inFÉRTILes - una montaña rusa emocional

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Índice Cómo leer este libro?………….……………………………..…… 5 Quién era antes de subir?………………………………….... 6 y 22 Por qué subí?…………………………………………………35 y 50 Cómo fue el trayecto?.………………………………………58 y 79 Quién estuvo cerca?…………….………….……………...155 y 167 Qué haría de otra forma y qué aprendí de todo esto?…191 y 206 Por qué bajar? ………………………………..……….….. 214 y 231 Quién soy hoy?…………………………………………….241 y 250

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Cómo leer este libro? Este libro está escrito a cuatro manos. Los mismos ejes, en forma de capítulos, con la mirada y la vivencia personal de cada uno de los integrantes de la pareja. En azul está lo de Ariel. En bordeaux, lo de Gabi. Se puede leer de corrido. Se puede leer por color. Ojalá te sirva o, al menos, te haga compañía. Ojalá consigas lo que buscás.

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Quién era antes de subir? Hay varias formas de llegar a ser padre. Hay distintas formas de ejercer la paternidad. Este libro cuenta mi camino. Es personal. Subjetivo. Propio. No es un trabajo científico. No es de psicología, ni de conformación familiar, ni de fertilidad, ni de autoayuda. Sé que mis experiencias y emociones de poco van a cambiar a otros. ¿Por qué lo escribo, entonces? Primero, como catarsis. No hay dudas. Es una necesidad de tipo egoísta.

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Segundo, porque sé que si alguien me hubiera contado algo igual, parecido o con algún mínimo punto de contacto cuando inicié esta búsqueda, tal vez no me hubiera sentido tan solo. Tercero, porque creo justo que futuros pacientes sepan de la natural inexactitud de la medicina reproductiva y sus ejecutores. El médico que tiene la fortuna de acertar en su tratamiento más antes que después es (y a veces se cree) un semi dios que da vida. Curiosamente, y salvo excepciones, el protocolo de tratamiento es prácticamente el mismo entre todos los especialistas. Probabilísticamente, entonces, todos tienen chances de lograr embarazos y todos, obviamente, tienen chances de fracasar.

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El problema, más allá de las estadísticas que tanto agradan en esta especialidad médica, es cuando el paciente cae sistemáticamente del lado negativo. Ése fue nuestro caso una y otra vez. Creo que este libro, mi experiencia, puede servirle a otros que estén en la misma búsqueda. Y también a los que sin estarlo, acompañan a los que sí lo están. Sabiéndolo o no. Decenas de veces me han preguntado “¿para cuándo el bebé?”. Muchas otras me han dicho “miren que se les pasa la hora”. Otras me han aconsejado “unos días de vacaciones y vas a ver que quedan embarazados”. Y otras tantas me han asegurado quienes tenían hijos, que mi vida era mucho más fácil porque no los tenía, y que era afortunado por eso.

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En todos los casos fueron comentarios completamente intrascendentes para el que los pronunció. A mí, en cambio, me dejaron hecho mierda de manera sistemática, por horas, días o semanas. Lo hablamos muchas veces con mi esposa. Responder diciendo una de las tantas verdades, como “acabamos de perder un embarazo”, fue la opción que tomamos en los últimos episodios, hastiados, agobiados, agotados. Nadie está preparado para que después de la sonrisita picarona con la que te dicen “ustedes tienen que practicar más”, uno responda con la frase médica, post ecografía, diciendo como quien no quiere la cosa: “no se escuchan los latidos”. Es cierto. No anduvimos gritando por ahí que estábamos encarando tratamientos de fertilidad; que no podíamos tener 9


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hijos y no sabíamos bien por qué; que Gabriela se daba cuarenta o cincuenta inyecciones para someterse a un nuevo experimento; que teníamos que cumplir con horarios de aplicación y por eso no podíamos alejarnos mucho de la heladera para que no se cortara la cadena de frío y por eso había un grupo electrógeno en el balcón; que teníamos que esperar en el consultorio médico durante horas ausentándonos de nuestros trabajos. Nada de eso gritamos. Por eso, por mi silencio, aprendí a no hacer ese tipo de preguntas o comentarios; a no juzgar a nadie que quiera ser padre por lo que hace o deja de hacer; a comprender que detrás de cualquier actitud o conducta humana se esconden un montón de cosas que las motivan y son desconocidas para la mayoría de los otros; a saber que lo que uno puede controlar en su vida es casi nada, y a entender definitivamente que para 10


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muchos somos un cacho de carne con una cuenta bancaria, tierna y apetitosa mientras haya algo en ella. Mi camino a la paternidad lo inicié a los 34 años, con las mismas entradas en la cabellera que tenía desde los 16 y sin una sola cana. Dos años más tarde, mi pecho y mi barba eran grises, mis entradas se agigantaron y los pelos blancos comenzaron a pulular por mi cabeza. A los 28 años conocí a Gabriela caminando por la calle. A los pocos días nos pusimos de novios. A los pocos meses nos fuimos a vivir juntos. Un año después nos casamos. Para ese entonces yo tenía dos títulos universitarios, una maestría con tesis aprobada y trabajaba en distintos lugares. Vivía en un departamento alquilado, un dos ambientes en 11


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Belgrano. Me había mudado de lo de mi vieja hacía dos años, tenía una relación distante con mi viejo y con mi hermano mayor, y un trato fluido con mi hermana y mi sobrino. Desde chico tuve en claro una cosa: quería ser papá. El primer vínculo real que tuve con chicos más chicos que yo, crecido como el menor de tres hermanos, fue con mi sobrino mayor, cuando yo ya tenía 20 años. Hasta entonces, la interacción había sido circunstancial, en transportes públicos, en algún cumpleaños y no mucho más. Cuando la conocí a Gabi ella estaba haciendo una carrera de posgrado. Después llegó la maestría. Después el cambio de trabajo. La paternidad fue esperando su momento. Yo ya no sería padre a los 24 o 25 años, la edad que imaginaba como ideal cuando 12


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todavía jugaba con mis autitos, pero estaba con la persona que quería para formar familia. A su tiempo, ya llegaría el hijo cuando tuviera que llegar. No me alteraba en nada el cuándo. Con Gabi tenemos la misma edad y siempre di por sentado que en algún momento, tarde o temprano, seríamos padres. Ese siempre, en realidad, es una forma cronológica de decir. Lo correcto sería decir que la certeza duró hasta el próximo capítulo. En parte, puede ser por una tendencia de época, de que las mujeres o cierto segmento de mujeres postergan la maternidad por distintas razones, en nuestro caso profesionales. En parte, también, porque con Gabi la pasábamos muy pero muy bien. Viajamos, comimos, tomamos, crecimos, aprendimos y nos mimamos un montón. Éramos, para muchos, una pareja de amor absoluto. 13


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Entre otras distintas cosas, que tal vez vengan al caso o sirvan para sostener algunas cuestiones que se nos plantearon y planteamos en los capítulos siguientes, logramos armonizar perfectamente el hecho de provenir de distintas religiones, distintas ciudades, distinto tipo de educación y estructuras familiares. La primera vez que salimos yo le conté todas las miserias y lados oscuros de mi entorno. La segunda, fue su turno. Como hubo tercera, sin escalofríos, a partir de entonces fue todo construcción color de rosa. Luego de dos o tres discusiones en las primeras semanas de noviazgo, pasamos años y años sin ningún tipo de tensión. Un encastre realmente perfecto. Felicidad plena.

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Entre tanto, algunos amigos –siempre fueron pocos mis amigos– empezaron a tener hijos. Cambiaron sus rutinas, sus prioridades, sus entornos, sus conversaciones. Otros se fueron a vivir al exterior. Otros siguieron con una vida de joda hasta bien pasados los treinta y algunos la siguen hasta hoy, ya en los cuarenta. Más allá de esa suerte de aislamiento, sumada a la dificultad que ambos tenemos para generar nuevos vínculos, la soledad en pareja casi que no la registrábamos. Teníamos conocidos, cada tanto una cena con alguien del trabajo, una reunión con amigos de la infancia, de la facultad, del colegio, y el resto, nosotros. Nosotros en el cine, en el teatro, en la playa, en el museo, en el sillón. Gabi creció profesional y académicamente durante todos esos años. Yo me reconvertí profesionalmente unas cuantas veces, 15


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experimenté nuevos tipos de trabajo y enfrenté severas crisis vocacionales una y otra vez. Nos acompañamos siempre. Codo a codo. En el medio hubo más viajes, más vinos, más acostarse tarde y más hijos alrededor nuestro, pero no nuestros. Siguiendo una proporcionalidad primero directa, que luego creció geométricamente, a medida que pasaron los años de pareja, que el pelo se fue retrayendo y la panza expandiendo, comenzaron las preguntas y los comentarios. Hasta entonces, un “¿para cuándo los chicos?” era respondido simplemente con una postergación temporal con fecha más o menos cierta: “cuando volvamos de tal viaje” o “cuando Gabi termine la maestría” o “cuando esté menos cargado de trabajo” o “estamos en eso”.

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La gente hace la pregunta o te dice “cuando tengan hijos, ya van a ver”, comentarios que simplemente pasan cuando todavía uno no se dio cuenta de que no es que no se quiere, sino que no se puede. Pero cuando se cae en esa verdad, esas preguntas empiezan a pesar de a toneladas, son trompadas en el alma que no siempre se pueden contestar. No las hagan. Retomando, mientras no queríamos o, mejor dicho, queríamos y postergábamos, la vida individual y en pareja fue la que muchos soñarían. En el medio, mi hermano fue padre y mi padre, pasados los setenta años, tuvo mellizos.

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Era un almuerzo familiar, un festejo retrasado y conjunto de mi cumpleaños y el suyo. Mi hermana, su hijo por entonces de diez años, Gabi, mi papá y yo. Gabi iba a conocer a mi viejo y además íbamos a contar que nos casábamos. Hecho el cuento, mi viejo contestó: “qué bien, yo les quería contar que van a tener dos hermanitos”. Le pregunté a mi sobrino si entendía lo que acababa de pasar. Nos felicitó a Gabi y a mí porque íbamos a ser papás. Le expliqué. Se levantó y se fue. “No me jodas”, dijo. El almuerzo terminó con mi hermana y mi viejo peleados, sin hablarse por años. Con Gabriela recordando nuestra primera salida y echándome en cara que no le había contado todo lo oscuro que era el lado oscuro, y así…

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Con esos antecedentes, otro de mis deseos más íntimos era formar una familia más o menos normal, o lo que yo suponía que eso sería. Esto es: con amor, con confianza, con apoyo, con respeto. Mamá, papá, nene, nena o algo parecido. Más que el típico mandato social de ser padres, en mí pesa la necesidad de construir aquello que no había podido disfrutar de chico. Así también es que se me fue forjando una personalidad bien particular, sazonada con una infancia marcada por dos cualidades bien potentes: haber sido el más grandote (en altura y anchura) del grado hasta la secundaria, y haber dedicado todo mi tiempo libre a jugar al, por aquél entonces, popularísimo juego del ajedrez.

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Por eso, creo, me cuesta decirle a la gente lo que siento, incluso cuando siento un montón de cosas. Tampoco me gusta el contacto físico (salvo con Gabi y con mi hijo –sí! tenemos un hijo–), lo que me lleva a rechazar abrazos, caricias, palmadas y otro tipo de manifestaciones incluso de los más cercanos. Por otra parte, con tanto estudio y tanto trabajo en el medio, me hice, digamos, fama de “obsesivo, perfeccionista e inflexible” y otros tantos motes más. Un tipo que va detrás de sus objetivos con escasa empatía emocional. Curiosamente, hace un tiempo no muy lejano hice un test bien complejo y completo sobre inteligencia emocional. Me dio que tengo la capacidad de empatizar con cualquier persona, incluso extraños, muy por encima de la media. Y es cierto. Puedo reconocer sentimientos en otros y me esfuerzo por darles lo que precisan. 20


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Con ese bagaje, sin problemas de salud, sin historial de operaciones, sin adicciones, sin nada que pudiera haber alertado sobre las dificultades que tendrĂ­a para ser padre, decidimos con Gabi que ya era hora de probar.

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Quién era antes de subir?

Cada viaje es diferente a otro. Podés salir del mismo lugar, a la misma hora todos los días. Podés hacer el mismo recorrido en el mismo vehículo y llegar al mismo lugar un día tras otro. Sin embargo, ningún viaje que hagas será exactamente igual al anterior o al siguiente. Siempre hay algo diferente, sea en el mundo exterior o en tu mundo interior. Si ninguno de tus propios viajes es igual a otro, todavía menos parecidos entre sí son los viajes de personas distintas. Aunque repliques a la perfección todas las condiciones externas a esas personas, cada una de ellas lleva consigo una historia que está detrás de su forma única de pensar, sentir y actuar, y que explica su manera de percibir y vivir la realidad. 22


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Mi viaje personal por los caminos de la infertilidad no es una excepción. Este capítulo y los que le siguen son un manojo de experiencias que viví a través del tamiz de mi propia historia y que comparto con vos varios años después, ya decantadas por el tiempo. Si llegaste a este libro, seguramente hayas vivido (o estés por vivir) situaciones muy parecidas a las que ocurrieron durante mi tránsito por la infertilidad. De hecho, estoy escribiendo con la ilusión de brindarte a través de estas páginas el sostén y la comprensión que –en mi experiencia- solamente puede darte quien ha recorrido este mismo camino. Ahora bien, tené presente que tu viaje va a ser distinto al mío por mil razones, pero fundamentalmente, porque pensamos, sentimos y actuamos de diferentes modos en base a nuestras diferentes historias personales. Para que puedas poner en 23


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perspectiva todo lo que encuentres en este libro, creo que puede serte útil saber algunas cosas sobre quien está pensando en vos al escribir cada una de estas palabras. La infertilidad me encontró a los 32 años. Hasta que conocí a Ariel, la idea de tener hijos no estaba entre mis principales proyectos. Nacida en una ciudad chica del interior de Argentina, siempre soñé con desarrollarme profesionalmente y ver hasta dónde podía llegar por mis propios medios. Durante toda la primaria y el secundario fui la mejor alumna del aula, devoraba libros y hacía de ellos los amigos fieles de una nena y luego adolescente introvertida. Mi familia seguía la estructura tradicional de papá, mamá y dos hijas: mi hermana menor y yo. A ese grupo se sumó mi abuela materna cuando, a mis 8 años, mi papá se quedó sin trabajo y debimos mudarnos a la casa materna. Todas las historias tienen 24


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hitos y ese fue sin dudas uno de los más significativos en la mía. El desempleo sumió a mi papá en una depresión profunda, agravada por el fallecimiento de mi abuela paterna poco tiempo después. Edipo por medio, recuerdo a mi papá por entonces como un tipo de guardapolvo blanco, sumergido en el humo de cigarrillo que inundaba su laboratorio en la universidad. Recuerdo el aula anexa al laboratorio, los asientos de los alumnos y un pizarrón verde larguísimo donde me encantaba dibujar a la noche, cuando íbamos a buscarlo con mamá. Recuerdo las dos mesadas de azulejos blancos repletas de tubos de ensayo, vasos de precipitado y un sinfín de sustancias olorosas y colorinches. También recuerdo la oficina al costado, plagada de papeles y varios portafolios de cuero ajado, todo hecho un desorden indescifrable. Ese lugar era mucho más que el lugar de trabajo de papá, era su vida. Ahí estaba cuando el resto de la familia se reunía por cualquier motivo social y él 25


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jamás llegaba a tiempo… cuando llegaba. Siempre estaba ahí. Cuando no le permitieron concursar para renovar su designación en los cargos que ejercía en la facultad, perdió mucho más que el trabajo. Los chicos aprenden por imitación u oposición a sus mayores. Yo tomé de mi viejo su fascinación insaciable por el conocimiento y el desafío intelectual constante. Y una vez que pude interpretar su historia con cierta objetividad, entendí que la resiliencia es indispensable para afrontar las adversidades sin que la vida pierda sentido. No sé cuándo ni cómo, pero de alguna forma la desarrollé. Retomo. Por ese entonces mi contexto familiar se fue volviendo cada vez más complejo. Yo me aislaba en mis libros, descubría ahí realidades más acogedoras y me quedaba abstraída en ellas. Mi hermana absorbía el entorno. 26


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Hasta que me casé con Ariel, siempre estuve de novia. Sacando cuentas: desde mi primer noviazgo, a los 15 años, y hasta mi casamiento a los 30, el tiempo que estuve sin pareja no llega a sumar tres años. Tuve pocos noviazgos, todos muy largos, donde hallé la contención emocional que necesitaba. Introvertida como era (y, en buena medida, sigo siendo) solía tener una única y mejor amiga que dejaba de serlo en cuanto no se ajustaba más al ideal de amistad que yo tenía como parámetro. Con ese nivel de exigencia, es casi un milagro que hoy conserve una amiga de los tiempos del colegio. A mis 17 años decidí que estudiaría abogacía. Uno de mis tíos, psiquiatra y hermano de papá, alguna vez me dijo que uno tiende a estudiar algo vinculado con sus principales miedos en el afán de estar más protegido de aquello a lo que teme. No estoy muy segura de que sea una verdad absoluta, pero 27


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ciertamente estaba convencida de que el origen de todos los infortunios de mi familia provenía de la injusta pérdida de trabajo de mi papá. Quizás en algún lugar de mi inconsciente creía que ser abogada me haría inmune contra futuras injusticias.

Me llevó mucho tiempo entender que todas las personas enfrentamos adversidades en algún momento de nuestras vidas, y que por eso la vida no es más o menos justa. La vida simplemente funciona así. Para todos por igual. No es posible controlarla y menos todavía inmunizarse contra futuros sufrimientos. Lo único que podemos controlar, en cierta medida, es la forma en que afrontamos las situaciones externas, nos adaptamos a ellas y, en el mejor de los casos, conseguimos

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sobreponernos y salir adelante (hace poco aprendí que la capacidad de hacer eso se llama resiliencia). A los 18 años me mudé a Buenos Aires con mi mejor amiga del secundario. Esa mudanza fue un segundo hito en mi historia, un hito constructivo que me permitió tomar distancia y descubrirme como persona. Me esforcé por terminar la carrera lo antes posible y con diploma de honor, y comencé a trabajar en cuanto encontré la primera oportunidad. Me asfixiaba el deber de compensar el esfuerzo económico que significaban mis estudios en Buenos Aires para la economía familiar. Finalmente, a los 22 años concreté el sueño de la independencia económica… y con él la liberación financiera de mi familia. Mi hermana se mudó conmigo al cumplir sus 18 años. Pasó menos de un semestre antes que volviera con mis padres. Todos creímos que no había logrado adaptarse al cambio, como tantos 29


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otros estudiantes del interior que llegan cada año a Buenos Aires y al poco tiempo hacen el camino inverso. Unos meses después viajé de visita y me la encontré distinta. Había sufrido un brote psicótico, pero entonces no lo sabíamos. El diagnóstico llegó después de mucho tiempo y un sinnúmero de consultas médicas. Todos cambiamos. Ella se sumió en una batalla diaria contra esa durísima forma de sufrir. La mirada de mi mamá perdió su brillo esmeralda y se inclinó de tristeza. Mi papá sólo pudo enfrentar esta nueva adversidad convirtiéndola en un caso de estudio, así que se volcó a investigar la química cerebral. Yo me llené de miedos y culpas. Temía sufrir la misma enfermedad o que mis futuros hijos la sufrieran, me preguntaba por qué le había tocado a mi hermana y no a mí, sentía que de alguna manera debía compensarla y sostener a mi familia de ahí en más. Después de todo, yo era la más fuerte y sana de los cuatro. Yo era la sobreviviente. 30


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A partir de la enfermedad de mi hermana comencé mi propio derrotero por sucesivos psiquiatras y psicólogos. Buscando entender su padecer, acabé encontrando preguntas que me llevaron a resignificar mi propia historia y la de mi familia. A lo largo de varios años fui identificando y poniendo en duda uno a uno los principios y creencias que estaban (y, en cierta medida, siguen estando) en los cimientos de mi personalidad. Cuando vas creciendo, la ropa que usabas empieza a quedarte cada vez más estrecha, hasta que un día aprieta tanto que dejás de usarla. Eso pasó con muchas de las convicciones que había absorbido en el seno de mi familia y que había naturalizado durante años. Como en el mito del ave Fénix, una buena parte de mi ser fue muriendo para renacer. Conocí a Ariel a mis 28 años, por pura casualidad, caminando por una calle empedrada de Belgrano un sábado de agosto a la 31


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siesta. Me enamoré sólo unos minutos después de haber empezado nuestra primera conversación. Por fortuna, a él le pasó lo mismo. En mi lista de creencias el amor a primera vista estaba casi en último lugar y, sin embargo, así comenzó el amor más grande de mi vida. La semana siguiente tomamos nuestro primer café frente a la Facultad de Derecho, donde ambos habíamos cursado durante los mismos cinco años, sin habernos cruzado jamás. A ese encuentro siguió un e-mail de Ariel enviado a medianoche, confirmando, con ese estilo divertido y cálido de su pluma, que también se había enamorado. La segunda cita fue una larga caminata de confesiones por Palermo. Cada uno le contó al otro, sin ninguna censura, su propia historia personal y familiar, sus miedos y defectos, sus proyectos y ambiciones. Mirando hacia atrás, creo que esa conversación fue la piedra angular de nuestra pareja primero, y de nuestro matrimonio, dos años después. 32


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Había un sinfín de puntos de contacto en nuestros pasados, pero sobre todo compartíamos un mismo sueño de futuro. Ese sueño incluía a dos personas íntegras y felices que lograban realizarse a nivel individual y que, sobre esa base, construían una pareja íntegra y feliz que con el tiempo conformaba una familia igualmente íntegra y feliz, capaz de brindar contención, entusiasmo por la vida y mucho amor. Desde lo más profundo de nuestro ser, conscientes de nuestras respectivas historias, el deseo de construir esa familia estuvo en el germen de nuestra pareja. ¡Qué paradójica es la vida! Cuando nos casamos, aquel jueves de marzo de 2006, jamás hubiera imaginado el camino que nos llevaría a recorrer ese sueño que tan alcanzable parecía entonces. Nunca, nunca, nunca me había sentido tan feliz como ese día. Era como si mi felicidad hubiera cobrado cuerpo y me 33


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envolviera en una intensidad aterciopelada. Hasta mi hermana se veía alegre ese día. Sólo Serrat podía parafrasear mi sentir, así que elegí como canción principal de la filmación del casamiento “De vez en cuando la vida”, con el alma en la estrofa que dice: “de vez en cuando la vida… se hace de nuestra medida, toma nuestro paso y saca un conejo de la vieja chistera, y uno es feliz como un niño cuando sale de la escuela…” Hoy pienso en la estrofa final de la canción: “De vez en cuando la vida nos gasta una broma y nos despertamos sin saber qué pasa, chupando un palo sentados sobre una calabaza.” Esa misma confusión y aturdimiento se adueñaron de mí el día que nos enteramos que no podríamos tener hijos.

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Por qué subí?

Los médicos dicen que un año de búsqueda está dentro de los “parámetros normales”. El “¿Y? ¿Para cuándo?” era respondido con “en eso estamos”, seguido de comentarios y bromas del tipo “están en la mejor parte” o “diviértanse”. Todavía no tomaba dimensión del peso que esas palabras (las de la pregunta y las de la respuesta) tenían. “Vacaciones. Vayan de vacaciones. Se relajan y van a ver que vuelven con un bebé en la panza”. La frase –con variantes de fines de semana, de bajar la intensidad en el ritmo de trabajo, de cambiar la dieta, de divertirse más– y un montón de otros 35


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consejos acompañaron este proceso. Y, de nuevo, hasta entonces esas palabras no eran un peso pesado. ¿Vacaciones quieren? Vacaciones tendremos. Compramos la guía, sacamos pasajes, armamos los bolsos y fuimos. Ideal. Idílico. Hermoso. Y a Gabi le vino. Volvimos. Ya eran ocho o nueve meses de búsqueda. En casa se empezó a repetir la frase “tanto sexo para nada”. Y la presión, y la preocupación y la angustia empezaron a aparecer. Fuimos juntos al ginecólogo para ver si podíamos hacer algo para acelerar. “Estudios para ver si está todo bien”, dijo. Fueron unos cuantos análisis para Gabi y un espermograma para mí. “¿Cómo se hace?”, pregunté.

