Sor Maria Catalina

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Archidiócesis de Madrid

BEATIFICACIÓN DE SOR MARÍA CATALINA 29 de octubre de 2011 - Madrid


BEATIFICACIÓN DE SOR MARÍA CATALINA IRIGOYEN

NACIMIENTO Y FAMILIA Sor María Catalina Irigoyen Echegaray nació en Pamplona (Navarra) el 25 de noviembre de 1848, a las ocho menos cuarto de la tarde antecediendo, tres cuartos de hora a su hermano gemelo José María. Es la sexta de los 7 hijos del matrimonio Irigoyen Echegaray, establecido en la Calle Mercaderes, 9 (hoy Blanca de Navarra). El 26 de noviembre, Desposorios de la Virgen, es bautizada en la Iglesia Catedral de Pamplona y recibe el nombre de María Catalina. Su padre, don Tiburcio Irigoyen, originario de Errazu en el Valle del Baztán llegará a ser Presidente de la Diputación Foral de Navarra. Doña Leonarda Echegaray, la madre, es natural de Pamplona y su familia está entroncada con la de San Francisco Javier. INFANCIA Y JUVENTUD Los jóvenes esposos, don Tiburcio y doña Leonarda, consideran la virtud como la verdadera, única y mejor de las noblezas. De ahí que procurarán para sus hijos una esmerada educación a todos los niveles pero en especial a nivel religioso. María Catalina completa la sólida educación familiar, con sus estudios en el Colegio de las Madres Dominicas, próximo al ayuntamiento de Pamplona. Es


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una asidua y aplicada estudiante que, hasta diciembre 1857, comparte libros y juegos, tanto en la ciudad como en los veranos de Errazu con José María, hasta que el 14 de diciembre 1857 fallece el hermano gemelo. En el hogar se crea un gran vacío con esta ausencia pero, la vida continúa avanzando con tesón desde la visión de fe más profunda y con ánimo de seguir confiando en Dios que es quien teje nuestra vida instante a instante. SU PRIMER Y GRAN AMOR EL AMOR DE SU VIDA El 26 de noviembre de 1860, unida al grupo de las alumnas de las Madres Dominicas, María Catalina recibe la primera Comunión. Es la fiesta de los Desposorios de nuestra Señora y celebra en este día sus 12 años de vida cristiana, de bautizada. Vive profundamente este primer encuentro con Cristo que suscitará en ella una sed ardiente de recibirlo en la Eucaristía y gozar de su compañía. Todo el mundo constata que va creciendo en una virtud sólida que moldea su corazón noble, limpio y joven. No es sólo el ambiente del colegio el que la hace mantenerse en esta vida de piedad, se fortalece incluso su virtud en el tiempo de vacaciones, cuando todo el mundo parece como que se libera de toda obligación. En esos meses de vacaciones escolares vuelve la familia de


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Pamplona a Errazu, donde pasan, los pequeños, los meses del verano. Con su carácter vivo y observador, María Catalina ha aprendido a leer, iluminada por la fe, la impronta de Dios en toda aquella exuberante naturaleza. Para ella es un torrente de alabanzas la cascada de Sorrosin escondida en el montañoso bosque. Le atrae la belleza de la naturaleza y se adentra en el bosque al encuentro del manantial que la alimenta tanta hermosura. Se retira ella, sobre todo, a la soledad de su habitación para en el silencio de su corazón encontrarse con quien es la razón de su vida. Cada mañana es fiel María Catalina a la cita con Jesús que se ofrece en el Altar. Allí donde se encuentre, siempre madruga para participar en la primera Misa que se celebre, sin este encuentro es como si su jornada quedara vacía y careciese de sentido. Es tanto el respeto que le merece la casa de Dios que por largo tiempo permanece de rodillas y, no termina ni mucho menos su encuentro con el Señor con la comunión, prolonga cuanto le es posible el tiempo de acción de gracias y, durante la jornada, es habitual sorprenderla recogida en su habitación, con la labor en las manos, de rodillas, en adoración de quien, se le había dado en alimento. La Eucaristía, será siempre el hilo conductor de su vida, el motor de su existencia, la gran atracción para su corazón. Su servicio, su entrega, todo se explica y se comprende desde este su amor a la Eucaristía.


