La Guerra de la Independencia

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Suplemento especial de

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA PROVINCIA DE ALICANTE

VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

La Guerra de la Independencia EN LA PROVINCIA DE ALICANTE Gerardo Mu単oz Lorente

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La Guerra de la Independencia EN LA PROVINCIA DE ALICANTE

Cuadro que reproduce la primera batalla de Castalla. Oleo de Langlois. El original se encuentra en el museo de Versalles y una copia en el Ayuntamiento de Castalla

Índice

1808

1. Noticias del 2 de mayo y juntas rebeldes............................................ > 4 2. Falsas alarmas ................................. > 6 3. A la caza del francés ....................... > 7 > 8 Extranjeros y prisioneros 4. Revueltas y motines ....................... >10 5. Sospechosos .................................... >12 Espías >12 6. Afrancesados................................... >14 7. Luchando lejos de casa.................. >16 Alistamientos >17 8. Milicias ............................................. >17 9. Guerrilleros y bandoleros............. >18 >19 Desertores Jaime el Barbudo >21 10. Primeras medidas defensivas .... >22

1809

1. El conflictivo gobernador Iriarte.. >24 2. El comienzo de las fortificaciones en Alicante....................................... >24

1810

1. Avance francés ................................ >25 2. Continúan las fortificaciones ....... >25

1811 El autor Gerardo Muñoz Lorente (Melilla, 1955) vive en Alicante desde 1981. En 1987 fue publicada su primera novela, El fantasma de Lucentum (Acervo), que recibió buena crítica a nivel nacional y que fue reeditada en 2004 por la editorial Equipo Sirius. En junio de 2006 apareció su última novela, Asesinato en Molívell (Equipo Sirius), que durante el verano del año anterior había sido publicada por entregas diarias en este periódico. Entre medias, fueron editadas El Manuscrito (Alcodre, 1990), El Hallazgo (Alcodre, 1991) y La Búsqueda (Alcodre, 1991), que conformaban la trilogía titulada La plica de Balbino el Viejo, reeditada en un único volumen por Equipo Sirius en 2003. También aparecieron Secretos (Aguaclara, 1993); El fruto de la melancolía (Huerga&Fierro), finalista del Premio Azorín de Novela 1998; Un negro detrás de la oreja (Inst. Gil-Albert, 2000); Ramito de hierbabuena (Plaza&Janés, 2001), primera novela española que aborda el fenómeno de la inmigración clandestina en España; A la cuna del sol divino (Editorial Club Universitario, 2002); El Rosario de Mahoma (Equipo Sirius, 2004); La semilla de la Dama Negra (Equipo Sirius, 2005); y Refugio de Libertad (Equipo Sirius, febrero 2006). A estas obras de ficción hay que añadir varios ensayos y más de doscientos artículos periódisticos. Gerardo Muñoz colabora habitualmente con INFORMACION. (www.gerardomunoz.com)

1. Acaban las fortificaciones ............. >26 2. Cementerios .................................... >27 Epidemia >28

1812

1. Alicante, capital del Reino valenciano........................................ >30 2. Invasión francesa del territorio alicantino ......................................... >30 El combate en el Calvario de Muchamiel >31 El Llobarro >32 Liberales y absolutistas >33 3. Cortes de Cádiz y Constitución de 1812 .............................................. >33 4. Iglesia................................................ >34 Prensa >36 5. Primera batalla de Castalla........... >36 Desembarco aliado en Alicante >40 6. Impuestos y donaciones................ >40 7. Escasez de víveres .......................... >41 >42 Requisa de caballos 8. Saqueos ............................................ >42 9. Rehenes............................................ >44 10. Intentos de liberación. Avances y retiradas ...................... >45

1813 Las ilustraciones Las ilustraciones históricas proceden de: Marco Esteve; Centro Geográfico del Ejército; Instituto de Historia y Cultura Militar; Archivos Municipales de Alcoy, Elche, Ibi, Orihuela y Villena; Oficina de Turismo de Castalla; Historia Provincial de Alicante; Historia de la Diputación Provincial de Alicante; Crónica de Alicante; Revista Canelobre.

1. Segunda batalla de Castalla ......... >48 Suchet >51 2. Liberación española....................... >52 3. Liberación de Denia....................... >52 4. Fin de la guerra ............................... >54 Agradecimientos ............................. >54 Diseño-maquetación GREGORIO BERMÚDEZ

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sido ya instalado en el trono español José I. Pero, como decíamos, para entonces la rebelión de los españoles hacía ya semanas que se había producido en todos los pueblos y ciudades de España.

1808

Los efectos del 2 de mayo en tierras alicantinas

ESPAÑA

Como consecuencia del tratado de Fontainebleau (firmado por los gobiernos español y francés el 27 de octubre de 1807, y por el que se acuerda el reparto de Portugal), en el año siguiente el ejército napoleónico ocupa la Península Ibérica con cerca de ciento diecisiete mil hombres. El 19 de marzo de 1808, obligado por un motín en Aranjuez, el rey Carlos IV abdica a favor de su hijo Fernando VII. Pero Napoleón, que desconfía del nuevo monarca, reune a la familia real española en Bayona, lo que supone de hecho un secuestro político. El 2 de mayo de aquel año, se produce un imprevisto levantamiento popular en Madrid, para impedir la partida del infante Francisco de Paula. Dieciocho días más tarde, «La Gaceta de Madrid» da a conocer la abdicación de Fernando VII en Bayona a favor de Napoleón, quien, a su vez, designa a su hermano José como rey de España. Pero para entonces ya se está extendiendo la rebelión por toda España, pese a las iniciales reticencias de las autoridades. A lo largo del mes de mayo se constituyen Juntas rebeldes en la mayoría de las ciudades y pueblos de España. El 20 de junio toma posesión José I del trono español y durante los dos meses siguientes entran en la Península cincuenta mil soldados franceses más. Se inicia así una guerra que enfrentaría a la «Grande Armée» con el ejército español, compuesto por unos ciento catorce mil hombres, entre tropa regular y las compañías de milicias. Tras la decisiva batalla de Bailén (19 de julio), las tropas imperiales se ven obligadas a retirarse paulatinamente de la Península, perseguidas además por los soldados ingleses desembarcados en Montego el 1 de agosto. José I huye de Madrid y el 25 de setiembre se constituye en Aranjuez la Junta Central, presidida por el conde de Floridablanca, que exige el regreso de Fernando VII. Pero Napoleón se propone vengar personalmente la derrota de su ejército. Bajo sus órdenes directas, entran en España doscientos cincuenta mil soldados franceses que, durante los meses de noviembre y diciembre, vencen en sucesivas batallas, hasta presentarse en Madrid. El 2 de diciembre el emperador llega a Chamartín, donde establece su cuartel general, y pocos días después repone a su hermano José en el trono español.

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Noticias del 2 de mayo y Juntas rebeldes La noticia de lo sucedido en Madrid los días 2 y 3 de mayo de 1808 llegó hasta el último rincón de España en pocos días, provocando la inquietud general. Pero las autoridades, temerosas de que la rebelión se extendiera, mantuvieron el orden publicando bandos y decretos en cascada que combinaban las peticiones de calma con las amenazas. Así, el Consejo Supremo se apresuró a publicar un bando en el que condenaba a «pena de muerte al que usara armas blancas, o de fuego» y recomendando «la mejor armonía con la tropa francesa». El Consejo de la Inquisición llamó «sublevación escandalosa» a la rebelión popular madrileña. Desde Bayona, Carlos IV envió una proclama el 4 de mayo instando a los «Españoles, amados súbditos: Hombres pérfidos quieren extraviaros. Desean que peleéis con los franceses, y recíprocamente animan a éstos contra vosotros». También el príncipe Fernando y los infantes Carlos y Antonio advertían a la nación en otro decreto de que «todo esfuerzo de sus habitantes sería, no sólo inútil, sino funesto». Incluso un mes más tarde, dieciséis días después de que Napoleón proclamara en Bayona la cesión de la corona española a favor de su hermano José (6 de junio), mientras España entera se levantaba contra el ejército invasor entre vivas al rey Fernando VII, éste escribía a Napoleón (22 de junio) una carta dándole su parabién por haber

En 1808 no existía aún la provincia alicantina, tal como la conocemos ahora. A excepción de algunos municipios (como Villena y Sax, que pertenecían al reino de Murcia), el conjunto de los pueblos y ciudades que unos años después (1833) configurarían la provincia de Alicante, formaban parte de una provincia mucho más extensa y que coincidía con el antiguo reino de Valencia. Esta provincia estaba dividida en once gobernaciones, corregimientos o partidos, dependientes de la capital (Valencia), al frente de los cuales había un gobernador o corregidor, que representaba el poder político y militar. Jerárquicamente, detrás de los gobernadores en cada municipio estaban los cabildos (alcaldes y regidores) y los justicias, representantes del poder judicial. En Valencia, cuatro días después de la rebelión madrileña del 2 de mayo, el capitán general del Reino, Vicente Esteve, firmó un bando instando a la tranquilidad pública y calificando a los rebeldes de Madrid de «corto número de personas inobedientes a las leyes con las tropas francesas», enviándolo a todos los gobernadores de la provincia con la orden de que lo distribuyeran por todas las ciudades, villas y pueblos. Esta versión oficial de los sucesos del 2 de mayo fue recibida, por correo extraordinario, en las cinco gobernaciones meridionales del reino (que ahora componen la provincia alicantina): Alcoy, Alicante, Denia, Jijona y Orihuela; si bien hubo poblaciones a las que tardó bastante en llegar, como la villa de Elche (perteneciente a la sazón al partido de Jijona), donde no se recibió dicho bando hasta el día 20. Como decíamos, estas medidas mantuvieron al pueblo en orden, pero intranquilo, hasta que ese mismo día 20 de mayo publicó la «Gaceta de Madrid» la noticia de las abdicaciones de Carlos IV y sus hijos, incluido Fernando, a instancia de Napoleón, en Bayona. Esta noticia se extendió a gran velocidad por todo el país. En Valencia se conoció al cabo de tres días. Uno después, el 24 de mayo, estalló un motín popular. El 25 se creó la Junta Suprema de Valencia, que asumió el mando del reino, reconoció a Fernando VII como único y legítimo rey, y declaró la guerra a Napoleón, mandando ese mismo día una orden a todos los gobernadores para que secundaran el levantamiento y prepararan la movilización general. Esta orden llegó a las gobernaciones de Alcoy, Denia, Jijona y Alicante el 28 de mayo (al gobernador de esta última, le anticipó la noticia el alcalde eldense, José Verdú y Mirambell, a quien le llegó desde Orihuela, cabeza de partido al que pertenecía Elda). Curiosamente, la más alejada de la capital, Orihuela, se rebeló contra Napoleón cuatro días antes (al mismo tiempo que Valencia), al saber que ya lo habían hecho Cartagena y Murcia.

La rebelión en Orihuela Aquel martes 24 de mayo de 1808 se celebraba en Orihuela el mercado semanal, al que afluía mucha gente de la huerta y de los pueblos cercanos, y en el que se escuchaban romances cantados por ciegos en los que se relataban los fusilamientos del 3 de mayo en Madrid y la prisión en Bayona de Fernando VII. La llegada, entre las dos y las tres de la tarde, de un correo de Cartagena levantó enseguida gran expectación, pues se murmuraba que traía noticias de una sublevación en tierras murcianas. Y, en efecto, el capitán de artillería Manuel de Velasco anunció que las ciudades de Murcia y Cartagena se habían levantado contra el ejército de Napoleón. Espontáneamente todos los oriolanos presentes en el mercado comenzaron a dar vítores de alegría y vivas a Fernando VII. Entre ellos destacó Pedro Armengual de Colomo, un agrimensor que gozaba de gran popularidad, que se puso a la cabeza de los ya amotinados, para acudir a casa del gobernador, Juan de la Carte. Éste recibió a la exaltada


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muchedumbre con ánimo de apaciguarla, recordando las severas instrucciones que había recibido para mantener el orden público, lo que sirvió para indignar aún más a Amengual y a sus seguidores. Para enmendar su error, el gobernador salió entonces al balcón para dirigirse a la multitud, anunciando que ya había convocado un cabildo extraordinario para aquella misma tarde. Los ánimos se aplacaron, aunque la muchedumbre siguió mostrando su júbilo con vítores y aplausos. Pero el vehemente Amengual volvió a exaltar al gentío poco después, dirigiéndolo hasta las puertas del Ayuntamiento (que se hallaba al final de la calle Mayor, en un edificio que se destruiría en la inundación del 15 de octubre de 1834), mientras estaba reunido el cabildo, presidido por el gobernador y el alcalde mayor, Juan Francisco Gascón. Interrumpió Amengual la reunión, irrumpiendo en la sala al frente de un numeroso grupo de amotinados, para exigir que se cumplieran todos los puntos reseñados por las juntas rebeldes murcianas. Exigencia que acataron todos los presentes. Al día siguiente, constituida ya la Junta de Gobierno de Orihuela, se enviaron circulares a los pueblos de la gobernación, animando a la sublevación. El primero en contestar fue el alcalde de Rojales, Luis López, pero le siguieron muy pronto todos los demás, adhiriéndose al levantamiento. Lo mismo ocurrió en el resto del territorio alicantino. A finales de mayo, todos los pueblos de la actual provincia de Alicante se habían manifestado a favor del levantamiento contra las tropas napoleónicas.

Juntas rebeldes Como ya hemos visto, Orihuela fue la primera cabeza de gobernación «alicantina» que declaró la guerra a Napoleón. Su Junta Local de Gobierno se constituyó formalmente el 26 de mayo, presidida por el goberna-

dor Juan de la Carte, un brigadier de avanzada edad que ocupaba este cargo desde 1789, y que paradójicamente era de origen francés, tal como indicaba su apellido. La junta se compuso de los miembros del ayuntamiento, a los que se unieron el conde de Pinohermoso, el vicario general del episcopado y un ciudadano. Las demás cabezas de gobernación también constituyeron sus juntas en los días siguientes, dependientes de la Junta Suprema del Reino de Valencia, y todas ellas lo hicieron de forma similar: a las autoridades existentes se unieron representantes de la nobleza, el clero, los comerciantes y algunos militares. El 28 de mayo hicieron lo propio en Jijona (con la presidencia del gobernador Francisco del Castillo Valero) y en Denia (gobernador Pedro Ferrer de Costa). En Alcoy se constituyó el 31 de mayo, con el gobernador Bernardo Cebasco y Rosete al frente de tres representantes eclesiásticos, cinco nobles, dos representantes ciudadanos y labradores, seis de la Real Fábrica de Paños, uno de la Fábrica de Papel, otro de los comerciantes y otros varios de los gremios. El 4 de junio Cebasco fue sustituido como gobernador por Juan Bermejo, procedente de Valladolid. Lo mismo sucedió en cada una de las villas y pueblos. En Elche, por ejemplo, el gobierno municipal se reunió en cabildo extraordinario el 29 de mayo, bajo la presidencia del alcalde mayor, José Catalán y Calderón, para nombrar a los vocales que integrarían la Junta Local. Si bien estas juntas locales se disolvieron poco después, siguiendo las instrucciones que la Junta Suprema del Reino envió con fecha 6 de julio. La de Elche lo hizo diez días después, rehabilitándose el ayuntamiento. A partir de entonces, las juntas quedaron reducidas a las cinco cabezas de partido. Las razones por las que se procedió a la extinción de las juntas locales fueron las mismas por las que, apenas tres meses más tarde, se disolvieron también

Alicante 1785. Óleo de Mariano Ramón Sánchez

En el año 1808 no existía Alicante como provincia tal como la conocemos actualmente

las juntas de gobierno de las cabezas de gobernación: la necesidad de recuperar a los ayuntamientos y resolver el conflicto de competencias que había en dichas cabezas de partido. En Orihuela, por ejemplo, se prodigaron las desavenencias y las intrigas entre la Junta de Gobierno y el Ayuntamiento, tal como dice el historiador García Soriano: «Estas rencillas, malevolencias y resquemores existentes de continuo entre ambas ilustres entidades, puestas en pugna y que se habían declarado en silencio condena a muerte y sin cuartel, tenían forzosamente que ocasionar la desaparición de una de ellas, único medio de terminar tales escándalos, y ésta no podía ser otra que la Junta de Gobierno, por su carácter provisional y transitorio». Escándalos por los que condenaron a varios miembros de la Junta en causas criminales. Las primeras en disolverse, sin embargo, fueron las juntas provinciales, como la Suprema del Reino de Valencia, que lo hizo en setiembre, después de que sus competencias fueran asumidas por la Junta Central, constituida en Aranjuez y de la que formó parte como vocal (hasta su muerte el 14 de noviembre de ese mismo año) el presidente de la junta de Alicante, conde de Lumiares. El 20 de octubre fue cuando se disolvió esta Junta de Gobierno de la ciudad de Alicante, pasando la dirección política a la corporación municipal, aunque tutelada por el gobernador.

Difíciles relaciones institucionales Pese a la desaparición de las juntas, las relaciones institucionales entre los gobernadores y los cabildos municipales en las ciudades cabezas de partido (Alcoy, Alicante, Denia, Jijona y Orihuela) no siempre fueron tan buenas como las que mantuvieron en Jijona el corregidor Francisco del Castillo y los regidores. Aquí, el día 21 de octubre de 1808, se reunió el ayuntamiento para premiar al gobernador «por su lealtad a nuestro VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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Torre-prisión de San José de Tabarca. (Crónica de Alicante. Viravens)

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y amado Fernando VII, por el penoso trabajo > legítimo y fatigas, y las sabias disposiciones que ha acordado

su prudencia, evitando desordenes y conmociones». Pero, «como no hay fondos para premiar económicamente al Corregidor», se decide dirigir una carta a la Junta Central recomendando su ascenso. En Alicante, por el contrario, los conflictos entre los sucesivos gobernadores y el Ayuntamiento fueron numerosos y graves, tal como veremos más adelante. Durante los seis años que duró la guerra de la Independencia, Alicante tuvo seis gobernadores, por solo dos alcaldes. El primero de éstos fue Antonio Lorenzo Martínez del Pozo, a quien sustituyó en abril de 1811 José Olivas y Denia.

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Falsas alarmas A pesar de que en el verano de 1808 las tropas francesas estaban aún algo alejadas del territorio alicantino, el miedo a la invasión era patente por estos pagos, hasta el extremo de que las noticias que venían de La Mancha, Murcia o Valencia sobre el avance del ejército napoleónico hacían saltar de inmediato las alarmas, produciendo el pánico entre la población y las autoridades. El 30 de junio, por ejemplo, al conocerse el ataque francés a la ciudad de Valencia llevado a cabo dos días antes, provocó que mucha gente buscara refugio en Denia, procedente de pueblos próximos. Algo parecido ocurrió dos años después en Elche, cuando las tropas francesas avanzaron por el sur desde Murcia. El temor a una inminente invasión sumió en el pánico a los ilicitanos, incluidos los alcaldes primero y segundo, quienes huyeron el día 24 de abril de 1810. Uno se refugió en la torre del Pinet y el otro marchó hacia Valencia, aunque debió de volverse enseguida, ya que el día 26 (el mismo en que los franceses entraban en Orihuela y eran inmediatamente expulsados) ambos regidores asistían a una reunión del ayuntamiento de Elche. Sin embargo, muchas otras noticias no fueron tan ciertas como ésta. Como escribió el historiador oriolano García Soriano en el centenario de la guerra de la Independencia (1908) «más de una vez rasgó el silencio solemne de las noches estivales, en la vega, el ronco sonido de las caracolas tocando alarma. Se repetía unas veces que los franceses habían desembarcado en Guardamar, otras que se acercaban por Murcia, pasando a cuchillo a cuantas personas encontraban, devastando las iglesias, rompiendo los Santos y profanando y robando los sagrados objetos de culto». Pero nada de esto era cierto…, al menos en aquel verano de 1808.

En 1808 los franceses aún estaban lejos del territorio alicantino, sin embargo se produjeron un buen número de falsas alarmas sobre una inminente invasión

El caso del vicario de Campo de Matanza Para reflejar el enorme pánico colectivo que reinaba en estas tierras por aquellas fechas, pongamos como ejemplo lo sucedido en los primeros días de junio de 1808: Vicente Alcaraz y Calatayud, vicario de la Ayuda Parroquia del Campo de la Matanza, partió de allí el 1 de junio a las cinco y media de la tarde, acompañado por varios vecinos, camino de la cercana ciudad de Orihuela. Según cuenta en su curioso relato, «cuando llegamos al ladrillar, o cruz cubierta, oímos una gran confusión de alaridos y una gritería tal en la huerta de Orihuela, que nos llenó de admiración; no obstante, seguimos el rumbo que llevábamos, pero a pocos pasos de haber pasado el camino nuevo de Callosa (actual carretera de Alicante) ya vimos venir multitud de gentes corriendo que con altas voces decían: “Los

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Expediente de confiscación de franceses en Elche. (Archivo Municipal de Elche)

franceses, los franceses, que en número de catorce mil han desembarcado en Guardamar, Santa Pola y Torrevieja”. Al oír esta novedad nos volvimos para el Campo llenos de susto y pavor, como lo pedían las circunstancias del caso, comunicando tan triste noticia a cuantos encontrábamos en el camino», como el médico de Fortuna, quien iba acompañado por otros hombres, y que se volvieron a su villa alarmados. En cuanto llegó a Campo de la Matanza, el vicario y quienes le acompañaban comunicaron la noticia a sus vecinos, «tocando a rebato la campana mayor de la Ayuda Parroquia, a cuya voz acudieron la mayor parte de los vecinos del Campo», a quienes conminó a tomar las armas para salir en defensa de los vecinos de los pueblos atacados, pues «según nos decían gentes que venían huyendo del partido de San Bartolomé (entre ellos Francisco Martínez), ya estarían degollados o a punto de serlo; en particular dijo: “que los franceses habían pasado a degüello a todo el pueblo de Almoradí“, y que así lo había oído a las gentes que huían de aquellos contornos». Estas noticias le llegaron al gobernador de Alicante, José de Betegón, a la una de la madrugada del 2 de junio, por medio de un oficio del alcalde de Elche en el que le contaba cómo se le habían presentado dos hombres (uno de Játiva y otro de Dolores), para avisarle de que habían desembarcado franceses entre Guardamar y Torrevieja. Inmediatamente Betegón dio la alarma y ordenó que saliesen varias partidas del Provincial de Ávila, batallón que guarnecía el castillo de Santa Bárbara, para cubrir puestos estratégicos de la ciudad y vigilar los caminos del sur. Y antes del alba mandó tocar a generala, soliviantando a todos los alicantinos, quienes se apresuraron a armarse con los fusiles y municiones que bajaron de la fortaleza. A las cinco de la mañana regresó la partida que marchó hacia el sur, la cual solo llegó a Santa Pola, ya que allí le aseguraron unos arrieros de pescado procedentes de Torrevieja, que no había habido tal desembarco enemigo. Desmentido que también le llegó una hora después a Betegón desde Elche, cuyo alcalde le mandó otro oficio en el que le informaba de que los vecinos de Játiva y Dolores que le habían comunicado el falso desembarco, habían sido arrestados. El vicario de Campo de la Matanza no fue arrestado por propagar aquella misma falsa alarma. Quizá porque aquel mismo día, 2 de junio de 1808, fue testigo, según aseguró, de la aparición de la Virgen del Remedio, igualita a la imagen que se veneraba en su iglesia, sobre un ciprés cercano a su casa.

El caso del presbítero de Aspe Al cabo de un mes, el 4 de julio de 1808, Miguel Cantó, presbítero y miembro de la junta de gobierno de Aspe, se presentó en Alicante advirtiendo a todo con el que se tropezaba que, según había sabido, la junta de Novelda había armado al pueblo para enfrentarse a una partida de franceses que bajaban por La Romana. Tal noticia había provocado la huida de muchos vecinos de Aspe y, comoquiera que no había encontrado al alcalde de este pueblo, había decidido marchar a Alicante para informar personalmente al gobernador Betegón. El pánico cundió por la ciudad antes incluso de que Betegón adoptara las primeras medidas, alertando a las milicias y las guarniciones de los baluartes y del castillo, y enviando a varias partidas a caballo para que confirmaran tan alarmante noticia. Aquella noche muchos de los residentes en extramuros (barrios de San Francisco, San Antón, Arrabal Roig) se refugiaron en el interior de la ciudad, así como vecinos de los pueblos aledaños. Al amanecer del día 5, las partidas de reconocimiento regresaron de Novelda, Aspe y Monforte, desmintiendo la noticia difundida por el presbítero Cantó, el cual fue recluido en el convento de Santo Domingo y multado con 1.500 reales de vellón.

El caso del ondareño Juan Montaner Con el paso del tiempo y la proximidad real de las

tropas francesas, las alertas ciertas y falsas se fueron prodigando. Un último ejemplo de falsa alarma causada por la mendacidad (enfermiza o simplemente estúpida) que se desata en situaciones dramáticas, la encontramos en Ondara, durante la liberación por los guerrilleros y soldados españoles de la ciudad de Denia, en octubre de 1813. El primer día de aquel mes, un tal Juan Montaner dijo en Ondara que los franceses habían encerrado en el castillo a los españoles que allí quedaban, degollándolos a todos: hombres, mujeres y niños, causando el terror entre sus vecinos. Noticia que fue desmentida por José Balandó, quien había logrado escapar de Denia ese mismo día. Lejos de amilanarse, cuando los españoles entraron por fin en Denia, Juan Montaner volvió a propalar la noticia en Ondara de que habían degollado a todos los que encontraron en su camino, fueran o no franceses. Lo que tampoco era cierto. Y es que, como escribió en su diario mosén Palau, clérigo dianense


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que se le encuentren en su casa, y se averigüe ser propios al mismo, custodiándolos y poniéndolos en seguro depósito».

La milagrosa donación de Filiol

que vivió aquellos acontecimientos, Montaner era «un hombre que dice lo que no sabe o no sabe lo que se dice». Defecto este de algunas personas que sumió injustificadamente a muchas otras en el pánico y en el terror durante aquellos años, ya de por sí difíciles y dramáticos, de la guerra de la Independencia.

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A la caza del francés Eran muchos los ciudadanos franceses o de origen francés que residían o transitaban por las ciudades y pueblos alicantinos a principio del siglo XIX, dedicados a diferentes oficios, principalmente comerciantes. En la ciudad de Alicante, en 1807, residían 98 franceses, 43 de ellos comerciantes. Como en el resto del país, también aquí dirigieron hacia ellos su odio muchos españoles en aquellos primeros días tras el estallido de la guerra de la Independencia. Fue en Orihuela (primera ciudad alicantina que declaró la guerra al francés) donde se hicieron las primeras advertencias serias a los vecinos galos o de origen galo. Y fue precisamente Pedro Amengual (el agrimensor que, al frente de los amotinados, presionó al ayuntamiento para que apoyara la rebelión) quien pronunció aquellas advertencias. Tal como refleja el acta capitular del 24 de mayo de 1808, exigió al gobernador y regidores: «Que se exhorte a todos los naturales de Francia, y demás alistados bajo el pabellón francés, a que guarden la mejor moderación, y que eviten todo motivo de disgusto, quitándose la escarapela de que acostumbran y llaman tricolor como odiosa a todo buen español». Como ya sabemos, el entonces gobernador oriolano era de origen francés, Juan de la Carte, caballero y señor de la ChaloniereDes-Roches. Sin embargo, nadie cuestionó su patrio-

tismo, pues hacía muchos años que este anciano brigadier gobernaba el distrito de Orihuela. Un día más tarde, el 25 de mayo, las autoridades jijonencas se adelantaron a las del resto de la provincia en tomar represalias efectivas contra los residentes de origen francés. Para ello, se acogieron a las competencias de la Junta de Represalias, una organización policial creada durante las guerras habidas entre Carlos II de España y Luis XIV de Francia, y que no fue suprimida hasta el 4 de junio de 1811, siendo sustituida entonces en sus funciones por las Audiencias Territoriales de cada distrito. Concretamente, las medidas aprobadas por el pleno del ayuntamiento jijonenco de aquel día fueron contra Esteban Filiol, justificadas en que había «dicho expresiones de amenaza«, manifestándose afecto a Napoleón, «por lo que es presumible que ejecute lo que pueda en perjuicio de nuestra nación y la patria«, por lo que se ordenaba que se le encarcelara. Como no había hasta el momento precedente de encierro de franceses, se decidió elevar consulta a la Junta Suprema de Valencia, aunque también se resolvió, sin esperar a la respuesta de dicha consulta, que «se le embarguen todos los bienes y efectos

Bando confiscación de franceses de la Junta Suprema de Valencia. (Archivo Municipal de Orihuela)

Los antepasados franceses de Esteban Filiol habían emigrado a Jijona alentados por la demanda que había en el siglo XVIII de aserradores de madera, imprescindibles para la fabricación de cajitas para el turrón. Debieron de hacer fortuna, ya que Esteban poseía mucho dinero. Tanto que, entre otros bienes, las autoridades jijonencas le confiscaron dos mil pesos (unos treinta mil reales), una suma muy elevada que fue guardada en un arca custodiada por el depositario de propios Marcos Verdú, y que debió de multiplicarse milagrosamente a lo largo de los tres años siguientes, tal como se deduce de los pagos hechos gracias a ella y reseñados en varias actas del cabildo. Así, el mismo día en que le fue requisado ese dinero a Filiol, el ayuntamiento se sirvió de él para pagar los gastos de los soldados que debían marchar a Almansa. El 12 de noviembre de aquel mismo año, el gobernador propuso «hacer un retrato de nuestro legítimo Soberano, D. Fernando VII, cuyo coste se podría suplir, atendiendo a que no hay caudales para hacerlo, del donativo voluntario que tiene hecho Estevan Filiol». Lo de «donativo voluntario» es un eufemismo que se repite en varias actas, al igual que «de lo que dio gratuitamente« Filiol. El 13 de enero de 1809, Verdú aún guardaba 1.700 pesos de los «donados« por el francés Filiol. De ellos se pagaron 400 al «reverendo clero, el cual los prestó a este ilustre cuerpo (Milicias)». Doce días después, se recurrió a esta misma «donación« para pagar los gastos de fortificación que se realizaron en la ciudad. El 30 de mayo de aquel mismo año, se recompusieron «algunos cañones y llaves de fusil en mal estado; que se recojan y recompongan y que este gasto sea a cargo de los fondos que tiene D. Marcos Verdú, procedentes de D. Estevan Filiol (…)». Y el 1 de diciembre se aprobó construir una nueva acequia, cuyos gastos fueron sufragados con lo que «dio gratuitamente Estevan Filiol, de nación francés», y de los que aún había 1.300 pesos. ¡La misma cantidad que había el 13 de enero, tras pagar lo que el clero había prestado para gastos de la milicia! Durante 1810 se hicieron otros tres pagos a cuenta del «donativo» de Filiol: tres mil reales al comandante de las Milicias, para su traslado a la comarca de Játiva (10 de enero); los gastos ocasionados otra vez por la milicia al marchar esta vez a Aragón (6 de marzo); y la manutención de los guerrilleros de la gobernación de Jijona (6 de agosto), pagados con lo «que le queda a Marcos Verdú». No obstante, a Verdú aún debía quedarle más dinero en el arca, puesto que el 9 de enero de 1811 se pagaron los víveres que precisaban los 160 soldados de caballería que pasaron por Jijona con el «resto del donativo de Estevan Filiol«. Por cierto que este mismo día, Filiol presentó ante el ayuntamiento un memorial en el que pedía que la cuota que le correspondía pagar de los 40 millones de impuestos que se requería al vecindario, se lo cobraran del «donativo voluntario» que les dio un año y medio antes. ¡Y así se hizo, pese a que los restos de dicho «donativo« se usaron en el pago de víveres! Aun así, el 26 de noviembre de aquel año de 1811, el depositario de propios, por acuerdo VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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cabildo, pagó tres mil reales a los milicianos y > del guerrilleros con los «fondos procedentes del donativo de Estevan Filiol». El cronista jijonenco Fernando Galiana, comenta al respecto: «Parece milagroso que esta cantidad de dinero que se le incautó, hacía casi tres años, hubiese podido remediar tantos apuros». Y tiene razón, pues milagroso al estilo de la multiplicación de los panes y los peces parece éste, en que el dinero requisado a Filiol da la impresión de reproducirse en el interior del arca vigilada por Verdú. No se sabe cuánto tiempo estuvo Esteban Filiol en la cárcel. Probablemente no fue mucho. Lo que sí sabemos es que el depositario del dinero que le fue confiscado, Marcos Verdú, murió a primeros de marzo de 1813. Su cadáver fue el último en ser enterrado en la Iglesia Vieja; aunque no sería aquel un entierro tranquilo, tal como veremos más adelante.

La isla de Tabarca se convirtió en una prisión y en 1810 la saturación de presos era absoluta

El cónsul francés y la familia Lattur En Alicante, el primer francés en ser detenido fue el cónsul de aquel país, Augusto Legay de Barriera, el 29 de mayo de 1808, siendo encerrado en los calabozos del castillo de Santa Bárbara. Los demás galos avecinados en la ciudad fueron llevados a la Casa de Misericordia, se supone que para librarles del odio de los alicantinos más exaltados, pero sus bienes fueron además confiscados. Junto con los franceses, fueron arrestados los naturales de las naciones conquistadas por Napoleón, sobretodo genoveses, hasta que un decreto del 3 de junio ordenaba que se les investigara y se pusieran en libertad si no había pruebas de que confabularan contra la patria. No obstante, un mes después (6 de julio), la Junta Suprema de Valencia aclaraba que los transeúntes, genoveses, individuos de otras nacionalidades sometidas por Francia, así como descendientes de franceses eran «reputados como verdaderos franceses para los efectos civiles de la orden sobre represalias». En algunas poblaciones, como Alcoy, no constan detenciones o abusos contra los franceses, a pesar de que residían algunos de ellos. Pero son muy pocas. En la mayoría, los naturales de Francia o de origen francés sufrieron graves represalias, aunque sin atentar contra sus vidas, tal como hemos visto. En Elche, el 6 de junio, fueron al menos cuatro los ciudadanos franceses a los que les embargaron los bienes y fueron detenidos. Y en Denia, si bien no fueron apresados, ilustres ciudadanos con apellidos galos (pero a los que se les reconocía espíritu patriótico) como los Lattur, Morand, Merle, Lostalot, Bordehore, Vignau, Polart, Chabás, fueron desposeídos de sus derechos cívicos, al mismo tiempo que se les exigían contribuciones de guerra. Por cierto que algunos de ellos eran en efecto afrancesados que fueron bien tratados por las tropas imperiales cuando ocuparon Denia, como los Chabás; mientras que otros, tal como veremos en otro momento, fueron arrestados por el comandante francés y encarcelados en el castillo, por ser ciertamente patriotas españoles, como los hermanos Juan Antonio

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y Manuel Lattur. Familia esta la de los Lattur que, como se ve, sufrió la represión de ambos bandos.

Matanza de franceses Pero no en todas partes supieron las autoridades salvaguardar la vida de los franceses. En Valencia, nada más estallar la guerra, se produjeron violentos tumultos a diario contra los extranjeros, especialmente contra la numerosa colonia francesa, realizándose terribles sucesos. Tan violenta turba fue acaudillada al principio por un franciscano monovero llamado Juan Rico Vidal. Pero Rico fue sustituido muy pronto por otro religioso, Baltasar Calvo, canónigo de San Isidro de Madrid, tan cruel y sanguinario que incluso el fraile monovero hubo de esconderse por temor a perder su cabeza. El feroz canónigo madrileño exasperó todavía más los encrespados ánimos de los amotinados españoles, alimentando con calumnias las ansias de venganza de muchos contra indefensas familias, algunas ni siquiera de nacionalidad francesa, hasta que acabaron cometiéndose los más execrables crímenes. El punto culminante de esta espiral de violencia se alcanzó en la noche del 5 de junio, cuando fueron asesinados doscientos franceses. Pero antes y

después de esta fecha fueron masacradas otras doscientas personas de origen galo y muchas otras valencianas, acusadas de afrancesadas, como el barón de Albalat. Aunque demasiado tarde, las autoridades valencianas reaccionaron al fin, arrestando a los criminales y recuperando la calma. Baltasar Calvo fue detenido y, después de ser trasladado a Mallorca mientras se apaciguaban los ánimos, fue devuelto a Valencia para ser ejecutado al garrote en la noche del 3 de julio, siendo su cadáver expuesto al público en la mañana siguiente. Además, la Junta Suprema ordenó el ahorcamiento de otros doscientos reos, acusados de la matanza de más de cuatrocientos franceses y muchos otros habitantes de la ciudad de Valencia. Afortunadamente, en tierras alicantinas no se produjeron hechos tan terribles como los acaecidos en Valencia. Aunque hay un historiador, el oriolano García Soriano, que asegura que, por aquellas fechas, en Villena también se cometieron desmanes parecidos a los valencianos, pero a menor escala. En concreto, escribe: «En Villena pereció su corregidor y algún dependiente suyo, hombres antes odiados». Pero en los archivos históricos de Villena no hay nada que confirme este hecho. Ciertamente en muchas poblaciones

Extranjeros y prisioneros

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ntre los extranjeros que vivían en tierras alicantinas al principio de la guerra de la Independencia, eran los franceses los más numerosos; siendo muchos más los residentes que los transeúntes. La mayoría se habían afincado con sus familias y se habían integrado en sus respectivos vecindarios. Aunque eran bastante menos que los franceses, también los irlandeses se habían integrado en la sociedad española. Favorecidos por una Real Cédula de 1680, que le otorgaban los mismos privilegios y prerrogativas que los españoles, los católicos irlandeses llevaban muchas generaciones viviendo en nuestras ciudades y pueblos, sirviendo incluso algunos de ellos en las milicias que luchaban contra los ejércitos napoleónicos (ocho figuraban en las listas de las milicias de la ciudad de Alicante). Pero en enero de 1810, bien entrada la guerra, el número de extranjeros descendió. Con intención de controlarlos, las autoridades alicantinas, en colaboración con los consulados, hizo una lista en aquellas fechas. En total había en Alicante treinta extranjeros, además de los cónsules de Suecia, Inglaterra, Austria, Estados Unidos, Portugal y Holanda.

Prisioneros Después de los motines que causaron las terribles matanzas en Valencia, la Junta Suprema decidió sacar a los treinta genoveses que estaban presos en la ciudadela, para preservar su seguridad. Embarcados en tres faluchos el 10 de junio de 1808, fueron trasladados a Alicante, donde fueron encerrados en el torreón de San Antonio, situado en la parte alta de la actual Rambla de Méndez Núñez.

El 5 de julio de aquel mismo año, cinco sicilianos que se habían trasladado a Orihuela, regresaron a Alicante porque el gobernador oriolano no les admitió. Fue entonces el gobernador alicantino, José de Betegón, quien los detuvo por sospechosos, enviándolos a Tabarca. En la isla permanecieron tres días, tiempo que tardó el cónsul siciliano, Ignacio Barela, en convencer a Betegón de que eran simples caldereros que habían ido a Orihuela con intención de establecerse allí, con pasaporte firmado por el propio Betegón. Regresaron a Alicante y fueron puestos en libertad, pero tuvieron el triste privilegio de haber inaugurado Tabarca como isla-prisión. Como ya sabemos, a finales de junio de 1810 la saturación de presos era absoluta en Tabarca, pues ascendían a doscientos individuos. Para resolver en parte el problema de espacio, muchos de aquellos prisioneros extranjeros fueron llevados a Alicante, para trabajar en las obras de fortificación. Sin embargo, los presos no dejaban de llegar. El 7 de julio, Antonio Lanzarote, gobernador de la isla, se negó a recibir los prisioneros que pretendían llevar allí desde el caserío de Santa Pola, hasta que no estuvieran terminados los barracones que se estaban habilitando. Mientras, aquellos presos permanecieron en el castillo de Santa Pola. Presionado por Lanzarote, el gobernador Iriarte ideó otra forma de reducir el número de presos en Tabarca: obtendrían la libertad aquellos prisioneros extranjeros (no franceses) que decidieran servir en el ejército inglés. El 11 de julio de 1810, Iriarte recibió una lista de 38 presos de Tabarca que estaban dispuestos a ingresar en el ejército aliado (4 eran italianos, y el resto alemanes, polacos y flamencos).


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M. LORENZO

Por esas mismas fechas, se abrió expediente para embargar las pertenencias de todos los franceses de Elche. Un expediente formado por más de doscientas páginas. En Aspe, se subastaron el 3 de octubre los bienes embargados a la empresa Juan Antonio Bonafont y Cía., cuyo propietario era de origen francés. El expediente contra esta empresa duró hasta el 19 de mayo de 1810. Y es que la confiscación de bienes franceses se alargó durante unos años. En 1809, por ejemplo, se abrieron tres expedientes de este tipo en Elche contra la misma persona: José Saciart.

Secuestro del correo En junio de 1808 se ordenó al administrador de correos de Elche que requisara las cartas que, procedentes de Madrid, fueran dirigidas a los franceses que vivían en la villa ilicitana. Lo mismo sucedió en Alicante, donde se registraron los papeles privados de los franceses detenidos, incluido el cónsul galo, preso en el castillo, «a quien un vecino llamado Manuel Calpena sorprendió una carta que se elevó a la Superioridad por exigirlo así su contenido», según el cronista Viravens.

Saturación en las cárceles

han desaparecido abundantes documentos de aquella época, en muchos casos por culpa de los incendios o los saqueos sufridos durante y después de la guerra de la Independencia (v. gr.: Castalla, cuyos archivos se perdieron durante la guerra civil, al incendiarse la iglesia), en otros porque al parecer fueron vendidos a particulares (v.gr.: Benidorm), y en otros porque desaparecieron al tratar en ellos asuntos que quizás avergonzaban a influyentes personalidades o familias locales, sobretodo tras la ocupación francesa. En este caso en concreto, verdaderamente hay un hecho significativo que apunta a que lo escrito por García Soriano puede ser verídico: mientras que en las actas del ayuntamiento villenense anteriores a mayo de 1808, la firma del corregidor corresponde a un tal José Puig, en la del 6 de junio quien firma con este cargo es José Mezgelina, siendo la mayoría de los demás regidores los mismos.