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Hoy lo pienso, lo escribo y me siento un bobaliconazo. “Comprás un frasco para análisis de orina, te higienizás el pene y te masturbás adentro”, me explicó el doctor. El producido de esa maniobra lo llevé a un laboratorio de un centro de fertilidad, enfundado de mi campera para que las bajas temperaturas no lo alteraran en una mañana de muchísimo frío. El lugar estaba lleno de mujeres de entre veintipico y cuarenta años, y algunas pocas parejas en la misma franja. “Vengo a dejar una muestra para un espermograma”, le dije a la recepcionista. Fue incómodo. “¿Tiene tu nombre?”. Rarísimo.

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En mi imaginación todos me estaban mirando. Viendo el frasco. Haciendo comentarios. Intentando escuchar mi nombre y apellido. La realidad es que ninguno de los que está en un lugar así tiene ánimos para ver lo que hace otro. De eso me di cuenta apenas un tiempito después. El resultado del análisis lo retiré a los pocos días. El informe lo metí en la mochila y seguí derecho al trabajo. Esa noche me iba a encontrar con Gabi en un shopping. De camino saqué la hoja y la leí. “¡Qué pelotudos! Lo imprimieron mal. Voy a tener que volver y volver a hacerlo en el frasquito”, me dije. Efectivamente, iba a volver. Tres paradas de colectivo después volví a sacar el papel guardado y lo releí. La repetición del 0% en la hoja no eran 38


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error de impresión ni un problema en las fórmulas aritmético– biológicas. Señalan que en el tarrito no había ningún espermatozoide. Líquido sí. Espermatozoides no. A partir de ese momento el informe pasó a tener apellido. El laboratorio pasó a tener apellido. Mi semen pasó a tener apellido. Mi sueño empezó a tener apellido. Y en todos los casos era “de mierda”. Al lado de la escalera mecánica nos saludamos. Me mareé. Me apoyé en una columna. Le conté a Gabi y le mostré el papelito de mierda. A la mañana siguiente, casi sin dormir, llamé al laboratorio. Gabi a su ginecólogo. A última hora estábamos con él. Miró los estudios y ratificó que los de ella estaban bien. Después miró mis 0% de mierda. “No es bueno”, dijo. “Si quieren tener hijos 39


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biológicos, ésta es la entrada a uno de los huecos más oscuros de la medicina. Hay mucho de prueba y error. Y además les van a sacar un montón de plata, van a experimentar con sus cuerpos y los van a hacer mierda psicológicamente”, nos anunció. En ese consultorio de la avenida Santa Fe, casi esquina Pueyrredón, escuché por primera vez la palabra infertilidad. No en relación a la tierra, ni a un extraño, sino a mí. No es una palabra cualquiera. No es una palabra más. Uno se pregunta cómo, por qué, qué hacer. Y cuando sale de la parálisis y de la primera angustia, empieza a buscar respuestas. A fines de mayo de 2009, en el centro de fertilidad donde había hecho el espermograma, me recibió un andrólogo. Me indicó uno nuevo, una ecografía y un análisis de sangre.

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La ecografía es como cualquier otra. La diferencia está en el lugar en el que se hace. El aparato y su correspondiente gel se pasean por los testículos mientras uno va viendo en la pantallita qué hay adentro. La señora que me pasaba la máquina me contaba que su yerno había pasado por lo mismo, pero que con una pequeña intervención quirúrgica había logrado ser padre por vía natural. Esperanza para un diagnóstico titulado severo varicocele izquierdo. Con todos los resultados en la mano, de nuevo en el centro de fertilidad, fuimos a ver a un nuevo especialista que tranquilamente podría ser carnicero o veterinario, con menos sensibilidad que una piedra y calidez que el Ártico.

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Fue el primer médico que, más allá de mi pediatra, me revisó los testículos. Fue a la primera persona en mi vida adulta a la que le quise romper la cara. La revisación consiste en un manoseo para nada delicado que incluye apretarlos, girarlos y retorcerlos en todos los ángulos posibles, no al punto de generar dolor intenso, pero sí una molestia que se extiende por un buen rato. Me pasó un aparato de ultrasonido por los conductos deferentes y confirmó que estaban allí. Me hizo preguntas de rutina: de qué trabajaba, si había estado expuesto a radiación, a componentes químicos, si había sufrido golpes en la niñez, si había tenido testículos en ascensor. “¡Eso sí!”, le dije. Y con eso justificó el tema del varicocele y las calsificaciones que había en su trazado. 42


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Con eso, mientras para mis adentros puteaba al que había sido mi pediatra por no indicar la operación a tiempo, ordenó una ecografía transrectal para ver si había algún tipo de obstrucción en el circuito que deben recorrer los espermatozoides (lo que explicaría el 0% –de mierda–), y un análisis genético. “¿Duele?”, le pregunté previendo la respuesta. “Es un poco molesto”, reconoció. “Te meten una sonda de este tamaño –e hizo un gesto con pulgar e índice para dimensionar unos dos centímetros– y se fijan si hay alguna obstrucción que impida el paso de los espermatozoides. Tranquilo. Tienen experiencia”. “¿Anestesia? No. Solo local”, agregó. Con la idea del bebé en la mira, la pregunta fue qué se hace si hay obstrucción. “Hay que ver qué tipo de obstrucción es. Para 43


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eso sirve la transrectal. Si hay obstrucción, se opera y se desobstruye”, respondió. Hecha esa operación, ¿se pueden tener hijos? “Primero hay que ver si es una obstrucción o falta algún conducto. Yo, con el ultrasonido y en la revisación, siento todo normal. Ahora, puede que hagamos la transrectal, que la obstrucción sea operable, que operemos e igual no tengas espermatozoides. Por eso te pido el genético, para corroborar. Si no hay espermatozoides, no se puede hacer nada y no hay ninguna chance de que seas padre de manera biológica”. A esa altura, la palabra infertilidad cobró mucho más espesor y profundidad. El “ninguna” fue y es demasiado contundente. Para cerrar una charla para nada amena, coronó: “¿Siempre eyaculaste tan poco?”. 44


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“La verdad, nunca lo había juntado en un tarro para ver cuánto era”, respondí. Salimos. Fuimos a tomar un café. De chico lloraba sin lágrimas. Mis hermanos me cargaban por eso. Mi papá me decía lloriguo. Yo lloraba y las lágrimas no salían. Ahí, en el bar, con casi 34 años, me puse a llorar y los ojos me quemaron de dolor. Sin espermatozoides no hay bebés. Después de un rato de silencio y otro de charla, sobrevino una nueva sesión de llanto. Después llegó el razonamiento que nos empezó a colocar en situación de protagonistas y no de simples objetos de la situación: ¿Qué sentido tiene hacer una ecografía transrectal, operar y no saber si hay espermatozoides? ¿Por qué

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no fijarse primero si hay espermatozoides para hacer luego lo otro? Con esa inquietud caminamos unas 20 cuadras, con paradas para llorar, secarnos las lágrimas, abrazarnos, seguir. En el camino se iban cruzando la idea de la infertilidad, con la de la ecografía y la de una eventual operación. Y además se sumaba un tema no menor, condicionante de todo lo demás: ¿estábamos juntos en esto? “El problema es de los dos y lo resolvemos los dos”, me contestó Gabi. Con eso en claro empecé a desfilar por urólogos y andrólogos que me apretujaron y retorcieron. Todos coincidieron con el mismo diagnóstico: azoospermia. Todos aconsejaban la transrectal. Todos, una posible operación. Todos, una desobstrucción. Todos daban un 50% de chances de solucionar 46


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el tema por esa vía. Todos daban 50% de chances de que hubiera espermatozoides. Todos daban un 50% de chances de que no. Uno me dijo: “Yo tengo siete hijos. Imaginate que de esto sé, si no te lo soluciono yo, no te lo soluciona nadie”. Es el mismo médico que hoy ofrece combos con cirugía estética, el mismo que sale como fuente de consulta en notas periodísticas, el mismo que abandonó a una amiga en una internación y que le dijo a otra que le pasaban cosas con ella, en pleno ciclo de tratamientos. De los siete especialistas que vi, sólo uno me dijo que no encontraba al tacto el conducto deferente izquierdo. El resto lo sentían. Con las manos. Con ultrasonido.

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Los apretones de este médico me dejaron dolorido por tres días. Cuando digo dolorido hablo de dificultad para caminar las primeras horas, dificultad real, y una molestia continua el resto del tiempo. Me explicó que lo del conducto no era menor. Si no hay conducto, por más transrectal, operación y desobstrucción que se haga, incluso si hay espermatozoides, no van a salir. Era lógico, pero era uno contra seis. Un consultorio modesto contra edificios enteros. No podía tener razón. En esa espiral médica, mientras seguía barajando el derrotero de estudios indicados y haciéndome cada vez más a la idea de la transrectal, recordé a una persona que había pasado por el diagnóstico de infertilidad.

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Lo recordé en escenas. En reposo en su cama; su esposa embarazada; su hijo. Lo llamé, le conté, me contó, y me dijo que no lo dudara, que fuera a ver a su médico–dios. En el primer intento, con un procedimiento médicamente complejo pero relativamente sencillo para los involucrados, lo había logrado. Sin transrectal, sin perder tiempo, sin margen de error. A las pocas horas, con la esperanza viva, me senté en su consultorio, le conté mi caso, le conté cómo había llegado a él y le dije: “Yo en ustedes ya no creo, pero vos tenés la ventaja de ese hijo en el primer intento. Lo que vos digas, yo hago”. Así fue como subí.

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Por qué subí? Comencé el primero de nuestros nueve tratamientos de fertilización asistida convencida de que nueve meses más tarde estaríamos festejando la llegada de nuestro primer hijo. Con 33 años y un excelente estado de salud, las estadísticas me daban altísimas chances de éxito. Mi cuñada, con tres años más de edad y condiciones físicas menos favorables que las mías, lo había logrado en el primer intento. Ambas parejas compartíamos el mismo diagnóstico, seguiríamos el mismo tratamiento, con el mismo equipo médico y en la misma clínica. Además, confiaba plenamente en mi disciplina para seguir las indicaciones médicas al pie de la letra, sin el más mínimo desvío. Dos más dos… en mi mente el resultado se presentaba 50


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casi obvio. Y mi corazón no lo contradecía: habíamos sufrido demasiado durante los meses transcurridos desde el diagnóstico de infertilidad hasta el comienzo de ese tratamiento. Nos merecíamos una recompensa por tanto dolor y era el momento en que la vida, Dios, la justicia universal o lo que fuera restaurara el equilibrio que había roto con nosotros. Al fin y al cabo no sólo éramos dos buenas personas que nada habían hecho para recibir tamaña desgracia, también éramos una pareja construida sobre el sueño compartido de crear una familia sana y feliz. ¿Quién osaría negarnos ese sueño? Subí a esta montaña rusa sin imaginar, ni remotamente, los desvíos que iba a tomar el viaje, el tiempo que iba a insumir y todo lo que me esperaba a lo largo del trayecto. Subí segura del resultado positivo, comenzando a planificar en mi imaginación los meses del embarazo y los cambios que vendrían de la mano 51


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de Tobías o Sol (o Tobías y Sol, porque podían ser mellizos). Subí sin que el fracaso fuera una alternativa creíble. Habíamos estado buscando un hijo en forma natural durante más de un año, plazo que se aconseja esperar para hacer una primer consulta al médico si el bebé no llega. Cumplido ese hito, fuimos con Ariel a visitar a mi ginecólogo. Yo salí del consultorio con más de cinco papelitos indicando más de cinco estudios, “básicos” a decir del médico. Ari se llevó un único papelito con la orden médica para un espermograma. Sólo uno. Mis estudios “básicos” insumieron casi un mes de pedidos de turnos, esperas, pinchazos, inspecciones ginecológicas, e idas y vueltas a las corridas entre la oficina y las distintas clínicas y laboratorios. Ari fue una única vez a un solo lugar, y su muestra quedó a estudio en ese mismo laboratorio.

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A medida que iba retirando mis resultados, trataba de descifrarlos con la ayuda de Internet. Así descubrí la existencia de foros online sobre infertilidad y grupos en redes sociales aglutinados por el mismo padecer, comencé a aprender tecnicismos sobre el tema y conocí asociaciones que venían bregando desde hacía años por la definición de la infertilidad como una enfermedad, con su consiguiente cobertura por las obras sociales y el sistema de salud público. Todo ese mundo me parecía tan ajeno… (…al recordarlo hoy, confirmo que no es posible comprender la infertilidad a menos que se la viva). Mis resultados parecían normales. Ariel retiró el suyo: 0. Cero. CERO. Ni un solo espermatozoide fue encontrado en la muestra. Azoospermia. ¿Qué significaba eso? ¿El estudio era correcto? ¿La muestra había sido bien tomada? ¿El laboratorio 53


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había hecho un buen trabajo? ¿Era algo temporal o definitivo? ¿Se podía resolver de alguna forma? ¿Cómo?! En cuanto entramos al consultorio la segunda vez, justo después del “hola”, Ariel extendió el papelito con el cero y entre los dos escupimos todas esas preguntas al médico. Mis resultados quedaron a un costado en su escritorio; apenas si los miró. El cero del papelito fue creciendo en la habitación y se instaló como un silencio ensordecedor. Puedo imaginar lo duro que es decirle a una pareja joven que sufre de infertilidad. La pareja. Porque aunque médicamente la causa provenga de uno u otro, la infertilidad se vive de a dos y, si por fortuna se supera, es porque la pareja (no uno, u otro) logró atravesarla con éxito. No recuerdo mucho de esa charla; apenas retengo dos ideas: uno, teníamos un problema muy serio, y dos, habíamos 54


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cruzado la puerta de entrada hacia un territorio oscuro de la práctica médica (como muy en claro nos manifestó mi ginecólogo). Comenzamos así el primero de varios recorridos médicos. Conservo una carpeta bibliorato con todos los estudios que nos hicimos desde entonces, y un archivo en mi computadora que lista minuciosamente todos los especialistas que consultamos, en qué fechas, qué estudios indicaron, qué interpretación les dieron luego, qué indicaciones recibimos, quiénes nos los recomendaron y qué impresión nos causaron. Esa carpeta y ese archivo eran lo único que podía controlar en el abismo de pérdida absoluta de control al que te empuja la infertilidad. A partir de entonces las charlas con Ariel pasaron a tener un único tema. Empezamos a llamarnos al celular en cualquier momento del día, con ansiedad desbocada en cuanto creíamos 55


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identificar un dato útil… o una cura milagrosa. En esa época me enteré que existe la Virgen de la Dulce Espera, San Ramón Nonato, el padre Ignacio, las visualizaciones guiadas, semillas que potencian la fertilidad masculina y un sinfín de respuestas adicionales a la medicina. Con el paso del tiempo acudimos a todas y cada una de ellas, así que mi enumeración (incompleta, desde ya), no tiene ningún juicio de valor. Y que nadie se anime a decirle a una pareja lastimada por la infertilidad que lo que está haciendo es un sinsentido. Cuando perdés todo control sobre la chance de construir tu propia familia, esas alternativas son las que te salvan de la desesperación, al menos por un rato. Subí a esta montaña rusa decidida a hacer todo lo que estuviera a mi alcance para concretar nuestro sueño, segura de que tarde o temprano se haría realidad. Subí sintiendo que en ese momento yo tenía que ser el sostén emocional de nuestra 56


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pareja, y que podría no sólo con mis propias emociones, sino también con las de Ariel. No podía controlar a la biología, pero sí mis pensamientos y sentimientos, y estaba resuelta a hacerlo. La infertilidad puede enseñarte muchas cosas, si es que algo de energía te deja para que las aprendas. Yo aprendí que mi mapa de ruta puede encontrarse con desvíos completamente inesperados, capaces de poner en jaque todo lo que te define y te hace ser quien sos.

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Cómo fue el trayecto?

Ningún mapa, por más satelital que sea, sirve para esto. Por más que los médicos hablen de estadísticas, por más que recurras a psicólogos, por más que lo hables con medio mundo, por más que leas esta experiencia, cada recorrido es personal y, por lo tanto, único. Lo único en común en todos ellos debe ser que ningún camino es fácil. Si lo fuera, los tratamientos de fertilización serían la primera opción para cualquiera y, obviamente, no lo son. Nos embarcamos con una mezcla de esperanza y de terror en el primer tratamiento de nuestra serie. El 24 de agosto de 2009 entré por primera vez en mi vida a un quirófano. Me durmieron 58


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y me dejé dormir. Sería una pequeña incisión en un testículo para ver si había espermatozoides. Si al primer corte no se lograba una muestra, se haría otro, y otro, y otro. Sino, se iría por el de al lado. Nada que el médico no hubiera hecho una centena de veces. Para el post corte estaban indicados cinco días de reposo, hielo y calmantes, solo si eran necesarios. Después, vida normal. Hasta que recobré la semiplena conciencia, Gabi dice que pregunté al menos cinco veces por el resultado. Antes de entrar, antes de cortarme, había un 50% de chances de encontrar espermatozoides y un 50% de no hacerlo. Una vez adentro, la suerte está echada.

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“Hay espermatozoides. Suficientes para avanzar con un tratamiento y congelar otros tantos para futuros intentos”. Muchas veces lo tuve que escuchar para creerlo. “Disculpen la demora –me acuerdo que nos dijo el médico cuando entró triunfante en la habitación–. Al chico de la sala de al lado no le encontramos nada”. Pero yo tenía. ¡Tenía! Mi emoción era más grande que el dolor en la entrepierna. A medida que la anestesia se fue yendo, la relación comenzó a invertirse. Primero fue como un pinchazo, después otro, después un tirón, una patada y, por último, un elefante bailando tap. El calmante sublingual me devolvió un rato al mundo. Fue mi primer calmante. El primero de la vida, acompañado por 60


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lágrimas de emoción y lágrimas de dolor que se mezclaban. ¡Tenía! Eso era lo importante. El resto ya pasaría. Con esto, el hijo llegaría. Traté de pararme una vez para poder irnos de esa habitación, cuya ambientación atrasaba unos cuarenta años y hacía inconcebible el pensar que desde ahí estaba participando de lo más avanzado de la ciencia médica. No pude. Otra vez. Y tampoco pude. Fueron varios intentos hasta que salimos de la clínica de Marcelo T. de Alvear y fuimos en taxi a casa. Lo primero, acostarse. Lo segundo: una botella de agua congelada en la entrepierna durante todo el día. Hielo en las bolas todo el bendito día, a la espera del baño de la noche para cambiar los vendajes. 61


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Nada importaba. ¡Tenía! Con calmantes, boleado por la anestesia general y local, a la noche me fui a bañar con Gabi al lado de la bañadera. Fui despegando las gasas con muchísimo cuidado. Casi no las sentí. Y casi me desmayo del susto. Si cuando entrás al mar salís achicharrado, después de un tajito y hielo todo el día, lo único que se ve es un moretón gigante en toda la zona y, en la zona, absolutamente nada. Mi primer pensamiento fue que me habían sacado un testículo. Suficiente para una bajada intensa de presión, un resbalón y un mínimo margen para no caerse. Por suerte fue puro efecto visual. Sigue todo ahí.

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Pasados los cinco días de reposo, la naturalidad para caminar se recuperaría en unas semanas, había predicho el doctor, y los puntos se caerían en no más de un mes. Teoría pura. Volví a caminar sin molestias después de dos meses. Los puntos estuvieron ahí tres meses. El moretón se disolvió recién cuatro meses después, cuando ya habíamos encarado el primer tratamiento. Conceptualmente, los tratamientos son todos parecidos: estimulación ovárica, aspiración de óvulos, fecundación, espera de un par de días para ver la evolución de los embriones que se forman (o no), implantación y, en su caso, congelamiento de embriones, dos semanas y análisis para ver si el o los embriones

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prendieron. Todo muy medicado, todo con mucho aparato, todo con mucho laboratorio detrás. Son procedimientos casi estandarizados para los médicos y un estrés fenomenal para el que los está encarando. Parte de la medicación tiene que mantener la cadena de frío. Desde la farmacia hasta la heladera, pasando por los cortes de luz, los paseos interrumpidos para inyectarse, los viajes con un kit refrigerante al lado y hasta la mismísima preparación y aplicación de inyecciones transforman tu vida durante las semanas previas (entre uno y dos meses) a la aspiración de óvulos. Tu futuro hijo está en juego y el resultado depende de qué tan aplicado seas, parecen decirte los médicos cuando tiran las estadísticas sobre la mesa. 64


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¿Presión? Absoluta. El foco de conversación pasa a ser el tratamiento. El foco de pensamiento, también. La esperanza se deposita en la bendita ampolla, en las pastillitas, en el médico. Los médicos reproductólogos que conocimos (una veintena, más o menos) comparten al menos dos características básicas: la primera es que atienden dos, tres, cuatro horas después del horario del turno asignado. Invariablemente, esas horas transcurren entre el tedio, el mal humor y el cansancio. Cuando uno llega al consultorio, a la consulta, está tan agotado y entregado que se somete casi con docilidad. Recuerdo que en la zona norte de Buenos Aires fuimos a hacer una consulta con una eminencia en la materia. El turno era el último, a las 18 o 19 horas. Nos atendió a las 23.45. Salimos a la 65


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00.45. En el medio nos fuimos a comer unas empanadas a dos cuadras. La segunda característica compartida es que todos los médicos con los que tratamos se van todos los años por unas tres semanas a congresos en los lugares más exquisitos del mundo. Los congresos, vale la pena contarlo, están fondeados por los laboratorios que producen los medicamentos que luego se usan en los tratamientos que esos médicos realizan. Eso le permite al médico doméstico volver y corroborar que aquello en lo que uno se ha embarcado, si bien tiene mucho de prueba y error, sigue los estándares internacionales. Y uno chocho, porque están utilizando en su cuerpo experimentos de punta. Uno se siente a salvo. En la Argentina, igual que en Canadá, Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Suecia. La 66


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medicina, te explican, es un estándar. Los medicamentos también. Hay, además, una tercera interconexión ¿casual? entre los especialistas a los que consultamos. Cuanto más árido resulte el trato con sus secretarias y ayudantes, mejor suele ser la calidad humana de los médicos (y viceversa). Justamente, en relación a la humanidad de estos médicos, los hay (pocos) que muestran o siquiera actúan algún tipo de emoción y entienden que esto no es simplemente biología y química; los que son unos soretes hijos de puta (como el de los siete hijos al que me referí en el capítulo anterior o el del diagnóstico, transrectal y revisión del primer capítulo), y los que son tecnócratas absolutos, que se limitan a mirar estudios, cruzarlos con sus estadísticas y ni siquiera se acuerdan que hay un ser humano frente a ellos. 67


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Nuestro recorrido contempló nueve ICSIs con embriones generados con los espermatozoides que me extirparon la primera vez, otros tantos que salieron en una segunda punción en la que hubo un pequeño pinchazo (y, por la noche, vida absoluta y realmente normal), y donación de banco de esperma. Eso, mezclado con óvulos de Gabi, primero, y óvulos donados, después. En total, los resultados mostraron dos embarazos bioquímicos (son los que el análisis de sangre –la beta– da positivo, pero el embrión no prende); dos embarazos interrumpidos a los dos meses (el segundo de ellos –último tratamiento–, de mellizos) y cuatro tratamientos fallidos al 100%.

