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Septiembre 15, 2016, Número 37, Tercera Época
La renuncia de Paz Por Paul Martínez / pág. 9
Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o de ser chingado.
Octavio Paz
Editorial La ruptura de los intelectuales con el poder, 1968
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Octubre de 1968 dio a México una terrible lección: La represión al pueblo y la sumisión de los medios. Todos tenermos algún recuerdo vago por la hitoria, dos días depués de iniciar el mes, estudiantes, jóvenes, adultos e incluso niños fueron atacados en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. La cantidad de muertos no es precisa, mientras que unos hablan de decenas, las cifras oficiales dicen “26 muertos”. Diez días después, el presidente en turno, Gustavo Díaz Ordaz, declararía inaugurados los Juegos Olimpicos de México, con cientos de palomas blancas sobrevolando el pedacito de cielo que esa tarde se posaba sobre Ciudad Universitaria, máxima casa de estudios de miles de jóvenes. Tras el mutis que realizaran los medios locales y nacionales, los intelectuales, grupos de escritores, artistas y creadores que se relacionaron poco a poco con el poder, iniciaron un proceso de ruptura con el gobierno. El caso más conocido es el de el escritor Octavio Paz: renunció a la embajada de México en la India. Pero esto fue el inicio de una serie de desplegados donde la comunidad intelectual comenzó a cuestionar las acciones del gobierno y alejándose de ellos. Claro que algunos el caso no les pareció lo suficiente fuerte y, como en el caso de Carlos Fuentes, accedió a la élite del poder. Historia de más, o de menos.
Marcaje personal Por Luy
Índice 3
Letras Torcidas Por César Cañedo
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Ana y el Cuervo Por SG. Quimor
9
La renuncia del burócrata Por Paul Martínez
12
La Rae, una tortuga laboriosa Por Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
14
Rubén Salazar Mayen y Octavio Paz Por René Avilés Fabila
18
Memoria de un personaje que no existe Por Ulises Casal
19
El apocalipsis de la lectura Por Canuto Roldán
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Visioes (poema existencialista de adolescente mimado Por Luis Villalón Le Judgement Por Ximena Cobos
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100 metros planos (Segunda parte) Por César Cañedo @chocorrols chocorrol_x@hotmail.com
D
oña Lola nos platicó un poco de su familia, que era grande y estaba por todos los ranchos cercanos a Culiacán. Los guasaveños estuvieron a punto de golpear a Felipe cuando quiso contar un chiste de los de allá. Cuando empecé a bostezar doña Lola se dio cuenta de que ya era tarde y nos mandó a los cuatro a dormir, con la encomienda de que descansáramos mucho y de que nos fuera bien en nuestras pruebas. Hasta dijo que iba a prender una veladora para cada uno cuando nos tocara competir. Nos despedimos de la señora y empecé a ponerme nervioso. Esos nervios que mi mamá me había ahorrado al no dejarme ir nunca a una pijamada, porque ahora no sabía con quién iba a dormir, ni sabía si los demás iban a dormir con ropa. Subí las escaleras lentamente, como si fuera a un castigo, como si estuviera por hacer una travesura tan obvia que mi mamá se daría cuenta enseguida. Los demás muchachos siempre me habían parecido rudos y en el fondo crueles, como Julio y Juan. Pero me tranquilicé cuando recordé que Felipe era un poco como yo y eso me dio confianza para llegar al cuarto, un cuarto amplio, con una tele grandota, un clóset con mucho blanco y algunos posters: Ricky Martin, Shakira y Britney Spears velaban el sueño de Felipe. Libros gruesos de medicina por todos lados, unas mancuernas en el rincón, que Julio y Juan tomaron en seguida, burlándose del poco peso que Felipe levantaba. Se organizaron, Julio escogió la cama con más almohadas, la de Felipe, por lo que dormiría con él y yo con Juan. Juan quiso buscar en la tele viejas bichis, quería ver “acción”, y a pesar de que Felipe se negó al ver mi cara de horror, los guasaveños eran tercos, tomaron el control de la tele y empezaron su búsqueda, mientras decían que ya se les estaba parando. A pesar del invierno los tres decidieron quitarse la playera para dormir. Yo contemplaba absorto y púdico esos pezones que se me mostraban, los pectorales a medio formar y las promesas de contornos atléticos y marcados que por falta de edad y trabajo estaban en ciernes. Uno que otro vello se asomaba en Juan, algunos granos en la espalda de Julio y entonces, de reojo y aprovechando un comercial en la película de porno ligera que Juan insistió en poner en el Golden Choice, fijé mi vista en Felipe. El bulto que se dibujaba en su entre-
pierna me parecía grande, más que cuando se había quitado el pantalón y se había puesto el short negro, al parecer también se le había parado. Tenía la mano adentro y se rascaba, aunque me parecía o comencé a imaginar que se acariciaba. Lentamente su mano se movía, y lentamente mi cuerpo reaccionaba y me di cuenta de que a mí también ya se me estaba poniendo grande, poco a poco, como se va inflando el paquete de palomitas en el microondas y yo pegado al micro viendo hasta que mi madre me quitaba de las greñas. Me sentía más nervioso que antes del disparo de salida. De pronto, Felipe, sin sacar su mano de allá adentro vio que lo veía, me miró y apagó la luz y la tele. —A dormir, morros. Déjense de cosas o váyanse al baño a jalársela, mañana compiten temprano. Ya me estaba quedando dormido cuando me di cuenta de que Juan, a mi lado, se estaba masturbando y quise ver, pero no había luz. No me podía dormir, no sé si pasó tiempo. De pronto me imaginé que estaba ayudando a Juan, mi mano era la que movía su pene con velocidad y agilidad, las que se necesitaban para ganar mi prueba y sudé. Me dieron ganas de hacer pipí, me levanté y fui tocando poco a poco hasta que divisé la entrada del baño. Al salir me encontré con un cuerpo alto. Con una mano grande acarició mi brazo, tomó mi mano con la suya y la llevó a la mitad de su cuerpo. Mi mano moldeó su oscuridad y sentí que mi boca se humedecía, y quise tocar más y cerré el puño al atrapar un boomerang grande y duro y moví mi brazo rápido, empuñé fuerte como si llevara la estafeta en una carrera de relevos, tenía que llegar a la meta, cerrar y acabar, braceaba y escuchaba que él trataba de no hacer ruido. Acariciaba con sus manos mi rostro a oscuras, tocó mi pezón y lo apretó y quise que también él me ayudara y me tocara, pero ya se había ido. Mi mano ahora estaba sucia y manchada con el blanco más impuro, y yo solo. Me limpié en la pijama, traté de dormir y lloré seco. Nos despertaron los gritos de doña Lola para desayunar. Ahora había huevo para todos y para mí quesadillas. La mujer me sonrió de manera especial, le di las gracias. Salieron todos, Felipe a arreglar cosas de la universidad y doña Lola a llevar a los de Guasave a competir. Me dijo que me sintiera con la confianza de hacer lo que quisiera. Vi la tele, estuve
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un rato en el patio y corté algunas naranjitas que me comí. Me puse a hacer estiramientos y yoguis un rato, pensé en mi competencia del día siguiente y en que no iba a dejar que me vencieran los nervios. Entré al cuarto de doña Lola y me dio olor a pino guardado, era un poco, tal vez, como a navidad, pero a una navidad triste. Sentí y probé su cama amplia y me quedé viendo las fotos sobre el buró, muchas de Felipe en distintas etapas. Después de comer subí al cuarto a preparar mi pequeña maleta para el día siguiente. Guardé mis spikes y mi número, 217, me puse mi short de licra y mi playera sin mangas y me vi al espejo. Así estaba cuando entró Felipe. Me puse rojo. Felipe vio mi cuerpo. Sentí que aquello otra vez empezaba a crecer y me dio mucha pena porque se iba a notar rápido por la licra, las palomitas en el micro explotan. Felipé lo notó todo e intentó sacarme plática, pero ya el olor a mantequilla inundaba el cuarto. Hablamos de mí, de mi mamá que no me deja hacer nada, de mi papá que quién sabe dónde está, de mi hermanita que me molesta mucho pero que es la persona que más quiero en la vida y de mi entrenadora que me regaña todos los días pero que es muy buena en lo que hace. Los otros dos habían ganado oro en su categoría y ahora estaban con su entrenador, que habló para agradecerle a doña Lola y para decirle que él se los iba a llevar muy temprano a Guasave, y que de premio y porque ya se habían ido los grandes del equipo se iban a quedar con él en el hotel, así que no volverían. Estaba en una intimidad primera con Felipe, todo en esa tarde me parecía nuevo. Sentía ese cuarto como un comienzo, una revelación y un viaje y de pronto ya no estaba en Culiacán, estaba navegando en un camarote, las paredes eran más blancas y todo se movía en un oleaje. Felipe y yo bajamos a cenar algo rápido porque lo que queríamos era estar solos, su mamá nos dio la bendición y Felipe repitió que él se encargaría de mí, le dijo a su madre que descansara y la besó en la frente. Regresamos al camarote. Las velas estaban izadas, el mástil a punto. Nos sentamos en su cama, que sería nuestra por esa noche y nos vimos a los ojos. Se abrió el cielo y pude ver las estrellas desde ese barco con la verga firme y dura. Dijo que tenía que decirme algo. —Yo era el de anoche. Doña Lola estaba platicando con la Virgen, frente al espejo de la entrada, prendiéndole veladoras, cuando sintió algo hondo en el pecho. Tuvo miedo. El cuarto de Felipe encerrado la incitaba, sentía que en ese silencio de arriba había un canto de sirenos llamándola. Asustada y como hipnotizada subió las escaleras poco a poco, el vals durmiente de Tchaikovsky acompasaba a los sirenos en su momento más climático. Hace un momento le pareció oír ruidos impensables, por eso fue a hablar con la Virgen. Ahora, frente a la puerta de Felipe el canto de los sirenos había terminado. Abrir o fingir. Con toda la precaución de años de madre vigilante abrió, lentamente asomó la vista por una puerta
que no rechinaría. Era la primera vez que se encontraba con el cuerpo adulto de su hijo joven en una desnudez acompañada que la estremeció, bichis los dos en una ternuna primigenia. Las nalgas firmes de los muchachos, abrazados en un sueño complacido, el miembro satisfecho de su hijo asomándose entre las caderas de Augusto, el niño del que se encargarían, una excitación de madre que no comprendía, todo eso vivió como dormida, como atrapada en un sueño húmedo de juventud, cuando soñaba que su novio la tocaba en el cine al aire libre de sus primeras veces. Doña Lola no supo cuánto tiempo estuvo ahí, contemplando una felicidad que no entendía; pero era evidente, ahí estaban dos varones dormidos y entrelazados con unos cuerpos atléticos que reclamaban más que comprensión, envidia. Cerró la puerta cuando notó que las respiraciones de los jóvenes eran una, quiso entender, sonrió y miró por última vez la espalda firme y hercúlea de Felipe, el único y verdadero hombre de su vida. Bajó a la cocina, tomó el trapeador y limpió, acomodó y sacudió toda la casa. Esa noche su viejo hogar relució como nunca. El silencio que había aceptado acompañar la convertía en la exigencia de una mujer pulcra. Competidores de la prueba de cien metros planos categoría infantil mayor varonil final, favor de pasar a la línea de salida, su prueba está por comenzar. Había calentado bien. Felipe me llevó a tiempo y dijo que vería la competencia, así que ya no había pretextos para no correr a máxima. Los más fuertes eran de Mazatlán y de Culiacán, un poco más altos que yo. Mi entrenadora me había saludado animosa y me dijo que iba a ganar, que confiara en mí. Carril 2, 185; Carril 3, 321; Carril 4, 239; Carril 5, 217; Carril 6, 132; Carril 7, 219. Hice yoguis rápidos en mi carril y moví los brazos y piernas. El juez de salida se acercó. Tenía que concentrarme. Pensé en el aroma a vainilla del cuerpo de Felipe. Competidores. El olor a sudor, a tierra y ciruela del miembro y de los huevos firmes y maduros de Felipe. A sus marcas. Me incliné, como hace un rato en que probé aquello duro, que sabía a sal y yerbabuena. Listos. Felipe tomándome por detrás, acercándose hacia mí nos hizo uno, y yo elevé mi parte trasera para tomar el mayor impulso en la salida. ¡Fuera! Sonó el disparo. Felipe disparándome y yo corriendo. “¡Corre, corre!”, distinguí la voz de mi entrenadora. Corrí como nunca lo había hecho, levanté la cadera y mantuve esa posición, como cuando Felipe me tenía viendo de cerca el cielo. Un instante eran los besos de Felipe y un instante mis brazos y mis piernas acelerados y mi pecho tocando la meta. Ceremonia protocolaria de premiación: prueba 100 metros planos categoría infantil mayor varonil. ¿Cómo te fue?, preguntó mi madre sin quitar la vista del televisor. El primer lugar es para Augusto Rodríguez, de Los Mochis, con un tiempo de 11 segundos 52 centésimas. Muy bien, mamá. ¿Ganaste algo? Sí, oro. Subí a mi cuarto a recordar con mi mano el instante en que corrí por primera vez mi mejor prueba.
