NOVIA EN VENTA (Dollars for the Duke ) El Duque de Otterburn hereda, inesperadamente, el título y con él cuantiosas deudas y nada con qué pagarlas. Una prima suya, viajera incansable, lo convence de que la única forma en que puede sobrevivir, sin causar incontables sufrimientos a sus familiares, es casándose por dinero. Aunque la idea lo horroriza, no encuentra otra solución y acepta casarse con Magnolia Vandevilt, rica heredera de los Estados Unidos. Cómo llega Magnolia a Inglaterra, odiando y despreciando al hombre que se casa con ella sólo por dinero... cómo las disposiciones de la señora Vandevilt para la boda provocan la furia del duque... todo ello es relatado en esta apasionante novela.
Bárbara Cartland
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Capítulo1 1882
-YA he calculado el monto total, su señoría, como usted me lo pidió. El contador colocó un fajo de papeles frente al duque. El los examinó y entonces se irguió, como si no pudiera dar crédito a sus ojos. Se hizo un pesado silencio, mientras daba vuelta varias páginas antes de exclamar. — ¿Es posible, Fossilwaithe, que mi padre haya podido acumular esta cantidad estratosférica de deudas, sin que usted, ni ningún otro lo haya frenado? —Le aseguro, su señoría —contestó el contador con aire respetuoso—, que tanto yo como mis socios, hablamos con el difunto duque en varias ocasiones, pero él no nos prestó ninguna atención. En una ocasión hasta me señaló que debía ocuparme de mis propios asuntos. El duque suspiró. Estaba seguro de que el contador estaba diciendo la verdad y recordó que su padre se mostraba en exceso impaciente cada vez que alguien discutía con él, ya no digamos cuando se oponía a sus deseos. Bajó la mirada hacia las cifras, otra vez, como si pensara que, en forma milagrosa, pudieran cambiar. Entonces observó: —Ahora, Fossilwaithe, ¿qué sugiere que hagamos al respecto? No se percató de que el anciano contador lo había estado observando con una expresión de profunda compasión en los ojos. Amagó un leve gesto de impotencia antes de decir: —Es un problema que me ha mantenido despierto muchas noches, su señoría, y, con toda franqueza, no encuentro la respuesta adecuada. El duque se recostó en su sillón. —Veamos las cosas de frente... ¿qué puedo vender? De nuevo el señor Fossilwaithe, socio principal de la firma legal que se ocupaba de los asuntos relacionados con las propiedades de los Otterburn desde hacía muchos años, pareció no tener nada que decir. Como si considerara que la situación era intolerable, el duque se levantó del escritorio y caminó a través de la habitación, para mirar la avenida del Parque y, más allá, los árboles de Hyde Park. En realidad, no veía nada, perdido en sus pensamientos. La Casa Otterburn, en Londres, era grande, impresionante, una residencia adecuada para los duques del mismo nombre. Pero el actual Duque de Otterburn, cuarto en la línea, estaba pensando en el castillo y las Digitalizado por AEBks Revisado por Martha Nelly
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enormes propiedades en Buckinghamshire que había heredado en forma inesperada apenas vuelto del Oriente un mes antes. Nunca había esperado encontrarse en la posición de ser el Duque de Otterburn, puesto que tenía un hermano mayor, además de un padre de aspecto juvenil a los cincuenta años y que parecía dispuesto a vivir otros cuarenta. Sin embargo, el difunto duque cayó víctima de una epidemia en lo que a él le gustaba considerar la "plenitud de la vida". Era una epidemia que había asolado al país el último invierno, causando más muertes de las que producía cualquiera de las pequeñas guerras en las que Inglaterra estaba siempre enfrascada, en una u otra parte del mundo. Cuando Seldon Burn se enteró de la muerte de su padre estaba apenas recuperándose del rudo golpe de saber que su hermano mayor, al que quería muchísimo, acababa de romperse el cuello al caer del caballo durante una cacería. La información le había llegado con mucho retraso porque se encontraba luchando contra ciertas tribus sublevadas en las fronteras con Afganistán. No había podido comunicarse con su padre, como hubiera querido hacerlo, hasta su regreso a Peshawar. Fue allí donde lo esperaba un telegrama informándole que su padre también había muerto y que su presencia era requerida en Inglaterra a la mayor brevedad posible. En tales circunstancias, no le fue difícil obtener el correspondiente permiso. Y mientras recorría las candentes llanuras, algunas veces por tren, y otras a caballo, en el camino de regreso a su casa, cavilaba con tristeza que su vida en el ejército había llegado a su fin. Siendo el hijo menor, comprendió desde muy joven que no recibiría de su padre más que una modesta mensualidad y que debía abrirse paso en la vida por sí mismo. Años después supo que, desde la muerte del abuelo, su padre llevaba una vida extravagante. Tiraba el dinero a manos llenas, a pesar de que había señales evidentes de que las propiedades no producían lo suficiente para ese tipo de existencia y que las deudas se estaban acumulando inexorablemente. Eso, sin embargo, no tenía nada que ver con Seldon. El se había alistado en el ejército. Tomó parte en varias escaramuzas en distintos lugares del mundo, como Sudán, antes de ser comisionado en la India. Y aquella vida independiente y azarosa era de su completo agrado. Debido a que era un excelente soldado, en todos los sentidos, y un conductor de hombres innato, comandaba una compañía de soldados que había logrado sobrevivir a todos los peligros de la guerra gracias tanto a su valor como a su ingenio. Eran cualidades que Seldon Burn poseía y pronto adquirió la reputación de ser un oficial atrevido, aunque un poco caprichoso, en quien el Alto Mando podía confiar durante una crisis. Siempre había crisis en la frontera noroeste de la India. En esa región del país, un enemigo acechaba detrás de cada piedra. El hecho de que Seldon y sus hombres pudieran vencer en inteligencia a los enemigos
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dotados con armas rusas, era en sí mismo una gran satisfacción. Sin embargo, mientras navegaba por el Mar Rojo, en dirección del Canal de Suez, Seldon sabía que un capítulo de su vida se estaba cerrando para siempre y que uno nuevo, y muy diferente, iba a abrirse muy pronto. No estaba muy seguro de cuáles eran sus sentimientos respecto a su nueva condición de cuarto Duque de Otterburn. Cuando estuvo en Inglaterra, con licencia, tres años antes, había analizado con su hermano la situación. Confiaba en que Lionel, de cualquier modo, sostendría la dignidad de su apellido y que de alguna manera lograría reparar el daño que su padre estaba haciendo a las finanzas familiares. —El viejo está gastando dinero a manos llenas —había comentado Lionel. — ¿De dónde lo saca? —preguntó Seldon con curiosidad. — ¡Sólo Dios lo sabe! Como podrás imaginarte, se niega a discutir sus asuntos privados conmigo. — ¿De veras necesita vivir de un modo tan extravagante? —preguntó Seldon—. He notado que ahora tenemos doce lacayos en Buckinghamshire y seis en Londres. Hay tantos animales en las caballerizas que apenas sí caben ya. —Lo sé —gimió su hermano—, y papá está decidido a ampliar su cuadra de caballos de carrera en Newmarket. ¡No ha ganado una sola carrera este año y eso lo tiene furioso! — ¡Y además de los caballos —comentó Seldon—, están las mujeres bonitas que son la prerrogativa de todo caballero aristócrata! Lis dos hermanos se echaron a reír. Ambos se daban cuenta de que su padre era un hombre muy bien parecido y que le gustaban las mujeres bonitas. —Debías conocer a su última conquista —comentó Lionel—. ¡Luce en forma espléndida los brillantes que él le ha regalado! — ¿Quién es ella? —Una de las coristas del famoso grupo Gaiety Girls. No sabe bailar ni cantar, pero parece una diosa, y papá le satisface todos sus caprichos, por más costosos que sean. Volvieron a reír. Pero entonces Seldon agregó en tono muy serio: — ¿Sabes, Lionel? Las cosas van a ser difíciles para ti cuando heredes. El marqués se encogió de hombros. —No hay por qué preocuparse —respondió—. Papá es tan fuerte y tan sano que es muy probable que nos sobreviva a ti y a mí. Al pensar en su hermano ahora, Seldon recordó que lo había dicho en forma descuidada; sin embargo, en su caso particular iba a resultar una profecía de lo que en verdad sucedió. Ahora Lionel, que nunca se había casado, estaba muerto, igual que su padre, y Seldon, que no había esperado ni por un momento ser duque, se encontraba no sólo con el título,
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sino con una montaña de deudas que era todavía más grande de lo que había pensado. Se volvió de la ventana. —Tenemos que encontrar una solución, señor Fossilwaithe. —Estoy de acuerdo, su señoría. — ¿No hay posibilidades de vender esta casa? —Es legalmente imposible. Es decir, es parte de la herencia familiar, pero ningún miembro de la familia puede venderla. De otra manera, milord, si me perdona la impertinencia, su padre ya lo habría hecho desde hace tiempo. El duque se sentó de nuevo ante su escritorio. —Supongo que lo mismo sucede con el contenido del castillo, sobre todo con las pinturas, verdad? —Como si el primer duque, el tatarabuelo de usted, su señoría, hubiera anticipado lo que iba a suceder, también fueron escriturados de modo que no pudieran venderse a terceros. Su propio abuelo hizo lo mismo, siguiendo el ejemplo de su padre, con lo que él adquirió. El señor Fossilwaithe se detuvo antes de añadir: —Hay, desde luego, quinientos acres en la parte noroeste de la finca, que pertenecieron originalmente a la abuela de su señoría. Los ojos del duque se iluminaron. — ¿Cuánto representarían, al precio actual del mercado, si los pusiéramos en venta? —No mucho, su señoría. Y creo que debo recordarle que no sólo el hospicio está situado en esa área, sino también un gran número de las casitas ocupadas por sus pensionados. La luz se apagó en los ojos del duque. Sabía demasiado bien que si vendía esa tierra a los especuladores, o aun a terratenientes más caritativos, los pensionados podían ser expulsados de sus casas. El hospicio sería desocupado y el edificio usado para hacer viviendas que producirían buenas rentas. Miró de nuevo los papeles que había frente a él, como si una vez más no pudiera darles crédito, como si pensara que el señor Fossilwaithe había inventado aquella cifra astronómica. Entonces afirmó: —Creo que lo mejor que puedo hacer es estudiar con todo cuidado estos papeles. También me gustaría echar un vistazo a la valuación que entiendo hizo su empresa de las propiedades de los Otterburn, al morir mi padre. —Hay una copia de ella en el castillo, su señoría; pero traigo otra aquí y, si lo desea, puedo dejársela. —Gracias. El señor Fossilwaithe le entregó la copia y luego añadió con aire respetuoso: —Hubiese querido, su señoría, trasmitirle mejores noticias y poder ofrecerle un panorama más optimista del futuro.
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—Usted me ha dicho la verdad —contestó el duque—, y creo que estará de acuerdo conmigo en que sólo sabiendo con exactitud cuál es mi posición, tendré oportunidad de salir de este laberinto. Había una nota aguda en su voz al pronunciar esta última palabra. Al mirarlo, el contador comprendió lo mucho que le disgustaba la posición en que se encontraba. Pensaba que las deudas eran tan gigantescas que el apellido de la familia sería arrastrado por tierra. —Usted sabe, su señoría —dijo el señor Fossilwaithe con suavidad —, que mi empresa hará todo lo que esté a su alcance para ayudarle. El duque se puso de pie y extendió la mano. —Me doy perfecta cuenta de ello —dijo—, y sólo puedo agradecerle por todo lo que ha hecho hasta ahora; así como por su tacto y comprensión en lo que no ignoro ha sido una situación muy difícil. — Gracias, su señoría. El señor Fossilwaithe estrechó la mano del duque y se dirigió hacia la puerta después de hacerle una pequeña reverencia. Solo cuando el contador se marchó, el duque se dejó caer en su sillón, como si ya estuviera exhausto por la tarea que le esperaba. Era como si la pregunta, que sonaba en su mente atormentada como el golpeteo de un tambor, se repitiera una y otra vez. "¿Qué diablos voy a hacer?" Se alegraba, en cierto modo, de que fuera él quien tuviera que enfrentarse a esos problemas y no Lionel. Lionel nunca había sido un hombre duro y habría encontrado imposible ser tan inflexible para su solución, como el duque sentía que tendría que ser. Ante todo, el castillo tenía que ser clausurado. Sabía que eso horrorizaría a sus parientes, que siempre lo habían considerado como el punto central en torno al cual giraban sus vidas. Era al castillo adonde acudían en cada ocasión que exigía que se reuniera "el clan”. Allí se celebraban las bodas, los funerales, los aniversarios, las fiestas tales como Navidad y Pascua, el bautizo de los niños, la discusión de todos los problemas que no podían resolverse en forma individual. Permanecían en el castillo hasta que, con la ayuda de los otros parientes, lograban encontrar una solución. El duque sabía que cerrar el castillo les haría sentir que habían sido privados del punto central de su existencia. "¿Qué otra cosa puedo hacer?" se preguntó. "Es una vivienda enorme y se necesita gastar una fortuna en ella". Había ido al castillo tan pronto como llegó a Inglaterra. Encontró que las mejores habitaciones habían sido redecoradas por su padre en los últimos cinco años, sin reparar en
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costos, pero que las cocinas, bodegas y despensas daban pena y las habitaciones de los sirvientes eran dignas del barrio más pobre de Londres. No había servicios modernos y su padre, debido a que se sentía satisfecho con que el agua de su baño fuera subida dos largas escaleras y conducida después a través de corredores interminables por fuertes y jóvenes lacayos, no tenía la menor idea de las incomodidades que los mortales a su servicio enfrentaban para poder mantenerse limpios. El oro y la plata usados en el comedor eran inapreciables, pero las vajillas viejas, corrientes, desportilladas, que usaba la servidumbre para, comer y beber, merecían estar ya en el bote de la basura. Los invernaderos donde se cultivaban melocotones y orquídeas estaban en condiciones excelentes, pero los jardineros se quejaban de que no tenían ya instrumentos de trabajo y de que los techos de sus casas goteaban. El duque pensó que casi tenía miedo de levantar una piedra por temor a lo que podía encontrar debajo. Los caballos tendrían que ser vendidos, eso era evidente. La cuadra de caballos de carrera seguía siendo tan poco exitosa como tres años antes y dudaba que pudiese obtener gran cosa por ella. Aunque los caballos que había en el castillo eran animales espectaculares, la cantidad de dinero que produciría su venta no sería más que una gota en el mar de deudas que había dejado su padre. Como si sintiera que no soportaría más tiempo quedarse en su escritorio sentado, revisando las cifras que el señor Fossilwaithe había puesto frente a él, el duque guardó los papeles en un cajón. Salió de la biblioteca, con sus libros encuadernados exquisitamente en piel, y recorrió el pasillo hacia el salón que daba al jardín en la parte posterior de la casa. Aquí su padre había empleado a uno de los decoradores más cotizados de Londres para cubrir los muros con brocados de seda y hacer resaltar las cornisas y el friso con hoja de oro. Había importado de Italia, también, a un pintor muy costoso, para que pintara el techo con una alegoría que representaba a Venus. El techo era bellísimo y la habitación era sin duda alguna digna del más suntuoso de los palacios, pero nada en ella era vendible y los cuadros, sin reparar en lo famoso que fueran, habían sido asegurados por sus poseedores originales. El duque miró a su alrededor, con aire deprimido. Entonces caminó hacia la mesita de las bebidas, que se encontraba en un rincón. De acuerdo con las instrucciones de su padre, había siempre bebidas a disposición en cada habitación de la casa. No es que él bebiera demasiado. Pero si deseaba conversar con una de las bellas mujeres que llenaban su vida y no quería ser interrumpido por los sirvientes, prefería servirse él mismo. El duque observó la botella de champaña en el cubo de hielo grabado con el escudo
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de armas de la familia, los botellones de brandy, whisky y sherry y un plato de emparedados de paté. Volviendo la mirada al pasado, el duque no recordaba haber visto nunca a nadie comer un solo emparedado de los que su padre ordenaba que se colocaran, siempre frescos, en cada salón de la casa, por la mañana y por la noche. Esperaba que algún miembro de la servidumbre disfrutara de ellos cuando eran retirados al final del día, sólo para ser sustituidos a la mañana siguiente, con una nueva dotación fresca. Se había servido un poco de brandy y estaba llenando su vaso con soda, cuando se abrió la puerta y el mayordomo anunció: — ¡Lady Edith Burn, su señoría! El duque se volvió sorprendido y contempló a su prima. Era una mujer muy cerca de la edad madura. No sólo era muy atractiva, sino que también vestía con gran elegancia. — ¡Edith! —exclamó asombrado, bajando su vaso—. ¡Qué grata sorpresa! Creí que estabas en el extranjero. —Volví especialmente para verte, Seldon —contestó Lady Edith—. De hecho, desembarqué en Southampton ayer por la mañana. —Entonces, estabas en América. Lady Edith asintió con la cabeza. Cruzó el salón para sentarse en un sofá de brocado azul y observó a su primo por debajo del ala de su elegante sombrero decorado con plumas de avestruz. El duque le devolvió la mirada con una débil sonrisa y preguntó: — ¿Cuál es el veredicto? Lady Edith se echó a reír. —No creo que seas tan modesto, Seldon, como para no saber que eres un hombre muy bien parecido. Tan apuesto eres que estoy segura de que centenares de corazones británicos empezarán a latir con mayor celeridad en cuanto te vean. —Lo dudo mucho —contestó el duque con sequedad. Lady Edith enarcó las cejas. — ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó. —Que un duque sin un penique y una montaña de deudas, que le impedirán desempeñar un papel activo en la vida social que tanto te gusta a ti, no es nada envidiable. Había una repentina suavidad en la voz de Lady Edith cuando contestó: —Mucho me temía, mi querido Seldon, que eso era lo que ibas a descubrir cuando llegaras a casa. —Ya sabía que las cosas andaban mal —observó el duque—. Eso era algo que tanto Lionel como yo aceptábamos, ¡pero jamás pensamos que fueran catastróficas! Lady Edith suspiró. —Quería mucho a tu padre. Era uno de los hombres más fascinantes que conocí en mi vida, pero jamás pudo negarse nada que deseara. Y cuanto más costoso era lo que quería,
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más decidido parecía a obtenerlo. — ¡Me alegro que se haya divertido! —comentó el duque con amargura—. Pero la verdad es que, de algún modo, tengo que encontrar la forma de pagar a sus acreedores. Hasta donde puedo vislumbrar, me va a llevar toda la vida el hacerlo. Y mientras lo hago, debo encontrar un empleo, si no quiero morirme de hambre. —Lo siento mucho, Seldon querido —murmuró Lady Edith. —Yo también. Y supongo que todos lo sentirán también cuando tenga que cerrar el castillo y esta casa, pero no puedo evitarlo. ¡Y cuanto más pronto lo acepte la familia, tanto mejor! —Creo que eso les romperá el corazón a todos —dijo Lady Edith con suavidad. —Estaba seguro de que pensarías así —declaró el duque—, pero Fossilwaithe acaba de irse y con la suma total de las deudas de mi padre podrían adquirirse varios barcos de guerra que este país necesita en verdad, o proporcionar al ejército no menos de dos regimientos. Como si no pudiera soportar la expresión de Lady Edith, caminó hasta la mesita de las bebidas y preguntó: — ¿Qué te sirvo? —Sherry, si me haces el favor —contestó Lady Edith. Mientras le servía, el duque estaba pensando que se alegraba, en cierta forma, de que la primera en oír las malas noticias fuera su prima Edith. Ella había sido siempre una de las más encantadoras y comprensivas de sus parientes y consideraba que tenía más sentido común que la mayor parte de los miembros de la familia. Su historia era muy triste. Se había comprometido en matrimonio cuando tenía dieciocho años con un hombre encantador, rico y noble. Se habían enamorado uno del otro a primera vista. El era varios años mayor que ella y había pasado muchos años viajando alrededor del mundo, algunas veces por placer y otras porque, debido a su dominio de varios idiomas, actuaba como enviado especial del gobierno. Se comprometieron en matrimonio, pero, como era de esperarse, los padres de Lady Edith insistieron en los convencionales seis meses de espera antes de permitirle casarse. Entonces el gobierno le pidió que tomara parte en unas escabrosas negociaciones que se estaban realizando entre el Ministro de Relaciones Exteriores de Inglaterra y el Sultán de Marruecos. Era difícil negarse. Así que se despidió lleno de tristeza de Lady Edith; le prometió que realizaría su misión tan pronto como le fuera posible y volvería al menos dos meses antes de la fecha en que iba a tener lugar la boda. El se fue y Lady Edith se dedicó a comprar su ajuar y a escribir todos los días al hombre que amaba con desesperación. Pero cuando llegó el momento de regresar, no apareció.
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Fue sólo cuando pasó otro mes sin tener noticias suyas, que insistió en que su padre se pusiera en contacto con el Ministro de Relaciones Exteriores. Para su consternación, su padre fue informado de que el prometido de Lady Edith había llegado de Marruecos, pero que, había desaparecido de una manera inexplicable. En los meses siguientes, la única información que Edith recibió fue que su prometido había sido visto con una tribu que era hostil al sultán. Se pensaba que quizá había sido hecho prisionero. Las autoridades se imaginaban que lo tenían cautivo pero nadie parecía saber dónde estaba. Debido a que no podía haber ninguna declaración oficial al respecto, a Edith le pareció que el Ministro de Relaciones Exteriores se mostraba muy negligente tanto en su búsqueda, como en sus esfuerzos para que fuera liberado, si es que, en realidad, estaba prisionero. Los meses pasaron, pasó un año y seguían sin noticias. Por insistencia de su padre, el Ministerio envió un representante a Marruecos para llevar a cabo una investigación. Había rumores de que el prometido de Lady Edith había sido visto en el interior del país, que se le tenía prisionero y muy bien vigilado, que había escapado pero se había perdido todo rastro de él en las arenas del desierto, y una docena más de versiones, ninguna de las cuales parecía ser verídica. Más allá de estas explicaciones, lo cierto era que él no había vuelto. La cancillería, que no deseaba hostigar de ningún modo al sultán, no insistió en el asunto más de lo necesario. El tiempo pasó y Edith continuó esperando. Sus padres y todos sus amigos opinaban que ya no había esperanza y que debía aceptar que su prometido había muerto; pero ella continuó esperándolo. Fue sólo diez años más tarde, cuando volvieron algunos exploradores de regiones recónditas de Marruecos, relatando que habían encontrado una tribu que tuvo prisionero a un hombre blanco, hasta su muerte, que Edith aceptó que el hombre amado no volvería nunca más. Después de eso, reorganizó de algún modo su vida, pero nunca se casó. Como tenía una moderada fortuna se dedicó a viajar. Primero lo hizo con sus padres, luego con una dama de compañía y más tarde, al madurar, con su doncella. Tenía treinta y cinco años cuando publicó su primer libro: Viajes por el Oriente. Prosiguió al año siguiente con otro título: Viajes por el Occidente. Como los súbditos de la Reina Victoria estaban muy interesados en conocer el mundo, del cual los ingleses se habían apropiado una buena parte, sus libros resultaron muy populares y Lady Edith se convirtió en una celebridad. Su independencia produjo no pocas críticas entre quienes pensaban que las mujeres no podían sobrevivir sin la protección de un hombre y debían conformarse con permanecer en casa con sus hijos, si los tenían, o, de lo contrario, consagrarse a obras de beneficencia.
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Pero Lady Edith se burló de semejantes ideas y disfrutó de la fama obtenida. El duque pensó, al contemplarla ahora, que gracias a su amplia experiencia, se había vuelto una mujer sabia y sensata. Ella, más que nadie, podía ayudarlo a acallar las protestas inevitables del resto de la familia. Le alcanzó la copa de sherry y alzando el vaso de brandy que acababa de servirse bebió un largo trago. —Esa es la situación, Edith —dijo—, y no hay nada que pueda hacer para cambiarla. —Por el contrario —contestó Lady Edith—. Yo tengo una alternativa, si quieres oírla. —Por supuesto que estoy dispuesto a escuchar cualquier cosa que me propongas. Tenía la sospecha de que la alternativa que Edith iba a sugerirle no sería práctica. Lady Edith posó su copa, sobre la mesa junto al sofá, antes de decir: —Es muy sencillo, mi querido Seldon. ¡Lo que necesitas es casarte con una mujer rica! Su respuesta no era lo que el duque esperaba. La miró como si pensara que no había escuchado bien. —Acabo de volver de los Estados Unidos —explicó Lady Edith—, y Nueva York está lleno de mujeres ambiciosas decididas, por sobre todas las cosas, a casar a sus hijas con un aristócrata inglés. Los aristócratas franceses, italianos y de otras nacionalidades también son aceptables, en segundo término, sobre todo si son príncipes. —No estás hablando en serio, ¿verdad? —exclamó el duque. — ¡Claro que hablo muy en serio! —contestó Lady Edith—. Desde que Jenny Jerome se casó con Lord Randolph Churchill, en 1874, las ambiciones matrimoniales de cada anfitriona de la Quinta Avenida consisten en ver a sus hijitas usando una corona de nobleza. La aristocracia tiene un encanto muy peculiar para ellas. —Si lo que me estás diciendo es la verdad —dijo el duque—, me parece una idea repugnante, en la que jamás participaría. —Suponía que ésa iba a ser tu respuesta —observó Lady Edith sonriendo—. Has estado tanto tiempo fuera de Inglaterra que no tienes idea del gran número de ingleses que han descubierto que su título es fácil de cambiar por varios millones de dólares. —Casi no puedo creer lo que estás diciendo. Y déjame decirte que cualquier sugerencia de que descienda a ese nivel recibirá una categórica negativa de mi parte. Lady Edith tomó su copa de sherry. —Desde luego, querido Seldon, tienes mucha razón y te admiro por ello. Pero después de lo que acabas de decirme y de lo que yo sabía demasiado bien antes de venir aquí, hay algunas preguntas que me gustaría hacerte. — ¿Cuáles? —refunfuñó el duque. —Tu tía abuela me escribió, recibí su carta antes de partir para Nueva York, diciéndome que, desde la muerte de tu padre, no ha recibido su pensión. Esperó a que el duque hablara, pero como éste no lo hizo continuó diciendo: —Tu padre le otorgó una pensión de setecientas cincuenta libras al año. Es todo lo que
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dispone en la actualidad para vivir. Desde luego, tiene una casita dentro de la propiedad, pero tengo entendido que está en lamentables condiciones y necesita ser reparada con urgencia. La tía tiene casi ochenta años y dudo que pueda vivir con menos dinero, con los dos sirvientes que están con ella y que le han sido fieles muchos años. El duque siguió guardando silencio y Lady Edith añadió: —Y hay muchos otros ancianos por los que la familia siempre ha velado. Tengo una lista que comienza con tu vieja institutriz. ¿Recuerdas a la señorita Chamberlain? Ella recibe sólo doscientas libras al año. Tiene sesenta y siete años y está inválida a causa de su reumatismo. Le sería imposible trabajar, aunque tratara de hacerlo. Mientras hablaba, Lady Edith había sacado de su bolso de mano una hoja de papel y alzó la vista para encontrarse con el ceño fruncido del duque. —Los sirvientes —continuó ella—, y otros empleados que han sido pensionados entran en una categoría especial, tengo entendido, que está a cargo de los contadores y son ellos quienes se ocupan de pagarles. Pero se consideró indiscreto ponerlos al corriente de lo que reciben nuestros parientes. Levantó la hoja de papel. —Tengo aquí una lista y el total asciende a poco más de 3,500 libras al año. Con toda franqueza, Seldon, no sé cómo podrán sobrevivir a menos que estas pensiones les sean aumentadas. — ¡Aumentadas! —exclamó el duque—. ¿De dónde crees que voy a sacar siquiera las 3,500 libras al año? Lady Edith suspiró. —Yo sé que es imposible, pero, ¿qué vamos a hacer con todos estos queridos ancianitos? Sin tu ayuda, tendrán que ir a un asilo. El duque de Otterburn cruzó de nuevo la habitación hacia la ventana. — ¡Es una situación intolerable! —dijo furioso—. Cuando pienso en todo el dinero que mi padre gastó en actrices y en caballos que jamás salieron de las caballerizas, así como en ejércitos innecesarios de sirvientes, me parece increíble que haya dejado que las cosas llegaran hasta ese punto. —Es muy penoso pensar en eso —comentó Lady Edith con voz compasiva—, pero no puedes volver el reloj hacia atrás. Lo hecho, hecho está. —Lo sé —respondió el duque—. La cuestión es: ¿qué puedo hacer? —A menos que intentes asesinar a la gente que está en esta lista, a eso equivaldría el que les retiraras la ayuda, hay sólo una sola solución. — ¿Casarme por dinero? ¡Es degradante, obsceno, una solución que considero tan indigna como golpear a los esclavos o comprar el cuerpo de una mujer en un burdel! Su voz sonaba áspera y ronca. Cuando se hizo el silencio a sus espaldas, se volvió para decir: —Perdóname, Edith, no debí haberte hablado así.
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—Lo entiendo, Seldon —respondió ella con gentileza—. Para alguien con principios tan rectos como los tuyos, debe parecer un arreglo bastante desagradable. El duque dejó escapar un gruñido y ella prosiguió: —Al mismo tiempo, es algo que ha sucedido en la sociedad inglesa desde siempre. Piensa en todas las familias que conocemos y respetamos. Siempre, en alguna época o en otra, han traído a su seno herederas que han llenado los cofres de la familia. ¡Y no puedo menos de sospechar que un poco de sangre roja, mezclada con tanta azul, debe mejorar la especie humana! — ¡Ese es un comentario absurdo, si me permites decirlo! —exclamó el duque con impaciencia. —Tal vez el comentario sea absurdo, pero la idea que representa es muy real y muy práctica. Y como he pasado bastante tiempo en Nueva York, creo que comprendo los sentimientos de las madres del Nuevo Mundo que quieren que sus hijas tengan lo mejor del Viejo Mundo. Observó la expresión en el rostro del duque y exclamó: —Algunas de esas muchachas norteamericanas son muy atractivas, muy bien educadas, mucho más que las nuestras. Y tienen tanta personalidad como carácter. Le pareció que el duque la miraba con escepticismo y continuó antes que él pudiera hablar: —Los hombres norteamericanos son muy diferentes. Empiezan a trabajar desde muy jóvenes. Concentran toda su energía, su fuerza y su ambición en ganar dinero. Pocos de ellos son cultos; muy pocos, en verdad tienen otro interés que no sean las finanzas. — ¡Yo no quiero escuchar nada de eso! —protestó el duque. —Sí, tienes que hacerlo —repuso Lady Edith con voz aguda—. Te estoy diciendo, Seldon, que tu única posibilidad de salvar la familia, el castillo y la vida de quienes dependen de ti, es casarte con una encantadora muchacha norteamericana que te proporcionará una enorme fortuna. Podrás gastarla como tú quieras. Ella se sentirá feliz de llevar tu nombre y ser una duquesa. — ¡Hablas como si fueras una celestina del Siglo XVIII! Como estaba furioso, el duque trató de que aquello sonara a insulto. Pero sólo logró que Lady Edith se echara a reír. —Si estás tratando de lastimarme, Seldon, no vas a lograrlo. Sé lo que estás sintiendo, pero aun la gente idealista como tú tiene que aceptar el mundo tal como es y no como quisiera que fuera. Su voz se suavizó al decir: —Considero que este tipo de matrimonio es para ti un deber. Por otra parte, una vez que lo hayas hecho, que te hayas dado el "chapuzón" por así decirlo, vas a ver que no es tan desagradable como suponías. Te prometo que la esposa que elija para ti será tan atractiva como adaptable. Son dos cosas que las norteamericanas poseen y que a nosotras
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casi siempre nos faltan. Lady Edith se detuvo por un momento antes de proseguir: —Tú tienes que casarte tarde o temprano. Si observas a las chicas inglesas cuando acaban de salir del salón de clases, muchachas que han estado siempre acompañadas por institutrices y a las que no se les permite aparecer en público hasta que no han hecho su debut, te darás cuenta de que las posibilidades son bastante deprimentes. Sin dar oportunidad de responderle, continuó: —Son muchachas que no han hablado con ningún hombre, excepto con el vicario local. Es casi imposible creer que algún día se convertirán en las mujeres encantadoras, ingeniosas y mundanas que a ti te parecen ahora tan atractivas. Había un asomo de burla en la voz de Lady Edith cuando afirmó: —Tu vida será un largo bostezo si eliges a una muchacha inglesa por esposa. En cambio, te ofrezco alguien muy diferente. Y al margen de sus atractivos físicos, tendrás muchos millones de dólares a tu disposición. — ¡No lo haré! —protestó el duque con firmeza—. ¡Te digo que no lo haré! Lady Edith no contestó. Bebió un sorbo de sherry. — ¿No oíste lo que te dije, Edith? —preguntó el duque. —Te oí, Seldon —contestó su prima—, pero te casarás, porque no te queda más remedio.