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El que falta para completar la novena tuvo un error nuestro: la medicación que se debe aplicar con hora precisa la dimos una hora más tarde. En el medio, incluso entre tratamiento y tratamiento, buscando alternativas, nos anotamos en el RUAGA, registro único de aspirantes a guarda con fines de adopción, que funciona bajo la órbita del Ministerio de Justicia. Allí conocimos realidades parecidas y otras bien, bien distintas a la nuestra. Ahí depositamos una esperanza para el largo plazo, por si todo fallaba. Sabiendo de los tiempos para la adopción, era más que nada un trámite a realizar “mientras todavía tuviéramos fuerzas”, antes del aliento final. 69


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Volviendo a la parte médica y así contado, todo parece muy profiláctico, sirve para las estadísticas del médico de turno y de la asociación nacional e internacional de reproductores, y engrosará el historial a discutirse en el próximo congreso en el Principado de la Pindonga, entre canapé y canapé. A nosotros, cada una de esas andanzas, cada pinchazo, cada preparación de medicamento, cada corte de ampolla, cada control ginecológico, cada fecundación, cada evolución, cada transferencia, cada sangrado, cada análisis de sangre, cada ecografía, nos arrancó buena parte de nuestras vidas. Empecé los tratamientos sin ninguna cana. Ya lo dije. El último, cuatro años después, me encontró con casi todos los pelos del pecho blancos. Esa es la parte más leve.

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La ansiedad es inmensa. La mala sangre es enorme. Las estadísticas que dan los médicos son geniales cuando uno está del lado del éxito. Cuando el resultado es negativo, cuando el embarazo se pierde, que el 99,9999% del puto mundo lo haya conseguido con ese método es realmente irrelevante. Mejor dicho: es indignante. Y que te lo cuenten es vomitivo. Te coloca no solo en situación de infertilidad, sino también de anormal entre los infértiles. El trayecto fue un subibaja anímico continuo. Una montaña rusa emocional. En realidad, una ruleta rusa. Al primer resultado negativo lo recibí solo, en casa, por teléfono. Me puse a llorar. Temblaba. Me fui a una clase. No tengo registro de cómo llegué, ni de qué se dijo. Sí me acuerdo perfectamente de los mensajes de texto de Gabi en el medio de la clase. De sentir que se me desencajaba la cara. De salir 71


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corriendo y de estar de vuelta en casa. Del enojo, de la tristeza. Me acuerdo perfectamente que ese día la defraudé. No me lo voy a olvidar nunca. Lo que no me acuerdo es qué pasó entre mi conversación con la médica y lo que hice después. Horas en blanco. Recuerdo al tipo que le hizo a Gabi la ecografía en el Sanatorio Mater Dei, al que fuimos con la esperanza puesta en un trato pro vida, “cristiano”. Recuerdo al médico diciendo con total indiferencia: “no hay actividad cardíaca en el feto”. Punto. Recuerdo la primera vez que nos dijeron eso mismo, en el embarazo anterior. Recuerdo que las rodillas se me doblaron. Recuerdo que fuimos a ver al Padre Ignacio, en Rosario, en busca de un milagro. Dos veces fuimos. Extenuantes jornadas, ida y vuelta en el día. En la segunda, con turno, el padre me 72


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agarró de las bolas en plena iglesia y me dijo que íbamos a ser padres. Recuerdo que tomamos agua bendita por meses. Recuerdo haber tomado dos botellones de una suerte de tónico médico con olor a huevo podrido que hacen en una farmacia cerca de Plaza Once para mejorar la calidad de los espermatozoides. Recuerdo que Gabi se fue a ver a una curandera en el interior, en una combi que salía de Villa Martelli. Recuerdo cientos de lágrimas, cientos de agujas, cientos de charlas. Recuerdo ir a buscar los medicamentos a las farmacias especializadas, cruzar la ciudad con varios miles de pesos en mi bolsillo para obtener un descuento mínimo por pago al contado, volver corriendo a la heladera y no cortar la cadena de frío. 73


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Recuerdo el escalofrío con cada corte de luz. Recuerdo la infinidad de minutos de cada ingreso de Gabi al quirófano para la aspiración de óvulos. Recuerdo cada centímetro de las salitas en las que me quedé esperando, tratando de leer, de jugar, de meditar, de dormir, y nada. Recuerdo mi paso por la fundación que invita a meditar en busca de un poco de equilibrio. Recuerdo el llanto de las tres chicas con las que compartí mi historia en una de las sesiones. Cada tanto respiro. Recuerdo un casamiento al que llegamos bien tarde por la inyección, y del que nos fuimos muy temprano por la inyección siguiente. En ese fue que equivocamos el horario de aplicación. Los novios no lo sabían. No nos volvimos a ver. 74


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El recorrido fue una gran mierda. Desgastante. Angustiante. Asfixiante. Se pierde todo control sobre uno, sobre las rutinas, sobre los deseos y realidades. La vida se convierte en eso que te pasa entre que te recuperás de un tratamiento y la preparación para el próximo. En el medio, la mujer que amás se está metiendo quichicientas hormonas y demás porquerías porque tus espermatozoides (mis espermatozoides) no salen por donde tienen que salir. Sí. Es una decisión compartida, de pareja, pero fue mi estudio y no el de ella el que dio mal. En paralelo, ves que otros tienen hijos producto de una noche. Y ves que otros no tienen el más mínimo interés en ser padres, 75


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pero lo son. Y dicen que la paternidad es una carga pesada. Y hablan pestes de sus “pendejos de mierda”. Y desearían no tenerlos. Y te dicen que tenés una suerte bárbara. Y tenés ganas de mandar a todo el mundo al carajo. El trayecto, insisto, es una real porquería. El que quiera dulcificarlo: adelante, que lo intente. Es cierto: si acertás a la primera, tal vez el cuento sea otro. No fue nuestro caso. No fueron nuestros casos. Aprender, aprendí. Aprendí que no controlás casi nada. Que no siempre controlás tu vida, ni tu cuerpo.

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Que la gente te puede lastimar incluso sin proponérselo y sin saberlo. Que la vida no es justa y no siempre se tiene lo que se quiere, por más natural que eso que se busca parezca. Que hay veces en las que te tenés que entregar. Que hay otras en las que tenés que buscar alternativas. Que cualquier cosa te puede pasar. ¿Por qué no te puede pasar? Que lo que te pasa a vos le pasa a otros, pero a nadie le pasa igual porque nadie es igual a nadie. Que la conformación de una familia es una decisión profunda. Que no hay que juzgar a otros por lo que hacen, por cómo lo hacen o dejan de hacer, porque nunca se tiene la fotografía completa para hacerlo con justicia. Y aprendí que en un momento hay que frenar y decir basta.

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El aprendizaje, en términos filosóficos, fue gigante. A un costo excesivamente alto.

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Cómo fue el trayecto? Desde que definimos el índice de este libro supe que este capítulo sería muy difícil de escribir… y lo es. Hace media hora que estoy mirando la pantalla y no sé cómo empezar. Tengo dos opciones: convertir nuestra historia clínica en una prosa ordenada cronológicamente, o ignorar por completo los registros médicos que aún conservo y basarme exclusivamente en mi memoria. ¿Qué te sería más provechoso? ¿Qué me sería más liberador? Probemos un mix. En el cuadro de abajo voy a esquematizar los nueve tratamientos que atravesamos, incluyendo únicamente datos objetivos. Después te voy a contar cómo fue transitarlos. Número de tratamiento

Fecha de inicio y fin

Tipo de tratamiento

Resultados 79


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08/10/2009 al 22/10/2009

Inyección intracitoplásmica de espermatozoides (“ICSI”). Biopsia testicular a Ariel. Aspiración de óvulos y transferencia de embriones frescos a Gabriela.

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13/03/2010 al 26/03/2010

ICSI. Aspiración de óvulos y transferencia de embriones frescos a Gabriela.

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02/05/2010 al 20/05/2010

Transferencia a Gabriela de embriones criopreservados.

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28/10/2010 al 25/11/2010

ICSI. Aspiración de óvulos y transferencia de embriones frescos a

Resultado de la biopsia: Positivo. Se congelaron espermatozoides. Resultado de la aspiración: 8 óvulos. Óvulos fertilizados: 4. Embriones obtenidos: 3. Embriones transferidos: 3 Embriones criopreservados: 0. Diagnóstico de embarazo por sangre: Negativo. Resultado de la aspiración: 9 óvulos. Óvulos fertilizados: 6. Embriones obtenidos: 6. Embriones transferidos: 3. Embriones criopreservados: 3. Diagnóstico de embarazo por sangre: Negativo. Diagnóstico de embarazo por sangre: Positivo. Confirmación del diagnóstico por sangre: Positivo. Diagnóstico de embarazo por ecografía: Negativo: “Embarazo bioquímico”. Aspiración de óvulos: Fallida (por la aplicación extemporánea de la medicación necesaria para el

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09/01/2011 al 21/03/2011

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19/05/2011 al 23/06/2011

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10/08/2011 al 30/08/2011

Gabriela. ICSI. Punción testicular a Ariel. Aspiración de óvulos y transferencia de embriones frescos a Gabriela.

Transferencia a Gabriela de embriones criopreservados. ICSI. Aspiración de óvulos y transferencia

procedimiento). Resultados de la punción testicular: Positivo. Se extrajeron espermatozoides “frescos” para el ICSI y se criopreservaron 3 viales. Resultado de la aspiración: 14 óvulos. Óvulos fertilizados: 11. Embriones transferidos: 2 embriones. Embriones criopreservados: 5. Diagnóstico de embarazo por sangre: Positivo. Confirmación del diagnóstico por sangre: Positivo. Diagnóstico de embarazo por ecografía: Positivo (dos sacos gestacionales, uno sin embrión dentro). Ecografía de control (7 días más tarde): 1 saco gestacional con un embrión sin actividad cardíaca. Aborto espontáneo. Embriones transferidos: 3. Diagnóstico de embarazo por sangre: Negativo. Tratamiento interrumpido en la fase de estimulación por baja

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03/11/2011 al 23/12/2011

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21/04/2012 al 10/07/2012

de embriones frescos a Gabriela. ICSI. Aspiración de óvulos y transferencia de embriones frescos a Gabriela.

Transferencia a Gabriela de embriones frescos, producto de óvulos y espermatozoides de donantes.

respuesta a la medicación. Resultado de la aspiración: 7 óvulos. Óvulos fertilizados: 3. Embriones transferidos: 3. Diagnóstico de embarazo por sangre: Positivo. Confirmación del diagnóstico por sangre: Negativo. Embarazo bioquímico. Embriones transferidos: 2. Diagnóstico de embarazo por sangre: Positivo. Confirmación del diagnóstico por sangre: Positivo. Diagnóstico de embarazo por ecografía: Positivo (dos sacos gestacionales, uno sin embrión dentro, otro con embrión sin actividad cardíaca notoria). Ecografía de control (3 días más tarde): 1 saco gestacional con un embrión sin actividad cardíaca. Aborto espontáneo.

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Puf! Tres cosas se me vienen a la mente al mirar por enésima vez este cuadro: la primera, es que quien haya diseñado al ser humano tuvo el buen tino de dotarnos de una memoria capaz de esconder las experiencias dolorosas en algún lugar muy profundo de nuestros recuerdos. De hecho, creo que sin la ayuda de mis registros no hubiera podido reconstruir la historia, menos con este grado de precisión. La segunda, es que acabo de confirmar que mi manía por llevar un registro tan meticuloso me ayudó a crear la ilusión de control sobre lo que estaba viviendo y de ajenidad al dolor vivido. Una ilusión tan efímera como la integridad de un cristal en medio del terremoto, pero ilusión al fin. La última es una pregunta que se desarma en otras tantas: ¿El noveno tratamiento cierra esta secuencia definitivamente? ¿Qué hubiera pasado si nuestro hijo no llegaba por gracia de la adopción? ¿Hubiera existido un décimo intento? ¿En algún momento habrá un décimo intento? 83


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Hoy tengo respuestas a cada una de esas preguntas y sé que comparto con Ariel esas respuestas. También sé que la vida es permanente cambio y que (casi) ninguna decisión es definitiva. Cuando decidimos escribir este libro estuvimos de acuerdo en no ahondar en cuestiones médicas. No sólo porque no es nuestra intención hacerlo, sino porque no somos médicos. Y acá va un primer consejo basado en nuestra experiencia: Antes de empezar un tratamiento de fertilidad, informate bien. Eso significa que a menos que tengas la fortuna de contar con un médico especialista en fertilidad que te inspire plena confianza, empezá consultando a más de uno. Si la terna que consultás incluye profesionales serios, posiblemente todos te indiquen los mismos estudios preliminares y, en base a tus resultados, casi seguramente te propongan el mismo tratamiento. Esto es lo mejor que te puede pasar, porque vas a poder elegir a tu 84


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médico por la afinidad que sientas con él o ella. Y en esta especialidad, creeme que eso es fundamental. Los médicos (serios) siguen los mismos protocolos, con algunas variaciones menores. Si alguna de las respuestas que recibís difiere significativamente del resto, que por lo menos se te prenda una luz amarilla. Hacé todos los estudios previos al inicio de un tratamiento. Hay una batería de estudios que obligatoriamente deben hacerse antes de empezar cualquier tratamiento de fertilidad. Hay otros que son obligatorios según el tipo de infertilidad en particular. Y hay otros que el médico indicará según el caso individual que tiene enfrente. Los resultados de los estudios brindan al médico información indispensable para determinar tu diagnóstico, el tratamiento más adecuado y las chances de éxito del

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tratamiento. Y no menos importante, te dan información a vos para tomar decisiones. Nosotros fuimos a los primeros tres tratamientos sin haber hecho ninguno de los estudios obligatorios para nuestro caso particular de infertilidad. Simplemente, no nos indicaron hacerlos. Uno de esos estudios es un examen genético que sirve para determinar si la azoospermia es una manifestación de una enfermedad muy grave llamada fibrosis quística. Si la respuesta es sí y la azoospermia se debe a una mutación genética por fibrosis quística en el varón, es fundamental que la mujer también se haga ese estudio. ¿Por qué? Porque si esa mutación también está presente en ella, sus hijos tienen altísimas chances de sufrir la fibrosis quística en forma completa, lo que pone en riesgo su vida. Creo que querrías tener este tipo de información antes de empezar, ¿no? 86


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Después del fracaso de nuestro tercer tratamiento, decidimos cambiar de equipo médico y entrevistamos a una decena de especialistas antes de comenzar de nuevo. Hicimos todos los estudios que cada uno de ellos nos indicó, incluyendo aquel estudio genético. Ariel sí tiene la mutación por fibrosis quística y ésa es la explicación de su azoospermia. Yo no la tengo. Conclusión: Nuestros hijos biológicos no habrían padecido la fibrosis quística en su expresión más grave, pero de haber sido varones habrían tenido un 50% de chances de sufrir el mismo tipo de infertilidad que Ariel. Las hijas mujeres son portadoras sanas de la mutación genética. ¿Habría querido tener esta información antes del primer tratamiento? Definitivamente sí. Volviendo a nuestro trayecto, cada uno de los tratamientos fue por completo distinto de los otros, desde todas las perspectivas. Nosotros mismos fuimos cambiando durante el camino. 87


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Voy a contarte del modo más ameno posible las vivencias que asocio a cada tratamiento. Espero ser capaz de extraer alguna sugerencia que te sea útil para un tratamiento futuro o, al menos, hacer foco en los retazos de mi historia que puedan servirte de compañía en este momento. Largamos. El primer tratamiento: Aprendiendo en carne propia. Nuestro primer tratamiento empezó con la biopsia testicular de Ari. Si mediante la biopsia se encontraban espermatozoides, podíamos avanzar. Caso contrario, habría que considerar otras opciones… ¿Opciones? A esa altura no parecía haber ninguna opción. Si no había “material”, no había hijos. Listo. (Otro aprendizaje que vino más tarde: siempre hay otras opciones si tu objetivo es construir una familia). 88


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Las horas que pasé sola en la sala de espera mientras Ariel estaba en el quirófano fueron casi un presagio de lo angustioso del trayecto que nos esperaba por delante. Sentía que en cada minuto se jugaba lo más importante de la vida de Ari, y se me helaba el corazón cuando imaginaba al médico diciendo que no habían encontrado nada. Sufrir por el dolor de quien amás puede ser aún más asfixiante que lidiar con el dolor propio. Al cabo de la biopsia, y ya informada del buen resultado, me reencontré con Ari. Estaba acostado en la camilla, semidormido por la anestesia, todavía con el gorro aséptico puesto y tapado hasta el cuello con una sábana de algodón celeste. Lo llevaron a una habitación iluminada con fluorescentes helados y lo pasaron a una cama. Todo era silencio. Como si estuviéramos fuera de este tiempo y de este mundo. En cuanto logró recuperar algo de conciencia, lo primero que le dije fue: 89


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“Encontraron espermatozoides! Salió todo bien!! Vamos a ser papás!”. En el más profundo estado de fragilidad que le recuerdo, Ariel me abrazó y se largó a llorar. Así fue nuestro comienzo. Lo que siguió fue una serie de descubrimientos y aprendizajes. Descubrí que soy capaz de tolerar la impresión de pincharme la panza con agujas de diferente tamaño sin que me tiemble el pulso. Descubrí que soporto sacarme sangre y pasar por ecografías ginecológicas más de una vez por semana. Descubrí que puedo aguantar el dolor en el bajo vientre que va en aumento a medida que los óvulos se desarrollan y crecen, fruto del shock hormonal que proporciona la medicación de estimulación ovárica. Descubrí que puedo mantener separada de mi vida laboral una experiencia tan fuerte como ésta.

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Aprendí que, por entonces, las obras sociales no cubrían estos tratamientos ni la medicación, y que ambos son carísimos. (Gracias a la perseverancia de muchas parejas en nuestra situación, esto cambió recientemente, pero por entonces el costo total de un tratamiento era casi igual al de un auto chico de la gama más baja). Aprendí a interpretar imágenes ecográficas. Aprendí que los médicos (buenos y malos) son por completo incapaces de organizar sus agendas, y someten a sus pacientes a interminables esperas que suman una cuota de estrés altísima a un contexto de por sí estresante. En el primer tratamiento todo es nuevo. Esa novedad agrega tensión a cada nuevo paso, pero también lleva concentrada toda la ilusión que una pareja deposita en estos tratamientos. Atravesamos la preparación para el día de la aspiración de óvulos con esa mezcla de tensión y esperanza. Hasta ese día yo 91


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jamás había entrado a un quirófano. Nunca. Detesto las instituciones de salud, su olor, esa temperatura artificial, el aire enrarecido y espeso, la luz invasiva. A veces creo que tan fuerte es mi rechazo, que jamás me enfermé sólo para evitar el contacto con ese ámbito. Otra paradoja del destino! Los últimos años de mi vida pasé más tiempo en clínicas y consultorios que en cualquier otro lugar… En fin. El día de la punción llegamos a la clínica, pagamos el tratamiento sin recibir factura ni atrevernos a reclamarla, me llevaron a una habitación y allí reemplacé mi ropa por la misma bata de algodón celeste y la misma gorra aséptica que Ari se había puesto unas semanas atrás. Me pincharon el brazo. La anestesia me llevó a un sueño pesado, oscuro y hondo del que desperté mareada, con ganas de vomitar y un dolor punzante y fuerte en el bajo vientre. (Tranquila! No siempre ocurre así. En 92


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los tratamientos que hice con el siguiente equipo médico no sólo el dolor posterior a la punción era apenas perceptible, sino que hasta terminé disfrutando del sueño anestésico!) Me llevó un par de horas mantenerme en pie sin ayuda. No entendí qué le decían los médicos a Ariel, pero parecía que la aspiración había salido bien: también mi cuerpo había aportado “material” para el tratamiento. Los días siguientes el dolor fue disminuyendo y dejó espacio a la ansiedad. De los ocho óvulos que se obtuvieron en la punción, cuatro fueron fertilizados mediante la técnica de ICSI. Los otros cuatro no estaban lo suficientemente maduros para el ICSI, nos dijeron. ¿Qué es el ICSI? Te lo cuento “en criollo” porque no soy médica: el biólogo que trabaja en el laboratorio de la clínica de fertilidad (persona clave si las hay en este asunto) toma un óvulo, lo “pela”, le inyecta un espermatozoide 93


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y lo deja en observación para ver si evoluciona hacia los estadíos siguientes a la fertilización. Si ese óvulo alcanza un determinado estadío, el médico lo transfiere al cuerpo de la mujer para que continúe allí el proceso normal de desarrollo intrauterino. Esa es la transferencia, donde volvés a entrar al quirófano ya sin la compañía de la anestesia. Entre la punción y la transferencia preguntábamos a diario por el estado de los óvulos fecundados. Uno detuvo su desarrollo y la esperanza sufrió un primer golpe. Quedaban tres, suficientes para una transferencia con muy buenas chances. De nuevo, matemática pura: a razón de un 30% de probabilidad de éxito avalada por la estadística, la transferencia de tres embriones “lindos” al cuerpo de una mujer joven y sana, no podía dar más que un embarazo. Así fui a la transferencia.

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Antes de entrar al quirófano tenés que tomar mucho líquido y retenerlo. Con la vejiga llena, el útero se ubica en una posición que facilita al médico la transferencia de los embriones al interior del útero, mediante una cánula que ingresa a través de la vagina. Me hacía pis. Me dolía la panza, desbordante de los casi dos litros de agua que había tomado en el afán de facilitar la transferencia. (Un aprendizaje más: la vejiga tiene capacidad de medio litro aproximadamente, no hace falta tomar más que una botella chiquita de líquido). Date una idea de mi situación: acostada en la camilla ginecológica de un quirófano helado, desesperada porque terminara el procedimiento para correr al baño, ignorante por completo del tiempo que llevaría esta etapa. En cierto momento sentí que la razón de mi vida se reducía a llegar a un baño, ya ni me importaba para qué estaba ahí despatarrada.

