ANTOLOGÍA NARRATIVA IES JUAN SEBASTIÁN ELCANO 4º DE ESO
G U S TAVO A D O L F O B É C Q U E R 18 3 6 - 19 7 0
El monte de las ánimas
La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria. Yo la oí en el mismo lugar en que ocurrió, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, sacudidos por el aire frío de la noche. 1
I
-Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas. -¡Tan pronto! -Si fuera otro día, acabaríamos con la cacería, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte. -¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme? -No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
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-Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la orilla del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad ofendiendo a los nobles de Castilla, que hubieran podido defenderla solos, como solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad había por tanto un odio profundo. Después de enfrentamientos de poca importancia, hubo una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte se declaró abandonado y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que anochezca. 3
La historia contada por Alonso concluyó cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad. Allí esperaron al resto del grupo y todos juntos se perdieron por entre las estrechas y oscuras calles de Soria. II En el palacio de los condes de Alcudiel se celebraba un lujoso banquete. En medio del bullicio, una pareja se contemplaba calladamente. -Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre y quisiera que te llevases un recuerdo mío... Este joyel que ataba la pluma de mi gorro y que tanto te gustó el otro día ¿Lo quieres? Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
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Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y se volvió a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ventanas, y el triste monótono doblar de las campanas. Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo: -Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, ¿no me dejarás tú también un recuerdo tuyo? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico. -¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió: -¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que tan bonita dijiste que era? -Sí. -Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo. -¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza. -No sé.... en el monte acaso. -¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas! -Tú sabes que soy el mejor cazador y el caballero más fuerte de esta tierra. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, volver sus cabellos blancos o hacerlo desaparecer sin que se sepa adónde ha ido a parar. 5
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores: -¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y lleno el camino de lobos! Al decir esta última frase, la pronunció de un modo tan especial, que Alonso se dio cuenta de la burla de la joven. Herido en su orgullo, con voz firme, exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego: -Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto. -¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel sonido que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos. III Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho. -¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen. 6
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana. -Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras incomprensibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anun7
cian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad. Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio. -¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura? Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero le resultó imposible. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: la puerta se entreabrió y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el banco que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y escondiéndose debajo de las mantas que la cubrían, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
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El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros llegaban a través de las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras lejanas, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, amaneció y la muchacha entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el banco había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte de su primo, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
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IV Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador perdido que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre los huesos de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
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V I L L I E R S D E L’ I S L E A DA M 18 3 8 - 18 8 9
Vera
A la señora condesa d'Osmoy:
"La forma del cuerpo le es más esencial que su propia sustancia." La fisiología moderna.
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El amor es más fuerte que la muerte, ha dicho Salomón: su misterioso poder no tiene límites. Concluía una tarde otoñal en París. Cerca del sombrío barrio de Saint–Germain, algunos carruajes, ya alumbrados, rodaban retrasados después de concluido el horario de cierre del bosque. Uno de ellos se detuvo delante del portalón de una gran casa señorial, rodeada de jardines antiguos. Encima del arco destacaba un escudo de piedra con las armas de la vieja familia de los condes D'Athol: una estrella de plata sobre fondo de azur, con la divisa Pallida Victrix bajo la corona principesca forrada de armiño. Las pesadas hojas de la puerta se abrieron. Un hombre de treinta y cinco años, enlutado, con el rostro mortalmente pálido, descendió. En la escalinata, los sirvientes taciturnos tenían alzadas las antorchas. Sin mirarles, él subió los peldaños y entró. Era el conde D'Athol. Vacilante, ascendió las blancas escaleras que conducían a aquella habitación donde, en la misma mañana, había acostado en un féretro de terciopelo, cubierto de violetas, entre lienzos de batista, a su amor voluptuoso y desesperado, a su pálida esposa, Vera. En lo alto, la puerta giró suavemente sobre la alfombra. Él levantó las cortinas. Todos los objetos permanecían en el mismo lugar en donde la condesa los había dejado la víspera. La muerte, súbita, la había fulminado. La noche anterior, su bien amada se desvaneció entre placeres tan profundos, se perdió en tan exquisitos abrazos, que su corazón, quebrado por tantas delicias sensuales, había desfallecido. Sus labios se mojaron bruscamente con un rojo mortal. Apenas tuvo tiempo de darle a su esposo un beso de adiós, sonriendo, sin pronunciar una sola palabra. Luego, sus largas pestañas, como cendales de luto, se cerraron para siempre. Aquella jornada sin nombre ya había transcurrido. Hacia el mediodía, después de la espantosa ceremonia en el panteón familiar, el conde D'Athol despidió a la fúnebre escolta. Después solo, encerrose con la muerta, entre los cuatro muros de mármol, y cerró la puerta de hierro del mausoleo. El incienso se quemaba en un trípode, frente al ataúd. Una corona luminosa de lámparas, en la cabecera de la joven difunta, la aureolaba como estrellas. 12
Él, en pie, ensimismado, con el solo sentimiento de una ternura sin esperanza, se había quedado allí durante todo el día. Alrededor de las seis, en el crepúsculo, salió del lugar sagrado. Al cerrar el sepulcro, quitó la llave de plata de la cerradura y, empinándose en el último peldaño de la escalinata, la arrojó al interior del panteón. Cayeron sobre las losas interiores a través del trébol que adornaba la parte superior del portal. ¿Por qué todo esto...? Con certeza obedecía a la secreta decisión de no volver allí nunca más. Y ahora, él revisó la solitaria habitación. La ventana, detrás de los amplios cortinajes de cachemira malva, recamados en oro, estaba abierta. Un último y pálido rayo de luz del atardecer iluminaba un cuadro envejecido de madera. Era el retrato de la muerta. El conde miró a su alrededor. La ropa estaba tirada sobre un sillón, como la víspera. sobre la chimenea estaban las joyas, el collar de perlas, el abanico a medio cerrar, y los pesados frascos de perfume que su amada no aspiraría nunca más. Sobre el techo deshecho, construido de ébano, con columnas retorcidas, junto a la almohada, en el lugar donde la cabeza adorada había dejado su huella, en medio de los encajes, vio el pañuelo enrojecido, por gotas de su sangre cuando su joven alma aleteó un instante. El piano permanecía abierto, a la espera de una melodía inconclusa. Las flores de indiana, recogidas por ella en el invernadero, se marchitaban dentro del vaso de Sajonia. A los pies del lecho, sobre una piel negra, estaban las pequeñas chinelas orientales, de terciopelo, sobre las que un emblema gracioso resaltaba bordado en perlas: Quien ve a Vera la ama. Los pies desnudos de la bien amada jugaban aún la mañana del día anterior, moviendo a cada paso el edredón de plumas de cisne. Y allá, en la sombra, estaba el reloj de péndulo al que él había roto el resorte para que no sonasen más las horas. Así, pues, ella había partido... ¿Adónde? Vivir ahora, ¿para hacer qué? Era imposible, absurdo... Y el conde se abismó en aquellos pensamientos extraños y sobrecogedores, rememorando toda la existencia pasada. Seis meses habían transcurrido desde su matrimonio. ¿No fue en el extranjero, en el baile de una embajada, donde la vio por primera vez...? Sí, ese instante se re13
creaba ante sus ojos, pero de forma muy distinta. Ella se le apareció allí, radiante, deslumbrante. Aquella tarde sus miradas se habían encontrado. Ellos se habían reconocido íntimamente, sabiéndose de naturaleza igual, y en adelante se amaron para siempre. Los propósitos engañosos, las sonrisas que observaban, las insinuaciones, todas las dificultades y problemas que opone el mundo para retrasar la inevitable felicidad de aquellos que se pertenecen, se desvanecía ante la certeza que ellos tuvieron, en aquel fugaz instante, de saberse el uno para el otro. Vera, cansada de la insípida ceremoniosidad, de las personas de su entorno, había ido hacia él desde el primer instante, dejando de lado las banalidades donde se pierde el tiempo precioso de la vida. ¡Oh! Cómo, a las primeras palabras, las tontas ideas de quienes les eran indiferentes, les parecían como el vuelo de los pájaros nocturnos adentrándose en la oscuridad. ¡Qué sonrisas intercambiaban y qué inefables abrazos! Sin embargo, su naturaleza era de lo más extraña. Eran dos seres dotados de sentidos maravillosos, pero exclusivamente terrestres. Las sensaciones se prolongaban en ellos con una intensidad inquietante, tanto es así que se olvidaban de sí mismos a fuerza de experimentarlas. Y por el contrario, ciertas ideas, aquellas del alma, por ejemplo, del Infinito, de Dios mismo, estaban como veladas a su entendimiento. La fe de la mayoría de las personas en las cosas sobrenaturales no era para ellos más que algo sorprendente y extraño, una cuestión de la cual no se preocupaban, no considerándose con capacidad para criticar o aprobar. En razón de eso, puesto que reconocían que el mundo les era extraño, se habían aislado, inmediatamente después de haberse unido, en esa vieja y sombría mansión, donde la extensión de los jardines alejaba los ruidos del exterior. Allí, ambos amantes se sumergieron en ese océano de alegrías lánguidas y perversas donde el espíritu se mezcla con los misterios de la carne. Ellos agotaron las violencias de los deseos, los estremecimientos de la ternura más apasionada, y se convirtieron en el palpitante latido de ser el uno del otro. En ellos, el espíritu se adentraba tan bien en el cuerpo que sus formas parecían compenetrarse, y los besos ardientes les encadenaban en una fusión ideal. ¡Prolongado deslumbramiento! 14
La muerte había destruido el encanto. El terrible accidente los desunía, y sus brazos se desenlazaban. ¿Qué sombra había atrapado a su querida muerta? ¡Muerta no! ¿Es que el alma de los violoncelos puede ser arrastrada con el gemido de una cuerda que se quiebra? Transcurrieron las horas. A través de la ventana, él contemplaba cómo la noche se insinuaba en los cielos. Y la noche se le apareció como algo personal. Tuvo la impresión de que era una reina marchando con melancolía en el exilio, y el broche de diamantes de su túnica de luto, Venus, sola, brillaba por encima de los árboles, perdida en el fondo oscuro. –Es Vera –pensó él. Al pronunciar en voz muy baja su nombre se estremeció como un hombre que despierta. Después, enderezándose, miró en torno suyo. En la habitación, los objetos estaban iluminados ahora por una luz tenue, hasta entonces imprecisa, la de una lamparilla que azulaba las tinieblas, y que la noche, ya alzada en el cielo, hacía aparecer como si fuese otra estrella. Era esa lamparilla, con perfumes de incienso, un icono, relicario de la familia de Vera. El relicario, de una madera preciosa y vieja, colgaba de una cuerda de esparto ruso entre el espejo y el cuadro. Un reflejo de los dorados del interior caía sobre el collar encima de la chimenea. La compacta aureola de la Madona brillaba con hálito de cielo; la cruz bizantina con finos y rojos alineamientos, fundidos en el reflejo, sombreaban con un tinte de sangre las perlas encendidas. Desde la infancia, Vera admiraba, con sus grandes ojos, el rostro puro y maternal de la Madona hereditaria. Pero su naturaleza, por desdicha, no podía consagrarle más que un supersticioso amor, ofrecido a veces, ingenua y pensativamente, cuando pasaba por delante de la lámpara. Al verla, el conde, herido de recuerdos dolorosos hasta lo más recóndito de su alma, se enderezó y sopló en la luz santa, para luego, a tientas, extendiendo la mano hacia un cordón, hacerlo sonar.
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Apareció un sirviente. Era un anciano vestido de negro. Llevaba un candelabro que colocó delante del retrato de la condesa. Cuando se volvió, el hombre sintió un escalofrío de terror supersticioso al ver a su amo de pie y tan sonriente como si nada hubiera sucedido. –Raymond –dijo tranquilamente el conde–, esta tarde, la condesa y yo nos sentimos abrumados de cansancio. Servirás la cena hacia las diez de la noche. Y a propósito, hemos resuelto aislarnos aquí durante algún tiempo. Desde mañana, ninguno de mis sirvientes, excepto tú, debe pasar la noche en la casa. Les entregarás el sueldo de tres años y les dirás que se vayan. Atrancarás después el portal, encenderás los candelabros de abajo, en el comedor. Tú nos bastarás puesto que en lo sucesivo no recibiremos a nadie. El mayordomo temblaba y le miraba con atención. El conde encendió un cigarro y descendió a los jardines. El sirviente pensó primeramente que el dolor, demasiado agudo y desesperado, había perturbado el espíritu de su amo. Él le conocía desde la infancia y comprendió al instante que el choque de un despertar demasiado súbito podía serle fatal a ese sonámbulo. Su primer deber consistía en respetar aquel secreto. Inclinó la cabeza. ¿Una abnegada complicidad a ese sueño religioso? ¿Obedecer...? ¿Continuar sirviéndoles sin tener en cuenta a la muerte? ¡Qué idea tan extraña! ¿Podría además sostenerse por más tiempo que una noche? Mañana, mañana... ¡Ay! Pero, ¿quién sabe...? ¡Quizá! Después de todo era un proyecto sagrado... ¿Con qué derecho reflexionar sobre ello? Salió del cuarto. Ejecutó las órdenes al pie de la letra y aquella misma tarde comenzó la insólita experiencia. Se trataba de crear un terrible espejismo. El embarazo de los primeros días se borró súbitamente. Al principio con estupor, pero luego por una especie de deferente ternura, Raymond se las ingenió tan bien para parecer natural que aún no habían transcurrido tres semanas cuando por momentos él mismo se sentía engañado por su bue16
na voluntad. No había lugar para segundas interpretaciones. A veces, experimentando una especie de vértigo, tenía la necesidad de decirse a sí mismo que la condesa estaba realmente muerta. Se dejó arrastrar a ese juego fúnebre olvidándose a cada instante de la realidad. Y muy pronto tuvo necesidad en más de una ocasión de reflexionar para convencerse y rehacerse. Comprendió pronto que de seguir así no tardaría en abandonarse por completo al espantoso magnetismo a través del cual el conde iba impregnando paulatinamente la atmósfera que les rodeaba. Tenía miedo, un miedo indeciso, suave... D'Athol, en efecto, vivía sumido en la inconsciencia de la muerte de su bien amada. No podía más que tenerla siempre presente, a tal punto la memoria viva de la joven dama estaba mezclada con la suya. En ocasiones se sentaba en un banco del jardín, los días de sol, leyendo en voz alta las poesías que ella prefería, o bien, en la tarde, delante del fuego, las dos tazas de té sobre una mesita, conversaba con la Ilusión sonriente, sentada, a sus ojos, en el otro sillón. Las noches, los días, las semanas, transcurrieron en un soplo. Ni el uno ni el otro sabían lo que estaban haciendo. Y se producían unos fenómenos singulares que hacían que resultase cada vez más difícil distinguir cuándo lo imaginario y lo real se hacían idénticos. Una presencia flotaba en el aire: una forma se esforzaba por manifestarse, por hacerse ver, plasmándose en el espacio indefinible. D'Athol vivía doblemente iluminado. Un semblante suave y pálido, entrevisto como un relámpago, en un abrir y cerrar de ojos; un débil acorde que hería de repente el piano; un beso que le cerraba la boca en el momento en que se disponía a hablar, pensamientos femeninos que aparecían en él como respuesta a lo que decía, un desdoblamiento de sí mismo que le llevaba a percibir como en una niebla fluida, el perfume vertiginosamente dulce de su bien amada muy próximo a él. Y por la noche, entre la vigilia y el sueño, las palabras oídas muy quedas le conmovían. ¡Era una negación de la muerte elevada, por fin, a un poder desconocido! Una vez, D'Athol la vio y sintió tan cerca de él que la tomó en sus brazos, pero ese movimiento hizo que desapareciera. –¡Chiquilla! –murmuró él, sonriente. Y se adormecía como un amante ofendido por su amada risueña y adormilada. 17
El día de su cumpleaños colocó, como una broma, una flor de siemprevivas en el ramillete que depositó encima de la almohada de Vera. –Puesto que ella se cree muerta... –murmuró él. Gracias a la profunda y todopoderosa voluntad del señor D'Athol que, a fuerza de amor, forjaba la vida y la presencia de su mujer en la solitaria mansión, esta existencia había acabado por llegar a ser de un encanto sombrío y seductor. El mismo Raymond ya no experimentaba temor y se acostumbraba a todas aquellas circunstancias. Un vestido de terciopelo negro entrevisto al girar un corredor, una voz risueña que le llamaba en el salón; el sonido de la campanilla despertándole por la mañana, como antes, todo esto llegaba a hacérsele familiar. Se hubiera dicho que la muerta jugaba en lo invisible, como una chiquilla. ¡Se sentía amada de tal modo que resultaba todo de lo más natural! Había transcurrido un año. En la tarde del aniversario, sentado junto al fuego en la habitación de Vera, el conde terminaba de leerle un cuento florentino, Callimaque, cuando, cerrando el libro y sirviéndose el té, dijo: –Douschka, ¿te acuerdas del Valle de las Rosas, en las orillas del Lahn, del castillo de Cuatro Torres...? Estas historias te lo han recordado, ¿no es verdad? Se levantó y en el espejo azulado se vio más pálido que de ordinario. Introdujo un brazalete de perlas en una copa y miró atentamente las perlas. Las perlas conservaban todavía su tibieza y su oriente se veía muy suave, influido por el calor de su carne. Y el ópalo de aquel collar siberiano, que amaba también el bello seno de Vera, solía palidecer enfermizamente en su engarce de oro, cuando la joven dama lo olvidaba durante algún tiempo. Por ello la condesa había apreciado tanto aquella piedra fiel. Esta tarde el ópalo brillaba como si acabara de quitárselo y como si el exquisito magnetismo de la hermosa muerta aún lo penetrase. Dejando a un lado el collar y las piedras preciosas, el conde tocó por casualidad el pañuelo de batista en el que las gotas de sangre aparecían todavía húmedas y rojas como claveles sobre la nieve. Allá, sobre el piano, ¿quién había vuelto la página final de la melodía de otros tiempos? ¿Es que la sagrada lamparilla se había vuelto a encender en el relicario...? Sí, su llama dorada iluminaba místicamente el semblante de ojos ce18
rrados de la Madona. Y esas flores orientales, nuevamente recogidas, que se abrían en los vasos de Sajonia, ¿qué mano acababa de colocarlas? La habitación parecía alegre y dotada de vida, de una manera más significativa e intensa que de costumbre. Pero ya nada podía sorprender al conde. Todo esto le parecía tan normal que ni siquiera se dio cuenta de que la hora sonaba en aquel reloj de péndulo, parado desde hacía un año. Sin embargo, esa tarde se había dicho que, desde el fondo de las tinieblas, la condesa Vera se esforzaba por volver a aquella habitación, impregnada de ella por completo. ¡Había dejado allí tanto de sí misma! Todo cuanto había constituido su existencia le atraía. Su hechizo flotaba en el ambiente. La desesperada llamada y la apasionada voluntad de su esposo debían haber desatado las ligaduras de lo invisible en su derredor. Su presencia era reclamada y todo lo que ella amaba estaba allí. Ella debía desear volver a sonreír aún en aquel espejo misterioso en el que admiró su rostro. La dulce muerta, allá, se había estremecido ciertamente entre sus violetas, bajo las lámparas apagadas. La divina muerta había temblado en la tumba, completamente sola, mirando la llave de plata arrojada sobre las losas. ¡Ella también deseaba volver con él! Y su voluntad se perdía en las fantasías, el incienso y el aislamiento, porque la muerte no es más que una circunstancia definitiva para quienes esperan el cielo; pero la muerte y los cielos, y la vida, ¿es que no eran para ella algo más que su abrazo? El beso solitario de su esposo debía atraer sus labios en la penumbra. Y el sonido de melodías, las embriagadoras palabras de antaño, los vestidos que cubrían su cuerpo y conservaban aún su perfume, las mágicas pedrerías que la amaban en su oscura simpatía, la inmensa y absoluta necesidad de su presencia, ansia compartida finalmente por las mismas cosas, tan insensiblemente que, curada al fin de la adormecedora muerte, ya no le faltaba más que regresar. ¡REGRESAR! ¡Ah! ¡La ideas son iguales que seres vivos...! El conde había esculpido en el aire la forma de su amor y era preciso que aquel vacío fuese colmado por el único ser que era su igual o de otro modo el universo se hundiría. En ese momento la impresión se concretó en una idea definitiva, simple, absoluta: ¡Ella debía estar allí, en la habitación! Él estaba tan seguro de eso como de su propia existencia y todas las co19
sas a su alrededor estaban saturadas de la misma convicción. Eso era algo patente. Y como no faltaba más que la misma Vera, tangible, exterior, era preciso que ella se encontrase allí y que el gran sueño de la vida y de la muerte entreabriese por un momento sus puertas infinitas. El camino de resurrección estaba abierto por la fe hacia ella. Un fresco estallido de risa iluminó con su alegría el lecho nupcial. El conde se volvió, y allí, delante de sus ojos, hecha de voluntad y de recuerdos, apoyada sobre la almohada de encajes, sosteniendo con sus manos los largos cabellos, deliciosamente abierta su boca en una sonrisa paradisíaca y plena de voluptuosidad, bella hasta morir, al fin ella, la condesa Vera le estaba contemplando, un poco adormecida aún. –¡Roger...! –exclamó con voz lejana. Él se le acercó. Sus labios se unieron en una alegría divina, extasiada, inmortal. Y entonces se dieron cuenta de que ellos no formaban más que un solo ser. Las horas volaron en un viaje extraño, un éxtasis en el que se mezclaban, por primera vez, la tierra y el cielo. De repente, el conde D'Athol se estremeció como golpeado por una fatal reminiscencia. –¡Ah! Ahora recuerdo... ¿Qué es lo que me sucede...? ¡Pero si tú estás muerta! En ese mismo instante, al oírse estas palabras, la mística lamparilla del icono se extinguió. El pálido amanecer de una mañana insignificante, gris y lluviosa, se filtró en la habitación por los intersticios de las cortinas. Las velas vacilaron y se apagaron, dejando humear acremente sus mechas rojizas. El fuego desapareció bajo una capa de tibias cenizas. Las flores se marchitaron y secaron en un instante. El balanceo del péndulo fue recobrando paulatinamente su anterior inmovilidad. La certeza de todos los objetos se esfumó de golpe. El ópalo, muerto ya, no brillaba más. Las manchas de sangre se habían secado también, sobre la batista. Y esfumándose entre los brazos desesperados, que en vano querían retenerla, la ardiente y blanca visión entró en el aire y se perdió. El conde se puso en pie. Acababa de darse cuenta de que estaba solo. Su maravilloso sueño acababa de disiparse en un
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momento. Había roto el hilo magnético de su trama radiante con una sola palabra. La atmósfera que reinaba allí era ya la de los difuntos. Como esas lágrimas de cristal, ensambladas ilógicamente pero tan sólidas que un solo golpe de martillo, asestado en su parte más gruesa, no llegaría a romperlas, pero que caen en súbito e impalpable polvo si se rompe la extremidad más fina que la punta de una aguja, todo se había desvanecido. –¡Oh! –gimió él–. ¡Todo ha terminado! ¡La he perdido...! ¡Otra vez vuelve a estar sola...! ¿Cuál es ahora la ruta para llegar hasta ti..? ¡Indícame el camino que puede conducirme hasta ti! De pronto, como una respuesta, un objeto brillante cayó del lecho nupcial sobre la negra piel con un ruido metálico. Un rayo del tétrico día lo iluminó... El abandonado se inclinó. Lo cogió y una sonrisa sublime iluminó su rostro al reconocer aquel objeto. ¡Era la llave de la tumba!
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ANTON C HEJOV 18 6 0 - 19 0 4
Ganas de dormir
Es de noche. La niñera Varka, una muchacha de unos trece años, mece la cuna en la que está acostado el niño y canturrea con voz apenas audible: Duérmete, niño, al son de la nana... El niño llora. Hace ya un buen rato que se ha quedado ronco y agotado de tanto llorar, pero sigue chillando y no hay manera de saber cuándo se calmará. Y Varka 22
tiene sueño. Los ojos se le cierran, la cabeza se le dobla, el cuello le duele. No puede mover los párpados ni los labios y tiene la impresión de que su rostro está seco y rígido, de que su cabeza se ha vuelto tan pequeña como la de un alfiler. -Duérmete, niño -canturrea-, y te prepararé la papilla...
En la estufa canta el grillo. En la habitación contigua, al otro lado de la puerta, roncan el dueño y el aprendiz Afanasi... La cuna emite quejumbrosos chirridos, Varka canturrea y todo se funde en esa música nocturna y adormecedora tan grata de oír cuando se va uno a la cama. Pero en ese momento esa música sólo consigue irritar y enfadar a la muchacha, porque la adormece y ella no debe dormirse; si Varka se quedara dormida, Dios no lo quiera, los dueños la azotarían. La lamparilla parpadea. Las sombras se ponen en movimiento, se insinúan en los ojos entornados e inmóviles de Varka y se transforman, en su cerebro medio dor23
mido, en nebulosas ensoñaciones. Ve nubes oscuras que se persiguen en el cielo y gritan como el niño. Pero, de pronto, se levanta una ráfaga de viento, las nubes desaparecen y Varka ve una ancha carretera, cubierta de barro líquido, por la que avanzan carros, se arrastran hombres con alforjas al hombro y se desplazan sombras arriba y abajo; a ambos lados, a través de la fría y sombría niebla, se divisan bosques. De pronto, los hombres de las alforjas y las sombras se desploman en el barro líquido. -¿Por qué hacéis eso? -les pregunta Varka. -¡Para dormir! -le responden. Y un sueño profundo y dulce se apodera de ellos, mientras los grajos y las urracas posados en el hilo del telégrafo gritan como el niño y tratan de despertarlos. -Duérmete, niño, al son de la nana... -canturrea Varka, viéndose ahora en una isba oscura y sofocante. En el suelo se revuelve su difunto padre Yefim Stepánov. Ella no lo ve, pero oye cómo se retuerce de dolor y gime. Como dice él, “la hernia está haciendo de las suyas”. El dolor es tan intenso que no puede pronunciar palabra y sólo es capaz de aspirar grandes bocanadas de aire y de rechinar los dientes en una especie de redoble de tambor.
