Terapia de progresión y otros cuentos

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Terapia de progresi贸n y otros cuentos Varios autores


Terapia de progresi贸n y otros cuentos VARIOS AUTORES


EDICIÓN: Rafael Grillo, Leopoldo Luis. DISEÑO: Hector Otero. COMPOSICIÓN: Escael Marrero. ILUSTRACIÓN DE CUBIERTA: Félix Guerra. ILUSTRACIONES INTERIORES: Acebo (pág. 10), Amilkar Feria (pág. 48, 55, 160), Amilcar Rodríguez Zamora (pág. 41, 174), Alberto Figueroa (pág. 154), Alfredo Rosales (pág. 16), Eduardo Abela (pág. 109), Escael Marrero (pág. 87), Félix Guerra (pág. 65, 132), Jörg Immendorff (pág. 145), Kazimir Malévich (pág. 150), Leopoldo Luis (pág. 95, 167), Luis Lamothe (pág. 27, 103), Pedro Méndez (pág. 31). © Todos los autores incluidos en el libro, 2012. © Sobre la presente edición: Isliada Editores, 2012. COLECCIÓN 21CUC-SXXI Web: http://www.isliada.com Email: isliada@isliada.com


ÍNDICE

INTRODUCCIÓN / 7 NARRATIVA Lo secular/ 10 Marcial Gala

Azul y el único juego importante Michel Encinosa Fú

Algunas cosas perduran

/ 27

Pedro Juan Gutiérrez

El galán de las lechugas

/ 31

Baudilio Espinosa Huet (Bao)

Chanel y el rayo verde / 41 Roy Jorge

Reactor Uno

/ 48

Francisco García González

Cábalas y amuletos Ariel Lunar

/ 55

/ 16


ÍNDICE (Continuación)

LITERATURA POLICIAL Todas las emes del mundo / 65 Rebeca Murga

Perro mundo / 87 Marcial Gala

La acera infinita

/ 95

Anisley Negrín

El olor de los autos en las tardes que duelen Carlos Manuel Álvarez

Sombras de las cosas que vendrán Reynaldo Cañizares

La mansión desaparecida Félix Sánchez

Café Cubita Blanca Blanche

/ 124

/ 117

/ 109

/ 103


ÍNDICE (Continuación) CIENCIA FICCIÓN Terapia de progresión

/ 132

Anabel Enríquez

Cuestión de tiempo

/ 145

Leonardo Gala Echemendía

Cuadrados

/ 150

Claudio del Castillo

La pregunta

/ 154

Eric Flores Taylor

Fuga de capital

/ 160

Yunieski Betancourt

La cacería

/ 167

Dennis Mourdoch

Cibersex

/ 174

J.R. Fragela

LOS AUTORES / 178


INTRODUCCIÓN COLECCIÓN 21CUC-SIGLO XXI:

LOS LECTORES SIEMPRE TIENEN LA RAZÓN

Q

ue el cliente siempre tiene la razón es una máxima exclusiva del mundo del comercio. Parece, sin embargo, que ella es aplicable también en un ámbito tan distante como el literario. Eso, al menos, es lo que nos enseña la experiencia de Isliada.com y el método de la encuesta on-line con el que son los propios lectores quienes deciden los cuentos que conforman los distintos volúmenes de la “Colección 21CUCSiglo XXI”. Ya en el lanzamiento de El martillo y la hoz y otros cuentos, el volumen que inauguró la colección, explicamos que “21CUCSXXI” no encierra cábala ni misterio alguno. Simplemente es una manera de indicar que cada libro recogerá 21 Cuentos Cubanos escritos en el nuevo siglo. Con 7 relatos seleccionados por cada una de las secciones que la narrativa de ficción ocupa dentro Isliada (Narrativa General, Literatura Policial y Ciencia Ficción y Fantasía).

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En el Volumen II, que presentamos ahora bajo el título Terapia de progresión y otros cuentos, se compilan textos subidos a la Red entre el 20 de octubre de 2011 y el 20 de febrero de 2012. Y al igual que sucedió con el Volumen I, la nueva selección hecha por los lectores mediante su voto virtual ha permitido reunir una gran diversidad de temas, tendencias, estilos y generaciones de escritores, que ayudan a caracterizar el panorama actual de la narrativa cubana. Desde Pedro Juan Gutiérrez, reconocido internacionalmente por su Trilogía sucia de La Habana, y Marcial Gala, el más reciente ganador del Premio Alejo Carpentier de Novela, hasta noveles como Ariel Lunar, en el apartado de Narrativa. Desde una escritora premiada en la Semana Negra de Gijón, Rebeca Murga, hasta un joven de veinte y pocos años, Carlos Manuel Álvarez, en Literatura Policial. Y en Ciencia Ficción, desde Anabel Enríquez, de madurez probada en el género, hasta Dennis Mourdoch, cuyo debut es reciente. Todo esto es lo que puede ofrecernos la lectura de Terapia de progresión y otros cuentos. Con su segundo libro aparecido en formato digital, para ser descargado de forma gratuita en la web, Isliada.com sigue cumpliendo la premisa bajo la cual nació hace un año atrás: favorecer la difusión, a nivel global y con las facilidades ofrecidas por Internet, de la literatura que hacen hoy los escritores cubanos. EDITORES DE ISLIADA.COM

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NARRATIVA


Lo secular

Marcial Gala


NARRATIVA

E

xistió hace algún tiempo un hombre llamado Jacobo Altman que era cazador de vampiros. Tenía todas las condiciones para ello, buena memoria y paciencia, virtudes estas que la gente suele confundir con sabiduría. Si alguna ciudad necesitaba librarse de vampiros, el alcalde hacía llamar a Jacobo Altman. Antes de que llegara, los vampiros más listos solían huir. Los soberbios intentaban desafiarlo, pero a pesar de ser veloces y poderosos, ninguno estaba a la altura de Jacobo Altman. Empalaba a los espectros, cuidando que las estacas no les interesara el corazón y luego que estaban allí, en la plaza pública, colgando a varios metros del suelo, clamando por una bala de plata en el pecho, de uno de los bolsillos de su sempiterno abrigo gris sacaba una Biblia de carátula negra y los obligaba a escuchar salmos hasta la salida del sol. Impresionaba oír el grito de los vampiros cuando la claridad los iba tornando cenizas, cualquier otro se hubiera conmovido pero no Jacobo Altman. La continua exposición a la mirada de los aparecidos había terminado por volverlo tenue, impreciso, caminaba y no todos lograban oír sus pasos. Su principal arma de ataque además del infaltable crucifijo negro y el látigo de tres cuerdas, era la música. Apenas llegaba a 11


NARRATIVA

un pueblo cautivo se sentaba en el centro de la plaza principal y empezaba a tañer la flauta. Cuando lo oían, vampiros y vampiras no podían dejar de acercarse. Uno a uno iban siendo empalados los vampiros de sexo masculino. Con las vampiras Jacobo Altman no era tan directo, a ellas les reservaba un destino especial que incluía zalamerías y no del todo necesarias crueldades. Jacobo Altman era el único cazador de vampiro que aún quedaba en la tierra. Más raro aún que el mismo Jacobo Altman era este asunto de los vampiros, que bien mirado era muy difícil precisar en qué consistía, pues como eran invisibles para todos menos para Altman, sólo el cazador podía desentrañar cuando habían sido eliminados o dados de baja los chupasangres, como solía denominar a los vampiros la prensa de aquellos días de a principios del siglo veintiuno, época muy dada a las guerras y a todo aquello que fuera televisado, fotografiado o filmado por una cámara del alta definición. Los vampiros se dejaban conocer por sus síntomas. Cuando empañaban el buen vivir de una ciudad, todo se volvía más lento, las personas andaban lelas, como en estupor. Al fin y al cabo los vampiros eran un virus. Su reina se llamaba Java, había conocido al rey Salomón y estaba harta de Jacobo Altman y de su tendencia a empalar espectros y luego evaporarlos con luz solar. Java se enfurecía pocas veces, más de cinco mil años de existencia le habían enseñado a tomar las cosas con calma, pero el cazador se estaba convirtiendo en un problema y no sólo porque matara vampiros sino por la falta de glamour con que lo hacía, una flauta fabricada en Taiwán, un látigo de utilería y un crucifijo plástico no son utensilios adecuados para tratar a seres como los vampiros. Algunos de tan viejos habían conocido a Keops, el gran faraón. Cualquiera no se convierte en vampiro. Jacobo Altman usaba calzoncillos de la marca Calvin Clain, 12


NARRATIVA

zapatillas Adidas y de vez en cuando, sobre todo cuando estaba muy tenso, oía éxitos de rock sinfónico y algún que otro blues, utilizando para ello uno de esos equipos llamados MP3. En fin, Jacobo Altman era un moderno. La reina no lograba comprender en qué consistía la capacidad de Jacobo Altman para hechizar a tantas y tantos vampiros. Nadie lo sabía. Las Brontë tampoco lo sabían, en realidad después de doscientos años se acordaban de muy poco, apenas de que habían sido hermanas cuando aún vivían y que habían nacido en el septentrión, en Inglaterra para ser exactos, y que una de ellas, antes de haber sido satanizada, había escrito una novela llamada Cumbres borrascosas. Las hermanas, esbeltas, pelirrojas y de ojos azules de bruja eran perfectas para cazar al cazador, para introducirlo en una trampa de la que sólo lograra salir zombi o convertido en un vampiro. Por eso la reina Java pensó en ellas dos y en Dostoievski, pero el ruso no era una opción, algo había en él que no acababa de convencer a la reina. Por muchas zalamerías que le dedicara Fiodor, Java lo observaba con desconfianza. Este quiere ser zar, pensaba la reina. Muy temprano en la noche del veintiséis de febrero del 2012, salieron ambas hermanas del cementerio antiguo de Londres. Cabalgaban cerdos invisibles. Las hermanas no eran vampiros. Las hermanas eran demonios. La diferencia entre un vampiro y un demonio es casi tan grande como entre un humano y un vampiro. Ser vampiro es básicamente una elección. Uno no escoge ser demonio. Ser demonio es sobre todo una fatalidad, tienes que estar siempre al servicio de alguien, ya sea un humano de aviesas intenciones como Benvenuto Cellini o una vampira como la reina Java. Partieron sabiendo lo que tenían que hacer, directas como globos aerostáticos, listas a identificar a Jacobo Altman entre los siete mil millones de personas que poblaban el planeta. 13


NARRATIVA

La identidad de Jacobo Altman permanecía secreta hasta el momento en que ya era demasiado tarde para los vampiros. Lo único que se sabía de él era su página web. www.huntersvampire.com Jacobo Altman asistía todos los días al delfinario de Cienfuegos a limpiarse ojos y alma, observando esos seres felices, los delfines. Le gustaba alimentarlos, pero no con tilapia, claria o cualquier tipo de morralla marina. Jacobo Altman gastaba sus ahorros en atún para los delfines. El loco, por ese apelativo lo conocían los empleados del delfinario cuando lo veían abrir las latas, derramar el aceite y luego tirar el pescado al mar. Las hermanas Brontë empezaron por la Siberia, se dirigieron a un pueblo llamado Tucsa y principiaron a comportarse como vampiros endrogados, armaron tal gresca que al otro día en la página web de Altman apareció una palabra en inglés: help, seguida de tres signos de admiración, abajo en duros caracteres cirílicos había todo un párrafo donde el alcalde de Tucsa se explayaba detallándole a Jacobo Altman que la aldea estaba hechizada, los acordeones tocaban solos, las escobas de abedul intentaban levantar vuelo, los osos despreciaban la miel, los lobos cantaba interminables serenatas y las jóvenes en edad de merecer despreciaban el frío invierno siberiano, vistiendo ropas tan ligeras que ni siquiera para el trópico eran apropiadas y lo peor, la estatua del héroe local, un honesto veterano de la guerra patria condecorado dos veces, había guiñado un ojo. Todo eso eran claros signos de vampirismo, pero como hasta Jacobo Altman tenía sus prioridades, lo pensó dos veces antes de dirigirse a una agencia y sacar un pasaje que lo llevara a la Federación Rusa, fingió no entender el eslavo, le escribió unas líneas tan evasivas al alcalde de Tucsa que cuando cayeron en manos de las hermanas Brontë comprendieron que el cazador de vampiro pertenecía a otra latitud. Tal vez sea francés, se ilusionaron imaginándolo un habitante del barrio latino. Antes de irse tomaron al alcalde de Tucsa, un tal Boris Stuvchenko y lo colgaron cabeza debajo del campanario de la iglesia ortodoxa. Esta vez eligieron un limpiecísimo pueblo belga, repleto de muchachos al parecer felices que iban a todas partes en 14


NARRATIVA

bicicletas. Desde que llegaron, el cementerio del pueblo, antiguo y bien cuidado, les fascinó. Tres años pasaron las hermanas Brontë acostadas en la hierba, disfrutando, en una laptop robada de una tienda de productos usados, de Cumbres borrascosas en su adaptación norteamericana y conectándose de vez en cuando a Internet para comprobar que el tal Altman seguía siendo una piedra en el zapato de los vampiros habidos y por haber. Después de ese tiempo fue que empezaron a preparar la trampa en la que Altman caería, pues descubrieron algo: Jacobo Altman escribía ficciones. Eso lo tornaba vulnerable, propenso a pensar que en el mundo había una especie de bondad intrínseca. Las hermanas Brontë, que aún después de muertas conservaban su mente despejada, ya avezadas en los secretos de la computación, crearon su propia página web: www.ghostwriter.com y organizaron un evento de cuentos breves con todos los gastos pagos, incluyendo el precio del pasaje para dirigirse al pueblecito belga y hospedarse en el California, único hotel del lugar. Participaron cien escritores. Ellas le bebieron la sangre a sesenta, le arrancaron el corazón a veinte y a los demás los enterraron vivos para que convertidos en detectives zombi clamaran por Jacobo Altman. Él leyendo el Granma digital se enteró de lo que le había pasado a sus colegas y aunque el periódico se extendía tratando de darle una vuelta realista a lo sucedido, Altman sabía que el más allá estaba implicado, así que muy temprano en la mañana partió primero para La Habana y luego para el aeropuerto. Al otro día desembarcaba en Bruselas. Allí lo confundieron con un miembro de Alcaeda y lo arrestaron. Uno de los detectives zombi que había logrado penetrar las filas de INTERPOL les informó a los demonios que alguien muy raro, de ojos centelleantes y melena blanca, estaba probando la comodidad de las ergástulas europeas, un hombre que portaba una flauta barata. Eso era lo que ellas esperaban. Eso era lo que esperaba Jacobo Altman. Lo demás es historia. Basta decir que al otro año salió en Alfaguara la segunda parte de Cumbres borrascosas, la primera novela escrita a tres manos, y que la reina Java fue destronada por Dostoievski. 15


Azul y el Ăşnico juego importante

Michel Encinosa FĂş


NARRATIVA

A

zul es una muchacha azul. Azul cree tener un escarabajo en su corazón. Mira, me dice, toca, no lo sientes. Yo solo siento que no deberías tocar el corazón de una muchacha azul, así tan sencillo, en público, solo porque ella te lo pida. La gente puede pensar muchas cosas. Demasiadas. Por eso Azul se va y yo la dejo ir. Tengo cosas más importantes que hacer que andar por ahí tocando los corazones de las muchachas azules. Espero que tú también. Además, Azul tiene asimismo cosas importantes que hacer. Por ejemplo, ahora va de prisa, muy de prisa por la calle, porque tiene que ir a casa de una tía, a ver los muebles nuevos. Ver los muebles nuevos de la gente es una ocupación muy importante. No es lejos, pero sí lo suficiente como para que el escarabajo en el corazón de Azul empiece a mordisquear y mordisquear. A Azul le duele tanto mordisco y tanto arañazo. A mí también me dolería.