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Por fin terminó la transferencia. Me mostraron en el ecógrafo tres puntitos brillantes de luz dentro de mi útero. “Mis bebés ya están conmigo”. Mi mente se volvió esa idea. Cuando me ayudaron a bajar de la camilla para ir al baño me paralicé. ¿Y si al agacharme sobre el inodoro se cayeran los embriones? ¿Y si al bajar de la camilla el movimiento los hubiera corrido de lugar? ¿Me podía mover? ¿Cuánto? Creeme que es desesperante. Mi vejiga estaba a punto de explotar y ya el dolor se había extendido por todas partes, pero prefería eso al riesgo de dañar a “mis bebés”. ¡Cuánta angustia innecesaria puede generar la ignorancia! Afortunadamente alguien se dio cuenta de lo que me estaba pasando y me explicó que podía ir al baño sin ningún peligro. Que después de hacer pis me quedara recostada en la habitación y el médico iría a darme las indicaciones. 96


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Agradecida, fui arrastrando muy lentamente los pies, apenas si me incliné sobre el inodoro y el dolor fue menguando a medida que mi vejiga se relajaba. Me acosté con absoluta suavidad y me quedé tiesa acariciándome la panza. El dúo de médicos llegó a la habitación exultante: todo había salido muy bien. Con Ariel al lado me indicaron reposo absoluto ese mismo día y una vida relajada los días siguientes. Continuaron las explicaciones sobre la medicación, el test de embarazo en sangre y vaya a saber qué otra cosa. Mi mente sólo entendía que yo estaba embarazada y que mi única y exclusiva función en este mundo era cuidar ese embarazo como a mi propia vida. Punto. Decidí extender lo absoluto del reposo a tres días en lugar de uno para maximizar las precauciones. Me había tomado vacaciones en la oficina para esta etapa del tratamiento y Ari 97


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había acomodado sus horarios para poner su tiempo al servicio de nuestro embarazo. Durante esos tres días sólo me levantaba para ir al baño, y apenas si me incorporaba para comer lo que Ari llevaba a la cama. Al cabo de esos días viviendo como estatua, pasé a la fase de “vida relajada”: Reemplacé el transporte público por el servicio de transporte de Ariel, que manejaba cuatro veces al día, 50 minutos cada vez, sólo para llevarme y buscarme de la oficina. Me movía con la lentitud de un septuagenario; acotaba a lo indispensable las caminatas dentro de casa y en la oficina, buscando concentrar en un único trayecto la mayor cantidad posible de tareas; me paralizaba al enfrentarme a un escalón y buscaba cómo esquivar cualquier irregularidad en el suelo. Ante la más mínima sensación de pérdida vaginal o de molestia en el bajo vientre, iba al baño (a velocidad tortuga) a ver qué ocurría. Este ritmo de vida demencial es la “betaespera” en la jerga de quienes vivimos la 98


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infertilidad: es el tiempo que va desde la transferencia al análisis de embarazo en sangre. Todas coincidimos en que es una de las etapas más duras del tratamiento. Hoy sé que ninguno de los cuidados que tomé esa primera vez y en los siguientes tratamientos es indispensable, ni cambia el curso del destino. A ver: ¿cómo funciona en la naturaleza? Te enterás del embarazo alrededor de un mes más tarde, durante el cual tu vida transcurrió a su ritmo habitual, sin ningún reposo ni cuidado especial. Incluso cuando tu rutina incluye actividades físicas. Con esto no estoy sugiriendo que ignores las recomendaciones médicas ni los cuidados que creas necesarios, sólo intento que sufras lo menos posible en etapa del proceso. Basta con hacer lo que diga tu médico y te dicte el sentido común; cualquier

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medida extra que decidas implementar va a sumarte un estrés innecesario sin ninguna retribución a cambio. Hacia el final de la “betaespera” tuve pérdidas, una pasta primero amarronada y luego rosada, mezcla de la medicación intravaginal que me estaba aplicando y sangre intrauterina. Con las pérdidas llegaron dolores punzantes en el bajo vientre. Llamamos desesperados a los médicos, que indicaron mantener la vida relajada y tomar un analgésico una vez al día. También sugirieron no preocuparse: eso podía ser síntoma de embarazo. Volví a mi vida de “estatua” por un par de días. Mientras me mantenía tiesa las pérdidas desaparecían, pero en cuanto me paraba para ir al baño las volvía a encontrar, cada vez más rosadas – rojizas (otro aprendizaje: me volví una experta en el degradé de colores que va del marrón al rosa pálido, y en todas

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las consistencias posibles de los flujos vaginales). El dolor se mantenía constante, pero era lo que menos me importaba. Cuando por fin llegó el día de la prueba de embarazo en sangre, fuimos tempranísimo al laboratorio. El resultado estaría después del mediodía. Acordamos con Ariel que él llamaría a los médicos y me lo contaría a la noche, cuando yo volviera de la oficina. ¿Por qué decidimos hacerlo así? Yo quería mantener mi vida personal aislada por completo de mi vida laboral, y no sabía cómo reaccionaría ante el resultado, cualquiera fuera éste. Creo que ambos dimos por sentado que Ariel podría lidiar solo con el resultado. Como te imaginarás, el día se me hizo eterno. Llegué a casa un ratito antes de lo habitual y encontré las dos cerraduras de la puerta de entrada cerradas y el departamento a 101


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oscuras. Ariel no estaba adentro. Lo llamé a su celular una, dos, diez veces sin obtener ninguna respuesta. Busqué alguna nota sobre la mesa o algún indicio de… algo. Pero nada. Tomé coraje y llamé al celular del médico sólo para confirmar lo que ya sabía: el resultado era negativo, no había embarazo, ¿Ariel no te lo dijo?, hablamos a la tarde, suspendé la medicación y vas a tener una pérdida de sangre abundante, en dos semanas nos vemos y hablamos, lo siento mucho pero ésta era una de las posibilidades, no pierdas las esperanzas que lo vamos a conseguir, blá, blá, blá. Sentí que me separaba de este mundo. La vida seguía avanzando a su propio ritmo, con toda la humanidad adentro excepto yo que, estática y vacía, la veía pasar desde un costado donde el tiempo se había detenido. Recuerdo que salí al balcón y el cielo era tan negro como mi dolor. Apoyé la frente en el 102


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enrejado que los dueños anteriores habían instalado sobre la baranda, como protección para su hijo, y lloré con cada célula de mi cuerpo. No había una sola porción de mi ser que no sufriera el dolor más abrasador, profundo y extenuante que había sentido hasta entonces. Las palabras no alcanzan para describirlo. Sólo quien lo haya experimentado puede comprender ese sentir. Ariel… Se me sumaba la preocupación por él y la desilusión que me causaba su ausencia. Me había dejado sola al final del camino. Recuerdo que mi mente se anuló. Toda yo era dolor, soledad, vacío por dentro y por fuera, todo el sufrimiento concentrado en un solo ser. Uno solo, porque dentro mío no había otra vida. La noche y el vacío.

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Hace un mes leí un libro excepcional de Rosa Montero.1 Al referirse a las crisis de angustia, desequilibrio mental o locura que padeció en su juventud, dice: “Es sentir que te has desconectado del mundo, que no te van a poder entender, que no tienes palabras para expresarte. Es como hablar un lenguaje que nadie más conoce. Es ser un astronauta flotando a la deriva en la vastedad negra y vacía del espacio exterior… Y resulta que en el verdadero dolor, en el dolor-alud, sucede algo semejante.” Esa noche, en esas horas, perdí la razón bajo un alud de dolor. Revivo esa noche seis años más tarde. Recién ahora puedo hacerlo.

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Montero, Rosa “La ridícula idea de no volver a verte” Buenos Aires, Seix Barral, 2014, 8° ed. 104


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“Narro y comparto una noche lacerante y al hacerlo arranco chispazos de luz a la negrura...”2 Durante nuestro tránsito por la infertilidad la misma pregunta volvió una y otra vez a mi mente: ¿Qué sentido tiene tanto dolor? ¿Es el precio por la dicha pasada o la felicidad futura? ¿Es una lección sobre la verdadera escala de valores en la vida? ¿Es la sanción por algún pecado consumado? “Hay que hacer algo con todo eso para que no nos destruya, con ese fragor de desesperación, con el inacabable desperdicio, con la furiosa pena de vivir cuando la vida es cruel.” “Yo ahora sé que escribo para intentar otorgarle al Mal y al Dolor un sentido que en realidad sé que no tienen.”3

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Idem. Ibidem. 105


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Creo que esta genial escritora dio en la tecla. Ese dolor no tiene ningún sentido en sí mismo. No es el precio de algo bueno, no es la única forma de alcanzar conocimientos, no es una pena impuesta por alguna divinidad omnisciente. Es lisa y llanamente una situación que a todos nos toca enfrentar en algún momento de la vida, indefectiblemente, bajo distintas formas e intensidades. Es el hilo invisible que une a toda la humanidad. El sentido personal de ese dolor será el que uno decida darle una vez que pueda nombrarlo. (Hoy, seis años más tarde, yo decido dejarlo aquí escrito, para que –al menos- sepas que no estás sola si llegaras a vivirlo). Vuelvo a esa noche (¡qué difícil me está resultando evocarla!). En algún momento escuché la cerradura y por el rabillo del ojo vi que Ariel se acercaba. Estaba desencajado. Explicó que había estado caminando sin rumbo por la ciudad desde que recibió el 106


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resultado. Sé que dijo algo más, pero no puedo recordarlo. Tampoco recuerdo qué siguió después. Tan idealizado tenía a mi marido que me llevó tiempo (y muchas sesiones de terapia) comprender por qué no había podido informarme él mismo el resultado, para luego contenernos y darnos fuerzas mutuamente como habíamos hecho en otras ocasiones. Por ese mismo motivo, me costó aún más aceptar que es un ser humano susceptible a su propio dolor, y no ese hombre irreal que siempre actuaría según mis más exigentes expectativas. Ya te conté de mi antigua tendencia a romper relaciones personales en cuanto dejaban de ajustarse a mis estándares de calidad sobrehumanos. Por primera vez me encontré cuestionándola en serio. ¿Iba a permitir que esos estándares primaran sobre la relación con quien más amaba en este 107


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mundo? Definitivamente no. La respuesta me resultaba obvia, pero debí mantener una lucha interna muy dura hasta que ese “no” se impuso con plena convicción, a fuerza de sincera comprensión, aceptación, tolerancia y compasión hacia mi compañero de vida y de dolor. De la forma más dura aprendimos que necesitábamos estar juntos al momento de recibir el resultado del próximo, o los próximos tratamientos. Porque pasada esa noche y las dos semanas siguientes, ambos estábamos convencidos de que seguiríamos intentándolo.

El segundo tratamiento: ¿Cuánto valen las estadísticas y el renombre de ciertos profesionales?

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Fuimos a la charla con los médicos munidos de una lista de preguntas, aunque una sola concentraba a las demás: ¿Qué falló? Nada, dijeron. El resultado estaba razonablemente comprendido en las famosas estadísticas que sobrevuelan estos procesos. Según nos informaron, el promedio de chances de embarazo en cada intento es del 30%, un poco más o menos en casos particulares. Nos dijeron que, en promedio, el 90% de los embarazos por fertilización asistida se logra en uno de los primeros tres intentos, a partir del cuarto intento la curva de éxito baja abruptamente, no porque la chance de embarazo por tratamiento disminuya, sino porque sólo el 10% que no se embarazó en los primeros tres intentos queda comprendido en esa parte de la curva. Añadieron que la edad de la mujer es un factor determinante en todos estos porcentajes: a mayor edad, 109


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menores índices de éxito. Por eso y por razones vinculadas con el sistema inmunológico, la tasa de éxito con óvulos donados por mujeres jóvenes es más alta, alrededor del 40% (esto es la ovodonación). Las estadísticas… Te las vas cruzar una y mil veces a lo largo de este camino. Mi sugerencia es que las tomes como un dato más y no como una verdad absoluta. Las estadísticas, “como algunos pasteles, son buenas si se sabe quién las hizo y se está seguro de los ingredientes”, decía allá por el 1900 un profesor de Harvard. E incluso sabiendo ambas cosas, las estadísticas se refieren a una muestra de población que no te incluye a vos en particular. La medicina no es una ciencia exacta y en estos tratamientos, en cada intento, entran en juego cientos de factores distintos, algunos controlables y la mayoría no. Por eso los médicos no pueden (y no deben) garantizarte ningún 110


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resultado, sólo les queda mencionarte los que surgen de las estadísticas. En esa charla, los médicos propusieron que en el próximo intento utilicemos mayores dosis de medicación para la estimulación ovárica, con el objetivo de obtener una mayor cantidad de óvulos. Eso permitiría, eventualmente, vitrificar embriones y utilizarlos en un futuro tratamiento, obviando la primera parte del procedimiento (la estimulación y punción ovárica). En términos sencillos, la vitrificación de embriones es un procedimiento para conservar los óvulos fecundados a temperaturas bajísimas, con miras a ser utilizados en una futura transferencia intrauterina. Compramos. Las explicaciones, el aval estadístico y el optimismo de los médicos se sumaron a nuestra intención de volver a intentar. 111


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Sobre el final pregunté si había algo que pudiéramos hacer para ayudar en el proceso (esa desesperada necesidad de sentir que uno tiene, aunque sea, una mínima injerencia en su destino…). Nos contaron que en otros países se suele complementar el tratamiento con psicoterapia, acupuntura, meditación y otras prácticas de las llamadas “alternativas”, que ayudan al paciente a transitar el proceso y, según se sostiene, hasta mejoran sus resultados. Nos recomendaron consultar a una doctora en psicología, especialista en el tema y responsable del área de apoyo a los pacientes en una prestigiosa clínica de fertilidad de Capital Federal. Nos despidieron con las indicaciones para comenzar el segundo tratamiento. Para este segundo tratamiento decidí que tomaría las riendas en cuanto me fuera posible: pasé horas interminables frente a la computadora buscando, leyendo, comparando y elaborando 112


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preguntas para cada encuentro de control con los médicos. Leí desde “papers” y material científico disponible en los en sitios web de asociaciones médicas especializadas en infertilidad de diferentes países, hasta opiniones de pacientes difundidas en blogs caseros. Busqué libros sobre infertilidad. Contacté a una asociación de médicos acupunturistas. Saqué un turno con la especialista en psicología. Llevé a Ariel casi obligado a una primera sesión. La psicóloga me deslumbró en ese primer encuentro. Su currículum estaba a la altura de mis expectativas, transmitía el aplomo y la seguridad que necesitaba en ese momento, y hacía alarde de un profundo conocimiento sobre el tema. Tanto académicamente como en carne propia. Según nos contó (y cuenta en su sitio web), ella misma había pasado por uno de los primeros tratamientos de infertilidad hechos en el país, a manos 113


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de un médico que hoy se presenta como eminencia en la materia. La eminencia la había medicado de tal forma que le produjo una hiperestimulación ovárica y un embarazo de cuatrillizos, que fueron deteniendo su evolución uno a uno hasta que el embarazo se detuvo por completo, dejando su cuerpo frágil y su espíritu quebrado. Nos contó también que su caso fue objeto de estudio en ateneos de infertilidad durante muchos años. A partir de esa vivencia, “creó” el concepto de los “duelos en la infertilidad” y se especializó en esta área, en la que se presentaba (y se presenta) como referente. Los siguientes encuentros con la psicóloga fueron perdiendo progresivamente su brillo. Una y otra vez nos explicaba el tratamiento de ICSI como en la primera sesión, mostrándonos gráficos del sistema reproductivo acompañados de ejemplos autorreferenciales. Nos instaba a ignorar los blogs y sitios web 114


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creados por grupos de pacientes que, a su entender, estaban plagados de gente resentida e información incorrecta. Y no nos daba ninguna herramienta para aliviar nuestro tránsito por la infertilidad, frustrando así mi principal interés. Unos días antes de la segunda punción le conté, muy esperanzada, que los médicos habían resuelto incrementar todavía más las dosis de medicación y lograr la vitrificación de embriones. Ese comentario desencadenó en ella una retahíla de advertencias sobre los riesgos de la hiperestimulación y un nuevo racconto de su experiencia resultante en cuatro fetos muertos. No podía creer lo que escuchaba. Sin pensarlo, la interrumpí abruptamente. ¿Se daba cuenta de lo que estaba diciendo? Yo estaba a días de una punción, de un segundo tratamiento después de un resultado negativo que me devastó, buscando en ella contención y alivio para transitar un camino 115


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durísimo, y lo que recibía era la historia de un caso que terminó en cuatro muertes!? ¿Cómo podía hablarme así? Exploté de ira y desencanto. Me sentí estafada. Por primera vez en mi vida me importaron un bledo las credenciales, doctorados y libros de mi interlocutor y el debido respecto a la autoridad intelectual (real o aparente). Me levanté del sillón y salí del consultorio, dejándola con Ariel. Creo que la mujer le devolvió el dinero de esa sesión (bastante costosa, por cierto) y él bajó rápidamente atrás mío. Me tranquilizó, me dio la razón y acordamos no volver. La psicóloga nunca llamó y yo jamás volví. Por nuestros médicos me enteré que en esos días avisó que no participaría como expositora en un congreso sobre infertilidad y psicología, porque estaba con problemas personales. Aprendí que, así como las estadísticas son sólo un dato de referencia que no necesariamente me refleja, tampoco la fama y 116


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cucardas académicas garantizan que un profesional satisfaga mis expectativas. Me volví más crítica hacia las verdades absolutas que aparecen en el camino de la infertilidad (y, por analogía, en otros ámbitos de la vida). Comencé a confiar más en mi estómago y menos en mi cerebro. El segundo intento culminó otra vez con un resultado negativo. Esta vez lo recibimos juntos, a la noche, en una heladería. Otra vez el dolor que te deja mudo y ajeno a la realidad, no menos duro por lo conocido. Tengo el recuerdo vívido de ir al trabajo al día siguiente en un colectivo de la línea 76 (no hacía falta que Ariel me siguiera llevando en auto). Por la ventana se veía el cielo celeste límpido sin ninguna nube, entraba el aire fresco del otoño y los árboles de Belgrano R empezaban a tomar esos tonos amarillos y rojizos que me encantan. Tomé conciencia del contraste entre la 117


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belleza del exterior y el vacío que sentía dentro. Luz y oscuridad.

El tercer tratamiento: La ilusión perdida. Después del segundo intento tuvimos una nueva conversación con los médicos, que seguían mostrándose optimistas. La charla fue muy parecida a la anterior y la conclusión la misma: estamos dentro de las estadísticas, nada falló, vale la pena probar de nuevo. Volvimos a preguntar si había algo más que pudiéramos hacer, algún estudio adicional o un tratamiento complementario, y la respuesta fue la misma: ya estábamos haciendo todo lo que era posible. Sin embargo, este tercer intento sería diferente. Teníamos tres embriones criopreservados, así que el tratamiento se acotaría a 118


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la preparación del endometrio, la transferencia, la “betaespera” y el test de embarazo en sangre. Dijeron que este procedimiento solía dar mejores resultados que la transferencia de embriones “frescos” inmediatamente después de la punción. El cuerpo de la mujer no estaba bajo los efectos de la medicación para la estimulación ovárica, y ella solía llegar a la transferencia más relajada. Ok. Tenemos los embriones, vamos para adelante. Otra vez pastillas, inyecciones, esperas interminables en la clínica de fertilidad. Nuevamente los análisis de sangre y las ecografías intravaginales acompañadas de los desgastados chistes de los médicos. De vuelta la transferencia, la “betaespera” y el análisis de sangre. Pero esta vez quien llamó para dar el resultado fue el médico: la beta había sido positiva! Teníamos un embarazo!! La voz del médico se escuchaba 119


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exultante. No había resistido las ganas de darnos la noticia, así que se adelantó a llamarnos en cuanto se enteró, apenas pasado el mediodía. A mantener la vida relajada y a repetir el análisis de sangre unos días después, es una formalidad, sólo para ver cómo evoluciona la beta. Llamé a Ariel en cuanto terminó esa conversación. Él también había recibido el llamado. Su voz se escuchaba en hilachas de emoción. No recuerdo qué nos dijimos. Fui a la planta baja del edificio donde trabajaba y me senté en un escalón, mirando sin ver el jardín de alrededor. De un minuto a otro estaba amigada con Dios, con la naturaleza, con la vida. Yo era parte de ese milagro vital, estaba viva y tenía vida dentro mío. Me sentía totalmente borracha de felicidad. Había vuelto a subir al mismo tren que el resto de la humanidad y estaba avanzando con ella en el mismo sentido, 120


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dejando atrás heridas que ese solo instante de plenitud cicatrizaba. Los días que siguieron fueron gloriosos. Mantuvimos los mismos cuidados que durante la “betaespera”, así que Ari siguió fungiendo de chofer, cocinero, responsable de todos los asuntos domésticos y asistente personal. Yo seguí moviéndome con lentitud y máximo cuidado. Pero todo eso tenía un gusto a esperanza, ahora sí tenía un sentido. Con las primeras pérdidas volvió el pánico y se esfumó cualquier rastro de ilusión. Otra vez reposo total y más medicación. “Pueden ser pérdidas por la implantación del embrión en el útero”, quería convencerme con la información que encontraba en Internet y con las palabras del médico. Quería y no podía.

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Las pérdidas fueron incrementando su cantidad, frecuencia e intensidad hasta la mañana de la segunda prueba en sangre. La médica se sorprendió cuando, al llegar al ecógrafo, le advertí que estaba con pérdidas. Una mezcla rara de sensaciones fue brotando: enojo con los médicos por su sorpresa e incapacidad para frenar mis pérdidas; culpa por el comportamiento de mi cuerpo que no hacía lo que debía; incomodidad por estar semidesnuda, una vez más, frente a más de tres personas; pánico por el dictamen que seguiría a esa ecografía; agotamiento, cansancio pleno y muy en el fondo, un atisbo borroso de fe. Dios no me podía soltar la mano en ese momento. Bastó la cara de la médica para entender que todo se había terminado. Sentí cómo manipulaba el ecógrafo intravaginal dentro mío, revolviéndolo de un lado a otro en un esfuerzo 122


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vano por encontrar un embrión vivo. Caras serias. Ariel sosteniéndome la mano. Llamaron a otro médico… o ecografista, qué sé yo. Caras más serias. Salieron los tres dejándonos solos a Ariel y a mí. Lo llamaron a Ariel y me quedé sola. Sola en serio. Sin embarazo, sin Dios y sin que nada tuviera sentido. Ninguno. Entraron todos de vuelta, me vestí, pasé al consultorio y vino la seguidilla de explicaciones médicas. El embarazo se había detenido. El embrión estaba ahí, tan chico como la primera vez que lo vieron, pero esta vez sin vida. Más explicaciones médicas. Elucubraciones. Alternativas para un próximo intento. Indicaciones sobre cómo continuar. Interrumpir medicación, esperar una pérdida abundante de sangre y una nueva ecografía intravaginal para verificar que el útero se hubiera “limpiado” totalmente. 123


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Yo creía que era imposible sentir un dolor mayor al de aquella noche en que tuve mi primer resultado negativo. Hoy que lo veo en retrospectiva me doy cuenta de mi error. No pude hablar todo ese día, sólo lloraba (“las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma”)4. Un llanto monocorde, apenas perceptible, ahogado en lágrimas que nunca cesaban de brotar. El dolor en carne viva cayendo en cada lágrima. Volvimos a casa caminando y llorando, no entiendo cómo lo logramos. Más de cuarenta cuadras en una tarde fría y gris de invierno, sin ver hacia dónde caminábamos ni qué había delante. Otra vez afuera de este mundo, ajena por completo a la humanidad. Otra vez sepultada bajo el dolor alud, esta vez más abajo.

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Cortázar, Julio. 124


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Afortunadamente no tenía más opción que volver a mi rutina, así que focalicé la mente en el trabajo y me abracé fuerte a ese salvavidas en medio de la tormenta de pensamientos horribles que no dejaban de aparecer. Los días que pasaron conviví con un cuerpo exhausto, en proceso de lenta recuperación. Sólo quería que los vestigios de este tratamiento desaparecieran ya, pero mi cuerpo estaba triste y me lo recordaba con puntadas en el bajo vientre y la sangre que no dejaba de brotar. Una vez que tuve el alta, decidimos consultar a otros médicos. Hice una preselección de médicos y clínicas en base a recomendaciones de primera mano, de redes sociales y de Internet. Repasé toda la información clínica que había ido acumulando, anoté preguntas, investigué sobre medicación y tratamientos y, munidos con un arsenal de dudas e información, nos lanzamos al “beauty contest” de especialistas 125


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en infertilidad. Cada consulta duró en promedio dos horas. Los médicos leyeron nuestros estudios anteriores, miraron sesudamente mi grilla de tratamientos, nos hicieron varias preguntas y al final se sometieron a la balacera inquisitiva que habíamos preparado con Ariel, pero que me tenía a mí de vocera. Al hacer las preguntas, sentía que estaba indagando a un sospechoso de fraude que debía demostrar que su prestigio tenía sustento. Empezaba cada consulta con total desconfianza, agresividad y hasta desprecio hacia el médico, pero con la profunda esperanza de hallar a quien pudiera convencerme que valía la pena intentar de vuelta. Llegamos a dos finalistas y optamos por la médica que logró vencer la coraza. Laura nos destinó casi tres horas en la primera consulta, escuchó (de verdad) nuestra historia, leyó cada papel que le entregamos y fue tomando notas y anotando preguntas. 126


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Respondió con calma, claridad docente y mucha solidez cada duda que le planteamos. Al final, ella nos hizo una batería de preguntas y nos explicó nuestra situación médica, el protocolo que se sigue en esos casos, y el procedimiento completo, incluyendo aspectos administrativos de la clínica y el laboratorio con los que trabajaba. Esa consulta fue como un bálsamo para el espíritu y una inyección de esperanza. Por primera vez sentí que estábamos caminando sobre tierra firme, de la mano de un guía que conocía el terreno y que no improvisaría trayectos. Varios detalles, menores pero elocuentes, confirmaron mi elección: en su consultorio no había una sola foto de bebés que mostrara su éxito, mientras que todos los demás consultorios estaban plagados de fotografías que, a esa altura, me hincaban el corazón. En su escritorio había una pequeña imagen de la 127


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Virgen de la Dulce Espera, regalo de una paciente católica a su médica judía quien era capaz de aceptar sin prejuicios los recursos que fueran valiosos para sus pacientes. Y al terminar la consulta, la secretaria nos extendió una factura por los honorarios de Laura, lo que nos permitió recuperar con nuestra obra social parte del costo, a diferencia de nuestros anteriores médicos que operaban “en negro”, encareciendo todavía más un tratamiento de por sí costosísimo. Cinco meses duró el “beauty contest”. A lo largo de esos meses hice todos los estudios que cada uno de los médicos que consultamos me indicó (Ariel no tuvo que hacer ningún otro análisis). Al cabo de esos meses, la carpeta de antecedentes médicos casi no cerraba, pero ahora sí estábamos donde debíamos haber estado antes del primer tratamiento. Por esa época pensé muchas veces en el estado de indefensión de los 128


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pacientes, en la falta de información clara y comprensible para quienes están a merced de médicos (y afines) carentes de ética y de solidez profesional. Pensé en alternativas para prevenir el daño que pueden causar, para sancionar el daño que causan y para acompañar a quienes transitan este camino. De todas esas ideas, este libro es la primera en concretarse.