Ana y el Cuervo SG. Quimor
5 Ilustración: María Bazana Técnica: Mixta
1 na escaló el árbol de moras con esa mezcla de agilidad y confiada habilidad que los niños suelen tener, a pesar de que constantemente sus padres le repetían que aquello estaba prohibido —y trepar árboles de moras era considerado un delito grave, acorde a las palabras enérgicas que había dicho su madre; las manchas de moras sobre la ropa eran como la sangre: casi imposibles de quitar. Pero para Ana, de ocho años, lo prohibido significaba poderse hacer, siempre y cuando una no fuera descubierta. Además, el sabor agridulce de las moras le resultaba tentador, y las más sabrosas siempre se encontraban en la parte más alta de los árboles. Quienes en su vida tenía relevancia: vecinos y familia, la consideraban una niña tranquila. No era una aventurera, sino más bien introvertida; silenciosa en exceso, evasiva y algo extraña. Escalar árboles era una de las pocas hazañas por la cual sus padres le llegaban a reprender. Ana sorteó la primera y más gruesa de las ramas de árbol de moras, apoyó su pie y se aferró de una segunda de menor grosor. Las aves que realizaban sus actividades pajariles en aquel árbol se alejaron asustadas, produciendo una variedad de agudos reclamos. Ana pensó que aquellos trinos y ruidosos aleteos sonaban a gritos, que parecía decir: ¡Hey! ¿Qué haces aquí? ¡Esta es nuestra casa! ¡Lárgate! Ana se detuvo unos segundos, alcanzó un puñado de moras y con un jalón las arrancó de la rama. El jugo de las moras aplastadas por aquella acción la salpicó, manchando su blusa
A
blanca de gotitas oscuras. Ana se llevó una mora a la boca, probó y escupió. Estaban demasiado ácidas y pobremente dulces; era necesario subir más. Alcanzó una tercer rama, apoyó el abdomen, se balanceó y apunto estuvo de dar una voltereta completa como solía hacerlo en los juegos tubulares del parque, para terminar cayendo. Su camisa blanca manchada de puntos morados se ensució aún más; el polvo y la corteza del árbol se mezclaron con el jugo de las moras. Ana, que a sus ocho años tenía poco conocimiento del sistema métrico, sospechaba que aún estaba a una altura segura en caso de terminar cayendo. Ya había ascendido más de tres metros. Recobrado el equilibrio la niña continuó trepando. El viento sacudió levemente el gran árbol. En menos de un minuto alcanzó una quinta rama. No pensaba ascender más, sin importar si las moras a esa altura no eran lo suficiente dulces. Desde ahí, Ana tenía una agradable perspectiva del valle. Había encontrado un grupo de ramas que le permitían acomodarse de manera algo cómoda, algo solamente; un espacio para descansar del ascenso, admirar un rato la soledad, la tranquilidad, degustar todas las moras que se le antojaran, y arruinar aún más su ropa. El descenso siempre resultaba fácil. Ana había ascendido seis metros. Si su madre la hubiera encontrado ahí seguramente se desmayaría, tal y como lo hacen las madres en las películas
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que Ana recordaba. Su padre gritaría como loco, tal y como sucedía en esas mismas películas. Los adultos le parecían extraños a Ana, y por ello no deseaba llegar a convertirse en uno. Siempre los veía preocupados, enojados, agarrándose con frecuencia el cabello, desesperados, o guardando un lastimoso silencio, mirando a la nada, mirando sus pies, siempre tristes o enojados, enojados o desesperados; pero raramente se les veía felices. Esos mismos adultos, tristes o enojados, enojados o desesperados con frecuencia le decían a Ana que debía cambiar, ser diferente, jugar más, reír más, correr más, que era importante que pasara más tiempo con otras niñas. Ana no entendía aquello, si ellos querían que ella fuera mejor, ¿Por qué ellos no cambiaban también? ¿Por qué esos adultos, como papá y mamá, no dejaban de pelear, de hacer esas cosas que parecían tenerlos siempre preocupados? No, Ana no quería cambiar, no quería amigas, no quería jugar con los demás. Ana prefería estar así, como en ese momento se encontraba: sola, escondida entre las ramas de un árbol de moras, disfrutando de la tranquilidad. El viento arrecio. Sin embargo el tronco de aquel viejo árbol era grueso, y las ramas donde Ana descansaba, firmes. Ana apenas sintió el movimiento. Ante su inmovilidad las confiadas aves comenzaron a regresar al árbol. A la niña eso le agradó. Un pájaro carpintero aterrizó a un par de metros de ella, movió su cabeza de manera nerviosa, de un lado, del otro, enfocando con cada ojo a la niña, tratando quizá de descifrar su figura, de entender si Ana representaba algún peligro. Lanzó un fuerte graznido que hizo que la niña diera un pequeño salto asustada; lanzó un segundo graznido, y esta vez Ana no se movió. El carpintero comenzó a trabajar con su pico sobre el tronco del árbol; Ana sonrió. Otras aves comenzaron a regresar a las ramas del árbol: un petirrojo, dos zanates machos con su plumaje negroazulado que reflejaba el sol de una manera que a Ana le pareció hermosa. En pocos minutos el árbol se llenó de una “pajarezca” cháchara; los graznidos del carpintero, el sonido agudo de los zanates que parecía un silbido, el rítmico canto del petirrojo. Ana cerró los ojos por un momento, dejándose envolver por aquellos sonidos: el viento sacudiendo las hojas, los cantos, los graznidos; la tranquilidad. Decidió esperar para tomar más moras, no quería moverse y asustar a las aves que la rodeaban. Respiró hondo, y los aromas del árbol de moras la lle-
naron por dentro; deseó que el tiempo se detuviera; pero lo que se detuvo fue el sonido. Inclusive el viento pareció suspenderse, dejar de soplar; las hojas del moral dejaron de murmurar, las aves callaron. Ante aquel silencio Ana abrió los ojos. Frente a ella una gran ave, la más grande que ella hubiera visto le miraba fijamente. El pájaro era tan grande como un gallo, de oscuro plumaje como el zanate pero sin las luminosas tonalidades azules; tenía un pico grande y grueso. Ana se sobresaltó, y casi cae por la sorpresa. Logró aferrarse con fuerza a la rama y evitar precipitarse al suelo. Ana era pequeña en comparación a los demás niños, pero en proporción, era más grande que aquella ave, y sin embargo, el inmenso pájaro parecía no temerle; más aún, parecía sentir curiosidad por ella. El ave se encontraba a menos de un metro de la niña, posada sobre una rama que se mecía a causa del peso. Se aferraba a dicha rama con un par de negras garras inmensas, costrosas, que parecía las manos de un bebé de largos dedos, coronados por largas y afiladas uñas. El rostro de Ana se encontraba a la misma altura de la cabeza del cuervo. Las demás aves habían desaparecido, probablemente huyendo de aquel inmenso congénere. —¡Cluc, cluc, cluc!— hizo el ave, abriendo un poco el pico y alzando la gran cabeza como si intentara tragar algo que tenía atorado en su garganta. —¡Cluc, cluc, cluc! — repitió, luego, lanzó un silbido suave que a Ana le pareció más un saludo que una amenaza. —Hola —dijo Ana, cautelosa. El ave movió la cabeza de un lado a otro, como si estuviera tratando de entender. —Hola —repitió Ana. —Hola— respondió el ave en un sonido en extremo parecido a una voz humana. —Hola, hola, hola— volvió a decir. El miedo volvió a abrazar a Ana, una leve ráfaga de temor como un estornudo. Sabía que los pericos y los loros, podían imitar la voz de las personas, pero nunca antes había escuchado de inmensas aves negras que hablaran. El ave continuó moviendo la cabeza de un lado a otro, como si esperara otra palabra. —¡Craw! — graznó. —¡Craw! Soy Ana —dijo ella. El ave movió de nuevo la cabeza de un lado al otro sin quitar su negra mirada de los ojos de la niña. —Ana —repitió ella. —Ana, Ana, Ana —respondió el ave. Ana sonrió, su miedo fue menguando. El cuervo abrió sus alas y se aproximó un poco más de un salto. Al hacerlo, Ana pudo apreciar lo grande que eran aquel par de alas.