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Su piedad es conocida en Pamplona. A los 13 años es miembro de la Asociación de Hijas de la Purísima Concepción, vive así su amor a Jesús, al abrigo de la Virgen. Era una joven sencilla, servicial, optimista, piadosa y coherente. Este aval de valores y virtudes fue la razón por la que años más tarde es elegida presidenta de la Congregación de las Hijas de María, en cuya asociación trabaja sin descanso promoviendo entre las jóvenes congregantes el amor a la Virgen, fomentando así mismo la cultura general de las congregantes, cuidando personalmente de que la Biblioteca, dentro de las normas que la rigen, esté abastecida de revistas y artículos de distinguidos escritores y artistas de la época. Desde la luz que irradia la adoración de la Eucaristía y la contemplación de la Virgen e impulsada por su deseo de vivir como lo hiciera María, va descubriendo nuevas necesidades en su entorno ante las que no permanece inactiva: socorre a los pobres con limosnas recortando de su ajustada designación familiar. Confecciona ella misma ropas para los pobres, y organiza a sus expensas un grupo de jóvenes compañeras que acuden al hogar de los Irigoyen-Echegaray para poner remedio a todas las carencias que ellas descubren y de las que les llega noticia. Y si quienes le ayudan en este trabajo sufren alguna necesidad, María Catalina les retribuye con generosidad.


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AL FRENTE DEL HOGAR El 17 de diciembre de 1868 muere su madre y el 15 de febrero de 1871 fallece el padre. La familia, busca su refugio, por decirlo así, bajo la sombra protectora de María Catalina y el hogar es acertadamente dirigido por su prudencia y equilibrio. Cuantos la tratan quedan prendados de su bondad, su carácter firme y suave al mismo tiempo, su constancia y su tenacidad. Aparece siempre como "sin penas, alegre y con ánimo fuerte, dispuesta a acoger a todos con jovialidad y a ayudarlos en cuanto esté de su mano". Tiene tiempo para todos. Es incansable. A pesar de lo que supone la atención a los suyos, visita el Hospital y con delicadeza y decisión lleva a su casa la ropa de los enfermos y allí la lava y repara en cuanto necesita. Y, lo más admirable en ella es esa sencillez con la que realiza las cosas "hacía todo con tal naturalidad que apenas te apercibías de su humildad" dice una de las testigos. Encuentran en ella generoso apoyo y protección las Comunidades religiosas que buscan instalarse en Pamplona. Les lleva ropa, utensilios y dinero para hacer frente a las primeras necesidades. Conecta sin dificultad con las diferentes Comunidades que residen en Pamplona y es que en su corazón siempre está vivo su deseo ardiente de ser religiosa.


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En el año 1878, el 4 de octubre llegan desde Madrid a Pamplona las Siervas de María Ministras de los Enfermos. Solicita su presencia en Pamplona don José Oliver, Obispo de esta diócesis, quien había experimentado personalmente la hermosa labor que llevan a cabo las Siervas de María. DECIDE SER SIERVA DE MARÍA Se acercó María Catalina para ver en que le podía ser útil a la nueva Comunidad, ofreciendo su ayuda en cuanto pudieran necesitar. Se interesó por la misión que el Instituto llevaba a cabo y pronto se sintió atraída por ese género de vida. Continuó visitando a las religiosas. Siguió frecuentando aquel convento austero y acogedor y en cada encuentro salía reforzada en su deseo de ser Sierva de María. Esa pobreza era la clave de la riqueza que ella ansiaba. Era esa pobreza, esa entrega, lo que ella deseaba vivir en adelante. En una de las visitas que Madre Soledad Torres Acosta hace a la recién fundada casa de Pamplona, María Catalina solicita entrevistarse con la Madre Fundadora y le expresa abiertamente su deseo de ser admitida en la Congregación. No duda la Santa Fundadora ni por un instante de la firme resolución de la joven pero le aconseja que permanezca junto a su hermano, Juan Pedro Alejandrino,


