EL PIRATA DEL AMOR ((T TH HEE L LO OV VEE P PIIRRA AT TEE)) Cuando Bertilla se acercó a la terraza, escuchó que su nombre era mencionado por su anfitriona y visitante. —No puedo evitar pensar que es gracioso —dijo la visitante—, que Lord Saire, el famoso Pirata del Amor, haya tenido que naufragar con alguien tan insignificante como esa muchachita inmadura. Será un fastidio para él y le impedirá visitar a todas las atractivas damas que esperaba ver en Singapur. Bertilla sintió que sus mejillas ardían de humillación. Comprendió así la necesidad de marcharse antes que Lord Saire volviera... aunque al hacerlo dejara su corazón con él. ¡Era mejor desaparecer en el anonimato antes que ser una carga para el hombre amado!
Bárbara Cartland
El Pirata del Amor
Capítulo 1 1885
-HE sabido que vas a salir del país, Theydon —comentó el Honorable D’Arcy Charington, al tiempo que se instalaba en el compartimiento reservado y encendía un puro. —El Primer Ministro me pidió que visite el Lejano Oriente, a partir de Singapur — explicó Lord Saire —. Debo darle un informe detallado sobre la situación del comercio en general y de cómo está realizando su labor nuestro famoso cuerpo diplomático. D’Arcy Charington se echó a reír. —Suena muy pomposo y ciertamente no te envidio. —Será un cambio —comentó Lord Saire. —Lo dices como si te alegraras de alejarte de Inglaterra. Tuve la impresión de que no te estabas divirtiendo mucho este fin de semana. —Era la misma rutina de siempre —observó Lord Saire, con aire aburrido. —¡Cielos, Theydon! ¡Vaya que eres difícil de complacer! —exclamó D’Arcy Charington—. Supongo que había más mujeres hermosas por metro cuadrado de las que encontrarías en cualquiera otra parte del mundo. El príncipe parecía realmente divertido. —El príncipe está siempre divertido cuando hay mujeres bellas a su alrededor —repuso Lord Saire. Su amigo D’Arcy Charington sonrió. —¡Su Alteza Real en verdad es fantástico! Uno capta ese brillo especial en sus ojos y una expresión alerta en su cara, en cuanto aparecen las bellezas en el salón. Se detuvo antes de añadir: —Aunque seas muy escéptico, Theydon, tienes que reconocer que son terriblemente hermosas. Lord Saire también encendió un puro antes de contestar. Y, al apagar el fósforo, expresó con lentitud. —Pensaba yo anoche que se portan exactamente como si fueran diosas apoltronadas en lo alto del Monte Olimpo y nosotros simples mortales arrastrándonos a sus pies. D’Arcy Charington lo miró con expresión especulativa. —De una cosa estoy absolutamente cierto, Theydon — afirmó —. Tú nunca te has arrastrado a los pies de nadie, sin importar cuán arqueado sea el empeine o cuán atractivos sean los deditos rosados. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Vamos, D’Arcy, hablas como los personajes de esas novelas francesas que solíamos leer y tirar después por la ventana cuando estábamos en París. —¡Cómo nos divertimos! ¿No es verdad? Al mismo tiempo, Theydon, aunque las francesas son encantadoras, no se pueden comparar con las inglesas. —No son siempre las facciones clásicas y un cuerpo curvilíneo lo que atrae a un hombre — opinó Lord Saire. —Pues, ¿qué otra cosa? —preguntó su amigo. Lord Saire no contestó y D’Arcy Charington continuó dialogando: —El problema contigo, Theydon, es que eres un hombre muy complicado, demasiado mimado, demasiado rico, demasiado apuesto, con demasiado éxito en cuanto emprendes. ¡Eso no es natural! Los ojos de Lord Saire brillaron con alegría. —¿En qué forma? —preguntó. —Escoges los melocotones más maduros del árbol, o más bien, ellos caen en tu poder aun antes que levantes una mano para tomarlos, con el consecuente resultado de que estás harto hasta la saciedad. Esa es la verdad, amigo... estás ahíto de las cosas buenas de la vida y has dejado de apreciarlas. —Tal vez a mí me gustaría hacer la recolecta, como tú la has descrito —afirmó Lord Saire—, o dicho de otra manera, prefiero ser el cazador y no la presa. D’Arcy Charington rió ampliamente. —Me pareció que Gertrude te estaba presionando demasiado este fin de semana. Ha sido siempre una mujer en extremo posesiva. Una vez que un hombre cae en sus garras, no lo deja escapar. Lord Saire no contestó y aunque su amigo sabía que, por principio, nunca hablaba de sus amoríos, no pudo resistir la tentación de agregar: —Creo que haces muy bien en marcharte, Theydon, ahora que aún puedes hacerlo. Realmente no me gustaría verte corriendo detrás del carruaje de Gertrude. —Es algo que no intento hacer — afirmó Lord Saire. Su amigo sonrió para sí. Comprendió entonces por qué había un definido brillo de furia en los hermosos ojos de Lady Gertrude Lindley, y por qué Lord Saire parecía más esquivo que nunca en una fiesta que incluyó como invitada del Duque de Melchester, a la flor y nata de la sociedad que giraba en torno a la Casa Marlborough. Quienes habían sido invitadas para divertir al Príncipe de Gales eran todas mujeres casadas con miembros de la nobleza, o viudas de otros nobles. Algunos de los caballeros, como Lord Saire y D’Arcy Charington, eran solteros, aunque habían sido invitados porque en la mente de su anfitriona formaban discreta pareja con alguna de las bellezas aclamadas por la corte.
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O, de otra manera, eran incluidos como esquivos zorros que debían ser cazados por las mujeres que, como D’Arcy Charington comentaba con frecuencia, mostraban sus conquistas como los indios salvajes llevaban el cuero cabelludo de sus enemigos en la cintura. Al verlo en esos momentos, D’Arcy Charington pensó, como lo hiciera antes con frecuencia, que su amigo, Lord Saire, era sin duda uno de los hombres más atractivos y apuestos de su generación. Parecía desproporcionado que al mismo tiempo fuera rico y en extremo inteligente. El Primer Ministro, el Marqués de Salisbury, y su predecesor, el señor Gladstone, habían confiado a Lord Saire misiones de suma importancia que nunca fueron realizadas antes por hombres tan jóvenes como él. Aunque adjunto a la Oficina de Asuntos Extranjeros, Lord Saire tenía una posición diplomática no oficial, que lo obligaba a viajar por todo el mundo para presentar informes personales, casi siempre de carácter confidencial, sobre todo lo que observara. —¿Cuándo partes? —preguntó D’Arcy después de algunos minutos de silencio. —Pasado mañana —contestó Lord Saire. —¡Tan pronto! ¿Ya se lo comunicaste a Gertrude? —Yo siempre he preferido no informar nunca a nadie de cuándo me voy —contestó Lord Saire—. Detesto las escenas de despedida y si prometo escribir, nunca lo cumplo. Habló con una nota casi de violencia en la voz. Su amigo imaginó con astucia, que tal vez evitó muchas escenas en el pasado desapareciendo antes que alguna mujer descubriera que ésa era su intención. —Bueno —dijo—, es obvio que vas en busca de nuevas y fascinantes aventuras. Quizá debería envidiarte. Habrá poco que hacer una vez que pase la temporada de cacería y el suelo esté demasiado congelado para cabalgar. El príncipe habla de ir a Cannes después de Navidad. Londres quedará desierto. —Podrías ir con su Alteza Real. —No soportaría un mes completo de reverencias cortesanas —contestó D’Arcy —. Si me dieran a escoger, preferiría viajar contigo. Lord Saire sonrió. —No hay nada que pudiera desagradarte más que eso. No sólo hay que hacer una gran cantidad de reverencias a los soberanos locales, sino que en ocasiones tales viajes suelen resultar en extremo incómodos. Si conocieras algunos de los lugares en los cuales he tenido que hospedarme, te sorprenderías. —No debieron ser inferiores a aquellos de nuestros tiempos en el ejército —recordó D’Arcy. —Es verdad —admitió Lord Saire—. Casi había olvidado las incomodidades de las maniobras y las marchas forzadas, así como las conversaciones, por demás insustanciales, que teníamos que escuchar en el comedor del cuartel.
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—No más de algunas que tuvimos que escuchar este fin de semana —observó D’Arcy Charington—. Me pareció que Charlie se mostró más aburrido que nunca con sus mismos viejos chistes y sus tontas imitaciones. Divirtió al príncipe, pero a nadie más. —Empiezo a sentir que ya estoy demasiado viejo para todas estas nimiedades —comentó Lord Saire. —¿A los treinta y un años? —exclamó su amigo—. Mi querido Theydon, debes estar enfermo o algo por el estilo. ¿No estarás enamorado? —La respuesta a esa pregunta es un rotundo “no” —respondió Lord Saire —. Si no hubieras entendido bien lo que quiero decir, déjame repetir que no estoy enamorado ni tengo deseos de estarlo. —Eso debe ser un alivio para el Primer Ministro —contestó D’Arcy . Lord Saire enarcó las cejas y su amigo explicó: —El viejo está siempre muy nervioso, temeroso de perderte. El otro día comentó a mi padre, en la Cámara de los Lores: “Pierdo más jóvenes a causa de sus idilios amorosos, de los que perdí en el campo de batalla durante la guerra”. —Tu padre puede tranquilizar al Primer Ministro por lo que a mí respecta. El amor es algo que no entra en mis planes, así que no interferirá con la misión que se me reserve. —Tendrás que casarte alguna vez. —¿Por qué? —Ante todo porque necesitas un hijo. Futuro heredero de esa montaña de posesiones que tienes. Se detuvo un momento antes de agregar con aire reflexivo: —Con frecuencia pienso que la Casa Saire necesita una castellana y media docena de niños para darle un ambiente acogedor. Es demasiado perfecta desde el punto de vista arquitectónico, como para ser un hogar sin ellos. —A mí me gusta tal como es —contestó Lord Saire —. Además, D’Arcy, ¿puedes imaginarme a mí con una esposa? —¡Con mucha facilidad! Gertrude, por ejemplo, se vería magnífica con los diamantes de los Saire. —Como estamos hablando de una forma tan confidencial, debo confesarte que no me imagino a nadie menos adecuada para ser mi esposa que a ella. —¿Te parece que es demasiado exigente y posesiva? —preguntó D’Arcy Charington, con voz llena de compasión. —Sí, así es. Además, dudo mucho que tenga cerebro. Es una mujer hermosa, lo admito, una de las más bellas que he visto en mi vida, pero una vez dicho eso, lo has dicho todo sobre ella. —¡Cielos, Theydon! ¿Qué más quieres? —Mucho más que eso, en realidad. —Cuéntamelo, entonces. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—¡Claro que no! Si te lo dijera, no tardarías en dedicarte a la tarea de buscar el tipo de criatura que te describo. Y si la encontraras, me obligarías a ir al altar, sólo por el placer de ser mi padrino. D’Arcy Charington se echó a reír. —Muy bien, Theydon, que sea como tú quieres. Disfruta de tu aislamiento intelectual, pero te advierto que te sentirás muy solo en tu vejez, en medio del lujo de Saire, sin una compañera a tu lado. —Me bastará con disfrutar de la compañía de mis amigos, como tú, D’Arcy, y de ser padrino de sus hijos, como lo soy ya de un buen número de ellos. —Los ahijados no ocupan nunca el lugar de los hijos. ¿Qué haces tú por tus ahijados, después de todo? —Envío a cada uno de ellos una guínea en Navidad y diez, cuando son confirmados. Después de eso, me lavo las manos... tal como lo hicieron mis propios padrinos, ya fallecidos, por cierto. —Muy encomiable — comentó D’Arcy en tono burlón —, pero yo preferiría verte con un hijo propio, Theydon, y una o dos lindas hijas. —¡Ni Dios lo permita! —rió Lord Saire —. Y una de las cosas que estoy decidido a evitar, D’Arcy, son las hijas ajenas. La duquesa estaba insinuando este fin de semana que Katherine sería una excelente esposa. —Espero que no estés pensando en hacerle caso —se apresuró a decir D’Arcy Charington con rapidez. —¿Por qué no? Supuse que deseabas verme casado. —No con una hija del duque. ¿Puedes imaginarte algo más terrible que tenerlo por suegro? Además, por lo que he observado de su prole, sus hijas parecen caballos de carreras y son soberanamente monótonas. —¿Qué jovencita no lo es? Aunque en realidad no he conocido muchas en mi vida. —Debe haber jóvenes atractivas y con cierta cultura, además. Después de todo, los patitos negros se vuelven cisnes. Gertrude y las demás bellezas que conocemos fueron patitos feos alguna vez. —Y sin duda deben haber sido aburridas también —señaló Lord Saire en tono burlón. —Bueno, volveré a hablar del asunto contigo cuando regreses del Oriente —murmuró D’Arcy Charington—. Desde luego, quizá pierdas el corazón a manos de alguna bella hurí de ojos negros... ¿quién lo sabe? —Como tú dices... ¿quién lo sabe? —repitió Lord Saire con una leve sonrisa en los labios. El tren entraba ya en la estación en esos momentos. D’Arcy Charington apagó su puro y se puso el sombrero. —Vas a disculparme, Theydon, si me desaparezco en cuanto el tren se detenga. Tengo una cita muy importante. —¿Una cita importante? —repitió Lord Saire —. ¿Con un hombre o con una mujer? Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Con un hombre que resulta ser... mi banquero. —Y quien, desde luego, es más importante que cualquiera otra persona —rió Lord Saire. —En mi caso así es. No me atrevo a confesar a mi padre el monto de mis deudas. Casi siempre, mi banquero es más comprensivo que él, —¡Buena suerte! —sonrió Lord Saire. Supongo que te veré esta noche en la Casa Marlborough, ¿no? —Su alteza me invitó. Será una velada divertida. —Bueno, si es demasiado aburrida —sugirió Lord Saire —, podríamos salir a divertirnos por nuestra cuenta. Hay algunas despedidas que me gustaría hacer, considerando que voy a estar ausente varios meses. Su amigo le dirigió una sonrisa comprensiva. —Creo que madame Aspanali nos recibiría con los brazos abiertos y tengo entendido que tiene nuevas y muy actractivas “palomas”, recién importadas de París. —En tal caso —dijo Lord Saire —, nos retiraremos temprano de la Casa Marlborough. Mientras hablaba, el tren se detuvo junto al andén. La acostumbrada larga línea de cargadores, esperaba atraer la atención de los pasajeros que llegaban. Ambos caballeros, sin embargo, delegaban la tarea de recoger el equipaje a sus respectivos ayudas de cámara. Cuando el tren detuvo su marcha, D’Arcy Charington levantó su bastón de puño de plata, abrió la puerta y saltó al andén. —Adiós, Theydon —exclamó, y desapareció entre la multitud. Lord Saire no tenía ninguna prisa. Dobló el Financial Times, que no había podido leer a causa de la conversación, de su amigo; después se levantó del asiento y se puso su sobretodo forrado de piel, con cuello de astracán. En el momento en que se colocaba el sombrero de copa ladeándolo un poco sobre su cabeza oscura, el ayuda de cámara apareció en la puerta. —Espero que su señoría haya tenido buen viaje — dijo. —Muy cómodo, gracias —contestó Lord Saire—. Recoge el Financial Times, Higson. No he terminado de leerlo. —Muy bien, milord. La berlina aguarda a su señoría. Yo llevaré el equipaje en el landó, —Gracias, Higson. Voy a la Cámara de los Lores. Regresaré para cambiarme, porque tengo que cenar en la Casa Marlborough. —Muy bien, milord. Lord Saire bajó al andén y empezó a caminar a través de la abigarrada multitud. El tren iba repleto, incluyendo muchas jovencitas que él había notado que subían en Oxford. Iban a pasar las Navidades en casa, sin duda alguna. Se veían emocionadas y felices. Se estaban despidiendo de sus condiscípulas, mientras eran guiadas en pequeños grupos por agitadas institutrices.
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Varias de ellas eran recibidas por sus padres. Sus madres iban cubiertas de pieles, elegantísimas, y sostenían manguitos de armiño o de marta cebellina cerca de su rostro para evitar respirar el humo acre que despedía la locomotora. Lord Saire se había alejado ya un poco del vagón en el que viajara, cuando de pronto recordó algo que debió haber ordenado a Higson, y retrocedió sobre sus pasos. Su ayuda de cámara estaba aún reuniendo sus maletas, su cartapacio y varias piezas más de equipaje de mano que estaban en rejillas del compartimiento. El ayuda de cámara de D’Arcy Charington también estaba ahí, reuniendo las pertenencias de su amo. —¡Higson! —exclamó Lord Saire desde el andén. Su ayuda de cámara se dirigió con rapidez a la puerta del vagón. —¿Sí, milord? —Cuando te dirijas a la casa, detente en la florería y ordena un gran ramo de azucenas para Lady Gertrude Lindley. Aquí está la tarjeta que debe acompañarlo. —Muy bien, milord — asintió Higson, tomando el sobre que Lord Saire le entregaba. Al darse la vuelta, Lord Saire decidió que ése era el último ramo de flores que Gertrude Lindley recibiría de él. Como sucedía con tanta frecuencia en sus idilios, sabía que éste había llegado a su fin. No podía explicarse, ni siquiera a sí mismo, por qué repentinamente se sentía tan hastiado y por qué lo que otrora le pareciera atractivo y deseable había dejado de serlo. No era que Gertrude hubiera hecho alguna cosa fuera de lo común o que lo disgustara de alguna forma. Simplemente comprendía que ya no lo cautivaba, que todos los amaneramientos que en un tiempo le resultaron encantadores le eran ahora insoportables. Sabía demasiado bien que su amigo D’Arcy se burlaría de él por ser tan fastidioso... o tal vez tan voluble. Ese era el adjetivo correcto para su actitud hacia las mujeres... pero él no podía dominar sus sentimientos. Siempre parecía como si estuviera buscando lo imposible, imaginó. Creía haberlo alcanzado, pero no tardaba en sentir el hastío. Era imposible imaginar que una mujer pudiera ser más hermosa que Gertrude y aunque cuando entraba en una habitación parecía la Reina de las Nieves, él había descubierto que en la intimidad era salvaje, tempestuosa y en ocasiones insaciable. “¿Qué me sucede?”, se preguntó Lord Saire a sí mismo mientras caminaba por el andén. “¿Por qué me canso tan fácilmente de una mujer? ¿Por qué ninguna me satisface por mucho tiempo?” Sabía que, con sólo desearlo, hubiera podido poseer casi a cualquiera que despertara su interés. De hecho, como D’Arcy había comentado, caían en sus brazos espontáneamente.
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Casi nunca buscaba un idilio. Se le presentaba repentinamente. Y eran casi siempre las mujeres quienes lo buscaban, no él a ellas. “¡A Dios gracias, me voy ya!” se dijo. Sabía que librarse de los brazos de Gertrude no habría sido fácil, de otro modo. Habría sido imposible explicarle por qué sus sentimientos hacia ella habían cambiado y por qué ya no le interesaba. Cuando bajó del tren, encontró a muchos cargadores y caminó detrás de uno cuyo carrito estaba ya tan lleno de maletas que era imposible ver por encima de él, cuando de pronto se oyó un grito. El cargador se detuvo súbitamente y Lord Saire casi chocó con él. Como ambos habían escuchado el grito de dolor de una mujer, los dos caminaron alrededor del carrito y se encontraron con una jovencita que yacía en el suelo. Lord Saire se inclinó para ayudarla a incorporarse. Observó que la muchacha se había llevado las manos hacia el tobillo. —¿Se hizo daño? —preguntó él. —Sólo me... lastimé el... pie —contestó ella—. No es... mucho. En realidad, el empeine de la muchacha, que asomaba bajo el ruedo de su falda, estaba sangrando y su media estaba desgarrada. —Lo siento mucho, señorita —se disculpó el cargador, del otro lado de ella—. No la vi. —No fue culpa suya —contestó la jovencita con voz suave y gentil—. Estaba yo distraída viendo si alguien vino por mí. —¿Cree usted que si le ayudo podrá ponerse de pie? —preguntó Lord Saire. Ella le sonrió y él tuvo la impresión de unos ojos muy grandes en un rostro pálido. Lord Saire puso las manos bajo los brazos de la muchacha y la levantó con gentileza. Ella lanzó un leve lamento. Una vez incorporada completamente, afirmó valerosa: —Estoy... bien... siento haber causado tantas... molestias. —No creo que se haya fracturado ningún hueso —dijo Lord Saire—. Sin embargo, uno nunca sabe. —No hay problema. No es nada serio —insistió la muchacha con decisión—. Muchas gracias por prestarme ayuda. —¿Podrá caminar hasta la entrada? —preguntó Lord Saire— Quizá algún carruaje la espera... —Pensé que mamá estaría en el andén —repuso la muchacha—. Pero sin duda ha enviado un vehículo para recogerme. —¿Puede apoyarse en mi brazo? —preguntó Lord Saire—. La puerta no está muy lejos. Y tomaría mucho tiempo conseguirle una silla de ruedas. —No, por supuesto que puedo caminar —contestó ella. El le ofreció el brazo y, apoyándose en él, logró caminar con cierta dificultad, aunque era evidente que le estaba doliendo el pie.
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Tal como Lord Saire dijera, la entrada no estaba lejos. Afuera de la estación había numerosos carruajes, incluyendo su propia berlina. La joven miró de un lado a otro. Con inquietud dijo, con un leve suspiro: —Nadie ha venido por mí. Voy a pedir a un mozo que me consiga un carruaje de alquiler. —Yo la llevaré a su casa —ofreció Lord Saire. —¡Oh!... Por favor... no quiero ser una molestia. Usted ha sido ya... demasiado gentil. —No será ninguna molestia para mí —exclamó él. La condujo a la puerta de su berlina. El lacayo que esperaba a Lord Saire, muy elegante con una larga librea color café y un sombrero alto del mismo tono, abrió la puerta para ellos. Lord Saire ayudó a la chica a subir. Y, cuando él se sentó junto a ella, el lacayo colocó una manta forrada de marta cebellina sobre sus rodillas. —¿En dónde vive usted? —preguntó Lord Saire. —En el noventa y dos de Park Lane. El dio la orden al lacayo, quien cerró la puerta; unos momentos después los caballos se pusieron en marcha. —Es usted muy bondadoso — comentó su pasajera en voz baja—. Fue un descuido de mi parte no percatarme del carrito antes que me... arrollara. —Tengo la impresión de que es usted extranjera en Londres. —Hace varios años que no lo visito. —¿Qué me dice de su equipaje? —La escuela hizo arreglos para que fuera enviado directamente a mi domicilio. Siempre incomoda a mamá, cuando viene a recibirme, tener que esperar mientras bajan mi baúl del vagón de equipaje. —Tal vez sea mejor que nos presentemos —sugirió Lord Saire—. Como usted no tiene equipaje, no puedo asomarme a él, para leer en las etiquetas su nombre. La joven sonrió. —Me llamo Bertilla Alvinston. —¡Conozco a la madre de usted! —exclamó Lord Saire. —Todos parecen conocerla. Es muy hermosa, ¿verdad? —¡Mucho! —confirmó Lord Saire. Lady Alvinston era una de las bellezas que había descrito a D’Arcy Charington como una diosa sentada en el Monte Olimpo. Era morena, de tipo imperioso y admirada por el Príncipe de Gales y por todos cuantos imitaban su gusto en cuestión de bellezas. A Lord Saire le sorprendió que tuviera una hija. Sir George Alvinston según él sabía, murió en forma muy conveniente varios años antes, dejando a su esposa, una de las indiscutibles bellezas de la alta sociedad, con una hueste de admiradores. Pero nadie había comentado nunca, hasta donde Lord Saire podía recordar, que el matrimonio hubiera procreado hijos. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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De hecho, nadie sospechaba que Lady Alvinston tuviera edad suficiente para ser madre de una joven de la edad de Bertilla. Debido a que sentía curiosidad, preguntó: —¿Viene a pasar las vacaciones en casa? —No. He dejado ya la escuela definitivamente. —¿Le agrada eso? —Ha sido un poco ingrato para mí permanecer tanto tiempo en ella. Era yo mucho mayor que todas las demás alumnas. —¿De veras? ¿Qué edad tiene usted? Ella volvió el rostro ligeramente hacia otro lado, como si estuviera avergonzada, antes de contestar: —Tengo dieciocho años y medio. Lord Saire enarcó las cejas. Sabía muy bien que lo usual era que las muchachas hicieran su debut social al cumplir diecisiete años. Ciertamente, las madres nunca esperaban muchos meses después de que sus hijas los hubieran cumplido, para presentarlas en la corte. No era usual esperar un año para hacerlo. —Supongo que su madre sabe que va usted a llegar, ¿verdad? —preguntó. —Le escribí informándoselo — contestó Bertilla —. Pero algunas veces está tan ocupada que no tiene tiempo para abrir mis cartas. Había algo patético en su voz, que reveló a Lord Saire algo sobre la relación que existía entre la hermosa Lady Alvinston y su hija. —Mientras estaba estudiando, ¿no venía a Londres a pasar las vacaciones? —No. He pasado casi todas mis vacaciones con mi tía, quien radicaba en Bath. Pero falleció hace tres meses. —Espero que disfrute mucho de su estadía en Londres, aunque mucha gente saldrá de la ciudad durante la época navideña. —Tal vez vayamos al campo —dijo Bertilla y su voz se llenó de alegría —. Me gustaba hacerlo cuando vivía papá... ¡era tan divertido para los dos! Montábamos y en invierno me llevaba a cazar; pero a mamá nunca le gustó la vida campestre. Ella prefiere vivir en Londres. —Aquí podrá cabalgar en el parque. —Oh, eso espero — contestó Bertilla—, aunque no será tan maravilloso como poder galopar en campo abierto, sintiendo que no hay barreras y una es libre como el viento. Había algo en su voz que hizo que Lord Saire la mirara fijamente. Comprendió que aunque su madre era una belleza notable, Bertilla poseía un tranquilo encanto, muy diferente. Pequeña de estatura, cuando estaba de moda que las mujeres fueran altas y voluptuosas. De hecho, su esbelta figura aún no había madurado del todo. Su rostro tenía todavía algo infantil en él. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Sus ojos eran grises y extraordinariamente grandes, en un rostro que Lord Saire, buen conocedor de mujeres, habría descrito como “óvalo de corazón”. De lo poco que podía apreciar de su cabello, bajo el sombrero anticuado que llevaba puesto, era muy rubio y se rizaba en forma natural alrededor de su frente. En curioso contraste, sus pestañas eran oscuras y le pareció que la expresión de sus ojos cuando levantó la mirada hacia él, era muy confiada y juvenil. El no pudo menos que pensar que si hubiera estado con una mujer mayor, ésta ya estaría coqueteando con él, viéndose solos en la berlina. Bertilla, en cambio, era en extremo natural y lo estaba tratando como si no cruzara siquiera por su mente la idea de su sexo. —No viene vestida en uniforme escolar —comentó él, después de un momento. Para sorpresa suya, ella se ruborizó. —Me dejó de quedar bien... hace un año — repuso ella después de un momento — Mamá dijo que ya no valía la pena invertir dinero en otro, cuando saldría del colegio en cualquier momento. Así que mi tía me compro en Bath la ropa que llevo puesta. Su vestido y su chaqueta, en lana color azul, con un discreto polisón, era el tipo de ropa, infirió Lord Saire, que elegiría una tía anciana y alejada del bullicio social. Aunque no era atuendo que favoreciera la apariencia de Bertilla, la hacía parecer también un tanto patética. O tal vez esa impresión, decidió, se originaba en sus grandes ojos y en su rostro, todavía un tanto pálido por la impresión de haber sido arrollada. —¿Le duele el pie? —preguntó él. —No, ya lo siento mejor, gracias. Es muy amable de su parte traerme a casa en su carruaje. Sus caballos son magníficos. —Me siento muy orgulloso de ellos. —No usa gamarras, ¿verdad? Ella lo miró con ansiedad al decirlo, como si esperara que él fuera a contradecirla. —¡Por supuesto que no! Ella lanzó un leve suspiro de alivio. —Me alegro mucho. Yo creo que usarlas es una tortura. Mamá dice que muestran a los caballos de forma muy atractiva, como para enaltecer a sus dueños. Lord Saire sabía muy bien que las damas elegantes insistían en el uso de gamarras, que arqueaban el cuello de los caballos, pero que podían, si se ajustaban con mucha fuerza, resultar en extremo dolorosas para un animal si se le usaba por una hora o más. Era una crueldad que él abominaba, aunque sabía que formaba una minoría en Londres, donde la nobleza competía por ostentar los carruajes más elegantes que era posible imaginar. —¿Usted cabalga en el parque? —preguntó Bertilla. —Lo hago casi todas las mañanas que paso en Londres, pero me temo que no vamos a encontrarnos porque saldré de viaje.
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—Yo no estaba pensando en eso —intervino Bertilla con rapidez —. Sólo quería preguntarle en qué parte del parque podría uno alejarse de la gente elegante y, tal vez, galopar. Lord Saire, que había imaginado por un momento que Bertilla estaba tratando de buscar la oportunidad de verlo nuevamente, se sintió divertido al advertir que tal idea evidentemente nunca había cruzado por la mente de la joven. —No es considerado “correcto” galopar en el parque —contestó él—. Si se hace en Rotten Row, por ejemplo, se le considera una imperdonable falta social. Sin embargo, si usted cruza el puente que hay sobre la Serpentina, un canal que aparece en un extremo del parque, nadie la verá y podrá cabalgar con más libertad. —Gracias por decírmelo —contestó ella —. Eso era cuanto quería saber. Pero, por supuesto, tal vez mamá no me deje cabalgar. Lord Saire comprendió que tal restricción sería sin duda muy deprimente para la muchacha y dijo en tono consolador: —Estoy seguro de que sí se lo permitirá. Si mal no recuerdo, Lady Alvinston se ve muy hermosa a caballo. —Mamá se ve hermosa sin importar lo que haga —dijo Bertilla con una nota de admiración en su voz —, pero algunas veces le fastidia practicar la equitación. Entonces papá y yo acostumbrábamos irnos solos. Lord Saire tuvo la clara impresión de que a la joven eso le había parecido mucho más divertido, y preguntó en un tono más gentil: —¿Añora a su padre? —El siempre se ponía contento de verme — afirmó Bertilla— Quería que estuviera siempre con él. La inferencia era obvia. Lord Saire se estaba preguntando qué podía comentar, cuando advirtió que sus corceles se estaban deteniendo frente al noventa y dos de Park Lane. —Hemos llegado a su casa —sonrió—, y estoy seguro que su mamá se sentirá muy complacida de verla. —Eso espero también —respondió, dubitativa, Bertilla—. Muchas gracias por ser tan bondadoso conmigo. Un lacayo abrió la puerta y ella añadió: —Ya le dije mi nombre, pero no conozco el suyo. Me gustaría escribirle unas líneas de agradecimiento. —No hay necesidad de hacer tal cosa —le aseguró Lord Saire — pero mi nombre es Theydon Saire. Bajó del carruaje y ayudó a Bertilla a hacerlo. Para ella fue un poco difícil porque aún le dolía apoyar el pie lastimado. Cuando se abrió la puerta de la casa, ella extendió la mano. —Gracias una vez más —dijo—. Estoy muy agradecida. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—¡Fue un placer! —contestó Lord Saire, levantando su sombrero. Esperó para ver a Bertilla entrar en la casa y regresó a su carruaje. Cuando los caballos se alejaron, él se preguntó qué recibimiento haría a la muchacha su bella madre. Tenía la impresión, de algún modo, que así como no había nadie en la estación para recibirla, tampoco nadie le daría una calurosa acogida en el noventa y dos de Park Lane.