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Su madre, Pelagueia, ha ido corriendo a la hacienda para decir a los señores que Yefim Stepánovich está muriéndose. Los señores envían a un joven médico de la ciudad que está de visita en su casa. El médico entra en la isba; la oscuridad vela su rostro, pero se le oye toser y abrir la puerta con un chirrido. -Necesito luz -dice. -Bu-bu-bu... -responde Yefim. Pelagueia se precipita sobre la estufa y se pone a buscar el pedazo de barro en donde se guardan las cerillas. Pasa un minuto en silencio. El médico, tras rebuscar en los bolsillos, enciende una de las suyas. -¿Y bien? ¡Mira que ponerte enfermo! -dice el médico, inclinándose sobre él-. ¡Ah! ¿Hace tiempo que estás así? -¿Qué? Ha llegado mi hora, excelencia... No saldré de ésta... -Deja de decir tonterías... ¡Te curarás! -Como usted diga, excelencia, se lo agradezco humildemente, pero me parece que... Cuando llega la muerte, no se puede hacer nada. El médico examina a Yefim durante un cuarto de hora; luego se pone en pie y dice: -No puedo hacer nada... Hay que llevarte al hospital, allí te operarán. Vete enseguida... ¡Vete sin falta! Es algo tarde y en el hospital todo el mundo duerme, pero no importa, te daré una nota. ¿Me oyes? -¿Y cómo va a ir, padrecito? -pregunta Pelagueia-. No tenemos ningún caballo. -No importa, se lo pediré a los señores y ellos os lo darán. El médico se marcha, la vela se apaga. Al cabo de media hora llega un coche enviado por los señores para llevarlo al hospital. Yefim se prepara y se marcha... Al poco rato nace una hermosa y despejada mañana de verano. Pelagueia no está en casa: ha ido al hospital para saber qué ha pasado con Yefim. Un niño llora en algún lugar y Varka oye que alguien canta con su propia voz: -Duérmete, niño, al son de la nana... Pelagueia regresa; se santigua y susurra:
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-Esta noche le pusieron todo en su sitio, pero por la mañana ha entregado el alma a Dios... Que el Señor le conceda el Reino de los Cielos, descanse en paz... Dicen que era demasiado tarde... Habría que haberlo llevado antes... Varka va al bosque para llorar, pero, de pronto, alguien la golpea en la nuca con tanta violencia que su frente choca con un abedul. Levanta la vista y ve delante de ella a su amo, el zapatero. -¿Qué haces, sarnosa? -le dice-. ¡El niño está llorando y tú duermes! Le tira con fuerza de la oreja; ella sacude la cabeza, mece la cuna y entona su canción. De nuevo vislumbra una carretera cubierta de barro líquido. Los hombres de las alforjas al hombro y las sombras se han tumbado y duermen profundamente. Al verlos, Varka siente unos deseos enormes de dormir. -¡Dame al niño! -le responde una voz conocida-. ¡Dame al niño! -repite la misma voz, esta vez con enfado e irritación-. ¿Me oyes, miserable? Varka pega un brinco, mira a su alrededor y comprende lo que sucede: no hay ninguna carretera, en medio de la habitación sólo está el ama, que ha venido a amamantar al pequeño. Mientras el ama, gruesa y de anchas espaldas, da el pecho y calma al niño, Varka, de pie, la mira y espera a que termine. Fuera, el aire se tiñe ya de azul, las sombras y la mancha verde del techo palidecen a ojos vistas. Pronto llegará la mañana. -¡Toma! -dice el ama, abotonándose la camisa-. Está llorando. Seguro que le han echado mal de ojo. Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y vuelve a mecerlo. La mancha verde y las sombras desaparecen poco a poco y ya nadie se desliza en su cabeza ni enturbia su cerebro. No obstante, tiene tantas ganas de dormir como antes, ¡unas ganas enormes! Varka apoya la cabeza en el borde de la cuna y se balancea con todo el cuerpo para vencer el sueño, pero los ojos se le cierran y a cada instante siente un peso mayor en la cabeza. -¡Varka, enciende la estufa! -le grita el amo desde el otro lado de la puerta. Eso significa que es hora de levantarse y ponerse a trabajar. Varka deja la cuna y va corriendo al cobertizo a por la leña. Se siente contenta. Cuando corre o camina, no tiene tantas ganas de dormir como cuando está sentada. Trae la leña, enciende la estufa y siente que los músculos rígidos de su cara se desentumecen y que 26
sus ideas se aclaran. -¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama. Varka parte unas astillas, pero apenas ha tenido tiempo de encenderlas y ponerlas en el samovar cuando oye una nueva orden: -¡Varka, limpia los chanclos del amo! Se sienta en el suelo, limpia los chanclos y piensa en lo agradable que sería apoyar la cabeza en uno de ellos, grande y profundo, y echar una cabezadita... De pronto, el chanclo crece, se hincha y ocupa toda la habitación; Varka suelta el cepillo, pero enseguida sacude la cabeza, abre mucho los ojos y trata de mirar las cosas de manera que no crezcan ni se muevan delante de ella.
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-¡Varka, friega la escalera; está tan sucia que da vergüenza cuando viene algún cliente. Varka friega la escalera, limpia las habitaciones, luego enciende la otra estufa y va corriendo a la tienda. Tiene tanto trabajo que no le queda ni un solo minuto libre. Pero nada le cansa tanto como estar de pie en un mismo sitio, ante la mesa de la cocina, pelando patatas. La cabeza se inclina sobre la mesa, la patata gira ante sus ojos, el cuchillo se le escapa de las manos, mientras a su alrededor la gruesa y colérica ama, arremangada, va de un lado para otro, hablando tan alto que los oídos le zumban. También le causa mucha fatiga servir la mesa, lavar la ropa, coser. Hay momentos en que siente ganas de tumbarse en el suelo y dormir, sin reparar en nada. El día pasa. Al ver cómo las ventanas se oscurecen, Varka se aprieta las sienes entumecidas y sonríe sin saber por qué. La neblina de la tarde le acaricia los ojos semicerrados, prometiéndole un sueño próximo y reparador. Por la noche llegan invitados. -¡Varka, vete a comprar tres botellas de cerveza! Ella sale a toda prisa y corre con todas sus fuerzas para ahuyentar el sueño. -¡Varka, vete por vodka! Varka, ¿en dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia los arenques! Por fin los invitados se marchan; las luces se apagan y los amos se van a dormir. -¡Varka, acuna al niño! -oye aún una última orden. El grillo canta en la estufa; la mancha verde del techo y las sombras del pantalón y los pañales vuelven a deslizarse por los ojos entornados de Varka, haciéndole guiños y enturbiando su cabeza. -Duérmete, niño -canturrea Varka-, al son de la nana... El niño chilla hasta no poder más. Varka vuelve a ver una carretera embarrada, hombres con alforjas; reconoce a Pelagueia y a su padre Yefim. Lo entiende todo, reconoce a todo el mundo; sólo una cosa le resulta incomprensible en medio de ese duermevela: la fuerza que le sujeta los brazos y las piernas, la oprime y le impide vivir. Mira a su alrededor, la busca para librarse de ella, pero no la encuentra.
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Por último, extenuada, haciendo acopio de todas sus energías y prestando oídos al grito, descubre al enemigo que le impide vivir. Su enemigo es el niño. Se ríe. Se sorprende: ¿cómo es posible que no se haya dado cuenta antes de algo tan evidente? Varka se deja ganar por una alucinación. Se levanta del taburete y, con una amplia sonrisa, sin parpadear, pasea por la habitación. La idea de que en ese mismo instante va a librarse del niño que le inmoviliza los brazos y las piernas, le causa un agradable cosquilleo... Matar al niño y luego dormir, dormir, dormir... Riendo, haciendo guiños, Varka se acerca con sigilo a la cuna y se inclina sobre el niño. Nada más estrangularlo, se tumba en el suelo, riendo de alegría ante la perspectiva del sueño; al cabo de un minuto duerme ya profundamente, como una muerta...
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G U Y D E M AU PA S S A N T 18 5 0 - 18 9 3
Un día de campo
Tenían proyectado hacía cinco meses salir a almorzar en los alrededores de París el día del santo de la señora Dufour, que se llamaba Pétronille. Por ello, como habían esperado con impaciencia esa partida, se habían levantado muy temprano aquella mañana. El señor Dufour, que le había pedido prestado el coche al lechero, conducía. La carreta, de dos ruedas, estaba muy limpia; tenía un techo sostenido por cuatro 30
montantes de hierro del que colgaban cortinas que habían alzado para ver el paisaje. Sólo la de detrás flotaba al viento, como una bandera. La mujer, al lado de su esposo, estaba radiante con un extraordinario traje de seda cereza. A continuación, en dos sillas, se sentaban una vieja abuela y una jovencita. Se distinguía también la cabellera amarilla de un muchacho que, a falta de asiento, se había tumbado al fondo y del que aparecía sólo la cabeza. Tras haber seguido la avenida de los Campos Elíseos y cruzado las fortificaciones por la puerta Maillot, se habían puesto a contemplar la comarca. Al llegar al puente de Neuilly, el señor Dufour había dicho: «Ahí tenéis el campo, ¡por fin! », y su mujer, ante esa señal, se había enternecido con la naturaleza. En la encrucijada de Courbevoie, les había asaltado la admiración ante la lejanía de los horizontes. A la derecha, allá lejos, estaba Argenteuil, con su elevado campanario; por encima aparecían los cerros de Sannois y el Molino de Orgemont. A la izquierda, el acueducto de Marly se dibujaba sobre el cielo claro de la mañana, y se divisaba también, de lejos, la terraza de Saint-Germain; mientras que enfrente, al final de una cadena de colinas, unas tierras removidas indicaban el nuevo fuerte de Cormeilles. Muy al fondo, con un retroceso formidable, por encima de llanuras y pueblos, se entreveía un oscuro verdor de bosques. El sol comenzaba a quemar los rostros; el polvo llenaba los ojos de continuo y, a los dos lados de la carretera, se desplegaba una campiña interminablemente desnuda, sucia y hedionda. Hubiérase dicho que una lepra la había devastado, royendo hasta las casas, pues esqueletos de edificios hundidos y abandonados, o bien pequeñas casuchas inacabadas por falta de pago a los contratistas, alzaban sus cuatro paredes sin techo. De trecho en trecho crecían en el suelo estéril largas chimeneas de fábricas, única vegetación de aquellos campos pútridos por los cuales la brisa de la primavera paseaba un perfume de petróleo y de esquisto mezclado con otro olor aún menos agradable. Por fin habían cruzado el Sena por segunda vez, y, en el puente, había sido arrobador. El río resplandecía de luz; un vaho se elevaba de él, absorbido por el 31
sol, y se experimentaba una suave quietud, una frescura benéfica al respirar por fin un aire más puro que no había sido barrido por el humo negro de las fábricas o las miasmas de los muladares. Un hombre que pasaba había dado el nombre de la zona: Bezons. El coche se detuvo, y el señor Dufour se puso a leer la prometedora muestra de un figón: «Restaurante Poulin, calderetas y pescado frito, reservados particulares,bosquecillos y columpios. ¿Qué, señora Dufour, te conviene? ¿ te decidirás por fin? » La mujer leyó a su vez: «Restaurante Poulin, calderetas y pescado frito, reservados particulares, bosquecillos y columpios.» Después miró largamente la casa. Era una posada de campo, blanca, situada al borde de la carretera. Mostraba, por la puerta abierta, el cinc brillante del mostrador ante el cual estaban dos obreros endomingados. Por fin la señora Dufour se decidió: «Sí, está bien —dijo—, y, además, tiene buenas vistas.» El coche entró en un amplio terreno plantado de grandes árboles que se extendía detrás de la posada y que sólo estaba separado del Sena por el camino de sirga. Entonces se apearon. El marido saltó primero, luego abrió los brazos para recibir a su mujer. El estribo, sujeto por dos barras de hierro, estaba muy lejos, de forma que, para alcanzarlo, la señora Dufour tuvo que dejar ver la parte inferior de una pierna cuya primitiva finura desaparecía ahora bajo una invasión de grasa que bajaba de los muslos. El señor Dufour, a quien el campo excitaba ya, le pellizcó vivamente la pantorrilla, y después, cogiéndola por debajo de los brazos, la depositó pesadamente en tierra, como un enorme paquete. Ella se dio unas palmadas en su traje de seda para desprender el polvo, mientras miró el lugar donde se encontraba. Era una mujer de unos treinta y seis años, metida en carnes, exuberante y de aspecto agradable. Respiraba con fatiga, sofocada violentamente por la opresión 32
de un corsé demasiado apretado; y la presión de aquel chisme empujaba hacia su papada la masa fluctuante del pecho superabundante. A continuación la jovencita, posando la mano en el hombro de su padre, saltó con ligereza ella sola. El muchacho de pelo amarillo se había apeado poniendo un pie sobre la rueda, y ayudó al señor Dufour a descargar a la abuela. Entonces desengancharon el caballo, que fue atado a un árbol, y el coche cayó de narices, con los dos varales en el suelo. Los hombres, habiéndose quitado las levitas, se lavaron las manos en un cubo de agua, y después se reunieron con las señoras instaladas ya en los balancines. La señorita Dufour trataba de columpiarse de pie, ella sola, sin lograr darse suficiente impulso. Era una guapa chica de dieciocho a veinte años; una de esas mujeres cuyo encuentro por la calle os azota con un súbito deseo, y os deja hasta la noche una vaga inquietud y una agitación de los sentidos. Alta, de talle esbelto y caderas anchas, tenía la piel muy morena, los ojos muy grandes, el pelo muy negro. Su traje dibujaba netamente la firme plenitud de su carne acentuada aún más por los esfuerzos que hacía con los riñones para remontarse. Sus brazos tensos sujetaban las cuerdas por encima de su cabeza, de modo que su pecho se alzaba, sin una sacudida, a cada impulso que daba. Su sombrero, arrastrado por una ráfaga de viento, había caído a sus espaldas; y el balancín se lanzaba poco a poco, mostrando a cada vuelta sus piernas finas hasta la rodilla, y lanzando a la cara de los dos hombres, que la miraban riendo, el aire de sus faldas, más embriagador que los vapores del vino. Sentada en el otro columpio, la señora Dufour gemía de forma monótona y continua: «Cyprien, ven a empujarme; ¡ven a empujarme de una vez, Cyprien! » Al final él fue y, remangándose la camisa, como antes de emprender un trabajo, puso a su mujer en movimiento con infinita fatiga. Aferrada a las cuerdas, tenía las piernas estiradas, para no tropezar con el suelo, y disfrutaba al verse aturdida por el vaivén del chisme. Sus formas, sacudidas, tembleteaban continuamente como la gelatina en una bandeja. Pero, a medida que los impulsos crecían, la asaltaron el vértigo y el miedo. A cada bajada, lanzaba un grito agudo que hacía acudir a todos los rapaces del pueblo; y allá, delan33
te de ella, por encima del seto del jardín, distinguía vagamente un surtido de cabezas traviesas que gesticulaban variadamente con las risas. Al aparecer una camarera, encargaron el almuerzo. «Fritos del Sena, conejo salteado, ensalada y postre», articuló la señora Dufour, con aire importante. «Traiga dos litros de tinto y una botella de burdeos», dijo su marido. «Almorzaremos en la hierba», agregó la joven. La abuela, enternecida al ver el gato de la casa, lo perseguía hacia diez minutos prodigándole inútilmente las más dulces denominaciones. El animal, halagado interiormente sin duda por aquella atención, se mantenía siempre muy cerca de la mano de la buena señora, aunque sin dejarse alcanzar, y daba tranquilamente vueltas a los árboles, contra los cuales se frotaba, la cola erguida, con un pequeño ronroneo de placer. «¡Mirad! —gritó de repente el joven de pelo amarillo que fisgoneaba por el terreno—, ¡hay unos barcos estupendos! » Fueron a ver. Bajo un pequeño cobertizo de madera estaban colgadas dos soberbias yolas de remeros, finas y trabajadas como muebles de lujo. Descansaban una junto a otra, semejantes a dos altas mozas delgadas, con su longitud estrecha y reluciente, y daban ganas de marchar sobre el agua en las hermosas noches apacibles o en las claras mañanas de verano, de rozar los ribazos floridos donde árboles enteros bañan sus ramas en el agua, donde temblequea el eterno escalofrío de las cañas, y de donde alzan el vuelo, como relámpagos azules, rápidos martines pescadores. Toda la familia, con respeto, las contemplaba. «Oh, sí, son estupendas», repitió gravemente el señor Dufour. Y las detallaba como un experto. Había remado, él también, en sus verdes años, decía; e incluso con aquello en la mano —y hacía ademán de tirar de los remos— le importaba un bledo todo el mundo. Había vapuleado en carreras a más de un inglés, en tiempos, en Joinville; y bromeó con la palabra damas, con que se designan los dos toletes que sujetan los remos, diciendo que los remeros, y con razón, no salían jamás sin sus damas. Se acaloraba al perorar y proponía obstinadamente que apostasen que con una barca como aquélla él haría seis leguas por hora sin apresurarse.
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«Está listo», dijo la camarera que apareció en la entrada. Se precipitaron; pero hete aquí que en el mejor sitio, que la señora Dufour había elegido mentalmente para instalarse, estaban almorzando ya dos jóvenes. Eran los propietarios de las yolas, sin duda, pues iban vestidos de remeros. Se habían estirado en unas sillas, casi acostados. Tenían la cara tostada por el sol y el pecho cubierto solamente por una fina camiseta de algodón blanco que dejaba asomar sus brazos desnudos, robustos como los de un herrero. Eran dos sólidos mozos y presumían mucho de vigor, pero mostraban en todos sus movimientos esa gracia elástica de los miembros que se adquiere con el ejercicio, tan diferente de la deformación que imprime al obrero su penoso esfuerzo, siempre igual. Intercambiaron rápidamente una sonrisa al ver a la madre, luego una mirada al divisar a la hija. «Dejémosles nuestro sitio —dijo uno—, así entablaremos relación». El otro se levantó al punto y, con su gorra mitad roja y mitad negra en la mano, se ofreció caballerosamente a ceder a las señoras el único lugar del jardín donde no daba el sol. Aceptaron deshaciéndose en disculpas; y, para que la cosa fuera más campestre, la familia se instaló en la hierba sin mesa ni asientos. Los dos jóvenes se llevaron su cubierto a unos cuantos pasos y reanudaron la comida. Sus brazos desnudos, que mostraban sin cesar, turbaban un poco a la joven. Incluso fingía volver la cabeza y no fijarse en ellos, mientras que la señora Dufour, más atrevida, instigada por una curiosidad femenina que era acaso deseo, los miraba a cada momento, comparándolos sin duda con añoranza con las fealdades secretas de su marido. Se había derrumbado sobre la hierba, con las piernas dobladas a la manera de los sastres, y se meneaba continuamente, con el pretexto de que las hormigas se le habían metido en alguna parte. El señor Dufour, huraño ante la presencia y la amabilidad de los extraños, buscaba una postura cómoda que por lo demás no encontraba, y el joven de pelo amarillo comía silenciosamente como un ogro. «Hace un tiempo precioso, caballero», dijo la gruesa señora a uno de los remeros. Quería mostrarse amable a causa del sitio que les habían cedido. «Sí, señora —respondió—. ¿Vienen ustedes a menudo al campo? 35
— ¡Oh!, una o dos veces al año solamente, para tomar el aire; ¿y usted, caballero? —Vengo a dormir todas las noches. — ¡Ah!, debe de ser muy agradable. —Sí, desde luego, señora». Y contó su vida de todos los días, poéticamente, de manera que hizo vibrar el corazón de aquellos burgueses privados de hierba y hambrientos de paseos por el campo con ese bobo amor a la naturaleza que los obsesionaba todo el año detrás del mostrador de su tienda. La joven, emocionada, alzó los ojos y miró al remero. El señor Dufour habló por primera vez: «Eso sí que es vida» —dijo. Agregó—: «¿Un poco más de conejo, querida? —No, gracias, cariño.» Ella se volvió de nuevo hacia los jóvenes y, señalando sus brazos: «¿No tienen nunca frío así? » —dijo. Se echaron a reír los dos, y espantaron a la familia con el relato de sus prodigiosos esfuerzos, de sus baños sudados, de sus carreras entre la niebla de las noches; se golpearon violentamente el pecho para demostrar qué sonido daba. «¡Oh!, tienen ustedes pinta de fuertes», dijo el marido, que ya no hablaba de la época en que vapuleaba a los ingleses. La joven los examinaba ahora de lado; y el muchacho de pelo amarillo, atragantándose con la bebida, tosió desesperadamente, rociando el traje de seda cereza de la jefa, que se enfadó y mandó traer agua para lavar las manchas. Entre tanto la temperatura se volvía terrible. El río relumbrante parecía un foco de calor, y los vapores del vino turbaban las cabezas. El señor Dufour, sacudido por un hipo violento, se había desabrochado el chaleco y la cintura del pantalón; mientras que su mujer, presa de sofocos, desabotonaba su traje poco a poco. El aprendiz balanceaba con aire alegre sus greñas de 36
lino y se servía trago tras trago. La abuela, sintiéndose achispada, se mantenía muy rígida y muy digna. En cuanto a la joven, no dejaba traslucir nada; sólo sus ojos se encendían vagamente, y su piel muy morena se coloreaba en las mejillas con un tono más rosado. El café los remató. Hablaron de cantar y cada cual echó su copla, que los otros aplaudieron con frenesí. Después se levantaron con dificultad, y mientras que las dos mujeres, aturdidas, respiraban, los dos hombres, totalmente curdas, hacían gimnasia. Pesados, fofos, y con el rostro escarlata, se colgaban torpemente de las anillas sin lograr levantarse; y sus camisas amenazaban continuamente con evacuar sus pantalones para ondear al viento como estandartes. Entre tanto los remeros habían echado las yolas al agua y regresaban cortésmente a proponer a las señoras un paseo por el río. «Señor Dufour, ¿me dejas? ¡Por favor! », gritó su mujer. El la miró con pinta de borracho, sin entender. Entonces se acercó un remero, con dos cañas de pescar en la mano. La esperanza de pescar gobios, ese ideal de los tenderos, encendió los ojos sombríos del hombrecillo, que accedió a todo lo que quisieron, y se instaló a la sombra, bajo el puente, los pies bailando encima del río, junto al joven del pelo amarillo, que se durmió a su lado. Uno de los remeros se sacrificó; se llevó a la madre. « ¡En el bosquecillo de la isla de los ingleses! », gritó al alejarse. La otra yola se puso en marcha más lentamente. El remero miraba tanto a su compañera que no pensaba en otra cosa, y lo había invadido una emoción que paralizaba su vigor. La joven, sentada en el asiento del timonel, se abandonaba a la dulzura de estar sobre el agua. Se sentía asaltada por una renuncia a pensar, por una quietud de los miembros, por un abandono de sí misma, como presa de una múltiple embriaguez. Se había puesto muy roja, con la respiración entrecortada. El aturdimiento del vino, multiplicado por el calor torrencial que chorreaba en torno a ella, hacía que todos los árboles de la orilla la saludasen a su paso. Una vaga necesidad de disfrute, una fermentación de la sangre recorrían su carne excitada por los ardo37
res de aquel día; y estaba también turbada por aquel mano a mano sobre el agua, en medio de aquella tierra despoblada por el incendio del cielo, con aquel joven que la encontraba hermosa, cuyos ojos le besaban la piel, y cuyo deseo era tan penetrante como el sol. La impotencia de ambos para hablar aumentaba su emoción, y miraban los alrededores. Entonces, haciendo un esfuerzo, él le preguntó su nombre. «Henriette —dijo. — ¡Vaya!, yo me llamo Henri», prosiguió él. El sonido de sus voces los había calmado; se interesaron por las orillas. La otra yola se había parado y parecía esperarlos. El que la tripulaba gritó: «Os alcanzaremos en el bosque; vamos hasta Robinson, porque la señora tiene sed.» Después se inclinó sobre los remos y se alejó tan rápidamente que pronto dejaron de verlo. Mientras tanto un fragor continuo que se distinguía vagamente desde hacía un tiempo se acercaba muy deprisa. El propio río parecía estremecerse como si el ruido sordo ascendiera de sus profundidades. « ¿ Qué es eso que se oye? », preguntó ella. Era el salto de la presa que cortaba el río en dos en la punta de la isla. El se perdía en una explicación cuando, en medio del estruendo de la cascada, un canto de pájaro que parecía muy remoto los sorprendió. «Vaya —dijo él—, los ruiseñores cantan de día: eso es que las hembras incuban». ¡Un ruiseñor! Ella no lo había oído nunca, y la idea de escuchar uno despertó en su corazón la visión de poéticas ternuras. ¡Un ruiseñor! , es decir, el invisible testigo de las citas de amor al que invocaba Julieta en su balcón; esa música del cielo concertada con los besos de los hombres; ¡ese eterno inspirador de todas las romanzas lánguidas que abren un ideal azul en los pobres corazoncitos de las chiquillas enternecidas! 38
Iba, pues, a oír un ruiseñor. «No hagamos ruido —dijo su compañero—, podemos bajar en el bosque y sentarnos muy cerca de él.» La yola parecía deslizarse. Aparecieron unos árboles en la isla, cuya ribera era tan baja que los ojos se sumergían en lo más tupido de la espesura. Se detuvieron; la barca quedó atada; y, apoyándose Henriette en el brazo de Henri, se adentraron entre las ramas. «Inclínese» —dijo él. Se inclinó, y penetraron en un inextricable revoltijo de bejucos, de hojas y de cañas, en un asilo inencontrable que era preciso conocer y al que el joven llamaba riendo «su reservado particular». Justamente por encima de sus cabezas, posado en uno de los árboles que los resguardaban, el pájaro seguía desgañitándose. Lanzaba trinos y gorgoritos, después desgranaba grandes sonidos vibrantes que llenaban el aire y parecían perderse en el horizonte, desplegándose a lo largo del río y volando sobre las llanuras, a través del silencio de fuego que entorpecía la campiña. No hablaban por miedo a que escapase. Estaban sentados uno junto al otro y, lentamente, el brazo de Henri rodeó la cintura de Henriette y la estrechó con dulce presión. Ella, sin cólera, cogió aquella mano audaz y la alejaba sin cesar a medida que él la acercaba, sin experimentar, por otra parte, el menor embarazo con aquella caricia, como si hubiera sido una cosa natural que rechazaba con igual naturalidad. Escuchaba al pájaro, perdida en un éxtasis. Sentía deseos infinitos de felicidad, bruscas ternuras que la atravesaban, revelaciones de poesías sobrehumanas, y tal aplanamiento de los nervios y del corazón que lloraba sin saber por qué. El joven la estrechaba contra sí ahora; no lo rechazaba ya, sin pensar en ello. El ruiseñor calló de pronto. Una voz lejana gritó: « ¡Henriette! —No conteste —dijo él muy bajo—, haría volar al pájaro.» 39
Tampoco ella pensaba en responder. Se quedaron así algún tiempo. La señora Dufóur se había sentado en alguna parte, pues se oían vagamente, de vez en cuando, los grititos de la gruesa señora que bromeaba sin duda con el otro remero. La jovencita seguía llorando, embargada por sensaciones muy dulces, la piel cálida y pinchada en todas partes por desconocidos cosquilleos. La cabeza de Henri estaba sobre su hombro; y, bruscamente, la besó en los labios. Ella tuvo una rebelión furiosa y, para evitarlo, se dejó caer de espaldas. Pero él se arrojó sobre ella, cubriéndola con todo su cuerpo. Persiguió un buen rato aquella boca que le huía, y después, al alcanzarla, pegó a ella la suya. Entonces, enloquecida por un deseo formidable, ella le devolvió el beso, estrechándolo sobre su pecho, y toda su resistencia cedió como aplastada por una carga demasiado pesada. Todo estaba en calma en las cercanías. El pájaro volvió a cantar. Lanzó primero tres notas penetrantes que parecían una llamada de amor, después, tras un silencio de un instante, inició con voz debilitada unas lentísimas modulaciones. Se deslizó una brisa suave, levantando un murmullo de hojas, y entre la profundidad de las ramas pasaban dos suspiros ardientes que se mezclaban con el canto del ruiseñor y con el leve hálito del bosque. Una embriaguez invadía al pájaro, y su voz, acelerándose poco a poco como un incendio que prende o una pasión que crece, parecía acompañar bajo el árbol un restallido de besos. Después el delirio de su gaznate se desencadenó enloquecido. Tenía desmayos prolongados en un trino, grandes espasmos melodiosos. A veces descansaba un poco, emitiendo solamente dos o tres sonidos ligeros que terminaban de pronto con una nota sobreaguda. O bien comenzaba una loca carrera, con brotes de gamas, estremecimientos, sacudidas, como un furioso canto de amor, seguido por gritos de triunfo. Pero se calló, al escuchar bajo él un gemido tan profundo que se le hubiera tomado por el adiós de un alma. El ruido se prolongó algún tiempo y se remató con un sollozo.