—Ana —dijo el ave. Ella rió. El cuervo imitó la risa. Con cautela Ana extendió su mano izquierda hacia la emplumada figura que ahora estaba a menos de un metro de ella. No quería asustarla, ni mucho menos provocarla. El ave movió la cabeza de un lado al otro ante el movimiento de la niña, pero no retrocedió, ni abrió sus alas como señal de temor o amenaza. ¿Puedo acariciarte? —preguntó Ana deteniendo su mano. —Glu, glu —respondió el cuervo. Ana tomó aquellos sonidos como un sí, y tocó delicadamente con la yema de sus dedos el ancho pecho del ave, acariciándola, sintiendo la suavidad del negro plumaje. —Glu, glu —respondió el ave alzando la cabeza y apuntando con su pico hacia arriba, como si le agradara aquel gesto. Ana recordó que en la bolsa trasera de sus jeans llevaba un paquete de galletas saladas. Dejó de acariciar al cuervo y extrajo el paquete de galletas, manteniendo su seguro agarre al árbol con la otra mano. El cuervo miró con curiosidad el paquete, pero Ana encontró imposible abrirlo con una mano. Intentó usar sus dientes, pero en tres ocasiones sólo se quedó con pequeño trozos de celofán en la boca. Ana comenzó a desesperarse, no quería que su nuevo amigo se aburriera y emprendiera el vuelo. El ave parecía impaciente. Arriesgándose, e ignorando de manera infantil el peligro, Ana soltó la rama de la que se aferraba con su mano derecha y tratando de guardar el equilibrio, con cuidado, agarró el paquete con ambas manos y comenzó a tirar de los extremos. El paquete se rompió por la mitad de manera sorpresiva. Trozos de galletas saltaron hacia arriba esparciéndose delante de los ojos de la niña. Ana sintió cómo perdía el equilibrio. Fue demasiado rápido para ella; trató de aferrarse de nuevo a la rama de su lado derecho, pero sólo alcanzó a sentir el áspero rose de la rugosa superficie en la yema de sus dedos. Con su mano izquierda intentó agarrar la rama donde el ave se posaba, sin lograrlo. Precipitándose hacia el suelo Ana sintió un vacío en su estómago, pero la sensación duró poco, porque fue sustituida por un agudo dolor sobre su pecho cuando chocó en su caída contra una rama. De inmediato, un segundo dolor llegó, esta vez en su cadera, al chocar contra una segunda rama, luego, en su pierna izquierda. Al colisionar contra el suelo de cabeza, Ana dejó de sentir dolor.
Antes de que la negrura de la inconciencia la envolviera, la niña escuchó el graznido del cuervo: —Ana… 2 —Ana… La voz se escuchaba lejana, un llamado que llegó acompañado de la onírica imagen de su madre caminando sobre la playa, lejos, muy lejos de ella. El llamado flotaba sobre el sonido del tronar de las olas y el constante zumbar del viento. Ana… Parecía que su madre gritaba, pero el llamado tenía la textura de un susurro. En un segundo la imagen cambió; no era más su madre quien le llamaba aproximándose en la lejanía, era una gran ave negra, un cuervo. Pero esta imagen parecía más grande aún, del tamaño de una persona, de la estatura de su madre. Aquella figura no tenía el bamboleante andar de una ave, no caminaba como lo hacían las gallinas, ni los patos; caminaba con el firme andar de una persona, una persona cuya mitad superior del cuerpo fuera la de un ave, y la inferior la de un hombre. El cuervo-hombre se dirigía hacia ella, y Ana sintió miedo. —Ana —escuchó esta vez más cerca, en su oído. El ave llegó y se plantó frente a ella, tenía la estatura de un adulto. Ana miró hacia arriba, y el ave se inclinó, aproximando su grande y ancho pico hacia el rostro de la niña. —Ana —dijo. Y Ana despertó; abrió los ojos. 3 Ana tomó aire con fuerza, como si hubiera emergido del fondo de una alberca tras pasar más allá de su capacidad sumergida. Sintió un leve dolor en sus pulmones, y tosió. Su habitación se encontraba en penumbras. Había un poco de luz, emitida por el reloj despertador de su mesa de noche a su lado izquierdo. ¿Estás bien? —escuchó la voz adormilada de un hombre a su derecha. Ella giró para observarlo, pero sólo encontró un bulto enterrado entre sábanas y almohadas. Le tomó un par de segundos recordar que era su esposo, que estaba casada, que ella era un adulto, que vivía en su propia casa y dormía en su propia cama. Experimentó una breve y fugaz sensación de pánico al no poder recordar el rostro de su esposo. La información comenzó a agolparse en su cabeza y segundo a segundo los recuerdos se hicieron presentes: sabía que tenían diez años de casados, que él se llamaba Samuel, que le encantaba cocinar; más aún, hundida en aquella marea de recuerdos a
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las cinco de la mañana, Ana no podía recordar su rostro. —Estabas hablando otra vez —dijo él con modorra. —Decías tu nombre, luego comenzaste a quejarte. Te iba a despertar… —Ana lo escuchó estirarse— …pero luego te quedaste callada. Ana miró a su alrededor, ubicando su recámara. —¿Lloré? —¿Mmmh? —¿Qué si lloré? Él se reacomodó entre las sábanas y la cama se sacudió. Ana recordó que Samuel era alto y de espaldas anchas, pero su rostro continuaba difuso en su memoria. Se asustó más al pensar que algo malo le estaba sucediendo, su abuela había padecido por quince años de Alzheimer. —No, decías tu nombre nada más. Ella guardó silencio, pensando. En aquella quietud de la madrugada un perro ladró a lo lejos. —¿Soñaste otra vez que eras una niña? Sí —dijo ella mirando el techo. —Escalaba un árbol de moras, y luego hablaba con un cuervo. Él rió levemente, la cama se sacudió un poco. —¿Un cuervo? —Sí, uno enorme… y luego… soñé con una playa, y creo que con mi mamá... —¿Y qué te decía el cuervo? — Preguntó él incorporándose. Se quedó sentado al borde de la cama, con los pies sobre el piso. —Decía mi nombre, sólo decía Ana. —Él se incorporó y comenzó a caminar hacia el baño. —Tssss, un cuervo… —Murmuró Samuel ingresando al baño. Fue lo último que Ana le escuchó decir con vida. Tras escuchar un fuerte golpe Ana se levantó, corrió al baño y lo encontró boca abajo, muerto. A sus cuarenta años Samuel había sufrido un infarto cerebral. 4 La ambulancia tardó veinte minutos en llegar, y la oscura madrugada fue llenándose de luz. Ana bajó corriendo y abrió la puerta a los paramédicos, sabiendo que no había nada qué hacer. Había llorado, abrazado a su esposo, llamándolo por su nombre, sacudiéndolo y observando el pálido rostro que minutos antes de despertar no podía recordar. Pero Samuel no respondió, se quedó mirando el techo del baño con ojos vacíos, inexpresivos. Los paramédicos ingresaron a la casa, subieron hasta el baño de la recámara principal y por protocolo aplicaron los primeros auxilios a Samuel. Los tres sabían que no había nada que hacer ya, una gran mancha de humedad se había esparcido por la parte delantera del pantalón de la pijama de su esposo, y un olor a excremento inundaba el baño. Los esfínteres de Samuel, al morir, habían muerto con él.
Le aplicaron respiración artificial, presionaron rítmicamente su pecho, y luego utilizaron las paletas de resurrección, haciendo que el cuerpo de su esposo saltara un par de veces a causa de las descargas eléctricas. Tras diez minutos de intento, registraron en la bitácora su muerte. Ana soltó de nuevo el llanto abrazándose al marco de la puerta, dejándose caer poco a poco. Ninguno de los paramédicos intentó apoyarla, sólo eran dos, y estaban intentando subir el pesado y gran cuerpo de Samuel a la camilla. Tras un gran esfuerzo lograron bajar la camilla con el cuerpo de Samuel por la escalera. Ana les seguía como una solitaria plañidera. Tuvo un ridículo y breve pensamiento: —Las escaleras de las casa las diseñan para que las personas suban y bajen vivas, pero nunca para que se pueda bajar fácilmente un cuerpo por ellas. Las escaleras no son para los muertos. Los tres vivos y el muerto salieron de la casa. Afuera el día comenzaba y el cielo se coloreaba de un azul grisáceo. Los paramédicos comenzaron a subir la camilla a la ambulancia. Una patrulla se encontraba estacionada al otro lado de la calle, y uno de los policías se acercó a preguntarle al paramédico algo que Ana no escuchó. Tras un par de respuestas que parecieron satisfacer la curiosidad del policía, el oficial regresó a su patrulla y dialogó con su compañero. Ana miró a su alrededor mientras subían a Samuel a la ambulancia para ser trasladado a un hospital para que un médico hiciera oficial la declaración de muerte. Ana trataba de ubicarse en esa realidad, con la esperanza de encontrar algún elemento ajeno, equívoco, extraño que le comprobaba que soñaba, que aquello; el desvanecimiento y muerte de Samuel, la llegada de los paramédicos, su intento de resucitarlo, y el cuerpo inerte amarrado a la camilla y cubierto hasta la cabeza con una sábana blanca era sólo una pesadilla. Encontró aquello que buscaba, ese elemento, y en su cuerpo un escalofrío eléctrico recorrió cada poro, cada terminal nerviosa hasta las raíces de su cabello. Un gran cuervo miraba toda la escena, posado sobre la rama seca de un árbol muerto. —Ana —gritó el cuervo. Y la pequeña niña Ana despertó junto al tronco del árbol de moras.
La renuncia del burócrata Por Paul Martínez sparring_loto@hotmail.com @sparringloto
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E
l año de 1968 es un punto de referencia ineludible para entender a la sociedad mexicana. El 2 de octubre de ese año el Gobierno mexicano asesinó a civiles y estudiantes que se congregaban en la Plaza de las Tres Culturas, para exigir al Gobierno el respeto de sus derechos y garantías para ejercer su libertad, dos días después un burócrata asignado a la embajada de México en la India presentó su renuncia, también y con apenas unos días de diferencia se celebraron los XIX Juegos Olímpicos.