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NARRATIVA

A ti también, si tuvieras corazón. El escarabajo en el corazón de Azul es un escarabajo muy consentido. Siempre mordisquea en los mejores rincones, esos donde suele esconderse el susto de un regalo inesperado, y la angustia de una voz desconocida, pero muy hermosa, en el teléfono. Azul nunca recibe regalos inesperados. Y todas las voces, por teléfono, le suenan horribles. El escarabajo a veces pone sus huevos, y de ellos salen muchos escarabajitos. Esto ocurre, por regla general, de noche, en la oscuridad de la cama. Los escarabajitos caminan las arterias y las venas de Azul, mordisqueando, arañando. En ocasiones, de un modo inexplicable, exploran el sistema nervioso, a lo largo de brazos y piernas, y entonces algunos músculos diminutos, de esos que desconocemos poseer, repiquetean bajo la piel de Azul, así; trrr…, y Azul se maldice por tener venas, arterias, brazos, piernas, músculos, huesos, pelo, ojos, pensamientos... Pero nunca se maldice por tener corazón. Como ves, Azul es, después de todo, una muchacha fuerte. Por la mañana, los escarabajitos han salido del cuerpo de Azul y andan por las esquinas del cuarto. Si se levanta muy temprano, suele ver aún uno que otro correteando ciego a la luz del sol que entra por las ventanas. Tras chocar en su carrera loca con las patas de la silla y los zapatos, terminan escondiéndose en el clóset. Azul siempre sacude muy bien la ropa antes de ponérsela. No es conveniente andar por ahí con bichos en la ropa. La gente puede pensar cosas muy raras si te ve rascándote cada tres segundos. Puede pensar, por ejemplo, que tienes bichos en la ropa. Y de nada sirve explicarles que no son simples bichos, sino escarabajos. Eso solo tiende a complicar la situación. Azul va por la calle de prisa, muy de prisa. La veo eludir los semáforos, las alcantarillas, los gatos y los hombres. Azul es una muchacha muy cautelosa, además de azul. La veo mirar al cielo y contar las nubes, mirar al suelo y contar los escarabajos que deambulan fugados del corazón de alguien. Azul desearía conocer a esa otra persona. 18


NARRATIVA

Quién sabe, tal vez esos escarabajos estén buscando un corazón donde alojarse. Azul los elude, y yo la oigo pensar. Quizás dios me está castigando por mis pecados, piensa Azul. Así que sospecho que tendré que cometer algunos para merecer el castigo. Azul gira su cabeza noventa grados a la derecha y noventa grados a la izquierda: está comprobando que nadie la sigue, nadie la juzga, la censura, la castiga. Yo me escondo. No sea que sospeche que soy yo quien la castiga. Azul llega al fin a casa de su tía. Besos, abrazos, cómo va la vida, bien, gracias. Y bueno, dice al fin la tía, qué opinas de los muebles. Ah, los muebles, recuerda Azul. Son muebles. Están lindos, no sé. Un lindo color, quién sabe. Cómodos, parece. Sí, cómodos. Son muebles. Pero el escarabajo muerde allí dentro, en su corazón, y Azul se obliga a decir: Son preciosos, tía, y de verdad que elegiste muy bien la paleta cromática, contrasta maravillosamente con las paredes, y se ven comodísimos, sí, sí, están requetecomodísmos. Ay, ¿verdad que sí? Espérate, que voy a hacer café, dice la tía. Un niño llega corriendo —los niños siempre llegan corriendo de alguna parte. Es el primito de Azul. Te voy a enseñar una cosa, dice. Azul le presta muchísima atención. El primito de Azul es un profesional. Un profesional de nueve años. Eso quiere decir que todos los días cumple su ardua misión de salvar el mundo. Y no una, sino varias veces. Una vez lo vi salvar el mundo diecisiete veces en cinco horas. A Azul le intriga cómo su primito de nueve años logra ser semejante héroe. Mira, le dice el primito, te voy a enseñar. Enciende el televisor, mete el CD, aprieta un botón, y el mundo 19


NARRATIVA

ya está en peligro. Una vez más. Lo primero es aprender a moverte y golpear, dice él. Spiderman corre por los techos, salta de edificio en edificio, colgado por un hilo del cielo invisible, sobrevuela calles cubiertas por una niebla amarilla. De vez en vez, hay villanos en los techos —tienen pistolas muy grandes y caras de bestias parapléjicas—, y hay que derribarlos con patadas. A veces, Spiderman se les trepa arriba y les machuca la cabeza con los puños. Azul sospecha que no es pelea limpia. Hay movimientos diferentes, dice el primito, pero ellos mismos te enseñan. El primito —es decir, Spiderman—, corre, y entra en un edificio. Un señor se le acerca, lo saluda y le explica: “Los terroristas han ocupado el nivel secreto del laboratorio. Debes ir por los conductos de ventilación. Para avanzar a gatas, mantén apretada la tecla ▼.” Correr, saltar —ves, dice Spiderman, ahora vamos por los conductos—, avanzar a gatas, llegar hasta una rejilla. En una esquina de la rejilla parpadea un rombito verde. Eso que hace tic tic ahí significa que es una cosa que puedes tocar para que funcione, explica él. Y de verdad, toca la cosa y la cosa funciona, la rejilla se abre, y suena una alarma. Ahora hay que correr, o llega la patrulla. Correr a dónde, pregunta Azul, maravillada. A la derecha, y después por una escalera. Cómo lo sabes. Porque ya eso lo aprendí. Aquí me mataron como cinco veces. Azul ríe de felicidad. Qué bien que ya haya aprendido. Qué bien que ya no puedan matarlo. Y luego mira a su primito con algo de tristeza. Es duro, con nueve años, haber tenido que morir tantas veces. Y renacer otra vez en el mismo lugar. Sí, es muy duro. Pero espérate, vamos a cambiar, que ya este me lo sé de memoria. 20


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Otro CD. “Bienvenidos al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería”, dice el señor de barba blanca. “Yo soy Albus Dumbledore, vuestro director. Hogwarts es un lugar lleno de secretos. Os invito a que descubráis algunos por vosotros mismos.” Tienes que aprenderte bien cómo hacer los hechizos, le dice Harry Potter a Azul, de lo más severo, me estás oyendo. Sí, te estoy oyendo, dice ella, muy atenta. “¡Wingardium Leviosa!”, grita Harry Potter, y un candelabro vuela hasta la cabeza de un monstruo. “¡Estupendo, Harry, te has cargado al Policorno Silbador! ¡Con eso hemos ganado veinte puntos para Griffyndor!”, aplaude un personaje pelirrojo, “¡Ahora, oprime los botones ▲■▲ en secuencia para llamar a tu escoba voladora Nimbus 2005!”. Harry oprime los botones, la escoba llega volando y se lo lleva por los aires hasta las afueras del Colegio Hogwarts. Allí, en los bosques, ruedan aros de fuego, chamuscando las ramas más bajas y espantando a las criaturas mágicas. Tengo que atravesar los aros en menos de quince segundos, gruñe Harry, o no tendremos salvación. El destino de inocentes está en los dedos ágiles de este consumado piloto de escoba. El Harry Potter sentado junto a Azul manipula sus controles, y el Harry Potter en la pantalla vuela raudo, en complicadas maniobras, cruzando los aros de fuego. Los reflejos hacen que el Harry Potter junto a Azul se incline a uno y otro lado, y Azul también se inclina a uno y otro lado con él. A esto se le llama interiorización del personaje. Sufre, Stanislavski, sufre. Ahora debo ir a buscar grageas con sabor a cerilla de oídos para dárselas a los hermanos Weasley, reflexiona Harry Potter en voz alta. A cambio, ellos me darán las contraseñas... La tía reaparece, deja una taza de café en manos de Azul, y se va para el patio: Tengo la lavadora andando, espérame un ratico. ¿Quieres probar? El primito le da a Azul los controles, y se va corriendo. 21


NARRATIVA

Azul mira los CDs. La pantalla. Los controles. Los muebles. Las paredes. El escarabajo suelta una risita. El muy no-sé-qué. La pantalla. Azul está en un cuarto blanco, muy blanco y desnudo. Sólo una pantalla, y los controles en las manos. Junto a Azul, sentada hombro con hombro, está Azul. Y en la pantalla, está Azul. Primero tienes que aprender a moverte, le explica Azul a la otra Azul. Y Azul en la pantalla se mueve por una casa digital, del baño a la cocina, de la cocina al cuarto, del cuarto a la sala, de la sala a la calle. “Bienvenida a la parada del ómnibus”, dice el mulato con diente de oro, “Se te hace tarde para el primer turno de clases. Tienes que coger el próximo vehículo, o estarás perdida. Para saltar por una ventanilla hacia el interior, oprime las teclas ●+. Para saltar por encima de las cabezas de los que vienen colgados en la puerta, oprime ■+●. También puedes obtener puntos extra si logras un aventón. Para ello, cuando veas aproximarse un vehículo, oprime +▲ para sacar el busto. Buena suerte.” Azul se muerde los labios con resolución. La mejor variante es la de la ventanilla. Teclas en acción... y ya está dentro. Uf, eso fue fácil. En la entrada de la facultad, la recibe un condiscípulo: “Felicidades. Has llegado a tiempo para el primer turno de clases. Has ganado diez puntos. Pero el elevador está roto, y la escalera, recién trapeada. Ve a la cátedra de Economía Política y coge un equipo completo de alpinismo. Luego, escala el edificio hasta el quinto piso, donde te están esperando para la clase de Latín.” Azul en la pantalla corre por los pasillos, encuentra la cátedra y el equipo de alpinismo. Sale a la calle, emprende la escalada... Y llega a tiempo. Diez puntos más. ¡Fenómeno!, gritan juntas Azul y Azul, aplaudiendo a la Azul 22


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en la pantalla. Sigue el juego. Ahora es cuando llego al teatro, dice Azul. Pero no debo entrar. En vez de eso, tengo que doblar la esquina y sentarme en el parque. Cómo lo sabes, pregunta la otra Azul. Porque si entro al teatro, voy a conocer a un tipo que dos noches después me va a violar en una fiesta. En el parque va a estar una amiga esperando a su novio. Pero ella se irá, cansada de esperar, yo me quedaré, y él llegará medio minuto después. Y entonces él se hará mi novio. Eso me dará veinte puntos, y además, es el paso al nivel siguiente. Qué sencillo. Ay, este juego me gusta. Qué fácil es. Verdad que sí… No te engañes. Esto lo sé porque ya lo aprendí. Aquí me violaron como ochocientas veces, hasta que adiviné cuál era el camino. Dedos, teclas, dedos, teclas. Esto va mal. Debería tener más puntos al llegar a esta parte. Con tan pocos puntos, aquel hombre, ese sentado en el muro del malecón, no querrá salir conmigo. Y entonces. Tendría que volver atrás, y rehacer los episodios seis —el del maquillaje—, y ocho —el de la supervivencia del maquillaje en el ómnibus. Pero eso es mucho trabajo. Hubiera sido mejor acumular esos puntos en el episodio siete, donde puedo intentar capturar a ese hombre por teléfono antes de que salga de su casa y decirle que venga para la mía. Bueno, hazlo. No, ese episodio no se puede repetir. Y entonces. Fácil. Oprimir un botón. Ir a orinar, tomar agua, buscar unas galletas, arreglar los cojines, volver a sentarse. Oprimir un botón. Empezar de nuevo. 23


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Es solo un juego, sabes, siempre puedes empezar de nuevo. ¿Quieres probar? Sí, pero déjame ver un poco más cómo lo haces. Todavía deben faltar movimientos especiales... Sí, mira: Para mantener todo el curso enamorado a tu profesor de Lingüística sin tener que darle el culo, debes apretar ▲+▲ cada vez que te cruces con él; así terminarás con notas de cinco y el culo virgen. Para que el amor de tu vida no se corra con ninguna de esas pirujas-activistas-de-sindicato-fans-a-Ricardo-Arjona-Alejandro-Sanz de su trabajo, tienes que apretar ■+■ cada vez que hagas el amor con él, fíjate bien; ■+■, no te olvides de esa combinación. Y para que no se mueran tus padres, para que no se vayan tus amigos, para que duermas por las noches en vez de aprender los cantos de los gallos y las ranas, para que logres estirar doscientos treinta y siete pesos de salario hasta fin de mes, para que puedas alimentar a tus hijos, para que las mañanas empiecen con el sol y los días terminen con una sonrisa, para todo eso hay combinaciones especiales de botones. Ay, pero todo eso es tan complicado. Sí, pero tienes que aprender. O pierdes en el juego. ¿Sabes qué? Prefiero no jugar. Ja ja ja. Si no juegas, también pierdes. ¿Y qué pasa si pierdo? Pues que de algún rincón sale un escarabajo y se mete en tu corazón. ¿Así de simple? Así de simple. ¿Y qué te hace ese escarabajo? Pues ese escarabajo es una maquinita de morder y arañar, y siempre anda arañando y mordiendo por dentro tu corazón, y puedes oírlo repetir, interminablemente; estás perdiendo el juego, estás perdiendo el juego, estás perdiendo el juego... Eso da ganas de llorar. Sí, ¿te das cuenta? Da ganas de llorar. Y Azul —la otra Azul, no nuestra Azul— llora. Nuestra Azul la mira con desdén, se levanta y sale del cuarto 24


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blanco, y entra en la cocina de su tía. Más café. Al escarabajo le gusta el café. Como dije, es muy consentido. También le gustan las montañas rusas, los paracaídas lituanos, los ascensores sin frenos y los conciertos de Marilyn Manson. Mientras, el primito recupera sus herramientas de salvar el mundo. Azul no tiene ninguna prisa por salvar el mundo. De cualquier forma, sospecha que el mundo no va a venir a salvarla a ella. Azul trata de llorar. Logra que los ojos se le pongan pesados, como si fueran a caérsele de la cara. Logra una leve picazón, un leve salitre, una leve humedad. Y un bostezo. Azul trata de llorar, y solo le salen bostezos. El escarabajo le susurra que eso es natural, qué otra cosa esperabas. Día tras día, todo se va a la mierda. No se le ocurre un modo original de pensarlo, pero es la verdad. Todo se va a la mierda, todo se va a la mierda, todo se va a la mierda. Todo se va lamiendo, todo se va lamiendo, todo se va lamiendo. ¿A qué se parecerá el odio? ¿A qué se parecerá una lengua? Azul teme que siente muchas ganas de salir a la calle a averiguarlo. Y sale, y yo estoy allí en la esquina, y me pide, por favor, déjame probar tu lengua. Pero le digo que no. Tengo cosas más importantes que hacer que andar por ahí probando la lengua de muchachas azules. Espero que tú también. De verdad, espero que tú también. Me disgustaría mucho que probases la lengua de Azul. Hablo en serio, me disgustaría muchísimo. Azul se va, sin conocer a qué se parece una lengua, pero 25


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sabiendo un poco, al menos un poco, a qué se parece el odio. Sospecho que sospecha que se parece a mí. Azul es solo una muchacha azul. Solo Azul. Y yo tengo cosas más importantes que hacer que andar por ahí contando cuentos de muchachas azules. Si eres una muchacha azul, pues lo siento mucho. Lo mismo si eres un muchacho azul. Yo no soy Azul. Y lo siento. Mucho.

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Algunas cosas perduran

Pedro Juan GutiĂŠrrez


NARRATIVA

A

noche, en medio de la música, las borracheras y la algarabía habitual de cada sábado, Carmencita le cortó la pinga a su marido. No sé cómo fue porque intento mantenerme al margen de esta gente. En realidad estoy aterrado, pero ellos no deben percibirlo. Si olfatean que me molestan y que me dan miedo, estoy perdido. Yo estaba sentado, recostado en la puerta de mi cuarto, cogiendo un poco de fresco y pensando dónde coño podía meterme, hasta que el solar se tranquilizara un poco para acostarme. No me adapto a dormir con tanto ruido. Pues yo ahí, en la puerta, y de pronto sale el negro de su cuarto gritando, bañado en sangre y agarrándose los huevos. Atrás Carmencita, vociferando también, con un cuchillo en la mano derecha, tiró al piso un pedazo de pene que traía en la mano izquierda, y le gritó algo así como “Ahora vas a seguir por ahí singando a todas las que te gustan, hijoputa”. El negro grita aterrado y enseguida lo recogieron entre dos o tres y lo llevaron a un hospital. Dejaron el pellejo fálico en el piso, pero una viejita lo recogió, lo puso dentro de una bolsita plástica y se los alcanzó gritando: “¡Llévense esto para que se lo peguen otra vez! ¡Qué Dios lo proteja!”. Carmencita se encerró en su cuarto. Supongo que estaba tem-

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NARRATIVA

blando porque la vendetta está al llegar: o los hermanos del tipo la machetean, o la policía, o el negro mismo, que en cuanto le den de alta en el hospital regresa a comérsela viva. La semana anterior Lily le dio candela a su marido. El tipo todavía está ingresado, pero no la quiere acusar. Unos dicen que está muy enamorado y otros dicen que está muy grave y casi inconsciente. En fin, son de cuidado estas negras. Siempre agresivas. A veces pienso que se soplan polvo de muerto unas a otras, y por eso se desenfrenan como locas por un hombre, que en definitiva no es nada. Uno más, entre unas cuantas decenas que cada una disfruta y sufre en su vida. Hoy todo está tranquilo. Los domingos son aburridos. El solar se queda inmovilizado, y hasta silencioso. Es como un monstruo enorme y torpe, que se revuelca, escupe fuego y provoca terremotos durante seis días y al séptimo descansa y recupera energía. Quiero aprovechar la tranquilidad para escribir un relato sobre los dos travestis que viven en el solar. Son amigos míos. Y de todos. Son unos tipos dulces, amigables y muy felices. Parece que la gente los quiere. Uno de ellos aspira a triunfar como cantante y hace un personaje parecido a Marilyn Monroe: Samantha. Se transforma de tal modo que en cualquier sitio le darían premios de actuación y viviría muy bien. Aquí es un pobre diablo muerto de hambre, le hacen la vida imposible y vive de trabajitos de peluquería a domicilio. Después del espectáculo que lograron en el Teatro América, comenzó una cacería de brujas. No contra los maricones. Eso sería burdo. Sino contra los jefes y empresarios que facilitaron el espacio a los travestis. Les da pánico que cualquier espacio de libertad individual se pueda convertir en un espacio de libertad de ideas. Pero hoy no estoy muy ordenado por dentro. No puedo escribir. Sólo repito una frase: Amo las cicatrices, no las heridas. ¿Por qué repito eso como un paranoico? Amo las cicatrices, no las heridas. Cada día me parezco más a los negros del solar: sin nada que hacer, sentados en la acera, intentando sobrevivir vendiendo unos panecillos, o un jabón, o unos tomates. Lo que aparezca. Así día 29


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a día. Sin pensar qué hacemos mañana, qué sucederá. Se sientan en la acera con un jabón en la mano, o con dos cajas de cigarrillos y dejan que pase el día. Y sobreviven. Los días pasan. Estaba pensando en esto, amando las cicatrices, cuando llegó Luisa. Venía muerta de cansancio, con sueño, pero hizo el pan: traía un pequeño tesoro. Cuarenta dólares, dos latas de cerveza y media botella de whisky. Pudo ser mejor la noche del sábado, pero está bien. Se bañó, tomó una aspirina, pusimos el ventilador y nos acostamos desnudos. Ella no quería beber más. Yo sí me preparé un vaso de whisky con hielo. Me contó del tipo que levantó anoche en el Malecón. Le gusta contarme los detalles. Todos los detalles. El de anoche quería tener sexo en la playa, sobre la arena. Y lo tuvo. Con luna llena, palmeras y una mulata bellísima. Más tropical imposible. El tipo, muy europeo, traía sus propios preservativos en el bolsillo. Todo normal, no quiso nada extraño. —Tenía la pinga muy flaca, pero jorobada a la izquierda, y me dolió. No, pero está bien. Después te cuento, déjame dormir, mi macho rico, que estoy muerta. Y se durmió en un segundo. Terminé el whisky. Me serví otro. No tengo sueño ni puedo dormir de día. Me gusta mirar a esa mulata desnuda. Es hermosa. Muy delgada, linda. Mientras dure, es la felicidad. No se puede aspirar a más. Es lo mejor que hay en los alrededores. Entonces recordé aquella madrugada. Una vez, hace años, yo vivía en un sitio hermoso, con una gran terraza sobre el mar Caribe. Me desperté muy de madrugada, salí a la terraza y ahí estaba Venus, brillando fervorosamente en la semipenumbra del amanecer. Fui al cuarto de los niños, desperté a Anneloren, que tendría entonces unos cinco o seis años, la llevé a la terraza, le mostré Venus, y le dije: “Así es día tras día, primero Venus y después el Sol. Eso es eterno. Todo lo importante, las cosas más importantes, son perdurables. Y sabes que están ahí y las podemos agradecer”. Y después no sé qué más. Creo que seguí con el whisky, hasta el fondo de la botella.