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que la necesita en esos momentos en los que se le ha declarado una afección cancerosa en la garganta. Esta espera sólo servirá para afianzarla en su decisión y confirmar su entrega. Permanece solícita al lado de su hermano haciendo derroches de caridad, acompañando al enfermo, cuidándolo, encajando con mansedumbre la aspereza de su carácter. Ora insistentemente junto a él y con él, hasta conseguir que acepte su enfermedad y se prepare cristianamente a su encuentro con Dios. Que tiene lugar el 17 de octubre de 1881. La espera no había frenado sus prisas y no quiere, María Catalina, terminar el año sin dar ese paso tan trascendental. El 31 de diciembre, entraba una vez más, María Catalina, pero ahora como Postulante, en la casa de las Siervas de María, que ya desde hacía tiempo era su hogar. Con el despuntar del nuevo año 1882, comienza para ella, una vida nueva: Quiere ser toda de Dios. Tratan de mitigar las religiosas el rigor de los inicios, pero su postura es determinada y clara: "haré lo que mande la obediencia, pero yo he entrado Sierva de María para cuidar enfermos y practicar cualquier oficio por humilde y duro que sea". Y no son estas meras palabras: Es la primera en coger la escoba y en acudir al lavadero, sin importarle que con la dureza del invierno sus manos se le amoraten hasta sangrar.


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Permanece cerca de dos meses como Postulante en Pamplona, pero debe de unirse a las jóvenes que en la Casa Madre de la Congregación van a comenzar la primera etapa de su formación como Siervas de María: Toma el Hábito 12 de marzo 1882 y cambia en ese momento su nombre de María Catalina por el de María de los Desposorios. Emite su Profesión Temporal el 14 de mayo de 1883 y la Profesión Perpetua 15 de julio 1889. Permanecerá hasta su muerte, en la capital de España. SIRVIENDO A CRISTO EN LOS ENFERMOS Como Sierva de María hace derroches de caridad atendiendo incansable a los enfermos en las repetidas epidemias de cólera, tifus y viruela que por aquellos años asolan España, así como en la gripe de 1890 que tanta muerte y orfandad dejaban tras sí. Destacan cuantos la conocen su dedicación a los enfermos sin ningún miedo al contagio y pronta siempre a cualquier sacrificio por aliviarlos. Quienes tienen la fortuna de recibir sus cuidados y tratarla quedan prendados de su amabilidad y cercanía. Su presencia es como una sombra protectora que aporta seguridad y alienta a la esperanza y, hasta hay enfermos que quieren asegurar su presencia poniendo en las cabeceras de sus camas el letrero: "Si enfermo que venga Sor María Catalina".


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Supo testificar con su vida quien era Jesús y que implica y significa la Salvación que Cristo nos mereció. En ningún momento apartó su hombro de la cruz del día a día y no se permitió descanso por aliviar la cruz de quienes la rodeaban. Amaba tanto a Cristo y a los enfermos, los sentía tan dentro que no sabía como demostrárselo. Se las ingeniaba para que los enfermos la sintieran cercana y trataba, en cuanto estaba a su alcance, de suavizar el dolor físico y ahuyentar el desconsuelo y la desesperanza que acompañan al dolor. Dicen los testigos: "buscaba siempre la manera más incómoda para ella con tal de servir mejor al enfermo y poderlo aliviar, y así, en vez de estar tranquilamente sentada, solía estar de rodillas al pie de la cama". Se identificaba con el sufrimiento del hermano, transformándolo en oración y en ofrenda redentora. Todo esto lo hacía con la delicadeza, sencillez y naturalidad que inspira la fe, sabiéndose poner a la altura de cada uno: "Cuando asistía a los niños se hacía como ellos y jugaba con ellos. Con las enfermas era delicada y amable. Era muy intuitiva para adivinar las necesidades de cada paciente y anticiparse a sus deseos". "Aseaba a los enfermos, como lo hiciera una madre, prefiriendo lo que exigía más sacrificio y vencimiento". Solía responder: "no importa el sacrificio, para mi no es fatiga si a cambio de este esfuerzo la enferma descansa de sus molestias". Su entrega era una respuesta de amor a Cristo, a quien ella se había consagrado para ayudar a vivir y a morir a sus queridos enfermos de cara a Dios y a su amor de Padre.