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Al modo de los grandes movimientos telúricos, estos eventos tuvieron sus réplicas y consecuencias. Una de las más significativas, fue el hecho de que luego de la matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas, un grupo de influyentes intelectuales decidieran romper sus nexos con el gobierno en turno. Dentro de este grupo de intelectuales que decidieron marcar una distancia con el régimen de Díaz Ordaz, se destacó Octavio Paz, quien durante esos días se encontraba al servicio del aparato de la diplomacia mexicano, operando desde la embajada de México en la India. Si bien Paz no fue el único ni por mucho el más radical en su postura, a la fecha se sigue cuestionando su renuncia misma, por considerar que en la práctica nunca sucedió, y que incluso se puede alegar que siguió apareciendo dentro de la nómina oficial, fueron sus palabras las que mejor englobaron los motivos de la ruptura, “ante los acontecimientos últimos, he tenido que preguntarme si podía seguir sirviendo con lealtad y sin reservas mentales al Gobierno”, Paz se preguntó, ¿Cómo poner la inteligencia al servicio leal y sin reserva de la brutalidad? La respuesta a esta pregunta fue
“Habremos
de pensar entonces la renuncia de Octavio Paz, no como un hecho individual y de carácter personal, sino como la efectiva conglomeración de sentires y respuestas de todo un grupo social, en este caso particular, el de los intelectuales ante las acciones del Gobierno en contra de los estudiantes y la sociedad civil”. la que conocemos ahora, la necesaria ruptura y el distanciamiento entre la clase intelectual y el Gobierno. A casi cincuenta años de los acontecimientos, cuando ya la mayoría de los actores ha muerto, vale preguntarnos si estos hechos tienen vigencia y es necesario seguir intentado comprenderlos, o por el contrario, se ha
pensado lo suficiente en ellos y ahora representan sólo anécdotas curiosas que aparecen en biografías consultadas para el trabajo escolar. En caso de que nos decantemos por la primera opción, lo primero que hay que preguntarnos es ¿por qué debe resultarnos relevante la renuncia de un burócrata de hace casi medio siglo? ¿Qué la hace diferente a la inconmensurable cantidad de renuncias que seguramente se realizan día con día en el país? Despojados de su carácter simbólico, las acciones del individuo se pierden en la inconmensurable cantidad de actos más o menos similares que suceden a la par. Una renuncia no es más que una renuncia entre tantas otras que se presentan todos los días, sin embargo, una vez que comenzamos a atribuirle una cualidad simbólica, el acto del individuo se magnifica y cobra relevancia, al particularizarla, se va presentando ya no como una acción que compete sólo a los actores directos, sino por lo contrario, se transforma en un eje que nos proporciona un sentido social. Sólo de esta manera podríamos pensar que efectivamente las acciones que cierto grupo de individuos realizó como reacción y respuesta a determinados acontecimientos pueden tener
repercusiones en nuestro propio ámbito temporal e histórico. Habremos de pensar entonces la renuncia de Octavio Paz, no como un hecho individual y de carácter personal, sino como la efectiva conglomeración de sentires y respuestas de todo un grupo social, en este caso particular, el de los intelectuales ante las acciones del Gobierno en contra de los estudiantes y la sociedad civil. Hemos otorgado a la acción de un individuo un carácter grupal, ya no es más la acción del burócrata que inconforme con el Gobierno presenta su renuncia, sino la representación de un grupo de individuos, la intelectualidad mexicana, que renuncian y declaran insostenible la relación entre la inteligencia que ellos representaban y la brutalidad con que se manejó el Gobierno ante los estudiantes. Ahora bien, si nuestra expectativa continúa siendo la de traer este evento no sólo a la memoria como un hecho histórico sino como una reflexión viva, entonces precisaremos no sólo de despojarla de su carácter individual, sino también de su sentido temporal, y habrá que preguntarse entonces, ¿qué representa para una sociedad la disensión entre los intelectuales y el Gobierno? A grandes rasgos podemos afirmar que la función de la clase intelectual dentro de una sociedad, es la de erigirse como la conciencia crítica de la misma. Es en la figura del intelectual donde depositamos las habilidades del pensamiento razonado, de la reflexión constante y particularmente la de la autocrítica. Por otro lado, las funciones con que más fácilmente relacionamos al Gobierno dentro de una sociedad, es con la de la toma de decisiones y la ejecución de actos. En una armonía estos dos sectores de la sociedad funcionarían en un sentido de retroalimentación donde lo que uno ejecuta es razonado por el otro y lo que uno razona el otro ejecuta, en una constante autocrítica que permite ejecutar acciones correctivas o elaborar soluciones novedosas a problemas recurrentes. En este sentido, la ruptura entre los intelectuales y el Gobierno, parecería dejarnos como consecuencia
a un Gobierno imbécil, que se remite a la pura ejecución sin precisar del razonamiento, y a un círculo intelectual que se renuncia a la posibilidad de llevar a la práctica los razonamientos, quedando en grado poco menos que inútil. Si bien podemos pensar que una de las consecuencias de la ruptura entre los intelectuales y el régimen de Díaz Ordaz, fue precisamente la confirmación de un sistema de Gobierno que renuncia a escuchar la crítica y que de manera todavía más tajante evade la posibilidad de un autocrítica, que tiene por único medio de afirmación ante la sociedad, la acción despojada de cualquier viso de razonamiento previo. O acaso podríamos atribuir a esta ruptura la pérdida de capacidad de acción para el círculo de los intelectuales, al distanciarse del Poder Ejecutivo se perdió también gran parte de la posibilidad de influir en las acciones del Gobierno. Podríamos aventurar este par de hipótesis y encontrar en la disensión de los intelectuales con la Presidencia de la República, el germen de nuestro estado actual de cosas. Aunque esto podría resultar demasiado simplista, asumir con docilidad que somos el producto de las decisiones que fueron tomadas en el pasado, no es de ningún modo despreciable afirmar que de los
acontecimientos de nuestra historia hemos recibido una considerable influencia, y que en base a la comprensión que logramos de los mismos, podemos hacer efectiva la experiencia. La ruptura entre los intelectuales del 68 y el régimen de Díaz Ordaz se mantendrá vigente en tanto la abordemos como un acto simbólico y no sólo como un hecho histórico. Si nos acercamos buscando actos individuales no encontraremos sino anécdotas para registrar en las nuevas biografías. A casi medio siglo podríamos pensar que las preguntas pendientes no se conjugan en pasado, que seguramente es clave preguntar ¿qué significa para nuestro tiempo el hecho de que el Gobierno haya desestimado esta ruptura y que pretendiera afirmarse sólo a través de la ejecución, sin acertar a intentar siquiera la posibilidad de la autocrítica? ¿Continúa reflejándose este mismo comportamiento en el Gobierno actual? ¿Qué tan cerca está el actual Gobierno de la absoluta estupidez y qué tan lejos se encuentra el círculo intelectual de la posibilidad de inferir en las decisiones del Gobierno? ¿Es posible o siquiera deseable que los actuales intelectuales hagan presencia clara y contundente en las decisiones del Gobierno?
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La RAE,una tortuga laboriosa Manu de Ordoñana, Ana Merino y Ane Mayoz
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egún el diccionario de la Real Academia de la Lengua, Dislate significa “disparate” y Arcaísmo, “elemento lingüístico cuya forma o significado, o ambos a la vez, resultan anticuados en relación con un momento determinado”. De dislates, arcaísmos y torpes definiciones está el DRAE lleno, en opinión del escritor mejicano Juan Domingo Argüelles. Si sus más de 600 académicos (contando las veintidós corporaciones que forman parte de la Asociación de Academias de la Lengua Española) se dedicaran a revisar el diccionario, que en su edición compacta tiene 2349 páginas, no tocaría a más de cuatro páginas por académico. No parece ardua esta tarea si tenemos en cuenta el lema que acuñaron allá por 1715: limpiar, fijar y dar esplendor.