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Estaban muy pálidos, los dos, al abandonar su lecho de verdor. El cielo azul les parecía oscurecido; el ardiente sol estaba apagado a sus ojos; percibían la soledad y el silencio. Caminaban rápidamente uno al lado del otro, sin hablarse, sin tocarse, pues parecían haberse convertido en enemigos irreconciliables, como si una repugnancia se hubiera alzado entre sus cuerpos, un odio entre sus ánimos. De vez en cuando, Henriette gritaba: «¡Mamá!» Se produjo un ajetreo bajo un zarzal. Henri creyó ver una enagua blanca que se bajaba con rapidez sobre una gruesa pantorrilla; y apareció la enorme señora, un poco confusa y más roja aún, los ojos muy brillantes y el pecho tumultuoso, demasiado cerca quizás de su vecino. Este debía de haber visto cosas muy divertidas, pues su rostro estaba surcado por risas súbitas que lo cruzaban a pesar suyo. La señora Dufour se cogió de su brazo con aire tierno, y volvieron a las barcas. Henri, que caminaba delante, siempre mudo al lado de la jovencita, creyó distinguir de repente una especie de gran beso ahogado. Por fin regresaron a Bezons. El señor Dufour, pasada la borrachera, se impacientaba. El joven de pelo amarillo tomaba un bocado antes de dejar la posada. El coche estaba enganchado en el patio, y la abuela, montada ya, se desolaba porque tenía miedo de que la cogiera la noche en la llanura, pues los alrededores de París no eran seguros. Se dieron apretones de manos, y la familia Dufour se marchó. «Hasta la vista» —gritaban los remeros. Un suspiro y una lágrima les respondieron. Dos meses después, al pasar por la calle de los Mártires, Henri leyó sobre una puerta: Dufour, ferretero. Entró. La gruesa señora abultaba aún más tras el mostrador. Se reconocieron al punto y, después de mil cumplidos, él pidió noticias. 41
«¿Qué tal la señorita Henriette? —Muy bien, gracias, se ha casado. La emoción le oprimió; agregó: «Y... ¿con quién? —Pues con el joven que nos acompañaba, ya sabe usted; él se hará cargo del negocio. — ¡Oh! , claro.» Se marchaba muy triste, sin saber demasiado bien por qué. La señora Dufour lo llamó: « ¿Y su amigo? —dijo tímidamente. —Pues le va bien. —Déle recuerdos nuestros, ¿eh?; y cuando venga, dígale que pase a vernos...— se ruborizó mucho, y después agregó—: Me dará mucho gusto; dígaselo. —No dejaré de hacerlo. ¡Adiós! —No..., ¡hasta pronto! »
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LEOPOLDO ALAS, “CLARÍN” 18 5 2 - 19 01
Un jornalero
Salía Fernando Vidal de la Biblioteca de N**, donde había estado trabajando, según costumbre, desde las cuatro de la tarde. Eran las nueve de la noche; acababa de obscurecer. La Biblioteca no estaba abierta al público sino por la mañana. Los porteros y demás dependientes vivían en la planta baja del edificio, y Fernando, por un privilegio, disfrutaba a solas de la Biblioteca todas las tardes y todas 43
las noches, sin más condiciones que estas: ir siempre sin compañía; correr, por su cuenta, con el gasto de las luces que empleaba, y encargarse de abrir y cerrar, dejando al marcharse las llaves en casa del conserje. En toda N**, ciudad de muchos miles de habitantes, industriosa, rica, llena de fábricas, no había un solo ciudadano que disputase ni envidiase a Vidal su privilegio de la Biblioteca. Cerró Fernando como siempre la puerta de la calle con enorme llave, y empuñando el manojo que esta y otras varias formaban, anduvo algunos pasos por la acera, ensimismado, buscando, sin pensar en ello, el llamador de la puerta en la casa del conserje, que estaba a los pocos metros, en el mismo edificio. Pero llamó en vano. No abrían, no contestaban. Vidal tardó en fijarse en tal silencio. Iba lleno de las ideas que con él habían bajado a la calle dejando las frías páginas de los libros de arriba, la eterna prisión. «No está nadie», pensó, por fin, sin fijarse en que debía extrañar que no estuviese nadie en casa del conserje. -¡Y qué hago yo con esto! -se dijo, sacudiendo el manojo de llaves que le daba aspecto de carcelero. En aquel momento se fijó en otra cosa. En que la noche era obscura, en que había faroles, tres, bien lo recordaba, a lo largo de la calle, y no estaba ninguno encendido.
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Después notó que a nadie podía parecerle ridícula su situación, porque por la calle de la Biblioteca no pasaba un alma. Silencio absoluto. Una detonación lejana le hizo exclamar: -¡Un tiro! Y el tiro, más bien su nombre, le trajo a la actualidad, a la vida real de su pueblo. -Cuando salí de casa, después de comer, en el café oí decir que esta noche se armaba, que los socialistas o los anarquistas, o no sé quién, preparaban un golpe de mano para sacar de la cárcel a no sé qué presos de su comunión y proclamar todo lo proclamable. Debe de ser eso. Debe de estar armada. ¡Dios mío! -siguió reflexionando- si está armada, si aquí pasa algo grave, mañana acaso esté cerrada la Biblioteca, acaso no me permitan o no pueda yo venir de tarde a terminar mi examen del códice en que he descubierto tan preciosos datos para la historia de los disturbios de los gremios de R*** en el siglo... ¡por vida del chápiro! Y si mañana no concluyo mi trabajo, el número próximo de la Revista Sociológico-histórica sale sin mi artículo... y quién sabe si Mr. Flinder en la Revista de Ciencias morales e históricas de Zurich se adelantará, si es verdad, como me escriben de allá, que ha visto este precioso documento el año pasado, cuando estuvo aquí mientras yo fui a Vichy. No, mil veces no; eso no puedo consentirlo; no es por vanidad pueril; es que esos socialistas de cátedra me son antipáticos; Flinder de fijo arrima el ascua a su sardina; de fijo lo convierte todo en sustancia, y de los datos favorables para sus teorías que este códice contiene, quiere hacer una catedral, toda una prueba plena... y eso, vive Dios, que es profanar la historia, el arte, la ciencia... No, no; yo diré primero la verdad desnuda, imparcialmente, reconociendo todo lo que este manuscrito arroja de luz en la tan debatida cuestión... pero sin que sirva de arma para tirios ni troyanos. Me cargan los utopistas, los dogmáticos... Sonó otro tiro. «Pues debe de ser eso. Debe de haberse armado». Vidal se aventuró por la calle arriba. Al dar vuelta a la esquina, que estaba lejos de la Biblioteca, en la calle 45
inmediata, como a treinta pasos, vio al resplandor de una hoguera un montón informe, tenebroso, que obstruía la calle, que cerraba la perspectiva. «Debe de ser una barricada». Alrededor de la hoguera distinguió sombras. «Hombres con fusiles», pensó; «no son soldados; deben de ser obreros. Estoy en poder de los enemigos... del orden».
Una descarga nutrida le hizo afirmarse en sus conjeturas; oyó gritos confusos, ayes, juramentos... No cabía duda, se había armado. «Aquello era una barricada, y por aquel lado no había salida». Deshizo el camino andado, y al llegar a la puerta de la Biblioteca se detuvo, se rascó detrás de una oreja y meditó. «Mañana, por fas o por nefás, estará esto cerrado; mi artículo no podrá salir a tiempo... puede adelantarse Flinder... No dejemos para mañana lo que podemos hacer hoy». Sonó a lo lejos otra descarga, mientras Vidal metía la gran llave en su cerradura y abría la puerta de la Biblioteca. Al cerrar por dentro oyó más disparos, mucho 46
más cercanos, y voces y lamentos. Subió la escalera a tientas, reparó al llegar a otra puerta cerrada, en que iba a obscuras; encendió un fósforo, abrió la puerta que tenía delante, entró en la portería, contigua al salón principal; encendió un quinqué, de petróleo, que aún tenía el tubo caliente, pues era el mismo con que momentos antes se había alumbrado; entró con su luz en el salón de la Biblioteca, buscó sus libros y manuscritos, que tenía separados en un rincón, y a los cinco minutos trabajaba con ardor febril, olvidado del mundo entero, sin oír los disparos que sonaban cerca. Así estuvo no sabía él cuánto tiempo. Tuvo que detenerse en su labor porque el quinqué empezó a apagarse; la llama chisporroteaba, se ahogaba la luz con una especie de bostezo de muy mal olor y de resplandores fugaces. Fernando maldijo su suerte, su mala memoria que no le había hecho recordar que tenía poco petróleo el quinqué... en fin, recogió los papeles de prisa, y salió de la Biblioteca a obscuras, a tientas. Llegó a la puerta de la calle, abrió, salió... y al dar la vuelta para cerrar, sintió que por ambos hombros le sujetaban sendas manos de hierro y oyó voces roncas y feroces que gritaban: -¡Alto! -¡Date preso! -¡Un burgués! -¡Matarle! «¡Son ellos -pensó Vidal- los correligionarios activos, prácticos de Mr. Flinder!». En efecto, eran los socialistas, anarquistas o Dios sabía qué, triunfantes, en aquel barrio a lo menos. Con otros burgueses que habían encontrado por aquellos contornos habían hecho lo que habían querido; quedaban algunos mal heridos, los que menos apaleados. El aspecto de Fernando que no revelaba gran holgura ni mucho capital robado al sudor del pobre, los irritó en vez de ablandarlos. Se inclinaban a pasarle por las armas y así se lo hicieron saber. Uno que parecía cabecilla, se fijó en el edificio de donde salía Vidal y exclamó: -Esta es la Biblioteca; ¡es un sabio, un burgués sabio! -¡Que muera! ¡que muera!
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-Matarlo a librazos... Eso es, arriba, a la Biblioteca, que muera a pedradas... de libros, de libros infames que han publicado el clero, la nobleza, los burgueses para explotar al pobre, engañarle, reducirle a la esclavitud moral y material. -¡Bravo, bravo!... -Mejor es quemarle en una hoguera de papel... -¡Eso, eso! -Abrasarle en su biblioteca... Y a empellones, Fernando se vio arrastrado por aquella corriente de brutalidad apasionada, que le llevó hasta el mismo salón donde él trabajaba, poco antes, en aquel códice en que se podía estudiar algún relámpago antiquísimo, precursor de la gran tempestad que ahora bramaba sobre su cabeza. Los sublevados llevaban antorchas y faroles; el salón se iluminó con una luz roja con franjas de sombras temblorosas, formidables. El grupo que subió hasta el salón no era muy numeroso, pero sí muy fiero. -Señores -gritó Vidal con gran energía-. En nombre del progreso les suplico que no quemen la biblioteca... La ciencia es imparcial, la historia es neutral. Esos libros... son inocentes... no dicen que sí ni que no; aquí hay de todo. Ahí están, en esos tomos grandes, las obras de los Santos Padres, algunos de cuyos pasajes les dan a ustedes la razón contra los ricos... En ese estante pueden ustedes ver a los socialistas y comunistas del 45... En ese otro está Lassalle... Ahí tienen ustedes El Capital de Carlos Marx. Y en todas esas biblias, colección preciosa, hay multitud de argumentos socialistas; el año sabático, el jubileo... la misma vida de Job... ¡no! la vida de Job no es argumento socialista. ¡Oh, no, esa es la filosofía seria, la que sabrán las clases pobres e ilustradas de siglos futuros muy remotos...
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Fernando se quedó pensativo, e interrumpió su discurso, olvidado de su peligro y el de la biblioteca. Pero el discurso, apenas comprendido, había producido su efecto. El cabecilla, que era un ergotista a la moderna, de café y de club, uno de esos demagogos retóricos y presuntuosos que tanto abundan, extendió una mano para apaciguar las olas de la ira popular... -Quietos, dijo... procedamos con orden. Oigamos a este burgués... Antes que el fuego de la venganza, la luz de la discusión. Discutamos... Pruébanos que esos libros no son nuestros enemigos, y los salvas de las llamas; pruébanos que tú no eres un miserable burgués, un holgazán que vive como un vampiro, de la sangre del obrero... y te perdonamos la vida, que tienes ahora pendiente de un cabello... -No, no; que muera... que muera ese... sofista -gritó un zapatero- que era terrible por la posesión de este vocablo que no entendía, pero que pronunciaba correctamente y con énfasis. -¡Es un sofista! -repitió el coro- y una docena de bocas de fusil se acercaron al rostro y al pecho de Fernando. -¡Paz!... ¡paz!... ¡tregua!... -gritó el cabecilla que no quería matar sin triunfar antes del sofista-. Oigámosle, discutamos... Vidal, distraído, sin pensar en el peligro inmenso que corría, haciendo psicología popular, teratología sociológica como él pensaba, estudiaba aquella locura poderosa que le tenía entre sus garras; y su imaginación le representaba, a la vez, el coro de locos del tercer acto de Jugar con fuego, y a Mr. Flinder y tantos otros que eran en último análisis los culpables de toda aquella confusión de ideas y pasiones. «¡La lógica hecha una madeja enredada y untada de pólvora, para servir de mecha a una explosión social!...». Así meditaba. -¡Que muera! -volvieron a gritar. -No, que se disculpe... que diga qué es, cómo gana el pan que come... -¡Oh! tan bien como tú, tan honradamente como tú -gritó Vidal volviéndose al que tal decía, enérgico, arrogante, apasionado, mientras separaba con las manos los fusiles que le impedían, apuntándole, ver a su contrario.
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Le habían herido en lo vivo. Después de haber tenido en su ya larga vida de erudito y escritor mil clases de vanidades, ya sólo le quedaba el orgullo de su trabajo... No se reconocía, a fuerza de mucho análisis de introspección, virtud alguna digna de ser llamada tal, más que esta, la del trabajo; ¡oh, pero esta sí! «Tan bien como tú. Has de saber, que, sea lo que sea de la cuestión del capital y el salario, que está por resolver, como es natural, porque sabe poco el mundo todavía para decidir cosa tan compleja; sea lo que quiera de la lucha de capitalistas y obreros, yo soy hombre para no meter en la boca un pedazo de pan, aunque reviente de hambre, sin estar seguro de que lo he ganado honradamente...
»He trabajado toda mi vida, desde que tuve uso de razón. Yo no pido ocho horas de trabajo, porque no me bastan para la tarea inmensa que tengo delante de mí. Yo soy un albañil que trabaja en una pared que sabe que no ha de ver concluida, y tengo la seguridad de que cuando más alto esté me caeré de cabeza del andamio. Yo trabajo en la filosofía y en la historia y sé que cuanto más trabajo me acerco más al desengaño. Huyo, ascendiendo, de la tierra, seguro de no llegar al cielo y de precipitarme en un abismo... pero subo, trabajo. He tenido en el mundo ilusiones, amores, ideales, grandes entusiasmos, hasta grandes ambiciones; todo lo he ido perdiendo; ya no creo en las mujeres, en los héroes, en los credos, en los sistemas; pero de lo único que no reniego es del trabajo; es la historia de mi corazón, el 50
espejo de mi existencia; en el caos universal yo no me reconocería a mí propio si no me reconociera en la estela de mis esfuerzos; me reconozco en el sudor de mi frente y en el cansancio de mi alma; soy un jornalero del espíritu, a quien en vez de disminuirle las horas de fatiga, los nervios le van disminuyendo las horas de sueño. Trabajo a la hora de dormir, a obscuras, en mi lecho, sin querer, trabajo en el aire, sin jornal, sin provecho... y de día sigo trabajando para ganar el sustento y para adelantar en mi obra... Yo no pido emancipación, yo no pido transacciones, yo no pido venganzas... Desde los diez años, no ha obscurecido una vez sin que yo tuviera tela cortada para la noche que venía: siempre mi velón se ha encendido para una labor preparada; hasta las pocas noches que no he trabajado en mi vida, fueron para mí de fatiga por el remordimiento de no haber cumplido con la tarea de aquella velada. De niño, de adolescente, trabajaba junto a la lámpara de mi madre; mi trabajo era escuela de mi alma, compañía de la vejez de mi madre, oración de mi espíritu y pan de mi cuerpo y el de una anciana. »Éramos tres, mi madre, el trabajo y yo. Hoy ya velamos solos yo y mi trabajo. No tengo más familia. Pasará mi nombre, morirá pronto el recuerdo de mi humilde individuo, pero mi trabajo quedará en los rincones de los archivos, entre el polvo, como un carbón fósil que acaso prenda y dé fuego algún día, al contacto de la chispa de un trabajador futuro... de otro pobre diablo erudito como yo que me saque de la obscuridad y del desprecio... -Pero a ti no te han explotado; tu sudor no ha servido de sustancia para que otros engordaran... -interrumpió el cabecilla. -Con mi trabajo -prosiguió Vidal- se han hecho ricos otros; empresarios, capitalistas, editores de bibliotecas y periódicos; pero no estoy seguro de que no tuvieran derecho a ello. No me queda el consuelo de protestar indignado con entera buena fe. Ese es un problema muy complejo; está por ver si es una injusticia que yo siga siendo pobre y los que en mis publicaciones sólo ponían cosa material, papel, imprenta, comercio, se hayan enriquecido. »No tengo tiempo para trabajar indagando ese problema, porque lo necesito para trabajar directamente en mi labor propia. Lo que sé, que este trabajo constante, con el cuerpo doblado, las piernas quietas, el cerebro bullendo sin cesar, que51
mando los combustibles de mi sustancia, me ha aniquilado el estómago; el pan que gano apenas lo puedo digerir... y lo que es peor, las ideas que produzco me envenenan el corazón y me descomponen el pensamiento... Pero no me queda ni el consuelo de quejarme, porque esa queja tal vez fuera en último análisis, una puerilidad... Compadecedme, sin embargo, compañeros míos, porque no padezco menos que vosotros y yo no puedo ni quiero bastar remedio ni represalias; porque no sé si hay algo que remediar, ni si es justo remediarlo... No duermo, no digiero, soy pobre, no creo, no espero... no odio... no me vengo... Soy un jornalero de una terrible mina que vosotros no conocéis, que tomaríais por el infierno si la vierais, y que, sin embargo, es acaso el único cielo que existe... Matadme si queréis, pero respetad la biblioteca, que es un depósito de carbón para el espíritu del porvenir...». La plebe, como siempre que oye hablar largo y tendido, en forma oratoria, callaba, respetando el misterio religioso del pensamiento obscuro; deidad idolátrica de las masas modernas y tal vez de las de siempre... La retórica había calmado las pasiones; los obreros no estaban convencidos, sino confusos, apaciguados a su despecho. Algo quería decir aquel hombre. Como un contagio, se les pegaba la enfermedad de Vidal, olvidaban la acción y se detenían a discurrir, a meditar, quietos. Hasta el lugar, aquellas paredes de libros, les enervaba. Iban teniendo algo de león enamorado, que se dejó cortar las garras. De pronto oyeron ruido lejano. Tropel de soldados subía por la escalera. Estaban perdidos. Hubo una resistencia inútil. Algunos disparos; dos o tres heridos. A poco, aquel grupo extraviado de la insurrección vencida, estaba en la cárcel. Vidal fue entre ellos, codo con codo. En opinión, terrible y poderosa opinión, del jefe de la tropa vencedora, aquel señorito tronado era el capitán del grupo de anarquistas sorprendido en la biblioteca. A todos se les formó consejo de guerra, como era regular. La justicia sumarísima de la Temis marcial fue ayudada en su ceguera por el egoísmo y el miedo del verdadero cabecilla y por el rencor de sus compañeros. Estaban furiosos todos contra aquel traidor, aquel policía secreto, o lo que fuera, que les había embaucado con sus sofismas, con sus retóricas y les había hecho olvidar52
se de su misión redentora, de su situación, del peligro... Todos declararon contra él. Sí, Vidal era el jefe. El cabecilla salvaba con esto la vida, porque la misericordia en estado de sitio decretó que la última pena sólo se aplicara a los cabezas de motín; a esta categoría, pertenecía sin duda Vidal; y mientras el que quería discutir con él las bases de la sociedad, el cabecilla verdadero, quedaba en el mundo para predicar, e incendiar en su caso, el pobre jornalero del espíritu, el distraído y erudito Fernando Vidal pasaba a mejor vida por la vía sumaria de los clásicos y muy conservadores cuatro tiritos.
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HORACIO QUIROGA 18 7 8 - 19 3 7
El almohadón de plumas
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer. Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial. 54
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia. En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido. No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos
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fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra. Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida. Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección. Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente 56
abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor. -¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra. Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror. -¡Soy yo, Alicia, soy yo! Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando. Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos. Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
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-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer... -¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa. Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha. Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán. Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón. -¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre. Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
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-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación. -Levántelo a la luz -le dijo Jordán. La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban. -¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca. -Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar. Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo.
Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. 59
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma. 60
H.G. WELLS 18 6 6 - 194 6
La puerta en el muro
1 Hace apenas tres meses, una noche confidencial, Lionel Wallace me contó esta historia de la Puerta en el Muro. Y en aquel momento pensé que, en lo que le afectaba, la historia era verdadera. Me lo contó todo con tal claridad y persuasión que no tuve más remedio que creerle. Pero por la mañana, estando en mi piso, me desperté en una atmósfera dis61
tinta y me dije "Mentía"—y luego—: "¡Qué bien lo hizo…! ¡Era lo último que hubiera esperado de él, de nadie, que lo hiciese tan bien!" Ahora, con el paso del tiempo, pienso que, en realidad, lo que Wallace hizo fue desvelarme lo mejor que supo la verdad de su secreto. Pero si él mismo vio, o solamente creyó haber visto, si él mismo fue el poseedor de un maravilloso privilegio o la víctima de un fantástico sueño, no pretendo saberlo. Incluso los hechos en tomo a su muerte, que acabaron para siempre con mis dudas, no arrojan luz alguna sobre el asunto. El lector deberá juzgar por si mismo. He olvidado ahora qué comentario casual o crítica mía movió a un hombre tan reservado a confiar en mi. Estaba, creo, defendiéndose de una acusación de negligencia y falta de credibilidad que le había hecho yo cuando de pronto me espetó: —Tengo —dije— una preocupación. Sé —prosiguió tras una pausa— que he sido negligente. El caso es... Tú también estabas en Saint Athelstan’s —dijo; y por un momento aquello me pareció un tanto irrelevante—. Bueno… —y se detuvo. Luego, vacilando mucho al principio, y con mayor seguridad después, empezó a contarme algo que permanecía oculto en su vida, el recuerdo obsesionante de una belleza y una felicidad que llenaba su corazón de insaciables ansiedades, que hacía que todos los intereses y el espectáculo de la vida en el mundo le parecieran aburridos e insignificantes. Ahora poseo la clave del asunto, que parece estar escrito visiblemente en su rostro. Tengo una fotografía en la que ha sido captada aquella mirada de desinterés. Me recuerda lo que una vez dijo de él una mujer —una mujer que le había amado mucho—. De repente —dijo— pierde todo interés. Se olvida de ti. No le importas un ardite… en sus mismas narices… No obstante, el interés no siempre estaba ausente de él, y cuando mantenía su atención en algo, Wallace conseguía aparecer como un hombre extremadamente brillante. Su carrera, ciertamente, está jalonada de éxitos. Me dejó atrás hace ya tiempo; voló sobre mi cabeza y se hizo con una reputación en un mundo en el que yo, de todos modos, no podía obtenerla. Le faltaba todavía un año para cumplir 62
cuarenta y ahora dicen que, de seguir viviendo, hubiera ocupado un cargo importante y muy probablemente estaría en el Gobierno. Fue en el colegio donde oí por primera vez el relato de la «Puerta en el Muro», que volvería a oír por segunda vez sólo un mes antes de su muerte. Para él, al menos, la Puerta en el Muro era una puerta real que conducía, a través de un muro real, a realidades inmortales. De eso estoy ahora completamente seguro. Ocurrió muy tempranamente en su vida, cuando era un niño de cinco o seis años. Había, dijo, una enredadera carmesí de Virginia, toda de carmesí uniforme y brillante, bajo un sol ambarino e intenso, que trepaba por un muro blanco. Aquello se me quedó de alguna manera impreso, aunque no recuerdo con claridad cómo; había hojas de castaño sobre el limpio pavimento, ante la puerta verde. Si no me equivoco, tenía cinco años y cuatro meses. Su madre murió cuando él tenía dos años y estuvo al cuidado, menos vigilante y autoritario, de una institutriz. Su padre fue un severo y preocupado abogado que le prestó poca atención y que esperaba grandes cosas de él. A pesar de su brillante precocidad, encontraba la vida gris y aburrida, me parece. Y un día se fue en busca de aventuras. No recordaba qué descuido en concreto le permitió escaparse ni el rumbo que tomó entre calles desconocidas. Todo esto se había desvanecido entre los irrecuperables fallos de su memoria Pero el muro blanco y la puerta verde persistían con imborrable claridad. Mientras recordaba esta experiencia de su niñez, dijo haber experimentado una extraña emoción ante la visión de aquella puerta; un impulso, un deseo de ir hacia ella, de abrirla y franquearla Y al mismo tiempo, supo con absoluta certeza que era una imprudencia o un error —no sabía decir cual de las dos cosas— rendirse a esta atracción. Insistió en ello como en una cosa curiosa que sabía ya desde el principio —a menos que la memoria le hubiera jugado una mala pasada—: que la puerta no estaba cerrada con llave y que podía entrar cuando quisiera.