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Capítulo 2 MAGNOLIA cerró la puerta y a toda prisa ocultó en su vestido la nota que acababa de leer, y permaneció de pie, en actitud tensa y asustada, cuando su madre entró en la habitación. La señora Vandevilt, que en privado era conocida como el Dragón de la Quinta Avenida, era una mujer en extremo atractiva. Tenía el porte de una emperatriz y los hilos de perlas perfectas que llevaba colgando de su largo cuello, así como los enormes brillantes que adornaban sus orejas, hacían pensar en un potentado oriental. Pero sus ojos eran duros y no había ninguna sonrisa en sus labios cuando clavó una mirada de acero en su hija. Magnolia temblaba y se hizo un silencio prolongado e incómodo, antes que su madre dijera: —Tengo entendido que te fueron entregadas unas flores hace una hora. ¿De quién eran? —Yo... yo no... sé. Era una mentira, dicha sin convicción, y le fue imposible mirar de frente a su madre. En cambio, sus ojos se detuvieron en una mesita, con incrustaciones de marfil, donde había junto a las valiosas porcelanas de Sévres una cesta conteniendo azucenas. La señora Vandevilt siguió la mirada de su hija y apretó los labios. — ¡Azucenas! —exclamó llena de desprecio—. Supongo que tu admirador pensó que parecías una azucena. Quiero saber qué te escribió. Hubo un nuevo silencio antes que Magnolia tartamudeara, con vocecita asustada: —Yo... no sé... a qué... te refieres... — ¡No trates de engañarme, Magnolia! —gritó la señora Vandevilt con voz aguda—. Sabes muy bien que nunca has podido hacerlo. Sé muy bien quién fue el hombre que te envió esta basura y quiero ver la nota que la acompañaba. Magnolia no contestó y su madre notó que su rostro estaba muy pálido y que sus manos temblaban. La señora Vandevilt se acercó aún más. — ¡No te he pegado, Magnolia, desde que cumpliste quince años, pero si continúas mintiendo no vacilaré en darte la paliza más grande de tu vida! — ¡Mamá! Era una exclamación de espanto. —Sabes muy bien a qué me refiero —declaró la señora Vandevilt—. ¡Dame la nota!
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Extendió la mano y después de un momentáneo esfuerzo por resistir a su madre, que siempre la había aterrorizado, Magnolia desabotonó su vestido, sacó la nota y con manos temblorosas, se la entregó a su madre, quien comentó: —Nos ocuparemos del hombre que escribió esto. En el futuro, sólo saldrás de la casa en mi compañía y no asistirás a bailes ni fiestas hasta que salgamos para Inglaterra. Magnolia se puso muy rígida y se quedó muda antes de preguntar: — ¿Inglaterra...? ¿Vamos a ir... de viaje, madre? —Tú vas a Inglaterra para casarte con el Duque de Otterburn —contestó la señora Vandevilt. Trató de hablar con severidad, pero había una inconfundible nota de triunfo en su voz. Y no la afectó el hecho de que su hija se le quedara mirando con expresión de horror. —Pe... pero... mamá —dijo por fin, al ver que su madre no iba a agregar nada—. ¿Cómo puedo... casarme con el Duque de Otterburn? ¡Ni... siquiera... lo conozco! —Eso no tiene ninguna importancia —respondió la señora Vandevilt con brusquedad—. Todo ha sido arreglado por Lady Edith Burn y debes considerarte una muchacha muy afortunada. ¡Sólo espero ver la cara que pondrá la señora Astor cuando se anuncie el compromiso! —Pero... mamá... yo no puedo... no puedo... es imposible... —balbuceó Magnolia. Como si ya no tuviera nada más que decir, su madre se dirigió hacia la puerta. Casi había llegado cuando volvió la mirada hacia la cesta de azucenas sobre la mesa. Caminó hacia ella, la alzó, la arrojó al piso y luego pisoteó las frágiles flores. Después abandonó la habitación sin volver la mirada hacia su hija. Magnolia lanzó un grito y ocultó el rostro entre las manos. Sentía como si, al destruir sus flores, su madre también hubiese destruido algo que había comenzado a nacer dentro de ella la noche anterior y que le pareció, al examinarlo en retrospectiva, como las primeras flores de la primavera. Había sido una fiesta como tantas otras hasta que ella bailó con él. Sus demás parejas eran todos muchachos que conocía desde hacía años. Los frecuentó de niña en las fiestas infantiles, los vio después en los bailes para adolescentes y asistieron también al baile que le fue ofrecido al cumplir los dieciocho años. En los últimos meses había terminado por decidir que los muchachos eran todos iguales: o mudos de timidez, o exageradamente efusivos y llenos de expresiones populares de cariño, que a ella le resultaban de mal gusto. Como había dicho una vez a su padre: —Parece absurdo, papá, pero siento como si yo fuera muchísimos años más grande que los hombres con los que tengo que bailar. Y cuando estoy sentada junto a ellos durante la cena, no saben hablar más que de caballos. Y ni siquiera de montarlos... sino de apostar. Su padre se había echado a reír, pero ella pensó que había una expresión triste en sus ojos cuando dijo:
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—Es del todo innecesario, querida mía, que seas inteligente, además de bella. —Me alegro que tú pienses que soy ambas cosas —sonrió Magnolia. —Por supuesto que lo pienso —contestó su padre—, y ahora quiero mostrarte este cuadro que acabo de comprar y que nadie en esta casa apreciará como tú. Magnolia comprendió que, en una forma muy indirecta, se estaba refiriendo a la constante frustración que le producía la actitud de su esposa. La señora Vandevilt despreciaba el interés de su esposo por el arte y lo consideraba una pérdida de tiempo. También pensaba que la extensa educación que él había insistido en que recibiera Magnolia había costado un dinero que podía haberse gastado en valiosas joyas. Pero aunque el señor Vandevilt era un hombre tranquilo y complaciente en muchos sentidos, que cedía a los caprichos de su esposa y la dejaba hacer lo que se le antojara, en lo referente a la educación de su hija se había mostrado inflexible. Las institutrices y maestros que habían enseñado a Magnolia fueron seleccionados por él, y como la señora Vandevilt no estaba interesada en nada que no pudiera ser visto y admirado, aceptó su criterio. Magnolia era ingeniosa e inteligente y todo lo que aprendió abrió las ventanas de su mente a nuevos panoramas. Esto resultaba una fortuna para ella por la simple razón de que quizá, ninguna muchacha, en todos los Estados Unidos, era tan cuidada, vigilada y confinada como ella. Con frecuencia, Magnolia sentía que era casi una prisionera. Pero, por otra parte, no había muchacha en todos los Estados Unidos tan rica como Magnolia Vandevilt. Cuando sus padres se casaron, fue la unión no sólo de dos personas en alto grado atractivas, sino también de dos enormes fortunas. Estas habían sido acumuladas por sus visionarios antepasados, que habían llegado al Nuevo Mundo para hacer dinero y tuvieron la inteligencia de invertirlo después en la propia tierra que estaban pisando. El abuelo y el padre del señor Vandevilt habían comprado hectáreas y hectáreas de las islas pantanosas sobre las cuales se erguía ahora fa ciudad de Nueva York. El padre de la señora Vandevilt había invertido su dinero en las primeras minas de oro y después en los primeros yacimientos de petróleo. La gran tragedia para los actuales Vandevilt era que tenían sólo una hija a la que legar su vasta fortuna. Pero eso era una tragedia aún mayor para Magnolia. Tan pronto como tuvo edad suficiente para pensar por sí misma, se dio cuenta de que era "diferente". No podía salir en su cochecito, o más tarde pasear con su niñera por Central Park, sin que hubiera varios guardaespaldas vigilándola de cerca. Se acostumbró a esto y fue sólo cuando comprendió que ningún hombre alcanzaría los niveles necesarios para que lo consideraran digno de ser su esposo, que Magnolia comenzó
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a tener miedo. Debido a que era romántica, una tendencia que había sido cultivada por su padre, se había imaginado que algún día se enamoraría del príncipe de sus sueños. Fue su padre quien le dio a leer "Romeo y Julieta", quien le habló de Dante y Beatriz, quien la hizo llorar con las desventuras de Abelardo y Eloísa. Remontándose aún más, fue él quien, sentado en su cama cuando ella tenia cinco años, le relató las aventuras de la Cenicienta. Al crecer Magnolia, el señor Vandevilt descubrió, con incontenible deleite, que su hija tenía su misma pasión por la pintura. El había iniciado su colección cuando muy joven hizo su primera visita a Florencia. Siempre había encontrado muy difícil explicar a alguien que no fuera Magnolia, lo que había sentido cuando se encontró, en la Galería de los Uffizzi, contemplando las obras de Botticelli. Sintió que le arrancaban el corazón de emoción y, en realidad, se enamoró por primera vez. Era un amor que tenía más importancia para él en su vida, que cualquiera otra cosa. Tuvo la suerte de que su enorme fortuna le permitió adquirir cuadros no sólo de los comerciantes en arte, sino directamente de pintores cuyas obras tenían para él una magia que otros coleccionistas no percibían aún. Colgados en las habitaciones privadas de su enorme casa de la Quinta Avenida había Sisleys, Monets y un Renoir que había comprado por unos cuantos francos, cuando todos los demás reían de aquellos absurdos impresionistas. —Hay algo en ti, queridita mía —había dicho a Magnolia cuando ya era grande—, que me recuerda a los personajes de Sisley. Ella le dirigió una sonrisa encantadora. —No me podías haber dicho mejor cumplido, papá, pero creo me estás adulando. —No, sólo te estoy diciendo la verdad. Tienes una gracia, una fragilidad, unos reflejos de luz que sólo Sisley hubiese podido reproducir en el lienzo. Su madre tenía una opinión diferente. —Eres demasiado alta, tu cuello es demasiado largo y no puedo imaginarme de dónde sacaste esa absurda cara de bebé que tienes —decía con voz aguda—. Hazte masajes en la nariz, a ver si te crece un poco más. Lanzó un gruñido de incomodidad y continuó diciendo: —Dios sabe que yo quería una hija con facciones clásicas. Pero con todos esos cuadros que vuelven tonto a tu padre, cualquiera hubiese pensado que ibas a salir así. Su madre estaba pensando en los Rubens, los Rembrandts y los Van Dykes colgados en el enorme salón, en el vestíbulo y en la galería de pinturas. Las amigas de la señora Vandevilt los miraban con envidia y los periódicos los describían como "parte de la colección privada más importante de los Estados Unidos".
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Magnolia se sentaba tranquila con su padre, cuando le permitían hacerlo, en su pequeño estudio que era la habitación menos suntuosa de la casa. Contemplaba la luz de los árboles de Sisley, un campo de maíz que parecía estremecerse en el viento, orando porque su padre siempre la considerara tan hermosa como los cuadros que tanto significaban para él. Sin embargo, cuando empezó a crecer encontró que le era cada vez más difícil que la dejaran estar sola y en paz con su padre. Ahora su madre se estaba concentrando en ella como si fuera uno de esos proyectos, sociales o caritativos, por los que era mencionada con alabanzas casi todos los días en la prensa. Pasaba horas enteras probándose vestidos, hasta el punto de que llegaba a quejarse con su padre: —Quisiera poder andar desnuda, o tener una simple túnica como las que usaban los griegos. Su padre le había sonreído y ella comprendió que él se daba perfecta cuenta de lo aburrido que debía ser aquello para Magnolia. —Traté de leer mientras me los probaban —continuó diciendo Magnolia—, pero mamá me quitó el libro y me dijo que ningún hombre amaría una mujer cuya cabeza estaba llena de cosas aburridas. Su padre suspiró, pero no dijo nada. Después de un momento, Magnolia le preguntó: — ¿Por qué te casaste con mamá? Siempre habían hablado entre ellos con mucha franqueza, desde que era niña, y ella le hacía preguntas que no se hubiera atrevido a hacer a nadie más. Su padre no respondió en el acto; pero Magnolia comprendió que no lo hacía porque le turbara la pregunta, sino porque estaba mirando hacia el pasado, tratando de contestarle con apego a la verdad. —Nuestros padres arreglaron nuestra boda porque consideraron que la unión entre dos fortunas tan grandes como las nuestras sería una cosa muy conveniente —explicó, por fin, el señor Vandevilt—. Y, en realidad, tu madre era muy hermosa. Sonrió con un poco de tristeza antes de continuar: —Sabía muy poco sobre mujeres en ese entonces, puesto que me había concentrado casi de manera exclusiva en los cuadros. Pero me pareció que se igualaba a una de las madonnas pintadas por los antiguos maestros italianos. Magnolia no dijo nada más. Ambos se percataban de que la señora Vandevilt, después de luchar diecinueve años, palmo a palmo, para alcanzar el pináculo de la fama social, no parecía de ninguna manera una madonna. Más bien una Medusa, con brillantes en lugar de serpientes en la cabeza. Lo que resultó evidente después de su matrimonio fue que la señora Vandevilt tenía una voluntad de hierro y la decisión de salirse siempre con la suya, sin importar qué tipo de oposición encontrara.
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Ejercía una autoridad inflexible sobre quienes trabajaban para ella. Su marido, que detestaba verse involucrado en discusiones de cualquier tipo, prefirió retirarse a un segundo plano y permanecer allí. Le bastaba con poder disfrutar de sus cuadros y de los pocos amigos que compartían su interés por el arte. Le fue imposible, por lo tanto, interferir en la educación inicial de Magnolia, aunque pensaba que su esposa la manejaba con demasiada rigidez. —Tengo que ser padre y madre de mi hija —confiaba la señora Vandevilt a sus amigas más íntimas—. Mi marido no tiene el menor interés en ella. No era verdad, pero el señor Vandevilt lo había aceptado ya que hubiese sido inútil tratar de imponer su autoridad, puesto que con ello sólo empeoraría las cosas. Por lo tanto, era su esposa la que castigaba a Magnolia cuando era grosera. Y como la señora Vandevilt cuando niña, había sido azotada por su propio padre, Magnolia recibía el mismo tratamiento. Casi siempre la golpeaba en las piernas con un látigo y debido a que tenía un orgullo poco común en una niña tan pequeña, se obligaba a sí misma a no gritar, ni a llorar siquiera, hasta que estuviese sola. Esto, de manera inevitable, hacía que el castigo fuera más severo, debido a la decisión de la señora Vandevilt de dominar el espíritu de su hija y de doblegarla. Nunca lo logró, pero debido a que Magnolia era vulnerable y sensitiva, no sólo al castigo físico, sino a los pleitos y a las voces agudas, tenía terror de su madre. Su único consuelo era que ella podía escapar como su padre lo había hecho, sólo que en su caso lo hacía a través de los libros. Leía y leía y fue golpeada innumerables veces por leer cuando debía estar dormida, sin que eso la detuviera. Se forjó un mundo de sueños donde las cosas eran muy diferentes de la realidad de su propio hogar. Como era muy femenina, su mundo contenía, invariablemente, un caballero de brillante armadura, un Príncipe Azul, que la protegía, luchaba por ella y a quien, en resumidas cuentas, ella le entregaba el corazón. La noche anterior, en el baile, pensó que lo había encontrado. El hombre que se había acercado a ella para invitarla a bailar era inglés. Era sobrino de una de las más importantes anfitrionas de Nueva York, porque su hermana se había casado con un lord inglés. Su hijo, según decían los periódicos, había llegado a los Estados Unidos durante un viaje alrededor del mundo. Alto y rubio, de ojos azules, cuando Magnolia lo descubrió le pareció salido de uno de los cuentos de hadas que su padre le relataba cuando era pequeña. Bailaron juntos y él le dijo: —Es usted muy hermosa y diferente de cualquiera otra muchacha que haya conocido.
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En realidad, me recuerda usted a una azucena. —Gracias —sonrió Magnolia—, pero la verdad es que me llamo Magnolia. —Es un nombre que también le sienta a la perfección —contestó él—. Pero, ¿cómo fue que le pusieron un nombre tan poco común? Magnolia empezó a reír. —Según dicen, cuando nací la enfermera le comentó a mi padre: "Es una nena muy graciosa, pero tiene la piel de una magnolia". Su compañero de baile se echó a reír. —Estoy seguro de que su cutis no ha cambiado con Ios años —dijo—, y me encantaría tocarlo. Magnolia lo miró sorprendida, pensando que era un gran atrevimiento. Por supuesto que ninguno de los tímidos muchachitos norteamericanos con los que solía bailar se hubiese atrevido a hacer un comentario semejante. Cuando sus ojos se cruzaron con los ojos azules de él, Magnolia experimentó una extraña sensación de excitación, aunque al mismo tiempo la dominó la timidez. —Tengo que volverla a ver —dijo él—. ¿Cómo podremos hacerlo? Magnolia movió la cabeza de un lado a otro. —Es imposible, a menos que venga con su tía a visitar a mamá. —Usted sabe que no me refería a eso. Quiero verla a solas. —Nunca me permiten ver una persona a solas. —Ya se me ocurrirá algo —insistió él—. Déjelo en mis manos. Ella sintió que sus dedos oprimían los suyos y con el otro brazo pareció acercarla más a él. Entonces terminó el baile y él la llevó de regreso con su madre. No hubo oportunidad de volver a bailar con él, porque su carnet estaba lleno; pero sus ojos se volvieron a encontrar a través del salón y ella comprendió que deseaba verlo de nuevo, aunque sintió, también, con desolación, que eso no sucedería jamás. Ahora comprendió con una especie de horror enfermizo lo que su madre había estado planeando de manera tan ardua esas últimas semanas. Tuvo la impresión de que algo extraño estaba sucediendo, cuando Lady Edith Burn visitaba casi constantemente la casa y su madre se encerraba a conversar con ella bajo llave, de modo que Magnolia dispuso, para su sorpresa, de tiempo libre para estar con su padre. — ¡Oh, papá, te he echado mucho de menos! —le dijo la primera vez que pudieron estar juntos. —Y yo también, queridita —contestó. Se sonrieron mutuamente y entonces él dijo lleno de ansiedad: —Mira lo que tengo que mostrarte... es un Boudin, uno de los más bellos que he visto nunca. Y también compré otro Sisley. — ¡Qué emoción, papá! —exclamó Magnolia. Se sentaron juntos a contemplar y elogiar la luz que bañaba los árboles y la asoleada
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playa que Boudin había pintado como sólo él podía hacerlo. Cuando terminaron de hablar de pintura, se enfrascaron en una larga conversación sobre filosofía, historia y, por supuesto, literatura. —Tengo una nueva novela francesa para que la leas —le dijo su padre—, pero no dejes que tu madre la vea. —No, por supuesto. Y, de cualquier modo, mamá no sabe francés —contestó Magnolia. —Pero es posible que haya oído hablar de Gustave Moreau, ya que todos lo mencionan —observó su padre con sequedad. —Lo esconderé, como siempre. Y ahora, papá, tengo algunas preguntas muy importantes que hacerte sobre el budismo; siento que sólo tú me puedes contestar. Hablaron felices, hasta que Lady Edith se fue; pero volvió al día siguiente y al otro. Magnolia pensó ahora que debía haber comprendido que algo muy importante estaba preparándose. ¡El Duque de Otterburn! ¿Quién era? Apartó las manos de su rostro para contemplar las azucenas pisoteadas que su madre había dejado esparcidas sobre la alfombra. Le parecía un símbolo de sus propios sentimientos y de su vida futura. Entonces, sintiéndose más asustada que nunca, comprendió que debía buscar a su padre. Bajó corriendo la escalera en dirección de su estudio y, para su alivio, lo encontró, como esperaba, examinando algunos cuadros que uno de los vendedores de arte, que nunca perdían la oportunidad de interesar a un cliente tan rico como aquél, habían dejado para su inspección. En el primer momento no notó que ella estaba ahí, pero, al volverse para ver quién venía a perturbarlo, Magnolia le echó los brazos al cuello y escondió el rostro en su hombro. Sintió cómo temblaba su hija y luego de un momento, dijo con voz tranquila: —Me imagino que tu madre te lo ha dicho ya. — ¡No puedo... hacerlo, papá! No me puedo... casar con alguien a quien nunca he... visto y a quien no... amo. Era el grito angustiado de una niña y mientras la oprimía contra su pecho, el señor Vandevilt agregó: —Temí que eso te alteraría, nenita. —Tú... tienes que... salvarme, papá. Tú sabes que mamá no me hará... caso si... digo que no me... casaré con él. Su padre le besó en la frente. —Ven y siéntate, queridita —dijo—. Quiero hablar contigo. Se sintió sorprendida por el tono de su voz. Esperaba que, debido a que siempre habían estado tan unidos y a que él la comprendía como nadie lo había hecho nunca, le prometería hablar con su madre.
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Pero en lugar de eso la condujo a un sofá y se sentaron juntos. —Tienes que salvarme, papá —insistió Magnolia—. Yo sé que tú nunca te opones a mamá... que siempre le dejas hacer... lo que quiere... pero tú comprendes... como ella no comprenderá... nunca... que no estoy interesada en ser... duquesa... sino en... casarme con un hombre... que ame. Pensó en el inglés de ojos azules que había bailado con ella la noche anterior y añadió en voz muy baja: —Pensé... anoche en el... baile que había conocido a... alguien a quien podría amar... si me... permitieran... verlo. Su padre suspiró, pero no dijo nada y Magnolia continuó: — ¿Qué puedo hacer, papá? Si tú no me ayudas, mamá... me obligará a hacer... algo que yo sé que es... horrible y degradante. Y, de cualquier modo, ¿por qué iba el duque... a querer casarse conmigo... si nunca... me ha visto? Mientras formulaba esa pregunta, comprendió que ya conocía la respuesta. Hasta entonces el tema no le había interesado de manera particular, pero la conversación de sus amigas, en los almuerzos y cenas a los que le habían permitido asistir desde que se convirtió oficialmente en persona mayor, giraba siempre en torno a los chismes sociales de quiénes harían mejores matrimonios, refiriéndose siempre a las hijas de las mujeres más notables de la sociedad neoyorquina. A Magnolia eso no le importaba, pero dedujo de lo que escuchaba que había causado una tremenda sensación el hecho de que Jenny Jerome, cuya familia era conocida de todos, se había casado con un inglés llamado Lord Randolph Churchill. Y provocó aún más interés el que Consuelo Lenaga, que vivía en la Quinta Avenida, se convirtiera en la Duquesa de Manchester. Magnolia habría sido muy tonta, y no lo era, si no se hubiera dado cuenta de que las madres con hijas de su edad estaban haciendo maniobras para hacer que hombres importantes, de preferencia con títulos de nobleza, asistieran a sus fiestas. Una anfitriona estaba ofreciendo un baile a un príncipe italiano que acababa de llegar al país. Otra había invitado, y exhibió su nombre como si fuera un as de triunfo... a un conde inglés. Otras damas, que a Magnolia se le antojaron "verdes de envidia", no pudieron ofrecer mejores cartas que un dudoso conde o un magnate petrolero tejano. Ella no había prestado mucha atención a todo eso, pero ahora todo volvió a su mente con aire amenazador. Comprendió que si su madre pudiese sacar un duque, como un mago saca un conejo de su chistera, sería sin duda la ganadora en aquella competencia. — ¡No lo... haré, papá! —exclamó ahora con determinación—. Me fugaré... o más bien... tú me llevarás lejos. Podemos... escóndernos para que mamá... no pueda... encontrarnos.
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Unió las manos al hablar, pero se puso muy rígida cuando él contestó con voz grave: —Tú sabes que eso sería imposible, queridita y tú tienes que casarte algún día. —Sí, por supuesto —reconoció Magnolia—, pero quiero casarme con un hombre que yo... elija... y alguien que yo... ame, como en todas las historias que me contabas cuando era niña. Había una expresión muy triste en los ojos de su padre cuando dijo: —Eso es algo que a mí me gustaría también. Pero, Magnolia, tú eres lo bastante inteligente para poder enfrentarte a la realidad. ¿En dónde vas a conocer a ese hombre? —Pensé que... tal vez... lo había conocido... anoche. Hubo un momento de silencio antes que su padre añadiera: —Te vi bailando con el hombre en el que estás pensando. —Si lo conoces, papá, háblame de él —rogó Magnolia con ansiedad. —Reconozco que es un joven inglés muy atractivo —contestó su padre—. Hablé con él más tarde anoche y comprendí enseguida que le había pedido a alguien que nos presentara, para poder verte de nuevo. — ¡Oh... papá! La exclamación era muy reveladora, igual que la excitación en los ojos de Magnolia. —Muchas personas, sin embargo, me dijeron por qué estaba aquí el señor Eric Dinsdale. Había algo en el tono de voz de su padre que obligó a Magnolia a mirarlo con expresión interrogante. El continuó: — ¡Está aquí, queridita, para encontrar una esposa rica! Su respuesta hizo que su hija sintiera que el corazón se le partía en mil pedazos. —No has tenido oportunidad, queridita, de conocer muchos jóvenes, lo cual ha sido un error, así que te va a ser difícil distinguir entre un hombre de valía y uno que no lo es. — ¿Y tú... crees —dijo Magnolia en una voz que no sonaba como la suya—, que él estaba sólo... interesado en... mí porque soy... rica? —Estoy seguro —contestó su padre—, de que le interesaste porque eres hermosa, y no tuvo ojos para ninguna otra muchacha en el baile. Al mismo tiempo, estaba pensando en lo afortunado que era, aI haber encontrado a alguien que le gustaba... y que además tenía mucho dinero. Magnolia trató de ahogar un pequeño grito y se puso de pie de un salto. —Tú haces que todo... parezca horrible y... sucio —exclamó con furia—. ¿Cómo podré... saber nunca si un... hombre piensa... en mi dinero y no en... mí? Su voz se quebró en la última palabra y su padre extendió la mano, para tomar la suya y atraerla de nuevo a su lado. Pasó su brazo alrededor de ella y luego de un momento de resistencia, Magnolia apoyó la cabeza sobre su hombro como lo había hecho desde niña. —Ahora, escúchame bien —agregó su padre con voz suave—. Todos tienen algún tipo de impedimento en su vida.
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Comprendió que Magnolia lo estaba escuchando con atención, cuando preguntó: — ¿Has pensado alguna vez lo que habría sido nacer paralítica o ciega? ¿O haber heredado alguna enfermedad incurable? Magnolia emitió un leve murmullo, pero no lo interrumpió. —El dinero puede ser una bendición y una comodidad. Puede ser también un impedimento. Por lo tanto, tienes que acomodarte a vivir con él, como el ciego tiene que entrenar sus sentidos para compensar la falta de vista, o el sordo tiene que aprender a leer los labios. —Entiendo... lo que estás... diciendo, papá. Sin embargo... debe haber un hombre... en alguna parte del mundo... que pueda amarme... por mí misma, ¿no crees? Su padre sonrió. —Habrá muchos hombres que te amen, Magnolia, y sin duda alguna, tarde o temprano, tú misma te enamorarás. Pero en el mundo en que vives, para que una muchacha esté libre de restricciones que la aprisionan de la cuna a la tumba... ¡tiene que casarse! —Pero sólo... cambia la potestad de los padres... por la de su marido —contestó Magnolia. Aun mientras hablaba, pensó que su madre era, sin duda alguna, una mujer muy libre sobre la cual nadie ejercía ninguna autoridad y que sus amigos, hombres o mujeres, eran elegidos por ella, sin ninguna interferencia de su marido. Entonces cruzó por la mente de Magnolia el pensamiento de que las damas que asistían a las fiestas que daba su madre hablaban también de los idilios extra-matrimoniales que eran la comidilla de todo Nueva York. Aunque escogían sus palabras con todo cuidado cuando hablaban frente a las jóvenes, ella era lo bastante inteligente como para percibir la segunda intención oculta. Se había dado cuenta de que tanto el hombre como la mujer en cuestión estaban casados cada uno por su lado y hasta ese momento no había comprendido que su relación era clandestina. Se hablaba mucho, también, de que el Príncipe de Gales, en Inglaterra, estaba enamorado de Lily Langtry. Ella era una actriz que había causado sensación en los Estados Unidos; pero, de alguna manera incomprensible, era también una dama de noble cuna, aceptada por numerosas anfitrionas en Nueva York, aunque su madre no estaba entre ellas. En voz alta preguntó: — ¿Estás sugiriendo, en serio, papá... que yo me case con este... duque, como quiere mamá, sin... conocerlo... ya no digamos amarlo? —Creo que está mal que no quiera venir a Nueva York a conocerte —contestó su padre—. Si dependiese de mí, Magnolia, te aseguro que impediría que tu madre te llevara a Inglaterra y tu boda tendría que celebrarse aquí, como es debido. — ¿Vas a dejar que mamá me... haga esto? ¿Cómo es... posible, papá?