El cuarto intento: Cuando la mente habla por el cuerpo. ¿Qué puedo contarte de este intento, que valga la pena? Voy directo al final: la punción debió cancelarse porque me equivoqué y me di la última inyección del tratamiento, ésa que retiene los óvulos para su aspiración, después de lo debido. Cuando entré al quirófano, todos los óvulos que se habían desarrollado con la medicación de las semanas previas se 129


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habían desprendido espontáneamente. No había ni un solo óvulo para el tratamiento. ¿Qué puedo decirte? Que me confundí con el cambio de fecha que me indicó la médica en el último control, que estaba demasiado confiada en lo único que podía controlar (mi disciplina en la gestión de los medicamentos), que mi cuerpo estaba cansado y se lo decía a mi inconsciente, que tenía mucho miedo a un nuevo fracaso y éste fue un acto fallido. No sé ni lo sabré con certeza jamás. La respuesta de mi médica y de la clínica fueron impecables: ella y su médica asistente nos contuvieron, y la clínica nos bonificó la mayor parte de los costos, que pudimos imputar al siguiente tratamiento.

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Estábamos a fines de noviembre del 2010. Decidimos volver a intentar al año siguiente y obsequiar a mi cuerpo un mes de abstinencia medicamentosa.

El quinto intento: Del cielo al infierno en cuatro meses. El 31 de diciembre de 2010, Ariel y yo brindamos por el inicio del año que nos vería concretar nuestro sueño (y terminar la agonía de tratamientos médicos, un deseo secundario por entonces). El 9 de enero ya estábamos en el consultorio de Laura comenzando el quinto intento. Normalmente Laura tenía entre una hora y media o dos horas de espera, que se extendían un poco más cuando debía atender llamados telefónicos urgentes de sus pacientes. Esa espera era asfixiante, no sólo por mi naturaleza impaciente, sino por cada 131


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uno de sus condimentos: en la misma sala, detrás de un mostrador, las secretarias trataban a las pacientes en forma grosera y totalmente desconsiderada de su situación de fragilidad; cuchicheaban después de cada llamado de una paciente criticando a la mujer que esperaba al otro lado de la línea; discutían por teléfono con obras sociales, laboratorios, clínicas, proveedores y todo desafortunado que se les cruzara. Sabían cómo convertir la espera en una tortura insufrible. En la misma sala, junto con estas secretarias de fábula, convivíamos mujeres llenas de ilusiones y esperanza, mujeres en tránsito hacia un tratamiento, mujeres en duelo, pacientes de “primera vez” que retrasarían los turnos más de dos horas, y hombres entregados resignadamente a la faena de acompañarlas. Un stock abundante, variado y actualizado de revistas amenizaba un poquito la espera. Ya en los últimos tratamientos, me llevaba la computadora y trabajaba allí, con los auriculares conectados 132


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a un buen disco de jazz o soul. Terminaron siendo horas productivas laboralmente, aunque no por eso menos estresantes: cada visita al consultorio significaba ausentarme entre tres y cuatro horas de la oficina, ir y volver a las corridas para minimizar el tiempo de viaje, y quedarme horas extra en el escritorio para reponer el tiempo perdido. Más tensión a la tensión. Toda esa angustia se diluía al cruzar la puerta que separaba la sala de espera de los consultorios de Laura y su asistente. Al cruzarla, entrabas a una atmósfera cálida y soleada, con perfume a vainilla. Las dos médicas te recibían siempre con una sonrisa plácida y sentías que tu caso se volvía por un rato, el único en el mundo entero, tal la dedicación e interés que le dedicaban. Salías del consultorio, volvías a ver al dúo de

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secretarias, y te ibas pensando que –a pesar de todo- valía la pena. Este quinto tratamiento atravesó todas las etapas del protocolo y, en esta ocasión, Ariel sí tuvo que poner el cuerpo. Entramos simultáneamente al quirófano, él para una punción testicular y yo para la aspiración de óvulos. Éxito de taquilla! Ari se repuso de la punción a las pocas horas, sin mucho dolor ni secuelas, a diferencia de su primera vez. Yo estaba lista para salir caminando en cuanto me desperté de la anestesia. La experiencia fue diametralmente opuesta al malestar de las veces anteriores. Hasta me animo a decir que disfruté ese descanso profundo, atemporal y totalmente carente de conciencia al que me condujo la anestesia. Los resultados también fueron buenísimos: de Ariel extrajeron material para tres viales y de mí, 14 óvulos de los cuales 11 134


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fueron fertilizados, 2 embriones fueron transferidos unos días más tarde y 5 embriones se criopresevaron. Eso significaba que teníamos “material” para, al menos, dos tratamientos más si este no avanzaba (…a esa altura ya pensábamos de esta forma!). 11 óvulos fertilizables era un resultado excelente a mis 35 años. Mi cuerpo había resuelto atender los deseos más hondos de mi corazón y me estaba acompañando. Sentí que por fin estaba todo en correcto equilibrio y alineación: mente, cuerpo, corazón y guía médica. Sentí que por fin tocaría el cielo con las manos. Y lo toqué, no una sino tres veces! La primera, al retirar el resultado positivo del análisis de embarazo en sangre. No era la primera vez que lo recibía, así que decidimos ir con Ariel paso a paso, sin embalarnos en la felicidad y sin poder evitarla al mismo tiempo. La beta positiva se confirmó con una beta mucho, muchísimo más alta días después. Tan alta que cabía la 135


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chance de un embarazo de mellizos. Felicidad honda, embriagante, plena. Una caricia del cielo en la punta de los dedos. Era la primera vez que llegábamos tan lejos. Se estaba cumpliendo el sueño y la felicidad iba convirtiendo el dolor pasado en una gesta épica que debía ser transitada para vivir plenamente el presente de dicha. Se me venían a la mente, una y otra vez, algunas estrofas de ese soneto maravilloso de Francisco Luis Bernárdez: “…si para conseguir lo conseguido tuve que soportar lo soportado,… tengo por bien sufrido lo sufrido, tengo por bien llorado lo llorado. Porque después de todo he comprobado que no se goza bien de lo gozado sino después de haberlo padecido. Porque después de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado.” (confieso que hoy estoy en total desacuerdo 136


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con don Bernárdez y su poético masoquismo, pero sigo apreciando la sutileza de su pluma). El paso siguiente era una ecografía intravaginal para ver al embrión (o embriones!) implantados. Me acosté feliz y ansiosa en la camilla, y las médicas al costado fueron escrutando mi útero en la pantalla negra del ecógrafo. Se veían dos sacos gestacionales, uno con un embrión dentro y otro vacío. Ok. No serán Sol y Tobías, sino Sol o Tobías. Lástima, pero seguimos en camino. Laura nos indicó que hiciéramos una nueva ecografía unos días más tarde, esta vez en la clínica. El tamaño del embrión era algo pequeño y quería asegurarse que todo estuviera bien. Otra vez se me heló el corazón. Los días no pasaban y la ecografía parecía no llegar nunca. Me la pasé navegando Internet como desaforada, buscando testimonios o información que explicaran la diferencia entre el 137


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tamaño del embrión esperable y el que se había visto en mi primera ecografía. Encontré de todo: panoramas funestos e historias milagrosas, y me aferré a estas últimas. La noche previa a la ecografía apenas dormí unos minutos. En el baño de la clínica, rezaba mientras me desvestía y me colocaba la bata para ingresar al ecógrafo. Había estado sintiendo puntadas en el vientre, y un mal presagio se mezclaba con mi afán de asirme a la esperanza hasta el último microsegundo previo a la sentencia de vida o muerte que estaba a punto de recibir. La pantalla de este ecógrafo era un LCD de 42 pulgadas o más, colocado justo frente a la camilla. La definición de la imagen permitía que hasta un no entendido entendiera. ¿Qué quería ver allí? Un saco gestacional con un embrión de 7 semanas de vida, brillando con fuerza sobre el fondo negro de la pantalla, 138


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inundando de vida esa habitación fría. No vi eso. Había un saco arrugado, mustio, apagado, con un punto opaco dentro. “Saco gestacional con un embrión sin actividad cardíaca” dijo la sentencia. Aborto espontáneo. Fin de la historia. Muerte de la esperanza. Recuerdo esa mañana saliendo de la clínica y creo que en lo más profundo de mí, ese día murió mi ilusión de ser madre biológica. Lloré, como las veces anteriores. Pero a diferencia de esas veces, el tajo en mi corazón no se volvió a cerrar. Nunca fui de las mujeres que sueñan con verse embarazadas, amamantar a sus bebés y verlos crecer. Y sin embargo, la plena conciencia de que jamás viviría esa experiencia me rebanó un pedazo de alma.

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Del sexto al octavo intento: Perseverancia y una apuesta al destino No sé qué fuerza nos llevó a intentarlo de vuelta. No una, sino cuatro veces más. Mi médica fue modificando la medicación, añadiendo drogas contra disfuncionalidades no detectadas e indicando tratamientos que hasta entonces yo no conocía. De todo eso, el que más recuerdo fue el de vacunas con linfocitos paternos. Desde la mirada de la medicina puede que sea una cosa más, pero para mí fue muy impactante… y doloroso, para ser franca. Básicamente, le extrajeron a Ariel una cantidad enorme de sangre y la usaron para preparar una vacuna que me inyectaron periódicamente, a lo largo de varios meses, con una jeringa tamaño XXXL que me dejaba el brazo en un grito de dolor por varios días. Esa vacuna haría que mi sistema inmunológico aceptara un cuerpo extraño (léase, un embrión hecho de células de Ariel y mías) sin atacarlo y frustrar de 140


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nuevo un embarazo. Por entonces estábamos explorando la teoría de que mi sistema inmunológico era el causante de las fallas de implantación y abortos a repetición. Después de tantos intentos, dos embarazos bioquímicos y un aborto espontáneo, para la jerga médica yo era una “abortadora recurrente”. Con esa etiqueta en mi historia clínica y en mi psiquis, hicimos nuevas consultas a nuevos médicos híper especializados en cuestiones bien puntuales de la infertilidad. Vimos inmunólogos, endocrinólogos, hematólogos y varios otros “ólogos”. Y ya que las agujas eran a esa altura una golosina en nuestra dieta, hicimos unas cuantas sesiones de acupuntura para despuntar el vicio. En varios países se recomienda la acupuntura como técnica complementaria a los tratamientos de infertilidad, con –según dicen- resultados positivos comprobados. En nuestro caso no sirvió para nada. 141


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Por esa época empezamos a hablar con Ariel sobre la adopción con creciente frecuencia. Yo la veía como un camino todavía más incierto y con menos chances de éxito que la fertilización asistida. Había escuchado y leído un montón de historias de personas que deseaban adoptar y que, luego de atravesar lo peor de la burocracia estatal, pasaban décadas a la espera de algo que jamás llegaba. El proceso de adopción me parecía por lejos más desesperante que el de la fertilización asistida: no sólo perdía el control de la situación por completo, lo perdía en manos del Estado, ese monstruo que no tiene caras responsables, carece de cualquier lógica, desconoce todo sentimiento humano, ése cuya capacidad de dañar me daba miedo al punto de definir mi elección de carrera. Otra paradoja de la vida, en nuestro caso el sistema funcionó casi, casi a la perfección…

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Tomamos juntos la decisión y durante la segunda mitad del 2011 completamos todos los trámites y quedamos inscriptos en el Registro Único de Aspirantes a Guarda con fines Adoptivos (RUAGA). Lo hicimos con la certeza de que no tendríamos ningún resultado en el corto plazo. Tal vez algo ocurriera al cabo de seis o siete años de espera, o quizás nunca. En ese momento sólo decidimos que queríamos dejar abierta esa puerta y entregarle la llave al destino.

El último intento: Dilemas morales y religiosos a la carta. Llegados a este punto, nos sentamos a hablar con Laura y Gastón (el médico que intervino a Ariel en su segunda entrada al quirófano). Con ambos llegamos a la conclusión de que el camino con mayor chance de éxito era la fertilización asistida 143


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con gametos de donantes. Esto significa, espermatozoides de un banco de esperma y óvulos de una desconocida que se unirían en un laboratorio e ingresarían luego a mi cuerpo fusionados en un embrión. Conceptualmente, pocas cosas podían generarme más disrupción que esa idea... En el fondo tengo una formación religiosa, y esta alternativa me sonaba a un intento desesperado por forzar el curso de la naturaleza y, con ello, una voluntad divina que estaba muy por encima de mis deseos individuales. A la vez, no podía comprender cómo Dios, ese Dios amoroso, compasivo, humilde y todopoderoso permitía el reino del sufrimiento en el mundo entero (del que yo sólo era un puntito ínfimo de dolor). Esa contradicción lastimaba la fe que había aprendido desde chica y que me había sostenido desde siempre. Un Dios que amparaba la vida no podía darme la espalda por buscarla sin estar 144


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dañando a nadie en ese intento. Sin dañar a nadie… ¿seguro que no dañaba a nadie? ¿Qué le contaría al hijo o hijos nacidos de este tratamiento? ¿Cómo se sentirían al saber su origen genético? ¿Querrían conocer a sus padres genéticos? ¿Cambiarían sus sentimientos hacia nosotros al conocer su historia? ¿Cuándo empezaba “su historia”, en realidad? ¿Cuándo había comenzado “su vida”, en realidad? Al fin de cuentas, si llegaban a existir era porque habíamos hecho lo indispensable para que nacieran. ¿Pero esa idea no era una blasfemia en sí misma? ¡¡Por favor!! Creo que si no perdí la razón en todo ese tiempo fue porque conté con el apoyo de una psicóloga excepcional (más adelante te cuento de ella). En mi camino personal por la infertilidad, la cuestión religiosa se presentó con intensidad recién en esta instancia. Hasta entonces había tenido crisis aisladas de fe, pero no había 145


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enfrentado un planteo profundo. Te lo menciono porque, dependiendo de tu religión y tu compromiso con ella, es muy posible que te encuentres en esta situación al comienzo del camino en vez de al final. Y así como me animo a darte sugerencias respecto de varias cuestiones, este es un ámbito donde me abstengo por completo. Sólo me permito contarte que celebro a quienes tienen la bendición de vivir una espiritualidad plena y se nutren positivamente en su fe, cualquiera sea. Que admiro a quienes, además, comparten con otros esa plenitud mediante acciones desinteresadas que mejoran la vida de esos otros. Y que respeto profundamente a los que, siendo religiosos y practicantes de su fe, aceptan que el otro piense y sienta de un modo diferente, sin juzgarlo ni tratar de llevarlo hacia su propia “verdad”. Eso es lo que creo y de ese modo he vivido mi propia fe. Por lo tanto, no 146


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puedo ni quiero opinar sobre la relación entre técnicas de fertilización asistida y religión. Lo que te cuento aquí es tan sólo mi propia experiencia, sin ninguna intención de influir en la tuya. Hecha esa aclaración, vuelvo al hilo de la historia. Necesitaba respuestas a tantas preguntas que volví a hacer lo que mejor sé hacer: recopilar información, analizarla y tomar decisiones. Leí historias de padres e hijos nacidos de la donación de gametos (siempre era ovodonación o donación de esperma, nunca de ambos gametos, como en nuestro caso). Busqué en librerías material destinado a los niños, y encontré unos libritos que explicaban en forma muy simple y con lindas ilustraciones en qué consiste la ovodonación y la donación de esperma (también por separado). Me crucé con libros dirigidos a los padres, describiendo sus dilemas y orientándolos en la crianza de sus 147


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hijos fruto de la ovodonación o de la donación de esperma (no de ambos juntos). Y leí cientos de blogs, foros y sitios sobre la materia. Tuvimos largas charlas con Ari, cada uno abriendo al otro sus miedos y dudas sobre esta forma de ser padres. Noches de insomnio. Días de insomnio. Reforcé mi adicción al trabajo y le sumé una segunda maestría, cosa de tener la mente lo más ocupada posible. Finalmente decidimos ir por esta alternativa. La médica se ocupaba de ubicar a la donante: una mujer en buen estado de salud, sin antecedentes de enfermedades hereditarias, que ya había tenido hijos y cuyos rasgos físicos eran similares a los míos. La donante sería totalmente anónima para nosotros. Ella se sometería al tratamiento de estimulación 148


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ovárica y llegaría hasta la aspiración de óvulos, que entonces serían fecundados con los espermatozoides del banco de esperma. Esa parte nos tocaba a Ariel y a mí. Tuvimos una reunión con el director del banco de esperma que la médica nos había recomendado. Tomó nota de los rasgos físicos de Ariel, le sacó un par de fotografías, nos hizo completar y firmar declaraciones juradas en las que renunciábamos a cualquier acción legal para conocer la identidad del donante y a cualquier reclamo por el material donado. Nos pasó el número de su cuenta bancaria personal para los pagos correspondientes y nos despidió deseándonos suerte. El vial con el esperma sería enviado directamente a la clínica, sólo teníamos que informarle por correo electrónico la fecha prevista para la fertilización, en cuanto la supiéramos. Me

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lleva más tiempo comprar un vestido de fiesta que un vial de esperma, pensé al salir. La médica nos fue informando de los avances en el tratamiento de la donante, la fecha de la punción y su resultado, la fecha de la fertilización de los óvulos donados con el esperma donado, la cantidad de óvulos fecundados y, finalmente, la fecha de la transferencia, cuando yo entraba en escena. A partir de ahí, todo fue igual que en los tratamientos anteriores y el origen de las células reproductivas pasó a ser un dato anecdótico. Los médicos, Ari y yo teníamos muchas expectativas en este tratamiento. Las chances de éxito eran, objetivamente, las más altas que habíamos tenido. Además de las inyecciones de hormonas que manda el protocolo, me habían vuelto a medicar preventivamente contra dolencias no comprobadas, me habían aplicado un par de vacunas de linfocitos paternos (horroroso 150


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dolor mediante) para atender al sistema inmunológico, y me indicaron inyecciones de heparina para contemplar el frente hematológico. ¿Qué más pedir? Los resultados iban corroborando las expectativas: beta positiva en el primer análisis de sangre, una beta altísima en el segundo análisis. Otra vez la ilusión del embarazo múltiple. Otra vez la ilusión encorsetada en el miedo de experiencias pasadas. Llegados a la primera ecografía intravaginal, volví a ver en Laura la seriedad sin emoción que indica que algo no está como debiera. Se identificaban en el ecógrafo dos sacos gestacionales, de nuevo uno vacío y otro con el puntito dentro, demasiado pequeño para la fecha estimada de gestación. Repetir la ecografía dentro de varios días. Otra vez la agonía. Con el paso de los días, a la agonía se sumó una creciente pérdida de sangre y puntadas aguijoneantes en el bajo vientre. 151


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La segunda ecografía lo confirmó: embrión sin actividad cardíaca. Aborto espontáneo. “Game over”. Un par de días después, sin ayuda de ningún medicamento (a diferencia de la vez anterior), mi cuerpo expulsó con violencia todo lo que llevaba dentro. Pasé una noche y su madrugada desparramada en el baño, retorcida de dolor, vomitando sin parar mientras lloraba en silencio y la sangre no dejaba de chorrear entre mis piernas. Tenía el estómago y los glúteos morados por las inyecciones, y había perdido tanto líquido que apenas si podía moverme de lo débil que me sentía. Por fortuna, a los pocos días mi cuerpo comenzó a recomponerse. Mi médica no estaba en la ciudad y su asistente después nos comentó que llegó a considerar internarme hasta que me recuperase por completo.

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La pregunta más difícil de contestar cuando estás en el camino de la infertilidad es cuándo decir “basta”. Ese “basta” lleva tanto consigo! Es: NO más consultas médicas, NO más sufrimiento físico, NO más dolor ante los resultados negativos; pero es también un NO a la ilusión de construir una familia biológica, y un NO a todo lo que cada uno asocia a ese sueño. Hay que tener mucho coraje para decir “basta”. Mucho, muchísimo más coraje que para comenzar un nuevo tratamiento, no importa qué tan traumáticos hayan sido los anteriores. Y como es una decisión de a dos, además se necesita que el “basta” suene al unísono en el corazón de la pareja, no alcanza con la decisión de uno solo de sus integrantes. Con un “basta” unilateral, además de la pérdida del sueño de familia, se perdería la pareja misma.

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Admiro con el alma entera a las parejas que tienen esa valentía y siguen hacia adelante, juntas, unidas por el amor al otro. Esa es una relación sublime, sobrehumana, que acerca la tierra al cielo. Por fortuna, Ariel y yo no tuvimos que enfrentar realmente esa decisión. Ocho meses después del último tratamiento recibimos un llamado telefónico que nos devolvió a la vida y concretó, por vía de la adopción, nuestro sueño de construir familia. No sé cómo hubiera seguido nuestra historia si ese llamado no hubiera llegado. Elijo no imaginarlo porque no tengo el coraje de soportar siquiera la idea.

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Quién estuvo cerca? Si bien no están directamente ligadas con el tratamiento de infertilidad, las presencias y las ausencias cobran un singular significado en una etapa como ésta, tan compleja en la vida de una persona y de una pareja. Acá es donde se ve quién es quién, cómo es cada quién y, más claramente, a los que se bancan la escena y están para bancarte, y a los que no. En este último grupo los hay que desaparecen y los que guardan silencio, algunos por respeto, otros porque no saben que decir, otros por temor a cómo los afectará lo que les puedas decir. Es casi como el saludo ritual que incluye la respuesta 155


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(“todo bien?”), a la espera de una contestación inducida que ratifique lo que uno quiere escuchar. En retrospectiva, creo importante arrancar con al menos dos conclusiones a las que llegamos a los tumbos. La primera: no hay que esperar de los otros la reacción ni la actuación que uno quisiera o le gustaría recibir. Hay distintos motivos para que ello derive en frustración, sentimiento a flor de piel en el marco de un cuadro de infertilidad. Me atrevería a decir que una primera razón que alimenta esa conclusión es que los otros no tienen ni la más remota idea de aquello por lo que estás pasando. Para ello se necesitaría haberlo experimentado y haber aprendido algo, o tener un nivel de empatía muy elevado. Ni lo uno ni lo otro se encuentra fácilmente. 156


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Incluso los médicos parten de generalizaciones y difícilmente se centran en las sensaciones de cada pareja. Recuerdo haber recibido palabras del tipo “bueno, las mujeres se ponen así (se angustian); por suerte nosotros, los hombres, no tenemos esa necesidad de ser padres”. Y eso, en el marco de uno de los tantos anuncios de resultados negativos, por boca de uno de nuestros médicos. Desde una mirada psicologicista (que la atravesamos y padecimos), se podría suponer que es deber de la pareja o de sus integrantes explicarle a los otros lo que esperan de ellos. ¡Feliz de aquél que tenga resto para educar al prójimo en un momento así! (en el cual, dicho sea de paso, al menos para nosotros la vida continuaba con sus restantes obligaciones).