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Me parece estar viendo la figura de aquel niño, atraído y asustado. Apreciaba con una claridad meridiana, también, que su padre se enfadaría mucho si él atravesaba. Pasó justo por delante de la puerta y luego, con las manos en los bolsillos y haciendo esfuerzos infantiles por silbar, anduvo lentamente hasta más allá del final del muro. Permaneció de pie simulando examinar esos objetos y deseando apasionadamente, la puerta verde. Entonces, dijo, sintió un arrebato de emoción Corrió hacia ella, por si acaso la duda volvía a hacer presa en él, la abrió de un empujón, con la mano extendida, y dejó que se cerrase de golpe tras él. Y así, en un instante, entró en el jardín que le había obsesionado toda su vida. A Wallace le resultaba muy difícil transmitirme con exactitud la emoción que le causó entrar en aquel jardín. Había algo en su atmósfera que alegraba, que le daba a uno una sensación de despreocupación y bienestar; había en él, al contemplarlo, algo que daba limpidez, nitidez y sutileza a sus colores. Al instante de entrar en él, uno se sentía exquisitamente feliz, como sólo en raros momentos o cuando se es joven y alegre puede uno sentirse en este mundo. Todo allí era hermoso… Wallace meditó antes de proseguir su relato. —Mira —dijo, con la vacilante inflexión de un hombre que se detiene en cosas increíbles—, allí había dos grandes panteras… Sí, panteras moteadas. Pero no tuve miedo. Había un amplio y largo sendero con márgenes bordeados de mármol y flores a ambos lados, y esas dos enormes y aterciopeladas bestias jugaban con una pelota. Una de ellas levantó la vista y vino hacia mí, movida un poco por la curiosidad, al parecer. Vino directamente hacia mí, frotó su redonda oreja muy suavemente contra la manita que yo le tendía y ronroneó. Era, te digo, un jardín encantado. Yo lo sé. ¿Sus dimensiones? ¡Oh! Se extendía a lo largo y a lo ancho en todas direcciones. Creo que había colinas a lo lejos. Dios sabe a dónde se había ido de repente Londres. Y en cierto modo fue como volver al hogar. En el mismo momento en que la puerta se cerró detrás de mí, olvidé la calle con sus hojas de castaño caídas, sus coches y carros de tenderos, olvidé la disciplina y la obediencia del hogar, olvidé todas las dudas y todos los temores, olvidé la prudencia, olvidé todas las 64
realidades íntimas de esta vida. Me convertí, por un instante, en un niño muy alegre y maravillosamente feliz… en otro mundo. Era un mundo de una calidad diferente, con una luminosidad más cálida, más penetrante y más suave, de una lánguida y clara alegría, y con grupos de nubes recortadas por el sol en el azul de su cielo. Al poco rato apareció por el sendero una guapa muchacha de elevada estatura, se me acercó y, sonriendo, me dijo: «¿Y bien», me levantó en sus brazos y me besó y, bajándome de nuevo, me cogió de la mano: no sentí extrañeza alguna, sino solamente una deliciosa impresión de estar recordando las cosas felices que, de forma harto extraña, me habían sido arrebatadas. Recuerdo que había unos anchos peldaños rojos que asomaban entre la maleza y subiéndolos llegamos a una gran avenida, entre viejos y frondosos árboles. Bajando esta avenida, sabes, entre los resquebrajados tallos rojos, había asientos de honor de mármol y estatuas y también blancas palomas, mansas y amistosas. Mi compañera me condujo por esta fresca avenida mirando hacia abajo (recuerdo sus agradables facciones, la barbilla, finamente modelada, de su dulce y gentil rostro) haciéndome preguntas con su voz grata y suave y contándome cosas, cosas bonitas, sabes, aunque nunca he podido recordar cuáles… De repente, un mono capuchino, muy limpio, de pelo pardo y rojizo y unos ojos castaños y simpáticos, bajó de un árbol hacia nosotros y corrió a mi lado mirándome y sonriendo; de pronto brincó sobre mi hombro. Así que proseguimos nuestro camino con gran dicha. Se detuvo. —Sigue —le dije. —Recuerdo pocas cosas. Pasamos junto a un anciano que meditaba entre los laureles, eso lo recuerdo, y también un alegre lugar con papagayos, y que recorrimos una amplia columnata que conducía a un fresco y espacioso palacio, lleno de fuentes placenteras, lleno de cosas hermosas, lleno de promesas para los deseos del corazón. Había muchas cosas y muchas personas; algunas todavía parecen destacarse con nitidez en mi memoria; otras, en cambio, aparecen mas vagas; pero todas estas personas eran hermosas y amables. En cierto modo, no sé por qué, tuve la impresión de que todas eran amables conmigo, que estaban contentas de tener65
me junto a ellas y me llenaban de alegría con sus gestos, con el contado de sus manos; había afecto y amor en sus ojos, que parecían estar dándome la bienvenida. Sí. Reflexionó un instante. —Allí encontré compañeros de juegos, lo cual fue mucho para mí, porque yo era un niño solitario. Jugaban a unos juegos deliciosos en un prado cubierto de hierba en el que había un reloj de sol hecho de flores. »Pero… es extraño… hay un vacío en mi memoria. No recuerdo cuáles eran los juegos. Nunca lo recordé. Mas tarde, de joven, pasé largas horas tratando, incluso con lágrimas, de recordar aquella forma de felicidad. Deseé volver a jugar a ella otra vez en el cuarto de jugar, por mí mismo. ¡No! Todo lo que recuerdo es la felicidad y los dos queridos compañeros de juegos, que eran extraordinarios para mí… Entonces, de pronto llegó una mujer sombría y morena, con un rostro grave y pálido de ojos soñadores, que llevaba un vestido de color púrpura pálido, largo y fino, y un libro en las manos; me llevó aparte por señas hasta una galería que daba sobre un vestíbulo… aunque mis compañeros se oponían a que me fuera e interrumpieron sus juegos, siguiéndonos con la mirada mientras yo era arrebatado. «¡Vuelve con nosotros! —exclamaron—. ¡Vuelve pronto con nosotros!» Levanté la vista hacia ella, pero no les hizo el menor caso. Su rostro era muy dulce y grave. Me llevó hacia un asiento que había en la galería; yo estaba de pie junto a ella, dispuesto a mirar en su libro mientras lo abría sobre sus rodillas. Las páginas se abrieron. Ella señaló y yo miré maravillado, porque en las páginas vivientes de aquel libro me vi a mí mismo; era una historia sobre mí y en él se encontraban todas las cosas que me habían sucedido desde mi nacimiento… »Fue maravilloso, las páginas de aquel libro no eran ilustraciones, comprendes, sino realidades. Wallace se detuvo con una expresión grave en el rostro; me miró vacilante. —Sigue —dije—. Lo comprendo. —Eran realidades… sí, seguro que lo eran; las personas se movían y las cosas iban y venían en ellas; mi querida madre, a quien ya casi había olvidado; después 66
mi padre, severo y rígido, los criados, la institutriz, todas las cosas familiares del hogar. Luego el portal y las calles bulliciosas con el vaivén del tráfico. Yo miraba y me maravillaba, y volvía a mirar, vacilante, el rostro de la mujer, y pasé las páginas, saltándome esto y lo otro, para ver más y más de este libro, y así al final me encontré titubeando y vacilando, ante la puerta verde del largo muro blanco, y volví a sentir las dudas y el temor. »”¿Y luego?”, grité, y hubiera abierto la puerta, pero la mano fría de la grave mujer me detuvo. »”¿Y luego?”, insistí, y forcejeé suavemente con su mano, tirando de sus dedos con todas mis fuerzas infantiles; y mientras ella cedía y pasaba la página, se inclinó sobre mí como una sombra y me besó en la frente. »Pero en la página no aparecía el jardín encantado, ni las panteras, ni la muchacha que me había llevado de la mano, ni los compañeros de juego que se habían opuesto a que me fuera Mostraba una calle larga y gris en West Kensington, en aquella fría tarde antes de que se encendieran las farolas; y yo estaba allí, una pobre figurita, llorando con fuerza, que era todo lo que podía hacer para contener mi pena; lloraba porque no podía volver a mis queridos compañeros, que me habían gritado: «¡Vuelve con nosotros! ¡Vuelve pronto con nosotros!» Estaba allí Esto no era ninguna página de libro, sino la cruda realidad; aquel lugar encantado y la mano que me retenía de la grave madre a cuyas rodillas me había arrimado habían desaparecido… ¿Adonde se habían ido? Se detuvo de nuevo y permaneció un rato mirando al fuego. —¡Oh! ¡Qué doloroso fue regresar! —murmuró. —¿Y bien? —dije, al cabo de un minuto más o menos. —¡Qué desgraciado me sentía! ¡Devuelto nuevamente a este gris mundo anodino! Sollozando, desamparado y amedrentado, regresé del jardín encantado a los peldaños de la casa de mi padre. 67
»Eso es lo que puedo recordar de mi visión de aquel jardín, el jardín que todavía me obsesiona. Naturalmente, luego hubo un terrible interrogatorio de mi tía, de mi padre, del ama de llaves, de la institutriz, de todo el mundo… »Traté de contárselo, pero mi padre fue el que primero me zurró por contar mentiras. Cuando después traté de contárselo a mi tía me castigó por mi malvada persistencia en mentir. Entonces, como dije, se le prohibió a todo el mundo escucharme ni una sola palabra sobre el asunto. Incluso mis libros de cuentos de hadas me fueron retirados durante un tiempo, porque yo era demasiado «imaginativo». ¡Ah, sí, sí! ¡Ellos lo hicieron! Mi padre pertenecía a la vieja escuela... Sometido a su férreo control, no recuerdo haber intentado jamás encontrar de nuevo el camino hacia el jardín en aquellos primeros años. Me parece extraño ahora, pero creo que muy probablemente se mantenía una vigilancia más estrecha de mis movimientos, después de esta desventura, para evitar mi extravío. No, hasta que tú me conociste no intenté de nuevo entrar en el jardín. Y creo que hubo un período, ¡qué increíble me parece ahora, en que olvidé totalmente el jardín… Debió de ser cuando tenía unos ocho o nueve años. ¿Me recuerdas cuando era un muchachito en Saint Athelstan’s? —¡Pues claro! —No mostraba entonces señales de tener un sueño secreto, ¿verdad? 2 Levantó la vista con una repentina sonrisa. —¿Jugaste conmigo alguna vez al Pasaje del Noroeste?… No, claro, ¡tú no venías por mi camino! »Era la clase de juego —prosiguió— a que los chicos imaginativos se pasan el día jugando. Consistía en descubrir el Pasaje del Noroeste que conducía a la escuela. El camino hacia la escuela era bastante fácil; así que se trataba de encontrar algún camino que no fuera fácil, saliendo diez minutos antes en una dirección tal que pareciese casi imposible, recorriendo calles desconocidas, llegar a mi meta. Un día me perdí en las calles de un barrio obrero que se encuentra al otro lado de Camden. Huí y empecé a pensar que, por una vez, el juego se resolvería en contra 68
mía y que llegaría tarde a la escuela. Tomé sin esperanza alguna una calle que parecía un callejón sin salida, al final del cual encontré un pasaje. Pasé por allí apresuradamente, con renovada esperanza «Lo conseguiré», me dije, y pasé ante una hilera de tiendecitas destartaladas que me eran inexplicablemente familiares, ¡y hete aquí que allí estaba mi largo muro blanco y la puerta verde que me había conducido hasta el jardín encantado! »Aquello me sacudió repentinamente. ¡Entonces aquel jardín, aquel maravilloso jardín, no había sido, después de todo, un sueño! Hizo una pausa. En cualquier caso, esta segunda vez no pensé ni por un momento en entrar en seguida. Mira, en primer lugar, me preocupaba únicamente el hecho de llegar a tiempo a la escuela, obsesionado por no romper mi marca de puntualidad. Seguramente, sentí algún pequeño deseo, al menos, de abrir la puerta Sí. Debí haber sentido eso… Pero me parece recordar que la puerta ejercía una atracción sobre mí principalmente por constituir otro obstáculo a mi dominante resolución de llegar pronto a la escuela. Sentí un enorme interés por el descubrimiento que había hecho; sin duda seguí pensando obsesivamente en él, pero seguí mi camino. No me retuvo. Pasé corriendo, saqué mi reloj de un tirón, disponía todavía de diez minutos, y luego bajé una cuesta hasta llegar a un entorno que me era familiar. Llegué a la escuela jadeando, es verdad, y empapado de sudor, pero a tiempo. Todavía recuerdo que colgué el abrigo y el sombrero… ¡Había pasado junto a ella sin detenerme! ¡Qué extraño!, ¿no? Me miró pensativamente. —Por supuesto, yo no sabía entonces que no estaría siempre allí. Los colegiales tienen una fantasía limitada. Supongo que pensé que era algo increíblemente maravilloso tenerla allí, saber cómo volver hasta ella; pero la escuela me retenía. Supongo que aquella mañana estuve muy desatento y distraído, haciendo esfuerzos por recordar a las personas extrañas y maravillosas que no tardaría en volver a ver. Por extraño que parezca, no dudaba de que se alegrarían de verme…
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Sí, aquella mañana debí de pensar en el jardín como un lugar alegre al que uno puede acudir en los interludios de un penoso curso escolar. »Pero, para mi desgracia, cuando decidí volver al lugar en el que había encontrado el muro, no lo pude hallar. Jamás lo encontré. Me parece ahora haber estado siempre buscándolo, durante mis días de escuela, pero nunca di con él, nunca. Recuerdo cómo entré a hurtadillas en casa y subí las escaleras para ocultar las señales de mi llanto. Pero cuando lloraba a solas hasta caer dormido no era a causa de las burlas de los compañeros, como les pasaba a muchos estudiantes, sino por el jardín, por la hermosa tarde que había estado anhelando, por las dulces y amables mujeres y los solícitos compañeros de juego, el juego que había esperado volver a aprender. 3 Mi amigo se quedó un rato en silencio, mirando fijamente el rojo corazón de fuego. Luego dijo: —Nunca volví a verlo hasta que tuve diecisiete años. »Su visión me asaltó por tercera vez mientras iba en coche hacia Paddington, camino de Oxford para conseguir una beca. Fue soto una visión fugaz. Iba inclinado hacia adelante en mi cabriolet fumando un cigarrillo y pensando que sin duda era un hombre de mundo cuando, de repente, allí estaban la puerta, el muro y la amada sensación de las cosas inolvidables y todavía inalcanzables. »Charlábamos muy animadamente. Yo, cogido demasiado por sorpresa para hacer parar el coche hasta que hubimos doblado una esquina. Entonces tuve la extraña sensación de que mi voluntad se bifurcaba Golpeé la puertecita que había en el techo del coche y bajé el brazo para sacar el reloj. «¡Diga, señor!», dijo presto el chofer. «Esto… bueno… no es nada —exclamé—. ¡Me he equivocado! ¡No tenemos mucho tiempo! ¡Siga!» Y siguió… »Obtuve la beca. Y por la noche, después de que se me hubo comunicado la noticia, me senté junto al fuego en mi estudio, una pequeña habitación del piso supe70
rior de la casa de mi padre, con sus palabras de elogio, tan infrecuentes en él, y sus juiciosos consejos zumbándome todavía en los oídos; fumaba mi pipa favorita, la formidable pipa de la adolescencia, y pensaba en aquella puerta en el largo muro blanco. «¡Si me hubiera detenido —pensé—, habría perdido la beca, habría perdido Oxford, echando a perder la magnifica carrera que me estaba aguardando! ¡Empiezo a ver las cosas con mas claridad!» Caí en una profunda meditación, pero no puse en duda que mi carrera requería sacrificios. »Aquellos queridos amigos y aquella límpida atmósfera me eran muy gratos, muy hermosos, pero remotos. Mi interés ahora se centraba sobre el mundo. Vi abrirse otra puerta: la puerta de mi carrera. Volvió a mirar fijamente el fuego. La luz roja se reflejó en su rostro, confiriéndole por unos breves instantes una fuerza vivísima que pronto se desvaneció de nuevo. —Bueno —dijo, y suspiró—. Me he entregado a esa carrera. He trabajado mucho… y muy duramente. Pero he soñado con el jardín encantado miles de veces y he visto su puerta, o al menos he vislumbrado su puerta, cuatro veces desde entonces. Si, cuatro veces. Hubo un tiempo en que este mundo parecía tan brillante e interesante, parecía contener tantos significados y oportunidades, que el encanto medio borroso del jardín era, en comparación, débil y remoto. ¿Quién desea acariciar panteras cuando se dispone a cenar en compañía de mujeres atractivas y hombres distinguidos? Regresé a Londres desde Oxford con un talento prometedor que yo había contribuido en buena parte a labrarme. En buena parte, pero… a pesar de todo, he tenido decepciones… »He estado enamorado dos veces; no quiero detenerme en esto, pero una vez, cuando iba al encuentro de alguien de quien yo sabía que dudaba de que me atreviera a ir a verle, tomé un atajo, al azar, que había en un lugar apartado cerca de Earl’s Court; y así me tropecé con un muro blanco y una puerta verde que me eran familiares. «¡Qué extraño! —me dije a mí mismo—, yo creía que este lugar se encontraba en Campden Hill. Es el lugar que jamás he logrado encontrar… era como contar piedras en Stonehenge, el lugar de aquel extraordinario sueño.»
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Y pasé junto a él con un firme propósito. Aquella tarde no tenía para mí atractivo alguno. »Experimenté un impulso súbito de abrir la puerta; había que dar como mucho tres pasos; pero estaba plenamente convencido, en el fondo de mí corazón, de que sé me abriría. Y entonces pensé que, si lo hacía, podría llegar con retraso a aquella cita en la que estaba comprometido mi honor. Luego lamenté mi puntualidad; al menos, pude haberme asomado y saludado con la mano a las panteras, pero por entonces ya había aprendido a no volver a buscar tardíamente lo que no se ha encontrado buscándolo. Sí. aquella vez lo lamenté profundamente… «Después de aquello vinieron años de intenso trabajo y no volví a ver mas la puerta. Solamente hace poco ha vuelto a aparecérseme y, junto a ella, he tenido la sensación de que algo, casi imperceptible, enturbiaba mi mundo. Desde aquel momento, pensé con tristeza y amargura que no volvería a ver la puerta jamás. Quizá me resentía un poco por el exceso de trabajo, quizá se tratase de lo que la gente llama, según he oído, la crisis de los cuarenta. No lo sé. Pero lo cierto es que la penetrante brillantez que me hacía fácil la lucha había desaparecido recientemente, y justo en un momento en que los nuevos cambios políticos deberían estar ocupándome. Es extraño, ¿no es verdad? Pero empiezo a encontrar la vida penosa y sus recompensas, a medida que me acerco a ellas, sin valor. Empecé hace poco a desear el jardín desesperadamente Sí, y lo he visto tres veces. —¿El jardín? —¡No… la puerta! ¡Y no he entrado! Se inclinó hacia mí sobre la mesa, con una enorme aflicción en la voz mientras hablaba. —Tres veces he tenido la oportunidad, ¡tres veces! Si alguna vez la puerta se me ofrece de nuevo, juro que entraré, lejos del polvo y del agobio, lejos de los resplandores estériles de la vanidad. Iré y nunca volveré. Esta vez me quedaré… Lo juré, y cuando llegó el momento, no entré.
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»Tres veces en un año pasé junto a aquella puerta y no entré. Tres veces el año pasado. »La primera vez fue en la noche de la lucha encarnizada por la Ley de Redención de Arrendamientos, en que el gobierno se salvó por una mayoría de tres votos. ¿Te acuerdas? Nadie de nuestro partido, quizá muy pocos de la oposición, esperaban que todo acabase aquella noche. Entonces el debate se vino abajo. Yo y Hotchloss estábamos cenando con su primo en Brentford; ambos estábamos desparejados, nos llamaron por teléfono y partimos en seguida en el coche de su pruno. Llegamos justo a tiempo, y en el camino pasamos por delante de mi muro y mi puerta, lívidos a la luz de la luna, manchados de un amarillo intenso bajo el resplandor de nuestros faros que los iluminaban, pero inconfundibles. «¡Dios mío!», exclamé. «¿Qué?», dijo Hotchloss. «¡Nada!», contesté, y el momento pasó. »”He hecho un gran sacrificio”, dije al portavoz parlamentario del partido cuando llegué. “Todos lo han hecho”, dijo él, y se alejó apresuradamente. »No veo cómo podía haber actuado de otra forma entonces. La siguiente ocasión fue cuando corrí junto a la cama de mi padre para despedirme de aquel hombre anciano y severo. También en esta ocasión las exigencias de la vida eran imperiosas. Pero la tercera vez fue diferente; sucedió hace una semana. Me torturan los remordimientos al recordarlo. Fue con Gurker y Ralphs. Ya no es ningún secreto, sabes, que yo tuve una charla con Gurker. Habíamos estado cenando en Frobisher’s y nuestra charla tomó de pronto un carácter íntimo. La cuestión de mi cargo en el nuevo ministerio quedaba siempre relegada para el final de la discusión Sí, si. Todo está decidido. No es necesario hablar de ello todavía, pero no hay razón para guardarte el secreto… ¡Sí, gracias!, ¡gracias! Pero déjame contarte mi historia. »Aquella noche había muchísimas cosas en el aire. Mi posición en el gobierno era muy delicada. Y fue entonces cuando, en el margen de mi campo visual, reparé en el blanco muro y la puerta verde, que se hallaban enfrente de nosotros, calle abajo. 73
»Pasamos junto a ella conversando. Yo pasé junto a ella. Todavía puedo ver la sombra del marcado perfil de Gurker, su sombrero de copa inclinado hacia adelante sobre su prominente nariz, los abundantes pliegues de su bufanda ante mi sombra y la de Ralphs, mientras paseábamos, lentamente. »Pasé a unas, veinte pulgadas de la puerta. «Si les doy las buenas noches y entro —me dije a mí mismo—, ¿qué pasarla?» Pero estaba sobre ascuas por aquella promesa de Gurker. »No encontraba respuesta a aquella pregunta en la maraña de mis otros problemas. «Creerán que estoy loco —pensé—. Supongamos que desaparezco ahora… ¡Asombrosa desaparición de un político eminente!» Esto pesó en mí. Mil inconcebibles e insignificantes hechos mundanos pesaron sobre mí en aquella crisis. Entonces se volvió hacia mí con una sonrisa triste y, hablando lentamente, dijo: —¡Heme aquí! ¡Heme aquí! —repitió—. Y he perdido mi oportunidad. Tres veces en un mismo año la puerta se me ha ofrecido, aquella puerta que conduce a la paz, al goce, a la belleza más allá de lo que podemos soñar, a una bondad que a ningún hombre en la tierra le es dado conocer. Y yo la he rechazado, Redmond, y ha desaparecido. —¿Cómo lo sabes? —Lo sé. Lo sé. No me queda ahora mas remedio que dedicarme a las tareas que me retuvieron con tanta fuerza cuando llegaron mis momentos. Tú dices que tengo éxito… esa cosa vulgar, chillona, tediosa y envidiada. Lo tengo. —Tenía una nuez en la mano—. Si esto fuera mi éxito —dijo, y la aplastó y me la tendió para que la viera. »Permíteme que te diga algo, Redmond Esta pérdida me está destruyendo. Desde hace dos meses, desde hace casi diez semanas, no he trabajado nada, únicamente he cumplido con las obligaciones más inmediatas y urgentes. Mi alma está llena de implacable pesar. Por las noches, cuando es menos probable que se me reconozca, me escapo. Camino sin rumbo fijo. Sí. Me pregunto qué pensaría la 74
gente si lo supiera. Un ministro del gabinete, la cabeza responsable del departamento más vital de todos, vagando solo… afligido… a veces lamentándose casi en alta voz… ¡por culpa de una puerta, de un jardín! 4 Aún me parece estar viendo su rostro un poco pálido y el fuego sombrío, poco familiar, que se le había metido en los ojos. Le veo esta noche vividamente. Estoy rememorando sus palabras, las entonaciones de su voz, y el Westminster Gazette de ayer tarde está todavía sobre mi sofá, con la noticia de su muerte. Hoy, en el club, había un gran movimiento, a la hora del almuerzo, a causa de su muerte. No hablamos de otra cosa. Encontraron su cuerpo a primeras horas de la mañana de ayer, en una profunda excavación cerca de East Kensington Station. Es uno de los dos pozos que se han realizado en relación con una extensión del ferrocarril hacia el sur. Está protegido de la intrusión del público por una empalizada en la parte alta de la calle, en la que se ha abierto una pequeña entrada para comodidad de algunos trabajadores que viven en aquella dirección. La entrada se dejó sin cerrar por un malentendido entre dos capataces; fue por ella por donde entró. Mi mente está confundida por tantos interrogantes y enigmas. Al parecer, aquella noche hizo todo el trayecto desde la Cámara andando; durante la última sesión, con frecuencia regresó a casa andando, y es así como me imagino su figura oscura caminando por las calles desiertas, a una hora avanzada, arropado y ensimismado. Y luego, ¿fueron las pálidas luces eléctricas, cerca de la estación, las que confirieron a la empalizada un simulacro de blanco? ¿Despertó la puerta, totalmente abierta, algún recuerdo? ¿Pero había allí, en realidad, alguna puerta verde en el muro? No lo sé. He contado esta historia tal como él me la contó. A veces creo que Wallace no era más que la víctima de la coincidencia entre una rara e insólita especie de alucinación y una trampa consecuencia de algún descuido, aunque no es ésa ciertamente mi convicción mas profunda. Pueden pensar que soy supersticioso, si quieren, que estoy loco; pero estoy realmente convencido de que él tenía, sin duda, un don prodigioso y un sentido, algo —no sé qué— que, bajo la apariencia de un muro y una puerta, 75
le ofrecía un escape, una salida secreta y peculiar a otro mundo infinitamente mas hermoso. En cualquier caso, diréis, al final le traicionó. Pero ¿le traicionó de veras? Ahí tocáis el más íntimo misterio de estos soñadores, de estos fantasiosos visionarios. Según nuestra visión común de las cosas, abandonó la seguridad para adentrarse en las tinieblas, el peligro y la muerte. Pero ¿lo vio así él realmente?
