Fin de semana romántico de la mano de Ana y Nuño

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Š Isabel Keats 2013. Todos los derechos reservados.


Fin de semana romántico por los parajes de ABRAZA MI OSCURIDAD Rincones con encanto de la Sierra Guadarrama y alrededores

Con la colaboración de: Nuño Macnamara y Ana Alcázar



Nuño esperaba junto a la puerta, impaciente. —¿A dónde os vais? —preguntó Pablo por enésima vez. Ana bajaba en ese momento las escaleras, mientras daba las últimas instrucciones a Miriam, una guapa adolescente de diecisiete años. —En la nevera hay unos macarrones y la carne asada que preparó Julia ayer. Te dejo en la libreta el teléfono de Pilar, la vecina. Si necesitáis cualquier cosa me llamas, ya lo sabes, no vamos lejos, podemos estar de vuelta... —¡Para de una vez Ana, ya soy mayorcita! No pienso llamarte, así que olvídate de nosotros y disfruta de tu fin de semana romántico. Nuño le guiñó un ojo, cómplice, a su hija adoptiva. —¡Esa es mi niña! —¡Papá! ¡Papá! —Un terremoto pelirrojo de cuatro años llegó corriendo y se agarró con todas sus fuerzas a una de sus largas piernas—. ¡Acuérdate de traerme un regalo! Su padre se agachó y la alzó en el aire hasta que casi rozó el techo, mientras ella reía a carcajadas. —¿No crees que son un poco pequeños para dejarlos solos? —Nuño leyó la duda en los expresivos ojos grises de su mujer y negó con la cabeza, tajante.

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—Ni hablar. Relájate y vamos a disfrutar de nuestro fin de semana romántico. Las primeras vacaciones sin niños desde... ¡Dios! —Nuño se pasó una mano por su revueltos cabellos castaño-rojizos—. ¿Puedes creerte que no recuerdo la última vez que fuimos a algún lado sin los niños? —Eres un exagerado, Nuño. ¿Quieres que te recuerde la semana que pasamos en Mallorca? De pronto, el recuerdo de aquellos días en los que no habían parado de hacer el amor mañana, tarde y noche, hizo que las mejillas de Ana enrojecieran ligeramente. A su marido no se le escapó su rubor y, divertido, frunció la boca en una mueca chulesca que la hizo sonreír. —Te recuerdo que en ese viaje ya llevabas un bichejo en la tripa. El inspector Macnamara siempre deja su huella —afirmó y alzó una ceja con gesto arrogante. Exasperada, Ana sacudió su suave melena rubia, lo amenazó con el índice y ordenó con fingido enojo: —A ver, recuérdame exactamente qué es lo que te dijo Isabel Keats. —Nuestra amiga me pidió que hiciéramos un recorrido turístico por los lugares donde transcurre su novela, Abraza mi oscuridad. Quiere hacer un artículo sobre el tema para la revista Romantica's. Ya sabes que se inspiró en nosotros para escribirla y como vivimos en la Sierra de Guadarrama... —Eso es fácil. —Ana adoptó una pose redicha y empezó—: El Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama es una alineación montañosa, perteneciente al Sistema Central, que se encuentra entre las provincias de

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Madrid y Segovia, a solo 60 km de la capital. Entre las especies vegetales destacan el pino silvestre... Nuño detuvo en seco la parrafada por el método expeditivo de colocar una de sus grandes manos sobre su boca. —¡Silencio! Ya salió la repelente doctora en psicología. No se trata de aburrir a las ovejas con una explicación científica, sino de dar a conocer algunos de sus rincones con más encanto. Sin más, retiró la mano de su boca y la sustituyó por sus labios hambrientos, pero, a pesar de que el apasionado beso hizo que le temblaran las rodillas, Ana tuvo la suficiente presencia de ánimo para dirigirle una mirada de indignación. —¡Veo que el rudo y arrogante inspector Macnamara ataca de nuevo! —¡Ese soy yo! —replicó, complacido, al tiempo que se subía la cremallera de su cazadora de cuero—, así que ponte el casco de una vez si no quieres que te tumbe sobre mis rodillas y te de una paliza. Ella puso los ojos en blanco, pero obedeció en el acto. La verdad es que la perspectiva de aquellos días a solas con su marido era un regalo inesperado. —Esta vez vamos a explorar la vertiente segoviana de la sierra y sus alrededores. ¡Arriba! Ana se subió detrás de él en la potente motocicleta de color negro y se abrazó con fuerza a su cintura. Rodaron a toda velocidad por la serpenteante carretera del Puerto de Navacerrada. La mañana otoñal era fresca, pero iban bien abrigados. Los