En el vestíbulo, Bertilla sonrió al viejo mayordomo, a quien conocía desde que fuera niña. —¿Cómo está usted, Maidstone? —preguntó ella. —¡Qué agradable sorpresa, señorita Bertilla, no la esperábamos! —¿No me esperaban? — preguntó la joven —. Entonces mamá no debió haber recibido mi carta. Ella sabe que la escuela cierra durante las vacaciones navideñas. Y, por supuesto, ya no puedo ir con tía Margaret. —No, claro que no, señorita, pero tengo la impresión de que milady no recibió su carta. Al menos, no nos comentó nada a nosotros, —¡Oh, cielos! —exclamó Bertilla— será mejor que suba de inmediato para saludarla. ¿Está despierta? Sabía que su mamá casi nunca se levantaba antes de la hora del almuerzo. Y acababan de dar las doce del día. —Milady fue despertada hace una hora, señorita Bertilla, pero le sorprenderá verla a usted. Había una nota de advertencia en la voz de Maidstone que la joven interpretó. Sus ojos estaban llenos de temor mientras subía con lentitud por la escalera. La casa habla sido redecorada, observó, desde la última vez que ella había estado ahí, en vida de su padre. La alfombra era nueva, los muros fueron retapizados y había grandes jarrones con flores de invernadero en el vestíbulo y en el descanso de la escalera, un despilfarro que su padre no hubiera permitido. Al cruzar las puertas del doble salón y subir al segundo piso, los pies de Bertilla parecían moverse con mayor lentitud. Su pie lastimado le dolía más con cada paso que daba. Se daba cuenta, además, de que su corazón estaba latiendo con rapidez y se dijo que era un absurdo de su parte temer tanto a su madre, pero así había sido siempre. Sabía, también, que su mano estaba temblando cuando la levantó para llamar a la puerta. Ella hubiera querido estar nuevamente en la escuela, sin nada en que pensar más que en las lecciones del día siguiente. —¡Adelante! —ordenó Lady Alvinston con voz aguda. Bertilla abrió la puerta poco a poco. Tal como esperaba, su madre se encontraba sentada en la cama, apoyada contra una pila de almohadas adornadas con encajes. La cubría una manta de armiño y llevaba puesta una
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“mañanita” de gasa y encaje color rosa, que era ideal para hacer resaltar su cabello oscuro y su piel de nívea blancura. Estaba leyendo una carta y había una nutrida correspondencia en la cama, junto a ella. Cuando Bertilla entró en la habitación, terminó la página que estaba leyendo antes de levantar la mirada. Cuando vio quién se encontraba ahí, Lady Alvinston se estremeció antes de decir con una nota de irritación en la voz: —¡Oh, eres tú! Pensé que llegarías mañana. —No, llegué hoy, mamá. Te lo comuniqué así en mi carta. —La extravié en alguna parte. Y tengo demasiado que hacer. —Sí, por supuesto, mamá. Bertilla se acercó más y Lady Alvinston preguntó: —¿Por qué cojeas? —Me arrolló un carro de equipaje, en el andén —contestó Bertilla—. Fue una tontería de mi parte, pero no lo vi. —¡Es típico de ti ser tan descuidada! —replicó Lady Alvinston— Espero que no hayas provocado una escena. —No, desde luego que no, mamá. Un caballero muy agradable y gentil me ayudó a levantarme y me trajo a casa en su berlina. —¿Un caballero? —preguntó Lady Alvinston con voz aguda. —Sí, mamá. —¿Quién era él? —Dijo que se llamaba... Theydon Saire. —¡Lord Saire! ¡Cielos! ¿Cómo iba yo a imaginarme que te ibas a encontrar con él? No cabía la menor duda de la furia que reflejaban los ojos de Lady Alvinston y Bertilla se apresuró a disculparse: —Lo siento, mamá. No pude evitarlo. Y tú no enviaste un carruaje a buscarme. —Ya te dije que pensaba que llegarías mañana. Es lamentable que hayas conocido a Lord Saire. —¿Por qué? Lady Alvinston volvió la cabeza para observar a su hija. Sus ojos se detuvieron en el rostro casi infantil, el cabello rubio bajo el anticuado sombreo que llevaba puesto. —¿Le dijiste quién eras? —Me preguntó mi nombre y comentó que te conocía. —¡Maldición! Bertilla abrió muy grandes los ojos, asombrada de oír lanzar a su madre aquel juramento. —¡Mamá! —exclamó sin querer. —Es suficiente para sacar de quicio a cualquiera —replicó Lady Alvinston —. ¿No te das cuenta, grandísima tonta, que deseaba ocultar, sobre todo a Lord Saire, que tengo una hija? Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Bertilla guardó silencio y Lady Alvinston continuó: —¡Se lo comentará a Gertrude Lindley y ésta se sentirá encantada de comunicárselo al mundo entero! Siempre se ha mostrado celosa de mí. —Lo siento, mamá. Ignoraba que intentabas ocultar mi existencia. —¡Caramba! —exclamó Lady Alvinston—. Supuse que tendrías suficiente sentido común para comprender que no puedo reconocer que soy la madre de una muchacha de dieciocho años. Yo admito tener treinta, si alguien tiene el mal gusto de preguntar mi edad. Mas no pretendo reconocer que soy mayor de treinta. —Lo... siento mucho, mamá. —Debía haber imaginado que ibas a arruinarlo todo. Siempre fuiste muy poco inteligente. Si tuvieras un poco de materia gris en la cabeza, no le habrías dicho tu nombre, o hubieras inventado algo. —Tú nunca... me sugeriste que así lo hiciera —murmuró Bertilla con desaliento. —Francamente, jamás imaginé que podrías encontrarte con alguno de mis amigos. Y he hecho arreglos para que ellos no te conozcan. Bertilla no dijo nada y Lady Alvinston exclamó de pronto: —¿Y cómo fue que te atreviste a venir sola con Lord Saire en su berlina? Sin duda debes saber que si no había nadie para recibirte debiste alquilar un carruaje. —Intenté hacerlo — repuso Bertilla —, pero él insistió en traerme a casa. Fue muy amable desde el momento en que me lastimé el pie. —Estoy segura de que él no se habría ofrecido a traerte hasta aquí, si hubiera supuesto que eras ya mayor —opinó Lady Alvinston, casi como si hablara consigo misma—. Debió haber pensado que eras sólo una niña. No representas dieciocho años. Bertilla recordó con inquietud que Lord Saire le preguntó su edad y ella se la había dicho, pero debido a que tenía tanto miedo a su madre, no comentó nada. No habría mentido si su madre le hubiera preguntado si había dicho su edad a Lord Saire. Pero aprendió desde tiempo atrás, siendo sólo una niña, que no era conveniente ofrecer información de forma voluntaria, porque Lady Alvinston era una persona imprevisible e invariablemente surgía algo que ella no debió haber dicho. —Déjame pensar... —continuó Lady Alvinston como si estuviera hablando consigo misma —, si hubieras nacido cuando yo tenía diecisiete años, y tuvieras... catorce años, yo tendría... treinta y un años. Miró a su hija con ojos críticos. —Fácilmente podrías pasar por una niña de catorce, —afirmó—. Eres tan pequeña e insignificante... si alguien me lo pregunta, diré que ésa es la edad que tienes. Levantó una carta que estaba en la cama y añadió: —Eso ha quedado arreglado. Después de todo, no permanecerás aquí por mucho tiempo. Lo único que tienes que hacer es evitar que alguien te vea. —¿Voy a ir a alguna parte, mamá? Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Pasado mañana —contestó Lady Alvinston—. Irás a vivir al lado de tu tía Agatha, la hermana mayor de tu padre. Bertilla pareció desconcertada. —¿Tía Agatha? Yo pensé que ella... —Agatha es una misionera como tú lo sabes bien. Y he decidido que tú debes dedicarte también a la misma causa. —¿Quieres... decir que... yo también sea... misionera? —preguntó Bertilla con voz temblorosa. —¿Por qué no? — preguntó Lady Alvinston —. Estoy segura de que es una carrera muy encomiable para cualquier joven. Como tú sabes, tía Agatha está viviendo en Sarawak. Bertilla emitió un leve sonido ahogado de angustia y Lady Alvinston continuó: —Escribí a Agatha cuando Margaret murió y le dije que en cuanto salieras de la escuela te enviaría a su lado. —¿Y tía Agatha... aceptó? —No ha pasado suficiente tiempo para que reciba su respuesta, pero sé que le encantará tenerte con ella. —¿Cómo puedes afirmar eso, mamá? Lady Alvinston nada dijo y después de un momento Bertilla preguntó: —¿Cuándo tuviste... noticias de tía Agatha... por última vez? —¿Cómo voy a recordar todas las cartas que recibo? —contestó Lady Alvinston con irritación—. Agatha siempre escribía a tu padre en Navidad. —Pero papá tiene... tres años de muerto. Lady Alvinston miró el rostro ansioso de su hija, sus ojos angustiados, y su expresión se endureció. —¡Ten la bondad de no seguir poniendo dificultades! —exclamó. —Pero... mamá. —No intento escuchar ningún argumento —replicó Lady Alvinston en tono brusco—. No hay ningún otro lugar al que puedas ir, ahora que tu tía Margaret ha fallecido. Se detuvo para agregar: —La mayoría de las jóvenes se considerarían muy afortunadas de esta oportunidad de ver el mundo. Debes considerar esto como una experiencia muy interesante. Además los viajes ilustran. —¿Voy a quedarme en... Sarawak para... siempre, mamá? —Ciertamente no tengo suficiente dinero para el viaje de regreso — contestó Lady Alvinston —. Es en extremo costoso enviarte hasta allá. Y supongo que necesitarás algo de ropa, aunque no mucha. Nadie espera que vayas vestida elegantemente a un lugar donde sólo te verán los nativos. Bertilla unió sus manos.
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—Por favor, mamá, yo no quiero... vivir con tía Agatha. Recuerdo que... le tenía temor cuando era niña. Y papá siempre opinó que era... una fanática. —Tu padre solía decir muchas necedades a las que no debiste prestar atención. Vas a ir con tu tía, te guste o no. No deseo tenerte aquí. —Alguna de las primas de papá... podría aceptar que yo... viviera con ella... —sugirió la joven con desesperación. —Todos los parientes que podrían aceptarte viven en Londres y como ya te he dicho, no quiero que permanezcas aquí —indicó Lady Alvinston —. Métete eso en la cabeza, Bertilla. No deseo que una hija tan crecida arruine mi futuro. Al decir eso, volvió el rostro hacia el espejo de su tocador, donde podía ver reflejada su propia imagen. Miró con satisfacción la oscuridad de su cabello y la blancura de su piel contra el color rosa de su “mañanita”. Entonces expresó: —Eres ya lo bastante grande para comprender que espero volver a casarme. Nada aterroriza tanto a un hombre como cargar con hijos de un matrimonio anterior. —Lo... entiendo, mamá. Pero, por favor, no me envíes... tan lejos de... Inglaterra. ¿No podría yo ir al campo? Nadie sabría de mi existencia. Los viejos sirvientes podrían cuidar de mí. —Eso no sería conveniente. Intento abrir Alvinston Park este verano. Todos hacen fiestas de fin de semana en sus fincas de campo y hay ciertos amigos a los que me gustaría agasajar. Lanzó un leve suspiro antes de proseguir: —Esto será, siempre y cuando tenga el dinero para hacerlo. —Y... ¿no podría ir a algún otro lugar, mamá? No te... costaría yo... mucho. —La respuesta es negativa, Bertilla, y no intento discutirlo —arguyó Lady Alvinston con firmeza— He logrado reunir suficiente dinero, de un modo o de otro, para enviarte a Sarawak, y allí es adonde irás, y adonde vas a quedarte. —Pero... mamá. —¡Retírate y déjame en paz! —gritó Lady Alvinston —. Será mejor que empieces a empacar las cosas que vas a llevarte. Haré arreglos para que Dawkins se vaya de compras contigo esta tarde. Me imagino que no tienes vestidos de verano. Hace calor en Sarawak, pero no debes comprar nada caro, ni ostentoso. Mientras decía eso, Lady Alvinston hizo sonar una campanita que había en una mesa junto a su cama. La puerta se abrió casi de inmediato y su doncella, una mujer de edad, de rostro sombrío, entró en la habitación. —Aquí está ya la señorita Bertilla, Dawkins —dijo Lady Alvinston —. Llegó anticipadamente, como era de esperarse. Pero cuando menos esto te da dos tardes para conseguirle cuanto necesita.
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—Haré lo que pueda, milady —contestó Dawkins—, pero usted sabe tan bien como yo, que no encontraremos ropa de verano en las tiendas, en esta época del año. —Haz lo posible y no gastes mucho dinero. El tono de Lady Alvinston era resuelto y cuando volvió a levantar sus cartas, Bertilla comprendió que su madre no quería hablar más con ella. Salió de la habitación y se dirigió hacia el pequeño dormitorio que ocupara en el pasado, y que estaba en ese mismo piso; pero lo encontró lleno de grandes armarios que contenían la ropa de su madre. Con dificultad logró averiguar que dormiría en el último piso, en una habitación adjunta a las usadas por las doncellas. Eso no la alteró más de lo que lo había hecho ya la entrevista con su madre, porque, se dijo, era el tratamiento que debía haber esperado. Siempre intuyó que su madre no la amaba y que, de alguna forma, resentía su existencia. Desolada, se sentó en la cama y se dijo que debía haber esperado que la mandaran a algún lugar remoto y desconocido. Bertilla hubiera tenido que ser muy tonta, y en realidad era todo lo contrario, para no darse cuenta de que, desde la muerte de su padre, no era más que una carga indeseada para su madre. Había pasado todas sus vacaciones con su tía, en Bath, y su madre jamás le escribió mientras permaneció en la escuela. No le era proporcionada ropa alguna, excepto cuando la directora del plantel escribía a su madre con el imperativo de que Bertilla necesitaba ciertas prendas que formaban parte del uniforme escolar, o que era esencial que se le proporcionaran algunos libros o materiales de estudio. Bertilla pensó ahora que su madre no podía haber encontrado un lugar más lejano para enviarla, ni un método más efectivo para deshacerse de ella. Recordaba a su tía Agatha como una mujer dura, de aspecto impresionante a quien su padre nunca estimó y quien había sido el terror de su hermana menor, Margaret, cuando ambas eran chiquillas. Tía Margaret le había contado una vez a Bertilla que cuando era joven tuvo oportunidad de casarse, pero Agatha impidió que lo hiciera. —Ella afirmaba que yo era demasiado frívola —le dijo echándose a reír —. Agatha desprecia las cosas materiales y los pensamientos mundanos. Aun desde joven, estaba siempre rezando y se ponía furiosa conmigo porque yo no quería orar, sino bailar. Bertilla se estremeció. Comprendía que una vez que llegara a Sarawak no hallaría escapatoria posible.
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Capitulo 2 -ES inútil, Dawkins — aceptó Bertilla cuando salieron de la quinta tienda en la que habían tratado de encontrar vestidos adecuados. —Le advertí a milady que no había nada que comprar en esta época del año. La mujer empezaba a cansarse, y como resultado se mostraba más irritable con las vendedoras, cada vez que no encontraban lo que necesitaban. No era culpa de las muchachas que, en las grandes tiendas, estaban siempre mal pagadas y de manera invariable, en esta época del año, trabajaban demasiado por el exceso de clientela. Hacían cuanto podían, pero era imposible en Londres, en diciembre, encontrar vestidos delgados adecuados para un clima tropical. Bertilla, de cualquier modo, era demasiado pequeña para la mayoría de los vestidos, diseñados para mujeres altas, que podían llevar el polisón con gracia y dignidad. —Lo único que nos resta por hacer, Dawkins —dijo Bertilla mientras caminaban por la calle en medio de la multitud—, es comprar la tela. Yo misma puedo hacerme los vestidos durante el viaje. Suspiró y añadió: —Tendré tiempo de sobra para hacerlo. Había pasado despierta toda la noche, pensando, con honda tristeza, en lo que le confirmara su madre. Se sentía desesperada y desolada al sólo imaginar que tendría que hacer sola un viaje tan largo y peligroso. Había estado en el extranjero una vez, con su padre, y viajó con él, también, a Escocia, pero jamás había pensado en hacer un recorrido sola, ni se consideraba lo bastante fuerte para cuidar de sí misma en un trayecto hasta el fin del mundo. En circunstancias ordinarias, pensó, habría sido una aventura emocionante, si no hubiera ido sola, si estuviera viajando con alguien como su padre, a quien ella había amado profundamente. Además, saber que al final de ese largo viaje encontraría a su tía Agatha esperándola, era como lanzarse a una pesadilla de la que jamás podría despertar. Cuanto más meditaba en lo que sería su vida sin otra compañía que la de su tía Agatha, pretendiendo ante ella que deseaba ser misionera, más deseos sentía de huir, de ocultarse en algún lugar donde su madre no pudiera encontrarla nunca. Pero sabía que tal idea no tenía ninguna posibilidad de realización. No tenía dinero y tampoco estaba preparada para ganarlo.
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Observaba a las dependientas de las tiendas, cuando la estaban atendiendo, y le pareció que estaban delgadas y desnutridas. Estaba segura de que esto era resultado de la vida insalubre que llevaban y del hecho de que, como había escuchado o leído en los periódicos, estaban muy mal pagadas. Debido a que su padre se mostraba siempre interesado en lo que sucedía en el mundo, Bertilla había tratado, mientras estuvo en la escuela, de mantenerse lo mejor informada posible. Leía sobre todos los temas que habían interesado a su padre y sobre lo que estaba ocurriendo en el mundo. En este sentido era muy diferente a la mayor parte de sus compañeras, que no parecían tener otro interés en el mundo que casarse. Tan pronto como se acercaba el momento de salir del colegio y ser lanzadas al mundo social, su conversación giraba sólo en torno a los hombres y la manera de atraerlos. Podían reír entre ellas por horas enteras comentando algún episodio que había tenido lugar en las vacaciones, o sobre algún caballero que les fue presentado durante ese lapso. A Bertilla esto le resultaba en extremo aburrido. Suponía que algún día habría de casarse, pero entre tanto, había muchas otras cosas interesantes que leer y, si tenía oportunidad, de hablar sobre ellas, en lugar de hacerlo sobre algún hombre hipotético que a ella le resultaba imposible imaginarlo como su marido. Había comprendido, aun antes que su madre se lo comentara, que ésta intentaba volver a casarse. Antes que terminara el período de luto, los sirvientes murmuraban discretamente sobre los admiradores de Lady Alvinston, cuando creían que Bertilla no los escuchaba. Su tía Margaret tenía una insaciable curiosidad sobre las fiestas a las que asistía Lady Alvinston y los comentarios que sobre ellas salían publicados en revistas y periódicos. —Tu madre es tan hermosa, querida —le comentaba —, que uno no puede esperar que permanezca fiel a la memoria de tu padre. —Naturalmente —había contestado Bertilla. Al mismo tiempo, no podía menos que sentir que estaba siendo desleal a su padre al aceptar con tanta facilidad que su madre pudiera tener otro esposo. Ella había comprendido, tiempo atrás, cuando era todavía pequeña que, aunque su padre adoraba a su madre y estaba en extremo orgulloso de ella, había muchos otros intereses que ocupaban y divertían a Lady Alvinston. No era sólo la plácida aceptación de Sir George respecto al hecho de que él y Bertilla debían estar en el campo mientras su esposa permanecía en Londres lo que hizo darse cuenta a la niña de que sus padres llevaban vidas separadas. Eran también las leves insinuaciones que dejaban caer, a veces con deliberada perversidad, los invitados que acudían a Alvinston Park cuando su madre no estaba presente.
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—¿Está Millicent aún en Londres? —preguntaban enarcando las cejas—. Desde luego, a ella nunca le gustó el campo, pero debes sentirte contento, querido George, de que el duque está ahí para atenderla. Y si no era el duque, era Lord Rowland, Lord Hampden, Sir Edward y numerosos otros que no significaban nada para Bertilla, excepto que eran mencionados con frecuencia en relación con Lady Alvinston. Aunque ella aceptaba que la belleza deslumbrante de su madre atraía un gran número de admiradores y finalmente ella escogería al más adecuado para hacerlo su esposo, Bertilla no había supuesto que ello significaría su expulsión no sólo de la casa paterna, sino de Inglaterra misma. —¿Cómo voy a soportarlo? —había preguntado en voz alta, en la oscuridad de la noche. Ahora, mientras caminaba por la calle Regent con Dawkins, sintió que debía observar con atención lo que la rodeaba, incluso a los transeúntes, porque pronto todo eso sólo sería para ella un recuerdo. Por fin volvieron a la casa de Park Lane, con algunos rollos de muselina, seda barata para los forros y algunos accesorios para adornar los vestidos que la propia Bertilla se encargaría de elaborar. —Muchas gracias por ayudarme, Dawkins — dijo la joven a la doncella con su voz suave, cuando subían por la escalera cargadas de paquetes. —Voy a decirle lo que haré, señorita Bertilla — dijo Dawkins, quien se había vuelto amable súbitamente, ahora que estaba de regreso en casa y había una taza de té cargado esperándola—. Seleccionaré algunos accesorios que milady ya no usa, mismos que podrían servirle a usted. Hay bandas para la cintura, cintas y algunos bonitos adornos que estoy segura le vendrán bien a la mano. —Es muy amable de su parte, Dawkins —sonrió Bertilla. Su madre había salido y una vez que se quitó el abrigo y el sombrero, Bertilla bajó a la salita situada en la parte posterior de la casa donde se sentaban cuando no acudían visitantes. Existía un retrato de su padre sobre la chimenea. Bertilla miró su rostro bondadoso e inteligente. Sintió deseos, como lo hiciera tantas veces, de que él estuviera aún con vida. —¿Qué voy a hacer, papá? —le preguntó —. ¿Cómo voy a poder vivir con tía Agatha? Sarawak está tan lejos... tan... distante de aquí. Se quedó esperando, como si él pudiera contestarle realmente. Entonces se dijo que lo único que él podía esperar de ella era que fuera valerosa. Bertilla jamás había demostrado miedo, cuando andaban de cacería, y ahora tenía que mostrarse igualmente valerosa. —Trataré de serlo, papá —dijo al fin con un suspiro—, pero va a ser difícil... muy... difícil. Se dirigió al librero para buscar algunos ejemplares que pudiera llevarse para leer en el camino. Esperaba que hubiera algo sobre la parte del mundo a la cual estaba siendo enviada.
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Pero fuera de una delgada biografía de Sir Thomas Stanford Raffles, que había fundado Singapur, no había nada sobre el particular y ella se preguntó si tendría tiempo de ir a la Biblioteca Mudies, y ver qué podía encontrar ahí. Deseó haber pensado en eso cuando salió con Dawkins. Ahora era demasiado tarde para pedirle que la acompañara. Debía estar sentada tomando su té y resentiría que la hiciera salir de nuevo a la calle. “Tal vez haya libros a bordo del barco” se dijo Bertilla. Sentía una profunda depresión al pensar en que iba a iniciar un largo viaje sin nadie conocido para acompañarla. Pensó que era insólito que su madre la enviara tan lejos, sin una dama de compañía. Entonces se dijo que ella suponía que los misioneros eran una ley en sí mismos. Las misioneras, como las monjas, podían ir a cualquier parte del mundo sin protección y libres de dificultades. Todo era difícil de entender para ella y estaba bajando algunos libros del anaquel, con intenciones de llevárselos a su dormitorio, cuando Lady Alvinston entró en la habitación; Bertilla se volvió con una sonrisa, para saludarla, pero al ver la expresión de su rostro, la miró con temor. Vestida con una chaqueta de piel, con diamantes que lanzaban destellos desde sus orejas y un sombrero adornado con plumas de avestruz en tono escarlata, Lady Alvinston estaba muy hermosa. Con el ceño fruncido y los ojos oscuros de furia, miró a su hija. —¡Cómo te atreviste —exclamó con su voz resonante de ira —, cómo te atreviste a decir a Lord Saire tu edad! Bertilla se estremeció y. todo el color desapareció de su rostro. —El me... me la preguntó —tartamudeó. —Y tú fuiste lo bastante cándida como para decirle la verdad —contestó Lady Alvinston fuera de sí. Se quitó los largos guantes de cabritilla mientras hablaba con voz llena de desprecio: —Debí haber comprendido que traerte aquí, aun por dos noches, era buscarme problemas. ¡Cuanto más pronto te vayas de este país y deje de tenerte encima, más tranquila me sentiré! —Lo... siento, mamá. —¡Y claro que debías sentirlo! ¿Te imaginas cómo me quedé cuando Lord Saire me preguntó cómo estabas y si pensaba presentarte a la corte la próxima primavera? Lady Alvinston arrojó sus guantes a un lado al tiempo que agregaba: —Por fortuna, a diferencia de ti, yo siempre pienso con agilidad. “¿Presentar a Bertilla?” exclamé. “¿Qué le hizo pensar tal cosa, milord? ¡Es demasiado joven todavía!” El me miró con desconfianza, como si sospechara que no estaba yo diciendo la verdad.
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“Es que ella me dijo que tenía dieciocho años y acababa de terminar la escuela”, aclaro él, y yo logré echarme a reír, aunque sentía deseos de ahorcarte. “No debió observarla con mucha atención si creyó usted tal cosa, mi querido Lord Saire”, le contesté. “A las chiquillas de su edad les encanta pretender que son más grandes de lo que en realidad son. Bertilla sólo tiene catorce años”. “El pareció sorprendido y yo continué diciendo: “Si ella le hubiera confesado lo que sucedió realmente... aunque me temo que mi hijita es una niña que falta a la verdad con mucha frecuencia... le habría dicho que se portó muy mal en la escuela y fue expulsada de ella. —¡Oh mamá! ¿Por qué inventaste eso? — exclamó Bertilla. —Tuve que decir lo primero que se me ocurrió —contestó Lady Alvinston con brusquedad —, para borrar de su mente la idea de que tienes dieciocho años. ¡Dieciocho años! Eso haría suponer a la gente que tengo más de los treinta y seis años que en realidad tengo. Todos creen que soy mucho más joven. Bertilla sabía que su madre tenía treinta y ocho años, pero no la corrigió. Después de un momento, Lady Alvinston continuó en un tono más tranquilo: —¡Creo que lo convencí! Después de todo, eres muy pequeña de estatura, y con esa cara de niña boba que tienes, y que refleja tan bien las limitaciones de tu cerebro, en verdad se te ve del todo inmadura.. ¡Cuanto más pronto desaparezcas de mi vista, mejor será! Arrojó el sombrero junto a sus guantes antes de añadir: —Si alguien viene inesperadamente a verme esta noche, permanece en tu dormitorio y no salgas de ahí. ¡Bastante daño me has causado ya! —Yo no... quería hacer eso, mamá... No... sabía que tú no... deseabas reconocerme como tu... hija. —¡Bueno, ya lo sabes ahora! —precisó Lady Alvinston, y salió de la habitación. Las lágrimas asomaron a los ojos de Bertilla y se mantuvo de pie, indecisa, mirando hacia la puerta que se había cerrado. Siempre se había sentido indeseada, desde que su padre muriera, pero no podía concebir que su madre la detestara en realidad. —Serás muy bonita cuando seas grande, mi amor —le había dicho su padre en una ocasión—. Pero, gracias a Dios, como eres un tipo tan diferente a tu madre, no existirá rivalidad entre ustedes. En aquel entonces a Bertilla le había sorprendido que su padre hablara así... Y sin duda alguna era absurdo pensar que pudiera haber algo similar a la rivalidad entre una madre y su hija. Ahora comprendió de forma instintiva que la irritación de su madre se debía no sólo a su edad, sino al hecho de que la profecía de su padre se había hecho realidad. Era bonita. O, como le aseguraban varias de sus condiscípulas, preciosa tal vez.
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—Cuando mi hermano vino por mí el pasado domingo —le había dicho una de ellas a Bertilla —, te vio y me dijo que eras la muchacha más preciosa que había visto en mucho tiempo, y que nunca se imaginó que hubiera alguien como tú en un lugar como éste. Bertilla sonreía satisfecha por el comentario. “No me gustaría que mi mamá se avergonzara de mí” había pensado con gran ingenuidad. “La he oído comentar con frecuencia en el pasado, cuánto lamentaba que la gente tuviera hijas poco agraciadas, y cómo compadecía a su amiga, la duquesa, por tener que presentar en sociedad a muchachas tan poco favorecidas por la naturaleza como eran sus hijas”. Aun la indiferencia de su madre, al no escribirle, ni verla en las vacaciones, ni hacerle saber nada sobre sus planes para el futuro, la había preparado para el hecho de que iba a ser desterrada de lo que quedaba de su familia. “¡A excepción hecha de tía Agatha!”, recordó Bertilla, y se estremeció.
Llovía, el cielo se veía gris y nublado, el muelle estaba humedecido y lo poco que podía verse del mar era turbulento, cuando Bertilla subió al vapor Coromandel, de la compañía P. & O, en el que viajaría hacia el Oriente. Con su casco negro, su elevada estructura, el letrero de “¡Alerta!” en el puente y la insignia roja ondeando en la popa, resultaba una embarcación impresionante aunque no fuera demasiado grande. Sin embargo, con la depresión que le causaban la lluvia y su soledad, Bertilla sólo tenía interés en localizar su camarote, en esos momentos. Durante el recorrido en el tren, pensó que durante la travesía podría, al menos, leer y coser. Si nadie hablaba con ella durante las largas semanas que duraría el recorrido, tendría que acostumbrarse a su propia compañía. Intentaba mostrarse valerosa y le había sido difícil despedirse del viejo Maidstone y no romper a llorar cuando él le deseo un “Buen viaje”. Aun la propia Dawkins le había parecido una amiga íntima que dejaría un hueco en su vida porque nunca la volvería a ver. No le sorprendió saber que no tendría oportunidad para despedirse de su madre. Tenía que salir de la casa a las ocho y media de la mañana, y Lady Alvinston dejó instrucciones precisas para que no la despertaran antes del mediodía. —Milady se acostó después de las dos de la mañana —le explicó Dawkins. Y, como si quisiera aminorar un poco la sensibilidad ofendida de Bertilla, continuó diciendo: —La pobrecita milady estaba muerta de cansancio. Y muy disgustada porque un caballero torpe le rompió la orla de su vestido nuevo, al pisarla en la pista de baile. Yo siempre he dicho que el baile fue un invento del demonio para hacer más pesado el trabajo de las pobres doncellas. Bertilla procuró sonreír, sin conseguirlo. —¿Dejó mamá algún mensaje para mí, Dawkins? Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Yo sé que su señoría quiere que se cuide mucho y que la pase usted muy bien, señorita Bertilla —contestó, aunque ésa no era la respuesta que la chica deseaba escuchar. Maidstone tenía sus boletos, su pasaporte y un poco de dinero dispuestos para ella. Un lacayo estaba sentado en el pescante del carruaje, con instrucciones de ver que se entregaran sus baúles en el vagón de equipaje y de buscarle un asiento cómodo en el tren. Fue sólo cuando vio sus boletos que Bertilla descubrió que estaba viajando no en Primera Clase, como esperaba, sino en Segunda. Esto la sorprendió porque sabía que sus padres, no habrían pensado nunca en viajar por tren o por barco, sin hacer uso de los mejores servicios disponibles. Comprendió que su madre resentía tener que gastar dinero en ella y se dijo que debía considerarse afortunada de que no la hubiera mandado en Tercera o Cuarta Clase. Debido al fuerte temporal, Bertilla subió a toda prisa la rampa que conducía al Coromandel y se encontró esperando, con muchos otros pasajeros, a que le indicaran el número de su camarote. Los pasajeros de Segunda Clase fueron conducidos a otra parte del barco, mientras que los seres privilegiados que viajaban en Primera eran atendidos de inmediato. Bertilla notó que sus compañeros de Segunda Clase eran en su mayor parte extranjeros. Le pareció que formaban un grupo lleno de colorido y trató de adivinar su origen. ¿Era ese hombre obeso y enorme, que parecía un gulli, de Kuala Lumpur; ese abogado de rostro enjuto sería de Saigón, y el hombre pequeño, de ojos rasgados, de Sumatra, o quizá de Borneo? Había numerosos chinos, que debían volver a Singapur, imaginó Bertilla. Leyó alguna vez que existía ahí una gran comunidad china. La mayoría de ellos parecía ser gente muy próspera. Mirando con atención observó que habla también varios europeos que, sin duda alguna, debían ser dueños de plantaciones. Trajo consigo un atlas, y esperaba que a bordo podría encontrar libros que la informaran más sobre los lugares que iba a conocer. Siempre le habían interesado otras razas y otras costumbres. Ahora, al mirar a su alrededor, pensó que cuando menos en el viaje tendría oportunidad de conocer y estudiar gente nueva y diferente. Tal vez, a través de ellos, podría aprender un poco de sus costumbres y de su historia. Estaba observando a una mujer de la India, con un hermoso sari escarlata alrededor de su cabello oscuro, casi ocultando su rostro, cuando notó que la estaba mirando a ella, con gran fijeza, un hombre. Su expresión la hizo sentirse turbada. El hombre tenía piel dorada y cabello oscuro. Por un momento le resultó difícil decidir su origen. Le pareció que tenía una combinación de facciones holandesas y javanesas. Ella había oído decir que los dueños holandeses de plantaciones, en el Lejano Oriente, con frecuencia desposaban a las hermosas muchachas javanesas.
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Con una sensación de triunfo se dijo que estaba segura de que había adivinado correctamente la nacionalidad de ese hombre en particular. No obstante, resultaría difícil verificar si estaba o no en lo correcto. Debido a que él la seguía observando, sintió que le subía el color a las mejillas y desvió la mirada hacia otro lado. Se alegró de que en ese momento el comisario encargado de la distribución de camarotes decidiera prestarle atención. —¿Es la señorita Bertilla Alvinston? —preguntó —. ¡Oh, sí, señorita! Está usted en el camarote treinta y siete. Es un camarote privado, sólo para usted. Un camarero la conducirá hasta él. El camarero se adelantó para tomar la pequeña valija que Bertilla llevaba en la mano y guiarla por un angosto pasillo de techo bajo. —Tengo más equipaje en el tren —dijo Bertilla. —Le será traído a bordo, señorita — afirmó el camarero. Abrió una puerta. —Este es su camarote, señorita. Espero que encuentre usted todo cuanto necesita. El camarote le pareció a Bertilla poco más grande que un armario. Pese a ello, Bertilla se sentía demasiado feliz de no tener que compartir el lugar con una desconocida, para mostrarse exigente. Había lugar para una cama y una cajonera empotrada en la pared. Una cortina cubría un rincón detrás del cual podía colgar su ropa. Había, además, un lavamanos. Este podía doblarse para convertirse en lo que se suponía que debía ser un tocador. Después de usar el lavamanos tenía que volcarse, de algún modo, para vaciar el agua sucia a un tanque. No eran, de ninguna manera, los lujos que ella esperaba después de ver el folleto del Coromandel, que había venido hojeando y leyendo en el tren en el cual viajó desde Londres. Bertilla supuso que las fotografías del salón-comedor, con sus sillones acojinados y sus decorativos macetones con plantas de sombra, correspondían sin duda a la Primera Clase, como sucedía también en el caso del cómodo salón, el órgano en la galería de pintura, los salones para escribir y para juegos. “No importa” se dijo. “Cuando menos aquí puedo estar sola”. Pero no pudo eludir la sensación de que su camarote era una celda y ella una prisionera que estaba siendo trasladada a otra parte del mundo, a modo de destierro, le gustara o no. Debido a que la idea resultaba tan deprimente, optó por subir a la cubierta para contemplar la partida del barco. Había oído en algunas ocasiones, que era un espectáculo alegre y alentador, durante el cual tocaba una banda, se arrojaban serpentinas del muelle a los pasajeros y la multitud lanzaba alegres gritos cuando el barco iniciaba su largo viaje. Sin embargo, cuando Bertilla salió a cubierta se encontró con que muy poca gente estaba dispuesta a hacer frente a los ingratos elementos para despedirse de sus seres queridos. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Quienes deambulaban por el muelle eran en su mayor parte cargadores que estaban todavía llevando equipaje al barco. Había también algunos pasajeros de último minuto que subían por la rampa en dirección de la cubierta de Primera Clase, y que de manera evidente, habían pospuesto su llegada hasta que pasara el usual amontonamiento de los primeros momentos. Entre ellos se encontraban varias damas, advirtió Bertilla, envueltas en pieles y con sombrillas en las manos, que vestían con elegancia como acostumbraba hacer su madre cuando viajaba. Iban acompañadas de caballeros con sobretodo de lana a cuadros, y largas capas, o con bombines en la cabeza. Debido al viento, tenían que irse sosteniendo los bombines con una mano enguantada, para evitar que éste se los arrebatara. Había, además, unos cuantos niños, a cargo de niñeras uniformadas. En ese momento, cuando la rampa estaba ya a punto de ser levantada, Bertilla vio que llegaba caminando por el muelle, con gran dignidad, alguien a quien ella reconoció. La joven sintió que el corazón le daba un vuelco de emoción. No había modo de confundir los anchos hombros y las facciones atractivas del caballero que fue tan bondadoso con ella en la estación y la había llevado después a su casa en su berlina. “¡Es Lord Saire!” “¡Y va a subir a bordo del Coromandel!” Lo observó subir por la rampa y después desaparecer por arriba de ella, en la cubierta de Primera Clase. “Nunca voy a encontrarme con él, ni a verlo siquiera.” Al mismo tiempo, sintió una repentina satisfacción, al comprender que cuando menos había un conocido a bordo, cuyo nombre recordaba y que venía del mundo al que ella misma pertenecía. El hecho de que Lord Saire estuviera presente suavizó un poco la presión que había sobre su pecho. La sensación de soledad que la dominó desde que abordara el tren que la transportó de Londres se hizo menos intensa. La rampa fue retirada y ahora Bertilla pudo escuchar, débilmente porque estaba a cubierto, las notas musicales de una banda. Había unas cuantas personas de pie en el muelle, para decir adiós a los viajeros, pero se protegían también de la lluvia y el Coromandel se alejó de la costa con suavidad, sin la conmoción y sin el efecto dramático de las tiernas despedidas. El viento procedente del mar era gélido, la lluvia continuaba cayendo implacable y Bertilla se estremeció. Al mismo tiempo, no se sentía ya tan desesperadamente sola como antes. Era debido, aunque pareciera absurdo, a que Lord Saire iba a bordo y él había sido en extremo bondadoso con ella, cuando se encontró en dificultades.