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agamos un poco de historia. La Real Academia Española, RAE, fundada en 1713 por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga, marqués de Villena, tuvo como precedente y modelo a la Academia Francesa, fundada por el cardenal Richelieu en 1635. El objetivo, desde sus inicios, fue la elaboración del diccionario “más copioso que pudiera hacerse” de la lengua castellana. Ese propósito se hizo realidad con la publicación del Diccionario de Autoridades, editado en seis volúmenes, entre 1726 y 1739. Después, con la redacción de sus actuales estatutos, se reafirmaron en aquel propósito y lo ampliaron, de forma que en su primer artículo se pusieron como objetivo “velar por que los cambios que experimente la lengua española en su constante adaptación a las necesidades de sus hablantes no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico”. Esos cambios y esas necesidades se dan hoy en día con más rapidez que en otros tiempos. Y es esta dinámica la que ha marcado el comportamiento de los académicos con respecto a su trabajo: antes registraban palabras de for-
ma torpe y perezosa y hoy en día, sin embargo, impaciente y poco cuidadosa. El objetivo se ha cumplido: ya tienen el diccionario más copioso que pueda darse aunque, en nuestra opinión, menos riguroso que el que debieran exigirse. La Asociación de Academias de la Lengua Española ―ASALE―, antes mencionada, se creó en 1951, bajo el auspicio de la RAE. En ella participan las veintitrés academias de España, América, Filipinas y Guinea Ecuatorial, con el fin de “trabajar asiduamente en la defensa, la unidad y la integridad del idioma común…”. Esta loable iniciativa de compartir la responsabilidad de la unidad lingüística de la lengua castellana ha sido bastante criticada en América Latina por no ser más que “una entidad ficticia, que funciona bajo la batuta de su artífice y rectora”. A aquel primer diccionario le han seguido otros trabajos relacionados con el estudio de la gramática y la preparación de normas gramaticales. Es el complemento imprescindible del diccionario porque en éste se definen las palabras y en la gramática se explica la forma en que los elementos de la lengua se enlazan para formar textos y se
analizan los significados de estas combinaciones. Pero han tenido que pasar casi 80 años para que aparezca una gramática nueva, la primera vio la luz en 1931. Y es en 1973 cuando se publica un Esbozo de una nueva gramática de la lengua española, que se quedó en eso porque el avance de una nueva obra nunca se completó. Hasta que llegó 1999 y apareció la Gramática descriptiva de la lengua española, dirigida por Ignacio Bosque y Violeta Demonte, que se creó fuera del ámbito de la Academia aunque auspiciada por ésta. Después vino la Nueva gramática de la lengua española (2009-2011) nacida del consenso de todas las academias de la lengua y dirigida por el mismo codirector de la anterior, Bosque, quien con su sabia intervención ha sorteado uno de los escollos que se encuentran en el camino de una obra científica sobre la lengua: la “multitud de opiniones y de disputas que reynan entre los Gramáticos”, como ya decía la Academia en 1771. A las obras ya citadas podemos añadir: Diccionario de la Lengua Española (2001y 2014), Diccionario panhispánico de dudas (2005) y Nueva Ortografía de la Lengua Española (2010). Respecto a la última edición del diccionario (la 23ª, tras aquella primera de 1726) contiene más de 93,111 entradas, frente a las 88,431 de la edición anterior, publicada en 2001. Se ha perseguido la depuración del sexismo y la eliminación de adjetivos malsonantes o despectivos y se ha reforzado la vocación panhispánica con la incorporación de muchas voces de origen americano, que ya alcanzan las 19,000 acepciones (casi el 10% del total). El nuevo diccionario ha retirado 1350 términos antiguos que ya no se usan, pero ha admitido 5,000 nuevos, muchos de ellos procedentes del inglés. Como ocurre siempre que aparece un tratado que pretende poner orden en la selva del lenguaje, la polémica se ha desatado entre los que se aferran a la tradición y los que defienden la innovación. Uno de los focos de la controversia es esa invasión de neologismos que está experimentando el diccionario en los últimos diez años. Los anglicismos se han apoderado de la jerga que utilizan los profesionales y su influencia ha logrado hacerlos habituales en el habla popular. Primero fue el deporte, luego la tecnología, más tarde las redes sociales y ahora hasta la publicidad. Los puristas de la lengua están inquietos y claman por tanto desatino. Pero la RAE sigue con su labor y no conforme con establecer significados y poner reglas a la lengua, ha decidido desarrollar una actividad docente y, por eso, el 12 de julio de 2001 da el pistoletazo de salida a un nuevo proyecto: la Escuela de Lexicografía Hispánica (ELH). Y desde el curso académico 2012-2013, además, en colaboración con la Universidad de León ofrece un máster en Lexicografía Hispánica. Un título de posgrado que pretende
formar a los alumnos en todos los procesos y fases de la elaboración de diccionarios desde sus primeras tareas hasta su redacción, edición y publicación en distintos soportes de diccionarios de todo tipo. Si nos atenemos a lo dicho aquí comprobamos que el trabajo de la Academia Española de la Lengua, a lo largo de la historia, ha sido arduo y muy lento. El estudio de las palabras, su origen y evolución a través del tiempo es una responsabilidad que la RAE se ha adjudicado pero que antes es nuestra, de quienes la usamos. La lengua nos ayuda a expresarnos, a comunicarnos con el prójimo y a significarnos como prueba de que existimos, de que estamos en el mundo. Por eso es bueno que las academias sigan desarrollando sus tareas, tal y como lo vienen haciendo hasta ahora, aun a sabiendas de que persistirán las críticas de los eternos descontentos. Sobre la gramática y la ortografía, nadie pone en duda la unicidad, aunque se cuestione su contenido. Sobre el vocabulario, la cosa no está tan clara. Las academias no quieren imponer, tan solo dar orientaciones del tipo normativo, algo que, en principio, parece razonable. Como dijo Miguel Delibes: “El pueblo es el verdadero dueño de la lengua”. Pero uno se pregunta si no tendrían que ir un poco más lejos y zanjar determinadas cuestiones acerca del uso y abuso de expresiones por parte del mundo mediático. Publicado con autorización del autor
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Rubén Salazar Mallén y Octavio Paz Por René Avilés Fabila
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ui afortunado: conocí a muchos personajes del pasado. Por mi padre, platiqué con Jaime Torres Bodet, Agustín Yánez y José Vasconcelos, fui amigo de José Revueltas y de Juan de la Cabada, discutí y bebí con los estridentistas, particular-
mente con Germán List Arzubide. Heredé la relación cercana con Rafael Solana y traté a periodistas como Magdalena Mondragón quien a su vez me presentó a Rina Lazo y a Arturo García Bustos. Andrés Henestrosa no sólo era buen amigo de mi padre, también lo había sido de mi abuelo, don Gildardo F. Avilés. Según un artículo suyo, publicado en Unomásuno, bebió con él en una cantina cercana a la Normal, donde entonces se hacía una intensa vida cultural. Más adelante lo hizo repetidamente con mi papá, en cantinas en pleno centro capitalino. Gracias a su larga vida y a su notable fortaleza, yo he brindado con él, creo, más de lo que mi abuelo y mi padre lo hicieron con Andrés. Pero entre tantos mexicanos ilustres había uno inolvidable: Rubén Salazar Mallén. Lo vi por primera vez alrededor de 1958 en la oficina de mi papá, en Palma 9 casi esquina con 5 de Mayo. En un coctel donde se nos mostraba un libro (creo) de Adelina Zendejas, pues ella era la figura central. Bebió enormidades y al final terminó gritando e insultando a todo mundo. Me llamó la atención su extrema agresividad. Fue todo y fue mucho.
Poco a poco nos fuimos encontrando. Salazar Mallén era un distinguido escritor, un aguerrido periodista, soberbio cronista de su tiempo, un bebedor infatigable y un excelente profesor de ciencias políticas. Había pasado por el comunismo estalinista y como Revueltas lo detestaba. Escribió libros, artículos y ensayos, algunos magníficos de literatura, como Soledad, Camaradas, Cariátide (obra que produjo uno de los mayores escándalos de las letras mexicanas y por el cual cerraron la revista Examen de Jorge Cuesta, a causa del uso de groserías), ¡Viva México! (novela elogiada por Salvador Novo y de la que escribí un entusiasta artículo), Las ostras o la literatura y otros de reflexiva investigación sobre ciencia política. Era fastidioso para mí porque yo, de formación marxista, militaba en la Juventud Comunista, con muchos de aquellos que ahora se enriquecen en el PRD. Nos hicimos amigos, amigos difíciles, como lo señalo en el primer tomo de mi autobiografía: Recordanzas. Terminábamos siempre mal. Beber, conversar o ambas cosas con él no era fácil, en efecto. Por eso quedó dentro de un capítulo que titulo “Las amistades difíciles”. Nunca fue mi maestro; teoría del Estado e historia de las ideas políticas que él impartía, las tomé con Enrique González Pedrero. A cambio leía sus artículos periodísticos, con frecuencia notas críticas sobre libros, que hicieron múltiples referencias sobre mi trabajo literario. Mi primer libro, una novela contracultural, Los juegos, le pareció un error y así lo dijo y lo escribió. En esto coincidía con otros amigos de mi padre y así era porque en el libro, además de satirizar a los intelectuales famosos de la época, hice lo mismo con mi propio padre y, por añadidura, aparecía el mismísimo Salazar Mallén. A ninguno de sus amigos les gustó. Pero luego vino Hacia el fin del mundo y contentó a varios de ellos, entre otros a Francisco Zendejas y al propio Salazar Mallén, quien redactó una excelente nota sobre mi nuevo libro de cuentos, editado por el Fondo de Cultura Económica cuando yo tenía 28 años. Más adelante publiqué en Joaquín Mortiz La lluvia no mata a las flores y Salazar Mallén escribió pestes de la obra. Entonces yo
vivía en París, y a mi madre no le gustó el artículo y le envió una carta diciendo que era un hombre inestable: que de una nota a otra pasaba por diversos y encontrados sentimientos, ninguno literario. ¿Qué clase de escritor era yo, preguntaba mi mamá: notable o pésimo? La revista Mañana le concedió un buen sitio y Rubén Salazar Mallén tuvo la gentileza o descortesía, según se vea, de no contestar, él de suyo respondón y aguerrido, majadero. Cuando regresé y comencé a dar clases en la Facultad de Ciencias Políticas, Rubén acrecentó sus pasiones sobre mí. De lejos parecía detestarme y de cerca era cariñoso. Supongo que mi marxismo lo molestaba y en persona yo le era simpático o tolerable porque teníamos más en común de lo que imaginábamos. Recuerdo un montón de encuentros o de encontronazos, mejor dicho. Lo mismo en cantinas que en los pasillos de Ciencias Políticas y Sociales. Una vez en Excélsior, en mi propia oficina, me reclamó unas erratas de manera majadera, le contesté igual. René, usted me ofende, me dijo airado casi al final de la agresión. No, maestro, yo soy de los muy pocos que lo apoyan, cuidan y publican trabajos suyos, repuse. En otras ocasiones, era gentil y me daba aventón al salir de la Ciudad Universitaria, cuando ambos vivíamos por el mismo rumbo en la Colonia del Valle. Las pláticas, entonces, eran amenas, no cabe duda, el hombre sabía, era un lector profesional que de pronto encontraba aciertos en sus rivales y tenía la inteligencia de aceptar una idea aguda o una inquietud razonable. En literatura solía hablar de Jorge Cuesta y de otros de los que formaron el grupo Contemporáneos, lo hacía con suavidad y sólo a veces deslizaba una broma macabra. Me parece, vistas las cosas a distancia, que fue él quien primero revaloró a Jaime Torres Bodet sobre quien pendía la tremenda acusación de funcionario. Carlos Pellicer, cuenta don Jaime en sus memorias, le dijo cuando fue nombrado Secretario de Educación Pública por vez primera: Ni remedio, Jaime, ya te retiraste a la vida pública. Otra vez, fuimos juntos a Veracruz en elegantes autobuses de redilas con-