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Otra razón para arribar a esta primera conclusión es que a la mayoría de la gente, a nosotros mismos, no nos divierte estar al lado del que la está pasando mal, y un tratamiento de fertilidad no es precisamente un parque de diversiones. Entonces, es muy probable que le cuentes tu historia a alguien a quien considerabas cercano y te encuentres, como respuesta, la lejanía más absoluta. También hay gente jodida, claro, con la que vos te dabas bien, pero que cuando ven la grieta te hunden el cuchillo bien adentro. Ligado a esto hay una segunda conclusión mucho más importante: sin importar si decidís contarle de tu infertilidad a todo el mundo, llevártela a la tumba o compartirla selectivamente, lo que hacés está bien, es lo correcto. A lo largo de nuestros tratamientos muchas veces pensamos cuánto y a quiénes involucrar. 158


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Nos ocupó buena parte de los pensamientos, nos llevó a hacer juegos de hipótesis del tipo “qué va a pasar cuando se entere” o “qué nos va a decir si es el último en enterarse” y, la verdad, en un cuadro como el que estás viviendo, salvo que te sirva para poner la cabeza en otro lado, hacerse drama por eso no vale la pena. Para nada. Decía que me parece que estas dos conclusiones están claramente encadenadas. Hay a quienes les contamos después de mucho analizar (esto es: teniendo en cuenta su capacidad de comprensión, la necesidad de hacerlo ante la barrera que se levanta cuando estás en tratamiento –en el condicionamiento horario para encuentros y salidas dependiendo de lo que requiera el pinchazo de turno, por ejemplo–, lo valioso que serían sus palabras o compañía, su habilidad para empatizar), esperando tal o cual palabra de aliento, y recibimos nada a 159


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cambio o, lo que fue en varios casos bastante peor, frases como “haber dejado pasar tanto tiempo” haciendo otras cosas en la vida (como si eso hubiera modificado la mutación genética o se pudiera deshacer lo hecho). La verdad es que, lo compartas o no, es muy probable que en la mayoría de los momentos te encuentres absolutamente solo y, en otros, sean solo vos y tu pareja. Por eso sumo una tercera sensación: en estos casos, nadie sabe ni qué hacer ni qué decir, y me animo a decir que es lógico que así sea. Yendo a nuestra historia, por una cuestión casi obvia, quienes nos recomendaron al primer equipo médico, los que habían tenido éxito con ese equipo a la primera de cambio, se convirtieron en poco menos que fanáticos furiosos de nuestros 160


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primeros tratamientos, guiándonos, llamando en todo momento, reviviendo paso a paso cada uno de nuestros pinchazos, festejando como si fuera un gol cada pequeño avance. Tanto fue el aliento que empezó a ser una presión importante y llegó un punto en que el “vamos, vamos”, alimentando el mito de que el resultado podía depender de nuestro deseo y voluntad, se volvió insoportable. A ellos los dejamos de participar al segundo o tercer tratamiento y lo reprocharon duramente. Todavía no termino de entender al que juzga la conducta de quienes están ahogados en un mar de dolor. Se hace lo que se puede. Y no digo que ese dolor te dé carta blanca al maltrato y la impunidad (aunque a veces uno crea que para compensar el 161


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desequilibrio cósmico tenga derecho de mandar al mundo entero a la mierda), pero mientras con palabras o conductas no se dañe a otros, el proceso y hasta el duelo deben dejarse en manos de sus verdaderos protagonistas. Cualquier decisión respecto de compartir o no más o menos detalles de los procesos que uno está atravesando está siempre, absolutamente siempre, bien. Uno sabe qué necesita, qué lo lastima, qué lo nutre, qué lo vulnera. Al fin de cuentas, el que la está pasando es uno, la pareja, y deberían ser los otros los que se acomoden a esa situación. Contado esto, y por cómo somos nosotros (reservados –al menos hasta escribir este libro–, con pocos buenos amigos y limitada vida social y familiar), optamos por compartir nuestros primeros tratamientos con la pareja anterior y con la de, en ese entonces, nuestros mejores amigos. 162


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En esa época, ellos tenían una pequeña hija. Hoy tienen tres o cuatro. También los dejamos de ver. Compartir nuestra vivencia hizo que se pusieran sobre la mesa ciertos valores y prioridades que no compartimos. Si bien era un tema recurrente por nuestra supuesta adicción al trabajo, desde que lo contamos en cada uno de nuestros encuentros comenzó a surgir con más peso la frase “ustedes (lo pueden hacer) porque ganan mucha plata”. Eso, vale la aclaración (casi la explicación y también la catarsis), en un contexto de desconocimiento absoluto de nuestra situación económico–financiera (que, por cierto, se ajustó para hacer frente a la casi decena de tratamientos y obligó a trabajar más duro para poder afrontarlos) y, fundamentalmente, de un desinterés absoluto por nuestra salud emocional.

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Por eso terminamos transitando solos buena parte de los tratamientos. Cuando digo solos, hablo no sólo solos de afectos, sino incluso sin contarlo en nuestros lugares de trabajo. La posición de “pobre!, mirá por lo que está pasando” no es de nuestro agrado. Por ese entonces Gabi dio con una serie de foros y, en particular, con un grupo en Facebook de chicas en su (nuestra) misma situación, y ese espacio le sirvió como tabla de contención. A todas las que lo conforman: fuerza y una y mil gracias por haber sido un gran sostén para la mujer que amo! Apareció luego, bien arrancada la seguidilla de tratamientos, otro matrimonio amigo, sin hijos, que fue nuestro principal apoyo anímico y sostén, especialmente en los momentos más

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duros de todo el recorrido. Su hijo hoy tiene un mes más que el nuestro y nos juntamos todo lo seguido que podemos. En el plano familiar, esperé al primer resultado positivo para contar que iba a haber un nuevo integrante. El reproche sobre no haber contado antes sobre el periplo llegó casi en paralelo a las felicitaciones. Tras la pérdida de ese primer embarazo, la cantidad de comentarios, consejos y preguntas sobre nuestra situación me invitó a un nuevo y mucho más profundo (por no decir absoluto) silencio. Recuerdo, en cambio, que la familia de Gabi estuvo anoticiada desde el principio. No quiero meterme en capítulo ajeno, pero no podría decir que sentimos un acuse de recibo como el que nos hubiera ayudado. 165


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En un tercer plano, empezamos a responder con nuestra historia a esos comentarios a los que me refería capítulos atrás (del tipo: “Y? Ustedes para cuááááándo?”). De allí no podría decir que sacamos contención, aunque sí logramos que no volvieran a insistir con ese tema. Personalmente, insisto, me llevó mucho tiempo aprender a no juzgar a casi ningún tipo de comportamiento o consejo bienintencionado sobre nuestros tratamientos. Aprendí que nadie sabe qué decir en estos casos, ni cómo acompañar o contener. Hoy creo que la más sana es la posición del que no cuestiona, pero está cuando uno necesita contar. A esos hay que agradecerles infinitamente.

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Quién estuvo cerca? Otro capítulo difícil. Para ser franca, no hay capítulos fáciles en este recorrido. Precisamente por eso se vuelven tan importantes las personas que tengas cerca… y ni hablar de las que decidas mantener un poco más lejos. La primera y más importante de las personas con quienes vas a recorrer este camino sos vos misma. Es obvio, pero creeme que te lo vas a olvidar varias veces. El deseo de ser padres puede volverse tan potente que suele transformarse en el único objetivo en la propia vida, opacando cualquier otro sueño, proyecto o anhelo que hayas tenido. Es un deseo tan visceral que hasta puede desconectarte de tu propio ser, haciendo que pierdas la noción de tus sensaciones físicas, de tus emociones, de tus niveles normales de tolerancia, llevándote más allá, 167


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mucho más allá de esos umbrales. Puede que termines aceptando lo que sea, si al final del camino te espera el hijo con el que soñás noche y día. ¿Sabés qué? Lo único real, hoy, sos vos. Y para concretar un sueño, especialmente éste, es indispensable y primordial que te cuides a vos misma. Yo no lo hice, por eso te lo menciono. Te comparto algunas sugerencias que quizás te sirvan para cuidarte en el trayecto: Elegí a quién contarle la situación que estás viviendo. Esta situación es tuya y de tu pareja, y sólo las personas que vos elijas tienen derecho a conocerla. No hay vínculo de sangre, parentesco o amistad que le dé a nadie el derecho a enterarse, así que no sientas culpa si decidís que tu mismísima madre o la

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mejor de tus amigas no están entre esas personas. Confiá en tu corazón al elegir. Elegí qué querés contarle a cada quien. De nuevo, tu corazón sabe qué quiere compartir y qué prefiere guardar en su intimidad. No estás obligada a contar todo ni a dar explicaciones detalladas a nadie. A la vez, puede que te haga bien hablar de ciertos temas con una persona y de otros con una diferente. Para el caso, una de mis compañeras de oficina, hija de médico y ex estudiante de medicina, supo escuchar una y cien veces las minucias técnicas de mis tratamientos. Fuera de Ariel y los médicos, ella fue mi única interlocutora en esta materia. Creo que nadie más en mi círculo de relaciones podría haber escuchado todo eso con la misma atención y distancia emocional, ni podría haberme sugerido soluciones alternativas con una eficacia equivalente. Ahora, al momento de hablar de 169


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los sentimientos que se mezclaban en cada tratamiento, mi psicóloga fue mi principal escucha y apoyo. Estas dos mujeres, tan diferentes entre sí y con quienes mantengo relaciones tan distintas, me brindaron justo la contención que precisaba, cada una en un terreno ajeno al de la otra, pero cada uno tan valioso como el otro. Para los otros es muy difícil, sino imposible, comprender lo que estás viviendo. Por más cariño que se tengan con tus amigas, por más cercana que sea tu relación con tus padres, por más apego que sientas hacia tus hermanos, la infertilidad es una experiencia que sólo quienes la vivimos podemos entender. Por eso, no esperes que la gente que te rodea comprenda y acepte sin chistar esta nueva versión de vos que aparece con la infertilidad, plagada de altibajos emocionales, obsesiones, un ritmo vital marcado por los horarios de la medicación y la 170


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agenda de la clínica, duelos, cábalas, silencios, esa necesidad de aislarte del mundo, incluso de quienes forman parte de tu propio mundo… Cuantas más expectativas deposites en los demás, más chances hay de que te sientas defraudada al recibir respuestas que no se adecúan a lo que esperabas, al menos no del todo. Y cuanto más defraudada te sientas, más factible es que esas relaciones se resientan y paulatinamente la distancia con tus afectos se agrande. Escribo esto y me viene a la mente un recuerdo: Un par de semas después de perder mi segundo embarazo, fui con Ariel y unos amigos a la Feria de Vinos de Lujo en un hotel espléndido de Buenos Aires. Esa feria es un hito en la agenda de las principales bodegas de Argentina y, obviamente, de quienes amamos el vino y la experiencia mágica de la cata. Tan perfecto era el momento, que había logrado olvidarme de mi duelo físico y emocional. A mitad del evento sonó mi teléfono y del otro lado de la línea, una de mis mejores 171


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amigas me contó, exultante, que estaba embarazada. Tras las felicitaciones de rigor, me largué a llorar en plena feria y le pedí a Ariel que nos fuéramos. Tiempo después le conté a mi amiga cómo había terminado esa noche. Me explicó que ella había elegido contarme su embarazo en ese momento, para que recibiera la noticia en una ocasión alegre. Mi lectura de entonces fue abismalmente distinta: Sentí que una de las personas a quienes más quería había sido incapaz de empatizar con mi dolor. Sentí eso y muchas cosas más, todas muy tristes. El tiempo pasó, se llevó el dolor; elijo dejar el recuerdo en estas páginas. Sugerencia: empezá por tenerte mucha paciencia y aceptarte a vos misma; eso hará que exijas menos a los demás y puedas tolerar (e incluso, perdonar) a los otros, cuando su actuar no sea el que vos necesitás. Creo que la tolerancia es el único antídoto contra la soledad.

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Identificá tus necesidades y poné límites. A riesgo de ser reiterativa: vos sos la protagonista de este recorrido. Mantené la conexión con tus necesidades físicas y emocionales, y fijá límites para que vos y los demás los respeten. No te permitas sumar más estrés al que ya trae consigo la infertilidad. Ni siquiera por amor al otro. Puede sonarte egoísta (de hecho lo releo y me suena egoísta) pero al mirar mi propia historia lo ratifico una y mil veces: establecé límites y no los cruces, ni siquiera por amor al otro. Al final del día, si por cruzarlos te lastimás, la relación con el otro se va a resentir, probablemente más que si hubieras respetado tus propias limitaciones. Me vienen varios ejemplos a la mente mientras escribo. Te comparto uno: Pocos días después de recibir el diagnóstico de “embarazo bioquímico”, se celebraba el Brit Milá del primogénito de una amiga muy, muy querida. Ariel y yo estábamos hechos unos harapos emocionales y mi cuerpo recién 173


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empezaba a recomponerse tras el tratamiento fallido. No estábamos en condiciones de participar de ningún evento social, menos de uno que involucrara un bebé y un bisturí. Y sin embargo, fuimos. Me resultaba inconcebible estar ausente en un momento tan trascendente para mi amiga y la familia que estaba construyendo, así que hice de tripas corazón y acompañé la celebración de la circuncisión. Pasé el resto del día en la cama, sumida en una tristeza gris y muda como el otoño que se veía por la ventana del dormitorio. El llanto del bebé después del corte y el aplauso subsiguiente me taladraban la cabeza una y otra vez. No debimos haber ido. Mi amiga lo hubiera entendido y yo no me hubiera sentido tan mal. Ahora lo sé. Acordate: La principal persona que vas a tener cerca durante este camino sos vos. Mantenete muy atenta a lo que tu corazón y tu cuerpo te pidan. Escuchate y expresá tus necesidades a 174


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quien corresponda, incluyéndote a vos misma. Fijá los límites que hagan falta y respetalos. Cualquiera sea el final de este camino, quien estará ahí sos vos y es indispensable que llegues a ese momento lo más entera posible. Cuidate! El otro protagonista de este viaje es tu pareja. Necesitás cuidar esa relación que, posiblemente, sea la que esté dando buena parte de sentido a la búsqueda del hijo. Acá freno y hago una aclaración: Hay tantas ideas sobre las relaciones de pareja y realidades de pareja como personas y parejas existen. Sólo voy a contarte mi experiencia, basada en mis propias ideas y en la realidad que construimos con Ariel en base a mis ideas y a las suyas. Por empezar, Ariel y yo siempre estuvimos de acuerdo en que el bienestar de nuestra pareja era una condición imprescindible para la llegada de un hijo. También teníamos en claro que al 175


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final de este camino, cualquiera fuera el final, queríamos estar juntos. Esta vocación por nuestra pareja fue motivo de una y cien charlas, y nos sirvió de norte en más de una ocasión. Para el caso, recuerdo la primera vez que los médicos nos propusieron utilizar semen de donante (digo “la primera” porque escuchamos esa misma sugerencia varias veces). Desde el punto de vista médico, para nuestro caso ésa era una alternativa simple, directa y, según decían, con buenas chances de efectividad. Yo no tenía reparos si Ariel tampoco los tenía. Sin embargo, no era una opción aceptable para él. Lo conversamos hasta el hartazgo, y la descartamos. Si uno solo en la pareja no estaba de acuerdo, la pareja no lo estaba. Era nuestra pareja la que quería tener un hijo, no Ariel ni Gabriela individualmente.

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La infertilidad es una experiencia invasiva, capaz de inundar uno a uno todos los espacios de tu vida hasta ahogarte si no lográs mantenerla a raya. Tu relación con vos misma y con tu pareja son los primeros dos espacios en que se incrusta. En el primero desafía tu capacidad de fijarte y fijar límites a los demás; en el segundo prueba si podés supeditar tu individualidad y tus deseos personales a la pareja y a un proyecto de familia compartido. Por eso, no es de extrañar que la infertilidad destruya tantas personas y parejas a su paso. Ariel fue la persona que más cerca estuvo durante este camino. Fue mi mitad en cada parte del trayecto. Todo lo hicimos juntos: Elegimos médicos, decidimos tratamientos, compramos medicamentos, preparamos y aplicamos inyecciones, nos acompañamos en las entradas y salidas de quirófanos, nos cuidamos durante los reposos, celebramos los buenos 177


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momentos y lloramos juntos en los malos, nos escuchamos, nos apoyamos, planificamos, soñamos. Sólo con Ariel y por el sueño de construir con él una familia pude atravesar esta experiencia. En un capítulo anterior escribí que la infertilidad es una enfermedad de la pareja y no del individuo. Nosotros la vivimos en pareja. Por eso, decir que Ariel estuvo cerca me resulta casi tan obvio como decir que yo lo estuve; de algún modo la infertilidad nos fusionó en un único ser. El dolor debe ser una de las principales amalgamas entre las personas y, a la vez, el sentimiento que más las aísla de quienes no comparten el mismo sentir. Creo que Ariel y yo nos fundimos en nuestro dolor, y en cierta medida, nos exiliamos a nuestro universo de dos. Sin dudas, ése fue uno de los motivos

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por los que sólo unas pocas personas estuvieron con nosotros en este recorrido. Mis dos amigas más cercanas estaban debutando como madres por esa época, así que transitábamos experiencias difíciles de compatibilizar. Casi diría que estábamos en los polos opuestos de la vida y nuestro único punto en común era la incapacidad absoluta de entender la vivencia de la otra. Efectivamente, así como ellas no podían estar a mi lado, tampoco yo podía acompañarlas ni contenerlas en esa coctelera de emociones contradictorias que viene con la maternidad. Este desencuentro entre amigas es muy habitual en la infertilidad. Suele pasar con frecuencia que mientras vas de un tratamiento a otro, tu círculo de amigos y conocidos comienza a reproducirse como una conejera. No se trata de una maldición, es simplemente la etapa de la vida que vos y ellos están 179


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atravesando (me costó, pero lo entendí). ¿Qué decir al respecto?… sólo queda aceptarlo y hacer lo que mejor te salga, cuidándote a vos misma primero, y preservando la amistad, después. Mi familia tampoco pudo acompañar nuestro derrotero. En algún momento después del diagnóstico inicial, decidí contarles la situación. Fue una charla telefónica con mi madre, quien tras escuchar el concepto comenzó a listarme sin respirar todos los casos de infertilidad que conocía personalmente o por terceros y que tuvieron un final feliz. Esa fue su forma de contenerme. Acto seguido, apuntó contra mi ritmo de trabajo, mi vida citadina sin pausa, mi histórica falta de vocación por la maternidad, mis posibles trabas psicológicas y varias otras explicaciones. Me quedó claro que el tipo de apoyo emocional que precisaba no vendría de ese lado. Tampoco del paterno, con 180


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quien sólo hablaba tres o cuatro veces al año, casi siempre en rol de abogada y en relación con el interminable juicio contra la universidad que lo había desvinculado. Fue mi hermana, con su propio padecer a cuestas, quien más a menudo estuvo cerca a través de mensajes de texto llenos de cariño y empatía con mi dolor. Ella es una experta en ese asunto, y dos almas que sufren pueden comunicarse mejor que dos cerebros en perfecto funcionamiento. Fuera del núcleo cerrado que habíamos conformado con Ariel, la compañía que necesitaba llegó de la mano de Gabriela, mi psicóloga, y de un puñado de mujeres a quienes sólo conozco por su nombre y fotografía en un grupo cerrado en Facebook. Gabriela es mi terapeuta desde hace por lo menos nueve años (perdí la cuenta); o sea, nos conocimos antes de que la infertilidad se volviera el único tema de mis sesiones. Sin dudas 181


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fue una bendición haberla tenido a mi lado desde el comienzo de esto. Ella le puso oído a todas las formas en que nombré a la infertilidad durante años, un oído calificado por su profesión y su humanidad extraordinaria. Siguió cada uno de mis tratamientos con un aplomo optimista, recordándome los costados luminosos que, a pesar de mi ceguera temporaria, continuaban existiendo en mi vida. Nuestras charlas semanales me aliviaron el alma por muchos años y me ayudaron a permanecer a bordo del tren en los momentos más oscuros. Creo que rompió varios cánones de la psicología tradicional enviándome mensajes de texto para saber cómo estaba, o proponiéndome que trasladáramos nuestras sesiones a casa durante mis reposos. Sumó a Ariel a algunas sesiones al notar la angustia que me generaba sentirlo desamparado de la contención que yo encontraba en su consultorio. Incluso se 182


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ofreció a acompañarme al quirófano cuando le conté el dolor que me habían causado mis primeros dos intentos. Comunión con el sufrimiento ajeno, vocación por mitigarlo y entrega generosa de los recursos que están al alcance de la mano para ayudar al otro. En Gabriela todo esto se conjuga y se expresa en una mirada tranquila, que invita a hablar con la certeza de ser bien escuchado. Para lo que creen que Dios no cierra las puertas sin abrir antes alguna ventana, Gabriela fue la ventana que permaneció siempre abierta y llena de luz en mi camino. Al grupo de Facebook llegué un sábado a la siesta, navegando en Internet. Buscaba información sobre médicos y clínicas con buenas referencias para nuestro tipo de infertilidad y aterricé en el sitio de una organización sin fines de lucro dedicada a la 183


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infertilidad, esterilidad y afines. Así entré en contacto con una activista de esa ONG que había creado y administraba un grupo cerrado en Facebook. Ella decidía quién podía participar y quién no, y editaba los contenidos en contadas situaciones. Cuando pasé a formar parte del grupo, éramos casi 250 mujeres de entre 25 y 45 años (sólo participaban uno o dos hombres), casi todas de Argentina, la mayoría de Buenos Aires, todas sin excepción en tránsito por la infertilidad. Recordé entonces que me habían aconsejado no leer las publicaciones ni participar de estos grupos que, según me habían dicho, estaban repletos de mujeres amargadas por sus propios fracasos, de información poco confiable y de energías negativas. Recordé también que el consejo provenía de aquella psicóloga con quien había tenido una pésima experiencia en los

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primeros tratamientos. Descalificado por el desprestigio de su autor, tiré a la basura el consejo y me sumé de lleno al grupo. Cada una de esas mujeres tenía (tiene) una historia única e irrepetible sobre su propio camino por la infertilidad. En el grupo descubrí que el nuestro era un caso entre muchísimos otros, algunos con mejor pronóstico y otros librados sólo a un milagro. Allí leí cientos de historias similares a la nuestra en lo que hace al derrotero inicial, el desconcierto, el impacto, la búsqueda desesperada de respuestas y la montaña rusa de emociones. Un día decidí hacer mi primer posteo y me presenté. Conté mi historia hasta ese momento. De inmediato comencé a recibir respuestas: saludos de bienvenida, palabras de aliento, mensajes llenos de comprensión, un enorme y cálido abrazo de quienes me entendían como nadie más podía hacerlo. El exiliado que llega a su patria tras años de vagar por tierras 185


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ajenas debe sentir algo similar. Esa era mi “tribu”. Pasé a ser una comentarista habitual del grupo. De las 250 había unas treinta que participaban activamente, y yo me convertí en una de ellas. Nos conocíamos por nuestros nombres en Facebook y nuestras historias compartidas, llevábamos una agenda de los tratamientos del mes y seguíamos paso a paso los avances de cada uno de ellos, rezando, apoyando y alentando cada nuevo intento. Lloré el dolor de las betas negativas y las pérdidas de embarazo de mis compañeras virtuales de ruta, y me alegré con sus “milagritos”, como llamaban a los embarazos. Por iniciativa de alguna de ellas, un sábado de invierno al mediodía nos juntamos en una pizzería de la Av. Santa Fe. El lugar estaba repleto a esa hora y, sin embargo, bastó una sola mirada para encontrarlas… nos conocíamos tanto! Veinte mujeres a las que no había visto nunca antes, pero cuyo sentir 186


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era el mío. Hicimos una hilera de mesas en un costado del salón y, en cuanto terminamos con los pedidos a los mozos, nos largamos a hablar como si hubiéramos estado incomunicadas por años. No hacía falta explicar tecnicismos médicos, todas los entendíamos. Incluso había una o dos que los manejaban con una pasmosa holgura y hasta aconsejaban a las menos letradas en la materia. Nos contamos anécdotas, intercambiamos información, nos confesamos esos sentimientos oscuros provocados por el sobrino recién nacido o el embarazo de la amiga. Vi en sus miradas la misma melancolía llena de expectativas que aparecía en mis ojos al hablar del tema que nos hermanaba. Hablamos, hablamos, hablamos. Unas cuantas se quebraron. Hacia las cuatro de la tarde me sentí abrumada. Me despedí y volví a casa tratando de procesar lo que había vivido.