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Lord Saire examinó su camarote y su salita privada adjunta con un suspiro de alivio. Había logrado salir de Londres sin que Lady Gertrude se diera cuenta de ello y evitó así lo que él sabía que iba a ser una escena incómoda y dramática. Aceptó, en sus cavilaciones, como lo había hecho ya antes, que se había dejado envolver demasiado por la mujer. Lo que él había pretendido que fuera un idilio ligero y superficial, llevado por dos personas que conocían y entendían las reglas, se transformó en un asunto demasiado serio. Lord Saire nunca tuvo la intención de que tal cosa sucediera, pero eso pasaba siempre, de manera inevitable, en casi todos los idilios. Y era precisamente lo que, al repetirse una y otra vez, lo hacía cada vez más cínico. —¡Te amo, Theydon! ¡Te amo con locura, con desesperación! Dime que me amarás eternamente y que nunca perderemos esta celestial felicidad que hemos descubierto juntos. Era el tipo de lisonja que toda dama le murmuraba después de que mantenía con ella relaciones por cierto tiempo. El sabía, tal como si hubieran puesto una bandera indicando peligro, lo que esas repetidas palabras significaban en realidad. Querían atarlo, pretendían asegurarse de que lo poseían y de que no podría escapar. Sobre todo, cuando tal cosa era posible, como en el caso de Gertrude Lindley, querían llevarlo al matrimonio. “¡Maldita, suerte la mía!” se había repetido Lord Saire con mucha frecuencia. “¿Es que no puede uno mantener relaciones íntimas con una mujer sin tener que convertir eso en cadena perpetua?” En su caso, parecía que era casi imposible de evitar aun con las damas ya casadas. Había siempre en la insistencia de sus besos la sugerencia de que su amor debía ser eterno y que él se consagraría a ellas en cuerpo y alma por el resto de sus días. Tal como dijera a su amigo D’Arcy Charington, Lord Saire no tenía la menor intención de contraer nupcias. El consideraba que su libertad como soltero era ideal, y no quería fácilmente renunciar a ella. Gertrude Lindley había sido muy persistente. Lo fue envolviendo con hilos de seda hasta que empezó a sentir que lo estaban ahorcando. Si no hacía algo de inmediato; no podría librarse jamás. Gertrude había recurrido al propio príncipe, en su afán por lograr que Lord Saire le propusiera matrimonio. —Sólo usted, señor — imploró, mirando al príncipe heredero con sus ojos oscuros y aterciopelados—, puede comprender cuán enamorada estoy, cómo mi cariño esta vez es diferente de cuanto había yo sentido antes. Había ido a pedir su apoyo y como el príncipe estaba dispuesto para ayudar a mujeres hermosas, le prometió hablar con Saire. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Considero que está usted siendo muy cruel con esa bella criatura, Saire — le había dicho el príncipe, con su voz profunda, después que terminaron de cenar en la Casa Marlborough. —¿Cuál de ellas, señor? —preguntó Lord Saire con aire inocente. El príncipe reía, divertido. —¡Ese es el tipo de respuesta que a mí mismo me gusta dar, muchacho! Usted sabe tan bien como yo que estoy hablando de Lady Gertrude. —Ella siempre me asegura que la hago muy feliz, señor. —¡Me lo imagino! Es usted un tipo muy apuesto, Saire, y un amante hábilmente versado en las lides del amor. . —No puedo pretender compararme siquiera con Su Alteza Real en ese sentido —repuso Lord Saire —, pero hago lo mejor que puedo. El Príncipe continuaba riendo hasta que su risa se convirtió en un acceso de tos y tuvo que beber un poco de brandy para calmarse. —En forma confidencial, Saire —preguntó después de un momento—, ¿qué piensa hacer con ella? —Nada que no haya hecho ya, señor. Por un momento, el príncipe pareció desconcertado. Lord Saire sabía muy bien que le encantaba considerarse como una especie de Cupido con sangre real. Le hubiera gustado volver al lado de Lady Gertrude con la información de que Theydon Saire hablaría con ella, en unos días más en la forma que ella deseaba. Pero Lord Saire no había obtenido su reputación de magnifico diplomático sin haber aprendido cómo manejar al príncipe. Se inclinó hacia adelante para hablar con una voz que no podía ser escuchada por los otros caballeros sentados a la mesa: —Me gustaría tener la oportunidad de charlar con usted confidencialmente, señor. De hecho, necesito su ayuda y su consejo en varios asuntos. Los ojos del príncipe brillaron con intensidad. Hacía tanto tiempo que su madre le impedía participar en la política, que se veía obligado a obtener información de cuanto sucedía de cualquier fuente. El solo hecho de que Lord Saire le estuviera prometiendo informarle sobre asuntos que él no podía conocer oficialmente, era tan excitante como el ofrecimiento de un trago de agua podía serlo para un hombre sediento. —Haré arreglos para que tengamos una conversación privada en la primera oportunidad, Saire —ofreció Su Alteza. Lord Saire comprendió que en ese momento, al menos, los problemas de Lady Gertrude desaparecieron de su mente. Aunque había comentado al príncipe lo suficiente para satisfacerlo, se sintió aliviado de marcharse al extranjero en secreto, sin tener que despedirse de nadie. Estaba seguro de que eso lo había salvado de que lo envolvieran aún más en la política de alcoba. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Era un juego que todas las mujeres del grupo que giraba en torno a la Casa Marlborough practicaba de acuerdo con sus propias reglas. El príncipe podía ser un oponente formidable y en ocasiones, como Lord Saire se había dado cuenta, un contrario en extremo desconcertante. Se alegraba, por lo que a Gertrude se refería, de no tener que correr el riesgo de buscarse la desaprobación real, declarando en forma franca y categórica que no tenía intenciones de convertirla en su esposa. No pensaba que estaba corriendo el riesgo de ser expulsado de la Corte si se negaba a cumplimentar lo que el príncipe quería. Sin embargo, algunas cosas muy extrañas habían sucedido en el pasado. El príncipe era un amigo muy sincero y cordial, pero también un enemigo formidable. “¡Escapé, al fin!” dijo Lord Saire hablando consigo mismo. Se instaló en uno de los cómodos sillones de que estaba dotado su camarote y advirtió que su ayuda de cámara estaba ya acomodando su ropa en el dormitorio adjunto. Se había traído con él todos los periódicos del día, que le fueron enviados al tren. Levantó el Times, se enteró del artículo principal y después se dispuso a leer los informes Parlamentarios. Fue un poco más tarde que su ayuda de cámara, Cosnet, le trajo la lista de pasajeros. —El barco viene completo, milord —le comentó al colocarla sobre la mesa—. Pero supongo que algunos pasajeros bajarán en Malta y en Alejandría. —Imaginé que estaríamos atestados de gente —repuso Lord Saire, pensando que las cubiertas estarían congestionadas cuando él deseara hacer ejercicio—. ¿Viaja a bordo alguien a quien conozcamos, Cosnet? El sabía que su ayuda de cámara estaba tan familiarizado con sus amigos y conocidos como él mismo. —A bordo está ese caballero persa, milord, a quien conocimos hace tres años cuando estuvimos hospedados con nuestro embajador en Teherán. —¡Oh, magnífico! — contestó Lord Saire —. ¡Me alegrará volver a verlo! —Vienen Lord y Lady Sandford, la Honorable señora Murray y Lady Ellenton. Son todas personas que su señoría conoce. —Sí, por supuesto —murmuró Lord Saire. Todos eran en extremo tediosos, con excepción de la señora Murray, la esposa de un diplomático, a quien él había observado en varias ocasiones, considerándola una mujer atractiva. Había una leve sonrisa en sus labios cuando volvió a su periódico. El viaje no resultaría tan monótono, después de todo. Y la señora Murray, con su cabello rojo y sus oblicuos ojos verdes, no se parecía en nada a Gertrude.
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La cena, esa primera noche en el salón de la Segunda Clase, fue una sorpresa para Bertilla. Se había imaginado que tendría una mesa individual para comer sola, pero descubrió que los pasajeros se sentaban en largas mesas comunales, con botellones colgados del techo, por encima de sus cabezas. Los comensales se sentaban muy cerca unos de los otros y era imposible mantenerse reservada, sin charlar con las personas que había a su derecha o a su izquierda. Ella quedó sentada junto al dueño de una plantación de caucho, que había ido a su casa ancestral después de vivir varios años en Malasia. Iba ansioso por volver al lado de su esposa y sus tres hijos. Hablaba con gran entusiasmo de sus dos hijos varones y de las utilidades que esperaba obtener de su plantación. Del otro lado de Bertilla, iba un anciano escocés que era el comprador europeo para un chino que tenía tiendas en Singapur. En un extremo de la mesa, todos los europeos blancos habían sido sentados juntos, pero ella advirtió que del otro lado, por fortuna a considerable distancia de ella, estaba el hombre holandés-javanés que la había mirado con tanta insistencia a su llegada al barco. Se dio bien cuenta de que él la observaba con frecuencia, durante la cena, y tuvo la incómoda sospecha de que el caballero pretendía abordarla tan pronto como hubieran terminado de cenar. Bertilla logró evadirlo levantándose con más rapidez que los demás pasajeros y dirigiéndose inmediatamente a su propio camarote. Había abierto sus maletas y ahora que se encontraban ya en alta mar, el camarote no le parecía tan reducido ni tan feo como en un principio. Con sus propios objetos esparcidos en él, parecía casi estar en casa. Debido a que navegaban sobre el Canal de la Mancha y el mar estaba agitado, Bertilla se desvistió, tomó uno de los libros que tenia especial interés en leer, se acostó y encendió la luz para hacerlo. Estaba cómoda, pensó. Tal vez, cuando se acostumbrara al barco y a la gente extraña de a bordo, haría algunos amigos. Pero se daba bien cuenta de que aunque quisiera hacerlo, no podría mezclarse con los pasajeros de Primera Clase y, por lo tanto, debía sacar el mejor provecho posible a las condiciones en las cuales se encontraba. La comida resultó satisfactoria, aunque no muy suculenta. Estaba segura que en los próximos días, cuando menos, conocería muchas costumbres de la gente que vivía en la parte del mundo a la que se dirigía. Hasta el momento había reconocido chinos, indios, dos hombres que estaba cierta que procedían de Bali y, desde luego, el holandés-javanés. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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“Creo que él va a representar un desagradable problema”, se dijo Bertilla y decidió hacer cuanto esfuerzo fuera necesario para evitarlo. Pero una cosa era tomar una decisión por la noche y otra llevarla a cabo cuando amaneciera. El mar estaba agitado y cuando Bertilla salió a la cubierta envuelta en su abrigo más grueso, había muy pocas personas por ahí. Procuró caminar con rapidez alrededor del barco, para hacer ejercicio, pero el bamboleo natural lo hacía imposible. Después de haber permanecido por un rato contemplando cómo se estrellaban las olas contra la proa, se disponía a volver al interior, cuando una voz con decidido acento holandés saludó: —¡Buenos días, señorita Alvinston! Era. el holandés-javanés y ella contestó con frialdad: —¡Buenos días! —Es usted muy valerosa... Pensé que no iba a salir de su camarote en un día semejante. —Supongo que el mar picado no me afecta mucho —contestó Bertilla. Se habría alejado de ahí, pero era imposible rebasar al hombre que estaba de pie junto a ella, sin ser lanzada contra él, por el movimiento del barco. Por lo tanto, se mantuvo donde estaba, aferrada a la barandilla, con los ojos fijos en el mar. —Espero, señorita Alvinston, que nos hagamos amigos durante este viaje. —¿Cómo conoce usted mi nombre? —preguntó Bertilla. El hombre lanzó una risa sarcástica. —No soy detective — afirmó—. Sólo se lo pregunté al comisario. Bertilla no contestó y después de un momento él agregó: —Me apellido Van da Kaempfer, y como ya dije, señorita Alvinston, espero que seamos amigos. Veo que viaja usted sola. —Tengo... muchas cosas qué hacer... en mi camarote — explicó Bertilla. Era tonto de su parte, comprendió, pero sentía como si aquel hombre corpulento la estuviera asfixiando, acercándose a ella no sólo física, sino mentalmente también. No deseaba hablar con él y quería huir de ahí, aunque ignoraba cómo hacerlo. —Las damas que viajan solas — estaba diciendo el señor Van da Kaempfer—, necesitan de un hombre que cuide de ellas y las proteja. Me ofrezco a usted como tal, señorita Alvinston. —Muchas gracias, pero puedo cuidarme sola. El rió de nuevo. —Es usted demasiado pequeña y demasiado bonita para lograrlo. ¿Nunca ha pensado en lo peligroso que puede ser para una dama como usted estar sola entre tanta gente extraña? Había algo en su voz que hizo que Bertilla se estremeciera. —Es muy bondadoso de su parte, señor Van da Kaempfer, pero por ahora deseo volver a mi camarote. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Antes de volver, permítame invitarle una copa. Podemos ir al bar. Estoy seguro de que una copa de champaña la hará sentir mejor. —Gracias, no la acepto — contestó Bertilla. Se dio la vuelta al decir eso, pero el barco se inclinó en esos momentos y la arrojó contra el señor Van da Kaempfer. El rió y enlazó su brazo en el de ella. —Permítame ayudarla —expresó—. Como ya le he dicho, hay muchos peligros en el mar y las olas constituyen uno de ellos. Era imposible librarse del brazo del hombre sin hacer una escena. La condujo con firmeza a través de la cubierta. Después cruzaron la pesada puerta que los llevó al interior, lejos del viento que había lanzado el rubio cabello de Bertilla sobre sus mejillas. —Vamos ahora a tomar esa copa de champaña —indicó el señor Van da Kaempfer, conduciendo a Bertilla hacia el bar. —No, gracias. No bebo —contestó ella. —Es tiempo de que empiece a hacerlo. Con un esfuerzo casi sobrehumano, Bertilla retiró su brazo del señor Van da Kaempfer y antes que éste pudiera detenerla, se alejó corriendo. Al hacerlo, lo había escuchado reír y se dio cuenta, al llegar a su camarote, de que su corazón latía con mucha rapidez y tenía los labios secos. “Estoy siendo absurda... muy absurda” se regañó. Después de todo, ¿qué podía temer? El hombre era vulgar e impertinente, por lo que era de esperarse que al verla viajar sola, pensara que se sentiría complacida de aceptar sus atenciones. “Todo cuanto tengo que hacer es ignorarlo” pensó. Al mismo tiempo, tuvo la incómoda impresión de que eso no sería fácil.
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Capítulo 3 -DEBO volver a mi camarote. Rosemary Murray habló con suavidad y con una pena infinita en la voz. —Es lo más sensato —reconoció Lord Saire. Ella estiró los brazos en un ademán de desesperación. —¡Dios mío, cómo detesto ser sensata! ¡Lo he sido toda mi vida! Ella se dio la vuelta para poner la cabeza en el hombro desnudo de él y expresar con pasión: —No debería quejarme. Un interludio como éste compensa todo, hasta el abrumador aburrimiento que me espera en Egipto. Lord Saire no contestó y después de un momento ella continúo: —Si sólo pudiera ir contigo a Singapur y no tuviera que bajar en Alejandría... Su voz vibró y con un leve sollozo agregó: —Prométeme que no me olvidarás nunca. Estaré orando para que volvamos a encontrarnos algún día, en alguna parte, y que todo vuelva a ser tan maravilloso como lo es ahora. —Espero que así sea — contestó Lord Saire. Pero sabía, al decirlo, que no estaba siendo sincero. Había disfrutado de este devaneo, si tal era la palabra adecuada para describir lo sucedido, con la señora Murray, un idilio que había durado de los blancos acantilados de Dover hasta Alejandría. Su cabello rojo había sido un preludio de todo lo que él imaginó que ella pudiera ser: tempestuosa y apasionada, a su modo, como lo había sido Lady Gertrude. Sin embargo, de manera inevitable, él había tenido suficiente. Sabía que cuando ella pisara tierra en Alejandría al día siguiente, no habría lamentaciones de parte suya, sino más bien una sensación de alivio y libertad. Mientras se ponía la transparente negligée para cruzar el pasillo hacia el camarote de Lord Saire, éste la observó con aire especulativo y se preguntó por qué era el tipo de mujer de la que uno se cansaba tan rápidamente. Indudablemente era hermosa, de figura exquisita y disfrutaba del amor con una codicia primitiva que tenía su propia atracción. Sin embargo, el ardor inicial de él había sido sustituido por una abulia que aumentaba día con día, mientras cruzaban el Mediterráneo, hasta que ahora esperaba con ansiedad la llegada del nuevo día. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Se puso una larga bata de brocado y cuando se quedó un momento de pie, mirándola, Rosemary Murray se volvió hacia él con un sonido que era casi un sollozo. —¡Te amo! ¡Oh, Theydon, te amo! — exclamó—. Has capturado mi corazón. Nunca encontraré a otro hombre que ocupe tu lugar. Le echó los brazos al cuello y levantó los labios hacia él. El la besó tal como ella esperaba. —Debes retirarte —sugirió en voz baja, cuando su cuerpo se estrechó contra el de él—. Tú sabes que en un barco, más que en ninguna otra parte, las paredes tienen oídos. Rosemary Murray suspiró hondo. —¡Te amo! Te amaré por toda la eternidad — afirmó en tono dramático —, y volveremos a encontrarnos... sí, Theydon., nos encontraremos otra vez... ¡lo presiento! Lord Saire abrió la puerta, miró a un lado y otro, para observar si no había nadie en el pasillo, entonces hizo una señal a Rosemary Murray de que podía irse. Ella lo hizo así. Besó su mejilla al pasar junto a él. La exótica fragancia de su perfume pareció envolverlo y quedarse esparcida en el aire, aun después que ella se había movido con rapidez y retirado en silencio. Lord Saire cerró la puerta de su camarote y suspiró. ¡Había terminado! Esto era el fin de otro affaire de coeur que había terminado exactamente igual que todos los demás. Sospechó que D’Arcy Charington se reiría si supiera lo que estaba sintiendo y que le preguntaría sin duda alguna: —¿Qué esperas, Theydon? ¿Qué estás buscando? El problema era que él no conocía la respuesta. Descubrió que en la silla de su camarote había una fotografía. Rosemary Murray la llevó con ella cuando entró dos horas antes. —Yo comprendí que querrías algo para recordarme — había dicho. Observó que la había firmado: “Tuya hasta la eternidad, Rosemary”. Era una indiscreción de parte suya, algo que ninguna mujer casada con sentido común haría. Otro aspecto inevitable de los idilios de Lord Saire era que las damas confiaban tanto en él que le dejaban no sólo fotografías, sino innumerables cartas apasionadas e indiscretas, que serían condenatorias, en grado sumo, si fueran alguna vez leídas por un tercero. Y, sin embargo, las mujeres entregaban a Lord Saire no sólo el corazón y el cuerpo, sino hasta su reputación. En consecuencia, él siempre tenía sumo cuidado, hasta donde era posible, de no hacerlas sufrir por sus propias indiscreciones. Era él, más que ellas, quien procuraba protegerlas de rumores innecesarios.
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Asimismo, las convencía de no cometer la indiscreción de visitarlo en su casa de Londres, como invariablemente pretendían, o hacerle notar al mundo entero, que estaban enamoradas de él. —¡Caramba, todas parecen querer suicidarse socialmente! —había comentado una vez a D’Arcy Charington. —A ellas no les importa qué tan pesada sea la cadena en tanto las ate a ti— comentó. Pero de algún modo, sobre todo porque era en extremo inteligente, Lord Saire había logrado evitar hasta entonces un escándalo. Lord Saire se aseguraba siempre de que los maridos celosos y el mundo en general encontraran difícil presentar pruebas concretas de sus indiscreciones. Miró el reloj que había junto a su cama y comprobó que eran casi las dos de la madrugada. Estaba a punto de meterse de nuevo en ella, cuando sintió de pronto un profundo disgusto por el aroma de Rosemary Murray, el cual había quedado impregnado en las almohadas. Le molestó el hecho de que la cama se viera desarreglada y las sábanas revueltas. Obedeciendo a un repentino impulso, se quitó la larga bata y se vistió. Tomó un sobretodo del guardarropa y, sin sombrero, salió de su camarote hacia la cubierta. Aunque era ya tarde, se escuchaban aún sonidos de risas procedentes del salón fumador. Los pasajeros aficionados a la bebida debían estar sentados en los sofás cubiertos de terciopelo, con las copas frentes a ellos. Había personas que no parecían dormir nunca a bordo de un barco, pero el salón principal estaba desierto y sólo unos cuantos camareros cansados, iban de un lado a otro, recogiendo ceniceros y vasos, notaron que Lord Saire pasaba frente a las puertas, sin detenerse. El sentía la necesidad de aspirar aire fresco. Subió a la cubierta superior, donde se organizarían juegos tan pronto como el barco entrara en aguas más tranquilas. Durante el día el lugar era casi siempre ruidoso. Estaba lleno de hombres que hacían ejercicio, de una manera o de otra, y de niños que jugueteaban entre las chimeneas, los mástiles y la superestructura. Parte del toldo de lona que cubriría la cubierta tan pronto como recibieran el brillante sol del Mar Rojo, había sido levantado. Pero las tres cuartas partes de la cubierta estaban al aire libre y Lord Saire levantó la mirada hacia las estrellas y sintió el aire frío en el rostro. En la Bahía de Vizcaya el mar estuvo muy agitado, pero desde que llegaran al Mediterráneo, el tiempo se fue calmando y había estado haciendo un clima excepcionalmente tibio para esa época del año. En la noche, por el contrario, la temperatura enfriaba. Al acercarse a Alejandría el calor iba en aumento y Lord Saire ansiaba, como muy pocas otras personas lo hacían, llegar al calor del Mar Rojo.
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El sol, se decía a sí mismo, eliminaría los recuerdos de las espesas neblinas y las fuertes heladas de Inglaterra. La cubierta estaba completamente vacía y él caminó con las Manos en los bolsillos, pensando no en Rosemary Murray, como hubiera podido esperarse, sino en su misión al Oriente y en las diferentes personas a las que entrevistaría alli. Aún le producía una gran sensación de aventura viajar a lugares en los que nunca había estado antes. Sabía que en este viaje visitaría nuevas tierras y estaba decidido a leer mucho sobre su historia y sus costumbres, antes de llegar a ellas. Había caminado en un semicírculo y se aproximaba a la popa, cuando de entre las sombras que había junto a una de las chimeneas, percibió la voz de una mujer: —¡Lord....Saire! Volvió la cabeza molesto de que hubieran interrumpido sus pensamientos, y vio un bulto pequeño que se acercaba a él. A la luz de las estrellas apareció un rostro pálido, con grandes ojos vueltos hacia él. —Perdóneme... por favor... pero... necesito ayuda —suplicó. De pronto recordó dónde había visto ese bello rostro ovalado. —¡Señorita Alvinston! — exclamó él—. Ignoraba que estuviera usted a bordo. —No debería estar aquí, pero pretendía ocultarme y estaba pensando cómo podría acercarme a usted... para solicitar su ayuda. —¿Pretende ocultarse? —preguntó Lord Saire —. ¿De quién? Bertilla miró con ansiedad por encima de su hombro, como si pensara que alguien pudiera escucharla. Al hacerlo, extendió la mano para apoyarse sobre la barandilla del barco y Lord Saire observó que estaba temblando. —¿Qué es lo que la ha amedrentado? —preguntó —. ¿Y por qué está aquí, a esta hora de la noche? —E... eso es lo que yo... quería explicarle —contestó—, y sé que soy un gran problema y no debía... molestarlo, pero no supe qué otra cosa podría hacer. Había algo tan patético en la forma en que habló, que Lord Saire se apresuró a decir: —Usted sabe muy bien que la ayudaré si es posible. ¿Podremos sentamos en alguna parte? Miró a su alrededor y vio una banca de madera fija, bajo uno de los mástiles. —Nos sentaremos aquí —propuso él. Puso su mano bajo el codo de ella para conducirla hacia el lugar. Bertilla se volvió hacia él, y al hacerlo cayó una estola de gasa con que se cubría el cabello. Lord Saire admiró cuán rubio era, a la luz de las estrellas. Ella unió sus manos y exclamó: —Usted pensará que soy muy... cobarde, pero no sé... qué hacer... y no hay nadie más aquí a quien... pueda acudir... Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—¿Qué tal si empieza por el principio? — sugirió Lord Saire— Cuénteme por qué está aquí. Yo imaginé que estaría en Londres, cabalgando por el parque. —Lo sé, pero mama había hecho arreglos para enviarme... lejos. —¿Adónde? —A Sarawak... con mi tía que es... misionera en ese lugar. —¿Misionera? —exclamó Lord Saire. Bertilla asintió con la cabeza. —Sí. Mamá piensa que yo debo ser... misionera también y no había ningún otro lugar adonde pudiera yo ir. La voz de Bertilla revelaba, mucho más que sus palabras, como la idea no sólo la asustaba, sino la horrorizaba. Lord Saire apretó los labios. Recordó que Lady Alvinston siempre le había resultado una mujer antipática. Cruel, sin sentimientos, y ahora comprobó que su instinto respecto a ella no se había equivocado. —¿Así que va hacia Sarawak? —dijo en voz alta— ¿Y quién viaja con usted? —Na... nadie. Y ése es el... problema. —¿Nadie? Lord Saire casi no podía creer lo que escuchaba. Que una mujer de alta sociedad enviara a su hija, especialmente a una muchacha tan joven e inexperta como Bertilla, al otro lado del mundo sin dama de compañía era tan increíble, que casi no se podía concebir que fuera verdad. El sabía que las jóvenes viajaban con frecuencia a la India y a otras partes del Imperio, para reunirse con sus padres o sus amistades. Pero siempre se hacían arreglos para que algún tipo de dama las acompañara durante la travesía. A menudo las esposas de los altos oficiales del ejército, o de los diplomáticos ingleses, se tenían que hacer responsables de media docena de jovencitas que la mayoría de las veces les planteaban serios problemas. Pero enviar a una muchacha sola, era tan increíble; que Lord Saire no supo qué decir. —Yo comprendo que soy ya bastante grande para cuidarme sola —estaba diciendo Bertilla—, pero, ¿sabe usted?.... estoy viajando en... Segunda Clase y... hay un hombre... —¿Qué hombre? —preguntó Lord Saire con voz aguda. —Es... un... ho... holandés, aunque creo que tiene algo de sangre javanesa. Y no cesa de incomodarme. Lord Saire no dijo nada. Ella lanzó un pequeño grito y continuó, con las manos juntas: —Usted pensará que soy una... tonta... como mamá suele decirlo siempre... mas no puedo evitar a ese hombre... He pasado casi todo el tiempo encerrada en mi... camarote... pero... Su voz se extinguió, aunque era evidente que estaba buscando las palabras con que continuar. Lord Saire preguntó en voz baja: —¿Qué sucedió? Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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El comprendió instintivamente, sin que Bertilla se lo hubiera dicho, que las cosas habían llegado a un clímax. —Las últimas noches, desde que llegamos al Mediterráneo, un camarero me ha estado trayendo... obsequios —contestó Bertilla —, como chocolates y otras golosinas que se pueden comprar a bordo. Yo los he devuelto todos y él me sigue escribiendo... líneas en las que me pide que... lo acompañe a beber una copa de champaña. Lanzó un leve suspiro. —El trató de hacer que lo acompañara a beber desde la primera noche que estuvimos a bordo, pero yo me escapé... desde entonces he tratado de eludirlo... mas todo ha sido inútil. —¿Qué pasó esta noche? —preguntó Lord Saire. —Cuando me... retiré a mi camarote... después de... cenar... siempre me apresuro a salir del comedor, para evitar... que me siga... y entonces me encierro con llave. Se detuvo y Lord Saire pudo ver el temor reflejado en sus ojos cuando dijo en un leve murmullo: —La Ila... llave había desaparecido... al igual que el... cerrojo... Lord Saire se puso rígido y habló disgustado. —¡Es una vergüenza! ¡Cosas así no debían ocurrir en un barco decente! Adivinó con exactitud lo que habla pasado: el camarero había recibido, un buen soborno del holandés, para quitar el cerrojo. La supervisión en la Segunda Clase no debía ser tan estricta como lo era en la Primera. —Así que usted subió aquí —dijo, después de un momento. —No... supe qué... otra cosa podía hacer —exclamó Bertilla—. Como usted sabe, se supone que no debo salir de la cubierta de Segunda Clase, pero él... me habría encontrado ahí y yo no habría... podido... escapar. La nota de terror en la voz de Bertilla era evidente. Lord Saire comprendía con exactitud qué clase de hombre era, al haber aterrorizado así a la pobre criatura. Era imposible, pensó Lord Saire, culpar demasiado al hombre. Para él una mujer que viajaba sola estaba expuesta a sus pretensiones. Nunca había cruzado por el pensamiento del holandés que Bertilla pudiera pertenecer a la alta sociedad, puesto que no iba acompañada ni por una dama de compañía o siquiera por una doncella. Lord Saire comprendió que Bertilla lo estaba mirando con una expresión en los ojos que le recordó a un perrito spaniel que había tenido una vez y que solía mirarlo de esa forma, con una confianza ciega. —No debe usted preocuparse —la tranquilizó. Extendió una mano y la puso sobre las que Bertilla tenía unidas en su regazo. Al rozarlas, él dio un leve salto. —iEstá usted helada! —exclamó—. Por supuesto que lo está, si ha pasado aquí sentada tantas horas.... debe tener mucho frío. —Salí... tan de prisa que... tomé el primer abrigo que encontré. Y es... muy delgado. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Voy a llevarla abajo — dijo Lord Saire —, y a hacerla beber algo caliente. Después resolveré su problema, se lo prometo. —Siento tanto... molestarlo. —No es molestia — contestó él—, e hizo muy bien en acudir a mí en busca de ayuda. Lo único que lamento es que no lo haya hecho antes. —Usted es muy bondadoso, pero mamá se pondría furiosa si supiera que había... recurrido a usted. Lord Saire recordó los embustes de Lady Alvinston. Aunque ella parecía muy joven, nadie tan experimentado como él en cuanto a mujeres se refería hubiera creído que la chica tenía catorce años. Además, dudaba mucho que hubiera sido capaz de hacer algo tan drástico como para merecer ser expulsada de la escuela. —Yo sugiero — dijo él con una sonrisa —, que nos olvidemos de su madre. Una cosa que debe tranquilizarnos es que ella no puede saber lo que estamos haciendo en este momento. Vio sonreír a Bertilla. —Estoy segura de que no es conveniente pensar así... pero, como usted dice... mamá no lo sabrá. —Entonces, venga conmigo —indicó Lord Saire. Bajaron por la escalerilla a la siguiente cubierta y al abrir la puerta, Bertilla sintió el calorcillo que acudía hacia ella y que pareció envolverla, como para protegerla. Era imposible explicar a Lord Saire cómo cada día surgían nuevos temores en ella, a medida que observaba que el señor Van da Kaempfer la iba acorralando. Le resultaba difícil comer porque sus ojos estaban siempre fijos en ella. Temía que llamaran a la puerta de su camarote, porque siempre se trataba de otro regalo o de otra nota de él. Se preguntó varias veces, con desesperación, si no sería mejor enfrentarse con él y decirle que la dejara en paz y amenazarlo con decírselo al capitán si no dejaba de molestarla. Pero enseguida pensó que le sería imposible decir cosas así en público. Y si estaban solos... se sintió estremecer al pensar en lo que él sería capaz de hacer si no había nadie ahí para impedírselo. Nunca había estado antes tan temerosa de un hombre. Desde, luego, había conocido a otros hombres, casi siempre decrépitos y aburridos, en Bath, cuando vivió con su tía Margaret. Charlaban con ella en el Salón de las Bombas, adonde iban a beber las aguas curativas. También varios oficiales ya retirados del ejército, con sus esposas, acudían a visitar a su tía Margaret de vez en cuando y tomaban el té o cenaban con ellas. Aunque esos hombres la obsequiaron con piropos y solían bromear con ella de forma agradable e informal, no había en ellos nada que pudiera causarle temor. Bertilla era muy inocente y no tenía idea de lo que una relación amorosa entre un hombre y una mujer entrañaba realmente. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Sabía que iba más allá de un intercambio de besos, y que existía una intimidad mayor entre quienes formaban parejas en las fiestas a las que su madre asistía, en las grandes mansiones del país. En una ocasión había escuchado a sus padres discutir con violencia sobre un hombre que, como exclamara su padre en tono furioso, se había estado tomando libertades que él no podía permitir con la mujer que llevaba su nombre. —¡Eres ridículo, George! —había respondido Lady Alvinston con desprecio—. Si Francis me ama con locura, ¿qué puedo yo hacer al respecto? —No necesitas alentarlo, para empezar —vociferó Sir George furioso—. Y si crees que voy a permitirte ir sola a Dovacourt la semana próxima, con ese joven petimetre durmiendo sin duda en la habitación contigua, ¡estás equivocada! —¡Caramba, George! ¡Tus insinuaciones son intolerables! —había protestado Lady Alvinston, aunque no de una manera convincente. A Bertilla todo eso le pareció desconcertante, pero se preguntaba en aquel entonces si Francis, quienquiera que fuese, era amante de su madre. Ella había leído sobre amantes en sus libros de historia y aunque trataban mucho esas cosas en la escuela, era imposible pasar por alto la existencia de las damas que habían decorado la corte de Carlos II. La posición de madame de Maintenon y de madame de Pompadour en Francia no era negada, como no lo era tampoco la conducta de Jorge IV no sólo con la señora Fitzherbert, sino también, ya en su vejez, con Lady Hereford y Lady Coningham. Sin importar con qué sutileza tales relaciones fueron tratadas en el salón de clase, como Bertilla había leído mucho se daba cuenta de que el amor era un arma poderosísima en las manos de cualquier mujer y que éstas la utilizaron siempre. Pero el amor, estaba segura, era algo muy diferente de lo que el señor Van da Kaempfer deseaba. Sabía que, sin importar lo que fuera, ella preferiría morir antes que permitir que la tocara. Aun el pensar en sus gruesos labios la hacía sentirse asqueada. Lord Saire no la condujo al salón principal, sino a la salita de correspondencia, que él suponía debía estar completamente vacía a esa hora de la noche. Había varias mesas con secantes y tinteros hundidos en ellas y un cómodo sofá. —Siéntese —indicó a Bertilla—. Voy a traerle algo caliente para beber, así evitaremos que se resfríe. A la luz que brillaba sobre el cabello rubio de ella, Lord Saire pudo ver sus ojos levantados hacia él, con la expresión que tanto lo había impresionado cuando estaban en la cubierta. El le sonrió de forma encantadora y añadió: —No le sucederá nada si la dejo sola aquí unos minutos. Voy a buscar el servicio. El se retiró, pero tardó bastante más de unos minutos. Antes que volviera llegó un camarero con una bandeja. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Contenía una jarra de café caliente, una taza y dos copas de brandy. —¿Con leche, señorita? —preguntó el camarero al servir el café. Había algo en su voz tranquila y ordinaria que hizo sentir a Bertilla que sus temores y su agitación empezaban a calmarse. La había aterrorizado no sólo el señor Van da Kaempfer, sino también la idea de tener que recurrir a Lord Saire. Su madre se habría puesto furiosa, lo sabía. Si no hubiera estado tan desesperada, jamás habría acudido a él. Lord Saire volvió. Al acercarse al sofá en el que ella estaba sentada, se quitó el sobretodo y lo arrojó en una silla. —¿Ya se siente mejor? —le preguntó. La joven levantó la vista hacia él y Lord Saire advirtió un leve rubor en sus mejillas pálidas. —¡El café está delicioso! —contestó Bertilla. —Quiero que beba un vaso de brandy. Ella arrugó la nariz. —El brandy no me gusta. —Eso no me importa. El brandy es medicinal. Las noches en el Mediterráneo pueden ser muy traicioneras. Yo sé que usted no querrá pasar postrada en cama los próximos tres o cuatro días. El percibió en la oscuridad de su mirada lo que la muchacha temía y se apresuró a decir: —No se preocupe, He hablado con el comisario y sus pertenencias están siendo cambiadas ahora mismo de su camarote a uno de la Primera Clase. Bertilla lo miró asombrada y se apresuró a aclarar: —Me... temo que no puedo... pagar la diferencia. —No habrá nada que pagar —contestó Lord Saire con tranquilidad—. Expliqué al comisario las infortunadas circunstancias en que se ha encontrado usted. Se mostró muy mortificado. Como un pasajero bajó del barco en Malta, hay una cabina disponible y se la están concediendo a usted, sin cargo adicional. —¿Está usted seguro de eso? —preguntó Bertilla. —Le pedí que confiara en mí — contestó Lord Saire. —¡Oh... gracias! ¡Se lo agradezco más de lo que podría decir nunca! Yo sabía... estaba segura de que usted me... salvaría. —¡Entonces, termine de asegurarse bebiendo su brandy! Ella lo obedeció, aunque hizo un leve gesto cuando el líquido se deslizó candente por su garganta. —Beberé un poco más de café para quitarme el sabor —dijo. —Eso me parece sensato. Y ahora, quiero que olvide usted esta infortunada experiencia y disfrute del resto de su viaje.