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—No creo que nada de lo que yo pudiera decir tuviera influencia —contestó su padre con franqueza—. Y en cierta forma, querida mía, creo que es tu solución y es una solución que tendrás que aceptar. Magnolia alzó la cabeza de su hombro. —No sé de qué estás... hablando, papá. No te... entiendo. —Entonces déjame explicártelo —repuso su padre, tomando su mano en la suya—. Tú sabes, sin que necesite decírtelo, que eres una de las herederas más ricas de los Estados Unidos. No sólo mi fortuna, sino la de tu madre también, serán tuyas cuando muramos. Además, tu abuela te dejó una considerable suma de dinero que se ha multiplicado y tomado proporciones astronómicas, mientras tú crecías. —Sí, lo sé —reconoció Magnolia. —Esto significa que eres el blanco de cuanto caza-fortunas hay en América, Europa y, hasta donde yo sé, la remota Mongolia. Magnolia no pudo evitar que sus labios se curvaran en una leve sonrisa, pero no interrumpió y su padre continuó diciendo: —En estas circunstancias, es muy improbable que un hombre decente, con un poco de dignidad, quiera casarse contigo. Magnolia pareció asombrada, pero él prosiguió: —Esa es la verdad y es una verdad que tienes que aceptar. A la mayor parte de los hombres les disgusta que su esposa tenga más dinero que ellos. Los ingleses, en forma particular, echarían a correr antes de ser acusados de caza-fortunas. — ¿Quieres decir —preguntó Magnolia en voz muy baja—, que... ningún hombre que tú llamarías "decente" me pediría... nunca que me casara con él? —Digamos que la posibilidad es tan remota que no vale la pena tomarla en cuenta. Por lo tanto, tienes que enfrentarte a la alternativa. — ¿Y cuál es? —Si vas a venderte, y a eso se reduce todo, más vale que apuntes alto y aceptes la proposición de tu madre. —iUn duque! —exclamó Magnolia llena de desprecio. —En realidad —contestó su padre—, yo sé que estaba pensando en conseguir un príncipe para ti, si quedara alguno disponible en Europa; pero un duque inglés es casi el equivalente. Los reyes, según descubrió, insisten todavía en mezclar su sangre sólo con la realeza. Su padre habló de una manera tan graciosa que, casi a su pesar, Magnolia no pudo evitar reír. —Estás haciendo un chiste de todo esto, papá —le reprochó con suavidad—, pero para mí... no tiene ninguna gracia. —Lo sé, queridita mía, y como comprendí que esto era lo que tu madre estaba planeando, tan pronto como Lady Edith Burn volvió a Nueva York, me ocupé de hacer
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algunas averiguaciones sobre el Duque de Otterburn. — ¿Y qué supiste, papá? —Que él no esperaba heredar el título, porque tenía un hermano mayor. Que hizo una distinguida carrera en el ejército y se sostenía él mismo con toda dignidad, hasta que se convirtió, por azares del destino, en el Duque de Otterburn y heredó con el título una montaña de deudas. —Que puede pagar con... mi dinero —observó Magnolia con voz aguda. —No creo que, de otra manera, el duque se rebajaría a casarse con una norteamericana. — ¿Rebajarse? ¿Qué quieres decir con eso? —Quiero decir que los aristócratas ingleses, que se dan aires de grandeza, consideran que nos están haciendo un favor si reparamos sus ruinosas casas ancestrales y modernizamos sus anticuadas granjas a cambio de que nuestras hijas puedan andar con una apolillada corona encima de la cabeza. Ahora Magnolia se echó a reír con mayor naturalidad y su risa resultó un sonido muy grato. Enseguida la sonrisa volvió a desaparecer de sus labios para añadir: —Pero el... duque sería mi... esposo. ¿No sería... posible darle ese... dinero que necesita para... hacer todas esas cosas... y quedarme contigo? —No sería una solución práctica, queridita. Tu madre está decidida a poder jactarse diciendo: "Mi hija es una duquesa". —Lo que me estás diciendo, papá es... que si no es... el duque... será cualquier... otro... ¿no es cierto? — ¡Exacto! Sin embargo, a mí me parece un poco mejor que los otros candidatos que ha estado contemplando tu madre desde que abandonaste la escuela. Sólo puedo decir que, tratándose de un hombre que no conozco y que no ha tenido la decencia de cruzar el Atlántico para conocer a su futura esposa... ¡podría ser peor! — ¡Oh... papá! De nuevo era el grito de una niña que siente que le están quitando su último baluarte de seguridad. Por primera vez desde que había entrado en el estudio, los ojos de Magnolia se llenaron de lágrimas. Miró a su padre y dijo con voz entrecortada —Yo pensé que tú me... salvarías... que te... opondrías a... mamá... que pensarías en alguna; .. forma maravillosa que yo... pudiera seguir contigo. No quiero casarme con ningún... horrible... infame caza-fortunas al que no le importa si soy... negra... blanca o... amarilla... o si tengo el labio... leporino... o un cuerpo deforme... con tal de que sea... rica. —Eso no es verdad —contestó su padre—. Lady Edith debe haberle dicho, sin duda, lo hermosa que eres. Entonces, al ver las lágrimas corriendo por el rostro de su hija, el señor Vandevilt la
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atrajo contra su pecho y murmuró con una voz ronca que ella casi no pudo reconocer: —No llores, queridita. Si tú no puedes soportar esto, yo tampoco podré hacerlo. ¿Puedes imaginarte cómo será mi vida sin ti y cuánto voy a echarte de menos? Debido al dolor que había en la voz de su padre, Magnolia rompió a llorar y sollozó, apoyada contra él, como lo había hecho cuando era niña. —Yo... es tan... difícil esto... para mí, papá. Cuando él comprendió lo alterada que estaba, se impuso a sí mismo decir en un tono diferente de voz: —Ahora puedo cruzar el Atlántico en nueve días y te prometo que, si tu marido me lo permite, iré a verte una docena de veces al año. Y creo, de todas maneras, que el duque tiene algunos cuadros muy buenos. Magnolia sintió que el llanto la ahogaba al decir: —Si los... tuviera... los hubiese vendido. —Tal vez no tenga derecho a hacerlo —contestó el señor Vandevilt—. De todos modos, con cuadros o sin ellos, te prometo, mi amor, ser un visitante frecuente de Inglaterra... porque no soporto la idea de perderte. Magnolia levantó la cabeza. Se le veía muy hermosa, a pesar de que sus largas pestañas oscuras estaban húmedas y las lágrimas continuaban corriendo por sus mejillas. Al verla, su padre pensó que era tan hermosa que no sólo era perverso, sino obsceno que se le casara con un hombre que estaba interesado sólo en su cuenta bancaria y no en ella, como mujer. Sabía demasiado bien que lo que había dicho a Magnolia era cierto. Había pocos hombres, si es que había alguno, que él consideraría dignos de ser su yerno, dispuestos a casarse con una mujer tan rica como Magnolia. Los demás eran tan indignos de ella que no podía pensar siquiera en someterla a la humillación de semejante matrimonio. Había un joven príncipe italiano cuyas escapadas desde que se casara con una heredera norteamericana habían sido el comentario de todo Nueva York y el señor Vandevilt se alegró de que Magnolia no hubiera oído hablar de él. Se calculaba que, en siete años, el príncipe había gastado más de cinco millones de dólares del dinero de su esposa. Lo había dilapidado en mesas de juego, en mujeres de toda clase social y de toda nacionalidad, en yates, casas, fuegos artificiales, bailarinas, músicos y bebida suficiente para colmar un océano. En América y en Europa, las extravagancias del príncipe lo habían convertido en una celebridad, mientras que su esposa, de la que provenía todo el dinero, languidecía convertida en un fantasma insignificante, que pocos reconocían y la mayor parte había olvidado.
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"¡Eso no le sucederá a Magnolia!" se prometió el señor Vandevilt. Al mismo tiempo, cuando escuchaba otras historias similares, lo invadía un verdadero pánico. Cuando su esposa decidía algo o ponía interés profundo en algo, se convertía en el punto focal de su vida; se concentraba en perseguir lo que quería y nada ni nade le impediría obtenerlo. El señor Vandevilt, que había viajado mucho por Europa, sabía que un caballero inglés actuaba, en general, de manera respetuosa ante su esposa. Tenía también un horror innato a la publicidad y al escándalo y, por lo tanto, en la mayor parte de los casos, se comportaba en forma muy circunspecta. Más aún, en lo que a la aristocracia se refería, pensaba que era su deber cuidar de quienes dependían de ellos. Eso incluía a los pensionados por ancianidad, los parientes pobres, sus hospicios y sus orfanatos. En la misma categoría estaba incluida la esposa. No era una alternativa muy agradable, pensó el señor Vandevilt con amargura, cuando examinó el futuro de Magnolia de manera objetiva y con la inteligencia que aplicaba a todo lo que hacía en la vida. En general, sin embargo, estaba a favor de los ingleses y a su hija, a quien amaba y consideraba demasiado inteligente y sensitiva para casarse con uno de los hijos de las damas de sociedad neoyorquina, podía sucederle algo peor que casarse con un inglés. Magnolia se había levantado del sofá para atravesar la habitación hacia donde estaba el primer Sisley que su padre había comprado y que estaba colgado en un lugar donde la luz de la ventana parecía reflejarse en el cuadro. Se quedó contemplándolo y ahora la hizo sentir como si estuviera extendiendo los brazos hacia algo tan hermoso y a la vez tan intangible, que no podía darle un nombre. Entonces, como si ni siquiera la magia del Sisley pudiera evitar que se sintiera muy humana, las lágrimas llenaron de nuevo sus ojos y corrió hacia su padre para rodearlo con sus brazos. — ¡Oh, papá... ayúdame... ayúdame! ¿Cómo puedo hacer... algo que yo sé que es malo... y al mismo tiempo... seguir viviendo?
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Capítulo 3 -LADY Edith Burn, su señoría! —anunció un lacayo y el duque, que leía el periódico en su estudio se puso de pie. Su prima entró con exquisita elegancia, y como de costumbre, a la última moda; pero él comprendió, por la expresión de su rostro aun antes que hablara, que estaba muy alterada. —Jamás pensé que pudieran suceder tantos desastres juntos! —exclamó. El duque extendió la mano. — ¿Qué más ha salido mal? —preguntó. Lady Edith había hecho el viaje hasta Southampton para recibir al grupo que venía a la boda, formado por los señores Vandevilt y Magnolia, porque el duque se había negado en forma categórica y firme de hacerlo. — ¿Cómo puedes ser tan descortés, Seldon? —le había preguntado su prima. —Tengo demasiadas cosas que hacer aquí —contestó el duque—, y no tengo intenciones de permanecer de pie, esperando en un muelle, por un barco que está retrasado varios días. — ¿Cómo podíamos imaginar que un huracán en el Atlántico, alteraría todos nuestros planes? —gimió Lady Edith. —Tal vez hasta los dioses están de mi lado en mi idea de postergar el matrimonio. — ¡En verdad que estás haciendo las cosas difíciles, Seldon! —exclamó Lady Edith con brusquedad—. Entre tú y la señora Vandevilt me están haciendo desear no haber iniciado nunca este asunto. — ¡Yo también quisiera lo mismo! —contestó el duque en un tono de profunda sinceridad. Lady Edith suspiró con exasperación. Había sido bastante difícil convencer al duque de que la única forma de salvar el castillo, las propiedades de la familia y todos los que dependían de él era casándose con Magnolia Vandevilt. Lo que le resultó todavía más difícil fue convencer a la señora Vandevilt de que el matrimonio tendría que realizarse en Inglaterra. La señora Vandevilt deseaba una boda fantástica, con la típica opulencia norteamericana, para impresionar al mundo y pensaba que jamás podría ser lo mismo en Inglaterra, donde la boda de Magnólia no recibiría la misma publicidad, ni tendría el mismo impacto en el escenario social. Lady Edith tuvo que ser muy persuasiva para hacerla cambiar de opinión y aceptar la
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inflexible determinación del duque de no convertirse en un "títere de exhibición" ante el público norteamericano. —He sabido que los ricos norteamericanos hacen de su boda un verdadero carnaval — había dicho a su prima. Se detuvo para asegurarse de que Lady Edith estaba escuchando antes de añadir: —He leído de centenares de palomas que se echaron a volar sobre la cabeza de una feliz pareja, y de una multitud de miles de personas que se empujaban tratando de entrar en la iglesia para arrancar una flor o una cinta como recuerdo, y como resultado tuvo que intervenir la policía. Dio un puñetazo sobre la mesa y exclamó: —Si crees que me voy a exponer a ese tipo de cosas, aun para casarme con la hija del propio Rey Midas, estás muy equivocada. Si el duque era un hombre decidido, la señora Vandevilt era una mujer cortada por la misma tijera. Se necesitaron horas de paciente labor y un grado considerable de diplomacia y encanto personal, por parte de Lady Edith, para que los Vandevilt aceptaran, por fin, salir de Nueva York para que la boda se celebrase en Inglaterra. Habían supuesto que anclarían en Southampton hacía una semana; pero el mar se había mostrado tempestuoso. Primero se anunció un retraso de tres días, después de cuatro. Por fin el barco llegó con grandes esfuerzos a la bahía. Su super-estructura estaba dañada, había una cantidad increíble, de objetos que se habían roto durante la tormenta y numerosos pasajeros estaban lastimados. Al sentarse en una silla, y desprender las martas cebellinas que llevaba al cuello, Lady Edith relató lo que había sucedido y añadió: — ¡Uno de los más seriamente afectados fue precisamente el señor Vandevilt! — ¿Cayó al mar? —preguntó el duque. — ¡No, por supuesto que no! —contestó Lady Edith—. Pero se rompió una pierna y tuvimos que hacer arreglos para transportarlo a Londres en una camilla, lo cual explica que yo no haya llegado ayer, como intentaba hacerlo. —Empezaba a preocuparme qué podría haberte sucedido —comentó el duque en un tono que reveló a su prima que se había inquietado muy poco. —Ahora ya está instalado en el Hotel Savoy —continuó Lady Edith—. La señora Vandevilt tomó un piso completo. Yo logré que atendiera su pierna Sir Horace Deakin que, como tú sabes, es uno de los médicos de la reina. El doctor ha proporcionado dos enfermeras y ha prometido que el señor Vandevilt estará de pie dentro de un mes. Los ojos del duque parecieron iluminarse. — ¿Eso significa que la boda tendrá que ser pospuesta? — ¡Claro que no! —contestó Lady Edith—. La señora Vandevilt está decidida a que los planes sigan adelante y se cumplan tal como se habían proyectado. No añadió, porque sabía que eso molestaría al duque, que la verdadera razón era que la
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señora Vandevilt había pagado el pasaje de los reporteros de algunos de los periódicos más importantes de Nueva York. Habían viajado en el mismo barco en que lo hiciera la familia y era evidente que sólo podrían permanecer lo estrictamente necesario, antes que tuvieran que regresar. El duque, que esperaba que su boda fuera tranquila porque había insistido en que se realizase en Inglaterra, debía continuar ignorando los planes de su futura suegra, había decidido Lady Edith. El no debía saber que la señora Vandevilt estaba decidida a que la boda ocupara los titulares de los periódicos. Para evitar que el duque se mostrara demasiado curioso, Lady Edith se apresuró a decir. —La señora Vandevilt no desea, mi querido Seldon, alterar tus planes. Por lo tanto, llegará con Magnolia, tal como había sido convenido para hospedarse con los Farrington, mañana por la tarde. Fue Lady Edith quien, con su tacto acostumbrado, sugirió que todos se sentirían incómodos si los Vandevilt se hospedaban en el castillo antes de la boda. Más aún, consideraba que cuanto menos viera el duque a la señora Vandevilt, tanto mejor. Por ello arregló con Lord Farrington, que era familiar político del duque y de ella misma, que los Vandevilt se hospedaran en su casa. Desde allí podían venir en carruaje al castillo, en menos de una hora. El duque se había concretado a comentar con cinismo: —Estoy seguro de que como la casa de William es mucho más cómoda que la mía, la señora Vandevilt se sentirá satisfecha con los arreglos que has hecho para ellos. Ahora Lady Edith prosiguió: —Creo que estarás de acuerdo, Seldon, en que dadas las circuntancias, tendrá que ser William Farrington quien entregue a Magnolia. Ella, por supuesto, está muy alterada a causa de que no pueda ser su padre. —En ese caso, estoy seguro de que ella preferiría esperar hasta que él esté lo bastante bien como para realizar tan importante tarea. —Es absolutamente imposible cambiar a último momento todo lo que ya se ha preparado. Además, supongo que tus arrendatarios y empleados están esperando con ansiedad su fiesta. Lo único que el duque había acordado de buena gana era que, de acuerdo con la tradición, se organizara una gran fiesta, en el granero principal, para todos los que trabajaban en la finca, así como para los arrendatarios de las tierras. Esto significaba que se había ordenado gran cantidad de barriles de cerveza y también sidra local, que era casi tan embriagante cómo la primera. Los cocineros del castillo habían estado muy ocupados preparando la comida tradicional de una boda inglesa, como cabezas de jabalíes, grandes trozos de rosbif y jamones que hablan sido curados de acuerdo con recetas antiguas que eran trasmitidas de madre a hija.
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El duque comprendía muy bien que postergar la boda ahora entrañaría un gran número de dificultades. No menos de seiscientos invitados ya habían aceptado las invitaciones que Lady Edith envió con ayuda de un secretario prestado por la oficina del señor Fossilwaithe. Los regalos habían estado llegando de manera interrumpida y la galería de los cuadros ya estaba llena, a tal punto, que Lady Edith se preguntaba si habría espacio para los regalos que estaba segura que la señora Vandevilt debía haber traído de los Estados Unidos. El duque contempló sorprendido los regalos. —Como nunca he visto la mitad de esta gente, o en el mejor de los casos no los veo desde que era un chiquillo —comentó—, no puedo imaginar por qué han gastado tanto dinero. Lady Edith se había echado a reír. —Eres muy ingenuo, Seldon. Debes darte cuenta de que no sólo es una gran excitación una boda ducal en la aburrida existencia de la gente del condado; sino que a nadie se le ha escapado que en el futuro tendrás tanto dinero para gastar como tu padre en el pasado. Los ojos del duque se habían oscurecido. —Si te imaginas que voy a despilfarrar el dinero de mi esposa, en la misma forma absurda e irresponsable en que mi padre derrochó el suyo, estás muy equivocada. Habló furioso, pero Lady Edith se concretó a reír de nuevo. —Claro que no estoy sugiriendo nada semejante —dijo—. Al mismo tiempo, me imagino que los vecinos se están sintiendo privados de las fiestas que tu padre solía dar cada vez que estaba en la casa y algunas fueron en verdad excepcionales. —No habrá fiestas —dijo el duque en forma categórica—, no, hasta que las deudas hayan sido pagadas y hayan sido reparados los techos en las casas de los granjeros, los pensionados y los empleados. — ¡Tu esposa tendrá algo que opinar al respecto! —comentó Lady Edith. Ella lo decía en broma, para hacerlo extraer de aquel estado de ánimo sombrío; pero comprendió, enseguida, que era un comentario poco afortunado, al ver la rigidez de su mandíbula y sus labios apretados. ¡Estaba sintiendo, más que nunca, tener que estar sometido a una esposa rica... y para colmo norteamericana! Debido a que Lady Edith era en extremo astuta en cuanto a hombres se refería, había evitado deliberadamente ser demasiado entusiasta en sus elogios de Magnolia y no le había mencionado su excepcional belleza. "Ya lo descubrirá él mismo" pensó y esperaba que, en consecuencia, el duque empezaría a sentir curiosidad. Sin embargo, a medida que pasaban las semanas y cartas y telegramas iban y venían a través del Atlántico, con instrucciones, solicitudes e información, Lady Edith se convenció de que el duque parecía ir retrayéndose cada vez más, hundiéndose en una reserva que
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resultaba muy difícil de penetrar. El anuncio de su compromiso matrimonial en los períodicos pareció empeorar la situación. Ella comprendía que se estaba aislando, en forma deliberada, hasta el extremo de negarse a recibir a quienes deseaban acercarse a él, con la excusa de que tenía demasiadas cosas que hacer. Pero, al margen de lo difícil que se mostrara él, Lady Edith comprendía, como el duque, que no se había presentado ninguna otra solución para los problemas que su padre le había dejado, excepto el matrimonio. Ahora el duque le alcanzó una copa de sherry, que ella empezó a beber agradecida, antes de exclamar: —Te confieso, Seldon, que me siento agotada de tantas cosas por las que he pasado, y eres, en realidad, muy afortunado de no estar en mi lugar. —Te pido disculpas por no haberte dado las gracias en forma más agradable —dijo el duque, en una actitud encantadora que, pensó Lady Edith, lo hacía muy atractivo. —Yo me siento un poco desilusionada de que no vayas a conocer al señor Vandevilt antes de la boda —dijo ella—. Es un hombre tan inteligente y tan simpático, que estoy segura de que te vas a llevar muy bien con él. Ella pensó, mientras hablaba, que la presencia del señor Vandevilt habría mitigado sin duda el efecto que estaba segura la señora Vandevilt produciría en su futuro yerno. Como consecuencia del accidente de su marido, había llegado a Southampton en lo que Lady Edith reconoció como uno de sus peores estados de ánimo. El haberse sentido muy mareda durante la tormenta no había mejorado su buen humor. Primero exigió un tren especial que llevara a su esposo enfermo, a ella misma, Magnolia, su montaña de equipaje y su ejército de sirvientes, a Londres. Como ello no fue posible en el corto tiempo en que ella lo deseaba, tuvo que contentarse con un vagón completo de primera clase. Aun así, pensó Lady Edith, el vagón parecía sobrecargado. Aunque conocía a los norteamericanos ricos, Lady Edith nunca hubiese imaginado que tres personas pudieran necesitar tanto equipaje para un viaje por mar que duraba sólo nueve días. Llevaban un mensajero, secretarios y ayudantes de los secretarios, además dos doncellas, una para la señora Vandevilt y otra para Magnolia, así como dos valets para el señor Vandevilt. Había también, según comprobó Lady Edith, por lo menos cuatro guardias especiales, que cuidaban a la familia continuamente, así como varios jóvenes que ella sospechaba eran reporteros y fotógrafos. Cuando llegaron al Savoy, Lady Edith descubrió que la gigantesca pila de equipaje que habían traído contenía no sólo un gran número de regalos, sino todos los lujos que las millonarias norteamericanas consideraban indispensbles para su comodidad cuando
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viajaban. Las sábanas de la señora Vandevilt, parte de su propia cuchillería de plata, así como tapetes para sus pies y una colcha de armiño para su cama, habían sido transportados a través del Atlántico. Lady Edith hubiese querido confiar al duque lo graciosa que le había parecido aquella mujer; pero decidió que tal vez a él no le pareciera así y prefirió guardarse la información. En cambio, dijo: —Siento mucho por Magnolia lo sucedido. Adora a su padre y está muy alterada no sólo por su accidente, sino también por el hecho de que no puede estar presente en la boda. De nuevo el duque apretó los labios, pero no hizo ningún comentario y Lady Edith prosiguió: —Desde luego, la conocerás mañana por la noche, durante la cena familiar que he arreglado para la víspera de la boda. Seremos sólo treinta personas, o más bien veintinueve, ahora que el señor Vandevilt no podrá venir. —Fossilwaithe me informó —dijo el duque—, que había recibido una carta pidiéndole que se presentara en Londres tan pronto como llegaran los Vandevilt. Supongo que ahora no tendrán tiempo de recibirlo antes que salgan de Londres para hospedarse con los Farrington. —No necesitas preocuparte por eso —contestó Lady Edith—. Vi al señor Fossilwaithe en el Savoy. Traía los papeles listos para ser firmados y estaba resignado a esperar hasta que el señor Vandevilt o su esposa quisieran recibirlo. —Supongo —dijo el duque después de una leve pausa—, que debería alegrarme de que mi contador sea tan eficiente; pero aun ahora, Edith, siento la tentación de cancelar todo esto. Lady Edith lanzó un leve grito. —Si tratas de hacer una cosa semejante, jamás en la vida volveré a dirigirte la palabra — amenazó muy seria—. ¡He envejecido años haciendo todos estos arreglos y si los alteras, creo que te mataría! —Tal vez la muerte sería preferible a las torturas a las que me has sometido —respondió el duque. Trató de hablar con ligereza, pero, casi a pesar de sí mismo, había una nota de seriedad en su voz. Lady Edith suspiró. —Seldon, no podemos volver a discutir todo esto de nuevo...! a menos que, mientras, yo esperaba en Southampton, hayas descubierto una mina de oro en el huerto, o que la grava en el sendero de entrada se haya convertido en brillantes. Tú necesitas los millones de los Vandevilt tanto como ellos necesitan tu título. Es un intercambio justo. —Me alegro que lo creas así —contestó el duque en un tono que revelaba que no estaba del todo convencido.
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—Estoy demasiado fatigada para discutir —suspiró Lady Edith—. Voy a subir a recostarme un rato y te veré a la hora de la cena. ¿Quién más ha llegado? El duque dio los nombres de algunos de los miembros más viejos de la familia que habían llegado de diversas partes de Inglaterra. Por lo tanto, serían los primeros en ver a la heredera cuyos millones de dólares significarían una gran diferencia para todos. Al mismo tiempo, el duque sabía muy bien que ninguno de ellos se mostraría para nada agradecido a Magnolia, como persona, por el dinero que aportaría para llenar los cofres de la familia. En cambio, todos habían llegado dispuestos a criticar y, si era necesario, a menospreciar a su futura esposa, porque para ellos era una simple extranjera. Sin embargo, eran demasiado diplomáticos para expresar en su presencia algo que pudiera ofenderlo. El simplemente percibía su actitud y en lugar de que eso lo molestara, debido a que era lo que él mismo sentía, sólo intensificaba su sentimiento de culpa. "¿Soy un hombre o un ratón?" se preguntó. Era una pregunta que se había repetido una y otra vez, mientras se interrogaba sobre lo que podría hacer, para hallar una solución a su problema financiero sin tener que depender de una mujer desconocida a la que odiaba porque se estaba casando con su título. El duque, durante una de sus discusiones, había dicho a Lady Edith: — ¿Cómo puedes esperar que yo pueda hacer otra cosa más que despreciar a una mujer que se casará conmigo, no por mí, sino porque soy un duque? — ¡No seas ridículo! —contestó su prima—. Tú sabes tan bien como yo que Magnolia no ha tenido nada que ver en el asunto; que no ha abierto la boca más de lo que lo hubiese hecho una muchacha inglesa a la que tú le hubieras propuesto matrimonio. Como a Magnolia, tampoco a ella le hubiesen dado oportunidad de rechazar tu oferta. Le pareció que el duque se mostraba sorprendido y ella dijo disgustada: —No puedo imaginarme dónde has estado viviendo todos estos años, Seldon. Con tus atractivos físicos y personales, creo que debes haber conocido algunas mujeres en los remotos lugares donde estuviste peleando. El duque sonrió. No tenía sentido explicarle a su prima que las mujeres que conoció en Simla, cuando tuvo licencia, o en alguna otra de las ciudades donde estuvo comisionado, no significaron nada serio para él, ni siquiera por un breve período de tiempo. Eran siempre las esposas, atractivas, sofisticadas y coquetas, de hombres que cumplían su deber transpirando en el calor de las llanuras, o que andaban en alguna misión especial, en otra parte del país. Sus idilios, por lo tanto, habían sido con frecuencia apasionados e interesantes, pero en definitiva eran sólo interludios en una vida de disciplina y peligro. Pero no le habían
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enseñado nada sobre los hábitos y el modo de pensar de las jovencitas. Ni recordaba haber tenido jamás una conversación con una de ellas. Se dijo con amargura que iba a pagar el dinero obtenido de su matrimonio, cuando menos, con años de indudable aburrimiento. "Sólo Dios sabe de qué puede hablar uno con una muchachita de dieciocho arios", se decía, sobre todo por las noches en que permanecía despierto largas horas, pensando en su futuro. En lugar de un futuro lleno de emociones y de entusiasmo, como había sido antes, éste le aparecía ahora oscuro y tenebroso. Sabía que iba a pasar el tiempo trabajando para restaurar su finca y sus posesiones. Quienes trabajasen para él dependerían de su guía y dirección, como sus soldados en la India. Estaba decidido: si iba a disfrutar de las buenas cosas de la vida, todos los que le rodeaban las compartirían con él. Le causó una gran sorpresa cuando, poco antes de saber que los Vandevilt se embarcaran para Inglaterrea, Lady Edith dijo: —La señora Vandevilt está ansiosa de saber dónde intentas llevar a Magnolia de luna de miel. — ¿De luna de miel? —preguntó el duque, como si no comprendiera. —Tiene que haber luna de miel —dijo Lady Edith—, y la gente se asombraría mucho si no fueran al extranjero. —No había pensado en eso —respondió el duque—. Me pareció que había tantas cosas que hacer aquí, que no pensé en eso... —Podrían ir al sur de Francia. La villa de tu padre sería un buen lugar para, empezar. — ¿Mi padre tenía una villa en Francia? —preguntó el duque. —Me imagino que el señor Fossilwaithe te habrá dicho que dos años antes de morir, tu padre compró una villa cerca de Niza, en un lugar pequeño llamado Beaulieu. Es según parece, muy atractiva. Cuando menos, me enteré de que había gastado mucho dinero ampliándola y decorándola. —No tenía la menor idea de eso. El duque recordaba en forma vaga que en la larga lista de gastos había una partida por algo que se había comprado en Francia; pero no lo había examinado con demasiado cuidado, porque era tanto lo que se debía, que no era posible examinarlo todo en detalle. Por insistencia de Lady Edith, mandó a buscar al señor Fossilwaithe, quien le dijo, para su sorpresa, que no sólo había comprado su padre una villa, sino que también había un yate anclado en la cercana bahía de Villefranche. ¡El yate de su padre, que se mantenía con su dotación completa de tripulantes, era otro gasto excesivo que había pasado por alto entre sus muchas otras extravagancias! En cuanto lo supo se lo comunicó a Lady Edith y añadió: —Pienso vender tanto la villa como el yate
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Lady Edith había lanzado un grito de protesta. — ¡Por lo que más quieras! —exclamó—. ¡No lo hagas hasta después de la luna de miel! —¿Por qué? —Por la simple razón de que el sur de Francia es exactamente donde la señora Vandevilt quisiera que iniciaras tu vida de casado, porque sé que le encantará decir: "Mi hija, la duquesa, está pasando su luna de miel en la Costa Azul, donde mi yerno tiene una villa. Y, desde luego, mi yerno el duque tiene también un yate que los llevará, cuando se aburran de estar allí, a lugares tan románticos como las islas griegas". Lady Edith no sólo imitó la voz de la señora Vandevilt, sino también su acento norteamericano y el duque se echó a reír contra su voluntad. Estaba a punto de decir que no tenía intenciones de pasar una luna de miel de ese tipo, con una mujer a la que jamás había visto y que despreciaba. Entonces pensó que él, en lo personal, disfrutaría de ser dueño de un yate, aunque sólo fuera por poco tiempo. Después se dijo que sería más fácil así soportar los largos silencios que suponía se producirían entre ellos a la hora de las comidas, el aburrimiento de las cenas en los restaurantes o, peor aún, cuando estuvieran solos en el comedor de la casa. —Desde luego —dijo en voz alta—, no debemos desilusionar a la señora Vandevilt y su hija. Por favor, averigua el tamaño y la importancia de la villa. Será mejor, también, que preguntes de cuántas toneladas es el yate. Tal como lo había esperado Lady Edith, la señora Vandevilt había escrito llena de entusiasmo, diciendo que le parecían perfectos los planes de una luna de miel así y añadió que le estaba comprando a su hija mucha ropa nueva, con detalles náuticos, para que pudiera usarlos a bordo del yate. Mientras leía la carta, Lady Edith pensó que era una gran cosa que el duque no leyera las columnas de chismes de los periódicos norteamericanos, que sin duda alguna publicarían hasta el último detalle relacionado con la boda Vandevilt-Otterburn. Cuando Lady Edith subió a su habitación, el duque salió del castillo por una puerta lateral que daba al jardín y caminó hacia el lago. Cada vez que tenía que discutir acerca de su boda, sentía una desesperada necesidad de aire, casi como si se estuviera asfixiando. Quería sentir algo fresco y astringente como antídoto para la sensación de que estaba siendo sofocado por todas las cosas exóticas y caras que el dinero podía comprar. Entonces pensó con furia que le gustaban las incomodidades del castillo: la plomería que necesitaba modernización, algunos muros que se estaban desmoronando, los techos que estaban húmedos y manchados. Sabía que los jardines necesitaban mucho dinero y se dijo que si se convertía en una selva, por falta de atención, tanto mejor para él. Entonces recordó que el viejo Briggs, que había servido a sus padres y a su abuelo por
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más de cuarenta años, se retiraría en un mes o dos. Se alegraba de poder darle una pensión decente y una casita cómoda en la cual pasara el resto de su vida. "Estoy siendo endemoniadamente ingrato" se reprochó a sí mismo. Al mismo tiempo, todo le parecía humillante y pretencioso. Su prima Edith tenía razón al decir que era demasiado idealista respecto a las mujeres. Pero sus ideales no le habían preocupado hasta ahora, porque habían jugado una parte muy pequeña en su vida en el ejército. Pensaba que cuando se casara trataría a su esposa con gran respeto, lo cual en sí mismo era un tipo de caballerosidad. Y pensaba que toda mujer debía ser protegida y guiada por un hombre. Eso significaba, desde luego, expresado en otros términos, que ella dependería en forma total de él. Pero una esposa norteamericana, tan rica como la suya, debía ser muy diferente de una mujer inglesa que tenía que pedir a su esposo dinero para sus gastos personales y que se mostraba muy agradecida por todo lo que él gastaba en ella. "Supongo que en Navidad y en su cumpleaños, compraré a mi esposa regalos con su propio dinero" pensó con amargura. "Beberé a su salud con el vino que ha pagado ella y organizaré algún tipo de celebración que sería imposible si no abriéramos su propio bolsillo para pagarla". Sintió que había llegado al punto en que deseaba romper algo. De nada valía decir que en el momento en que se casara con Magnolia Vandevilt, su dinero sería suyo, como decretaba la ley. Sabía que él siempre estaría consciente de que si protestaba o no estaba de acuerdo con ella, sobre cualquier cosa, su mujer siempre podría decir: —Es mi dinero el que te está permitiendo vivir en tu castillo; mi dinero el que paga los sirvientes que cuidan de él, los caballos que montas y mi dinero el que proporciona lo necesario para agasajar a tus amigos. Estos eran los mismos pensamientos que lo habían perseguido con insistencia día y noche, y el duque, comprendió que necesitaba desahogar de algún modo su resentimiento, dio media vuelta y caminó con paso firme hacia las caballerizas. Sentía que sólo cabalgando hasta lograr que tanto él como su caballo estuvieran al borde del agotamiento total, podría dormir esta noche.