tratados por la UNAM. Íbamos docenas y docenas de escritores acompañando a mi entrañable Rubén Bonifaz Nuño a recibir uno de los muchos premios que ha conseguido a fuerza de poesías notables. Rubén Salazar Mallén, Fausto Vega y yo bebimos y de pronto, ante los oídos castos de un demagogo, el rector Jorge Carpizo y un montón de escritores e intelectuales, Salazar Mallén dijo, René, vamos con las putas, deje usted a estos borrachitos tristes. Creo que la historia completa está en el citado volumen de memorias. Pero Rubén Salazar Mallén fue un hombre complejo y múltiple, en especial en la parte política. Fue comunista, sinarquista según sus detractores, luego fascista y al final anarquista. El problema fue su capacidad enorme para agenciarse enemigos, algo que me sucede a mí también. Sin embargo, habrá que reconocerlo, los enemigos son útiles, por más que traten de detenerte, ayudan a avanzar. Por el otro lado, sus amigos eran más bien tolerantes, personas que aceptaban sus dardos malignos, siempre ingeniosos. Y que respondían con afiladas bromas, como en el caso de Andrés Henestrosa. Pese a todas sus habituales desavenencias con media humanidad, Salazar Mallén era un pensador original, poderoso. De lo contrario, ni habría sido polémico y menos objeto de los plagios que Octavio Paz le hizo. Al respecto valdría la pena leer su trabajo (“Recado”) dirigido a Edmundo O’Gormán cuando el célebre historiador se puso del lado de Elías Trabulse a quien Octavio Paz hallaba culpable de plagio, publicado en Excélsior y donde, una vez más, Salazar Mallén se defendía o trataba de rescatar la paternidad de las “ideas” del poeta que ya estaba en un punto muy alto y era reconocido o aceptado sin ninguna discusión. Sin lugar a dudas, el que Paz o Fuentes hayan triunfado plenamente sin objeciones, hace dudar de nuestra seriedad como país. Sus plagios en todo caso son paráfrasis de corderos muy mejoradas por los leones. Salazar Mallén admiraba originalmente al poeta Octavio Paz, pero le era intolerable como oportunista que escribe “¡No pasarán!” para obtener un boleto a España en 1937, no soportaba
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más al intelectual que se apoyaba en las ideas de otros sin citarlas. Tampoco toleraba el caciquismo cultural (con el del PRI era más que suficiente) y Paz no sólo fue un caudillo cultural (sigo la terminología de Krauze), también fue un monarca que no quiso amigos sino súbditos. A su alrededor florecieron los aduladores y los serviles. Paz fue un luminoso rey en un país de sombras. Por eso, Rubén lo combatió una y otra vez. Un Salazar Mallén que se acercaba a una suerte de anarquismo con rostro humano, según dijo en son de broma en una borrachera, mientras comíamos un pollo rostizado en su propia casa (Tejocotes 18), con los dineros de una conferencia donde lo presenté y jugué al preguntador. Fue un momento de mutuo cariño y respeto. Salazar Mallén fue un hombre crítico por naturaleza, imbatible, incapaz de servilismo alguno y en todo eso fue diferente a los demás, en su época, antes y después. Para dar la pelea seleccionó dos armas formidables: el periodismo y la academia, en ambos lugares disparó misiles poderosos y en ambos lados encontró incomprensión y odio, tal vez desdén. Lo han olvidado porque era un intelectual y un artista incómodo. Nos recordaba mucho nuestros vicios y defectos en un país donde se busca el éxito a cualquier precio y en donde se ofende y se arremete sin provocación. Javier Sicilia, en la cuarta de forros del libro Rubén Salazar Mallén y lo mexicano, reflexiones sobre el neocolonialismo, compilado y acotado por José Luis Ontiveros, lo señala como “el más atípico y escandaloso” de los escritores mexicanos. Y es verdad, su franqueza era brutal y no se detenía ante ninguna jerarquía burocrática, mucho menos ante sus pares. Crítico por excelencia, defendió su paternidad en ideas y temas que más
adelante Octavio Paz haría suyos sin otro argumento que el cinismo total: el león devora a los corderos. Es evidente, el cordero era Salazar Mallén. Sólo que se indigestó más de una ocasión: cuando Emmanuel Carballo denunció el plagio en el suplemento México en la cultura en 1959; aquí mismo precisó no sólo esto sino que puso en evidencia el escamoteo intelectual del futuro premio Nobel de Literatura de los trabajos de Samuel Ramos y Ermilo Abreu Gómez. Al intervenir en la polémica entre Paz y Carballo,
Ru b é n indicó las fuentes exactas del hurto: un ensayo sobre el machismo publicado por éste en 1939 y otro más sobre el malinchismo. Respecto a las ideas de Paz sobre Sor Juana, Salazar Mallén las calificaba ya no como plagio sino como “una calca de mi ensayo Apuntes para una biografía de Sor Juana Inés de la Cruz”, publicado en 1952, según escribió en Excélsior en 1977. Para muchos el plagio puede ser resultado del ninguneo y esto es algo que entre nosotros se ha desarrollado con fuerza. En otro momento, Héctor
Pérez Martínez se quejaba del ninguneo que ejercía el grupo Contemporáneos, mismo al que Salazar Mallén se ufanaba de pertenecer. Tomar ideas de alguien menos afamado o que empieza quedaría en tal caso cómodamente. El ninguneo que Octavio Paz llevó al estrellato fue también la política de Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis. Lo es ahora de la sectaria admiradora de AMLO Elena Poniatowska, para sólo citar consagrados. Salazar Mallén fue autor de páginas intensas, novelas que anticiparon el futuro, críticas que hurgaron en el tema ignoto de lo mexicano, todo ello sano para el buen funcionamiento del cuerpo intelectual y nadie lo recuerda. Pocos lo comprendieron. Uno de ellos fue José Luis Ontiveros quien lo rescata o al menos eso trata, en su libro Rubén Salazar Mallén y lo mexicano, reflexiones sobre el neocolonialismo. Otros que le quedaron a deber favores y amistad, cariño y respeto, lo han olvidado, saben que recordarlo es meterse en dificultades. En dicho libro, Ontiveros tiene la audacia, Salazar Mallén hubiera dicho los huevos, de rescatarlo y presentarlo en su mejor faceta, la del polemista. Sin embargo, siendo justos, también fue un novelista memorable, de personajes y escenas crudas, que no gustó porque la suya era una literatura profunda, densa, renovadora, muy humana. Lo más paradójico de este asunto es que Paz, campeón del ninguneo, teoriza sobre el tema, victimarios y víctimas, en El laberinto de la soledad. Sorprende que no haya aprendido de sí mismo. Pero es ya un lugar común: Paz pasó la mayor parte del tiempo entre la fidelidad a su persona y admirable trabajo y la claudicación de los grandes principios que manejó por temporadas. No sé qué pensar del plagio, escribí un texto (“En defensa del plagio”, cfr. Fantasías en carrusel) que ironizó a quienes lo practican, una frase se me
quedó: Para qué escribir una obra genial como el Quijote si puedes copiarla. A veces el escamoteo se da en párrafos breves o en ideas que se toman por su belleza u originalidad. A veces es una atroz coincidencia, desafortunada. Vicente Leñero escribió una pequeña nota: “Un plagio inocente de Alfonso Reyes”, en la que recupera una historia olvidada. Reyes da a conocer un artículo en Revista de revistas casi idéntico al ya publicado en The Saturday Review por un autor poco conocido: George Kent. “Los buscadores de pifias ―explica Leñero― que habían leído ambos textos, los marginados del pontificado cultural ejercido por Alfonso Reyes durante tantos años, postulado en aquel entonces al premio Nobel, lo acusaron a voz en cuello de: ‘¡plagio, plagio!’. Era un plagio, en realidad, imposible negarlo”. Entre quienes lo señalaron, estaban Jorge Murguía, Jesús Arellano y Ramón Rubín. Las represalias de parte de los admiradores de Reyes fueron directas y claras. Entre los que fustigaron a los críticos estaba Raúl Villaseñor, un antiguo conocido de mis padres a quien mucho traté. El plagio, pues, no es una novedad: la acusación, cierta o no, la han recibido autores como Luis Guillermo Piazza, Gustavo Sáinz y el propio Carlos Fuentes, para sólo citar dos casos más. Reyes, como luego lo haría Paz, minimizó el asunto y le echó tierra encima. El señalamiento contra Piazza, autor de una obrita muy festejada en su momento, La Mafia, alusión al grupo que gobernaba la cultura nacional encabezado por Fernando Benítez y secundado por Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco, Emmanuel Carballo, Juan García Ponce, para citar sólo a los más notables, lo hicieron Alejandro Finisterre y Manuel Mejía Valera. Finisterre hizo una broma al respecto: Si México fuera un país justo y respetara los derechos de autor, Piazza estaría encarcelado escribiendo Mis prisiones de Silvio Pellico. El plagio no existe si el autor tiene un éxito amplio, notable. Se llama coincidencia, afinidad o simplemente se trata de un lobo devorando corderos. Con Paz tuvo enfrentamientos que el primero desdeñó: para él Salazar Ma-
llén era un personaje menor y no merecía reconocimiento. Paz tuvo deudas y ninguna pagó. Utilizó la terminología de los surrealistas y se dijo uno de ellos, pero mientras que los auténticos surrealistas deseaban cambiar la vida y el arte, Paz sólo quería imponerse como monarca, triunfar plenamente a cualquier precio y arrollar a sus enemigos. Dejó sus ideas de juventud como alguien deja un abrigo inservible. Después de combatirlo para alcanzar notoriedad, el poeta terminó siendo el mejor amigo del príncipe y murió como jefe de Estado casi en los brazos de un hombre indigno: Ernesto Zedillo (ya antes había estado en los de otro tiranuelo: Carlos Salinas de Gortari), mientras que en la muerte de su amigo Revueltas y en la de Juan de la Cabada no había dinero para sacarlos de Gayosso. Pero el libro de Ontiveros va más allá de las discrepancias Paz-Salazar Mallén. Allí están los escritos de Rubén donde analiza figuras de la talla de Vasconcelos y se introduce en los grandes problemas culturales de la nación. Aparecen otros temas pero inalterablemente los resultados son políticos. Se trata de un zoon politikón perfecto. El comunismo estalinista que vieron Revueltas y Salazar Mallén y que los atemorizó, analizado desde perspectivas diferentes, se derrumbó por completo. De todas formas, vale la pena leer lo que pensaba Salazar Mallén al respecto, del sistema imperfecto que fue establecido en Rusia y de una larga serie de intelectuales, todos juzgados con agudeza y valentía. La obra es de enorme mérito intelectual para mejor comprender la cultura nacional. Los textos que Rubén le destinó a Paz, donde con frecuencia aparece Emmanuel Carballo, estaban olvidados, Ontiveros tuvo el coraje de sacarlos y ponerlos ante nosotros, y ante nuevas generaciones (México, país de perenne desmemoria) que no tienen idea quién fue el combativo escritor. Se trata de un libro polémico que seguramente debió ser editado en mejor sitio, no donde lo destinarán al sepulcro, pero el caso es que allí está, buscando lectores inteligentes y combativos. En el prólogo, José Luis explica las razones de su tarea y la importancia de
Rubén Salazar Mallén, lo revalora. Podemos estar de acuerdo o no con José Luis. Pero hay que leer a Salazar Mallén, entender sus pugnas y sus problemas. Ontiveros es un narrador singular y un hombre que piensa diferente a la mayoría de los escritores e intelectuales mexicanos. Yo aprecio su literatura y mucho pero discrepo de sus ideas, parecidas, por cierto, a las de Román Revueltas, uno de los hijos de José. Me llama la atención México: su izquierda ha vivido desgañitándose por la pluralidad y las diferencias, las utilizan para defender a sus colegas y a los homosexuales y lesbianas. Pero en cuanto entramos al campo de las ideas, la petición se convierte en tiranía. No hay más ruta que la nuestra. Entonces, si alguien piensa diferente, está equivocado y no merece vivir. No hay nada más intolerante que la llamada izquierda mexicana, no soporta la diversidad, la pluralidad. Éste es uno de los problemas de Ontiveros y lo fue con Salazar Mallén, escritor maldito, escritor marginado, como señala el propio Ontiveros o como bien dice Javier Sicilia, forajido, francotirador, enemigo de sí mismo, personaje incómodo para la literatura mexicana. No recuerdo haber oído palabras suaves y gentiles sobre Rubén, todas estaban cargadas de desprecio y odio, todas eran más bien producto del miedo que su recia personalidad maltrecha producía. Fui educado en la izquierda, desde muy joven milité con los comunistas y más adelante tuve cierta cercanía con los trotsquistas, pero nunca pedí que fusilaran a aquellos que pensaban de otro modo, por más radicalismo que me hayan atribuido los cretinos, entre otros Octavio Paz, quien me hizo la acusación de estalinista en La Jornada. Fui abierto y plural, respetuoso de los demás (a menos que me provoquen) y lo sigo siendo, la mejor prueba fue la larga amistad, larga y compleja, con José Luis Ontiveros y el hecho de ser el editor de su libro, y más larga y más compleja fue la relación con Rubén Salazar Mallén, un hombre generoso, guerrero feroz y en el fondo artista tímido que se ocultaba tras la máscara del ogro porque de otra manera no es posible sobrevivir dignamente en México.