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inmensos pinos silvestres custodiaban ambos márgenes de la carretera, imponentes. Un par de días atrás había caído la primera nevada y, en lo alto del puerto, La bola del Mundo, semicubierta por aquellas primeras nieves, se preparaba para recibir la visita de los esquiadores madrileños más entusiastas. Descendieron por la vertiente segoviana y Macnamara aprovechó para trazar con destreza las cerradas curvas conocidas como las Siete Revueltas. En verano, muchas familias escapaban del calor abrasador de la capital para hacer un picnic en el área recreativa de la Boca del Asno y darse de paso un chapuzón en el río Eresma, pero ahora la carretera estaba casi desierta. Dejaron atrás los fragantes pinares de Valsaín y llegaron a Segovia justo a la hora de comer. Nuño había reservado una mesa para dos en el Mesón de Cándido, su restaurante más conocido. Allí saborearon un delicioso cochinillo asado, después de que el mesonero, con su pesado collar al cuello, terminara con el conocido ceremonial que consistía en leer el permiso real, trinchar el cochinillo con el plato y arrojar este al suelo donde se rompió en pedazos. Después de la abundante comida y el delicioso vino tinto que habían bebido, Ana se recostó sobre el respaldo de su silla y lanzó un suspiro satisfecho. —Hmm. Ahora siesta, ¿no? —Le lanzó una mirada provocativa por debajo de sus largas pestañas oscuras. —Ana, Ana, no seas ansiosa... —la reconvino, burlón, al tiempo que agarraba su mano y empezaba a acariciar la delicada piel de su muñeca con el

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pulgar—. Por desgracia no pasaremos la noche en Segovia, así que, para bajar todas estas calorías, vamos a hacer una visita a la ciudad. Su mujer hizo un mohín y, al verla, Macnamara tiró de su mano hacia sí con rudeza, se inclinó sobre la mesa y atrapó, ansioso, aquellos labios sensuales entre los suyos. Unos minutos después, notó que ella se resistía y la soltó de mala gana. Contempló sus mejillas sonrosadas y la boca, ligeramente hinchada, y comentó en un ronco susurro: —Creo que esta parte del plan ha sido un tremendo error. Ahora fue ella la que lo miró burlona. —¿Por qué lo dices? Hacía mucho que no venía a Segovia, al fin y al cabo, casi nací aquí y tienes razón; nos vendrá muy bien un paseo para bajar el cochinillo. Salieron del restaurante y caminaron bajo las milenarias piedras del acueducto romano, recorrieron el Alcázar (del que Ana había tomado su apellido) en el que, según contaban, Walt Disney se había inspirado para su famoso castillo de Cenicienta y deambularon cogidos de la mano por las pintorescas callejas segovianas. Anochecía cuando se subieron de nuevo a la moto y Nuño condujo hasta La Granja de San Ildefonso, donde había reservado una suite en el majestuoso parador. Macnamara desenganchó las alforjas y se registraron en recepción. Tras una cena romántica en el hotel y un breve paseo por las animadas calles de La Granja, subieron a su habitación.

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—¡Wow! Veo que has tirado la casa por la ventana. —Ana admiró la espaciosa estancia, encantada. —La ocasión lo merece. —Su marido la abrazó por detrás, apartó su pelo rubio con una mano y mordisqueó la suave piel de su nuca—. No todos los días un hombre puede hacer el amor con su mujer sin interrupciones. Cada vez que nos da por ponernos cariñosos, resuenan las palabras mágicas: «¡Mamá, tengo sed!». Ana cerró los ojos, perdida en las hábiles caricias de su marido y añadió con una sonrisa soñadora: —Y que me dices de: «¡Papi, tengo miedo, ¿puedo dormir con vosotros?!». —¡Horrible! Nuestra vida es un infierno —ronroneó en su cuello. —¡Espera, tengo una sorpresa para ti! —Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Ana se apartó de él, rebuscó en las alforjas y sacó un paquete envuelto en papel de seda. Se dirigió al baño a toda prisa y cerró la puerta, muy misteriosa—: ¡Ahora vuelvo! Macnamara se quitó la cazadora, se asomó a la ventana y permaneció contemplando las brillantes luces del pueblo. Su mujer salió entonces del cuarto de baño sin hacer ruido y, durante unos minutos, admiró los hombros anchos y las caderas estrechas de su marido que los vaqueros desgastados y la vieja camiseta de algodón ponían de relieve; como de costumbre, calzaba sus viejas botas cubanas y a Ana le pareció de lo más seductor. Nuño se volvió en ese instante, y el inconfundible destello de pasión que brilló en sus ojos

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oscuros al deslizarse por aquel sugerente camisón que dejaba piernas, brazos y una buena parte de escote al aire, la hizo estremecer de deseo.

Nota de Isabel Keats: Como esto es un artículo sobre rincones con encanto de la Sierra de Guadarrama y alrededores, creo que será mejor que nos saltemos esta parte.