Confiscación de bienes Mientras las calles valencianas amanecían aquel 6 de

junio de 1808 manchadas de sangre, la Junta Suprema del Reino de Valencia publicaba un bando en el que ordenaba la confiscación de bienes de los franceses. Un bando que se hizo llegar a todas las poblaciones de la provincia, aunque lo que ordenaba ya estaba ejecutándose en la mayoría de ellas. Así, con esta misma fecha, se abrió en Orihuela un expediente para la confiscación y venta de todos los bienes de franceses y súbditos de países ocupados por éstos, residentes en Callosa de Segura. Dicho expediente se cerró el 24 de enero de 1811 y consta de ciento diez hojas de distintos tamaños. Entre los expedientados había un Pedro Maisonnave, con terrenos en Callosa pero residente en Alicante, y que sería el abuelo del primer alcalde democrático de la capital alicantina. Cuatro días más tarde (10 de junio de 1808), el pregonero ilicitano publicaba en los lugares acostumbrados el bando en el que se ponía en conocimiento del público que toda persona que retuviera en su poder o supiera la situación de bienes, libros y efectos pertenecientes a los franceses, habría de informar a la Junta, bajo la pena de confiscación de sus propios bienes.

Acta de la sesión del 6 de junio de 1808 del Ayuntamiento de Villena. (Archivo Municipal de Villena)

El 10 de junio de 1808 ingresaron en la alicantina Casa de Misericordia tres franceses que fueron enviados hasta allí desde Altea, y pocos días después otro procedente de Torrevieja, que se unieron a los 57 que ya estaban recluidos en dicho edificio. En días posteriores el número de presos galos en Alicante fue en aumento, hasta alcanzar un total de 73 en la Casa de Misericordia, más otros, considerados peligrosos, que se hallaban encerrados en la cárcel, y el cónsul francés, aislado de sus compatriotas en los calabozos del castillo. Ante la saturación que había en la Casa de Misericordia, el 3 de julio la Junta de Gobierno alicantina acordó el traslado de los prisioneros franceses a la Casa de la Asegurada, donde gozaron de mayores comodidades, pudiendo salir a pasear libremente, visitando a sus familias o recibiendo a sus esposas e hijas, que les llevaban alimentos. Tanta tolerancia provocó la protesta de los vecinos más intransigentes, que obligaron a la Junta a adoptar, el 16 de agosto, medidas más restrictivas. Entretanto, el gobernador alicantino, José Betegón, se negaba a recibir más prisioneros franceses provenientes de otros distritos, por encontrarse las cárceles repletas. En junio rechazó a los 54 franceses que pretendía enviar a Alicante el gobernador de Orihuela, y en julio a los cinco que querían mandar desde Elche. Esta saturación en las cárceles y el coste que suponía mantener a tanto preso, favoreció que las autoridades alicantinas se sintieran proclives a la benevoVIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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lencia. Después de consultar con la Junta Suprema, que dictó un decreto favorable el 20 de agosto, el gobernador Betegón puso en libertad seis días después a la mayoría de los franceses. Esto originó el amotinamiento de los alicantinos más exaltados, que obligaron a rectificar al gobernador, quien ordenó volver a detener y encerrar a los recién liberados. La Junta Suprema aprobó la decisión de Betegón, pero reprochando la actitud de los alicantinos y anunciando el próximo destierro de los franceses. Hecho que empezó a producirse el 4 de setiembre. Muchos de los galos exiliados que embarcaron en el puerto alicantino volvieron a Francia o fueron a Gibraltar. La mayoría de ellos no eran residentes en Alicante, sino que estaban aquí ocasionalmente.

Elche a principios del siglo XIX. (Dibujo correspondiente a la Historia de la Provincia de Alicante)

El triste destierro de Juan Lahora Juan Lahora acabó exiliándose, a su pesar. Comerciante de origen francés, vivía junto a su familia completamente integrado en la sociedad alicantina, hasta el extremo de haber sido elegido síndico personero en ese mismo año de 1808. Pero fue detenido y recluido, primero en la Casa de Misericordia y luego en la Casa de la Asegurada, y sus bienes fueron confiscados. Tras varios juicios, Lahora consiguió a finales de setiembre que la Junta Suprema ordenara su liberación. Las autoridades alicantinas acataron esta orden, pero no le devolvieron su cargo de síndico. No obstante, esperó pacientemente a que la situación se normalizara, que acabara la guerra y poder luego recuperar su vida en Alicante. Pero los meses pasaron y la situación fue complicándose tanto como su salud. En enero de 1810, Juan Lahora, triste y enfermo, pidió y obtuvo pasaporte para exiliarse en Argel.

Cobro de deudas Pasados los primeros meses desde el estallido de la guerra, el odio popular hacia las personas nacidas en Francia o con apellidos franceses fue remitiendo en la mayoría de las poblaciones. Muchos de ellos recuperaron sus ocupaciones habituales e incluso hubo quienes prestaron sus servicios en las milicias. En Alicante continuaban viviendo en 1809 algo más de un centenar de franceses (17 nacidos en Francia y 90 hijos de franceses), casi todos repartidos en veintiséis familias: los Dié, Terezarriu, Berges, Casous, Lafon, Pilot, Lausac, Maisonnave… Sin embargo, en algunos lugares continuaron las persecuciones y las manifestaciones de odio hacia los franceses. Un ejemplo lo encontramos en Polop, don-

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Tras el estallido de la guerra hubo revueltas populares y para acabar con ellas las autoridades ordenaron instalar horcas y garrotes

de un vecino envió un anónimo a la Junta Central en el que exigía «que se hagan salir de España a los franceses que hay muchos en esta ciudad, y no les dicen nada, porque han estafado, y estafan, y yo también haría salir a los hijos de éstos, mujeres, y criados, que casi son peores que sus padres, maridos y amos». Tal vez en respuesta a exigencias como esta, el 3 de abril de 1809 firmó una orden el capitán general José Caro, que remitió a las gobernaciones, y en la que requería relaciones de franceses residentes en cada uno de los municipios, quejándose de que aún los hubiera debido a la desobediencia de las autoridades locales que incumplían las órdenes relativas a la expulsión de todos los franceses. Confiscados los bienes de los franceses, las autoridades procedieron además al cobro de las deudas que se les debían a éstos. El 8 de julio de 1809 se abrieron diligencias en Orihuela para proceder al cobro de los 66 pesos, 6 sueldos y 10 dineros que Vicente Sánchez debía al sastre de origen francés Juan Puanicot, a quien ya se le habían embargado los bienes. Aquel mismo día, por comisión del Tribunal de Represalias del Reino, el gobernador oriolano envió oficio al comandante de las fuerzas españolas en San Felipe Neri (Játiva), donde se hallaba prestando servicio el deudor, para que le instara al pago, bajo amenaza de secuestro de bienes. Así lo hizo el brigadier Juan de Piña dos días más tarde, a lo que respondió Sánchez negando la deuda. En mayo de 1810, el justicia de Callosa de Segura, Benito Diegues, remitió oficio al gobernador oriolano con las deudas que diez callosinos debían a varios franceses: Jaime Mauxin y Juan Lasala, del propio Callosa; Pedro Maisonnave, de Alicante; y Antonio Escoubet y algunos más, de Orihuela.

Prisión en Tabarca o destierro Algunos franceses optaron por huir. El 4 de agosto de 1809, el alcalde de Almoradí, José Santacruz, envió oficio al gobernador de Orihuela solicitándole que diera las órdenes oportunas para la captura del francés Francisco Baguez, fugado de dicha villa. Pero fueron muy pocos los que, como Baguez, lo intentaron, y aún menos los que lo consiguieron. La mayoría fueron apresados o desterrados. El 5 de diciembre de 1809 el gobernador de Orihuela, Pedro Mayonza, comunicaba al de Alicante que 27 franceses que no querían regresar a su país, debían salir de la ciudad oriolana porque se temía por su vida. Cayetano Iriarte, gobernador alicantino, aceptó el envío de estos franceses a la isla de San Pablo.

La isla de San Pablo, Plana o Nueva Tabarca se convirtió por entonces en una cárcel, a la que fueron destinados muchos prisioneros de guerra, ya fueran militares o paisanos. A mediados de 1810 eran ya tantos los confinados, que también en la isla empezaron los problemas de espacio. El 24 de abril eran unos ochenta los reos. Y el 25 de junio desembarcaron más, sobrepasando en total los doscientos. Para resolver en parte el grave problema que supuso tener allí a tantos presos, muchos de ellos fueron devueltos a Alicante para que trabajasen en las obras de fortificación de la ciudad. Aun así, el 1 de setiembre arribaron 66 prisioneros franceses más. Mientras tanto, otras personas de nacionalidad u origen francés optaban por el destierro. Como las dieciséis que partieron en dos jabeques del puerto de Torrevieja a finales de 1809 y que arribaron a Orán el 1 de enero de 1810. A pesar de todas las represalias, destierros y encarcelamientos, en junio de 1813 continuaban residiendo en Alicante doce franceses; ochenta y seis menos de los que vivían en 1807.

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Revueltas y motines En los primeros días tras el estallido de la guerra se produjeron revueltas y motines en muchos lugares de España. Algunos tan sangrientos como los ocurridos en la ciudad de Valencia. También aquí, en tierras alicantinas, se amotinó parte de la población. Conocemos ya algunos casos (en Orihuela, para forzar al gobernador y al ayuntamiento a apoyar la rebelión; en Alicante, cuando se quiso liberar a los franceses presos), en los que por suerte la violencia no fue tan feroz como en Valencia, salvo en Villena, donde al parecer fueron muertos el corregidor y varios de sus ayudantes. Los motines populares no eran ciertamente una novedad, puesto que en los años anteriores se habían producido varias revueltas a causa de las subidas de los precios, pero ahora, desde la rebelión contra Napoleón, se alimentaban de un patriotismo a veces exacerbado y por motivos insignificantes. El 1 de junio de 1808, por ejemplo, una muchedumbre concentrada frente al ayuntamiento de Alicante, obligó a las autoridades a violar la correspondencia que portaba Tomás Valero desde Valencia a Murcia (dirigida por la Junta Suprema al obispo murciano). Un grupo de paisanos interceptó a Valero a su paso por la ciudad y lo llevaron ante la Junta de Gobierno, la cual se vio obligada, para calmar a los amotinados, a leer públicamente aquella correspondencia. El documento en cuestión informaba de que la ciudad de Valencia había sufrido el asedio de las tropas del general francés Moncey, pero que éste había ordenado la retirada al comprobar la dura resistencia de los valencianos. Conocido esto, se calmaron los ánimos de los alicantinos amotinados. Pero once días más tarde, el 12 de junio, una multi-

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Espías de exaltados alicantinos volvió a forzar una deci> tud sión del gobernador Betegón, exigiendo, y logrando, que se nombrasen miembros de la Junta al presbítero de San Nicolás, José Maluenda, y al conventual de Nuestra Señora del Carmen, fray Miguel Verdeguer.

Horca y garrote Preocupados por las constantes revueltas populares y buscando mantener el orden y preservar su autoridad, los gobernadores crearon «juntas de tranquilidad pública», constituidas por «vecinos honrados» con la misión de reprimir los disturbios, hacer cumplir los bandos, formar rondas y obligar a separar los corrillos de más de diez personas. Para conseguir estos fines, la Junta Suprema ordenó la instalación, en las cabezas de partido, de horcas y tabladillos para los condenados a morir en garrote vil. En Alicante, estos patíbulos se colocaron en el Portal de Elche. Al parecer fueron usados con cierta frecuencia contra los alborotadores, hasta que el 18 de agosto de 1809 se ordenó fueran desmontados, tras la supresión de las juntas de gobierno y la de tranquilidad pública. Pero los motines populares siguieron produciéndose en los años que duró la guerra, si bien de forma más esporádica. Lo que motivó la publicación de bandos como el que se fijó en las calles de Alcoy el 25 de abril de 1810, prohibiendo albergar a forasteros o salir de la villa a cualquier hombre sin la autorización previa del gobernador, bajo la pena de confiscación de bienes, así como el caminar en grupos de tres o más personas, advirtiendo que serían fusilados todos aquellos que fomentaran alguna intriga, motín o alboroto. Y es que, según se acercaban las tropas francesas a tierras alicantinas, crecía el temor de las autoridades a los considerados traidores: espías y afrancesados.

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Sospechosos En los primeros y tumultuosos días de la guerra de la Independencia, cuando los motines populares eran casi diarios, el entusiasmo patriótico de los más exaltados los llevó a exigir a las autoridades locales la depuración de cualquier persona considerada sospechosa de traición, muchas veces sin reparar en las terribles consecuencias ni en el daño que podía causarse a inocentes. Cualquier rumor, por insignificante que fuera, podía convertirse en el detonante que diera lugar a episodios violentos. El 31 de mayo de 1808, un grupo de jóvenes armados detuvo al marqués de Algorfa en una casa de campo de la partida ilicitana de Valverde. Lo llevaron ante la junta de gobierno de Elche porque su actitud se les antojaba sospechosa y porque la casa donde estaba era propiedad del también marqués de Arneva, encerrado en la cárcel de Orihuela bajo la acusación de simpatizar con Napoleón, de afrancesado. La junta de Elche elevó consulta a la Suprema de Valencia, la cual contestó el 12 de junio ordenando que no se molestara al marqués de Algorfa, por ser fiel y leal a la patria y al rey Fernando VII. Las autoridades ilicitanas lo liberaron, justificando al mismo tiempo la manera de actuar de los mozos que lo habían detenido. Algo que acabaría volviéndose contra las propias autoridades.

Los arrestos de Roselt y del marqués de Rioflorido El 3 de junio de 1808 fue un día muy agitado en Alicante. Por exigencias de la Junta Suprema de Valencia, el gobernador Betegón ordenó publicar un bando en los puntos más céntricos de la ciudad, en el que se

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urante la guerra de la Independencia abundaban en las poblaciones españolas no ocupadas por el ejército imperial los rumores acerca de la existencia de espías franceses o al servicio de Francia, aunque rara vez se confirmaban. Así, el 13 de julio de 1808, se propaló en Orihuela el rumor de que varios espías franceses habían entrado clandestinamente en la ciudad para examinarla e informar luego a los invasores. Tan misteriosos espías no pudieron ser apresados, según se cuenta, porque «cuando el pueblo pudo percatarse de su presencia e intenciones, ya se habían ocultado o habían huido precipitadamente». Año y medio más tarde, el secretario de la Junta de Seguridad de Valencia envió un oficio con fecha 5 de enero de 1810 a todos los ayuntamientos avisando «de que vagan por este Reyno y su capital varios emisarios franceses con proclamas y otros papeles para infundir la desconfianza y seducir a la desilusión a estos habitantes». Y el 20 de abril de 1811, en Villena se recibió la orden de la Junta Superior de Murcia «dirigida a evitar los espías que despacha el Gobierno Francés». Como, además, a la sazón se estaban constituyendo las Cortes en la isla gaditana de León, en esta misma orden se prohibía «que nadie embarque para la Isla o para Cádiz sin los requisitos que se expresa».

Haberlos, los había Pero sí que debían de existir estos temidos y perseguidos espías franceses. Mientras Valencia estuvo ocupada por el ejército napoleónico, el «Diario de Valencia» fue editado bajo el control de las autoridades francesas, y en él se publicaron colaboraciones anónimas procedentes de Alicante y otras poblaciones del sur de la provincia. Además, en el verano de aquel mismo año (concretamente en la noche del 20 al 21 de julio de 1812), en vísperas de la primera batalla de Castalla, se hizo creer a los alicantinos que habían embarcado varios batallones aliados (cuando en realidad solo lo había hecho uno) en los navíos ingleses fondeados en el puerto y que zarparon luego simulando ir rumbo a Cullera, para atacar la retaguardia francesa. Esta estratagema evidencia que las autoridades españolas sabían que había, o creían que había, espías enemigos en la ciudad. De hecho, hay relaciones con nombres y apellidos de espías al servicio del gobierno de José Bonaparte, buscados por las autoridades españolas. Por ejemplo, la que acompañaba a la carta de la Junta Suprema de Valencia, de fecha 8 de febrero de 1810, que envió al ayuntamiento de Jijona. En ella se indicaban los nombres, apodos y datos físicos de los «espías pagados por los franceses: Ignacio Porquet, de edad de 33 años, moreno, su estatura sobre 6 pulgadas. Borrella del Arrabal, su estatura no llega a los 5 pies. Sebastián de García y su hijo también llamado Sebastián alias Misas. El Pinocho, bajo, colorado (…) de 30 años. Joaquín: Cortante de la tabla del tocino de la Plaza del Pilar, y su compañero Manuel, también cortante (alias Sardineta)». Por cierto que, gracias a estos datos, sabemos que los jijonencos de hace dos siglos eran más bien bajitos, entre 1’40 y 1’60 metros de altura, considerando que la pulga equivalía a 23’2 milímetros y el pie a 0’278 metros. Como es lógico, también había espías que servían a la causa de la Independencia en las poblaciones ocupadas por los franceses. Lo demuestra el hecho de que el general José O’Donnell, preparando la mencionada primera batalla de Castalla, redactara el 18 de julio de 1812 unas instrucciones reservadas para sus generales y jefes, en cuyo artículo 5º decía: «es de la mayor importancia (…) tener buenas noticias de espías, o confidentes bien pagados».

El entusiasmo patriótico de los más exaltados les llevó a sospechar de gente inocente

declaraban traidores al rey y a la patria a todos aquellos que en sus discursos, acciones o escritos defendieran a los enemigos. El motivo era que las autoridades de Albacete habían interceptado la correspondencia que, ciudadanos anónimos de Alicante que simpatizaban con el gobierno francés, habían enviado a Madrid. Aquel bando excitó los ánimos de los patriotas alicantinos, que se dedicaron durante el resto del día a buscar a los traidores. Ya de noche, una patrulla encargada de la vigilancia, irrumpió en la casa de Augusto Roselt por considerársele sospechoso de traición. Fue detenido y llevado ante las autoridades, las cuales al parecer no tenían muy claras las acusaciones que se le hacían. Pero a la una de la madrugada varios patriotas armados exigieron, y consiguieron, que fuera encarcelado. Poco después fue Francisco María Viudes y Malta de Vera, marqués de Rioflorido, el objetivo de aquella paranoia patriótica. Pidió permiso a la junta de gobierno para marchar a Almansa, donde decía estar dispuesto a servir como voluntario en las milicias, pero los más recelosos sospecharon que su verdadera intención era ir a Madrid, para unirse al gobierno francés. Enseguida se formó un tumulto (en su mayoría, vecinos del barrio de San Antón) alrededor de la casa del marqués, situada junto a la iglesia de Santa María, para impedir que éste saliera de Alicante. Para evitar males mayores, el gobernador Betegón ordenó que el marqués quedara retenido en su propia casa, vigilada por paisanos armados. Los ánimos de los amotinados se aquietaron, pero no del todo, ya que dirigieron entonces sus iras contra otro sospechoso: Vicente Savila, cabo de la falúa sanitaria del puerto, por ser acompañante habitual del marqués de Rioflorido. Betegón accedió a las exigencias de la muchedumbre y ordenó el arresto de Savila y de uno de sus hijos, acabándose con ello aquel motín popular. Pocos días después, la Junta Suprema ordenó la liberación del marqués de Rioflorido. Inmediatamente, salió éste hacia Almansa, donde se unió a la división de voluntarios que se enfrentaba cerca de allí al ejército francés.

Asalto a la oficina de correos y acusaciones contra Spering y Betegón El 13 de junio de 1808 fue otro día agitado en Alicante por culpa de las sospechas y los motines populares. Con intención de descubrir a los traidores a la patria que se decía vivían en Alicante, Betegón nombró una comisión de tres miembros de la Junta, para que se presentaran en la estafeta de correos (en la calle de Labradores) cada vez que llegara la correspondencia de Madrid, con la misión de inspeccionar la «Gaceta» y las cartas sospechosas procedentes de Francia y de la capital. Mientras así lo hacían aquel día, varios vecinos se apercibieron de ello y enseguida se formó un grupo numeroso de patriotas que pidieron a gritos que se quemara la «Gaceta», periódico madrileño editado por los invasores. Los comisionados de la junta aceptaron, pero lejos de calmarse, el grupo de exaltados fue creciendo hasta convertirse en una multitud que, agolpada en las puertas de la estafeta, exigió que se leyeran en voz alta las cartas sospechosas. Los miembros de la comisión dudaron, y tal vacilación sirvió para encrespar aún más los ánimos y los chillidos de los amotinados, que empezaron a dudar a su vez de la lealtad de aquéllos y a amenazar con asaltar la estafeta, para hacerse por la fuerza con las cartas. Hasta que uno de los miembros de la comisión, Juan Visconti, se subió al balcón de su casa, que estaba frente a la estafeta, y desde allí leyó una por una todas las cartas, que resultaron no ser subversivas, pues contenían buenas noticias para la causa de la Independencia, disolviéndose a continuación la muchedumbre. Pero aquel mismo día hubo otro motín popular en Alicante, que obligó a interrumpir la reunión de la junta de gobierno que se celebraba en el Ayunta-

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Frente a este edificio, un numeroso grupo de > miento. vecinos se dedicó a gritar pidiendo la destitución de

Ignacio Spering como vocal de la junta. Fray Ángel Verdeguer salió a calmar los ánimos, pero cuando regresaba a la sala consistorial sin conseguir su propósito, se coló tras él el comerciante Francisco Santo, manifestando que el pueblo quería la dimisión de Spering por considerarle sospechoso de traición. La junta suspendió su reunión sin llegar a un acuerdo y ante las constantes protestas de los amotinados. Ignacio Spering negó las acusaciones, que además resultaron infundadas, por lo que no se le cesó como vocal de la junta de gobierno.

En aquellas fechas la calumnia recorría las calles alicantinas con gran rapidez e impunidad, pasando de boca en boca entre los ciudadanos más recelosos o paranoicos. Y tan sólo cuatro días más tarde, el 17 de junio, el mismísimo gobernador José de Betegón hizo público un manifiesto en el que exponía su intención de abandonar el cargo, debido a las graves acusaciones que algunos detractores dirigían contra él, procurando que los ciudadanos desconfiaran de su espíritu patriótico. La Junta de Gobierno pidió a la Suprema de Valencia que no admitiese la dimisión de Betegón, quien efectivamente fue confirmado en el cargo de gobernador.

Fachada del Ayuntamiento de Villena. (Archivo Municipal de Villena)

Elche al borde de la tragedia Estas sospechas infundadas estuvieron a punto de provocar en aquellos días un sangriento enfrentamiento en Elche. El mismo día en que el gobernador de Alicante anunciaba su deseo de dimitir a causa de los rumores que le señalaban como sospechoso de traición, se extendía por Elche otro rumor que contenía la misma acusación. Esta vez los perjudicados eran un vecino del caserío de Santa Pola (a la sazón pedanía del municipio ilicitano) y siete de la propia villa de Elche. La junta de gobierno ilicitana hizo llamar al autor de aquellos rumores, un joven de 25 años llamado Juan Martí, hijo del cirujano del mismo nombre, quien efectivamente dijo que, según había oído hablar a los vecinos, el traidor que vivía en el caserío de Santa Pola se llamaba Francisco Molina de Borrega. De los siete sospechosos de Elche solo conocía el nombre de cuatro: el anterior primer alcalde Pascual Soler, Joaquín Román, José Brú Martínez y Francisco Antonio Agulló. El presidente de la junta nombró un juez, el que fuera alcalde mayor Francisco Sánchez, para el seguimiento de la causa, y ordenó que Juan Martí fuera retenido e incomunicado en una de las habitaciones del Ayuntamiento. Dos días después, un numeroso grupo de mozos se amotinaron y exigieron la liberación de Juan Martí. Para evitar un enfrentamiento violento, la junta aceptó poner en libertad al joven y, además, nombrar a otro juez, dando por bueno las acusaciones de Martí. Aquella misma mañana del 19 de junio, Juan Martí

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Se consideró afrancesado a todo el que colaboró de una u otra forma con el gobierno de José Bonaparte

denunció que uno de los acusados, Pascual Soler, tenía intención de irse de Elche. El vecindario se mostró receloso y la junta se opuso a la salida de Soler. Resultaba que a éste le habían llegado noticias de que el grupo de mozos que apoyaba a Martí, planeaba atacarle. Entonces Soler decidió defender su casa con un grupo de hombres armados, «para morir matando», según diría más tarde, y preparar su huida a Valencia, para comunicar a la Junta Suprema lo que estaba ocurriendo en Elche. Pero aquella misma tarde fue apresado mientras intentaba huir y fue llevado, en medio de una gran conmoción popular y un nutrido grupo de jóvenes que gritaban «ha de morir«, hasta la plaza Mayor. Los miembros de la junta de gobierno no sólo no se opusieron a que Soler fuera encerrado en la cárcel, sino que además entregaron las llaves de la misma a los amotinados. Estos eligieron a cuatro mozos para que vigilasen la cárcel, obligando a la junta a que les pagaran un salario. A continuación los amotinados encarcelaron al resto de los acusados y forzaron a la junta a que admitiera en sus sesiones a dos miembros más: Pedro Moliner y el propio Juan Martí. Temiendo por sus vidas, parientes de los encarcelados recurrieron a varios eclesiásticos, los cuales convencieron a la junta para que las llaves de la cárcel fueran confiadas al reverendo Jaime Muñoz. Entretanto, José Brú, que estaba enfermo al ser arrestado, empeoraba sensiblemente en el calabozo. Unos días más tarde, los familiares de los presos solicitaron la protección de las autoridades porque tenían noticias de que, aprovechando la confusión reinante, varios mozos planeaban asaltar sus casas para saquearlas. Por fin, las gestiones que realizaron los eclesiásticos y la junta parecieron surtir efecto: los ánimos se calmaron y el 24 de junio el reverendo Jaime Muñoz devolvió las llaves de la prisión a la junta, que había ordenado sustituir a los mozos que la vigilaban por soldados. Pero al cabo de nueve días volvieron a amotinarse los mismos jóvenes que apoyaron a Juan Martí. La razón era que, según se habían enterado, con la excusa del empeoramiento del estado de salud de Brú, los presos podían comunicarse con el exterior. Como vemos, estos motines populares no fueron hechos aislados. Para evitar estos desórdenes, la Junta Suprema de Valencia remitió una orden a todas las gobernaciones para que se constituyeran las ya mencionadas juntas locales de «tranquilidad pública». Por su parte, el 5 de julio, el presidente de la junta de gobierno de Elche propuso un plan para acabar con los motines de los jóvenes, que fue aprobada y puesta en práctica de inmediato: al mismo tiempo que se publicaba un bando en el que se ordenaba a los vecinos que despejaran las calles, fueron contratados con un jornal diario cien hombres con escopetas que, a las órdenes del comandante de armas, preservaron la tranquilidad pública. Se desconoce cómo terminó este triste episodio que a punto estuvo de sumir a Elche en una tragedia. Al parecer fueron capturados algunos de los amotinados, aunque se ignoran sus nombres. Una vez rehabilitado el ayuntamiento (tras la disolución de la junta de gobierno) Pascual Soler formó parte de él como primer alcalde.

Continúan las sospechas A pesar de que las autoridades consiguieron mantener el orden y los motines populares cada vez eran menos frecuentes, la persecución de sospechosos continuó produciéndose durante toda la guerra. El 16 de mayo de 1809, el ayuntamiento alicantino pidió a la Junta Central que destituyera del cargo de regidor a Rafael Morant, por considerarle afrancesado. Éste había sido elegido regidor de Alicante por la clase noble y, en 1807, fue nombrado secretario del Despacho Universal de la Hacienda de Indias, por lo que trasladó su residencia a Madrid, pero conservando su cargo en Alicante con sus correspondientes emolumentos. La acusación de afrancesado se fundamenta-

ba en las excelentes relaciones que, según se decía, mantenía con el gobierno de José Bonaparte. Sin embargo, la Junta Central resolvió a favor de Morant, aunque tarde (26 de octubre de 1810), al nombrarle secretario del Consejo de Regencia. Desde el cuartel general de Elche, se comunicó al gobernador de Orihuela, mediante oficio fechado el 24 de mayo de 1810, que se había detenido por espía a un hombre natural de Albatera, llamado Francisco Ramón Fernández, recabando más información sobre él, ya que se dudaba de su cordura. Días después se respondía a este oficio afirmando que, según vecinos albateranos que conocían al detenido, no era éste más que un demente inofensivo. El 16 de enero de 1812 Alicante sufrió un efímero asedio por parte del ejército francés. A pesar de que éste se alejó de la ciudad sin causar ni una víctima, la alegría no cundió entre los alicantinos. En parte, según denunciaría el general español Elío, porque intramuros parecían haber muchos afrancesados. Pero también porque no faltaron voces que acusaban al gobernador José Sanjuán de haber intentado entregar la ciudad, rindiéndose a los soldados de Napoleón. Sanjuán lo negó y, junto con el ayuntamiento, procuró averiguar, sin lograrlo, quiénes eran los autores de aquellos rumores, acusándolos, a su vez, de afrancesados que pretendían infundir la desconfianza hacia las autoridades y fomentar el desorden.

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Afrancesados En 1808, la mayoría de los intelectuales españoles estaban hondamente influenciados por los aires de libertad que recorrían Europa tras la revolución francesa de 1789. Este afrancesamiento intelectual llevó a muchos de ellos a la colaboración con los franceses, a los que saludaban como regeneradores de la política española (hasta entonces regida por una monarquía absolutista y gobiernos corruptos), quejándose al mismo tiempo de que el sector popular y la Iglesia se obstinaran en no aceptarlos, tachándolos de tiranos e impíos. Pero, más comúnmente, se consideró afrancesada a toda aquella persona que colaboraba de una u otra forma con el gobierno de José Bonaparte o las tropas imperiales. De manera que las diferencias ideológicas entre los partidarios del absolutismo y las ideas liberales pasaron a un segundo plano, ya que por encima de ellas quedaron dos posiciones contrapuestas: la de quienes aceptaban al gobierno de Bonaparte (afrancesados) y la de quienes se oponían, reclamando la independencia (patriotas).

Ciudades patrióticas, ciudades afrancesadas Aunque en las tierras alicantinas el enfrentamiento entre patriotas y afrancesados no alcanzó el nivel que hubo en otras partes de España, ciertamente había poblaciones en que el fervor patriótico era mucho mayor que en otras, por lo menos al comienzo de la guerra. En Alicante, por ejemplo, los afrancesados debían ocultarse por temor a las represalias, aunque a mediados de 1809 hacían cuanto podían colocando pasquines en las calles por las noches, según cuenta el cronista Viravens. Y mientras las autoridades alicantinas no conseguían identificar a los afrancesados, las jijonencas en cambio incautaban los bienes de un buen número de ellos, en su mayoría nobles, por considerarlos traidores. Así, en el acta capitular de 26 de mayo de 1809, se relacionan casi una treintena de nombres (entre otros los marqueses de Callero, de Casacalvo, de Vendaya, de San Adrián, de Palacios y de Monte-


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CRISTINA DE MIDDEL

Hermosos; los condes de Camo de Alange, de Cabarrús y de Montarlo; los duques de Frías y de Mahón) cuyos bienes fueron confiscados por haber «pactado con el enemigo« y ser «reos de alta traición». Denia y Alcoy sirven de ejemplo como ciudades donde los afrancesados no eran tan perseguidos. En ellas ni siquiera fueron detenidos los naturales de Francia. Y en Alcoy, además, la negligencia en el alistamiento de voluntarios para el ejército y la tardanza en formar las milicias, así como la morosidad en los donativos exigidos en los primeros meses de guerra, evidencian el elevado número de alcoyanos que simpatizaban con los franceses, si bien no se atrevían a mostrar abiertamente tales simpatías.

Abatimiento patriótico El fervor patriótico fue decayendo conforme la guerra se alargaba y los ejércitos franceses ocupaban la mayoría de las provincias españolas, acercándose a las tierras alicantinas. La rendición de Austria y la firma del Tratado de Viena (14 de octubre de 1809) permitió a Napoleón enviar grandes contingentes de tropas a España y conquistar rápidamente Andalucía. Y al principio del año siguiente este avance imperial repercutió en el ánimo de los patriotas y afrancesados alicantinos, pero obviamente de muy diferente manera. En enero de 1810, el marqués de Arneva, que había sido coronel del regimiento provincial de Alicante y Orihuela, y miembro de la junta de gobierno de esta última ciudad, se pasó al bando de los afrancesados. Ocupó la prefectura de Cuenca y nombrado gentilhombre de cámara de José Bonaparte. Y ya en 1812, cuando las tropas napoleónicas ocupaban casi todo el territorio alicantino, se envalentonaron los afrancesados y empezaron a flaquear los ánimos de los patriotas. En marzo de aquel año, José de Vallejo Alcedo, oidor de la Audiencia de Valencia que había venido comisionado a Alicante tres años antes para dirigir las obras de fortificación, regresó a la Valencia ocupada para aceptar el cargo de corregi-

dor que le había ofrecido el mariscal francés Suchet. Tres meses antes, el 9 de enero, Denia había sido tomada y Alicante sitiada (16 de enero). Un día después de este asedio, Ramón Alós, mariscal de campo y general del distrito de Gandía, informaba por escrito al general jefe español Nicolás Mahy de lo que había visto en los pueblos durante su retirada, especialmente en Denia y Alicante: «los hallé decididos a recibir a los enemigos, y todos ellos, según las noticias que iba adquiriendo, estaban llenos de desertores y dispersos de nuestro Ejército, abrigados por los vecinos y justicias». Que la moral tanto en el pueblo alicantino como en el ejército decreció notablemente pese a resistir el efímero asedio sufrido el 16 de enero de 1812, lo corrobora el informe que redactó el general español Elío al día siguiente, en el que se queja amargamente de que el pueblo hubiera preferido «la entrada de las tropas francesas a la existencia de las nuestras, de tal modo que estamos siendo testigos de los repiques de campanas y aparatos, con vítores y otras exterioridades que hacen para recibir a nuestros enemigos». ¿Y quiénes dieron esos vítores y repiques de campanas si no los afrancesados alicantinos? Y si esto sucedía en Alicante, donde los afrancesados eran pocos y se escondían, según los cronistas, ¿qué cabía esperar que ocurriese en ciudades como Alcoy y Denia, donde los simpatizantes de los franceses eran más numerosos y menos perseguidos? Alcoy, que ya había sido ocupada anteriormente por las tropas francesas, según relata el cronista Rogelio Sanchis éstas «no encontraron resistencia alguna para ocupar nuevamente nuestra villa, antes bien hubo vecinos que facilitaron su entrada». Y en Denia, una vez ocupada, los generales franceses redujeron la tropa allí acuartelada (unos ciento cincuenta), confiados en el apoyo que habían recibido tanto de la colonia francesa de la ciudad, como de los numerosos afrancesados. Franceses y afrancesados que huyeron de Denia cada vez que tenían noticias de que se acercaban los guerrilleros españoles. Así sucedió en noviembre de 1812

Casa Museo dels Abargues de Benisa. Esta familia mantuvo buenas relaciones con destacados representantes de la Ilustración valenciana y Joaquín Abargues Feliu fue diputado en las Cortes de Cádiz

El fervor patriótico fue decayendo conforme la guerra se alargaba y los ejércitos galos se acercaban a tierras alicantinas

y en abril de 1813, cuando los Chabás, Forrat y otros muchos se marcharon con sus familias ante el temor de que Denia fuera recuperada por los españoles. Si bien regresaron cada vez que pasaba el peligro.

Represalias Hasta que la reconquista española de Denia por fin se produjo, en octubre de 1813, tras un largo asedio. Entonces los afrancesados se vieron obligados, junto con los franceses, a contribuir económicamente al sustento de las tropas españolas. El alcalde, Ignacio Vives, repartió entre ellos el pago de cuatro mil duros que les fueron impuestos como contribución obligatoria. Bautista Ferrando hubo de pagar quinientos duros; mosén Pedro Torner y Miguel Lostalot, doscientos; Simón Boneon, cien… Al mes siguiente, éstos mismos y otros (el doctor Antonio Gavilá –había otro Antonio Gavilá, al que apodaban «el Español»–, Ambrosio Bordehore, Pedro Barberín…) fueron hechos prisioneros y llevados a Ondara, adonde condujeron también a los afrancesados de los pueblos cercanos. Y es que, como ocurre siempre, después de una guerra vienen las represalias por parte de los vencedores, llamadas eufemísticamente «depuraciones por responsabilidades políticas». En Alcoy comenzaron ya en 1813, cuando el prior del convento de San Agustín, fray Joaquín Cascant, fue acusado de deslealtad. Se le declaró inocente, obteniendo el «certificado de moralidad y patriotismo». Otros alcoyanos que también debieron solicitar este certificado fueron quienes habían formado parte de las juntas de gobierno el año anterior y bajo la ocupación francesa. En Denia, estas depuraciones y persecuciones contra los afrancesados se llevaron a cabo entre febrero y abril de 1814. Según cuenta mosén Palau en su diario, hubo muchas «enemistades por causa de las purificaciones, sumarias de testigos falsos«, en los primeros tres días de febrero. Pero el primer día de marzo, escribe: «(…) muchos pleitos para sacar en limpio quienes eran afrancesados y no condenaron a ninguno ni VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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que cosa era ser afrancesado». Es decir, que > seno sabía se condenó a nadie en Denia por afrancesado, tal

vez porque, de haberlo hecho, hubieran tenido que condenar a casi todos los dianenses. El 30 de mayo de 1814, sentado ya en su trono, Fernando VII promulgó un decreto expulsando de España a todos los afrancesados. La mayor parte de estos exiliados fueron nobles, como los citados en el acta capitular de Jijona de 26 de mayo de 1809. Otros afrancesados, como José de Vallejo, quien regresó a Valencia para ocupar el cargo de corregidor que le ofreciera Suchet, no se vieron obligados a exiliarse, aunque fueron depurados y apartados de cualquier puesto público. Pero, a semejanza de lo que ocurrió en Denia, en casi todos los pueblos alicantinos las represalias contra los afrancesados quedaron sin efecto. En algunos casos, como en Jijona, hasta se negó la ocupación francesa para evitar estas represalias.

La negación de Jijona El ayuntamiento de Jijona se reunió el 30 de junio de 1814 para tratar la solicitud de remisión de expedientes de purificación, que les hacía el secretario del Despacho de Gracia y Justicia, y que afectaban a los vecinos que habían ocupado cargos de responsabilidad (corregidor, alcalde, regidores) durante la ocupación francesa de la ciudad. Los reunidos acordaron contestar que no había lugar a ningún expediente de purificación, por no «haber estado esta ciudad ocupada por el enemigo, sino virtualmente». Con esto, el ayuntamiento quería decir que Jijona sólo había sufrido razzias, ocupaciones ocasionales francesas. Sin embargo, en el acta de 20 de agosto de 1812, el regidor Boronat había expuesto ampliamente los hechos acaecidos durante dicha ocupación. Una ocupación que debió producirse desde mediados de enero a mediados de agosto de 1812. En ningún sitio se han conservado las actas de cabildo redactadas durante la ocupación francesa. Seguramente fueron destruidas por los propios interesados tras la liberación española, para impedir futuras represalias. Pues bien, el acta anterior que se conserva en Jijona a aquella del 20 de agosto de 1812 es la correspondiente al 17 de enero del mismo año. Además, en su reunión del 2 de mayo de 1814, el pleno del ayuntamiento jijonenco había solicitado «indemnización por el dinero entregado a los franceses«. Si no hubo ocupación, ¿por qué reclamar este dinero? Más bien parece que a los ediles de Jijona les interesó negar la ocupación de la ciudad, para evitar represalias contra algunos vecinos y problemas con el gobierno absolutista. El desengaño que sufrió buena parte de los españoles tras el regreso de Fernando VII, el Deseado, con su traición a la Constitución y a las Cortes de Cádiz, y su regreso al régimen absolutista (lo que supuso un brutal retroceso para las libertades civiles), dio la razón a quienes prefirieron no fiarse de él y apoyar por el contrario al gobierno de José Bonaparte; a los llamados afrancesados, defensores de los ideales revolucionarios de libertad, igualdad y fraternidad.

7 Luchando lejos de casa Hasta que el ejército francés no invadió el territorio alicantino, en 1812, las compañías integradas por alicantinos lucharon en varios lugares, lejos de sus casas. El 4 de junio de 1808 salió de Madrid y en dirección

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Grabado de Denia. (Semanario Pintoresco. 1848)

Hasta que en 1812 no se produjo la invasión de estas tierras, las compañías de alicantinos lucharon en otras partes de España

a Valencia el general francés Moncey al frente de un ejército de ocho mil infantes, cerca de mil jinetes y veinticinco cañones. Para frenar su avance, la Junta Suprema de Valencia movilizó al ejército y a todos los milicianos, concentrando un buen número de éstos en Almansa. Hacia esta ciudad manchega acudieron muchos de los alicantinos recién alistados, como el marqués de Rioflorido, nada más ser liberado tras ser acusado de afrancesado. Por proximidad, partieron sobretodo de las gobernaciones de Alcoy, Jijona y Alicante. En un principio, hasta el ayuntamiento en pleno de Jijona marchó hacia Almansa. Desde Elche, a lo largo de aquel mes de junio, se desplazaron cinco divisiones. Mientras que desde Ibi, pese a que «no se había excusado ningún vecino« en el reclutamiento, no llegó a partir ninguno, ya que su preparación debió ser demasiado lenta. La junta ibense certificó el 2 de julio que los mozos «permanecen aún en este pueblo pues estando ya prontos para marchar con dirección al puerto de Almansa se recibió orden de la suspensión de la salida hasta nuevo aviso». Esta orden de suspensión de la salida que se recibió en Ibi, se debió a que el ejército el general Money, tras librar el 20 de junio varias escaramuzas con las milicias españolas en el río Cabriel y en Cabrillas, entró en Buñol. El día 25 Moncey se aproximó a Valencia, cercándola e instando a las autoridades defensoras a la rendición. Los valencianos resistieron tras los muros de su ciudad y Moncey acabó por levantar el asedio y regresar a Madrid.

Primera víctima jijonenca y milicias reacias Napoleón dirigió personalmente el contraataque francés a finales de 1808, avanzando su ejército por toda la península. Como consecuencia de ello, los alicantinos se vieron obligados a salir de sus ciudades y pueblos para intentar frenar a los soldados de la «Grand Armée». En noviembre de aquel año se produjo un enfrentamiento entre españoles y franceses junto al río Júcar. En el combate murió el primer jijonenco. Pocos días más tarde, el 12 de ese mismo mes, las autoridades jijonencas acordaron dar a la madre del joven caído, la viuda Rosa Navarro, dos reales de vellón diarios; pero, «enterados de que no hay fondos para continuar dicho pago, se sobreseyese en ejecutarlo el primer día del año nuevo». Es decir, el pago de la indemnización a esta viuda, madre del primer jijonenco muerto en la guerra, se retrasó porque no había fondos; aunque sí que se aprobó, en aquella misma reunión, echar mano del milagroso «donativo voluntario« del francés Esteban Filiol para pagar el retrato de Fernando VII. Ante el avance francés, a finales de diciembre de 1809, José Caro, capitán general de Valencia, ordenó que las milicias y guerrillas de muchas gobernaciones se presentaran en San Felipe Neri (Játiva). Hacia allá marcharon de inmediato la mayoría de las compañías movilizadas, como la que partió, esta vez sí, desde Ibi, o las dos que fueron desde Elche.