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—El no, podrá... acercarse a mí... ahora que estoy en una... cubierta diferente —habló Bertilla en voz baja. Hizo esa declaración como para reasegurarse de que así era. —El hombre en cuestión no volverá a molestarla de modo alguno — afirmó Lord Saire en tono agudo—. Al mismo tiempo, usted debe darse cuenta de que no debía estar viajando sola. —Mamá no tenía dinero para pagar a alguien que me acompañara. —En ese caso, creo que habría sido mejor no enviarla a Sarawak de cualquier manera. Es un país muy primitivo, subdesarrollado, aunque, como supongo que usted sabe, el rajá es un hombre blanco. —He oído hablar de Sir Charles Brooke; por lo demás, sé muy poco de él. Ella miró a su alrededor al hablar y vio que la biblioteca que tanto era alabada en el folleto editado por la P. & O. estaba realmente colocada en el salón de correspondencia donde se encontraban. Todo un muro estaba cubierto de libros, encerrados bajo llave en libreros con cristales. Lord Saire siguió la dirección de sus ojos. —Creo que encontrará usted aquí bastante material de lectura que le interesará — dijo—. Si no, trataré de comprarle un libro sobre Sarawak cuando lleguemos a Alejandría mañana. —Es usted tan bondadoso... tan amable —dijo Bertilla—,. Yo ansiaba conocer Alejandría, pero tal vez no sea muy sensato de mi parte bajar a tierra. —Desde luego, no puede andar sola por Alejandría. Yo trataré de hacer arreglos para que alguien la acompañe, si no puedo hacerlo yo mismo. Bertilla negó con la cabeza. —No quiero molestarlo —expresó —. Por favor; olvídese de mí. Ahora que estoy en esta cubierta, no dude de que puedo cuidarme sola. —Me temo que tengo poca confianza en eso —observó él, con una sonrisa que borró el tono de sus palabras —. Tengo la impresión de que es usted propensa a los accidentes. Ella lo miró con temor y él continuó diciendo: —Los cargadores la arrollan con los carritos del equipaje; encuentra usted ogros en los lugares más inesperados, y sólo Dios sabe lo que le irá a suceder en el Mar Rojo, o cuando viva entre los cazadores de cabezas de Sarawak. Lord Saire estaba bromeando. Hablaba con Bertilla como lo habría hecho con cualquier dama conocida por él, pero cuando se percató del temor que llenaba los ojos de la joven, se apresuró a añadir: —Lo decía en broma. Estoy seguro de que su mala suerte, si se le puede llamar así, se ha esfumado ya y todo saldrá bien a partir de este momento. —Fue buena suerte para mí... encontrar a usted. Cuando lo vi subir a bordo resultó reconfortante saber que había una persona en el barco a quien yo conocía y que se mostró bondadoso conmigo. Pero no quiero... imponerme a su señoría de modo alguno.
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Había muy pocas mujeres en su vida, pensó Lord Saire, que le habrían dicho eso. Las mujeres estaban siempre listas para imponerse a él, le gustara o no. —No se está imponiendo a mí, ni me está causando ninguna molestia. Le aseguro que me agrada mucho poder ayudarla. Ante usted hay un viaje que espero lo disfrute. En lo personal, me encanta el calor y encuentro que es toda una aventura ver nuevos países y conocer a la gente que pertenece a ellos. —Yo he estado pensando eso también. Lo que pasa es que soy muy... tonta y me asusto... con facilidad. —En este caso sus temores eran muy justificados — contestó Lord Saire—. Lo que sucedió fue algo que usted no pudo evitar. No fue culpa suya. Así que olvídelo y espere con entusiasmo el mañana. Habló en tono bondadoso, como dirigiéndose a un niño. Cuando Bertilla levantó la mirada hacia él, Lord Saire vio que sus enormes ojos grises estaban cuajados de lágrimas. —Nadie ha sido tan generoso conmigo... antes —dijo ella con voz quebrada de emoción—. Yo sé que si papá viviera, querría mostrarle su gratitud. Debe usted creerme cuando le expreso la mía desde el... fondo mismo de mi corazón.
Una vez que dejó a Bertilla instalada en su nuevo camarote, Lord Saire volvió al suyo. Al subir a la cama, se sentía no sólo muy compadecido por la chiquilla, sino disgustado con la conducta de su madre. Era lo que podía esperarse, imaginó, de las aclamadas bellezas que, como había dicho a D’Arcy, parecían diosas en el Olimpo, pero que actuaban como demonios en sus propios hogares. Bertilla, sin embargo, le había planteado un problema que requería el uso de toda su inteligencia para ser resuelto. Se daba perfecta cuenta de que si se convertía en su tutor durante la siguiente etapa del viaje, ello causaría muchos comentarios. Estaba seguro de qué las lenguas viperinas estaban ya trabajando activamente en torno a su interés en la señora Murray. Pese a lo precavido que habían sido, no pudieron evitar que los demás pasajeros notaran que caminaban juntos por la cubierta, que sus sillas estaban colocadas una al lado de la otra, y que los ojos verdes de la señora Murray eran muy reveladores cuando se clavaban en él. Aunque sería muy difícil para la gente demostrar el grado de intimidad de su relación, ciertamente especularían sobre qué tan lejos había llegado el idilio entre ellos. Mostrarse inmediatamente en compañía de Bertilla, por joven que fuera, se prestaría a convertirla en el blanco de las mujeres envidiosas que no tenían mayor ocupación que murmurar sobre los demás. Al mismo tiempo, no podía dejar sola a Bertilla, sin tener a nadie con quien hablar, y tal vez aún temerosa de que el holandés pudiera molestarla de algún modo. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Lord Saire había conocido mujeres en casi todos los estados de ánimo imaginables: apasionadas; furiosas, llenas de deseo o de resentimiento, pero no recordaba haber tratado nunca con una mujer temerosa. El observar a Bertilla estremecerse, con los labios temblorosos de miedo contenido y los dedos unidos con fuerza, le había parecido muy patético. Además nunca había conocido a una mujer cuyos ojos fueran tan expresivos que reflejaban cuanta emoción pulsaba en su interior. —¡A Millicent Alvinston debían fusilarla! — exclamó en voz alta, en medio de la oscuridad. Decidió que aunque fuera lo último que hiciera en su vida, se encargaría de que Bertilla fuera bien cuidada en el viaje. Lo que sucedería al término de éste estaría fuera de su alcance, aunque advertía la depresión que había en su voz cuando le dijo que iba a ser misionera. El tenía una leve idea de cómo debía ser su tía, ya que tuvo contacto con numerosos misioneros, de una forma o en otra. Aunque la mayoría de ellos eran hombres idealistas que en realidad creían tener la vocación para salvar el alma de los paganos, las mujeres eran casi siempre mujeres frustradas, de duro corazón, y con frecuencia muy agresivas. Habían sido obligadas a ese tipo de vida porque no tuvieron otra alternativa que seguir a sus maridos a tierras extrañas, aunque ellas hubieran preferido permanecer en casa. “Pobre muchacha, qué futuro!” pensó Lord Saire. Sabía que tratar de convertir a los paganos y convencerlos de abandonar la religión de sus mayores era una tarea por demás ingrata. Antes de quedarse dormido, tomó una decisión respecto a Bertilla.
A
la mañana siguiente, después que Lord Saire había hecho su ejercicio
acostumbrado alrededor de la cubierta, antes que se levantara la mayor parte de los pasajeros se fue a buscar a Lady Sandford. Tenía varios años de conocerla, pero como la consideraba una pesadilla, hizo todo lo posible por evitarla durante el viaje. Ahora se sentó junto a su silla de cubierta y, después de preguntar por la salud de su esposo, dijo en un tono que él sabía que casi todas las mujeres encontraban irresistible: —Necesito su consejo. Lady Sandford pareció asombrada, aunque satisfecha. Su marido había hablado con entusiasmo de los logros de Lord Saire en favor del país, aunque ella lo consideraba como un joven un tanto arrogante que había demostrado que no tenía intenciones de cultivar su amistad durante el viaje. Ahora bajó el tejido en el que ella parecía siempre ocupada y expresó con una nota de ingenuidad en la voz: —¿Mi consejo, Lord Saire? Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Acabo de descubrir que la hija de Lady Alvinston viene a bordo — contestó él—, y a decir verdad, eso me pone en una posición un poco embarazosa. Lady Sandford estaba escuchando con gran atención y él prosiguió diciendo: —La noche anterior a mi salida, saludé a Lady Alvinston en la Casa Marlborough y ella me comunicó que su hija viajaba hacia Sarawak. Sin embargo, eso se borró de mi mente. Vislumbró un leve brillo en los ojos pequeños de Lady Sandford. Comprendió que estaba pensando que la razón de su olvido había sido cierta pasajera de cabellos rojos y ojos verdes. —Me enteré ayer de que debido a un error de la compañía naviera, un error reprensible, debo añadir — continuó Lord Saire—, la señorita Alvinston había sido alojada en la cubierta de Segunda Clase. —¡En la Segunda Clase! —exclamó Lady Sandford. —Fue una equivocación en las anotaciones de un empleado — afirmó Lord Saire con tono disgustado —, pero como comprenderá usted, me siento responsable por no haberme informado de dónde estaba antes. —Es un error vergonzoso e imperdonable — contestó Lady Sandford —. ¿Qué sucedió después? —Tengo entendido que el comisario la instaló ya en esta cubierta —respondió Lord Saire— . Naturalmente, la joven no había tenido a nadie con quien conversar abajo, y me imagino que debe sentirse bastante alterada por sufrir tal experiencia. —Desde luego, debe haber gente decente en la Segunda Clase — dijo Lady Sandford con expresión dubitativa—, pero me temo que en esa sección viajan muchos... extranjeros. Por la forma en que pronunció la palabra era innecesario añadir lo que opinaba de tales personas y Lord Saire intervino con rapidez: —Por eso, Lady Sandford, me encuentro en el dilema de no saber qué hacer por esta joven en lo que resta del viaje, lleno de remordimiento por no haberme ocupado antes de ella. Lady Sandford sonrió. —Supongo, Lord Saire, que está usted pidiéndome que tome a mi cargo a esta jovencita, ¿no es así? —Sería un ejemplo más de su acostumbrada generosidad —afirmó Lord Saire con sinceridad. Y añadió con una nota casi traviesa en su voz: —Le aseguro, Lady Sandford, que me siento perdido en cuanto a saber cómo actuar con una chica. Hace tiempo que quedaron atrás mis días de tratar con debutantes. Lady Sandford sonrió. —Deje todo en mis manos, Lord Saire. ¿Cómo se llama esta muchacha? Lord Saire se llevó la mano a la frente. —Ahora... déjeme pensar... Lady Alvinston me lo dijo, pero me temo que no estaba escuchando con atención. Empieza con “B”... sí, eso es... Belinda o Bertilda... algo así. —No se preocupe más por ella — dijo Lady Sandford con una sonrisa. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—¡Es usted la bondad personificada! —exclamó Lord Saire —. ¡Le estaré agradecido siempre, por salvarme de esta situación y compensar con su amabilidad mis omisiones! —Comprendo que tenía usted otros asuntos en que pensar — señaló Lady Sandford con un dejo, de ironía— De hecho, supongo que ahora mismo alguien está tratando de atraer su atención. Lord Saire volvió la cabeza y descubrió que la señora Murray había salido a la cubierta. Se veía muy atractiva en un vestido de seda verde, del tono de sus ojos y un gran sombrero de paja que sombreaba su rostro y su cabello rojo. —Creo que la señora Murray desea despedirse de mí —dijo él. —Sí, me lo imagino — contestó Lady Sandford. Lord Saire se retiró de su lado para ir con paso presuroso hacia dos ojos verdes que lo veían llenos de reproches.
Bertilla se sintió asombrada y al mismo tiempo Muy contenta por la forma entusiasta con que Lady Sandford la abordó cuando ella salió a la cubierta en los momentos en que el barco estaba atracando en la Bahía de Alejandría. —La he estado buscado, señorita Alvinston — saludó Lady Sandford—, porque me acabo de enterar de que está usted a bordo. Conozco a su madre, querida mía, y estoy segura de que a ella le gustaría que cuidara de usted durante los largos días que nos esperan cuando lleguemos al Mar Rojo. —Es muy bondadoso de parte suya —respondió Bertilla, sorprendida. —Voy a pedir que le coloquen siempre una silla de cubierta junto a la mía —dijo Lady Sandford—, y yo haré arreglos para que se siente usted conmigo y con mi esposo en las comidas. Desde luego, nosotros estamos en la mesa del capitán, pero ahora que la señora Murray se ha marchado habrá un lugar vacío. —Muchísimas gracias — contestó Bertilla. Lady Sandford se mostró muy amable con ella. Más tarde la llevó a tierra firme y pasearon en un carruaje por las calles de Alejandría, de modo que Bertilla pudo observar los famosos muelles y algunas de las ruinas antiguas. Había varias cosas que a ella le hubiera gustado comprar, pero se dijo que debía conservar el poco dinero que tenía, por si necesitaba hacer gastos más adelante, sobre todo cuando cambiara de barco en Singapur. Había averiguado, para su consternación, que el vapor hacía el recorrido de Singapur a Sarawak cada dos semanas. Tendría que buscar un hotel modesto, porque sería desastroso que se le terminara el dinero antes de poder llegar a su destino. Trató de no pensar demasiado en lo que sucedería una vez que llegara a Sarawak. Aun el pensar en su tía Agatha conjuraba en ella los temores que le ocasionaba cuando era niña. Recordaba su voz dura y discordante cuando hablaba con su padre. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Nunca había disimulado que le disgustaban los niños, a menos que fueran paganos a los que pudiera convertir al cristianismo. Esa noche, cuando estaba tomando café junto a Lady Sandford, en el salón principal, Lord Saire cruzó la habitación en dirección de ellas. A Bertilla le pareció que se veía muy elegante y que no había otro hombre, en todo el barco, que pudiera compararse con él. —Buenas noches, Lady Sandford — saludó —. Buenas noches, señorita Alvinston. —¡Buenas... noches! Bertilla se preguntó por qué le era difícil hablar con naturalidad con él. —Bertilla y yo pasamos una tarde muy interesante en Alejandría — comentó Lady Sandford—. Nos divertimos mucho, ¿verdad, querida? —¡Fue maravilloso! —confirmó la joven—. No tenía idea de que la ciudad fuera tan hermosa. —Estoy seguro de que encontrará algunos libros en la biblioteca, que le contarán su historia —aseguró Lord Saire, El habló con indiferencia, le pareció a Bertilla, como si el asunto no le interesara demasiado. De pronto, dijo a Lady Sandford, con sinceridad: —Vine a darle las gracias. Tengo mucho trabajo que hacer y lo he descuidado hasta ahora, así que deben disculparme si me voy a mi camarote, para dedicarme a mis papeles. Lady Sandford sonrió. —No tiene nada que agradecerme, Lord Saire —aseguró— Ha sido un gran placer tener a Bertilla conmigo. George se pone insoportable en los viajes, porque detesta el mar. Para mí es una delicia tener alguien joven con quien charlar. Lord Saire les dio las buenas noches y cuando se alejó, Bertilla lo siguió con nostálgica mirada. Acababa de desaparecer por la puerta del salón, cuando Lady Ellenton, a quien Bertilla había conocido a través de Lady Sandford, entró y se sentó junto a ellas. Tenía unos treinta y cinco años. Era esposa de un administrador colonial; muy rubia y de exuberante figura. Los jóvenes que llegaban de Inglaterra por primera vez la consideraban irresistible. —Es un hombre fascinante,¿verdad? —preguntó a Lady Sandford. —¿Lord Saire? —preguntó la aludida —. Tengo entendido que muchas personas lo consideran así. —¡No me sorprende que tantas mujeres, incluyendo a Lady Gertrude Lindley, hayan perdido el corazón por él! —Yo no conozco a Lady Gertrude — exclamó Lady Sandord con firmeza. —Pero conocía a Daisy, ¿no? —¡Sí, por supuesto!
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—La pobrecilla aún no se recupera de haberlo perdido, a pesar del tiempo transcurrido. ¡Oh, cielos, cuántos problemas no causan a las mujeres los hombres apuestos! Lady Ellenton habló con gran complacencia. Entonces añadió. —¿Sabe cuál es el nuevo apodo con el que se le conoce? —No tengo la menor idea —contestó Lady Sandford, ocupada de su tejido. Bertilla se daba cuenta, sin embargo, de que escuchaba con mucha atención. Lady Ellenton se inclinó un poco más, de modo que le fuera difícil a Bertilla escucharla, pero ella la oyó. —¡”El Pirata del Amor”! — dijo —. Así lo llaman y me parece muy apropiado. —¿Sí? ¿Por qué? —preguntó Lady Sandford. —Porque para él es un botín cuanta mujer conoce. Se apodera de ella, le arranca sus tesoros y se marcha en busca de otro nuevo. ¡Exactamente como lo hace un pirata! Lady Ellenton seguía riendo, pero Bertilla sintió que había un rastro de envidia y resentimiento en sus ojos y en su voz, “¡Está celosa!” intuyó “¡Le gustaría que Lord Saire se ocupara de ella, pero no es lo bastante atractiva para interesarle!”
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Capítulo 4 ALGUIEN se puso de pie junto a Bertilla, apoyada contra el barandal del barco, y ella supo quién era, aun sin volver la cabeza. Habían llegado al Estrecho de Malaca, después del largo viaje a través del Mar Rojo; más tarde rodearon Ceilán y atravesaron el Mar Andaman. Ahora la Península Malaya estaba a la izquierda y a Bertilla le pareció muy hermosa. Iban navegando bastante cerca de la costa y había grandes bosques más allá. Bertilla había leído que incluían árboles del pan, mangostanes, mirísticas y mangos, además de robles cuyas hojas jamás perdían su verdor. Estaba tratando de identificarlos, cuando Lord Saire le preguntó: —¿Qué es lo que busca con la mirada? Ella volvió el rostro hacia él, con una sonrisa, y suplicó: —Por favor, cuéntemelo todo acerca de este mágico y hermoso país. Tengo tanto miedo de perderme de algo. El rió antes de contestar: —Me pide usted un imposible. Hay tanto viejo y nuevo en Malasia, que cada vez que vengo aquí siento que debía escribir un libro sobre el país y su historia. —He estado leyendo la historia de Sir Thomas Stamford Raffles, que fundó Singapur — comentó Bertilla—, y yo siento que podría usted ser como él. Lord Saire pareció sorprendido. Entonces, inclinándose junto a ella, preguntó: —¿Podría explicarme qué quiere decir con eso? —Siento que usted podría construir un gran puerto o crear un país, como lo hizo él, por la simple fuerza de su personalidad y de su determinación. —¿Usted supone que yo poseo esas cosas? Había una nota burlona en la voz de Lord Saire, pero Bertilla contestó con absoluta seriedad: —Estoy segura de que así es, y que el mundo necesita de hombres como usted. Ella habló en tono grave e impersonal. Al mirar su perfil, mientras ella contemplaba los árboles de la orilla de la costa, las casuchas primitivas construidas sobre pilotes de madera, y los niños que jugueteaban en el agua, Lord Saire pensó que Bertilla era una mujer diferente a cuantas conociera en su vida. En su deseo de no comprometerla, no había hablado con ella a solas hasta que Alejandría quedó muy atrás y el barco se encontraba a la mitad del Mar Rojo.
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Fue así cuando descubrió que tenía la costumbre de alejarse de las multitudes, como él mismo lo hacía con frecuencia. La encontraba escondida en alguna parte aislada de la cubierta. Y se levantaba muy temprano por la mañana cuando sólo había por ahí entusiastas de la buena salud, haciendo ejercicio. Fue entonces que empezó a dialogar con ella y descubrió que era una muchacha culta e inteligente, pero mentalmente modesta. Las pocas mujeres que él conocía y que tenían cerebro estaban tan ansiosas por mostrarlo al mundo que se volvían insoportables en la actitud de superioridad que asumían frente a los hombres. Bertilla le hacía preguntas, con sus ojos grises muy abiertos mientras escuchaba con atención lo que él le informaba. El se daba cuenta de que asimilaba en su mente cuanto le iba describiendo, para agregarlo a los conocimientos ya acumulados de los libros que leyera en la biblioteca y de los que él le obsequió en Alejandría. Hizo arreglos para que la librería los enviara directamente al barco, a nombre de ella, y así nadie se diera cuenta del regalo. Y Bertilla fue lo bastante discreta como para no darle las gracias en público. Pero recibió una notita, escrita con una letra cuidadosa, clara y vertical, que no se parecía a la letra rebuscada y florida típica de la correspondencia que recibía casi siempre de las damas. Bertilla estaba vestida con sencillez, como siempre había estado durante todo el viaje. Pero su vestido de corriente muselina le favorecía de una forma que él no hubiera podido explicar; debida, quizá, a una elegancia natural. —Muchas veces me pregunto, — dijo él en voz alta —, si en realidad me gustaría vivir indefinidamente en esta parte del mundo, aun teniendo la posición y la autoridad de Sir Thomas Stamford Raffles. —Podría usted ser un rajá blanco, como Sir Charles Brooke — sugirió Bertilla. Lord Saire se daba cuenta de que la mente de la joven casi no se desprendía ni un momento del lugar hacia el cual se dirigía y que tal vez se convertiría en su hogar para el resto de sus días. El le había contado la romántica historia de Sarawak y cómo, debido a que era gobernado por un rajá blanco, Sir Charles Brooke, ocupaba un lugar único en la historia del mundo. Narró a Bertilla, de forma mucho más excitante de lo que lo habría hecho cualquier libro, cómo el primer rajá blanco, James Brooke, en recompensa por sus servicios para ayudar a aplacar una rebelión, había sido nombrado rajá de Sarawak en mil ochocientos cuarenta y uno, por el Sultán de Borneo, y como su sobrino lo sucedió al morir. —La gente de ese lugar es muy feliz y agradable — aseguró. —Pero... ¡son cazadores de cabezas!
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—Creo que los dos rajás blancos han logrado hacer bastante para suprimir esa deplorable costumbre — explicó él con una sonrisa —, pero los dyaks son gente honesta, gentil, conmovedoramente bondadosa. Sus mujeres son hermosas y no temen a nada. —¿La caza de cabezas es parte de su religión? —preguntó Bertilla. —Ellos no adoran dioses. Sólo rinden culto a un héroe que murió hace mucho tiempo. No tienen sacerdotes, ni ceremonias religiosas. —Entonces, ¿por qué si son tan felices...? Se interrumpio, pero Lord Saire adivinó lo que había estado a punto de decir. —En todo lugar dominado por los ingleses, es casi inevitable la presencia de los misioneros, que siguen siempre a los conquistadores — explicó él —. Los misioneros creen que han sido elegidos por Dios para convertir al cristianismo a la gente de otras religiones, les guste o no. El tono de cinismo en su voz reveló a Bertilla que él no era partidario de esa labor de proselitismo y después de un momento ella preguntó: —¿Usted cree que una persona no cristiana pueda alcanzar el cielo? —¡Por supuesto! — contestó Lord Saire—. Además, si existe realmente un cielo en la otra vida, estoy seguro de que debe haber muchos y todos diferentes. La joven sonrió y él continuó diciendo: —Tiene que haber un cielo para los cristianos, el Nirvana para los budistas, y un paraíso muy atractivo, lleno de mujeres hermosas, para los mahometanos. Y estoy seguro, también, de que los dyaks deben tener un lugar especial donde pueden reunir cuantas cabezas deseen... sin lastimar a nadie. Bertilla se echó a reír. —Eso es exactamente lo que deseo creer. Estoy segura de que la religión es una cosa privada, muy personal. Por lo tanto, si la gente es feliz, me parece erróneo interferir en sus creencias. Lord Saire sintió que aunque ella hacía esos comentarios, le resultaría muy difícil decir lo mismo a su tía, cuando llegara a Sarawak. Porque se daba cuenta lo mucho que ella temía el final de su viaje, le sugirió con sutileza: —Olvide el futuro y disfrute del presente. —Eso es lo que he estado haciendo todo el tiempo en este fascinante viaje —contestó Bertilla—. Por la noche, cuando veo la fosforescencia en el agua, siento como si el barco estuviera encantado y me imagino que seguiremos navegando por toda la eternidad, sin bajar a tierra nunca. —Es una linda idea en teoría —sonrió Lord Saire—, pero, ¿se imagina lo hastiados que acabaríamos unos de los otros? Es fácil imaginar que muchas de las personas del barco estarían ya riñendo como perros y gatos en la segunda vuelta alrededor del mundo. Bertilla rió de buena gana.
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—Es verdad —reconoció—. Lady Ellenton y Lady Sandford se disgustaron tanto anoche entre ellas, jugando a los naipes, que esta mañana no se hablan ya. —La única forma en que su barco encantado podría ser un lugar placentero — señaló Lord Saire —, es que sólo usted estuviera a bordo, y, tal vez, alguna otra persona que usted quisiera. —Si necesitara hacer la elección, resultaría muy difícil decidir quién sería una compañía adecuada para toda la eternidad. Lord Saire sonrió para sí. No tenía la menor duda de que si hubiera sugerido lo mismo a cualquiera otra mujer conocida por él, la respuesta habría sido automática, asegurándole que él era su compañero perfecto. Pero bien sabía que Bertilla hablaba con franqueza, sin ninguna coquetería. Por eso le agradaba su compañía, pensó, y en varias ocasiones, durante los últimos días, le había resultado difícil vencer la tentación de buscarla. —¿Hay muchos animales salvajes en Malasia? —preguntó ahora. —Bastantes —contestó él—. Cualquier dueño de plantación puede decirle que los tigres son con frecuencia una seria amenaza para sus trabajadores, como también los leopardos. —¿Y hay monos? —Los macacos de larga cola la van a divertir mucho, al igual que las ardillas voladoras. —Espero tener oportunidad de verlos mientras estoy en Singapur. Por supuesto que todo depende de cuándo salga el barco para Sarawak. —Podrá verlos, sin duda alguna, si logro hacer arreglos para llevarla de excursión al interior del país —le prometió Lord Saire. Los ojos grises de Bertilla se iluminaron. —¡Eso me encantaría! —sonrió—. Sería maravilloso ir con usted, porque lo sabe todo y puede enseñarme cuanto deseo saber. Y, antes que él pudiera contestar, añadió con rapidez: —Desde luego, no pretendo... causarle más molestias. Yo sé lo ocupado que estará en Singapur... y ha sido ya demasiado bondadoso conmigo. —Fue un placer poder ayudarla. —Lady Sandford ha sido muy amable conmigo, también, y he podido disfrutar mucho del viaje, después de Alejandría. Levantó hacia él sus ojos grises antes de agregar: —Por si no tengo otra oportunidad, gracias... muchas gracias... le estoy profundamente agradecida por... ¡todo! —Ya le he dicho, Bertilla, que no deseo que me agradezca nada. —Pero no hay otra forma en que pueda expresarle mi gratitud. —Espero... —empezó a decir él, mas se detuvo. ¿Qué objeto tenía que dijera algo tan convencional como que esperaba que fuera feliz en el futuro cuando, si lo que él sospechaba de su tía era cierto, no lo sería en modo alguno? Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Había una exquisita sensibilidad en ella, percibió él, mientras contemplaba la costa cerca de la cual iban navegando. La idea de que Bertilla pasara años enteros atendiendo a niños nativos o luchando por convertir cristianos era, decidió, un crimen contra la naturaleza. Sólo alguien tan cruel y egoísta como Lady Alvinston podía haber decidido imponer ese tipo de existencia a su hija. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto, se dijo Lord Saire, y cuando menos la joven tendría la felicidad del viaje como grato recuerdo en el futuro. Bertilla estaba pensando lo mismo en esos momentos. “Nunca podré olvidarlo”, pensó para sí. “Siempre recordaré sus bondades, el sonido de su voz, la expresión varonil de su rostro”. Estaba segura de que jamás conocería en su vida a otro hombre tan apuesto como él y con tanta prestancia. “¡Claro que podría hacer lo que hizo Sir Thomas Stamford Raffles!” pensó. “Y hasta tal vez sería capaz de hacerlo mejor. El podría guiar y mandar. Los hombres estarían dispuestos a seguirlo, porque sería una inspiración para ellos”. Fácilmente podía comprender que las mujeres lo consideraran irresistible y se enamoraran de él sin remedio. Mientras permanecía en su cama, en medio de la oscuridad de la noche, se preguntaba algunas veces qué les diría cuando las enamoraba y qué se sentiría ser besada por... él. En seguida se ruborizaba de sus propios pensamientos. No obstante, era imposible, cuando ella lo veía, detener el apresurado latir de su corazón. Ahora, debido a que él estaba de pié, junto a ella, experimentó una extraña sensación dentro de su pecho y una emoción intensa, porque sus codos, apoyados sobre la barandilla, se rozaban entre sí. Lord Saire no continuó ahí mucho tiempo y cuando escuchó que sus pisadas se alejaban por la cubierta, Bertilla sintió como si su corazón se alejara con él. En dos días más, al amanecer, el barco atracaría en la Bahía de Singapur. Ambos dirían adiós y aunque había ofrecido hacer arreglos para llevarla a conocer el interior del país, Bertilla sabía que una vez que estuviera rodeado por los dignatarios e importantes personajes que lo esperaban en Singapur, se olvidaría de ella. “Habrá también mujeres hermosas”, pensó. “Tal vez le resultarán tan atractivas como Lady Gertrude y... la señora Murray”. Ella no había conocido a la señora Murray, porque ésta abandonó el barco en Alejandría, pero había escuchado muchos comentarios acerca de ella a través de Lady Ellenton, quien hablaba con frecuencia, y a veces con exageración, de la atracción que la señora Murray ejercía sobre Lord Saire.
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Y estaba también Daisy, quienquiera que ella fuese, y muchos otros nombres de mujeres que surgían en la charla cuando las mujeres del barco se referían a Lord Saire, como si no hubiera ningún otro terna que les interesara más. Aun los inevitables rumores sobre el Príncipe de Gales y las innumerables damas que lo atraían no eran tan interesantes como los idilios de Lord Saire, porque a éste podían verlo y comentar sus indiscutibles atractivos personales. Bertilla escuchó cuanto decían, pero nada de eso disminuyó la admiración que sentía por su benefactor. De hecho, intensificó sus sentimientos por él. ¿Cómo podía esperarse, se preguntó mentalmente, que un hombre tan apuesto y tan irresistiblemente atractivo no fuera perseguido por las mujeres? Y debido a que Lord Saire era humano, sin duda alguna tenía que considerarlas atractivas también. Pero nunca se le había ocurrido, ni por un instante, que él pudiera estar interesado en ella. Bertilla se consideraba como una persona insignificante, mientras que Lord Saire existía en un mundo al cual ella no podría pertenecer jamás. Se sentía agradecida, como un mendigo a las puertas de su casa, por las migas de bondad que pudiera arrojarle. En la imaginación de Bertilla, él personificaba a los héroes de sus sueños y de todos aquellos sobre cuyas hazañas había leído en los libros. Cuando el sol empezó a ocultarse en el horizonte, el aire refrescó un poco, aunque el calor todavía era agobiante. Casi todos los pasajeros se sentían demasiado somnolientos para admirar la costa cerca de la cual iban viajando. Había bosques y pantanos, llanuras lodosas, costas rocosas y arrecifes de coral; sin embargo, los tramos más largos estaban cubiertos de árboles. Bertilla se puso su vestido de noche, cuando volvió a su camarote y esperó para escuchar la corneta que anunciaba cada comida. Poco después, bajó al salón—comedor y miró, al entrar, hacia la mesa donde Lord Saire se sentaba siempre solo. La comodidad que se ofrecía a los viajeros en el comedor de la Primera Clase era muy diferente a la de las atestadas mesas comunales en las cuales comían los pasajeros de Segunda Clase. Aquí todos los comensales se sentaban en cómodos sillones. Había plantas de ornato en grandes macetones que decoraban los rincones del salón y una orquesta tocaba con suavidad, lo que daba al ambiente un irresistible aire de alegría. Las mesas cubiertas de manteles inmaculados, los brillantes cubiertos, los camareros barbados que atendían las mesas en silencio y con gran eficiencia, eran lujos que nunca más volvería a disfrutar, pensó Bertilla. Debido a que se acercaban ya al final del viaje, todos parecían un poco más animados. Las mujeres atractivas, como Lady Ellenton, se habían vestido con sus atuendos más elaborados, y sus joyas resplandecían bajo la luz de las lámparas.