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El galรกn de las lechugas

Baudilio Espinosa Huet (Bao)


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M

i empate con el ángel claroscuro ha estremecido a la fauna cuyo hábitat principal se reparte entre El Antro, La Marquesina y el Parque. Yo los tenía acostumbrados a darme mi jebita linda a menudo. O linda o riquita, o inteligente, o de moda. Vaya, jebitas de esas que marcan puntos. A veces incluso me daba jebas que combinaban un par de cualidades. Linda y de moda, inteligente y riquita. Pero es que el ángel claroscuro lo tiene todo. Es en mujer el equivalente de un buen perro de raza. Y no estoy comparando a la mujer con un perro, no vaya a ser que empiecen a resingarme la vida las feministas. Para empezar, las mujeres me gustan y los perros no, además sería incapaz de acostarme con una perra, ni siquiera con una gran danesa o una pastora alemana, tampoco me gustan las extranjeras. Y mucho menos vayan a acusarme de xenofobia, que en este país nunca se sabe cómo quedar bien. Me refiero a que el ángel claroscuro es preciosa de cara, bien proporcionada de cuerpo, con un pelo largo, lacio y sedoso, de piel suave y brillante, cualidades que posee cualquier buen perro de raza. A esto se une una clara inteligencia, un excelente sentido del humor y un exquisito gusto

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en el vestir, cualidades que no conseguiría el mejor perro de raza ni aunque viviera cien años, para tranquilidad de las feministas. La prueba fehaciente de mi nuevo status la tuve nada más de entrar a la cafetería La Marquesina; me encontré ante el honor de que Ernesto y Emilio me invitaran a su mesa. Ernesto y Emilio, o Emilio y Ernesto, como también se les conoce, son dos individuos estrechamente ligados, como Simon and Garfunkel, Juan y Junior o Marx y Engels. Incluso, yo diría, tan estrechamente vinculados entre sí hasta casi convertirse en un solo individuo, como Arango y Parreño. Se les podía ver a cualquier hora del día o de la noche en cualquiera de los lugares citados, incluso a veces parecían estar en los tres a la vez. Uno salía de La Marquesina dejándolos allí y al llegar al Antro (por el camino más corto) ya ellos estaban. Salías del Antro para el Parque (también por el camino más corto) y te los encontrabas cómodamente sentados en un banco, debajo de un flamboyán. Parecían tener el don de la ubicuidad, como el buen Dios. Uno es licenciado en cultura física y el otro en economía, pero es evidente que no ejercen porque siempre tienen dinero. Son ambos altos, bien parecidos y elegantes, y siempre andan rodeados por un grupo de personas, hembritas y varoncitos, o las dos cosas a la vez, como suele suceder en Santa Clara. Yo nunca había sido invitado a su cortejo, hasta esa tarde en que para variar estaban solos. —Maestro —me había llamado Ernesto cortésmente—, no hay ninguna mesa vacía, pero puede sentarse aquí con nosotros. Agradecí, me senté y Emilio me preguntó qué quería tomar. —Cualquier cosa —le respondí mirando con avidez la botella casi llena en la mesa. —Cualquier cosa no —me aclaró Ernesto—. Y menos esa mierda en moneda nacional. Dígame qué le gusta tomar a usted. —Bueno, si se trata de lo que yo prefiero, vodka con naranja. —¡Henry! —gritó Emilio—. Un cañón de vodka y dos cajitas de jugo de naranja. —De las grandes —añadió Ernesto. —¿Y a qué debo yo tantas atenciones? —pregunté ya bastante intrigado. 33


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—A nada, Maestro —me respondió Ernesto—. Sencillamente a que hemos coincidido en mil lugares un motón de veces y nunca habíamos tenido el placer de compartir. —Mira, socio —me soltó Emilio mirándome a la cara—, hay una cosa que nos tiene locos a los dos. ¿Cómo coño usted se empató con el ángel? Y ahí mismo fue cuando yo me paré con la botella cogía por el pico. Porque yo no seré el tipo más lindo del mundo, vaya, ni remotamente el segundo tipo más lindo del mundo, pero no me sale de la pinga que ningún comepinga me lo venga a decir en la cara. Además, si no soy lindo por lo menos tengo presencia y me sé vestir. Además tengo una tranca que cuando se para rinde por cuatro porque para que se baje hay que darle bastante jan. —Me resingo en la madre de los dos. Eso si son hermanos, y en las madres de los dos si es que no lo son. —Este tipo —le dijo Ernesto a Emilio sin inmutarse— hasta cuando se encabrona habla bien. Ahí fue donde más me empingué, porque yo seré filólogo pero cuando uno es hombre no hay universidad que te eche a perder el código de la calle. —¿Por cuál empiezo? —pregunté blandiendo la botella—. ¿O van a ser los dos a la vez? —Maestro… —comenzó Ernesto. —Maestro ni pinga, que yo a ti nunca te he dado clases. —Compadre —intervino Emilio conciliador—, yo no quise ofender, discúlpeme. —Siéntate, hermano —añadió Ernesto—. No hay ánimo de ofender. Lo que pasa es que lo mismo Emilio que yo le hemos entrado a esa mujer con todo lo que tenemos y ni caso nos ha hecho. —No tendrán lo que tienen que tener —les respondí y por un momento me sentí Poeta Nacional. En ese momento llegó Henry con el pedido y se quedó mirándonos. —¿Van a consumir o se van a fajar? Pregunto pa saber si me llevo la botella y les traigo tres cuchillos. A mí me da lo mismo. 34


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—Por mí no hay problema. Prefiero tomar —dije yo, totalmente calmado ante la simple presencia del vodka. —Por nosotros tampoco —entonaron Ernesto y Emilio a dúo. —Por mí menos que menos —cerró el concierto Henry mientras servía—. Sobre todo si dejan propina. —Déjate de gracias que tú sabes que nosotros siempre te dejamos —le respondió Ernesto y le dio un billete grande. Hicimos una pausa mientras Henry se iba y mezclábamos el vodka, el jugo y el hielo. —Yo te hacía la pregunta —volvió Emilio al tema después del primer trago— porque, sin que te vayas a encabronar otra vez, nosotros somos más bonitos que tú, manejamos un baro más largo, le dijimos lo que cualquier hombre le dice a una mujer y sin embargo la jeba nos dio el bate. —Porque la cosa no está en qué se le dice sino en cómo se le dice. —Eso debe ser —intervino Ernesto—, que tú tienes tremendas labia. Entre nosotros, socio, de hombre a hombre, dinos cómo fue esa muela. —De hombre a hombre —le respondí mirándolo directamente a los ojos—, tú sabes que eso no te lo puedo decir. Si tú quieres tomamos, hablamos de jebas, de lo que tú quieras, pero de otra cosa que no sea eso. Y así fue, porque entre caballeros cuando se habla de mujeres se puede mencionar el milagro pero no el santo, y como ellos ya conocían el santo yo no podía contarles cuál fue el milagro que me condujo hasta allá. Eso aparte de que no hubo ningún milagro, lo único que le dije fue que me parecía una persona muy especial y que por qué no comenzábamos una relación a ver qué pasaba. El primer sorprendido cuando me contestó que sí fui yo, pero eso no lo iba a confesar. La tarde con Ernesto y Emilio fue convirtiéndose en noche. Fue llegando cada vez más gente y apareciendo más botellas hasta que en un momento que no puedo precisar llegó el blackout, como siempre me sucede cuando tomo lo que me gusta: me quitaron el catao, me fui del aire. Por eso hoy he amanecido así. Llevo no más de diez minutos 35


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despierto y ya el dolor de cabeza amenaza con hacerme estallar el cráneo, además tengo la boca pastosa, una sed de tres pares de cojones y deseos de vomitar. Por los síntomas saco la enfermedad: resaca, una de las peores. Una arqueada me tira contra el borde de la cama justo a tiempo para que el vómito caiga en el suelo y no en la sábana. Menuda sorpresa. ¡Trozos de jamón y queso! De esa parte ni me acuerdo. Parece que Ernesto y Emilio se la botaron. Le ronca la pinga, el tiempo que hacía que no comía jamón y queso y que no solo no recuerde haberlo disfrutado sino que ahora, además, lo vomite. Me parece que me están dando macetazos en la cabeza, pero no, es que están tocando a la puerta. Que se revienten, pienso. Pero entonces oigo la voz de Taíma llamándome y me tiro de la cama como un resorte, porque Taíma es una rubia de ojos oscuros con la que estoy en el ligue hace rato sin lograr nada y hoy viene a que yo con mis relaciones la embarque para Camagüey a pasar las vacaciones. Así que si no es hoy tengo que esperar dos meses. Le abro la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, como si ella fuera Alicia y yo el gato de Cheshire. —¡Qué mal aspecto! —me dice y me empuja para entrar—. Y qué peste, ¿dónde está el vómito? Se lo señalo y deja las cosas encima de la cama, busca la bayeta y un cubo y se dispone a secarlo. —Ve tú a bañarte que yo me encargo de esto. Bañarme acabado de levantar no me hace ninguna gracia. No soy como mi socio William, que cada vez que se emborracha se baña al levantarse. O sea, todos los días se baña al levantarse. La ducha fría, sin embargo, me hace bien, siento cómo se me van hasta las impurezas mentales, se me alivia el dolor de cabeza. Al terminar no solo me siento más fresco sino también renovado. Salgo todavía húmedo y envuelto en la toalla. Ya Taíma terminó y me espera sentada en la cama que también arregló. —Taíma, amor —le digo con ternura y una fingida indiferencia mientras busco qué ponerme—, ahora mismo me visto y te acompaño a la Terminal de Ómnibus. —¿Cuál es el apuro? —me contesta y algo en su voz me hace mirarla. 36


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Tiene un brillito en los ojos que no le había visto nunca. —¿Tú ves? Ahora sí pareces un ser humano —me dice y se me acerca hasta casi rozarme—, mmmh, qué olor más rico. La abrazo y la beso fuerte en los labios. Hacía tiempo que estaba loco por besar esos labios gorditos y pálidos. —Esto es un asalto, arriba las manos —le digo al oído, y cuando alza los brazos le saco el vestido de un tirón. Con el gesto se me cae la toalla y quedamos frente a frente, completamente desnudos los dos, como dos plátanos burros a la hora del almuerzo. Ella se queda con los labios entreabiertos y húmedos, mirándome la pinga, que comienza a hincharse y levantarse. Este es exactamente el momento preciso. Para estar a la altura de mi nuevo status como domador del ángel claroscuro, decido hacer las cosas por el libro, o sea, hacer las cosas como Dios manda. En estos casos Dios manda usar el Kamasutra, y este a su vez indica comenzar con sexo oral, pero como el sexo oral es para las intelectuales y Taíma apenas acaba de terminar el primer año de letras, lo que hago es empezar con una rotunda mamada. Con ella acostada de espaldas con las nalgonas sobre el borde de la cama y mis manos levantándole las piernas me queda totalmente expuesta su peludita rosa, tierna, de un rosado pálido, con esas nalgas que le sirven de altar sin necesidad de almohada calzadora, porque Taíma es uno de esos raros productos denominado blanca con culo de negra. Empiezo con una lamida suave y de abajo hacia arriba. Después combino un movimiento circular de la lengua con breves y rápidas succiones de la perillita. Quince minutos más tarde llega el momento de pasar a succiones profundas y continuadas combinadas con pequeñas mordiditas y rápidas sacudidas de cabeza mientras las manos, de las corvas, pasan a acariciar y pellizcar las tetas. Después de alrededor de diez minutos en esto el libro indica que ella debe estar lanzando gemidos y estremeciéndose incontrolablemente. Pero no, esta mujer está tranquilita, callada y con los ojos abiertos y fijos en el techo. ¿Qué cojones le pasará al Kamasutra? Como sí está lo bastante empapada, yo diría que inundada, decido pasar a la siguiente fase. La acomodo en la cama y se la empiezo a meter despacio, aplastando 37


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su cuerpo con el mío, sorbiéndole los labios y sobándole las tetas. Una vez ensartada empiezo el vaivén, atrás adelante, atrás adelante, y después le incorporo el ondular de las caderas, los cambios de ritmo y caricias, besos, lamidas, pellizcos y mordidas, todo siempre por el libro y con la cabeza despejada, como le corresponde a un experto conquistador de ángeles. Quince minutos en esto y sigue sin inmutarse, casi sin moverse, y yo comienzo a preguntarme si en una vida anterior habrá tenido algún romance con Amado Nervo y fue a ella a quien el muy maricón le dedicó el poema “La amada inmóvil”. No importa, yo sigo con lo mío. A estas alturas la teoría indica cambio de posición. Me viro bocarriba y me la subo encima, clavada hasta los tuétanos, me le muevo abajo, y, como ella sigue como la mujer de Lot después de lo que le pasó por chismosa, la agarro por las nalgas y la muevo yo. Y con esas nalgas entre mis manos y esas tetazas colgándome delante, aunque el libro no diga nada sobre eso, a los cinco minutos soy yo el que está lanzando gemidos y moviéndome incontrolablemente, hasta que me vengo salvajemente y me quedo rendido, sin fuerzas ni para abrir los ojos, perdido en no sé qué nube rosada y acogedora. Cuando regreso a este mundo de mierda me la encuentro en la misma posición, pero arreglándose el pelo. —Papi —me dice muy tranquila, al verme mirándola—, yo horita no te quise interrumpir en el medio de la cosa, pero yo estaba pensando por qué en vez de a la Terminal de Ómnibus no vamos mejor a la de trenes, que es más fácil sacar pasajes. Me cago en el coño de la madre del hijo de puta que escribió el Kamasutra. Y de paso le envío mis saludos a la máxima autoridad que tuviera que ver con el transporte interprovincial en la época en que transcurre esta historia. Si la comunidad se entera de mi incapacidad para conmover a esta estatua pierdo mi recién adquirido status. Una vez enviada la novia de Amado Nervo para su tierra natal, y como ya eran las cuatro de la tarde, me dirijo hacia La Marquesina, pensando que si alguien de la pincha me ve diré que amanecí con falta de aire. Mi viejo padecimiento de asma es el 38


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encargado de sacarme siempre de apuros en los frecuentes casos de impuntualidad laboral. Cuando llego, Ernesto y Emilio, junto a buena parte de su corte, están en su apogeo. A juzgar por la algarabía con que me reciben, la botella que está sobre la mesa es por lo menos la tataranieta de la que debe haber empezado la tarde. —Propongo —dice Emilio, levantándose con dignidad— un brindis por el tipo que tiene la mejor muela del país. —Un nuevo Chespier —dice Ernesto y todo el mundo se levanta y choca los vasos plásticos. —Van a tener que explicarme de dónde sacan eso de la muela —añado yo después de sonarme medio vaso de un tirón, que por ser el primer trago del día me llega al mismísimo culo—, porque de la borrachera de ayer no recuerdo ni el momento en que me comí el entremés de jamón y queso. Mi comentario provoca una carcajada en Ernesto, Emilio, y dos o tres de los presentes. —Bueno —suelto ya un poco amoscado—, cuéntenme pa poder gozar yo también ¿no? —La cosa es, socio —me dice Ernesto en un aparte—, que ayer usted de ninguna forma quiso decir lo que le había soltado al ángel para conquistarla. Pero a tanta insistencia mía y de Emilio, y ya con más de media botella dentro, consintió en darnos una muestra si le comprábamos un entremés de jamón y queso. Te comiste el entremés y dejaste nada más una hoja de lechuga que venía de adorno. Te bajaste medio vaso de “escrudraiver”, dijiste que lo que ibas a decir ni era lo que le dijiste al ángel ni iba dedicado a ninguna jeba y te quedaste mirando fijo a la hoja de lechuga. ¡Óigame! Y acto seguido le ha metío usted una muela a esa hoja de lechuga que Emilio y yo, que no somos maricones ni nada de eso, estuvimos a punto de bajarnos los pantalones y darle el culo. Y si te fuiste sin jeba fue por el clase de peo que levantaste, que si no te hubieras llevado la niña que te hubiera dado la gana de las que estaban aquí. Así que para eso había quedado yo, para galán de hojas de lechuga. Sabría Dios cuántas mierdas habría hablado. Un día de 39


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estos voy a tener que dejar de beber. Pero hoy no, y menos ahora que Ernesto pidió una botella de whisky. En la mesa hay un par de jebas que me gustan. Si se acaba la botella antes de que se vayan las jebas voy a tratar de llevarme una de ellas. La pelicolorá me gusta más. Eso sí, si me la ligo, Kamasutra ni pinga. Me la voy a singar por La Biblia o El Capital, a ver si, al menos por un ratico, cuando termine de templármela encuentro uno de esos paraísos que hace tantos años me prometieron Jesús y el viejo Marx.

