historia fundacional . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Perico Simón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Al otro lado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En soledad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Una jornada particular . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El hombre que plantaba árboles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . el samartín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Viajes con mi tía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Volver a casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fiesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Espejismo de otoño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . En blanco y negro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Familias . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fotos en los cajones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Islas a la deriva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . La tele de mi hermano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Los niños muertos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Paisaje triste . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Otra vez la nieve . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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el hombre que plantaba árboles
E
l destino de un hombre, nos enseñó T. S. Elliot, es su aldea, su propio fuego y lo que guisa su mujer; y también sentarse delante de su puerta al atardecer y ver cómo su nieto juega en el polvo con el nieto de su vecino. Eso, amigos, y no otra cosa, es una vida plena. Cuando se alcanza ese estado, entonces, y quizá sólo entonces, la existencia deja de parecer absurda y todo cobra algún sentido: las privaciones y los esfuerzos, las traiciones a uno mismo y a los demás, la soledad, con ese silencio mortal tan suyo, las humillaciones, la soberbia, la mentira, la envidia, todos los pecados capitales y otros cientos provinciales parecen haber merecido la pena. Los ecos de las pisadas de la juventud en la memoria se empañan de melancolías y nostalgias y todo se muestra distinto a como fue realmente. Todo parece más épico y más digno. Todo parece, además, algo más hermoso. Lo compruebo mientras observo con mi padre cómo juegan mi hijo y otros niños con los perros en el camino. Mi padre se pasa la mano por la gorra como si quisiera ordenar el barbullo de pensamientos que no llegan a expresarse y con la misma mano comprueba después que tiene bien colocado el tubo del oxígeno en la nariz. Es ya un hombre gastado por el trajín de los días, pero no parece viejo cuando mastica las palabras para quejarse de la pérdida de un manzano. Pienso en ese manzano enfermo y seco y algo como toda la pena del mundo se me vuelca en el alma porque entonces lo veo a él, a mi padre, cuando joven aún injertaba ese mismo árbol hace treinta o cuarenta años. Y pienso que ese acto, esa intervención genética en el 43
curso de la naturaleza, el injerto, puede hacer por sí mismo que una vida valga la pena. Yo, que nunca he injertado un árbol, me conformaría con saber escribirlo. Si supiera escribir un manzano, con sus ramas, sus hojas, sus capullos a punto de florecer en este abril, si supiera, aunque fuera, describir el viejo manzano del que me habla mi padre, varado en mitad de la pomarada como un cachalote agonizante en una playa, triste a comienzos de la primavera, dispuesto a sumirse una y otra y otra vez en un otoño eterno, si supiera describirlo, digo, es posible que todo doliera menos. Fueron mi padre y mi tío Pepe quienes me enseñaron a amar los árboles. La modernidad ha llevado a los pocos ganaderos que quedan a despreciarlos. Un cerezo en mitad de una finca impide el buen uso de la maquinaria, unos fresnos demasiado altos que en tiempos separaban un prado de una tierra y daban buena hoja no hacen ahora más que estorbar. Pero mi padre es un hombre de los de antes y si plantaba un cerezo en mitad de un prado y años después, cualquier febrero, se molestaba en injertarlo a púa, era para aprovechar su sombra en los descansos de la siega y saborear el fruto con la puesta del sol; si ponía un nogal negro aquí, un manzano y un guindo allá, una peral acullá, era porque sabía lo que hacía falta, aunque ahora, vaya por dios, parezca no hacer falta ninguna. Nunca hagas caso, me decía mi tío, de los que no se fían de los árboles frutales porque esa gente no es de fiar. Te dirán que la sombra estropea el huerto, que no deja prosperar lo plantado. Te dirán qué sé yo cuantas tonterías y se justificarán de mil maneras. Todo es mentira, porque el árbol frutal no quita de crecer al fruto. Vive la tarde de abril y no hay en ella crueldad, hay más bien cálida amabilidad. Mi padre y yo miramos a los niños que juegan en el camino. Dios sabrá lo que él piensa a estas alturas. 44
Yo pienso que entre las muchas cosas que mi padre ha hecho en esta vida, ha hecho algunas que merecen la pena, como plantar árboles. Muchos de ellos todavía están ahí y seguirán largo tiempo. Y dentro de cien o ciento cincuenta años, cuando ya nadie se acuerde de mi padre, ni de mí, puede que alguno de estos árboles todavía tenga en algún recóndito lugar de su memoria vegetativa un espacio reservado al agradecimiento. Elzéard Bouffier, se llamaba el personaje de Jean Giono que poco a poco, individualmente, oculto y sin contar con nada más que su propio esfuerzo, va plantando año tras año miles de árboles y transformando un páramo en un exultante vergel. Con la parábola de aquel cuento hablaba Giono de la capacidad de las personas para cambiar el mundo. Un hombre solo y aislado puede llevar a cabo su utopía por encima de guerras e interferencias políticas y administrativas. Claro que Jean Giono debía de ser un hombre optimista. Mi padre y yo, en cambio, adolecemos de cierto pesimismo antropológico. Sin embargo, vistos ahora, aquí sentados, plantándole cara al crepúsculo, enrojecidos por la luz color melocotón que se va apoderando del cielo y dejando pasar los deshilachados e inofensivos desgarrones de las nubes que persisten al oeste, cualquiera podría pensar que después de todo el mundo no está tan mal hecho cuando dos tipos como nosotros comparten silencios y monosílabos mientras los niños juegan con los perros en el camino polvoriento, justo antes de que mi madre llame para cenar.
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