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—¡Estaba todo delicioso! —Ana se golpeó el estómago con un gesto elocuente—. Este fin de semana vamos a engordar unos cuantos kilos. Acababan de desayunar en el espectacular patio cubierto del parador, con sus elegantes arcos de ladrillo visto. Sin embargo, Macnamara no había prestado excesiva atención a su entorno, concentrado como estaba en el precioso rostro que tenía enfrente. —No creo que se note; anoche hicimos bastante ejercicio... —Le dirigió una mirada cargada de significado por entre sus párpados entornados y observó, encantado, la forma en que las mejillas de aquella fascinante mujer con la que llevaba ya casi seis años casado adquirían un vivo rubor. Al ver aquella sonrisa jactanciosa, Ana frunció el ceño con expresión de reproche y preguntó: —¿Qué hacemos ahora? Dedicaron la mañana a visitar el palacio real, al que Felipe V se había retirado en 1724 y donde dedicó los siguientes veinte años a engrandecer sus maravillosos jardines, en los que destacan las grandiosas esculturas de las fuentes. En esa época del año las fuentes no estaban en funcionamiento, pero el verano anterior las habían visitado con los niños y, sobre todo los pequeños, habían disfrutado a lo grande del espectáculo y del consiguiente remojón.

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Alimentadas por un enorme depósito de agua llamado El Mar y con la única ayuda de la gravedad, algunos surtidores como el de la fuente de La Fama, eran capaces de alcanzar los cuarenta metros de altura. Ya casi era la hora de comer cuando terminaron de verlo todo, así que decidieron que dejarían la visita a la Real Fábrica de Cristales y Vidrio para otra ocasión y, una vez más, cogieron la moto en dirección a Torrecaballeros, donde les esperaba un delicioso cordero acompañado de una fresca ensalada de lechuga en La posada de Javier. Tras una nueva comida pantagruélica Nuñó decretó que, por hoy, habían hecho suficiente turismo y que lo mejor sería irse a dormir la siesta al hotel que había reservado para esa noche. Al ver la luz lujuriosa que brillaba en sus iris castaños, Ana aceptó en el acto y, de nuevo, se subieron a la moto y se dirigieron al pueblo de Rascafría en el Valle del Lozoya. Allí estaba enclavado el Real Monasterio de Santa María de El Paular, un monasterio cartujo del s. XIV que en la actualidad era una abadía benedictina. Los monjes ocupaban la parte a la izquierda de la iglesia y el palacio se había convertido en hotel. En esta ocasión, la habitación era bastante espartana, pero la vista que se divisaba desde la ventana cortaba el aliento, aunque Macnamara apenas le lanzó una breve ojeada. Sin andarse por las ramas, se volvió hacia ella y empezó a desabrocharle la cazadora con dedos hábiles. —Puedo solita, inspector —protestó, divertida.

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—No, no puede, señorita Alcázar. Está usted detenida y me veo obligado a registrarla. Sé de buena tinta que es usted una peligrosa delincuente y no puedo correr riesgos. Los ojos castaños centellearon con una mirada lasciva. Un mechón de pelo rojizo resbalaba sobre su frente, y en sus labios se dibujaba una sonrisa torcida. Su mujer lo encontró irresistible, así que abrió mucho los ojos y parpadeó varias veces con expresión inocente, antes de apretarse, insinuante, contra el pecho del policía y susurrar en tono provocativo: —Creo que se equivoca, inspector Macnamara. Le prometo que soy una niña buena. —¡Dios, cómo me gusta el juego del poli malo y la delincuente sexy! — exclamó Nuño con una voz áspera de deseo, que le puso la carne de gallina, antes de inclinarse a besarla.

Nota de Isabel Keats: Una vez más me veo obligada a censurar esta parte del artículo.

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Unas horas después, ambos caminaban despacio por el Puente del Perdón construido en el s. XVIII para salvar el curso del río Lozoya. Aún les quedaba casi una hora de luz, así que aprovecharon para pasear por el entorno privilegiado que rodeaba el monasterio. La vegetación, compuesta sobre todo de robles, álamos y fresnos engalanados con sus vistosos tonos otoñales, resaltaba de manera impactante contra el marco oscuro de las montañas de más de 2000 metros de altura. Las pocas nubes que espolvoreaban el cielo, casi desdibujadas, empezaban a teñirse con los tonos pastel de la puesta de sol. La temperatura había bajado de manera considerable; sin embargo, con el brazo de su marido sobre los hombros y el suyo alrededor de la cintura masculina, Ana no sentía ningún frío. Así que, cuando ya apenas se distinguía el relieve del suelo, regresaron lentamente sin dejar de charlar y, felices, pensaron en la noche que tenían aún por delante, antes de regresar a la también agradable rutina diaria con las pilas bien cargadas.

Nota de Isabel Keats: Os dejo unas fotos sobre los lugares que menciono en el artículo, por si a vosotr@s también os da por planear un fin de semana romántico. 11


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