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Chanel y el rayo verde

Roy Jorge


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or fin estás aquí, arrodillada en la arena rugosa, sintiendo el agua fresca que a veces llega desde atrás y acaricia tus pies; él, frente a ti, de pie, con el sol moribundo alumbrándole el rostro y el bosquecito de casuarinas a sus espaldas; es el sitio ideal, según te lo indicó la cartomántica —que tú gustas nombrar pitonisa— para poner en marcha el sortilegio. Su miembro cuelga fuera del calzoncillo y tú adivinas la inquietud que hace oscilar su vista de una extensión de orilla a otra, es pudoroso como un niño, mira que te ha costado convencerlo. Entonces te bajas el sostén de la trusa y tus pechos emergen a la brisa colmada de salitre, quisieras fueran descomunales, con pezones como puntas de misiles, pero sabes que no es así, nada en tu cuerpo es tan exuberante como para apaciguar su inquietud y tu única posibilidad está en tus manos, en la pericia de tu lengua y tus labios. Tienes que interesarlo, ponerlo enhiesto antes de que cambie de parecer, lo cual hará en cualquier momento, y entonces arremetes con entusiasmo de zozobra contra esos atributos insignificantes, lames un glande que te sabe salado y amasas sus testículos encogidos. Sobre tu cráneo pesa la panza fláccida y peluda, y en tu nariz penetra el olorcillo rancio de su ingle: sientes náuseas. Succionas con fervor y lames a pesar de tu asco, de la repulsión que te inspira ese corpachón de juventud arruinada por la gula, porque sabes que la ocasión es única, que si se arrepiente ya no 42


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habrá para ti otro momento, ni siquiera en alguna inútil habitación cerrada porque él, con su solvencia, no va a volverse a fijar en tu mezquina anatomía ni en esa prominencia nasal que es lo único que en ti recuerda algún arma punzante. Lo logras, percibes el gradual endurecimiento entre tus mandíbulas hasta que pequeños y acompasados espasmos te indican lo que las dimensiones callan, que la erección se manifiesta plena. Ahora sólo tienes que mantener el ritmo para completar tu propósito antes que la repugnancia te venza y sueltes aquello, escupas y te enjuagues con el agua desinfectante del mar a tus espaldas, como te sientes tentada a hacer. Tal vez te sirva rememorar algo agradable; la comida en la paladar había sido agradable: bisté uruguayo: dos inmensos filetes de cerdo envolviendo un cojín de queso-jamón-queso, y todo empanizado, abundante arroz frito, mariquitas de plátano y cerveza enlatada para rociarse la garganta (él y tú hubieran preferido algún vino bien rojo, pero eso no ofertaban). El relente de la grasa de puerco se alebresta en tu estómago con la imagen de la surtida mesa y ves venir la náusea. Tienes que acabar esto pronto, no puedes correr riesgos, una serie de lienzos insulsos y una carrera que quieres obtener te impelen a llegar al final. Hay que completar el hechizo. —¡ASÍ, COJONES! —exclama él. Aquel día la pitonisa te recibió por fin, después de dos semanas de posponerte la consulta. Te han dicho que es muy buena. Al primo de tu amiga Andra le vaticinó que una vecina iba a denunciar lo de la antena para coger los canales de afuera, y por no hacerle caso se la decomisaron; y a un conocido de ella le dijo lo que tenía que hacer para que le acabaran de mandar la tarjeta blanca y en diez días le llegó. Entraste al cuarto de consulta y te sobrecogiste por el misterio que desprendía aquella acumulación de dioses multicredo y objetos de disímiles funciones: cazuelitas de barro, cabezas de gallina sangrando sobre copas, cuernos de donde humeaba incienso, velas, platos con dulces finos...; todo sobre tarimas contiguas a las blancas paredes, ostentando estas últimas, aquí y allá, unos roji43


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zos y raros arabescos. Y en el centro, erguida entre aquel pandemonium, la espigada figura de la pitonisa vistiendo algún tejido a tornasol, guarnecida por una capa roja y un turbante adornado con el símbolo del Ying y el Yang. Era trigueña, de mentón afilado y oscuros ojos penetrantes. Te indicó con amable ademán el asiento frente a una mesita redonda de cristal, donde reposaba un juego de naipes franceses. Se sentó y acogió tu mano derecha entre las suyas: —Dame tu nombre, hija. —Chanel Rivalta Ordóñez, señora. —Ahora, Chanel, piensa intensamente en la preocupación que aquí te trae —y cerró los ojos musitando un conjuro quién sabe a qué deidad para luego tomar el paquete de cartas, barajarlo y plantártelo alante. —Córtalo en tres con tu mano derecha. Así lo hiciste, con la mano palpitante de expectación. Ella fue tomando los montones desde la izquierda a la derecha, eligió cinco cartas de cada uno y las fue virando boca arriba. —Aquí veo una mujer muy espiritual —lo decía deslizando sus largos dedos por los naipes—, puede ser tu mamá, creo; ella te inculcó esa pasión por las cosas etéreas, cosas del pensamiento. Veo como intentos de hacer algo muy lindo con las manos, pudieran ser costuras, artesanía con telas... ¡no, no me digas! —ha frenado tu intento de aclarar—, es algo más sublime, más astral, ¡es pintura!, ¿tu madre hace pinturas? —Anjá, así mismo es —respondes admirada. —¡Ay mi niña!, esa señora te ha inculcado la vocación hasta convertirla en tu karma, se ve bien en el último naipe, pero sucede que no tienes verdadero talento... ¿no es eso lo que te trae aquí? —¡Sí, señora, creo que así mismo es! —Bien, veamos qué nos revela este segundo corte, me indica tu presente, ¿sabes? —habla mientras se ensimisma en la siguiente quinteta de naipes, al fin dice: ----Haz intentado trascender tus límites, pero siempre fracasas. Veo una muchacha con una angustia insoportable que no 44


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logra sus sueños. ¡Pero mi niña, si recién acabas de desplegar tus pétalos! A ver, ¿qué edad tienes? —Dieciocho, señora... —se te corta la voz; la atmósfera de enigma, el repentino tono compasivo de la pitonisa y su perspicacia te ponen en situación tan patética que no te puedes aguantar, sale el primer sollozo y ya no hay marcha atrás, ocultas la cara entre las palmas. —¡Lachy, trae agua para ella! —vocea la pitonisa y el grácil muchacho que la asiste, el mismo a quien pagaste la tarifa, aparece casi enseguida con un vaso lleno en un platillo. —Aquí está doña Onelia. ¿Necesita algo más...? —Gracias, Lachy, ponlo sobre la mesa —dice y lo despide con el índice. —Bebe tres sorbos, niña, para que te despejen el alma —te alcanza el recipiente del que tragas los buches —y ahora ábrete ante mí, que yo tengo la solución a tu problema. La suficiencia con que ha pronunciado la última frase despierta en tu espíritu una seguridad robusta respecto al porvenir y te dispones a vaciar el corazón ante esta mujer que ha de ser una santa. —Quiero entrar a la ESA, señora, la Escuela Superior de Arte; pero a los graduados de preuniversitario le exigen presentar una obra realizada, una colección de cuadros en mi caso. Por los valores de esa obra decidirán si entras o no, y mis pinturas son tan pobres... —todavía la voz se te esparce en temblores. Te recuperas. —Tengo varios amigos, plásticos ellos, usted sabe, pintores, escultores... — la pitonisa asiente con plácida expresión de “sé lo que es”—. Algunos hasta son profesionales. Ellos me han ayudado mucho, pero siempre me dicen que todavía me falta, que mis lienzos son inertes y planos, que... ¡que lo que pinto es una mierda, para resumir yo lo que ellos no se atreven a decir! —otra vez la garganta se te cierra. Callas y aspiras fuerte. —No te preocupes niña, si ahora viene lo bueno, verás como el tercer montón de cartas nos da la solución. ¿Dijiste que tenías amistad con pintores profesionales? —Sí, más bien son conocidos del grupo; nos reunimos para 45


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hacer tertulias en casa de mi amiga. —¿Hombres ellos? —Sí, los hay hombres, ¿por qué...? —Hummm. Vamos a ver, vamos a ver... —la pitonisa destapa los naipes y se vuelve a abstraer en su visión. —Aquí está el remedio al problema, niña —dice, al fin—, atiende acá: se te va a presentar un hombre joven, ducho en la actividad de la pintura, con ese hombre debes lograr un romance fugaz, y por ese romance escaparás del purgatorio que es tu carencia de talento, y lograrás triunfar. Ahora escúchame bien —su mano se abre rozándote la frente y sus ojos permanecen extraviados no se sabe por qué planicie astral—, voy a explicarte lo que debes hacer: “Tendrás que luchar por ese romance, él es un hombre de dinero, pero tienes que hacértele notar. Explota al máximo tu juventud y tu espíritu, que eso a él le gustará. Debes llevarlo hasta un sitio marino y allí, en la orilla, habiendo todavía sol sobre el horizonte, ¡fíjate en eso!: puede ser tarde, pero tiene que verse el sol, que simboliza el triunfo. Allí debes extraerle su simiente y tragarla. Así lograrás que toda la suerte de ese hombre, su pericia e ingenio entren en ti; entonces verás cómo se despierta tu gracia y podrás pintar esos cuadros que necesitas para tus estudios. Pero, por favor, no olvides mi advertencia, todo ha de terminar antes que el sol lance su último rayo, sino sólo ganarás la esperanza”. —¡¡GÓZAME, PUTA, GÓZAME!! —él está ya fuera de sí. Lo demás fue tener ojo abierto durante las veladas en la casa de Andra, entre el té cargado con ron, o el ron cargado con algo más arrebatador y levitante, entre elevados diálogos saturados de óleo: ¡sentirse como moscas en un charco viscoso!; de mármol: ¡el sueño recurrente de los marmóreos claustros!; de acuarelas: ¡hay que trascender el reborde de aguas!; de pasteles: ¡qué riesgoso resulta cualquier nimio dulzor! Él siempre se destaca, no hace mucho egresó de la ESA, pero es todo un talento apuntalado por no recuerdas cuántos premios y una vida al pastel que es envidiable; no es ninguna lindura, pero eso debe facilitar las cosas, es el hombre. 46


NARRATIVA

Te le pegas como una capa de barniz, lo lisonjeas un poco y le refieres luego tus anhelos y cuánto hermoso llevas dentro; él te escucha, cortés primero, interesándose después. La noche es avanzada cuando termina la tertulia, el hambre roe un poco y él te invita a algún sitio para comer algo ligero; ya casi tienes todo, pero recuerdas la advertencia de la pitonisa: el sol, que simboliza el triunfo, ha de estar a la vista. Entonces dices que es muy tarde, “debo ir para la casa, es que mamá me espera y se preocupa, pero podemos vernos mañana más temprano; cerca del mar quisiera... hay más sosiego allí”. Y en el último sorbo allá en el paladar, después de un beso rápido, le vuelves a pedir “cerca del mar lo quiero, me apasiona en el mar”. Repitiéndolo lo logras arrastrar hasta la orilla solitaria. Ahora te sientes Diana cazadora encimada en tu víctima, porque ese jadeo rítmico en aumento y ese bocado que se ha puesto de mármol anuncian la inminencia de tu triunfo, así lames y chupas con más ímpetu, contagiada por el frenesí de él, que al fin exhala un “¡AAAAAAAAHJJ!” y un borbotón cálido y pegajoso te llega a la garganta, entonces es cuando se te vira el estómago y la náusea trepa victoriosa emergiendo hecha carne, arroz, mariquitas, cerveza y semen, mucho semen que va a regarse sobre la arena húmeda, donde rápido se tamiza quedando sólo un espumero amarillento. Y ahí estás tú viendo como tu única oportunidad se filtra entre los granos dejándote vacía, nuevamente vacía; es cuando te decides y soltando aquel falo que aún aferrabas, te lanzas sobre el espumero y lo lames llenándote de arena, y tragas todo aquello con una convicción vencedora de náuseas mientras él te contempla aterrado, con la repugnancia moldeando sus facciones, pero tú te levantas y le espetas: —¡¡Tengo que llegar, coño!! ¡¡¡Tengo que llegar!!! Y dándole la espalda corres al bosquecillo componiendo el sostén; la ropas, que has recogido de un tirón, son banderas que flotan tras de ti. Allá en el horizonte el último fragmento de sol se hunde en el agua, cubriendo el panorama con un fugaz destello verde, que ni él ni tú alcanzan a ver. 47


Reactor Uno

Francisco García González


NARRATIVA

Para Mano Baldoquín

A

veces uno se pregunta qué hace en ciertos lugares a determinada hora. Estaba sentado encima de una roca a la sombra del concreto y las cabillas en flor. Más abajo quedaban el mar y la luna. Detrás del concreto y las cabillas se escondía la bóveda que guardaría el núcleo de uranio. Era la hora muerta y las mangueras no bombeaban el cemento hacia el campo sembrado de calas. Mis hombres hablaban lejos bajo la luz de las torres de lámparas. Hablaban y eran mis hombres. Pronto tendría que darles alguna orden que ellos cumplirían de mala gana. Así cada noche. —Técnico, dice el Maestro que vayas allá —me dijo el Puma del otro lado de la zanja. —Y ahora qué le pasa al Maestro. —Todos quieren que usted vaya, técnico. El Puma, el Maestro y mis hombres eran de un lugar que se

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llamaba Media Luna cerca de las riberas del Cauto. El Puma, contra cualquier escrúpulo estadístico, no sabía ni leer ni escribir ni contar. Tampoco sabía qué cosa era un Puma. Pero aquel cantante, felino en los oídos como un certero José Luis Rodríguez, se llamaba igual que él y le decían así precisamente, el Puma. El talento del Puma consistía en una absoluta incapacidad para hacer las cosas rectas por sencillas que parecieran. En el Puma era un don. Una madrugada en que el Maestro echaba un pestañazo en la caseta, bastó para que vertiera el cemento en un agujero donde habían dejado una barrena recién estrenada. El mundo puede acabar en un instante. El cemento fraguó. El Puma debió tanto dinero al Estado, que todo quedó en su lugar, incluyendo la barrena. La noche anterior el Puma me había enseñado unas fotos de su primo que vivía en Alemania. Las fotos amarillentas eran de un mulato que se calzaba sudoroso, con su inmenso cilindro de carne, a dos enfermeras rubias. Las regordetas fräulein eran muy blancas y tenían el sexo dilatado como plantas carnívoras. Unas lindas flores traga cilindros. Luego de verlas me pidió que me quedara con ellas unos días. Acepté y el Puma estuvo contento. El primo del Puma tenía una extraña idea de las fotografías que deben circular entre la familia. Los hombres estaban divididos en dos bandos: —Mire esto, técnico —me dijo el Maestro, un indio bajito que en algún momento de su vida había trabajado de conserje en una escuela. Por eso tenía seguidores y su palabra era ley después de la mía. La discusión volvió a encenderse. —Yo lo hago porque me gusta hacerlas sentir, técnico —me dijo el perforador y su voz se perdió en la algarabía. Me senté sobre un bloque de concreto a mitad de los dos bandos, sin todavía saber de qué se trataba. —Este es un flojo, técnico —logró imponerse el chofer de la grúa—, no entiende que si les da lo que les gusta, se te montan arriba. —Y luego hacen de ti lo que quieran. Eso lo sabe un niño chi50


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quito —acotó alguien del grupo. Ambos pertenecían a la línea del Maestro. Así cada noche. Un día era el béisbol. En qué parte de la Isla se jugaba mejor pelota. Otro día eran los muertos, si rondaban o no entre nosotros. Otro, los perros jíbaros o la mejor forma de asar un puerco. Quién sabía andar La Habana. Temas de hombres solitarios. Carne de barracones. A veces pedían mi opinión y yo les decía la primera idea ruda que me viniera a la cabeza. Por eso, y porque era su jefe, me tomaban en serio. Dos bandos. Siempre igual lo mismo entre los huecos llenos de cemento que en círculo alrededor de las botellas de aguardiente y alcohol de alambique. Los que seguían al Maestro y los que no. Uno se pregunta qué hace en ciertos lugares a determinadas horas. —¡El que no mama ni siente ni sabe nada de la vida! —saltó el perforador con nuevos bríos. —A ver, ¿a ti te gusta mamar? —le preguntó el de la grúa. La cosa se estaba poniendo interesante porque mis hombres estaban totalmente locos y perdían el control y decían lo que pensaban, aunque se tratara de mamar, que es acción íntima de succionar. ¿Succionar qué? —¡Sí, compadre, me gusta mamar y qué! —respondió el perforador exaltado, levantando la aclamación de los dos partidos— Y si mamas, te caen atrás adonde sea. —Qué va mi socio, es al revés. Yo tenía un consortico ahí, enfermo como tú a la mamadera —contó el de la grúa—, y lo cogió una temba divorciada, y tú sabes cómo lo puso, la seguía cuando salía, hasta que un día la sorprendió clavá con un negrón de su misma cuadra. —¿Eso no te habrá pasado a ti? —le respondió el perforador, y todos se burlaron del chofer de la grúa. Nada inquieta tanto entre obreros como la sombra de un cornudo. El remate del perforador redobló los ánimos. 51