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Cuando terminaron de cenar, Lady Sandford aceptó una invitación para jugar a los naipes y Bertilla se sentó en el salón a leer un libro. Ansiaba salir a la cubierta, pero sabía que no sería apropiado que lo hiciera sola. Por lo tanto, decidió que pretendería ir a la cama, pero más tarde, cuando Lady Sandford y la mayoría de los pasajeros de edad se hubieran retirado, saldría a contemplar la noche. Quería ver la fosforescencia del agua y las estrellas que brillaban por encima de los árboles oscuros que había en tierra firme. Existía algo misterioso y excitante en la Malasia, pensó Bertilla, y si esta noche y mañana desafiaba los convencionalismos sociales, ¿qué importaba? Una vez que estuviera en Sarawak no volvería a ver jamás a ninguna de las personas a las que conociera en el barco. Por lo tanto, dio las buenas noches a Lady Sandford y se dirigió a su camarote, no para desvestirse, sino para sentarse en una silla a leer hasta que percibió que todos los pasajeros que tenían camarotes en el mismo pasillo que ella se habían retirado. Bertilla consultó su reloj. Era poco más de medianoche y para entonces tanto Lord Sandford como su esposa debían haberse retirado ya. Hacía tanto calor que decidió no ponerse un abrigo. Tomó sólo una estola de gasa muy suave, de un cajón, para usarla sobre su vestido de noche. Era uno de los accesorios que Dawkins le había proporcionado y que pertenecieran a su madre. Ella había encontrado muy útiles todas las pequeñas cosas que la doncella de su madre le regalara. Se cubrió los hombros con la estola de gasa y se miró ante el espejo para comprobar si estaba bien peinada. Tal vez, aunque no se atrevía a darlo por hecho, Lord Saire se reuniría con ella cuando estuviera en la cubierta de arriba, como lo había hecho una o dos veces antes. De pronto, como escuchara ruidos afuera que parecían hacerse más intensos, abrió la puerta de su camarote y se dio cuenta de que el pasillo estaba lleno de humo. Debió haber aspirado una bocanada de aire, de sorpresa, porque un instante después estaba tosiendo y empezaron a arderle los ojos. A toda prisa se dirigió hacia el descanso principal, donde estaba situada la oficina del comisario y cuando llegó vio que estaba atestado de gente que venía no sólo de los camarotes de Primera Clase, sino también de las cubiertas inferiores. Observó que muchas de ellas eran chinos, malayos e indios, y le pareció que habían sido llevadas hacia la parte superior del barco, porque el fuego debió iniciarse en la parte baja. —¡Fuego! ¡Fuego! Los camareros gritaban una y otra vez. La tripulación trataba de reunir a la gente en la cubierta, con algo similar al orden. —¡Vayan hacia los botes salvavidas! ¡Vayan a los botes salvavidas! Las instrucciones eran repetidas constantemente. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Fue entonces, cuando estaba siendo arrastrada por la simple presión del grupo que tenía a su lado, hacia una puerta que daba a la cubierta, que Bertilla vio que subía por la escalera la cabeza oscura del señor Van da Kaempler. Instintivamente, debido a que le tenía terror, hizo un esfuerzo para salir de la corriente formada por la gente que se dirigía hacia la cubierta, buscando los botes salvavidas, para esconderse en el salón donde la gente acostumbraba tomar café. Estaba situado a un lado de la oficina del comisario y se encontraba, como ella pudo comprobar de inmediato, vacío. Podía observar, a través de las grandes claraboyas, todo cuanto estaba ocurriendo en la cubierta y ella pensó que no había ninguna prisa. Si conservaba la calma y esperaba, el señor Van de Kaempfer se iría en uno de los primeros botes y así evitaría tener algún contacto con él. Los botes salvavidas estaban siendo bajados, uno tras otro, y los oficiales del barco ayudaban a las mujeres y a los niños a subir a ellos, comprobando que hubiera también suficientes hombres para remar. Todo se llevaba a cabo en perfecto orden y por el momento nadie parecía ser víctima del pánico, aunque algunos de los niños estaban llorando y sus madres se veían pálidas y ansiosas. El ruido era ensordecedor, no sólo a causa de las órdenes que la tripulación daba a gritos, sino porque sonaban las sirenas del barco y se estaban tocando sus campanas. Bertilla vio que dos o tres de los botes empezaban a alejarse del barco, en dirección de la oscuridad que envolvía la costa. “Afortunadamente, no estamos muy lejos de tierra firme”, se dio. “Así que los botes no tienen que recorrer una gran distancia”. Todo estaba sucediendo con mucha rapidez y los pasajeros seguían subiendo de las cubiertas inferiores. De pronto, escuchó lo que pareció una pequeña explosión que sacudió todo el barco. “Debo salir a buscar un lugar en un bote” decidió. No obstante, sentía una gran renuencia a reunirse con toda la gente que se encontraba en la cubierta; le parecía más seguro permanecer donde estaba. En ese momento advirtió la presencia de Lord Saire. Llevaba puesto aún su traje de etiqueta, así que comprendió que él tampoco se había acostado. Como los oficiales del barco, estaba dirigiendo a los pasajeros hacia los botes y llamó la atención con voz aguda a un hombre que trató de empujar a una anciana, para subir antes que ella. El se veía tranquilo, dueño de sí mismo, y Bertilla pensó, al observarlo, que, se distinguía entre todos los demás.
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Estaba tan ocupada admirándolo a medida que avanzaba un poco más adelante de la cubierta, que pasó algún tiempo antes que se diera cuenta de que ya no había nadie frente al salón donde estaba. La cubierta quedó despejada y los oficiales que habían estado dirigiendo a los pasajeros hacia los botes salvavidas tampoco estaban ahí. “¡Debo irme!”, pensó Bertilla. En ese mismo instante advirtió que el barco se había inclinado un poco y tuvo que hacer un esfuerzo, como si caminara cuesta arriba, para llegar a la puerta. Salió a la cubierta y al hacerlo apareció un oficial que le preguntó casi enfadado: —¿En dónde estaba usted metida, señorita? ¡Todas las demás mujeres se han embarcado ya! La sujetó por el brazo y la llevó a toda prisa hacia un bote que empezaba a ser ocupado. Cuando llegaron a él, Lord Saire se volvió y la vio. —¡Bertilla! —exclamó—. Pensé que se había marchado ya... La levantó en sus brazos al decir eso y la depositó en el bote. Ella vio que, atrás de él, las llamas salían ya por las claraboyas del salón y el humo hacía casi imposible ver el resto del barco. —Creo que no queda nadie más — dijo el oficial a Lord Saire—Suba usted también, por favor, milord. Lord Saire obedeció y el oficial subió al bote detrás de él. El bote empezó a ser bajado. Sólo cuando llegaron al mar, Bertilla pudo darse cuenta de que toda la proa del barco estaba incendiándose. —¡A remar... vámonos de aquí... pronto, a remar! —oyó gritar al oficial. Los hombres que se habían colocado junto a los remos lo obedecieron. En ese momento hubo una explosión repentina dentro del barco y toda la nave fue sacudida por el siniestro. Las llamas, rojas y doradas, se elevaron hacia el cielo. Entonces el Coromandel se inclinó hacia estribor y empezó a hundirse, más y más, en el agua. —¡Se está hundiendo! —gritó uno de los hombres que iban en el bote. —No hay nada que pueda hacerse — contestó otro. —Remen hacia la costa —ordenó el oficial. Bertilla comprendió que la tierra firme estaba mucho más lejos de lo que parecía desde el barco. A nivel del agua la oscuridad de los árboles parecía muy remota. Estaba tan oscuro que aunque podían oírlos, era difícil distinguir a los otros botes que, como ellos, se dirigían a tierra firme. Lord Saire caminó por el bote para ir a sentarse junto a Bertilla. —¿Está usted bien? —preguntó él. Ella estaba tan contenta de que estuvieran juntos que por un momento no pudo pensar en nada más. Por fin contestó: Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Sí, estoy... bien. ¿Qué... sucedió? —Debe haberse producido una explosión en la sala de máquinas, que no pudieron controlar —contestó Lord Saire—, aunque dudo mucho que sepamos nunca lo que sucedió con exactitud. Miró hacia donde, en un espectacular resplandor, con las llamas elevándose más arriba que sus mástiles, el Coromandel continuaba hundiéndose. —¿Lord y Lady Sandford están a salvo? —preguntó Bertilla. —Yo mismo los ayudé a subir a un bote — contestó Lord Saire—. ¿Por qué no estaba usted con ellos? —Todo era un caos —contestó—. Y pensé que era una tontería apresurarse tanto. —Pudo haber salido demasiado tarde. El volvió a mirar hacia el barco incendiado. Bertilla no podía decirle que había estado observándolo y comprendió, por instinto, que mientras él estuviera ahí, no había peligro. Los hombres que remaban hacían avanzar el bote a buen paso y ahora pudieron ver frente a ellos luces brillantes que debían proceder de la playa. —¿En dónde desembarcaremos? ¿Qué nos sucederá cuando lleguemos a la costa? — preguntó Bertilla. Como si él hubiera advertido la repentina nerviosidad de su voz, Lord Saire se volvió para sonreírle. —No corremos ningún riesgo — le aseguró —. Los malayos son gente muy cordial y como estamos tan cerca de Singapur, no faltará quien nos ofrezca una cama para pernoctar. Habló lleno de confianza. De pronto extendió la mano para tomar la de ella. —No tiene miedo, ¿verdad? —preguntó. —No cuando estoy con... usted — contestó Bertilla. Los dedos de él parecieron oprimir los de la joven y después de un momento, Bertilla dijo con un cierto toque festivo en la voz: —Me está usted rescatando por tercera vez... pero en esta ocasión no es... culpa mía. —Lo cual sin duda alguna es muy satisfactorio — comentó Lord Saire. El oficial dio órdenes de atracar porque habían llegado a la playa. Los hombres que iban remando retiraron los remos del agua y varios de ellos saltaron para tirar un poco del bote hacia la playa pedregosa. Los pasajeros de los otros botes ya estaban también a salvo y podía escuchar sus voces en la distancia. Varios malayos, desnudos hasta la cintura, aparecieron con linternas y antorchas en las manos. Bertilla esperó juntó a Lord Saire, sin moverse, hasta que todos los demás bajaron a la playa y el bote quedó vacío. Lord Saire y el oficial del barco la ayudaron a descender. Los nativos con las linternas hablaban en un dialecto extraño que Bertilla infirió que debía ser malayo.
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Varios de los pasajeros que estaban con ellos parecían entenderlos y hasta hablar en la misma lengua. Los pasajeros chinos se estaban dando a entender en su propio idioma. Fue hasta entonces que Bertilla descubrió que era la única mujer en ese bote en particular. —Creo, milord —dijo el oficial a Lord Saire—, que esta gente podrá encontrar algún tipo de refugio para usted y la señorita. Como si lo hiciera en respuesta a su comentario, un nativo que hablaba un inglés titubeante habló junto a ellos: —Yo llevar... lugar donde... poder pasar noche. —¿Hay alguna casa perteneciente a un europeo cerca de aquí? —preguntó Lord Saire. —Yo le preguntaré —dijo el oficial. Habló en malayo y el nativo le contestó sin vacilación alguna. —Dice —tradujo el oficial cuando el hombre se detuvo a tomar aire— que la casa importante más cercana, donde vive un blanco, está a solo un kilómetro de distancia, si están dispuestos a cruzar la selva. El los llevará ahí, aunque espera recibir alguna gratificación por hacerlo. —Le pagaremos —contestó Lord Saire—. Pregúntele si sabe cómo se llama el dueño de la casa. El oficial lo hizo y entonces contestó: —El hombre dice, hasta donde yo puedo entenderlo, que el dueño se apellida Henderson, o algo así. —¡Excelente! —exclamó Lord Saire— ¡Lo conozco! Diga al hombre que nos guíe hasta allí a través de la selva y que será bien recompensado. El oficial del barco levantó la vista hacia los oscuros árboles que se elevaban por encima de ellos. —¿No será muy arriesgado, milord? —No lo creo —contestó Lord Saire —. Yo sé que estos bosques son considerados casi impenetrables, pero los nativos siempre tienen sus propios caminos. —Es verdad —reconoció el oficial—, pero yo le aconsejaría que esperaran hasta el nuevo día. —Creo que nos aventuraremos —insistió Lord Saire. Como si considerara que estaba siendo descortés, se volvió hacia Bertilla para decir: —Esto es, si usted está de acuerdo. —Sí... por supuesto —contestó ella. El oficial explicó al malayo lo que se había decidido. El hombre levantó su linterna de vela y empezó a caminar. Lord Saire y Bertilla lo siguieron y no tardaron en internarse en la selva. Los árboles crecían casi hasta la orilla del agua y se recortaban enormes y oscuros contra el fondo del cielo.
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El malayo caminó sorteando con habilidad los árboles y evitando acercarse a la espesura y a las enredaderas que parecían envolverlo todo. Como si Lord Saire comprendiera que era el momento de dar confianza a Bertilla y porque, sin importar lo que sucediera, no debían separarse, extendió un brazo y tomó la mano de ella con la suya, como si fuera un niño. Y, al dejar el mar tras ellos, todo lo que ella pudo ver fue la luz de la linterna y las tenues miradas que su reflejo le ofrecía de los troncos, las hojas y las flores de los árboles, así como de los muchos helechos que crecían bajo ellos. Avanzaban con lentitud y Bertilla no tardó en recordar que alguien había escrito, en uno de los libros que había leído sobre Malasia, que “la noche en la hermosa selva malaya es la noche más perfumada que existe”. Era una fragancia exótica y diferente a cuanto ella había percibido nunca. Comprendió que procedía de los árboles mismos, de sus capullos y de las flores que crecían en la espesura. Continuaron caminando y Bertilla se dedicó a escuchar los sonidos de la noche. Podía percibir los movimientos de animales pequeños que se deslizaban entre la vegetación, el aleteo de aves a las que el paso de ellos arrancaba de su descanso nocturno, o el salto de una ardilla voladora, tal vez, a la que ella hubiera querido poder ver. Se preguntó si los monos estarían observando su avance o si habría tigres acechando en la oscuridad. Sus dedos debieron apretar de forma instintiva los de Lord Saire, porque él se detuvo un momento para preguntar: —¿Se siente bien? ¿No vamos demasiado aprisa? —No, estoy... muy bien —contestó Bertilla. —¿No tiene miedo? —No, con usted aquí... pero lo estaría... si viniera sola. —Yo la protegeré —dijo él en tono ligero—, pero me temo que la única arma de que dispongo son mis manos desnudas. —No muy efectivas frente a un tigre. —Si hubiera un tigre, estoy seguro de que nuestro guía sabría qué hacer —contestó Lord Saire. Miró hacia el hombre que los precedía y Bertilla vislumbró, a la luz de la linterna, que el malayo llevaba una lanza primitiva en la mano derecha. —¡Como puede observar, traemos un guardia armado! —sonrió Lord Saire. Bertilla comprendió que intentaba tranquilizarla, como si hubiera adivinado que la selva le resultaba un lugar extraño y amenazador. Pensó en lo aterrorizada que se habría sentido del incendio a bordo del barco, si Lord Saire no hubiera estado cerca. Lo más alarmante de todo era que el señor Van de Kaempfer se habría constituido en su protector.
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Felizmente, estaba a salvo con su mano en la de Lord Saire y pensó en lo afortunada que era. Además, estaba a solas con él, como nunca hubiera esperado estarlo. —Después de todo — expresó ella en voz alta — ésta es una aventura muy emocionante y tal vez algún día será relatada en su biografía. —¿Aún sigue pensando que me volveré lo bastante famoso como para merecer una biografía? —¡Claro que sí! — afirmó ella —. Tal vez relatarán cómo caminó usted a través de la selva malaya y mató a un tigre con las manos desnudas, salvando así a un gran número de personas de una muerte trágica. El se echó a reír y el sonido de su risa pareció retumbar en el enigmático silencio de la selva. —Usted está decidida a convertirme en un héroe —comentó—, y como es una posición de la que disfruto, no voy a detenerla. Mientras hablaba, los árboles empezaron a ser menos espesos y un momento más tarde vieron luces frente a ellos. —¡Casa... Henderson! —anunció el guía, indicando con un dedo. Empezó a caminar con mayor rapidez, como si estuviera ansioso de recibir el dinero que le había sido prometido. Al acercarse más, Bertilla advirtió que la casa era, en realidad, un bungalow muy grande, con un techo inclinado cubierto de tejas. Aunque ya era muy tarde parecía haber luces en todas las ventanas y cuando llegaron al jardín, Bertilla vio que una larga terraza rodeaba toda la finca. Se preguntó si estarían de fiesta y se sintió de pronto mortificada respecto a su apariencia. Todavía llevaba puesto el sencillo vestido que usara en la cena y la estola de gasa sobre los hombros. Pero el cabello se le había atorado varias veces en las ramas de los árboles, al pasar, por lo que sospechaba que debía estar muy despeinada. Estaba segura de que el ruedo del vestido debía estar manchado, al igual que sus zapatillas, por el barro del sendero que cruzaba la selva. Miró hacia Lord Saire y pensó que, en su impecable traje de etiqueta parecía que acababa de salir de un baile en Londres. “Espero que no se sienta avergonzado de mí”, pensó ella. Se encontraron en la terraza. Su guía estaba golpeando con fuerza una puerta abierta. El escuchó el sonido de Voces dentro de la casa. Escucharon que alguien decía: —¿Quién puede ser a esta hora de la noche? Entonces apareció en la puerta un hombre de cabellos grises, de traje blanco, con una copa en la mano. Lord Saire se adelantó hacia él. —¡Señor Henderson! — exclamó —. Tenemos varios años de no vernos, yo soy Lord Saire. El barco en el que debía yo llegar a Singapur acaba de naufragar en el Estrecho de Malaca. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—¡Santo Dios! —exclamó el señor Henderson extendiendo la mano—. Por supuesto que lo recuerdo, Lord Saire. Nos conocimos en la casa del gobernador. ¿Dice usted que sufrió un percance? —El Coromandel se fue a pique, en llamas, pero todos los que íbamos a bordo nos salvamos. —¡Vaya, gracias a Dios por eso! —exclamó el señor Henderson —. ¡Pase! —¿Me permite presentarle a la señorita Bertilla Alvinston, una compañera de viaje? — dijo Lord Saire. Bertilla extendió la mano y el señor Henderson se la estrechó con entusiasmo. Lord Saire se volvió para dar a su guía varias monedas de oro. Después fueron conducidos a una amplia y cómoda sala, en la que había sentadas otras seis personas, bebiendo y conversando. La señora Henderson era una mujer madura, regordeta y risueña, que exudaba buen humor y bondad, por todos los poros de su cuerpo. Los visitantes eran, evidentemente, dueños de plantaciones, al igual que su anfitrión Abrumaron a Lord Saire a preguntas y lanzaron exclamaciones horrorizadas ante las explicaciones que él hizo de lo sucedido. —¿Adónde pueden haber ido todos los demás pasajeros? —preguntó la señora Henderson. —Hay muchas casas en las que pudieron ser acomodados —contestó su esposo — Los Franklin, los Watson, están cerca del mar como nosotros. —Me atrevo a decir que la mayoría de los pasajeros se encontraban demasiado nerviosos para caminar a través de la selva de noche — aseguró Lord Saire—. Cuando pregunté cuál era la casa más cercana, me informaron que era la suya. Por lo tanto, corrí el riesgo de venir aquí a pesar de la oscuridad. —Me alegra mucho que lo haya hecho — sonrió la señora Henderson, y en seguida ordenó a los sirvientes que trajeran comida y bebida para Lord Saire y Bertilla. Había tanto de que hablar y produjo tanta excitación su llegada, que transcurrió una hora antes que Bertilla empezara a sentir sueño. La señora Henderson lo advirtió. —Lo que usted necesita, querida mía —sugirió ella—, es una noche de buen sueño. —Me temo que no traemos nada más que lo puesto —expresó Lord Saire antes que Bertilla pudiera contestar. —Podemos proporcionarles cuanto necesiten —intervino la señora Henderson—, y usted sabe, tan bien como yo, Lord Saire, que nuestros sastres de Singapur son los más rápidos del mundo. En sólo veinticuatro horas, ustedes dos tendrán ropa cortada a la medida, tan bien terminada y tan a la moda como cualquier prenda que pudieran comprar en Londres. —Espero que tenga usted razón —observó Lord Saire —. ¡No tengo deseos de presentarme con el gobernador, en traje de noche! —Verá usted que no lo desilusionaremos —prometió la señora Henderson.
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Cuando Bertilla la siguió a la habitación en la cual dormiría, no pudo menos que preguntarse cómo podría pagar su ropa, cuando traía consigo tan poco dinero.
Cuando despertó se percató de que el sol entraba a raudales por las ventanas del atractivo dormitorio que le había sido destinado y que daba hacia el jardín. Al acercarse a la ventana, se sintió muy emocionada al ver por primera vez en su vida grandes lechos de orquídeas. Recordaba que su madre solía salir a cenar con un ramillete de orquídeas en el hombro, y en una ocasión vio a una novia con un ramo de orquídeas blancas, en una boda muy elegante. Pero nunca había esperado ver miles de ellas, en todos los colores imaginables, creciendo en hermosos lechos y saber que, según indicaba su libro guía, crecían silvestres en toda la región. Se estaba preguntando si tendría que ponerse su vestido de noche para bajar a desayunar, cuando apareció una doncella con uno. Pertenecía, le explicó la muchacha, a la hija de la señora Henderson, y le quedaba muy bien a Bertilla, sólo tenía que hacer un pequeño ajuste en la cintura. Era mucho más costoso y atractivo que cualquiera de los vestidos que Bertilla había tenido nunca. Una vez que se arregló el cabello lo mejor que pudo, se aferró a la esperanza de que Lord Saire no se sintiera avergonzado de su apariencia. Cuando estuvo lista, bajó con timidez hacia la terraza donde le dijeron que estaban desayunando sus anfitriones. Encontró que Lord Saire, como ella misma, había aceptado el préstamo de ropa para el día. En un traje blanco de algodón, parecía un tanto diferente. —Ya hemos enviado a buscar a los sastres a Singapur —aclaró la señora Henderson, después de saludar a Bertilla—. En unos momentos más podrán irse de compras, sin tener que salir de la casa o entrar en una tienda. Debo confesarles que es una de las peculiaridades que más me gusta de vivir en el Oriente. —No podré... pagar nada muy... costoso —dijo Bertilla, recordando que debía cubrir el hotel en Singapur, antes de salir hacia Sarawak. —Si eso le preocupa —exclamó Lord Saire —, estoy seguro de que nos compensarán por todo lo que perdimos en el barco. La compañía naviera tendrá que indemnizarnos por nuestras pertenencias perdidas. El le sonrió para alentarla y añadió: —El único problema es que tendremos que esperar a que concluyan todas las investigaciones de la aseguradora. Mientras tanto, permítame financiarla. —Es muy... bondadoso de parte suya — contestó Bertilla—, pero... Pensó que sería difícil explicar frente a terceros que no quería volver a ser una molestia para él. Pero antes que pudiera decir nada más, la señora Henderson intervino: Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Usted no se preocupe por nimiedades como ésa, Lord Saíre. Yo me encargaré de la señorita Alvinston... o, más bien, de Bertilla, si ella me lo permite. Hace mucho tiempo que no tengo el placer de vestir a una hija. La mía tiene cinco años de haberse casado, así que esto va a ser mi regalo de bienvenida para alguien recién llegada a Singapur. La joven trató de protestar, pero la señora Henderson abatió todos sus argumentos. —Lo quiero hacer —insistió—, y mi esposo puede confirmarle que cuando me propongo algo, nadie me detiene. Bertilla pensó, más tarde, que había sido fascinante que los sastres, todos ellos chinos, llegaran con rollo tras rollo de telas diferentes, que extendían en la terraza para su selección. Había satenes, lamés y sedas bordadas en una docena de diseños diferentes, cada uno más atractivo que el anterior. Ella sintió que jamás podría decidir qué seleccionar, pero la señora Henderson sabía con exactitud lo que quería. Dio órdenes con una precisión que no podía mal interpretarse. —Por favor... por favor... no más —protestó Bertilla una y otra vez, pero su anfitriona no tenía intenciones de hacerle caso. —Nunca podré usar todos estos vestidos en Sarawak —expresó por fin, con aire desolado. —¿En Sarawak? — exclamó la señora Henderson— ¿A qué va usted a ese lugar? —Voy a vivir allí con mi tía explicó Bertilla. —¡Vaya que está usted llena de sorpresas! —exclamó la señora Henderson. Nunca me hubiera imaginado que querría vivir en un lugar tan aislado, siendo tan joven como es. —No tuve otra alternativa. —De lo que he oído, Sarawak es un lugar muy aburrido, pero cuando menos tendrá ropa linda con la cual consolarse — comentó la señora Henderson —. Estoy segura de que no hay prisa para que usted llegue allí, así que Singapur puede disfrutar algún tiempo de su presencia, antes que tenga usted que marcharse. Bertilla no supo qué responder a eso. Tenía la impresión de que su deber era viajar rumbo a Sarawak lo más pronto posible. Pero era obvio que no podía irse sin llevar nada más que el vestido de noche con el cual había llegado y que, como ella supuso, quedó casi destrozado por la larga caminata a través de la selva. —Déjelo todo en mis manos —indicó la señora Henderson y por el momento Bertilla se sintió feliz de poder hacerlo. A la hora del almuerzo se enteró de que Lord y Lady Sandford estaban a salvo y que habían sido trasladados de la incómoda casucha en la que habían tenido que pasar la noche, a la casa de un dueño de plantación, a algunos kilómetros de distancia. —Les he enviado un mensaje diciendo que estamos aquí, muy bien atendidos — comentó Lord Saire a Bertilla.
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—Me alegra mucho saberlo — contestó ella—. No me habría gustado que Lady Sandford se preocupara inútilmente por mí. —Si se hubiera portado correctamente, se habría ido con ellos cuando empezó el incendio —reprochó Lord Saire. Pero sonreía al decirlo y Bertilla comprendió que no la estaba riñendo en realidad, sino bromeando con ella. —Preferí estar con usted... —dijo con sinceridad—, y la señora Henderson es muy amable. —Para que no la perturbe lo que ella está gastando en usted —señaló Lord Saire en voz baja—, permítame asegurarle que los Henderson son muy ricos y pueden darse el lujo de ser generosos. A él le pareció que a pesar de la elegancia del vestido que le proporcionaron y de su sonrisa, había algo patético y un poco triste en ella. Era la primera vez en su vida que Lord Saire sentía la urgencia de proteger a una mujer. ¡En el pasado, si alguien había necesitado protección era él mismo! Las diosas, como Gertrude y sus otras amantes, eran muy capaces de cuidar de sí mismas y de obtener cuanto deseaban en el mundo por su simple determinación. En cierta forma, a pesar de la feminidad de su apariencia, eran mujeres amazonas, listas para luchar por cuanto deseaban. Bertilla, era muy diferente. No sólo cuando estaba francamente temerosa, él se sentía ansioso por tranquilizarla. Lo que pasaba era que siempre le parecía demasiado pequeña, demasiado desprotegida... Cualquiera otra mujer que se hubiera encontrado en las mismas circunstancias, no sólo habría exigido las atenciones de él, sino también dado órdenes, que esperaba fueran obedecidas, y al mismo tiempo insistiría en ser halagada y en convenirse en el centro de la atención de todos los demás. Sabía que Bertilla estaba ansiosa de atraer hacia ella misma la menor atención posible. Y, sin embargo, notó que, debido a que era tan atenta y escuchaba no sólo con los oídos, sino también con la mente, la gente parecía dispuesta a charlar con ella y era obvio que disfrutaban de su compañía. —Bertilla es una muchacha muy dulce, Lord Saire —comentó la señora Henderson esa tarde, cuando la muchacha había subido a su habitación a recostarse un poco antes de la cena. —Es muy joven aún y, todo esto resulta desconcertante para ella —contestó Lord Saire. —No lo es tanto como para no pensar, ni sentir. Además, es una muchacha que aprecia y agradece cuanto se hace por ella, Eso es muy poco frecuente en la actualidad, cuando la mayoría de la gente, cree merecerlo todo. Eso era exactamente lo que creían las mujeres a quienes él había conocido en el pasado, pensó Lord Saire. —¿Qué absurdo es eso de que se va para Sarawak? —preguntó la señora Henderson. —Tengo entendido que su madre, Lady Alvinston, la está enviando ahí, para vivir con su tía. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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La señora Henderson miró a Lord Saire. —¡No me diga que su tía es Agatha Alvinston, la misionera! —Sí, parece que es ella. —¡Santo cielo! ¡Bertilla va a sufrir mucho con esa vieja bruja! Viene de vez en cuando a Singapur sólo a causar problemas y a sacar dinero a la gente, que se muestra dispuesta a darle cualquier cosa, con tal de no verla más. La señora Henderson se interrumpió y entonces agregó: —Recuerdo ahora que Sir Charles Brooke estaba comentando algo sobre ella cuando fuimos a una cena a casa del gobernador, el año pasado. Alguien, no recuerdo quién fue, hizo un comentario mordaz sobre los misioneros. —Estoy seguro de que deben ser una verdadera plaga en esta parte del mundo —opinó Lord Saire. —Son la peor pesadilla que pueda usted imaginar. Recuerdo que en esa ocasión hablaban de forma especifica de la señorita Alvinston. Quisiera poder recordar lo que se dijo, pero lo he olvidado, me temo. Lord Saire guardó silencio y después de un momento, la señora Henderson continuó: —Usted debería impedir que Bertilla se fuera a Sarawak, a desperdiciar su vida tratando de convertir a los cazadores de cabezas, que son perfectamente felices como viven ahora. Lord Saire sonrió. —Bertilla no es mi responsabilidad, aunque, por supuesto, lamento mucho que ése vaya a ser su destino. La señora Henderson se incorporó con movimientos pesados de la silla en la que había estado sentada. —Tal vez no sea su responsabilidad por el momento, Lord Saire —dijo—, pero si quiere usted mi consejo, conviértala en su responsabilidad definitiva. Salió de la habitación al decir aquello, dejando a Lord Saire con una expresión de gran asombro en el rostro. Después de un momento, se levantó para servirse una copa.
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Capítulo 5 LORD Saire recorrió la habitación con los ojos, buscando a Bertilla, pero no vio señales de ella. El salón estaba lleno con los amigos de los Henderson, que éstos habían invitado para que los conocieran. Algunos de sus vecinos cercanos habían llegado con pasajeros del Coromandel, que se convirtieron en sus huéspedes inesperados. Había, por lo tanto, varios rostros conocidos y aunque Lord y Lady Sandford no estaban entre ellos, Lady Ellenton sí. Los dueños de plantaciones en la Malasia eran hombres muy alegres, al igual que sus esposas; por lo tanto, había risas y animación en el ambiente de la reunión. Para entonces, la mayor parte de los asistentes empezaba a mostrar los efectos de la popular bebida local conocida como “Planters Punch”. Era a base de ron, aunque contenía también un brandy genuino y los jugos mezclados de las frutas que crecían en profusión en la región, especialmente la piña. Varios invitados estaban bailando en una habitación contigua, donde una mujer rechoncha tocaba el piano animosamente. Cantaba a intervalos y los presentes se le unían en las canciones que interpretaba. El baile se volvió más animado a medida que transcurría la velada. Lord Saire salió a la terraza y descubrió que estaba ocupada del todo también. Por encima del ruido y las risas de la gente se escuchaba el continuo grito de: “¡Camarero!” pidiendo más bebidas a la servidumbre. Tenía la impresión de que Bertilla debía estar en algún lugar del jardín, buscando un sitio aislado, como lo acostumbraba. Después de caminar entre los lechos de orquídeas, bajo los franchipianeros cargados de capullos, la encontró. Estaba contemplando la campiña, que se veía blanca y misteriosa a la luz de la luna. Su vestido, uno de los nuevos que le habían sido confeccionados en veinticuatro horas tal como la señora Henderson le prometiera, era muy atractivo, como él se había dado cuenta desde que bajara a cenar. Hasta entonces la había visto siempre con sencillez. Pero el modelo que la señora Henderson había ordenado para ella tenía un elegante polisón. Con ramos de rosas artificiales a los lados y las mismas flores adornando el talle.
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Era un vestido que cualquier debutante de Londres habría mostrado con orgullo y Lord Saire lo comprendió, cuando Bertilla entró en la habitación con los ojos buscando los suyos y preguntándole, así, si le gustaba. El había notado, desde su llegada a la casa de los Henderson, que buscaba continuamente su aprobación en todo. No lo hacía por medio de preguntas impertinentes o esperando halagos, como lo habría hecho cualquiera otra mujer, sino interrogándolo con su mirada gris y melancólica. La expresión de los ojos de él le bastaba como respuesta. “Bertilla necesita alguien que la proteja” se había repetido Lord Saire un centenar de veces. Y, sin embargo, meditó para sí, también, sería un grave error involucrarse demasiado en su futuro; él no tenía ninguna autoridad para ofrecerle otra alternativa a la de vivir con su tía en Sarawak. No dejaba de pensar que debía haber alguna forma de que ella se ganara la vida en Singapur. Pero no tenía idea de cómo podría hacerlo, ni intenciones, tampoco, de confiar sus preocupaciones a la señora Henderson. Tenía la clara sensación de que estaba ansiosa porque él ofreciera matrimonio a Bertilla, y se dijo, irritado, que era imposible para él hablar con una mujer sin que esperara escuchar campanas nupciales. No obstante, se sorprendió pensando continuamente en Bertilla y sus problemas. Descubrió que en la atmósfera alegre y feliz de la casa Henderson ella florecía como una de las mismas flores del jardín. Contempló con satisfacción la luz en sus ojos, su sonrisa, la forma en que parecía estar perdiendo algo de la inseguridad que tuviera cuando habló con ella al principio. “¡Es esa egoísta madre suya la que la ha hecho tan temerosa de todo y de todos!” se dijo. Pensó una vez más que era como un cachorrito, dispuesto a confiar en todos, hasta que descubría que debía esperar golpes y duras palabras, en lugar de un poco de bondad. Advirtió, al ver ahora a Bertilla silueteada contra el fondo de los arbustos en flor y de los franchipianeros, que había estado un tanto temeroso de que ella estuviera encontrando difícil librarse de alguno de los dueños de las plantaciones, o de sus hijos. Había advertido durante la cena, y después de ésta, la asiduidad con que los hombres más jóvenes buscaban su compañía. Pues alguien como Bertilla, tan hermosa, debía ser una excitación y una inevitable tentación, en un lugar donde las mujeres inglesas, jóvenes y bonitas, eran muy escasas. Recordó el temor reflejado en sus ojos cuando le habló del holandés, a bordo del Coromandel. Estaba decidido a que, si él podía evitarlo, no habría una repetición de lo que le había sucedido en el barco.