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Seguí participando del grupo hasta el final del último tratamiento. No pude contarles que ese fue el último; hubiera sido desalentador para las que estaban en sus primeros intentos. Mi participación se fue desvaneciendo de a poco. De entre todas mis compañeras de ruta, Silvia ocupa un lugar único y exclusivo en mi corazón. Alguna telepatía inexplicable hacía que me contactara en los momentos más duros. Un mensaje de voz en el celular o dos líneas a través del chat de Facebook. Silvia estaba ahí acompañándome. Mujer educada e inteligente, poco le falta para la maestría en fertilización asistida, tal es la profundidad de sus conocimientos médicos sin ser médica. Me recomendó especialistas y clínicas, compartió conmigo información técnica, me pasó links a sitios en Internet con meditaciones guiadas diseñadas para acompañar estos tratamientos, me contó su historia, sus valores, sus sueños y 188


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tristezas. Me dio esperanzas, apoyo, me contuvo y me sostuvo. La vi una sola vez, aquel mediodía de invierno. Sin embargo, ha estado conmigo desde hace años. Silvia es de esas contadas personas que brillan con una luz interna, que dan infinitamente más de lo que reciben, y que hacen de la felicidad ajena la propia. Conocerla fue una bendición. Después de los primeros tratamientos, se sumó a nuestro viaje un compañero de cuatro patas Absolutamente ningún ser humano es capaz de acompañar con la entrega y lealtad de un perro. Bodo estuvo acostado a mi lado en cada reposo, levantándose de la cama sólo para ir conmigo hasta la puerta del baño y esperar que volviera al dormitorio para retomar su fiel custodia. Se quedó hecho un ovillo en mi falda en cada duelo, lamiéndome suavecito la mano con que había secado las lágrimas. Me trajo sus juguetes e hizo mil payasadas, 189


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sacándome sonrisas y chispas de diversión. Sin que me diera cuenta, Bodo me entrenó en el cuidado de un ser chiquito y frágil que dependía de mí. Es extraño. Releo este capítulo y caigo en la cuenta de que no estuve sola en el recorrido. Sin embargo, recuerdo la profunda soledad que sentí a lo largo de esos años. Hoy miro atrás y creo que infertilidad y soledad van de la mano, no importa a cuántos ni a quiénes tengas cerca.

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Qué haría de otra forma y qué aprendí de todo esto? Luego de haber atravesado la mayor parte del recorrido y, fundamentalmente, de haber bajado de esta montaña rusa de altísima velocidad, me resulta posible frenar, levantar la cabeza y mirar para atrás. Mientras uno está en el baile, baila. No hoy tiempo para pensar sobre si tal o cual medicamento es el indicado; si es mejor ésta u otra dosis; si el médico te receta porque corresponde o porque el laboratorio equis le acaba de pagar un viaje a Luxemburgo a él y a su familia, en primera y en un cinco estrellas por dos semanas; si es el momento de ir por una nueva prueba; si faltará 191


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algún estudio antes de entrar al quirófano; si convendrá cambiar de centro de salud teniendo embriones congelados; si a lo mejor conviene cambiar también de médico y, si sí, si conviene decirle al dejado los motivos o mejor no. De volver a encarar semejante recorrido creo que lo primero que haría de otra forma sería tomar conciencia de todas esas alternativas sin considerar ninguna otra necesidad más que la de Gabi y la mía. Los tratamientos tienen que ser tuyos. Los que hicimos nosotros fueron en alguna medida –probablemente por la sucesión de desilusiones, desconocimientos y posteriores renovaciones de la ilusión– de los médicos. Por eso descreería todavía más de las estadísticas y de los avances de las ciencias, de las recomendaciones no médicas de los médicos y de sus performances exitistas. Al final del día, no te sirve de mucho el doctor con un noventa y nueve y pico por 192


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ciento de eficacia si estás dentro del cero coma algo de sus fracasos. Tristemente se lo tuve que explicar varias veces a distintos médicos. En retrospectiva, me doy cuenta cuánta fuerza cobró aquello del agujero negro de la medicina, lo de que te esquilman, lo de que te diezman psicológica y físicamente. Por eso, vista atrás me parece fundamental arrancar convencido de que uno es un ser humano completo así como está, y no un cacho de carne en busca de descendencia para completarse emocional o afectivamente, por mandato social o capricho o deseo o lo que fuera. Arrancar con la autoestima baja (algo casi inevitable en el contexto de un viaje como éste, en el que la etiqueta de infértil

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te acompaña a sol y sombra) es terreno apto para que hagan con vos lo que quieran. En ese sentido, creo que me cuidaría más y cuidaría mucho más a Gabi. Iría a paso lento, por más que el reloj biológico quiera correr. Correr sin tener en claro cómo está el camino difícilmente te haga llegar a destino. Nosotros hicimos los tres primeros tratamientos sin mapa genético, lo que incluyó por varios tratamientos más el no saber que Gabi y yo teníamos incompatibilidades que harían prácticamente imposible un embarazo viable. Pero incluso, nos durmieron en un quirófano sin los más elementales estudios pre–quirúrgicos. 194


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Ahora, más tranquilo, sé que agotaría los estudios antes de entrar de nuevo a cuchillo, en lugar de ir haciéndolos a medida que se avanza en la sucesión de fracasos. Los médicos te hablan de ganar tiempo, de que no hace sentido hacer más estudios que los estrictamente protocolizados, de que no se puede saber todo, de que más estudios es más caro. ¡¡¡Bendito sea el cross match!!! A este estudio llegamos de pura casualidad luego de varios fracasos y equipos médicos para concluir que Gabi generaba anticuerpos contra todo tipo de embrión que tuviera mi ADN. Al menos cinco tratamientos fallidos se pudieron explicar con este estudio, un análisis de sangre cuyo resultado tarda un par de meses. Meses en que nadie cobra un centavo.

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¿Nos hubiéramos retrasado más en caso de hacerlo al principio? No parece. “¡Es un resultado muy bueno!”, celebraban cuando descubrieron la incompatibilidad, con lo que quedaban justificadas derrotas anteriores y se alentaba un posible éxito futuro con el tratamiento adecuado (inocular a Gabi vacunas hechas con mi sangre, para que sus defensas no ataquen los futuros embriones implantados). Resultado: mientras los médicos hacían caja, ciencia y alimentaban los datos estadísticos, nosotros nos hacíamos cada vez más mierda. Por eso, si bien creo que lo hicimos con creces, probablemente en una nueva rueda me permitiría preguntar todavía más lo que se me cante la regalada gana antes de dejarme tocar. 196


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Cuestionaría. Confrontaría. Les diría que otro médico me dijo otra cosa o exactamente lo contrario. Intentaría no ser tan dócil y, mucho menos, políticamente correcto. Diría lo que verdaderamente pienso y siento. Les diría a las secretarias de la médica que nos trató en la última tanda que no pueden ser tan hijas de puta y dirigirse a las mujeres que están en carne viva con el desprecio con que lo hacen. Y les diría a todos los médicos que den los turnos con un criterio realista, porque la espera es tortura pura. De nuevo: sé que esa docilidad y ese silencio que ahora me cuestiono son propios de la falta de fuerzas que se va acumulando en cada paso dado en el mundo de la infertilidad y hasta tanto se logra salir de él; mezcla de cansancio y temor 197


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reverencial hacia el turno que da (y, por ende, puede dejar de dar) la secretaria que te trata para la mierda, o el médico que te recibe cuatro, cinco o seis horas más tarde de lo pautado, sin siquiera pedir disculpas. Consultaría primero a todos los médicos del rubro. Los agotaría. Lo pienso y si bien sería durísimo en términos de espera, resultaría razonable en términos económicos. El acumulado de visitas debe estar en un quince o veinte por ciento del costo de un solo tratamiento. Ni que hablar de nueve. En esas reuniones intentaría dar con el médico o la médica que más cómodo me haga sentir dentro de la incomodidad. Seres humanos más que tecnócratas o carniceros.

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A lo largo de nuestros años de tratamientos muchas veces nos encontramos postergando la felicidad a un eventual embarazo, a la futura familia, al éxito. Creo que de encarar una nueva vuelta intentaría priorizar lo que hay y mantendría prudencial distancia de las luces que suelen mostrarse con las promesas de lo que puede llegar a haber. Sería mucho menos festivo en cada uno de los pequeños avances, porque sé que hasta que el bebé no asoma su cabeza, no hay nada en firme. Con esa misma lógica, no entraría en el juego de “bueno, este salió mal, dejemos pasar un mes y en el próximo ciclo seguimos aprovechando el envión”.

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No hay ningún envión para aprovechar. No es carrera de natación. No es cuestión de drogas y hormonas. Los médicos muchas veces se olvidan. Se los recordaría una y otra vez. De arrancar de nuevo dejaría pasar el tiempo que el cuerpo y el alma precisen para estar con ánimos. Creo también que seleccionaría mejor con quiénes compartir los distintos momentos. Amigos, familia, conocidos. De todas formas, esto es algo que no se puede dimensionar sino en cada escenario. Tal vez la gente que estuvo en una etapa avanzada de nuestro viaje no hubiera acompañado igual en una más inicial, y viceversa. Nosotros tampoco éramos y somos los mismos. Varias veces nos dijeron que el estado de ánimo y el optimismo con que se encara un tratamiento influían en su resultado. En 200


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nuestro caso no fue cierto. Siempre hubo esperanza e ilusión. Hasta rezos. No alcanzó. La biología y la medicina le ganaron el round al amor y al deseo. El viaje, como dije varias veces, es durísimo, pero tiene a fuerza de golpes y para quien las quiera y pueda encontrar, algunas enseñanzas. Entre ellas, creo que la principal es que no controlamos casi nada de nada. Una vez que lo entendés y lo aceptás, te relajás o te resignás. Yo elegiría relajarme. Esto de vivir en un marco de descontrol es algo que, me parece, excede al tratamiento y se traslada a todos los espacios de la vida.

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Lo que podés administrar son apenas un puñado de cosas. No más. No sabés cómo maneja el que viene de frente ni el que va adelante. No sabés si el avión llega a destino. No sabés si lo que estás por comer está en buen estado. No sabés si el corazón te está por estallar. No sabés si una bala perdida te encuentra caminando por la calle. No sabés si un rayo te parte en medio de las vacaciones. No sabés si tu jefe se levanta de buen humor. Y, la verdad, tampoco es que te lo planteás todo el tiempo. Sino sería imposible vivir. En cada tratamiento nosotros intentamos plantearnos la mayor cantidad de escenarios posibles pensando que así tendríamos algo de control. ¡Error! No se puede. No hay control sobre el cuerpo. Por más que me concentre mis espermatozoides no salen solos. Y no es mi culpa. Por más que Gabi se quede en la 202


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cama como estatua, los embriones no prenden. Y no es su culpa. Hay cosas, la mayoría de las cosas, que te exceden. Por eso concentrarse en lo que uno puede manejar es, tal vez, lo más sano que nos haya dejado todo esto. Un segundo aprendizaje pasa entonces por relajarse y dejarse llevar. Esto, claro, luego de haber hecho las correcciones que señalaba más arriba, pues, sino, uno se vuelve carne de cañón. Un tercer aprendizaje valioso que me dejó este camino es no juzgar comportamientos atípicos, estados emocionales o decisiones de vida ajenas. Solo mirate vos. Me encontré montones de veces con opiniones sobre mi sentido del humor, mi nivel de ansiedad, mi estado general de nerviosismo y ausencias (físicas y mentales), en todos los casos sin la más mínima información sobre mi realidad como para 203


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poder hacerlo y, en casi todos ellos, generando un daño emocional sin sentido. Durante meses tuve un diagnóstico de fibrosis quística, que explicaba no solo la ausencia de conductos deferentes, sino también la salobridad de mis lágrimas y el dolor que me causan cuando salen. Esa mutación genética está generalmente acompañada de una corta expectativa de vida. Resultó, finalmente, que la mía era una FQ atípica. La saqué barata. En ese tiempo, un par de meses hasta el resultado del estudio, no tuve demasiadas ganas de reírme. Ni hijo. Ni vida. Motivos suficientes, al menos para mí. Así aprendí que entender o tratar de entender es mejor que opinar. 204


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AcompaĂąar, en la medida de las posibilidades y necesidades, mejor que desaparecer.

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Qué haría de otra forma y qué aprendí de todo esto? Con el diario del lunes siempre es fácil hablar del pasado. Si me encontrara de vuelta en el lugar donde empezó todo esto, haría muchas, muchas, muchas cosas de otra forma. A pesar de eso, estoy convencida de que más tarde me arrepentiría por haber hecho o dejado de hacer alguna nueva cosa. Es que no hay recetas infalibles para atravesar este camino, y menos todavía para llegar al final esperado. Cada uno lo transita como puede, con los recursos que tiene a mano y con su propia historia a cuestas. Así se van abriendo tantos caminos y desvíos como personas existen.

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Lo tengo claro y sin embargo a veces fantaseo: ¿y si hubiera…? Como es imposible volver el tiempo atrás y hacer que ocurra eso que sigue al “hubiera”, en un gesto de benevolencia hacia mí misma suelo imponerme un “basta” y dejo de pensar. Yo no puedo hacer que mi tiempo retroceda para cambiar algo de mi historia. Pero puedo compartir con vos mis “hubiera”, porque a vos sí pueden llegar a servirte. Si eso ocurriera, si al menos uno de mis “hubiera” pudiera ayudarte, todo el dolor cobraría sentido y se volvería luminoso. A ver, sé que si estuviera otra vez en el punto de partida, me informaría mucho más. Sería mucho más exhaustiva en mi relevamiento de médicos. Haría una preselección en base a referencias y antecedentes profesionales, entrevistaría al menos a una decena, seleccionaría 207


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a dos o tres y haría todos los estudios que ellos me indicaran hasta llegar al diagnóstico y la propuesta de tratamiento de cada uno de ellos. Si hubiera diferencias entre unos y otros, preguntaría y pediría explicaciones hasta quedar satisfecha. Allí definiría el médico con quien avanzaría en el tratamiento. ¿Es un método a prueba de balas? No lo creo, pero ciertamente sería más fiable que la forma en que elegimos el equipo médico de nuestros primeros fracasos. Preguntaría sobre la dinámica médico – paciente: ¿En qué lugar serán las consultas y controles? ¿En qué horario? ¿Cuánto tiempo de espera aproximado habrá en cada consulta? ¿Estoy dispuesta / puedo afrontar esas condiciones de tiempo y lugar? El médico, ¿trabaja solo o con un segundo médico? ¿Quién me atenderá en las consultas y controles? ¿Tendré el celular del médico para consultas urgentes durante el tratamiento? La 208


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secretaria y el equipo administrativo (del médico y la clínica), ¿se conducen con paciencia y actitud de servicio? ¿O interactuar con ellos será un foco de estrés adicional? También averiguaría la reputación de la clínica donde trabaja el equipo médico. Haría una breve investigación en Internet, buscaría referencias de pacientes, pediría una entrevista, visitaría la clínica, hablaría con su personal, escucharía a mi estómago. ¿Hace cuántos años funciona? ¿Tiene certificaciones de calidad? ¿Está respaldada por alguna entidad académica, profesional o red de profesionales de prestigio? ¿Tiene actividad de investigación y/o docente? ¿Entrega a los pacientes su historia clínica? ¿Les brinda algún informe luego de cada tratamiento? ¿Emite facturas? Durante todo el trayecto sería menos condescendiente con los médicos. Pediría explicaciones hasta quedar conforme con las 209


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respuestas, con su contenido y también con la forma en que el médico las da. Pediría copia de mi historia clínica (es uno de los derechos fundamentales de los pacientes). Haría interconsultas si no estuviera conforme con las respuestas recibidas o, simplemente, quisiera una segunda opinión. Cambiaría de médico llegado el caso. Sin miedo. No me metería de cabeza en un nuevo tratamiento apenas terminado el anterior. Es cierto que ayuda a sacar el foco del dolor para volcarlo en la esperanza, pero es un placebo costoso desde distintas perspectivas. Por empezar, el cuerpo y el alma pagan muy caro el tiempo de duelo que no se vive. La historia clínica se pierde la información que podría obtenerse de un análisis a conciencia del tratamiento fallido (incluyendo interconsultas y nuevos estudios, si fuera necesario). Y por si eso fuera poco, la agenda de tratamientos ininterrumpidos no 210


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deja ni un resquicio para esa vida que sigue estando ahí, justo afuera del consultorio. Releo esto y recuerdo que en los últimos intentos, todavía en la fase final del tratamiento y sin tener confirmación cierta del fracaso, ya calculaba la fecha del próximo intento. Es tan abrasador el dolor del fracaso, tan desquiciante la tristeza, que la sensatez pierde por goleada frente a la ansiedad por el próximo intento. “El próximo intento” es una fuerza motivacional sólo equiparable a los ideales más potentes del ser humano: concentra toda la ilusión sobre el hijo soñado, la familia soñada y la vida propia soñada durante quizás muchos años. Reformulo entonces: trataría de no meterme de cabeza en un nuevo tratamiento apenas terminado el anterior.

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Escucharía con más atención mis necesidades físicas y emocionales. Las atendería con la compasión que se merecen. Evitaría exponerme a situaciones que pudieran lastimarme. Me pondría en modo “egoísmo de autopreservación”. Trataría de explicar a mi gente cercana en qué consiste la infertilidad. A cada uno en la medida en que necesite y pueda entender, y a mí me sirva que entienda. Sería concreta al explicar qué comentarios me duelen, qué situaciones necesito evitar, cómo pueden ayudarme, qué necesito de cada uno. Construiría la red de contención emocional que me acompañe en las distintas fases del camino. Y pediría ayuda cada vez que haga falta. Buscaría la manera de canalizar y dar sentido al mejunje de emociones que se viven. Si hay vocación de servicio, ayudar a quien sufre es una receta infalible. Si lo que hace falta es sacar 212


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afuera el adentro, escribir la experiencia, contarla, compartirla con compañeras de ruta, gritarla a través de una imagen o darle forma creando algo que la exprese. Cualquier mecanismo para transformar la oscuridad en luz, por más tenue que sea. Haría lo que más me ayude a encontrar serenidad. Es lo más difícil de lograr en este camino. Si volviera a vivirlo, cada día haría mía esa oración que dice: “Dios mío, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar; el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar, y la sabiduría para conocer la diferencia. Viviendo un día a la vez…” Lucharía por que la infertilidad no me apague el alma.

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Por qué bajar?

“¿Cómo hago para bajarme de acá?”. Acabo de escuchar esa pregunta en la radio y es, justamente, la que uno no se hace prácticamente nunca, pero debería hacerse al menos cuando ingresa al universo de la medicina reproductiva. Entrar una vez tomada la decisión (y juntada, en caso de que sea necesaria, la plata para el tratamiento) no es lo más difícil. El ingreso uno lo hace esperanzado. El problema, el gran desafío, es cómo decir “basta, hasta acá llegué”, cuando la cabeza ya está embalada en otra cosa.

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Lo que a priori parece una real pavada por lo simple de la manifestación, en realidad tiene o puede llegar a tener implicancias de muy distinto tipo. Estoy convencido de que cada quien tendrá sus motivaciones para salir de este mundo y creo que todas son válidas. Pueden sintetizarse más o menos en las siguientes variantes que, seguramente, en la mayoría de los casos se combinan en proporciones diversas. Así, se puede desistir por un cambio en el plan de vida; por destrucción psicológica; por cuestiones físicas, o por cuestiones económicas (porque cuando uno ingresa en la rueda, todavía no es capaz de mensurar los costos ocultos de un tratamiento, que incluyen horas de espera en consultorios médicos, reposos muchas veces prolongados y aplicaciones medicamentosas en horarios híper–estrictos, todo

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lo cual contribuye a dificultar y tener que reorganizar horarios y, más en general, ritmos de vida). Desistir por un cambio en el plan de vida es una opción común. Un tratamiento, dos tratamientos, nueve tratamientos, colocan a la pareja (cuando se trata de una pareja) y, en particular, a la mujer, bajo una presión externa enorme. La vida social se resiente; la vida sexual se resiente; la calidad del ocio se resiente; las emociones se resienten; las prioridades se resienten, y todo eso contribuye al deterioro de la relación. Si la rutina es enemiga de la pasión, una rutina condimentada con recetas médicas, preparado de medicamentos, tensión psicológica continua, reducción de la conversación al mono– tema, fantasías truncas y proyecto en común destrozado, no puede ser menos que un bombardeo constante para la relación.

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Puede pasar también que sin romperse, la pareja decida suspender la búsqueda y poner las energías en otra cosa. Varias veces hablamos el tema con Gabi. Poner el foco en viajar, en estudiar, en divertirnos, en tomar, en vivir sin la preocupación por qué le dejaremos a nuestros herederos fueron, más de una vez, motivos de análisis y conversación. ¿Por qué no frenamos nosotros, entonces? La respuesta (o la excusa) es el tic, tac. Los años pasan y la medicina puede hacer grandes cosas, pero pasada cierta edad las chances bajan considerablemente. Por eso siempre redoblamos la apuesta, corriendo contra el reloj biológico (de Gabi, pero también mío, porque si las cosas van bien, después habrá que seguirle el ritmo a uno, dos o tres bebés y, se sabe, no es lo mismo la resistencia de los veintitantos que la de los cuarenta o cincuenta). 217


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En el caso de las mujeres que intentan solas, el cambio de plan de vida puede encontrar distintas razones que incluyen a las anteriores y agregan cuestiones profesionales, anímicas, falta de contención, cansancio y hasta una nueva relación de pareja, todas más que atendibles para suspender el ciclo de tratamientos. Cualquiera sea el caso, creo que todo desistimiento está sostenido por un cierto nivel de destrucción psicológica. El tiempo, dicen, todo lo cura, y seguramente sea cierto, pero reconozco que hoy, a varios años de haber perdido los embarazos, más de una vez he cruzado madres con bebés recién nacidos o embarazadas y se me hizo un nudo en la panza y los ojos se me llenaron de lágrimas.

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Cuando ni siquiera han pasado años, sino apenas un par de semanas (un ciclo menstrual, te va a decir tu médico/a), el duelo de un tratamiento infructuoso todavía no se hizo. En ese contexto te hablan de “aprovechar el envión”, con lo cual se hace muy difícil tomar distancia y poner el freno. Tampoco sirve, aclaro, tenerlo pautado a priori, como quien va al casino y dice: juego 100 y listo. Una vez en la timba es muy fácil pasarse del tope previsto. En el casino, para colmo, se puede poner lo que uno va ganando en un bolsillo y lo que iba a quemar en otro. En un tratamiento de fertilidad la cosa es a todo o nada. Hay embrión que prende o no. Hay feto que crece o no. Hay bebé que nace o no.