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IGNACIO ALDECOA 19 2 5 - 19 6 9
Young Sánchez
1 Dejó el trozo de peine en uno de los ángulos del pequeño lavabo metálico con vaso en forma de cacerola. Con las palmas de las manos se planchó el pelo hacia la nuca. Silbaba. No se molestó en limpiar el peine; lo dejó donde lo había encontrado, junto al grifo, que daba un hilo de agua y no se podía cerrar. Orinó en el sumidero de la ducha. Recogió su reloj de pulsera de las cabillas del grifo, que tenía 77
cortada la tubería de conducción. Distraído tocó ligeramente la lengua de jabón, áspero y azul, que resbaló, y unos instantes estuvo barqueando por el fondo del lavabo. Con el pañuelo se secó la melenilla. Se ahuecó en torno del cogote el cuello de la camisa, húmedo, gastado, seboso. El cuarto olía a cañería de desagüe. Desazogado estaba el espejo. Se le difuminaba el rostro en la neblina del cristal. Buscando dónde mirarse se alzó de puntillas. Movió la cabeza con repente de escalofrío para desorganizar de un modo natural el cuidadoso peinado. Un mechón se le desprendió. Tenía la camisa abierta, y hundiendo la barbilla en el pecho, conteniendo la respiración, miró. Y remiró entre cejas para ver el efecto en el espejo. El cuarto olía a pared mohosa y a toalla siempre empapada y sucia. Le gustaba llevar el cuello de la camisa sin doblar. Le gustaba tener el pelo largo. Le gustaba mostrar el tórax por la camisa, abierta hasta el peto del mono. Le gustaba que un mechón le velase parte de la frente. Detalles de personalidad, pensó. Y se sintió seguro. Un momento se fijó en el párpado que le cubría blando, fresco y brillante como la clara de un huevo, el ojo derecho. Se recogió las mangas de la camisa muy altas, por encima de los bíceps. Una izquierda de camelo, pensó, una entrada de suerte. Se dio saliva en la ceja del ojo lastimado, peinándola, y salió. El cuarto era como una axila del sótano y sabía salado, agrio y dulzarrón. Silbaba. Hacían salón dos ligeros. Penduleaba tan levemente el abandonado saco que sólo en su sombra se percibía. El puching era como un avispero, lo había pensado muchas veces. La mesa de masaje tenía la huella de un cuerpo, hecho con muchos cuerpos. Sobre el ring colgaba una bombilla de pocas bujías. El suelo era de tarima; debía de haber ratas de seis onzas bajo las tablas. Encajó el puño derecho en el cuenco de la mano izquierda y se fue acercando al ring. Una lona en el suelo y cuatro postes sosteniendo doce sogas forradas. Oía el chasquido de los guantes golpeando. Los guantes viejos suenan más que los nuevos. Los guantes viejos a veces cortan como navajas de afeitar, a veces levantan la
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piel como navajas desafiladas. Los guantes viejos infectan los cortes o hacen que en los rasponazos de la piel surjan puntitos de pus. Ya no silbaba. Los dos ligeros se rajaban una y otra vez. Oía las advertencias acostumbradas: “Esa derecha, esa derecha… Sal de cuerdas… Esa guardia, levántala… Sal de cuerdas… Boxea”. El maestro se aburría. Se aburrían todos los que contemplaban el asalto. Sin embargo, en el ring uno tenía miedo. Uno tenía ganas de dejarlo y esperaba que la voz, sin cambiar el tono, diese por finalizada la pelea. “Cúbrete”, dijo el maestro. Pero la palabra no llegó a ninguno de los dos contendientes, que jadeaban entrelazados, empujándose. “Cúbrete al salir”, dijo el maestro. Pero cuando salieron, los dos se separaron sin tocarse. Entonces el maestro dijo: “Basta”. Y a los dos se les cayeron las manos pesadamente a lo largo del cuerpo. Se lo sabía bien. Ahora diría alguien: “¿Hacemos un asalto nosotros? ¿Quiénes? Nosotros; Juan y yo, o el Conca y yo”. Otra callejera con miedo. Otra payasada. Uno que estaba apoyado en la pared contemplando despreciativamente la pelea fue hacia el saco. Pensó que aquel sí podría ser boxeador; los demás, no. A los demás los conocía bien. Cinco meses de gimnasio bastaban para cada uno. Sabía cómo presumían en las tabernas del barrio, en los talleres, en los bailes del domingo. Se los imaginaba amagando un golpe a un compañero: “Te doy así…”. El maestro se acercó cansadamente. –Estás flojo de piernas. –Ya. –No te descuides. –Ya. –Te veo sin muchas ganas. –No, tengo ganas. Es el turno de noche. Cuando acabe volveré a estar bien. –Bueno. El maestro andaba algo encorvado. Si subiera las manos cubriéndose podía parecer que estaba en el ring. Había sido un buen boxeador. Nada demasiado impor79
tante, pero había peleado en París, en Londres… Fue a la Argentina… Había sido figura. Se defendía dando clase de gimnasia en dos colegios de frailes y con el gimnasio. Era un buen hombre, un poco amargado porque la gente de su gimnasio no tenía suerte. Les robaban las peleas… No, no las robaban… En el gimnasio apenas había gente que valiera la pena. Oyó su nombre. –Paco, ponle chicha a ese ojo. Risas de compromiso. Contestó con una brutalidad. Se volvió de espaldas. Se acercó al que estaba golpeando el saco. –¿Sales el domingo? Esperó la respuesta. El que golpeaba el saco respiraba sonoramente cada vez que pegaba. –¿Con quién te toca, Ruiz? Ruiz hacía profundas aspiraciones y luego iba expulsando el aire como si se sonase. Dio cinco golpes con el puño izquierdo. –Si es el de la Fiero, tienes que tener cuidado con su izquierda. Da duro. Uno, dos. Ruiz se apartó y alzó los brazos respirando hondo y dejando escapar el aire por la boca. Tenía la camiseta sucia: llevaba un pantalón de fútbol; calzaba alpargatas y calcetines con grises soletas[1]. –Si sales puedo dejarte la bata. Ruiz hizo un signo afirmativo. Paco guardó silencio. Pensó que aquel muchacho que salía al ring con todo prestado: las zapatillas, los calzones y la camiseta; con una toalla amarilla, que era lo único suyo, por los hombros. Pensó que en el gimnasio había más de uno que tenía dos pares de zapatillas, una de entrenamiento y otras para cuando alguna vez se decidiera a salir en un matinal de Price[2]. Los de dos pares de zapatillas era difícil, muy difícil, que se decidieran a enfrentarse con un muchacho al que no conocían, durante diez minutos. Los de dos pares de zapatillas, dos calzones y camisetas con los colores del gimnasio era improbable 80
que tuvieran verdadera afición al boxeo. Eran boxeadores para las novias y los tontos del barrio. Le dejaría la bata –un trofeo ganado en cinco combates– a Ruiz, que era un muchacho que se lo merecía. –La cuidaré –dijo Ruiz. –Si quieres salgo de segundo. –Me lo ha pedido uno de esos –aclaró Ruiz señalando a los que charlaban junto alring. –Esos están para dar la botella. Paco sonrió. Ni para dar la botella, pensó; se ponen nerviosos cuando la gente les mira o les gusta una broma. Pero les gusta estar cerca de la sangre. Después de los combates aconsejan al derrotado o celebran un gancho gesticulando. –El domingo puedo ganar. Ya le he visto a la de la Ferro. No tiene piernas –dijo Ruiz. A Paco le pesaba el párpado y se lo tocó suavemente con la punta d elos dedos. –¿Duele? –preguntó Ruiz. –No. –No es de golpe. –No. El dedo. Ése boxea todavía con las manos abiertas. Ruiz volvió a golpear el saco. Paco se despidió y caminó hacia la puerta. Al pasar al lado de los colgadores cogió su chaqueta y se la puso sobre los hombros. Salió. Uno de los chicos del gimnasio salió con él. Comenzó a hablarle mientras subían las escaleras del sótano. Le hablaba con una confianza respetuosa. Paco silbaba. –¿Tú crees que me sacarán alguna vez? –preguntó el muchacho. –Claro, hombre. –¿Tú crees que estoy preparado? –Necesitas más tiempo. El año que viene seguro… No tengas prisa. 81
Continuó silbando en bajo. El muchacho comenzó a hablarle de sus esperanzas. –Si tuviera suerte de aficionado, puede que me pudiera hacer profesional. –¿Dónde trabajas? –dijo de pronto Paco. Notó que el muchacho se azoraba. –En un comercio –respondió el muchacho. –¿En un comercio? –se extraño Paco–. Entonces… Paco pensaba que trabajando en un comercio no se podía ser boxeador… –Pero voy a dejarlo… Paco sonrió pensando que aquel muchacho bailaría muy bien, que aquel muchacho debía haber tenido ya unas cuantas novias con las que seguramente había paseado buscando los oscuros de las calles cuando las acompañaba a sus casas; que había paseado con ellas muy apoyado, a pasitos cortos y chulones, diciéndoles cosas que las hacían respirar entrecortadamente. Llegaron a la boca del Metro. El muchacho se adelantó a sacar los billetes. Paco le dejó hacer. Después se separaron; iban en direcciones opuestas. El andén estaba solitario. En un comercio, pensó Paco, los días de invierno debe estar muy caliente y en los de verano muy fresco. Estaba en el extremo derecho del andén. El ruido del tren crecía. Paco no se retiró cuando llegó, y aguantó al borde mientras le poseía una sensación de atropello. 2 De todas maneras tenía que engrasarla antes de que apareciera el jefe del taller. El jefe de taller llevaba chaqueta y pantalones azules. Y corbata negra. Asomaban por el bolsillo superior de su chaqueta el capuchón de una estilográfica., la contera de un lápiz, el alambre espiral de un bloc pequeño. Lo primero que se veía del jefe de taller cuando se estaba engrasando la máquina eran sus zapatos de color. Cuan82
do se veían los zapatos se oía su voz, porque el jefe de taller no hablaba hasta que el obrero volvía la cabeza para ver sus zapatos. Su voz caía sobre los hombros del obrero y pesaba. Paco se arrodilló en el portland [3]. Le entró frío. Un frío que le ascendió hasta el estómago vacío. Hacía cuatro horas que había cenado. Tenía un bocadillo en el bolsillo de la chaqueta, que pensaba comer cuando acabara de engrasar la máquina. En el turno de noche, no sabía por qué, siempre pasaba hambre. Comería el bocadillo y, al amanecer, ya cercano el relevo, sentiría náuseas. Náuseas que desaparecerían con sólo comer. “La noche del hambre”, pensó Paco, y se puso al trabajo. Cuando vio los zapatos del jefe de taller estaba terminado. Alzó los ojos y recorrió todo su cuerpo hasta la barbilla prominente. Al jefe del taller le caían las gafas sobre la punta de la nariz. –Esto ya está –dijo Paco. No obtuvo respuesta. –Si usted quiere –dijo Paco–, paso a echarles una mano a los del grupo. El jefe del taller preguntó: –¿Ese ojo? –Entrenándome. –¿Cuándo boxeas otra vez? –Dentro de dos semanas. –¿Cuándo empiezas a ganar dinero? –Dentro de dos semanas. Es mi primero como profesional. –Bueno, hombre. –No es en Madrid; si no le daría de las entradas que nos suelen dar a los boxeadores. –Bueno, hombre. Muchas gracias. ¿Dónde boxeas? –En Valencia. 83
–Pues que tengas suerte. El jefe del taller hizo una pausa, luego dijo: –Vete a echarles una mano a los del grupo. –Sí, señor. En el grupo viejo trabajaban dos obreros. Paco estuvo viéndoles trabajar en tanto se comía el bocadillo. Uno de los obreros era alto, delgado y amarillo. Moqueaba continuamente y se pasaba el dorso de la mano izquierda, libre de herramienta, por la nariz. El otro era de mediana estatura, con un pelo rizoso y empastado. Llevaba patillas en punta. Discutía con su compañero, daba órdenes, cantaba. Paco terminó el bocadillo y cogió el botijo de color muerto, con la huella de grasa de una mano grande en su panza, y bebió. El estómago acusó el trago de borborigmos[4]. Se dio unas palmadas en el vientre que sonaron como golpes en un tambor con el parche roto. –¿Cómo va eso? –preguntó Paco. El obrero alto, delgado y amarillo no llegó a tiempo de explicar cómo iba el trabajo, porque era tartamudo y su compañero se le adelantó. Se limitó a pasarse la mano por la nariz. –Hay que echar un año, figura, para arreglar esto. Pero tú ves… Paco se acuclilló junto al grupo. El obrero que le había llamado figura tenía un color de vino clarete en la cara. –Nos hemos metido en un tango que verás. Paco meditaba produciendo trinos de después de comer con la lengua y los dientes. Torcía la boca. Dijo: –Se acaba hoy, Tanis. Está listo para el turno. Tanis se incorporó. –Vamos a verlo, figura. De pronto se asombró espectacularmente. 84
–¿Quién te ha puesto persiana en ese tragaluz, chacho? ¿Estabas dormido? No nos desacredites. Al que te ha dado hay que ponerlo en la Prensa. Paco sonrió. –Dime quién ha sido, que ficho por él –dijo Tanis–, y Pedrito también, ¿verdad? –Sí –silbó Pedrito el tartamudo e hizo ruidos con la nariz. –Poca cosa –dijo Paco–, ni sostiene por los guantes. Los que pasan miedo y no saben boxear, de vez en cuando, volviendo la cabeza, meten las manos y te dan; es un chaval que está empezando. Paco pidió una llave inglesa a Pedrito. Tanis fumaba un cigarrillo Peninsular. Guardaba dos Bisontes para la salida. Uno para él, otro para el jefe del taller, al que se lo daría al pasar si no estaba fumando y estaba en la puerta del pabellón: “Señor Luis, ¿un pito?”. A los jefes hay que darles su faena, decía siempre Tanis. Lo decía tan convencido que a Paco ni siquiera le indignaba y a los de la cuadrillo del turno les traía sin cuidado. No se lo reprochaban. –En el primer combate –dijo Tanis– tienes que ganar por k.o.: un primer combate de profesional no vale a los puntos. Tanis estaba apoyado en la ventana: su silueta se recortaba negra en el amanecer. –¿Sabes cómo se llama el punto[5]? –preguntó. –Bustamante –respondió Paco. Tanis alzó las cejas, echó el humo, estuvo unos instantes reflexionando. –Lo he oído –dijo. –Tiene siete combates de profesional –dijo Paco–. Cinco victorias, uno nulo y una derrota. El último le dieron. Querrá sacarse el clavo. Tanis expelió el humo por la nariz y por la boca, se rascó un costado. –No son muchos. 85
–¿Pero qué habéis hecho aquí? –preguntó Paco. –No son muchos –insistió Tanis–. Puedes estar tranquilo, con los que tú llevas se puede salir. Hablo sólo de salir, no cuento lo que tú eres. –Es… tá mal en…ca… ja…do… –dijo repitiendo sílabas Pedrito. –Hay que desmontarlo todo –afirmó Paco. –¿Cuántos asaltos? Eso lo debes cuidar. Para un primer combate tienes suficiente con ocho. No te dejes engañar. Siete combates dan fuelle. ¿Sabes algo de él? –Es zurdo –dijo Paco. –Es–tá for–za–do enormemente –habló Pedrito. Paco y Pedrito comenzaron a desmontar el grupo. Tanis iba acabando su cigarrillo. –Un buen resultado te dobla el precio en el combate siguiente. ¿Cuánto le sacas a éste? –Mil –hizo un esfuerzo Paco que abrió un silencio–. Mil y los viajes en segunda y un hotel de segunda. –Vaya. ¿Quién va contigo? –Voy solo. –Mal. Eso no lo debes hacer. Que te acompañe un maestro. –No puede. –Un segundo de allá no te conviene. –Da igual. –Ya–es–tá –dijo Pedrito. Tanis pisó la colilla y se acercó al grupo. En la ventana se iba reposando la turbiedad del amanecer, se iba declarando el día. Pedrito se irguió y señaló al grupo y a Tanis.
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Tanis pisó la colilla y se acercó al grupo. En la ventana se iba reposando la turbiedad del amanecer, se iba aclarando el día. Pedrito se irguió y señaló el grupo a Tanis. –Tú. Luego sacó de su bolsillo un tubo metálico y lo destapó. Se echó una palmadilla de bicarbonato y se lo llevó de golpe a la boca. Bebió del botijo. Tanis empezó a cantar. Pedrito eructaba discretamente junto a ventana. El jefe del taller estaba parado junto a un soldador. El resplandor de la llama del soplete azuleaba su figura. El rumor del trabajo crecía o decrecía según los turnos de las máquinas, unas libres y otras ocupadas. Para Paco se perdió la canción de Tanis cuando, en un momento, el rumor fue creciendo, rompió su tono y se desbordó de golpe en un ruido ensordecedor. Mis personas gritando cuando uno es golpeado en la cabeza y ya no puedo controlar con el oído la fuerza de un golpe, el jadeo del contrario, la propia respiración. Pedrito se desgañitaba intentando decirles que se acercaba el jefe del taller. Acabó señalándose con la mano cuando estaba junto a ellos. El jefe del taller contempló el trabajo desde su altura, luego dobló la cintura y, apoyando las palmas de las manos en los muslos, comenzó a hablarle a Tanis. Paco estiró el rostro y se tocó el párpado hinchado con la muñeca. El párpado le escocía. De vez en vez se le escapaba una lágrima que enjugaba violentamente en el hombro. Pensó que cuando tuviera que hacer un asalto con el muchacho que le había lastimado iba a dearle un par de buenos golpes de los que hacen daño, de los que se sienten durante una semana al hacer un esfuerzo, de los que despiertan y desvelan al iniciar un movimiento en el lecho. Los que no saben, en los gimnasios siempre son de temer. De ellos son los rodillazos, los golpes con la cabeza o con los antebrazos, los marcajes bajos. Sonó sordamente la sirena. Segundos después el ruido del taller fue decreciendo, hasta que se pararon casi todas las máquinas. Paco terminó de poner apresuradamente una tuerca. Tanis ya caminaba emparejado con el jefe del taller hacia la puerta de salida. Entraban los primeros obreros del turno de la mañana. Pacio vio al jefe de taller parándose a encender un cigarrillo: el cigarrillo de Tanis. 87
El aire de la mañana de primavera no tenía aroma. Era todavía muy temprano. Cansaba el respirar como cansa beber un vino de agua demasiada fría que no mitiga la sed. Un aire sin aroma como un vaso de agua muy fría son elementos demasiado puros. Paco se subió el cuello de la chaqueta y, al lado de Tanis, Pedrito y tres compañeros más, echó a andar hacia la parada del tranvía. El sol comenzaba a dorar el vaho de Madrid cercano; el aire principiaba a tener sabor. Las palabras vencían el rumor del taller, del que se iban alejando paso a paso. 3 –Ya voy –djo Paco. El jergón chicharreó. De la calle llegaba el alborozo del mediodía primaveral. Los filetes luminosos que recortaban las contraventanas cerradas tenían el carnoso amarillo rojiz de los quesos de bola. Solamente había dormido seis horas, pero se encontraba descansando. Estiró las piernas y puso los músculos en tensión. Oyó el ruido de los grifos en la cocina Luego la cisterna del retrete vaciándose. Un murmullo familiar de trajín doméstico. Escuchó a su madre riñendo al gato, humanizando al gato. Golpearon en su puerta y acompañaron los débiles golpes de palabras suaves, que invitaban a continuar en la cama. –Son las doce y media, Paco… –Ya voy. Paco pensó que su hermana era una chica con mala suerte. Lo único bonito que tenía era la voz. A veces le daba como pena mirarla. Una chica fea, acaso muy fea de rostro, con un cuerpo basto, donde el vientre se hincaba y las caderas se ensanchaban casi cuadradas… Una chica fea, con conciencia de que era fea. Humillada por su fealdad. Acabada por su fealdad. Pensó en lo importante que era para una muchacha pobre ser guapa. En la belleza estribaban todas las posibilidades de mejorar de vida. Buenos empleos y hasta un buen matrimonio. Una chica pobre, fea, equivalía un muchacho pobre, débil. Paco se palpó loa músculos de los antebrazos. A cada movimiento que hacía para calzarse, el jergón crujía. Abrió la pierna cuando tuvo puesto el pantalón, y le llegó el olor de la comida. Habló a gritos: 88
–Mercedes. –Ya voy, Paco. La docilidad de la hermana, la atenta y servicial disposición que tenía para él, llegaban a irritarle. –Búscame una camisa que esté bien. –¿Quieres que te planche la blanca? –No, tengo prisa. ¿Está la comida? –Sí. Te plancho la blanca en un momento. –No. Búscame una camisa que no esté muy bieja. –No me cuesta nada planchártela. –No. La muchacha acababa desilusionada. –Como tú quieras Paco se lavó en la pila de la cocina. Se puso la camisa y se sentó a comer. La madre le contemplaba mientras hacía leves gestos negativos con la cabeza. –¿Qué te pasa? –dijo Paco. –Ya lo sabes, Paco. Paco se tocó el párpado hinchado, que tenía un color violeta oscuro –¿Es esto?… ¡Bah!… Nada. La madre continuaba moviendo la cabeza negativamente. –Trabajando –dijo Paco con la boca llena– te puede ocurrir esto o algo peor. La madre tenía demasiado cansancio en la mirada para que fuese dulce. Era una mirada vidriosa, vaga, vuelta ya de la desesperación o de la rabia o del deseo de conseguir algo. La madre tenía las crenchas de un rubio sucio como del color del papel de estraza. La madre tenía la roña metida en los poros de la piel de las manos de tal manera, que aunque se lavase no se le iría. Era la porquería de la mu89
jer que hace coladas para cuatro personas, que lava los suelos, que guisa, sube el carbón y trabaja, si le queda tiempo, de asistenta n una casa conocida. La porquería en los nudillos en las yemas de los dedos, en las palmas de las manos, en las muñecas. La porquería como un tatuaje. –¿A qué hora quieres la cena? –preguntó la hermana, que se había sentado a su lado a verle comer. –Como siempre. La madre tomó asiento en una banqueta, recogiéndose el delantal sobre el vestido negro cosido y roto, recosido y roto, y roto. La madre se sentó como si estuviera de visita, en el mismo borde de la banqueta. –Tu padre ha dicho –dijo la madre– que vayas a la bodega de Modesto, que te espera allí a las ocho y media. –Bien. –La madre se levantó para atender lo que estaba puesto en el fogón. Primero comía Paco y después las dos mujeres, con lentitud, dialogando pausadamente. Paco terminó. –Me voy –anunció. –A las ocho y media te espera tu padre –repitió la madre. –Iré. La hermana tuvo un rato la puerta abierta hasta que ya no oyó los pasos de Paco en la escalera. La madre seguía en el fogón. Del portal a la calle, un paso. El paso que va desde la sordidez a la alegría. –¡Hola! Paco, ¿cuándo te pegas? –le dijo la muchacha de la frutería. –Dentro de quince días –ensayó un piropo–. Cada día que pasa te pones… Vamos, tú me entiendes… La muchacha sacó cadera. –¿Aquí? –preguntó. 90
–No… Un día te voy a llevar a bailar. –¿Dónde peleas? –En Valencia. Y después de bailar te llevo a un cine de la Gran Vía, o antes, como tú digas. –Las ganas que yo tengo de ir a Valencia, majo. –Dentro de quince días, ya sabes, si tú quieres… –Vamos, Paco… –En serio. –Bueno…, pero éste… Pero ¡qué cosas tienes! Paco se rió. –Te llevo. La muchacha fingió enfadarse. Compuso una mueca de altivez, de intocable, de ofendida en su honestidad. –¿Hablas en serio, Paco? ¿Con quién es? –¿Qué más da?… Te llevo. –Ya está bien, Paco… –hizo una pausa–. A ver si ganas y llegas a campeón. Dentro de la frutería sonó una voz ronca. –Juana, menos palique y más estar en lo que estamos. –¿Te gustaría?… –preguntó Paco. –Juana, gansa. –Me llaman –dio la muchacha. –Espérate. –No, que está hoy… –ladeó graciosamente la cabeza y miró al cielo. –¡Juana!
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La muchacha giró el cuerpo y encogió los hombros. –No te digo… La vio desaparecer en el fondo de la frutería, atravesando entre los frescos colores de las hortalizas y las frutas. Antes de desaparecer dio un tropezoncillo adrede y volvió la cabeza haciendo un gesto de despedida. Paco echó a andar silbando. Apretaba el calor. El asfalto despedía como un aliento caliente que sofocaba. Paco se quitó la chaqueta que llevaba por los hombros y la recogió al brazo. –Adiós, Paquito. Sonrió a la vieja que vendía chucherías, golosinas y cigarrillos en un puestecito del esquinazo de la manzana. Dos niños sorprendieron sus juegos con chapas de botellas de refresco y cuchichearon entre ellos. El vendedor de periódicos alzó la mano en un saludo. En torno de un ciclista que descansaba sin bajarse de la bicicleta, con un pie apoyado en el suelo y el muslo de la pierna contraria en la barra del cuadro, como se suelen sentar en los bares los habituales chuletones, hacía como la afición de la calle: el pescadero hijo, la chaquetilla blanca remangada, delantal verde con rayas negras, madreñas de madera y cuero, que se guiaba por el periódico Marca y tenía una fe ciega, heredada, en la Prensa; el cobrador del tranvía, que se soltaba la chaquetilla del uniforme, con la camisa sin cuello y la cabeza sin gorra parecía que iba a ser fusilado en el solar cercano como un militar de cuartelada decimonónica; el cobrador que no creía en la Prensa; el vago con buenos recuerdos de un equipo de primera regional, que había empezado con muchachos que eran figuras y que si no hubiese sido por una lesión…, el electricista, de zapatillas de ciclista, admirador profundo de Julián Barrendero[6], de los Regueiro[7], de Juanito Martín[8], de Angelillo[9], que se sentía antes que nada madrileño y solamente creí en los valores del tiempo pasado. Paco llegó al grupo… El ciclista se despidió y, alzándose sobre los pedales fue cogiendo velocidad con gran estilo. –¿Qué hay, Paco, qué te cuentas? –le palmeó las espaldas fuertemente el tranviario. 92
A Paco le turbaban las muestras de afecto espectaculares. –¿Te entrenas mucho? –preguntó el electricista. –¡Hombre!… –dijo Paco. –Ese Bustamante –afirmó el pescadero hijo– tiene una zurda, ¡uf !, como un exprés. –Si estás bien entrenado seguro que le tienes en el bote –afirmó el electricista–. Porque el boxeo, desde luego, exige mucho entrenamiento. De aquí ha salido la flor y nata de los boxeadores. –¿Y los vascos, qué? –preguntó el vago. –Y los vascos –dijo el electricista. –Y los catalanes, ¿no son nada? –preguntó el tranviario. –Te diré. –Bueno, me vas a contar ahora que no son nada. –Muy técnicos, pero con la clase de los de aquí, no. ¿Verdad, Paco? –Cataluña da muy buenos boxeadores –dijo Paco–. Acuérdate de Romero[10], por ejemplo. –¿Y vas a comparar a Romero con todo su campeonato y todo lo que quieras, con Luis? –preguntó el electricista–. Vamos, Paco… ¡Romero!… Corazón, eso sí. –Los campeonatos no se logran solamente con corazón –dijo el pescadero hijo–, hay que saber… ¿Es verdad o no es verdad, Paco? Paco hizo un vago gesto afirmativo. El electricista interrumpió la conversación, invitando. –Pago unos vasos. Aceptaron. Entraron en un bar cercano. –Cuatro blancos –dijo el electricista–, porque si tú beberás, ¿eh, Paco? 4 93
El padre pagó dos rondas de vino. Los amigos le despidieron en la puerta. –¡Que haya suerte! –Ánimo que tú llegarás! El padre caminaba por la calle muy orgulloso, junto al hijo. –¿Cuánto cuesta una radio a plazos? –preguntó Paco. –No sé –dijo el padre–, pero ya me enteraré. El padre saludó a dos hombres que charlaban en medio de la calle. –¿Dónde vas? –le dijeron. –Aquí, con éste. Se iba alejando, pero continuaba la conversación. –¿Cuándo pelea? –Dentro de quince días en Valencia. Paco agachó la cabeza. El padre caminaba por la calle muy ufano. –Que gane. –Gracias, Paulino. –Es lo que hace falta, Andrés. Paco se avergonzaba cuando iba con su padre, porque se sentía exhibido. –¿Has comprado Marca para ver si habla de ti? –preguntó el padre. –No, ¿por qué iba a hablar de mí? –Porque vas a pelear… ¡por qué! –Todavía es demasiado pronto. Eso lo darán un par de días antes. –Lo mismo lo pueden dar hoy. En el quiosco de periódicos el padre compró el diario deportivo y se paró a hojearlo bajo la luz de un farol. No hablaba de Paco, pero el padre no se defraudó. 94
–Lo miraré con más calma en casa –dijo. –Yo te voy a dejar –anunció Paco. –Bueno, como tú quieras. –Dile a mamá que dentro de media hora en casa. –¿Dónde vas? –Subo hasta la plaza. Estaban parados. El padre sonrió picarescamente. –Cuidado, ¿eh Paco? Mucho cuidado. Sintió que no podía dominar el rubor. La despedida fue apresurada. –Hasta luego. Dio unos pasos y se volvió para ver a su padre. Andaba con inseguridad. Le había herido un trozo de metralla en la cadera durante la guerra, en las trincheras de a Ciudad Universitaria. Era tan bajo como él. Seguramente daría el peso de los plumas. No, pensó, tal vez de un peso más alto, porque los viejos pesan más. Paco se subió hacia la plaza. Easy Plugin for AdSense V8.60 [midtext: 1 urCount: 1 urMax: 0] Easy Plugin for AdSense V8.60 Prefería que no fuera a los combates, pero iba. Se sentaba en la segunda fila dering o en la primera. Comenzaba por decirle al vecino de asiento que el combate bueno era el tercero. Si el vecino era propicio a la conversación le comunicaba que el que iba a ganar el tercer combate era su hijo, Young Sánchez. Gritaba durante el combate. Alguna vez se acercó a la escuadra para darle un consejo, y el segundo le tuvo que decir violentamente que se marchara. Cuando peleó en el campo del Gas[11], tuvo un lío con un guardia de la Policía Armada, y gritó que el que estaba boxeando era su hijo. Hubo choteo del público. Al final de las peleas lo sacaba abrazado por entre la gente que ocupaba el pasillo, acompañándolo a los vestuarios. Asistía a la dacha hablando de combate. Si se hubiese dejado le he hubiera enjabonado, porque el padre sentía aquel cuerpo completamen95
te suyo. En el barrio era peor: era el elogio hasta el cansancio, hasta la antipatía, hasta la fuga. Se sentía liberado y también un poco apenado por haber dejado a su padre. Se sabía una esperanza y un asidero de algo inconcreto que siempre había rondado el corazón de su padre; un deseo de estima, un anhelo de fama, una gana de que se le tuviera en cuenta. Le había oído muchas veces contar cosas de la guerra, vulgares, quitándoles importancia de una manera que parecían tenerla; y se percataba perfectamente de que en el padre había latente una congoja, nacida de la indiferencia de los compañeros, de los amigos, de los vecinos. Ahora el padre se tomaba la revancha. Llegó a la plaza. En el café, las luces de los tubos fluorescentes empalidecían lo rostros de la clientela, que charlaba, que jugaba al dominó, daba la matraca con los viejos discos de la gramola: a peseta la voz de Antonio Molina, a peseta Lola, a peseta la Perrita Pequinesa. El muchacho del mostrador se movía tanto y tanto hablaba para la nada, que apenas había una cuadrilla al chato: un señor leyendo un periódico y bebiendo un vermut a salto de noticia, como un pajarito; una vieja que se refrescaba con una gaseosa, acompañada de un niño entretenido en recoger chapas de botellines por las suciedades del suelo. –La gaseosa ¿no tiene tapa? –preguntó la vieja. El señor que leía el periódico la miró estupefacto. –No, señora. Las tapas con gaseosa hacen daño… –dijo el que atendía el mostrador. Paco entró hasta el fondo del café, hasta la gramola y la puerta de paso a los servicios. Volvió. –¿Cerveza, Paco? –Un corto… ¿No han venido ésos? –Aquí no ha venido nadie. Andarán por El Chapas o por La Venencia. Paco silbaba y se paseaba delante del mostrador, casi luciéndose, casi vigilando la plaza, como preocupado o distraído. 96
–¿Has visto al pluma que salió el domingo? Paco se acercó a tomarse el vaso de cerveza. Su respuesta fue un vago comentario. –Pega, ¿eh? Paco miraba a la calle de espaldas al mostrador. –Ese chaval sabe. Paco se volvió, apoyó los brazos en la barra y agachó la cabeza. Se distrajo silvando. –Con la derecha y con la izquieda. Paco miraba el vaso mediado. Bebió el resto de la cerveza y pidió más. –Si le cuidan, ahí hay un campeón, ¿no te parece? Paco se encogió de hombros. Sonaron una moneda en el mármol del mostrador. –¡Va!… Y antes de atender el reclamo aseguró. –Ese chaval es boxeador y va a dar muchos disgustos, pero muchos disgustos en su peso… Pertenecía a la fauna de los que sienten placer desasosegando, amenazando. Pertenecía a la fauna de los retorcidos que elogian para despertar el recelo, para punzar el amor propio, para tantear irritante en la inseguridad y en el desánimo. Echó la cabeza hacia atrás y el mechón le desbordó la frente. Pensó en el pluma de que hablaba el muchacho del mostrador. Un buen comienzo, dos combates limpiamente ganados; pero ¿podría aguantar con los viejos, con los que no salían nunca de aficionados y se sabían las marrullerías de los profesionales? Recordaba su primer combate con un boxeador viejo, la impasibilidad de su rostro cuando le golpeaba y su intranquilidad en la escuadra. Los boxeadores viejos enseñan a costa de sufrir la dureza de sus golpes. Cuando acabó el combate le dolían los antebrazos. Cuando llegó a casa le dolía el cuello y la caeza. Había ganado, pero no supo 97
hasta el último momento si iba a ganar o a perder, porque los boxeadores viejos se derrumban de pronto, pero no dan ni un síntoma de flaqueza, de agotamiento; un indicio que puede animar al contrincante durante el combate. –¿No has ido al gimnasio? –preguntó al mozo de mostrador. –No. –¿Te encuentras en forma? –¡Vaya! –El de Valencia tiene un buen palmarés. –Sí. –Los boxeadores valencianos saben, saben y aguantan. Un fajador[12] como tú… –Oye –dijo Paco–, si vienen por aquí los amigos les dices que me he ido a casa, que después de cenar saldré. –¿Aquí? –Sí, aquí. Sobre las nueve y cuarto. –¿Hoy no currelas? –No. –Ya se puede… En la plaza estuvo unos instantes dudando. Era todavía pronto para ir a cenar; era ya un poco tarde para ir hasta Atocha. La plaza estaba repartida entre la oscuridad del descampado y la luz de la vecindad. Junto a las casas paraban los autobuses. La luna iba baja; una luna como la plaza, con un semicírculo de luz y otro de sombra, pero una luna con su contorno precisado en una circunferencia, que se le antojó azul. Una luna ascendiente por el cielo del descampado que no limitaba la plaza, que la ampliaba al mundo. Se encontró bajando lentamente hacia su casa. Iba pensando en el muchacho del mostrador. “Hoy no has estado bien… ¿Por qué no sacaste la izquierda cuan98
do lo tenías a placer?… Lo podías haber tumbado en el segundo asalto. ¿Qué te pasó?… Se te notaba falto de fuelle. Se vio que te había hecho daño; yo creí que ibas a abandonar…”. El muchacho del mostrado acabaría teniendo una taberna donde presumiría de haber conocido a un campeón: “¿Young Sánchez? Fuimos muy amigos. Ése es bueno de verdad… Ése es…”. Entonces estaría muy lejos del muchacho del mostrador, de su taberna, de la calle, a la que volvería de visita alguna vez… Entonces… –¡Adiós, Paco! –le dijeron. 5 –Adiós, Paco! –le dijeron. Caminaba de prisa. Saludó con la mano. Titilaban las acacias a la luz del sol. El descampado de la plaza estaba como recién barrido por la mañana, limitada su extensión por las fachadas posteriores de una calle nueva. Esperó la llegada del autobús, y cuando llegó tuvo una sensación de partida para un viaje alegre, de excursión de día festivo. El autobús dio la vuelta a la plaza y se adelantó por una calle hacia la ciudad. Un vientecillo fresco entraba por las ventanas revolviéndose el mechón, que sentía como una carrera de insecto por la frente, acariciándole los párpados entornados y el rostro recién afeitado, la piel escocida por una hoja muy usada. Tuvo que esperar en la salita de las oficinas. La salita estaba en penumbra, con las cortinas del gran ventanal corridas. Recoleta, desvinculada de la calle, hostil, con la frialdad de una habitación de espera, le inquietaba. Era una espera miedosa. Había llegado alegre y estaba triste. Se fijó en un grabado que representaba una escena mitológica… Dos sillones y un sofá de cuero moreno. Dos sillones y un sofá, no sabía por qué enemigos. Y una mesa baja sin revistas. La alfombra, gruesa. Una lámpara como una amenaza colgando del techo La salita era como una isla, donde se acababa la seguridad. Estaba deseando marcharse. Se abrió la puerta. –Venga –le dijeron. 99
Salió y caminó por un pasillo hasta una habitación. –¡Pase! –le dijeron. Pasó sin decisión. Oyó una voz suave que le invitaba desde el fondo: –¡Pase usted, pase! En un sillón cercano a la ventana fumaba un hombre joven. Olió su perfume. Una mezcla de tabaco rubio, de agua de colonia, de manos lavadas con un buen jabón, de traje nuevo, de camisa limpia… Husmeó sorprendido como un animalillo. La voz le agarrotaba los músculos. Se sintió torpe. –¡Siéntese, joven, siéntese! Se sentó en un sillón que cedía a su peso. Cuando la voz preguntó, le fue dificultoso responder e inició un movimiento para incorporarse. –¿Cuántos combates, cuántos? Titubeó antes de responder, como si no recordarse el número de combates. El hombre comenzó a explicar, sin atenderle demasiado, como si hablase para sí: –No sé si usted lo sabe, pero conviene que lo sepa. Es una dedicación que no me reporta más que gastos. Me divierte ayudar a los que pueden ser algo. Ni sé si usted me entiende. Realmente… No entendía por qué el maestro le había indicado que fuera a ver a aquel hombre. Aquel hombre que hablaba y fumaba delante de él nada tenía que ver con el boxeo. “Ayuda”, le había dicho el maestro. Y él había ido a que le ayudasen. El hombre seguía hablando: –… cuando usted regrese de Valencia venga a verme, joven. Se encontró repentinamente de pie, estrechando una mano, que se le tendía lánguida desde la butaca. Caminó rápidamente hacia la puerta. La puerta era de madera, de una madera con vetas estrechas… Estaban en el pasillo. Se sintió liberado en la calle. Liberado y confuso, el tipo era raro. ¿Ayudaba? Pero ¿por qué ayudaba? No le interesaba el boxeo, no sacaba ningún beneficio de los boxeadores. Ayudaba porque le divertía ayudar. “Tiene mucho dinero –le había dicho el maes100
tro– y se lo gasta. Le gustan las cosas donde hay sangre. Gallos, boxeo, ¡qué se yo! El caso es que ayuda”. La entrevista le había amargado. El solo de mediodía agriaba el color del descampado de la plaza. El solo del mediodía pesaba en las copas de las acacias. La calle hacia su casa era un túnel de luz cegadora. –¿Vas para casa? –le preguntó alguien que le echó un brazo a los hombros. –¡Hola, Luis! Hizo un movimiento para sacudirse el brazo que le daba calor. Llevaba el traje nuevo y se había puesto corbata para la entrevista. No se decidía a quitarse la chaqueta. –Te vas pronto, ¿no? –Sí. –Tienes que ganar. Después del combate pon un telegrama si todo ha ido bien. Ponlo a La Venecia, Paco. –¡Bueno, hombre! –Tú ya sabes que aquí, en el barrio, se te da ganador por todos. –El otro también pega, no vayas a creer que sale sólo a recibir. –Tú le das. Si fuero por k.o. mejor. Figúrate, el primero de profesional y tumbándolo. Si peleas como debes, seguro que… –El otro también pega. Se separaron al llegar a la altura de la casa donde vivía el administrador. –Ya sabes que se confía, Paco, y que se te admira. Le agradaba que le admirasen y le molestaba que le creasen obligaciones. Saldría a pelear, pero el otro no se iba a dejar pegar. El otro tenía más experiencia y era un buen boxeador.