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Aunque caminaba casi en silencio sobre el césped del jardín, ella debió haber percibido su presencia, porque volvió la cabeza antes que él llegara a su lado y Lord Saire pudo ver a la luz de la luna que había una sonrisa en sus labios. —Quería saber dónde se encontraba, cuando me di cuenta de que había desaparecido — .explicó él. —¡Es tan hermoso aquí! —contestó Bertilla—. ¿Podría algo ser más bello que esto? —Hay muchos caballeros en la casa, que desean bailar con usted. —Yo prefiero continuar aquí, sobre todo ahora que usted... No terminó la frase, como si sintiera que estaba siendo demasiado personal. Después de un momento Lord Saire dijo: —Quería informarle que mañana saldré muy temprano con el señor Henderson, para inspeccionar su plantación. El tiene una enorme propiedad aquí y tomará todo el día recorrerla. Calló un momento antes de añadir: —Henderson está probando el cultivo de algunos nuevos productos que nunca se habían sembrado en Malaya, quiero darme cuenta de los resultados. Le estaba explicando con exactitud lo que iba a hacer, porque después de que le ofreciera mostrarle el interior del país, tal vez se sintiera desilusionada de no ser incluida en la expedición del día siguiente. Este era, en realidad, un recorrido estrictamente de trabajo. Lo que observara en él se incluiría en el informe que enviaría a Inglaterra. Bertilla no respondió y después de un momento él continuó diciendo: —Ya habrá otro día, estoy seguro, en que pueda pedir a usted que me acompañe. Bertilla volvió la mirada hacia otro lado, mientras murmuraba en voz baja: —¿Cuánto tiempo más puedo... permanecer... aquí? Tal vez debería... partir ya hacia Sarawak. —Esperaba que me preguntara usted eso —contestó Lord Saire—. No hay ninguna prisa, Bertilla. La señora Henderson ha manifestado en repetidas ocasiones que le encanta su compañía. —Ha sido muy bondadosa. —Va a descubrir que la gente en Malasia es así y espera que sus huéspedes se queden mucho tiempo —explicó Lord Saire —. Por lo tanto, iba a sugerirle que aprovechara la hospitalidad de los Henderson y continuara aquí varias semanas, cuando menos. —¿Podría hacer... eso? El se dio cuenta de la emoción que había en su voz. —¿Por qué no? —preguntó él—. No intento instalarme en la casadel gobernador, hasta que hayan terminado de hacerme todo el guardarropa que he ordenado. —Me temo que usted perdió no sólo su equipaje al hundirse el barco, sino mucho más.
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Lord Saire se sintió sorprendido de que Bertilla fuera lo suficientemente inteligente como para comprender que sus notas, sus libros y muchos de sus papeles eran una pérdida irreparable. En voz alta agregó: —Quizá me hace bien depender más de mi memoria que de mis papeles. Cualquier persona que trabaja para el gobierno y la burocracia, no tarda en volverse esclavo de la palabra escrita. —Estoy segura de que va a encontrar que su mente es tan efectiva como cualquier memorándum. —Espero que esté en lo cierto, aunque lo dudo mucho —sonrió Lord Saire. —Cuando se instale en Singapur, ¿cuánto tiempo permanecerá ahí? —preguntó ella. El se había vuelto muy perceptivo en todo lo que a Bertilla se refería. Comprendió que ella sentía que en tanto él estuviera en los alrededores, ella tenía alguien hacia quien volverse en caso de necesidad. —Bastante tiempo. Y antes de irme de esta parte del mundo, pretendo visitar Sumatra, Java, Bali y, tal vez, hasta Sarawak... —¿Sería eso posible? —preguntó Bertilla. —Le prometo que incluiré Sarawak en mi itinerario —contestó Lord Saire. Advirtió que su respuesta le había dado a la joven una repentina felicidad. Pensó una vez más lo vulnerable que era y lo amenazador que debía resultar el futuro que le esperaba, a alguien tan joven e inexperta como ella. Obedeciendo a un impulso afirmó: —Cuando llegue a la casa del gobernador, en Singapur, hablaré con él y veré si hay alguien con quien pueda usted hospedarse por algún tiempo. Bertilla lanzó un leve murmullo y él continuó diciendo: —Yo sé que a usted le gustaría ver cómo se han desenvuelto en los últimos treinta años, todos los planes y ambiciones de Sir Thomas Raffles. —Sería muy emocionante admirar la bahía y todos los edificios sobre los que he leído en el libro que usted me obsequió. Titubeó un momento antes de añadir: —Yo pensaba quedarme en un... hotel modesto mientras... esperaba el vapor para Sarawak. Pero no quería pedir a la señora Henderson que me recomendara uno. Ha sido tan generosa, que parecería como si le estuviera pidiendo que ella lo pagara. —Estoy seguro de que no tendrá usted que ir sola a un hotel —opinó Lord Saire en tono agudo—. Como ya le he comentado, Bertilla, la gente es muy hospitalaria en esta parte del mundo y yo haré arreglos para que se hospede con alguien en la ciudad, como invitada. Al decir eso, pensó en lo mucho que le disgustaba que ella tuviera que ir de una casa a otra, dependiendo de la bondad y de la caridad de gente desconocida, para sobrevivir. Al mismo tiempo, era inconcebible que se hospedara sola en un hotel. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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“Sólo Lady Alvinston pudo haber planeado algo tan diabólico”, pensó, pero en voz alta dijo: —Deje todo en mis manos. Yo arreglaré algo... ¡puede estar segura de eso! —¿Será posible encontrar palabras adecuadas para describir su... bondad? —preguntó Bertilla —. Pensaba anoche en lo inadecuado que es el idioma inglés para expresar la profundidad de nuestras emociones. —Eso es verdad — convino Lord Saire —. En cambio, los franceses son verdaderos maestros cuando se trata de hablar del amor. Se expresó en tono ligero. Su comentario fue uno que habría hecho de forma automática a cualquiera de las damas con las que solía coquetear. Pero Bertilla no respondió con el tipo de devaneo al que él estaba tan familiarizado. En cambio, agregó con una vocecita muy triste: —El amor es... algo que no... conoceré nunca en... Sarawak. —¿Por qué dice eso? —preguntó Lord Saire. —Porque en el libro que habla sobre ese país, se dice que hay muy pocos europeos ahí. Y los que hay no deben... tener ningún interés en conocer a una... misionera. Esto era tan cierto, que Lord Saire no supo qué contestar. Pero le sorprendió que Bertilla hubiera llegado sola a esa conclusión. —Tal vez las cosas no sean tan malas como usted teme —opinó en voz alta. Bertilla se volvió hacia él y levantó los ojos hacia los suyos al asegurar: —No quiero que usted deduzca que me estoy quejando. Será maravilloso para mí tener todo esto para recordar, cuando tal vez no tenga yo nada más. La sinceridad de su voz era muy conmovedora. Era una criatura de otro mundo, decidió Lord Saire. Sin pensar realmente lo que estaba haciendo, extendió los brazos y la envolvió con ellos para atraerla hacia su pecho. La magia de la noche, la belleza de todo cuanto les rodeaba, sus sentimientos de compasión y ternura hacia la joven lo hicieron olvidar la precaución, la prudencia y el autodominio, que era parte de su entrenamiento. La contempló por un momento y después bajó la boca hacia la de ella. Sus labios eran sutiles y, al mismo tiempo, posesivos, como si tratara de capturar algo que era muy esquivo y hacerlo suyo. Al sentir la suavidad y la inocencia de su boca bajo la de él, al percibir cómo todo el virginal cuerpo se estremecía como si la hubiera invadido un repentino éxtasis, el beso de él se volvió más avasallador y apasionado. Sin embargo, la ternura seguía latente, porque él tenía la sensación de estar tocando una flor. Para Bertilla fue como si todo el cielo se hubiera abierto ante sus ojos y él la hubiera conducido a un éxtasis y una gloria que resultaban indescriptibles.
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Bertilla supo que esto era lo que más ansiaba, aunque en realidad ignoraba que hubiera la más remota probabilidad de que eso fuera posible. Al sentir el contacto de los brazos de Lord Saire, todo su cuerpo pareció derretirse. Se convirtió, de manera increíble y milagrosa, en parte de él mismo. Sus labios le produjeron una magia desconocida. Una sensación de maravilla y de adoración la recorrió de tal modo que cuanto de hermoso y divino había conocido en su vida se concentraba en él. “¡Eso es el amor!”afirmó mentalmente Bertilla. Ninguno de los dos tuvo idea siquiera de cuánto tiempo la tuvo cautiva entre sus brazos. Cuando por fin levantó con lentitud la cabeza para mirarla a los ojos, Lord Saire la escuchó murmurar: —¡Esto es lo... más maravilloso... lo más perfecto que me ha... sucedido... nunca! Aun mientras ella hablaba, con voz muy suave, vibrante de una extraña excitación, se escuchó un grito repentino que pareció retumbar por todo el jardín. —¡Saire! ¿En dónde está, Saire? Era el señor Henderson, llamando a su importante invitado. Lord Saire se puso rígido, instintivamente. Bertilla salió de la seguridad de sus brazos y se alejó de él, hacia las sombras. En un momento estaba ahí, al siguiente instante había desaparecido. Lord Saire comprendió que ella no deseaba que él volviera a la casa sintiéndose, como se sentía en esos momentos, que habían caído de la punta misma de una montaña encantada, hacia la planicie de la realidad. Con lentitud, él regresó solo hacia la casa, atravesando los prados. Sospechó que Bertilla retornaría a su propia habitación y evitaría unirse a los alegres y ruidosos invitados que aún llenaban la terraza y la sala, donde la música era cada vez más estridente. El estaba en lo cierto. Bertilla, después de verlo caminar de regreso y, reunirse con su anfitrión, volvió a su propio dormitorio. —Acaba de llegar un viejo amigo suyo —dijo la voz potente del señor Henderson, mientras Lord Saire subía los escalones hacia la terraza —, que ha venido desde Singapur para saludarlo, Bertilla no esperó a escuchar más. Con todo cuidado enfiló rumbo a la casa entre las sombras, hasta que pudo entrar por una puerta posterior y llegar a su propio dormitorio sin ser vista. Podía aún escuchar la algarabía, pero carecía de importancia junto a la maravilla que ardía en su interior, como una lámpara encendida en las tinieblas. Ahora sabía, se dijo, lo que era el amor. Se dio cuenta, también, de que un beso podía ser una experiencia extraordinaria, indescriptible. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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“¡Lo amo! ¡Lo amo!” murmuró. “¡Y él me besó! ¡Me besó y nunca volveré ya a ser la misma de antes!” Pensó para sí, con humildad, que el beso no podía haber significado mucho para él, pero para ella era un obsequio del cielo mismo. En el futuro, imaginó, cuando estuviera sola, tendría sólo que cerrar los ojos para sentir sus brazos alrededor de ella y sus labios sobre los suyos. Una enorme felicidad la invadía porque, sin importar cuán solitaria, ni cuán miserable pudiera ser, nadie podría arrebatarle ese sublime gozo que había experimentado. No se metió en la cama: Se sentó en una silla sintiendo como si estuviera rodeada de sol y todo su cuerpo pulsara de un modo que no hubiera podido describir, pero que sabía que era como si la propia fuerza vital se moviera en su interior. Nunca se le ocurrió, ni por un momento, sentirse posesiva o imaginar que podía significar algo especial para Lord Saire. Había demasiadas mujeres en su vida... mujeres hermosas, tan bellas como su propia madre. Se movían en el mismo distinguido círculo real en el que giraba Lord Saire y en el que no podía penetrar alguien tan insignificante como ella. El era como un rey entre esas mujeres y ellas le daban con gusto cuanto él les pedía, porque era un hombre irresistible. Ella no tenía nada que ofrecer y, a pesar de todo, él se mostró tan generoso, que le había dado a ella esta maravillosa sensación cuando menos la esperaba. “¡Me besó! ¡Me besó!” Abrazó con fuerza ese pensamiento, sintiendo como si fuera un niño que ella tuviera en sus brazos y le perteneciera. Se sentó por largo rato, recordando con exactitud cuanto había ocurrido. Sentía la maravilla de lo sucedido en su mente, en su cuerpo, en sus labios. Cuando se metió en la cama, la casa estaba en silencio.
Debido a que había casi amanecido cuando ella logró conciliar el sueño, Bertilla descubrió, al despertar, que la mañana estaba ya muy avanzada. Supuso que Lord Saire debió haber salido ya con el señor Henderson, para hacer su recorrido por la plantación. Se levantó y vistió con rapidez, ansiosa de disculparse con su anfitriona por haber salido tan tarde a desayunar. Cuando se miró en el espejo, esperaba encontrar que su rostro fuera diferente a causa de su felicidad interna. Le pareció que había una nueva luz en sus ojos grises y una suavidad en su boca. Debido a que sus pensamientos la envolvían como una nube rosa, casi le disgustó abandonar su dormitorio y tener que convivir con los demás.
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El desayuno siempre se servía en la terraza, frente al comedor, y Bertilla iba a salir por las grandes puertas de la sala, cuando escuchó que alguien mencionaba su nombre. Instintivamente, se detuvo. —¿Qué piensa usted de Bertilla Alvinston? —oyó preguntar a una voz. En ese momento la identificó como la de Lady Ellenton. Estuvo presente en la fiesta de la noche anterior. Llegó con una pareja de otra plantación, los Watson, con quienes estaba hospedada. Había asediado a Lord Saire de una forma que hizo a Bertilla sentirse incómoda porque advertía lo que a él le disgustaba esa insistencia. —Es una chica deliciosa, muy bien educada —contestó la señora Henderson. Lady Ellenton lanzó una de sus risillas sarcásticas que Bertilla recordaba muy bien. —No puedo menos que pensar que es gracioso —dijo—, que Lord Saire, el Pirata del Amor, haya naufragado, lo cual es bastante romántico, no con una de las atractivas mujeres con las cuales siempre se relaciona, sino con una criatura tan poco excitante como esa muchachita inmadura. —Yo considero a Bertilla una joven en extremo inteligente —replicó la señora Henderson. —Pero nadie podría llamarla sofisticada —continuó Lady Ellenton en tono despectivo —, puedo asegurarle que sé por experiencia que todos los idilios de Lord Saire han sido siempre con mujeres demasiado mundanas. —No creo que un barco incendiado sea un ambiente idóneo para un idilio —comentó la señora Henderson. Bertilla comprendió, por su tono de voz, que le disgustaban los comentarios de Lady Ellenton. Pero Lady Ellenton volvió a reír. —Cualquier lugar, cualquier ambiente es adecuado para un idilio, en lo que a Lord Saire se refiere. Y tengo entendido que uno de sus viejos amores, Lady Boyner, lo está esperando en Singapur. —¿Lady Boyner? —preguntó la señora Henderson. —Sí, ella y su esposo llegaron, según me han comentado, hace apenas dos días, procedentes de la India. Ella es muy atractiva. Y puedo asegurarle que Lord Saire estaba loco por ella cuando estuvo en Calcuta. —Bueno, se sentirá complacido de ver otra vez a una vieja amiga —comentó la señora Henderson. —Será mejor que se libere de esa fastidiosa chiquilla que se le ha colgado al cuello —dijo Lady Ellenton—. Conozco bien a Lady Boyner y es una mujer celosa hasta la locura. ¡Se rumora que en una ocasión pretendió matar a un amante que había vuelto su atención hacia otra mujer! —¡Santo Cielo! —exclamó la señora Henderson—. ¡Espero que no suceda nada así en Singapur!
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—Me imagino que Lord Saire puede cuidarse solo, pero si no lo hace, jamás podrá librarse de esa criatura de cabello rubio que se le ha adherido como una hiedra. —Estoy segura de que Bertilla no ha hecho nunca tal cosa — aseguró la señora Henderson con voz aguda. —Ojalá tenga usted razón. Pero Lord Saire me ha parecido siempre un hombre muy caballeroso, y en la actualidad ser así puede resultar muy caro a un hombre. La señora Henderson retiró su silla. —Va a disculparme, Lady Ellenton — expresó— Veré qué ha sucedido a Bertilla. Ordené a las doncellas que la dejaran dormir, pero me imagino que ya debe estar despierta. Debió moverse mientras estaba hablando, porque de pronto entró de la terraza en la sala y vio a Bertilla de pie a unos cuantos centímetros del portón abierto. Una sola mirada bastó para que comprendiera que había escuchado la charla con Lady Ellenton. Rodeó con un brazo los hombros de la joven y la llevó hacia el otro lado de la habitación para darle tiempo de recuperarse. —No le haga caso, querida —aconsejó en voz baja —. ¡No es más que una mujer poco escrupulosa y entremetida! Si me lo pregunta, está celosa porque Lord Saire no la torna en cuenta. Bertilla no contestó. Retenía un sollozo en la garganta
Lord Saire volvió más tarde de lo que esperaba. El sol se estaba ya hundiendo en el horizonte entre grandes resplandores rojizos. Al acercarse a la casa, el señor Henderson dijo: —No sé lo que usted piense, Saire, pero me dará un placer enorme beber algo. ¡Siento la garganta como el piso de la jaula de un perico! —Debe ser resultado de haber bebido demasiado ponche anoche —opinó Lord Saire. —Lo hice así por complacer a algunos de mis invitados. Me imagino que muchos deben estar sufriendo de una terrible jaqueca. —¿Y usted? —preguntó Lord Saire. —A mí nada me afecta —repuso el señor Henderson, jactancioso —. Yo crecí en Escocia, donde un hombre aprende a beber whisky a edad temprana. Después estuve en Australia varios años, antes de venir aquí. ¡Y ésa es la mejor escuela que puede tener un hombre para aprender a libar todos los licores! —Me lo imagino —contestó Lord Saire, con cierta sequedad. El mismo había sido siempre abstemio y le disgustaban los hombres que bebían en exceso, lo mismo en Inglaterra que en cualquier otra parte del mundo. Los australianos tenían fama de ser grandes bebedores de cerveza y también producían un par de vinos excelentes; pero él mismo prefería, como casi toda la gente adinerada, la Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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champaña, bebida preferida por los constructores del Imperio Británico y estaba, además de moda. El Príncipe de Gales solía contar, con frecuencia, una anécdota relacionada con la champaña. Se refería a la ocasión en que West Ridgeway, posteriormente Gobernador de Ceilán, marchó bajo las órdenes de Lord Roberts, de Kabul a Kandahar. Durante todo el recorrido no dejó de pensar en una botella de champaña bien fría. El príncipe se detenía entonces y agregaba: —Ridgeway mismo me contó que cuando Roberts le ordenó que se dirigiera a caballo a la estación de ferrocarril más próxima, con un despacho urgente, lo primero que se le ocurrió fue que debía haber disponible champaña helada. —¿Y la hubo? —preguntó Lord Saire, como se esperaba que lo hiciera. El príncipe solía reír y proseguía. —Ridgeway mandó un telegrama para reservar una botella y cabalgó sin cesar durante tres días y sus noches, Pero, ¡oh, desilusión! Según comentó más tarde: “El hielo se había derretido, la botella fue descorchada y a la mañana siguiente me dolía la cabeza como si me fuera a estallar”. El señor Henderson llegó por fin ante la puerta de la casa y detuvo sus cansados caballos. —Ahora, ha llegado el momento de disfrutar de nuestras bebidas, Saire —dijo —, y creo que puedo ofrecerle cualquier cosa que se le antoje, si contiene alcohol. —Si me da a elegir —contestó su interlocutor —, me gustaría tomar una copa de champaña. —¡Cuente con ella! —gritó el señor Henderson—. ¡Y vaya que tengo champaña de una cosecha excelente! Subió precediendo a su invitado y llamando a su esposa al mismo tiempo. —¡Muriell ¿En dónde estás, Muriel? —Estoy aquí —contestó la señora Henderson, saliendo de la sala. Besó a su ruidoso esposo en la mejilla—. ¡Estás acalorado y cubierto de polvo! —agregó en tono de reproche. —¿Y qué esperabas? —replicó su esposo —. Hemos recorrido kilómetros y kilómetros el día de hoy, pero Saire está muy bien impresionado por lo que observó. —En extremo —confirmó Lord Saire—. Iré a lavarme. —Su champaña estará lista cuando usted vuelva —gritó el señor Henderson mientras él salía de la sala. Un momento después empezaba a dar órdenes a los sirvientes, a gritos. A Lord Saire le tomó sólo diez minutos volver a la terraza ya aseado y con ropa limpia. Cosnet, su ayuda de cámara, fue localizado entre los otros pasajeros del barco y se había reunido con él dos días antes. Era un alivio tener todo dispuesto en el momento en que lo necesitaba y dejar que Cosnet se hiciera cargo de la supervisión de la ropa que ordenara a los sastres locales.
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Sabía tan bien como él, si no es que mejor, lo que su amo necesitaba, y el nuevo guardarropa crecía día a día, con trajes casi tan bien hechos como los que compraba en Savile Row, de Londres. —Venga a sentarse, Lord Saire —invitó la señora Henderson con una sonrisa. Vio que en una mesita lateral había un cubo de hielo en el que reposaba una botella de excelente champaña. Un sirviente le sirvió una copa y volvió a poner la botella en el hielo para que se siguiera enfriando. —¿En dónde está Bertilla? —preguntó Lord Saire. Se reclinó en un hondo y cómodo sillón de bambú, de manufactura malaya, forrado con cojines de seda. La señora Henderson se detuvo un instante antes de responder con voz baja: —¡Bertilla se ha marchado! —¿Que se ha marchado? ¿Qué quiere usted decir con... eso? —preguntó Lord Saire en tono agudo. —Había un barco que salía de Singapur a Sarawak a las cuatro de la tarde. Ella insistió en embarcarse en él. —¿Insistió? Pero, ¿por qué? No entiendo. La señora Henderson pareció incómoda. —No pude evitar que se fuera, Lord Saire. Dios sabe que hice cuanto pude por retenerla, pero no quiso escucharme. Lord Saire bajó la copa de champaña que tenía en la mano. —Algo debe haberla alterado para que haya tomado esa decisión. Hubo una pausa antes que la señora Henderson dijera todavía con más incomodidad: —Me temo que fue algo que escuchó. —¿Tendría la bondad de decirme qué fue? Hubo cierta nota de autoridad en la voz de Lord Saire, que la señora Henderson no había oído antes. —Fue muy desafortunado —empezó a decir titubeante—, que Lady Ellenton haya comentado lo que dijo en la terraza. Yo no sabía, por supuesto, que Bertilla estaba en la sala y que, por lo tanto, podía oír todo cuanto se estaba diciendo en la terraza. —¡Lady Ellenton! —exclamó Lord Saire—. ¿Qué hacía ella aquí? —Vino esta mañana con el señor Watson. Este la dejó a que desayunara conmigo mientras él iba a ver a nuestro administrador sobre algunas plantas que iban a intercambiar. —¿Qué sucedió? —preguntó Lord Saire. —¿Quiere que le repita con exactitud lo que dijo Lady Ellenton? —Insisto en que lo haga. Bertilla estaba a mi cargo y no puedo, comprender por qué tenía que marcharse de esa forma tan precipitada...
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—Yo le supliqué que se quedara... —afirmó la señora Henderson—. Con toda franqueza, Lord Saire, me encariñé con esa chiquilla. Es la criatura más dulce y gentil que he conocido y yo no la hubiera lastimado por nada del mundo. —Pero fue lastimada. —Es imposible pensar lo contrario, si escuchó lo que Lady Ellenton comentó. Lord Saire apretó con fuerza los labios. Lady Ellenton era el tipo de mujer indiscreta que él más detestaba. Lograba hacer un profundo daño con sólo difamar a todas las demás personas. —Si sólo hubiera yo tenido el buen sentido de callarla en el momento en que mencionó el nombre de Bertilla... —suspiró la señora Henderson—. Pero tenía que ser cortés con ella. Después de todo, era invitada en mi casa, y fue sólo después de que el daño estaba hecho y Bertilla insistió en marcharse, que me di cuenta de lo tonta que había yo sido. —Antes que discutamos esto más repítame, por favor, palabra por palabra lo que Lady Ellenton dijo. La señora. Henderson aspiró una gran bocanada de aire y en seguida se lo dijo. Una vez que terminó se hizo un tenso y largo silencio. No pudo mirarlo a la cara mientras hablaba, pero ahora volvió la cabeza para ver cómo Lord Saire había tomado las cosas. Al hacerlo, se dijo a sí misma: “Le va a sorprender mucho saber cómo habla la gente de él. ¡Pero será una buena lección, que le hará muy bien! Es demasiado consciente de su propia importancia para mi gusto”. Lord Saire parecía estar sumido en profundos pensamientos. De pronto, inquirió: —¿Cómo supo Bertilla que había un barco de Singapur a Sarawak esta tarde? —Ella insistió en que la ayudara a averiguar cuándo habría un barco con ese destino. Mi esposo tiene una lista de todos los barcos que salen a las diferentes islas. —Ya veo... y entonces, ¿la envió usted a Singapur? —Yo misma la llevé — corrigió la señora Henderson—. Usted no se imaginará que podía dejar ir sola a la pobre niña, ¿verdad? Miró a Lord Saire con fijeza al añadir: —Créame, le supliqué hasta la necedad que esperara a que usted volviera. Casi me arrodillé ante ella... ¡pero no quiso escucharme! Quería irse a como diera lugar. A menos que la hubiera yo retenido por la fuerza, no pude hacer nada para impedírselo. —Creo que puedo entender — agregó Lord Saire con lentitud. Con una percepción que era poco usual en él, comprendió la urgente determinación de Bertilla por marcharse, simplemente porque era diferente de cuanta mujer conociera. Lo que sucedió la noche anterior fue, como ella se lo había dicho, tan maravilloso, tan perfecto, que no soportaba que fuera arruinado por la maledicencia. Debido a que eso significaría algo para ella por el resto de su vida, a que era un éxtasis que ella nunca había experimentado antes y no pensaba volver a sentir nunca, no pudo soportar la idea de quedarse. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Ella no le estaba pidiendo nada, no esperaba nada de él, sólo deseaba mantener intacto lo que ya era suyo y no podía permitir que lo manchara ni el mundo, ni él mismo. Después de lo que ella había escuchado, el pensar que estaba siendo una posible carga para él la hizo tomar una firme decisión... desaparecería de su vida de la forma inesperada en que llegó a ella. Por primera vez en muchos años, Lord Saire miró hacia el fondo de su ser y se sintió escandalizado por lo que vio. Una vez, cuando era aún joven e idealista, pensaba en las mujeres con unción. Le parecían criaturas preciosas a las que un hombre debía respeto y amor. Amó a su madre profundamente y ella había sido todo cuanto soñaba que una mujer debía ser: gentil y compasiva. Ella había amado a su padre con una generosa devoción que hizo de su matrimonio una relación idílica, la cual Lord Saire no volvió a encontrar en ninguna otra parte. Su única pena había sido tener sólo un hijo, demasiado mimado por ser único. Debido a que él había encontrado tanta felicidad y perfección en su propio hogar, había salido al mundo con ideales tan elevados, que era inevitable que hubiera sufrido una gran desilusión. Al principio, lo horrorizó descubrir la forma en que las mujeres casadas estaban dispuestas a ser infieles a sus maridos, a faltar a sus votos matrimoniales, para enamorarse y entregarse a cualquier hombre que, como él, les resultaba atractivo. Pero aunque se sintió horrorizado, terminó por hacerse cómplice de su infidelidad y por aceptar los favores que las hermosas le ofrecían tan espontáneamente. Al mismo tiempo, algo en su interior lloró porque sus ídolos habían resultado con pies de barro y ninguna mujer permanecía mucho tiempo en el pedestal para el cual la naturaleza la había creado. Cuando su madre murió, él comprendió que quedaba un hueco en su corazón que ninguna otra mujer podría llenar. Y, no obstante, después de su muerte, él pareció involucrarse con mayor frecuencia de forma apasionada y tempestuosa, en idilios que no tardaban en dejarlo nuevamente en el hastío. Comprendió ahora que era debido a que no sólo estaba buscando el amor que su madre le entregara y que él extrañaba tanto, sino también el amor que ella había tenido a su padre. Esto era lo que él sabía que tenia que encontrar si iba a casarse alguna vez y tener la oportunidad de ser feliz. Por eso estaba tan desesperadamente temeroso de cometer un error, de aceptar un mal sustituto para un matrimonio de amor verdadero y jamás se casaría. Nunca tendría la suerte, pensaba, de encontrar una mujer como su madre, cuyo carácter y personalidad le proporcionaran lo que él necesitaba,
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Con demasiada frecuencia había sido amante de mujeres que tenían maridos bondadosos y decentes. Así contribuyó a la disolución de muchos matrimonios que se estaban desmoronando en privado, aunque no lo hicieran públicamente. Y había decidido que no permitiría que algo semejante sucediera en su propia vida privada. “Nunca” se juró a sí mismo, “nunca, me casaría con una mujer promiscua, capaz de engañarme a mis espaldas con mis mejores amigos. No soportaría a una mujer capaz de coquetear con otros hombres cuando no estuviera a su lado, capaz de serme descaradamente infiel en las casas ajenas y, sin duda alguna, cuando eso fuera posible, en mi propio hogar”. Todo lo que era decente e idealista en su interior, se sentía asqueado cuando las mujeres que decían amarlo se burlaban o se reían de sus maridos frente a él. También aborrecía a las mujeres que, como Lady Alvinston, volvían la espalda a su responsabilidad ante sus hijos y se olvidaban del ejemplo que debían darles. Todo esto se había conjugado para hacer que Lord Saire estuviera en contra del matrimonio, temeroso de comprometerse a una forma de vida irrevocable que sin duda terminaría en el desastre. Ahora, cuando todo su pasado desfiló ante sus ojos, se encontró recordando el beso que había dado a Bertilla la noche anterior en el jardín. Toda la noche recordó la suavidad de sus labios y el temblor de su cuerpo contra el suyo. Ella era preciosa, diferente a todas las demás mujeres que él había escuchado. Pero había algo más profundo y mucho más importante que el deseo que ella despertaba en él o la irresistible pasión que provocaba en sus labios... era, de hecho, algo sagrado. Bertilla era muy joven e inexperta; a! mismo tiempo, tenía una sensibilidad hondísima procedente no de una emoción física, sino de algo intensamente espiritual. Habría sido imposible, se dijo Lord Saire, que pensara o imaginara siquiera algo semejante, unas semanas antes. El también había besado esa noche por vez primera. Comprendió ahora que ella le ofrendó su alma y ése era un don que nunca le habían ofrecido antes. Al mismo tiempo, ella despertó algo que él consideró muerto tiempo atrás: su idealismo. Una vez más se vio a si mismo como un caballero andante, dispuesto a luchar por defender la pureza de una mujer y no sólo a amarla porque era humana, sino adorarla porque era divina. “Esto es lo que he estado buscando toda mi vida”, pensó. Le parecía increíble que hubiera estado ahí, tan cerca y sin embargo, sólo se había dado cuenta del milagro que era, cuando ella se había alejado. Sin comprender lo que estaba haciendo, sin saber siquiera que se había movido, Lord Saire se levantó de la silla para ponerse de pie en la orilla de la terraza. —¿Adónde va usted. Lord Saire?—preguntó la señora Henderson. El había estado pensando tan profundamente que se olvidó de su presencia. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Ahora, como si deseara confirmárselo él mismo, contestó en tono franco y decidido: —¡Me voy a Sarawak,
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Capítulo 6 ACOSTADA en su camarote, mientras el vapor avanzaba con lentitud a través de la noche, Bertilla se dedicó a soñar con Lord Saire. Se imaginó que estaba de nuevo en sus brazos y se estremeció de emoción una vez más cuando los labios de él rozaron los suyos. No se daba cuenta de que el camarote, pequeño y sucio, era casi asfixiante. No sentía el calor intenso de la noche tropical. Por el momento ni siquiera sentía miedo del porvenir. Ella sabía que al dejar al hombre que la besó, había dejado con él, su corazón. Segura estaba de que nunca se volvería a enamorar. Tenía la certeza de que era una de esas mujeres que aman una sola vez en la vida. “¡Lo amo!” murmuró ella. Tal como ella le había dicho, las palabras eran del todo inadecuadas para expresar sus sentimientos. Se levantó tan pronto como amaneció, se lavó y vistió lo mejor que pudo en el pequeño camarote, atiborrado con sus pertenencias. Pensó que no había agradecido debidamente a la señora Henderson sus bondades, la enorme cantidad de ropa que le había regalado y que había sido acomodada en tres baúles de cuero. En su desesperado afán por marcharse, no podía pensar sino en Lord Saire y en que ella se aferró a él, como dijera Lady Ellenton con tanta razón, como una hiedra. “¿Cómo podía él tenerme a su lado?” se preguntó. ¡Y cuando se instalara en Singapur, no sólo el gobernador y los asuntos públicos exigirían su atención, sino también la mujer que amara una vez! Sin duda debía ser hermosa y sofisticada. Volvería a darle todo cuanto él había disfrutado en el pasado. Pensó cómo Lady Ellenton, en una ocasión, había llamado a Lord Saire con menosprecio “el Pirata del Amor”. Pero si él le había robado el amor y el corazón, debía parecerle una embarcación muy pequeña e insignificante comparada con los grandes barcos que capturó en el pasado y que continuaría capturando en el futuro. “El se olvidará de mí” se dijo con decisión, “pero yo nunca, aunque viva cien años, lo olvidaré”
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De cualquier modo, aunque su sensibilidad estaba muy lastimada por haber tenido que dejarlo, no pudo evitar mostrarse interesada cuando se acercaron a la tarde del día siguiente a Kuching, puerto y capital de Sarawak. Cuando caminaba por la cubierta pletórica de gente, se dio cuenta de que había muchos tipos y nacionalidades representados ahí; sin embargo, en su mayor parte eran malayos, quienes le sonreían con cordialidad y a los cuales ella respondía también con una sonrisa. No podía charlar con ellos, porque desconocía el malayo, y se alegró mucho cuando un mercader de blancos cabellos se acercó para hablar con ella. No sintió temor, porque había algo agradable y paternal en el anciano, muy diferente al señor Van Da Kaempfer. —¿Es su primera visita a Sarawak, jovencita? —le preguntó. —Así es —contestó ella —. Tengo entendido que es un país muy hermoso. —¡Hermoso en verdad — contestó él—. Si bien es muy primitivo y es difícil hacer negocios con la gente. —¿Por qué? —preguntó Bertilla. —Porque a ellos no les interesa realmente el dinero — contestó el anciano —. A diferencia del resto de la humanidad, la gente de Sarawak es feliz sin dinero. Cuando Bertilla lo miró sorprendida, él añadió: —Hay áreas en las que están cultivando piñas y se están construyendo caminos. Pero falta mucho para hacerlos comprender que necesitamos su gutapercha y su sagú. —¿Es todo lo que usted puede comprarles? —preguntó Bertilla. —Algunos diamantes — contestó el anciano —, y algunas piedras semipreciosas. Pero la mayoría de la población prefiere salir a cazar cabezas que cultivar productos que a mí me interesa comprar. Bertilla sintió que se estremecía. —¿Todavía siguen... cortando la cabeza a la... gente? No había la menor duda de que su voz reflejaba el temor que sentía. El viejo mercader sonrió con aire bondadoso. —Usted no corre ningún peligro — aseguró —. No son capaces de tocar a una mujer blanca, pero usted tiene que comprender que la cacería de cabezas es parte fundamental de sus hábitos ancestrales. Pasarán muchos años antes que el rajá blanco o alguna otra persona los convenza de renunciar a él. Bertilla guardó silencio. Sintió el absurdo deseo de que Lord Saire estuviera con ella para protegerla. El viejo mercader continuó: —Cuando un joven dyak madura, sin importa lo apuesto que pueda ser, será menospreciado por las jóvenes de su tribu si no tiene dos o tres cabezas en su colección personal. —¡Dos o tres... cabezas —repitió Bertilla en un murmullo.