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Todo este itinerario, de "Cirineo" junto al que lleva su cruz, de "Verónica" que enjuga los rostros sudorosos de los hermanos, Sor María Catalina lo vivió a la luz de la Virgen, al calor de la Madre: hablaba de María con frecuencia; la llamaba "Nuestra Madre" por eso sentía tan hondamente la presencia de Jesús en cada enfermo y asistía con tanta dedicación a los "cristos dolientes" a los que consideraba también hijos de la Virgen Dolorosa al píe de la Cruz y Madre de la Salud que nos alcanza de su Hijo. Esta excepcional enfermera que todos admiraban, a quien ningún miedo al contagio detiene, no era menos solícita y atenta en la relación con sus Hermanas de Comunidad. Se había hecho experta en pasar de presencia en presencia, descubriendo que Dios la esperaba en todos y ella siempre estaba dispuesta a servirle. Así, en el convento se entrega vive atenta a todas aquellas necesidades que puede aliviar. Es habitual el verla muy tempranito haciendo fila ante la fuente de la Plaza de Chamberí para recoger el agua que escasamente, en aquel tiempo, llegaba a la casa. "Solo sirvo para servir" es la consigna de su vida y se entrega sin condiciones a quien la pueda necesitar, dentro y fuera del convento. Saca tiempo para todo y sostiene su vida alimentando tanta entrega, su amor sin medida a la Eucaristía ante la que pasa largas horas en adoración.


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A partir de 1905, Sor María Catalina, siente debilitarse su salud; una sordera progresiva la incapacita para continuar en su admirable misión. Había pasado 23 años incansable al cuidado de los enfermos, ayudándoles a asumir el dolor, aliviando sus sufrimientos, ungiendo con la oración y el servicio las largas horas de la noche, cuando los Superiores decidieron retirarla de este delicado servicio en el que se había mostrado siempre como experta enfermera y ardiente religiosa para encomendarle la abnegada labor de recoger la suscripción mensual, trimestral o anual, de los bienhechores de las Siervas de María que con su aportación económica voluntaria, ayudan al sostenimiento de las Comunidades, ya que el ministerio de la Congregación que, preferentemente se desarrolla a domicilio, es gratuito. Sin una queja sin la menor objeción, se dispone, desde el primer momento, para aquello que los Superiores le asignen. Se había ofrecido enteramente al Señor. Como quien no dice nada, sin buscar una frase preparada y bella, solía repetir: "Sea de mi lo que sea, mi único anhelo es amar a Dios sin interrupción, hasta el fin de mi vida". No importa el servicio que se le encomiende, lo que cuenta para ella es sentir que, allí donde se encuentre, el Señor envuelve su vida y todo puede ser razón de encuentro con Él. Así con esa disposición interior comienza Sor María Desposorios una nueva etapa de su vida y, si de la habitación del enfermo había sabido hacer una iglesia,


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sabrá transformar en claustro las calles de Madrid que a diario recorre. Cada mañana acompañada de una joven religiosa saldrá con una larga lista de Familias a las que visitar para recoger el aporte económico que periódicamente tienen estipulado. En 1913 se le diagnostica una tuberculosis ósea que acepta con pleno abandono en las manos de Dios. Durante el largo Vía crucis de su enfermedad —afirma un testigonunca se la vio que perdiera la calma o se impacientase, contenta de imitar a Jesús, como ella decía. Y no se trataba de composturas o meras palabras: "el dolor de su brazo izquierdo (como afirmaba el doctor) era muy fuerte, como si le estuvieran calcinando los huesos". Se le oía comentar: "Estoy sumamente agradecida al Señor por la enfermedad que me ha mandado, pues con ella puedo dedicar muchas horas a estar en su presencia ante el Sagrario, ya que otra cosa no puedo hacer". Muere en Madrid el 10 de octubre de 1918. Sembró en el mundo del dolor, esa paz que llevaba dentro, la paz que de Dios había recibido porque se había vaciado de todo cuanto no fuera Él, para llenarse de Cristo y ser Luz, con y como Él.


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