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El Maestro permanecía callado frente al grupo rival. Por lo visto se reservaba algo muy importante o era una pose de las que le permitía su estatus de antiguo conserje. —Tú no sabes, chico —le dijo el Puma, que por supuesto era del bando del Maestro, al perforador— que el que mama lo único que hace es chuparse una pila de pingas por carambola. La observación desató la hilaridad entre el grupo del Maestro (el Puma no sabía contar, tal vez en lugar de un número determinado siempre hablaba de una pila). Los rivales respondieron airados y en coro ante la inesperada conexión. Mis hombres realmente andaban chiflados. Y la peor chifladura era que construíamos un reactor para guardar un pedazo de uranio. Gracias al Maestro, al Puma y a Einstein, tendríamos energía a partir de una fusión de la nada. —Miren a este analfabeto diciéndome maricón —se defendió el perforador. —Yo creo que aquí todo el mundo ha mamado por lo menos una vez —aseguró el ayudante del perforador. —Allá tú, pero yo no mamo, a mí hay que tocarme los cojones —dijo el de la grúa agarrándose la portañuela. Para ese momento ya tenía una idea bastante exacta de qué trataba la discusión. Los argumentos me tenían anonadado. Mis subordinados nunca perdían la capacidad de sorprenderme. Los tópicos alcanzaban un vuelo inusitado de sabiduría. La sabiduría que solo encontraba en mis hombres. La sabiduría es en Media Luna. De pronto, en medio del foro apareció Yura, mi homólogo ruso. A esa hora Yura estaba bastante borracho. Sacó una botella que desapareció, como una chuleta lanzada a una jauría, entre los trabajadores. Antes uno tenía la idea de que los rusos eran unos tipos capaces de inmolarse delante de un tanque por una hermosa causa. Una hermosa causa podía ser la construcción de un reactor en medio del trópico. Ahora tenía la misma idea, con la pequeña adición de que el ruso iría medio borracho y con los brazos tatua52


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dos como Yura. Por supuesto que no estaría ebrio para darse ánimos. Iría borracho porque sí simplemente. El alma eslava. Seguro que sí. Yura me entregó la tarea técnica para el turno de la mañana y recogió la botella medio vacía. Antes de guardarla me ofreció un lamparazo. El líquido pasó por mi garganta y por un segundo se me unieron cielo y tierra. Nunca sabía qué tomaba Yura. Pero esta vez Yura no se fue. —Gustan ustedes las cubanas porque beber hasta fondo —dijo Yura al grupo. En más de una ocasión le había tenido que explicar a mis hombres que la terminación a quería decir en ruso exactamente lo contrario. —Yura, ¿en Rusia los hombres maman? —le soltó el de la grúa y los hombres rieron. Por lo visto Yura pensó que hablaban de su madre o de la de alguno de los presentes y se quedó en blanco. Luego el Puma explicó el sentido de la pregunta. Para ser un tarado de pies a cabeza, el Puma sabía mover su lengua con cierta soltura. ¿La lengua metida en la rendija? En medio de su borrachera Yura entendió el concepto. —Yo nunca con mujer rusa... negra cubana sí —rió pícaro y dio por terminado el contenido de la botella. Los del bando del Maestro también rieron. Un ruso era como un niño, podía perdonársele cualquier cosa. Los rusos no entendían o no tenían conciencia. Los partidarios del Maestro estaban completamente seguros de que en Rusia no había un solo maricón y que las mujeres eran tratadas como se les debía. Pero el asunto fuera de la Isla los intrigaba. Además, el Yura era un borracho que nunca se sabía cuándo hablaba, en su pésimo español, en serio y cuando no. A los ojos de mis hombres su deslumbramiento por las negras era más bien gracioso. Un ruso es un tipo con los cojones bien puestos capaz de atrevérsele a un tanque, aun borracho. ¿Quiénes sino patearon el trasero de Hitler? Yura se sentó a mi lado. 53


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—Yo hablo en serio —dijo el de la grúa—, el mamalón pierde la moral. Por eso los pentecostales, los ñáñigos y los abakuás no maman. —Esos son otros veinte pesos —explicó el ayudante—, esa gente son religiosos y no lo hacen por otras cosas, no porque no les guste ni por moral. Cuando las discusiones llegan al punto en que implican los asuntos de la fe queda poco por decir. Aquí no se hablaba de la lengua que Dios desea. Sin querer la discusión los había llevado a la cima más alta de la aurora humana. Yura cabeceaba a mi lado. En eso habló el Maestro, extendiendo su estatuto: —Pobre del que mame. Las mujeres tienen un almizcle allá abajo que te pudre la boca y luego no queda un diente sano. Así habló y después sacó su magnífica dentadura intacta a pesar de su edad. Había hablado el Maestro y los hombres hicieron silencio. Sin exclusión de posiciones, el buen estado de sus dentaduras no era lo que caracterizaba a los constructores del reactor. Yura continuaba cabeceando. Primero Dios luego los dientes del Maestro. El momento había llegado. Entonces volvió a hablar el Maestro: —Y usted, técnico, ¿mama o no mama? De pronto sentí como si me desintegrara en el mismísimo corazón vacío del reactor y mi cuerpo iluminara todos los bombillos posibles, todos los televisores Krim, Electrón, Rubin, Caribe. Mi cuerpo entero la luz invisible y diseminada. Y por toda respuesta, cerré los ojos y saqué mis dientes para que el Maestro y mis hombres vieran mi dentadura bajo el cono de luz de los potentes bombillos. Cuando abrí los ojos vi que los primeros rayos se insinuaban tenues más allá del monte virgen a orillas de la bahía. Yura cabeceaba en la piedra.

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Cรกbalas y amuletos

Ariel Lunar


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En un pueblo de guerreros hubo una pelea de perros le sobraba rabia al pinto y no le faltaba al negro… peleaban perros y dueños, no hubo ninguno cobarde. (Corrido mexicano)

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íctor no es diferente de todos; es apostador de cuna. Un zombi más que en el fútbol apuesta a quién gana o pierde, quién anota o no, a quién contrata tal o más cual equipo o qué jugador se irá de la plantilla al final de temporada. Su amuleto es la camiseta del Valencia que ganó hace mucho tiempo, y, antes de cada apuesta, como cábala besa el murciélago en el escudo. Víctor es virtudino, el gentilicio que adoptaron de forma arbitraria los moradores de este lugar después que dejara de ser el lleguipón del fanguero para adoptar el pomposo nombre de La Virtud con la llegada del ferrocarril en las primeras décadas del siglo. Este pueblo de campo en el que, a diferencia de sus homólogos que se diseminan a lo largo de la geografía cubana, todo gira alrededor de la pelota de lunares. La práctica del fútbol se arraigó tanto que ha tomado forma en el campeonato entre los barrios La Loma y La Charca. Cada morador de esta aldea sui géneris sigue La Liga de Las Estrellas con el oído pegado al radio 56


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portátil, o el comunitario que el cantinero pone a disposición de todos en el bar, mientras mezcla el ron con alcohol, ajo y picante. No hay casa de este rincón que no tenga menguadas las arcas por culpa de otra pasión de los pueblos muertos, las apuestas. Los pueblos de campo son como ataúdes; una vez dentro, los pobladores se van descomponiendo hasta que la carne y las entrañas se las comen los gusanos del hastío. Víctor no solo juega su dinero en el fútbol; Valenciano es su otra razón de vivir. Ha invertido mucho en medicinas, tratamientos, vísceras, boniato y gomas de bicicleta para hacer de su perro una máquina de multiplicar dinero, una máquina de matar. Desde que comenzó a entrenarlo, le ha enseñado todo lo posible para que aun en los peores momentos sea capaz de revertir la pelea a su favor. La llave la valenciana ha sido su arma secreta: cuando el contrario está arriba, Valenciano esconde las manos y gira hasta que alcanza el cuello de su oponente; es un perro hecho para ganar cuando todos creen que va a perder. En la última fecha de La Liga Española el dueño de Valenciano puso todos sus ahorros sobre la mesa del bar. El Gordo criador de perros de pelea y un forastero triplicaron la suma. Víctor no tenía para respaldar, pero aceptó. El Valencia encajó seis goles ante Madrid y a Víctor no le quedó otra. —Te apuesto a que Valenciano descuartiza a tu mejor perro. El Gordo expulsó una bocanada de humo y entre sonrisas le dijo: —El yipy, los perros y treinta mil contra todo lo que tienes. Te voy a dejar más pelado que un plátano. El domingo en la finca; lleva el guayabito prieto ese que tienes por allá, que Verdugo se lo va desayunar. ¿Estamos? El pacto quedó sellado con las botas sobre dos escupitajos y el puño derecho en el lado del corazón. En el bar, la clientela hizo silencio. El Gordo compró una botella de las más caras y compartió con todos. —¡Manda a Jacinto esta tarde, pa que haga la lista! —dijo Víctor antes de extender la mano con el dinero dividido en dos partes. El Gordo tomó la suya, pero el forastero no aceptó. 57


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Después de terminar la cerveza sacó una medalla del bolsillo de la camisa, para comenzar a pasársela de nudillo en nudillo con habilidad de mago. Así se quedó un rato, hasta que se levantó de la mesa con alardes del pistolero Tom Mix y se acercó a Víctor. Nadie supo qué hablaron. —Esta es la última vez que apuestas conmigo. Ese equipo tuyo es una mierda. A quién se le ocurre apostar contra Ronaldo, Zidane, Casillas, los galácticos. ¡Tú eres un comemierda! —la carcajada de criador de perros fue el aviso para que todos en el bar se rieran al unísono, todos menos Víctor. Hoy es el día. Mientras en el estadio los pobladores de La Virtud estén atentos al partido entre La Loma y La Charca, Víctor y El Gordo verán correr la sangre de sus perros. Por el camino del este el ronroneo de un motor de cuatro cilindros interrumpe el silencio. El Gordo se toca en la frente y a ambos lados del pecho antes de besar la medalla; por última vez comprueba el dinero que guarda en la riñonera. A su lado el chofer se las arregla para no caer en los baches. Atrás, Jacinto y Martillo sostienen la jaula. El forastero exhala el humo de un Monte Cristo y juega con la medalla. Víctor conduce la volanta. La camiseta sudada del Valencia se le pega al cuerpo, besa el murciélago en escudo. —El Valencia no pudo pero tú tienes que poder, si no te la arranco —el apostador clava una mirada fría en el lomo de su perro, que se ha quedado dormido con los vaivenes que provoca el camino irregular en las ruedas del transporte. Por la vereda del norte, una fila de jinetes avanza apartando los gajos que se cruzan sobre los sombreros de paño y yarey. Unos cargan cestas de comida; otros cajas de ron, cerveza o vino. Los más poderosos apretujan los fajos de billetes en las botas de montar o en las polainas. La finca abandonada no es más que la ruina de una casa colonial, donde los Hernández, antiguos señores y dueños de La Virtud, en su día tomaban el fresco, a la sombra del portal. Al fondo una arboleda de frutales custodia el círculo de aserrín. Los primeros jinetes amarran las bestias en la caballeriza 58


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improvisada, pagan al custodio, también improvisado y se acomodan en las gradas rústicas según su jerarquía. Víctor llega; a su diestra Valenciano parece una mole de músculos al que nadie se atreve a acercarse. La algarabía anuncia la llegada de El Gordo. El Willys se detiene. Jacinto y Martillo bajan la jaula y la colocan a un costado del círculo. El extraño ocupa una de los taburetes que se reservan para los apostadores fuertes. El coime, vestido de blanco, se sitúa en el mismo centro del ruedo y vocifera. —¡Hoy es el día, hagan apuestas! Sus manos sostienen dos listas: en la de El Gordo hay varios miles, el jeep y los perros de pelea; la de Víctor es más corta: la volanta, la montura nueva, el par de botines tejanos, las sortijas de oro, el reloj, la yegua mora Mulata y la camiseta. Afuera se juega a todo: a las barajas, a la tapita, a los dados y hasta una moneda se tira al aire. A la señal del coime, Víctor y El Gordo se aproximan al centro de la arena. Sostienen los perros por el lomo y con golpes en el pecho y la cabeza azuzan a sus respectivos campeones. —¡Pega, Valenciano! Víctor toma un trago largo de ron y se persigna. Besa el murciélago, que amenazante resguarda con las alas el escudo en el lado izquierdo del pecho. De cachorro, muchísimas veces dejó a su campeón colgado de un neumático. Otras, kilómetro a kilómetro detrás de la bicicleta, hizo sus patas más fuertes. Pedaleaba uno, jadeaba el otro; sudaba el primero y la lengua del otro se estiraba como una corbata; pedaleaba uno y jadeaba el otro. Ahora Valenciano escucha las órdenes en una voz deformada por la excitación. —¡Ahí, cabrón! ¡Dale, dale! El perro tiene cicatrices por toda la cabeza. Una muy peculiar divide la oreja derecha en dos, desde aquel día. —¡Si te me viras, te rajo! —lo amenazó Víctor, mientras vertía la masa de boniato hervido mezclada con bofe de res. Pero el perro gruñía con los ojos inyectados de sangre y odio. 59


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El machete silbó en el aire y cercenó el cartílago. Dos mitades que de pronto parecían dos orejas. —¡Maricón! El hilillo de sangre se detuvo formando un coágulo negruzco desde el ojo hasta el cuello. El perro se escondió en su casucha por algunos días, hasta que el escozor que le provocaron los gusanos en la herida lo sacaron del escondite. Víctor solucionó todo como siempre: un poco de ungüento, comida, un par de palmadas en el lomo y listo. Valenciano se tiró patas arriba enroscado entre las piernas de su amo. —¡Vamos, cabrón! ¡Mata, mata! Valenciano no sabe lo que ocurre fuera del ruedo. La puja es intensa y a Víctor no le queda nada por apostar. Siempre ha envidiado al Gordo y la única forma de llegarle, aunque fuera a los tobillos, es precisamente que su perro gane hoy. Despojará al Gordo de todo: los perros, el Willys y el orgullo; aun así debe pagar la deuda al forastero, que sonríe mientras pasa de nudillo en nudillo el círculo dorado. El dueño de Verdugo le exige más. Muy pegado al ruedo saborea un tabaco y se regodea detrás de su barriga expulsando bocanadas de humo. Se siente seguro de la victoria. Los vendedores revolotean como moscas alrededor del ring. —¡A peso el agua! —dice aquel con un cubo y vasos plásticos. —¡No te quedes con hambre, si yo traigo un rico fiambre! — pregona otro con una cesta de panes con lechón. El coime y un hombre musculoso, vestido con un pantalón azul y cabello corto funden sus manos con un apretón. —¡Yo te aviso! —le dice el que todos han visto de pareja con el jefe de sector. Luego desaparece tras los árboles. La pelambre negra de Valenciano contrasta con la piel rayada en tonos carmelitas del oponente. Verdugo es más viejo y en lugar de su ojo derecho solo hay una fea cuenca, pero sus colmillos son navajas filosas que arremeten y cortan la piel del contrario. El negro riposta y sus mandíbulas aprietan con fuerza una pata delantera de Verdugo. En el extremo del ruedo Víctor grita y alienta. 60


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—¡Ahora! ¡Sí, sí! ¡Dale, coño ese es mi perro! Ataca como tornado, sacude la pata del oponente: derecha y rasga el pellejo; izquierda y rompe los músculos; arriba, abajo y los dientes roen el hueso. Verdugo se queja pero contraataca, empuja con su pecho y acuchilla el lomo. —¡Voy quinientos al prieto! —dice uno en lo alto de las gradas. —¡Van! —responde otro y se acomoda en una horqueta. Alrededor del círculo rodeado por un muro de madera y sacos, los espectadores gritan. Las gargantas emanan el olor a ron que se mezcla con el sudor agrio de los cuerpos. En los árboles algunos miran la pelea, mientras que en la rama más alta un hombre, vestido con pantalón azul y cabello corto, vigila el camino para dar la voz de alarma. En cuanto grite “¡Pitirre!” los vendedores tomarán el camino del este; el coime se irá con el Gordo; Víctor, en la volanta, tomará el camino del norte junto con los otros jinetes. Cuando el auto blanco con ribetes azules suene la sirena ya todos estarán muy lejos. Dentellada tras dentellada, la piel se rompe. No hay tiempo para el dolor. Las preferencias ahora se inclinan por Verdugo. Lo avala el empuje que tiene en los finales. En su última pelea, casi perdido, logró dominar a un contrario que lo superaba en músculos y juventud. —¡Ven y juega a la tapita! ¿Dónde está la bolita? —dice alguien mientras agita las chapas con sus manos, ante la mirada de algunos apostadores, que no se dan cuenta del engaño. El que hace de pala, es el primero en “probar suerte” y “gana” un poco de dinero. Los observadores comienzan a apostar. Al final, el de las chapas compartirá el dinero con el primero que se “atrevió”. En el ruedo los gladiadores se baten a muerte, con los ojos inyectados en sangre. Ahora Verdugo se lleva la mejor parte. Valenciano está por caer y nada más le queda dar su golpe de suerte. El juego de barajas se interrumpe por un momento. Todos en la arboleda tienen los ojos fijos en el círculo de aserrín. Verdugo, como tocado por la magia negra de un hechicero, 61


