Rarezas de la Mente I
“Sobre el Sindrome de Cotard” Jöel Holgado Prévost Diplomatura de Postgrau en Criminalista. Infoanàlisi i Tècniques avançades en Ciències Forenses Universitat Autònoma de Barcelona
Rarezas de la Mente I “Sobre el Sindrome de Cotard”
El ser humano es sin duda increíble; su capacidad parece no conocer apenas límites y nuestras hazañas, que se cuentan por miles trascienden desde el desarrollo de herramientas y utensilios, pasando a través de la evolución biológica, social, económica y, en detrimento de todas las anteriores; histórica; hasta el primer hito, en lo que solemos llamar la conquista del espacio, con la llegada del hombre a la luna. Tan numerosas son nuestras proezas que, con frecuencia olvidamos que, caminando de la mano con ellas, a la par, crecemos con grandes debilidades, carencias propias y personales que solo se nutren del espíritu de nuestra especia. Con tal certeza, esgrimo estas palabras que oso ir más lejos y, asevero que, a mayor progreso mayor deceso, de un modo símil a la analogía de la luz y la oscuridad, metáfora que argumenta que, cuanto más próximos nos hallemos de la luz mayor será la sombra que proyectemos. Así, con esta dualidad casi poética debemos comprender nuestro mundo, advirtiendo que victoria y muerte son caras de una misma moneda, moneda que acuña parejas dualidades, como la previamente mencionada luz/sombra, o la que para el caso nos atañe: evolución/enfermedad. Por casi todos es entendible la realidad de que enfermedades como el cáncer o los fallos cardiacos, por citar dos ejemplos claros, son fruto de nuestra edad más actual; ello se debe sin duda a nuestra propia evolución como especie. Hace 500 años resultaría impensable que un ser humano muriese por una de esas causas; la carencia de tecnología moderna, la escasa longevidad de la población y la presencia de otras temibles enfermedades imposibilitaban que otras, latentes en nuestro sino pudieran desarrollarse debidamente. En este aspecto, estas últimas frases
argumentan como, efectivamente, nuestra especie es incapaz de separar ambas caras de la moneda y eliminar la parte que menos provecho puede aportarnos, aquella que, de hecho, nos aleja del logro más ansiado y esquivo que perseguimos: la inmortalidad. Desafortunadamente, la muerte, tiene mayor experiencia y, a través de la enfermedad siempre logra abrirse camino in secula seculorum, aún pese a todos los intentos de la humanidad. Y, aunque, en ocasiones parece que logramos avanzar en la materia, aprendiendo como prolongar nuestra existencia y vencer las nuevas dolencias y enfermedades, nuestra debilidad, retorna, abriéndose paso a través de nuevas y misteriosas vías, tales como nuestra mente. Antes de ello, pero, debemos recordar que, como seres duales descritos como tales en el pensamiento platónico, nos vemos, como mínimo divididos en dos mitades muy distintas y de proporciones difícilmente comparables. Se trata, sin duda, de la división humana según el criterio de cuerpo/mente, dualidad probada a la que, en ocasiones, frecuentemente en el ámbito religioso, se le incorpora la tercera dimensión del hombre, también conocida como alma. Dejando a un lado esta última, dado su actual estatus de incomprobabilidad, debemos centrarnos en lo siguiente: si bien el hombre es fuerte, cuando la debilidad se adentra en su seno puede hacerlo a través de dos conductos muy obvios: el físico y el psíquico; ambos invadidos por lo que denominamos “enfermedad”, lo que vendría a ser el caballo de Troya en todos los embates entre la eternidad y la mortalidad. En el ámbito del cuerpo, infinitos son los factores que pueden afligirnos, e, incluso, aproximarnos con mayor celeridad a nuestra fatalidad. Lo mismo, puede lograrlo la enfermedad mental, aunque, desde mecanismos particularmente distintos. Dada la realidad de que la enfermedad física se conoce casi en su totalidad y que gran parte de esta cuenta con un mínimo tratamiento, quiero centrarme, en esta sección, casi específicamente, en la dolencia mental. Para el caso que nos atañe, es obligado ser honestos; la enfermedad mental es en un montón de casos propiciada por problemas físicos del individuo doliente, tales como fármacos con efectos secundarios, malformaciones, problemas cerebrales, entre otros; además, en una amplia mayoría pueden ser tratados con medicamentos
que ayudan a reponer ciertas hormonas, eliminar formas de vida parasitarias o, incluso, regular las conexiones sinápticas del cerebro. En esta línea podríamos hablar de depresiones, trastornos bipolares, brotes psicóticos y esquizofrenia, cuyos tratamientos, respectivamente comprenden ansiolíticos, fármacos con litio, y toda clase de antipsicóticos. No obstante, el objeto de esta sección pretende ir más allá y ahondar en lo más profundo de la mente humana, en sus debilidades mentales más lóbregas y oscuras, aquellas de las que menos se conoce y que, por ello, o como consecuencia de ello, se consideran extremadamente raras o, si más no, peculiares. Me refiero, entonces, a enfermedades “X”, pero, sobre todo, al tratarse fundamentalmente de problemas puros de la mente; de síndromes. En este particular presento el poco conocido síndrome de Cotard. El síndrome de Cotard recibe su nombre en reconocimiento de su principal investigador y, en realidad, primer hallador del síndrome, Jules Cotard, un reputado neurólogo francés que descubrió un par de casos y los estudió a conciencia, a partir de su sujeto cero, a quien él gustó de bautizar bajo el apelativo de “Madeimoselle X”. Dicha mujer presentaba signos muy claros y exagerados de esta enfermedad que permitió una creación precoz de su definición clínica, pues, dada la extrema rareza de los síntomas, inmediatamente, se la tuvo que catalogar como un hallazgo distinto y separarla radicalmente de las enfermedades mentales hasta en aquel momento conocidas. Dicho síndrome, curiosamente, ha empezado a reconocerse con mayor facilidad fuera del ámbito clínico, a tenor, de su exposición en la serie criminal Hannibal, en el que se reporta un caso y se recrea en una situación en el que el síndrome, además, deriva en psicopatologías psicóticas, y, gracias al cual, yo mismo logré conocer la existencia de este trastorno que consiste, ni más ni menos, en alterar la mente del sujeto de tal forma que le haga creer que se halla muerto. Sí, tal y como acabo de exponer, el síntoma clínico por excelencia de los pacientes que padecen o empiezan a padecer síndrome de Cotard, es, básicamente, el creer fervorosamente que no están
