"Rarezas de la Mente II: Sobre el Síndrome de Windigo

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Rarezas de la Mente II “Sobre el Síndrome de la Psicosis Windigo”

Jöel Holgado Prévost Diplomatura de Postgrau en Criminalista. Infoanàlisi i Tècniques avançades en Ciències Forenses Universitat Autònoma de Barcelona


Rarezas de la Mente II “Sobre el Síndrome de la Psicosis Windigo”

Todo es energía. Cada mota remotamente distante, encarecidamente diminuta que conforma un pequeño retazo de nuestro vasto mundo es energía. El movimiento, en todas sus variantes, es energía; así, por tanto, lo son también el tiempo y el cambio; la sucesión de los días comporta alteraciones en el tiempo y todo varía, esa es la esencia del cambio: movimiento. ¿Y que es acaso el movimiento sino energía? La energía trasciende de la conceptualización física, es un algo palpable y, al tiempo, no lo es; es humo, fuego y cenizas, lo es todo y no es nada, está y deja de estar, pero sin ella, sin la energía, nada existe, nada perdura. Por decirlo con un cierto toque poético, venimos de la energía, de la energía del empujón de la contracción materna, de la luz distante de una supernova, del estallido inicial del cosmos, e, irónicamente dejamos de ser, de sentir, cuando la energía nos abandona. Empero, la energía no muere, cambia, muta, impregna nuevas cosas, pero jamás desaparece, es el aliento implacable de la eternidad cuya única obsesión es insuflar vida aquí y allá, con cada chispa, con cada movimiento. En esencia todo se resume a la energía y a su movilidad inquieta y sin fin; empezó con el Big Bang, dispersando toda su esencia por el universo, y esta se ha mantenido invariable al tiempo, perviviendo a través de cualquier cosa, inclusive, las más triviales escenas: respirar, amanecer, e, incluso, morir, son transacciones energéticas que se mundanizan junto al propio hombre y sus necesidades humanas; así, nacer es vivir y, hasta el momento de nuestra fatalidad, requerimos de comer, respirar, dormir, crecer… en esencia, comerciar con energía.


Todos nuestros actos mueven energía, la pierden, la recuperan, la acumulan, la emplean, la dispersan y todo, básicamente, debido a la alimentación y el reposo. El reposo es un estado necesario para almacenar y, en ocasiones, reorganizar nuestra energía. La alimentación, en cambio, es la herramienta que nos proviene de esta, convirtiéndose así, en tal vez, la más fundamental de nuestras habilidades vitales. En términos simplistas, la alimentación obtiene su energía arrebatándosela al alimento a fin de absorberla nosotros, en cierto sentido, es como una conquista que enfrenta ser y alimento en un embate eterno, que se reencarna una y otra vez en cada criatura viviente, a lo largo de las eras. Partiendo de esta interpretación tan plana, se puede llegar a comprender, aquel obsoleto pensamiento prehistórico y tribal, que otrora gestó el canibalismo como medio de supervivencia. Para la entonces sagaz mente preneolítica o, incluso, la casi actual percepción de las más esquivas microsociedades amazónicas y africanas, y las viejas tribus precolombinas y algonquinas, la naturaleza de la antropofagia no carece de lógica, pues, si comer una manzana o un ciervo resulta beneficioso ¿Cómo no iba a serlo alimentarse de un igual, o lo que es lo mismo, otro ser humano, con una energía incalculable procedente de lo más profundo de su espíritu? En la entrega anterior hablando del Síndrome de Cotard, mencioné la serie televisiva “Hannibal”, gracias a la cual conocí el caso e indagué sobre él; en este contexto pronto me percaté de que, si por alguna razón es mundialmente conocido el personaje de Hannibal, no es ni más ni menos que por tratarse del caníbal más carismático de la ficción, un despiadado y astuto asesino a sangre fría que, como no podía ser de otro modo, debía padecer alguna que otra psicopatía. La más destacada de las cuales, obviamente, vendría a ser aquella que le da tanto renombre como apodo, es decir; la antropofagia. Esta, por decirlo de alguna forma, “peculiar”, preferencia alimenticia, lleva existiendo desde el albor de nuestra especie, aunque desde que las sociedades se han ido amparando bajo el abrigo del silente pero efectivo contrato social, un conceso universal no tácito que establece que la humanidad, a fin de sobrevivir y evitar que impere la ley del más fuerte, sacrifica una porción de su libertad a cambio de la