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—El puede ser muy bueno para interpretar sus canciones de amor y sus danzas guerreras — continúo el mercader —, pero todo se reduce siempre a la misma pregunta: ¿Cuántas cabezas has tomado? —¿Qué hacen los hombres? —preguntó Bertilla, aunque sabía que era una pregunta innecesaria. —Salen de cacería. Y cuando un hombre vuelve con sus trofeos, se hacen los preparativos para una gran fiesta: la Fiesta de las Cabezas Disecadas. —Pero... sin duda alguna los misioneros pueden... convencerlos de que eso es una... perversidad. El mercader se echó a reír. —Por lo que he observado de los misioneros, son más los problemas que causan, que los que resuelven. La mayoría sólo convierten a los tontos que les tienen demasiado miedo para huir o aquellos que son lo bastante astutos y piensan que pueden obtener algo del hombre blanco pretendiendo que han sido convertidos a su religión. Bertilla guardó silencio, sintiendo que no había nada que pudiera decir. Una vez más tuvo la sensación de estar sola en el mundo, sin protección alguna. —Ahora, no se mortifique —la tranquilizó el mercader, cuando advirtió lo alterada que la había dejado su descripción—. Usted va a encontrar que los dyaks son personas agradables. Su aspecto es magnífico cuando se ponen sus plumajes de guerra y sus escudos cubiertos con mechones tomados de las cabezas de los hombres asesinados por ellos. Sin poder dominarse, Bertilla lanzó un leve grito y él añadió; —La mirarán muy sonrientes, con sus brillantes cuentas de colores alrededor del cuello, y usted jurará que no son capaces de matar una mosca. El hombre no había tranquilizado en modo alguno los temores de Bertilla; sin embargo, cuando dieron la vuelta del mar para entrar en el Río Sarawak, ella sintió que todo su ser se elevaba ante la belleza del maravilloso paisaje. El río era muy ancho, serpenteante, de aguas amarillentas. Por encima de él se elevaba la. Montaña Santuborg, una majestuosa montaña cubierta con una espesa capa de árboles, que descendía hasta la playa de arenas suaves y blancas. Las orillas del río estaban pobladas de árboles frutales, muchos de los cuales se encontraban en flor. Había pequeñas aldeas construidas en las lodosas riberas. Parecía como si las casitas, con techos de palma, hubieran sido vaciadas de una cesta y se hubieran quedado donde habían caído. Mujeres de piel color café, desnudas hasta la cintura y metidas en el agua, con grandes jarras de bambú en los hombros. Y niños, demasiado pequeños hasta para caminar, que se lanzaban al agua y nadaban como si fueran sapitos bronceados.
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A lo largo de las orillas sin cultivar había mangles de color verde pálido. Más allá, se encontraba la selva con sus altos árboles majestuosos y los monos balanceándose de rama en rama. Todo era tan bello, que Bertilla contuvo el aliento. Sintió deseos intensos de poder comentar con Lord Saire cuanto veía. Sabía que él comprendería sus sentimientos y los habría compartido. El amaba la belleza tanto como ella; ambos tenían mucho en común. El barco atracó junto a un muelle primitivo. Había personas en él. Acudieron a ver la llegada del barco y a dar la bienvenida a sus pasajeros, los conocieran o no. Cuando por fin Bertilla descendió por la rampa, observó que entre la gente morena, hermosa y sonriente, que había en el muelle bajo ella, sobresalía una figura alta y delgada a la que ella reconoció de inmediato. Le pareció que era imposible que su tía Agatha no se distinguiera entre cualquier multitud. Pero eso resultaba particularmente notable en este lugar, donde parecía un gigante entre pigmeos..., un gigante desagradable y amenazador, además. Se había vuelto más sombría y desagradable con el paso del tiempo. No era sólo su rostro curtido por la intemperie, sino que también su tía había perdido los dientes del frente, lo cual le daba una expresión casi siniestra. —¡Así que por fin llegaste! —exclamó con la voz dura y áspera que pareció a Bertilla un eco de sus días infantiles. —Sí, aquí estoy, tía Agatha. La mujer no hizo el menor intento para besarla o para estrechar siquiera su mano... Se limitó a darse la vuelta y a dar órdenes agresivas a los tres cargadores que llevaban los baúles de su sobrina. Bertilla se sintió casi avergonzada de que sus baúles fueran tan grandes y pesados, mientras que los hombrecillos que los conducían eran tan pequeños. Su tía daba órdenes de una forma que la hizo sentir por demás incómoda. Entonces se volvió hacia ella y agregó: —Esta es la tercera vez que acudo al muelle. Es típico de tu madre no haber confirmado la fecha exacta en que ibas a llegar. —No creo que mamá sepa que el vapor de Singapur sale hacia aquí sólo una vez cada quince días —explicó Bertilla— Además, me entretuve un poco porque el barco en el cual llegué de Inglaterra se incendió en el Estrecho de Malaca. Si había pensado que iba a sorprender a su tía Agatha, se equivocó. —¿Se incendió? —preguntó Agatha Alvinston en tono agudo —. ¿Perdiste tu ropa en el incendio? Porque si es así, debo decirte que no te puedo proporcionar ni un pañuelo siquiera. —No hay necesidad de que me proporciones nada, tía—contestó Bertilla con suavidad—. La señora Henderson, con quien estuve hospedada al llegar a tierra firme, me proporcionó todo nuevo. Fue muy bondadoso de parte suya. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Una mujer que debe tener más dinero que sentido común —contestó su tía en tono desagradable. Se alejaron del muelle hablando, Ahora caminaban por una calle flanqueada por casuchas de madera. Debido a que casi todos los habitantes parecían estar en el muelle, se veían muy pocas personas por ahí. Pero Bertilla vio a unos vendedores que voceaban su mercancía en algo parecido a un bazar, escuchó que sonaban gongs en una mezquita y el gemido de un instrumento de una sola cuerda. —Eso me recuerda —dijo su tía —. ¿Traes dinero? —No mucho —repuso Bertilla —, pero más de lo que esperaba, porque no tuve necesidad de hospedarme en un hotel en Singapur. —¿Cuánto? —preguntó su tía. —No sé con exactitud — contestó Bertilla —. Lo contaré cuando lleguemos. Bajó la mirada hacia su bolso de mano, al decir eso. —¡Dámelo! Agatha Alvinston extendió la mano y Bertilla, sorprendida pero obediente, le entregó su bolso. Sin reducir el paso, su tía abrió el bolso y con unos cuantos movimientos ágiles extrajo el monedero y algunos billetes que Bertilla llevaba dentro. Los transfirió al bolsillo de su vestido de algodón y entonces, con un gesto casi desdeñoso, devolvió el bolso a Bertilla. —Me gustaría quedarme con un poco de dinero para mí, tía Agatha —dijo Bertilla. Lo que había hecho su tía la sorprendió. Sentía que no tener ni un penique siquiera era muy embarazoso. —Aquí no tendrás necesidad de dinero —contestó Agatha Alvinston con brusquedad —. Y si, como sospecho, tu madre no tiene intenciones de pagar por tu estancia aquí, tendrás que trabajar para devengar tus alimentos y el techo bajo el cual vivirás. ¡Y trabajarás duro! Bertilla la miró temerosa. —Necesito mucha ayuda —gruñó su tía—. ¡No se puede confiar en esta gente, para nada! Una vez que le sacan a uno cuanto pueden, huyen hacia la selva y no se vuelve a saber nada de ellos. La joven pensó que hacían muy bien en escapar de su tía, pero no fue tan imprudente como para expresarlo, así que caminaron por un tiempo en silencio. Salieron de la población y ella pudo contemplar la selva a su alrededor, especialmente las orquídeas. Aun las que admiró en el jardín de los Henderson no la habían preparado para una exuberante selva engalanada con orquídeas recién abiertas. Colgaban de las ramas en guirnaldas y en largos racimos. El suelo mismo estaba cubierto de pequeñas y delicadas plantas similares a las orquídeas. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Bertilla esperaba ver a un oso, que era el único animal feroz que había en Sarawak, o un ciervo-ratón, héroe de muchas leyendas del país. Pero tuvo que contentarse con admirar un hermoso faisán. Ansiaba también descubrir a un cálao que, como ella bien sabía, con su largo pico amarillo, rematado por una extraña prominencia escarlata, era una de las aves de aspecto más extraordinario que había en el mundo. Algunas de ellas, había leído, eran del tamaño de un pavo, pero las que vio a la distancia, revoloteando entre los altos árboles, eran más pequeñas. Pero si las aves la llenaron de embeleso, las grandes mariposas de colores la fascinaron. En la selva, su colorido y la forma exquisita en que volaban le Quitaban el aliento. Ante tal espectáculo, Bertilla hasta olvidó a su tía, que caminaba junto a ella, amenazadora e imponente. —¡Es precioso... nunca visto! —exclamó, hablando consigo misma. Volvió bruscamente a la realidad cuando su tía ordenó: —¡Vamos! No hay tiempo para quedarnos bobeando. Ya has desperdiciado bastante de mi día. Caminaron medio kilómetro más y Bertilla empezaba a sentir un calor intenso cuando llegaron al final del camino a lo que ella comprendió, desde el primer momento, que debía ser la misión. Era una casa larga y baja, construida de madera, y debía haber sido tan atractiva como las casas de los nativos que ella había visto en su recorrido por el río. Pero, en cambio, era fea y desagradable. El terreno que había frente a ella estaba maltratado por las pisadas infantiles hasta que la hierba y las exquisitas flores silvestres que crecían por doquier, desaparecieron y parecía sólo un lodoso campo de juegos. Tres mujeres jóvenes, con vestidos de algodón, de forma indefinible, cubriendo sus cuerpos desnudos, parecían estar cuidando a numerosos niños. Hasta que Agatha Alvinston apareció, estaban sentadas cómodamente, sonriendo como si estuvieran disfrutando con sus pensamientos secretos. Los niños jugueteaban y rodaban por el suelo; casi todos parecían haber perdido su ropa de algún modo, así que sus pequeños cuerpos, morenos y regordetes, estaban desnudos. Cuando Bertilla y su tía aparecieron, tuvo lugar una repentina transformación. Las tres mujeres se incorporaron de un salto; empezaron a gritar y a reñir a los niños. Las risas cesaron. Los niños dejaron de jugar y su aspecto alegre dio paso a uno de temor. Tan pronto como calculó que podían escucharla, la señorita Alvinston empezó a enfadarse con las nativas. Hablaba un lenguaje que Bertilla no entendía, pero no había posibilidad de equivocarse en cuanto al sentido de sus palabras. Las estaba reprendiendo y amenazándolas al mismo tiempo, pensó Bertilla.
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Ellas aceptaban lo que la misionera les decía sin contestar; se limitaban a mirarla con sus ojos castaños, aterciopelados, como pensamientos, hasta que por fin su voz calló y Agatha Alvinston se alejó de las mujeres, en dirección de la casa. La misión, notó Bertilla al acercarse a ella, estaba construida de forma burda y era poco más que una cabaña grande. Dividida en una habitación grande que ella supuso debía ser el salón de clases, más allá estaban las habitaciones que serían ocupadas por su tía y por ella. Todo era muy austero y no había nada que resultara hogareño o acogedor y mucho menos con un toque femenino. De hecho, desde el momento en que Bertilla entró en la construcción, sintió que era un lugar donde el amor nunca había sido conocido y en el cual la atmósfera era ingrata y desagradable. Se dijo que estaba siendo una tonta al dejar que las primeras impresiones tuvieran ese efecto en ella y que debía estar, agradecida de lo que su tía le estaba ofreciendo. Cuando menos era un techo, para ella a quien nadie más quería. —Supongo que tendré que dejarte este dormitorio —dijo Agatha Alvinston de mala gana. La llevó a una habitación diminuta en la que apenas si cabía una cama nativa de madera, con un colchón tan delgado que era como si no existiera realmente. —He estado usando este cuarto como enfermería —comentó—, pero no tengo ningún otro lugar para que duermas. —Siento mucho causarte molestias, tía Agatha. —Y tienes razón para sentirlo. Supongo que ahora que tu tía Margaret ha muerto, tu madre no te quiere a su lado. Ella es una mujer que siempre ha eludido sus responsabilidades. Habló con tanto menosprecio que Bertilla sintió deseos de lanzarse en defensa de su madre, aunque en secreto pensaba lo mismo. Comprendió, sin embargo, que no merecía la pena discutir, así que guardó silencio. Los malayos que habían conducido sus baúles desde el muelle metieron su carga en el pequeño dormitorio y la depositaron en el suelo. —¿Me haces favor de pagar a los hombres, tía Agatha? —pidió Bertilla— Tú tienes todo mi dinero. Su tía se lanzó inmediatamente a lo que parecía una interminable discusión sobre cuánto querían cobrar los hombres. Después de la larga y cansada caminata, y cada uno de los hombres había llevado uno de sus baúles a la espalda, Bertilla hubiera querido recompensarlos con generosidad. Pero, debido a que su tía no le había dejado ni un penique, no pudo hacer otra cosa más que quedarse, de pie, inerme, mientras la misionera regateaba, hasta que por fin los hombres tuvieron que aceptar malhumorados las pocas monedas con que ella quiso remunerarlos. —Será mejor que te quites todas esas galas y te pongas ropa adecuada para trabajar — ordenó su tía. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—¿Podría yo tomar antes alguna bebida? —preguntó Bertilla—. Hace mucho calor y tengo sed. —Sírvete tú misma, no esperes que yo te atienda. —No, claro que no —contestó Bertilla—. Sólo quiero que me indiques dónde están las cosas. Bertilla iba a descubrir más tarde la explicación de la extrema delgadez de su tía. Había muy poca comida. Supo que los niños que llegaban a la misión para recibir enseñanza y educación cristiana recibían al mediodía una ración del arroz más corriente de la zona. Su alimentación era complementada con fruta que podía cortarse de los árboles de la selva y, ocasionalmente, con un poco de azúcar. Las frutas eran todas extrañas para Bertilla, pero reconoció el durian por su horrible olor, que parecía una combinación de salsa de cebolla, queso crema y jerez fuerte. Debido a que Bertilla sentía mucha hambre, se obligó a comer uno y descubrió que sabía a flan. Su tía comió lo mismo y Bertilla se sirvió también el arroz que era la parte principal de aquella dieta inadecuada. Había un tipo de té cultivado localmente del cual la misionera bebía muchas tazas durante el día. Y supo que, de vez en cuando, mataban uno de los pequeños pollos que correteaban por la misión. Una de las tareas de Bertilla era buscar los huevos que ponían las pocas gallinas que había. Casi siempre los ponían entre las hierbas y las flores que crecían un poco más allá del área aplanada por los pies de los niños. Lo que horrorizaba a Bertilla más que cualquier otra cosa era la actitud de su tía hacia sus ayudantes. Eran hermosas jóvenes de figura exquisita y largos cabellos oscuros que les llegaban más abajo de la cintura. Cuando la misionera no las veía hablaban y reían entre ellas. Era evidente que estaban llenas de una felicidad natural por su juventud que bullía y salía a la superficie aun en las circunstancias más adversas. Una era una dyak, tenía lóbulos agrandados por el peso de los pendientes que las mujeres de esa raza usaban en las orejas. Las otras dos debían ser malayas. Su tía le hizo perder toda ilusión que hubiera podido tener respecto a la situación de las chicas en la misión, desde la primera noche de su llegada. Nuestra heroína había salido de la casa, después de limpiar el suelo y poner el salón de clases en orden, una vez que se fueron los niños, tal como su tía le ordenara. Fue entonces que vio horrorizada cómo su tía golpeaba a la mujer dyak estrellando una larga vara sobre sus hombros.
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La golpeó varias veces antes que la pobre víctima que lanzaba gritos de dolor, corriera hacia una cabaña cercana, de hojas de palma, donde Bertilla sabía que dormían las tres mujeres. Agatha Alvinston le había gritado algo que sonaba muy desagradable, aunque Bertilla no sabía lo que significaba. Al volverse, Agatha Alvinston se encontró con los ojos horrorizados de su sobrina. —¡La estabas... golpeando, tía Agatha! —¡Por supuesto! Y me verás hacerlo una y otra vez —le contestó. —Pero, ¿por qué? ¿Te permiten hacerlo? —Yo puedo hacer lo que me plazca con estas piltrafas humanas. Debían estar en prisión. Están cumpliendo su sentencia trabajando para mí. Bertilla empezó a comprender por qué las mujeres no se iban. Ella había pensado que la forma en que su tía les hablaba habría sido suficiente para que una doméstica, se hubiera marchado sin titubeo alguno, ya no digamos una maestra. —¿Dices que debían estar en prisión? —preguntó— ¿Qué hicieron? —Robaron, faltaron a las leyes, aunque aquí no hay muchas que digamos. Tienen que ser castigadas por sus pecados, como es castigado todo pecador. Miró a su sobrina de una forma desagradable, al decir eso, y Bertilla recordó cómo, cuando era ella niña, su tía estaba continuamente exhortando a su padre a que le pegara. Se dio la vuelta, disgustada. Se sentía degradada por la forma en que se comportaba la “misionera”. Más tarde, esa noche, cuando oyó a Agatha Alvinston describir los métodos que usaba para enseñar el cristianismo, se sintió aún más escandalizada. Al día siguiente, después que había tenido la suerte de encontrar un nido de huevos oculto bajo unos arbustos de rododendros color escarlata, su tía le permitió comer un huevo en el desayuno. Los niños volvieron a la misión y Bertilla vio un ejemplo de las ideas que tenía la misionera sobre educación. Primero hubo largas oraciones leídas por Agatha Alvinston, mientras todos permanecían arrodillados. Después, leyó la Biblia por un tiempo que a Bertilla le pareció interminable. Más tarde fue entonado un himno en inglés, por niños que no entendían ni una sola palabra y por sus llamadas maestras, que pronunciaban todo mal, de principio a fin. Aun así, a Bertilla le pareció que disfrutaban de la música tocada por Agatha en un piano portátil muy viejo, que ella tenía que limpiar diariamente, para que no fuera invadido por las hormigas blancas. Después de esto, tres de los niños que eran lo bastante grandes para hacerlo, tenían que repetir el catecismo. Esto generalmente terminaba, según había de descubrir Bertilla, en lágrimas y golpes.
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La enseñanza religiosa tocaba a su fin con largas oraciones que los niños y las maestras tenían que ir repitiendo como loros, antes que todos pudieran salir a descansar. Las tres mujeres debían enseñar a los niños a leer palabras sencillas y a contar. Cocos, piedras y pedazos de estambre fueron traídos para las lecciones de matemáticas y Bertilla advirtió que tan pronto como su tía volvía la espalda, las maestras perdían interés en su cometido y los niños empezaban a jugar. Hubo un incidente desagradable una mañana, cuando la mujer dyak llegó a la casa de la misión con varias orquídeas arregladas en su cabello oscuro. Las flores se veían muy bonitas y Bertilla no pudo evitar pensar que la muchacha, que era poco más que una chiquilla, parecía también ella misma una flor. Pero el solo hecho de que hubiera tratado de mejorar su apariencia provocó en su tía un acceso de furia. Empezó a gritar iracunda, arrancó las flores de la cabeza de la muchacha y un mechón de cabellos, las arrojó al suelo y las pisoteó. Después sacó su vara y empezó a golpearla en los hombros, tal como Bertilla la había visto hacerlo antes. Era un espectáculo indignante. Bertilla se sintió tan turbada que salió de la habitación y se dirigió a otra parte de la casa. Aun ahí tuvo que escuchar los gritos desaforados de su tía. “No es normal” se dijo. “¡Creo que el vivir aquí sola la ha hecho perder la razón!” Entonces comprendió, con desesperación, que no había nadie hacia quien volverse, ninguna persona que pudiera prestarle ayuda. Debido a que estaba tan conturbada cuando se sentaron a comer, después de distribuir el arroz entre los niños, preguntó a su tía: —¿Hay europeos en Kuching? —Están el rajá y su esposa —contestó Agatha Alvinston con evidente disgusto—, pero ellos no entienden la labor que estoy haciendo aquí y en mi opinión él no es un hombre apto para el puesto que ocupa. —¿Por qué piensas eso? —preguntó Bertilla. —Lo he oído comentar, con mis propios oídos, que el inglés es un lenguaje bárbaro y que no vale la pena de hablarse. Sir Charles prefiere el francés o los sonidos extraños y guturales de los dyaks. Lo dijo como si el francés fuera algo abominable. Y continuó: —¿Quieres saber sí hay europeos aquí? Bueno, el rajá tiene a su servicio un ayuda de cámara francés, si es que te quieres asociar con él; hay tres parejas casadas a las que no quiero ver nunca, y cinco o seis solteros que no van a venir a cortejarte. —No suponía tal cosa —protestó Bertilla. —¡Piltrafas! Gente tonta, ignorante, que no adora a Dios, y que está dispuesta a dejar a estos paganos que continúen con sus propias costumbres bárbaras. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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La voz de Agatha Alvinston Se elevó cuando ella se levantó de la mesa para gritar: —¡Estoy sola! No hay nadie más que yo... para llevar la palabra de Dios y para iluminar la oscuridad del paganismo con ella. La forma en que gritó aquello, la expresión de sus ojos hizo que Bertilla sintiera aún más miedo de ella que nunca. “¡Está realmente loca!” pensó y se preguntó si debía comunicárselo a Sir Charles Brooke, en el Palacio Astana, donde vivía. Más pronto dedujo que el rajá reinante sobre toda esta tierra no iba a preocuparse por ella y sus problemas. En una comunidad tan reducida como ésa todos debían conocer a su tía y el trabajo que estaba tratando de hacer. Tal vez alguien viniera a la misión y ella tendría oportunidad de expresar sus temores. Pero nadie rondaba por ahí. Parecía vivir en completo aislamiento en aquella casucha con su lodoso campo de juegos, y casi totalmente rodeada por la selva. No había libros en la misión, excepto la Biblia y varios panfletos religiosos que eran enviados con regularidad de Inglaterra y que se habían acumulado en los años que la misionera tenía en Sarawak. Cuando Bertilla se quedaba sola en su duro lecho, por la noche, se sentía como en una prisión de la que no podría escapar nunca. En el día estaba siempre demasiado ocupada para pensar. Cuando su tía dijo que tendría que trabajar arduamente, no había exagerado. Bertilla encontró que tenía que limpiar toda la misión y al segundo día de su llegada, la tarea de cocinar cayó sobre sus hombros. La anciana que preparaba hasta entonces el arroz para los niños se había enfermado o tal vez huyó. Los pisos tenían que ser lavados día a día para combatir a las hormigas y a muchas sabandijas que Bertilla aborrecía. Había también que lavar la ropa de los niños... o lo que quedaba de ella. Descubrió que como la mayor parte de ellos llegaba a la escuela desnudos su tía tenía prendas de algodón, hechas en forma de sacos, que podían deslizarse sobre la cabeza para ocultar sus cuerpos regordetes y morenos. Debido a que las tres prisioneras hacían lo menos posible y hasta se atrevían a desafiar a la misionera, Bertilla no tardo en descubrir que era más fácil llevar a cabo todo lo que se necesitaba hacer, que oír los gritos de su tía y verla golpear a las nativas. Era sólo por la noche que podía escapar del ruido, de las voces desagradables y los quehaceres, los cuales parecían interminables. Entonces se quedaba sola, en su pequeña y asfixiante habitación, escuchando el coro que entonaban afuera las ranas, los grillos y otras muchas criaturas de la selva nocturna.
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Con frecuencia aquel coro de sonidos parecía agrandarse y multiplicarse hasta que a Bertilla le parecía como si cada árbol, cada hoja y cada brote de hierba estuviera vivo y lanzara su llamado a la pareja en la aterciopelada oscuridad de la noche. Ella sabía que también estaba lanzando su propio llamado, que su corazón parecía volar a través del mar hacia el hombre que le diera la máxima felicidad. “¡Lo amo!” murmuraba. “Lo amo y lo amaré siempre”.
Fue una semana después de la llegada de Bertilla a la misión, cuando tuvo una experiencia que la dejó temblorosa y asustada. Dos de los niños mayores habían estado riñendo y empezaron a forcejear, tirándose de los cabellos. Bertilla estaba segura de que era más juego que enfado entre ellos. Cuando su tía los vio pensó de otra manera y empezó a gritar desaforada a la mujer dyak, que estaba a cargo de los pequeños en esos momentos. La furia de Agatha Alvinston se volvió una verdadera locura. Gritaba a todo pulmón los que debían ser terribles insultos y no tardó en empezar a golpearla con la delgada vara que nunca estaba lejos de su mano. La mujer se dio la vuelta para echar a correr y, de manera inexplicable, o tal vez fue empujada, cayó al suelo. Ahí, por lo tanto quedó a merced de Agatha Alvinston. Mientras ella se retorcía en el suelo, tratando de levantarse, la vara caía despiadada sobre sus hombros, su cabeza, su espalda, de hecho, sobre todas las partes de su cuerpo. Instintivamente, sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, corrió hacia adelante. —¡Basta, tía Agatha! —gritó—. ¡Detente de una vez por todas! Es demasiado, es cruel. No tienes derecho a golpear a nadie de ese modo. La misionera no pareció escucharla y fuera de sí continuó golpeando a la mujer caída. —¡Basta! —gritó Bertilla de nuevo. Entonces levantó las manos tratando de detener el iracundo brazo, pero sólo logró que la vara cayera sobre sus propios hombros. Después de golpearla dos veces, su tía la empujó a un lado y continuó castigando a la mujer que yacía en el suelo. La intervención de Bertilla dio a la mujer dyak la oportunidad de ponerse de rodillas y ahora, todavía soportando los golpes que la hacían lanzar lamentos, empezó a arrastrarse para escapar. Bertilla también había caído al suelo cuando la misionera la empujó. De pronto, observó que la mujer había logrado ponerse de pie y corrió hacia el santuario de la cabaña que compartía con las otras dos maestras. En ese momento, entre los espesos arbustos que crecían detrás de la cabaña, Bertilla descubrió un rostro.
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Era el de un hombre y no había necesidad de que alguien se lo dijera para que ella se diera cuenta de que se trataba de un dyak. Podía ver el tatuaje azul de su cuerpo y las plumas que adornaban su cabeza oscura. Sólo lo vio por un instante, notó su rostro contorsionado de furia, antes que las hojas de los arbustos volvieran a cerrarse en torno a él. Más tarde, cuando su propia espalda le dolía de los pocos golpes que la misionera le había asestado y pensaba llena de piedad en la agonía que debía estar sufriendo la otra mujer, se preguntó si debía decir a su tía lo que había visto. Era la primera vez, desde que llegara a la misión, que había visto señales de un nativo. Pensó que era insólito que las mujeres se quedaran en la misión y soportaran los malos tratos que recibían día tras día. La azotaina de hoy había sido más cruel que cualquiera de las que viera hasta entonces, Y esa noche a Bertilla le resultó difícil disfrutar de los sonidos mágicos de ranas y grillos. Ella imaginó que eran los únicos habitantes de la jungla que las rodeaba. Pero ahora comprendió que también rondaban guerreros dyak, hombres cuyas más valiosas posesiones eran las cabezas disecadas de los enemigos a los que habían decapitado.
Lord Saire llegó a Kuching en un cañonero. El necesitó esperar dos semanas, desde el día en que se fuera Bertilla, para que el vapor hiciera otro viaje entre Singapur y Kuching. No tenía intenciones de esperar tanto, si podía evitarlo. Como parte de su misión era entrevistar a los capitanes de los barcos de guerra con base en Singapur, fue fácil para él pedir un barco que lo llevara a una de las islas. Advirtió que había causado cierta sorpresa que Sarawak fuera la primera en su lista. Había inquietud en todas las islas y cada una tenía sus propios problemas Se esperaba que en su capacidad oficial, Lord Saire procuraría resolver tantos problemas como le fuera posible. Se enteró de que sólo en Singapur había una enorme cantidad de personas que pretendían entrevistarlo. Todos tenían quejas que esperaban que él llevara al Gobierno Británico. Había también un extenso programa de funciones oficiales en las cuales se esperaba que él estuviera presente. Pero hizo a un lado todo esto, con un imperioso movimiento de la mano, y declaró con firmeza que antes de hacer nada más quería que lo llevaran a Sarawak. Estaba muy acostumbrado a salirse siempre con la suya, sobre todo en sus relaciones oficiales, así que no encontró oposición. Fue sólo cuestión de tiempo para que pudiera abordar el cañonero y sentir, con alivio, que por fin podría seguir a Bertilla.
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Tuvo buen cuidado de no decir a nadie cuál era el verdadero objeto de su visita, con el fin de evitar que Bertilla se convirtiera en el blanco de los comentarios de las mujeres que más le disgustaban a él. Bertilla había sufrido ya a causa de ellas y no tenía intenciones de exponerla a más rumores. Por lo tanto, al llegar a Kuching ordenó que el barco anclara cerca de la escalinata que conducía al Palacio Astana. La llegada de un barco de guerra era un evento de gran excitación. La gente bajó hasta la orilla del río y largo tiempo antes que el barco anclara, las orillas estaban atestadas de curiosos. Varios funcionarios se presentaron a dar la bienvenida a Lord Saire y a escoltarlo, a él y al capitán del cañonero, hasta el palacio. El exterior del edificio era largo y blanco, con techos inclinados y una gran torre de tierra, donde permanecía un centinela de guardia. En el interior había enormes salones que se extendían a todo lo largo del palacio y que eran, según advirtió Lord Saire, una mezcla fantástica de belleza y mal gusto. No había nada malo en sus proporciones, pensó Lord Saire, pero el rajá atiborró los salones con una asombrosa confusión de muebles que reproducían muy diferentes épocas de la historia inglesa y de la francesa. Los muebles victorianos de caoba estaban apoyados contra los muros; había espejos por todas partes, por encima de mesas de patas delgadas, y figuras de porcelana de Dresde sostenían cofres con sus manos desportilladas o rotas. Al levantar la mirada, sin embargo, Lord Saire descubrió que los techos eran bellísimos. Estaban recubiertos de hermosos dragones y flores, tallados en yeso por hábiles artesanos chinos. Tuvo poco tiempo para contemplar el palacio antes que el rajá blanco, Sir Charles Brooke, lo recibiera. Era ciertamente un hombre de aspecto muy distinguido, con espeso mostacho blanco y rizado cabello canoso por encima de su amplia frente. Tenía también prominentes cejas blancas, bolsas bajo los ojos, un cuello arrugado, de tortuga, y una gran papada. No obstante, su expresión arrogante, su fría austeridad frente a toda persona con la cual tenía tratos, eran las de un hombre que hace sus propias reglas y espera ser obedecido. Como Bertilla, Lord Saire había sido ya informado de que el rajá blanco sentía verdadera pasión por todo lo que era francés. Lo fascinaba la historia de Napoleón y conocía de memoria todas sus campañas. Tenía poca fe en los periódicos ingleses y su conocimiento del mundo, y de la política internacional, estaba basado en su cuidadosa lectura del periódico Le Figaro, que recibía cuatro o cinco semanas después de que había sido publicado. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Para conquistar las simpatías del rajá blanco, Lord Saire, con su acostumbrada habilidad diplomática, le había traído como regalo especial dos libros recientemente publicados en Francia. Uno describía las batallas de Napoleón y el otro era una descripción de los cuadros que se habían agregado a las colecciones del Louvre. El rajá se mostró encantado y habló con Lord Saire de una forma mucho menos dictatorial de la que usaba al dirigirse a otras personas. Lady Brooke había sido hermosa en su juventud y adoraba la alegría; desgraciadamente, sufrió una gran tragedia en su vida. Sus primeros tres hijos: una niña y dos varoncitos gemelos, que volvían a Inglaterra en el vapor Hydaspes, de la compañía P. & O., en 1873, habían muerto con unas cuantas horas de diferencia uno del otro. Un día estaban perfectamente bien, al siguiente parecían estarse ahogando, respirando con dificultad en el calor del Mar Rojo. Nadie podía precisar la causa de su muerte, si el cólera, el calor excesivo, una lata de leche envenenada... se ofrecieron muchas hipótesis, pero no se pudo comprobar ninguna. Los niños fueron arrojados al mar y por el resto de su vida el rajá evitó viajar en vapores de la P. & O. Con extraordinario valor, la esposa del rajá había vuelto a Sarawak e inició una nueva familia. Llevaba una vida monótona y solitaria, con un marido que trabajaba de sol a sol, que nunca escuchaba sus opiniones, y jamás seguía sus consejos. Nunca se le permitía bailar con otro hombre que no fuera su esposo, ni se le permitía usar vestidos con escote bajo. Lord Saire la cautivó con sus exquisitos modales y sus consideradas atenciones desde el momento en que se conocieron. Esa noche, mientras cenaban en el gran salón comedor iluminado por lámparas de aceite que colgaban del techo, con dyaks moviendo hojas de palmera junto a cada invitado, y la mesa repleta de objetos de plata y cristal, a Lord Saire le resultaba difícil creer que se encontraba en una isla aislada, todavía en estado primitivo. El rajá llevaba puesto su uniforme verde y dorado, con el pecho cubierto de condecoraciones. Los miembros de la comunidad europea habían sido invitados a conocer a Lord Saire y todos los oficiales del cañonero se encontraban presentes también. Lord Saire notó que el rajá había hecho arreglos para que la dama más atractiva se sentara a su lado. El rajá había hablado de mujeres con Lord Saire antes que bajaran a cenar y le confió, de hombre a hombre: —Una mujer hermosa, un caballo de pura sangre y un yate bien diseñado son los más grandes placeres que hay en la vida.