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Por Ulises Casal ulises.castaneda.alvarez@gmail.com @UlisesCasal
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Constelaciones Cuando busco el silencio un verso me encuentra, y cuando cierro mis ojos aparece un recuerdo en un lado y un rostro en otro, una voz me susurra y otro recuerdo aparece entonces, veo niños abajo, lunas y monstruos de colores, la humillación de un ídolo la mirada de seis tigres, la traición de un amigo y un beso cometa se atraviesa; veo los fantasmas de mis padres, las goteras de mi casa y un abrazo mientras lloraba; una mariposa que divaga entre la osa y el reloj;
en lo más alto nos veo caminando en la lluvia después de tanto extrañarnos; un amigo y su cosmos de sangre, otro amigo y su sin padre una botella vacía y la colilla de un cigarro en la penumbra de la playa; los olores insoportables de un hospital y las lágrimas de la Luna, la sonrisa después del beso; el pecado y el sigilo, la sonrisa de imbécil cuando te miro el reencuentro, la plegaria, tú. La memoria es un manjar de constelaciones.
El apocalipsis de la lectura Por Canuto Roldán poetwithoutlanguage@gmail.com
Solemos pensar que el número de libros no leídos en una cultura es proporcional al nivel de retraso social de dicho grupo. Pero ¿qué pasa si para progresar tal sociedad decide sacar provecho de la ignorancia? Para que un Estado sea productivo desde el analfabetismo, es indispensable sistematizar la destrucción del conocimiento. Esto implica extirpar la lectura del sistema, deshacerse metódicamente de cada uno de los libros que lo han conformado, desaparecer a los lectores y, principalmente, publicitar la ignorancia para que cualquier inquietud intelectual sea suplantada por un presente mediático donde la irreflexión se venda cada vez mejor; sólo entonces la masa social sería obediente y productiva, al no tener la posibilidad ni un modelo para ejercer el disenso y el ocio desde un ojo crítico. La temperatura ideal de un un Estado en esas condiciones sería Farenheit 451, el clima constante de un progreso autómata, en el que el fin de la lectura es también el fin del tiempo libre dedicado al pensamiento individual.
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Ilustración: Brenda Olvera Técnica: bolígrafos, tinta y lápices de color
Pero ¿son los medios masivos de comunicación los únicos responsables de provocar la censura y la ignorancia? Si Farenheit se articula como un discurso divergente que cuestiona los medios, formas y objetivos de los discursos oficiales, es para cuestionarse también el status de la literatura. ¿Hasta qué grado, pues, la literatura puede ser independiente de un sistema enajenante? Si históricamente la literatura escrita se ha desarrollado junto con los sistemas sociales y ha creado con ellos instituciones es porque se ha entendido culturalmente como un proceso tanto para renovar y difundir nuevas ideas como para conservarlas. Aunque esta forma multifacética de incidir en el marco social, le provee a la literatura de un margen amplio de acción y difusión, es esta misma la que, en la ficción de Bradbury, le acerca a una extinción segura. Parafraseando al antagonista del relato, el jefe de bomberos Beatty, la desaparición de los libros se hizo posible porque al contradecir al régimen, se contradecían entre sí. Pese a ello, y afortunadamente, la dialéctica del conocimiento y la ignorancia depende de otros factores además de los discurso escritos o mediáticos. Así, descubrimos junto con Montag, el personaje principal, que la lectura no es la que tiene en sí un poder emancipador sino su transmisión oral. Ya que de manera mediática se han sobrepuesto los afectos a la crítica, mientras que de manera académica se ha sobrepuesto la crítica a los afectos, la transmisión oral de un texto se torna un medio más autónomo para fluctuar entre los afectos y las ideas. Resulta pues que la literatura y el televisor coinciden en el desequilibrio con que proyectan un único enfoque para los ciudadanos. Si, como dice el profesor Faber, no hay nada mágico en los libros sino en lo que hacemos con ellos, habrá pues que pensar qué es lo que hacemos con ellos, ya que tales acciones impactarán en otros ocasionando diferentes afectos y entonces una diversidad de discursos, escritos o no. Pero para que una diversidad de discursos sea incluyente hace falta mucho tiempo de improductividad (económica) inmediata, es decir, sin libros, sin televisor, etc.
Fahrenheit se convierte así en un título que analiza las similitudes y diferencias entre los mecanismos de un discurso mediático y el canon académico. Pese a que ambos han favorecido y cuestionado a los sistemas a los que pertenecen, la literatura se vuelve prescindible al no repercutir con la misma inmediatez con que lo hacen los medios masivos. Frente a ello, en comparación con la literatura escrita, y aunque no goce de la permanencia que ésta última conlleva ni de la rapidez con que se comunica un grupo social mediatizado, la literatura oral resalta al promover la reflexión personal y las relaciones afectivas del grupo. Dicho esto, para el personaje central de la historia asumirse como lector significa romper el pacto social, regresar a una vida nómada, casi ascética, en la que el acceso a otros libros requiere del trato profundo con otros lectores, únicos al poseer en su memoria fragmentos o, apenas, unos pocos libros enteros. Ser lector es, así, ofrendar la memoria y la voz a los libros que lo han marcado. Montag, entrega su vida a la memoria del Apocalipsis y el Eclesiastés, libros pertenecientes tanto a la tradición oral como a la escrita. El bombero y lector fugitivo se convierte así en una especie de Cristo que sacrifica su vida social por la interiorización del conocimiento, es decir, la reflexión, práctica y difusión oral de lo que se ha leído. Empero, más que un Cristo, Montag es un lector apocalíptico que no busca abundancia de conocimiento, pues en ella hay dolor, como justamente señala el Eclesiastés (1:18). Este dolor disminuye mediante un ascetismo lector, en el que el conocimiento no sucede con abundantes lecturas sino al profundizar en pocos textos, mediante la voz y la memoria. Esto quiere decir que el saber es limitado porque es vivencial y predicable. Puesto que en la medida en que se produce saber se multiplican los límites de la ignorancia, conocer es aceptar los límites de nuestros discursos: oralidad, escritura y memoria. El apocalipsis de la lectura, es entonces el fin de la escritura pero no de la oralidad.
Visiones (poema existencial de adolescente mimado)
Me convertí en mi propia quimera. Una idea transfigurada del querer ser. Una serpiente transexual en fuertes quimioterapias. Habitante de mi propia antípoda. Un psicópata adiestrado. Esclavo de los más escuetos experimentos pavlovianos. Los personajes se me matan en las neuronas. Suicidas espontáneos. Asesinos despiadados. Sádicos inconscientes previamente exonerados de sus maquiavélicos crímenes por mi buen comportamiento y sumisión total ante cualquiera. Un charlatán lujurioso de reconocimiento. Tú, morboso partícipe de mis infantiles chantajes con la simple acción de recorrer este renglón con aún una brizna de interés. Para hacer el amor, igual se requiere un ente pasivo y uno activo. Únete al club del masoquismo. Siente todas tus llagas y úlceras, la carne encuerada; al rojo vivo, exhalando tétricos gritos por los poros. El dolor es lo único real, lo único con capacidad de abrirte los ojos de par en par. El dolor, invitándote a que te percibas como un todo indivisible. Un macrocosmos infinito chiquitito, chiquitito. Los nervios inmovilizándote, estrictos profesores de teología demostrando las limitaciones del ser humano ante la falacia. El dolor es el más necesario, repugnante, malparido, semen sobre pedazo de mierda sangrante de todos los males (Dios es peor e innecesario). La humanidad requiere su combustible. Estoy tan asustado del dolor, negándome como ser en el momento de negar sus fuertes dosis necesarias. No me acepto como ente. Prófugo ontológico. Un chapuzón de voluptuosidad que me arranque mis propiedades terrenales. Algo así como un yonqui espiritual. El más rebelde de todos los cobardes. Postrado en la cama. Enfermo. Mi incapacidad ahogándome de vida. Tullido. Los órganos croando, crujiendo. Fiebre. Dolor. Mi cuerpo supurando infecciones por cada fosa. Una masacre acontece en mi interior. Un país, sangriento, petulante, sádico. Hermoso. Quiero gritar, bailar, cantar.