En el dormitorio del Savoy, que daba al muelle y el Támesis, y desde el cual el escenario tenía algo de fantasía, al irse encendiendo las luces en los edificios que se alzaban del otro lado del río, Magnolia, oprimiendo con fuerza la mano de su padre en la suya, preguntó: — ¿Cómo te sientes, papá? —No muy mal —contestó su padre—. El doctor que trajo Lady Edith ha logrado que la
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pierna me duela mucho menos y dice que no es una fractura muy grave. —Me alegro tanto, papá. ¿Cómo pudo sucederte algo tan terrible? —Debo decirte que siempre me he enorgullecido de las piernas de marinero que tengo —dijo el señor Vandevilt—. Pero, ¿quién Iba a sospechar que un palo impulsado por ese horrible vendaval, iba a causarme tanto daño al golpearme en la pierna? Sonrió antes de proseguir: —Tal vez sea un castigo por pensar que soy un viajero tan experimentado que puede desafiar hasta las fuerzas de la naturaleza. Los dedos de Magnolia oprimieron los suyos. —Papá, yo no puedo... casarme sin que... tú estés presente. —Me temía que ibas a decir eso, queridita. Pero es inútil enfurecer a tu madre; o como ha hecho notar Lady Edith, alterar todos los planes que ya se han hecho en el castillo. Hubo una pequeña pausa, luego de la cual Magnolia musitó con una voz que él apenas podía oír: —Yo no... puedo... enfrentarme al... duque... sin ti. El señor Vandevilt puso la mano libre en un gesto de consuelo sobre la de su hija: —Ya hemos discutido esto, queridita mía —dijo--. Te aseguro que las cosas no serán tan malas como temes y me has prometido que tratarás de hacer lo que es correcto. —Yo... trataré... papá, pero no... va a ser... fácil. —Creo que deberías ver esto como un reto —le sugirió Vandevilt—, como algo a lo que debes enfrentarte y en lo que debes salir triunfadora. Magnolia lanzó un pequeño suspiro. —Te quiero mucho, papá. Si sólo pudiéramos pasar unos, cuantos años más... juntos. Inclinó la cabeza al decir eso y ello le impidió descubrir el repentino dolor que llenaba los ojos de su padre. Aparte de sus cuadros, su hija era lo único que le importaba en la vida, la única persona que él amaba en realidad. Sabía que si ella lo iba a echar de menos, él se sentiría como si hubiera perdido una parte de sí mismo. Sin embargo, no había nada que pudiera hacer más que convencerla de que se casara con el hombre que su madre había escogido para ella, y orar para que no sufriera como lo habían hecho otras mujeres en matrimonios de conveniencia. Habiendo estado en Francia muchas veces, sabía que entre sus amigos franceses, los matrimonios eran casi todos así, bodas que habían sido arregladas porque eran ventajosas para ambas partes. Más aún, en muchos casos resultaban exitosas y producían, si no el amor perfecto e idealista que Magnolia deseaba, al menos una unión basada en el compañerismo, que duraba toda la vida en una sociedad en la que los convencionalismos sociales y religiosos no, permitían el divorcio. No que hubiera alguna posibilidad de que Magnolia pudiera obtener un divorcio en
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Inglaterra, como era posible hacerlo en los Estados Unidos. Pero el señor Vandevilt sabía que, en este caso específico, tenía que ser aprobado por el Parlamento Inglés, y un escándalo semejante era algo que el duque jamás permitiría bajo ninguna circunstancia. Debido a que quería consolar a Magnolia y al mismo tiempo darle el valor que sabía que necesitaría, dijo: —Escúchame, queridita mía. Cuando hemos hablado de las religiones orientales y en especial del budismo, ambos hemos estado de acuerdo en que lo que das en la vida es lo que recibes. Magnolia levantó la cabeza para mirarlo y cuando él se percató de que ella lo escuchaba con atención, prosiguió diciendo: — Si quieres amor, tienes que dar amor; si odias, vas a recibir odio. Esa es una ley que funciona en todo el mundo, en todo país, en toda cultura, en toda religión. —Sé lo que estás tratando de decirme, papá. Me estás pidiendo que ame a un hombre cuyo rostro desconozco y que sólo desea mi dinero. Bueno, le estoy dando lo que quiere. Pero, no hay necesidad de que le ofrezca nada más. Una leve sonrisa apareció en los labios del señor Vandevilt al contestarle: —Ese sería un argumento muy lógico, querida mía, si no supiera que estás tratando de evadir lo que yo quiero decirte. Déjame decírtelo en forma más clara: trata de hacer que tu esposo te ame; entonces, tal vez, descubrirás que es fácil amarlo a cambio de eso. Comprendió, por la expresión que distinguió en el rostro de Magnolia, que eso era algo que ella pensaba que jamás sucedería y que rehuía todo lo que eso entrañaría. Debido a que no quiso presionarla más, se concretó a comentar: —El amor es una cosa extraña. Surge algunas veces cuando menos lo esperas. O crece de una pequeña semilla olvidada, para convertirse en algo enorme y abrumador. Pero recuerda esto... Se detuvo un momento antes de agregar: —El amor es algo que todos queremos y que todos necesitamos en la vida; el amor, cuando lo encuentras, vale la pena todo el dolor, los sacrificios y la agonía que hayas sufrido hasta entonces. Su voz era muy profunda y conmovedora. Entonces, como Magnolia no contestara, comprendió que estaba llorando.
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Capítulo 4 MIENTRAS el tren privado se dirigía a toda prisa hacia Londres, el duque pensó que nunca había pasado un día tan desagradable y tan incómodo como aquél. No esperaba disfrutar de su boda; pero, al mismo tiempo, jamás pensó que sería una ocasión que le haría rechinar de furia los dientes. Todo había empezado la noche anterior, cuando un lacayo llegó de la casa de Lord Farrington, llevando una nota que decía que los planes de los Vandevilt habían sido cambiados. El señor Vandevilt llegaría, con su esposa y su hija, en un tren privado que se detendría en la estación más próxima a la finca de Lord Farrington. La nota informaba también al duque que la cena tendría que ser bastante tarde, ya que el grupo, encabezado por Lord Farrington, no podría llegar hasta cerca de las nueve de la noche. El duque encontró qué esto era muy irritante, porque significaba que otros parientes, que se estaban hospedando en los alrededores no podrían ser informados del cambio de horario. Por lo tanto, llegarían al castillo antes de las ocho y habría una larga espera antes que el grupo norteamericano apareciera. Lady Edith sospechaba que la razón del cambio radicaba en que Magnolia se había negado a ir sin su padre; pero no lo dijo. Se sentía aliviada, sin embargo, al saber que el duque conocería al señor Vandevilt, en lugar de estar sometido de manera exclusiva a la personalidad abrumadora de su esposa. Pensaba que el hombre resultaría tan agradable al duque como lo era para ella. Peró aun este plan falló. El movimiento del tren causó tanto dolor al señor Vandevilt, que era imposible, una vez que llegó a la casa de Lord Farrington, pedirle que hiciera el esfuerzo de ir en un carruaje hasta el castillo, en un recorrido de cerca de una hora, y estar presente en una cena a la que concurrirían personas desconocidas para él. Por lo tanto, para consternación de Lady Edith e irritación del duque, tanto el señor Vandevilt como su hija no asistieron a la cena familiar. —Ciertamente, ésta es una representación de Hamlet, sin Hamlet —comentó Lady Edith a uno o dos parientes que tenían más sentido del humor que los otros. Sin embargo, se dio cuenta de que tal como temía, tan pronto la señora Vandevilt entró al castillo, el duque pareció encresparse. Debido a todos los trastornos sufridos, y sin duda porque se hallaba un tanto a la
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defensiva, la señora Vandevilt se mostró peor que nunca. El hecho de que se viera magnífica, dentro de su estilo, no suavizó la impresión que causó en la familia Burn quien, como el duque sospechaba, había llegado dispuesta a criticar a la novia. Con un vestido que era evidente que había costado una fortuna, y cuyo diseño provenía de París, la señora Vandevilt cometió el error de querer parecer impresionante, sin comprender que su apariencia resultaba, para el inglés convencional, no sólo ostentosa, sino de mal gusto. El vestido que llevaba puesto era más adecuado para un salón de baile o para un escenario de teatro que para una cena familiar. Lucía enormes brillantes que lanzaban resplandores desde su cabello alrededor del cuello, y marcaban el talle bajo de su vestido. Sus muñecas estaban cargadas de pulseras, los anillos eran deslumbrantes y el duque pensó que esa mujer representaba todo por lo que él había vendido su título... y se había vendido a sí mismo. No había nada que hacer, sin embargo, excepto realizar un esfuerzo sobrehumano para mostrarse amable con su suegra y tratar de no percibir su mirada crítica como si estuviera haciendo un balance de todas las cosas que en el castillo exigirían reparación. La velada, por lo que a sus otros invitados se refería, pasó de manera agradable, debido, pensó después el duque, al hecho de que mientras esperaban al grupo de Lord Farrington, habían consumido una cantidad considerable de champaña. Cuando por fin terminó la cena a una hora que al duque se le antojó muy avanzada y los caballeros se reunieron con las damas en el salón, los parientes que vivían más retirados del castillo comenzaron a despedirse. —Será un placer conocer a tu futura esposa mañana, Seldon —le dijeron todos, de un modo u otro. Le pareció que había una ligera nota de conmiseración en su voz, que él resintió. Lady Edith pudo haberle enterado, aunque no lo hizo, de lo dominante que se había mostrado la señora Vandevilt cuando las damas se retiraron al salón, mientras los caballeros bebían su oporto. En lugar de mostrarse agradable y tranquila frente a las mujeres mayores de la familia, se había dedicado a tratar de impresionarlas jactándose de la riqueza de su marido, de la envidiable posición que ocupaban en la alta sociedad neoyorquina y de la fortuna que Magnolia aportaría a la familia. No dejó la menor duda respecto a quién proporcionaría el dinero para pagar las reparaciones que requería el castillo y las demás propiedades, así como para cubrir las deudas en las que había incurrido el difunto duque. La prodigalidad de éste era algo de lo que no sólo su hijo, sino todos sus familiares, estaban profundamente avergonzados y el hecho de que una desconocida les dijera que iba a pagar las cuentas no hacía más que empeorar la situación.
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Cuando la puerta se cerró tras la señora Vandevilt y se alejó del castillo en el carruaje de Lord Farrington, Lady Edith lanzó un profundo suspiro de alivio. Comprendió, sin embargo, por la expresión que leyó en el rostro del duque, lo que éste estaba sintiendo y decidió no discutir otra vez con él. —Estoy cansada y mañana será otro día agotador —dijo—. Me voy a la cama... Buenas noches, Seldon. — ¡Hasta mañana, Edith! El también se retiró, sin decir una palabra más y ella comprendió que la depresión lo envolvía como un manto negro. El duque permaneció sentado largo rato en la biblioteca, hasta que por fin subió a su dormitorio y entonces pensó que no era muy probable que durmiera. En realidad se había quedado dormido y sus problemas habían retrocedido por el momento, convirtiéndose en una nebulosa imprecisa, cuando fue despertado por el sonido de voces, martillazos y ruido de gente que iba y venía. Por un momento creyó que tal vez eran ladrones que estaban tratando de robar los regalos. Enseguida comprendió que ningún ladrón que se respetara a sí mismo produciría tanto escándalo. Recordó en forma vaga que Lady Edith había dicho que el tren privado que había traído a los Vandevilt de Londres, también transportaba los regalos y que éstos deberían llegar a primeras horas de la mañana al castillo. El duque consultó el reloj junto a su cama y vio que todavía no eran las cinco de la mañana. Los empleados de la señora Vandevilt, pensó, empezaban a trabajar más temprano que sus colegas ingleses. Cuando por fin se levantó, ya que le era imposible descansar con tanta conmoción en torno, ya no digamos dormir, encontró, para su asombro, que un verdadero ejército de hombres había invadido el castillo y una cuadrilla de trabajadores estaba erigiendo en el jardín algo que parecía una enorme corona de flores. Le pareció improbable que los Vandevilt quisieran agregar flores a las que ya había en el jardín y que hacían tan agradable el ambiente. Pero se dijo que sería una tontería criticar o alterar las disposiciones adoptadas por sus futuros suegros. Al mismo tiempo, pensó con irritación que, sin embargo, debían haberlo consultado. La enorme guirnalda de flores estaba siendo erigida frente a las habitaciones donde se iba a realizar la recepción y en el centro del prado donde los invitados caminarían y conversarían al aire libre, si el tiempo lo permitía. Pero, a medida que avanzaba el día aquélla fue sólo una de las innumerables contrariedades que le aguardaban. El duque descubrió, demasiado tarde para cancelar la orden, que les estaban sirviendo champaña a los empleados y granjeros-arrendatarios, que iban a divertirse en el granero
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más grande de la finca. Se habían enviado muchas cajas de champaña, sin tomar en cuenta que él ya había ordenado los barriles de cerveza y de sidra. Era un costoso agregado a los gastos, que el duque consideraba ya por encima de sus posibilidades. Además, sabía que la mayor parte de ellos no estaban acostumbrados a beber champaña y que, seguramente, se embriagarían. Se asombró también al descubrir que dentro del castillo, la señora Vandevilt había dispuesto que fueran colgadas enormes guirnaldas de flores en la escalera del vestíbulo. La mayor parte de los salones de recepción estaban llenos de flores blancas, en tal profusión, que oscurecían los cuadros y hasta los muebles mismos. Al vestirse, se puso su uniforme por lo que él pensó sería la última vez. Esto aumentó su depresión, porque había estado postergando el envío de su renuncia formal, en caso de que su matrimonio no se realizara y él pudiese continuar siendo soldado. Ahora la vida que había organizado tan a su gusto debía clausurarse para siempre, para ser sustituida por un futuro que no le parecía nada brillante. Pero fue cuando el duque percibió la cantidad de fotógrafos y reporteros que se deslizaban en cada rincón del castillo, que su paciencia llegó a su fin. — ¿Qué diablos hacen todos estos periodistas aquí? —preguntó a Lady Edith y su respuesta no contribuyó para nada a tranquilizar sus sentimientos. —Mucho me temí que esto fuera a molestarte, Seldon. — ¿Molestarme? —exclamó furioso—. ¿Sabes que encontré a dos de ellos en mi dormitorio, hace unos minutos, fotografiando mi lecho? ¡Tuvieron el descaro de preguntarme si era ahí donde pensaba dormir con mi esposa! —Lo siento, Seldon. — ¿Es todo lo que puedes decir? —preguntó el duque—. Me informaron que habían venido de Nueva York, por invitación de la señora Vandevilt. ¡Les dije lo que pensaba de su conducta y ellos se apresuraron a anotarlo en sus libretas de apuntes! —Me temo que la señora Vandevilt desea que la boda tenga mucha publicidad — comentó Lady Edith en tono humilde—, pero estoy segura de que nada de esto aparecerá en un periódico inglés. El duque la miró como si la furia lo hubiera hecho enmudecer por un momento y luego añadió: — ¡Todo esto me enferma... estoy harto! Insistí en casarme aquí para evitar este tipo de vulgaridad que considero degradante, tanto para mí como para mi familia. —Estoy de acuerdo contigo —convino Lady Edith—, y sólo puedo decirte de nuevo cuánto lo siento. No tenía idea, te aseguro, de que la señora Vandevilt traería reporteros con ella. El duque lanzó una exclamación intraducible y abandonó la habitación. Lady Edith se asomó por la ventana para observar con una expresión preocupada en los
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ojos a los trabajadores que se afanaban en el jardín. Había, en verdad, razones para que estuviera tan intranquila.
Cuando los novios terminaron de recibir la larga hilera de invitados que habían pasado del vestíbulo al salón, para ir de allí al jardín, resultó para el duque el clímax de una tarde intolerable. Debido a que era un día precioso y parecía haber más invitados de los que se esperaba, Lady Edith había dispuesto a último momento que el pastel de bodas, o más bien los pasteles, fueran trasladados del comedor al jardín. Esto, en sí mismo, significaba otra irritación para el duque. Cuando vio el pastel que la señora Vandevilt había traído con ella desde Nueva York, a Lady Edith le fue difícil frenar los impulsos del duque que deseaba arrojarlo a la basura. Los cocineros del castillo habían trabajado día y noche para producir el pastel que siempre había estado presente en las bodas familiares. Era de tres pisos y había sido hecho según una antigua receta local. El decorado, aplicado con gran habilidad, reproducía el escudo de armas de la familia que consistía en una mano levantada, sosteniendo una espada. El mismo escudo, hábilmente modelado en azúcar, remataba el piso superior del pastel. El duque había felicitado calurosamente a los cocineros cuando se lo habían mostrado y les había dicho, para su deleite, que lo consideraba una obra de arte tal, que era casi una lástima tener que comérselo. —A todos les gustará hacerlo, de cualquier modo, señorito Seldon... ¡perdón: su señoría! —había exclamado el más viejo de ellos, que tenía más de cuarenta años de servicio en el castillo. El duque había sonreído diciendo que él mismo esperaba con ansiedad la oportunidad de comer un trozo y todos los que habían intervenido en la confección se sintieron felices con aquellos comentarios. Más tarde, cuando salió al jardín para cortar el pastel en la forma tradicional, con la espada, vio no sólo el que había sido preparado en el castillo, aguardándolo a él y a su flamante esposa, sino también el otro que, cuando se lo mostraron, lo había considerado una monstruosidad tan vulgar, que su primera intención fue destruirlo. En lugar de hacerlo, se vio obligado a cortar ambos pasteles y no fue ningún consuelo para él descubrir que el que había llegado de los Estados Unidos parecía atraer más la atención de sus invitados. Esto se debía a que no era de tres pisos, sino de siete y el más abajo era tan grande como la rueda de una carreta. No había nada refinado en su decoración, que consistía en herraduras, ramos de romero blanco y una gran profusión de campanas doradas. Estaba rematado en lo alto por dos muñecos, uno vestido, según le pareció al duque, de brillantes mientras que el otro era una
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parodia de su propio uniforme militar. Después que fueron cortados los pasteles y distribuidas las porciones entre los invitados, un maestro de ceremonias, que el duque no había notado hasta ese momento y que era evidente que había sido importado por la señora Vandevilt, llamó la atención de los invitados. Hablando con un acento nasal muy norteamericano, ordenó a todos los presentes que brindaran a la salud de los novios. Entonces, cuando todo el mundo levantó sus copas, obediente, se escuchó una repentina explosión que pareció sacudir las ventanas del castillo, a sus espaldas. Un emparrado de rosas que había sido alzado en el centro del jardín se abrió en ese momento y de él fue lanzado al aire un enorme pájaro artificial del interior del cual cayeron diez mil rosas rojas. La confusión causada por el ruido y las exclamaciones de temor de los más ancianos, se convirtieron de pronto en lo que el duque consideró que era un murmullo despreciativo ante una exhibición que de manera evidente había sido planeada para fines publicitarios. Vio la excitación que aquello causó entre los fotógrafos, con sus cámaras, y los reporteros con sus libretas de notas y comprendió que, pese a lo que Lady Edith pudiera decir, esto sería sin duda una nota para los periódicos ingleses, igual que para los norteamericanos. Sólo los muchos años que tenía de ejercer el control sobre sí, evitó que el duque dijera lo que pensaba de innovación tan vulgar. Cuando por fin él y su esposa se alejaron del castillo en una carroza abierta cubierta con pétalos de flores proporcionados por la señora Vandevilt, y tirada por caballos que iban decorados con guirnaldas de rosas, comprendió que había pasado un remolino de horrores e indignidades que no olvidaría Jamás. El suplicio, sin embargo, no había llegado todavía a su fin, puesto que el recorrido hasta la estación los condujo a través de un pueblito que era parte de la propiedad y ahí pasaron bajo un arco decorado... con estandartes, flores y banderas. El carruaje se detuvo, para que el duque escuchara un pequeño discurso del habitante más viejo del pueblo, mientras una niña entregaba a Magnolia un ramo de flores que, a último momento, se mostró poco dispuesta a soltar. Cuando llegaron a la estación, el duque vio lleno de temor que había una gran multitud reunida. —Esperemos que ésta sea la última recepción que tengamos que soportar —comentó con voz aguda. Comprendió, al hablar, que era la primera vez que le dirigía la palabra a su esposa, desde que salieran del castillo. En realidad, no la había visto ni cuando se reunió con él en el altar, ni cuando recorrieron juntos, a pie, la corta distancia que separaba la iglesia del castillo. La iglesia estaba tan cerca que habría sido ridículo ir en carruaje en un día soleado como
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aquél y el duque, con Magnolia del brazo, había recorrido con pasos rápidos el sendero que siempre había estado cubierto de grava, pero que, de manera casi misteriosa, estaba oculto esta vez bajo una alfombra roja. Fue sólo cuando se dio cuenta de que su esposa tenía dificultades para mantener su paso que se percató de que, lo que él consideraba una cola ridículamente larga, estaba siendo llevada por tres pequeños pajes vestidos de satén blanco al estilo Luis XIV. Era evidente que la cola resultaba demasiado pesada para ellos y las madres de dos de los niñitos los estaban ayudando para evitar que se cayeran. El duque supuso que los pajes, cuyas madres reconoció como parientas suyas, debían haber sido proporcionados por Lady Edith. La cola que estaba impidiendo que avanzaran era seguramente norteamericana y él la detestó como todo lo demás, que había transformado la sencilla ceremonia nupcial que había imaginado, en algo muy diferente. Sin duda, pensó, a instancias de la señora Vandevilt, habían sido casados por un obispo, ayudado por cuatro clérigos. Como la iglesia era pequeña, había demasiados sacerdotes congregados alrededor del altar. De igual modo, el coro estaba lleno hasta el tope por un grupo que había sido traído de Londres para sumarse al coro del pueblo, que siempre intervenía en bodas y funerales. El que cantaran como los propios ángeles no alcanzó a mitigar la desesperación del duque al ver que, a pesar de todos sus esfuerzos, la boda se había convertido en una verdadera función de circo. Enormes arreglos de azucenas llenaban el presbiterio y todos los bancos tenían ramos de flores fijados con lazos de cinta blanca que colgaban hasta el suelo, con un efecto muy teatral. Llegaron a la estación y el duque pensó que debía haber esperado lo que allí encontró. Aunque se trataba, en realidad, sólo de un pequeño andén para que descendieran los pasajeros que se dirigían al castillo, había sido cubierta con una alfombra roja y habían colocado grandes jarrones con azucenas a la entrada, inevitablemente adornada con flores y rodeada por una considerable cantidad de fotógrafos y periodistas norteamericanos. Los fotógrafos descendieron sobre los recién casados como un enjambre de abejas. El duque fue bombardeado con preguntas y oyó a su esposa tratando de contestar algunas que a él le parecieron en extremo impertinentes, con una vocecita suave y asustada. Por fortuna el tren particular que había sido traído por los Vandevilt desde Londres los estaba esperando y el duque empujó a Magnolia a través de los fotógrafos, para subir al vagón, ordenando al encargado que no dejara subir a nadie. Las puertas fueron cerradas, pero las cámaras aparecieron en las ventanillas, al igual que los rostros de sus perseguidores. El duque indicó los asientos que había en el extremo más lejano del vagón.