En Alcoy, por el contrario, el ayuntamiento se mostró remiso a que sus milicias y guerrillas abandonaran la ciudad, demorando la entrega de los víveres precisos; si bien salieron por fin el 29 de diciembre. Algo parecido ocurrió en Jijona, aunque la tardanza aquí fue aún mayor. En su reunión del 25 de diciembre, el ayuntamiento jijonenco se negó a que sus milicias partieran hacia Játiva, aludiendo que Jijona se quedaría indefensa, abandonada de autoridades y regalistas (necesarios para el abastecimiento de la población). Veintiún días más tarde el capitán general Caro aceptó por escrito que excluyeran de su orden anterior a las autoridades y regalistas jijonencos. No obstante, entretanto el ayuntamiento de Jijona cedió en parte, mandando el 5 de enero de 1810 a ochenta milicianos a Játiva; y cuatro días después, tras conocerse la toma de Albacete por los franceses, salió hacia Játiva el resto de la milicia jijonenca, aunque sólo la tropa.

En Aragón Muchos alicantinos lucharon contra los franceses en el valle del Ebro, por tierras aragonesas. Uno de los que allí se distinguió fue el mariscal José Carratalá, natural de Alicante. El llamado Ejercito de Cabrillas (al mando de un mariscal de campo que, curiosamente, tenía apellido francés: Felipe Saint-March), estaba formado por un buen número de alicantinos. Este ejército marchó a Aragón para ayudar a Palafox, participando en la sangrienta batalla de Tudela, el 23 de noviembre de 1808. En esta batalla intervinieron el regimiento de voluntarios de Alicante (de 770 hombres, al mando del coronel Antonio Camps) y el de caballería de Olivenza, del que formaba parte el futuro guerrillero ibense José Nomdedéu. Dos años más tarde (marzo 1810), soldados y milicianos alicantinos volvieron a defender tierras aragonesas contra el ejército imperial, tras la retirada de éste de Valencia.

En Valencia Pero antes, muchos de estos alicantinos contribuyeron en la huida de los franceses de Valencia. Desde su cuartel general en Catarroja (a ocho kilómetros de Valencia), el mariscal francés Suchet dirigió a su ejército con intención de conquistar la capital del reino y de la provincia. Empezó el ataque el 5 de marzo de 1810, pero los valencianos resistieron también este segundo asedio, gracias en gran medida a los numerosos milicianos y guerrilleros hasta allí desplazados desde las poblaciones alicantinas (Alcoy, Ibi, Elche; sólo de esta última ciudad fueron algo más de 900 hombres), para hostigar a la retaguardia enemiga. Suchet ordenó al día siguiente a su ejército abandonar Valencia y replegarse hacia Aragón. Por proximidad, fueron sobre todo milicianos y guerrilleros alcoyanos los que apoyaron el punto clave de San Felipe Neri (Játiva) durante los años 1810 y 1811. También en el verano de 1810 fueron más de un


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Alistamientos centenar de guerrilleros alcoyanos los que (relevándose cada mes) contribuyeron a la defensa de la ciudad de Castellón.

8 Milicias A instancias de la Junta Suprema, una de las primeras medidas que aprobaron las juntas de gobierno locales (además del alistamiento de mozos para el ejército y sin que interfiriera en ella), fue la creación de milicias urbanas, con la misión de defender sus respectivas poblaciones del enemigo y de los bandidos que frecuentaban los caminos. La oficialidad de esta milicia estaría integrada por la nobleza local y la burguesía acomodada. Pero no fueron pocos los obstáculos con que se encontraron las autoridades locales para conseguir que se formaran estas milicias. En Orihuela, el 29 de mayo de 1808 la junta de gobierno aprobó la creación del cuerpo de milicias, pero el considerable gasto económico que ello suponía obligó a abrir una suscripción popular voluntaria. Aun así, no se recaudó el dinero suficiente para constituir unas milicias pagadas. En Alicante se constituyeron en un principio diez compañías de milicias urbanas, a las que se unieron pocas semanas después dos más, organizada una por los frailes del convento de los franciscanos, y otra por los comerciantes. Pero también aquí los gastos que ocasionaba el mantenimiento de la milicia supusieron un obstáculo insalvable. La junta alicantina había acordado pagar a cada alistado cuatro reales diarios durante seis días a la semana, lo que equivalía al pago cada día de más de cinco mil reales. Para ayudar a la recaudación se creó un impuesto de cuarto por libra de carne, pero aun así los caudales recogidos eran insuficientes para cubrir los gastos. En las demás ciudades y pueblos alicantinos, las juntas locales se encontraron con el mismo problema económico para la creación de las milicias. En algunos, como en Elda, la junta ni siquiera lo intentó. Desde Orihuela se había dirigido a finales de junio una circular a todas las poblaciones de su goberna-

ción ordenando que se armasen los hombres aptos para luchar, ante la amenaza de la llegada de los franceses. La junta eldense respondió que las armas se hallaban inservibles y recordaba al gobernador que esperaban la remesa de fusiles que le habían pedido previamente. Éste contestó: «(…) disponga que las escopetas que estuviesen inservibles se habiliten (…) que los quinientos fusiles que V.S. pide, se tendrá presente, si del Astillero de Cartagena franquea los que se le tiene pedidos (…) se extiende el Alistamiento a todo género de armas, aunque sean chuzos, palas, hachas y cualesquiera otra». Los fusiles no llegaron, y esto tal vez explique por qué, tres años más tarde, entraron y salieron los franceses de Elda como si fuera el más afrancesado de los pueblos españoles. La solución fue dada por la propia Junta Suprema de Valencia, que en setiembre de aquel mismo año ordenó la creación de un cuerpo de vecinos armados por sí mismos, que sustituyera a la costosa milicia urbana, allá donde se hubiera logrado constituir.

Uno de los primeros acuerdos de las Juntas de Gobierno fue alistar en el ejército a todos los varones entre 16 y 40 años

Partidas de Vecinos Honrados Estas Partidas de Vecinos Honrados se constituyeron a partir de setiembre de 1808 en todos los municipios (pero agrupados en sus respectivas gobernaciones) y con la participación de las clases acomodadas, con el cometido de evitar los motines populares y enfrentarse, llegado el caso, al invasor. En Alicante se organizó un batallón de Vecinos Honrados formado por 300 vecinos de la ciudad más 200 de los pueblos de su partido (San Vicente del Raspeig, San Juan, Muchamiel, Busot, Agost, Villafranqueza y Monforte), todos ellos cabezas de familia, armados por sí mismos y sin cobrar retribución alguna. En noviembre, se creó un segundo batallón. También en setiembre se empezó a organizar un batallón de Vecinos Honrados en la gobernación de Alcoy, bajo el mando de José Merita, y otro en la de Orihuela, de cuyo alistamiento sólo se excluían a los jornaleros. Entre octubre y diciembre se formaron los dos batallones de la gobernación de Jijona, con 500 hombres cada uno. El primero se constituyó con las cinco compañías aportadas por cada municipio, en proporción al número de sus habitantes (Tibi aportó 40 hombres; Jijona, 130; Torremanzanas, 28; La Sarga, 2; Biar, 70; Salinas, 6; Benejama, 24; Ibi, 72; Onil, 54; Castalla, 72). La villa de Elche, donde ya se habían organizado en los primeros días de julio varias compañías de hombres armados con los mejores cazadores, aportó ella sola el segundo batallón.

Detalle del cuadro de Langlois sobre la primera batalla de Castalla y que se encuentra en el Ayuntamiento de esta ciudad

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iguiendo las instrucciones de la Junta Suprema de Valencia, uno de los primeros acuerdos que tomaron las juntas de gobierno locales fue el alistamiento para el ejército de todos los varones entre los 16 y los 40 años. Así, en Elche se publicó el manifiesto de alistamiento de vecinos con la edad requerida el 25 de mayo de 1808, fijándose un sueldo de seis reales de vellón diarios para los solteros y ocho a los casados; sueldo que se les pagaba desde el día siguiente al alistamiento y hasta que llegaran al punto de destino. En Alicante, donde en mayo de aquel año habían 2.411 militares (634 de las milicias de Ávila, 577 del regimiento de caballería de Olivenza y 1.200 del cuerpo de voluntarios), quedaban incluidos en el reclutamiento ordenado por la junta el 28 de mayo todos los solteros y los miembros del clero regular y secular capaces de tomar las armas. En Elda, siendo una población entonces de poco más de cuatro mil habitantes, se contribuyó con 144 mozos a aquella primera quinta de 33.002 hombres ordenada por la Junta Suprema en mayo de 1808. El alistamiento se realizó en Ibi el 20 de junio, incorporándose todos los varones de entre 16 y 40 años, solteros, viudos sin hijos y casados, resultando un total de 503 hombres (de los cuales, solteros sólo eran 204). Y es que en todas partes no se siguieron los mismos criterios en el alistamiento. Con fecha 17 de junio, el ayuntamiento jijonenco elevó una queja y consulta a la Junta Suprema porque, estando dispuestos a salir ya de Jijona los varones movilizados, incluidos los casados en edad de movilización, «se dice públicamente que, en Valencia y Alicante, no van más que los solteros». Una protesta que debió generalizarse y que no debió de resolver dichas diferencias, puesto que, al cabo de dos años, los casados parecían mostrarse reacios a movilizarse, según se desprende de un expediente incoado en Villena «contra los casados sin hijos que no se han presentado en el Cuartel General de Elche». Estos alistamientos forzosos y voluntarios continuaron a lo largo de toda la guerra. El segundo se produjo en julio de 1808, con un total de nueve mil hombres en toda la provincia. En enero de 1811 se ordenó «la leva de todos los vagos que hay en las poblaciones, y que no bajen de los 16 años sin exceder de los 40, y que sean aptos para el real servicio». Y, en el verano de este mismo año, las Cortes acordaron el reclutamiento de más soldados, ya que las milicias y guerrillas sólo estaban capacitadas para actuar en áreas restringidas y por tiempo limitado.

Partidas de Milicias Honradas A finales del año 1808 por fin comenzaron a organizarse las milicias urbanas, siguiendo las instrucciones y el reglamento indicados por la Junta Suprema del reino, y que sustituirían a las partidas de vecinos honrados. El 9 de diciembre de 1808 el ayuntamiento de Elche acordó formar un batallón de ocho compañías de sesenta hombres cada una, siete de infantería y una de caballería, a cuyo mando se nombró al coronel Jerónimo Martín Cortés. Al mes siguiente (enero 1809) ya estaba conformada la partida de milicias honradas de Elche. En Denia no hubo mucho entusiasmo en la creación de las milicias. A pesar de la escasa participación, el 11 de febrero de 1809 se constituyó una compañía de milicianos dianenses, que aumentaría posteriormente gracias a los voluntarios del resto de los pueblos de la gobernación. En suma, a principios de 1809 el total de milicianos VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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territorio alicantino superaba > en los doce mil seiscientos, distribuidos de la siguiente manera: gobernación de Orihuela, 4.525 hombres; de Alcoy, 2.449; de Denia, 2.370; de Alicante, 1.866; y de Jijona, 1.441.

Difíciles relaciones En algunos lugares las relaciones entre los ayuntamientos y los jefes de las milicias resultaron difíciles, acabando incluso en denuncias mutuas. El 27 de enero de 1809, las autoridades militares de Valencia notificaron al gobernador de Alcoy el nombramiento del capitán retirado Alberto Adell para el cargo de comandante de la partida de milicia honrada de esta gobernación. Al mismo tiempo, se acusaba al ayuntamiento alcoyano de negligencia en el alistamiento de voluntarios para la constitución de dicha milicia. Procedente de Valencia, Adell llegó a Alcoy con la orden de organizar de inmediato la partida de milicianos, con vecinos de todos los municipios de la gobernación. Lo consiguió el 11 de febrero. Pero las pésimas relaciones que mantuvo con los regidores alcoyanos dificultaron primero la organización de este cuerpo militar y su posterior mantenimiento. El celo reclutador de Adell y su actitud rigorista entorpeció sobremanera su labor, especialmente tras la creación de las partidas guerrilleras. Éstas contaban con una jerarquía menos rígida y enseguida obtuvieron las simpatías y preferencias de los alcoyanos. En Villena, las relaciones entre los regidores municipales y el comandante de las milicias, Blas María Pery, fueron aún más conflictivas, pero por motivos opuestos a los de Alcoy. El 18 de febrero de 1811 se presentaron ante el pleno del ayuntamiento varias quejas hechas por el regidor Jerónimo Menor contra el comandante Pery, debido a su «actuación indolente». El asunto se resolvió con el acuerdo de hacerle saber al interesado «esta queja generalizada para que cambie de actitud». Pero el comandante miliciano no debió de hacer caso de esta advertencia, más bien al contrario, ya que tan sólo dos días después, el ayuntamiento villenense volvió a reunirse, en cuya acta se lee: «Por la continua falta de interés mostrado por el Comandante de la Milicia Patriótica en la formación del Batallón y por las ofensas que ha hecho a este Ayuntamiento, se acuerda mandar informes de todo ello a la Junta Superior de Murcia, para que le den el castigo oportuno». Estos informes tardaron en surtir el efecto deseado por el ayuntamiento de Villena, pues no fue hasta el 21 de setiembre cuando se recibió el oficio en el que se ordenaba el cese de Blas María Pery en su cargo de comandante de milicias, sustituyéndolo por el hasta entonces segundo comandante. Terminando ya la guerra de la Independencia, en algunos lugares, como Jijona (junio 1813), se organizaron otras partidas armadas, las de Paisanos Honrados, ajenas al ejército, creadas para perseguir a los bandoleros. Y es que, conforme finalizaba la contienda, comenzaron a proliferar las cuadrillas de ladrones y salteadores de caminos, formadas en buena

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JUANI RUZ

Mujeres guerrilleras en la recreación de las batallas de Castalla que se hicieron en el año 2005

parte por desertores y antiguos guerrilleros.

9 Guerrilleros y bandoleros La guerrilla fue una innovación española en las concepciones militares del siglo XVIII. Surgió durante la guerra de Sucesión (1701-1713) y resucitó con fuerza desde el mismo inicio de la guerra de la Independencia, sobre todo en Cataluña (donde ya existía el soma-

tén) y en Andalucía. Pero no alcanzaría su apogeo hasta los desastres del ejército regular español a finales de 1808, cuando las tropas huían desorientadas, sin mandos, tras sufrir dolorosas derrotas. Con el odio hacia el francés como denominador común, muchos hombres abandonaron el ejército regular para incorporarse a las guerrillas, menos disciplinadas, pero que en su mayor parte formaban partidas militares bien jerarquizadas y coordinadas por generales, que se dedicaban a hostilizar la retaguardia del enemigo. Lejos pues de aquella imagen romántica del guerrillero que combatía al invasor francés por su cuenta, en grupos independientes, lo cierto es que la mayoría de ellos formaban parte de una fuerza de voluntarios especial del ejército, que actuaban por tiempo limitado (entre quince y veinte días) cuando lo requerían las circunstancias o se lo ordenaban las autoridades militares, preferentemente cerca de sus pueblos.

Partidas Honradas de Guerrillas Al mismo tiempo que ordenaba la constitución de las


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milicias urbanas, la Junta Suprema de Valencia hacía lo propio para la formación, en todos los municipios, de las Partidas Honradas de Guerrillas, siguiendo un reglamento cuyo capítulo VI decía: «(…) como todos los vecinos honrados del Reino de Valencia están determinados a defender la justa causa, no embarazarán a estas partidas honradas de guerrillas, el que en los pueblos donde las haya, o se formen, se establezca o esté establecida también la Milicia Honrada; pero como de las partidas se puede sacar aún mayor utilidad que de la milicia en los que no están fortificados, podrían los individuos de ella pasar a las partidas si tiene fusil o escopeta». Es decir, que las guerrillas se complementaban con las milicias y su constitución era preferible en los lugares no fortificados. Esto explica que en ciudades amuralladas, como Alicante, el número de alistados a las guerrillas fueran muy inferiores a las de otras ciudades y villas que carecían de tales defensas. La Junta Suprema de Valencia aprobó la organización de las Partidas de Guerrillas el 20 de febrero de 1809, y su reglamento diez días más tarde; sin embargo, en algunos lugares, como Denia, ya se habían elaborado reglamentos propios para coordinar las partidas y cuadrillas de guerrilleros que se habían organizado a finales del año anterior en su gobernación (por contrabandistas las cuadrillas y por el resto de los voluntarios las partidas). Cada partida de guerrilleros constaba de unos cincuenta hombres a caballo y otros tantos a pie. Por gobernaciones, el número de ellos era el siguiente: Alicante, 121 individuos; Alcoy, 650; Jijona, 496; Orihuela, 557; y Denia, 366. En Ibi, la partida de guerrilleros estuvo formada por los vecinos con menos recursos económicos, pero di-

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urante la guerra de la Independencia fueron muy numerosas las deserciones de soldados españoles, especialmente después de combatir contra el ejército francés, mucho mejor armado, vestido, alimentado y dirigido que el español. A principios del mes de julio de 1808, después de combatir contra las tropas francesas cerca de Almansa, un buen número de voluntarios ilicitanos que servían en la división mandada por Juan Martín Cortés decidieron desertar y regresar a Elche, molestos por no haber cobrado su paga. Por el camino, tuvieron varios incidentes con los vecinos de las poblaciones por las que pasaban; como en Sax, de donde fueron prácticamente expulsados. En enero de 1812, durante la retirada de Alcoy a Alicante de las tropas españolas, perseguidas por el ejército francés, se produjeron numerosísimas deserciones, la mayoría de voluntarios murcianos. Según reconocería el general jefe Nicolás Mahy: «(…) esta última marcha, desde los acantonamientos de

rigida por el abogado Teodoro Botella, quien sufriría más tarde una dura presión para que aceptase el cargo de alcalde durante la ocupación francesa. Como ya hemos comentado anteriormente, los alcoyanos prefirieron en su mayoría alistarse a las guerrillas, en detrimento de las milicias, mandadas por un comandante valenciano demasiado riguroso y enfrentado a las autoridades locales. Y ello a pesar de que las milicias estaban constituidas en general por personas acomodadas, mientras que las guerrillas lo estaban por gente de escasos recursos. Tanto celo mostraron las autoridades alcoyanas en la creación de las partidas guerrilleras, que en contraposición a lo ocurrido con la formación de las milicias, recibieron la felicitación del capitán general. Para dirigir las guerrillas de Alcoy y su gobernación se nombró al teniente coronel Juan Escaliche, y no fueron pocos los milicianos alcoyanos que pidieron pasar a servir como guerrilleros, entre ellos varios oficiales. En julio de 1809 quedaron consolidados ambos cuerpos militares en Alcoy: la milicia con 190 hombres, con su propia arma; la guerrilla con 275 individuos armados por la villa. Al contrario que en Alcoy, en Jijona fueron más los hombres que se alistaron a la milicia que a la guerrilla.

Mujeres guerrilleras Y fue precisamente en Jijona donde algunas mujeres se alistaron como guerrilleras. Así se deduce del acta capitular correspondiente al 11 de marzo de 1810, en la que se dice que el ayuntamiento jijonenco acordó socorrer a mujeres guerrilleras con cinco sueldos diarios. No existe ninguna otra referencia a estas guerrilleras en los archivos de Jijona. Tampoco se sabe que

Desertores Alcoy, ha minorado su número de cerca la mitad, principalmente la División de Infantería del mando del General Freyre, que, obligado a marchar de noche, durante la persecución de Marmont, se le ha rezagado la mayor parte por la proporción que les ofrece ser hijos del mismo Reyno de Murcia, donde tienen sus casas (…)». Medio año más tarde, tras la derrota en la primera batalla de Castalla, en su huida desde Ibi hacia Alicante, el general Felipe Roche informaba de que desertaron «algunos» soldados españoles. No se sabe con certeza cuántos desertaron, pero debieron rondar el centenar. El número de desertores huidos era tan elevado, que el 13 de marzo de 1813 el jefe político de la provincia repartió un bando en el que se instaba a las autoridades locales a su persecución y detención. No se conocen los nombres de la inmensa

No fueron pocas las mujeres que actuaron como guerrilleras durante la guerra

hubiera mujeres guerrilleras en otros lugares del territorio alicantino. Realmente se trata de un hecho especial, pero de ninguna manera excepcional, ya que no fueron pocas las mujeres que actuaron con valentía, incluso con heroísmo, en otros lugares de España durante la guerra de la Independencia, siendo el ejemplo más conocido el de Agustina de Aragón.

La misteriosa guerrilla que expulsó a los franceses de Orihuela Orihuela fue tomada sin dificultad por las tropas francesas el 26 de abril de 1810, pero salieron de ella inmediatamente, hostigadas por algunas partidas de voluntarios. Hasta aquí lo que cuentan varios historiadores. En los archivos oriolanos nada hay que aclare qué partidas eran aquellas que echaron a los franceses de Orihuela y tan rápidamente. Sólo el historiador Vicente Ramos amplía esta información, de la que se hacen eco otros, como el jijonenco Fernando Galiana. En su «Historia de la provincia de Alicante y su capital», Ramos escribe: «Los franceses, ocupada Murcia (23 de abril de 1810), llegaron hasta Orihuela, ciudad que abandonaron casi de inmediato, al tiempo que entraban en ella los guerrilleros de Catral, al mando de Juan de Dios Casaús. Esta Guerrilla de Catral –dice Samper (Francisco Samper, Mayor General de las Milicias Honradas del Reino de Valencia), según leemos en el Diario de Valencia, del 30 de aquel mes– alentó la de esta Huerta, ofreciéndoles que venían las restantes de esta Provincia, con cuya esperanza se reunió alguna gente en ellas, y se resolvieron a seguir a los enemigos hasta

mayoría de estos desertores. Son pocos los documentos que se conservan en los que se les identifica. En Villena fue incoado un expediente en 1810 contra los desertores fugitivos Juan Mellinas, Francisco Sarrió y José Catalán. Y en Jijona se tuvieron noticias el 16 de diciembre de 1813 de que dos vecinos eran buscados por desertores: Mauro Coloma y Pedro Arques.

Españoles sirviendo en el ejército francés Al igual que muchos ciudadanos franceses o de origen francés consiguieron su libertad con la condición de que se alistaran al ejército aliado, especialmente al inglés; otros muchos españoles que habían caído prisioneros aceptaron servir en el ejército imperial para salvaguardar su seguridad. Cuando en 1812 las tropas napoleónicas invadieron Denia y su gobernación, algunos de los soldados invasores eran hijos de la comarca, que fueron capturados por los que

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ahora eran sus compañeros, tras la anterior caída de Zaragoza. Uno de ellos era el subteniente Atanasio Alonso, que mandaba el destacamento galo en Planes y que persiguió a la guerrilla española. Pero seguramente el caso más dramático es el de un soldado natural de Gata, cuyo nombre no ha trascendido, que se vio obligado a vigilar la casa donde estaban prisioneros su padre y hermanos. Así lo cuenta mosén Palau en su diario: «Día 20 julio 1812. Trajeron de Gata y otros lugares Alcaldes y hombres de sus casas por raciones y pago de la contribución y los subieron al castillo, y en casa de Mosén Antonio Gavilá, un soldado que estaba de centinela que era de Gata tenía allí a su padre y dos hermanos y no se podían hablar, porque era prisionero de Zaragoza y porque no se lo note sentó plaza de voluntario con los franceses juramentado, como otros muchos que estaban en Denia, de Oliva, Jávea, Gata, Pego y no se podían manifestar a los suyos y aunque los reconocieras decían que no eran».

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Retrato de Jaime el Barbudo

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de Murcia». > lasEnparedes los archivos de Catral (donde el apellido Casaús

octubre 1811), Romeu inició la campaña de 1812 por tierras alicantinas, alistando guerrilleros pueblo a pueblo. Mantuvo enfrentamientos contra los franceses en Novelda, Cocentaina, Alcoy, Petrel…, formando una partida de guerrilleros que lucharon bajo sus órdenes hasta que fue apresado y ahorcado el 12 de junio de aquel mismo año. Gabriel Ximénez murió junto a su jefe. El 26 de marzo de 1812, dos guerrilleros fueron apresados por los franceses en Villajoyosa. Uno era natural de Denia y se llamaba José Plá; el otro había nacido en Murla y se desconoce su nombre. Ambos habían participado en una rebelión frustrada que se había llevado a cabo cuatro días antes en Denia. Al día siguiente, viernes santo, una partida de soldados franceses trasladó a ambos guerrilleros a Denia. Pero cuando se hallaban cerca del collado de Calpe, fueron atacados por una partida emboscada de guerrilleros. Los franceses quedaron divididos en dos grupos. Uno regresó precipitadamente a Villajoyosa; el otro avanzó a toda prisa hacia Denia, pero antes, para evitar que quedaran libres, dispararon dos veces contra cada uno de los prisioneros, que iban atados el uno al otro. José Plá murió, pero su compañero resultó sólo herido. El de Murla se hizo el muerto hasta que se fueron los franceses, después se desató de Plá y fue corriendo a unirse a los guerrilleros.

es rarísimo; no así Casaín) no hay documentación alguna que corrobore este hecho, ni siquiera la existencia de una guerrilla encabezada por un Juan de Dios Casaús, o Casaín. Por otra parte, en el «Diario de Valencia» indicado (30 de abril de 1810) no aparece tal noticia, ni las declaraciones del general Samper. Tampoco aparecen en este periódico valenciano, entre los días 12 de marzo y 4 de junio de aquel año.

La activa guerrilla de La Marina Durante la guerra de Sucesión existió una guerrilla muy activa en el triángulo formado por las poblaciones de Denia, Guadalest y Alcoy, en donde las diferentes partidas se mantenían en contacto y coordinadas. Un siglo después, esta conexión guerrillera volvió a funcionar durante la guerra de la Independencia. Aunque se tienen noticias de que las guerrillas de la gobernación de Denia actuaron ya en marzo de 1810, en operaciones poco afortunadas (como la protagonizada por la partida de Diego de Grustán, que sufrió graves vejaciones), fue en 1812 y 1813, con motivo de la ocupación francesa, cuando su actividad alcanzó su apogeo. En el verano de 1812, las tropas francesas acuarteladas en Denia colaboraron varias veces con las de Alcoy en la persecución de las cuadrillas de «malhechores» que abundaban por las montañas. En concreto, el 12 de julio salió una partida francesa de Denia en dirección a Vall de Ebo, pues, según escribió en su informe el jefe de dicha partida, por este lugar se habían retirado los «ladrones». Con ayuda de las tropas destacadas en Planes (al mando del subteniente Atanasio Alonso, desertor del ejército español en Zaragoza), reconocieron aquellos parajes, en especial «el sitio de la Llacuna, donde diariamente salen a robar a todo el que pasa», pero no atisbaron a ningún guerrillero. El 27 de agosto, la partida guerrillera encabezada por José Catalá, liberó la ciudad natal de éste, Jávea, y la defendió heroicamente hasta que los franceses la ocuparon de nuevo al día siguiente. El 24 de octubre, otra partida de franceses salió de Denia en busca de los guerrilleros que se escondían en las montañas cercanas a Tárbena, y con quienes cruzaron un intenso tiroteo durante dos horas. Los constantes ataques de los guerrilleros contra las tropas francesas causaron graves represalias por parte de éstos contra todas aquellas personas que los apoyaban. Y los guerrilleros que tenían la desgracia de caer prisioneros, sabían cuál era su destino, si no lograban escapar. Como los tres guerrilleros de Oliva que fueron llevados presos a Denia el 7 de noviembre de 1812. A las nueve de la noche de aquel mismo día fueron fusilados en el castillo. A pesar de todo, fueron los guerrilleros quienes hicieron el mayor esfuerzo en la liberación de los pueblos de La Marina, incluido Denia. Fueron las partidas guerrilleras las que sitiaron esta ciudad y las que consiguieron conquistarla (con ayuda ya del ejército), bajo el mando del comandante Juan Ivars, natural de Gata de Gorgos.

Guerrilleros alicantinos De entre los cincuenta mil guerrilleros que lucharon en España durante la guerra de la Independencia, hay algunos nombres célebres: Espoz y Mina, el Empecinado, el cura Merino, el Charro, Porlier, Gayán,Villacampa… Algunos de ellos, como el castellonense Asensio Nebot, el Fraile, llegaron hasta aquí en su lucha contra el francés. Aunque no tan famosos, también hubo guerrilleros nacidos en tierras alicantinas que realizaron hechos heroicos merecedores de recordar. Ya hemos citado algunos, como José Catalá, de Jávea, y Juan Ivars, de Gata. A ellos habría que añadir otros, como Gabriel Ximénez, José Plá o José Nomdedéu. Gabriel Ximénez fue un monovero que luchó en la partida de guerrilleros capitaneada por el valenciano José Romeu. Tras ser derrotados los batallones de milicianos que mandaba en la batalla de Ribarroja (25

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El guerrillero ibense José Nomdedéu

Los constantes ataques de los guerrilleros contra los franceses causaron graves represalias

José Nomdedéu Jover nació en Ibi el martes 11 de abril de 1786. Tres años antes del inicio de la guerra de la Independencia, se alistó como soldado en el regimiento de Húsares de Olivenza. A partir de entonces, su apellido derivó por cuestión fonética en Mondedéu, algo que él mismo asumió durante su época militar, firmando de esta manera. En la actualidad, sus descendientes usan el apellido Mondedéu. Participó en la célebre batalla de Bailén, durante la cual sufrió una cuchillada. Luego, en la batalla de Tudela, cayó prisionero, pero consiguió escapar, para presentarse a continuación a Juan Martín, el Empecinado, bajo cuyas órdenes estuvo el resto de la contienda. Poco después, en Pedrosa de la Sierra, recibió un balazo en su pierna derecha. Fue ascendido varias veces en el transcurso de la guerra, hasta que el 24 de diciembre de 1811 alcanzó la categoría de comandante de escuadrón de Húsares de Guadalajara. Se casó en 1814 con Ana Arroyo, de veintidós años, en el pueblo donde ella nació: Aranzueque (Guadalajara), donde vivieron tras retirarse él de la milicia, el 31 de diciembre de 1818. Tuvieron un único hijo, Francisco. José Nomdedéu enviudó en 1837, pero siguió viviendo en Aranzueque hasta su muerte, acaecida a las seis de la tarde del 5 de noviembre de 1848, a los 62 años de edad. La historia de este guerrillero ibense ha sido rescatada del olvido gracias a la labor investigadora de Manuel Bofarrull Terrades y recogida en un librito editado por el ayuntamiento de Ibi hace diez años.

Guerrilleros o bandidos Aunque la mayoría de las partidas de guerrilleros actuaban bajo mando militar y coordinadas por los jefes del ejército, había algunas que hacían la guerra por su cuenta, de manera independiente y ocasionando casi tanto perjuicio a la población como a los franceses. En el verano de 1811, las Cortes debatieron sobre la organización del ejército, las milicias y las guerrillas. Los diputados elogiaron la labor de las grandes partidas guerrilleras (como las de Espoz y Mina, la del Empecinado, Porlier o José Romeu, que lograron altos grados militares), que cooperaban con el ejército regular, pero también se lamentaron de aquellas otras partidas que provocaban continuas quejas del mando inglés e iban haciéndose cada vez menos necesarias y más peligrosas (como las de Chaleco, el Capuchino, Francisquete, Calzones, el Pinto, el Monteguero, Dos Palos…). Una de las principales acusaciones que se hacían a

aquellas cuadrillas de guerrilleros descontrolados, era que se dedicaban al bandidaje, ocasionando tanto o más daño a la población civil que a las tropas francesas. Un claro ejemplo de las tropelías que hacían algunos guerrilleros, aprovechándose de que las autoridades les confiaban la vigilancia y control de los caminos, lo encontramos en Elda. En julio de 1808 el gobernador de Orihuela dictó una orden circular por la que se imponían penas, incluso de muerte, a quienes detenían en los pueblos a los viajeros, correos y hasta partidas de tropas, a pesar de llevar pasaporte en regla, llegando algunos a desarmar a oficiales de alta graduación y amenazándoles de muerte. Amparándose en esta orden, el alcalde de Elda, José Amat y Rico, hizo llamar a su propia casa, el día 9 de aquel mes, a Antonio Juan Amorós y Gabriel Amat y Sempere, para prohibirles que detuvieran a las tropas, correos o viajeros que transitaran por los caminos, bajo las penas prevenidas en dicha orden. En la zona de Denia, donde las cuadrillas de guerrilleros fueron constituidas por contrabandistas, las acusaciones hacia ellos de bandidaje no sólo provinieron de los franceses, sino también de muchos vecinos. El propio clérigo dianense Francisco Palau, si bien son muchas las veces que menciona en su diario a los guerrilleros, también hay ocasiones en que utiliza los


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Jaime el Barbudo

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robablemente el mejor ejemplo del bandolero que actuó ocasionalmente como guerrillero, fue Jaime el Barbudo. Nacido en Crevillente el 26 de octubre de 1783, en el seno de una familia pobre, Jaime Alfonso, conocido luego con el apodo del Barbudo, se convirtió en los primeros años del siglo XIX en el jefe de una cuadrilla de bandoleros que actuaba en las sierras que hay entre su ciudad natal y Aspe. En varios documentos de la época, constan referencias al temor que los viajeros tenían de ser asaltados en los caminos por Jaime el Barbudo y su cuadrilla, sobretodo en las gobernaciones de Orihuela y Jijona. Concretamente, en junio de 1808, comenzada ya la guerra de la Independencia, circularon órdenes del gobernador de Orihuela para que se recogiera en esta ciudad la población rural que se hallaba asustada por las constantes correrías de los bandoleros (entre los que destacaba Jaime el Barbudo), que aprovechaban la confusión existente para asaltar y robar impunemente. Las partidas de Vecinos Honrados se crearon precisamente con la misión de acabar con esta impunidad. Jaime el Barbudo y su cuadrilla realizaron algunos actos patrióticos contra las tropas invasoras, especialmente en tierras murcianas, pero fueron mucho menos numerosos que sus asaltos a viajeros indefensos. Aun así, aquellas escaramuzas contra los franceses les valieron a Jaime y los suyos, al final de la guerra, el sobreseimiento de la causa judicial que se seguía contra ellos. Volvieron a la vida normal, pero no tardaron en acuadrillarse de nuevo para tornar al bandidaje. A partir de 1815 la cuadrilla de Jaime el Barbudo volvió a atemorizar con sus atracos, secuestros y asaltos en los caminos que recorrían la escarpada garganta de Crevillente. Con el tiempo, su actividad se extendió a tierras murcianas y albaceteñas, robando a los comerciantes y viajantes, a los que exigía una parte de sus mercancías o dinero. Y entre sus paisanos más pobres gozó de cierta celebridad, a manera de ladrón honrado y generoso, pues se dice que repartía con ellos lo que le robaba a los ricos.

Algunas partidas de guerrilleros hicieron la guerra por su cuenta ocasionando casi tanto perjuicio a la población como a los franceses

El asalto a la casa de Luis Pons

Portada de un libro sobre la historia de Jaime el Barbudo

términos «malhechores» o «ladrones» para referirse a ellos, sobretodo cuando se dedicaban a asaltar en los caminos a paisanos o robarles en sus propias casas. Mosén Palau relata varios casos de bandidaje, cometidos por cuadrillas de supuestos guerrilleros, mientras duró la ocupación francesa de Denia y la mayoría de los pueblos de su gobernación. Así, cuenta cómo, en la noche del sábado 8 de febrero de 1812, una cuadrilla de 27 ladrones asaltó varias casas de Pedreguer, Ondara y Beniarbeig. Disparando sus armas al aire, forzaron las puertas de las casas elegidas y robaron el dinero a los dueños bajo amenaza de muerte. Dos oficiales y un centenar de soldados franceses procedentes de Denia llegaron a tiempo de prender a tres de aquellos ladrones. Al día siguiente fueron llevados ante el general Habert, en Gandía, quien los sentenció a muerte. Sentencia que se cumplió al cabo de dos días, a las diez de la mañana, en el castillo de Denia. Ocho días después, el 19 de febrero, fueron apresados otros tres ladrones de la misma cuadrilla, naturales de Ondara, Rafol y Vergel, los cuales fueron igualmente fusilados en Denia aquel mismo día, arrodillados y cerca del puente de la tierra de Rosa Plá… Inmediatamente después de ambas ejecuciones, el comandante francés que gobernaba en Denia, Bergeron, dio un pregón en el que justificaba aquellos fusilamientos por tratarse de peligrosos la-

Convencido de que era una causa popular, Jaime el Barbudo apoyó el absolutismo durante el trienio liberal. Las Cortes le amnistiaron en febrero de 1823. No obstante, el 15 de julio del año siguiente fue apresado y ejecutado en la plaza de Santo Domingo de Murcia. Después de ser ahorcado, su cadáver fue descuartizado en cinco trozos, que para escarmiento de todos los bandoleros y sus cómplices, fueron expuestos públicamente, una vez fritos, en Crevillente, Sax, Hellín, Fortuna, Jumilla y Albanilla.

drones. El 20 de mayo de aquel mismo año, catorce guardas de tabaco que custodiaban tres cargas de dinero, fueron asaltados en la garganta de Benisa por un centenar de guerrilleros, que mataron a tres de los guardas y se llevaron el dinero. Y en la entrada correspondiente al 29 de enero de 1813, mosén Palau cuenta que aquella noche los guerrilleros se llevaron de Vergel a Sebastianet Merle, que hasta allí había llegado con tres mulas cargadas de trigo y mucho dinero; y ya de día secuestraron en Jávea «a José Berbería, que portaba una comisión de un tal Rubio de Alcira, y se lo llevaron a Alicante». Estos secuestros, robos y asaltos deben de entenderse como métodos que tenían los guerrilleros para abastecerse de víveres y de dinero. Aunque eran bien recibidos y mantenidos por muchos paisanos, sobretodo en los pueblos más recónditos de las montañas existentes entre Denia y Alcoy, también es cierto que las represalias de los franceses contra quienes así actuaban debieron de ir dificultando estas ayudas, obligando a los guerrilleros a proveerse de forma más expeditiva, y hasta cruel, asaltando a los más acomodados, especialmente si eran afrancesados o contemporizaban con el invasor. A través del propio mosén Palau conocemos un ejemplo de cómo trataban las autoridades francesas a quienes ayudaban a los guerrilleros. En el apartado de los días 13, 14 y 15 de octubre de 1812, cuenta: «(…) estos días había el Comandante llamado presos al Retor y alcalde de Teulada porque habían dado fuerza a los guerrilleros las raciones que tenían prevenidas para traer a Denia y puestos a su presencia les reconvino porque lo habían hecho y al responderle porque las pidieron a la fuerza les dijo, pícaros, falsos y levantó el látigo que tenía de la mano y les dio tres latigazos en la cara a cada uno y porque el alcalde llorando se arrodilló y le quería besar la mano pidiéndole perdón en un puntapié lo echó patas arriba y les mandó presos al castillo (…)».

Así pues, a falta de ayudas voluntarias, en ocasiones los guerrilleros asaltaban las casas de los más ricos, para robarles. Supuestamente se trataba de gente que sentía simpatías o colaboraba con los franceses, si bien hubo casos en que las víctimas eran vecinos e incluso protectores de los propios asaltantes. Esto último fue lo que ocurrió el 20 de junio de 1812, cuando una cuadrilla de 25 hombres entró en Vergel, cubiertos con mantas, las cabezas tapadas con pañuelos y armados con trabucos y espadas. Eran las ocho de la noche y el pregonero estaba dando a conocer una orden del alcalde, con ayuda de un tambor. Algunos de los recién llegados le rompieron el tambor, provocando su huida a gritos, así como el cierre de todas las puertas y ventanas del pueblo. Nadie se atrevió a salir de su casa. Un grupo entró en una casa, mientras el resto tomaba las bocacalles cercanas. El dueño de la casa, Luis Pons, se encontró frente a varios de aquellos hombres armados y violentos, que sacaron a los dos criados de donde dormían. Éstos fueron obligados a guardar silencio y así quedaron, apuntados por varios trabucos, en tanto su amo subía al piso de arriba acompañado por algunos asaltantes. Ya en su habitación, Luis Pons negó guardar oro en su casa. No le creyeron, por lo que unos le ataron y le golpearon, al mismo tiempo que otros registraban el cuarto, cogiendo las mejores ropas y rompiendo un escritorio y un baúl. El ruido atrajo a las dos mujeres de la casa, que fueron retenidas por los asaltantes. Eran la hija de Luis Pons y su esposa, madrastra de aquella. Tras desenladrillar el suelo debajo de la cama, los ladrones encontraron un verdadero tesoro: seis arrobas de duros. Pero no satisfechos con ello, siguieron golpeando a Luis con saña para que les dijera dónde guardaba el oro. Éste siguió negando que tuviera oro en la casa, pero como le echaron una cuerda al cuello amenazando con ahorcarle, la hija intervino confesando el sitio donde su padre escondía el oro. Dos de ellos guardaron el dinero y el oro bajo sus mantas, y a conVIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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Alicante en 1808

los asaltantes salieron de la casa, dejando a > tinuación Luis Pons medio muerto.

A las diez de la noche, la cuadrilla de 25 hombres armados salió de Vergel, cuyo alcalde dio aviso al comandante francés de Denia. Éste mandó una partida a la mañana siguiente en persecución de los ladrones, pero no encontró a ninguno. Sin embargo, al cabo de ocho días, sí que atraparon a tres de aquellos asaltantes, aunque uno de ellos logró escapar, antes de que los llevaran a Denia. A pesar de ir cubiertos con pañuelos y mantas, los dos presos habían sido reconocidos por Luis Pons y su hija. Eran vecinos y muy amigos de la víctima, quien les había favorecido varias veces anteriormente. Tan amigos eran, que conocían el lugar donde Pons escondía su dinero, porque ellos mismos le habían ayudado a guardarlo. Pero como no sabían dónde escondía el oro, no tuvieron reparos en pegarle y amenazarle con ahogarle, hasta conseguir que su hija se lo entregara.

Bandoleros Al igual que Jaime el Barbudo y su cuadrilla, muchos otros bandoleros recorrieron los caminos y pueblos alicantinos después de la guerra, causando el temor entre los viajantes y comerciantes. Algunos eran desertores; la mayoría antiguos guerrilleros. El 26 de octubre de 1813, el jefe político de Villena aprobó la creación de una partida de vecinos armados, cuya misión era proteger los caminos de los «malhechores», muy numerosos en los alrededores de la ciudad. Como numerosos eran también los bandoleros en la gobernación de Denia (casi todos antiguos guerrilleros). Una partida de éstos últimos, unos 50 a caballo y otros 100 a pie, saquearon Benisa el 27 de enero de 1814, matando a varias personas. El ejército fue movilizado contra estos bandoleros, muchos de los cuales habían servido junto con los soldados que ahora les perseguían, durante la guerra de la Independencia.