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Subió las escaleras de la casa lentamente. –No te he oído llear, Paco –dijo la hermana cuando salió a abrir. Paco se quitó la chaqueta y se desanudó la corbata. –Como siempre subes corriendo y cantando es fácil saber que eres tú, pero hoy… –Estoy cansado –dijo Paco. –Padre se ha marchado y madre está echada, porque le duelen las espaldas – anunció la hermana–. Padre ha dicho que no te vayas hasta que él vuelva del trabajo. ¿Te pongo la comida? –Bueno. –¿Te pasa algo, Paco? –No, nada. –Algo te pasa, Paco. Dímelo. –¡Qué me va a pasar! –dijo desabridamente. La hermana se dedicó a prepararle la mesa. Paco respiró hondo el olor de su casa. Un olor en el que se distinguían las cosas que lo producían. El olor de la comida, el del carbón, el de la mesa fregada con lejía, el de los trapos húmedos… En la salita donde le habían hecho esperar solamente olía a nuevo. El olor de nuevo y de caro era hostil. Cuando pensaba en la visita de la mañana se sentía de pronto sucio, sucio de las cosas limpias, nuevas y caras. –Pasa a ver a mamá –indicó la hermana. –Paco se levantó y salió al pasillo. Abrió la puerta de la habitación de los padres. –¡Madre! –dijo. –¿Qué, hijo? En la penumbra no se percibía el rostro de la madre.
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–Me ha dicho Mercedes que te sientes mal. –No es nada. Cansancio. –¿Quieres que avisemos a un médico…? –No. Se pasará. Es que me he cansado más de la cuenta. –Deberíamos avisar a un médico para que te mirase. –No, hijo. La madre y el hijo aguardaron silencio. En la cama de matrimonio a madre estaba como desmayada La almohada, blanca, y el rostro, de un pálido grisáceo. El pelo como un manojo de esparto. –Vete a comer. –Luego vengo a estar contigo. –Bueno. No os preocupéis, que no es nada. –¿Has comido? –No. –¿No quieres nada? –No. No te preocupes. Anda, vete. Paco cerró suavemente la puerta. Cuando llegó a la cocina preguntó a la hermana: –¿Ha cogido algún frío? –Esta mañana ha estado lavando. –Habrá que avisar a un médico. Padre, ¿qué ha dicho? –¡Como ella dice que no se avise…! –¡No quiere, siempre igual! –dijo Paco, y se indignó–. Pues aunque no quiera. La hermana colocó a cazuela encima de la mesa, sobre una rejilla. –¡Anda, come! –dijo. 103
Paco dejó que le sirviera. Metió la cuchara en el plato y comenzó a comer en silencio. –¿En qué estás pensando? –preguntó la hermana Paco no respondió. 6 La tarde estaba pesada y tormentosa. Llegaban del campo aromas cereales. Olían las cloacas. Olía a humos de locomotoras. La gente que callejeaba olía un poco a sudor, un poco a ropas que han tomado el soso olor de la cal en armarios enjalbegados y sombríos como despensas: olía a campesino puesto de domingo en la ciudad. Cada paso era un descubrimiento. Olía a hospital. No olía a hospital, pero Paco tenía la sensación de que caminaba por un pasillo de hospital, mezclados el olor de la botica y el del ser humano, acompañado por el murmullo. De un zumbido de quejas sobre enfermedades propias y enfermedades de los parientes o de los amigos a los que se va a visitar. En los retazos de conversaciones que llegaban a sus oídos creía sorprender la quejumbre, la salmodiosa habla de los enfermos y de los visitadoes. Apuntaban las cuatro y media e iba por la calle de Atocha. Sobre el chirrido de un tranvía rompió la tronada. Sobre el polvillo, tenue como una purpurina de alas de mariposas nocturnas, que cubre las calles antes de las tormentas, cayeron las primeras gotas. Paco andaba de prisa hacia Antón Martín[13]. Alzó los ojos al cielo negro–violeta como un gran hematoma. Las primeras gotas cayeron adormecidas. Después tabletearon delicadamente en el asfalto, en los tejados, en las claraboyas de las casas viejas. No llovió más. Las nubes estaban fijas sobre la ciudad y la enclaustraron, la recogieron de su dispersión, la limitaron en un regazo denso, carnoso y morado. Cansaba caminar, pesaban las manos en los bolsillos, dolía la chaqueta en las axilas. Un olor de humedad ganó la calle. Una sensación de dolor sucio le desazonaba.
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Paco pensó en las chinches de una pensión del Sur, en una población en la que había boxeado. Una noche con bochorno de tormenta. Una noche en que los nervios punteaban la piel. Pensó que lo peor que le podía ocurrir en el mundo era ponerse enfermo en una pensión del Sur, desmantelada, cargada de soledad. Prefería el hospital con toda su tristeza, con el cobijo de los demás, aunque temiera la cercanía de la muerte. Entró en el bar. Pasó delante del mostrador y se fue al fondo. El muchacho del mostrador le saludó: –Hola, Young. En los vasares del mostrador se rizaban las fotografías de los boxeadores junto a la de las supervedetes y las de los caricatos célebres. Los boxeadores saludando; los boxeadores en guardia, con guantes, sin guantes, en vendas. Dedicatorias: “A mi particular amigo Mariano Martínez”, y la firma garrapateda. “A Mariano, gran aficionado al boxeo, su amigo”, y la firma torpe. “A Mariano después del combate más duro de mi vida”, y la firma clara. “A mi admirador Mariano Martínez el día que gané el Campeonato de Castilla del peso pluma por k.o.”, y la firma muy grande. Las fotografías de algunos de los campeones de España de los diferentes pesos solamente tenían las firmas. –Hola, Young. Los boxeadores jugaban al mus, rodeados de unos vagos vagos, admiradores profesionales. –Hola, chaval –dijo el ex campeón. Los vagos le hicieron un sitio al boxeador Young Sánchez. –Hay que comer patatas –dijo el ex campeón. Los vagos se rieron. –¿Eh, chaval? –preguntó el ex campeón. –Sí tú lo dices… respondió Young Sánchez.
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–Hay que comer patatas –dijo el ex campeón–, porque si no el estómago no aguanta… –y barbarizó. Uno de los vagos palmeó las espaldas del ex campeón, que volvió la cabeza irado. –¡Eh, tú, que yo no soy una tía! –¿Atiendes o no atiendes? –preguntó uno de los de la partida. –Calma –dijo el ex campeón–, tengo unos pares de muerte, con los que te voy a matar. –Muy bien. –Pues me paso hasta mi compañero, que os va a arrear de muerte. Young Sánchez miraba la cara del ex campeón. Una cara con “mucha leña encima”. Bajo las ceras, peladas de cicatrices, le brillaban hundidos los ojos. Las comisuras de los labios se le alargaban en dos rayas blanquecinas, que destacaban en el moreno de la piel y de la barba. –Mátalos con un órdago[14]. Leña en los pómulos, leña en la nariz, leña en las orejas. Aceptaron el órdago y ganaron el ex campeón y su compañero. El ex campeón dijo satisfecho. –Hay que comer patatas. Dos tiñosas[15] y dos ases. Ves, chaval, como hay que comer patatas. Y les das. Les das de derecha y luego de izquierda. Los dejas para sebo. Uno de los vagos preguntó a Young Sánchez. –¿Debutas por fin? –No se habla –gritó el ex campeón–. No se habla, porque me distraigo. A hablar se va uno al mostrador. Dieron cartas. El compañero del ex campeón miró a Young Sánchez y sonrió: –¿Son buenas las condiciones? 106
Young Sánchez le hizo un vago gesto de insatisfacción que formaba parte del juego cuando se hablaba de contratos. Un boxeador de alguna importancia nunca podía demostrar entusiasmo por el dinero de los contratos, siempre tenía que dar la impresión de que era algo muy por debajo de sus merecimientos. Al llegar a campeón, el juego variaba y había que dar la impresión contraria, la de que los contratos eran muy ventajosos. El compañero del ex campeón era un buen peso ligero que se disponía a irse a América. Se llamaba Raimundo Moreno. –No se habla, Ray –dijo el ex campeón–. Hay que estar en el combate. –Bien, Marquitos –respondió Ray Moreno. –Hay que dar de nuevo –dijo el ex campeón–, porque tengo cinco cartas. Todo por hablar. Jugando no se habla. –¿Dónde están las cinco cartas? –preguntó, mirándole, uno de la pareja contraria. El ex campeón contó las cartas y sonrió con una amplia sonrisa de máscara. –Nada de marrullerías –dijo el que había preguntado por las cartas–. Nada de suciedades. El ex campeón, alborozado, golpeó con las palmas de las manos en la mesa. –Con estas cuatro cartas se acaba la partida. Órdago a todo. Y quiero una copa de coñac. Tú –señaló a uno de los vagos, tráeme una copa de coñac. El vago obedeció y se encaminó al mostrador. –Órdago a todo –gritó el ex campeón– Así se juega, Ray. Fíjate qué asalto. Qué pelea estoy haciendo, porque tú no me ayudas ni esto. Hizo un ruido con el índice y el pulgar derechos. –Bien, Marquitos; pero lleva cuidado –dijo Ray. Siguieron la partida hablando únicamente las jugadas. El vago llegó con la copa de coñac. 107
–Gracias, segundo –dijo el ex campeón–. Te puedes tomar un chato a mi cuento. –Gracias, Marquitos; luego. –Luego, no. Ahora, que es cuando te he invitado. –Bueno; lo tomaré ahora. –Atiende, Marquitos –dijo Ray. –Estoy, estoy… –Esta es la última. Ellos están a falta de cinco y nosotros de dos –declaró Ray. –Pues órdago, no quiero perder los puntos –dijo el ex campeón. –¡Quiero! –contestó uno de los contrarios. El ex campeón perdió. –Ves… –le reprochó Ray. –A los puntos hubiera sido peor. –Hubiéramos ganado si te pasas a todo. –No, hubiéramos perdido. Ray Moreno le hizo una suma del tanteo. –¿Ves…? –¿Quién me da un cigarro? –preguntó el ex campeón. Uno de los vagos le ofreció una cajetilla de Bisonte. El ex campeón encendió un cigarrillo y principió a fumarlo como un fumador novato, casi soplando el humo. –Esta partida estaba visto que la teníamos perdida desde el principio, totalmente perdida. –¿Por qué? –preguntó Ray. –Porque se veía. Yo lo he visto desde el primer momento, desde la campana. 108
Young Sánchez hablaba con Chele y Adrián Ortega, que era la pareja de ganadores. –Yo voy a Zaragoza el sábado –dijo Chele. –Dentro de dos semanas tengo combate en Barcelona –dijo Adrián Ortega. Los vagos atendían al ex campeón. Éste dijo de pronto: –Me marcho, porque me esperan, y mañana no vengo. –Bueno, Marquitos –dijo Chele–, si mañana no hay partida, ya no la hay hasta que venga yo de Zaragoza. –También me voy. El ex campeón se quedó un momento pensando. –Suerte, Chele; suerte Young. Ya nos veremos. A comer patatas. El ex campeón parecía bailar al caminar. Se paró un momento en el mostrador y pagó. Al andar se llevaba la mano derecha a la cabeza. Se dirigió a la puerta. Arreciaba la lluvia. Young Sánchez, Chele, Adrián Ortega y Ray Moreno le siguieron con los ojos. El ex campeón, al llegar a la puerta, no dudó y salió a la calle. La calle estaba solitaria. 7 Paco estaba sentado en la mesa de masajes de la cabina de boxeadores. Unos metros a sus espaldas, Bustamante se dejaba vendar la manos. –Estira un poco la cara. Paco obedeció a su segundo, que comenzó a embadurnarle el rostro de glicerina. Luego le dio una toalla para que se enjuagase. –Ya estás lsito. Paco cerró el puño derecho y lo golpeó contra la palma de su mano izquierda, probando el vendaje. Luego con el puño de la mano izquierda, golpeó en la palma de la mano derecha. –¿Está bien? –preguntó el segundo. 109
–Bien. –Voy a asomarme a ver cómo va el combate. Era el último de aficionados. En cuanto acabara, les tocaba a ellos. De ellos, era el primero de profesionales de la velada mixta. Paco miró a Bustamante. Se lo habían presentado por la mañana en el pesaje oficial. Le había dicho “mucho gusto”, y no le había oído nada más. Bustamante le llevaba apenas unos gramos, pero tenía más envergadura que él. Entró el segundo. –Les quedan do rounds; ninguno de los dos pega –dijo–. Échate y te doy un poco de masaje. –No es necesario. –Como tú quieras, Young. ¿Estás tranquilo? –Sí. “Más envergadura que yo”, pensé. Y de repente sintió que el miedo le trepaba por las piernas, debilitándoselas, le ascendía por el vientre y se le asentaba en el estómago. Una bola en el estómago. Una bola, eso era el miedo que obligaba a respirar fuerte, “porque ahogaba –pensó–, hacía daño y fijaba en ella la atención de uno”. Se llegaba a sentir las dimensiones de la bola y su peso. Su miedo pesaba exactamente un kilo y no era mayor de tamaño que la pesa de un kilo de ultramarinos. –Cálmate –dijo el segundo. Paco sonrió inseguro. –Cálmate –repitió el segundo–, eso acaba en seguida. Piensa en otra cosa. Continuó sonriendo. –El público estará de tu parte. A medida que el segundo le hablaba, Paco iba recuperando seguridad. Prestaba atención a su segundo, eso era todo. 110
–Si te conservas fresco los cuatro primeros asaltos, el combate es tuyo, y si lo desbordas en el primero, también. Yo lo conozco bastante, ¿sabes? No le sigas su ritmo porque ahí no tienes nada que hacer. O desbordarlo o esperar. Paco no se fiaba. El segundo parecía adivinarle el pensamiento. –Fíjate en lo que te digo. Yo no te engaño. El segundo hablaba en un tono muy bajo, muy suavemente. –Ceja izquierda la tiene muy resentida; ahí debes dirigirte en los golpes a la cabeza. Y fájate los cuatro primeros, o si te atreves…; bueno…, no, es mejor que esperes. Los del combate de fondo no se preparaban en la cabina común. Los del combate de semifondo acababan de entrar. Uno de ellos silbaba mientras se iba desnudando. Ninguno de los dos había saludado. Paco lo esperaba. Cada uno estaba pensando en el combate; cada uno sentía cómo el miedo le ascendía por las piernas, por el vientre, hasta el estómago. –Ya han acabado –dijo el segundo. –¿Vamos? –preguntó Paco. –Deja que entren. Bustamante miraba hacia la puerta. Se oían los aplausos y silbidos del público. Paco estaba de pie con la bata puesta. Su segundo le alargó una toalla, que se puso en torno al cuello. Se Abrió la puerta y entró un muchacho sostenido por un segundo que hizo una seña, significado la derrota. El mucho apenas podía tenerse en pie y le ayudaron a echarse sobre la mesa de masaje. En seguido entró el ganador. –Vamos –dijo el segundo. Paco le siguió mansamente. –Calma –dijo el segundo. Ya caminaban por el pasillo entre la gente. Paco se estiró. Le llegaban los aplausos, como una calentura, hasta las sienes, que le palpitaban fuertemente. Ya sentía 111
a sus partidarios. A sus primeros partidarios, que se habían pronunciado a su favor. Los sentía en los aplausos y en las palabras de aliento y en su deseo de violencia. Saltó al ring y saludó con la mano derecha en alto. Se fue a la escuadra. Vio a Bustamante saltar al ring y saludar. Calibró los aplausos. –Las manos. Casi se sorprendió ante la exigencia del árbitro. Extendió sus manos y el árbitro cumplió ell trámite. –Lo que te he dicho, no lo olvides –dijo el segundo. –Bien. Paco se quitó la bata y se la puso por los hombros. Después se calzó los guantes. Volvió a saludar con el puño enguantado cuando el speaker dio su nombre y su peso. No tenía miedo. No sentía el cuerpo. Los llamó el árbitro al centro del ring. Les hizo las recomendaciones de costumbre y encareció la combatividad: era profesionales. Volvió cada uno a su rincón. “Tengo que ganar”, pensó. Abrió la boca y el segundo le colocó el protector. “Tengo que ganar –pensó– para ellos. Tengo que ganar este combate para mi padre y su orgullo, para mi hermana y su esperanza, para mi madre y su tranquilidad. Tengo que ganar”. –Haz lo que te he dicho –dijo el segundo. Entonces sonó la campana y se volvió. Estaban esperándole.
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JULIO CORTÁZAR 1914 - 19 8 4
La autopista del Sur
Al principio la muchacha del Dauphine había insistido en llevar la cuenta del tiempo, aunque al ingeniero del Peugeot 404 le daba ya lo mismo. Cualquiera podía mirar su reloj pero era como si ese tiempo atado a la muñeca derecha o el bip bip de la radio midieran otra cosa, fuera el tiempo de los que no han hecho la estupidez de querer regresar a París por la autopista del sur un domingo de tarde y, apenas salidos de Fontainbleau, han tenido que ponerse al paso, detenerse, seis filas a cada lado (ya se sabe que los domingos la autopista está íntegramente reservada a 113
los que regresan a la capital), poner en marcha el motor, avanzar tres metros, detenerse, charlar con las dos monjas del 2HP a la derecha, con la muchacha del Dauphine a la izquierda, mirar por retrovisor al hombre pálido que conduce un Caravelle, envidiar irónicamente la felicidad avícola del matrimonio del Peugeot 203 (detrás del Dauphine de la muchacha) que juega con su niñita y hace bromas y come queso, o sufrir de a ratos los desbordes exasperados de los dos jovencitos del Simca que precede al Peugeot 404, y hasta bajarse en los altos y explorar sin alejarse mucho (porque nunca se sabe en qué momento los autos de más adelante reanudarán la marcha y habrá que correr para que los de atrás no inicien la guerra de las bocinas y los insultos), y así llegar a la altura de un Taunus delante del Dauphine de la muchacha que mira a cada momento la hora, y cambiar unas frases descorazonadas o burlonas con los hombres que viajan con el niño rubio cuya inmensa diversión en esas precisas circunstancias consiste en hacer correr libremente su autito de juguete sobre los asientos y el reborde posterior del Taunus, o atreverse y avanzar todavía un poco más, puesto que no parece que los autos de adelante vayan a reanudar la marcha, y contemplar con alguna lástima al matrimonio de ancianos en el ID Citroën que parece una gigantesca bañadera violeta donde sobrenadan los dos viejitos, él descansando los antebrazos en el volante con un aire de paciente fatiga, ella mordisqueando una manzana con más aplicación que ganas.
A la cuarta vez de encontrarse con todo eso, de hacer todo eso, el ingeniero había decidido no salir más de su coche, a la espera de que la policía disolviese de alguna manera el embotellamiento. El calor de agosto se sumaba a ese tiempo a ras de neumáticos para que la inmovilidad fuese cada vez más enervante. Todo era olor a gasolina, gritos destemplados de los jovencitos del Simca, brillo del sol rebotando en los cristales y en los bordes cromados, y para colmo sensación contradictoria del encierro en plena selva de máquinas pensadas para correr. El 404 del ingeniero ocupa el segundo lugar de la pista de la derecha contando desde la franja divisoria de las dos pistas, con lo cual tenía otros cuatro autos a su derecha y siete a su izquierda, aunque de hecho sólo pudiera ver distintamente los ocho coches que lo rodeaban y sus ocupantes que ya había detallado hasta cansarse. Había 114
charlado con todos, salvo con los muchachos del Simca que caían antipáticos; entre trecho y trecho se había discutido la situación en sus menores detalles, y la impresión general era que hasta Corbeil-Essones se avanzaría al paso o poco menos, pero que entre Corbeil y Juvisy el ritmo iría acelerándose una vez que los helicópteros y los motociclistas lograran quebrar lo peor del embotellamiento. A nadie le cabía duda de que algún accidente muy grave debía haberse producido en la zona, única explicación de una lentitud tan increíble. Y con eso el gobierno, el calor, los impuestos, la vialidad, un tópico tras otro, tres metros, otro lugar común, cinco metros, una frase sentenciosa o una maldición contenida.
A las dos monjitas del 2HP les hubiera convenido tanto llegar a Milly-la-Fôret antes de las ocho, pues llevaban una cesta de hortalizas para la cocinera. Al matrimonio del Peugeot 203 le importaba sobre todo no perder los juegos televisados de las nueve y media; la muchacha del Dauphine le había dicho al ingeniero que le daba lo mismo llegar más tarde a París pero que se quejaba por principio, porque le parecía un atropello someter a millares de personas a un régimen de caravana de camellos. En esas últimas horas (debían ser casi las cinco pero el calor los hostigaba insoportablemente) habían avanzado unos cincuenta metros a juicio del ingeniero, aunque uno de los hombres del Taunus que se había acercado a charlar llevando de la mano al niño con su autito, mostró irónicamente la copa de un plátano solitario y la muchacha del Dauphine recordó que ese plátano (si no era un castaño) había estado en la misma línea que su auto durante tanto tiempo que ya ni valía la pena mirar el reloj pulsera para perderse en cálculos inútiles.
No atardecía nunca, la vibración del sol sobre la pista y las carrocerías dilataba el vértigo hasta la náusea. Los anteojos negros, los pañuelos con agua de colonia en la cabeza, los recursos improvisados para protegerse, para evitar un reflejo chirriante o las bocanadas de los caños de escape a cada avance, se organizaban y perfeccionaban, eran objeto de comunicación y comentario. El ingeniero bajó otra vez para estirar las piernas, cambió unas palabras con la pareja de aire campesino del Ariane que precedía al 2HP de las monjas. Detrás del 2HP había un Volkswa115
gen con un soldado y una muchacha que parecían recién casados. La tercera fila hacia el exterior dejaba de interesarle porque hubiera tenido que alejarse peligrosamente del 404; veía colores, formas, Mercedes Benz, ID, 4R, Lancia, Skoda, Morris Minor, el catálogo completo. A la izquierda, sobre la pista opuesta, se tendía otra maleza inalcanzable de Renault, Anglia, Peugeot, Porsche, Volvo; era tan monótono que al final, después de charlar con los dos hombres del Taunus y de intentar sin éxito un cambio de impresiones con el solitario conductor del Caravelle, no quedaba nada mejor que volver al 404 y reanudar la misma conversación sobre la hora, las distancias y el cine con la muchacha del Dauphine.