seguridad que otorga la inquebrantable palabra de la ley; su práctica se ha ido reduciendo notablemente hasta alcanzar, la aparentemente, casi completa extinción. Ello, se debe fundamentalmente a la evolución del pensamiento humano y a la gestión de nuevas filosofías capaces de desterrar del ideario común la idea de alimentarte del prójimo. Si bien, esto es cierto, la cuestión es que el canibalismo no ha llegado a desaparecer nunca del todo y, de hecho, es probable que nunca lo haga; igual que en infinitud de otras especies animales lo tenemos tan profundamente codificado en un rincón escondido de nuestro instinto de supervivencia; de tal forma que se pueda llegar a entender y, por tanto, subdividir la antropofagia en dos categorías; según la intencionalidad que las instigue:

-En primer lugar, se encuentra la que ya venía adelantando; el canibalismo cultural, profundamente arraigado en algunas tribus endogámicas, tales como las ya citadas amazónicas o las algonquinas que, para el saber del profano, vienen a ser las procedentes de los grandes lagos canadienses, estadounidenses e, incluso, de Alaska, todas regiones donde antaño estas prácticas fueron una costumbre relativamente extendida. La naturaleza de esta práctica podía variar según su contexto; podía ser tanto un intento de humillar como honrar, podía ser fruto de una venganza, un ajuste de cuentas, consecuencia de un duelo sagrado o derivar de un sacrificio tanto voluntario como impuesto; asimismo, podía ser un trofeo de caza humana o, como he mencionado previamente, una ofrenda voluntaria; siendo todas estas acciones variables de un mismo resultado: el comer carne humana. Como he pretendido introducir al principio, todo versa sobre la energía, rebosa en cada átomo del cosmos, en cada transacción y movimiento, de modo que, junto a la propia energía su fluctuación constante, es en esencia, la lógica oculta tras el canibalismo cultural la pseudocreencia de que eres literalmente lo que comes y que puedes evolucionar, mejorar para ser más concretos, a nivel personal a través de los órganos de otros semejantes que, con cuan mejores atributos contasen mejor, pues,


así, al devorarlo, te podías agenciar de todo su poder, alimentándote de su espíritu e integrándolo como una parte del tuyo. Durante siglos el hombre tribal ha creído que la mejor forma de crecer como guerrero, o incluso como líder, pasaba por retar a otros aspirantes o rivales hábiles a fin de vencerlos en singular combate, para poder reclamar después los cuerpos y, por ende, sus órganos. Con el corazón te adueñabas de su valor, con el cerebro de su astucia, con los ojos perfeccionabas tu visión e, incluso, creían que podías llegar a ver temporalmente el nexo entre el mundo de los vivos y el de los muertos, con el hígado, poseías su fuerza y vigor e, incluso, creían que con sus genitales podías mejorar tu potencia sexual. Esta creencia ha derivado, en muchos pueblos, en canibalismo frívolo, lo que terminó degenerando en la sumisión de otras razas con el fin de anexionarlas hasta el espíritu; con ello, se anhelaba la humillación absoluta bajo la creencia de que los caídos serían siervos ligados eternamente al alma que los devorase, permanentemente obligados a fortalecerle.

-No obstante, si bien el canibalismo cultural llega a extenderse durante siglos, creando cultos e instigando sacrificios humanos de todo tipo lo cierto es que este no es su verdadero origen. La verdad es que, la antropofagia, procede originariamente de la necesidad, antiguamente surgida de largos periodos de privación alimentaria que han avivado en el hombre una oscura ansia por devorar lo que fuese, incluyendo, por tanto, la carne humana, cuyo consumo vino especialmente incentivado por un estricto y puro instinto de supervivencia. De hecho, tan persistente es este instinto que, salvo casos concretos de poblaciones minúsculas, demencia o como producto de psicosis o enajenaciones mentales procedentes de nuevas drogas psicodélicas, el único tipo de canibalismo que persiste en la sociedad es el de supervivencia. Un claro ejemplo de ello es el del avión que se estrelló en los Andes, cuyos pasajeros debieron alimentarse de los fallecidos en la caída para sobrevivir. En