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---Sugiero —dijo—, que nos sentemos ahí, de espaldas a ellos. No podrán hacer nada contra eso. Magnolia obedeció sin chistar. Por fin, para alivio del duque, el tren se puso en marcha y entre vítores y manos que se movían, abandonó con lentitud la estación. Fue entonces cuando dijo, como si las palabras estallaran rompiendo el control que había ejercitado sobre sí mismo todo el día: — ¡Nunca en mi vida pensé que me someterían a una exhibición tan repugnante de vulgaridad! Se puso de pie, al decir eso y salió del vagón que sería como salón para dirigirse a otro compartimiento; quería estar solo. Por cierto que no mejoró su estado de ánimo al descubrir que el tren era mucho más grande de lo que él esperaba y que varios fotógrafos y periodistas viajaban en él. Como no tenía deseos de hablar con ellos, sabía que cualquier cosa que dijera sería anotada y reproducida en sus periódicos, el duque volvió al primer compartimiento. Vio que su esposa, que había estado contemplando el paisaje a través de la ventana, se apresuró a abrir una revista cuando él entró. Por lo tanto, no hizo ningún esfuerzo por sentarse en un sillón, ni enfrente ni cerca de ella, sino que se sentó del otro lado del vagón y tomó a su vez un periódico. Viajaron algún tiempo en silencio; luego aparecieron los camareros para ofrecerles comidas y bebidas. El duque comprendió que debía portarse de manera civilizada, sin importar lo que pensara de las disposiciones tomadas por su esposa y su suegra. Sólo había podido cruzar unas cuantas palabras con el señor Vandevilt, a quien habían llevado al castillo, en el carruaje de Lord Farrington, poco antes de la boda. Su voz culta y tranquila, sin ningún acento, su apariencia atractiva pero sencilla y la forma en que saludó a su futuro yerno, revelaron al duque que era un hombre al que podía llegar a estimar y respetar. Siempre se había enorgullecido de ser un buen juez del carácter humano y comprendió, tan pronto como conoció al señor Vandevilt, que era un hombre muy diferente a su esposa. Por desgracia no tuvieron tiempo para conversar y casi tan pronto como llegó, el señor Vandevilt fue del castillo a la iglesia en una silla de ruedas, para que pudiera contemplar a Lord Farrington llevando en su lugar a su hija hacia el altar. Ahora, al ver que un camarero colocaba una mesa frente a Magnolia y ponía en ella emparedados, pastelitos y galletas, además del té que seguramente había pedido, el duque cruzó el vagón para sentarse frente a ella. —Sospecho —dijo en lo que él esperaba que fuera un tono agradable—, que nosotros fuimos las únicas personas, en toda la recepción, que no comieron ni bebieron nada. Hubo una ligera pausa antes que Magnolia le contestara y, debido a que tenía la cabeza inclinada, era difícil para el duque verle la cara. Durante la ceremonia, su señoría había
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tenido miedo de ver cómo era la mujer que iba a ser su esposa. La noche anterior, después de que la señora Vandevilt se había ido, pensó que si se parecía a su madre no quería ni pensar en lo horrible que sería su vida matrimonial junto a ella. Ahora, como si se obligara ella misma a hacerlo, Magnolia levantó la cabeza y él vio que era, en realidad, muy diferente a como temía que fuera. En primer lugar, era muy delicada, su rostro era delgado y tenía un aspecto de gran fragilidad, dominado por sus ojos. Eran muy grandes y él no estaba seguro de si eran azules o grises. Pero una cosa era evidente: estaba asustada. Tenía las pupilas dilatadas y había una expresión en su rostro que reveló al duque que lo estaba mirando, aunque a él le resultaba difícil creerlo, con una inconfundible expresión de terror. Entonces, después de mirarlo, parpadeó y bajó los ojos, de modo que sus pestañas sombrearon sus mejillas pálidas, mientras decía, en un tono tan bajo que casi no podía escucharla: —Me... me temo que debió... usted... sentirse... alterado por la... explosión de las rosas. Se le ocurrió al duque, antes de poder contestarle, que su voz era muy diferente a la que esperaba. Era suave, musical y, como la de su padre, no tenía ningún acento. —Es algo que jamás ha sucedido en una boda en Inglaterra —exclamó antes de poder contenerse. Comprendió, en seguida que las palabras habían sido dichas, que había hablado en tono agudo, como lo hubiera hecho si se dirigiese a un soldado recalcitrante o a un sirviente al que estuviera reprendiendo. —Yo... lo... siento... Una vez más las palabras fueron muy bajas, pero él las escuchó. —Supongo que no fue culpa suya —dijo él y pensó que estaba asumiendo una actitud presuntuosa ante ella. —Mi... madre no me... dijo lo que planeaba... pero... comprendí, cuando sucedió, que lo... había molestado a usted. El duque se dijo que había hecho bastante más que molestarlo; pero nada de lo que pudiera decir ahora podría deshacer lo que había sucedido. Sólo sabía demasiado bien lo que sus familiares dirían y las burlas a que daría lugar entre sus vecinos. Como comprendió que sería un error seguir hablando de lo que pensaba respecto a eso y a todos los demás arreglos de su suegra, tomó la copa de champaña que el camarero le había servido y la bebió de un trago, casi sin darse cuenta. Notó que su esposa bebía un poco de té, pero no comía nada. Debido a que todavía se sentía muy enfadado, pensó que se ahogaría al tratar de comer; pero deliberadamente, con mucha lentitud, comió un emparedado de pepino, como si sintiera que el hacerlo algo ordinario y normal le ayudaría a controlar la furia que sentía
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surgir en su interior. Después de un momento se tranquilizó lo suficiente como para decir: —Supongo que está cansada. Por fortuna, en tren se hace el recorrido hasta Londres con mucho mayor rapidez que antes, así que debemos llegar a la Casa Otterburn alrededor de las ocho de la noche. —Me... parece... muy... bien. Magnolia había inclinado de nuevo la cabeza, de modo que el duque ya no pudo ver su rostro. Decidió que debía ser tímida. Suponía que debía ser una tortura para cualquier mujer casarse con un hombre al que no había visto antes de terminar su recorrido en el pasillo de la iglesia. Sin embargo, la decisión había sido de ella, no suya. Sólo esperaba que se mostrara un poco más dispuesta a conversar con él más tarde. De otra manera, le aterraba pensar en el futuro. El duque trató de pensar en algo que pudiera decir para reducir la tensión entre ellos; pero le resultaba demasiado difícil hablar por el del ruido del tren. Apareció un camarero para preguntar si no necesitaban nada más. Después de rechazar el ofrecimiento de otra copa de champaña, el duque, mientras retiraba el servicio del té, colocado frente a Magnolia, se desplazó hacia el lado opuesto del vagón. Tomó un periódico y trató de leer; pero todo el tiempo pensaba que estaba ya casado y no había nada que pudiera hacer al respecto, sin importar lo desagradable que eso le resultara. Mientras continuaba avanzando, le parecía como si las ruedas que iban girando bajo sus pies se estuvieran riendo de su incomodidad; pero, al mismo tiempo, diciéndole que sus problemas económicos habían llegado a su fin y que, sin importar lo desagradable que le resultara su esposa, todos los demás problemas habían desaparecido. Cuando empezó a disminuir la claridad del día, el duque se dio tienta de que cabeceaba y comprendió que ya estaba sintiendo los efectos de la falta de sueño de la noche anterior. Cerró los ojos y despertó con un estremecimiento, cuando un camarero le informó junto a él: —Estamos entrando en la estación, su señoría, y el carruaje ya debe estar esperando. Con un esfuerzo, el duque recordó dónde estaba. —Gracias —dijo. Miró a través del compartimiento y vio la parte posterior de la cabeza de su esposa, que estaba mirando por la ventanilla. Estaba sentada muy erguida y él se preguntó qué pensaría de su falta de atención, de que no hubiera hecho ningún esfuerzo por entretenerla. Pero ya no había nada que pudiera hacer para corregir aquello, excepto tratar de cambiar un poco de actitud. Así que en cuanto el camarero los dejó solos, dijo:
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—Debe perdonarme por haberme quedado dormido, pero, en realidad, pasé despierto la mayor parte de la noche anterior. —Comprendo —contestó Magnolia—. A mí... También me... costó mucho... dormir. El duque no pudo hacer ningún otro comentario, porque el tren se detuvo en esos momentos frente al andén y el jefe de estación, resplandecía en su uniforme lleno de galones dorados, con una chistera cubriéndole la cabeza, estaba ansioso por darles la bienvenida. Después de recibir sus efusivas felicitaciones, fueron escoltados por él hasta donde esperaba un carruaje cerrado tirado por caballos muy finos, que habían pertenecido al padre del duque. Había una nenita, que el duque supo que era la hija del jefe de estación, que entregó a Magnolia otro ramo de flores, y también había varios funcionarios que deseaban estrechar su mano y que habían traído a sus esposas para que conocieran a los novios. Por fin se pusieron en marcha y el duque comprendió, con un sentimiento de alivio!, que sólo faltaba recibir las congratulaciones de los servidores de la Casa Otterburn, luego de lo cual cesarían de escuchar frases de felicitación y expresión de buenos deseos. —Cenaremos tan pronto como esté usted lista —comentó el duque en cuanto el carruaje salió de la estación—. Tengo entendido que su doncella y mi valet salieron con el equipaje en las primeras horas de la tarde, así que ya todo debe estar listo. Magnolia inclinó la cabeza, pero no contestó y el duque prosiguió: —Mañana tenemos que salir a primera hora para tomar el tren que nos llevará hasta Dover, donde embarcaremos. Pensó, al decirlo, que sonaba como si estuviera dando las buenas noches y enseguida recordó que era su noche de bodas. Este pensamiento lo hizo sentirse en una trampa en la que habían puesto una buena carnada, con gran habilidad, desde el momento en que se habían enterado de las deudas de su padre. Era una trampa que hoy se había cerrado y ya no le permitiría escapar. Por un momento sintió deseos de huir de todo lo que el matrimonio implicaba. Entonces se dijo que, sin importar lo vulgar y desagradable que hubiera sido la boda, él se portaría como un caballero y haría lo que se esperaba de él. Fue un sentimiento que se confirmó a sí mismo mientras se cambiaba para la cena y que le hizo sentirse agradecido del champaña que le fue ofrecido al bajar al salón, exactamente cuando el reloj del vestíbulo marcaba las nueve. La habitación estaba decorada con flores blancas y él sintió, de manera incontenible, que no deseaba volver a ver tantas flores en su vida, al menos hasta que estuviera confortablemente instalado en su tumba. Se dijo que si a él le había disgustado su propia boda, se suponía que su esposa debía haber disfrutado mucho y que era su obligación evitar deprimirla con su propia reacción. En el momento en que estaba pensando en ella, Magnolia entró en la habitación.
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Llevaba puesto un vestido muy hermoso, aunque el duque pensó que era demasiado suntuoso para cenar con él a solas. Esperaba que en unos años más no se pareciera a su madre y se dijo que si lo intentaba, él haría todo lo que estuviera en su poder para evitarlo. Ahora, mientras caminaba hacia él, comprendió que era mucho más esbelta de lo que suponía y que se movía con una gracia que estaba seguro no era común en una jovencita. Se movía casi como si fuese una bailarina, y se preguntó si las muchachas norteamericanas tomarían clases de ballet, como parte de su educación. Sin mirarla en forma directa, dijo: —Supongo que debe sentirse cansada. Un poco de champaña le sentará bien. Ha sido un día muy largo para ambos. —Gra... cias. Le pareció que su voz temblaba, como si fuera tímida o estuviera asustada. Ella aceptó la copa que le ofrecía. Entonces, al tomarla, el duque vio sorprendido que Magnolia estaba temblando. Le pareció que sus dedos sostenían la copa con demasiada fuerza, como si temiera derramar el contenido o dejarla caer. —Venga y siéntese —sugirió él—. Debe haber pasado horas de pie mientras estrechábamos la mano a esa hilera interminable de invitados. Magnolia obedeció. Mientras ella bebía el champaña él bajó la mirada y observó por primera vez que su cabello era tan rubio que tenía reflejos plateados. Era algo que nunca había notado en ninguna mujer. Vio, también, que la piel de sus manos era muy blanca. Antes que tuviera oportunidad de contemplar por entero su rostro, la cena fue anunciada y cuando Magnolia se levantó y dejó la copa de champaña, él le ofreció su brazo. Tuvo la impresión de que ella vacilaba por un momento antes de apoyar sus dedos, muy ligeramente, en él. Mientras caminaban hacia el comedor, el duque pensó que estaba en lo cierto al pensar que ella tenía miedo. Le pareció extraño y entonces sustituyó la palabra "miedo" por "timidez". ¡Por supuesto que se sentía tímida! ¡Cualquier muchacha que se encontrara a solas, por primera vez en su vida, con un hombre al que nunca antes había visto, pero cuyo apellido llevaba ahora, se habría sentido tímida! La mesa del comedor también estaba decorada con flores, blancas, pero no eran demasiado prominentes, éntrelos candelabros de oro y las copas, que eran muy antiguos. Estaba seguro de que su esposa, como buena norteamericana que era, los apreciaría. Recordó la conversación que había tenido con la señora Vandevilt durante la cena la
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noche anterior, en la cual había dicho con toda claridad que, sin importar las propiedades que él pudiera tener, ella y su marido poseían más y mejores cosas, porque habían saqueado las bodegas de Europa para amueblar sus propias casas. Lady Edith había descrito al duque, en gran detalle, la colección de cuadros del señor Vandevilt. Pero había insistido también en describir las estatuas, los muebles cubiertos con hoja de oro y los tapices, diciendo que estaba segura de que su historia era dos veces más larga que todo lo que había en las casas de los Otterburn. Recordando esa conversación, el duque dijo a Magnolia: —Me pregunto, en vista de que su padre colecciona pinturas y su madre antigüedades, si usted también es coleccionista. Hubo una pausa antes que ella contestara: —Sí. Yo colecciono algo... libros. — ¿Libros? —preguntó el duque—. ¿Se refiere a primeras ediciones? —No, libros para leer. Su respuesta lo sorprendió y se apresuró a preguntarle: — ¿Qué temas le agradan? ¿O prefiere las novelas? Le pareció que había una leve sonrisa en los labios de ella cuando respondió: —Me gustan todos los libros. Son la única forma que he tenido de... escapar. — ¿Escapar? ¿De qué? —De la vida... que he... llevado. El duque pareció desconcertado. —No entiendo. —Naturalmente. Pero supongo que es... ingrato de mi parte pensar... así. — ¿Pensar cómo? —Que he vivido en una... prisión. — ¿Escuché bien? Usted dice que se sentía prisionera. ¿Se refiere a su casa o a la escuela? Magnolia movió la cabeza de un lado a otro. —No quisiera embarcarme en mayores complicaciones. Cuando usted me preguntó qué coleccionaba, le dije "libros", porque leyendo puedo viajar y explorar el mundo. — ¿Me quiere decir que eso es algo que no haría usted de otra manera? —preguntó el duque. —No, por supuesto. — ¿Por qué no? —Porque... soy quien... soy. —Supongo que soy bastante tonto, pero todavía no comprendo. Yo me imaginé que usted podría hacer todo lo que quisiera. Pensó que era innecesario añadir: "con el dinero que tiene", pero eso era evidente, a menos que ella fuera en verdad muy tonta.
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—Resulta aburrido hablar de... mí —respondió Magnolia en forma inesperada—. ¿Por qué no, me cuenta, mejor, su vida en la India? Ese es un lugar que me gustaría mucho conocer. —Llegaría un poco retrasada —contestó el duque—. Debía haberlo hecho cuando era una jovencita y podía disfrutar de los bailes que tienen lugar en los fuertes que hay en las montañas, con la emoción de ser la única mujer entre un gran número de hombres. — ¡Jamás me hubiesen permitido hacer eso! —contestó Magnolia—. Lo que me hubiese gustado ver en la India son los templos y la gente. Comprendí, cuando papá y yo estudiamos budismo, que éste era un lugar que en verdad hubiese querido visitar. — ¿Ha estudiado el budismo? —Sí, y leímos también mucho sobre el hinduismo. Pero fue el budismo el que me pareció más interesante y en el que encontré más posibilidades de ayuda. — ¿Ayuda para qué? —Para aprender a vivir. Magnolia hablaba con sencillez, sin pretensiones y añadió con un ligero suspiro: —Me gustaría que me contara qué encontró usted en la India. El duque había esperado que ella le preguntara sobre la belleza del Taj Mahal, el aspecto que tenía el Fuerte Rojo en Delhi, las multitudes de peregrinos que acudían al río Ganges. —Me sorprende mucho que esté usted interesada en el budismo —dijo él—. Siempre pensé que debido a que era tan poco emocional, y tal vez un poco difícil de entender, el budismo era más una religión para hombres que para mujeres. Le pareció que Magnolia sonreía, pero como tenía el rostro vuelto hacia otro lado no pudo estar seguro. —Ese es un punto de vista muy masculino sobre las religiones; pero las mujeres, creo yo, necesitamos la calma y el fatalismo que son bases del budismo. El duque estaba asombrado. Nunca en su vida recordaba haber hablado con una mujer sobre las religiones del Oriente. ¡Era algo que jamás hubiera esperado que podría interesar a una jovencita... y norteamericana, además! —No ignoro que muchos de los maestros budistas y de los sacerdotes consideran que... —comenzó. Entonces le habló de los hombres que había conocido durante sus viajes; hombres que él había sentido que poseían poderes ocultos, hombres que trasmitían la felicidad y curaban a quienes entraban en contacto con ellos. Habló largo tiempo, porque comprendió que Magnolia lo estaba escuchando con suma atención. Cuando por fin concluyó la cena y se levantaron para abandonar el comedor, percibió que otra vez estaba asustada. Regresaron al salón y el duque expresó, observando con ligera sorpresa al reloj sobre la
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chimenea: —Veo que se está haciendo tarde y creo que como su doncella la estará esperando, sería conveniente que se retirara a descansar. Como ya he dicho, tenemos que salir mañana temprano. —Sí... me parece una... buena idea —asintió Magnolia. Acababan de entrar en el salón. Ahora el duque regresó al vestíbulo, en compañía de Magnolia. Ella se detuvo al pie de la escalera y él pensó que iba a decirle algo pero, entonces, sin pronunciar palabra, apoyó su mano en el barandal y subió. El esperaba que volviera la cabeza, pero no lo hizo y cuando Magnolia llegó a lo alto de la escalera, volvió al salón. Comprendía que la velada había sido muy diferente de lo que esperaba, pero si fue peor o mejor, aún no hubiese podido decidirlo. Sólo sabía que, al menos, por el momento no estaba odiando a su esposa con la misma violencia de antes. Entonces se dijo con resignación, que la noche no había terminado todavía. Era su noche de bodas y él era un flamante marido. Subió la escalera hacia su propia habitación, donde lo estaba esperando su valet. Mientras se desvestía, pensando que no era natural guardar silencio, el duque preguntó: — ¿Está todo listo para mañana, Jarvis? El conocía la respuesta aun antes de formular la pregunta. —Sí, su señoría, y el equipaje irá adelante. Sólo tengo que preparar las cosas que usará usted esta noche. —Muy bien —dijo el duque—. No queremos apresuramientos. —No, su señoría. —Buenas noches, Jarvis. —Buenas noches, su señoría. El valet salió de la habitación y el duque, con una bata larga sobre su pijama, caminó hacia la ventana. Corrió las cortinas y se quedó contemplando los árboles de Hyde Park. Las sombras parecían oscuras y misteriosas, pero el cielo estaba cuajado de estrellas y el duque sintió deseos de caminar, como lo habría hecho en el castillo, para sentirse libre, sin cadenas. Se dijo a sí mismo que había salvado el castillo sacrificando su libertad. Esto, por supuesto, era algo que sentía desde el momento en que fue hecho el arreglo. El significado de todo lo que había ocurrido pareció descender sobre él. Sintió que se ahogaba en las sensaciones de odio y disgusto que lo habían invadido cuando vio el enorme pastel de bodas y oyó la explosión que precedió a la lluvia de rosas rojas sobre los estupefactos invitados. "¿Podía concebirse algo más inadecuado para una boda inglesa, en un jardín inglés?"
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Mientras observaba todo aquello, había apretado los puños con tal fuerza, que las uñas se le clavaron en las palmas hasta producirle dolor. Fue con muchas dificultades que había logrado contenerse de decirle a la señora Vandevilt, que miraba el espectáculo con expresión de triunfo, lo que pensaba de ella y de sus ideas. Pensó, que, al contenerse, había actuado con el control que corresponde a un caballero y que ahora le aguardaba la parte final de su deber. Tendría que desempeñar su papel, le gustara o no. Sintió que le punzaba la cabeza, como si se rebelara en su interior, ante lo que se esperaba de él, ante lo que se había comprometido a hacer. Pero no había forma de rehuir sus obligaciones. Eran tan claras como si hubieran estado escritas en los documentos que habían sido firmados tanto por el señor como por la señora Vandevilt. Eran documentos que le habían dado el manejo de una suma tan inmensa de dinero que se preguntó si, aun haciendo todo lo necesario en las propiedades, el castillo y todo lo demás, gastaría siquiera la décima parte de lo que su esposa le había entregado con motivo de su matrimonio. ¡Su esposa! A pesar de que se había sentado frente a ella y hablado con ella, todavía le costaba trabajo visualizarla, recordar cómo era. Le parecía, al volver la vista atrás, que había visto su rostro sólo en forma vaga, como si fuera a través de una neblina, cuando ella lo miró y él supo que tenía miedo. Después de eso, siempre se había ingeniado para mantener la cabeza inclinada, o vuelta hacia otro lado y ahora pensó que también su perfil resultaba muy diferente de lo que él había esperado. La nariz, pequeña y delicada, la barbilla un poco puntiaguda, los labios curvos que parecían estar temblando... lo recordó todo y volvió a preguntarse: ¿por qué tenía miedo, y de qué? Siempre había creído que las jóvenes norteamericanas eran muy seguras de sí mismas, de actitud independiente, con fuertes ideas propias. Las imaginaba muy diferentes a las jóvenes aristócratas inglesas, torpes, exageradamente protegidas, que no salían del sector de la casa destinado a sus estudios, hasta que hacían su debut social. Debía haberse equivocado al pensar que Magnolia tenía miedo. Tal vez estaba temblando porque se sentía enferma. Con los millones de los que disponía, no había nada que ella pudiera temer, como no fuera el colapso de la economía norteamericana, lo cual era bastante improbable que se produjera. Su mente anduvo deambulando de un lugar a otro y no tuvo idea de cuánto tiempo permaneció mirando las verdes hojas del parque. Luego irguió los hombros, casi como si fuese un soldado dispuesto a desfilar, y caminó
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hacia la puerta interior que comunicaba su dormitorio con un pequeño pasillo que conducía al de Magnolia. Con un suspiro de resignación, el duque abrió la puerta, recorrió los pocos pasos que lo separaban de la otra puerta y puso la mano en el picaporte. Dio vuelta con suavidad al picaporte; después lo hizo con más firmeza. La puerta no se abría. Se le ocurrió que tal vez los sirvientes habían sido lo bastante tontos para dejarla cerrada con llave, como lo había estado en el pasado, cuando los visitantes usaban estas habitaciones en tiempos de su padre. El duque regresó a su cuarto y pasó al corredor central. A la derecha se encontraba la puerta del dormitorio de Magnolia. Hizo girar el picaporte, pensando que, primeramente, tendría que pedir disculpas por la torpeza de su personal, pero al hacerlo, comprobó que tampoco esa puerta se abría. Probó de nuevo, sin resultado: sin duda, la puerta estaba cerrada con llave. Esto era algo inesperado y ahora se le ocurrió que tal vez el temor de Magnolia era respecto a él como hombre. Por algunos segundos el duque permaneció observando la puerta, preguntándose qué debía hacer y luego, como si no pudiera encontrar respuesta, se encaminó no hacia su propio dormitorio sino hacia la escalera, que bajó con lentitud. No había nadie en servicio, en el vestíbulo del frente. La casa estaba silenciosa y el duque se dirigió a la biblioteca. Las luces habían sido apagadas, excepto las de los candelabros de pared del vestíbulo. Su luz fue suficiente para llegar hasta el escritorio. Encendió el candelabro que se encontraba encima de él y las velas le permitieron dirigirse hasta la mesita de las bebidas, en un rincón del recinto. Necesitaba un buen trago. Tal vez eso le ayudaría a pensar lo que debía decir a su esposa a la mañana siguiente. "No es posible" se dijo, "que ella intente mantenerme a distancia. No creo que quiera que iniciemos nuestra vida de casados en una forma tan anormal y fuera de lo común... " Con el vaso en la mano, el duque corrió una de las cortinas y abrió las ventanas como si necesitara aire. Ahora miraba no en dirección de Hyde Park, sino del pequeño jardín en la parte posterior de la casa. Había allí varios árboles frondosos y los jardineros procuraban que estuviera siempre lleno de flores, aunque era imposible verlas a esta hora de la noche. La luz de las estrellas parecía conferir a los árboles un cierto misterio, que era, pensó el duque, como un reflejo del misterio de su propia vida. ¿Cómo podía haber imaginado, cómo pudo suponer, siquiera por un momento que su esposa, que tan ansiosa parecía de poseer su título, cerraría con llave la puerta para
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impedirle la entrada? ¡Y no había cerrado una puerta, sino dos! Pensó, con una leve sonrisa, que era la primera vez que una mujer le había cerrado la puerta y estaba sorprendido. Hasta entonces las puertas de los dormitorios femeninos, si no abiertos de par en par, habían sido fáciles de abrir. Siempre encontró alguien de espíritu apasionado, una mujer que esperaba ansiosa sus abrazos, un rostro vuelto hacia el suyo, unos labios hambrientos de sus besos. "¿Y ahora qué voy a hacer?" se preguntó el duque. La pregunta se la repitió varias veces en su cerebro. En ese momento percibió un leve sonido a espaldas suyas. Había dejado abierta la puerta de la biblioteca. Al darse vuelta, distinguió parte del vestíbulo y de la escalera; alguien bajaba los escalones. Por un instante, quienquiera que fuese resultó ser sólo una sombra. Luego la sombra se movió. El duque descubrió que era su esposa quien con mucha lentitud bajaba de puntillas la escalera. Se movía con tanta suavidad que de no haber sido por su actitud alerta y su fino oído, no la hubiese escuchado. Con mucho sigilo, llegó al vestíbulo. Como había desaparecido de su vista, el duque se alejó de la ventana y se acercó a la puerta para observarla con disimulo. Si había bajado a buscarlo, estaba actuando como si no quisiera ser vista, ni oída. En ese momento comprendió que Magnolia no lo buscaba a él; que en realidad se hallaba de pie frente la puerta-cancel, tratando de abrirla.
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Capitulo 5 CON lentitud, porque no estaba seguro de qué era justamente lo que debería hacer, el duque avanzó en silencio hacia el vestíbulo. Sólo cuando, empleando todas sus fuerzas y ambas manos, Magnolia no pudo correr el cerrojo, el duque dijo: —Tal vez pueda ayudarla. Si hubiera disparado una pistola, no se habría asustado tanto. Pareció dar un salto en el aire antes de darse vuelta para mirarlo. Sus ojos llenaban todo su rostro con el terror provocado por su aparición. El duque notó que llevaba puesto un traje oscuro y sobre él una larga capa forrada y adornada de armiño. Lucía sobre la cabeza un sombrero pequeño, bastante sencillo y por debajo su cabello, con sus extraños mechones plateados resaltaba extrañamente; si el duque se hubiese detenido a pensarlo, habría comprobado que era muy bello. Como la sorpresa la había hecho enmudecer, él agregó: — ¿Me permite preguntarle, como su esposo que soy, adónde se dirige? Hubo una larga pausa antes que Magnolia, con una voz que temblaba tanto que resultaba casi ahogada en su garganta, lograse murmurar: —Lejos... de aquí! —Esto es evidente —contestó el duque—. Y me imagino que alguien la está esperando afuera. — ¡Oh... no! — ¿Quiere decir que, de veras, no hay nadie? —No... por supuesto que... no... — ¿Debo entender —continuó, procurando conservar calmada la voz—, que piensa usted salir a la calle sola? ¿Y adónde si no es mucho preguntar? De nuevo hubo una pausa antes que ella dijera casi como si le costase un gran esfuerzo tener que contestar: —No... sé. El duque la observó sintiendo que no podía estar diciendo la verdad. Sus ojos, a la luz de las velas de los candelabros, revelaban sólo que estaba muy asustada y comprendió que no se había movido desde que él le hablara. Bajó la mirada hacia sus pies y vio que había una caja de cuero que ella debió depositar en el piso, antes de tratar de correr el cerrojo. Era una caja de aspecto muy fino y él sospechó que contenía sus joyas. De nuevo con
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mucha tranquilidad, para no asustarla más de lo que ya estaba, propuso: — ¿Qué le parece si nos sentamos y me explica qué es lo que está sucediendo y por qué considera que tiene que dejarme? Ella hizo un ligero movimiento convulsivo y él pensó que se iba a negar. Luego, como si se sintiera demasiado impotente para hacer otra cosa que no fuera obedecerlo, se desplazó un poco y el duque avanzó un paso y tomó el joyero. Con él en la mano volvió a la habitación en la que se encontraba hacía un momento y al hacerlo, constató que ella lo seguía. Colocó el joyero sobre el escritorio y al ver que Magnolia permanecía indecisa en el umbral, dijo en un tono trivial: —Esta habitación está muy fría. Creo que voy a encender el fuego. Tomó una pajuela, la encendió y la acercó a la chimenea. Cuando comenzó a arder el fuego se puso de nuevo de pie y observó que Magnolia seguía parada junto a la puerta. —Venga a sentarse —expresó en tono de amable invitación. Ella obedeció. El duque encendió cuatro velas más, colocando dos a cada lado de la repisa. Magnolia se sentó en un sillón, mientras el duque cruzaba la habitación para cerrar la puerta, que ella había dejado abierta. Entonces se dio vuelta para sentarse frente a ella, del otro lado de la alfombra frente a la chimenea. Las llamas iluminaron su rostro y él comprobó que estaba muy pálida, con la mirada fija en el fuego, los dedos unidos con fuerza en su regazo. El duque comprendió que lo hacía para evitar que temblaran. Se hizo un silencio y él se preguntó que debería decirle, cómo podría convencerla de contarle la verdad. Por fin, cuando comprendió que la muchacha estaba esperando que él hablara, el duque añadió: —Acaba de decirme que no tenía ninguna idea de adónde ir. Si eso es cierto, ¿cómo pensaba arreglárselas sola, en un país todavía extraño para usted? —Pe...pensé que podía es... esconderme en algún lugar donde... nadie pudiera... encontrarme. —Supongo que por "nadie" se refiere a mí. —Y... mamá. Casi no podía escucharla, pero adivinaba sus palabras. —Ahora que ya está casada, su madre ya no es responsable de usted —observó el duque—. Pero yo, en cambio, sí, lo soy. Y debe imaginarse la conmoción que causaría si usted desapareciera al día siguiente de nuestro matrimonio. —Yo... pensé que a usted... le agradaría. Magnolia no lo estaba mirando al hablar, sino que seguía con la vista clavada en el fuego. El pensó que el rubor había teñido un momento sus mejillas, al decir aquello. —No me causaría ningún placer; de ningun modo —aseguró el duque con
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tranquilidad—. Me habría sentido en extremo perturbado e inquieto. Le pareció que ella no le creía y continuó: — ¿No se da cuenta de los peligros a los que se habría expuesto? Mientras formulaba la pregunta se dijo que era difícil explicar a Magnolia que si, como él sospechaba, la caja de cuero contenía joyas, tanto ellas, como el costoso abrigo forrado de piel que llevaba le habrían sido robados antes que hubiera terminado de recorrer la avenida en la que se encontraba la casa. Si no era atacada por ladrones, sin duda habría sido atacada por las mujeres que siempre merodeaban por las calles a, estas horas de la noche. — ¡Yo...` quiero... irme... lejos! Las palabras, pronunciadas con un poco más de fuerza y de firmeza, parecieron brotar de sus labios como una explosión involuntaria. —Pero, ¿por qué? —preguntó el duque. —Porque yo no... quiero ser su... esposa... ¡y usted... me detesta! El duque se mostró sorprendido y corno no dijera nada, Magnolia volvió la cabeza para mirarlo. Una vez más vio el terror en sus ojos al decir: —Lo comprendí en la... iglesia, en el jardín y en el tren. Era como si usted lo estuviese... diciendo en voz alta. Esto era indiscutible y el duque se sintió tan estupefacto que se quedó callado; pero mientras él buscaba qué decir, ella prosiguió a toda prisa: —Déjeme ir... por favor... déjeme ir... a buscar un lugar donde pueda yo... vivir con tranquilidad... usted puede....quedarse con mí dinero... con todo... pero como usted no me quiere... no puedo quedarme en su casa... así que... ¡déjeme ir! Su voz era muy insistente y al mismo tiempo patética y el duque contestó: —Usted debe ser lo bastante inteligente como para comprender que las cosas no son tan fáciles. Si hoy la he asustado, sólo puedo suplicarle que me perdone. —Supuse que los... arreglos de mi madre... lo molestarían —afirmó Magnolia—, pero ni mí padre ni yo teníamos... idea de lo que había planeado... —Sí, estaba muy molesto —admitió el duque—, porque pensé que como íbamos a casarnos en Inglaterra, sería una ceremonia tranquila y privada, para nosotros, nuestros familiares y amigos. —Lo... sé —respondió Magnolia con una especie de sollozo en la voz—. Pero a mamá le habría parecido... muy... aburrido, porque no habría habido nada sobre lo cual... pudieran escribir... los periodistas. Y ella quería que todos supieran que yo me había casado con un... duque. Había algo en la forma en que dijo la última palabra que impulsó al duque a preguntar: — ¿Y usted no quería hacerlo? — ¡No... por supuesto que no! No tenía deseo de casarme con nadie... excepto... Se detuvo y después de un momento el duque preguntó:
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— ¿Excepto con quién? El pensó que ella no iba a contestarle, pero ahora desvió de nuevo la mirada y después de un momento añadió: —Con alguien que... me amara... y como nadie podrá... hacerlo nunca... no tenía ningún deseo de... casarme. —No entiendo —dijo el duque. Magnolia hizo un pequeño gesto con una mano. Entonces, como era muy evidente que sus dedos estaban todavía temblando, volvió a juntarlos en su regazo. —Por favor, explíqueme lo que quiere decir. Habló en forma suplicante, como lo hubiese hecho si se dirigiera a un niño, y pensó, al hacerlo, que había algo muy infantil en Magnolia. Parecía, en realidad, muy inmadura, sentada como estaba en esos momentos, muy erguida al borde de la silla. Podía notar la delicadeza de su perfil, recortado contra el fondo de mármol de la chimenea. —Desde que salí de... la escuela —murmuró—, comprendí que mi madre estaba... planeando... casarme con alguien muy... imporante... y mi padre me explicó que nadie de su gusto, querría... casarse conmigo porque soy muy... rica. Su voz se hizo más profunda al pronunciar la última palabra. Entonces, con un gran esfuerzo, prosiguió: —Me... convenció de que si no me... casaba con usted, habría siempre... algún otro que podría ser... en realidad... peor. Se hizo un silencio momentáneo. Entonces el duque comentó: —No había pensado en eso, pero creo que comprendo lo que su padre quiso decir. Al mismo tiempo... Estaba a punto de decir: "Debe haber un hombre, en algún lugar del mundo, que se casaría con usted por usted misma". Entonces pensó que, debido a su gran riqueza, el señor Vandevilt había tenido razón al pensar que el hombre común, como él mismo, a menos que estuviera en circunstancias excepcionales, no se casaría con una mujer tan desmesuradamente rica como ella. Como si adivinase lo que él estaba pensando, Magnolia agregó: —Ahora que comprende usted, por favor... déjeme ir. Me iré... a algún lado... donde esté a salvo... y si nadie sabe dónde estoy... puedo hacer mi propia vida. No contestó y ella continuó: —Pensé que si vivía cerca de... lugares donde hubiera libros, como... una biblioteca o un museo, yo tendría... suficiente con eso para llenar mi tiempo. Lo miró con expresión suplicante al referir: —Déjeme ir... por favor... por favor... ¡déjeme ir! El duque pensó que nunca en su vida se había enfrentado a un problema tan difícil como aquél. Comprendió que debía manejarlo con la mayor diplomacia.