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Conocimos casos de parejas que hicieron de los tratamientos poco menos que una adicción en la que dejaron absolutamente todo. Hago acá un paréntesis, simplemente porque mientras escribía el párrafo anterior usé una palabra que me transportó a nuestro primer tratamiento con beta positiva. Siguiendo los manuales de gestación y crianza, con ese resultado hablaba y besaba la panza de Gabi, le hacía caricias, pensábamos nombres, saludábamos todo el tiempo a los embriones implantados y hacíamos crecer la ilusión en una espiral de optimismo que nos elevó hasta que supimos qué era eso del embarazo bioquímico. La caída, cuando los embriones tienen nombre, es mucho más dura. 220


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En la “vida normal”, la mujer que todavía no sabe que está embarazada, que recién está en sus primeras semanas (tres, cuatro) de gestación tiene una pérdida y simplemente cree que le vino. Como en un tratamiento se sigue casi el minuto a minuto, es fácil –en el caso de que sea exitoso– poder contarle a tus hijos, el día que toque, algo así como “vos fuiste concebido a las 15:43:27 del jueves 3 de febrero, y podrías haber tenido uno, dos (o tres o cuatro) hermanos más, pero no, porque uno se perdió dos días después y los otros a la semana”. Retomando: cuando se implanta un embrión lo que hay en la panza es un embrión. Cuando ves un nene con el guardapolvo del jardín, cuando vez una nena jugando en las hamacas, no son como tu embrión. Ellos ya superaron infinidad de obstáculos para estar ahí. Tu embrión, por más amor que le tengas, todavía tiene un enorme camino por delante. 221


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Bajar ese cambio es dificilísimo. Nosotros, creo, apenas pudimos lograrlo promediando los tratamientos, y recién una vez que decidimos transitar el camino alternativo para alcanzar nuestro sueño de familia, a través del trámite ante el RUAGA. Para peor, los psicólogos (y charlatanes) especializados en el tema te dicen que la actitud positiva de los padres, el estímulo a los embriones y no sé cuántas cosas más te llevan a resultados positivos. Puede que sí. En nuestro caso, eso solo se tradujo en más presión. En ponerse a pensar si en nuestro inconsciente lo que pasaba era que no queríamos ser padres o no de esta forma, y un montón de bobadas más que, nuevamente, y volviendo al eje, dinamitaron nuestra psiquis. ¿Será que todavía no hicimos algo de lo que hay que hacer antes de ser padres y se dificulta hacer después? ¿Que tenemos que seguir haciendo vida de matrimonio sin hijos? ¿Será que yo 222


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quiero, pero Dios o una fuerza sobrenatural –hasta en gualichos pensamos– es más fuerte que nuestro deseo? Se trata de preguntas, de planteos, que claramente no contribuyen a fortalecer el espíritu ni la psiquis de nadie. Seas creyente o no, es claro que contra Dios no se puede (“pero tal vez nos está probando para ver qué tantas ganas tenemos” y “tal vez éste fue el último fracaso y en la próxima sí se da”, nos dijimos más de una vez). Como sea, cuando durante una etapa de tu vida reordenaste prioridades, pusiste todos tus esfuerzos en ellas y los resultados fueron absolutamente adversos, la sensación de fracaso fácilmente se desborda de la infertilidad a todos los planos. En algún momento, frente al espejo, porque alguien te lo dice o porque ves un deterioro en otros aspectos de tu vida puede, entonces, que te animes al “hasta acá”. 223


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Físicamente el mayor deterioro lo lleva la mujer. Incluso en mi caso, donde me tajearon, me cosieron y luego me punzaron, todo pasa y, con el tiempo, vuelve a la normalidad. Son ellas las que se meten drogas de lo más variadas y en cantidades imposibles, las que sienten cómo se les inflan los ovarios hasta casi estallar, las que entran al quirófano, las que tienen que cumplir con los horarios, las que se hacen ecografías trasvaginales una y otra vez. Son ellas las que, cuando un embarazo arranca y se detiene, se tienen que hacer un raspado o tomar una pastilla para desangrarse durante varios días, con coágulos y dolores que superan en mucho a los menstruales. Durante nuestros tratamientos escuché por primera, segunda, tercera y cuarta vez lo del embarazo ectópico que, sin intención 224


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de profundizar en temas médicos, se da cuando el embrión prende, pero no lo hace en el útero, sino fuera de él (en una trompa, por ejemplo). En esos casos hay que sacar no solo el embrión, sino también los órganos que se hayan dañado. Hay veces que este tipo de situaciones no se detecta hasta avanzado el crecimiento del feto y ahí, la vida de la paciente se pone en riesgo. De más está decir (o no) que viví cada tratamiento posterior a oír esta “contingencia” con una mezcla de ansiedad y terror por lo que a Gabi le pudiera llegar a pasar. Ya sea que se llegue a una situación extrema o no, creo que no hay que olvidarse nunca que el cuerpo siempre, siempre, siempre lo pone la mujer. Por eso, más allá del chiste que dice que siempre tienen la última palabra, en estos casos es 225


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definitivamente así. Cuando ella dice basta no creo que se tenga que intentar la vuelta atrás. Cuando él dice basta, podemos charlarlo para ver si cambia de idea. Desistir por cuestiones económicas es otra de las formas para bajarse. En nuestro caso hicimos todos los tratamientos antes de que, por ley, la infertilidad sea considerada enfermedad y, por ende, sus costos debieran ser cubiertos por obras sociales y prepagas. Esto, por las dudas que estés leyendo en otro lado, pasa en la Argentina. Entre todos los tratamientos habremos desembolsado el equivalente a un departamento de un ambiente en una muy buena ubicación. No es poco. Para algunos es mucho. Para la mayoría, imposible.

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Hablaba, además, de los costos ocultos. Las horas que insume el pre, durante y post tratamiento pueden hacer peligrar sin ningún tipo de duda una relación laboral. En nuestro caso, Gabi tuvo comprensión y apoyo pleno en su trabajo. La presión por cumplir corrió por su cuenta. Yo, trabajando principalmente por las mías, simplemente tuve que adaptar horarios de trabajo arrancando muchas veces antes de que saliera el sol y terminando cuando la luna estaba bien arriba para poder cumplir con mis obligaciones. Esa tirantez, ese desgaste, perfectamente puede ser motivo para desistir. Y vuelvo a la situación económica más usual con un planteo del tipo “si no tengo un lugar propio donde vivir, en lugar de

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apostar todo a colorado o negro, ¿no convendrá poner el dinero en un dos ambientes en una zona un poco más alejada?”. Estos escenarios entrecruzados entre sí no fueron, de todas formas, los que nos llevaron a bajarnos. Nuestro deseo, dije al principio de este libro y repetí párrafos atrás, era formar una familia. Hay quienes forman familia por vías naturales (“¡qué envidia!”, sentimos más de una vez), otros con tratamientos y otros por vía de la adopción. Cuando estábamos a la altura del séptimo tratamiento tomamos la decisión de hacer los trámites para adoptar, anotarnos en el registro correspondiente, ir a los talleres, reunirnos con psicólogos, recibir en casa a un asistente social.

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En la Argentina, infelizmente, el sistema de adopción carece de la agilidad que los chicos y los padres necesitan para crecer juntos en familia. Por eso, con ese conocimiento público que se corrobora cuando uno ingresa en el sistema, decidimos comenzar el recorrido especulando con unos 10 años de espera –mínima– o, tal vez, una espera eterna. Decidimos hacerlo cuando todavía éramos (somos) jóvenes, con fuerzas anímicas para resistir el recorrido como plan alternativo a los tratamientos, con los que entonces seguíamos. Ver que, con 37 años, éramos por lejos de los más jóvenes que estaban en los talleres grupales de capacitación y concientización en materia de adopción nos estimuló más.

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Pensarnos en la situación de “todos los huevos en una canasta” que veíamos en parejas de 50 o 55 años nos hizo ver que ése era el momento para empezar el camino.

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Por qué bajar?

La decisión más difícil en este camino. La que te devuelve a esa vida que siguió, ruidosa, afuera del consultorio, mientras vos estabas adentro pinchándote, tomando pastillas, abriendo las piernas en una camilla, llorando pérdidas, esperando resultados, en un submundo silencioso y solitario –por momentos- cercano a la locura. ¿Por qué bajar? A lo largo de este camino escuché distintas historias detrás de esta decisión. Algunas veces el camino se alargó tanto, que el reloj biológico hizo que la posibilidad de embarazo con gametos propios se convirtiera en un milagro, y de ahí en un imposible. Cuando la donación de gametos no es una opción, la ilusión del hijo biológico se desvanece. Otras 231


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veces fue la falta de dinero para afrontar los altísimos costos de estos tratamientos (espero que estos casos hayan disminuido luego de los cambios en la legislación argentina). Parejas que se rompieron después de tanto dolor y dejaron la búsqueda sin protagonistas. Hay cientos de historias, miles, tantas como personas transitando el camino de la infertilidad. Una de las historias que conocí a través del grupo de Facebook es la de una pareja que pasó junta cerca de 20 años buscando el hijo biológico. Su matrimonio creció y maduró con la infertilidad como telón de fondo. El era de los poquísimos hombres que participaban en el grupo y accionaba como activista por la sanción de la ley que reconociera la infertilidad como una enfermedad. Siempre tenía en la punta de la lengua un comentario atinado y una palabra alentadora. Era un referente indiscutible. Un día escribió en el grupo su último 232


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posteo. Su despedida. Contaba que con su mujer llevaban mucho tiempo, años enteros considerando esta decisión. Decía que cada vez les pesaba más lo que habían dejado de hacer y lo que tenían ganas de hacer fuera de este camino. Casi pedía perdón al resto por su decisión. No podían seguir adelante. Ya no querían seguir en este camino. Se despedía deseando que cada una de nosotras concretara sus sueños, cualesquiera fueran estos o llegaran a serlo, y nos deseaba que alcanzáramos la felicidad. Por entonces estaba empezando nuestro cuarto intento. Al terminar de leer el posteo, el cuerpo se me puso frío y, por primera vez, tomé conciencia de que ése era un final posible para nuestra propia historia. Entendí, como sólo se entienden las verdades absolutas, que era necesario un coraje gigantesco para tomar esa decisión. Y que yo no lo tenía. Ni estaba segura 233


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de tenerlo alguna vez. Admiré a Don Diego (su nombre en el grupo) como un niño de tres años admira a un superhéroe. Espero que la vida lo haya tratado bien. ¿Por qué me bajé yo de la montaña rusa de la infertilidad? Habíamos terminado nuestro noveno intento y decidimos tomarnos un tiempo, más largo que las veces anteriores, hasta retomar. Los dos estábamos muy cansados. Nuestra pareja y nuestra vida social se habían resentido profundamente, y aunque no le habíamos dado importancia hasta entonces, la situación empezaba a cruzar ciertos límites que ya no estábamos dispuestos a tolerar en pos de la búsqueda del hijo soñado. Mi cuerpo respondía cada vez con menos fuerzas y mi alma se estaba resecando en la resignación. No sé qué hubiéramos hecho si en medio de esos meses de “descanso” nuestro hijo no hubiera llegado gracias a la 234


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adopción. Sí sé que él llegó y nuestra vida cambió, literalmente, de un día al otro. La maternidad/ paternidad adoptiva no tiene los nueve meses de preparación que regala la biología, y te empuja de sopetón a un mundo por completo desconocido. Pero esa es otra historia. La llegada de nuestro hijo nos trajo desde el sendero de la adopción lo que estábamos buscando en el camino de la fertilidad asistida. Se hizo realidad el sueño de construir nuestra familia. Ya no hizo falta seguir en ese camino, así que nos salimos. No sé si de otro modo hubiéramos tenido el valor que hace falta para tomar esa decisión y, de haberla tomado, no sé cómo nos hubiéramos reinsertado a la vida. La pregunta ya no era por qué bajar, sino por qué volver a subir. En la balanza, la probabilidad del hijo biológico pesó infinitamente menos que el deseo de crear los vínculos de 235


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mamá-hijo, papá-hijo y mamá-papá (sin contar hijo-perro), la necesidad de reorganizar nuestras rutinas frente al nuevo ritmo familiar y el deber de completar todo el proceso de adopción. Todo eso llevó (lleva) un tiempo y energía enormes que hubieran colisionado con los que insume cualquier tratamiento de fertilidad. Elegimos no volver a subir y, para nosotros, fue la elección correcta. Varios meses después de la llegada de nuestro hijo, teníamos todavía en el botiquín un arsenal de medicamentos que había ido acumulándose en los sucesivos tratamientos. Un día Ariel me propuso ofrecerlos en el grupo, posiblemente alguna de mis compañeras de ruta los precisara y la donación sirviera para aliviar, un poquito, el enorme costo. Lo hice y la respuesta llegó esa misma mañana. Ya no me acuerdo cuáles, pero sí sé que mandé por correo una caja con cajitas a Rosario. Recuerdo que 236


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fue una sensación maravillosa. Estaba cerrando una historia y, quizás, ayudando a que empezara otra. Al tiempo volví al consultorio de mi médica. Quería contarle las últimas noticias y hacerle saber que hasta nuevo aviso, no volveríamos a iniciar un tratamiento. La sala de espera del consultorio, que hasta entonces había sido el lugar más visitado después de la oficina, me pareció desconocida y ajena. Miré las caras a mi alrededor tratando de imaginar en qué etapa estaría cada una de esas mujeres: primera consulta, revisión de estudios, controles previos a la punción… me sentí como el recién ingresado a la universidad que vuelve a visitar su escuela secundaria. Laura me recibió con su eterna sonrisa calma, dispuesta a revisar mi historia clínica por enésima vez, evaluar algún cambio en el tratamiento y bloquear fechas en nuestras agendas. Me senté, liviana, frente a su escritorio y en 237


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cinco minutos le conté los últimos tres meses de mi vida y nuestra decisión de dejar en pausa los tratamientos de fertilidad. Alegría y comprensión. Apoyo. Un par de indicaciones médicas para controles ginecológicos de rutina a futuro. Un gusto habernos conocido. Los mejores deseos para esta familia tan deseada y merecida. Así se cerró mi relación con la medicina especializada en fertilidad. Se cerró. Sin titubeos. Ni entonces, ni hoy y puedo arriesgar que tampoco a futuro. Nunca tuve el coraje de Don Diego de despedirme de mis compañeras del grupo. Simplemente, un día dejé de participar. Dos o tres de las chicas con quienes había tenido mayor trato me contactaron por e-mail y les conté, disculpándome por la ausencia y tratando de explicarla. No quería que interpretaran

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mi abandono del camino como el abandono de la ilusión en sus propias búsquedas. La deuda que tengo con ese grupo de mujeres no va a saldarse jamás. En buena medida, escribir estas páginas es una forma de agradecerles y devolver algo de todo lo que recibí de ellas durante los años que duró mi camino. ¿Por qué bajé? Porque después de todo, la vida resultó generosa conmigo y me dio mucho, muchísimo más de lo que había estado buscando. Admiro a quienes logran abandonar el camino por decisión exclusivamente propia. A quienes se ven empujados por factores ajenos, y hacen el esfuerzo de volver a la vida lo más enteros posible. Admiro a los que luchan por contener el llanto cuando ven al hijo de la amiga riendo con otros chicos, y 239


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escuchan con el corazón desgarrado las infinitas anécdotas del sobrino recién nacido. Admiro a los que pelean contra el resentimiento y la tristeza que deja el paso por la infertilidad. A los que sólo tienen de estériles el diagnóstico de un médico y nada más.

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Quién soy hoy?

La idea de escribir este libro surgió hace tiempo, años, mientras estábamos en tratamiento y buscábamos contención o, al menos, espacios para compartir experiencias y nutrirnos de las vivencias ajenas. “Qué bueno sería que existiera algo que nos contara cómo es!”, dijimos más de una vez. Más allá de algunos grupos en redes sociales y foros puntuales, no encontramos mucho. La infertilidad, si bien se dice que afecta al 30% de las parejas, está tapada. Cuando aparece un libro sobre el tema es un caso que habla de éxito. Cuando pasa a

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los medios de comunicación es porque alguien conocido está en tratamiento. Mientras fracasábamos, nosotros precisábamos otro tipo de historias y compañías. El mensaje de “sí, se puede”, no suma cuando no se puede. La infertilidad, además, si bien es políticamente correcto decir que es de la pareja, tiene mucho más desarrollo (aunque poco en términos absolutos) cuando la afectada directamente es la mujer que cuando, como en nuestro caso, es el hombre. Los textos, de todas formas, en general son eminentemente técnicos. De afecto y sinceridad, muy poco o nada. Más de dos años después de nacida la idea de hacer este libro a cuatro manos, con la mirada de Gabi y la mía sobre los mismos

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temas, empecé a escribir este capítulo en un bar, mientras espero a que mi hijo salga del jardín de infantes. Escribo siendo padre (el padre que siempre quise ser, por cierto), con la esperanza de que esto le pueda ser útil a alguien. Para muchos hoy soy “el papá de”. Pero para escribir este libro fui y soy solo un tipo que quería ser papá, que quería formar una familia, que no podía y decidió entrar en un mundo completamente desconocido y poco transparente. No sé si lo hubiera podido hacer si al día de hoy siguiéramos en la búsqueda. En verdad, nadie sabe. De todo lo que viví y vivimos en nuestros años de tratamientos saqué muchos aprendizajes pasajeros, momentáneos, que ya se diluyeron, pero también cambié (o me cambiaron) muchas estructuras mentales y actitudinales. 243


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Puede sonar a mucho, pero creo que toda esta vivencia, en mi caso, terminó de perfilar qué tipo de persona quiero ser y cómo quiero vivir mi vida. A riesgo de equivocar mi autoevaluación, sé que se me activó enormemente la capacidad de empatizar. Descubrí que al otro siempre le pasan cosas y que actúa como puede desde el lugar en el que está. Eso mismo hace que me haya convertido en una persona que juzga mucho menos de lo que antes hacía. Nunca sabés qué le pasa al otro para actuar como actuó. Si te importa, preguntale. Si no te importa, no lo juzgues. Si antes la tenía como máxima de comportamiento, con los tratamientos se me fue al extremo de convertirla en ley de vida el ‘no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti’. 244


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Aprendí que ser juzgado por determinado comportamiento, etiquetado o cuestionado no es positivo. No beneficia al destinatario, pero tampoco hace mejor persona al juzgador. Un paso más allá, encontré personas (unos cuantos de los médicos que cruzamos, la psicóloga con la que nos tratamos un par de sesiones, algunos amigos, conocidos y familiares que prácticamente dejaron de serlo) que aprovechan tu estado de vulnerabilidad para manipularte o someterte. Son personas con actitudes de mierda. Yo sé que no quiero tenerlas en mi vida (ni esas actitudes ni a esas personas). Más de una vez hablamos sobre la posibilidad de iniciar acciones legales contra varios de los médicos que nos trataron. Desistimos. Preferimos poner la energía en construir algo parecido a lo que en su momento necesitábamos con este libro.

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Otra de las cosas que claramente me cambió con la infertilidad es el tema de las prioridades. La vida, a los treinta y pico de años, me demostró que podía ser una enorme –y no necesariamente agradable– caja de sorpresas. Me mostró que yo podía ser un buen tipo, un buen marido, buen amigo, un laburante digno y que nada de eso impedía que mi mayor deseo vital no se pudiera cumplir, o que la amenaza de muerte tuviera fecha y día de concreción. Durante décadas quise ser padre y un espermograma de mierda, una hoja con muchos 0% me dijo que si eventualmente iba a serlo, sería de una manera mucho más intrincada que la que tiene el resto de los hombres. Con eso empecé a ver que nada de lo que se puede revertir es tan grave. Ni el trabajo, ni las obligaciones, ni la plata, ni 246


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ninguna de las pequeñas cosas que todos los días te sacan una puteada de la boca. La mayoría de las broncas que nos agarramos no tienen sentido cuando se las puede dimensionar o poner en contexto. Hay cosas que uno puede controlar. Hay otras que no, como la mutación que tengo del gen Delta F508. Aprendí a relajarme en muchos aspectos y, fundamentalmente, a valorar los momentos de disfrute cuando ocurren. Simplemente intento rescatar mucho más lo bueno, celebrar cada momento de felicidad e intentar que lo malo –que sí, puede que sea la mayor parte– no empañe lo anterior. Lo reconozco. Durante la mayor parte de mi vida pensé que ése era el camino equivocado. El más fácil. El relajado.

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Vivir descontento, preocupado, criticando, maldiciendo, juzgando, sonaba y hasta puede que suene todavía más serio y hasta más inteligente que hacerlo celebrando lo mucho o poco que haya para celebrar. Hoy sé que este último es verdaderamente el camino más difícil y que, por eso, es el que requiere más inteligencia y destreza para recorrerlo. Busco, todos los días de mi vida, abrir la grieta para tener, aunque sea, un mínimo momento o espacio para celebrar. La infertilidad cambió radicalmente un momento de mi vida (unos cuantos años, a decir verdad) y me modificó, además, algunos ejes para el resto de mi vida. ¿Me hubiera gustado no tener que pasar por tanto manoseo y tratamientos para aprender la mitad de lo que aprendí? Sin 248


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dudas. Decidí atravesarlos no como primera opción, sino como una para concretar mi sueño. Tampoco la paternidad adoptiva era mi primera opción (y, a la luz de mi historial de tratamientos, tampoco fue la segunda). Eso también me cambió para siempre. Ahora sé que un sueño se puede alcanzar de distintas formas. Que las maneras que pensaba que eran las mejores no necesariamente lo son. Que de opciones que no suelen estar en el ideal inicial pueden surgir los resultados más maravillosos de la vida.

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Quién soy hoy

Pasaron tres años y medio del final de nuestro último tratamiento y tengo que hacer un esfuerzo enorme para traer al hoy las vivencias de aquellos años. Suelo decir que tengo una pésima memoria. En verdad, tengo un fantástico sistema de supervivencia al sufrimiento. En el día a día, se me olvida el dolor. Me miro hoy y me cuesta verme en esa mujer que vivió años en el purgatorio de la infertilidad. No porque me falten días y hasta semanas que preferiría borrar, sino porque inclusive en los días más grises me sigo sintiendo parte de la vida que gira a mi alrededor. Estoy subida a esa vida, con todos sus enojos y frustraciones, sus rutinas agotadoras, con sus momentos de risa 250


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y esos segundos mágicos de felicidad pura y dorada que a veces ocurren. La infertilidad es la experiencia más dura que me tocó vivir en primera persona hasta hoy (en las otras que llevo en la mochila, soy sólo actriz secundaria y daño colateral). Durante todos los años que duró ese camino, cada mañana al mirarme al espejo y cada noche antes de cerrar los ojos sobre la almohada, me pregunté cuál era el sentido de tanto dolor. Rogaba que existiera un “clearing” de sufrimiento y que el mío compensara y aliviara el de otro en algún lugar del universo. La falta de sentido me corroía el alma, casi tanto como la incertidumbre y la pérdida total del control. La infertilidad me empujó al abismo de esas preguntas existenciales sobre el sentido del ser y de todo lo que está 251


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alrededor. Me conectó con una parte mía que está en vos y está en todos, en mayor o menor medida, en un sinfín de versiones: el sufrimiento. El que conozca a alguien que nunca sufrió, por favor, me avisa (o revisa sus niveles de empatía con el prójimo). La infertilidad me dejó puestas, detrás de las pupilas, unas lentes que me ayudan a ver y sentir el dolor que hay en el otro (o quizás ya estaban ahí y ella sólo vino a ajustarlas). Creo que ése fue su legado conmigo. No dejó resentimientos ni amarguras. La vida que llegó a mi vida en la forma de un bebé de pocos meses de edad hecho con la arcilla del milagro, no dejó espacio para el vacío. La vida ha sido muy generosa conmigo. En el devenir de la rutina se me olvida, y me termino focalizando en esa sumatoria de minúsculos eventos cotidianos que oscurecen el humor y malgastan la energía. Hasta que me cruzo con alguien y al 252


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pescar un trazo de tristeza en la mirada o la voz, algo adentro se me acomoda y se conecta con ese otro. Y ahí ese dolor pasado, las experiencias vividas y mi propio yo cobran un sentido de ser. Me vuelven digna de ser. A fines del año pasado llegué a los cuarenta con un hijo de tres años, un marido enamorado perdidamente de su hijo y un perro ya adaptado a su segundo plano en la escena doméstica. Trabajo fuera de casa muchas más horas de las que me gustaría, y sé que la que vuelve de la oficina por la noche está lejos de la mamá y esposa ideal la mayoría de las veces. Vivo con la culpa de no estar al 100% en ninguno de los ámbitos de mi vida, salvo en contadas excepciones. Lo bueno es que no estoy sola en ese sentir. Es la epidemia de las mujeres de mi generación. Mal de muchos… consuelo de todos.

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Nuestro hijo tiene hoy tres años. Desde que está con nosotros, ni Ariel ni yo fantaseamos en ningún momento con retomar la búsqueda biológica. Afortunado consenso. Hace poco le conté un pedacito de esta historia a un hombre muy humano, de esos pocos que uno tiene la dicha de conocer en estos tiempos. Al hombretón, abogado corporativo de casi dos metros de alto, se le llenaron los ojos de lágrimas. Terminamos el almuerzo y nos despedimos. A la tarde recibí un mensaje suyo en el celular que decía: “No han vivido al pedo pibes. Todo lo demás, es cotillón”. Después de tanto de todo, así llegó la respuesta que había estado buscando. Como a veces se me olvida, en la foto que tengo sobre el escritorio con nosotros tres (y mi perro) tirados en la cama, pegué un cartelito que dice “todo lo demás, es cotillón”.

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Contacto: infertiles.libro@gmail.com

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