10 Primeras medidas defensivas Al comienzo de la guerra de la Independencia, en la actual provincia alicantina había tres tipos de poblaciones: las amuralladas (Alicante, Alcoy, Denia), las abiertas (Orihuela) y las que tenían aún restos de murallas, la mayoría destrozadas un siglo antes durante la guerra de Sucesión (Elche, Jijona). La Junta Suprema de Valencia quiso conocer la situación de las plazas fortificadas, por lo que requirió los informes oportunos. Luego, comisionó especialistas a varias de aquellas plazas, para coordinar las obras defensivas que se realizaron para reforzar las fortificaciones.

Alicante en 1808 En 1808 la ciudad de Alicante se encontraba ceñida por unas murallas que circundaban al recinto histórico, compuesto por tres barrios (Villavieja, San Roque y Santa Cruz), situados en la ladera sur del monte Benacantil, en cuya cima se elevaba desde hacía siglos el castillo de Santa Bárbara. El crecimiento demográfico había propiciado la aparición de tres barrios extramuros: el Arrabal Roig al nordeste; el San Antón, al noroeste; y el San Francisco, al sur. Aquellas murallas

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Plano de Alicante en 1808. (Marco Esteve)

arrancaban por el nordeste con un portal llamado Nou, o puerta Nueva, que permitía el acceso a la playa y al Arrabal Roig, y que estaba defendida por el baluarte del Espolón. Paralela a la playa, la muralla corría desde allí en dirección sur hasta la puerta del Mar o del Muelle, llamada así por razones obvias, escoltada por los torreones de la Virgen de Monserrate y de San Sebastián. A continuación, seguía el muro por la orilla del mar hasta el lugar donde actualmente se encuentra la Rambla de Méndez Núñez, girando entonces en dirección oeste durante unos pocos metros, hasta el torreón de San Francisco, que flanqueaba junto con el de San Bartolomé un portal que se denominaba de Elche, por el que se comunicaba con el barrio de San Francisco. Proseguía desde allí la muralla hacia poniente y hasta el baluarte de San Antonio, que estaba donde hoy finaliza la Rambla, para torcer entonces en dirección noroeste hasta el torreón de la Ampolla, pero interrumpida a medio camino por la cuarta y última puerta (llamada de la Huerta de Sueca, que era por donde se salía al barrio de San Antón). Desde el torreón de la Ampolla, el muro ascendía de nuevo por la falda del Benacantil, para reencontrarse a través de un camino cubierto con las defensas del castillo de Santa Bárbara. El barrio de San Francisco estaba pegado al puerto y había nacido alrededor del convento de los franciscanos. Albergaba a medio millar de vecinos que vivían en cerca de 550 casas, muchas de las cuales se dedicaban también a almacenes. Contenía además un cuartel, la Casa del Rey, un lavadero y cuatro mesones. En su esquina del sureste (donde hoy está la plaza de Canalejas) se hallaba el baluarte de San Carlos, el cual había sido construido sobre una escollera a fines del siglo XVII. Aunque estaba extramuros, rodeaba este barrio un trincherón que, desde el baluarte de San Carlos, iba hasta la defensa norte del Benacantil. Un trincherón compuesto por un muro de tierra apisonada de aproximadamente metro y medio de alto, con un foso delante.

Más indefenso estaba el otro barrio de extramuros, el de San Antón, donde había más de ochocientas casas y otros tantos habitantes, la mayoría jornaleros, además de la Casa de Misericordia, parte de la cual se había convertido en Fábrica de Tabacos en 1801. El castillo y la ciudad estaban guarnecidos por los batallones 2º y 3º del regimiento de América, el regimiento de Ávila y varias secciones de artillería. El gobernador y la junta de gobierno local establecieron las disposiciones más urgentes para reforzar la fortificación de la ciudad, de acuerdo con los comandantes de artillería e ingenieros. Uno de estos últimos era Pablo Ordovas, quien redactó una memoria en la que describía la situación del castillo, las murallas, los torreones y los baluartes, y que fue enviada al capitán general de Valencia. Al mismo tiempo, surgió la necesidad de encontrar los medios materiales para cubrir los gastos. Para ello, la junta alicantina acordó emplear los caudales que habían confiscado a los franceses, y pedir a la Junta Suprema ayuda económica. Aun así, los recursos que recopilaron fueron escasos, razón por la cual no pudieron iniciarse las grandes obras de defensa hasta el año siguiente, conformándose entretanto las autoridades locales con la reubicación de las armas pesadas. Una de estas reubicaciones de armamento afectó al baluarte de San Carlos, considerado entonces de escasa utilidad e incluso peligroso, por temor a que el enemigo pudiera ocuparlo y hostilizar desde él a la ciudad. Por eso trasladaron los cañones que allí había a los baluartes de San Francisco y de Monserrate, artillando además varias lanchas para defender el puerto.

Denia en 1808 Denia era una ciudad amurallada (salvo el arrabal de la Marina y el puerto) con dos únicas puertas, la del Mar y la de Tierra, con una fortaleza en lo alto de un cerro y rodeada a su vez de varias murallas. Pero a la sazón se hallaba mal guarnecida de tropas, y su casti-


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llo y murallas estaban además en un estado lamentable. De ahí que, alarmados por el ataque a Valencia del general francés Moncey, el gobernador Echenique mandara a finales de junio la rehabilitación urgente de la fortaleza y de las murallas. Bajo las órdenes del ingeniero Jorge Vives, muchos dianenses y habitantes de los pueblos cercanos que llegaron a la ciudad para refugiarse, trabajaron durante todo el mes de julio en las obras más urgentes, construyendo nuevas troneras en las torres e igualando los lienzos de la muralla. Cinco meses después, concretamente el día de Navidad de 1808, se iniciaron obras de mayor envergadura en el castillo, construyendo puertas nuevas, reedificando las murallas y excavando un canal desde el mar hasta la torre del Gallinero y, al mismo tiempo, un foso que se profundizó a base de minas con la pretensión de encontrar agua con que rellenarlo, hasta que se acabaron, el 27 de mayo de 1809, los novecientos mil reales de vellón de que se disponía. Foso que fue conocido con el nombre del comandante: «Foso de Mosén Pedro Torner». En estas obras contribuyeron hombres de todos los pueblos de la gobernación, trabajando más de doscientos cada día. A los maestros y jornaleros se les pagó un salario diario, menos los días festivos, que trabajaron gratis.

Alcoy en 1808 En este año, dentro del casco histórico de Alcoy vivían unas tres mil familias, alojadas en algo más de 1.550 casas de varios pisos. Contando a los campesinos del término municipal, se calcula que la población alcoyana ascendía a unos doce mil habitantes. Contaba Alcoy con una importante industria textil, destacando la Real Fábrica de Paños. También había numerosas fábricas de tintes y molinos papeleros, instalados en los márgenes de los riachuelos Barxell y el Molinar. Desde el estallido de la guerra se montaron guardias en las nueve entradas de la villa: puertas de San Juan, de San Nicolás, de la Casa Blanca, de Penáguila, de Cocentaina, del Horno del Vidrio, del Beato Nicolás Factor, de las Umbrías, y portillo del Diablet. Pero las primeras obras de fortificación no se iniciaron en Alcoy hasta que el gobernador recibió una orden en este sentido de la Junta Supre-

ma, fechada el 16 de diciembre. Poco después, llegó desde Valencia un vocal de dicha junta, Tomás Lázaro, en calidad de comisionado para dirigir las obras. En ellas trabajaron por turnos todos los días (festivos inclusive) los hombres reclutados por el ayuntamiento. Sólo cobraron los jornaleros; el resto podía librarse del trabajo personal mediante el pago de cinco reales de vellón diarios, que se abonaban al jornalero que lo sustituía. Entre otras obras, se excavó un foso defensivo y se ensanchó el camino de Algezares, despejando los alrededores de árboles para impedir que el enemigo, en caso de atacar la villa, pudiera usarlo de escondite. Esto motivó, el 18 de enero de 1809, el derribo de una vieja casa que había junto a la puerta de Cocentaina; puerta que fue reforzada con aspilleras.

Había tres tipos de poblaciones: amuralladas, abiertas y con restos de murallas

Orihuela en 1808 La ciudad de Orihuela constaba de cuatro barrios (el casco histórico y los arrabales de Roig, San Agustín y San Juan) y, además de una magnífica huerta a su alrededor, contaba con el palacio episcopal, dos fábricas de salitre (producto imprescindible para la elaboración de la pólvora) y una universidad, erigida en 1555 con el título de «insigne, literaria, regia y pontificia Universidad de Santo Tomás de Aquino», que sufrió sucesivas modificaciones a partir de 1807, hasta su supresión definitiva en 1835. Actualmente es el Colegio de Santo Domingo. Orihuela carecía de guarnición y, por tratarse de una ciudad abierta, su defensa era difícil de organizar. Así se lo notificó al gobernador y ayuntamiento oriolanos Vicente Imperial, ingeniero jefe de Cartagena, en el proyecto de fortificación que presentó en diciembre de 1808. Además de mantener la vigilancia permanente en los accesos a la ciudad (puertas de Capuchinos, del Colegio de Predicadores, de San Agustín, de la Olma o de Santo Domingo –que es la única que se conserva–, y portillo de la Corredera), que el gobernador ya había ordenado en los primeros días de junio (y cuyas primeras guardias corrieron a cargo de frailes dominicos, trinitarios, agustinos, franciscanos y de la Merced), el ingeniero Imperial propuso varias medidas defensivas. La principal consistía en perfeccionar la batería que había en lo alto del monte Oriolet, «haciendo algunos parapetos o apostaderos de piedra seca»; y, además de establecer «otra batería en el monte llamado de Sancas o Peñetas, en su centro» (dirigida hacia los caminos de Murcia), en el supuesto de que hubiera fondos para ello, proponía utilizar los dos cañones restantes para la defensa interna, montados sobre ruedas y «conduciéndolos a las calles por donde

se vea que quiere introducirse el enemigo». Por último, el proyecto del ingeniero indicaba la conveniencia de hacer atrochadas y trincheras alrededor de la ciudad, así como construir un baluarte en un punto determinado, aunque su mayor confianza estaba en el río Segura y las aguas que circundaban la huerta, ya que, llegado el caso, «será muy conducente la inundación de la misma (la huerta), ocupadas con gentes las alturas». Las atrochadas y trincheras comenzaron a realizarse enseguida por todo el perímetro de la población, con especial interés en la Barrera del Colegio y el camino de San Antón. Allí se levantó un muro aspillerado que, desde el molino de la Trinidad, rodeaba la Adobería, resguardando la parte oriental de Orihuela, dirigiéndose casi en línea recta hacia el norte, para torcer luego, detrás del huerto de Santo Domingo, hacia poniente, ascendiendo por la peña hasta bastante altura y terminar en la ladera del monte. En el vértice de aquel ángulo, se empezó a construir una especie de ciudadela cuyas obras concluyeron al año siguiente. Tenía una garita en la planta superior y estaba artillado con dos cañones y rodeado del correspondiente foso. Fue demolida esta ciudadela en 1873 para construir en su lugar un molino de vapor. Cumpliendo con lo indicado por el ingeniero Imperial, también se construyó en el monte del Oriolet un pequeño reducto, donde se emplazaron dos cañones dirigidos hacia poniente, defendiendo la entrada del camino de Murcia y dominando el plano de San Francisco y el Rincón de Bonanza.

Elche en 1808

Puerta de Cocentaina en Alcoy. Esta foto fue tomada en 1890, cinco años antes de ser derribada. (Archivo Municipal de Alcoy)

El caserío de Santa Pola era entonces una pedanía de Elche. También dependía del consistorio ilicitano el arrabal conocido como Universidad de San Juan, si bien poseía éste su propio ayuntamiento para asuntos económicos. Tenía Elche murallas a tramos, con algunas torres sueltas, así como la llamada Fortaleza del Palacio (palacio de Altamira). Para su defensa, contaba la villa en julio de 1808 con cinco piezas de artillería, instaladas en puntos estratégicos fuera del casco urbano, cuyo reconocimiento fue encargado por el ayuntamiento al coronel Jerónimo Martín Cortés, jefe miliciano. También se rehabilitó el viejo cuartel de caballería, que se convertiría durante la guerra en punto estratégico, cuartel general de la caballería española. Además de establecer guardias en las entradas de la villa (puerta de Alicante, plaza del Puente, camino del Molar, huerto de Box), las autoridades ilicitanas propusieron a las de otros pueblos cercanos (Crevillente, Aspe, Monforte, Novelda, Elda, Petrel, Sax y Monóvar) un proyecto común de defensa, consistente en la fortificación de una serie de puntos estratégicos, como la Torreta del Clou, el Charco de Domingo o Santa Bárbara de Petrel, el Collado de Valimar en Monóvar y la Venta de los Quebrados.

Jijona en 1809 Las autoridades de Jijona, cabeza de gobernación a la que pertenecía Elche, tardaron bastante más en adoptar las primeras medidas para reforzar la fortificación de la ciudad, cuyas murallas se hallaban destrozadas desde la guerra de Sucesión. No fue hasta el 25 de enero de 1809 cuando, instados por una circular de la Junta Central de Observación y Defensa, el gobernador y los regidores jijonencos abordaron cómo resolver los gastos de las obras de fortificación, reunidos en la sala capitular del ayuntamiento, que se encontraba en el piso superior de las Reales Cárceles, hoy jardín de la subida a la iglesia. La idea de las autoridades ilicitanas de establecer apostaderos que sirvieran para comunicar con rapidez los movimientos del enemigo entre poblaciones vecinas, no fue adoptada por el gobernador de Jijona hasta el 25 de abril de 1810, cuando los franceses se hallaban ya en Orihuela. Fue entonces cuando decidió apostar cinco hombres entre Jijona y la villa de Elche. VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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2 El comienzo de las fortificaciones en Alicante

1809 ESPAÑA

Después de reponer a su hermano José en el trono de España, Napoleón persigue a las tropas inglesas hasta Galicia. Una vez en Astorga, decide regresar a Francia debido a las noticias que le llegan sobre la posible traición de algunos de sus ministros. Llegará a París el 23 de enero de 1809 y jamás volverá a España. Entretanto, su ejército cumple sus órdenes y echa a los ingleses de Galicia, conquistando La Coruña el 16 de enero. Pero las tropas españolas siguen resistiéndose a la ocupación napoleónica, manteniendo una guerra de desgaste que durará aún varios años. Zaragoza, que ya había sido sitiada el año anterior, cae en poder francés el 20 de febrero, tras sufrir un asedio de dos meses. El general francés Suchet conquista a continuación todo Aragón y se dirige hacia Cataluña y Valencia. La rendición de Austria ante Napoleón y la firma del tratado de Viena (14 de octubre de 1809) permite al emperador mantener en España a trescientos veinticinco mil soldados, enviando además otros cien mil durante los meses siguientes e iniciando la conquista de Andalucía. Mientras esto ocurre, la Junta Central, que de Aranjuez ha debido retirarse hasta Sevilla, toma la iniciativa revolucionaria de consultar a las instituciones y a la opinión pública las reformas que debían llevarse a cabo. Es la denominada «Consulta al País» de 1809.

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Puerta Nueva y Torre del Espolón de Alicante. (Crónica de Alicante de Viravens)

A partir de 1809 comenzaron en Alicante las obras defensivas más importantes

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El conflictivo gobernador Iriarte El brigadier José Betegón, que ocupaba el cargo de gobernador de Alicante desde 1804, cesó a petición suya en abril de 1809. El ayuntamiento expresó su gratitud a Betegón y pidió su ascenso al grado de mariscal de campo. Grado que tenía su sucesor, Cayetano Iriarte, quien tomó posesión del cargo el 19 de mayo de aquel mismo año. Al contrario que su antecesor, Iriarte pronto empezó a tener problemas con el ayuntamiento por sus continuos enfrentamientos e invadir las competencias en materia judicial del alcalde mayor, Antonio Lorenzo de Martínez del Pozo. Asimismo, sus abusos de autoridad hicieron aumentar su impopularidad hasta ser objeto de diversos anónimos que le criticaban y amenazaban. Cuando el ayuntamiento alicantino designó el 9 de diciembre de 1809 al síndico Antonio Gamborino diputado en la Junta Suprema de Observación y Defensa, provocó la protesta del diputado Juan Visconti, quien recurrió aquel nombramiento directamente ante la Junta de Valencia. Aquello irritó al gobernador Iriarte, que ordenó el arresto de Visconti. La Junta Suprema mandó que se le pusiera en libertad, pero Iriarte se negó, alegando que dicha junta carecía de autoridad a este respecto. Al año siguiente, hubo un intento fallido de apresar a Iriarte. Todo empezó con la denuncia que presentaron contra éste el comerciante Francisco Santo y el arquitecto Antonio Jover, por el impago del impuesto de media anata. Era esta una fianza que, como los alcaldes, debían satisfacer a las arcas municipales los gobernadores cuando accedían al cargo. Iriarte respondió a esta denuncia ordenando el arresto de Santo y Jover, lo que causó una revuelta popular en la noche del 27 al 28 de junio. El ayuntamiento reconoció que Iriarte no estaba obligado a pagar dicha fianza, porque así lo recogía la real orden de su nombramiento; la algarada cesó y el gobernador puso en libertad al comerciante y al arquitecto. Cayó enfermo Cayetano Iriarte un año más tarde (1811) y el Consejo de Regencia ordenó su sustitución provisional como gobernador de Alicante por el brigadier Antonio de la Cruz, quien ocupó definitivamente este cargo tras la muerte de Iriarte en octubre.

Fue a partir de 1809 cuando empezaron a acometerse las obras defensivas más importantes en Alicante, para paliar la vulnerabilidad de sus arrabales, y que supuso una transformación importante de la ciudad. El 11 de marzo de aquel año, las autoridades alicantinas hicieron público su plan de defensa, que empezó poniéndose en práctica con la retirada a intramuros de los vecinos de los arrabales de San Francisco y de San Antón; además, los enfermos que se hallaban en el hospital militar, situado en este último barrio de extramuros, fueron trasladados al convento de Santo Domingo (hoy hotel Amérigo), y para el de Sangre, se destinó el civil de San Juan de Dios. Al mismo tiempo, se aumentó el número de cañones en los torreones, se construyeron más parapetos, se facilitaron las vías de comunicación por el castillo y se habilitaron dos almacenes para polvorines. Sin embargo, las obras más importantes que se iniciaron a partir de mayo, siguiendo lo indicado en la memoria redactada por el ingeniero Ordovas el año anterior, fueron: la construcción de un fuerte en lo alto del monte Tosal, para contener al enemigo si se presentaba por la partida rural de San Blas, y amurallar el cerro de la Montañeta, protegiendo así el barrio de San Francisco (que hasta entonces estaba rodeado de un simple trincherón), para impedir cualquier desembarco que el enemigo intentase realizar en la ensenada de Babel. El encargado de dirigir estas obras fue José Vallejo Alcedo, oidor de la Audiencia de Valencia, que llegó comisionado para tal menester en abril. Para financiar estas obras el ayuntamiento estableció una suscripción voluntaria entre los vecinos. Para resaltar la generosidad de éstos, se hicieron públicas las listas de los suscriptores y las cantidades mensuales que ofrecían. Quienes pudieron, facilitaron gratuitamente sus caballerías y carros para el traslado de materiales, por turnos de dos días a la semana; y las personas no pudientes contribuyeron trabajando todos los domingos y festivos, organizados en turnos que vigilaban nobles, frailes y comerciantes. Pero, a pesar de todo, los donativos voluntarios fueron insuficientes y las autoridades impusieron un reparto forzoso para pagar los gastos de las obras. Otra de las conclusiones a la que llegaron en mayo de 1809 los ingenieros militares, junto con el gobernador de Alicante y el comisionado Vallejo, fue la conveniencia de demoler el barrio de San Antón, para evitar que los franceses, si ponían sitio a la ciudad, pudieran apoderarse de él y utilizarlo para atacar desde más cerca. Pero el derribo no se produciría hasta el año siguiente. José Vallejo, comisionado por la Junta Suprema de Valencia para dirigir las obras de fortificación en Alicante, gozó de la colaboración del gobernador y el ayuntamiento alicantinos, pero suscitó la desconfianza de algunos vecinos, que sospecharon del cuantioso gasto de las obras. Estas sospechas pronto se extendieron a varios regidores y a los comandantes de artillería e ingenieros, propiciando el envío de anónimos (junio 1809) que les acusaban de utilizar los fondos públicos en su provecho. Pero tanto el gobernador como el ayuntamiento respaldaron la honradez de los acusados.


LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA PROVINCIA DE ALICANTE

1810

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Avance francés

ESPAÑA

El ejército francés comienza a mediados de enero de 1810 la marcha hacia Andalucía. El 1 de febrero se entrega Sevilla y, aunque Cádiz se resiste, poco a poco las tropas imperiales se adueñan sin mayores problemas del resto de las ciudades andaluzas. Por el norte, el general Suchet conquista Lérida el 13 de mayo. La Junta Central, que desde Sevilla había buscado refugio en la isla gaditana de León, acuerda disolverse y dar paso el 28 de enero a un Consejo de Regencia, que convoca elecciones. El 24 de setiembre se reúnen por primera vez las Cortes, emitiendo un decreto por el que asume la representación de la soberanía nacional, promulga la división de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) y, aunque reconoce a Fernando VII como rey de España, proclama el fin de la monarquía absoluta. En otra sesión celebrada en noviembre, se aprueba la libertad de prensa.

Puerta de San Francisco en Alicante. (Crónica de Alicante de Viravens)

En los primeros meses de 1810, las tropas francesas se acercaban peligrosamente al territorio alicantino por tres frentes: el norte, por Valencia; el oeste, por Albacete; y el sur, por Murcia. Desde Villena llegaron noticias de que Albacete había sido tomada por el ejército napoleónico el 9 de enero. Al mismo tiempo, el mariscal Suchet avanzaba hacia Valencia desde Aragón. El 25 de febrero ocupó Teruel; el 27, Morella; el 2 de marzo, Nules; el 3, Sagunto, donde se le unió el ejército del general Habert; y el 5 ambos ejércitos cerraban el cerco de Valencia en Catarroja, apoderándose del Grao, cuyos habitantes huyeron a Cullera, Gandía, Denia, Alicante… Tantos refugiados llegaron de repente a Denia que, según mosén Palau, «estaba llena de coches, calesas, tartanas y las gentes no sabían dónde alojarse, todo era una confusión en buscar casas, en los dos mesones no podían caber más». Pero Suchet esta vez no pudo conquistar Valencia y, tras levantar el cerco, retrocedió con sus tropas hacia Aragón. Al mes siguiente (23 de abril), era Murcia la que caía en poder de los franceses, mandados por el general Sebastiani. La noticia alarmó a las poblaciones alicantinas. En Jijona se ocultaron los archivos municipales y eclesiásticos por miedo a perderlos en un eventual saqueo, y el temor a una inminente invasión sumió en un pánico general a los ilicitanos, muchos de los cuales abandonaron la villa, entre ellos los alcaldes primero y segundo. Los franceses no llegaron esta vez tan lejos, pero sí que se apoderaron sin dificultad el día 26 de Orihuela, si bien la abandonaron de inmediato, hostigados por algunas partidas de guerrilleros, según el historiador Vicente Ramos procedentes de Catral. Mientras tanto, huyendo de las tropas de Sebastiani, la división mandada por el general español Freire llegaba a Alicante con intención de refugiarse y recuperarse de los descalabros sufridos. Junto con estos soldados, buscaron también protección en Alicante muchas familias de los pueblos vecinos. Tanta afluencia de refugiados hizo temer a las autoridades alicantinas que llegaran a faltar víveres en el caso de que la ciudad fuera sitiada por el enemigo. Para evitarlo, el gobernador Cayetano Iriarte ordenó el 25 de abril que salieran aquel mismo día de Alicante todos los forasteros que vinieran de pueblos que no se hallaban ocupados por los franceses, bajo amenaza de ser castigados con multa de diez ducados. Desde luego no se actuó de la misma forma con la división de Freire, a la que el ayuntamiento de Alicante entregó los víveres necesarios. En julio de 1810, el capitán general de Cataluña, Enrique O’Donnell, pidió ayuda al de Valencia, José Caro, para defender Tortosa. Acudió éste con su ejército, pero su prematura huida en el combate provocó una vergonzosa derrota. Caro fue destituido, sustituyéndole Luis Alejandro de Bassecourt como capitán general de Valencia. En diciembre de aquel año, el Consejo de Regencia distribuyó la superficie de España en seis distritos militares, destinando a la defensa de cada uno otros tantos ejércitos. El primero era el de Cataluña; el segundo ejército de Aragón y Valencia; el tercero de Murcia…

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Continúan las fortificaciones Las tropas francesas del general Sebastiani tomaron

Orihuela el 26 de abril de 1810 fácilmente (aunque muy brevemente) porque las obras que debían realizarse para fortificar esta ciudad, y que se habían proyectado dos años atrás, llevaban muchos meses paralizadas. El 2 de junio de aquel mismo año, el ayuntamiento pidió al gobernador que reactivara el «plan adoptado para la defensa, fortificación y artillamiento de Orihuela». Al cabo de seis días, el gobernador contestaba que el plan de defensa no se había realizado porque los ingenieros que debían dirigirlo habían sido comisionados a Elche y Alicante, pero que pronto se pondría «en obra el foso proyectado desde el camino del medio hasta frente San Francisco, y otros parapetos proyectados para aumentar las defensas de las inmediaciones de esta ciudad». Debido a la dificultad para amurallar todo el perímetro oriolano, por falta de dinero y de medios, el gobernador informaba de que se aumentarían los atrincheramientos, «para resistir algunos días a la primera aproximación del enemigo y dar tiempo a que vengan socorros». Siete días más tarde amplió esta contestación, tras realizarse una inspección por parte de la Comisión Militar, la cual proponía varias medidas para reforzar la defensa de la ciudad: construcción de una banqueta (parapeto para proteger dos filas de soldados) en el barrio de San Agustín y en la tierra de San Gregorio (actual iglesia San Vicente Ferrer), aspillerando varios edificios; demoler las casas más avanzadas, para evitar que las usaran el enemigo en un posible asedio; y demoler también el puente del Molino, construyendo en su lugar un malecón con foso y parapetos. Por último, el gobernador pedía al ayuntamiento oriolano que animase a los vecinos en la realización de estas obras, que ascenderían en total a 160.000 reales de vellón.

Nuevas murallas y demolición del barrio de San Antón El 25 de febrero de 1810 arribó al puerto de Alicante un buque del que desembarcó un gran número de prisioneros franceses, procedentes de la isla de Tabarca, que fueron destinados a trabajar de manera forzosa en las obras de fortificación de la ciudad. A ellos se unieron el 3 de agosto otros 130 prisioneros que llegaron también de Tabarca. En este año concluyó la construcción de las nuevas murallas de Alicante. Desde la puerta del Mar existía un malecón que se extendía hasta el fuerte de San Carlos (en la actual plaza de Canalejas); desde este fuerte partía la nueva muralla en dirección a la plaza de San Francisco, donde se construyó la puerta de idéntico nombre (hoy, plaza Calvo Sotelo), que contaba con un pequeño foso y un puente levadizo, así como una lápida de mármol negro en su atrio, en la que se leía la inscripción: «Alicante hizo estas murallas en defensa de Fernando VII, año 1810». Proseguía desde allí la muralla sobre una ligera elevación conocida como la Montañeta, hasta el cilíndrico torreón de San Nicolás (en la actual intercesión del paseo Federico Soto y la calle del Teatro) y, torciendo hacia el noroeste, hasta otro torreón de parecida forma, el de San Cayetano (situado donde hoy se cruzan las calles de Pascual Pérez y Álvarez Sereix). Seguía luego la muralla en dirección norte, para girar bruscamente hacia el oeste y en forma de ángulo recto al tropezarse con un barranco que era conocido como de Canicia; salvado éste, volvía de nuevo el muro a corregir su camino de manera igualmente brusca hasta conectar con la vieja muralla, que la esperaba tras el baluarte de la Ampolla, aunque por el medio quedaba interrumpida por culpa de una nueva puerta, llamada de la Reina (en el cruce actual de la Rambla con la avenida de Alfonso el Sabio), defendida por un foso que circunvalaba las últimas cortinas de la muralla. Para evitar que los franceses se sirvieran de él para atacar con mayor comodidad a la ciudad, en marzo de 1810 se derribó el barrio de San Antón, a excepción de la Casa de Misericordia y una casa de campo cercana. Al mismo tiempo, se continuaban las obras de construcción del nuevo castillo en lo alto del Tosal, bajo la dirección del ingeniero Ordovas. VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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1811 ESPAÑA

La compañía militar que dirige el francés Masséna en Portugal fracasa tras la pérdida de varias batallas, siendo la última la de Fuentes de Oñoro (ya en tierras salmantinas), los días 3 y 5 de mayo de 1811, frente a las tropas aliadas anglo-españolas, mandadas por lord Wellington. Este fracaso francés es considerado como el punto de inflexión tras el cual las tropas imperiales comenzaron a perder el control sobre la Península Ibérica, pese a que todavía ocuparían Cataluña y Valencia. El 6 de agosto de 1811, las Cortes de Cádiz aprueban un decreto mediante el cual se suprimen los señoríos y, por consiguiente, el derecho que hasta entonces tenían los señores para nombrar los cargos municipales. Conquistada toda Cataluña tras la caída de Tarragona el 28 de junio, el mariscal francés Suchet se apresta a tomar Valencia, que ya había padecido el asedio en dos ocasiones anteriores. El cerco comienza el 28 de diciembre y el general Blake manda el ejército de la defensa con efectivos semejantes a los de Suchet.

En 1814 la ciudad de Alicante contaba con 77 calles, 11 plazas y 7 puertas y pórticos. (Marco Esteve)

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Acaban las fortificaciones La construcción de la nueva muralla agrandó la ciudad de Alicante, quedando intramuros algunos huertos y tierra baldía, en donde se construyeron casas que, en principio, debían ser para los habitantes del derruido barrio de San Antón. A principios de 1811 se presentaron varias solicitudes de concesión de aquellos terrenos por parte de antiguos vecinos del barrio derribado, pero también las presentaron algunos individuos que contaban con sus propias casas y poseían rentas saneadas (la mayoría comerciantes), que pretendieron, y consiguieron, construir almacenes o viviendas para aumentar sus patrimonios. En 1811, Alicante solo contaba con una escuela pública «de primeras letras», dotada con 752 reales de vellón y 32 maravedíes anuales, y dirigida por José Corona, que falleció en marzo de ese año y fue sustituido por Ignacio Corona. Había también una escuela de comercio, abierta aquel mismo año por Nicolás Pérez. Eran catorce los abogados en ejercicio, habiendo tres con el apellido Albiñana. Y un único notario: Esteban Pastor Rovira. El ayuntamiento tenía en su nómi-

Alicante en 1814

na a tres médicos (que cobraban 2.007 reales y 27 maravedíes anuales), dos cirujanos (con sueldo anual de 602 reales y 6 maravedíes) y una madrina o comadrona (150 reales y 12 maravedíes). El 21 de setiembre de 1811 se nombró al primer arquitecto municipal: Juan Carbonell Satorre.

El castillo de San Fernando En 1812 se acabó de construir el castillo en lo alto del monte Tosal, al que se llegaba por medio de una rampa. Contaba con puente levadizo, un torreón de forma cónica coronado de troneras, varios pabellones y almacenes, dos aljibes y, en la entrada, dos leones de piedra colocados sobre unos pilares. La obra fue dirigida por el ingeniero Ordovas y el castillo recibió el nombre de San Fernando, en honor al santo que daba nombre al rey por el que los españoles luchaban contra el ejército napoleónico.

Últimas medidas defensivas Con la construcción del castillo de San Fernando prácticamente finalizaron las obras de fortificación que se llevaron a cabo en la ciudad de Alicante. Tan solo en julio del año siguiente, por indicación del comandante de ingenieros, realizaron algunas medidas menores más de defensa. Para impedir que el enemigo se sirviera de ellos para esconderse, se talaron algunos árboles que había cerca de las murallas, que además obstaculizaban el fuego de artillería y fusilería. Por la misma razón se talaron los que, ya intramuros, formaban las alamedas que unían la Puerta de El-


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Denia en 1811

che con el convento de las Capuchinas. También se demolió la casa llamada Aduaneta, situada al lado de la muralla y de la Puerta de Elche, porque obstruía el fuego que, desde la torre de los Capuchinos (al norte de la muralla) debía proteger los flancos de la torre de San Bartolomé (al sur de la muralla). Se hizo sin indemnizar al dueño, toda vez que las reales órdenes establecían que los edificios ubicados fuera del recinto de la plaza podían ser destruidos por el bien común y sin indemnización.

Fortificaciones en ciudades ocupadas Algunas poblaciones fueron igualmente fortificadas por los franceses mientras las ocupaban. Así ocurrió en Denia, en cuyo castillo se realizaron mejoras defensivas entre el 4 de febrero y el 27 de abril de 1812; construyéndose además unas grandes puertas para la misma fortaleza que se instalaron el 13 de noviembre de aquel mismo año, en la entrada que había frente a la carnicería. Nada tuvieron que ver estas fortificaciones hechas por los franceses con las que proyectaron las autoridades españolas en junio del año anterior (1811), según el plano elaborado por el capitán de ingenieros Tomás María de Aguirre y su ayudante Antonio Bolaños (en el que aparece toda la ciudad rodeada por un gran foso de agua marina), que no llegaron a realizarse a causa de la invasión gala. En Benisa, las tropas francesas se acuartelaron en el convento de los franciscanos, edificio que fue remodelado y fortificado en abril de 1812 por el maestro de obras José Torres.

Alicante en 1814 Al finalizar la guerra de la Independencia, la ciudad de Alicante tenía 77 calles, de las cuales 18 todavía conservan el mismo nombre: Santa Cruz, San Roque, Balseta, San Francisco, Mayor, San Pascual, San Agustín, Villavieja, Labradores, Navíos, San José, Virgen de

Belén, San Vicente, Lonja de Caballeros, Huerta, San Nicolás, Marsella y Santa Marta. Tenía once plazas, la mayoría de las cuales sobreviven con el mismo nombre: Mar, Elche, San Cristóbal, Monjas, Ramiro y Puente. Además, contaba con las siguientes puertas y pórticos: Ferrisa, Huerta, San Francisco, Reina, Mar, Nueva y Ansaldo.

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Cementerios Desde tiempo inmemorial y hasta principios del siglo XIX los muertos eran enterrados en las iglesias y catedrales. El rey Carlos III decretó ordenanzas que prohibieron seguir con esta práctica por considerarla insana; su sucesor, Carlos IV, ordenó en 1804 el establecimiento de cementerios fuera de las poblaciones en beneficio de la salud pública, prohibiendo los enterramientos en los templos, excepto obispos, sacerdotes, religiosos y clérigos; y las Cortes de Cádiz ratificaron esta orden posteriormente. Sin embargo, durante cierto tiempo se hizo caso omiso de esta prohibición por dos razones principales: los nobles exigían ser enterrados en las iglesias a las que habían donado generosas cantidades de dinero en vida y porque los párrocos cobraban un canon de enterramiento a las familias de los fallecidos que no eran nobles. En Alicante se cumplió con aquellas ordenanzas en 1805, con la construcción de un cementerio extramuros, en la partida rural de San Blas y a la falda del monte Tosal. En Benidorm se dice que, durante un saqueo que sufrió el pueblo en 1812 por parte de los franceses, és-

Pocos meses antes de la ocupación de Denia, ingenieros militares españoles proyectaron su fortificación, tal como se puede ver en la parte derecha del plano. Este documento ha sido aportado por el Centro Geográfico del Ejército

tos profanaron el cementerio, aledaño a la iglesia, por lo que se decidió construir uno nuevo. Esta información se debe a lo escrito por Pedro María Orts en 1892: «Refieren los viejos que la guarnición del castillo (se refiere a la afrancesada) violó las sepulturas de los que descansaban en las criptas de la iglesia y terrenos adyacentes (debió de existir un cementerio anejo) y se entretenían arrojándolas al agua, acompañando sus ejercicios con chanzonetas y gracias de mal género, obligando después a los vecinos a recoger aquellos restos humanos con gran trabajo y darles sepultura cristiana». Las aclaraciones son de Antonio Yáñez, quien se hizo eco en su «Historia y Descripción de Benidorm» de lo escrito por Orts a finales del siglo XIX. También se hace eco Yáñez de esto otro escrito por Orts sobre las tumbas en las bóvedas subterráneas de la iglesia y en el terreno contiguo: «Prohibidas estas sepulturas por razones higiénicas el año 1820, volvió a utilizarse el primitivo depósito, y una vez profanado por los franceses se eligió el terreno donde en la actualidad se encuentra». El terreno último se refiere al del antiguo cementerio, situado en la zona de la Foia del Bol, ahora en la antigua carretera de circunvalación, a la izquierda de la entrada a la playa de Poniente. Según se deduce de esto, parece que el primer cementerio fuera del pueblo se construyó después de la invasión francesa. Sin embargo, el propio Yáñez dice que existe una referencia, en 1804, de una venta entre particulares en el camposanto, situado en la zona de la Foia del Bol. Añade además otra referencia, en el Libro de Fábrica de 1807, donde hay una partida de 105 reales por la puerta del cementerio y escala de los difuntos. De modo que, al margen de la supuesta profanación de los soldados franceses de las tumbas que había dentro y junto a la iglesia (hecho dudoso por inaudito y basarse únicamente en rumores recogidos por escrito casi un siglo después), todo apunta a que Benidorm ya contaba con un cementerio en las afueras, antes del comienzo de la guerra de la Independencia. El 17 de febrero de 1813 fue bendecido, en Denia, VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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CRISTINA DE MIDDEL

cementerio de la Basa. Diez días más tarde > elfuenuevo estrenado por Mariano Collado.

En Alcoy, el clero y las autoridades municipales decidieron construir el primer cementerio en la parte sur de la villa. Fue bendecido el 4 de febrero de 1812 y el primer difunto en él enterrado fue, paradójicamente, el propio sepulturero, Jorge Pérez.

El agitado entierro de Marcos Verdú En los primeros días del mes de marzo de 1813 falleció Marcos Verdú, regidor jijonenco por el estado nobiliario que se encargara de administrar los caudales públicos. Estaba siendo enterrado en la Iglesia Vieja cuando la ceremonia fue paralizada por orden del gobernador, que había prohibido las inhumaciones en aquel lugar, para hacer cumplir las ordenanzas y porque estaba a rebosar de insalubridad. El ayuntamiento de Jijona se vio obligado a aprobar el 5 de marzo la adquisición de un terreno (sin especificar) donde ubicar el primer cementerio, para conseguir a cambio que el gobernador permitiera un último entierro en la iglesia, inhumándose por fin los restos de Verdú al pie del altar que hoy es conocido como de Nuestra Señora del Rosario. Pero pasaba el tiempo y los fallecidos continuaron siendo enterrados en la iglesia, ante la falta de cementerio, y pese a las protestas de los vecinos de aquella zona, que se quejaban de los malos olores que, según sospechaban, eran nocivos para su salud. Dos meses después se reunió de nuevo el ayuntamiento de Jijona, para debatir la posibilidad de enterrar a los difuntos en el castillo, mientras no hubiera cementerio, pero se desechó al final esta idea. Por fin, el 25 de mayo, los regidores acordaron, tras una larga sesión y empujados por la orden de Francisco Serrano, jefe del Estado Mayor de la división Mallorquina, acantonada en Jijona, comprar un terreno de fuera

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El cementerio viejo de Benidorm que fue construido a principios del siglo XIX

Puerta de Ferrisa de Alicante. (Crónica de Alicante de Viravens)

de la población para dedicarlo a camposanto. El lugar elegido fue el conocido como Eras del Arrabal (donde hoy está el asilo Vicente Cabrera), propiedad del alcalde primero Joaquín Aracil y Valda, que no asistió a la reunión. El precio de aquel terreno, tasado el 13 de junio por los albañiles José Martí y Leandro Picó, expertos nombrados por el propio ayuntamiento, fue de 1.070 reales de vellón, que pagó el párroco. El primer cementerio de Jijona, el llamado Eras del Arrabal, junto al camino de Alcoy, fue bendecido en el verano de 1813 y sirvió para albergar los restos mortales de los jijonencos durante noventa años.

Epidemia

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n el verano de 1811 se produjo una epidemia de fiebre amarilla que llegó a tierras alicantinas procedente de Cartagena y Murcia. Conforme se tenían noticias del avance de la epidemia, las autoridades de las poblaciones alicantinas comenzaron a tomar medidas, creando juntas de sanidad, cerrando las entradas de las ciudades y pueblos, y aislando a las víctimas. Aun así, la epidemia irrumpió en Orihuela y Elche en los últimos días de agosto. En setiembre se produjo el primer contagio en la ciudad de Alicante, provocando una gran alarma debido al recuerdo que se tenía de la última epidemia de fiebre amarilla sufrida, siete años atrás, y que causó una gran mortandad. En Alcoy hubo algunos casos de contagio, pero con menos virulencia que en las poblaciones del sur. El 7 de octubre se leyó en el pleno del ayuntamiento alcoyano una carta enviada desde Alicante en la que se informaba del peligro existente dada la «multitud de pueblos infectados», citándose como poblaciones contagiadas las de Alicante, Muchamiel, San Juan, Villafranqueza, Jijona, Biar, Ibi, Castalla, Benejama, Bañeres, Onil…; a las que había que añadir las ya citadas Elche y Orihuela, así como todas las que conformaban la gobernación oriolana. Cuatro meses duró aproximadamente aquella epidemia de fiebre amarilla, que por fortuna no resultó tan terrible como la de 1804, pues esta vez causó bastante menos víctimas mortales. En la ciudad de Alicante, según dice el cronista Nicasio Camilo Jover, «no pasaron de diecisiete las víctimas que hizo, desapareciendo luego de todo punto». No obstante, en marzo del año siguiente, hubo un pequeño rebrote en Orihuela, presentándose tres casos de fiebre amarilla en el hospital militar.