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Después de un momento preguntó: — ¿Ha pensado cómo se mantendría? —Sí... por supuesto —contestó Magnolia—. No soy tan... tonta. Tengo un poco de dinero conmigo... no mucho; pero mis joyas valen mucho. — ¿Intenta venderlas? —Sí. Yo sé que tal vez no me... den su verdadero valor pero... me darán... lo suficiente para... vivir. —Lo que creo que usted no comprende —dijo el duque—, es que una mujer que vive sola se expone a muchos malos entendidos y a no pocos problemas. Notó que Magnolia lo miraba con sorpresa. —No creo que eso suceda si no... hablo con nadie... y vivo muy... tranquila. —No es eso —explicó el duque—. Me temo que encontraría usted que ningún hotel la aceptaría sin estar acompañada y sin equipaje adecuado. Y es muy poco probable que un casero rentara una casa o una habitación a una muchacha tan joven como usted, sin identificación alguna. Magnolia comprendió que esto era algo en lo que no había pensado y después de un momento preguntó: — ¿Por qué... iban a pensar que había... algo malo? Después de todo, aun en Inglaterra... las mujeres están más... liberadas ahora que... en el pasado. —Hay mujeres así —concedió el duque—, pero no tienen su apariencia, ni son tan jóvenes. —Entonces... ¿qué voy a... hacer? Era un grito que parecía venir del fondo de su corazón y el duque contestó: — ¿Y si prueba quedarse conmigo? El temor volvió a sus ojos y él se apresuró a decir: —Podemos hacer nuestros propios arreglos acerca de cómo vivir y cómo comportarnos el uno con el otro. Notó que ella no comprendía lo que le estaba diciendo y añadió: —Nos conocimos apenas hoy, lo cual me parece lamentable. Deberíamos haber dispuesto de por lo menos una semana para conocernos, antes de casarnos. Observó que ella lo estaba escuchando con atención y propuso: —Podríamos concedernos no sólo esa semana, sino muchas otras más, para tratar de ver si estamos hechos el uno para el otro. Mientras tanto podemos ser simples... amigos. — ¿Quiere... usted decir —preguntó Magnolia después de un momento—, que yo... no sería... su esposa? No había la menor duda de lo que ella quería decir; el temblor de su voz era muy revelador. —Sugiero —dijo el duque—, que para empezar, actuemos no como si estuviéramos casados, sino como si fuéramos desconocidos que han sido unidos por circunstancias
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fortuitas, o por el destino, si usted gusta. Le pareció que se estremecía, pero no hizo ningun comentario y él prosiguió: —Descubriremos si tenemos o no algo en común y si hay alguna posibilidad de que nuestra amistad se convierta en algo más profundo. — ¿Quiere usted decir... que yo podría... enamorarme de... usted? —preguntó Magnolia. —Eso es lo que yo espero que sucederá algún día. —Pensé que... usted... sólo me quería por mi... dinero... no porque quisiera usted... amor. — ¡Y yo pensaba que usted sólo me quería por mi título! —replicó el duque a su vez. —Era mi madre la que quería... eso —comentó Magnolia—.Hubiese preferido un príncipe, pero no había ninguno disponible. Habló llena de desprecio y el duque dijo con una leve sonrisa: —Yo mismo me consideré un mal negocio para usted, pero como estaba desesperado, acepté la oferta. — ¿Estaba... desesperado por... mi... dinero? —Supongo que le habrán dicho que mi padre dejó una enorme cantidad de deudas. Eso habría significado cerrar el castillo y que todos nuestros pensionados, además de muchos de los miembros más antiguos de la familia, que dependen de mí, se hubiesen muerto de hambre. Hasta hablar de ello lo alteraba todavía; su voz resonó más aguda de lo que hubiese querido e hizo que Magnolia exclamase: — ¡Así que... aunque me... detestaba, tuvo que... casarse conmigo! —Usted parecía ser la solución de mi problema. Pero no la detestaba a usted... detestaba el hecho de tener que casarme con alguien bajo presión. Yo también quería enamorarme. Los ojos de Magnolia se agrandaron y él advirtió que esto era algo que no se le había ocurrido antes. — ¿Usted quería... casarse con alguien que lo amara... por usted... mismo? — ¡Por supuesto! —contestó el duque—. Si usted no deseaba un marido al que sólo le interesara su dinero, yo tampoco quería una esposa que no estaba interesada en mí como hombre, sino sólo como dueño del título de duque. — ¿Y no había otras formas de... obtener ese dinero? —murmuró Magnolia después de un momento. —Sólo he sido soldado... no tengo ningún otro oficio —contestó el duque—. Yo también estoy tentado de sugerir que usted podía haber encontrado un hombre que la amase por sí misma. Le pareció que una expresión de dolor cruzaba por un instante el rostro de Magnolia, quien murmuró con gravedad: —No... no... había... nadie. —Así que, como dijo su padre, yo era la menos mala de todas las posibilidades. Es un pensamiento humillante, pero es la verdad.
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Había tal nota de amargura en el tono de su voz, que hizo que Magnolia alzara el rostro para mirarlo antes de añadir: —Usted debe... darse cuenta de que sería... mejor para usted dejarme ir a algún lugar donde no lo... irritaré con mi presencia ni lo molestaré... y usted puede gastar mi dinero sin tener que... o... odiarme. —Espero, si eso sucediera —replicó el duque—, tener la decencia suficiente para no tocar su dinero; puesto que no lo habría ganado. —Esa es una actitud... muy tonta. —Tonta o no, es la forma honorable de actuar. Así que si usted me deja, seré tan pobre como lo era esta mañana, antes de casarnos. —Pero yo quiero que usted disponga de mi dinero. Además, legalmente ya es suyo. —No me preocupa la ley, sino lo que yo pienso en lo personal —insistió el duque—. Hicimos un trato de negocios, usted y yo. A menos que usted cumpla su parte del trato, yo no puedo cumplir la mía. Magnolia se inclinó hacia adelante, con los labios entreabiertos como si fuera a discutir con él. Entonces amagó un ligero gesto de impotencia con las manos. — ¿Qué voy a... hacer? —preguntó—. Por favor... ¿Qué voy a hacer? —Creo que lo que podemos hacer ambos —contestó el duque—, es discutir con sensatez lo que ha ocurrido. Como esta habitación ya se ha calentado, le sugiero ¿que se quite la capa y el sombrero y me permita ofrecerle un vaso de vino. —No, gracias, no quiero vino. —Entonces, le serviré un poco de limonada —sugirió el duque. Se levantó y se dirigió a la mesa de bebidas donde halló una pequeña jarra de limonada casera. Sirvió un vaso y se lo alcanzó. Vio que se había quitado la capa y la había dejado caer en la silla que se encontraba detrás suyo y que en esos momentos se estaba despojando del sombrero. Su cabello estaba peinado hacia atrás en un estilo muy sencillo, anudado en la nuca. Estaba seguro de que debió arreglárselo ella misma después que la doncella se había retirado. Ella había vuelto a vestirse entonces, para poder huir de la casa cuando todos dormían. El duque, volvió hacia la mesita y se sirvió un brandy con soda. Necesitaba algo fuerte que le ayudaría a enfrentar una situación que no había previsto, ni en sus más descabellados sueños, en su noche de bodas. Cuando volvió a sentarse en la silla frente a Magnolia recordó que cuando le había alcanzado el vaso de limonada, ella se había estremecido, como si le tuviera miedo. Nunca se había imaginado que provocaría temor en una mujer, aunque numerosos hombres se habían estremecido al verlo enfadado o al ser reprendidos por él. El duque bebió un poco de su brandy antes de comenzar a hablar: — ¿Sabe una cosa, Magnolia? Si los periódicos que su madre ha alertado sobre nuestro
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matrimonio, tanto en este país como en el suyo, se enterasen de que usted había desaparecido... ¡todo el mundo se lanzaría en su busca! ¡Le sería imposible ocultarse en ningún lado, porque la gente la perseguiría como una jauría persigue a una zorra! Magnolia lanzó un pequeño grito ahogado. — ¡Me está... asustando! —Sólo le estoy diciendo la verdad —declaró el duque—. Y creo que, en términos generales, debe usted reconocer que sería más fácil y más seguro si se quedara conmigo, que sola en un mundo extraño del que usted no sabe nada. —Me quedaré... si usted me... promete... —empezó Magnolia. —No hay necesidad de prometer nada —la interrumpió el duque—, puesto que ya le he dado mi palabra. Debe haber oído que la palabra de un caballero inglés es algo en lo que usted puede confiar, al menos en lo que a mí se refiere. —Y... podemos... conocernos uno al otro... como usted dice... ¿Y no me... tocará? Una vez más la última palabra resultó casi inaudible y el duque comprendió por la forma en que ella la pronunció qué era, con exactitud, lo que quería decir. —Le prometo que no la tocaré a menos que usted me pida que lo haga —respondió él—. Y creo, Magnolia, que ambos debemos ser sensatos respecto a las circunstancias extraordinarias, fuera de lo común, en que nos casamos. Habló con más lentitud al agregar: —Lo primero que debemos hacer es olvidar la razón por la que estemos juntos y aceptar que, puesto que por el momento es imposible para nosotros separarnos, debemos sacar el mejor provecho posible de la situación. — ¿Significa eso... que debo... irme con usted... mañana? —Eso es lo que se había planeado —asintió el Duque—, pero podemos quedarnos en Inglaterra si lo prefiere. Trató de que su voz sonara indiferente. Entonces ella convino: —Pero se han hecho... todos los arreglos para... que nosotros nos vayamos... y a mí me gustaría conocer la Costa Azul. —Es algo que a mí también me gustaría. — ¿Nunca ha estado allí? —Nos detuvimos en Villefranche durante dos días, en un barco que llevaba tropas a Egipto. —Entonces será... interesante para usted, tanto como para... mí. —Muy interesante. Y estoy ansioso de ver el yate que mi padre compró y que no sabía siquiera que poseía, hasta hace unas cuantas semanas. —A mí también me gustaría eso. Y soy buena marinera. Ni mi padre ni yo nos mareamos durante las tormentas en el Atlántico, mientras que mi madre y casi todos los demás se pusieron muy mal. —Entonces vamos a sacar buen provecho del yate.
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Magnolia posó su vaso en la mesa y propuso: —Tal vez debo irme a la... cama... y usted también debe estar... cansado. —Aunque dormí en el tren —dijo el duque con una sonrisa—, confieso que me siento exhausto. Tomó el joyero, pero cuando Magnolia se disponía a ponerse de pie, pareció titubear todavía y preguntó: — ¿Esta usted... seguro de que está haciendo... lo correcto? ¿Qué sucedería si cuando... llegue a conocerme me odiara más aún? —Si eso sucediera, y no creo que suceda —contestó el duque—, entonces creo que debemos ser francos uno con el otro y discutir el futuro con todo cuidado. Se detuvo para después decir con una sonrisa que muchas mujeres habían considerado en extremo atractiva: —Le aseguro que ya no la detesto, de ninguna manera. Pero si usted continúa odiándome, entonces hay numerosas posibilidades respecto a lo que podemos hacer. — ¿Cuáles son? —preguntó Magnolia con curiosidad. —Poseo varias casas, en diferentes partes del país, donde, si usted quiere hacer una vida independiente de la mía, podría hacerla en condiciones muy confortables —contestó el duque—. Desde luego, usted tiene los recursos para comprar la casa que desee en Londres, en el campo, o en el lugar del mundo que desee. Habló con toda naturalidad, en el tono de quien habla de negocios. Pero aun mientras lo hacía, pensaba que sería imposible para alguien tan frágil, tan joven y tan indefensa, enfrentarse sola con la vida. Tuvo la repentina impresión de que, le gustara o no, debía proteger y cuidar a Magnolia. Y era una cuestión de protegerla no sólo de los demás, sino también de sí misma. —No tengo... que tomar... ninguna decisión... por el momento, ¿verdad? —preguntó Magnolia. —Estábamos diciendo, si lo recuerda, lo que sucedería si nos odiáramos con tanta violencia como para que resultara imposible que continuáramos juntos —aclaró el duque. —Sí... por supuesto. Como estoy tan cansada, me temo que parezco un poco tonta. —Por el contrario, creo que se está mostrando muy sensata e inteligente —repuso el duque—, y cuando piense las cosas, se alegrará, tanto como yo me alegro, de que no abandone esta casa. Está usted mucho más segura aquí. Magnolia tomó su capa forrada de armiño, la colocó sobre el brazo y alzó la vista hacia el duque. Era mucho más alto que ella, de modo que tenía que echar la cabeza hacia atrás para verlo. Sus ojos se veían enormes en su rostro cuando dijo titubeante: —Creo que... tal vez debiera yo... darle las gracias por ser... mucho más... bondadoso y más... comprensivo de lo que pensé que... sería. —Si trata de darme las gracias —contestó el duque—, yo debo pedirle disculpas por
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haberla asustado. —Yo... comprendo por qué estaba usted tan... enfadado. Y es una... lástima que ese enorme pastel de bodas y ese pájaro lleno de rosas no se hayan caído al mar durante la tormenta. Lo miró con preocupación, al decir eso. El duque no pudo evitar una sonrisa, mientras añadía: —Estoy de acuerdo con usted... hubiese sido una piadosa solución del problema. A decir verdad, ambas cosas me resultaron odiosas. De pronto Magnolia se echó a reír. —Acabo de recordar —dijo—, que cuando el pájaro salió volando, vi a uno de los camareros meterse debajo de una mesa. — ¡No era para menos! Pero ahora el duque se sorprendió al comprobar que también le era posible reír de la conmoción causada por la idea de la señora Vandevilt. —Me iré a dormir... ahora —dijo Magnolia a toda prisa, como si temiera que él pudiera volver a enfadarse. —Como yo intento hacer lo mismo —contestó el duque—. Le llevaré su joyero. ¿Me permite sugerirle que ponga esto en un lugar seguro hasta mañana por la mañana? — ¿Tiene miedo de que nos roben? —No, por supuesto que no —contestó el duque—, pero las joyas muy valiosas son una tentación hasta para el más honrado de los hombres. Pensó, al decir eso, que el dinero, en cualquier forma en que se le presentara, era una tentación, de un modo o de otro: una tentación para un ladrón furtivo y una tentación aun para alguien como él. Habían llegado a la puerta. Se volvió para apagar las velas que ardían sobre la chimenea y en el escritorio. Cuando salió de la habitación advirtió que ella ya estaba a mitad de la escalera y sólo cuando llegó a la puerta de su propio dormitorio esperó a que le diera alcance. Al hacerlo extendió la mano para tomar el joyero. — ¿Debo guardarlo? —preguntó—. ¿O usted... puede... hacerlo? El duque tuvo la sensación de que ella le estaba diciendo, en forma indirecta, que no trataría de escaparse de nuevo. —Haré lo que usted quiera, Magnolia. Pero descanse y trate de dormir. Tenemos una larga jornada ante nosotros y pienso que hay muchas cosas en ese viaje que podrían interesarle y de las que podríamos hablar. Una sonrisa se dibujó en los labios de ella y creyó ver una luz encenderse en sus ojos, que ya no estaban asustados. — ¿Me contará sobre la India? —preguntó ella. —Por supuesto, y si visitamos las islas griegas, como su madre sugiere, ambos
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podríamos, recordar lo que sabemos de mitología griega. Magnolia lanzó un pequeño grito. — ¿Quiere decir que podremos ir a Grecia? Es un lugar que siempre he querido visitar. —Podemos ir adonde usted quiera —contestó el duque. Al decir eso pasó por su mente el pensamiento de que la frase podía continuar con: "es usted quien paga", pero le enfureció que la idea se hubiera presentado en su mente aunque él no la había invitado. Pero aunque no dijo nada, se sintió seguro de que sus pensamientos se habían comunicado a Magnolia, porque le pareció que la luz había desaparecido de sus ojos al decir: —No me corresponde... como usted lo sabe muy bien... tomar tales decisiones... sino a... usted. Al decir eso no lo miró, y abrió la puerta. Entonces, sin agregar una sola palabra, sin siquiera levantar la vista en dirección suya, desapareció en su dormitorio. El duque se encontró con un joyero en las manos, frente a una puerta cerrada.
El sol brillaba en todo su esplendor y hacía mucho calor. El jardín de la villa era una explosión de color. Magnolia se encontraba de pie frente a los amplios ventanales de la terraza y pensó que la vista que se disfrutaba del mar, desde ese punto, era indescriptiblemente bella. De hecho, se preguntó cómo podría llegar a explicar en las cartas que estaba escribiendo a su padre la belleza que habían encontrado cuando bajaron del tren en Niza que, desde el primer momento, les pareció un lugar encantado. El viaje de Inglaterra a Niza había sido hecho a tal grado de comodidad que resultaba nuevo para el duque, aunque notó que para Magnolia era muy natural porque era lo que había tenido toda su vida. Un secretario especial había sido encargado de todos los detalles y había viajado con ellos para hacerse cargo del equipaje y de los sirvientes. El único contratiempo se había presentado la primera mañana, cuando, antes que Magnolia bajara a desayunar, el duque supo que el equipaje, su valet y la doncella de Magnolia ya se habían marchado con el secretario a la estación. —Tres guardias han ido con ellos, su señoría —le explicó el mayordomo—. El cuarto está esperando para acompañar a su señoría cuando lo disponga. — ¿Qué guardias? —preguntó el duque. —Los guardaespaldas, su señoría. Llegaron ayer en el tren especial y pasaron aquí la noche. — ¿Está usted tratando de decirme que se ha dispuesto que los guardaespaldas nos acompañen a la señora duquesa y a mí en nuestra luna de miel? —Creo que ésas fueron las órdenes, su señoría, que dio la señora Vandevilt.
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— ¡Pues cancélelas de inmediato! —ordenó el duque con voz aguda—. No tengo la menor intención de ir de luna de miel con cuatro guardaespaldas. ¡Estamos en Inglaterra, no en los Estados Unidos! Y estaremos igualmente seguros en Francia. El mayordomo pareció inquietarse y el duque se apresuró a agregar: —Por supuesto que no es culpa suya, Dawkins, pero diga al guardaespaldas que está aquí que ya no quiero sus servicios y que enviaré de vuelta a sus compañeros, apenas lleguemos a la estación Victoria. —Muy bien, su señoría. El duque no le comunicó a Magnolia, cuando apareció, la decisión que acababa de adoptar, pero ella vio a los tres hombres que los esperaban en la estación. Antes que se dirigieran al tren, escoltados por el jefe de la estación, el duque despidió a los tres guardias, dejándolos con expresión turbada y malhumorada, antes de reunirse con ella. Sólo cuando estuvieron solos, en el vagón privado que debía llevarlos a Dover, preguntó Magnolia: — ¿No permitió que... los guardaespaldas nos... acompañaran? — ¡Por supuesto que no! —exclamó el duque—. Tal vez se necesiten guardaespaldas en Nueva York, Magnolia, pero le aseguro que en este país y en Francia yo solo puedo proteger a mi esposa. —Deben haberse sorprendido mucho de que usted los despidiera. —No me preocupan los sentimientos de ellos, sino los suyos y los míos. Es ridículo que nos movamos como si fuéramos miembros de la realeza, temerosos de que los anarquistas nos arrojaran bombas. —Podríamos ser secuestrados para cobrar rescate. —Eso es en extremo improbable —repuso el duque con firmeza. Pensó que Magnolia iba a discutir con él, pero en cambio, le sonrió. —Está usted haciendo que yo sienta que... he escapado... de mi prisión. — ¿Así que a eso se refería cuando dijo que sólo se sentía libre cuando leía? —exclamó el duque. Magnolia asintió con la cabeza. —Nunca he ido a ninguna parte sin vigilancia. Había siempre dos hombres con nosotras cuando mi niñera me llevaba a pasear en mi cochecito en el Central Park y guardias armados alrededor de la casa cuando íbamos a pasar unos días al campo. Dejó escapar un ligero suspiro. —Las muchachas de la escuela solían reírse de mí porque un guardia esperaba en el vestíbulo, para escoltarme a casa, sin importar cuántas niñeras o institutrices fueran a buscarme. —Todo lo que puedo decir es que eso me da mucha pena, por usted. —Cuando pensaba en ello, me invadía la compasión por mí misma. Con frecuencia
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envidiaba a los niños que andaban por la calle, corriendo descalzos y pensaba que ellos eran más felices que yo. —Supongo que es inevitable que nos imaginemos que otras personas son más afortunadas que nosotros mismos —comentó el duque—. En lo personal, hasta ahora, he disfrutado casi de cada minuto de mi existencia. No comprendió con exactitud lo que había dicho hasta que oyó a Magnolia repetir en voz baja: — ¿Hasta... ahora? —No quise decir lo que está usted pensando —aclaró él a toda prisa—. Me refería al momento en que tuve que dejar el regimiento y volver a Londres para cargar con todos los problemas y dificultades que significa ser un duque. —Entre los cuales... me incluye... a mí... —Tengo la impresión —dijo él con una expresión traviesa en los ojos— de que está usted buscando que le diga cumplidos. — ¡No... no, por supuesto que no! —protestó Magnolia en tono de alarma—. En realidad... estaba pensando... que siento... compasión por usted. —No hay necesidad de que lo haga, porque si lo deseo, soy bastante capaz de sentirla por mí mismo —comentó el duque—. Lo que sugiero que hagamos ambos, Magnolia, es tratar de divertirnos. La miró al decir eso y añadió: —Estamos viajando a todo lujo, lo cual, como soldado que yo era, y muy pobre, nunca había tenido oportunidad de hacer. Magnolia se echó a reír. —Cuénteme cómo vivía entonces —suplicó. —Le contaré cómo se viaja en un tren militar —contestó el duque. Procedió a describirle las incomodidades de los trenes y los barcos que conducían las tropas. La mayoría iban siempre sobrecargados de hombres y cuando se trataba de un barco casi todos los soldados que nunca antes habían viajado por mar, se mareaban de un modo horrible. Describió las dificultades de mantener quietos a los caballos en las bodegas del barco, de impedir que fueran presa del pánico y cómo al llegar al mar Rojo el sol era insoportable y algunas veces resultaba difícil obtener agua limpia para beber. El duque se había dado cuenta ya de que Magnolia era una de esas raras mujeres que saben escuchar. Durante todo el trayecto, a través de Francia, lo abrumó a preguntas sobre sus viajes, sobre los países que había visitado y los diferentes pueblos con los que había convivido Le sorprendió la inteligencia de sus preguntas y descubrió que disfrutaba de la oportunidad que le brindaba de ser un maestro. Al mismo tiempo sentía que ella todavía le tenía miedo, como hombre.
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Si la tocaba en forma inadvertida o tomaba su brazo para ayudarla a bajar, se estremecía a causa del contacto físico. El duque se dijo, con cierta perversidad, que eso era muy saludable para su "ego", aunque no dejaba de ser un poco insultante. Aunque no era un hombre vanidoso, hubiese necesitado ser muy tonto, y no lo era, para no darse cuenta de que las mujeres lo encontraban muy atractivo y que casi todas aquellas con las que tenía alguna gentileza lo miraban con un brillo en los ojos que era más halagador que cualquier cosa que pudieran haber dicho. Resultaba evidente que Magnolia consideraba interesante todo lo que él le contaba; pero no había la menor duda, también, de que lo rehuía como hombre, sobre todo como marido. Lo que era más, parecía estar siempre en guardia, como si temiera que él tratara de establecer alguna clase de relación con ella, por amable o superficial que fuese. Cuando se iba a acostar de noche, en el confortable dormitorio del vagón privado que había sido agregado al tren expreso, y que el duque sabía que había costado una suma astronómica, no podía evitar el pensar en Magnolia. Era muy diferente de cuando pensaba antes en ella, como en una norteamericana sin rostro, con la que estaba haciendo una operación de negocios. Ahora, a medida que iba conociéndola mejor, comprendía hasta qué punto absurdo era sensitiva y vulnerable. Aunque muy inteligente y habiendo leído mucho, era tan inocente como un recién nacido respecto al mundo exterior, más allá de la vida enclaustrada y protegida que le habían impuesto por ser una rica heredera. Cuando pensaba en lo que podía haberle sucedido si se hubiese lanzado sola a las calles de Londres, el duque sentía un profundo estremecimiento. Debido a que era tan inocente, le habrían robado, golpeado y tal vez dejado sin sentido en un arroyo. Peor aún, podía haber sido arrastrada a algún horrible burdel del que nunca lograría escapar con vida. El duque no sabía que las herederas norteamericanas eran vigiladas y aisladas de la realidad, hasta el punto de que no vivían en este mundo, sino en una "nube" especial que las hacía completamente desvalidas como personas. Se le ocurrió también que si se hubiese casado con un tipo de hombre diferente, tal vez con algún príncipe europeo interesado sólo en su dinero, la sorpresa y el susto hubiesen sido tan grandes, que le habría resultado difícil seguir viviendo. Aunque en ocasiones se decía a sí mismo que exageraba, el pensamiento estaba allí y le obligaba, en consecuencia, a hablarle con mucha gentileza y tratar de no hacer nada que le hiciera sentir por él, como hombre, aún más temor del que ya sentía. Entonces se hacía a sí mismo la pregunta para la cual no tenía respuesta: "¿Cómo puedo estar seguro de que en el futuro no la asustaré?"
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Capítulo 6 EL mar estaba muy tranquilo, eran las primeras horas de la mañana y había una neblina en el horizonte que el sol comenzaba a dispersar, cuando el duque subió a cubierta. No le sorprendió ver que Magnolia ya estaba allí. Había notado desde que zarparon que parecía ser dueña de una energía que no había descubierto antes y cada nuevo día era una emoción que ella no quería perder. Desde luego, se sentía mas libre que nunca, exenta de restricciones como jamás lo había estado en su vida. Y a él le divertía ver su reacción ante el hecho de sentirse liberada de todas las trabas que la habían rodeado desde su nacimiento. En primer lugar, cuando anunció que partirían con destino desconocido, la doncella de Magnolia se negó a acompañarlos. —Ni por todo el té de la China, mi lady, volvería a sufrir lo que sufrí al cruzar el Atlántico —había dicho con firmeza. Cuando Magnolia comprendió que no iba a convencerla, fue a buscar al duque. Para entonces, y con objeto de no despertar sospechas entre la servidumbre respecto a su verdadera situación privada, el duque y ella se tuteaban. El empezaba a conocerla tan bien, que aun antes que dijera nada, le preguntó: — ¿Qué te pasa, por qué estás preocupada? —No estoy exactamente... preocupada —contestó—, pero mi doncella se niega a venir conmigo en el yate. El duque sonrió. —Así que el colosal problema es si contratas otra doncella o te atiendes tú misma, ¿no es cierto? Vio, por la sorpresa reflejada en el rostro de Magnolia, que nunca se le había ocurrido que podía hacer lo segundo. —Si te encuentras en dificultades —dijo el duque—, te aseguro que Jarvis, mi valet, podrá ayudarte. Y, si es necesario, estoy dispuesto a darle una mano. — ¿Quieres decir que puedo ir contigo en el yate... sin una doncella? —Por supuesto. No vamos a ir a ningún lugar muy elegante. Espero que nadie nos invite y si no pareces salida de una vitrina, ¡sólo estaremos los peces y yo para criticarte! Se hizo un silencio por un momento y luego Magnolia balbuceó: —Yo sé que te... vas a reír de mí... y pensarás que... es ridículo, pero nunca... me habían permitido cuidar de mí misma... hasta ahora. —Entonces, será una nueva experiencia para ti —observó el duque.