A veces llegaba un extranjero, alguien que se deslizaba entre los autos viniendo desde el otro lado de la pista o desde la filas exteriores de la derecha, y que traía alguna noticia probablemente falsa repetida de auto en auto a lo largo de calientes kilómetros. El extranjero saboreaba el éxito de sus novedades, los golpes de las portezuelas cuando los pasajeros se precipitaban para comentar lo sucedido, pero al cabo de un rato se oía alguna bocina o el arranque de un motor, y el extranjero salía corriendo, se lo veía zigzaguear entre los autos para reintegrase al suyo y no quedar expuesto a la justa cólera de los demás. A lo largo de la tarde se había sabido así del choque de un Floride contra un 2HP cerca de Corbeil, tres muertos y un niño herido, el doble choque de un Fiat 1500 contra un furgón Renault que había aplastado un Austin lleno de turistas ingleses, el vuelco de un autocar de Orly colmado de pasajeros procedentes del avión de Copenhague. El ingeniero estaba seguro de que todo o casi todo era falso, aunque algo grave debía haber ocurrido cerca de Corbeil e incluso en las proximidades de París para que la circulación se hubiera paralizado hasta ese punto. Los campesinos del Ariane, que tenían una granja del lado de Montereau y conocían bien la región, contaban con otro domingo en que el tránsito había estado detenido durante cinco horas, pero ese tiempo empezaba a parecer casi nimio ahora que el sol, acostándose hacia la izquierda de la ruta, volcaba en cada auto una última avalancha de jalea anaranjada que hacía hervir los metales y ofuscaba la vista, sin que jamás una copa de árbol desapareciera del todo a la espalda, sin que otra sombra apenas entrevista a la distancia se acercara como para poder sentir de verdad que la columna se estaba moviendo 116
aunque fuera apenas, aunque hubiera que detenerse y arrancar y bruscamente clavar el freno y no salir nunca de la primera velocidad, del desencanto insultante de pasar una vez más de la primera al punto muerto, freno de pie, freno de mano, stop, y así otra vez y otra vez y otra.
En algún momento, harto de inacción, el ingeniero se había decidido a aprovechar un alto especialmente interminable para recorrer las filas de la izquierda, y dejando a su espalda el Dauphine había encontrado un DKW, otro 2HP, un Fiat 600, y se había detenido junto a un De Soto para cambiar impresiones con el azorado turista de Washington que no entendía casi el francés pero que tenía que estar a las ocho en la Place de l’Opéra sin falta you understand, my wife will be awfully anxious, damn it, y se hablaba un poco de todo cuando un hombre con aire de viajante de comercio salió del DKW para contarles que alguien había llegado un rato antes con la noticia de que un Piper Club se había estrellado en plena autopista, varios muertos. Al americano el Piper Club lo tenía profundamente sin cuidado, y también al ingeniero que oyó un coro de bocinas y se apresuró a regresar al 404, transmitiendo de paso las novedades a los dos hombres del Taunus y al matrimonio del 203. Reservó una explicación más detallada para la muchacha del Dauphine mientras los coches avanzaban lentamente unos pocos metros (ahora el Dauphine estaba ligeramente retrasado con relación al 404, y más tarde sería al revés, pero de hecho las doce filas se movían prácticamente en bloque, como si un gendarme invisible en el fondo de la autopista ordenara el avance simultáneo sin que nadie pudiese obtener ventajas). Piper Club, señorita, es un pequeño avión de paseo. Ah. Y la mala idea de estrellarse en plena autopista un domingo de tarde. Esas cosas. Si por lo menos hiciera menos calor en los condenados autos, si esos árboles de la derecha quedaran por fin a la espalda, si la última cifra del cuentakilómetros acabara de caer en su agujerito negro en vez de seguir suspendida por la cola, interminablemente.
En algún momento (suavemente empezaba a anochecer, el horizonte de techos de automóviles se teñía de lila) una gran mariposa blanca se posó en el parabrisas 117
del Dauphine, y la muchacha y el ingeniero admiraron sus alas en la breve y perfecta suspensión de su reposo; la vieron alejarse con una exasperada nostalgia, sobrevolar el Taunus, el ID violeta de los ancianos, ir hacia el Fiat 600 ya invisible desde el 404, regresar hacia el Simca donde una mano cazadora trató inútilmente de atraparla, aletear amablemente sobre el Ariane de los campesinos que parecían estar comiendo alguna cosa, y perderse después hacia la derecha. Al anochecer la columna hizo un primer avance importante, de casi cuarenta metros; cuando el ingeniero miró distraídamente el cuentakilómetros, la mitad del 6 había desaparecido y un asomo del 7 empezaba a descolgarse de lo alto. Casi todo el mundo escuchaba sus radios, los del Simca la habían puesto a todo trapo y coreaban un twist con sacudidas que hacían vibrar la carrocería; las monjas pasaban las cuentas de sus rosarios, el niño del Taunus se había dormido con la cara pegada a un cristal, sin soltar el auto de juguete. En algún momento (ya era noche cerrada) llegaron extranjeros con más noticias, tan contradictorias como las otras ya olvidadas, No había sido un Piper Club sino un planeador piloteado por la hija de un general. Era exacto que un furgón Renault había aplastado un Austin, pero no en Juvisy sino casi en las puertas de París; uno de los extranjeros explicó al matrimonio del 203 que el macadam de la autopista había cedido a la altura de Igny y que cinco autos habían volcado al meter las ruedas delanteras en la grieta. La idea de una catástrofe natural se propagó hasta el ingeniero, que se encogió de hombros sin hacer comentarios. Más tarde, pensando en esas primeras horas de oscuridad en que habían respirado un poco más libremente, recordó que en algún momento había sacado el brazo por la ventanilla para tamborilear en la carrocería del Dauphine y despertar a la muchacha que se había dormido reclinada sobre el volante, sin preocuparse de un nuevo avance. Quizá ya era medianoche cuando una de las monjas le ofreció tímidamente un sándwich de jamón, suponiendo que tendría hambre. El ingeniero lo aceptó por cortesía (en realidad sentía náuseas) y pidió permiso para dividirlo con la muchacha del Dauphine, que aceptó y comió golosamente el sándwich y la tableta de chocolate que le había pasado el viajante del DKW, su vecino de la izquierda. Mucha gente había salido de los autos recalentados, porque otra vez llevaban horas sin avanzar; se empezaba a sentir sed, ya agotadas las botellas de limonada, la coca-cola y hasta los vinos de a bordo. La primera en quejarse fue la niña del 203, y el soldado y el ingeniero abandonaron los autos junto con el pa118
dre de la niña para buscar agua. Delante del Simca, donde la radio parecía suficiente alimento, el ingeniero encontró un Beaulieu ocupado por una mujer madura de ojos inquietos. No, no tenía agua pero podía darle unos caramelos para la niña. El matrimonio del ID se consultó un momento antes de que la anciana metiera las manos en un bolso y sacara una pequeña lata de jugo de frutas. El ingeniero agradeció y quiso saber si tenían hambre y si podía serles útil; el viejo movió negativamente la cabeza, pero la mujer pareció asentir sin palabras. Más tarde la muchacha del Dauphine y el ingeniero exploraron juntos las filas de la izquierda, sin alejarse demasiado; volvieron con algunos bizcochos y los llevaron a la anciana del ID, con el tiempo justo para regresar corriendo a sus autos bajo una lluvia de bocinas.
Aparte de esas mínimas salidas, era tan poco lo que podía hacerse que las horas acababan por superponerse, por ser siempre la misma en el recuerdo; en algún momento el ingeniero pensó en tachar ese día en su agenda y contuvo una risotada, pero más adelante, cuando empezaron los cálculos contradictorios de las monjas, los hombres del Taunus y la muchacha del Dauphine, se vio que hubiera convenido llevar mejor la cuenta. Las diarios locales habían suspendido las emisiones, y sólo el viajante del DKW tenía un aparato de ondas cortas que se empeñaba en transmitir noticias bursátiles.. Hacia las tres de la madrugada pareció llegarse a un acuerdo tácito para descansar, y hasta el amanecer la columna no se movió. Los muchachos del Simca sacaron unas camas neumáticas y se tendieron al lado del auto; el ingeniero bajó el respaldo de los asientos delanteros del 404 y ofreció las cuchetas a las monjas, que rehusaron; antes de acostarse un rato, el ingeniero pensó en la muchacha del Dauphine, muy quieta contra el volante, y como sin darle importancia le propuso que cambiaran de autos hasta el amanecer; ella se negó, alegando que podía dormir muy bien de cualquier manera. Durante un rato se oyó llorar al niño del Taunus, acostado en el asiento trasero donde debía tener demasiado calor. Las monjas rezaban todavía cuando el ingeniero se dejó caer en la cucheta y se fue quedando dormido, pero su sueño seguía demasiado cerca de la vigilia y acabó por despertarse sudoroso e inquieto, sin comprender en un primer momento dónde estaba; enderezándose, empezó a percibir los confusos movimien119
tos del exterior, un deslizarse de sombras entre los autos, y vio un bulto que se alejaba hacia el borde de la autopista; adivinó las razones, y más tarde también él salió del auto sin hacer ruido y fue a aliviarse al borde de la ruta; no había setos ni árboles, solamente el campo negro y sin estrellas, algo que parecía un muro abstracto limitando la cinta blanca del macadam con su río inmóvil de vehículos, Casi tropezó con el campesino del Ariane, que balbuceó una frase ininteligible; al olor de la gasolina, persistente en la autopista recalentada, se sumaba ahora la presencia más ácida del hombre, y el ingeniero volvió lo antes posible a su auto. La chica del Dauphine dormía apoyada sobre el volante, un mechón de pelo contra los ojos; antes de subir al 404, el ingeniero se divirtió explorando en la sombra su perfil, adivinando la curva de los labios que soplaban suavemente. Del otro lado, el hombre del DKW miraba también dormir a la muchacha, fumando en silencio.
Por la mañana se avanzó muy poco pero lo bastante como para darles la esperanza de que esa tarde se abriría la ruta hacia París. A las nueve llegó un extranjero con buenas noticias: habían rellenado las grietas y pronto se podría circular normalmente. Los muchachos del Simca encendieron la radio y uno de ellos trepó al techo del auto y gritó y cantó. El ingeniero se dijo que la noticia era tan dudosa como las de la víspera, y que el extranjero había aprovechado la alegría del grupo para pedir y obtener una naranja que le dio el matrimonio del Ariane. Más tarde llegó otro extranjero con la misma treta, pero nadie quiso darle nada. El calor empezaba a subir y la gente prefería quedarse en los autos a la espera de que se concretaran las buenas noticias. A mediodía la niña del 203 empezó a llorar otra vez, y la muchacha del Dauphine fue a jugar con ella y se hizo amiga del matrimonio. Los del 203 no tenían suerte; a su derecha estaba el hombre silencioso del Caravelle, ajeno a todo lo que ocurría en torno, y a su izquierda tenían que aguantar la verbosa indignación del conductor de un Floride, para quien el embotellamiento era una afrenta exclusivamente personal. Cuando la niña volvió a quejarse de sed, al ingeniero se le ocurrió ir a hablar con los campesinos del Ariane, seguro de que en ese auto había cantidad de provisiones. Para su sorpresa los campesinos se mostraron muy amables; comprendían que en una situación semejante era necesario ayudarse, y pensaban que si alguien se encargaba de dirigir el grupo (la mujer hacía 120
un gesto circular con la mano, abarcando la docena de autos que los rodeaba) no se pasarían apreturas hasta llegar a Paría. Al ingeniero lo molestaba la idea de erigirse en organizador, y prefirió llamar a los hombres del Taunus para conferenciar con ellos y con el matrimonio del Ariane. Un rato después consultaron sucesivamente a todos los del grupo. El joven soldado del Volkswagen estuvo inmediatamente de acuerdo, y el matrimonio del 203 ofreció las pocas provisiones que les quedaban (la muchacha del Dauphine había conseguido un vaso de granadina con agua para la niña, que reía y jugaba). Uno de los hombres del Taunus, que había ido a consultar a los muchachos del Simca, obtuvo un asentimiento burlón; el hombre pálido del Caravelle se encogió de hombros y dijo que le daba lo mismo, que hicieran lo que les pareciese mejor. Los ancianos del ID y la señora del Beaulieu se mostraron visiblemente contentos, como si se sintieran más protegidos. Los pilotos del Floride y del DKW no hicieron observaciones, y el americano del De Soto los miró asombrado y dijo algo sobre la voluntad de Dios. Al ingeniero le resultó fácil proponer que uno de los ocupantes del Taunus, en que tenía una confianza instintiva, se encargará de coordinar las actividades. A nadie le faltaría de comer por el momento, pero era necesario conseguir agua; el jefe, al que los muchachos del Simca llamaban Taunus a secas para divertirse, pidió al ingeniero, al soldado y a uno de los muchachos que exploraran la zona circundante de la autopista y ofrecieran alimentos a cambio de bebidas. Taunus, que evidentemente sabía mandar, había calculado que deberían cubrirse las necesidades de un día y medio como máximo, poniéndose en la posición menos optimista. En el 2HP de las monjas y en el Ariane de los campesinos había provisiones suficientes para ese tiempo, y si los exploradores volvían con agua el problema quedaría resuelto. Pero solamente el soldado regresó con una cantimplora llena, cuyo dueño exigía en cambio comida para dos personas. El ingeniero no encontró a nadie que pudiera ofrecer agua, pero el viaje le sirvió para advertir que más allá de su grupo se estaban constituyendo otras células con problemas semejantes; en un momento dado el ocupante de un Alfa Romeo se negó a hablar con él del asunto, y le dijo que se dirigiera al representante de su grupo, cinco autos atrás en la misma fila. Más tarde vieron volver al muchacho del Simca que no había podido conseguir agua, pero Taunus calculó que ya tenían bastante para los dos niños, la anciana del ID y el resto de las mujeres. El ingeniero le estaba contando a la muchacha del Dauphine 121
su circuito por la periferia (era la una de la tarde, y el sol los acorralaba en los autos) cuando ella lo interrumpió con un gesto y le señaló el Simca. En dos saltos el ingeniero llegó hasta el auto y sujetó por el codo a uno de los muchachos, que se repantigaba en su asiento para beber a grandes tragos de la cantimplora que había traído escondida en la chaqueta. A su gesto iracundo, el ingeniero respondió aumentando la presión en el brazo; el otro muchacho bajó del auto y se tiró sobre el ingeniero, que dio dos pasos atrás y lo esperó casi con lástima. El soldado ya venía corriendo, y los gritos de las monjas alertaron a Taunus y a su compañero; Taunus escuchó lo sucedido, se acercó al muchacho de la botella y le dio un par de bofetadas. El muchacho gritó y protestó, lloriqueando, mientras el otro rezongaba sin atreverse a intervenir. El ingeniero le quitó la botella y se la alcanzó a Taunus. Empezaban a sonar bocinas y cada cual regresó a su auto, por lo demás inútilmente puesto que la columna avanzó apenas cinco metros.
A la hora de la siesta, bajo un sol todavía más duro que la víspera, una de las monjas se quitó la toca y su compañera le mojó las sienes con agua de colonia. Las mujeres improvisaban de a poco sus actividades samaritanas, yendo de un auto a otro, ocupándose de los niños para que los hombres estuvieran más libres: nadie se quejaba pero el buen humor era forzado, se basaba siempre en los mismos juegos de palabras, en un escepticismo de buen tono. Para el ingeniero y la muchacha del Dauphine, sentirse sudorosos y sucios era la vejación más grande; lo enternecía casi la rotunda indiferencia del matrimonio de campesinos al olor que les brotaba de las axilas cada vez que venían a charlar con ellos o a repetir alguna noticia de último momento. Hacia el atardecer el ingeniero miró casualmente por el retrovisor y encontró como siempre la cara pálida y de rasgos tensos del hombre del Caravelle, que al igual que el gordo piloto del Floride se había mantenido ajeno a todas las actividades. Le pareció que sus facciones se habían afilado todavía más, y se preguntó si no estaría enfermo. Pero después, cuando al ir a charlar con el soldado y su mujer tuvo ocasión de mirarlo desde más cerca, se dijo que ese hombre no estaba enfermo; era otra cosa, una separación, por darle algún nombre. El soldado del Volkswagen le contó más tarde que a su mujer le daba miedo ese hombre silencioso que no se apartaba jamás del volante y que parecía dormir despierto. Nacían 122
hipótesis, se creaba un folklore para luchar contra la inacción. Los niños del Taunus y el 203 se habían hecho amigos y se habían peleado y luego se habían reconciliado; sus padres se visitaban, y la muchacha del Dauphine iba cada tanto a ver cómo se sentían la anciana del ID y la señora del Beaulieu. Cuando al atardecer soplaron bruscamente una ráfagas tormentosas y el sol se perdió entre las nubes que se alzaban al oeste, la gente se alegró pensando que iba a refrescar. Cayeron algunas gotas, coincidiendo con un avance extraordinario de casi cien metros; a lo lejos brilló un relámpago y el calor subió todavía más. Había tanta electricidad en la atmósfera que Taunus, con un instinto que el ingeniero admiró sin comentarios, dejó al grupo en paz hasta la noche, como si temiera los efectos del cansancio y el calor. A las ocho las mujeres se encargaron de distribuir las provisiones; se había decidido que el Ariane de los campesinos sería el almacén general, y que el 2HP de las monjas serviría de depósito suplementario. Taunus había ido en persona a hablar con los jefes de los cuatro o cinco grupos vecinos; después, con ayuda del soldado y el hombre del 203, llevó una cantidad de alimentos a los grupos, regresando con más agua y un poco de vino. Se decidió que los muchachos del Simca cederían sus colchones neumáticos a la anciana del ID y a la señora del Beaulieu; la muchacha del Dauphine les llevó dos mantas escocesas y el ingeniero ofreció su coche, que llamaba burlonamente el wagon-lit, a quienes lo necesitaran. Para su sorpresa, la muchacha del Dauphine aceptó el ofrecimiento y esa noche compartió las cuchetas del 404 con una de las monjas; la otra fue a dormir al 203 junto a la niña y su madre, mientras el marido pasaba la noche sobre el macadam, envuelto en una frazada. El ingeniero no tenía sueño y jugó a los dados con Taunus y su amigo; en algún momento se les agregó el campesino del Ariane y hablaron de política bebiendo unos tragos del aguardiente que el campesino había entregado a Taunus esa mañana. La noche no fue mala; había refrescado y brillaban algunas estrellas entre las nubes.
Hacia el amanecer los ganó el sueño, esa necesidad de estar a cubierto que nacía con la grisalla del alba. Mientras Taunus dormía junto al niño en el asiento trasero, su amigo y el ingeniero descansaron un rato en la delantera. Entre dos imágenes de sueño, el ingeniero creyó oír gritos a la distancia y vio un resplandor indis123
tinto; el jefe de otro grupo vino a decirles que treinta autos más adelante había habido un principio de incendio en un Estafette, provocado por alguien que había querido hervir clandestinamente unas legumbres. Taunus bromeó sobre lo sucedido mientras iba de auto en auto para ver cómo habían pasado todos la noche, pero a nadie se le escapó lo que quería decir. Esa mañana la columna empezó a moverse muy temprano y hubo que correr y agitarse para recuperar los colchones y las mantas, pero como en todas partes debía estar sucediendo lo mismo nadie se impacientaba ni hacía sonar las bocinas. A mediodía habían avanzado más de cincuenta metros, y empezaba a divisarse la sombra de un bosque a la derecha de la ruta. Se envidiaba la suerte de los que en ese momento podían ir hasta la banquina y aprovechar la frescura de la sombra; quizá había un arroyo, o un grifo de agua potable. La muchacha del Dauphine cerró los ojos y pensó en una ducha cayéndole por el cuello y la espalda, corriéndole por las piernas; el ingeniero, que la miraba de reojo, vio dos lágrimas que le resbalaban por las mejillas.
Taunus, que acababa de adelantarse hasta el ID, vino a buscar a las mujeres más jóvenes para que atendieran a la anciana que no se sentía bien. El jefe del tercer grupo a retaguardia contaba con un médico entre sus hombres, y el soldado corrió a buscarlo. Al ingeniero, que había seguido con irónica benevolencia los esfuerzos de los muchachitos del Simca para hacerse perdonar su travesura, entendió que era el momento de darles su oportunidad. Con los elementos de una tienda de campaña los muchachos cubrieron la ventanilla del 404, y el wagon-lit se transformó en ambulancia para que la anciana descansara en una oscuridad relativa. Su marido se tendió a su lado, teniéndole la mano, y los dejaron solos con el médico. Después las monjas se ocuparon de la anciana, que se sentía mejor, y el ingeniero pasó la tarde como pudo, visitando otros autos y descansando en el de Taunus cuando el sol castigaba demasiado; sólo tres veces le tocó correr hasta su auto, donde los viejitos parecían dormir, para hacerlo avanzar junto con la columna hasta el alto siguiente. Los ganó la noche sin que hubiesen llegado a la altura del bosque.
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Hacia las dos de la madrugada bajó la temperatura, y los que tenían mantas se alegraron de poder envolverse en ellas. Como la columna no se movería hasta el alba (era algo que se sentía en el aire, que venía desde el horizonte de autos inmóviles en la noche) el ingeniero y Taunus se sentaron a fumar y a charlar con el campesino del Ariane y el soldado. Los cálculos de Taunus no correspondían ya a la realidad, y lo dijo francamente; por la mañana habría que hacer algo para conseguir más provisiones y bebidas. El soldado fue a buscar a los jefes de los grupos vecinos, que tampoco dormían, y se discutió el problema en voz baja para no despertar a las mujeres. Los jefes habían hablado con los responsables de los grupos más alejados, en un radio de ochenta o cien automóviles, y tenían la seguridad de que la situación era análoga en todas partes. El campesino conocía bien la región y propuso que dos o tres hombres de cada grupo saliera al alba para comprar provisiones en las granjas cercanas, mientras Taunus se ocupaba de designar pilotos para los autos que quedaran sin dueño durante la expedición. La idea era buena y no resultó difícil reunir dinero entre los asistentes; se decidió que el campesino, el soldado y el amigo de Taunus irían juntos y llevarían todas las bolsas, redes y cantimploras disponibles. Los jefes de los otros grupos volvieron a sus unidades para organizar expediciones similares, y al amanecer se explicó la situación a las mujeres y se hizo lo necesario para que la columna pudiera seguir avanzando. La muchacha del Dauphine le dijo al ingeniero que la anciana ya estaba mejor y que insistía en volver a su ID; a las ocho llegó el médico, que no vio inconvenientes en que el matrimonio regresara a su auto. De todos modos, Taunus decidió que el 404 quedaría habilitado permanentemente como ambulancia; los muchachos, para divertirse, fabricaron un banderín con una cruz roja y lo fijaron en la antena del auto. Hacía ya rato que la gente prefería salir lo menos posible de sus coches; la temperatura seguía bajando y a mediodía empezaron los chaparrones y se vieron relámpagos a la distancia. La mujer del campesino se apresuró a recoger agua con un embudo y una jarra de plástico, para especial regocijo de los muchachos del Simca. Mirando todo eso, inclinado sobre el volante donde había un libro abierto que no le interesaba demasiado, el ingeniero se preguntó por qué los expedicionarios tardaban tanto en regresar; más tarde Taunus lo llamó discretamente a su auto y cuando estuvieron dentro le dijo que habían fracasado. El amigo de Taunus dio detalles: las granjas estaban abandonadas o la gente se negaba a venderles nada, adu125
ciendo las reglamentaciones sobre ventas a particulares y sospechando que podían ser inspectores que se valían de las circunstancias para ponerlos a prueba. A pesar de todo habían podido traer una pequeña cantidad de agua y algunas provisiones, quizá robadas por el soldado que sonreía sin entrar en detalles. Desde luego ya no se podía pasar mucho tiempo sin que cesara el embotellamiento, pero los alimentos de que se disponía no eran los más adecuados para los dos niños y la anciana. El médico, que vino hacia las cuatro y media para ver a la enferma, hizo un gesto de exasperación y cansancio y dijo a Taunus que en su grupo y en todos los grupos vecinos pasaba lo mismo. Por la radio se había hablado de una operación de emergencia para despejar la autopista, pero aparte de un helicóptero que apareció brevemente al anochecer no se vieron otros aprestos. De todas maneras hacía cada vez menos calor, y la gente parecía esperar la llegada de la noche para taparse con las mantas y abolir en el sueño algunas horas más de espera. Desde su auto el ingeniero escuchaba la charla de la muchacha del Dauphine con el viajante del DKW, que le contaba cuentos y la hacía reír sin ganas. Lo sorprendió ver a la señora del Beaulieu que casi nunca abandonaba su auto, y bajó para saber si necesitaba alguna cosa, pero la señora buscaba solamente las últimas noticias y se puso a hablar con las monjas. Un hastío sin nombre pesaba sobre ellos al anochecer; se esperaba más del sueño que de las noticias siempre contradictorias o desmentidas. El amigo de Taunus llegó discretamente a buscar al ingeniero, al soldado y al hombre del 203. Taunus les anunció que el tripulante del Floride acababa de desertar; uno de los muchachos del Simca había visto el coche vacío, y después de un rato se había puesto a buscar a su dueño para matar el tedio. Nadie conocía mucho al hombre gordo del Floride, que tanto había protestado el primer día aunque después acabara de quedarse tan callado como el piloto del Caravelle.. Cuando a las cinco de la mañana no quedó la menor duda de que Floride, como se divertían en llamarlo los chicos del Simca, había desertado llevándose un valija de mano y abandonando otra llena de camisas y ropa interior, Taunus decidió que uno de los muchachos se haría cargo del auto abandonado para no inmovilizar la columna. A todos los había fastidiado vagamente esa deserción en la oscuridad, y se preguntaban hasta dónde habría podido llegar Floride en su fuga a través de los campos. Por lo demás parecía ser la noche de las grandes decisiones: tendido en su cucheta del 404, al ingeniero le pareció oír un quejido, pero pensó que el soldado y su mujer serían 126
responsables de algo que, después de todo, resultaba comprensible en plena noche y en esas circunstancias. Después lo pensó mejor y levantó la lona que cubría la ventanilla trasera; a la luz de unas pocas estrellas vio a un metro y medio el eterno parabrisas del Caravelle y detrás, como pegada al vidrio y un poco ladeada, la cara convulsa del hombre. Sin hacer ruido salió por el lado izquierdo para no despertar a la monjas, y se acercó al Caravelle. Después buscó a Taunus, y el soldado corrió a prevenir al médico. Desde luego el hombre se había suicidado tomando algún veneno; las líneas a lápiz en la agenda bastaban, y la carta dirigida a una tal Ivette, alguien que lo había abandonado en Vierzon. Por suerte la costumbre de dormir en los autos estaba bien establecida (las noches eran ya tan frías que a nadie se le hubiera ocurrido quedarse fuera) y a pocos les preocupaba que otros anduvieran entre los coches y se deslizaran hacia los bordes de la autopista para aliviarse. Taunus llamó a un consejo de guerra, y el médico estuvo de acuerdo con su propuesta. Dejar el cadáver al borde de la autopista significaba someter a los que venían más atrás a una sorpresa por lo menos penosa: llevarlo más lejos, en pleno campo, podía provocar la violenta repulsa de los lugareños, que la noche anterior habían amenazado y golpeado a un muchacho de otro grupo que buscaba de comer. El campesino del Ariane y el viajante del DKW tenían lo necesario para cerrar herméticamente el portaequipaje del Caravelle. Cuando empezaban su trabajo se les agregó la muchacha del Dauphine, que se colgó temblando del brazo del ingeniero. Él le explicó en voz baja lo que acababa de ocurrir y la devolvió a su auto, ya más tranquila. Taunus y sus hombres habían metido el cuerpo en el portaequipajes, y el viajante trabajó con scotch tape y tubos de cola líquida a la luz de la linterna del soldado. Como la mujer del 203 sabía conducir, Taunus resolvió que su marido se haría cargo del Caravelle que quedaba a la derecha del 203; así, por la mañana, la niña del 203 descubrió que su papá tenía otro auto, y jugó horas y horas a pasar de uno a otro y a instalar parte de sus juguetes en el Caravelle.
Por primera vez el frío se hacía sentir en pleno día, y nadie pensaba en quitarse las chaquetas. La muchacha del Dauphine y las monjas hicieron el inventario de los abrigos disponibles en el grupo. Había unos pocos pulóveres que aparecían por casualidad en los autos o en alguna valija, mantas, alguna gabardina o abrigo lige127
ro. Otra vez volvía a faltar el agua, y Taunus envió a tres de sus hombres, entre ellos el ingeniero, para que trataran de establecer contacto con los lugareños. Sin que pudiera saberse por qué, la resistencia exterior era total; bastaba salir del límite de la autopista para que desde cualquier sitio llovieran piedras. En plena noche alguien tiró una guadaña que golpeó el techo del DKW y cayó al lado del Dauphine. El viajante se puso muy pálido y no se movió de su auto, pero el americano del De Soto (que no formaba parte del grupo de Taunus pero que todos apreciaban por su buen humor y sus risotadas) vino a la carrera y después de revolear la guadaña la devolvió campo afuera con todas sus fuerzas, maldiciendo a gritos. Sin embargo, Taunus no creía que conviniera ahondar la hostilidad; quizás fuese todavía posible hacer una salida en busca de agua.