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Junto a la ermita del Calvario tuvo lugar el combate entre franceses y españoles

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA PROVINCIA DE ALICANTE

1812

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Alicante, capital del Reino valenciano

ESPAÑA

Luego de la toma de Castellón, Sagunto y Játiva, el 9 de enero de 1812 capitula Valencia ante las fuerzas francesas del mariscal Suchet. Así comienza la última fase de la guerra, determinada por la trascendental ofensiva de Napoleón contra la Rusia del zar Alejandro. Para concentrarse en esta campaña, en la primavera de 1812 el emperador cede por primera vez el mando único militar y político en España al rey José I y ordena el regreso a Francia de varias unidades selectas. Pese a ello, la «Grande Armée» seguirá contando en España con doscientos treinta mil hombres, que sin embargo cede la iniciativa al ejército aliado hispanobritánico de lord Wellington. Éste entra desde Portugal por Extremadura, si bien su primera conquista se produce, en enero, en Ciudad Rodrigo. En abril toma Badajoz; el 22 de julio vence en la decisiva batalla de Arapiles; y el 30 de julio entra en Valladolid. Alarmado, José I ordena al mariscal Soult la retirada de Andalucía, para defender Madrid. Pero Wellington entra en la capital el 12 de agosto, al frente de setenta mil españoles e ingleses. José I huye a Valencia, donde el mariscal Suchet lo acoge, instalándole en el palacio del conde de Parcent. Mientras Wellington se tropieza con la heroica defensa del castillo de Burgos por la guarnición francesa, el mariscal Soult, seguido del rey José I, inicia en octubre una contraofensiva desde Valencia que culminará con la reconquista francesa de Madrid. En medio de estas ofensivas y contraofensivas, las Cortes de Cádiz aprueban la Constitución el 19 de marzo de 1812.

Tras la ocupación de la ciudad de Valencia, Alicante pasó a ser la capital del Reino y de la provincia

En los primeros días de enero de 1812, las tropas francesas al mando del mariscal Suchet asediaban por tercera vez la ciudad de Valencia, la cual, tras sufrir un durísimo ataque, capituló el 9 de dicho mes. El general Blake, máximo responsable de la defensa de la ciudad, fue hecho prisionero y enviado a Vincennes, donde permaneció cautivo durante varios años; pero los miembros de la Junta Suprema Provincial y de la Audiencia lograron huir y refugiarse en Alicante. Como consecuencia de lo anterior, Alicante no sólo recibió un aluvión de prófugos procedentes de Valencia y de muchas poblaciones existentes entre ambas ciudades, sino que, además, se convirtió provisionalmente en la capital del reino, al constituirse en ella una Comisión de Gobierno que sustituyó a la disuelta Junta Suprema. Acoger a tantos refugiados supuso un grave problema para las autoridades locales alicantinas, pues no había alojamientos suficientes y la escasez de víveres ya constituía un trastorno que se agravó aún más. A mayor abundamiento, la creación de la Comisión de Gobierno para atender los asuntos de la provincia (todo el antiguo reino de Valencia) y la llegada de la Audiencia ocasionaron serios conflictos de competencias entre estas instituciones y el ayuntamiento y el gobernador de Alicante. Residían por otra parte en la ciudad los jefes de los ejércitos 2º y 3º, así como el intendente militar, lo que contribuyó sobremanera a que los conflictos institucionales causaran constantes enfrentamientos, sobre todo en lo concerniente al reparto de los fondos económicos y a la recaudación tributaria de los mismos. A principios de setiembre, la Comisión de Gobierno decidió trasladar su sede a la partida rural de Tangel, debido a las dificultades de alojamiento que persistían en Alicante. Y el 15 de octubre se produjo una violenta disputa entre las diferentes autoridades que coexistían en la ciudad y que llegó a poner en alerta a las tropas.

Discusiones y amenazas entre las autoridades civiles y militares La discrepancia surgió esta vez entre el gobernador de la plaza, el brigadier Joaquín Caamaño, y la Comisión de Gobierno, a la que aquél exigía el pago urgente de los sueldos que se adeudaban a las tropas que guarnecían la plaza. El comandante general del reino, Francisco Copóns y Navia, quiso intermediar en el conflicto, por lo que citó en su propia casa al gobernador, a todos los miembros de la Comisión de Gobierno y a varios jefes militares, además de Juan Sanmartín, abogado de los Reales Consejos, asesor de Guerra y auditor del Ejército, autor del informe por el que conocemos lo ocurrido. Copóns quiso persuadir a Caamaño de que desistiera de sus exigencias, pero éste se mantuvo firme y la discusión alcanzó tal nivel de crispación que el gobernador amenazó con arrestar al propio comandante general y a la Comisión en pleno, si ésta no pagaba lo que debía. Copóns respondió ordenando a su vez el arresto inmediato de Caamaño, replicando éste que el mando supremo en la plaza le correspondía a él, y no al comandante general. En este punto, llegaron al lugar de la reunión varios piquetes de los Tiradores de Cádiz, ante cuya presencia continuó la discusión. A pesar de que los jefes militares apoyaron al gobernador, Copóns ordenó de nuevo su arresto, destituyéndole y nombrando en su lugar a

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uno de los presentes, el conde de Ayamáns, pero éste rechazó el cargo por estar de acuerdo con Caamaño. Afortunadamente, los ánimos se fueron calmando. La Comisión ofreció pagar 150.000 reales y convocar al día siguiente a los comerciantes para conseguir un empréstito. Pero el gobernador exigió 300.000 reales; cantidad que al fin se comprometió a entregar la Comisión al día siguiente. Aquella reunión tan agitada acabó a media noche sin que se produjera ningún arresto ni destitución. Algo que sí se produjo antes de que finalizara aquel mes de octubre y como consecuencia de tan tensa discusión. Caamaño fue sustituido interinamente como gobernador de Alicante por el también brigadier Luis Riquelme, pero con éste las relaciones institucionales no mejoraron. En otro enfrentamiento que hubo al mes siguiente entre el ayuntamiento y el general Elío, durante la cual éste insultó y amenazó a los regidores si no entregaban el valor de las raciones solicitadas para mantener a sus tropas, el gobernador Riquelme apoyó al general y hasta amenazó a su vez con ocupar militarmente la casa consistorial. Amenazas que no se llevaron a cabo al pagar por fin el ayuntamiento el dinero exigido el 28 de noviembre.

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Invasión francesa del territorio alicantino Desde la ribera del Tajo, el mariscal francés Marmont envió a tres de sus divisiones (dos de infantería y una de caballería), al mando del general Montbrun, hacia la actual provincia alicantina, para proteger el flanco sudoeste del ejército del mariscal Suchet, que se disponía a conquistar Valencia y bajar en dirección Alicante. Al mismo tiempo que Valencia capitulaba ante Suchet, el general Montbrun entraba en Almansa y hacía retroceder a las tropas españolas del general Freire hacia Elche y Alicante. Por su parte, la división francesa mandada por el general Harispe avanzó en dirección a Albaida, empujando a las tropas de Nicolás Mahy hasta Cocentaina y Alcoy. Y el general Habert, bajando por la costa, instaló su cuartel general en Gandía, amenazando la gobernación de Denia.

La caótica retirada del ejército español Ante el imparable avance de las fuerzas napoleónicas, el general Mahy, comandante en jefe del ejército español, ordenó el repliegue de sus tropas, poco antes de abandonar Alcoy. La caballería al mando del general Martín de la Carrera, que estaba en Villena, debía retroceder a Monforte, dejando dos escuadrones en Elda; y el general Freire, que se dirigía a San Vicente, debía situar dos escuadrones en Sax, uno en Monóvar y parte de su caballería en Novelda. Pero este repliegue, que debía de haberse hecho ordenadamente, se hizo por el contrario de manera caótica por culpa de las contradictorias órdenes cursadas por Mahy, tal como le reprocharía el general Pedro Villacampa el 12 de enero desde Muchamiel: «Acabo de recibir la orden de V.E. de esta fecha para pasar a Elche con la división de mi mando y unirme con la caballería de los generales D. Manuel Freyre y D. Martín de la Carrera, que pondré en ejecución sin demora. Mas como en ella


INFORMACION

LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA PROVINCIA DE ALICANTE

dos galos colocaron una pieza de artillería en lo alto del cerro de los Ángeles, pero fue desmontada por los disparos certeros de los cañones españoles que guarnecían el baluarte de la Ampolla, bajo el mando del capitán Vicente Torregrosa. Después de día y medio, Montbrun levantó el asedio y se alejó con sus tres divisiones de Alicante, en dirección a La Mancha y aprovechándose de la indefensión en que habían quedado los pueblos que encontró a su paso, para recaudar contribuciones y víveres, bajo amenaza de saqueo. Dicen los cronistas españoles que la razón de aquella rápida retirada estaba en las órdenes que dio Napoleón para concentrar sus ejércitos previamente a la campaña de Rusia. Según los informes militares franceses, aquella retirada se debió en realidad a que Montbrun había cumplido su objetivo de cubrir el flanco sudoeste del mariscal Suchet, obligando al ejército español a encerrarse en Alicante. En cualquier caso, lo cierto es que Alicante superó aquel breve asedio, el único que padeció durante la guerra, convirtiéndose así en la única ciudad importante de España, junto con Cádiz, que no fue conquistada por el ejército napoleónico.

Accidente mortal en el castillo de Santa Bárbara El mayor número de víctimas que sufrió la ciudad de Alicante durante la guerra de la Independencia y de forma violenta no fue a causa de un combate, sino de un fatal accidente. Sucedió el 21 de febrero de 1812, mientras algunos artilleros se hallaban en el castillo de Santa Bárbara elaborando cartuchos de pólvora. Se prendió fuego a uno de los barriles llenos de cartuchos, provocando una enorme detonación que derribó la capilla de la fortaleza y la aledaña casa del gobernador. Murieron cincuenta personas, entre ellas la esposa del gobernador, el brigadier Antonio de la Cruz. Al mes siguiente, De la Cruz fue sustituido interinamente por el mariscal José San Juan como gobernador de Alicante.

Ocupación francesa

CRISTINA DE MIDDEL

El combate en el Calvario de Muchamiel

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unque la ciudad de Alicante no volvió a sufrir el ataque del ejército francés, después del efímero asedio que soportó el 16 de enero de 1812, tres meses más tarde se libró un pequeño pero crucial combate cerca de ella. Ocupado Alcoy, el mariscal Suchet ordenó a las tropas de infantería de la división del general Harispe y a la brigada de caballería del general Delort que avanzaran hacia Jijona. Al mismo tiempo, las tropas del general Gudin avanzaron por el camino de Muchamiel, seguidas por el grueso del ejército invasor, al mando del propio Suchet.

observo que, así como desde mi llegada a Cocentaina hasta hoy, ninguna orden e instrucción he recibido de V.E. con oportunidad, ahora ni V.E. me dice quién debe tomar el mando de las tropas luego que nos reunamos, ni dónde se hallan los enemigos y en qué número y calidad, dando a entender V.E. con la premura de la orden que me comunica, que en todas direcciones se presentan, puesto que desde luego trata V.E. de encerrar todas las tropas en la plaza de Alicante, incluso la infantería al mando del general Freyre (…)». Y, efectivamente, el ejército español fue a refugiarse precipitadamente en Alicante, abandonando el resto de las ciudades y pueblos. Gracias no obstante a que Mahy concentró lo que quedaba de su ejército en Alicante, uniéndose a la división de Roche (que la guarnecía), pudo esta plaza

El general español Roche salió de Alicante al frente de su división para enfrentarse al enemigo. Encontró a la vanguardia francesa, compuesta por unos cuatro mil hombres, en las alturas del Calvario de Muchamiel, a la derecha del río Seco (al oeste de la población, donde está actualmente la ermita en la que se sigue celebrando el vía crucis cada viernes santo), donde trabaron un combate del que salieron victoriosos los españoles. No obstante, para evitar que les cerrase la retirada otra columna francesa que venía por El Palamó (Villafranqueza), Roche ordenó a sus tropas regresar a Alicante.

resistir con firmeza su primer y único asedio durante la guerra de la Independencia.

El asedio de Alicante Al amanecer del 16 de enero de 1812 llegó el general Montbrun, al mando de sus tres divisiones, hasta las proximidades de Alicante. Las tropas imperiales se desplegaron por el Altozano y se apoderaron de la iglesia y del convento de los Ángeles. Tras cercar la ciudad, Montbrun conminó a las autoridades alicantinas a la rendición, que rechazaron. Disparó entonces la artillería francesa varias veces contra el recién construido castillo de San Fernando; fuego intimidatorio al que respondieron los cañones de la fortaleza de Santa Bárbara. Los solda-

Tras la conquista de Valencia por parte del mariscal Suchet, prácticamente todas las poblaciones alicantinas fueron tomadas por el ejército invasor a lo largo de los primeros meses del año 1812. Denia y Jijona fueron ocupadas el 19 de enero; Cocentaina y Jávea, el 20; Alcoy el 22… El 19 de enero entraron en Jijona 600 coraceros y dragones franceses que, bajo amenaza de saquear e incendiar la ciudad, obligaron a la población a entregarles víveres y pertrechos. Aunque esta primera vez no se quedaron, Jijona permaneció bajo el control francés durante cinco meses, creyéndose que situaron su cuartel general en la amplia casa solariega de la finca de Sot de la Casa Gran. Procedentes de Denia, el 20 de enero ocuparon Jávea doscientos soldados franceses al mando de un oficial. Delante de ellos enviaron a un vecino, Manuel Mas, para que avisara al alcalde y regidores. Pasaron formados por la calle Mayor y seguidamente marcharon hacia Moraira y Teulada. Dos días después de conquistar Cocentaina, el 22 de enero, la división del general Harispe entró en Alcoy sin dificultades, asentando aquí su cuartel general, nombrando gobernador al coronel Barón de La Rouelle y estableciendo bajo su supervisión un nuevo ayuntamiento. Algo parecido sucedió en Elda, donde los franceses fueron recibidos con tanta calma que, según afirman varios cronistas, los jefes y soldados galos dijeron más de una vez que «por más que vinieran incomodados por los lances de la guerra y dispuestos a hacer daño, así que entraban al pueblo variaron de pensamiento que se trocaba en benevolencia sin poder explicarse la causa». Calpe, Altea, Villajoyosa y demás poblaciones de La Marina fueron cayendo en poder de los imperiales antes de acabar aquel mes de enero. Por carecer el archivo municipal vilero de documentos de aquella VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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por culpa de un incendio, se desconoce la fecha > época exacta en que fue ocupada la villa y lo que sucedió en

aquellos meses, salvo que los franceses arrancaron un frondoso olmo que daba nombre a la plaza que luego se llamaría Mayor, según cuenta Pascual Madoz en su «Diccionario geográfico-estadístico-histórico Villajoyosa», editado en 1840. En Benidorm, previamente a su ocupación, la marina napoleónica destruyó el fortín de Canfali, cuyos cañones cayeron al mar. En Benisa se acuartelaron en el convento franciscano, dice alguna crónica que tras expulsar a los frailes. Lo cierto es que éstos debieron huir antes de la llegada de los invasores, según explicó el máximo responsable de dicho convento por escrito: «(…) viendo que el enemigo, apoderado ya de la capital, se acercaba a este territorio se determinó por unánime consentimiento de toda la comunidad del convento repartir por iguales partes entre todos los individuos los pocos comestibles que quedaban, para poder con ellos subsistir, y prevernirse de la ropa necesaria para simular al enemigo nuestra profesión». Desde su cuartel general en Alcoy, el general Jean Isidoro Harispe envió a sus soldados, en los primeros días de abril, para conquistar Villena, Ibi y Castalla. Éstas, como la mayoría de las poblaciones conquistadas, no eran ocupadas permanentemente por los soldados franceses, sino que fueron utilizadas como lugar de descanso o para aprovisionarse, exigiendo hospedaje y víveres para la tropa, y pienso para los caballos. Así, el 10 de junio, entraron en Elche para llevarse cebada, bajo amenaza de saqueo; y en Elda entraron hasta 79 veces entre marzo y agosto de aquel año, obligando a los vecinos a que les suministrasen víveres y piensos. Pero hubo poblaciones que, por su valor estratégico, fueron ocupadas permanentemente por las tropas imperiales. Denia es el ejemplo más notable.

Alcoy (comandante francés Ciprian Chailan; alcalde José Ignacio Barber), Benisa (comandante Pichon, alcalde Joaquín Avargues), Ibi (comandante Gregori, alcalde Teodoro Botella), etcétera. En Jijona los franceses no forzaron el cambio de ninguna autoridad local, ni siquiera la del gobernador, Francisco del Castillo Valero. Pero cuando la abandonaron en agosto de 1812, el comandante general Francisco de Copóns ordenó la destitución de todas aquellas autoridades que habían estado en servicio durante la ocupación gala, incluido el gobernador. Como nuevo alcalde fue nombrado Tomás Canet, que hasta entonces había ocupado este mismo cargo en Teruel.

Vaivén de cargos públicos en Alcoy

El diario de mosén Palau fue reeditado por última vez en el año 1983

La larga ocupación de Denia A pesar de las obras de fortificación que se habían hecho en Denia durante los años anteriores, llegado el momento en que las tropas francesas asediaron la plaza, los dianenses optaron por la rendición y sin oponer la más mínima resistencia. Así lo cuenta mosén Palau: «Denia hizo junta general de vecinos para ver si se había de defender o entregarse como los demás pueblos en el día 13 de Enero de 1812 y fue determinado que se entregase de bien a bien supuesto que no estaba en estado de poderse defender, pues no tenía tropa ni municiones, ni víveres (…)». Medio millar de soldados franceses, a las órdenes del general Habert, entraron en Denia a las dos de la tarde del 19 de enero, alojándose en los lugares que mejor les parecieron, a pesar de encontrarse la ciudad repleta de refugiados. Habert se hospedó en casa de Magdalena Lostalot; los oficiales y la tropa fueron repartidos en los almacenes y casas particulares. Mientras tanto, el coronel Esteban Echenique, que había gobernado Denia hasta entonces, marchaba hacia Valencia. Unas semanas antes, había advertido infructuosamente a sus superiores de la vulnerable situación en que quedaba la plaza, tras la retirada de los soldados españoles y quedar huérfana de guarnición. Echenique pidió por lo menos 400 hombres de infantería y algunos artilleros para defender la ciudad, respondiéndole el general Mahy desde Alcoy, el 3 de enero, que no podía mandarle ningún auxilio, ya que todas las tropas españolas estaban en retirada hacia Alicante. Echenique le advirtió entonces que, si los franceses se apoderaban de la plaza «nadie los sacará ya, y se pierde uno de los puntos más interesantes, y se llorará después, como lloramos ahora a Morella, que decían no era punto de defensa. Yo, con esta exposición, cumplo con el Rey, para con la nación y para con V.E. y quedo ya fuera de toda responsabilidad. Diciéndome V.E. que salve todos los efectos y despache a Alicante todas las fuerzas útiles, como a plaza que debe defenderse, es decir, que ésta no; es indispensable el que V.E. se sirva prevenirme de oficio el que abandone la plaza, para de este modo embarcar toda la artillería, que es buena alguna parte de ella, y las

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La ocupación de Denia fue permanente debido a su importancia estratégica

El Llobarro

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l clérigo dianense Francisco Palau Diego (1743-1823) redactó un pormenorizado diario desde 1804 hasta 1821, dedicando especial atención al periodo de la guerra de la Independencia, que vivió personalmente. Está escrito en castellano de aquella época, pero salpicado de voces valencianas, y gracias a su lectura podemos conocer los hechos acaecidos en Denia y los pueblos de su gobernación durante la ocupación francesa. El diario de mosén Palau, que fue archivero de su iglesia parroquial durante muchos años, fue publicado con el título de «El Llobarro» (el lucio), irónica alusión al pez que, según él, podía pescarse en el canal que las autoridades locales ordenaron excavar en 1809, como parte de la fortificación de la ciudad, pero cuya única utilidad era precisamente esa: pescar lucios (llobarros, en valenciano).

municiones; y presentando el oficio de V.E. sobre el salvamento y abandono de ella, no lo extrañará el pueblo, y podré manifestar que obro por orden superior». Echenique no abandonó Denia hasta la rendición a los franceses y la artillería no fue llevada a Alicante. Antes de retirarse a su cuartel general en Gandía, el general Habert nombró a Pedro Bergeron comandante en jefe de la plaza de Denia, que se convertiría en la base desde la cual los franceses dirigieron la conquista de todos los pueblos de La Marina. Numerosas son las referencias que hace mosén Palau en su diario acerca de la llegada y salida de soldados imperiales desde y hacia poblaciones vecinas, deduciéndose fácilmente que Denia era un punto estratégico de gran importancia. Tanto es así, que fue, con diferencia, la última población alicantina en ser abandonada por los franceses.

Cambio de autoridades en las poblaciones ocupadas En muchas de las poblaciones que ocupaban, las tropas francesas obligaban a un cambio de autoridades. Esto suponía un grave trastorno en aquellos lugares en que la ocupación no era permanente, ya que los alcaldes y regidores volvían a ser cambiados cuantas veces se marchaban los invasores, provocando recelos y enfrentamientos entre los vecinos. En Denia, donde, como sabemos, la ocupación era continua, había un gobernador militar francés, pero el 21 de agosto de 1812 fue nombrado un alcalde ordinario español: Manuel Gavilá. Lo mismo ocurrió en

Estando Alcoy bajo la ocupación francesa, el gobernador Juan Bermejo acudió a la llamada del mariscal Suchet, para entrevistarse con él en Valencia. Entretanto, ocupó su cargo provisionalmente José Almunia, hasta que el 19 de junio fue nombrado nuevo gobernador José Gisbert y Doménech, persona de gran prestigio local, miembro de la Junta de Gobierno en 1808 como representante de los nobles y que se había distinguido por sus generosos donativos al ejército español. Once días más tarde, Suchet nombró alcalde mayor al ex corregidor Juan Bermejo, con sueldo de ocho mil reales de vellón anuales más los derechos, tasas y emolumentos establecidos. El 14 de agosto los franceses se vieron obligados a abandonar Alcoy, nombrándose al cabo de una semana una Junta Popular presidida por el corregidor Joaquín Gisbert. Pero el 20 de setiembre, ante la proximidad del enemigo, esta Junta Popular huyó de Alcoy. Al día siguiente volvió a ser tomada esta ciudad por la 117ª Brigada imperial, al mando del general Gudin, respaldada por la división de Habert, fuertemente establecida en el puerto montañoso de Albaida. Gudin traía órdenes de restablecer el ayuntamiento que había durante la anterior ocupación, pero José Gisbert y Doménech alegó estar enfermo, nombrándose entonces para el cargo de corregidor a José Almunia. Además, por orden expresa del mariscal Suchet, se confiscaron los bienes de los alcoyanos considerados enemigos, con preferencia a «los individuos de la Junta insurreccional creada después del día 14 de agosto último». No había pasado un mes cuando los franceses de nuevo se retiraron de Alcoy, nombrándose entonces (21 de octubre) un nuevo ayuntamiento con algunos de los hombres que ya formaran parte de la Junta Popular elegida en agosto, tras la primera etapa de ocupación francesa, siendo elegido alcalde Pascual de Puigmoltó Ortiz de Almodóvar. Nueve días después se eligió al nuevo corregidor: José Altet y Miralles. Pero aún se sucederían varias incursiones y retiradas francesas más. Desde noviembre de 1812 hasta la primavera de 1813, las tropas napoleónicas volvieron a ocupar Alcoy por lo menos dos veces. El 7 de marzo los soldados de Habert resistieron el ataque de las tropas anglosicilianas del general Murray, pero una semana más tarde se vieron obligadas a huir de Alcoy, ante el ataque conjunto de las fuerzas de Murray y del general Whittingham.

Teodoro Botella, alcalde a la fuerza Las tropas francesas conquistaron Ibi en los primeros días de abril de 1812. El 11 de aquel mes, el capitán del regimiento de Línea 116, Sixto de Gregori, que ejercía el cargo de comandante de la plaza, convocó al ayuntamiento. Reunido éste, hizo llamar entonces al vecino Teodoro Botella, abogado y jefe de la guerrilla ibense. Se presentó Botella a primera hora de la tarde, convencido de que iba a ser castigado; sin embargo Gregori le comunicó que, en el sorteo que se había realizado en Castalla (en presencia del barón de Lort, comandante de caballería) entre los tres abogados vecinos de Ibi, había sido elegido él para ocupar el puesto de alcalde. A continuación, le advirtió que, si no


LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA PROVINCIA DE ALICANTE

Portada de la Constitución de 1812. (Historia Provincial de Alicante)

aceptaba, «sería conducido a Francia atado con su familia y confiscados sus bienes». Aun así, Botella dijo que «no era para mandar pues hacía poco tiempo que se hallaba en esta villa», y que sería mirado como traidor por sus vecinos. Pero Gregori repitió las amenazas y entonces Botella no tuvo más remedio que aceptar la vara de alcalde, aunque «citando por testigos a todos los del Ayuntamiento de que a la fuerza se le hacía admitir». El comandante francés le instó a que jurase el cargo, a lo que replicó Botella: «supuesto que yo soy el alcalde y por consiguiente quien manda, ni quiero jurar ni tomar posesión», saliendo seguidamente del Ayuntamiento. No obstante, Teodoro Botella ejerció como alcalde de Ibi, aunque coaccionado, hasta el 20 de agosto, fecha en que fue nombrado un nuevo ayuntamiento, esta vez por orden del comandante general español, Francisco de Copóns Navia. Pasados nueve días, siguiendo las órdenes del propio Copóns, el nuevo ayuntamiento ibense acordó abrir un sumario sobre la conducta que tuvieron los hombres que ocuparon cargos municipales durante la invasión francesa, especialmente el alcalde Teodoro Botella, dándoles tres días de plazo para que presentaran cuentas sobre los caudales y efectos que manejaron mientras ejercieron dichos cargos. Además, se les ordenaba que no salieran de la villa, sin rendir cuentas antes, bajo multa de 50 pesos. Pero Botella se hallaba ausente y, aquel mismo día 29 de agosto, su sirviente informó de que no sabía cuándo regresaría. El 2 de setiembre su criado aseguró que «su amo no había regresado»; al día siguiente, el ayuntamiento de Ibi envió oficio a Botella, de quien había averiguado que se encontraba en una masía del término de Jijona; y, por fin, el 12 de setiembre, Teodoro Botella regresó a Ibi y entregó las cuentas requeridas.

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Cortes de Cádiz y Constitución de 1812

Liberales y absolutistas

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as ideas liberales, nacidas en la revolución francesa de 1789, llegaron muy pronto a los territorios alicantinos, a través sobre todo del puerto de Alicante, plasmadas en libros prohibidos y periódicos extranjeros. El liberalismo (de libertad, en el sentido de que la razón individual es absolutamente libre y, por ende, la voluntad humana) prendió pues durante los últimos años en muchas mentes alicantinas, principalmente en la colonia francesa y en algunas de las personas que habían tenido la fortuna de cultivar su intelecto. Dos décadas más tarde, con una mayor libertad de expresión propiciada por las Cortes, las ideas liberales lograron difundirse aún más por medio de libros y folletos, así como por un mayor número de periódicos.

Liberales alicantinos Desde su primera sesión, en las Cortes de Cádiz fueron mayoría los diputados liberales, lo que favoreció la redacción de una Constitución que rompía con el absolutismo y abolía los señoríos, la censura de imprenta y la Inquisición. Liberal era Domingo Montagud, síndico alicantino que propuso, y consiguió, que en abril de 1813 se implantara en las escuelas primarias de su ciudad la enseñanza obligatoria de la Constitución, cuya impresión de ejemplares corrió a su cargo, y que se encargaría personalmente, junto con el regidor Sebastián Morales, de comprobar dicha enseñanza por medio de exámenes mensuales. Liberal fue Carlos Cantó, franciscano alicantino que pronunció un célebre sermón en la colegial de San Nicolás, en 1811, repleto de elogios a las libertades y que sería posteriormente publicado con el título «Cuaresma patriótica». Y liberal fue Antonio Bernabéu, natural de Monóvar y presbítero de la iglesia alicantina de Santa María, una de las más relevantes figuras del liberalismo alicantino de aquella época. Elegido diputado a Cortes en la legislatura de 1813 y 1814, Bernabéu concilió sus creencias religiosas con sus ideas liberales, convencido de que, lejos de contraponerse, ambos pensamientos se compenetraban. Se pronunció de acuerdo con los cambios políticos y las transformaciones sociales que propugnaban las Cortes, in-

cluida la desamortización de los bienes eclesiásticos, plasmando tales ideas en un folleto titulado «Juicio histórico-canónicopolítico de la autoridad de las Naciones en los bienes eclesiásticos», publicado en Alicante en 1813, y que suscitó las iras del obispo de Orihuela.

Absolutistas Pero la mayoría de los clérigos que participaron en las reuniones parlamentarias de las Cortes no pensaban como Antonio Bernabéu. Más bien defendieron ideas contrarias, impulsadas por la jerarquía eclesiástica. Ya desde las primeras sesiones, en las que se debatieron el reglamento funcional de las Cortes, se establecieron dos grupos de diputados bien diferenciados y antagónicos. Todos eran patriotas y defendían la independencia de España, pero en tanto unos (la mayoría) eran liberales, los otros se oponían a la pérdida ilimitada de poder del rey y de la Iglesia, por lo que empezaron a ser conocidos como absolutistas o realistas. No fueron pocos los alicantinos que se declararon contrarios a la Constitución liberal aprobada por las Cortes. Además del obispo, hubo muchos otros defensores del absolutismo que condenaron a su vez la Ilustración, las Cortes y el liberalismo. Como el franciscano José Brotons y Pericás, autor del folleto «La revolución en triunfo», en el que califica a los liberales de ateos. Influenciados por estas soflamas antiliberales, muchos alicantinos se convencieron de que la Constitución desprestigiaba a la monarquía y, como dice el cronista Viravens, exponía al país «a ser teatro de licencias, impiedades y crímenes por la libertad que establecía, mientras que otros se mostraron sus más entusiastas partidarios, fundados en que aquella ley limitaba el poder absoluto de los Reyes, reducía la influencia del Clero y garantizaba los derechos políticos de los ciudadanos. La Constitución, pues, era objeto de discusiones y comentarios entre nuestros mayores, cuyas contrarias opiniones dieron por resultado la formación de un partido liberal y otro absolutista, si bien éste último era más vigoroso que el primero, porque contaba con grandes auxiliares que mantenían en el pueblo los recelos y sospechas contra el sistema liberal que prescribía la Constitución del Estado (…)».

La Junta Central pidió en 1809 a las instituciones y personalidades españolas más relevantes que opinaran sobre los asuntos que debían abordar las Cortes que estaban a punto de convocarse. Con esta Consulta del País, se puso de relieve el deseo generalizado de romper con el Antiguo Régimen absolutista, llevando a cabo las reformas políticas necesarias. Reformas con las que no estaban de acuerdo todo el mundo. La mayoría de los jerarcas eclesiásticos rechazaron estas reformas. En octubre de aquel mismo año se realizó la convocatoria de elecciones para elegir a los primeros diputados españoles. En España había entonces algo más de diez millones y medio de habitantes; a razón de un diputado por cada 50.000 habitantes, se eligieron 208 diputados, repartidos por reinos y provincias. Galicia era la que más diputados debía elegir, 23, porque tenía más de un millón cien mil habitantes; la siguiente era Cataluña, con 858.818 habitantes, que elegiría 17 diputados; y otros 17 Valencia, con una población de 825.059 habitantes. En el reino de Valencia, los 17 diputados más 5 suplentes fueron elegidos el 28 de octubre en votaciones agrupadas por parroquias (v. gr.: los ilicitanos con derecho votaron repartidos en función de sus parroquias, que a la sazón eran tres: la de Santa María, el Salvador y San Juan). En lo que respecta al territorio alicantino, las cinco gobernaciones (Alcoy, Alicante, Denia, Orihuela y Jijona) presentaron un grupo de veintiún candidatos, de los cuales fueron elegidos tres clérigos (el canónigo alicantino José Lledó y los curas Salvador Gosálvez y José Bru, de San Juan y Almoradí respectivamente) y el alcoyano Antonio Samper, mariscal de campo e inspector general. Como suplentes, fueron elegidos Francisco Antonio Sirera, abogado de Novelda, y Carlos Andrés, natural de Planes. Pero muy pocos fueron los que lograron formar parte de las Cortes. Esto fue así porque, reunidos muchos de los diputados valencianos en Cartagena, para viajar juntos a Cádiz por mar, acabaron sin embargo dispersándose debido a lo mucho que se demoraba el viaje por culpa del peligro que suponía la flota francesa y a la epidemia que empezó a azotar la plaza murciana. Los tres clérigos alicantinos embarcaron por su cuenta en un navío y tuvieron la mala suerte de ser abordados y apresados en alta mar por los franceses. El alcoyano Samper estuvo presente en la primera sesión de las Cortes, el 24 de setiembre, pero murió en 1812; y comoquiera que el suplente Sirera tampoco fue a Cádiz, Carlos Andrés se convirtió en el único alicantino que asistió a las sesiones parlamentarias preconstitucionales, aunque con escasa participación y adscrito al sector conservador.

La Pepa Con una mayoría de diputados liberales, las Cortes de Cádiz redactaron una Constitución Política que suponía la ruptura con el absolutismo del Antiguo Régimen y el comienzo de un sistema de monarquía parlamentaria. Esta Constitución fue aprobada en la sesión celebrada el 19 de marzo de 1812, día de San José, por lo que fue conocida vulgarmente como La Pepa. En Alicante se promulgó la Constitución el 16 de julio y el pleno del ayuntamiento juró cumplirla dos VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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> díasLosdespués. regidores ilicitanos no se mostraron tan entu-

siasmados. A pesar de que los habitantes de Elche tuvieron noticia de la aprobación de la Constitución a finales de junio, y que el 13 del mes siguiente se recibió en el ayuntamiento la orden de jurar fidelidad a la misma, este juramento no se produjo hasta el mes de setiembre. La última población alicantina donde se proclamó la Constitución fue Denia, no en balde fue la última en ser liberada. Se llevó a efecto el 12 de diciembre de 1813, entre celebraciones que no todos los dianenses compartieron. Tales fervores constitucionales (ya fuesen espontáneos o impuestos por un decreto fechado el 14 de agosto) llevaron a renombrar las principales plazas de las ciudades y pueblos en honor a la Constitución. Así, todavía no había acabado agosto, cuando la popular plaza alcoyana de San Agustín pasó a llamarse de la Constitución. Lo mismo sucedió el 1 de setiembre con la plaza de Elche alicantina, donde se colocó una lápida dedicada a la Constitución. Y el 19 de aquel mismo mes con la plaza de la Merced, en Elche, donde se instaló un tablado (entre la portería y el campanario) sobre el que los regidores ilicitanos proclamaron públicamente su fidelidad constitucional.

Los primeros ayuntamientos constitucionales El primer ayuntamiento constitucional de Alicante tomó posesión el 16 de agosto de 1812, siendo alcalde primero el conde de Sotoameno. Y en Elche se constituyó el 22 de setiembre, con el teniente de fragata retirado Francisco Sarabia como alcalde primero. Lo mismo se hizo en el resto de las poblaciones alicantinas a lo largo de las semanas y meses siguientes. Uno de los últimos lugares donde se eligió al primer ayuntamiento constitucional fue en Ibi, el 15 de noviembre, con Miguel Pérez como alcalde. Si bien fue Denia, por razones ya explicadas, el último en elegir a un consistorio leal a la Constitución liberal. Para entonces, la mayoría de los ayuntamientos alicantinos habían vuelto a cambiar de regidores (o concejales, como empezaron entonces a llamarse), tras celebrar nuevas elecciones. En Alicante fueron éstas en setiembre de 1813, cambiando sólo siete ediles; y en Alcoy se eligió al nuevo ayuntamiento el 19 de diciembre de aquel mismo año, con Nicolás Gosalbez de alcalde.

Abolición de la Inquisición Una de las principales reformas aprobadas por las Cortes de Cádiz fue la abolición del Tribunal del Santo Oficio (antigua Inquisición), mediante decreto fechado el 22 de febrero de 1813. Como consecuencia de ello, el 21 de abril se disolvió en Alicante la Comisaría de la Inquisición, que funcionaba en esta ciudad desde el siglo XV.

Breve segregación de Santa Pola En su artículo 310, la Constitución de Cádiz decía que «(…) Se pondrá Ayuntamiento en los pueblos que no le tengan, y en que convenga le haya, no pudiendo dejar de haberle en los que por sí o con su comarca lleguen a mil almas, y también se les señalará término correspondiente (…)». Acogiéndose a este artículo constitucional, los vecinos del Caserío de Santa Pola y del Lugar de San Francisco de Asís, pedanías ilicitanas, solicitaron segregarse de Elche. Esta última no lo consiguió por no alcanzar el número mínimo de habitantes, pero sí que lo logró la del Caserío de Santa Pola. El domingo 20 de setiembre el alcalde pedáneo juró y proclamó solemnemente la Constitución en la parroquia santapolera, ante la imagen de Nuestra Señora de la Asunción. Y a continuación los vecinos se dispusieron a demostrar que cumplían con los requisitos para segregarse del municipio de Elche. Lo consiguieron, y el 4 de octubre volvieron a congregarse en la misma iglesia para elegir a su primer ayunta-

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El obispo de Orihuela quiso convertir esta contienda en una guerra santa

miento, siendo su alcalde Gaspar Sempere de Molina. Pero la autonomía municipal de Santa Pola acabó año y medio después, cuando Fernando VII, tras recuperar el trono, abolió la Constitución de Cádiz el 4 de mayo de 1814. Y con la abolición de la Constitución se invalidaron todas las segregaciones municipales realizadas de acuerdo con su artículo 310. El Caserío de Santa Pola volvió a depender por consiguiente del ayuntamiento de Elche, que repuso al alcalde pedáneo. Otra consecuencia de la abolición constitucional fue la restauración de la Inquisición.

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Iglesia Libro diario de los agustinos de Villena en el que se repartían los bienes del convento ante la inminente invasión. (Archivo Municipal de Villena)

Los obispos españoles aprovecharon la profunda influencia que tenían en el pueblo, para convertir la guerra de la Independencia (una guerra dinástica o de liberación) en una guerra santa o de religión.

¿Guerra de liberación o cruzada religiosa? La jerarquía eclesiástica se sirvió del fanatismo religioso de la mayoría del pueblo llano español, para presentar a Napoleón y a los franceses como unos

ateos que buscaban el aniquilamiento de la religión en España, convirtiendo la guerra en un medio para preservar el catolicismo, por encima incluso de los ideales patrióticos, tal como se lee en algunos de los libelos redactados y repartidos por el obispado oriolano: «(…) antes es la religión que la patria, y sin religión, la patria no vale nada». Así se comprende mejor por qué el ya conocido vicario de la partida oriolana de Campo de la Matanza, Vicente Alcaraz, para incitar a sus vecinos a luchar contra los franceses que supuestamente habían desembarco en 1808 cerca de Guardamar, clamaba «en defensa de la religión y de la patria, que trocados los ánimos sólo se oía una voz, que era: “Vamos a morir en defensa de la religión”, con este espíritu se iban corriendo a sus casas a equiparse de armas (…)». Y la razón por la que, el 14 de agosto de 1810, para que se hicieran tres días de rogativas públicas, el obispo de Orihuela, Francisco Antonio Cebrián y Valda, empezaba su exhortación al clero y fieles de su diócesis, diciendo: «(…) las diferentes rogativas que tenemos mandadas hacer desde los principios de la injusta, cruel y desastrosa guerra que a nuestra Santa Religión y a nuestra Patria les ha declarado y hace sufrir el más tirano fiero e impío de los hombres, el pérfido Napoleón (…)». Es verdad que muchos religiosos se prestaron a luchar junto al pueblo contra los invasores, tal como sucedió en Orihuela al principio de la guerra, cuyos accesos fueron custodiados por frailes, o en Villena, donde los agustinos fueron persuadidos por sus superiores para que tomaran parte activa en la lucha, o por curas que se convirtieron en aguerridos guerrilleros; pero no es menos cierto que las revueltas más atroces y sangrientas (en algunas de las cuales murieron cientos de inocentes, como la acaecida en Valencia tras el estallido de la guerra), fueron encabezadas por religiosos tan crueles como el canónigo madrileño Baltasar Calvo.

Atropellos y pillajes Como muy bien explica el historiador Emilio La Parra, «una de las actuaciones de los invasores que más contribuyó a deteriorar su imagen ante la población española fue su manera de proceder respecto al clero y a los lugares de culto. Los testimonios de la época se detienen sistemáticamente en señalar abusos y atrocidades de las tropas francesas en este punto. En realidad hubo constantes atropellos a religiosos, se utilizaron iglesias y conventos como almacenes de paja o pienso para las caballerías, se saquearon conventos, etcétera. Los actos contra las casas y pertenencias de las órdenes religiosas fueron justificados por la inexistencia legal de las comunidades en la España obediente a José I, pues habían sido suprimidas en agosto de 1809 todas las órdenes religiosas (…)». Siendo así, se comprende que algunos religiosos, como los franciscanos de Benisa, se apresuraran a huir, abandonando su convento, poco antes de la entrada de las huestes imperiales. Pero si bien es cierto que las actuaciones de las autoridades españolas con respecto al clero (como por ejemplo las de Jijona, que en mayo de 1809 recompusieron las campanas de la iglesia, liberando a la parroquia de cualquier pago, devolviendo además al clero 400 pesos que les había prestado, e incluso entregándoles otros cien para hacer frente a diferentes gastos), contrastaban con los violentos saqueos que cometían las tropas francesas en algunos lugares (como el robo de objetos sagrados en el


CRISTINA DE MIDDEL

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tando que los tributos satisfechos por el Obispado les eximían de cualquier carga fiscal extraordinaria, justificó que los eclesiásticos alicantinos se negaran a pagar los tributos ordinarios y, por supuesto, los impuestos especiales motivados por la guerra. La Junta Suprema de Valencia le dio la razón al obispo de Orihuela, en un escrito fechado el 6 de setiembre de 1808, remitido también a los gobernadores de Alicante y Orihuela, «para que circulen la orden conveniente a todos los pueblos de su partido a fin de que los Ayuntamientos dejen expeditas y sin incluir en los repartimientos de los pueblos las rentas decimales y demás Eccos provenientes de fincas (…)». No conformes con esto, los canónigos de la colegial de San Nicolás atosigaron al ayuntamiento alicantino con sus peticiones para que se les pagara, de las exiguas arcas municipales, las pensiones alimenticias que tenían asignadas desde antiguo, con sus correspondientes incrementos anuales. Muy al contrario sucedía en las poblaciones ocupadas por las tropas francesas, como en Denia, donde el clero debía satisfacer todos los impuestos y contribuciones extraordinarias que imponía el gobernador galo, bajo pena de prisión. El 26 de noviembre de 1812, por ejemplo, el clero vendió una noria al vecino Juan Cardona, y al día siguiente el comandante francés ordenó el cobro inmediato de la parte correspondiente, que ascendía a 4.600 reales de vellón, advirtiendo que si no era abonada al mediodía, el párroco y el clero serían encerrados en el castillo. Media hora antes de que expirase el plazo, el cobrador Nicolás Merle recibió dicha cantidad en su propia casa.