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Cuando subieron al yate, dejando en tierra a la doncella norteamericana... una mujer muy austera y poco agradable, el duque estaba seguro, aunque no dijo nada, de que Magnolia disfrutaba de sentirse sola. Podía oírla moviéndose de un lado para otro en su camarote desde muy temprano y casi siempre estaba en la cubierta antes que él apareciera. Se arreglaba el cabello como lo hiciera la noche de la boda, cuando había tratado de huir. El duque pensaba que le favorecía más que cualquier peinado complicado. Como la disciplina militar lo había hecho muy observador respecto al desorden, notó que algunas veces el vestido de Magnolia estaba mal abrochado en la espalda y que la banda que lucía en la cintura no siempre estaba tan bien anudada como debiera, pero no hizo ningún comentario. Después de dos días de navegación estaba dispuesto a admitir que el róstro de ella, encendido de excitación, y el brillo de sus ojos., compensaban con creces el desarreglo de su ropa. Como conocía el amor que su padre sentía por el lujo, al duque no le sorprendió descubrir que El Lobo Humano, así se llamaba el yate, contenía los accesorios más novedosos y todo el confort y el lujo que podían encontrarse en los mejores yates de este tamaño, en cualquier parte del mundo. Estaba decorado en forma muy elaborada y en los camarotes principales había amplias camas matrimoniales con cabeceras de metal. Había pensado en reservar para Magnolia el camarote principal que era el que ocupara en vida su padre; pero ella prefirió el camarote contiguo, que era mucho más femenino y estaba decorado en color rosa. La decoración la hizo exclamar que el recinto "parecía una rosa". Como lo dijera con espontaneidad, se volvió a mirar al duque llena de inquietud. El comprendió que estaba pensando en esos momentos en las diez mil rosas que habían volado por el aire el día de su boda y temía que mencionar esa flor lo hiciese sentir tan molesto como lo había estado entonces. Pero él se limitó a contestar: —Dije que podías escoger el camarote que quisieras y uno que te recuerda a una flor constituye, ciertamente, un marco digno de ti. Era un cumplido, pero él percibió que ella se quedó pensando si lo diría con sinceridad. Entonces, después de una breve pausa, Magnolia decidió: —En ese caso, por favor, me gustaría tener éste. El Lobo incluía en su tripulación a un excelente cocinero chino y cuando avanzaban a lo largo de la costa francesa, rumbo a Italia, el duque reflexionó, con aire culpable, que empezaba a disfrutar, en verdad, de la buena vida. El capitán y la tripulación se habían mostrado encantados de verlo, porque les resultaba aburrido y bastante deprimente pasar el tiempo anclados en la bahía, esperando a un
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dueño que jamás aparecía. Supo que su padre había celebrado dos grandes y alegres fiestas a bordo del yate el año último. El capitán estuvo muy inquieto, pensando que no tardarían en despedirlos y en vender el yate. El duque no le aclaró que eso era lo que pensaba hacer, antes de casarse. Aun ahora, no estaba seguro de si valía la pena conservarlo. Sin embargo, la alegría que mostraba Magnolia a bordo, su placer al pensar que podrían visitar al fin las islas griegas y tal vez también Constantinopla, hizo que el duque decidiera que, en las condiciones actuales de su matrimonio, el yate podía desempeñar un papel importante en la búsqueda que ambos estaban haciendo de la felicidad. El duque había reconocido ya para sí mismo que eso era lo que deseaba. Habría sido ridículo seguir detestando la riqueza de Magnolia, en lugar de aceptarla, si no con placer, cuando menos con gratitud. Lo que le sorprendió después de su primera semana de matrimonio, fue que Magnolia era mucho más inteligente y mejor educada de lo que esperaba. Sabía, sin que Lady Edith tuviera necesidad de decírselo, que ninguna muchacha inglesa habría conversado con él sobre temas que resultarían extraños aun si estuviese hablando con un hombre de su misma edad. Magnolia había dicho la verdad cuando aseguró que coleccionaba libros y los leía con avidez. No le sorprendió mucho que no hubiera biblioteca a bordo. El duque sabía muy bien que su padre, en lugar de leer, se había dedicado a cultivar a la especie humana, sobre todo a su rama femenina. Por lo tanto, tuvo la precaución de ir a la librería más grande de Niza, antes de levar anclas, para comprar cuanto libro pensó que podría interesar a Magnolia, por una razón o por otra. El deleite que ella expresó al verlos fue todo el agradecimiento que él necesitaba. — ¿De veras los compraste para mí? —preguntó. —Pensé que ambos podríamos leerlos si se nos agotaba la conversación —contestó el duque. —Creo que lo que estás diciendo, en realidad, —repuso sonriendo—, es que cuando te canses de contestar mis preguntas, me darás un libro para tenerme callada. — ¡No había pensado en eso —sonrió él—, pero es una buena idea! Ella contempló el libro que acababa de escoger y preguntó un poco titubeante: — ¿No te importa... en verdad, que yo sea tan... inquisitiva? —Me encanta contarte todo lo que sé —contestó el duque—. Lo que pasa es que a veces me da miedo desilusionarte por no conocer las respuestas o darte una respuesta equivocada. —Para mí es muy excitante —dijo Magnolia en voz muy seria—, conocer a una persona
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que ha hecho tantas cosas por sí misma. Titubeó, como si estuviera buscando las palabras adecuadas, antes de añadir: —Papá ha viajado por todo el mundo, pero él sólo ve realmente los cuadros. No le interesa la gente, ni los lugares. Así que todo lo que tú me cuentas, todo lo que has hecho, es muy diferente de cuanto había oído antes. —Creo que lo que tienes que aprender —observó el duque—, es que tú tienes que vivir tu propia vida y no recibirla de segunda mano, de otra persona, sin importar que sea tu padre o yo mismo. Ella lo miró asombrada, como si ésta fuera una idea revolucionaria y le preguntó: — ¿Tú crees que podré hacerlo? —Ya has comenzado. Estás aquí, estás casada y has dejado detrás tuyo todo lo que te había sido familiar durante dieciocho años. —Cuando lo dices así suena un poco aterrorizante. Pero me gusta estar aquí. Espero con ansiedad lo que veremos mañana y al día siguiente, y aun después de éste. —Esa es la actitud correcta —convino el duque en tono de aprobación—, y eso es vivir. Comprendió que ella había estado pensando en lo que le había dicho, porque mientras cenaban esa noche en el hermoso salón decorado en azul verdoso, el color del mar a la luz del sol, Magnolia preguntó: — ¿Qué sientes cuando estás en peligro? El duque se quedó pensativo un momento. —Si te refieres al peligro que corre uno durante una batalla o cuando se enfrenta a un enemigo, supongo que es excitación, mezclada con miedo. — ¡Miedo! —exclamó Magnolia—. Yo pensaba que los hombres nunca tenían miedo. —Todo soldado, si es honesto, te confesará que tiene miedo de que lo hieran o de que lo maten —contestó el duque—. Pero un soldado está entrenado para controlarse el punto de no demostrarlo. En la mayoría de los casos esto hace que el sentimiento se vuelva menos agudo. Magnolia se quedó reflexionando unos instantes antes de agregar: —Así que la disciplina le enseña a uno el autocontrol. —Eso es lo que debe enseñar. Entonces, corno si el duque adivinara lo que estaba pensando, sonrió al añadir: —Es, por supuesto, muy lamentable cuando nuestros sentimientos escapan al control que impone la disciplina y otras personas pueden verlos. El sabía que ambos estaban pensando cómo sus sentimientos, durante la boda, no habían sido controlados en la forma debida y después de un momento agregó con expresión traviesa: — ¡Al menos no me escondí debajo del mantel! Magnolia se echó a reír y su risa pareció tintinear por todo el salón. —Eso habría resultado muy poco digno. No; permaneciste erguido y firme, como un
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buen soldado. Al mismo tiempo, salían chispas de tus ojos y, sospecho, también de tu corazón. —Me estás haciendo sentir avergonzado —se quejó el duque. —Estoy siendo injusta, en realidad —reconoció ella a toda prisa—. No creo que... nadie más se haya percatado... de tus... sentimientos. —No obstante, voy a reprenderme yo mismo —le aseguró el duque—, y en otra ocasión semejante, procuraré mantenerme bien alejado de ti. Magnolia no pudo evitar reír antes de preguntar: — ¿Estás sugiriendo que tal vez tengamos que volver a casarnos? — ¡Ni Dios lo permita! —exclamó el duque entre serio y sarcástico—. Al mismo tiempo, es posible que tu madre quiera celebrar el aniversario de nuestra boda, o tal vez... Se interrumpió de pronto al comprender que había estado a punto de decir "un bautizo". Se le ocurrió que, tal como estaban las cosas en ese momento, no había posibilidad alguna de que las campanas fueran echadas a vuelo de acuerdo con la tradición de los Burn, cada vez que le nacía un heredero al duque del momento, o a su hijo mayor. Y, por supuesto, no habría los fuegos artificiales, ni la fiesta para los trabajadores y los arrendatarios, que siempre tenía lugar cuando el heredero cumplía la mayoría de edad. Como si se le hubiera ocurrido en ese momento que, a pesar de la facilidad con que ahora conversaban y de que se habían vuelto muy buenos amigos en esos últimos días, el matrimonio seguía siendo ficticio, el duque dejó la copa que tenía en la mano y colocó ésta sobre la de Magnolia. —Quiero hablar en serio contigo, Magnolia —dijo en un tono de voz diferente al que había usado hasta entonces. Ella pareció leer sus pensamientos, como lo había hecho en otras ocasiones y, con un pequeño grito, retiró la mano y exclamó: —No... no...no tenemos nada de... qué hablar... nada... voy a subir a la cubierta. Antes que él pudiera detenerla, se puso de pie de un salto, se retiró de la mesa y, tomando su estola, abandonó el salón. Al oír sus pisadas que subían corriendo la escalerilla, no trató de seguirla. Se quedó inmovil, apretó los labios y se dijo que había sido un tonto al mostrarse impaciente. Pero, debido a que hablaba con tanta facilidad, con tan poca afectación, desde que embarcaron, casi olvidó su temor inicial hacia él. Había pensado, con excesivo optimismo tal vez, que él había empezado a gustarle; pero ahora comprobaba con disgusto que volvían al punto de partida. Tenía que tratar de lograr que confiara en él, de hacerle comprender que era un amigo y no un enemigo. Esta nueva situación le hacía sentirse frustrado y preocupado. ¿Por cuánto tiempo más tendría que seguir pretendiendo? Comprendía que, al principio, lo hubiera rehuido como reacción natural a un matrimonio precipitado. Pero, ¿cómo podría hacer que ella lo aceptara en su papel natural
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de esposo y... amante? La última palabra, al llegar a su mente, le dio la impresión de un puñetazo entre los ojos. Sabía que, si era honesto consigo mismo, tenía que confesar que deseaba a Magnolia como mujer. Hubiese sido preciso ser sordo y ciego para no sentirse cautivado por su belleza y para no haber captado que era en extremo fascinante su manera de hablar, casi perdiendo el aliento. Era muy diferente a todas las mujeres con las que él había conversado en su vida. Parecía convertir cualquier tema, aún el más erudito, en algo muy femenino y encantador, gracias a la música que había en su voz. Le placía la forma en que se movía, su gracia, el orgullo con el que llevaba en alto su pequeña cabeza, sobre su largo cuello de cisne. "¡Es preciosa!" pensó el duque. “¡Y, caramba, es mí esposa!" Entonces se menospreció no sólo por ser impaciente, sino por haber sucumbido tan fácilmente al ambiente en que se encontraban: el calor y, sobre todo, la soledad, en lo que se suponía era su luna de miel, con una mujer muy deseable. “¡Dios sabe que tendría que no ser humano para no desearla!" se dijo, como justificándose. Al mismo tiempo reconocía que había actuado con demasiada precipitación, en la tarea que se había impuesto a sí mismo de enamorar a una mujer, cosa que antes nunca había hecho. Sus conquistas habían sido demasiado fáciles. De hecho, con frecuencia había pensado que eran las mujeres las triunfadoras, no él, como hubiese sido su intención de hombre muy masculino. Pero con Magnolia iba a ser muy diferente. Ya había sido lo bastante tonto como para espantarla y, quizá, las cosas serían ahora más difíciles de lo que habían sido hasta entonces. El duque comprendió de pronto que ésta era una batalla para la cual no contaba con ninguna experiencia y en la que tendría que emplear tácticas que nunca había empleado antes. Sería preciso forjar un plan de operaciones para esta campaña y tenía la incómoda impresión de que podría tomarle mucho tiempo y ni siquiera estaba seguro de salir triunfante. ¿Qué sucedería si, en lugar de hacer que ella lo aceptara, aunque no lograse que lo amara, sólo incrementaba su odio hacia él, al punto de que cuando regresaran a Inglaterra ella quisiera abandonarlo como había tratado de hacerlo aquella primera noche? Pensó en las perturbaciones y dificultades que eso acarrearía. Se percató, también, de lo desolada que sería entonces su propia vida y se encontró preguntándose con desesperación qué podría hacer.
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Si había algo que el duque detestaba desde siempre eran los hombres casados que andaban con otras mujeres. Le parecía muy poco justo, muy poco deportivo, porque una mujer no tenía las mismas oportunidades que un hombre para divertirse en forma ilícita. Siempre sentía cierto disgusto cuando oía decir a un hombre: "¿Mi esposa? ¡Oh, ella está bien resguardada en el campo!" Conocía hombres que andaban siempre a la búsqueda de cuanta oportunidad de diversión podían encontrar. Había decidido que él no sería como ellos. Una vez casado, el amor clandestino no tendría ningún lugar en su vida. Pero aun mientras pensaba en todo aquello, comprendió que Lady Edith se habría reído de él y habría considerado sus intenciones como otro de sus anticuados ideales. Y, sin embargo, el sentimiento estaba allí. Al mismo tiempo, era un hombre lo bastante práctico para comprender que el estar casado con una mujer que no quería saber nada de él haría su propia vida muy difícil, frustrada y solitaria. Un hombre necesitaba una mujer y como ya no estaba luchando contra enemigos peligrosos, como lo había hecho mientras fue soldado, comprendía que lo que él quería ahora era eso. Más aún, ahora que estaba casado, quería una familia para llenar el castillo con el bullicio de los niños y saber que el sector infantil de la casa, en el que él mismo había crecido, estaba nuevamente en uso. En unos años más, tendría un hijo a quien enseñaría a montar y a disparar, e hijas que irían creciendo para convertirse en mujeres tan bellas como sus antepasadas. No había pensado en eso antes, pero comprendió ahora que ese aspecto extraño; frágil y etéreo de Magnolia, agregaría un nuevo elemento a la belleza de las mujeres y a las apuestas facciones de los hombres de la familia. Pero... sólo si se transformaba realmente en su esposa. Entonces sus sentimientos surgieron en él como una marea. ¡La deseaba! Quería oprimirla contra su pecho, sentir que temblaba no de miedo, sino de excitación. Quería quitarle los broches del cabello y dejarlo caer sobre sus blancos hombros. Quería besarla, sentir sus labios suaves, inocentes y virginales cautivos bajo los suyos. El duque alejó su copa como si la intensidad de sus sentimientos hiciera innecesario cualquier otro estimulante. Y, cuando había decidido que se reuniría con Magnolia para tratar de borrar de su mente el temor que había provocado en ella, escuchó sus pasos frente a la puerta. Comprendió que se retiraba a su propio camarote y que no la vería más esa noche.
A la mañana siguiente, el duque sintió que se alzaba entre ellos una barrera que no había existido desde que salieran de Villefranche. Por lo tanto, se propuso hablar con
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despreocupación de muchas cosas, sin hacer referencia alguna a lo que se había dicho durante la cena de la noche anterior. Cuando terminó el día, le pareció que la confianza había vuelto a sus ojos y que había olvidado el susto. Pero el duque no se sentía seguro. Como sabía ahora lo que experimentaba por ella, le pareció que con cada movimiento de cabeza, con cada gesto de sus manos, con cada rayo de sol que se reflejaba en su cabello, la veía más y más hermosa. Fue un sentimiento que persistió y aumentó a medida que pasaban los días. Llegaron al pie de Italia y se lanzaron a través del Mar Jónico. Fue entonces, cuando el calor era demasiado excesivo como para hacer otra cosa por las tardes que no fuera descansar bajo el toldo colocado en la cubierta, que el duque se confesó a sí mismo que estaba locamente enamorado. Era algo inesperado. Y, sin embargo, comprendía que inauguraba cada día con una sensación de intenso placer, solamente porque iba a ver a Magnolia. Pasaba noches intranquilas, dando vueltas en la cama, porque se sentía solo y sólo un tabique lo separaba de ella. Y reconoció que era amor lo que estaba haciendo que él se sintiera muy diferente, frente a su esposa, de lo que se había sentido respecto a cualquiera otra mujer que hubiese conocido. Era amor lo que hacía que le pulsaran las sienes y le dolieran los labios de tantos deseos de besarla; pero era amor también lo que lo hacía sentir que no sólo era una mujer deseable, sino que llenaba su mente de modo tal, que no había lugar para nada más. Era imposible pensar en otra cosa que no fuese ella. No sólo deseaba tocarla y oprimirla contra su pecho, quería también escuchar su risa alegre, musical, como la de un niño, y la suavidad de su voz cuando hablaban juntos. Su inglés era casi clásico en su pureza y tenía un vocabulario mucho más amplio, pensó el duque, que cualquiera otra mujer que hubiese conocido. Le gustaban sus pequeños estallidos de humor fino y la forma en que algunas veces bromeaba con él y después lo contemplaba llena de temor, pensando que él podía mal interpretarla y ofenderse con lo que decía. “¡La amo! ¡Caramba, la amo!" decía por las noches a las estrellas y era una agonía indescriptible quedarse mirándolas solo, cuando deseaba que Magnolia estuviese a su lado. Estaban casados desde hacía casi tres semanas, cuando pasaron por el estrecho de Messina y comenzaban a navegar hacia Grecia. — ¿Qué isla visitaremos primero? —preguntó Magnolia después de abandonar Messina, donde el capitán había insistido en detenerse para hacer una pequeña reparación. A ella le había encantado conocer Sicilia, pero el duque se percataba de que lo que más
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la excitaba era el pensamiento de que iba a visitar las islas griegas. Ya habían hablado de las diosas y los dioses que estaban relacionados con cada isla y habían competido evocando citas de Lord Byron, hasta que el duque se vio obligado a admitir que el conocimiento que Magnolia tenía de sus poemas era mayor que el suyo. —Supongo que la primera isla que visitaremos —dijo en respuesta a su pregunta—, será Corfú. —Kerkyra —corrigió Magnolia. — ¿Estás sugiriendo que debíamos hablar en griego? En ese caso, siento que yo estaría en posición desventajosa. — ¿Lo estudiaste? —Sí, hace mucho tiempo. —Entonces debes tratar de recordar lo que sabes —le sugirió ella—. De cualquier modo, yo quiero entender lo que los griegos nos dicen. Una de mis institutrices me enseñó un poco de griego moderno. Mientras conversaba, un camarero se acercó para anunciar al duque que el capitán quería hablar con él. — ¿Qué sucede? —preguntó cuando se reunió con él en el puente. —Si a usted no le molesta, su señoría —contestó el capitán—, me gustaría anclar en una bahía del continente, antes que sigamos adelante. — ¿Qué sucede? —El nuevo empaque que compramos en Messina no ha quedado tan bien ajustado como hubiese sido mi gusto. Es sólo cuestión de dos o tres horas de labor, pero prefiero que no sigamos adelante hasta que esté funcionando en forma tan perfecta como sea posible. —Por supuesto, lo entiendo —reconoció el duque. —Lo que quisiera sugerir, su señoría, es que anclemos en una de las pequeñas bahías que hay en la costa. Los hombres pueden empezar a trabajar al despuntar el alba y eso nos permitiría seguir hacia Corfú al mediodía. — ¡Me parece una excelente idea —aceptó el duque. Volvió a informar a Magnolia lo que se planeaba y ella exclamó encantada: —Eso significa que podemos bajar en Albania, aunque sólo sea por unos minutos. ¡Ese será otro país que habré visitado! — ¿Estás llevando la cuenta? — ¡Por supuesto! Tengo que darte alcance. Ya he contado no menos de quince países que has mencionado al hablar de tus recorridos, mientras que hasta el momento yo sólo llevo cuatro... ¿o son cinco? —Entones tienes que agregar Albania a tu lista, por supuesto —contestó el duque—. Pero no es un país muy importante, aunque hay montañas impresionantes y las flores deben ser muy atractivas en esta época del año.
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—No me arruines las cosas antes que lleguemos allí — protestó Magnolia en tono de broma y ambos se echaron a reír. A la mañana siguiente el yate ya había anclado cuando, como de costumbre, el duque oyó a Magnolia levantarse muy temprano y él pensó que era algo que él también debía hacer. La encontró en la cubierta y dio instrucciones para que les sirvieran el desayuno temprano, porque ella quería bajar a tierra lo antes posible El aire era fresco y el sol todavía no tenía mucha fuerza cuando los llevaron a la costa en un bote de remos. Magnolia saltó sobre la arena. — ¡Albania! —exclamó con aire triunfal—. ¡Ahora está definitivamente en mi lista! —Me alegro —declaró el duque—. ¡No necesitamos ir más adelante! —Tengo todas las intenciones del mundo de explorar la parte alta del acantilado. El duque comprendió que los marineros que los habían llevado esperaban sus instrucciones. —Vuelvan por nosotros en una hora y media —ordenó. — ¡Sí, sí, su señoría. El se dio la vuelta y siguió a su esposa que ya estaba subiendo por un sendero que se alejaba de la bahía. Había un camino pedregoso, tortuoso y empinado, que conducía a lo alto de los acantilados. Desde ahí se contemplaba un ondulante, panorama hacia el sur, mientras que hacia el norte las montañas se elevaban majestuosamente. Los árboles cubrían las laderas más bajas, mientras que sus picos estériles se recortaban en claras siluetas contra el fondo azul del cielo. Era un espectáculo muy hermoso y Magnolia lanzó exclamaciones de deleite al ver las numerosas especies de flores que crecían en gran profusión entre la hierba. Siguieron un sendero que iba hacia el norte y pronto se encontraron en medio de la espesura. El duque esperaba que Magnolia pudiera ver algunos de los animales salvajes que sabía abundaban en las montañas de Albania; pero aunque vieron muchas liebres y algunos ciervos pequeños, no encontraron rastros siquiera de los antes, o de las cabras silvestres que eran características del país. Ella, sin embargo, se sentía muy feliz con lo que estaba viendo. Entonces, de pronto, se detuvo y dijo: —Qué tonta soy. Nunca se me ocurrió, hasta este momento, que debíamos haber traído una cámara fotográfica con nosotros. —Yo tampoco pensé en ello —dijo el duque—. Creo que hay una nueva cámara en el mercado que es bastante fácil de usar y, desde luego, nos proporcionaría deliciosos recuerdos de nuestra luna de miel.
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—A mí me encantaría mostrarle a papá dónde hemos estado —comentó Magnolia—. Por eso fue muy tonto de mi parte no haber pensado antes en ello. —Estoy seguro de que podremos comprar una cámara cuando lleguemos, a Atenas — dijo el duque en tono consolador. — Tú crees? Lo miró llena de ansiedad. —Desde luego que sí. — ¡Imagínate el panorama que se verá desde lo alto de las montañas! —Espero que no estés sugiriendo que las escalemos, con cámara o sin ella —se apresuró a decir el duque. —Quiero subir un poco más —contestó Magnolia—. Entonces podremos contemplar ese magnífico panorama. —Muy bien —aceptó el duque—, pero no quiero que te fatigues demasiado. —No estoy cansada —contestó Magnolia—, y hemos hecho muy poco ejercicio estas últimas semanas. Sólo caminamos por la cubierta. —Es cierto, y cuando lleguemos a las islas griegas, pienso nadar todos los días. — Puedo nadar contigo? —preguntó entusiasmada. — Sabes nadar? —Siempre nadaba en la piscina que teníamos en una de nuestras casas; así que no sería fácil que me ahogara, si a eso te refieres. —Es una grata sorpresa para mí Entonces pensó que en realidad no debería serlo. Era el tipo de cosa que razonablemente una muchacha norteamericana sería capaz de hacer, mientras que las damas inglesas eran demasiado mojigatas para presentarse en traje de baño, aun en privado. —Por favor, dime que me vas a dejar nadar cuando lleguemos a Grecia —suplicó Magnolia. —No sabes con cuánto entusiasmo espero nadar contigo —contestó el duque. Ella le sonrió en forma tan encantadora, que tuvo que contener el impulso de rodearla con los brazos y decirle que la dejaría hacer lo que quisiera mientras se mostrara tan feliz como en esos momentos. Pero se obligó a sí mismo a hacer un comentario trivial sobre un pájaro que salió volando de unos arbustos. Cuando por fin se detuvieron a descansar a la sombra de los árboles y a contemplar el panorama, el duque comprobó que ya había pasado más de una hora desde que salieran del yate y sugirió que volvieran. —El capitán podría preocuparse pensando que nos había sucedido algo. —Es tan hermoso y tan tranquilo —dijo Magnolia—. Creoque me gustaría construir una casa aquí. Así podríamos escapar de todo y de todos. —Es una idea interesante —reconoció el duque—, pero tal vez te aburrirías después de
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un poco de tiempo. Ella lo miró con expresión especulativa por un momento. Entonces contestó: —No me aburriría, si continuaras contándome las cosas que has hecho y los lugares donde has estado. —Para entonces el tema se me habría agotado y empezaría a relatarte las cosas que quisiera hacer —contestó el duque. — ¿Y cuáles son? —preguntó Magnolia. El iba a responder, cuando de pronto se escuchó un ruido entre los árboles a sus espaldas. El duque volvió la cabeza y descubrió, asombrado, que varios hombres de aspecto hostil se acerban a ellos. Tenían grandes bigotes, cabellos largos y llevaban en la mano mosquetes antiguos. Institintivamente, el duque se puso de pie y Magnolia se levantó también. Al ver que los hombres se acercaban, extendió la mano y se aferró al brazo de él. El duque comprendió que estaba asustada. Notó que sus visitantes llevaban en sus anchos cinturones espadas y cuchillos que él siempre relacionaba en su mente con los malhechores. Sabía, además, que los habitantes de Albania estaban siempre luchando entre ellos o atacando a sus enemigos, así que éstos no necesariamente tenían que ser proscritos. Antes que pudiera moverse, el duque comprendió que los recién llegados, que sumaban por lo menos una docena, ya los habían rodeado. Estaba preguntándose si él y Magnolia podrían tratar de escapar corriendo a través de los árboles, cuando un hombre, más viejo, más alto y con más autoridad que los demás, preguntó en un inglés casi incomprensible: — ¿Usted... dueño... barco grande? Señaló con su dedo en dirección del yate y el duque asintió con la cabeza. —Sí. Una sonrisa surgió bajo su largo mostacho, y dijo: — ¡Bueno! Ustedes... venir nosotros. . — ¿Por qué? —preguntó el duque—. Ya íbamos a volver al yate. —Ustedes... venir nosotros —repitió. No había duda de que hablaba muy en serio y los hombres que iban con él se acercaron un poco más al duque. Uno de ellos puso una mano en su espalda y lo empujó hacia adelante. Magnolia lanzó un pequeño grito. ¡Deslizó una mano en la del duque y se aferró con la otra a su brazo. — ¿Qué quieren? ¿Adónde nos llevan? —preguntó. —No lo sé —contestó el duque—, pero me temo que tenemos que hacer lo que dicen. Pensó que sabía lo que los hombres intentaban hacer y tuvo la incómoda impresión de que los estaban secuestrando para cobrar rescate por ellos.
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Fue entonces cuando para sorpresa suya, Magnolia, todavía oprimiendo con fuerza su mano, les habló en griego. — ¿Qué quieren? ¿A dónde nos llevan? —preguntó con voz muy clara. Los hombres se quedaron inmóviles por un momento escuchando lo que ella decía. Entonces, el jefe que había hablado antes, contestó en una mezcla de griego y de albanés que era aún más difícil de entender que su inglés. Para el duque fue del todo incomprensible y de nuevo se pusieron en marcha por un sendero que serpenteaba entre los árboles, alejándolos del yate. —Creo —dijo Magnolia—, aunque es difícil de entender, que somos sus prisioneros y va a encerrarnos mientras se dirige a alguien... aunque no entiendo a quién. —Pregúntale cuánto dinero quiere por dejarnos libres —dijo el duque con voz aguda. Magnolia obedeció, pero esta vez no dejaron de caminar. El jefe, que iba al frente sólo movió la cabeza de un lado a otro e hizo evidente, aunque le tomó mucho tiempo hacerlo, que su respuesta era negativa. —No es dinero lo que quieren —observó Magnolia cuando terminó de hablar el hombre. —Entonces, ¿qué quieren? De nuevo hizo Magnolia la pregunta y esta vez la respuesta fue todavía más larga que la anterior. —Creo, aunque lo que dice el hombre es casi incomprensible —explicó Magnolia al duque—, que nos ha tomado como rehenes, porque dos de sus "hermanos”, me imagino que son miembros de su banda, van a ser ahorcados en Atenas. — ¡En Atenas! —exclamó el duque—. ¿Quieres decir que piensan tenernos prisiones hasta que puedan canjearnos por dos criminales? —Estoy segura de que es eso lo que quiere decir. —Dile... —empezó el duque, pero entonces se detuvo. Se preguntó con desesperación qué podrían decirles, cómo podrían amenazarlos y asegurarles que habría tremendas consecuencias si no los liberaban en el acto. Demasiado tarde el duque comprendió que había sido muy tonto al bajar a tierra, en un país extraño, sin asegurarse de que él y Magnolia estuvieran debidamente protegidos. Recordó haber oído que los forajidos de Albania eran en extremo poderosos y aunque parecían muy románticos cuando se escribía sobre ellos en las revistas y los periódicos, el duque sabía que podían ser feroces y crueles cuando les convenía. Si eran los pallikares, eran malhechores muy famosos, y recordó haber leído que Otto I tuvo muchos problemas con ellos cuando fue rey de Grecia. Estos podían ser los mismos, o podían ser una banda muy diferente; pero, sin importar cómo se llamaran, el duque estaba seguro de que ser prisioneros suyos sería no sólo incómodo, sino sumamente peligroso. Si hubiese estado solo, buscaría una oportunidad de luchar contra ellos o escapar de sus garras usando su ingenio, pero con Magnolia no había más remedio que obedecer sus
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órdenes. Caminaron durante una media hora hasta que los árboles casi habían desaparecido y advirtieron que se acercaban a lo que parecían ser las ruinas de una aldea abandonada. Estaba construida en el borde mismo de la montaña que se elevaba sobre ella y el duque comprendió que la razón de que hubiese sido abandonada era que había habido un deslizamiento de tierra que debió haber destruido cuando menos la mitad de la aldea y dejado el resto de las casas en precarias condiciones. Ninguna persona inteligente habría tratado de resistir ahí un invierno de lluvias torrenciales, inundaciones y, sin duda alguna, avalanchas. Caminaron por encima de basura y piedras que lastimaban los pies de Magnolia, hasta que los forajidos se detuvieron frente a un alto edificio, que parecía haber sido demolido sólo a medias. Uno de sus lados permanecía todavía en pie. La pesada puerta del edificio fue abierta y como el duque titubeaba en entrar, lo empujaron hacia el interior. Con Magnolia todavía aferrada a su brazo fueron conducidos, a través de otra puerta, hacia lo que parecía ser una celda larga y alta, sin ventanas. Entonces el jefe pronunció un largo discurso. Mientras hablaba miraba a Magnolia, ya que se sabía que era más probable que ella entendiera a que lo hiciera el duque. Una o dos veces ella lo interrumpió para hacerle una pregunta en su griego limitado. Pero él continuó impaciente con lo que quería decir hasta que, al terminar, dijo al duque en inglés: —Ustedes quedan... si hermanos no liberados... ustedes morir. Luego se marchó, cerrando la puerta tras él, con un ruido que les hizo comprender que era de hierro. Unos minutos después oyeron que la puerta exterior se cerraba. Se hizo el silencio. Magnolia miraba hacia la puerta cerrada, con ojos asustados y el duque le dirigió la palabra con voz suave y tranquila: —Cuéntame qué fue lo que dijo. —Dijo, creo —contestó con voz ahogada—, que los dos hombres... que han sido llevados a Atenas... para ser sometidos a juicio... van a ser ahorcados... por sus crímenes, pero que nos cambiarán... a nosotros por ellos... si las autoridades... aceptan... si no... nosotros moriremos, ¡ahorcados como ellos! Su voz temblaba tanto que le costó trabajo pronunciar las últimas palabras. —Es evidente que les llevará algún tiempo llegar a Atenas y hacer comprender a las autoridades que nos tienen prisioneros. Así que lo que tendremos que hacer es tratar de escapar —sugirió el duque. — ¿Cómo... podremos... hacer... eso? —preguntó Magnolia. Miró a su alrededor con desesperación mientras decía eso y el duque comprendió que era una buena pregunta. —Me imaginó que estamos en lo que debió ser la antigua prisión del pueblo.
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Era bastante pobre. Los muros de la celda en la que se encontraban habían sido pintarrajeados por los últimos prisioneros que habían estado allí. En los lugares en los que el yeso se había desmoronado, se veían los ladrillos desnudos. Levantó la mirada hacia el techo, que no parecía capaz de impedir que penetrara el agua, si llovía. Muy en lo alto, fuera del alcance de ellos, había una pequeña ventanilla cubierta con barrotes. En un muro había una abertura. El duque se acercó a ella y vio que el lugar al que conducía debió haber sido usado como cocina o como cuarto de aseo por los prisioneros. Los lavaderos o cualquier otro equipo que podía haber contenido el lugar había desaparecido. Había sólo un grifo que salía de un muro y un desagüe en el piso, bloqueado por el moho y los hongos. Esta habitación no tenía luz y él volvió a la celda y notó que había dos bancos de madera pegados a los muros, que debieron haberse usado como catres; pero ya no había colchones sobre ellos, ni muebles de ninguna especie. Mientras se movía él de un lado para otro, Magnolia lo había estado observando. Ahora preguntó: — ¿Có... cómo podemos... quedarnos aquí? ¡Por favor... encuentra alguna forma... de salir! Si el duque no estuviera tan preocupado, casi se hubiera sentido complacido de que ella le pidiera que la salvara. El único problema era que él no tenía la menor idea de cómo podía hacerlo. Se sentó en uno de los bancos, con cierta inquietud, preguntándose si lo soportaría; pero descubrió que estaba hecha en forma muy sólida. Era una plancha de madera, clavada con firmeza a tres listones que sobresalían del muro. Era tan firme que había sobrevivido a la devastación del pueblo, cuando muchas otras cosas, incluyendo las casas mismas, se habían desmoronado. Extendió la mano hacia Magnolia. —Ven a sentarte mientras pienso —dijo—. Ha sido una larga caminata y sé muy bien que pronto el capitán del yate empezará a preocuparse por qué no hemos vuelto. —Pero... ¿cómo... podría encontrarnos? —preguntó ella. El duque pensó que no sería imposible, sólo que si el capitán y la tripulación trataban de rescatarlos, los bandidos les dispararían, con la ventaja de que les sería fácil vencerlos, puesto que conocían el lugar. Se quedó sentado, reflexionando por algún tiempo. Luego habló: —Ya viste cómo está construido este lugar, cuando nos acercamos a él. Me imagino que como hay un profundo precipicio de un lado de este edificio, no deben estar vigilándonos con tanto cuidado como lo harían si pensaran que podemos escapar. Por eso es que de algún modo, tenemos que encontrar la forma de hacerlo.