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sacude el lomo, desgarra el pellejo, hiere las costillas. Valenciano esconde las manos y comienza a girar hasta que sus dientes quedan a nivel del cuello de su oponente. —¡Te cogió la valenciana! —el perro negro comienza a cobrar, hasta que los colmillos asfixian a Verdugo. Sacude arriba, abajo; derecha, izquierda y sangre. Verdugo trata de soltarse en vano. Su único ojo, ahora opaco, se esconde tras los párpados. La respiración agitada se apaga como un candil bajo la lluvia. Los apostadores enmudecen. Unos, exaltados, se aprestan a cobrar. Otros aprovechan la confusión y se escabullen. Una paleta de madera abre despacio las mandíbulas de Valenciano, le doblan el rabo, hasta que el dolor afloja los músculos. Víctor besa el escudo de la camiseta. Patea el cuerpo desplomado de Verdugo sin dejar de mirar al Gordo. —¡El Valencia es una mierda, pero te cogió la valenciana! ¡A pagar, coño! ¡Venga el dinero! —exige Víctor y los sicarios del Gordo reaccionan agresivos. Víctor se lleva la mano a una de sus botas, como buscando un arma. —¡Déjenlo! ¡La pelea fue limpia! —grita El Gordo a sus guardaespaldas. Los billetes caen uno sobre el otro, uno, dos…, diez, cuarenta… billetes estrujados, viejos, nuevos, estirados, billetes, billetes. A Víctor se le comienza a apagar la mirada. Sus ojos tropiezan con los del forastero, que está besando la medalla. —Mañana te mando el yipy y los perros con Jacinto. Las palabras del Gordo hacen que todos se callen. El ruedo de la finca abandonada se va quedando vacío; solo unos pocos continúan apostando a las barajas, hasta que no queda nada en los bolsillos. Víctor desapareja el caballo, saca al perro del saco de yute y se dispone a curarle las heridas con el mismo ungüento apestoso. Luego le ofrece un plato de comida, que el animal solo huele antes de acurrucarse en un rincón. Las próximas horas servirán de muy poco. En las noches el dolor es intenso, en las mañanas el entrar y salir del dueño a veces lo despierta. Hoy la volanta trajo una caja de madera con muchos huecos en la tapa; dentro, otra parte de la apuesta. Valenciano siente su cuerpo desarmado y apenas 62


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puede incorporar la cabeza. Cierra los ojos y duerme otra vez hasta que escucha el mandato de siempre. —¡Valenciano, toma! —apenas logra levantar la cabeza. —¡Si no comes te mueres, cabrón! ¡Si crees que terminó estás loco! ¡Esto empieza ahora! El perro incorpora con mucho esfuerzo sus patas delanteras, tiembla y vuelve a recostarse muy lento. —¡Tú verás! —el amo corre hacia la casa y patea la puerta. Valenciano logra incorporarse sobre sus patas delanteras. El portazo precede a Víctor, que vocifera, maldice y golpea el suelo con un bate. Grita de nuevo y Valenciano tiembla otra vez. Un chorro débil humedece la tierra debajo de él y cae sobre el charco de orina. —¡Ya no sirves para nada, hijoeputa! —ruge y asesta el golpe mortal. Víctor atiza el fuego con el sombrero de paño. Mezcla el boniato con las vísceras. Disfruta cada momento, mientras limpia con un trapo el capó del jeep y trajina aquí y allá. Perfora un neumático y lo cuelga en la horqueta de la guásima al fondo del patio. Se ducha y después del baño almuerza un poco antes de dormir una siesta. El ruido insoportable de un claxon altera a los perros. Víctor saca el machete de la vaina, se abofetea el rostro y descorre los seguros. Recostado al marco, el extraño juega con la medalla y sonríe. —Guarda eso. Qué caro te salieron los seis goles. ¿Por qué tú no te pasas pal Madrid? Mira, pa que tú veas que yo no soy un hijoeputa, te voy a dejar la casa y el cachorro. Ah, también te dejo eso, a lo mejor te vuelve a dar suerte —Víctor da un paso atrás para evitar que el extraño toque el murciélago en el escudo de la camiseta. El camión y el jeep se marchan sin prisa. El Gordo dice adiós desde la ventana del copiloto, por sobre la lona que cubre las jaulas. Las aves de rapiña vuelan en círculo sobre el potrero.

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Todas las emes del mundo

Rebeca Murga


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F

ue el primero en nacer aquella madrugada y, por casualidad, se ganó en la rifa un nombre de héroe. Pero eso no basta. La vida es algo más que una cadena de azares. Aquiles Rosales no espera para ver cómo su madre se desangra. No escucha los gritos ni le cierra los ojos tras el último aliento. Sale del cuarto con las manos limpias, como un ser libre que comienza a vivir el nuevo día. Ya no habrá más burlas, ya no. Ahora puede andar tranquilo hasta que venga a buscarlo el hombre de las esposas y la pistola. Camina, sin prisa. Ignorando que la angustia de hoy se desvanecerá cuando Alma Negra se anuncie para él. En la memoria una tonada que aún cuelga de los labios de su madre. Él la cantará ahora, solo, como hacen los hombres. “Ya eres grande”, le dijo la maestra cuando él defendió a la niña Paula de los golpes de los otros, los hijos de los hombres de las esposas y la pistola, que también serán hombres de esposas y pistola cuando crezcan para imponer el orden. La niña Paula lo defendía cuando ellos se reían de él y le grita-

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ban bobo. Por eso hubo un día en que pensó pedirle un beso; cuando aún no estaba Alma Negra para cambiar su suerte y su rutina era infinita y miserable. Paula. Paula. Él tenía sus propios métodos para establecer el orden; pero con Paula era diferente, porque ella iba a ser su novia y él no quería una novia loca y de huesos jorobados. No, la niña no era como su madre. Con ella sí daba gusto caminar hacia la escuela, los dos tomados de la mano. Llega a la calzada. Hay muchos carros hoy; pero él sabe que con la luz roja no se cruza, ahora seguro ponen la verde y entonces sí, su mamá se lo enseñó desde el primer día de clases. Repasa la sentencia: el niño debe portarse bien al cruzar la calle. Él es un buen chico. Adorado por su madre, entre las jarras de leche y la harina con boniato. Mimado por la maestra, entre regaños y huevos crudos en ayunas. Y querido por Alma Negra, cuando llegue el momento. Lo malo de los niños como él es su facilidad para hacer del lugar del crimen una feria de huellas digitales. “El niño debe portarse bien, para que no venga el hombre de las esposas y la pistola”, repetía una y otra vez su madre, mientras él pensaba en sus tres grillos, atados sobre láminas de aluminio al sol para que aprendieran a ser mejores y comerse toda la comida. Las luces son como sus grillos, y si no se portan bien para que él pueda cruzar la calle, las sacará de esa caja y les hará escribir cien veces en una hoja yo debo portarme bien. Ha cruzado. Fue muy fácil, bastó cerrar los ojos y salir corriendo entre los gritos y los ruidos desesperados. Camina. Con las manos limpias. La culpa es de la maestra, que escribió la nota. Y de su madre, que fue a la Iglesia de El Cobre a ver a la Virgen, pero antes le juró a su nene “vuelvo pronto, macho, sé bueno”. La madre lo dejó al cuidado de la maestra, pero los días lo esquivaron y Aquiles Rosales vio caer los lagrimones. Ya no quería más regaños, ni los huevos crudos en ayunas para ponerse 67


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fuerte y que el hombre de las esposas y la pistola no se lo llevara. Además, extrañaba a sus grillos. ¿Es tonta la maestra? A él no le gusta bañarse, y la odia como nunca cuando frota la piel hasta dejarla ardiendo y llena de espuma. Pero eso no volverá a pasar, ya no, el niño es feliz ahora. Si la maestra otra vez se porta mal, él comenzará a cantar y la asustará con sus dientes. El orden, porque el niño debe tener sus cosas en orden, es siempre el mismo: la tonada se eleva al cielo y la saliva cubre sus dientes; la tonada se hace ritmo caótico y la saliva, como una nata blanca, opaca el frenillo, la encía y la lengua; la tonada se refugia en su mente cuando él cierra los ojos y clava el punzón en el abdomen. Él respeta el orden, será ella la que rompa la armonía con sus chillidos y sus movimientos de elefante en una cuerda floja cuando la golpee. La madre, en cambio, le veía revolcarse por el fango vestido de indio, cazaba gusarapos para él y le permitía comerse los mocos. Pero se fue a El Cobre en busca de la Virgen y estar con la maestra era como estar solo. La soledad le gusta, sí, para jugar a que es novio de la traviesa Paula y le besa los labios, le roza el cuello con su lengua y sigue bajando a los pezones, que lame y pellizca hasta ver cómo abre sus piernas y se entrega señorita para él, que la penetra arriba y abajo como en las telenovelas, mientras siente la tonada explotar en su entrepierna. Pero despreciar su soledad con la maestra es una penitencia, y él no lo permitirá otra vez. Camina, ya falta menos. El recuerdo de la madre se limita a lo que le contara de la Virgen; aunque él también puede sentirlo. Son unos verdugos que llegan, le hacen la reverencia quitándose el sombrero y lo toman por la oreja para prometerle “vamos, macho, la pasarás tan bien como tu madre”. Entonces lo golpean y cae al suelo, vencido por el cansancio de los días. Como su madre. Gritos. Golpes. Está desnudo. Los verdugos se quitan las capas, ellos también están desnudos. Sucios. Lo ponen de rodillas y atragantan su garganta. Olor a orina. Lo 68


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toman por la cintura y lo dominan. Gritos. Golpes. Sangre. Confusión y fiebre. El empujón que arde insolente, uno tras otro hasta el cansancio. Sudor y saliva hasta el final. Y las palabras del hombre de las esposas y la pistola, que aturden al oído cuando susurran “macho… así, macho”. Luego, como a su madre, el golpe en la cabeza. Se ha detenido. Por un momento los verdugos le llenaron de musarañas la cabeza y pensó que le colocaban las esposas; pero él ya es grande, como dice la maestra, y echa a correr con todas sus fuerzas en busca de un escondite. Una cueva. Esa fue la suerte de su madre cuando los verdugos la agredieron al regreso, tan cerca ya de su nene querido. Una cueva para sanarse cuando ellos la dieron por muerta y el hombre de las esposas y la pistola, que Aquiles sabe bien que es policía aunque se disfrace de hombre malo, dio la orden de escapar. Una cueva donde salvarse en nombre de la Virgen y para auxilio de su nene. Algún refugio construido porque ya venía la guerra y luego, cuando se quedaron con las ganas de jugar a los soldados, como le explicó en voz baja a su madre la maestra, ha quedado para cagadero popular. Esa cueva que le permitiría sanar sus huesos y su cabeza para cuidar de Aquiles; unos huesos que se joroban y una cabeza vuelta un espantajo delirante por los golpes y la obsesión de la memoria. Él presiente que una cueva puede ser la solución. Él sabe, su madre le había hablado de esa cueva donde la Virgen hizo para ellos su milagro: será una vida por la otra, el sacrificio de la madre a cambio de la salvación del inocente. Aquiles corre. Debe encontrar la cueva o tendrá que ser esclavo para siempre del hombre de las esposas y la pistola al que no le huele a limpio el pantalón. ¡Si él conociera de indicios y huellas digitales! Si supiera de marcas que se graban al contacto de los cuerpos, digamos una bota que golpea con furia la tierra, un diente que cae o una mano sangrienta que se posa en el pico de una botella. De esquirlas de huesos y restos de un instrumento de tortura. De pelos y parásitos. Si comprendiera que existen esas marcas como fotos. 69


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¡Cuánta furia cuando la maestra asegura que todo es un invento de su mente, unos bichos de su inteligencia! Él los ha visto, son los verdugos de las caras tristes. Ellos no han encontrado novia porque aún se orinan en los pantalones, y no se dejan montar por el hombre de las esposas y la pistola, que se pone bravo y les apunta pero no dispara, sino que se vuelve para atorarle en el oído la frase “macho… así, macho”. Pero no, la maestra tiene razón. La maestra es buena. Son los bichos. No hay nadie en la calle, no está el hombre de las esposas y la pistola para detenerlo. Puede caminar sin prisa; cuando lo hace, las musarañas se espantan. Silba una tonada y recuerda a su madre, que regresó con la paz de todas las virgencitas juntas pues ya su niño estaba a salvo. Ella lo abraza, pero él no la reconoce. Está muy fea su madre con los huesos jorobados. Y loca, muy loca. Piedras. Piedras. ¡Piedras! Siempre las piedras. Los amigos le lanzan piedras a la loca del pueblo. Él también tira, con todas las fuerzas de su cerebro rocoso, porque no quiere ver en esos ojos a su madre. Piedras y gritos para la loca. Vergüenza. Él tira, tira y da en el blanco. Reparte la hazaña entre sus amigos, aunque después se obligue a escribir cien veces en una hoja yo debo portarme bien. Es un niño inteligente, lo dice la maestra. Cuando las piedras rebotan sobre el cuerpo de su madre y ella grita que ya llegan los verdugos con el hombre de las esposas y la pistola, él escupe en el piso y emprende el canto para que la loca no sienta dolor. Dolor. Cuando nadie lo ve llora por ella, y la saliva es una nata que le cubre los dientes. Camina, ya falta menos. Sabe que el hombre de las esposas y la pistola exigirá un culpable, y no lo dejará en paz hasta oírle delatar a todas sus musarañas. Pero él no puede hacerlo, qué podría pensar la niña Paula si él se vuelve un chivato, no querrá ser su novia ni lo besará en la boca. 70


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Un culpable. Golpes, piedras y verdugos. Musarañas de sus pensamientos. Ya viene el hombre de las esposas y la pistola. Un culpable, hace falta un intruso para entorpecer las evidencias. Algún rostro que deje su signo en la falda blanca de su madre. O la marca de unos labios en el último cigarro. Tal vez la huella de la mano sobadora. ¿Y si el niño corre, si se esconde en una cueva hasta que no hayan más verdugos en el mundo y nadie lo recuerde? La culpa es de la maestra, que escribió la nota y sus amigos conocieron la historia de la loca, y al hijo de la loca. Por ella olvidó a sus grillos, que murieron tostados sobre láminas de aluminio sin que nadie se acordara de zafarlos. Sí; la culpa es de la maestra. Ella se ha portado mal, no más baños ni huevos crudos en ayunas para él. La maestra merece una tonada. Aquiles Rosales, con las manos limpias, corre en busca de su cueva; pero ha visto a los verdugos y se detiene. Tristeza. Sudor. Los verdugos lanzan golpes al aire, lo amenazan. Comienza la tonada. ¿Y la niña Paula? ¿Se casará con otro? No, él vendrá a buscarla para lamerle el cuello y pellizcarle los pezones. Tristeza. Olor a orina. Los verdugos hacen unas señas feas con las manos, se besan entre ellos y lo invitan a acercarse. Sangre. Ve las manos de los verdugos, rebosantes de sangre. Ya llegan, casi lo tocan. El punzón resplandece a las órdenes de la tonada. Llora y la saliva es una nata que le cubre los dientes. Aquiles Rosales corre, el niño se porta bien. Pero el hombre de las esposas y la pistola se multiplica y suenan los hierros al cerrarse. ¡Pobre Aquiles el ignorante! Lo haría quedar como un monstruo la reconstitución de las huellas sobre el cadáver. ¡Él y solo él es el culpable! Lo delatan las manchas de su orina. Las 71


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líneas de sus manos. ¡Las marcas plantares! Todo lo incrimina. ¡Pobrecita su madre, tan loca y jorobada! ¿Quién cazará ahora los gusarapos que tanto le gustan al niño? ¿Con quién jugará en el fango? ¿Quién le dará fuerzas para no meter sus dedos en la nariz? Sí; Aquiles Rosales conoce de memoria las canciones preferidas de su madre, la mujer número cien en la vida de todos los hombres. “Canta, nene, canta y olvida”, le decía ella y él daba rienda suelta a su tonada, porque no es tonto y canta bien las letras de los bares y los olvidos. ¡Qué lástima su madre cantarina! Él no es tonto, a pesar de la nata blanca que cubre sus dientes y le opaca el frenillo, las encías y la lengua cuando el ritmo de la tonada revienta en sus oídos y el único remedio es el punzón. Si se disgustó con ella fue porque obedeció a las personas mayores y firmó un papel donde le prohibían cuidar de él; por eso hizo el silencio en su calvario de boleros loco y jorobado. Por eso ignoró los gritos de su madre y salió del cuarto con las manos limpias, para vivir libre el nuevo día. Ella firmó el papel. Ya no se burlarían más los niños. Ahora solo falta descubrir a dónde lo conduce el hombre de las esposas y la pistola, porque Aquiles Rosales no logra imaginar ese lugar que le describe: lleno de niños como él, pero metidos en cintura. ¿Metidos en cintura? ¿Quién es capaz de atarse a la cintura a los niños como él? Un hombre fuerte, sin dudas. Negro y con los pies embutidos en sus viejas chancletas de paso perezoso. Un verdugo ambulante con cintura de canción infantil desafinada; como la voz de Aquiles en el coro de la escuela. Una verdadera desgracia, se lamentó la maestra y el niño no pudo subir más al escenario. “Cantas como el ogro de los muñequitos”, dijeron los otros y se rieron del niño que no sabía cantar. ¿Y a qué huele este ogro con cintura de pandereta? Aquiles duda, pero el miedo conduce al silencio. La duda al miedo. El miedo al silencio. Y el silencio una vez más a la duda. 72