Recorte de privilegios

convento de San Sebastián, en Cocentaina, el 20 de enero de 1812; o la profanación y robo que sufrieron los conventos alcoyanos de San Agustín y San Francisco; o el incendio de la ermita de San Juan, cercana a Denia, y el arresto del ermitaño, el 23 de agosto del mismo año), llegando incluso al asesinato (como el del capellán y el sacristán de Jávea, el 28 del mismo mes y año), también es verdad que no siempre los religiosos y las iglesias eran tratados con tanto respeto por los españoles ni tan cruelmente por los franceses. Normalmente, los ataques galos a los templos se acometían como escarmiento a quienes albergaban a los soldados o guerrilleros españoles (como es el caso del capellán y el sacristán javeanenses, y el ermitaño dianense), y hasta cuando castigaban a todo un pueblo donde se escondían los guerrilleros, arrasándolo casi por completo, había veces en que respetaban la iglesia, como sucedió en Tárbena el 24 de octubre de aquel trágico año de 1812. Y, por su parte, hubo veces en que los españoles saquearon sin contemplaciones algunos templos, cometiendo los más burdos sacrilegios. Quizás el mejor ejemplo de esto último nos lo presenta mosén Palau en «El Llobarro», cuando relata cómo un grupo de españoles, al entrar en la iglesia de Santa Lucía, el 11 de diciembre de 1813, destrozan el órgano y la librería del convento, desnudan todas las imágenes sagradas y un capitán se dispone a parodiar

una misa cantada «(…) revestido de alba y casulla, preparado el cáliz y una tajada de pan, todo el Altar lleno de cirios encendidos y dos oficiales que le ayudaban y otro que subió al púlpito a Predicar, esto fue antes que entrasen en Denia estando acampados allí en Santa Lucía. Que te parece de los frutos que pueden producir estas plantas tan católicas, esto dijeron fue por diversión, buena diversión no de Dios, no hicieron otro tanto los franceses, y eran unos ateístas». Como tampoco fueron franceses, sino españoles, quienes ahorcaron al cura párroco de Pedreguer el 14 de noviembre de 1813, una vez liberado el pueblo, acusado probablemente de colaborar con el invasor.

Impuestos restringidos El obispo de Orihuela se mostró dispuesto, sobre todo al principio de la guerra, a entregar donaciones para el mantenimiento de las fuerzas armadas españolas, y muy especialmente cuando se trataba de defender la sede del propio obispado, como el 29 de mayo de 1808, en que el obispo entregó a las autoridades oriolanas veinte mil reales de vellón y dos mulas, y el cabildo catedralicio otros treinta mil reales. Sin embargo, en lo referente a los impuestos, el obispo Cebrián se mostró (como el resto de sus colegas en España) mucho menos generoso. Argumen-

Imagen actual del estado del convento de los franciscanos de Benisa

Tras gozar durante muchos siglos de una estable alianza con el poder político, una profunda influencia social y grandes privilegios económicos, la Iglesia española se vio por primera vez amenazada de sufrir recortes en todos aquellos ámbitos, cuando las Cortes de Cádiz se prepararon para redactar la Constitución que sería aprobada en 1812. Unas Cortes en las que, pese a haber muchos diputados clérigos, había una mayoría de diputados liberales. Pero aquella amenaza en el recorte de sus privilegios e influencias en la política y en la sociedad no venía tan sólo de los diputados liberales. Antes incluso de la constitución de las Cortes, los eclesiásticos alicantinos vieron como las autoridades se rebelaban contra sus deseos de imponer controles hasta en los más insignificantes aspectos de la vida cotidiana. Un aviso de ello fue el incidente ocurrido el 6 de noviembre de 1808 entre el gobernador de Alicante, José de Betegón, y el deán de San Nicolás, Antonio Sala, cuando éste le pidió a aquél, en presencia del regidor Francisco Soler de Vargas, que prohibiera la representación que había anunciada para al cabo de unos días en el teatro de la ciudad, de una compañía de cómicos, procedente de Zaragoza. El deán exigió que no se celebrasen comedias «estando en Alicante la reliquia de la Santísima Faz», a lo que se negaron el gobernador y el regidor. Dos días después de aquella agria discusión, el obispo de Orihuela dirigió una carta a Betegón en la que se lamentaba: «(…) es indecible el sentimiento que me ha causado esta noticia (…)», instándole seguidamente a que cancelase los espectáculos teatrales. Betegón y el ayuntamiento mantuvieron no obstante su deseo de que los alicantinos disfrutaran de la celebración de comedias, tal como sucedía en otras ciudades de España. El asunto se resolvió con una tardía real orden, fechada en Sevilla el 22 de febrero de 1809, en la que se le encargaba al obispo que advirtiera al deán de que «debió conducirse con más prudencia y menos publicidad», si bien previno también al gobernador y al ayuntamiento que «sería muy conforme a lo que exigen las circunstancias actuales el evitar toda distracción de diversiones profanas (…)». Así pues, siendo conscientes del ambiente liberal que imperaba en Alicante y otras poblaciones del obispado, tanto el obispo como el cabildo catedral de Orihuela aprovecharon la Consulta al País que realizó la Comisión de Cortes en 1809, previamente a la elecVIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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de diputados, para responder con sen> ción dos informes en los que exponían sus opinio-

nes y deseos. En el archivo municipal de Orihuela se conservan las copias de aquellas respuestas, la primera enviada por el Cabildo catedralicio en setiembre de 1809, y la otra al mes siguiente por el obispo oriolano, Francisco Antonio Cebrián. Ambos informes coinciden, como era de esperar, en las cuestiones más relevantes. Frente a los pronunciamientos de claro signo reformista de otras instituciones, los jerarcas eclesiásticos de Orihuela consideran que el principal cometido de las Cortes debe ser la protección de lo religioso. Si bien el obispo Cebrián coincide con los liberales respecto a la necesaria reforma de las órdenes religiosas, en todos los demás asuntos discrepa diametralmente de las medidas que propugna el liberalismo. En la enseñanza, por ejemplo, debería ser conforme a la doctrina cristiana y controlada completamente por el clero; los bienes de la Iglesia debían ser intocables,

Portada del periódico Décadas Filológicas de Alicante. (Canelobre, 43)

garantizándose la pervivencia de sus rentas y posesiones; así como su influencia en la sociedad, reclamando la capacidad eclesiástica para decidir en todos los órdenes de la vida pública, y exigiendo incluso la restitución al clero de la facultad de castigar determinados delitos contra preceptos católicos. Así, para perseguir la blasfemia, tanto el obispo como el cabildo oriolano proponen la recuperación de la «ley de San Luis», consistente en «taladrar la puerta de la lengua con un hierro hecho ascua» y condenar al blasfemo a presidio perpetuo. O lo que es lo mismo, la recuperación de las más duras e intransigentes leyes inquisitoriales. Por lo que no es de extrañar que, dos años más tarde, la «Gaceta del Reino de Valencia» denunciara la recolecta de firmas que se llevaba a cabo en Orihuela, contra el decreto que abolía el Santo Oficio. Este cuerpo ideológico expuesto por el obispo oriolano y su cabildo catedralicio fue asumido por los diputados gaditanos contrarios al liberalismo, y si bien

La Prensa

T

ras el estallido de la guerra, el fervor patriótico impulsó a muchos alicantinos a quemar los periódicos editados en Madrid por las autoridades francesas por considerarlos subversivos. En Elche se hizo de forma organizada: la propia Junta de Gobierno, entre los días 9 y 11 de junio de 1808, publicó un bando en el que ordenaba a aquellos particulares que tuvieran en su poder tales periódicos, los entregaran al secretario de la Junta para proceder a quemarlos públicamente. En Alicante, por el contrario, la quema de los periódicos madrileños se hizo de manera mucho más espontánea. El 13 de aquel mismo mes, durante uno de los motines populares, un grupo de vecinos quemó ejemplares de la Gaceta editada en Madrid, en la misma estafeta de correos, situada en la calle de Labradores. No sucedió lo mismo con los periódicos editados en Alicante (única ciudad de la actual provincia alicantina donde se imprimían en 1808), tirados en una de las dos imprentas que existían entonces: la de José Santamaría y la de Nicolás Carratalá, esta última situada en la calle Toneleros (ahora Jorge Juan), pegada al Ayuntamiento. Precisamente fue Nicolás Carratalá el editor y propietario del primer periódico que se publicó en Alicante, aparecido en 1793, una vez a la semana, con el título de La Gaceta de Alicante y del que no se conserva ningún ejemplar. De la otra imprenta, la de José Santamaría, salió El Correo Mercantil, del que tampoco nos ha llegado ningún ejemplar.

Durante la guerra Se ignora cuánto tiempo estuvieron publicándose La Gaceta de Alicante y El Correo Mercantil, por lo que tampoco se sabe con certeza si alguno de ellos todavía salía cuando se declaró la guerra de la Independencia. Sí que se conoce, sin embargo, el extraordinario auge que alcanzó la prensa como consecuencia de las medidas adoptadas por las Cortes de Cádiz, gracias a las cuales se gozó de una mayor libertad de opinión (tras la abolición de la censura de la imprenta), favoreciendo la aparición de nuevos periódicos. En Alicante, este auge periodístico fue aún mayor al permanecer libre de la invasión francesa y al haber una gran demanda de noticias sobre el desarrollo de la guerra y los acuerdos tomados en las Cortes, que ocupaban buena parte de las cuatro u ocho páginas, a una sola columna, de los periódicos. Como el Diario Mercantil, fundado en noviembre de 1809 por Nicolás Pérez, catedrático de la Universidad de Valencia, que vino a refugiarse a Alicante. Constaba de cuatro páginas y parte del dinero recaudado con su suscripción se destinó a ayudar a los presos pobres. Cuando en mayo de 1810 se fue su fundador de Alicante, le sustituyeron como redactores el dominico Pedro Morales y el carmelita descalzo Juan de la Cruz, si bien al año siguiente sólo figuraba ya el último. Durante 1810, Nicolás Carratalá imprimió, tres veces al mes, Décadas Alicantinas, del que tampoco se ha conservado ningún ejemplar. Como tampoco nos ha llegado el Suplemento al Diario de Alicante, impreso igualmente por Carratalá el 30 de mayo

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de 1810, y cuyas dos hojas se dedicaban a una oda en recuerdo al levantamiento habido en la ciudad dos años antes. En 1811 salió también de la imprenta de Nicolás Carratalá e Hijos el Diario Patriótico de la ciudad de Alicante, del que se conserva el número 48, correspondiente al domingo 17 de febrero. En este mismo año de 1811 apareció Extractos de los Diarios de Alicante, pero impreso en Valencia. Décadas Filológicas de Alicante tuvo una vida corta. Publicado cada diez días, sólo salieron a la luz tres números, correspondientes al 3, 13 y 23 de agosto de 1811. Pero, además de superar con mucho el número de páginas de los demás periódicos (entre 30 y 40), destacó por reflejar fielmente la ideología liberal. En su último número publicó la Declaración de los Derechos del Hombre, en la que se asumía «por entero los principios de la Revolución francesa, que en este caso se completan con elementos tomados del radicalismo inglés», según La Parra, «lo que da idea de su talante comprometido y precoz para la época, una actitud que quizá contribuyó a su temprana desaparición», dice el también historiador Rafael Zurita. Otro periódico importante de la época, y de mayor duración, fue El Imparcial. Constaba sólo de cuatro páginas, pero su aparición era diaria, a partir del 15 de agosto de 1811. Fue la «voz de los liberales» hasta que Fernando VII restableció el absolutismo, a cuya doctrina sirvió a partir de su número 156, de 6 de junio de 1814, según afirma Vicente Ramos. El último en aparecer aquel año de 1811 fue el Boletín Patriótico, del que tampoco se dispone actualmente de un solo número. Fue creado por decreto del Consejo de la Regencia el 17 de setiembre, siendo su redactor Antonio Buch. Como consecuencia de la ocupación francesa de la capital del reino valenciano, la Gaceta de Valencia pasó a ser editada bajo la dirección de los colaboradores del mariscal Suchet. Los miembros de la Junta Suprema que se refugiaron en Alicante quisieron darle réplica con la Gaceta del Reino de Valencia, publicada en la capital alicantina durante un año y dos veces a la semana (miércoles y sábados), desde el 25 de julio de 1812 al 17 de julio de 1813, si bien siete días antes parece que salió también en Valencia, ya liberada. Sus 56 números alicantinos se imprimieron repartidos entre el establecimiento de la Viuda de España (hasta el 23 de setiembre de 1812) y el de Nicolás Carratalá e Hijos. Y, según el cronista Nicasio C. Jover, «anatematizaba de continuo los actos de barbarie con que el ejército invasor atropellaba a los pacíficos habitantes de las aldeas circunvecinas, y mantenía vivo el entusiasmo por la libertad». Por fin, el Semanario Mercantil de la Ciudad de Alicante, fue el último periódico en ver la luz, antes del final de la guerra. Lo hizo el domingo 7 de marzo de 1813, con ocho páginas, impreso por Nicolás Carratalá e Hijos, y al precio de un real de vellón (las suscripciones costaban 12 reales al trimestre y 24 al semestre, recibido en casa). Compaginaba la opinión política (con entusiastas defensas de las ideas liberales) con la información mercantil (evolución de la moneda y entradas y salidas de los barcos en el puerto). Se conservan el prospecto (anuncio breve de su aparición) y un número.

fue derrotado con la proclamación de la Constitución de 1812, tan sólo dos años después fue recuperado en su totalidad por el gobierno absolutista de Fernando VII.

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Primera batalla de Castalla A mediados de 1812, el mariscal francés Suchet tenía como objetivo principal impedir que los aliados anglo-españoles cruzaran el río Júcar por el sur. Estaba convencido de que este ataque sería inminente, una vez que desembarcaran en el puerto de Alicante las tropas inglesas y que el general español O’Donnell se encontrase con un ejército muy numeroso con que recuperar, desde Alicante, las poblaciones del interior, especialmente las de la Hoya de Castalla, por ser un paso importante en la comunicación de Alicante y La Mancha. Por eso Suchet encargó al general Harispe, con cuartel general en Alcoy, que reforzase los destacamentos franceses que tenía diseminados por la Hoya y alrededores. El capitán general José O’Donnell, con cuartel general en Orihuela, tenía en efecto planeado desalojar a las tropas francesas que permanecían en Ibi, Tibi y Castalla, pero no esperó al desembarco de las tropas anglo-sicilianas. Con intención de despistar al mayor número de soldados franceses, O’Donnell ideó una maniobra de distracción: pretendió engañar a Suchet simulando que embarcaba el grueso de su ejército en el puerto de Alicante, con vistas a atacar la retaguardia gala, en la desembocadura del Júcar. En el puerto alicantino fondeaba una poderosa flota inglesa, con catorce navíos, al mando del almirante Carlos Adams, que en la noche del 20 al 21 de julio de 1812 simuló partir hacia Cullera, tras hacer creer que se embarcaban varios batallones de soldados españoles, cuando en realidad sólo lo hizo el de Mallorca.

La situación de los ejércitos Al mismo tiempo, aquella noche y la tarde anterior se movilizó el ejército español, siguiendo las instrucciones del general O’Donnell, para tomar las posiciones previstas de cara a la liberación de la Hoya de Castalla. Desde Alcoy, el general Harispe tenía a la mayor parte de su división repartida de la siguiente manera: la vanguardia en Castalla, compuesta por el 7º Regimiento en Línea y una batería de cañones, al mando del general Delort; protegida al este, en Biar, por el 13º Regimiento de Coraceros (controlando el puerto del mismo nombre), con un escuadrón desplazado en Onil, y detrás, en Ibi, por el 44º Regimiento en Línea, con dos cañones, al mando del coronel Mesclop. En total, 2.500 infantes y 900 jinetes. Para atacar estas posiciones, O’Donnell distribuyó el día 20 su ejército en cuatro secciones: la del centro, con una vanguardia que llegó desde Agost hasta media legua de Castalla, a cargo de los batallones de La Corona y Guadix, además de un escuadrón de caballería de la 2ª Provisional en Línea y dos piezas de artillería a caballo, al mando del brigadier Luis Michelena; la reserva, que se colocó detrás de la anterior, en la Venta de Tibi que había en el camino a Castalla, compuesta por los batallones de Badajoz, Cuenca y Guardias Walonas, más un escuadrón de caballería de la 2ª Provisional en Línea, al mando del brigadier conde Montijo; la del ala derecha, mandada por el general Felipe Roche y formada por los batallones de Burgos, Canarias, Chinchilla y Voluntarios de Alicante, más 50 jinetes alicantinos y 30 zapadores, que llegaron desde

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Batalla de Castalla (1812)

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hasta las afueras de Ibi por el camino del Estre> Jijona cho Rojo; y la del ala izquierda, con la infantería for-

mada por los batallones de Bailén, Alcázar y Lorca, más 30 zapadores, que al mando del brigadier Fernando Miyares cruzó la sierra del Cid desde Petrer, más la caballería compuesta por los regimientos provisionales de Húsares y Dragones, al mando del brigadier Rafael Santisteban, que desde Monóvar, pasando por Sax, fueron a posicionarse en la entrada de Biar. En total, 10.103 infantes y 1.011 jinetes.

El campo de batalla Es decir, que las tropas españolas casi cuadriplicaban en número a las francesas, con especial ventaja en infantería. No obstante, el general Delort supuso acertadamente que los españoles no podrían emplear todos sus efectivos si él sabía elegir bien el campo de batalla. Se hallaba bien situado en Castalla, una población con algo más de tres mil habitantes, disfrutando de la excelente defensa que le daba el castillo y la situación elevada del pueblo (en la ladera de la colina en cuya cumbre está la fortaleza). Pero temiendo que el ejército español acabara envolviéndole y asediándole, Delort decidió por fin abandonar Castalla para presentar batalla en campo abierto, seguro de que sólo se enfrentaría a la sección central española, con parecidas fuerzas a las suyas. El ala izquierda de O’Donnell se hallaba demasiado alejada, al otro lado del puerto de Biar, y el ala derecha tendría primero que vencer la resistencia que las tropas del coronel Mesclop le presentarían en Ibi. Y Delort acertó, pues eligió muy bien el campo de batalla, colocando sus tropas en un lugar de acceso estrecho y difícil, por el que los españoles se vieran obligados a alargar sus filas. El lugar escogido por Delort se halla entre Castalla y Onil, por donde cruza el río Verde, y entre el armajal que había al norte y el Cabezo del Plá, en la carretera de Ibi. Siguiendo sus instrucciones, el 24º de Dragones, acantonado en Biar, se reunió de madrugada con la avanzadilla que este regimiento tenía en Onil. Además, mandó instalar la tarde anterior la batería de cañones en lo alto del Cabezo del Plá, un cerro desde el que se domina toda la llanura de Castalla.

Placa conmemorativa de la primera batalla de Castalla

Retrato del general José O’Donnell. (Historia Provincial de Alicante)

La acción de Ibi Aquella madrugada del día 21 de julio, los tres mil hombres que mandaba el general Felipe Roche se aprestaron a tomar Ibi, un pueblo de casi 3.500 habitantes bien defendido por los 1.500 infantes y 150 jinetes dirigidos por el coronel Mesclop. Eran menos los defensores que los atacantes pero aquellos se hacían fuertes al abrigo de un pueblo cerrado y guarnecido con dos cañones emplazados en un pequeño fuerte, junto a la ermita. Roche tomó posesión en las últimas estribaciones de la sierra y avanzó las compañías de Voluntarios de Alicante, sostenidas por el batallón de Burgos, hasta el pequeño barranco en que comienza la llanura de Ibi. Pero este ataque fue contenido a la entrada del desfiladero por los «voltigeurs» (tiradores de gran movilidad) del 44º francés y un pelotón de coraceros, apoyados por los dos cañones. La orden que tenía Mesclop era impedir el avance de las fuerzas de Roche, para evitar que se unieran a las de la columna central, mandada por Michelena, en Castalla. De ahí que el coronel galo alargase la refriega en Ibi, con nutridas descargas de fusilería a larga distancia. Mientras tanto, envió a su pelotón de caballería en ayuda de Delort.

La acción de Castalla Al mismo tiempo que Roche atacaba Ibi, rompieron el fuego los dos batallones del centro (La Corona y

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Guadix), seguidos por los del ala izquierda (Bailén, Alcázar y Lorca), mandados por Michelena y Miyares, respectivamente, avanzando hacia Castalla, en cuyas calles entraron los primeros por el centro y los segundos por el oeste, en tanto los franceses retrocedían hasta abandonar el pueblo, siguiendo el plan de Delort. Los coraceros del 13º Regimiento simularon huir hacia la ladera suroeste del Cabezo del Plá, seguidos de sus compañeros del 7º Regimiento en Línea. Entusiasmada por lo que creía una rápida victoria, la infantería española persiguió a los huidizos franceses. Los batallones de Miyares salieron de Castalla y llegaron al lugar elegido previamente por Delort, con dos puentes sobre el río Verde que debían cruzar si querían continuar persiguiendo al enemigo. En uno de aquellos puentes, cruce de los caminos a Ibi y Onil, junto a la Casa del Pont, mandó colocar Miyares dos cañones, mientras los batallones de Bailén y Alcázar cruzaban dicho puente. Entretanto, los batallones de Michelena, La Corona y Guadix, hacían lo propio por el otro puente. Detrás, quedaban los batallones de reserva mandados por el conde de Montijo, al tiempo que el batallón de Lorca ocupaba el pueblo de Castalla. Por su parte, la caballería de la 2ª Provisional en Línea se quedaba en la retaguardia, cumpliendo unas órdenes desconcertantes del mismísimo O’Donnell. Ya frente al Cabezo del Plá, en el Llano de Flores, los batallones de La Corona y Guadix se desplegaron para continuar su avance, pero fueron batidos por la batería francesa que había en lo alto del cerro, cuyos artilleros habían ensayado el tiro durante la tarde anterior. Simultáneamente, la infantería francesa del 7º Regimiento en Línea dejó de aparentar que huía para enfrentarse a los españoles en formación, apoyados por los coraceros del 13º Regimiento, a quienes se habían unido los jinetes enviados por Mesclop desde Ibi. El resultado fue una auténtica masacre. Los españoles huyeron en desbandada perseguidos por los coraceros, jinetes corpulentos y con corazas sobre monturas pesadas, que les fueron aniquilando con sus sables. Mientras esto ocurría en el Llano de Flores, los dragones franceses del 24º Regimiento, que habían permanecido escondidos en el olivar que había junto a la ermita onilense de la Virgen de la Salud, rodeó el armajal para sorprender por el oeste a los batallones españoles de Bailén y Alcázar, así como los dos cañones que había junto a la Casa del Pont. Los españoles resistieron la primera embestida pero los dragones terminaron por cruzar el puente y se apoderaron de las dos piezas. A continuación, y a semejanza de lo que sucedía en el Llano de Flores, la caballería francesa persiguió a los soldados españoles que huían desesperados hacia Castalla, acuchillándolos a placer.

Masacre en las calles de Castalla

Portada del Manifiesto del brigadier Santisteban. (Oficina de Turismo de Castalla)

Incluso los despavoridos soldados españoles que lograron llegar en desbandada a Castalla, apenas protegidos por los dos escuadrones del Provisional en Línea, fueron «cazados» en las calles por la caballería e infantería gala. Algunos de ellos trataron de refugiarse en el castillo, pero fueron hechos prisioneros por los franceses del batallón Herremberger. Muy pocos fueron los que salvaron la vida. En el número 8-10 de la calle Mayor de Castalla, en la fachada de la casa que era de Tomás Rico Esteve, hay una placa con la si-

guiente leyenda: «Un soldado se escondió aquí salvando la vida, pese a que todos los dragones franceses, le tiraban su cuchillada destrozando sólo su capote». Curiosamente, aquella casa era la que el general Delort utilizaba como residencia. En la plaza de Gasparrico hay otra lápida que dice lo siguiente: «El coronel D. Juan Pirez muere atravesado por un sable de un dragón francés, después de haberse rendido», y otra en el Portal de Onil, que recuerda: «Regimiento de Bailén lucha con honor y valentía, entre ellos su Sargento Mayor D. Antonio Merlo, pero los sables franceses acaban con su vida, siendo víctimas además 6 oficiales y más de cien soldados». Nada pudieron hacer por aquellos fugitivos las tropas de la reserva española, ya que habían retrasado su marcha desde la Venta de Tibi y, una vez que se aprestaron a combatir, los batallones de Badajoz, Cuenca y Guardias Walonas fueron arrollados por los coraceros y dragones galos, retirándose en desorden. Todavía más tarde llegó la caballería española (regimiento de húsares y dragones) del ala izquierda por el camino de Biar, al mando del coronel Santisteban. Eran las 7 de la mañana. Acabada esta matanza en Castalla, la caballería francesa marchó hacia Ibi, en cuyas calles ya habían entrado las fuerzas españolas del general Roche. Este refuerzo, más la llegada desde Alcoy del general Harispe, al mando de 1.500 infantes del 116º Regimiento en Línea y 70 jinetes del 13º de Coraceros, obligó a Roche a ordenar la retirada. Una retirada que se hizo primero ordenadamente, pero que luego, hostigados desde lo alto de la sierra (Alt del Soldat) por un fuego vivo de fusil, se realizó en desbandada, hacia Alicante. El general Delort, que, como decíamos antes, usaba como cuartel general en Castalla una casa de la calle Mayor, creyó al principio de aquella jornada que «quizás comería prisionero en Alicante», según le dijo al dueño de la casa en que se hospedaba, Tomás Rico, pero al final regresó triunfante y «porque la perra caballería española no había auxiliado a la infantería», tal como recuerda otra lápida en la fachada. Lápidas que se colocaron en el año 2005, con ocasión de la celebración de las primeras jornadas de recreación de las batallas de Castalla, en las que participaron cerca de cuatrocientas personas procedentes de España, Francia, Gran Bretaña, Portugal, Rusia y Estados Unidos.


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En la primera batalla de Castalla murieron 1.200 soldados españoles y otros 2.800 fueron hechos prisioneros

de escolta y apoyo a otras unidades), y además no contaba con la protección de infantería, lo que le colocaba en una situación claramente inferior al enemigo. Según esto, la única forma de cumplir las órdenes recibidas era no atacar al destacamento francés de Biar. Eran las dos y media de la madrugada y Biar, una población de poco más de 1.700 habitantes, según descubre Santisteban «(…) a lo lejos, y desde Villena, nos presenta todo el grupo voluminoso de su caserío que a proporción de aproximarnos, se nos va ocultando. Así le encubren los dos montes, entre los cuales está situado en el boquete de su puerto entre pinares, y arboledas, que le ocultan hasta en su misma puerta (…)». Así que Santisteban ordena apostar a sus guerrillas para observar al enemigo, «(…) a media legua de Biar; las tinieblas de la noche y lo peligroso del terreno, no permitían mayor aproximación, y no se pudo saber el estado de fuerza enemiga hasta entre las 4 y las 5 de la mañana (…)», momento en que descubrieron que la caballería francesa había partido, unas horas antes, hacia Onil. Entonces Santisteban ordena avanzar a su caballería al galope, hasta que, ya en el desfiladero del puerto, lo hace con mayor precaución, llegando a la Hoya de Castalla cuando la caballería gala ya había aniquilado a la infantería española. Eran las 7 de la mañana del día 21. «A este tiempo observé con admiración, que el fuego había cesado en la parte de Castalla, y que solo se sentía a lo lejos hacia Ibi», donde las tropas de Roche todavía resistían, antes de huir hacia Alicante.

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Resultado y repercusiones

El Manifiesto de Santisteban Pero, ¿por qué no acudió a tiempo la caballería española del ala izquierda? El general José O’Donnell declaró en el parte que envió desde Orihuela, el 30 de julio, a la Junta de Regencia: «La victoria hubiese sido nuestra si el Brigadier D. Rafael Santisteban, Comandante de los 763 caballos, que según estadillo tenía el ala izquierda, hubiera obrado con arreglo a las órdenes instrucciones que tenía, pero faltó a ellas (…) y de aquí resultó que no asistió nuestra caballería, para contener a la de los enemigos, que fue lo que decidió la acción a su favor. Es justo por tanto el haber suspendido de todo mando al Brigadier Santisteban, como hice». Por otra parte, en el escrito por el que le comunicaba los cargos en su contra, O’Donnell reprochaba a Santisteban que «la caballería de Biar, que V.S. debía observar, es precisamente la que vino (por Onil según creo), a desbaratar los dos únicos escuadrones que teníamos en el campo de Castalla; y cargando por dos veces sobre nuestra infantería, la arrolló en la segunda carga, porque no tenía el apoyo de esta arma, de donde resultó la pérdida de la acción (…)». Además de redactar varios informes en su descargo, Santisteban (brigadier de 29 años de edad y con 18 de buenos servicios) firmó el 1 de septiembre de 1812, en Alicante, un Manifiesto que fue impreso por Nicolás

Carratalá e Hijos, con el que trató de demostrar su inocencia. Como ya sabemos, el brigadier Rafael Santisteban, al mando de los regimientos de húsares y dragones, salió a las 6 de la tarde del día 20 de julio de Monóvar, pasó por Sax, y llegó a Villena a las 2 de la madrugada del día siguiente. Desde allí avanzó una vanguardia hasta las cercanías de Biar, donde había, según información de confidentes, más tropas francesas de las esperadas; pues, en vez de los 200 jinetes y otros tantos infantes que se suponían, había «400 dragones; y tres compañías de infantería nº 7, compuesta cada una de más de 100 plazas, y contaba con la seguridad del escarpado Biar y con la ventajosa posición del puerto de éste, que no es otra cosa, que un desfiladero de hora y media de camino, estrechado de cerros, y montes a una y otra parte, y que solo permite dos caballos de frente». Como en las instrucciones reservadas que Santisteban había recibido (firmadas por el propio O’Donnell cuatro días antes), en su artículo 3º, se le decía que sólo debía atacar a la caballería enemiga, donde se le presentase, si ésta era inferior en número y con posibilidad de vencerla, «y aun en este caso, la caballería debería ser protegida por batallones», decidió no atacar, pues contaba con 545 jinetes (otros 218 estaban inutilizados o desplazados en misiones

Casa de la calle Mayor de Castalla, donde estuvo el cuartel general francés

De modo que el brigadier Santisteban se limitó a cumplir las órdenes de O’Donnell, si bien su actuación podría haber sido más afortunada, advirtiendo antes que la caballería francesa había abandonado Biar. Sin embargo, en el proceso celebrado en Valencia el 31 de enero de 1814, el único jefe que fue reprendido de los que intervinieron en aquella batalla, fue el brigadier Santisteban. A pesar de ello, el verdadero culpable de aquella terrible derrota fue el general José O’Donnell. Suyas fueron las órdenes que cumplió Santisteban; suyas fueron las decisiones erróneas durante la acción, como el retraso en la intervención de la caballería del 2º Provisional en Línea, y el retraso con que avanzaron los batallones de reserva, debido, como él mismo explicó en el informe que elevó a la Junta de Regencia, a la tardanza con que llegó «el pan, que debían de tener, desde la tarde anterior, porque habían faltado medios para el transporte», lo que denota una grave falta de organización, previsión y coordinación, que motivó asimismo que fueran a la lucha en ayunas los batallones de vanguardia: «de La Corona y Guadix no recibieron tampoco las raciones por falta de transportes». Según el artículo 9º de las Instrucciones Reservadas que O’Donnell envió el 18 de julio a sus generales y jefes de las secciones, «es importante que las tropas tengan vino, o aguardiente en cantidad moderada, el día de la acción, y que se hable al soldado para electrizarle, y persuadirle que todo se conseguirá por su valor y disciplina. Dígase al soldado, que no basta exclamar, que muera Napoleón, sino que es menester matarlo». Pero no sólo no se electrizó a la tropa con vino o aguardiente, sino que, debido a la descoordinación, tampoco se le alimentó. La victoria francesa fue celebrada en muchas de las poblaciones ocupadas por el ejército imperial (como Valencia y Denia). Por el lado español, este rotundo fracaso en la primera batalla celebrada en tierras alicantinas, tuvo un balance tremendo, pues, tal como escribió el mariscal Suchet en sus Memorias, sus pérdidas igualaban el número de soldados franceses que habían combatido contra ellos: 1.200 muertos y 2.800 prisioneros. El descalabro de esta primera acción o batalla de Castalla tuvo una repercusión política y militar. El general José O’Donnell fue destituido como máximo responsable de los ejércitos españoles de Valencia y Murcia, y su hermano Enrique hubo de dimitir como miembro de la Regencia. VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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Impuestos y donaciones En los primeros meses de guerra el entusiasmo patriótico favoreció la recaudación de dinero con fines bélicos, muchas veces de forma voluntaria y mediante generosas donaciones. El primer empréstito forzoso asumido por el reino de Valencia, de cuarenta millones de reales, fue distribuido entre todos los municipios en junio de 1808 y satisfecho plena y rápidamente. Pero, a medida que se alargaba la guerra y se repetían, cada vez con mayor frecuencia, las contribuciones extraordinarias, que se unían a la tributación ordinaria y a los gastos cada vez mayores por la subida constante de los precios y el mantenimiento de las tropas, hizo que el entusiasmo general fuera trocándose, poco a poco, en indiferencia, y luego en amargos lamentos e intentos por evadir el pago de impuestos. A la Real Contribución Equivalente (que se distribuía entre los propietarios) había que añadir otros tributos que se pagaban por diversos productos, como la sal, que se sacaba anualmente del alforín de Alicante para repartirlo no sólo en esta ciudad, sino en muchos otros pueblos, y que suponía un importante ingreso para la Hacienda. Además, se creó una nueva fiscalidad que no fue asumida favorablemente por los grupos privilegiados. El clero, como ya hemos visto, eludió el pago de las contribuciones extraordinarias. A partir de 1809, con el ejército invasor ocupando casi toda España, las quejas por la constante presión fiscal empezaron a convertirse en protestas y morosidad en el pago. Hasta el pueblo llano, que no pagaba impuestos directos, padeció la inflación de los precios. El 29 de mayo de aquel año el intendente general hizo un desesperado llamamiento al espíritu patriótico para que se hicieran nuevas donaciones. El estado de la Hacienda Pública era desastroso y las remesas de dinero provenientes de América comenzaban a peligrar por culpa de los primeros brotes independentistas que se producían en aquel continente. El resultado de aquella recaudación voluntaria ya no fue tan satisfactorio como las anteriores. Las clases acomodadas empezaron a sortear el pago de muchos tributos ocultando riquezas o recurriendo a influyentes recomendaciones. Además, los principales contribuyentes, nobles y comerciantes, pagaron muchas veces con billetes (títulos de deuda pública) que, en la práctica, tenían escaso valor. Eran por tanto los artesanos, profesionales liberales y propietarios rurales los que pagaron los impuestos en metálico (estos últimos eran obligados, además, a donar víveres para el mantenimiento de las guerrillas), y, por supuesto, el pueblo llano, que lo hacía de forma indirecta y a través de los precios, cada vez más altos, por repercutir en ellos los comerciantes sus pagos fiscales.

Ciudades cuarteles El esfuerzo contributivo llegó a ser muy agobiante en las ciudades donde se alojaban las tropas aliadas. En los archivos municipales de Elche, donde se hallaba el cuartel general de la caballería española, existen numerosos expedientes que tratan de los muchos pagos que los ilicitanos debieron hacer entre los años 1810 y 1813, por contribuciones ordinarias y extraordinarias por préstamos forzosos, así como diversos repartos para satisfacer gastos en la compra de suministros para el ejército. A tal estado de ruina económica llegaron a estar los ilicitanos que, en diciembre de 1811 les fueron condonados los pagos de la Equivalente. A veces, estos gastos eran tan frecuentes, que las poblaciones que albergaban a las tropas debían ser ayudadas por sus vecinas. Así ocurrió en Ibi, cuyo ayuntamiento contribuyó en 1811 con el suministro

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Desembarco aliado en Alicante

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l 9 de agosto de 1812 arribó al puerto de Alicante una fuerza expedicionaria que, de no haberse retrasado (o haber esperado su llegada el general O’Donnell), con toda seguridad habría contribuido a cambiar el resultado de la acción bélica llevada a cabo en Castalla el mes anterior. De los numerosos navíos británicos desembarcaron, a lo largo de las veinticuatro horas siguientes, los seis mil soldados anglosicilianos que, al mando del teniente general inglés Tomás Maitland, venían de Palermo, así como cuatro mil soldados españoles procedentes de Mallorca, encabezados por el general Santiago Whittingham. Los recién llegados se unieron a los cuatro mil supervivientes de la batalla de Castalla y los mil jinetes que, mandados por el general Roche, se hallaban acantonados en Alicante. Tan enorme contingente militar supuso una gran ayuda para la defensa de la plaza, pero tam-

Algunas poblaciones tuvieron que pagar impuestos tanto a las autoridades españolas como a las francesas

bién agravó muchísimo el problema ya existente de falta de alojamiento y escasez de alimentos para las personas y la caballería. Caballería que además era insuficiente, ya que se necesitaban acémilas para arrastrar los carros con suministros y las piezas de artillería. Todo ello contribuyó a que, al mismo tiempo que los oficiales y la tropa se alojaban en casas particulares, en los claustros de San Nicolás, en el monasterio de Santa Verónica (cuyas religiosas se habían trasladado al convento de las agustinas) y en los pueblos próximos, acudieran a Alicante numerosos especuladores de todo el territorio alicantino y aun de más allá. Los precios de los artículos de primera necesidad experimentaron una subida notable, provocando los subsiguientes desmanes, y durante los cuatro meses que permanecieron acantonadas en la ciudad las divisiones dirigidas por los generales Maitland y Whittingham, hubo comerciantes que hicieron grandes fortunas.

de las tropas acantonadas en Aspe, recaudando trescientos reales vellón entre los ibenses, para pagar dos fanegas de cebada diarias. Las autoridades de Villena también se vieron agobiadas por las frecuentes órdenes que les mandaba el intendente del reino de Murcia, como la fechada el 17 de setiembre de 1810, en la que les apremiaba en el envío de «la tercera parte de la plata y oro de los particulares en el término de ocho días, y de otro modo sufrirán la pena de confiscación del oro y la plata con la multa de un cuarto de su valor». Orden y amenazas que se repitieron el 26 de marzo del año siguiente, cuando el intendente murciano volvió a dirigirse al ayuntamiento de Villena para mandarle «que se efectúe el préstamo forzoso de oro y plata labrada entre los vecinos y que se remitan los nombres de aquellos que, aun teniendo, se niegan a contribuir para proceder contra ellos».

Doble fiscalidad Villena, como casi todas las poblaciones de la actual provincia alicantina, estuvo sometida en 1812 a una doble fiscalidad: la española y la francesa. Aunque con una pequeña diferencia: mientras los intendentes españoles amenazaban con multas y confiscaciones por el impago, los oficiales imperiales solían emplear medios más explícitos y enérgicos para recaudar dinero en los pueblos que ocupaban: o pagaban, o las autoridades locales eran encarceladas y el resto de los vecinos veían sus casas saqueadas e incendiadas. El 4 de abril de aquel año de 1812, el ayuntamiento villenense se reunió por primera vez desde que la ciudad fuera conquistada por los franceses, para atender los apremios del general de la división Barón Delort «de ganado y de contribución de 100.000 reales, amenazando con la fuerza militar». El 26 de octubre decidieron los regidores crear «un fondo para atender los pedidos y exigencias del ejército francés». Exigencias que a veces eran calificadas de inauditas, como la que mo-

tivó la reunión consistorial del 7 de setiembre, en la que se trataron los «dos apremios inauditos de suministros para el ejército francés, que se encuentra en Fuente la Higuera y como la ciudad sabe que todavía quedan granos del diezmo escondido, acuerdan buscarlo y mandar algún dinero de la venta del vino». Para hacer frente a las continuas exigencias del ejército invasor, el ayuntamiento acordó el 15 de diciembre «formar una junta para atender las peticiones de los franceses». Algo muy parecido ocurrió en el resto de las poblaciones alicantinas en aquel año funesto de 1812. Como ya sabemos, hasta 79 veces entraron las tropas francesas en Elda, entre marzo y agosto. En este tiempo tuvieron los eldenses que entregarles cincuenta mil reales en efectivo en abril y otros tantos en junio, además de grandes cantidades de pan, vino, harina, aceite, piensos para la caballería, etcétera, con un total de 741.445 reales desde el principio de año hasta octubre. A todo esto, las poblaciones del reino de Valencia ocupadas (todas lo fueron en algún momento, excepto Alicante), se vieron obligadas a satisfacer, en la parte que les correspondía, la multa de doscientos millones de reales que les impuso el mariscal Suchet tras tomar Valencia, pero con el nombre eufemístico de Contribución Extraordinaria. Hasta el pequeño pueblo de Llíber hubo de hacer frente a dicho pago. Con este motivo, su alcalde ordinario, Antonio Rubio, recaudó 6.987 reales de vellón, que entregó el 16 de abril de 1812. Se sabe esto porque ha llegado hasta nosotros un documento de la época, que trata del proceso judicial efectuado contra este alcalde de Llíber, en el que se le exigía que rindiera cuentas de las contribuciones por él percibidas en 1812, para sostener a las fuerzas francesas de las plazas de Denia, Benisa y Altea (proceso judicial que sabemos sufrieron otros muchos alcaldes de villas ocupadas, como el ibense Teodoro Botella). Pues bien, en este documento se informa de que Antonio Rubio pagó, entre fe-


Iglesia y monasterio de Santa Verónica en Alicante. (Crónica de Alicante de Viravens)

brero y marzo de aquel año, casi cuatro mil reales de vellón en raciones para las tropas francesas acuarteladas en el convento franciscano de Benisa; y que el 20 de abril entregó otros 40 reales para los gastos de fortificación de dicho convento. Pero también gracias a este documento sabemos que Rubio entregaba al mismo tiempo dinero a las guerrillas españolas. Así, Antonio Peña, comandante guerrillero que venía de Alicante, afirmaba haber recibido el 31 de marzo cien reales de vellón como contribución, de manos del alcalde de Llíber. Por estar ocupada ininterrumpidamente durante los años 1812 y 1813, Denia sólo sufrió en este tiempo de la presión fiscal que imponían las autoridades francesas, de la cual no se libraba ni el clero, tal como vimos anteriormente. Pero no por padecer una sola fiscalidad los dianenses pagaron menos tributos. Las contribuciones exigidas eran cada vez más frecuentes y, en ocasiones, su cobro se adelantaba inesperadamente. Así pasó, por ejemplo, el 20 de abril de 1813, cuando una contribución que debía satisfacerse en el transcurso de seis meses, hubo que pagarla en el plazo de veinticuatro horas. Tanta precipitación se debía en buena parte a la deuda que el comandante francés tenía con un comerciante griego que estaba en el puerto, al que le había comprado trigo, y que tenía prisa por irse de Denia.