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— ¿Cómo? ¿Cómo? —preguntó Magnolia. —Eso es lo que tengo que descubrir —respondió el duque con suavidad—. Yo te sugiero que te sientes lo mejor que puedas y que descanses los pies. Es posible que tengamos otra incómoda caminata durante la noche. Sabía, al decir eso que no sería fácil. De hecho, iba a ser muy difícil, sobre todo porque tenía que proteger a Magnolia de aquellos hombres, que sin duda alguna los tratarían con mucha crueldad si los descubrían intentando huir. Entonces pensó que si había logrado escapar de algunas situaciones muy difíciles, en la frontera noroeste de la India, no debía ser imposible hacerlo de unos cuantos bandidos albanos, que estaba seguro no debían tener mucha experiencia en retener prisioneros, en esa área desolada del país. Magnolia observó al duque, con ojos muy abiertos, mientras él permanecía sentado, pensando y mirando hacia la ventanita que había en lo alto de la celda, hasta que por fin se puso de pie y se dirigió hacia la pequeña habitación oscura y de techo baje, que había servido de lavadero. Desde donde estaba sentada, Magnolia lo vio inclinarse, para mirar en apariencia el piso y después tocar la pared que había detrás del grifo. Volvió sonriente á su lado. —¿Qué... encontraste? —preguntó ella. —Tal vez esté equivocado —contestó el duque—, y quizá estoy haciéndote concebir falsas esperanzas, pero el muro que hay en el cuarto de al lado no parece tan espeso como estos otros. De hecho, debido a que ha estado sometido a una humedad continua a, causa del grifo, debe ser fácil de empujar, me imagino. Magnolia lanzó una pequeña exclamación y él prosiguió: —Al mismo tiempo, tenemos que ser cuidadosos, muy cuidadosos, para que no vean lo que estamos haciendo. En ese caso, nos amarrarían. Magnolia lanzó un pequeño grito de terror y extendió las manos hacia él. —¡Por favor... no permitas que hagan... eso! Me daría miedo... un miedo terrible si te hicieran eso... a ti. —Cuando vuelvan, como me imagino que lo harán, debemos tratar de mostrarnos resignados con nuestro destino. Y Magnolia, permíteme decirte cuánto lo siento. —¿Qué es lo que sientes? —Haber sido lo bastante vanidoso para suponer que podía cuidar de ti, sin necesidad de guardaespaldas. Ella lo miró por un momento como si pensara que no hablaba en serio. Luego expresó: —¿No te das cuenta de que no están interesados de modo alguno en mí o en mi dinero? Eres tú el que eres importante para ellos porque eres dueño de lo que ellos llaman "barco grande". Cuando les ofrecí millones de dólares o de libras, si nos dejaban ir, dijeron que no querían dinero.
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Magnolia se echó a reír por un momento. —¡Mi madre se sentiría horrorizada! ¡Es la primera vez que nuestros dólares han sido del todo inútiles y no han podido pagar lo que queríamos! Magnolia parecía tan divertida, que el duque también empezó a reír. —Es, en verdad, una lección muy saludable —dijo—, de la cual debemos sacar las conclusiones más evidentes. — ¿Cuáles son? —Que debemos depender de nosotros mismos y de nuestro cerebro. Eso significa que tú y yo, Magnolia, tenemos que hacer algo juntos. Ella no pudo evitar reír como si considerara eso muy divertido. Entonces sus ojos se encontraron con los del duque y a los dos les resultó muy difícil desviar la mirada.
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Capítulo 7 MAGNOLIA permaneció de pie, con la oreja pegada a la puerta, escuchando. Todo lo que podía oír era al duque, en el pequeño cuarto contiguo, golpeando la pared con los dos pies. Sabía que estaba tendido de espaldas en el suelo, y que, después de quitarse la chaqueta para acallar un poco el ruido con ella, estaba golpeando el muro húmedo con los pies, con todas sus fuerzas. Le había explicado lo que intentaba hacer y ella comprendía muy bien que si los bandidos los sorprendían, ya no habría oportunidad de escapar, porque era muy probable que los ataran para evitar que hicieran otro intento. Escuchaba, mientras oraba. La intensidad de sus oraciones, por alguna razón, la hacía sentir que su oído estaba más agudo que nunca y que pensaba con mayor claridad. Aunque el duque se mostraba tranquilo, ella sabía muy bien que estaba preocupado por la situación y eso hacía que el temor que sentía surgir en su interior amenazara, por momentos, con ahogarla. Debido a que quería ser valiente y deseaba que él pensara que era una muchacha controlada, hasta que la oscuridad cayó logró ocultar con éxito su temor. Sabía que si no lograban escapar, era muy probable que los bandidos los mataran cuando en Atenas ahorcaran a sus compañeros. De pronto se escuchó un gran estrépito que la hizo estremecer y comprendió que el duque había logrado, sin duda, su propósito de desmoronar parte de la pared y lo que había oído eran las piedras que rodaban por la cuesta de la montaña. Magnolia contuvo la respiración. Si los bandidos lo habían oído, también, se lanzarían como tromba hacia la prisión. Les habían llevado, unas dos horas antes, pan negro, queso y una botella de vino local; pero con los hombres que entraron en la celda no estaba el jefe del grupo y cuando Magnolia trató de hablar con ellos, no le contestaron. Sólo la miraron con curiosidad, en una forma que a ella le pareció desagradable y que la hizo acercarse más al duque, buscando su protección. Dijeron algo que sin duda era impertinente o grosero, pero que ella por fortuna no comprendió y se alejaron, cerrando la puerta con llave tras ellos. Ahora Magnolia se quedó esperando, pero los bandidos no parecieron hacer movimiento alguno y después de unos minutos de silencio, advirtió que el duque se hallaba cerca de ella.
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Se movió a tientas hacia él, palpando con las manos la oscuridad, hasta que logró tocarlo. —Ahora, escúchame bien... —dijo el duque con una voz profunda y seria.
Posteriormente, Magnolia nunca se atrevió a pensar en ese terrible momento en el que, siguiendo las instrucciones del duque, se había arrastrado a través del boquete hecho en el muro, para descubrir que había un abismo de cientos de metros de profundidad directamente bajo ella. — ¡No mires hacia abajo! —le ordenó el duque—. Levántate con lentitud, de cara al muro de la prisión y aférrate a él con las dos manos. También le ordenó, antes de salir de la celda, que se quitara los zapatos, para dar a sus pies una mejor oportunidad de asirse a las piedras. Le pareció que había demorado horas, aunque fueron en realidad sólo cuatro o cinco minutos, en dar la vuelta al muro de la prisión, siguiendo al duque paso a paso. Aunque el borde por el que avanzaban ahora era un poco más ancho, todavía había aquel espantoso precipicio bajo ellos. —¡Sigue avanzando! —le ordenó el duque en un murmullo. No mires hacia abajo. Acércate todo lo que puedas a la pared. No tienes que ir muy lejos. Debido a lo autoritario de su voz, ella le obedeció sin chistar, aunque su corazón palpitaba alocadamente, de miedo, y tenía los labios resecos. Cuando el borde llegó a su fin, el duque le ordenó que se detuviera y el se dejó caer de una altura de un par de metros. Entonces, aunque él le había dicho que no mirara, Magnolia pudo comprobar, a la luz de la luna, que había todavía que cruzar otro precipicio, causado por un deslizamiento de tierra, antes que pudiera llegar a la seguridad relativa de los árboles que se distinguían del otro lado. El duque le ayudó, con mucha gentileza, a bajar hacia donde él estaba, casi levantándola en vilo. Le dijo en una voz que ella apenas podía escuchar: —Voy a llevarte sobre mi hombro. Es una posición incómoda, pero es la más segura; así que... confía en mí. Ella hubiese querido responder, pero, de algún modo, le era imposible hacerlo. Temía que el duque se diera cuenta de que sus dientes estaban castañeteando. Sin esperar su respuesta, él la levantó, se la echó al hombro al estilo de un bombero y comenzó a cruzar el abismo, pisando con firmeza el suelo, a cada paso que daba y aferrándose a las piedras salientes con una mano. Sólo una vez, durante aquel peligroso recorrido, abrió Magnolia los ojos y cuando contempló lo que había debajo suyo, tuvo que ahogar el grito de terror que subió a su garganta. Cuando pensaba que el duque caería en cualquier momento y los dos morirían en el
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fondo del abismo, él estaba saltando hacia el otro lado. Llegó con ella a lugar seguro, junto a los arbustos que crecían junto al abismo. Y cuando ella se atrevió a mirar de nuevo, estaban ya a la sombra de los árboles. El la puso de pie, con todo cuidado... y, mientras ella no podía hacer otra cosa que descansar su cabeza contra el hombro de él y recobrar la respiración, le dijo: — ¡Tenemos que alejarnos de aquí a toda prisa! Es posible que sientas que se te sube la sangre a la cabeza; pero voy a llevarte del mismo modo, hasta que lleguemos a una parte donde puedas caminar sin zapatos, sin lastimarte. Ella no contestó porque le era imposible hacerlo. Una vez más él se la echó al hombro y sosteniéndola con fuerza con el brazo izquierdo, echó a correr. Magnolia no esperaba que él se moviera con tanta rapidez, o que fuera tan fuerte como para que el peso de ella no frenara la velocidad de su carrera. Sentía que era sacudida con violencia, pero la incomodidad no tenía importancia junto al conocimiento de que habían escapado y, con un poco de suerte, volverían a la seguridad del yate antes que sus captores pudieran descubrir lo que había sucedido. El duque siguió corriendo, tropezando a veces, resbalando otras en las piedras, pero siempre llevándola sostenida con firmeza, hasta que de pronto se detuvo y la bajó. —¿Qué...sucede? Apenas si podía hablar y la sangre que se había agolpado en su cabeza la hacía sentirse mareada, pero Magnolia sintió el terror de que pudieran enfrentarse a un nuevo peligro inesperado. — ¿Estás bien? —preguntó el duque—. La forma en que te llevo debe ser horriblemente incómoda. —Estoy... bien —le aseguró Magnolia casi sin aliento—. Por favor... por favor... vámonos... antes que vengan... Instintivamente el duque miró por encima de su hombro hacia la oscuridad que había tras ellos. A la luz de la luna pudieron ver el techo de su prisión por encima de los árboles. Parecía muy lejana, pero todavía había bastante distancia entre ellos y el yate. —Por favor... démonos prisa —suplicó Magnolia—. Ya puedo... correr ahora. —Hay demasiadas piedras en el camino —dijo el duque. La levantó en brazos, pero ahora la llevó abrazada, oprimida contra su pecho. Magnolia hubiera querido protestar, pero la cercanía de él, la sensación que le producía sentir el calor del cuerpo masculino a través de la camisa delgada en la que ella apoyaba la mejilla, le produjo una emoción extraña que nunca antes había sentido. Con los brazos apretados con firmeza en torno a ella, el duque empezó a correr de nuevo y ella se sintió segura porque estaba cerca de él... Aunque no podía entender lo que le sucedía, su temor había desaparecido y se sentía feliz. Tan feliz que en forma instintiva levantó el brazo izquierdo para rodear el cuello del duque y facilitar su tarea.
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Como si pensara que ella tenía miedo, el duque exclamó con una nota de triunfo en la voz: —No te preocupes. Lo hemos logrado... ya no nos alcanzarán. En el momento mismo en que empezó a decir eso, se escucharon voces que gritaban en la distancia, detrás de ellos y, comprendiendo que había hablado demasiado pronto, el duque aumentó la velocidad y Magnolia se pegó a él con repentino terror. ¡No era posible que perdieran la batalla en el último momento! No podía ser que los recapturaran después de esa peligrosa, aterradora fuga a través del precipicio. Le pareció, con pánico creciente, que las voces de los hombres se acercaban y se escuchó el sonido de un disparo, seguido de varios otros que retumbaron en el silencio de la noche. Oyó al duque lanzar una exclamación y entonces apareció frente a ellos la luz de dos linternas. Al acercarse vieron que eran marineros del yate. El duque llegó junto a ellos y al hacerlo una voz inglesa dijo: —Hemos estado terriblemente preocupados por sus señorías. Pensamos que habían tenido un accidente. —Fue algo peor que eso —contestó el duque—, pero volvamos al yate tan pronto como sea posible. No hay tiempo que perder. Un marinero se echó a correr con su linterna, delante de ellos, por el tortuoso sendero que descendía de los acantilados a la playa. El otro marinero se colocó detrás del duque. Un bote esperaba en la playa arenosa. El duque depositó a Magnolia en la embarcación, antes de ayudar a los marineros a empujarla hacia el agua. Las luces del yate fueron el espectáculo más hermoso que Magnolia había visto en su vida; pero cuando los marineros comenzaron a remar hacia el barco, se escuchó un grito repentino, procedente de lo alto de los acantilados. Magnolia volvió la mirada y lanzó una exclamación de terror al ver las siluetas de los forajidos recortadas contra el cielo estrellado. — ¡Rápido! —ordenó el duque—. ¡Pueden disparar! Mientras decía eso se escuchó el sonido de una explosión; la bala dio a bastante distancia y enseguida, por órdenes del duque, los marineros hicieron que el boté diera la vuelta al barco y quedaron fuera de la vista de los bandidos. Una escalera de cuerda les fue arrojada desde la cubierta y varios brazos ayudaron a Magnolia a trepar a bordo. Se quedó indecisa, temblando de miedo, hasta que el duque llegó a su lado. El la tomó en sus brazos, gritando: — ¡Hágase a la mar ahora mismo, Capitán Briggs! ¿Hay armas a bordo? —Hay varios rifles deportivos, su señoría. — ¡Tráiganlos! —ordenó el duque. Llevó a Magnolia al salón y la depositó en el sofá más cercano. Como viera que iba a marcharse, extendió las manos hacia él, gritando:
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— ¡No... no... no... me dejes! Pueden... Se interrumpió, porque el duque había abandonado el salón y escuchó su voz reclamando un rifle. Entonces pensó con repentino terror que los malhechores podrían matarlo de un balazo, antes que el yate pudiera alejarse lo suficiente como para ponerse fuera de su alcance. Con las luces de las claraboyas y las linternas encendidas en la cubierta, el duque sería fácil blanco, y si lo mataban... El sólo pensar en ello le hizo lanzar un grito ahogado. En ese momento empezó a escuchar el repentino estampido de disparos hechos desde la playa, seguido por el de los que hacían desde el yate. — ¡Lo van a matar... yo sé que lo van a... matar! —murmuró en voz baja, antes de desmayarse...
Le
pareció que fue mucho tiempo después cuando recobró el conocimiento.
Entonces, lo único que pareció importarle era que no se escuchaba ya el sonido de los disparos, sino el firme rugido de los motores del barco. Se estaban moviendo... se alejaban de los bandidos y el duque estaba sano y salvo: Jarvis se lo había dicho. Fue él quien la encontró inconsciente y quien, según comprendió después, la había llevado a su camarote, la había hecho volver en sí con brandy y la había ayudado a desvestirse antes de meterse en la cama. Estaba demasiado inquieta por el duque, demasiado exhausta por todo lo que había ocurrido, para sentir que él era más que una niñera atenta, y que ella estaba a su cargo. Sólo cuando escuchó la voz del duque afuera, en el pasillo, preguntó llena de ansiedad: — ¿Su señoría... está bien? —Está muy bien, milady. Ahora mismo me haré cargo de él. Supongo que quiere asearse. Le diré que usted quiere verlo. El valet no esperó su respuesta, sino que se marchó. Apoyada contra las almohadas, Magnolia pensó que el sonido de la voz del duque, en el camarote contiguo, era lo más reconfortante que había escuchado en su vida. Estaba vivo e ileso. Comprendió que ya no tenía por qué tener miedo. Podían estar tranquilos, descansar, después de todo lo que había sucedido. — ¡Está a salvo! Las palabras subieron a sus labios, mientras sentía de nuevo que la llevaba en sus brazos, oprimida contra su pecho, y que ella escuchaba su corazón que palpitaba por efecto de la carrera que estaba realizando, en su intento por ponerla a salvo. Le había agradado la fuerza de sus brazos y la sensación de seguridad que le daba, a pesar del miedo que sentía. Comprendió que eso era algo que no deseaba perder nunca. ¡Entonces, en el momento en que oyó al duque reír en el camarote de al lado,
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comprendió que lo amaba! Era tan asombroso, tan inesperado, que por un momento se quedó rígida, pensando que no podía ser cierto. Comprendió que era lo que había experimentado en Nueva York cuando el inglés bailó con ella y sintió deseos de verlo otra vez; nada más que esta ocasión parecía ser algo más profundo. Era tan intenso que invadía todo su cuerpo, desde la punta de los pies hasta el extremo de sus cabellos. "¡Lo... amo!" se dijo y sintió que no podía ser cierto, que debía estar soñando. ¿Cómo pudo haber sucedido? ¿Cómo podía amar a un hombre al que había odiado y despreciado? Pero su cerebro le dijo que su amor era muy comprensible. El duque no sólo era el hombre más apuesto y atractivo que había visto en su vida, sino también el más bondadoso, el más gentil y el más protector que había conocido. Era lo bastante inteligente para comprender que ningún otro hombre, ni siquiera su padre, habría sido lo bastante listo para hacerla caminar, sin gritar de miedo, por un borde de, unos cuantos centímetros de ancho, en el que un resbalón habría sido mortal. Gracias a que el duque la habla hecho confiar en él y gracias a. que, según comprendía ahora, lo amaba, no supuso ni por un momento que no lograría lo que, se había propuesto. "¡Es... maravilloso! ¡Magnífico!", se dijo y sintió que su corazón palpitaba más aprisa, pero muy diferente de como lo había hecho durante la fuga. La puerta de su camarote se abrió, pero cuando levantó la vista ansiosa descubrió que no era el duque, sino Jarvis. —Su señoría le envía sus respetos, milady. El cocinero ha preparado una sopa nutritiva para ustedes, que ya debe estar lista, y su señoría quiere saber si puede tomarla aquí, con usted. — ¡Sí... por supuesto! —exclamó Magnolia, llena de ansiedad. Jarvis desapareció y volvió unos minutos después con una bandeja en la que había una sopera y dos tazas, además de una botella de champaña en una cubeta de hielo. Arregló todo en una mesita junto a la cama y Magnolia comprendió que aunque no tenía hambre, porque el duque le había hecho comer algo de lo que los bandidos les habían llevado, con objeto de que no perdiera las fuerzas, comería toda la sopa que fuera necesaria con tal de que él se quedara largo tiempo con ella. —Su señoría está terminando de bañarse —le informó Jarvis y abandonó el camarote. Cuando la puerta se abrió de nuevo, fue el duque quien entró. Tanto las manos como la ropa que llevaba puesta cuando escaparon estaban muy sucias, como las suyas, recordó Magnolia. Se habían manchado durante su estancia en la celda y su escapatoria. Ahora el duque llevaba puesta una larga bata de satén azul oscuro y un pañuelo de seda blanca anudado al cuello, que le daba un aspecto un tanto bohemio. Su cabello, recién
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lavado, estaba todavía húmedo. Debido a que se sentía muy feliz de verlo, Magnolia no pensó en su propia apariencia. No comprendió que en el lecho de sábanas color rosa, con el cabello rubio cayendo sobre sus hombros, estaba muy hermosa, casi insustancial, en tanto que sus ojos parecían llenarle el rostro. — ¿Ya te sientes bien? —preguntó el duque con su voz profunda, al acercarse al lecho. —Sí... gracias. —Jarvis me dijo que te desmayaste. —Fue muy... tonto de mi parte, pero tenía tanto... miedo de que... pudieran... herirte. Se hizo un leve silencio. Entonces el duque preguntó. — ¿Estabas pensando en mí? —Sí... y estaba segura de que querían... matarte por ser tan... listo como para... escapar de ellos. —Bueno, pues no lo hicieron —declaró el duque en tono de satisfacción— y, en realidad, herimos a dos de ellos... si no es que no estaban muertos. Mientras hablaba sirvió otra taza para él. Magnolia tomó la sopa porque él, se la había dado; pero comprendió que no tenía hambre y después de unos cuantos sorbos, la dejó de nuevo sobre la mesa, junto a la cama. Mientras el duque bebía su sopa, Magnolia advirtió que sus ojos no se alejaban de ella y eso la hizo sentir muy tímida. Al mismo tiempo, porque él estaba ahí, porque estaba a salvo, ella sentía una inexplicable alegría que parecía iluminar el camarote como si estuviera lleno de luz del sol. El duque terminó de beber y dijo: --¿Cómo pude imaginar... cómo pude soñar siquiera... que íbamos a vernos envueltos en una situación tan terrible? Pero como hemos sobrevivido y pienso que lo hemos hecho con honores, creo que deberíamos brindar por nosotros. Jarvis entró en ese momento en el camarote y retiró la sopera y las tazas, dejando sólo el champaña. El duque lleno dos copas, alcanzó una a Magnolia y levantó la suya. Sus ojos se encontraron con los suyos y dijo con mucha suavidad: — ¡A la mujer más valerosa que he conocido! Magnolia sintió que la sangre se agolpaba en sus mejillas, pero contestó: — ¡Al hombre... más valeroso de la Tierra... al hombre lo bastante audaz para salvarnos! Magnolia parpadeó y sus pestañas sombrearon sus mejillas mientras tomaba un sorbo de champaña. Entonces, con un salto de su corazón, advirtió que el duque se había sentado en el borde de la cama, frente a ella. —Quiero decirte —murmuró él—, lo maravillosa que estuviste. Creo que cualquier otra mujer, en esas circunstancias, hubiera gritado, o llorado, o cuando menos hubiera
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protestado y se hubiera quejado. Debido a lo que dijo y al tono de voz que nunca antes había escuchado en su boca, Magnolia no sólo se sintió tímida, sino que las lágrimas asomaron a sus ojos. Era tan maravilloso que pensara así de ella cuando había sido él quien había hecho posible la fuga, él quien la había llevado a lugar seguro. Si no hubiera sido tan fuerte, habrían sido fácilmente recapturados y se encontrarían ahora en una posición muy diferente. — ¡Tú fuiste... el maravilloso! —exclamó ella emocionada. El duque bajó su copa. —Es difícil encontrar las palabras adecuadas para decirte lo que siento —dijo él—. Tengo un miedo desesperado, Magnolia, de asustarte. —No creo que... después de... este día —contestó ella un poco indecisa—, tendré miedo... de nada... si tú estás conmigo. — ¡Espero que eso sea verdad —respondió el duque—, pero no estaba pensando en tu miedo de los forajidos, sino de mí! El duque notó que el rubor que invadía su rostro realzaba su hermosura. Advirtió, también, que sus palabras la habían hecho temblar un poco, pero comprendió que esta vez no era de miedo. Entonces dijo con mucha suavidad: —Si no fueras una heredera y no estuvieras ya casada, te pediría de rodillas si fuera necesario, que aceptaras ser mi esposa. Supo, al decir eso, cómo debía sentir el jugador que apostaba todo lo que tenía en el mundo a una jugada y rezaba porque saliera la carta que él necesitaba. Después de lo que a él le pareció una larga pausa, Magnolia contestó: —Si no... fueras un... duque y no tuvieras una... esposa muy... posesiva... yo te diría... "sí". El duque contuvo el aliento. — ¿Es posesiva mi esposa? — ¡Muy... muy posesiva! jamás... dejará... que te vayas! El duque se acercó un poco más. — ¡Mi amor, mi vida! —exclamó—. ¿Es cierto eso? Magnolia no contestó y después de un momento el duque agregó en un tono diferente. — ¡Por lo que más quieras, Magnolia, no juegues conmigo! Te quiero con tanta desesperación, que no puedo pensar con claridad. Pero no podría soportar que, llena de miedo me rehuyeras otra vez. Haré todo lo que tú quieras, pero te suplico que trates de confiar en mí. Magnolia levantó la vista hacia él y vio que el rostro del duque estaba muy cerca del suyo. —Yo... confío en ti... —murmuró— Y... y... ¡te amo! El duque lanzó un sonido indescifrable y tomó las manos de ella entre las suyas.
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— ¿Lo dices de veras? —preguntó—. ¡Oh, mi amor, cuando iba corriendo contigo en brazos hacia la salvación, tuve la extraña sensación de que corría también hacia nuestra felicidad! —Yo pensé también... eso. Sentía tu corazón... latiendo contra el mío y quería tenerte... más cerca... más cerca todavía. —Eso es lo que vas a lograr ahora. La rodeó con sus brazos y, con lentitud, con mucha lentitud, como si todavía tuviera miedo de asustarla, sus labios encontraron los de ella. Al besarla comprendió que, como esperaba, su boca era suave, dulce e inocente y le producía un éxtasis que jamás en su vida había conocido. Para Magnolia era todo lo que había deseado, lo que pensó que nunca encontraría. Era el amor que siempre había creído estaría fuera de su alcance, un amor que no tenía nada que ver con su dinero, sino sólo con ella misma. Sintió que en aquel beso le daba al duque su alma y su corazón enteros, pero estaba segura de que eso era también lo que él le entregaba. Cuando sus labios se tornaron más exigentes, Magnolia sintió que el duque la llevaba a la cumbre más alta de las montañas, que el mundo quedaba atrás y sólo existían las estrellas, el cielo y ellos. Hubiera querido apretarse más contra él y cuando por fin el duque levantó la cabeza, Magnolia dijo con una voz que parecía temblar de felicidad. — ¡Te... quiero... te... amo! —Y yo te amo a ti, mi adorada. Te amo porque eres la persona más encantadora que he conocido en mi vida, y porque creo que tú y yo estábamos destinados uno al otro desde los albores del tiempo. —Me gustaría creer... eso —dijo Magnolia—. Y no importaría... quiénes fuéramos... ni lo que poseyéramos... nos amaríamos igual, ¿verdad? El duque comprendió lo importante que era su pregunta. —Yo te amaría tanto como ahora —contestó—, aunque hubieras nacido en el arroyo y no tuvieras nada... más que tus adorables labios. La besó de nuevo hasta que ella sintió que alcanzaba un éxtasis jamás soñado. — ¡Te... amo! —murmuró cuando pudo hablar—. Y quisiera que no fueras un... duque... entonces podríamos vivir en una casita, perdida en las montañas... donde yo podría cuidarte... y demostrarte que nada tiene la menor... importancia para mí, excepto... tú, que eres tan... tan valeroso. — ¿De veras crees que soy valeroso? —preguntó el duque. Bajó la vista hacia ella y Magnolia pudo ver el amor en sus ojos cuando añadió: —Eres la persona más hermosa que he visto, además de ser la más inteligente y la más valiente. Pero ahora tienes que ser algo más. — ¿Qué... es?
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— ¡La más amorosa! Quiero tu amor, Magnolia... ¡lo deseo con desesperación! Ya no puedo imaginar mi vida sin ti. —Es... tuyo... todo tuyo —respondió ella con una nota de pasión en la voz—. Quiero... pertenecerte... estar contigo... siempre... segura... ¡como me sentí cuando me llevabas a través de ese... horrible precipicio! —Te protegeré en el futuro mucho mejor de lo que lo he hecho hasta ahora —prometió el duque con firmeza. —Tal vez fue una... buena cosa lo que... sucedió, porque me hizo comprender lo mucho que te... amaba. Cuando pensé que los malhechores podían matarte... sentí que si tú... morías... mi vida entera se haría mil pedazos. — ¡Mi preciosa, mi amor! —exclamó el duque—. Fue tonto e imprudente de mi parte no comprender que en lugares primitivos y agrestes como ése siempre hay individuos que quieren usar a la gente para sus propios fines. —No tengo... miedo de ellos, si tú estás... conmigo. —Nunca dejaré que tengas miedo de nada... y, por supuesto, que lo tengas de mí, jamás. —Tendré miedo... sólo si te... enfadas... conmigo. — ¿Cómo podría enfadarme con alguien tan dulce y perfecta? —Podría... haber otras... diez mil rosas rojas. El duque se echó a reír. — ¡Si las hay, te haré pagar por ellas con diez mil besos! —Eso... me gustaría. Magnolia rodeó su cuello con los brazos para atraerlo hacia ella, al decir eso; pero en lugar de besarla en los labios, como ella esperaba, la besó en el cuello y la sintió temblar con una nueva sensación para ella desconocida. La besó hasta que su respiración comenzó a surgir jadeante de sus labios, sus párpados parecieron hacerse pesados y se movió bajo las sábanas. Magnolia no comprendía lo que estaba sintiendo; pero quería quela siguiera besando, de un modo excitante, extraño, que era diferente, muy diferente de lo que ella había imaginado que nadie pudiera sentir. —Te amo, Magnolia —repitió el duque con voz profunda y ronca—. Y te deseo, mi amor, ¡te deseo como mi esposa! Pero no haré nada que tú no quieras que yo haga. —Yo... quiero estar... cerca de ti —murmuró Magnolia--. Más... mucho más... cerca... por favor, mi amor... mi adorado Seldon... hazme tu esposa... tu... verdadera esposa. El duque lanzó una exclamación triunfal... apagó las luces, todas menos una y quitándose la bata se deslizó dentro del lecho, junto a ella. El duque la tomó en sus brazos. —Es un poco tarde para decir esto ahora, mi adorada, pero te prometí que no te tocaría hasta que tú me pidieras que lo hiciera. Magnolia lanzó una carcajada de franca felicidad, que borró toda su timidez y
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moviéndose más cerca del duque de lo que ya estaba, murmuró: —Tócame, por favor... por favor, tócame... sólo que, Seldon. — ¿Sólo qué? —Me haces sentir... tan extraña... tan excitada. —Eso es lo que quiero que sientas —dijo el duque—, y si yo te excito a ti, tú, mi adorada mujercita, me excitas hasta la locura. Su voz era ronca de pasión, — pero trató de controlarse y anadió: —Pero seré muy gentil. No debes permitir que te asuste o te escandalice. Al decir eso retiró el camisón de sus hombros y su mano empezó a acariciar sus senos. —Te... quiero —exclamó Magnolia—. Te quiero y todo lo que tú hagas... será perfecto y... divino. — ¡Te amo! ¡Te adoro! ¡Te idolatro! —exclamó el duque. Entonces sus corazones empezaron a latir al unísono y su beso fue el de un luchador, de un conquistador que había enfrentado enemigos tremendos y había salido victorioso. Sin embargo, fue muy gentil cuando ella se rindió a la insistencia de su boca, de sus manos y de su cuerpo. El amor los transportó hasta el mismo cielo y en ese momento comprendieron que nada importaba excepto que, como hombre y mujer, eran ahora uno solo y lo serían a través de la eternidad.
FIN
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