situaciones símiles se han registrado otros casos de conducta caníbal, lo que nos lleva, en cierto modo, al Síndrome Windigo o Síndrome de Psicosis de Windigo. Dicho síndrome es una entremezcla de ambos canibalismos; el cultural y el de supervivencia, pues, en origen solía darse en las antiguas tribus algonquinas, de donde es originario. El síndrome, que deriva de la creencia en el ser legendario Windigo, es un trastorno psicótico que hace creer al sujeto que su canibalismo viene instigado por el hambre del propio Windigo, un espíritu bestial, descrito de formas muy dispares, que comprende desde una figura monstruosa medio hombre medio bestia hasta una mujer irresistiblemente bella formada por raíces nudosas congeladas y con la cabeza ardiendo en llamas, y del cual cree que lo ha poseído y que desea alimentarse de los hombres. De este modo, los sujetos, justificaban su implacable necesidad de devorar carne humana, relegando su culpabilidad al plano del victimismo. El trastorno se complica cuando, inmersos en una sociedad que ya no es caníbal, el enfermo no tiene base con la que justificar sus actos y necesidades, y como consecuencia de la creación de la moral derivada del contrato social, siente remordimientos o, incluso, vergüenza y tormento, lo que le solía llevar al suicidio o a la súplica de ser sacrificado por parte del aquejado, alegando, el bien mayor. Según el testimonio de miembros de las tribus Cree, Montagnais-Naskapi, Saulteaux y Ojibwa, entre otras procedentes del norte de Canadá, Alaska y EE.UU, el psicótico de Windigo, mostraba periodos de gran irritabilidad, ostracismo, conducta violenta y antisocial, acompañada por todo tipo de alucinaciones, la mayoría de las cuales sobre la voz del espíritu del Windigo, apoderándose de él y apremiándole a cazar otros hombres. Junto a esta sintomatología, destacaba el hecho más alarmante y delator de la enfermedad; una aversión creciente hacia la comida corriente dispuesta a su alcance. Tal aversión, con el tiempo, rallaba la repugnancia y, en ocasiones, incluso, degeneraba en nuevas dolencias tales como nauseas, vómitos, histeria e, incluso, convulsiones, lo que, en conjunto, justificaba a ojos de estas culturas tribales el supuesto proceso de cambio que en teoría estaba experimentando el afectado para


convertirse definitivamente en la encarnación viviente del espíritu del Windigo, pues del dolor y las convulsiones se podía interpretar la lucha interna del doliente, al tiempo que, el volumen de su fuerza y su agresividad parecían aumentar por la violencia de sus espasmos. Si bien es cierto que el colectivo científico cuestiona actualmente la existencia de esta enfermedad y, de hecho, de existir lo hizo propiamente en siglos pasados, la verdad es que, el Síndrome de la Psicosis Windigo, una supuesta variable del canibalismo cultural surgida de la necesidad del canibalismo de supervivencia en periodos de hambruna más habituales durante las estaciones hibernales, podría, fácilmente, darse con sus pequeñas aunque curiosamente destacables diferencias en la sociedad actual, siempre y cuando un sujeto, llamémosle “x”, alegue la posesión de su cuerpo por un ente extraño, un espíritu, un hombre o un animal que lo empuja hacia el canibalismo, siendo este punto un rasgo psicótico, tal vez, incluso, producto de la esquizofrenia, muy concreto y principal piedra angular de la sintomatología patológica de la psicosis Windigo. En este aspecto me permito adelantar, la temática de la entrega siguiente; la licantropía clínica, con la que guarda, si más no, un gran parentesco, aún pese a diferir en ciertos aspectos importantes. Así pues, una vez más, insisto en que, es obligación en el buen hacer del valedor de la ley, estudiar todas estas peculiaridades pues, al fin y al cabo, para detener al hombre, primero se le debe conocer, y para hacerlo bien hay que hacerlo hasta alcanzar sus casos más extremos, hasta el propio limite en el que el hombre deja de ser hombre y su energía se malgasta haciéndole creer, por ejemplo, que se está convirtiendo en un temible Windigo.

Jöel Holgado Prévost



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