El precio de la libertad Como decíamos, Alicante fue la única población que no sufrió la ocupación francesa y, por tanto, sus habitantes únicamente padecieron las cargas fiscales impuestas por las autoridades españolas, ya fueran municipales, provinciales o centrales. Sin embargo, pagó un alto precio por mantener la libertad. El esfuerzo que hubo de realizar la ciudad para defenderse y albergar a tanta tropa y refugiados procedentes de los pueblos de alrededor, agotaron los comestibles, por lo que el ayuntamiento hubo de aprobar, el 9 de febrero del año siguiente, un empréstito de 25.000 duros, para comprar víveres; y en agosto de 1812, además de las tropas que la guarnecían, Alicante alojó durante cuatro meses a los diez mil soldados que desembarcaron en su puerto, mandados por los generales Maitland y Whittingham. El 11 de enero de 1812, el general Nicolás Mahy describía a su superior, desde su cuartel general de San Juan, la situación en que se encontraba Alicante: «La reunión inmensa de generales y oficiales que se nota en esta Plaza absorberá cuantos socorros pueda prestar todo el país desocupado por el enemigo y es preciso que V.A., determine destino para todos los Generales que no están legítimamente empleados en el Ejército de operaciones (…)». Agregaba que era urgente «dar destino a tantos empleados de Real Hacienda que absorben la mayor parte de los ingresos de esta Tesorería». Al día siguiente, entraron en Alicante todavía más soldados (regimiento de la Corona y los batallones de Tiradores y de Alcázar de San Juan), lo que hizo añadir a Mahy en el mis-

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mo informe: «(…) el cúmulo de oficiales de toda clase y especie que se ha reunido aquí es inmenso, de suerte que la Plaza está empachada». Tantos oficiales y funcionarios, tanta tropa, precisaban gran cantidad de víveres, que debían comprarse a precios cada vez más altos y mediante empréstitos que acarreaban las consiguientes contribuciones extraordinarias. Creció el descontento de los alicantinos y de las autoridades, que discutían entre ellas a causa de los continuos conflictos de competencias o económicos. Como aquella acalorada y grave discusión que enfrentó el 15 de octubre de 1812 al gobernador Caamaño con la Comisión de Gobierno y el comandante general Copóns, que ya conocemos y que acabó con el pago de 300.000 reales vellón por parte de los comerciantes de la ciudad. Aunque el mayor precio que debieron de pagar los alicantinos para preservar su libertad fue sin duda el ocasionado por la fortificación de la ciudad y el levantamiento de las nuevas murallas. El costo total de estas obras ascendió, según Vicente Ramos, a 3.622.798 reales vellón y 26 maravedíes.

La escasez de víveres hizo padecer a las poblaciones graves privaciones y momentos de hambre

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Escasez de víveres Al amanecer del 5 de noviembre de 1808, procedentes de Andalucía, entraron en Orihuela, por el camino de Enmedio, las tropas mandadas por el general español Teodoro Reding. El gobernador y el ayuntamiento dieron la bienvenida a Reding, cuyos oficiales se hospedaron en las casas de las principales familias oriolanas. Todo fue comodidad para los recién llegados. Na-

Órdenes del general Delort a las autoridades de Villena exigiéndoles el pago de impuestos y víveres. (Archivo Municipal de Villena)

da les faltó. Pero fue esta una de las últimas veces en que los oriolanos recibieron con tanto entusiasmo a las tropas que venían de fuera. Pronto la falta de víveres convirtió la hospitalidad en fastidio, tanto en Orihuela como en las demás poblaciones alicantinas, pues hasta la imprescindible galleta con la que básicamente se alimentaban los soldados, milicianos y guerrilleros, empezó a escasear y a encarecerse por no haber apenas harina. La galleta era un pan plano, ancho como la palma de la mano, de masa dura y seca que se conservaba bastante tiempo, y que servía de avituallamiento para los soldados como ración diaria. Para que no faltase el trigo ante un eventual ataque y asedio francés, en marzo de 1809 el ayuntamiento de Alicante se gastó 32.690 reales en la construcción de un molino de viento en el cerro de la Montañeta. Y cinco meses más tarde se acordó construir un matadero en el arrabal Roig, en la playa de Santa Ana, al pie del cerro del Molinet. Pero la guerra se fue prolongando y tanto Alicante como las demás poblaciones de su actual provincia empezaron a asfixiarse en un sufrimiento diario que les hacía debatirse entre la subsistencia y las obligaciones patrióticas. Los almacenes en los que se hacía acopio de comestibles procedentes de las huertas alicantinas empezaron a vaciarse, pues muchos cultivos fueron abandonados al alistarse la mayoría de los hombres en el ejército o en las partidas milicianas y guerrilleras. Entonces se recurrió a importar los víveres del extranjero, en buques que atracaban en los principales puertos que recorren la costa desde Denia hasta Torrevieja. La guerra no obstante impidió la llegada regular de los buques extranjeros, por lo que la amenaza del hambre pronto empezó a planear por los pueblos alicantinos. El 9 de noviembre de 1809 se reunió el ayuntamiento de Jijona para tratar un solo y urgente asunto: la falta de cereales. Pero la escasez de granos no podía impedir el abastecimiento del ejército, imprescindible para derrotar al enemigo, por lo que los esfuerzos se redoblaron con este objetivo. En Elche, donde ya se arrastraban problemas desde enero de 1809, por la falta de harina y cebada para suministrar las raciones diarias a las tropas acantonadas y a las transeúntes (con gastos diarios que oscilaban entre diez y once mil reales de vellón, a cargo de los vecinos), aumentaron con el paso del tiempo estos problemas, a la par que aumentaban las tropas que debían alimentarse. Como las mandadas por el general Blake, en agosto y setiembre de 1810; o como los regimientos de caballería (Numancia, Granaderos), que en 1811 tenían su cuartel general en la villa ilicitana. Ya en agosto de 1812, un mes después de la primera batalla de Castalla, la división del general Roche volvió a acantonarse en Jijona. Como siempre, los oficiales fueron hospedados en casas particulares, mientras que los soldados acamparon o fueron alojados en casas de campo. Pero los gastos para sustentar a estos tres mil hombres agobiaron sobremanera a los jijonencos. Había que alimentarlos y suministrarles leña, paja, etcétera, y todo ello angustiaba tanto al ayuntamiento, que basta echar una ojeada a las actas de aquellas fechas, para comprobarlo: «falta de comestibles» (20 de octubre), «situación angustiosa para suministrar víveres a la división de Roche» (21 de octubre), «aumentan las penurias» (31 de octubre)… El 20 de enero de 1813, ante la gravedad de la situación, el ayuntamiento de Jijona se reunió una vez más para tratar sobre el mantenimiento del ejército. Se llevaban varios días suministrando 1.030 raciones diarias a las tropas, lo que suponía un gravamen que no podía aguantar la ciudad, exhausta y en la más rotunda pobreza. Desesperados, los regidores deciden negociar con VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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el comandante jefe para rebajar a 500 las raciones diarias. Pero éste no acepta; ¿cómo alimentar entonces al resto de sus soldados? Concluyamos esta triste y angustiosa crónica jijonenca con una última acta de su ayuntamiento, fechada el 21 de junio de 1813, y cuyo único asunto fue: «imposibilidad de dar más suministros».

Alimentar a los franceses Al entrar en un pueblo, los oficiales franceses se presentaban ante las autoridades como representantes del rey José I y solicitaban amablemente raciones para la tropa. Pero si estas peticiones no eran atendidas, entonces aparecían las amenazas más duras, que casi siempre resultaban efectivas. Ya vimos cómo en Elda, desde enero hasta octubre de 1812, las tropas imperiales se llevaron comestibles por valor de 741.445 reales. Y en Sax, del 21 al 27 de setiembre, se llevaron 36 cahíces de harina y trigo por importe de 29.700 reales vellón. El 23 de julio de aquel mismo año, el ayuntamiento de Villena se reunió para oír cómo el alcalde se quejaba de «que la ciudad ya no puede atender las peticiones del ejército francés», pero añadiendo seguidamente temer «una dura represalia», por lo que se acordó ceder a los requerimientos del invasor. Justo un mes después, se celebra una nueva sesión, calcada a la anterior: a pesar de que «los franceses han esquilado (sic) todas las especies comestibles sin dejar al vecindario para subsistir (…) el enemigo, que se encuentra en las puertas de la ciudad, les sigue apremiando».

Requisa de caballos

Recibo de los 500 reales pagados por Pedro Cort para el acopio de víveres que se debían entregar a las tropas francesas el 26 de julio de 1812. (Archivo Municipal de Alcoy)

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Compensaciones atrasadas Los gobiernos absolutistas de Fernando VII compensaron parte de los gastos que ocasionaron a los particulares los suministros que entregaron al ejército español durante la guerra. Pero estas compensaciones se pagaron tarde y de forma incompleta. En noviembre de 1826 circuló por los ayuntamientos una orden del intendente de Rentas, para que se le informara de «todo lo relacionado con los suministros hechos por los pueblos a la tropa durante la Guerra de la Independencia». Y el 12 de noviembre de 1833 (casi veinte años después del fin de la contienda) se procedió en Villena «a la liquidación de atrasos por los suministros prestados a las tropas durante la pasada guerra de la Independencia».

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Saqueos

Hambre en Denia Tanta escasez de víveres y tanta penuria llegó a haber en Denia, que el comandante francés Bergeron accedió a que se redujeran las raciones exigidas para alimentar a su tropa, ordenando además a los más pudientes que vendieran el trigo que les sobrase a un precio moderado, so pena de serle confiscado, para entregárselo a los pobres. Aun así, el hambre apareció en la ciudad durante el primer semestre de 1812. En aquellos meses, cualquier visita de un comerciante era acogida con gran alegría. Como la del «moro» que llevó trigo y ropas el 22 de abril. O la del yerno de un dianense, que arribó el 13 de mayo en un barco con bandera «mora», cargado de trigo y harina, que compró Bergeron tras el consiguiente regateo. A partir de junio empezó a llegar a Denia el trigo y el ganado en grandes cantidades (comprado o requisado en los pueblos de su gobernación), que sirvió para aliviar las perentorias necesidades de los dianenses, si bien la mayor parte no se quedaba en la ciudad, sino que era enviado a Gandía, donde estaba el cuartel general francés, e incluso a Valencia. Así, el 24 de mayo, apunta mosén Palau que «se llevaron dinero y trigo hacia Gandía»; el 25 de junio «pasaron por Pedreguer 300 soldados que venían de Altea con mucho ganado hacia Gandía»; y durante los últimos diez días de abril de 1813: «Mucho bagaje para llevar a Gandía trigo y garrofas». Los días 8, 9 y 10 de agosto de 1812, Palau hace re-

ferencia al mucho trigo (hasta 200 caballerías) que los franceses trajeron a Denia de otros lugares. Pero, a partir del día 11, casi todo este trigo fue llevado a Valencia: 50 caballerías, escoltadas por dos oficiales y veinte soldados ese mismo día 11; 800 caballerías y carros el día 14; 700 carruajes y muchos carros el día 18… También desde Denia llevaron víveres a Alcoy los franceses, para suministrar a su ejército. Así lo cuenta Palau en su diario: «Días 26 y 27 de enero de 1813: Salieron lloviendo 120 hombres, y 2 oficiales y estuvieron por lugares de Laguar, Orba, Gallinera y Ebo, recogiendo raciones y volvieron el día 29 con muchas raciones de trigo, cabras y bueyes para el ejército de Alcoy (…)».

Muchas poblaciones fueron saqueadas por los franceses por resistirse a pagar contribución, suministrarles víveres o como castigo por su insumisión

Decíamos que los oficiales franceses, cuando llegaban a una localidad, lo primero que hacían era presentarse a las autoridades como representantes del rey José I y pedir a continuación, amablemente, raciones para la tropa, pero que si no atendían tal petición, entonces pasaban a las amenazas. Pues bien, ciertamente se produjeron bastantes ocasiones en que estas amenazas se convirtieron en violentos saqueos, muchas veces repetidos en la misma población, a lo largo de los casi dos años que el territorio alicantino (parcial o casi totalmente) estuvo invadido por las fuerzas napoleónicas. Por tanto, puede decirse que la principal razón por la que los franceses saquearon las poblaciones alicantinas radicaba en la necesidad de obtener vituallas, pero también para recaudar dinero u objetos de valor y, a veces, simplemente para castigar a los pueblos más insumisos.

Saqueos crueles De castigo pueden calificarse los crueles saqueos que sufrió Tárbena entre octubre de 1812 y febrero de 1813. El día 24 de aquel mes de octubre, una partida francesa procedente de Denia se vio sorprendida por los guerrilleros en la montaña cercana a Tárbena, algunos de cuyos habitantes se unieron a éstos en el tiroteo que mantuvieron contra lo soldados franceses, hiriendo a varios de ellos. Los guerrilleros huyeron cuando llegaron refuerzos galos desde Gandía. Entonces, el oficial francés que mandaba la partida dianense ordenó el saqueo de Tárbena. Pero no quedó aquí el castigo, pues hasta tres veces sufrió este pue-

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n 1808 andaba escaso de caballería el ejército español, razón por la cual se ordenó una requisa de caballos. Para ello, se redactó un «Reglamento para la adquisición de caballos en todo el Reyno», fechado en Aranjuez el 6 de octubre de 1808, que fue enviado a todos los municipios españoles, a través de sus respectivas Juntas Supremas y gobernaciones. Merece la pena leer lo que disponía dicho reglamento en algunos de sus artículos, por la preocupación que se muestra por el perjuicio que este embargo podía suponer, sobre todo a los más pobres: «(…) IX.- Los valores de los caballos serán reintegrados de los fondos más prontos y bien parados que se hallen en los pueblos, para evitar que las personas pobres se hallen privadas de uno de los medios de que subsisten. X.- Las relaciones se pasarán a las intendencias del Exército o Provincia, para que en las cuentas respectivas se abonen las Cantidades invertidas (…) XIV.- No habrá privilegio alguno que pueda poner a cubierto ni exceptuar de esta medida que adopta el Gobierno como necesaria para salvar la patria: solo quedarán libres los caballos de los oficiales militares con destino en el Exército (…)». En el ayuntamiento de Orihuela este reglamento fue leído en la sesión celebrada el 27 de octubre de 1808, nombrándose a continuación a Agustín Pastor como presidente de la comisión municipal que se encargaría de la requisa caballar en la ciudad; dos días después se leyó el mismo reglamento ante el pleno consistorial de Villena. Agustín Pastor y sus compañeros de comisión sufrieron más de un disgusto en su labor de requisar caballos, pues los oriolanos más privilegiados se negaron a entregar los suyos. Reglamento en mano, Pastor trató de superar aquellas resistencias, recordando la inexistencia de privilegios y excepciones en este asunto, pero prácticamente todos los notables de la ciudad, los que mejor podían desprenderse de sus caballos, eludieron su entrega mediante influencias y recomendaciones. El resultado de la requisa en Orihuela fue por tanto escaso. Junto con la huerta, en noviembre sólo se habían conseguido embargar 25 caballos útiles para el servicio de la guerra. Ante sus compañeros regidores, Pastor se lamentó amargamente del comportamiento de los vecinos más pudientes e influyentes, que evitaron entregar sus caballos, siendo los 25 recogidos en su mayor parte de labriegos, que eran quienes precisamente más los necesitaban. Doce eran los propietarios de los animales embargados. El encargado de llevar a Alicante los caballos requisados en Orihuela fue Juan López. Los entregó el 20 de diciembre de 1808, anotando al lado del nombre de cada propietario el valor dado a su caballo o caballos. Entre ellos figuraba Francisco Bernabéu, que entregó un animal por valor de 1.080 reales. Pues bien, el 10 de enero siguiente, se abrió en el ayuntamiento oriolano un expediente «a instancias de Francisco Bernabéu y 8 labradores más, para que se les abone el precio de los caballos requisados en época de labranza». Siete días más tarde, la Comisión de Requisición de caballos de Valencia respondió rechazando aquella instancia, «no dando lugar a recursos de esta naturaleza, siendo en perjuicio de los exponentes», pasándose así por alto lo dispuesto en el reglamento. Los villenenses, además de llevar a cabo también aquella requisa de caballos en 1808, tuvieron que hacer frente a otras más, ordenadas por ambos bandos. El 24 de setiembre de 1812, el general francés Harispe exigió al ayuntamiento de Villena cuatro mulas o, si no las entregaban en dos días, 600 pesetas por cada una. Y en marzo del año siguiente, la Junta Provisional de Murcia ordenó a los villenenses «la requisa de mulas y machos de carga y tiro para el servicio del Ejército Británico», para la que adjuntaba el correspondiente reglamento.


LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA PROVINCIA DE ALICANTE

Guerra de la Independencia»: «Pese a todos los desmanes, el gobierno francés de Suchet fue en general benévolo con Alcoy y trató de dar sensación de honradez y mesura con los vecinos». Y todo ello gracias a los numerosos afrancesados que vivían en esta ciudad: «Las gentes que gozaban de alguna simpatía con los nuevos amos de la villa ayudaron a los alcoyanos y franceses a convivir, suavizando los roces propios de toda ocupación militar». Pero realmente no debió de ser una convivencia tan suave la que mantuvieron invasores y alcoyanos, cuando una comisión de éstos, regidores, fueron a Valencia a principios de octubre e 1812 para entrevistarse con el mariscal Suchet y deCRISTINA DE MIDDEL

blo las represalias del ejército imperial. La última vez el 12 de febrero de 1813. Al día siguiente, vendieron en Denia los frutos de este tercer saqueo de Tárbena. Para avituallar de víveres a sus tropas, el general francés Harispe abandonó un día de 1811 su cuartel general en Alcoy para acercarse a Ibi, donde tenía conocimiento de que había un pósito lleno de grano. En efecto, los ibenses contaban a la sazón con un gran almacén o depósito de granos (situado en lo que hoy es el Ayuntamiento) que proveía a los cinco molinos que había en el barranco conocido precisamente como de los Molinos, que a su vez suministraban harina a las dos panaderías del municipio (y las de pueblos

vecinos) que se hallaban respectivamente en la plaza Mayor (hoy de la Iglesia) y en la calle de las Cuatro Esquinas. Pues bien, llegado el Barón de Harispe al frente de sus tropas hasta la puerta del pósito, exigió a su administrador que le entregase todo el grano almacenado. El depositario se resistió y, como consecuencia de ello, fue herido con un sable. El pósito fue vaciado de grano y robado el dinero que en él también se guardaba. Tras la guerra, aquel local vacío y destrozado fue convertido en una escuela.

¿Saqueos leves? En busca de objetos valiosos asaltó la soldadesca gala el convento y la iglesia de San Sebastián, en Cocentaina, el 20 de enero de 1812; asalto que repitieron un año después, cuando volvieron los franceses a ocupar la población, entrando «a sangre y fuego, practicando entonces uno de los saqueos más horrorosos e inhumanos que registran los anales de aquella guerra», según afirmaría casi un siglo más tarde Fullana Mira en su «Historia de la Villa y Condado de Cocentaina». El mismo motivo impulsó a los franceses a saquear el ayuntamiento y el castillo de Villena, destrozando los archivos de esta ciudad, antes de retirarse de ella a finales de abril de 1813. Saqueo leve y muy limitado fue pues el que sufrió Villena (comparado con otros más terribles padecidos en otros lugares, como Cocentaina). Como leve fue también al parecer el saqueo que debieron soportar los ilicitanos en aquel mismo año de 1813, según se desprende del expediente que se conserva en los archivos municipales de Elche, de sólo cuatro hojas y en el que tres testigos dan testimonio de los abusos galos. A pesar del asalto que sufrieron los conventos de San Agustín y San Francisco, nada más apoderarse los franceses de Alcoy, también leves fueron los abusos y saqueos que padecieron los alcoyanos, si hacemos caso a lo que dice Rogelio Sanchis en su «Alcoy y la

mandar su «benevolencia», luego de manifestarle «las extorsiones y robos que han cometido y están cometiendo las tropas de la División que hay en esta Villa». Quizás también se pueda calificar de «leve», el saqueo que sufrió Orihuela en los últimos meses de 1812, pero a manos esta vez de los propios soldados españoles. Leve puesto que tal vez ni siquiera pueda llamarse saqueo al conjunto de robos y hurtos que cometieron casi a diario muchos soldados contra los civiles. Rapiña que el general Whittingham, comandante de las fuerzas acantonadas, trató de cortar mediante una orden publicada el 13 de diciembre.

Castillo de Jijona, población en la que se acantonaron importantes contingentes de tropas de ambos bandos

Saqueos por ambos bandos En una de las novelas que componen sus memorables «Episodios Nacionales», en la titulada «Juan Martín, el Empecinado», Benito Pérez Galdós describe la situación de los pueblos españoles en aquella terrible época: «Las casas de los pueblos habían sido incendiadas, primero por nuestros guerrilleros, para desalojar a los franceses, y luego vueltas a incendiar por éstos, para impedir que las volviesen a ocupar los españoles».

En Jávea Jávea fue uno de aquellos pueblos que sufrió saqueos por ambos bandos. A las diez de la noche del sábado 21 de marzo de 1812, sesenta hombres desembarcaron de un corsario genovés cerca de Jávea, que se hallaba bajo el dominio de los franceses acantonados en Denia. Aquellos sesenta hombres entraron en la ciudad por un agujero de la muralla y se dedicaron al saqueo hasta las cuatro de la madrugada. Les dirigía alguien que hablaba en valenciano y que conocía muy bien la localidad, puesto que señalaba las casas y edificios que debían asaltarse. Amedrentaron a los vecinos disparando al aire y gritando «¡viva Mallorca, viva Gibraltar!», pero no hirieron a nadie. Se llevaron mu-

También los españoles saquearon algunas poblaciones, incluso con mayor dureza que los franceses

cho dinero, gran cantidad de buena ropa y caballos. Cinco meses más tarde, después de que Jávea fuera recuperada brevemente por la guerrilla española, cuenta mosén Palau en El Llobarro que, el domingo 30 de agosto de 1812: «(…) lloviendo a las 4 de la mañana se fue una partida a Jávea a saquear y vinieron cargados de ropas, alhajas, puercos y animales y lo vendían en Denia muy barato a muchas gentes que vinieron de fuera (…)». Al día siguiente, los soldados franceses volvieron a ir a Jávea «(…) y vinieron cargados de ropas y parecía Denia una feria de gente forastera que vino a comprar, por la tarde vino una diputación de algunos de Jávea a pedir al General y los perdonó con tal que mañana estén todos los vecinos en Jávea».

En Jijona Cuando las tropas francesas ocuparon por primera vez Jijona, el 19 de enero de 1812, encerraron al gobernador y a los regidores en el Ayuntamiento, donde fueron obligados a firmar un bando en el que se ordenaba a los vecinos a entregar, en el plazo de dos días, toda la comida, bestias de carga y ganado que tuviesen, así como paja y algarrobas para los caballos, bajo la amenaza de saquear e incendiar la ciudad, en caso de no cumplir dicha orden. Los franceses abandonaron Jijona poco antes de que se celebrase la primera batalla de Castalla (21 julio 1812), y durante aquel medio año esquilmaron a los jijonencos, bajo la amenaza permanente de saqueo. A pesar de la derrota sufrida en aquella acción de Castalla, un importante contingente de tropas españolas se acantonó en Jijona, al mando del comandante Santiago O’Reilly. Durante los primeros meses la convivencia entre soldados españoles y los jijonencos fue tranquila, a pesar del esfuerzo que tenían que hacer éstos para abastecer a aquéllos. Hasta que el 28 de noviembre de 1812 el ayuntamiento recibió órdenes del intendente José Canga Argüelles, «relativas a que no se den raciones a las tropas que transitan por los pueblos, sino presentan pasaportes del Sr. Comandante General del Reino, Generales de los Ejércitos o Intendentes». Los regidores jijonencos se acogieron a estas órdenes para negarse a seguir proporcionando ni una más de las 227 raciones diarias asignadas oficialmente. Pero la reacción de O’Reilly fue tremenda. Al día siguiente se produjo, por parte de los soldados, el saqueo indiscriminado de algunas casas, incluidas las de varios regidores. Saqueo que el comandante amenazaba con repetir y extender al resto de las casas jijonencas, si el ayuntamiento no seguía abasteciendo a toda su tropa. En la tarde del 30 de noviembre, se celebró en el Ayuntamiento una tensa reunión a la que asistieron los veintitrés hombres más prestigiosos de Jijona, entre regidores, síndicos, religiosos y médicos. A pesar del miedo que todos ellos sentían, la extrema penuria en que se encontraba la población les llevó a la decisión final de resistir ante las amenazas de O’Reilly, acogiéndose al decreto del intendente Canga Argüelles. No obstante, aquella valiente decisión de los prebostes jijonencos no debió de mantenerse ante las duras amenazas de O’Reilly, ya que, al cabo de dos meses, los hastiados regidores reconocieron que habían llegado a una «situación límite», debido al constante trato vejatorio que sufrían por parte del insolente O’Reilly, cuyo proceder era idéntico al de los oficiales enemigos.

En Denia La relación tranquila que había habido durante el año 1812 entre los soldados franceses y los dianenses, fue tomando un carácter más tenso al año siguiente y conforme se iban acercando los guerrilleros españoles, hasta convertirse en hostilidad por parte de los galos, a duras penas contenida por los oficiales. Hostilidad que se manifestó en hurtos cada vez más frecuentes y que acabaron sólo cuando los soldados se encerraron en el castillo. VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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a finales de agosto de 1813, aprovechando > queAsí,muchos dianenses, sobre todo afrancesados, se

habían ido de la ciudad al comenzar a ser asediada por los guerrilleros, algunos soldados franceses asaltaron las casas vacías por las noches utilizando el método del butrón: practicando agujeros en las paredes. Curiosamente, el comandante francés de la plaza amenazó con castigar a los soldados que se atrevieran a entrar así en casas ocupadas para robar, permitiendo por omisión que lo hicieran en las vacías. El 3 de setiembre ya habían entrado los butroneros franceses varias veces en las mismas casas, como la de los Sala, las de los hermanos Lattur y la de Joaquín Llorens. Y, nueve días después, destrozaron la vivienda del párroco, aledaña a la iglesia. Pasados otros nueve días, fueron los soldados españoles del regimiento de América quienes continuaron los robos en las casas de Denia, si bien éstos no se preocupaban de comprobar antes si estaban o no habitadas, ni tampoco en agujerear las paredes, por cuanto les resultaba más fácil y rápido reventar las puertas y ventanas, aunque fuera en pleno día; o lo que es lo mismo: saqueando la ciudad que acababan de liberar, pues los franceses se habían refugiado en la fortaleza. Así lo describe mosén Palau en su diario: «(…) casi todas las casas estaban desiertas y saqueadas dos o tres veces por nuestros amigos los soldados de América, grandes ladrones; algunos venían por la mañana y se volvían por la tarde a Ondara o a las casitas del campo donde estaban». Ya liberada por completo la ciudad, los dianenses volvieron a sus casas, encontrándolas inhabitables, completamente destrozadas. Además de saquear el convento, donde algunos parodiaron una misa, los soldados españoles, y también los oficiales, se dedicaron a la rapiña, superando por mucho a los franceses en su vandalismo, tal como cuenta El Llobarro: «(…) y no estaba ninguno seguro en su casa, todas las noches por las calles entrando y saliendo por las casas llevando cirios encendidos para registrarlas y robarlas. En casa el Retor la Admon (sic) casa Sala, casa Latur, casa su hermano, casa la viuda de Roque Vives y casa Juan Bautista Vignau y casa Mosén Diego Pedros en la que no había puertas ni ventanas, entraban a todas horas, toda la calle nueva estaba sin habitar porque no tenían las casas puertas ni ventanas, mucho habían robado los franceses y mucho habían destruido, pero los Españoles les ganaron en robar y destruir, los soldados parecían espíritus infernales y no había ninguno que les dijera nada, porque los que se lo podían decir eran tales como ellos o peores». Es decir, que los mismos soldados españoles, «de quienes se esperaba alivio y consuelo», en palabras de mosén Palau, serían los principales causantes de las desdichas de los dianenses. Incluso después de su liberación, cuando la vida cotidiana empezaba a recobrar la normalidad, el abuso continuaba por parte del nuevo gobernador, Diego Entrena. Mientras duró el largo asedio español a Denia, los labradores de las poblaciones vecinas que salían al campo a segar el trigo, debían pagar cuatro duros al comandante de las guerrillas, quien asignaba dos guerrilleros para que los acompañara, con el objetivo de impedir que el trigo fuera a parar a Denia. Pues bien, semanas después de que ésta fuera liberada, Entrena seguía cobrando cinco duros (uno más) diarios a cada labrador que salía al campo a trabajar, acompañado por dos guerrilleros.

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Rehenes

Las tropas francesas recurrieron muchas veces a arrestar, e incluso encarcelar, a los alcaldes y regidores de los pueblos que se resistían a suministrarles víveres o a entregarles los tributos que les imponían. Así,

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Vista de Villena desde el castillo de La Atalaya. (Archivo Municipal de Villena)

Alcaldes y personas notables ` de muchas poblaciones fueron tomadas como rehenes por los ejércitos

como hemos visto, en Jijona, la primera vez que entraron los soldados imperiales, retuvieron en el Ayuntamiento al corregidor y a los ediles hasta que los vecinos les entregaron lo que querían. Lo mismo sucedió en Elda, en cuyo archivo municipal hay unos documentos sin clasificar entre los que se encuentra uno que dice que, en 1812, los habitantes de esta villa tuvieron que pagar 6.740 reales vellón para el rescate de «los hombres ciudadanos buenos que se llevaron las tropas francesas prisioneros». Y también en Villena, donde el ayuntamiento acordó el 3 de setiembre del mismo año «entregar al ejército francés lo que pide en calidad de granos y dinero a cambio de la libertad de algunos vecinos de Villena que se encuentran como rehenes en Fuente la Higuera». Estos vecinos o «ciudadanos buenos», solían ser los alcaldes, párrocos y personas más adineradas de cada sitio.

La Marina Mientras estuvo ocupada por el ejército napoleónico, Denia, y más concretamente los calabozos de su castillo, fue el lugar al que llevaron los franceses a sus rehenes desde los pueblos en que se resistían a satisfacer sus demandas de dinero o raciones alimenticias, o simplemente se demoraban en su entrega. Estas detenciones duraban el tiempo que tardaban los afectados en ponerse al corriente de pago; tiempo que no solía sobrepasar los cuatro o cinco días. Así, por ejemplo, el párroco de Laguart y un capellán de Ondara estuvieron presos entre los días 23 y 28 de abril de 1812. En El Llobarro figuran multitud de referencias a los alcaldes, párrocos, clérigos y hombres adinerados, procedentes de casi todos los pueblos de La Marina, que fueron encerrados en los calabozos del castillo de Denia por impago de contribuciones o demora en la entrega de raciones para la tropa francesa. Sólo en una ocasión se menciona a una mujer, Florencia Llorens, de Ondara, que fue arrestada el 6 de junio de 1812 en sustitución de su marido, el doctor Jaime Mur, que se hallaba ausente; si bien éste fue también arrestado el 20 de octubre, junto a su paisano Luis Bose. Entre el 10 de mayo y el 13 de diciembre de 1812,

son muchas las veces que mosén Palau anotó en su diario las entradas de rehenes en Denia. Entre otros muchos alcaldes de poblaciones que no especifica, menciona al alcalde de Ondara, Lorenzo Llusar, así como a los de Gata, Jávea y Teulada; también a los párrocos de Beniarbeig, Gata, Teulada y Polop; un capellán de Pego y muchos vecinos de Orba, Benisa, Calpe, Altea, Gata, Jávea y otros pueblos que no cita. Algunos lugares fueron visitados por los franceses en busca de rehenes varias veces, lo que explica que hubiera ocasiones en que encontraran los pueblos vacíos, como Polop, del que huyeron todos sus habitantes en los primeros días de diciembre, avisados de la llegada de las tropas galas. De ahí que éstas irrumpieran en los pueblos preferentemente de madrugada, como el 21 de agosto, cuando «a cosa de las 4 de la mañana una partida con un capitán pasó por Ondara y se llevaron a Félix Rodríguez (escribano) y mientras esperaban que le trajeran de una casa de campo que estaba, le saquearon toda la casa habiendo echado a tierra las puertas, de allí pasaron a Pamis a buscar a uno que había sido alcalde el año 1811 y no lo encontraron, de allí pasaron a Vergel y se llevaron a Manuel Rodríguez, escribano (…)». Cuando no cabían en las mazmorras del castillo, los rehenes foráneos eran encerrados en alguna casa particular, casi siempre la del alcalde, mosén Antonio Gavilá. Método este del arresto domiciliario del que se sirvió el comandante francés cuando los morosos eran dianenses, a los que no dejaba salir de sus casas, custodiadas por uno o dos soldados.

Rehenes de franceses y españoles Por no haber sido ocupada por los franceses, en la ciudad de Alicante sólo se produjeron hechos parecidos entre las autoridades locales y los jefes militares españoles, aunque nunca pasaron de las amenazas. Como las que lanzó el general Elío al alcalde y regidores en noviembre de 1812, por negarse a pagar las raciones de su tropa. Amenazas a las que se sumó el recién nombrado gobernador Luis Riquelme, quien avisó que tomaría militarmente el Ayuntamiento si no se satisfacían las demandas de Elío, lo cual sucedió el 28 de aquel mes. En otras poblaciones, por el contrario, las autorida-


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10 Intentos de liberación. Avances y retiradas Apenas dos meses después de ser Denia ocupada por los franceses, hubo un intento serio, aunque frustrado, de los españoles por recuperarla. A las diez de la mañana del 22 de marzo de 1812, domingo de Ramos, los hombres que trabajaban en la fortificación del castillo de Denia se rebelaron contra la guarnición gala. Eran unos quinientos, pero actuaron descoordinados y al final huyeron en desbandada.

Los siete cabecillas (guerrilleros infiltrados entre los obreros) intentaron sorprender a los centinelas en la puerta del Socorro, pero sólo consiguieron herir a un soldado. El plan era apoderarse de la fortaleza y tocar la campana para llamar a los guerrilleros que esperaban escondidos en la Cueva Tallada del Montgó y detrás de tres laúdes de extramuros. Se conoce el nombre de dos de aquellos siete hombres, ambos dianenses: José Costa, tendero, y José Plá, albañil; los otros cinco eran forasteros. Ambos lograron escapar. Plá, junto con otros cinco rebeldes, saltaron desde lo alto de la muralla del Vercheret; Costa fue malherido a su casa, en la calle de la Olivera, de donde huyó a tiempo cuando fueron a buscarlo los franceses, cambiándose de camisa y saliendo sin problemas por la puerta del Mar, que estaba todavía abierta. Peor suerte tuvo Juan Cervera, jornalero que trabajaba en el casillo y que huyó como todos los demás cuando se produjo el motín. Fue apresado y llevado ante la presencia del comandante de la plaza, Pedro Bergeron. Como no supo decirle cuál era el plan de la rebelión ni quienes eran los cabecillas, mandó que lo encerraran en el peor calabozo del castillo, conocido como de la Culebra, y que le dieran tormento. Y allí llevaron en efecto, atado, al pobre jornalero, que tampoco pudo decir nada de interés a su confesor ni cuando fue torturado, porque nada sabía. Dos días después detuvieron a otro albañil que había participado en la rebelión. Se llamaba Antonio Campos y lo encontraron trabajando en una noria, confiado en que no le reconocerían. Lo llevaron al castillo, le dieron tormento y confesó quiénes eran los cabecillas del motín. Aquél mismo día, 24 de marzo, fue juzgado, junto al jornalero Cervera, por un consejo de guerra presidido por el comandante Bergeron. Describe mosén Palau muy bien el dramático paseo que dieron ambos reos por las calles de Denia tras salir del lugar donde fueron condenados a muerte: «(…) Yo que estaba en las gradas de la Iglesia vi pasar a los desgraciados por delante de mí, iban acompañados del padre predicador que les auxiliaba, puesto en medio de 30 soldados y un oficial delante con el sable desenvainado en la mano, y tambor batiente, los brazos atados por detrás, los cabellos descompuestos, sin sombreros, la cara tiznada y tostada de los tormentos de fuego les habían dado, tres días que no habían comido llorando amargamente, y el Antonio Campos, al doblar la esquina de la capilla del Rosario levantó la voz gritando, ‘hermanos míos librarme de esta aflicción’, y su mujer que no sabía nada de su sentencia que estaba en el Mesón de la calle del Cop a la puerta, le conoció por su voz y cayó en tierra sin poder volver en sí».

Antonio Campos y Juan Cervera fueron fusilados a las 9 de la mañana del jueves 26 de marzo. Los dos cabecillas de la rebelión, el tendero José Costa y el albañil José Plá huyeron en dirección a Alicante, pero éste último fue apresado por los franceses en Villajoyosa el mismo día en que ejecutaron a Campos y Cervera en Denia. Es este José Plá el mismo que, tras ser hecho preso junto a otro rebelde de Murla, y mientras eran llevados de vuelta a Denia, fue muerto por los soldados franceses que los vigilaban, para evitar que escapara cuando fueron atacados por unos guerrilleros en el collado de Calpe.

Breve liberación de Jávea El 16 de mayo de 1812 fue sustituido Pedro Bergeron como gobernador de Denia por Antonio Bonafu, teniente coronel de artillería procedente de Cullera. Habitualmente Bonafu se hospedaba en casa de Domingo Llorens, pero la noche del 21 de agosto de aquel mismo año prefirió subir a dormir con sus oficiales al castillo. Allí se sentían más seguros, tras conocer la noticia de que en Jávea habían desembarcado ingleses de 6 o 7 lanchas, apoderándose luego de los fortines de aquella villa. Al día siguiente, casi todos los dianenses se fueron de su ciudad, yendo a las casas de campo de los alrededores, por temor a un inminente ataque inglés. Pero éste no se produjo. Un día después se corrió la voz de que habían visto a los soldados ingleses cerca de la ermita de Santa Lucía; y al siguiente una fragata y un bergantín británicos respondieron a los cañonazos que les dispararon desde el castillo de Denia, con balas que pasaron por encima de la fortaleza. Cuando, en la mañana del 27 de agosto, marchó de Denia una partida de 30 soldados franceses hacia Jávea, sólo encontró aquí a un puñado de marinos ingleses, pero acompañados de la guerrilla que mandaba José Catalá, natural de la propia Jávea, que los recibieron a tiros, hiriendo a tres de ellos. Al día siguiente, volvieron los franceses a marchar hacia Jávea desde Denia. Esta vez eran muchos más y mandados por el general Habert, que había venido desde Gandía para dirigir personalmente la operación. Tan gran contingente imperial puso en fuga a los guerrilleros, que abandonaron la villa, y a los marinos ingleses, que se embarcaron precipitadamente. Al entrar en Jávea, encontraron en lo alto del campanario de la iglesia convento al capellán y al sacristán, a los que arrojaron al vacío, matándolos, por haber participado en la resistencia el día anterior. También hallaron a cuatro monjas encerradas en una celda. Un comandante francés les aseguró que no les harían daño, pero una de ellas se abrazó a él presa de pánico, pidiéndole que no la dejase allí, y al responderle el comandante que no podía llevarla, fue corriendo a arrojarse a un pozo, sin que nadie pudiera evitar su muerte. A continuación, el general Habert dio licencia a la tropa para el saqueo.

Todavía se pueden contemplar los restos de la muralla del fortín de Canfali de Benidorm

Desembarco inglés en Denia

CRISTINA DE MIDDEL

des locales tuvieron que hacer frente a las amenazas de usarles como rehenes tanto de los militares franceses como de los españoles. Así, en mayo de 1810, el mariscal de campo Manuel Freire ordenó al corregidor alcoyano que se presentase en el cuartel general de Elche, como responsable de la desobediencia que habían cometido las autoridades alcoyanas días antes, al negarse a entregarle suministros para sus tropas. Dos años más tarde, el 1 de octubre de 1812, el mariscal Suchet ordenó que se tomaran como rehenes a varios alcoyanos ilustres para forzar el pago de contribuciones y víveres. En Elche fue al revés. Primero fueron las tropas francesas las que, tras entrar en la villa el 10 de junio de 1812, obligaron a las autoridades locales a entregarles una lista con los nombres de los veinticuatro ilicitanos más adinerados e ilustres, los cuales fueron arrestados en el Ayuntamiento y amenazados con ser llevados a Francia en calidad de rehenes, si no les daban todo cuanto de valor poseyesen. A comienzos del año siguiente, pese a las penurias económicas que sufría Elche, parte de aquellas mismas personas, junto al ayuntamiento ilicitano en pleno, fueron retenidos en el mismo lugar por orden del general Roche, al demorarse la entrega de víveres para el ejército español.

Apenas dos meses después de ser ocupada Denia, hubo un intento serio, pero frustrado, de los españoles por recuperarla

A las seis de la mañana del 4 de octubre de 1812 aparecieron frente a la costa dianense un navío y una fragata de la flota inglesa. Lanzaron nueve lanchas, de las que desembarcaron unos 600 soldados junto a la montaña de San Nicolás. Salieron de Denia 60 soldados franceses para enfrentarse con aquéllos, pero enseguida se vieron obligados a retroceder, huyendo a través de las viñas y pese al apoyo de los cañones del castillo. Muchos de ellos entraron al cabo de tres horas heridos en la plaza, mientras el navío y la fragata disparaban sus cañones contra la fortaleza y las lanchas galas que había en el puerto. Concluido el fuego, un teniente inglés fue en un bote hasta Denia para conminar al comandante Bonafu a rendirse, pero éste se negó. La mayoría de los ingleses embarcaron, quedándose doscientos de ellos en la montaña de San Nicolás. Mientras esperaba la llegada de refuerzos desde Gandía, Bonafu mandó salir nuevamente a los soldados sanos que habían luchado aquella misma mañana. Por suerte para ellos, muy pronto les ayudó una VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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recién llegada de Gandía. Eran las dos de > compañía la tarde cuando se trabó una nueva refriega en la montaña de San Nicolás, siendo esta vez los ingleses los que retrocedieron, hasta embarcarse. No murió ningún soldado inglés, pero sí que dejaron en tierra a tres heridos, que fueron hechos prisioneros y llevados a Denia.