Nunca he sentido tanta vitalidad recorriendo mi cuerpo. Todo funcionando como maquinaria de reloj burgués. Hacer un inventario de mis órganos, nervios, mis venas. La enfermedad que irremediablemente crea una concepción de mí como un todo enorme. Ente frágil. Diminuto. Efímero. Próximo a perecer. No hay nada. Una oscuridad acurrucada, fetal, de la que nace un resplandor (Dígase un feto dentro de un feto). Todas las posibilidades desplegadas como un mazo de naipes. ¡Cógeme! Recorre mi tísica piel. Estamos condenados desde la concepción, (adhiérase un feto más a la fórmula ( opcional)). Siéntete enferma, mi princesa. Que un sublime río de pus recorra tus intestinos con gracia de ballet. Cágate en la cama. Siente el todo. Hipersensibilización. Saborea tu enfermedad con el mismo éxtasis que mi verga en tu chocho. No eres nada. No fuiste. ¡Ja!, no serás. Todos escogen su propio infierno: manicomios, prisiones, hospitales, fábricas, corporativos, oficinas, tribunas; mismo infierno, diferente ornamento. Mira fijamente el radiante destello en los ojos de tu hermano cuando oprimas el gatillo. Rojo. Una parcela de percutores. Los cañones mimando tu sien. Cien sienes. Los egos como pirañas caníbales nadando en su caldito de ácido nítrico. Filtrando, respirando el plomo en el oxígeno. Branquias con bronquitis. Hasta que todos los valores expiraron. Una libertad despejada de toda culpa brilló en cada corazón. Todos recién nacidos. Bebitos lindos. Todos fueron demasiado tímidos como para dirigirse la palabra. Todos fueron muchísimo más de lo que pudieron aparentar. Todos fueron carcomidos lentamente por una saludable envidia. Los hígados enfermaron del más inhumano de los sentimientos más humanos. Nos volvimos misóginos. Creamos dioses y metanfetamina. Besos y retretes. Humanidad ocre. El sueño terminó.
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[Le
Judgement] Por Ximena Cobos (15+21) – (15+1) —Mira, pon atención. Sólo debes contar todas las letras de tu nombre. —Pero ¿para qué? —No discutas, sólo cuenta y pon atención… X1 e2 m3 4 5 6 i n i… —¡A ver ya!, son 15. —¿Estás segura?
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Arcano I… el gato que llamó al diablo 6+6+5+5=21+1[Le Bateleur] … Me conocía. Lo había visto en algunos lugres comunes, cruzado palabras antes de soñar con él. Andaba en bardas lejanas, pero solía aparecer con sus largos bigotes y sus ojos verdes de mirada serena a ratitos en mi vida. Con sigilo de antigua expectación. Nunca nos quedamos juntos. No era un gato pardo, ni tampoco negro. Era un gato hecho a base de gotas reunidas al caer de la paleta de un pintor. Su cuerpo irradiaba algo que siempre me atrajo y no ha dejado de seguirme, engañoso. Cada parte de su ser parecía estar hecha a diferente tiempo y vivir en diferente espacio. Su cadencia al caminar se confundía entre sensualidad felina, ternura joven, suave y ardiente deseo infernal. Humano… No era un día cualquiera, simplemente el día que tenía que suceder tras abrir aquella puerta. Era el momento justo en que los caminos se cruzan y los trenes se estrellan, el preciso instante en que nuestra piel se decidió a tocarse. Me encontró por ahí, distraída en mi lugar de siempre; fue, vino, regresó, tomó mi mano y me llevó consigo… bebimos, charlamos un poco y reímos un tanto. Abordamos el subterráneo tren anaranjado, como quien dice descendimos para después salir de nuevo. Miró mi cara sonrojada de calor alcoholizado, dio un recorrido por mis senos creyendo que no me daba cuenta, fijó su mirada indiscreta en mis caderas. Dimos unos pasos por el pavimento, andando un camino que pronto reconocería como un sitio compartido, rumbo a la habitación que habría de contener nuestros vapores. Quedamos solos… él lo había elegido… Algo en torno nuestro se incendiaba y algo dentro del pasado comenzó a quemarse. Trazó la estrella y me tocó las piernas. Mezcló las sustancias y me besó los labios. Sentí desvanecerse el negro de
mi vestido, convertido al rojo de sus caricias y deseos. Nos fundimos en un ir y venir de mar alborotado. Olvidé los fríos venideros y me instalé en una primavera adelantada de caricias. De su cuerpo manaba el irremediable conocimiento del mío. Estaba yendo dentro, muy muy dentro a la caverna donde habito. Yo iba hacía fuera. Para él, venía; y el rito de la marca sobre el piso resultaba; no bajamos del tren, a pesar del choque y de los muertos. Algo permaneció flotando en el espacio perpetuo de sus ojos… descubrí los míos, encontré verdades y reconocí mentiras de poco a poquito con el andar sobre sus bardas. Subimos al auto, dormimos en su cama, hicimos el amor y viajamos entre humos insinuantes a mil revoluciones, se aferró a mi espalda incontables veces como buscando no perder ni un segundo en esta vida. Aprendió a caminar lado a lado, no fuimos gatos que se perseguían… Pero fuimos gatos, aunque él no lo supiera. Porque somos gatos y los gatos se cruzan al caminar de noche. Porque somos gatos y los gatos se miran al pasar uno frente al otro, somos gatos y los gatos se poseen en las azoteas con tal estrépito que parece doler, pero se aman… Arcano XV… el diablo que contestó a un maullido 6+5+4=15 [Le Diable] …Eran tiempos raros, había pasado muchos días de años interminables escondiéndome en la noche y en el día, o de ellos. Había perdido, incluso, muchas vidas en un cuerpo y dejado lágrimas arrastrando en el cemento. Pero lo miré a él, seguí el sonido de la tiza en el suelo y el olor de los pinceles remojados, toqué la puerta de vitrales en movimiento y se expandió a la música que emana de mi cuerpo. Me abrí a su silueta y dejé que entrara poco a poco, como un deseo de hace años, porque lo era. Una deuda que teníamos que pagar. Tomé sus manos entre las mías mientras me mecía. Reanudé los conjuros y ensalmos para darle todo lo que podía darle y el podía pedir. Tomé sus ojos y me los llevé guardados en la memoria de mi corazón que los proyecta en mi cabeza. Me decidí a tomarlo a él también, a dejar de mirarme Penélope, a no esperar más nada. Me dediqué a cultivar los mares donde nos gustaba mecernos, caminando en su cintura por las noches. A partir de aquel día, salté desde mi barda hasta los amaneceres
compartidos. Luego de aquel instante juntos... el diablo no quiso regresar al interior del mundo, prefirió navegar en las pociones y los intentos de un alquimista por convertir en oro un corazón de frío metálico… Quise sentirlo fusionado en mis palabras, no morir por él sino vivirnos, no sufrir sino tocarnos, no mentir sino amarnos, no matar ni matarnos, no callar, ni ir callados. Dejarme de manías absurdas. Quise, lo quise todo, con mis manos, con mis garrar, con una desesperación porque no se fuera…
mi vida. El día que dejé de buscar, que dejé de esperar, que ya había sucedido. Dijo, contando historias como lo hace un niño, que aquel era un regalo que lo motivó a pintar, a ser artista, a consolidar su obra y llenar paredes, a buscar su estilo, a pactar con el diablo y adormir conmigo. Aquel cuadro era un ermitaño, a la manera del interior del disco de Led Zeppelin, de las revoluciones por minuto que recrean Stairway to heaven: “El ermitaño es un personaje que se da en todo tiempo y lugar”… por el momento estuve satisfecha.
Arcanum IX… la revelación 8+7+6= 21[Le Monde] +15 [Le Diable] = 36 (3+6=9 [L'Hermite]) …No sé por qué manía me gusta contar las letras de tu nombre, sumarlas al mío y ver qué somos juntos, lo hago todos los días no sé desde cuándo, quizá desde que me enseñaste a hacerlo. Lo apunto en algunas hojas y en las orillas de los libros para que no se me olvide, pero lo vuelvo a hacer, una y otra vez, sin cansarme. A veces, suma de números primos. No tengo idea de qué tanto valga en el mundo del tarot, pero en el de mi cabeza, importa para crear certezas desbocadas, que si las cosas son calmas me aterra la monotonía lacerante. Lo hago todos los días preguntándome qué somos los dos, unidos, abrazados, dando pasos de azoteas en las noches de auto y velocidad bajo un humo que nos contiene y nos condensa… Ahora somos un pasado, un número que no significaba nada hasta que supe que me había equivocado de VI, que tenías las letras pero no el sentido. Hasta que entendí que el diablo no habita únicamente al interior del mundo, sino que a veces es llamado con el trazo perfecto, la suma de otra clase de materias, los cinco puntos en el piso. Hasta que confirmé a ciegas placenteras que hay muchos hombres con el mismo nombre y alguno supo cómo encontrarme… Somos… luego del rito peligroso y el riesgo tomado, del ascenso y los deseos cumplidos, la revelación: un cuadro que llevó a su cuarto la segunda noche que entré en su habitación, el día en que supe cuáles habían sido las mentiras en
Arcano VII un rencuentro que no admite teoremas 15 [Le Diable] + 1[Le Bateleur] =16 (1+6= 7 [L'Étoile)]) Tengo un vago recuerdo, lo leí, lo escuché, lo perdí, no sé: “era un siete que parecía nueve”. Un escalofrío, una sensación de equivoco, de estar en una broma. Me instalé en la palabra confundida, caí en la cuenta de lo mucho que me marearon los sentidos entre sábanas de alquimia. Los días dejaron de parecer un edén reconstruido, aquellos ojos me guiñaron cansados y aburridos, ajenos a una historia que detonó en el limbo. No me di cuenta del final ya escrito, repetido de distintas formas, cayendo en espiral y rozando el mismo borde cada una de las veces que miraba un futuro. Aquel hombre olvidó que vender el alma al diablo lo separa de la mujer amada, peor todavía si ella y el diablo comparten una sola piel. La verdad (segunda), se vio revelada, el hecho negado se hizo mentira, se volcó al abismo. El cuadro cayó de la pared de un edificio, la historia vio desarmarse aquel muro y cimbrarse la tierra en el centro de un ombligo. Arcano VI 6 = 6 = 6 [L'Amoureux] Vuelvo al sur Regreso al mundo, a dar a luz al sol y la luna cada día, a cifrar cartas y descubrir constelaciones en los hombros. Vuelvo al sur, a buscar donde siempre dicen que hay sentido, a aprender de los arcanos y los nombres repetidos. A recordar que vale más sentir que verse en un cuadro a uno mismo. Vuelvo al sur, a la tierra del ermitaño primigenio...
Ilustración: Brenda Olvera Técnica bolígrafos, tinta y lápices de color
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