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¿A qué huele, mamá? ¿A musaraña de la portañuela? Él no pregunta, porque ya llegan. Duda y calla el niño Aquiles. Escucha cuando le hablan de un nuevo hogar donde se encargarán de madurarlo, y siente cómo taladra el viento en sus oídos para alimentar la duda. Aquiles no entiende. ¿Qué pretenden hacer los cara pálida? ¿Cómo van a madurarlo a él, si no es una fruta? Él conoce palabras difíciles; su maestra le aseguró que aprenderlas podría ayudarle en caso de peligro. Desatino y fronterizo, por ejemplo, son palabras que conoce bien, pues su maestra hizo que él las escribiera cien veces en la primera hoja de su libreta escolar. “Para que te acompañen siempre, Aquiles”. Eso dijo, entre mimos, su maestra. “Para que estén contigo a donde quiera que vayas”. Pero ¿qué significa madurar cuando se trata de su cerebro? No lo sabe, mas presiente que no le va a gustar esa palabra y comienza a aburrirse entre tantas bocas que se abren y se cierran sin que él entienda un solo vocablo. Tal vez madurar sea una penitencia; desnudo en un cuarto oscuro o arrodillado al sol sobre chapillas de botellas de refresco. O las dos cosas, piensa el niño que ya comienza a acostumbrarse a que, tratándose de él, lo malo llegue en ración doble. Acaso una vacuna para aniquilar su cólera, como las que recetaba aquel médico chino que un día de angustia dijo “son demasiados males juntos” y la loca jorobada lloró sus lágrimas de lápiz negro sobre la camilla y el pecho desmayado de su hijo. Aquiles no halla respuestas. Aburrirse es más fácil, así sabrán que tiene hambre y sueño. Cuando bosteza, el hombre de las esposas y la pistola lo toma de las orejas exigiéndole atención, pero el niño declama cien veces entre sus labios las palabras desatino y fronterizo y alguien dice pobre tonto. Entonces lo llevan a conocer su cuarto. Su cama y su closet. Su prisión en miniatura. ¿Quiénes son los niños que lo esperan a la entrada del 73


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albergue? ¿Por qué lo miran como si él fuera el hombre primitivo de las clases de Historia? No son aquellos que lanzaban sus piedras al cuerpo de la loca. Tampoco los que le gritaban bobo y abusaban de la niña Paula. No podrían ser nunca los hijos de los hombres que gobiernan con esposas y pistola. Aquiles descubre que existe el pasado. Él no comprende, pero intuye la risa de los otros. Las viejas burlas que se arriman al cielo de estas bocas para recordarle que él no pertenece al sitio donde todos se amontonan. Las carcajadas que se resisten a abandonarlo, aunque él ofrezca todos los dulces del mundo. La felicidad al ver cómo le explota la inocencia en su cara de niño estrenado, por la fuerza, en sociedad. Aquiles olfatea el peligro cuando uno, al que apodan el villano, le dice “qué nalgas más lindas tienes”. El villano. El jefe de la manada. La misión de un jefe de manada es perpetuarse en el poder. Cuidarlo. Amarlo. Sin cambios ni rebeliones. Al mando de toda iniciativa. Tras la llegada de Aquiles, el villano presiente la amenaza. Teme por la estabilidad de su corona. Cuando algunos dicen “yo oí que es un valiente” y otros juran “es un matador de madres”, el jefe de la manada se convence de que tiene que hacer la guerra. Declararla y ganarla. No hay más opción que ser el primero en dar, robar, abusar, sorprender y traicionar. Él no es ratón ni mariquita. Él es Ricardo el jefe, el villano, y no hay alternativas para Aquiles, por muy fiero que se pinte. “Qué nalgas más lindas tienes”, ofende y queda Aquiles a la defensiva. “¿Te quieres casar conmigo?”, pregunta y suena la bofetada en la mejilla fofa del matador, que comienza a desplegar sus agallas de héroe y canta, para sorpresa de los otros. El niño canta, humedece sus dientes con el himno de guerra. ¿Por qué canta? Ricardito no comprende, y al golpear se siente 74


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sin rival en la pelea. ¿Será cobarde el matador?, se expande la duda entre los otros. Aquiles eleva al cielo su tonada, y al hacerlo provoca en los otros una burla creciente. “¡Canta, mujercita, canta alto para mí!”, se anima el villano, al desconocer que Aquiles acepta su llamado de guerra. “¡Ven con tu papi, mi novia!” grita y le golpea el abdomen. El niño Aquiles advierte una nata blanca que le opaca el frenillo, la encía y la lengua. Se sabe poseído por todas las bestias del universo que se arrastran, ya sea por agua, tierra o aire, sobre sus pies torcidos. No tiene nada que perder; él, poseedor del ánimo enfermo de las bestias. Los otros no dejan de gritar “acábalo, villano”. Aquiles no canta más, se lo impiden los bichos que crecen en su cerebro. “¡Ven, pajarita!”, ya no puede echarse atrás el villano, por más que se haya convencido de que retar a Aquiles es un arma de doble filo. “¡Ven a cantar para tu papi!”. Más tarde, el de los pies torcidos extrañaría la rutina de su hogar, la certeza de una Virgen alumbrándolo desde las cosas pequeñas: una taza, un plato, una cuchara. La cama y el olor de su almohada. Los juegos en el fango. La falda de su madre. Sí; todo eso y más le oprimiría luego el pecho. Pero ahora se trata de sobrevivir y no de andar por las ramas, porque le disgusta verse muerto y enterrado en esta tierra, bajo los pies y las pisadas del bobo de Ricardito. No hay miedo. Los otros vuelven a gritar “acábalo, villano”. El golpe en el abdomen de Aquiles. Para que le duelan las tripas. El puño directo al ojo de Ricardito. Para que mañana no asome la cabeza. Los otros: “¡dale, villano, si es un tonto!”. La presión en el cuello de Aquiles. Que se ahogue el forastero. Que se rinda. “¡No lo sueltes! ¡Remátalo!”. 75


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La mordida en el brazo de Ricardito. Para que grite me rindo. “¡Mátalo, villano! ¡Sin piedad!”. Los golpes en la espalda de Aquiles. Porque, de no soltarlo, el villano no resistirá el dolor de los dientes clavados en su carne. “¡Policía!”. El grito oportuno anunciando el chivatazo y todos a correr a sus literas, porque viene el profesor y ellos aclaran: “¡aquí no ha pasado nada, caballero!” Me cago en la madre del chivato, protesta uno que se quedó con las ganas de ver el final de la fiesta, mientras Ricardito le asegura a Aquiles “nos vemos en la próxima aventura”. Es un buen líder el villano, pues sabe cómo aprovechar los imprevistos para su beneficio. Sin cambios ni rebeliones, y al mando de toda iniciativa, nadie lo destrona. No a él que sabe cuándo hay que hacer tablas en el juego. Aquiles corre, imitando a los demás, y no halla quien le muestre el camino a su litera. Alguien que lo mire o le dirija la palabra. Un gesto cómplice. Un auxilio. Corre, sin llegar a precisar quién fue el héroe en la pelea. Aun confiado en el instinto de que vale más una tonada que cien feas palabras en boca de Ricardito. Corre el forastero. Le amarga saber con vida al enemigo, porque él no es hombre de andarse por las ramas. A él tampoco le gustan las tablas en el juego. Quedan todos bajo la amenaza del profesor de inglés, porque ya me encargo yo de completar con el cinto el minuto de cocción que les faltó en la barriga de sus madres. El silencio de los niños es la prueba mayor de su obediencia. Ellos saben que el hombre buscará un culpable, porque nada le consuela tanto como un buen castigo. ¿Y las marcas de los pies sudados en el piso? Es la evidencia irrefutable de pisadas que se juntan, se atropellan y huyen en manada del peligro. ¿Y el olor a cuerpo agrio? El presagio de una guerra y un cadáver. ¿Y la colilla de un cigarro? Un pobre tonto que limpiará las letrinas. Sin embargo, no se huele el miedo en el albergue. Debe ser 76


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porque todo es cuestión de hacer silencio. La huella demuestra la presencia, pero no la culpabilidad. La manada es inocente. Nadie es culpable porque no sucedió nada. Todo es silencio, cordura y paz. Aquiles Rosales, de un día para otro el forastero, pliega y repliega sus agallas de héroe, siempre alerta a las heridas por la espalda. Anda a terminar lo que empezaste, le dicen sus musarañas, pero todo es silencio en la manada. Silencio. Cordura. Paz. El niño quiere saber quién pondrá una flor en la sepultura de la madre; ha heredado de ella la melancolía para el canto y su ritmo de boleros. ¿Quién, en su ausencia, la recordará loca, jorobada y cantarina como era? Él tiene dudas; pero se niega a preguntarle al hombre de las esposas y la pistola que le ha asignado un número. El número cien. Desde que amanece y marcha al comedero en busca del agua con azúcar, ya es Aquiles una cifra. Y para ir a clases. Y para el reporte, porque no tiende su cama ni se baña ni se lava los dientes. Y cuando lo llevan al campo a recoger limones. Un número cuando revienta la noche sobre su pecho y los tres dígitos toman el color de la luna, con manchas negras como la arboleda que lo nubla todo: la escuela, la vida afuera y su alma de tonto. Al niño le disgustan los números, prefiere las letras para hacer canciones. No responde cuando le gritan ni le duelen los castigos, porque su nombre es Aquiles. Más tarde sería el niño Rosales, pero nunca le ha gustado ese apellido de hembra. Rosales fue su madre, y su abuela, y todas las mujeres de su familia que vinieron al mundo antes de su nacimiento. Por eso no responde cuando le llaman por el apellido. Y no es que sea tonto, es que no quiere responder. Lo pueden golpear cien veces más y no responderá. Su nombre es Aquiles, y le molesta que 77


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el tonto de las esposas y la pistola olvide siempre su nombre. No responde. Es Aquiles el mudo. La papa podrida en la sección de primer año. Aquiles no sabe pronunciar su nombre en inglés; pero aprenderá, porque no es tonto. El problema es que se pone nervioso cuando Alma Negra lo mira con esos ojazos que parecen soles, y por eso no le salen bien las emes. Alma Negra, tan parecida a su Paula, pero más linda. Más osada. Inteligente. Alma Negra: una hembra que no admite comparaciones. El profesor de inglés cree que el niño tiene hambre, y a falta de comida le echa mano a las letras. “¡Y en inglés, que son las que alimentan!”, se burla y Aquiles no entiende. Nadie entiende, ni sus amigos ni Alma Negra, pero cuando el hombre suelta su carcajada ahí van todos a reírse como payasos. “Mmmaineimmmiiis Aquiles Rosales. ¡Eres tan tonto!”, asegura el viejo y el niño sabe que miente. Un tonto no comprendería para qué sirven las revistas que el profesor de inglés guarda en la gaveta del buró. Ni por qué se dejan retratar esas mujeres de cangrejitos rubios entre los muslos. Tampoco por qué las niñas bobas de su aula se dejan filmar, desnudas, por aquel otro niño que se dice buen samaritano. Él sí sabe, por eso le molesta el profesor cuando quiere hacerse el gracioso delante de Alma Negra. ¡Alma Negra! Él lo ha pensado bien y quiere vivir junto a ella el resto de sus días, para que le diga lindo y le cocine un flan de calabaza los domingos. Por eso le dirá al oído, que es como se dicen las cosas del amor, “mi ángel, tú eres la novia que un héroe necesita”. Aquiles sabe que un día, cuando le pertenezcan los soles de los ojos de esa niña, brotarán de su garganta todas las emes del mundo. Y le dirá a ella “mi amuleto, mi medalla de la Virgen María, ¡ay, mami!, mamacita, mímame”. Solo entonces, cuando todas las emes se le arremolinen en busca de la libertad, será “Mi Alma Negra es mi martirio” la única canción de amor que el niño escribirá en su vida. 78


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Su madre siempre dijo que Aquiles era nombre de héroe. ¡Qué preciosa su madre! Él la quiso mucho, y no soportaba ver a los verdugos sirviéndose de ella entre los matorrales. ¿Son verdugos de verdad, o solo son las musarañas de su pensamiento? Aquiles escuchó cómo le decían cosas feas a su madre, antes de voltear hacia él sus caras de hombres sin novias. Existen. No son musarañas de su pensamiento. Él vio al jefe guardar dentro de su madre todo el olor a orina de su portañuela. Escuchó las risas de los otros cuando el jefe puso cara de carnero degollado y le gritó que ella sí era una puta rica. ¡Qué furia la de Aquiles Rosales! Intentó romper con su tonada los brazos que ataban a su madre por la cintura, pero ella le pidió silencio con el dedo índice en los labios. Ella era una mujer sabia, por eso siempre encontró fuerzas para derrotar a los verdugos. Fuerzas para escapar de los matorrales y correr con él, su nene, a cazar gusarapos y revolcarse en el fango. A comerse los mocos no, ya él es grande y se porta bien. ¿Qué dirá Alma Negra si descubre que él se come los mocos? Cuando su madre juraba que no había verdugos, Aquiles se sentía sucio. ¡Si él la ayudó a bañarse en el río para limpiar sus muslos! ¡Si él palpó los golpes en el cuerpo usado! ¿Por qué? ¿Será que tuvo miedo de las musarañas? ¿Pensó que vendrían a buscarla si los delataba? Los bichos siempre vuelven, y a Aquiles ya le cansa el mismo cuento. ¿Será verdad o son solo los bichos? ¿Todo no es más que musarañas de su pensamiento de niño diferente? ¿Talismanes de su leyenda para evitarle el malestar de amor? Alma Negra, cuando lo besa y pone la boquita igual que las rubias de las revistas, dice que no existe un nombre mejor para acuñar a un varón. “¡Aquiles! Suena a macho de verdad”, comenta cerca de sus labios y él traga el aliento cálido de su suspiro de hembra. En cambio, para el profesor de inglés es solo el nombre equivocado. “¿Cómo puede llamarse Aquiles alguien con los pies enormes y los dedos torcidos?”, le espetó en la cara el hombre y el niño lo imaginó un vendaval sin rumbo. “Solo a tu madre se le 79


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pudo ocurrir una locura semejante, ¿has notado que te sobra un dedo, tan torcido y pequeño como tu cerebro?”. Sí; él siempre sería Aquiles, el de los pies torcidos y el cerebro borroso. Otro vagabundo que le hace perder el tiempo. Miserable y chantajista. Ladrón. Retrasado y asesino. No hay lugar para las dudas: la huella es clara e indiscutible para todos; no se requiere de una confesión, la declaración de los testigos o algún indicio complementario. El niño no lo culpa, porque sabe que en este mundo nadie está libre de penas, y ya el hombre sufre bastante con sus novias de mentira. Él nunca le contará que practica con Alma Negra todas esas cosas de las revistas, ni le hablará de lo que se ve cuando ella alza para él su saya con olor a marabú. ¡Pobre profesor, cuántas penas de papel se llevará a la tumba! Seguro son tantas que se atropellan, como las penas de esa canción que cantaba su madre al cocinar para los verdugos, o al lavar sus uniformes con olor a muchos días de uso. ¡Ay, Alma Negra! Los dos al fin solos, custodiados por los matorrales de sus canciones. Aquiles no es tonto. Él sabe que ella se deja manosear por los grandes y los chicos, por los blancos y los negros; pero no se molesta, porque ya no disfruta como antes la fantasía de sentirla virgen. ¡Si su madre pudiera verlo por un huequito! ¡Mira a tu hijo, es Aquiles el conquistador! Qué hermosa la niña cuando juegan a ser novios. Ella levanta su saya y él teme que vengan los verdugos; pero no le dice nada, pues su musa podría pensar que él es flojo, pato, cherna, hembrita, y no fue para defraudarla que la trajo al matorral. Qué linda la niña cuando enrolla el blúmer en sus rodillitas y le dice a Aquiles “mira quién te busca”. Él mira a todos lados, temeroso de avivar el olfato de los verdugos cuando estrene con ella su pecado nuevo. Alma Negra sabe acariciarse los labios. Cuando muestra su cangrejito descarnado, a Aquiles se le alborotan en la cabeza las palomas del milagro; como dijo su madre que le sucedía al hom80