Ya nadie llevaba la cuenta de lo que se había avanzado ese día o esos días; la muchacha del Dauphine creía que entre ochenta y doscientos metros; el ingeniero era menos optimista pero se divertía en prolongar y complicar los cálculos con su vecina, interesado de a ratos en quitarle la compañía del viajante del DKW que le hacía la corte a su manera profesional. Esa misma tarde el muchacho encargado del Floride corrió a avisar a Taunus que un Ford Mercury ofrecía agua a buen precio. Taunus se negó, pero al anochecer una de las monjas le pidió al ingeniero un sorbo de agua para la anciana del ID que sufría sin quejarse, siempre tomada de la mano de su marido y atendida alternativamente por las monjas y la muchacha del Dauphine. Quedaba medio litro de agua, y las mujeres lo destinaron a la anciana y a la señora del Beaulieu. Esa misma noche Taunus pagó de su bolsillo dos litros de agua; el Ford Mercury prometió conseguir más para el día siguiente, al doble del precio. Era difícil reunirse para discutir, porque hacía tanto frío que nadie abandonaba los autos como no fuera por un motivo imperioso. Las baterías empezaban a descargarse y no se podía hacer funcionar todo el tiempo la calefacción; Taunus decidió que los dos coches mejor equipados se reservarían llegado el caso para los enfermos. Envueltos en mantas (los muchachos del Simca habían arrancado el tapizado de su auto para fabricarse chalecos y gorros, y otros empezaron a imitarlos), cada uno trataba de abrir lo menos posible las portezuelas para conservar el calor. En alguna de esas noches heladas el ingeniero oyó llorar ahogadamen128
te a la muchacha del Dauphine. Sin hacer ruido, abrió poco a poco la portezuela y tanteó en la sombra hasta rozar una mejilla mojada. Casi sin resonancia la chica se dejó atraer al 404; el ingeniero la ayudó a tenderse en la cucheta, la abrigó con la única manta y le echó encima su gabardina. La oscuridad era más densa en el coche ambulancia, con sus ventanillas tapadas por las lomas de la rienda. En algún momento el ingeniero bajó los dos parasoles y colgó de ellos su camisa y un pulóver para aislar completamente el auto. Hacia el amanecer ella le dijo al oído que antes de empezar a llorar había creído ver a lo lejos, sobre la derecha, las luces de una ciudad.
Quizá fuera una ciudad pero las nieblas de la mañana no dejaban ver ni a veinte metros. Curiosamente ese día la columna avanzó bastante más, quizás doscientos o trescientos metros. Coincidió con nuevos anuncios de la radio (que casi nadie escuchaba, salvo Taunus que se sentía obligado a mantenerse al corriente); los locutores hablaban enfáticamente de medidas de excepción que liberarían la autopista, y se hacían referencias al agotador trabajo de las cuadrillas camineras y de las fuerzas policiales. Bruscamente, una de las monjas deliró. Mientras su compañera la contemplaba aterrada y la muchacha del Dauphine le humedecía las sienes con un resto de perfume, la monja hablo de Armagedón, del noveno día, de la cadena de cinabrio. El médico vino mucho después, abriéndose paso entre la nieve que caía desde el mediodía y amurallaba poco a poco los autos. Deploró la carencia de una inyección calmante y aconsejó que llevaran a la monja a un auto con buena calefacción. Taunus la instaló en su coche, y el niño pasó al Caravelle donde también estaba su amiguita del 203; jugaban con sus autos y se divertían mucho porque eran los únicos que no pasaban hambre. Todo ese día y los siguientes nevó casi de continuo, y cuando la columna avanzaba unos metros había que despejar con medios improvisados las masas de nieve amontonadas entre los autos.
A nadie se le hubiera ocurrido asombrarse por la forma en que se obtenían las provisiones y el agua. Lo único que podía hacer Taunus era administrar los fondos comunes y tratar de sacar el mejor partido posible de algunos trueques. El Ford 129
Mercury y un Porsche venían cada noche a traficar con las vituallas; Taunus y el ingeniero se encargaban de distribuirlas de acuerdo con el estado físico de cada uno. Increíblemente la anciana del ID sobrevivía, perdida en un sopor que las mujeres se cuidaban de disipar. La señora del Beaulieu que unos días antes había sufrido de náuseas y vahídos, se había repuesto con el frío y era de las que más ayudaba a la monja a cuidar a su compañera, siempre débil y un poco extraviada. La mujer del soldado y del 203 se encargaban de los dos niños; el viajante del DKW, quizá para consolarse de que la ocupante del Dauphine hubiera preferido al ingeniero, pasaba horas contándoles cuentos a los niños. En la noche los grupos ingresaban en otra vida sigilosa y privada; las portezuelas se abrían silenciosamente para dejar entrar o salir alguna silueta aterida; nadie miraba a los demás, los ojos tan ciegos como la sombra misma. Bajo mantas sucias, con manos de uñas crecidas, oliendo a encierro y a ropa sin cambiar, algo de felicidad duraba aquí y allá. La muchacha del Dauphine no se había equivocado: a lo lejos brillaba una ciudad, y poco y a poco se irían acercando. Por las tardes el chico del Simca se trepaba al techo de su coche, vigía incorregible envuelto en pedazos de tapizado y estopa verde. Cansado de explorar el horizonte inútil, miraba por milésima vez los autos que lo rodeaban; con alguna envidia descubría a Dauphine en el auto del 404, una mano acariciando un cuello, el final de un beso. Por pura broma, ahora que había reconquistado la amistad del 404, les gritaba que la columna iba a moverse; entonces Dauphine tenía que abandonar al 404 y entrar en su auto, pero al rato volvía a pasarse en buscar de calor, y al muchacho del Simca le hubiera gustado tanto poder traer a su coche a alguna chica de otro grupo, pero no era ni para pensarlo con ese frío y esa hambre, sin contar que el grupo de más adelante estaba en franco tren de hostilidad con el de Taunus por una historia de un tubo de leche condensada, y salvo las transacciones oficiales con Ford Mercury y con Porsche no había relación posible con los otros grupos. Entonces el muchacho del Simca suspiraba descontento y volvía a hacer de vigía hasta que la nieve y el frío lo obligaban a meterse tiritando en su auto.
Pero el frío empezó a ceder, y después de un período de lluvias y vientos que enervaron los ánimos y aumentaron las dificultades de aprovisionamiento, siguie130
ron días frescos y soleados en que ya era posible salir de los autos, visitarse, reanudar relaciones con los grupos de vecinos. Los jefes habían discutido la situación, y finalmente se logró hacer la paz con el grupo de más adelante. De la brusca desaparición del Ford Mercury se habló mucho tiempo sin que nadie supiera lo que había podido ocurrirle, pero Porsche siguió viniendo y controlando el mercado negro. Nunca faltaban del todo el agua o las conservas, aunque los fondos del grupo disminuían y Taunus y el ingeniero se preguntaban qué ocurriría el día en que no hubiera más dinero para Porsche. Se habló de un golpe de mano, de hacerlo prisionero y exigirle que revelara la fuente de los suministros, pero en esos días la columna había avanzado un buen trecho y los jefes prefirieron seguir esperando y evitar el riesgo de echarlo todo a perder por una decisión violenta. Al ingeniero, que había acabado por ceder a una indiferencia casi agradable, lo sobresaltó por un momento el tímido anuncio de la muchacha del Dauphine, pero después comprendió que no se podía hacer nada para evitarlo y la idea de tener un hijo de ella acabó por parecerle tan natural como el reparto nocturno de las provisiones o los viajes furtivos hasta el borde de la autopista. Tampoco la muerte de la anciana del ID podía sorprender a nadie. Hubo que trabajar otra vez en plena noche, acompañar y consolar al marido que no se resignaba a entender. Entre dos de los grupos de vanguardia estalló una pelea y Taunus tuvo que oficiar de árbitro y resolver precariamente la diferencia. Todo sucedía en cualquier momento, sin horarios previsibles; lo más importante empezó cuando ya nadie lo esperaba, y al menos responsable le tocó darse cuenta el primero. Trepado en el techo del Simca, el alegre vigía tuvo la impresión de que el horizonte había cambiado (era el atardecer, un sol amarillento deslizaba su luz rasante y mezquina) y que algo inconcebible estaba ocurriendo a quinientos metros, a trescientos, a doscientos cincuenta. Se lo gritó al 404 y el 404 le dijo algo Dauphine que se pasó rápidamente a su auto cuando ya Taunus, el soldado y el campesino venían corriendo y desde el techo del Simca el muchacho señalaba hacia adelante y repetía interminablemente el anuncio como si quisiera convencerse de que lo que estaba viendo era verdad; entonces oyeron la conmoción, algo como un pesado pero incontenible movimiento migratorio que despertaba de un interminable sopor y ensayaba sus fuerzas. Taunus les ordenó a gritos que volvieran a sus coches; el Beaulieu, el ID, el Fiat 600 y el De Soto arrancaron con un mismo impulso. Ahora el 2HP, el Taunus, el Simca y el Ariane empe131
zaban a moverse, y el muchacho del Simca, orgulloso de algo que era como su triunfo, se volvía hacia el 404 y agitaba el brazo mientras el 404, el Dauphine, el 2HP de las monjas y el DKW se ponían a su vez en marcha. Pero todo estaba en saber cuánto iba a durar eso; el 404 se lo preguntó casi por rutina mientras se mantenía a la par de Dauphine y le sonreía para darle ánimo. Detrás, el Volkswagen, el Caravelle, el 203 y el Floride arrancaban, a su vez lentamente, un trecho en primera velocidad, después la segunda, interminablemente la segunda pero ya sin desembragar como tantas veces, con el pie firme en el acelerador, esperando poder pasar a tercera. Estirando el brazo izquierdo el 404 buscó la mano de Dauphine, rozó apenas la punta de sus dedos, vio en su cara una sonrisa de incrédula esperanza y pensó que iban a llegar a París y que se bañarían, que irían juntos a cualquier lado, a su casa o a la de ella a bañarse, a comer, a bañarse interminablemente y a comer y beber, y que después habría muebles, habría un dormitorio con muebles y un cuarto de baño con espuma de jabón para afeitarse de verdad, y retretes, comida y retretes y sábanas, París era un retrete y dos sábanas y el agua caliente por el pecho y las piernas, y una tijera de uñas, y vino blanco, beberían vino blanco antes de besarse y sentirse oler a lavanda y a colonia, antes de conocerse de verdad a plena luz, entre sábanas limpias, y volver a bañarse por juego, amarse y bañarse y beber y entrar en la peluquería, entrar en el baño, acariciar las sábanas y acariciarse entre las sábanas y amarse entre la espuma y la lavanda y los cepillos antes de empezar a pensar en lo que iban a hacer, en el hijo y los problemas y el futuro, y todo eso siempre que no se detuvieran, que la columna continuara aunque todavía no se pudiese subir a la tercera velocidad, seguir así en segunda, pero seguir. Con los paragolpes rozando el Simca, el 404 se echó atrás en el asiento, sintió aumentar la velocidad, sintió que podía acelerar sin peligro de irse contra el Simca, y que el Simca aceleraba sin peligro de chocar contra el Beaulieu, y que detrás venía el Caravelle y que todos aceleraban más y más, y que ya se podía pasar a tercera sin que el motor penara, y la palanca calzó increíblemente en la tercera y la marcha se hizo suave y se aceleró todavía más, y el 404 miró enternecido y deslumbrado a su izquierda buscando los ojos de Dauphine. Era natural que con tanta aceleración las filas ya no se mantuvieran paralelas. Dauphine se había adelantado casi un metro y el 404 le veía la nuca y apenas el perfil, justamente cuando ella se volvía para mirarlo y hacía un gesto de sorpresa al ver que el 404 se retrasaba todavía 132
más. Tranquilizándola con una sonrisa el 404 aceleró bruscamente, pero casi en seguida tuvo que frenar porque estaba a punto de rozar el Simca; le tocó secamente la bocina y el muchacho del Simca lo miró por el retrovisor y le hizo un gesto de impotencia, mostrándole con la mano izquierda el Beaulieu pegado a su auto. El Dauphine iba tres metros más adelante, a la altura del Simca, y la niña del 203, al nivel del 404, agitaba los brazos y le mostraba su muñeca. Una mancha roja a la derecha desconcertó al 404; en vez del 2HP de las monjas o del Volkswagen del soldado vio un Crevrolet desconocido, y casi en seguida el Chevrolet se adelantó seguido por un Lancia y por un Renault 8. A su izquierda se le apareaba un ID que empezaba a sacarle ventaja metro a metro, pero antes de que fuera sustituido por un 403, el 404 alcanzó a distinguir todavía en la delantera el 203 que ocultaba ya a Dauphine. El grupo se dislocaba, ya no existía. Taunus debía de estar a más de veinte metros adelante, seguido de Dauphine; al mismo tiempo la tercera fila de la izquierda se atrasaba porque en vez del DKW del viajante, el 404 alcanzaba a ver la parte trasera de un viejo furgón negro, quizá un Citroën o un Peugeot. Los autos corrían en tercera, adelantándose o perdiendo terreno según el ritmo de su fila, y a los lados de la autopista se veían huir los árboles, algunas casas entre las masas de niebla y el anochecer. Después fueron las luces rojas que todos encendían siguiendo el ejemplo de los que iban adelante, la noche que se cerraba bruscamente. De cuando en cuando sonaban bocinas, las agujas de los velocímetros subían cada vez más, algunas filas corrían a setenta kilómetros, otras a sesenta y cinco, algunas a sesenta. El 404 había esperado todavía que el avance y el retroceso de las filas le permitiera alcanzar otra vez a Dauphine, pero cada minuto lo iba convenciendo de que era inútil, que el grupo se había disuelto irrevocablemente, que ya no volverían a repetirse los encuentros rutinarios, los mínimos rituales, los consejos de guerra en el auto de Taunus, las caricias de Dauphine en la paz de la madrugada, las risas de los niños jugando con sus autos, la imagen de la monja pasando las cuentas del rosario. Cuando se encendieron las luces de los frenos del Simca, el 404 redujo la marcha con un absurdo sentimiento de esperanza, y apenas puesto el freno de mano saltó del auto y corrió hacia adelante. Fuera del Simca y el Beaulieu (más atrás estaría el Caravelle, pero poco le importaba) no reconoció ningún auto; a través de cristales diferentes lo miraban con sorpresa y quizá escándalo otros rostros que no había visto nunca. Sonaban las bocinas, y el 404 133
tuvo que volver a su auto; el chico del Simca le hizo un gesto amistoso, como si comprendiera, y señaló alentadoramente en dirección de París. La columna volvía a ponerse en marcha, lentamente durante unos minutos y luego como si la autopista estuviera definitivamente libre. A la izquierda del 404 corría un Taunus, y por un segundo al 404 le pareció que el grupo se recomponía, que todo entraba en el orden, que se podría seguir adelante sin destruir nada. Pero era un Taunus verde, y en el volante había una mujer con anteojos ahumados que miraba fijamente hacia adelante. No se podía hacer otra cosa que abandonarse a la marcha, adaptarse mecánicamente a la velocidad de los autos que lo rodeaban, no pensar. En el Volkswagen del soldado debía de estar su chaqueta de cuero. Taunus tenía la novela que él había leído en los primeros días. Un frasco de lavanda casi vacío en el 2HP de las monjas. Y él tenía ahí, tocándolo a veces con la mano derecha, el osito de felpa que Dauphine le había regalado como mascota. Absurdamente se aferró a la idea de que a las nueve y media se distribuirían los alimentos, habría que visitar a los enfermos, examinar la situación con Taunus y el campesino del Ariane; después sería la noche, sería Dauphine subiendo sigilosamente a su auto, las estrellas o las nubes, la vida. Sí, tenía que ser así, no era posible que eso hubiera terminado para siempre. Tal vez el soldado consiguiera una ración de agua, que había escaseado en las últimas horas; de todos modos se podía contar con Porsche, siempre que se le pagara el precio que pedía. Y en la antena de la radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante.
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JAV I E R M A R Í A S 19 51 -
Gualta
Hasta los 30 años yo viví tranquila y virtuosamente y conforme a mi propia biografía, y nunca había imaginado que olvidados personales de mis lecturas de adolescencia pudieran atravesarse en mi vida, ni siquiera en la de los demás. Cierto que había oído hablar de momentáneas crisis de identidad provocadas por una coincidencia de nombres descubierta en la juventud (así, mi amigo Rafa Zarza dudó de sí mismo cuando le fue presentado otro Rafa Zarza). Pero no esperaba convertirme en un William Wilson sin sangre, ni en un retrato desdramatizado de Dorian 135
Gray, ni en un Jekyll cuyo Hyde no fuera sino otro Jekyll.Se llamaba Xavier de Gualta, era catalán, como su nombre indica, y trabajaba en la sede barcelonesa de la empresa en que trabajaba yo. La responsabilidad de su cargo (alta) era semejante a la del mío en la capital, y nos conocimos en Madrid con ocasión de una cena que iba a ser de negocios y también de fraternización, motivo por el cual acudimos acompañados de nuestras respectivas esposas. Nuestro nombre coincidía sólo en la primera parte (yo me llamo Javier Santín), pero en cambio la coincidencia era absoluta en todo lo demás. Aún recuerdo la cara de estupefacción de Gualta (que sin duda fue la mía) cuando el maitre que los guiaba les señaló nuestra mesa y se hizo a un lado, dejando que su vista se posara en mi rostro por primera vez. Gualta y yo éramos físicamente idénticos, como los gemelos del cine, pero no era sólo eso: además, hacíamos los mismos gestos al mismo tiempo, y utilizábamos las mismas palabras (nos quitábamos la palabra de la boca, según la expresión coloquial), y nuestras manos iban a la botella de vino (del Rin) o a la de agua mineral (sin gas), o a la frente, o a la cucharilla del azucarero, o al pan, o con el tenedor al fondo de la fondue, siempre al unísono, simultáneamente. Era difícil no chocar. Era como si nuestras cabezas exteriormente idénticas también pensaron lo mismo y al mismo tiempo. Era como estar cenando delante de un espejo con corporeidad. No hace falta decir que estábamos de acuerdo en todo y que -pese a que intenté no saber mucho de él, tales eran mi asco y mi vértigo- nuestras trayectorias, tanto profesionales como vitales, habían sido paralelas. Este extraordinario parecido fue, por supuesto, observado y comentado por nuestras esposas y por nosotros ("es extraordinario", dijeron ellas. "Sí, es extraordinario", dijimos nosotros), pero los cuatro, algo envarados por la situación tan anómala, pero sabedores de que el proyecto de la empresa que nos había reunido estaba por medio en aquella cena, hicimos caso omiso del hecho notable tras el asombro inicial y fingimos naturalidad. Tendimos a negociar más que a fraternizar. Lo único nuestro que no coincidía eran nuestras mujeres (pero en realidad ellas no son parte de nosotros, como tampoco nosotros de ellas). La mía es un monumento, si se me permite la vulgaridad, mientras que la de Gualta, chica fina, no pasaba, sin embargo, de ser una mosquita muerta pasajeramente embellecida y envalentonada por el éxito de su cónyuge arrasador.
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Pero lo grave no fue el parecido en sí (hay otros que lo han superado). Yo nunca, hasta entonces, me había visto a mí mismo. Quiero decir que una foto nos inmoviliza, y que en el espejo nos vemos siempre invertidos (yo, por ejemplo, llevo la raya a la derecha, como Cary Grant, pero en el espejo soy un individuo de raya a la izquierda, como Clark Gable); y tampoco me había visto nunca en televisión ni en un vídeo, al no ser famoso ni haber tenido jamás afición por los tomavistas. En Gualta, por tanto, me vi por primera vez hablando, y en movimiento, y gesticulando, y haciendo pausas, y riendo, y de perfil, y secándome la boca con la servilleta, y frotándome la nariz. Fue mi primera y cabal objetivación, algo que sólo les es dado disfrutar a los que son famosos o a los que tienen vídeo para jugar con él. Y me detesté. Es decir, detesté a Gualta, idéntico a mí. Aquel acicalado sujeto catalán me pareció no sólo poco agraciado (aunque mi mujer -que es de banderame dijo luego en casa que lo había encontrado atractivo, supongo que para adularme a mí), sino redicho, en exceso pulcro, avasallador en sus juicios, amanerado en sus ademanes,engreído de su carisma (carisma mercantil, se entiende), descaradamente derechista en sus opiniones (los dos, claro, votábamos al mismo partido), engominado en su vocabulario y sin escrúpulos en los negocios. Hasta éramos socios de los equipos de fútbol más conservadores de nuestras respectivas ciudades: él del Español, yo del Atleti. En Gualta me vi, y en Gualta vi a un sujeto estomagante, capaz de cualquier cosa, carne de paredón. Como he dicho, me odié sin vacilación. Y fue a partir de aquella noche cuando -sin hacer partícipe de mis propósitos a mi mujer- empecé a cambiar. No sólo había descubierto que en Barcelona existía un ser igual a mí mismo que me era aborrecible, sino que además temía que aquel ser, en todas y cada una de las esferas de la vida y en todos y cada uno de los momentos del día, pensara, hiciera y dijera exactamente lo mismo que yo. Sabía que teníamos el mismo horario de oficina, que sus funciones en la empresa eran equivalentes a las mías, que vivía -sin hijos- sólo con su mujer, todo igual que yo. Nada le impedía llevar mi misma vida. Y pensaba: "Cada cosa que hago, cada paso que doy, cada mano que estrecho, cada frase que digo, cada carta que dicto, cada pensamiento que tengo, cada beso que estampo sobre mi mujer, los estará haciendo,
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dando, estrechando, diciendo, dictando, teniendo, estampando Gualta sobre su mujer. Esto no puede ser". Después de aquel adverso encuentro sabía que volveríamos a vernos cuatro meses más tarde, en la gran fiesta del quinto aniversario de la instalación de la empresa (americana de origen) en nuestro país. Y durante ese tiempo me apliqué a la tarea de modificar mi aspecto: me dejé crecer el bigote, que tardó en salir; empecé a no llevar siempre corbata, sustituyéndola -eso sí- por elegantes foulards; empecé a fumar (tabaco inglés); e incluso me atreví a cubrir mis entradas con -un discreto injerto capilar japonés (coquetería y afeminamiento que ni Gualta ni mi yo anterior se habrían permitido jamás). En cuanto a mis maneras, hablaba más recio, evitaba expresiones como constelación de interés-factores" o "dinámica del negocio-incógnita", que tan caras nos eran a Gualta y a mí; dejé de servir vino a las damas durante las cenas; dejé de ayudarlas a ponerse el abrigo; soltaba tacos de cuando en cuando. Cuatro meses después, en aquella celebración barcelonesa, encontré a un Gualta que lucía un bigote raquítico y parecía tener más pelo del que le recordaba; fumaba un JPS detrás de otro y no llevaba corbata, sino Gualta papillón; se palmoteaba los muslos al reír, hostigaba con los codos y decía frecuentemente "hostia, tú". Pero seguía siéndome tan odioso como antes. Aquella noche yo también llevab a papillon.Fue a partir de entonces cuando el proceso de modificación de mi abominable persona se desencadenó. Buscaba a con ciencia aquellas cosas que un tipo tan relamido, suavón, formal y sentencioso (también piadoso) como Gualota no podría haber hecho jamás, y a las horas y en los lugares en que más improbable resultaba que Gualta, en Barcelona, estuviera dedican do su tiempo y su espacio a los mismos desmanes que yo. Empecé a llegar tarde y a irme demasiado pronto de la oficina, a decir groserías a mis secretarias, a montar en cólera por cualquier nimiedad y a insultar a menudo al personal a mis órdenes, e incluso a cometer algunos errores de poca consecuencia que un hombre como Gualta, sin embargo, nunca habría cometido, tan avizor y perfeccionista era. Esto en cuanto a mi trabajo. En cuanto a mi mujer, a la que siempre respeté y veneré en 138
extremo (hasta los 30), poco a poco, con sutilezas, logré convencerla no sólo de que copuláramos a des horas y en sitios impropios ("seguro que Gualta no es tan osado", pensé una noche mientras yacíamos -apresuradamente sobre el techo de un quiosco de Príncipe de Vergara), sino de que incurriéramos en desviaciones sexuales que sólo unos meses antes habríamos calificado de vejaciones sexuales y sevicias sexuales en el supuesto improbable de que (a través de terceros) hubiéramos sabido de ellas. Llegamos a cometer actos contra natura, esa beldad y yo. Al cabo de tres meses mas aguardaba con impaciencia un nuevo encuentro con Gualta, confiado como estaba en que ahora sería muy distinto de mí. Pero la ocasión tardaba en surgir, y por fin decidí viajar a Barcelona un fin de semana por mi cuenta y riesgo con el propósito de acechar el portal de su casa y comprobar -aunque fuera de lejos- los posibles cambios habidos en su persona y en su personalidad. O, mejor dicho, comprobar la eficacia de los operados en mí. Durante 18 horas (repartidas entre sábado y domingo) estuve refugiado en una cafetería desde la que se divisaba la casa de Gualta, a la espera de que saliera. Pero no apareció, y sólo cuando ya estaba dudando si regresar derrotado a Madrid o subir al piso aunque ello me descubriera, vi salir del portal a la mosquita muerta. Iba vestida con cierto descuido, como si el éxito de su cónyuge ya no bastara para embellecerla artificialmente o su efecto no alcanzara a los días festivos. Pero en cambio se me antojó, a su paso ante la luna oscura que me ocultaba, una mujer mucho más inquietante que la que había visto en la cena madrileña y en la fiesta barcelonesa. La razón era muy simple, y me fue suficiente para comprender que mi originalidad no había sido tanta ni mis medidas tan atinadas: en su expresión reconocí a una mujer salaz y sexualmente viciosa. Siendo tan diferentes, tenía la misma mirada levemente estrábica (tan atrayente), turbadora y nublada de mi monumento. Regresé a Madrid, convencido de que si Guaita no había salido de su casa el fin de semana era debido a que aquel fin de semana él había viajado a Madrid y había estado durante horas apostado en La Orotava, la cafeteria de enfrente de mi propia casa, vigilando mi posible salida que no se había pxoducido al estar yo en Barcelona vigilando la suya que no se había producido por estar él en Madrid vigilando la mía. No había escapatoria.
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Todavía hice algunas tentativas, ya sin fe. Pequeños detalles para completar el cambio, como hacerme socio del Real Madrid, pensando que uno del Español no sería admitido en el Barla; o bien tomaba anís y cazalla -bebidas que me repugnan- en los baruchos del extrarradio, seguro de que un délicat como Guaita no estaría dispuesto a semejantes sacrificios; también me dio por insultar en público al Papa, seguro de que a tanto no se atrevería mi fervoroso rival católico. Pero en realidad no estaba seguro de nada, y creo que ya nunca lo podré estar. Al cabo de un año y medio desde que conocí a Gualta, mi carrera de ascensos en la empresa para la que aún trabajo está totalmente frenada, y aguardo el despido (con indemnización, eso sí) cualquier semana. Mi mujer -no sé si harta de corrupciones o, antes al contrario, porque mi fantasía ya no le bastaba y necesitaba buscar desenfrenos nuevos- me .abandonó hace poco sin explicaciones. ¿Habrá hecho la mosquita muerta lo propio con Guaita? ¿Será su posición en la empresa tan frágil como la mía? No lo sabré, como he dicho, porque prefiero ignorarlo ahora. Pues ha llegado un momento en el que, si me cito con Guaita, pueden suceder dos cosas, ambas aterradoras, o más que la incertidumbre: puede ocurrir que me encuentre a un hombre opuesto al que conocí e idéntico a mi yo de ahora (desastrado, desmoralizado, negligente, mal educado, blasfemo y pervertido) que quizá, sin embargo, me seguirá pareciendo tan execrable como el Xavier de Guaita de la vez primera. Respecto a la otra posibilidad, es aún peor: puede que me encuentre, intacto, al mismo Guaita que conocí: inmutable, cortés, jactancioso, atildado, devoto y triunfal. Y si así fuera, habría de preguntarme, con una amargura que no podré soportar, por qué fui yo, de los dos, quien tuvo que claudicar y renunciar a su biografía.
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