Ingleses en la costa Aunque la marina de guerra francesa colaboró en la ocupación de algunas poblaciones costeras (como Benidorm, cuyo fortín de Canfali fue destruido desde el mar), fue realmente la flota inglesa la que dominó la costa alicantina durante los años 1812 y 1813, vigilando los movimientos de los corsarios galos y atacándolos cada vez que se atrevían a salir de sus puertos. En El Llobarro son bastantes las referencias a estas vigilancias marítimas de los ingleses: 8 de noviembre de 1812: «Salió un corsario (francés, de Denia) y una fragata (inglesa) lo hizo volver a cañonazos»; 29 de noviembre: «Estuvieron todo el día delante de Denia 3 bergantines y un navío inglés»; 5 de diciembre: «Estuvieron delante de Denia 3 navíos y 4 fragatas y al anochecer se fueron hacia el cabo S. Antonio». Y el 13 de mayo de 1813 se produjo un combate naval entre un corsario francés y un navío inglés frente a la costa dianense. Al mismo tiempo, la flota inglesa permitía la navegación de barcos españoles que transportaban víveres. Así, a mediados de marzo de 1812, un comerciante alicantino desembarcó en Benidorm cien cahíces de trigo; si bien, ya en tierra, fue requisado por una partida francesa y llevado a Denia. No obstante, en algún momento fueron los navíos británicos los que llevaron la peor parte en sus enfrentamientos con los corsarios franceses. Así ocurrió el 4 de enero de 1813, cuando una fragata inglesa fue abordada por los corsarios galos cerca de Denia. Los marinos ingleses fueron apresados y llevados al castillo dianense, del que lograron sin embargo escapar casi todos. Siete fueron de nuevo atrapados, uno de ellos en la montaña, y llevados a Valencia.

Comienza la liberación Cuenta mosén Palau que el 14 de agosto de 1812 «la gente de los caseríos franceses que estaban en Benidorm vino por tierra (a Denia) porque los Ingleses habían quemado los barcos que estaban debajo del castillo en tierra, según decían». La liberación de Benidorm debió de producirse poco después. Tres meses más tarde había tropas españolas en Villajoyosa, al mando del general Francisco Copóns Navia, quien había sustituido interinamente a José O’Donnell, tras la derrota en Castalla, al frente del Segundo y Tercer Ejércitos. Copóns había cedido en setiembre este cargo definitivamente al general Elío y, en enero de 1813, sería nombrado por la Regencia comandante en jefe del Primer Ejército, circunscrito a Cataluña. Entretanto, Benisa había sido también liberada. La guarnición francesa fue atacada el 20 de setiembre por dos compañías españolas y el 12 de noviembre llegaron noticias a Denia de que aquella población vecina estaba en poder de los españoles. Los nervios entre los dianenses creció con la llegada de rumores aún más inquietantes: el 26 de octubre hubo «voces de que los españoles estaban en Gandía», y el 20 de noviembre «se oyen tiros de cañón y fusil por la parte de Oliva». Estas malas nuevas convencieron al comandante y a los oficiales franceses acuartelados en Denia de que lo más seguro era subir a dormir al castillo en la noche del 15 de noviembre. El comandante se apellidaba Brin y había llegado el 27

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Uno de los cañones del desaparecido fortín de Canfali, sobre una roca

Instancia del fabricante de paños alcoyano Roque Olcina reclamando a Habert la devolución de un préstamo. (Archivo M. Alcoy)

de febrero, procedente del Grao de Valencia, para relevar a Bonafu. Los españoles se retiraron el 27 de noviembre de Benisa, Calpe y Altea, pero solo dos días después volvieron a recuperar estas poblaciones. En diciembre no habían llegado a Jávea, todavía en poder de los franceses. Mientras esto ocurría en La Marina, en Alcoy se sucedían las entradas y salidas del ejército napoleónico. La llegada de las tropas de los generales Maitland y Whittingham al puerto de Alicante en agosto de 1812, junto a la noticia de la derrota francesa en Los Arapiles, convencieron al mariscal Suchet de que lo más prudente era retrasar sus

tropas, de ahí que ordenase al general Harispe que trasladara su cuartel general de Alcoy a Játiva, y fortificara el paso del Júcar por Alberique. En consecuencia, las tropas galas abandonaron Alcoy el 14 de agosto, así como Cocentaina e Ibi. Pero, con la llegada de José I a Valencia, Suchet decidió que lo mejor era retomar el territorio cedido, encargando esta vez al Barón de Habert que avanzara sus tropas hasta Alcoy. Habert mandó a su vez este cometido al general Gudin, quien entró en Alcoy el 21 de setiembre al frente de la 117ª Brigada. Para contribuir con la contraofensiva que se preparaba para llevar a José I de vuelta a su trono de Madrid, Suchet retiró otra vez sus fuerzas de Alcoy a mediados de octubre de 1812. José I llegó efectivamente a Madrid a mediados del mes siguiente, y Suchet ordenó que «los pasos entre las montañas de la izquierda de Mogente hasta Alcoy fueran igualmente cerrados», según escribió más tarde en sus «Memorias». Aun así, las tropas francesas siguieron haciendo ocasionales incursiones en Alcoy, como en el mes de diciembre, para exigir el pago de impuestos y llevarse 1.400 varas de paño; o en febrero del año siguiente, momento que aprovechó el fabricante de paños alcoyano Roque Olcina para presentar una reclamación al general Habert para que se le devolviera un préstamo que había hecho al ejército francés de 25.000 «piecettes». También regresaron los franceses en diciembre de 1812 a Ibi, para asediarla breve e infructuosamente, al estar bien defendida por los dragones de Almansa, el regimiento de cazadores de Olivenza, la división Roche y la partida de guerrillas de Murcia. Por fin, en marzo de 1813, las fuerzas aliadas liberaron definitivamente Alcoy y Cocentaina. Lo intentó primero y sin éxito el general Murray el día 7, al mando de sus tropas anglo-sicilianas. Pero sí que lo consiguió al cabo de una semana con ayuda del general Whittingham y su división Mallorquina. Persiguieron luego los aliados a los franceses, reconquistando también Cocentaina y librando contra ellos un duro combate en el camino de Albaida.


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1813

Segunda batalla de Castalla

ESPAÑA

Las Cortes de Cádiz suprimen el Santo Oficio (Inquisición) en febrero de 1813. Antes, en Madrid, José I recibió en el mes de enero el Boletín de la «Grande Armée» que reconocía el estrepitoso fracaso de su hermano Napoleón en la campaña rusa. El emperador reclama entonces el regreso a Francia de más soldados, quedando en España unos doscientos mil hombres, que han de enfrentarse al ejército aliado encabezado por Wellington, nombrado generalísimo por la Regencia de Cádiz. El avance de las tropas españolas e inglesas hace retroceder al ejército francés. El 21 de junio se libra la trascendental batalla de Vitoria, con la derrota francesa y la huida a Francia de José y la mayoría de las tropas imperiales. A finales de agosto, sólo quedan en el interior de España los ejércitos napoleónicos de Cataluña, a las órdenes del mariscal Suchet. Éste había emprendido la retirada de Valencia el 5 de julio, pero dejando tras de sí un rosario de guarniciones (Denia, Sagunto, Peñíscola, Tortosa) para proteger la retirada y condenadas al sacrificio. El 8 de diciembre de 1813 Napoleón devuelve el trono español a Fernando VII, concluyendo así oficialmente la guerra de la Independencia. El rey «deseado» entra en España el 24 de marzo de 1814.

En abril de 1813, nueve meses después de la primera batalla de Castalla, el mando de los 2º y 3º ejércitos españoles estaba a cargo del general Francisco Javier Elío. Por su parte, el mariscal francés Suchet estaba decidido a defender a ultranza Valencia del avance aliado, cuyas tropas anglo-sicilianas, dirigidas por el general Juan Murray (quien había sustituido interinamente a Maitland, a la espera de la llegada de lord Bentinck), habían partido desde Alicante para liberar, en el mes anterior, Cocentaina y Alcoy. Para ello, Suchet pensó en contraatacar a las fuerzas aliadas que se hallaban acantonadas en Yecla, Villena, Biar y Castalla. El general Elío, al mando del ejército de Murcia y la división Mallorquina, controlaba la zona de Yecla y Villena, mientras que el inglés Murray tenía su cuartel general en Castalla y contaba con destacamentos en Biar y Alcoy. En total, los aliados sumaban unos 20.000 hombres. Suchet, que tenía una fuerza similar (si bien su caballería era ligeramente superior en número), tomó la decisión de atacar por Fuente la Higuera y Villena, antes de que las tropas aliadas se reagruparan y recibieran refuerzos.

La acción de Yecla

Dibujo de Biar correspondiente a 1813. (Reeves)

Siguiendo las órdenes de Suchet, el general Harispe logró sorprender a la vanguardia del general español Elío en Yecla. Las tropas francesas, compuestas por 4.500 infantes y 200 jinetes, cargaron al amanecer del día 11 de abril de 1813 contra unos desprevenidos soldados españoles, mandados por el general Miyares, que se preparaban para trasladarse a Jumilla. Harispe ordenó avanzar a sus tiradores y húsares, bajo las órdenes del coronel Meyer, obligando a los españoles a retroceder, que escaparon ordenadamente de la caballería y artillería enemiga hasta que Harispe consiguió romper su línea con una maniobra envolvente. Una parte de las fuerzas españolas huyeron, pero el resto quedó aislado y obligado a combatir contra fuerzas superiores. Aun así, por dos veces lograron rechazar el ataque del coronel Meyer, a la cabeza de los húsares y de un pelotón de dragones, pero acosados por todas partes, con más de cuatrocientas bajas entre muertos y heridos, los españoles acabaron rindiéndose, en un número algo superior a los mil.

Los franceses sufrieron una pérdida mucho menor: 18 muertos y 61 heridos.

La acción de Villena Mientras tanto, el mariscal Suchet, al frente de la división Habert y la caballería, ocupaba Caudete y trataba de envolver a las tropas de Elío en Villena, desde donde se aprestaban a marchar en auxilio de sus compañeros de Yecla. Además del batallón de Vélez-Málaga que guarnecía el castillo de Villena (situado en lo alto del cerro de San Cristóbal), Elío contaba con un millar de jinetes, que se enfrentaron abiertamente a las tropas imperiales, compuestas por diez batallones, diez cañones y los temibles coraceros. Éstos se desplegaron al tiempo que la infantería y la artillería de Suchet avanzaban hasta entrar en Villena, tras haber hundido las puertas a tiro de cañón. La caballería española huyó, abandonando a la guarnición del castillo, que sufrió el asedio imperial. Al llegar a Castalla, el general Elío, jefe del ejército aliado, instó a Murray para que enviase ayuda inmediata a la guarnición de Villena, consciente de que no podría soportar el asedio francés durante mucho tiempo, ya que sólo tenían víveres para cuatro días y poquísimas municiones. Murray, que asumió el mando aliado tras la vergonzosa huida de Elío, dudó, pero al cabo contemporizó enviando hacia Villena las mismas tropas que había mandado esa mañana para reforzar la vanguardia, además de dos piezas de artillería a caballo, la división de Mackenzie y los batallones de Canarias y Chinchilla, con alguna artillería y caballería. Una fuerza a todas luces insuficiente para enfrentarse con éxito al ejército de Suchet, y que además llegó a las cercanías del puerto de Biar a las dos de la tarde, una hora después de que los franceses lo hubieran sellado. Ante la imposibilidad de cruzar el puerto, paso obligado para ir a Villena por el camino más directo, los aliados retrocedieron. Desesperados por la falta de auxilio, los soldados españoles que guarnecían el castillo de Villena cayeron en el desánimo. A pesar de ello, y de no contar apenas con munición, el gobernador del castillo rechazó los requerimientos de rendición que le hizo Suchet, hasta la tarde del día siguiente. La rendición se hizo sin luchar, siendo hechos prisioneros los mil hombres del batallón de Vélez-Málaga. Tal hecho fue considerado una deshonra por las máximas autoridades españolas, que encausaron el 28 de diciembre del año siguiente (meses después de que finalizase la guerra) «a los jefes y oficiales del Regimiento de Vélez-Málaga, por la rendición del Castillo de Villena a los franceses». Sin embargo, no toda la culpa de aquella vergonzosa rendición fue de quienes guarnecían el castillo. El general Elío se empeñó en dejar al batallón Vélez-Malaga guardando el castillo, en contra del parecer de otros jefes, y las tropas aliadas que había en la Hoya de Castalla podrían haber tratado de socorrer a sus compañeros de Villena marchando desde Onil por otro camino alternativo al puerto de Biar o haber mandado una fuerza mayor para echar a los franceses de dicho puerto. Pero Murray no quiso hacerlo y Elío ya había perdido su autoridad para obligarle. Tal como escribió al día siguiente Luis María Balanzat, jefe de la 4ª División española, en el informe que remitió al Estado Mayor de los Ejércitos, «(…) por lo que inferimos militarmente que el Sr. General Murray jamás pensó en presentar una Batalla para liberar la guarnición del Castillo de Villena, y mucho menos para proteger las fuerzas de Yecla, y sí sólo esperar en Castalla (…)».

La acción de Biar Y parece que Balanzat tenía razón, puesto que a los franceses les costó

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Batalla de Castalla (1813)

rante cinco horas, con sus hombres luchando encarnizadamente por las calles del pueblo, y luego en el desfiladero, contra la caballería de los generales Robert y Lamarque. Pero paulatinamente el 1º Regimiento italiano, el Cuerpo Franco de Calabria y los fusileros del 3º y 8º de la King German Legión, que conformaban la división de Adam, debieron retroceder ante el ataque combinado de la infantería, la artillería y la caballería francesas, con quinientos tiradores, al mando del coronel Guillemet, hostigándoles desde los altos de la izquierda. Los dragones franceses procuraron aprovechar el desorden final de los italianos para aniquilar al mayor número de ellos, pero oportunamente llegó en su socorro la infantería inglesa del 27º Regimiento. Por fin, los aliados se replegaron hasta cerca de Castalla, pero dejando detrás grandes pérdidas en hombres, un centenar de prisioneros y dos cañones. Los franceses se apoderaron del puerto de Biar, pero pagando igualmente un gran precio. Entre ambos bandos, aquella noche quedaron en aquel paso de montaña y sus aledaños más de dos mil hombres.

La acción de Castalla tomar el puerto de Biar aquel 12 de abril. En tanto la división imperial de Harispe se instalaba en Sax, la de Habert avanzó hacia Castalla, enfrentándose a los 2.200 hombres que componían la división anglo-siciliana mandada por el coronel Federico

Adam y que defendió valientemente el puerto de Biar. En la cuesta que había a la llegada de Biar por el camino de Villena, se produjo un primer choque en el que cayeron medio millar de soldados de ambos bandos. Herido, Adam resolvió resistir, y así lo hizo du-

Plano de la batalla de Castalla de 1813. (Centro Geográfico del Ejército)

El escenario en el que se desarrolló esta segunda batalla de Castalla está algo más al oeste que el anterior, justo al otro lado del pueblo. El indeciso Murray, mientras Suchet se disponía a cruzar el puerto de Biar, había dudado dónde plantearle batalla, hasta que por fin eligió la llanura que se extiende entre las sierras de la Argueña y de Onil, con el mencionado VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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al oeste y el armajal que había entre Onil y > puerto Castalla al este. El combate más importante, más de-

cisivo y sangriento, se produjo en las laderas de la cara norte de la sierra de la Argueña, donde se enfrentaron las alas derecha e izquierda del ejército francés y aliado, respectivamente.

Situación de los ejércitos En la mañana del 13 de abril de 1813 las tropas del mariscal Suchet, una vez cruzado el puerto de Biar, amanecieron ocupando el camino de Sax a Onil, flanqueadas en su ala izquierda por el cauce del río Verde y por el Cabezo de Torriá en su ala derecha. En total, algo más de 13.500 hombres repartidos en tres divisiones de infantería (a cargo de los generales Robert, Harispe y Habert), la caballería del general Boussard y cuatro baterías de artillería. Los tiradores del general Robert formaron el extremo del ala derecha francesa. A su izquierda, la primera línea imperial la completaba el 3º Ligero. El centro de esta primera línea la formaban los regimientos 121º y 114º de Línea, más una parte de los coraceros del 13º y los tiradores de Habert. En el ala derecha de esta primera línea se hallaban los regimientos 116º y 117º de Línea y, en el extremo, el 14º de Línea. Detrás, y de derecha a izquierda, estaba la otra parte de los coraceros del 13º con dos baterías, el 16º y el 44º de Línea, y el 1º Ligero con otras dos baterías. En la reserva, el grueso de la caballería: el 24º de dragones, el 4º de húsares y el 13º de coraceros. El ejército español, al mando del general Murray, lo componían más de 18.500 combatientes de cuatro nacionalidades (española, inglesa, siciliana y portuguesa), distribuidos en una vanguardia (dirigida por el coronel Adam), cuatro divisiones de infantería (bajo las órdenes de los generales Machenzie, Clinton, Whittingham y Roche), más una caballería de algo más de mil jinetes y la artillería anglo-siciliana (dos baterías inglesas, otras dos portuguesas y una siciliana). El ala izquierda fue colocada en la parte más escabrosa de la sierra de la Argueña, cercana al puerto de Biar, al mando del general Whittingham y compuesta por la división Mallorquina. En el centro y algo avanzados, cubriendo el lado oeste de Castalla, los italianos mandados por Adam. Y en el ala derecha, cubriendo el lado este del pueblo, la división de Mackenzie (apoyada por parte de la artillería) y una brigada del general español Roche, con dos piezas de artillería a caballo, que estaban adelantadas en el llano, al abrigo de dos casas aspilleradas. Y en la reserva quedó la segunda brigada de Roche y la menos preparada división Clinton.

Recreación de las batallas de Castalla que se llevó a cabo en el año 2005. (Oficina de Turismo de Castalla)

Durísimo combate al oeste Desde lo alto del puerto de Biar, el mariscal Suchet observó al alba la situación de ambos ejércitos. La disposición de su enemigo le forzaba a maniobrar en un escenario muy estrecho, con viñedos a su derecha y el armajal al fondo, en medio del camino entre Onil y Castalla. Decidió destacar a parte de la caballería de Boussard para que vigilara el ala derecha de los aliados, al otro lado de Castalla. Mientras tanto, Murray tampoco se decidió a atacar. Muy al contrario, pese a tener una amplia ventaja numérica y posicional, ordenó hasta tres veces la retirada de su ejército. Pero el ataque que por fin inició el ala derecha francesa contra la izquierda aliada, impidió que se cumplieran sus órdenes. Poco antes, a las diez, Murray había dado otra orden contraproducente. A través del teniente coronel Catineli, mandó al general Whittingham que, a las doce, saliese con sus tres regimientos (5º de Granaderos, 2º de Murcia y 2º de Mallorca), para que, yendo por el camino de Sax hacia el oeste, envolviese el ala derecha enemiga. Como este movimiento le pareció del todo imprudente, pues dejaría un peligrosísimo hueco en la línea aliada, Whittingham pensó desobedecer la orden, pero como en ese momento arribaron, al mando del coronel Romero, los regimientos Córdoba y Burgos de su división (que habían partido de Alcoy a las tres de la madrugada), cambió de opinión y se preparó para iniciar

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Fernando VII premió la victoria con una cruz en cuyo reverso figuran las iniciales D. M. (División Mallorquina) por ser estos soldados los que libraron los combates más duros

la maniobra que le había mandado Murray. Pero a la media hora de su partida hubo de regresar precipitadamente ante el ataque enemigo, precisamente contra el ala izquierda aliada. Seiscientos tiradores franceses, bajo el mando del coronel D’Arbod, habían remontado las lomas anteriores a las trincheras españolas y defendidas por los hombres de Whittingham. Al mismo tiempo, con el objetivo de dividir el frente aliado, separando la división de Whittingham de las fuerzas de Adam, Suchet ordenó al general Habert que atacase con el regimiento 121º, apoyado por el grueso de la artillería gala. Los tiradores franceses fueron rechazados y el coronel D’Arbod cayó muerto. Entonces el general Robert mandó que avanzaran cuatro batallones del 3º Ligero y del 121º, realizando cerradas descargas de fusilería, hacia los soldados españoles de la división Mallorquina, que se hallaban entre el Pico del Águila, la Casa Bernabéu y la Casa Rebolcador. En esta ala izquierda aliada se produjo el enfrentamiento más duro de la batalla, formándose, a su vez, tres escenarios. El izquierdo en la altura del Nadal, donde se enfrentaron a los tiradores franceses dos compañías de cazadores españoles, al mando del coronel Patricio Campbell, apoyados por los ingleses del regimiento 27º que mandó Adam, y que, tras una descar-

ga cerrada, cayeron a la bayoneta contra los galos. Fue una lucha encarnizada. Un poco más al este se desarrolló el escenario central, donde formaron los granaderos del 5º regimiento y dos compañías de Guadalajara, para frenar el duro ataque francés. Y un poco más hacia el este, el escenario derecho, donde los granaderos imperiales que habían tomado la colina de


LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN LA PROVINCIA DE ALICANTE

Los españoles lograron rechazar el ataque francés por los tres puntos, pero otras unidades galas volvieron a cargar sin dar respiro a la división Mallorquina, llegando muchas veces a la lucha cuerpo a cuerpo. Y así durante horas. En cierto momento, según cuenta el brigadier Francisco Serrano, lugarteniente de Whittingham, hasta cinco mil soldados franceses atacaron al mismo tiempo el ala izquierda aliada, defendida por cuatro mil hombres. En esta ocasión el combate duró tres horas y media, «con la mayor obstinación de una y otra parte, habiendo sido el enemigo batido y rechazado a un mismo tiempo de toda la línea, dejando el campo cubierto de calaveras». Entonces Whittingham ordenó adelantar la línea española para perseguir a los franceses, que huían hacia la loma de Doncel, en la sierra de Onil. Pero la caballería imperial supo cubrir bien la retirada de su infantería.

El combate en el centro y el ala derecha

Sarratella y los fusileros que avanzaban apoyados por un piquete de caballería, se encontraron con la oposición de las reservas de la división Mallorquina, encabezada por el coronel Romero. También aquí el combate fue terriblemente encarnizado: la primera columna francesa avanzó por la cresta de la montaña y la segunda por la abertura de la Umbría de Pellicer, disparando con acierto sus armas de fuego, antes de cargar a la bayoneta.

Mientras esto ocurría en el ala izquierda del ejército aliado, en la parte más montañosa del frente, la lucha en el centro y la derecha no alcanzó tanta intensidad. El ataque que los franceses realizaron contra las tropas mandadas por el coronel Adam, con intención de aislar la división Whittingham, fue rechazado por los sicilianos, apoyados por los ingleses de la división Mackenzie. Poco después, la infantería francesa, al mando del general Harispe, apoyada por la caballería, atacó el ala derecha de los aliados, pero la primera brigada de Roche frenó el avance con la caballería y desde los atrincheramientos avanzados y las casas aspilleradas. El mariscal Suchet reagrupó entonces sus fuerzas, con intención de realizar un ataque definitivo por el centro, en dirección a Castalla, encargándoselo a la división Habert. Tras romper el fuego la artillería del general Valée, avanzaron los regimientos 14º, 16º y 117º en Línea, flanqueados por los coraceros del 13º. Frente a ellos, la artillería aliada respondió el fuego y se aprestó la primera brigada de Roche, con los voluntarios de Aragón, los cazadores de Valencia y seis cañones, apoyados por los dragones de Almansa y la caballería de Olivenza, con la reserva compuesta por los voluntarios de Alicante, Chinchilla y Canarias. Los coraceros y dragones franceses fracasaron en su intento de inutilizar los cañones aliados, huyendo precipitadamente junto con su infantería.

El Mariscal Luis Gabriel Suchet conquistó Valencia y dominó el territorio alicantino entre 1812 y 1813

Expediente encausando a los jefes y oficiales del regimiento de Vélez-Málaga por la rendición del castillo de Villena. (Instituto de Historia y Cultura Militar)

Suchet

L

uis Gabriel Suchet fue uno de los «viejos espadones» de Napoleón, que dominó casi todo el territorio alicantino durante año y medio, desde su conquista de Valencia. Nació en Lyon el 2 de marzo de 1772. Hijo de un comerciante, se alistó como voluntario en la guardia nacional del Ródano a los diecinueve años. En 1808 se le concedió el título de conde gracias a su magnífica carrera militar. Ya en España, estuvo al mando del 2º cuerpo de ejército francés, destinado en Aragón. Tomó parte del sitio de Zaragoza, conquistó Lérida y Tarragona, y Napoleón le otorgó el bastón de mariscal el 8 de julio de 1810. El 5 de julio de 1811 venció a Blake en Sagunto y el 30 de enero de 1812 entró en Valencia, donde estableció su cuartel general. Hombre ilustrado y emprendedor, durante el tiempo en que estuvo en la capital del Turia ordenó realizar grandes obras que embellecieron la ciudad, como la apertura de la plaza de la Aduana y la creación del paseo ajardinado del Plantío, con el cual ensanchó la antigua Alameda. Abandonó Valencia el 4 de julio de 1813, poco después de haber recibido el título de duque de Albufera. Su primera derrota militar la sufrió el 11 de abril de 1813, en la conocida como segunda acción o batalla de Castalla. Poco después sufriría otras, como la de Vitoria, poco antes de volver a Francia. Murió el 3 de junio de 1826 en el castillo de Saint-Joseph-Montredon, cerca de Marsella. Dejó escritas unas interesantes «Memorias» que vieron la luz por primera vez en París, tres años después de su muerte

Los aliados contraatacaron con una columna que quiso desbordar la izquierda imperial y envolver su artillería más avanzada, pero se tropezaron con medio batallón del 16º galo, dirigido por el coronel Meyer, que se lo impidió.

Retirada francesa y balance El avance aliado por los tres frentes fue interrumpido por la llegada de la noche y la indecisión de Murray. Además, Suchet fue muy hábil maniobrando con su caballería, para cubrir la retirada del resto de su ejérciVIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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que cruzó el puerto de Biar y se > to, dirigió hacia Fuente la Higuera y

Onteniente. A pesar de que los aliados vencieron en esta segunda batalla de Castalla (que, como hemos visto, en realidad duró tres días y tuvo varios escenarios seguidos: Yecla, Villena, Biar y Castalla), el balance enturbió esta victoria. Mientras los franceses sufrieron entre 800 y 1.000 bajas (muertos, heridos y prisioneros), los aliados perdieron unos 2.670 hombres (dos mil en los días anteriores y 670 en la acción de Castalla, de los cuales 400 eran ingleses). Además, los aliados no aprovecharon esta victoria por culpa de Murray, quien desistió de perseguir a las desamparadas y fatigadas fuerzas del mariscal Suchet. Pero esto no fue óbice para que, como era de esperar, los españoles en general y los alicantinos en particular celebraran el triunfo aliado en esta segunda y definitiva batalla de Castalla. Durante los días siguientes, los alicantinos disfrutaron de fiestas públicas para solemnizar esta victoria; y unos años después, Fernando VII premió a las tropas aliadas que participaron en esta acción, creando una cruz de cuatro brazos con esmalte rojo perfilado de oro y un medallón circular en el centro, de esmalte blanco con la inscripción «Castalla, 13 de Abril de 1813», en letra de oro, y que en el reverso tiene las iniciales D. M. (División Mallorquina), por ser estos soldados españoles, al mando del general inglés Santiago Whittingham, quienes mantuvieron los combates más violentos e intensos durante la batalla.

ron otra vez derrotados por los guerrilleros en la misma puerta de Calpe, matando e hiriendo a muchos de ellos y persiguiendo al resto hasta Gata. Una semana más tarde llegaron las primeras tropas regulares españolas a Calpe.

Regreso a Valencia

Portada del periódico alicantino El Imparcial. (Historia de la Provincia de Alicante)

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Liberación española Tras la derrota en la segunda batalla de Castalla, las tropas francesas se retiraron de Villena el 30 de abril de 1813. Díez días antes, los guerrilleros españoles liberaron definitivamente Jávea y Pedreguer. Poco después reconquistaron Benisa, Gata y Jalón, ciñendo así el cerco a los franceses que seguían en Denia y Ondara, acuartelados en esta última villa en el convento de los Mínimos. Desde este convento ondareño salieron precisamente los soldados galos que, junto con otros provenientes de Gandía y Denia, fueron a Pego, el 18 de mayo, para enfrentarse a los 300 guerrilleros que allí se habían reunido. Murieron 18 soldados franceses, pero fueron más las bajas entre los guerrilleros, quienes huyeron hacia Benisa, Jalón y Teulada. Estas mismas tropas imperiales volvieron a contraatacar nueve días después con intención de recuperar el dominio de Calpe, pero esta vez los guerrilleros les dispararon a través de las aspilleras de las murallas, matando a un capitán, dos sargentos y muchos soldados. Los que sobrevivieron huyeron dispersos por la montaña, pero fueron perseguidos por los guerrilleros hasta Jávea, matando e hiriendo a algunos más. Dos días más tarde, el 29 de mayo, fue otro destacamento francés a Calpe, más numeroso y mejor preparado, con bombas para romper la muralla calpina, pero se retiraron sin disparar un solo tiro, al encontrar la villa fuertemente defendida por 400 guerrilleros. De nuevo volvieron a Calpe los franceses al cabo de otros dos días. Esta vez eran 400 soldados, algunos de ellos llegados expresamente desde Valencia. Pero fue-

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Una vez recuperada Valencia, las pocas poblaciones alicantinas que todavía estaban en poder de los franceses fueron liberadas, menos Denia

Tras la derrota en la segunda batalla de Castalla, las tropas francesas se retiraron de Villena el 30 de abril de 1813. (Archivo Municipal de Villena)

El mariscal Suchet abandonó Valencia con su ejército el 4 de julio de 1813. Al día siguiente entraron las tropas españolas, al mando del general Francisco Javier Elío. Así presentó la noticia el periódico alicantino «El Imparcial», en su suplemento del 6 de julio: «Gloria, libertad y salvación. Las autoridades civiles de esta provincia, residentes en esta ciudad, han recibido de oficio la plausible y ventajosa noticia de la libertad de la capital la que evacuaron los enemigos a las cuatro de la mañana del 4, dirigiéndose por el camino real hacia Tortosa». Nada más conocer esta noticia, los miembros de la Comisión de Gobierno y de la Audiencia se prepararon en Alicante para regresar cuanto antes a la capital del reino y de la provincia. Tras la caída de Valencia, las pocas poblaciones alicantinas que todavía estaban en poder de los franceses fueron liberadas por las tropas regulares españo-

las, los batallones ingleses o las guerrillas. Aunque hubo una, la de mayor valor estratégico, que todavía tardaría cinco meses en ser liberada.

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Liberación de Denia Al mismo tiempo que Suchet perdía la batalla de Vitoria, las cosas empezaban a ponerse difíciles para la guarnición francesa de Denia, a la cual había dejado aquél para salvaguardar la retirada de su ejército de Valencia, aun a sabiendas de que significaba condenarla al sacrificio. El 9 de junio de 1813 se retiraron a Gandía los soldados franceses que había acuartelados en el convento de Ondara; y desde allí marcharon todos hasta Cullera. La guarnición de Denia se quedó sola y aislada. Dos días después, con las tropas españolas ya en Gandía y los guerrilleros en Oliva, los principales empleados por los franceses abandonaron Denia por mar.


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INFORMACION / GRAFÍA

Comenzó el asedio de la plaza el 15 de junio, con la llegada a los alrededores de Denia, a las once de la mañana, de unos tres mil guerrilleros, que lo primero que hicieron fue llevarse a Ondara los 160 bueyes que había pastando en el paraje conocido como el Saladar (actual paseo del mismo nombre), próximo a las murallas, iniciando así la privación sistemática de entrada de víveres. Al día siguiente intentaron salir algunos soldados franceses, pero fueron detenidos por los guerrilleros en el Saladar y obligados a entrar enseguida, al mismo tiempo que desde el castillo disparaban los cañones sin alcanzar a los españoles. El comandante Brin ordenó el toque de queda y autorizó la salida de mujeres y niños, pero fueron pocos los que lo hicieron. También ordenó el arresto de los dianenses que menos confianza le inspiraban, por lo que fueron confinados en el castillo José Montaner y Bartolomé Llorens. Una hija de éste último, por no estar su marido, Pablo Sala, fue encerrada con las monjas en casa del alcalde, mosén Gavilá. Por la misma razón fueron llevados al castillo los hermanos Juan Antonio y Manuel Lattur, luego de presentarse ante Brin dos días después, tras su llegada voluntaria desde Ondara. Todavía no había acabado aquel mes de junio de 1813, cuando los dianenses comenzaron a sentir la falta de harina y comida. Empezaba el hambre. El 10 de julio se unieron a los guerrilleros las primeras tropas regulares españolas, en concreto el batallón de América. Tres días más tarde Brin permitió la salida de Denia de las monjas, pero no así de Vicenta Llorens, esposa de Sala, que siguió detenida en casa de mosén Gavilá. Al cabo de otros tres días huyó un español de la plaza, Manuel Barruti, junto a los cuatro primeros desertores franceses. Los días 17 y 18 de julio Brin recibió a un oficial español que le instó a rendirse. El comandante francés rechazó capitular pero, ante la insistencia del español, que deseaba la liberación de los prisioneros, aceptó sólo la de Vicenta Llorens, quedando su padre y Montaner enfermos de fiebres tercianas en el castillo, junto a los hermanos Lattur. Durante todo el verano el tiroteo entre franceses y españoles fue constante, menos cuando éstos marchaban a las fiestas de los pueblos vecinos. Así lo

apunta un socarrón Palau en su diario: «Día 24 Julio 1813: Nada porque los guerrilleros estaban en las fiestas de Ondara (…) Día 26: Nada, los guerrilleros de Jávea y los de Ondara en fiestas». Los hermanos Lattur lograron escaparse del castillo el 12 de agosto, usando una cuerda que ellos mismos habían hecho. Saltaron junto a la torre de la Pólvora sin ser vistos más que por el centinela que estaba en el cementerio, que les disparó pero sin darles. Como consecuencia de esta fuga, los dos presos que quedaban en el castillo, Montaner y Llorens, pese a seguir enfermos, fueron llevados al más seguro de los calabozos: el de la Culebra. Brin volvió a autorizar la salida de ancianos, mujeres y niños el 15 de agosto, siendo esta vez muchos los que se fueron. Ya por la noche, empezó el bombardeo contra el castillo y la ciudad, que al día siguiente fue respondido desde la fortaleza. Un bombardeo que no duraba más de dos o tres horas, pero que se repitió a lo largo de varios días, produciéndose la primera víctima mortal el día 19, cuando un casco de bomba arrancó la cabeza a un criado que estaba trabajando en el horno del castillo. Antes de que finalizase agosto, debido al hambre sobre todo, empezaron los asaltos de las casas vacías por parte de los soldados franceses.

Asalto a la ciudad Fue el 16 de setiembre cuando los guerrilleros y los soldados españoles dieron el asalto definitivo para tomar la ciudad de Denia. Aunque los cañones del castillo contestaron a la artillería española desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, ésta al final logró abrir en la muralla una brecha de cien pasos frente a la noria de Contri, y otras tres menores en la zona que actualmente se encuentra entre la plaza del Tenor Cortis y el Rodat. A las nueve de la noche se inició el asalto propiamente dicho, colocando los españoles sus escalas sobre las murallas por tres sitios, superando los disparos y las piedras que les arrojaban los franceses, hasta hacerles retirarse corriendo hacia el castillo. Si los guerrilleros y soldados españoles hubiesen contado con

Imagen comparativa de Denia entre 1811 y la actualidad

La honrosa rendición de los franceses en Denia se produjo tras un asedio de casi medio año y ser castigados con 35.000 disparos de cañón

mejores guías, ninguno de los franceses que se encontraban en la glorieta hubiera podido escapar; pero no fue así y éstos lograron huir por la calle del Cop hacia la fortaleza, donde se reagruparon y se hicieron fuertes, aprovechando la oscuridad de la noche; aunque no todos lo consiguieron, entre ellos un capitán galo que cayó muerto en dicha calle. Aquella noche entraron en Denia 400 soldados españoles y 300 guerrilleros, quedándose el resto al otro lado de las murallas, vigilando las puertas y brechas por las que podían escapar los franceses. Para evitarlo, y para que los propios españoles no se disparasen entre ellos, el comandante de la guerrilla, Juan Ivars, natural de Gata, eligió como contraseña «jarro, jarrafo», de pronunciación harto difícil para un francés. Casi inmediatamente empezaron a producirse en las casas dianenses los saqueos de los soldados españoles.

Asedio al castillo El asedio a la fortaleza dianense se inició con un duro y prolongado bombardeo desde todas las baterías españolas (respondido por los cañones del castillo), que prosiguió con parecida intensidad durante todos los días que restaban del mes de setiembre y casi todos los de octubre. Resultado de ello fue, el 18 de este último mes, la destrucción por la artillería gala del campanario de la iglesia de la Asunción. Pero tanto bombardeo y asedio no privó a los oficiales sitiadores de algunas distracciones, como la expulsión de la ciudad, el 3 de octubre y por orden del comandante, de dos de las rameras que acompañaban a la tropa, después de raparles el cabello y darles un humillante paseo por las calles. O asistir a la feria de Ondara, el 28 del mismo mes. El 4 de noviembre los españoles trataron de convencer a los sitiados de que se rindieran, haciéndoles llegar unos periódicos con noticias de la capitulación francesa en los castillos de Pamplona y Peñíscola, pero el comandante Brin se negó rotundamente. Aquella negativa conllevó el recrudecimiento del bombardeo contra la fortaleza, provocándole grandes destrozos a lo largo de los días siguientes. Entre el 9 y el 13 VIERNES, 2 DE MAYO, 2008

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CRISTINA DE MIDDEL

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Breves pero sentidos agradecimientos La amplia bibliografía consultada para redactar este trabajo cuenta con autores tan reconocidos e imprescindibles como los cronistas del siglo XIX Rafael Viravens, Nicasio C. Jover y Francisco Palau; historiadores o cronistas contemporáneos: Emilio La Parra (quien ha revisado algunos capítulos), Rafael Zurita, Mª Luisa Álvarez, Vicente Ramos, Rogelio Sanchis, Juan Bautista Vilar, Jesús Andreu, Javier Calvo, Fernando Galiana; o de principios del siglo XX: Justo García Soriano; así como autores de obras sectoriales: Francisco Moreno, Manuel Bofarrull, José Antonio Alcaide y Jaime Díez. Ha sido muy importante la colaboración de bibliotecarios y archiveros de toda la provincia: Vicent Muñoz y Susana Llorens, de Alicante; Carmina Verdú, de Elche; Josep Lluis Santonja, de Alcoy; Jesús García, César Moreno y Pepi Orts, de Orihuela; Pilar Díaz y Ana Hernández, de Villena; Andrés Ruiz y Pilar Yagüe, de Castalla; Mª José Martínez, de Ibi; Rosa Seser y Lidia Peris, de Denia; José Bernabé, de Jijona; Consuelo Poveda, de Elda; Vicente Gomis, de Benisa; Paco Payá y Mª Mar Llinares, de Villajoyosa; Antonio Couto y Celia Fabri, de Benidorm; Asunción Brotons, de Muchamiel; Pura Miralles, de Catral. Así como la de varias instituciones nacionales: Archivo General Militar de Segovia; Instituto de Historia y Cultura Militar de Madrid; Centro Geográfico del Ejército de Madrid, con especial mención a Isabel Blanco; y de igual manera a Elisa Millás y Lala Ortells de la Biblioteca Histórica de la Universidad de Valencia. También han colaborado de una u otra forma José Luis Correal, Pablo Rosser, Juanjo Alfonso, Gerard Muñoz y Guillermo Bernabéu; así como Marco Esteve, autor de los planos de la ciudad de Alicante de 1808 y 1814, elaborados expresamente para este trabajo.

En el castillo de Denia se refugiaron las tropas francesas antes de su rendición

intenso de las baterías españolas comenzaba > ela lasfuego siete de la mañana y concluía a las cinco de la

tarde, durante los cuales se abrieron grandes brechas, quedaron desmontados los cañones y las troneras del castillo, se desmoronó la torre que había a la derecha de la entrada y fue destrozado el palacio de la fortaleza. Cesó el bombardeo el día 14 porque se inició una nueva negociación entre el coronel español y el comandante francés, a través éste de un oficial de ingenieros. La negociación duró hasta el día 17, el mismo en que se escaparon del castillo Bartolomé Llorens y José Montaner, éste herido en la espalda de un disparo. El parlamento acabó con la negativa de Brin a rendirse, por lo que el bombardeo de todas las baterías españolas contra la fortaleza se reinició de inmediato. Bombardeo que continuó todos los días hasta el 4 de diciembre. Fruto de ello fue el agrandamiento de las brechas y el derribo de algunas de las murallas que defendían el castillo en varias plazas o recintos. Para preparar el asalto final, previsto para el día siguiente, a las nueve de la noche del 5 de diciembre empezaron a disparar los españoles contra el castillo desde todas las partes altas de la ciudad. Este fuego duró hasta el amanecer y su objetivo era mantener despiertos a los franceses, para que se encontraran aún más cansados cuando se iniciara el asalto final. Pero éste no llegó a producirse. Cuando los españoles ya tenían colocadas las escalas sobre los pocos muros que quedaban en pie, y estaban preparados para entrar en el castillo por las abundantes y anchas brechas, Brin decidió capitular, tras mantener una postrera negociación con los jefes españoles, que duró todo el día 6.

Rendición Fue aquella una rendición honrosa. En ello coinciden todos los cronistas e historiadores, incluido mosén Palau. Una rendición que se produjo tras un asedio de casi medio año, durante el cual los sitiados fueron

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bombardeados por 35.000 disparos de cañón. A las cuatro de la tarde del 7 de diciembre empezaron a bajar los franceses, uno a uno, encabezados por un «tuerto valeroso y hasta temerario», según describiría el historiador Chabás al comandante Brin. No eran más que 141 sobrevivientes, que desfilaron exhaustos pero orgullosos ante la admirada atención de los soldados y guerrilleros españoles. Pero aquella admiración y los acuerdos alcanzados en la capitulación no impidieron que los vencidos fueran robados mientras esperaban su destino. A Brin, que fue alojado en casa de José Gavilá, le robaron su maleta, sospechosa de contener mucho dinero. Varios soldados españoles asaltaron la casa, redujeron a su asistente y se llevaron la maleta, que apareció luego vacía. El 18 de diciembre de 1813 Brin y el resto de los franceses embarcaron en dos naves que los llevaron, repartidos, a Mallorca y a Cabrera.

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Fin de la guerra Con la liberación española de Denia acabó la guerra de la Independencia en tierras alicantinas. Veinticuatro días antes de la rendición francesa en Denia, Napoleón envió una carta a Fernando VII en la que le manifestaba su deseo de reintegrarlo a la corona española. El rey «deseado» regresó a España y retomó su trono, pero el 4 de mayo de 1814 traicionó a los liberales que habían luchado por él durante la dura y larga guerra de la Independencia, promulgando un decreto por el que declaraba nulos toda la legislación y los actos de gobierno de las Cortes de Cádiz.


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