vivos, y que toda vida propia o ajena no es más que un constructo artificioso y fraudulento, y en consecuencia, irreal. El hecho, sin embargo, es que el paciente realmente lo experimenta así y su cerebro, a efectos de acomodarse a la realidad pensante, se adapta para coincidir con el fruto de su imaginación, disminuyendo progresivamente la actividad de sus órganos hasta alcanzar niveles de rendimiento mínimos para la supervivencia, (aún en deplorables condiciones) del sujeto, quien en última instancia, si no fallece por la psicosis, puede enfrentarse a un fallo hepático, a un choque multiórganico que derive en hemorragia, ictus, parálisis y apoplejía, entre un amplio abanico de otras opciones posibles relacionadas con el fallo masivo en el funcionamiento de los órganos. Además, el síndrome, alimenta la demencia del paciente, creando ilusiones y potentes y, sobre todo, vividas alucinaciones que pueden hacerle creer, no solo, su situación fúnebre si no, a modo de ejemplo, que se halla viviendo en el propio infierno, o que, el resto de personas, al igual que él, se hallan también muertas, lo que, además, le añade al paciente un elevado nivel de estrés y frustración al poder llegar a advertir que, quienes él cree también fallecidos, no se percatan de ello y no comprenden su percepción y circunstancias. Todo ello, como he citado anteriormente, viene potenciado desde su propio cerebro y, el enfermo, lo vive, siente y percibe como nosotros percibimos nuestra realidad más tangible. A propósito de este punto quiero compartir una graciosa y personal historia que ilustra uno de los principios básicos de este síndrome: “la complicidad cerebral en la construcción de la ilusión”. Con ello me refiero a la capacidad del cerebro de procesar todos aquellos datos que conscientemente no comprende y traducirlos en algo que “teóricamente” resulta verosímil para el individuo o el estado mental en el que se halla, funcionando esto, tanto durante el sueño como fuera de él. Ilustrando este punto, hace ya muchos años me sucedió que, estando yo dormido, empecé a adquirir la mala costumbre de colocar mi brazo bajo la almohada y presionarlo con el peso de mi cabeza. Inicialmente, en las vigilias la postura era cómoda, sin embargo cuando me dormía, con el transcurso de las horas, la sangre
dejaba de llegar bien a mi extremidad adormeciéndomela. Generalmente, me despertaba, sacudía el brazo para reavivar el riego sanguíneo y volvía a dormir, no obstante, cierto día, mi sueño era tan profundo que yo no logré despertarme de una forma del todo natural, por ello, mi cerebro que se hallaba en modo de alerta y se había acostumbrado a aquella dinámica se las ingenió para despertarme, haciéndome creer que aquella sensación que sentía en el brazo se debía, ni más ni menos, que a un millar de pollitos que atestaban cada rincón de mi habitación apelotonándose para devorarme el brazo. Con ello subieron drásticamente mis niveles de estrés, se liberaron las hormonas del miedo oxitocina y vasopresina desde mi hipotálamo hasta mi amígdala, y entonces, ante un temor que rozaba el pánico me desperté. Tal fue mi impresión que la reacción fue instantánea y, pese a ello, anonadado y perplejo, tarde aún varios minutos en salir completamente de la duermevela y advertir que nada de aquello había sido real. El caso es que durante un rato, en el sueño, esa fue mi mayor realidad, y, lo fue tanto que por unos minutos coexistió con la realidad verdadera, y todo ello, gracias al complot de mi cerebro y a su capacidad intrínseca de adaptarse y justificar, a la vez, sus experiencias; de igual forma, aunque en infinita menor escala que en el caso de los afectados por el síndrome de Cotard. Finalmente, para resumir: el Síndrome de Cotard, es una enfermedad mental tan peculiar como compleja que consiste en hacer creer a los pacientes que se hallan muertos e, incluso, en un elevado estado de descomposición; ello se potencia con todo tipo de ilusiones que abarcan desde las percepciones visuales, hasta olfativas, comprendiendo toda clase de sensaciones como el sentir que el corazón se ha detenido, que los esfínteres ya no funcionan o que no se respira. Pese a todo, este trastorno se medioubica dentro de la rama de las enfermedades psicóticas, pues en la mayoría de los casos precede a un brote psicótico o depresivo, del cual puede ser derivado. Por este motivo, con frecuencia, los casos pueden tratarse y, eventualmente, curarse satisfactoriamente con la combinación de medicaciones idóneas, terapia intensiva y un compromiso constante entre médicos, pacientes y familiares.
Sobra decir, que el conocimiento de todas aquellas particularidades psicológicas que puedan afectar a la normalidad de la conducta de un individuo y puedan derivar en comportamiento violento o criminal, deben estudiarse y conocerse en profundidad, para alcanzar la maestría y perfeccionar el buen hacer del criminalista, policía, abogado, asesor, detective, o cualquier otro miembro que, en su interés de llevar a cabo una buena praxis de su labor, se desempeñe de manera permanente o temporal como representante de la ley.
Jöel Holgado Prévost