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Lord Saire estuvo de acuerdo y se sintió seguro de que el rajá nunca se había privado de ninguna de estas tres cosas. Fue sólo cuando terminaron de cenar y Lord Saire se encontró sentado junto a la esposa del rajá, en el salón, que encontró la oportunidad del tema que más le interesaba, —He oído que tienen una misionera aquí, en Sarawak — dijo—, llamada Agatha Alvinston. La esposa del rajá levantó las manos en un gesto de desesperación. —¡Así es, Lord Saire! ¡Es una mujer terrible! No sabe usted cuantos problemas le ha causado a mi esposo, de una forma o en otra. Pero, ¿cómo es que usted ha oído hablar de ella? —Su cuñada, Lady Alvinston, es invitada frecuente a la Casa Marlborough. —¡Oh, sí, desde luego! Me olvidaba. Pero, vamos, yo no sé mucho de la vida social en Inglaterra. Debe usted hablarme acerca de ella, —Lady Alvinston es muy hermosa. —Esto no puede decirse de su cuñada, Es una mujer repulsiva y no puedo menos que pensar que en el curso de los años se ha perturbado de sus facultades mentales. —¿Es posible? —preguntó Lord Saire. —Hace cosas extrañas y nos llegan rumores desagradables sobre la forma en que trata a los niños de la misión. La esposa del rajá lanzó un profundo suspiro antes de continuar: —Yo quisiera que los misioneros dejaran en paz a los dyaks. Estos son dulces y gentiles si se les respeta. Mi esposo ha logrado muchos progresos así. Vislumbró la pregunta en los ojos de Lord Saire y se echó a reír. —Sí, aún practican la cacería de cabezas hasta cierto punto, pero ya no es ni la mitad de lo que era antes. Y los piratas, los dyaks del mar, se portaron extremadamente bien el año pasado. Y ésa es una de las cosas que usted debe haber venido a investigar, sin duda, Lord Saire. —Así es, por supuesto —contestó él. Sin embargo, decidido a que no lo desviara de su objetivo, continuó diciendo: —No sé si usted lo sepa, señora, pero la hija de Lady Alvinston ha venido a Sarawak, a hospedarse con su tía. —¡Santo cielo! —exclamó la esposa del raja—. ¡Así que es ella! Me dijeron que una muchacha blanca había llegado en el vapor, a principios de esta semana. Hizo un gesto, con su abanico y continuó: —Yo supuse que había venido a visitar a algún miembro de nuestra comunidad europea, pero todos están aquí esta noche, y cuando nadie preguntó si podía traer a un invitado con ellos, pensé que me había equivocado. —La señorita Alvinston viajaba en el Coromandel, como, yo —explicó Lord Saire. —¡Oh, pobre niña! ¡Debe haberla aterrorizado el incendio y el naufragio! Aunque supe que todos habían sido rescatados. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Tuvimos la fortuna de que sucediera en el Estrecho de Malaca — aclaró Lord Saire —. Habría sido muy diferente si hubiera ocurrido en el Mar Rojo. El vio que un gesto de dolor se pintaba en el rostro de la mujer y comprendió que había tenido poco tacto al decirlo. —Supongo que debo avisar a Lady Alvinston que su hija llegó a salvo a su destino — agregó con rapidez —, y quería preguntar a usted cómo fue recibida por su tía y qué tal se lleva con ella. —Siento mucho no poder contestar a sus preguntas, pero le prometo que visitaré la misión mañana a primera hora, para conocer a la señorita Alvinston. Hizo una pausa antes de añadir: —Me sorprende que Lady Alvinston la haya enviado hasta aquí para visitar a su tía. Supongo que la muchacha no permanecerá mucho tiempo en este lugar. —Creo que eso es algo que podremos descubrir mañana —repuso Lord Saire en tono ligero. Había averiguado cuanto quería y, por lo tanto, desvió la conversación hacia otros temas. Como el rajá se levantaba a las cinco de la mañana, al sonido de un cañonazo que era disparado en el fuerte todos los días a esa hora, no le gustaba que sus invitados se quedaran hasta muy tarde. Los europeos reunidos allí, quienes habían disfrutado mucho de la fiesta, porque ésta constituía todo un acontecimiento en sus vidas monótonas, se levantaron casi contra su voluntad y empezaron a despedirse. Todos se mostraron en extremo efusivos con Lord Saire, quien les prometió que visitaría sus plantaciones si tenía tiempo para hacerlo, El sabía que la idea de recibirlo ponía a sus esposas en un estado de suma ansiedad, pensando que su hospitalidad no sería lo bastante buena para él. Lord Saire trató de tranquilizarlas asegurándoles que él compartiría con mucho gusto la comida tradicional a que ellos estaban acostumbrados y que no debían preparar nada especial para él. Pese a ello, se sintió seguro de que su aseveración había caído en oídos sordos. Por fin, todos se retiraron, excepto el capitán, que estaba a punto de volver a su barco, cuando uno de los sirvientes llegó corriendo al enorme salón de recepciones, para murmurar algo al oído del rajá con visible agitación. El rajá escuchó y después exclamó con voz de trueno: —¡Todo es culpa de esa maldita mujer! ¡Se merece lo que le suceda! —¿Qué ha ocurrido? —preguntó su esposa. Los ojos del rajá estaban furiosos bajo sus hirsutas cejas blancas, cuando contestó: —Me acaban de avisar que los dyaks están atacando la misión. Supongo que eso significa que tendré que enviar a mis soldados para salvar a esa estúpida mujer del castigo que ella misma se ha estado buscando.
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—¿Están atacando la misión? —exclamó Lord Saire —. Entonces me gustaría, señor, si usted me lo permite, ir con sus soldados, y creo que debemos ponernos en marcha lo antes posible. Urgidos por Lord Saíre, los soldados, en sus uniformes blancos con sus gorros rojos y negros, se dispusieron a partir unos minutos después, por el camino que conducía de palacio a la misión, Lord Saire y el capitán del cañonero fueron con ellos y al acercarse al claro donde había sido edificada la misión, escucharon el sonido de disparos. El oficial local, que estaba a cargo de los soldados, señaló a Lord Saire, que iba junto a él: —¡Esos disparos deben ser hechos por la vieja señora! Es muy diestra para manejar un arma y ha matado o herido a varios dyaks, que se han metido con ella en el pasado. Aunque Lord Saire no podía ver su rostro, comprendió que el hombre estaba sonriendo, pues encontraba divertida la resistencia de Agatha Alvinston. El mismo estaba temeroso por Bertilla... más angustiado de lo que se había sentido nunca en su vida. No hubiera creído posible sentirse tan desesperado respecto a nadie. ¿Cómo, se preguntó a sí mismo furioso, pudo haberle permitido, sabiendo lo que él sabía de Sarawak, llegar allí sola y sin protección, para quedarse con una tía desequilibrada y arbitraria? Recordó lo suave y gentil que se había sentido cuando la tuvo en sus brazos y el éxtasis que ambos experimentaron cuando sus labios se unieron. Pensó que si algo le sucedía a Bertilla, por la enorme estupidez de él, no le quedarían deseos de seguir viviendo. Aquella era una reacción emocional que le habría resultado del todo inconcebible apenas unas cuantas semanas antes. Y, sin embargo, sabía que estaba sintiendo el terror de pensar que tal vez llegaría demasiado tarde. Pensó que iba a volverse loco de ansiedad y el camino a través de la selva le pareció interminable. Los soldados avanzaban con tanta lentitud, que sentía deseos de gritar de frustración. Sus sentimientos de ansiedad lo hacían estar tan tenso y perturbado que le resultaba difícil dominar su voz y contestar con naturalidad cuando le hablaban. “¡Bertilla! ¡Bertilla!” Todo su ser clamaba por ella, tratando de encontrarla. Comprendía que era sólo cuestión de tiempo antes que los dyaks, a pesar de que estaban armados sólo con sus afilados krises tallados, se apoderaran de la misión defendida por una sola mujer armada. Agatha Alvinston estaba disparando todavía cuando Lord Saire oyó al oficial, por fin, dar la orden a sus hombres de avanzar. La oscuridad era casi impenetrable cuando fueron hacia adelante bajo los árboles, cuyas ramas se encontraban por encima del camino, formando un túnel de hojas a través del cual la luz de la luna no lograba penetrar. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Pero, cuando salieron al claro, la misión pudo vislumbrarse como si fuera iluminada por la luz del día. En el momento en que los soldados se lanzaron hacia el área de juego de los niños, Lord Saire observó que los dyaks huían, de regreso a la selva. Alcanzó a ver que llevaban sus armas de guerra y usaban sombreros adornados con plumas cortas de vistosos colores. Vio la luz de la luna brillar sobre sus escudos y en sus krises. Y, mientras ellos desaparecían entre los árboles y los soldados empezaban a disparar tras ellos, Lord Saire corrió desesperado hacia la puerta de la misión, que pudo ver que estaba abierta. La franqueó y vio, tirado en el suelo, el rifle que Agatha Alvinston debió haber estado usando, así como numerosos cartuchos vacíos junto a él. Sin embargo, no había rastros de ella y Lord Saire corrió hacia la otra parte de la casa. La cocina estaba vacía y él sintió que una mano helada le oprimía el corazón. Comprendió en ese instante que había perdido lo que más le importaba en el mundo: Bertilla. Trató de gritar su nombre, pero tenía los labios tan secos que no logró producir ningún sonido. De pronto, vio que había una puerta cerrada del otro lado de la cocina. Sin abrigar grandes esperanzas, la abrió, para encontrarse, de pie frente a él, con la espalda pegada a la pared y con una expresión de absoluto terror en el rostro... ¡a Bertilla! A la luz de la luna que entraba por la ventana, se quedaron inmóviles, mirándose uno al otro. Con un grito inarticulado, infinitamente patético, ella corrió hacia él. El no pudo hablar, ni siquiera pudo besar su cabello cuando sus labios lo tocaron. Se limitó a estrecharla con fuerza contra su pecho, mientras su corazón, su mente, su alma misma parecían cantar de alegría al darse cuenta de que su temor era infundado. ¡Bertilla estaba viva!
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Capítulo 7 BERTILLA temblaba en los brazos de Lord Saire. Por fin, musitó un murmullo inarticulado, que él apenas alcanzó a escuchar: —Tenía mucho... miedo... me... escondí debajo de la cama... estaba orando... implorando al cielo que... usted me salvara. —¿Sabías que estaba yo en Sarawak? —preguntó él con voz trémula. —No... pero intenté comunicarle mentalmente lo asustada que estaba. —Te he salvado, Bertilla —dijo—, y todo ha terminado ya. No habrá nada más que pueda asustarte en el futuro. Sintió cómo ella se relajaba contra él cuando la tensión desapareció de su cuerpo. El levantó la cabeza para mirar a la luz de la luna el rostro de la amada vuelto hacia él. —Todo ha pasado ya —dijo de nuevo y comprendió que aunque tenía aún las manos aferradas a su chaqueta, ya no estaba tan aterrorizada como minutos antes. Oyeron pasos detrás de ellos y el oficial a cargo de los soldados expresó: —Lo estaba buscando, milord. —He encontrado a la señorita Bertilla —contestó Lord Saire. Había una nota de triunfo en su voz, como si hubiera escalado una alta montaña o cruzado un río turbulento. —¿Puedo hablar con usted un momento, milord? Lord Saire bajó la mirada hacia Bertilla. Las manos de ésta se aferraron con fuerza a él, como si tuviera miedo de perderlo. —Siéntate en tu cama unos momentos —le indicó con gentileza—. No me alejaré de tu vista, así que no tienes por qué temer. He traído soldados conmigo y todos los dyaks han escapado. Comprendió que Bertilla hizo un esfuerzo sobrehumano por controlarse. No dijo nada y permitió que él la condujera a la cama y se sentó al borde de ella. Por primera vez, Lord Saire notó la pobreza e incomodidad de la habitación. Se sintió furioso al pensar que Bertilla sufrió innecesariamente tales penalidades. Le sonrió para tranquilizarla. Salió de la habitación hacia la cocina, dejando la puerta abierta para que ella pudiera verlo y no se sintiera sola y abandonada. El oficial habló en voz muy baja. —No hay señales de la señorita Agatha Alvinston, milord, aunque hay huellas de sangre que se internan en la selva, que podrían ser de la misionera o de algún dyak al que ella hirió. El oficial se detuvo y añadió con cierta incomodidad: —Mis hombres no están muy ansiosos por registrar la selva en la oscuridad. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Lord Saire comprendía la razón de su negativa. Sabía que los dyaks eran verdaderos maestros para esconderse hasta que su víctima casi había pasado, para entonces cortarle la cabeza con un solo golpe de un kris. —Estoy seguro de que lo mejor será dejar la búsqueda para mañana, y hacerla a la luz del día —sugirió y vio el alivio en el rostro del oficial. —¿Y qué hacemos con la jovencita, milord? —Vamos a llevar a la señorita Bertilla Alvinston con nosotros, de regreso al palacio — respondió Lord Saire con firmeza—. ¿Hay manera de traer algún vehículo hasta aquí? Es una caminata demasiado larga para ella. —Enviaré por uno inmediatamente —repuso el oficial. —Eso me parece muy bien, pero prefiero que usted y sus hombres se queden para cuidarnos, hasta el momento de salir de la misión. —Desde luego, milord. Lord Saire en torno suyo vio un par de candelabros en la mesa de la cocina. El oficial siguió la dirección de su mirada y se apresuró a encender las velas. La luz de la luna era tan brillante que resultaba fácil ver sin ellas. Al mismo tiempo, Lord Saire imaginó que, de algún modo, tranquilizarían a Bertilla. La luz dorada dispersó las sombras y pareció hacer todo menos amenazador. Cuando el oficial salió para dar las órdenes necesarias a sus hombres, volvió al dormitorio para sentarse junto a Bertilla y rodearla con sus brazos. —Voy a llevarte a que te hospedes en el palacio, con el rajá y Lady Brooke —le informó—. Ellos cuidarán de ti, como yo debí haberlo hecho. Ella levantó la mirada interrogante hacia él. Sus ojos parecían muy grandes en su rostro pálido. Sin embargo, se dio cuenta de que el terror había desaparecido de ella y una vez más Bertilla confiaba a ciegas en él. —Estoy muy enfadado contigo por haber huido de la casa de los Henderson sin decirme adiós —le reprochó, aunque su voz era suave y gentil. Ella miró hacia la ventana, iluminada por la luz de la luna. —Yo sé por qué te fuiste — prosiguió Lord Saire —, mas eso era del todo innecesario. Es algo de lo que quiero hablarte cuando tengamos más tiempo y estemos en circunstancias más cómodas. Ella no contestó y después de un momento, él habló en tono diferente de voz: —Como no vas a volver aquí, te sugiero que recojas toda tu ropa. —Sólo he sacado parte de un baúl —contestó Bertilla—. No había espacio para poner muchas cosas. Se levantó de la cama, sacó unas cuantas prendas de una vieja cajonera y bajó dos vestidos de los ganchos en los que estaban colgados en la pared. Le tomó menos de cinco minutos meter en el baúl sus cepillos, su peine y unas zapatillas que había debajo de la cama. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Lord Saire, ya muy tranquilo, permaneció sentado, observándola en silencio, con infinita ternura. Por fin la joven miró a su alrededor y expresó: —Creo que es todo. No me gustaría dejar olvidada ninguna de las hermosas cosas que la señora Henderson me obsequió. Cerró la tapa de su baúl de cuero y Lord Saire se incorporó, diciendo: —Déjalo así. Yo haré que los soldados aten las correas y lo saquen. Me imagino que ya no debe tardar mucho el carruaje que nos va a conducir al palacio. Estaba en lo correcto en cuanto a esa suposición, porque para cuando llegaron a la puerta que había en el frente de la misión, un carruaje tirado por dos corceles avanzaba hacia ellos. Los soldados colocaron los baúles atrás. Y después de ayudar a Bertilla a subir en el vehículo abierto, Lord Saire se sentó junto a ella y tan pronto los caballos se pusieron en marcha tomó su mano en la de él. —¿Ya no tienes miedo? —le preguntó. —Ya no... porque usted está aquí. Entonces, en voz baja, preguntó: —¿Qué le pasó a... tía Agatha? El comprendió que la pregunta estuvo en la mente de ella desde que lo había visto llegar. Se alegró de poder contestar con apego a la verdad: —No tengo idea. Es posible que haya escapado a la selva, o tal vez los dyaks se la llevaron con ellos. No hay nada que los soldados puedan hacer hasta mañana. —Yo temía que... algo así iba a suceder —dijo Bertilla en voz baja —, cuando vi que un dyak observaba cómo ella... golpeaba a una de las mujeres... sin piedad. —¿Tu tía la golpeó? —preguntó Lord Saire asombrado. —Estaba siempre golpeando a las mujeres que se suponía que la ayudaban a enseñar a los niños y eran enviadas a la misión en lugar de tener que ir a... prisión. Lord Saire no dijo nada, pero comprendió demasiado bien que los dyaks resintieran que una de sus mujeres, sin importar el crimen que pudiera haber cometido, fuera maltratada por una misionera por quien debían sentir muy poco respeto. Los dedos de él oprimieron su mano. —Olvida lo que sucedió esta noche, Bertilla — le sugirió —. Podemos hablar sobre esto mañana. Bertilla se volvió hacia él con un gestó casi infantil y ocultó el rostro contra su hombro. —Quizá tía Agata está... muerta —dijo—, y aunque es perverso de mi parte... no lo lamento demasiado. —No pienses en eso esta noche —insistió Lord Saire. Un momento después vieron frente a ellos las ventanas iluminadas del Palacio Astana. Poco después cruzaban los bien cultivados jardines que lo rodeaban.
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El Pirata del Amor
Lord Saire notó que Bertilla estaba alterada, cuando bajaron del carruaje ante la puerta central del palacio. Pero, cuando la esposa del rajá la recibió con una sonrisa de bienvenida y la besó, Lord Saire comprendió que la joven estaba en buenas manos.
Bertilla se encontraba recostada en una chaise longue en el jardín con la mirada fija en las mariposas que revoloteaban sobre las flores, algunas de las cuales eran tan grandes como pájaros. Sus alas estaban cubiertas por pequeñas escamas azul-verde, como las plumas de un pavo real, que brillaban bajo el sol. Sintió como si ellas simbolizaran los pensamientos que ocultaba en su mente y que eran tan hermosos que no se atrevía a darles forma. Por órdenes de Lady Brooke la habían despertado hasta ya avanzada la mañana. Cuando terminó de vestirse bajó y le dijeron que una chaise longue la esperaba en el jardín, que Lord Saire había salido con el rajá, pero que volvería más tarde para verla. Un sirviente le trajo una bebida fría y ella se quedó recostada a la sombra de un árbol cuajado de capullos. Cuando admiró las orquídeas y la inmensa variedad de flores que crecían con profusión a su alrededor, se sintió en el paraíso. Casi no podía creer todavía que fuera posible que Lord Saire hubiera aparecido en respuesta a sus oraciones y que la salvara como ella ansiaba que pudiera hacerlo. Se sintió invadida por el pánico cuando, al caer la noche y salir la luna, se dio cuenta de que había movimientos entre los árboles que rodeaban la misión y que no eran causados por el viento. En Sarawak no hay crepúsculo. La oscuridad descendía con rapidez, como un velo que cayera sobre la tierra. En seguida aparecía el brillo de las estrellas y la luz clara y plateada de la luna, para iluminar todo. Al mismo tiempo, esa luz hacía que las sombras parecieran amenazadoras. ¡El más leve movimiento podía provocar terror! Todo el día la misionera había estado más insoportable que nunca. Gritaba continuamente a las mujeres, pero parecía insultar a la dyak más que a las otras. No volvió a golpearla, como si comprendiera que había ido demasiado lejos el día anterior. Pero la había amenazado, golpeado a las otras y a varios de los niños. Para Bertilla todo aquello le parecía espantoso y varias veces durante el día escapó hacia su habitación, para cerrar la puerta y arrojarse sobre el camastro. Se había puesto las manos sobre los oídos para no escuchar más los gritos de quienes eran lastimados por su tía.
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Pero ésta la llamó a gritos y ella tuvo que volver, para ayudar con los niños, limpiar después de que ellos se habían ido y preparar una frugal comida para ambas en la primitiva cocina. Había muy pocos comestibles, así que terminaron pronto. En seguida, Bertilla se dirigió a la ventana para contemplar la noche. Confiaba en que su belleza borraría de su mente las sórdidas escenas que se había visto obligada a presenciar ese día. Pero en tanto permanecía ahí, había visto moverse algo tras los arbustos. Al principio supuso que era algún animal, o tal vez uno de los cálaos que todavía estaba esperando ver. Sin embargo, las hojas continuaron moviéndose en todo el derredor. Bertilla se quedó esperando. Le costaba trabajo respirar porque empezaba a presentir el peligro de lo inminente. Hubo otro movimiento y esta vez pudo ver lo que, estaba segura, eran las plumas cortas que los dyak llevaban en la cabeza. —¡Tía Agatha! —había gritado, con una nota de apremio en la voz. —¿Qué sucede? — preguntó la misionera. —Hay nativos atisbándonos. Están ocultos, pero estoy segura de que los vi. Su tía se incorporó de un salto y se acercó la ventana. Emitió un sonido que era casi de alegría. Para sorpresa de Bertilla, levantó la mano y cerró las persianas de madera con brusquedad. —¡Yo les enseñaré! ¡Les daré una buena lección! — murmuró— ¡Han venido otra vez a amenazarme como ya lo han hecho antes! —¿Te han amenazado? ¿Quiénes? —preguntó la joven. La mujer estaba ya sacando un rifle de un anaquel. Se lo llevó, junto con una caja de cartuchos, al salón de clases. Bertilla cerró las persianas, después de limpiar las habitaciones. No lo había hecho para evitar que alguien entrara, sino para que no lo hicieran los insectos que abundaban en la selva. Su tía seguía hablando para sí. —Van a encontrarse con más de lo que buscaban... les enseñaré una lección que no olvidarán nunca. ¡Bárbaros! ¡Paganos! ¡Salvajes! ¡Asesinos! ¡Si mato a dos o tres de ellos no tardarán en saber quién manda aquí! Bertilla la contempló perpleja. La vio arrodillarse frente a una de las ventanas cerradas. En ese momento quitó un pequeño pedazo de madera de la parte inferior de la persiana. Formó un orificio lo bastante grande para poder introducir por ella el cañón de su rifle. Lo cargó, se acercó a la mirilla y disparó. La explosión hizo saltar a Bertilla y el sonido pareció retumbar por toda la habitación. Posteriormente, se escuchó un agudo grito en el exterior y Bertilla corrió al lado de su tía.
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—¡La bala le dio a alguien! ¡Oh, tía Agatha, no puedes hacer esto! ¡Has herido a alguien... tal vez lo mataste! —¡Ve a esconderte, grandísima cobarde! —ordenó la mujer con brusquedad. Había tanto desprecio en su tono, que Bertilla retrocedió unos pasos. Sintió de pronto miedo no sólo de lo que estaba sucediendo afuera, sino también de la conducta de la misionera. Así que echó a correr hacia la cocina. Estuvo unos momentos de pie, indecisa. Entonces comprendió que aunque las persianas estaban cerradas, el lugar no estaba oscuro porque las tablillas de las mismas no embonaban muy bien, debido a su hechura rudimentaria. Había espacios entre las maderas, a través de los cuales se colaba la luz de la luna. Casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, se acercó a la ventana para mirar a través de una abertura lo que sucedía afuera. Lanzó un grito de horror. Podía ver una docena de dyaks, que habían salido de la protección de los árboles y avanzaban hacia la misión. Adivinó en el acto cuál era su propósito. Venían con sus trajes de guerra, con intenciones violentas. Notó las plumas que adornaban sus cabezas y sus hombros, así como los mechones de cabello humano en sus escudos. Cada uno llevaba un kris curvo y el afilado acero brillaba diabólicamente a la luz de la luna. Podía ver con toda claridad los dientes de elefante en sus orejas y los tatuajes azules en sus brazos. Su largo cabello negro colgaba, hasta su cintura y a Bertilla le pareció que había una expresión de ferocidad en sus rostros. Los disparos de su tía detuvieron su avance. Aunque era obvio que las balas los alteraban, no retrocedieron del todo, sino que se movieron de un árbol a otro; salían de vez en cuando de la protección de los árboles, pero volvían a ella un momento después. Lo que hacían parecía casi como un juego de niños, pero Bertilla comprendió que sólo pretendían buscar la mejor posición para lanzarse sobre su objetivo. Entonces uno de los dyak lanzó un sonido que era como un grito de desafío y agresión, un grito de guerra, y al mismo tiempo hizo un movimiento con su kris, como si rasgara el aire. Todos los demás hombres enarbolaron sus armas de la misma forma. Cortaron el aire con sus grandes cuchillos curvos. Era muy claro lo que iba a suceder. Bertilla lanzó un grito de terror. Se alejó de la ventana, corrió hacia su dormitorio y se metió debajo de la cama, pensando que era la única protección que podía encontrar. En ese instante empezó a orar... a pedir al cielo que Lord Saire llegara a salvarla, como lo había hecho antes.
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La noche anterior, después de que Lady Brooke, dulce y maternal como su propia madre nunca lo hiciera, la dejó ya acostada en la cama, Bertilla agradeció a Dios, desde el fondo de su alma, antes de dormirse. Le dio las gracias desde lo más recóndito de su ser por enviar a Lord Saire en su rescate y por haberla salvado de ser decapitada por los dyaks. ¡Por fortuna, de manera milagrosa, había escapado! Ahora, al ver que Lord Saire avanzaba hacia ella, sobre los prados y entre las flores, le pareció por un momento que llevaba puesta la resplandeciente armadura de un caballero andante y que sostenía en la mano la lanza con la que había matado al dragón. Estaba sonriendo. Ella extendió las manos hacia él, Lord Saire las tomó en las suyas y besó primero una y después la otra. —¿Dormiste bien? —preguntó con voz profunda. Debido a que le había besado las manos, Bertilla se ruborizó y no pudo mirarlo a los ojos. Sin embargo, después de un momento contestó: —Lady Brooke debió darme... algo para hacerme dormir... no sé qué haya sido, pero cuando desperté, ¡era ya muy tarde! —¿Y no te sientes cansada? Ella movió la cabeza de un lado a otro. Porque sabía que era la pregunta obligada, agregó en voz baja: —¿Han sabido... algo sobre tía... Agatha? Lord Saire se sentó en la orilla del chaise longue y retuvo las manos de ella entre las suyas. —Me temo que no te traigo buenas noticias. —¿Está... muerta? —Sí, Bertilla. Está muerta. Creo que no sufrió... al menos, por mucho tiempo. No tenía intenciones de decir a Bertilla cómo los soldados que registraban la selva de los alrededores de la misión, esa mañana, habían encontrado el cuerpo de la señorita Alvinston. Los dyaks debieron llevársela con ellos cuando lograron penetrar en la misión, unos minutos antes que oyeran la llegada de los soldados y huyeran de nuevo hacia la selva. Encontraron su cuerpo en el sendero que los pies de los dyaks habían dejado bajo los árboles. No habían tomado nada de lo que llevaba en los bolsillos, ni siquiera le quitaron el broche de camafeo que siempre llevaba en el cuello de su vestido... pero su cabeza había desaparecido. Era lo que podía esperarse, pensó Lord Saire. Pero no había necesidad de que Bertilla lo supiera, excepto que su tía había muerto. Ella no habló por un momento. Como si comprendiera que él no quería hablar más al respecto, ella preguntó: —¿Por qué está usted aquí? Dijo que tal vez viniera a Sarawak, y yo esperaba que lo hiciera... sólo que no lo esperaba tan... pronto. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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Lord Saire sonrió y entonces le soltó las manos. —De eso quiero hablarte. Ella lo miró con expresión interrogante y después de un momento, él dijo: —Cuando te marchaste de la casa de los Henderson con tanta premura, comprendí que lo único que podía yo hacer era... seguirte. Ella no dijo nada, pero el rubor subió a sus mejillas. —¿Sabes, mi vida? —habló él con mucha suavidad—. Cuando te fuiste comprendí que no podía vivir sin ti. Ella lo miró con expresión de incredulidad. —Es cierto — afirmó—. Te amo, Bertilla. Te necesito y deseo como no he deseado ninguna otra cosa en mi vida. Brilló una luz en los ojos de ella que pareció surgir de su interior e iluminó su rostro. En un murmullo casi imperceptible dijo: —Creo... que debo estar... soñando. —No es un sueño —contestó él —. Es la realidad. Te amo, mi cielo, y vamos a casarnos tan pronto como puedan hacerse los arreglos necesarios. Ella contuvo la respiración del asombro que le habían causado sus palabras. Lord Saire se inclinó hacia adelante, la rodeó con sus brazos y sus labios descendieron hacia los de ella. La besó y al hacerlo se preguntó si sería posible que algún beso fuera tan maravilloso como el que se habían dado la primera vez que sus labios se encontraron. Y, al sentir la suave boca de Bertilla bajo la suya, cuando las manos de ella se extendieron hacia él en un movimiento similar al aleteo de una mariposa, y todo su cuerpo pareció vibrar al roce con el suyo, él volvió a sentir ese éxtasis indescriptible. Pasó un largo rato antes que él separara sus labios de los de Bertilla, para exclamar con voz profunda y conmovida: —¡Te amo, mi precioso corazón, te amo! Y ésta es la verdad... nunca en mi vida me había sentido así. Ella lanzó un leve grito, casi un sollozo, antes de murmurar: —Yo te amo... te amé, creo, desde el primer momento en que te vi, pero nunca pensé... nunca imaginé que tú me amarías. —Pertenecemos uno al otro —murmuró Lord Saire. Entonces empezó a besarla de nuevo, con desesperación, con apasionada vehemencia, hasta que su cuerpo se movió contra él y sus ojos parecieron absorber toda la luz solar que había en el jardín.
Fue mucho tiempo más tarde que la intensidad de sus sentimientos mutuos permitió que la risa volviera a la voz de Lord Saire. —Tú sabes, mi amor, que me llaman el Pirata del Amor — dijo —. Bien, permíteme decirte que este pirata ha arriado su bandera y nunca más volverá a recorrer los mares. Ha Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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encontrado el tesoro que siempre buscó y se siente completa y absolutamente satisfecho con él. —¿Cómo puedes estar tan seguro de que yo seré... suficiente para ti después de todas... las mujeres hermosas e inteligentes que has conocido? — preguntó Bertilla, con el rostro escondido contra el hombro de él. —Ellas siempre me desilusionaron — afirmó él con franqueza —. A través de los años me convirtieron en un hombre muy escéptico. Por eso es que no intentaba casarme jamás. Ella levantó la mirada hacia él con rapidez y él vislumbró un repentino temor en sus ojos. —Al conocerte comprendí, aunque tardé algún tiempo en darme cuenta, que tú eras el ideal que yo llevaba escondido en mi corazón, pero que nunca pensé que encontraría. —Tú eres tan magnífico... tan importante. Yo tengo miedo... de fallarte. —Sólo podrías hacerlo si no me amaras lo suficiente. —Sería... imposible para mí no amarte —murmuró ella. —Eso es cuanto pido del futuro — dijo Lord Saire —, que estemos siempre juntos para descubrir y desarrollar el amor que nos profesamos hasta que no haya nada que sea de mayor importancia que eso en nuestra vida. —En la mía nunca ha habido... nada de importancia, excepto... tú —declaró Bertilla en tono apasionado. —Y yo estaba seguro de que tú no existías más que en mi imaginación. Pero existes, mi amor. Puso sus dedos bajo su barbilla, levantó su rostro hacia él y la miró con fijeza. Bertilla se ruborizó. —Me haces sentir... tímida —protestó. —Te adoro cuando te muestras así — contestó él—, pero lo que estoy haciendo es tratar de ver por qué eres tan hermosa. —No veas demasiado cerca... porque encontrarás todos mis defectos. —¿Es que tienes alguno? Amo tus ojos sinceros, preocupados. No quiero volver a ver nunca el temor en ellos. Lord Saire besó sus ojos antes de continuar: —Me encanta tu naricita recta, pero, sobre todas las cosas, son tus labios los que me mantienen cautivo. Bertilla pensó que iba a besarla, pero él movió los dedos ligeramente sobre el contorno de su boca. Eso la hizo sentirse emocionada de una forma extraña. Cuando la sintió estremecerse y vio que el color subía a sus mejillas se echó a reír con mucha ternura. —Mi precioso amor, tengo tantas cosas que enseñarte... —Y hay tanto que yo... quiero aprender. Por favor... por favor... hazme hacer todas las cosas que... quieres, que te pueden hacer... feliz. El la besó con una pasión que la dejó jadeante y temblorosa en sus brazos. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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—Tengo una sugerencia que hacer —dijo él por fin. —¿Cuál es? —preguntó ella. —Tú estás oficialmente de luto, vida mía, y aunque yo creo que sería poco sincero de tu parte llevar luto por tu tía, si nos casáramos inmediatamente en Singapur, eso haría pensar a la gente que no tienes sentimientos. Bertilla lo miró temerosa y él continuó diciendo: —Por lo tanto, voy a sugerir que, si estás de acuerdo, seamos casados por el capitán del barco cañonero que me condujo aquí ayer. El vio cómo la excitación surgía en los ojos de Bertilla y ésta preguntó, casi tartamudeante de felicidad: —¿Podremos lograrlo? —Es perfectamente legal: todo capitán de un barco puede, por el poder de que lo ha investido la reina, casar en alta mar a cualquier pareja que así lo desee. —Entonces... casémonos así, si estás realmente seguro de que quieres casarte con alguien tan... insignificante como yo. —Tú eres lo más importante y preciado para mí —expresó Lord Saire—. Pienso también que, si tú lo deseas, una vez que nos casemos podemos continuar juntos mis visitas a las islas. Se detuvo para decir, como si se le acabara de ocurrir: —Podemos viajar en el cañonero y, tal vez en un mes o dos, o quizá en más tiempo todavía, podríamos volver a Singapur. —A mí me parece maravilloso... ¡perfecto! No encuentro palabras con las cuales decirte lo que eso... significaría para mí, —Será una luna de miel poco usual, pero haremos arreglos en todos los lugares en los que nos detengamos, para que nos dejen unos días solos. Estoy seguro de que siempre encontraremos personas dispuestas a prestarnos una casa donde podamos estar con libertad. —¡Ahora sé que estoy soñando! — exclamó Bertilla—. Estar en esta parte increíblemente bella del mundo... y contigo... es un sueño convertido en realidad. La besó hasta que los labios de él le produjeron sensaciones desconocidas. Ella deseaba que él la siguiera tocando de una forma que, en su inocencia, no comprendía.
Habían olvidado el tiempo, cuando un sirviente llegó para anunciarles que el rajá los estaba esperando para almorzar. Lord Saire se levantó de la chaise longue y preguntó: —¿Quieres que les comuniquemos lo que hemos decidido? —Yo me voy a sentir muy... turbada —contestó Bertilla. —Deja todo en mis manos —sugirió Lord Saire. —Eso es... lo que quiero hacer. Lanzó un profundo suspiro y continuó diciendo: —Nadie iba nunca a la misión y ahí no había nadie que hablara inglés, más que mi tía. Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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El comprendió, por su voz, lo que ella había sufrido. Como el sirviente se había retirado ya, la rodeó con sus brazos, la estrechó contra su pecho y la besó hasta que el jardín pareció dar vueltas en torno a ella. Los colores, el aroma de las flores y el vuelo de las mariposas parecieron confundirse con el amor que llenaba su corazón y su mente, hasta que ella se volvió parte de él y se convirtieron en un todo indivisible. Había sólo amor... un amor que era parte de lo divino, sagrado e inmaculado entre un hombre y una mujer, ahora y por toda la eternidad. —¡Te amo! ¡Oh, Dios, Cuánto te quiero! — exclamó Lord Saire con voz enronquecida de pasión. Con voz débil, contra sus labios, Bertilla dijo a su vez: —¡Te amo... te amo con... todo mi corazón... con toda mi alma!
FIN
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