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bre que cantaba por las calles hasta quedarse dormido. Pero él no quiere dormir. No ahora. La niña se tiende sobre la hierba, los muslos abiertos y el bultico al aire para Aquiles. Linda. Impaciente. Le reclama “ven, mi macho” y él se enamora como un tonto. Ella se inclina y lo sorprende en la entrepierna. El niño siente espinas y cae, incapaz de custodiar la hierba seca. Alma Negra sobre Aquiles, con sus pezones de diosa en cautiverio. Se funde en la entrepierna del conquistador, y su cintura, aún a ritmo de boleros, inspira al niño cantor y lo enloquece. Alma Negra, esclava de su cintura de hembra en celo. Peregrina de los labios purpurinos. ¡Ay, mi niña, que te rompes! Aquiles teme por la furia en la cintura de su hembra. ¡Ay, niña, que puedes quebrarte como la luna de la canción! ¡Que puedes hacerte daño y acabarás por llorar cuando solo inspires pena! Con ella los verdugos no existen, son solo unas musarañas que clavan sus dientes dulces en la cintura de Aquiles, en sus caderas, en sus piernas. “¡Qué rico, niña mía!”, dice y humedece con su saliva de héroe el cangrejito de su Alma Negra. ¡Si lo viera su madre! Aquiles sabe que un día Alma Negra será su esposa. Una esposa rubia y de boquita mordida que le dará seis hijos. ¡Seis hijos para él, carne de su carne! Aníbal, Anabel, Alberto, Asunción, América y Arturo, que llegará primero y será rey. Y si le hace otros hijos y no alcanzan los nombres de este mundo, los llamará Aquiles, como él. Serán felices, lejos del hombre de las esposas y la pistola. Hasta que los americanos invadan el país, como dice el profesor de inglés que puede suceder un día. Aprendes inglés para servir a tu país, le enseña el hombre y Aquiles se imagina hablando otro idioma para pedir comida, ron y chicas, como en las películas. Por favor, señor, ¿tendrá alguna sobrita para mí? No, no, así no puede preguntar, porque quedaría como un tonto. En cambio, si limpia su baba y suelta la carcajada antes de dar dos tiros al tonel y 81


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beberse todo el ron que soporten sus tripas, puede ser que le permitan montar sobre su portañuela a las muchachas rubias de los senos pequeños. Como en las películas. Y si muere en la guerra, ¿qué será de su amada Alma Negra si él solo puede causarle llanto? Ricardito es también la guerra. Siempre macho. Poderoso. Veloz en su necesidad de dar primero. Una y otra vez Aquiles es el perdedor, pues precisa tiempo para afilar sus espuelas. Es el ratón. El mariquita cantor. El niño debe portarse bien. Aquiles no es majadero. Aquiles cobarde, hasta el día que le miente al profesor de inglés. ¡Aquiles ya es mentiroso! Pero Ricardito lo golpea, porque él es el jefe. Aquiles ratón, hasta que roba otra ración de pan. ¡Aquiles ha robado! ¡Aquiles ya es ladrón! Pero Ricardito lo golpea, porque él es el villano. Aquiles perdedor, hasta el día que vio el fondo de la botella de ron que Ricardo el jefe le puso delante. “Para ver si en verdad eres tan hombre”, le dijo y apostó sus huevos a que quedaría ron para todos en la botella. Y él bebió, rasgó todas sus cuerdas vocales al ritmo de las palmadas de los otros niños. Y, como es sabido que las apuestas se cumplen, Aquiles olfateó el miedo en los huevos de Ricardito; pero resolvió dejarlo en paz, enterado de lo feo que se ven los huevos de un hombre en las manos de otro. El niño se porta bien, para que el hombre de las esposas y la pistola no le haga repetir cien veces yo debo portarme bien, de cara a la pared y con las manos enlazadas. Aquiles se porta bien, pero Ricardito insiste en robarle a su Alma Negra. Rival de su cariño, escucha a Ricardo el jefe cuando dice que le gusta la niña porque lo tiene grande. Grande y caliente, lanza el desafío su enemigo. Claro que es caliente Alma Negra. ¿No sabe Ricardito que los soles queman? La propia niña lo ha escrito en su libreta, que el sol quema con la misma intensidad de su luz. Aquiles también dibujó un sol en su libreta, y luego otro y otro 82


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hasta llegar a cien. Luego los guardó todos dentro de un corazón que parte en dos la flecha del pecado, porque ella no va a ser de nadie más. Pero Ricardito insiste en el calor de la niña. Un día y otro. Grande y caliente. Ignora que en el amor de dos no cabe la prisa de un tercero. Aquiles ratón, hasta el día en que Ricardito ya no es más Ricardo el grande, el jefe, el villano... Aquiles no es asesino. No es tonto ni asesino. Ricardito dice que Aquiles mató a su madre por puta, pero ella estuviera viva si el niño no hubiera visto su firma loca y jorobada en la sentencia. “¡Saca tu navaja, Rosales!”, le gritan los amigos. Todos le temen a Ricardo el grande. Todos lo desean muerto. “No quiero ir, mamá, no me mandes con estos hombres malos”. Pero su madre cree que ellos no son malos como él dice. “¡Sácala, no seas bobo!”, insisten y otra vez la firma de su madre acorrala las musarañas de su pensamiento. “Por favor, mamá, yo voy a portarme bien”. “¡Sácala!” “Yo te quiero, mamá. No me mandes. Diles que no”. “Rosales es bobo”, corean sus amigos. “Rosales es bobo”, cantan. Aquiles se une al coro. Canta. Baila. Insulta. No reconoce al Rosales en la multitud. No le importa el Rosales, pero si sus amigos dicen que es bobo es que lo es. Ricardito insiste. Y la gota que colma, estremece y raja la copa se derrama cuando le reprocha a Aquiles la locura de su madre. “¡La mataste por puta! ¡La mataste por loca!”. ¡Oh, cólera! Nadie juega con los recuerdos de Aquiles. Nadie tira nuevas piedras a la loca del pueblo. Ni siquiera Ricardito. Una nata blanca le nubla los dientes cuando eleva al cielo su tonada. “Rosales es bobo”, canta. “El bobo de Rosales”, canta y baila. Insulta. Baila. Canta. Rasga las cuerdas de su garganta. No le importa el Rosales, porque en la multitud solo ve la cara 83


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fea de Ricardito. Es la danza del punzón y la navaja, y en el centro canta Aquiles. La tonada nubla sus encías, el frenillo y la lengua. ¡Enséñale a ese quién eres, Rosalito! Aquiles muestra a todos la navaja. Ya no hay canto, solo baba cuando se mezclan los olores de los machos. ¿Grande y caliente ha dicho Ricardito? Grande y caliente. Ricardito no sabe que los soles queman. Aquiles clava sus encías en la espalda de Ricardo el grande. ¿Puta ha dicho? Pues de baba y frenillo será el pecho del villano. Grande y caliente. Grande y linda mi madre. Grande y caliente entre los matorrales. Grande y caliente será el navajazo en la cara, como a su madre el día que firmó el papel. ¿Ha dicho puta Ricardito? El navajazo en el cuello del villano, para que recuerde siempre que no se juega a los machos con Aquiles. ¡Oh, cólera! La sangre en la navaja del niño, para que Ricardito aprenda a respetar a los hombres. Ya no hay Ricardo el villano. Aquiles es el campeón. Muestra su triunfo y pide aplausos, hasta que escucha a lo lejos un silbato. ¡El hombre de las esposas y la pistola! “Corre, Rosalito”, le gritan los amigos. “Escóndete, Rosales”, aconsejan los agradecidos. “Esfúmate, mi amor, y llévame contigo”, creyó leer en los labios de Alma Negra. Ya llega el hombre de las esposas y la pistola, acompañado por los verdugos que Aquiles el poderoso no puede ignorar. ¡Es él! ¡El hombre de las esposas y la pistola! ¡El verdugo gordo! ¡Quien siempre da la orden de golpear! ¡Quien lo toma por las orejas y le dice que la pasará tan bien como su madre! Y el profesor de inglés, ¿para qué levanta el hacha? El niño sabe que se come las emes de su nombre, pero no quiere sufrir por 84


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eso el olor a orina de su portañuela. El problema es que se pone nervioso cuando Alma Negra lo mira con esos ojazos que parecen soles, y por eso no le salen bien las emes. Pero él se esfuerza. Tal vez el profesor tenga razón y Aquiles esté hambriento de todas las emes del mundo. Por favor, señor, ¿tendrá alguna sobrita para mí? Aquiles se esfuerza, intenta aprender inglés para servir a su país entre el suave aliento de las rubias de los senos pequeños. ¡Una cueva! Aquiles no debe hacer caso de sus musarañas. El niño necesita un lugar secreto para escribir cien veces en una hoja yo debo portarme bien. ¡Olvida, Aquiles, no hay verdugos, son solo los bichos que nublan la inteligencia! ¡Corre, con todas las fuerzas de tus piernas! ¡Defiende a tu Alma Negra del peligro! Corre y canta. Aquiles corre con todas las fuerzas de sus pies torcidos, porque son veloces los verdugos que quieren desnudarlo. Corre, porque él no es flojo, ni pato, ni cherna ni hembrita, y sabe muy bien a qué han venido las musarañas. ¿Son verdugos de verdad, o solo son las musarañas de su pensamiento? Él los vio voltear hacia él sus caras de hombres sin novias. Sintió el olor a orina de su portañuela. Existen. No son musarañas de su pensamiento. Aquiles corre. Y arrastra a Alma Negra consigo. No permitirá que la pongan de rodillas y atoren su garganta. Por eso canta como le enseñó su madre, porque no es de hombres llorar por las almas de hembritas de los verdugos. El niño corre. Sabe que es fuerte el profesor de inglés, y no querrá llorar si el hombre lo amenaza con el hacha para empujarle dentro su calor insolente. Hambriento hasta el cansancio. Incapaz de desahogar su catarro de nieve con sus novias de papel. Tan diferente de su Alma Negra, que sabe cómo separar sus labios y mostrar su cangrejito descarnado para él. Aquiles necesita una cueva. Huir; porque es tan cierto como una canción que él solo crucificará sus alas bajo los pies de la niña orgullosa. ¡Pobre de él! El niño es libre y corre hacia una cueva donde no caben los verdugos, aunque sabe que ya nunca lo dejarán en paz. ¡Oh, cólera! ¡Mira a tu hijo, es Aquiles el conquistador! 85


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Nunca lo dejarán en paz. Por eso corre, pero su saliva es una nata que le cubre los dientes con los primeros acordes de la tonada. El niño mata. Nadie encierra a Aquiles Rosales. El niño mata hasta el silencio. Mata y canta. Canta y olvida, para obedecer a su madre. ¡Qué lástima la loca que cazaba gusarapos! ¡Pobre loca jorobada! Canta. Y Alma Negra le hace el coro. El niño canta. Con las manos limpias, como debe comenzar el nuevo día su negra alma de boleros.

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Perro mundo

Marcial Gala


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s de noche aún, dije. Hace frío, dijo Katy, mejor nos ponemos en movimiento porque me parece como si las piernas se me fueran a congelar. Aguanta, tú sabes que ese CVP es un hijo de puta y aún me duele el culo de la patada que me dio la última vez. Tanto lío, como si los muertos se fueran a quejar porque nosotros estemos aquí. Es que es monumento nacional. Monumento nacional mierda, es que se la pasan vendiéndole cráneos de chinos y de negros viejos a los paleros y no quieren testigos. ¿Qué testigos podemos ser tú y yo? Es verdad, pero de todas maneras no quieren testigos. Sentía muchos deseos de orinar, pero no tenía el ánimo de pararme, por lo que le di la espalda a Katy, me saqué el tolete con mis manos frías y orine sobre las losetas. Me vas a mear a mí, tú eres mongólico o qué. No me trates así, nunca me trates así.

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Qué susceptible, por qué no se lo dices al CVP que te cayó a patadas, so meón. Puta. ¿Qué dijiste? Nada. Tengo hambre, ¿cuánto queda? Cinco pesos. ¿Nada más, qué carajo haces con el dinero? Tú me dijiste que buscara cigarros. Pero no tenías que comprarlos. No había un maldito cabo en todo el Prado, busqué y busqué y al fin tuve que ir y comprar. Ciudad de tacaños, puta ciudad de mierda, me voy a ir de aquí y nunca más me verán el pelo. ¿Y a quién carajo le va a importar que tú te vayas? Ve a casa de Fernando y pídele algo. A esta hora él está en la terminal, buscando quien se la meta. Ve y métesela tú, ¿qué esperas? ¿A que venga aquí al cementerio a visitarte por tu puta carita linda. Hace tres semanas que no me baño, y tú conoces al Fernando, así como estoy no me va a mirar la cara. El que tiene ganas de singar singa como quiera. No el Fernando, se cree la gran cosa, la última vez que fui a su casa, él mismo me bañó. Hasta estropajo me dio el muy cundango y después lo que me soltó fueron veinte pesos. Eso es lo que tú vales: veinte pesos. Se metió media hora mamándomela, antes de darme algo de comer. ¿Y qué te dio? Revoltillo de papa y arroz blanco, pero estaba bien cocinado. Ese Fernando sabe vivir, lástima que sea maricón. Si no fuera maricón tampoco se fijaba en ti, tú estás demasiado acabada para él y además la crica te hiede. Me hiede porque tú me has pegado enfermedades malas de andar signándote maricones y perras por ahí, so hijo de puta. Las perras son más limpias que ustedes las mujeres y más cari89


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ñosas. Ya me lo decía Damaris, ya me lo decía, no te fijes en ese punto que a él le gustan las perras. Buen cuero es esa Damaris también. No hables de lo que tú no sabes, que al lechero no lo mataron por echarle agua a la leche. Ya empezaste con tus dichitos dije y eso fue lo último que dije en mucho rato porque entonces se escucharon los pasos y nosotros guardamos silencio y Katy aprovechó para coger la mayor cantidad de colcha, dejándome a mí con los pies fuera y el frío me entraba por las plantas, subía por las canillas hasta llegar a los muslos y luego se extendía por las caderas y por el vientre, un frío del carajo. A punto estaba de quitarle la colcha a Katy, cuando oí las voces. Oye, aquí mismo. Es mejor un poco más allá. Dije aquí mismo, ¿Es que a mí no se me hace caso o qué pasa? Aquí y ya. Está bien Moya, está bien. Quítale el trapo. Va a gritar. Que grite, eso es lo que quiero, oírlo chillar como una puerca ruina... ¿oíste chulo?, te llegó la hora. Acábame de matar, cojones. Mira la putica, pidiendo que la maten, pero eso no es así niña linda, eso lleva su proceso. Eres un mierda Moya. Lo voy a disfrutar, eso te lo aseguró, tú jodiste con ella, ahora yo voy a joder contigo. Ella era demasiado mujer para ti. Pero está muerta, yo la maté y tu vas a estar muerto también, y antes te voy a picar la cara, te voy a dejar que ni tu madre te va a reconocer. Demasiado hembra, demasiado, ella me lo decía: si yo te hubiera conocido antes... te despreciaba Moya, porque tú lo que eres un payaso y un fuácata, incapaz de enfrentarte a un hombre 90


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cara a cara. Soy hombre para fajarme contigo y con cuarenta como tú, suéltalo Enrique, suéltalo. Moya mira qué hora es, ahorita amanece, mátalo ya. ¡Que lo sueltes te digo chico, a mí la pinga la hora! Katy muy pegada a mí, temblaba no sé si de frío. ¿Qué hacemos? Cállate, le respondí en un susurró y le puse la mano en la boca. Dame un cuchillo a mí también, dijo la más ronca de las voces. Si, no me digas, ¿y qué más quiere el chulo, una ametralladora? ¿Enrique, cuánto te pagó el cabrón este? Yo te pago el doble. No, mi socio, lo estoy haciendo de gratis, siempre me caíste mal. Ahí va la primera, dijo entonces la voz del tal Moya, se escucho un sonido sordo y un grito. ¿Te gustó? preguntó Moya. Él otro respondió algo que apenas se entendía, era como si tuviera la boca llena de piedras. Lo están matando, dijo Katy. Sí. Apúrate Moya, dijo el llamado Enrique. Espérate, déjame disfrutar como se le sale la sangre al puerco este. El otro hombre se quejó muy bajito e intentó decir algo. Katy y yo oímos como repetía la palabra Moya, luego dijo auxilio en voz muy baja. No te me vayas a morir ahora, déjame darte la segunda. Volvió a oírse el ruido del cuchillo al penetrar, pero esta vez el herido no gritó, soltó un gemido y por el ruido supimos que había caído al piso. Ella era demasiado mujer para ti. Viene la otra, dijo Moya, y la otra y la otra y la otra. Lo están matando, repitió Katy. Déjalo, ya está muerto, dijo Enrique. Sí, al fin salí de él. 91


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Vamos, todavía tenemos que cargar el petróleo. No te preocupes, el Pancho nos va a ayudar. ¿Tienes cigarros? Sí, me siento aliviado, como si me hubiera quitado mil piedras de arriba. Me imagino, pero vamos que se hace tarde. Déjame mirarlo por última vez. Un minuto. Está bien, déjame hacerte una pregunta Enrique. Dime. ¿Es verdad lo que dijo el vaina este? Dijo tantas cosas. Tú sabes, que ella era demasiado mujer para mí. ¿Qué importa lo que haya dicho, si el muy cabrón esta muerto y Sonia también, ya los mataste a ambos, qué más quieres? No has contestado a mi pregunta, ¿era demasiado mujer para mí o no? No, jefe, no, ustedes hacían muy buena pareja hasta que apareció el chulo este, pero vamos que hasta Sagua hay que manejar muchísimo. Está bien, vamos. Después que se fueron, Katy y yo abrimos la reja de la bóveda y nos acercamos. El tipo era un mulato muy alto y a pesar del rostro desfigurado a puñaladas se notaba que había sido muy bien parecido, se veía muy joven y algo desamparado, rodeado de su propia sangre. Le habían dejado los zapatos, quizás los mejores mocasines que yo había visto en mi vida, estuve a punto de cogerlos pero tendría que mancharme de sangre y no me decidí. Pobre, dijo Katy. ¿Dónde carajo estará el CVP? Le habrán pagado algo para que se pierda. ¿Tú crees? ¿Llamamos a la policía? No, revísale los bolsillos. ¿Y por qué yo?, la idea fue tuya, revísalos tú. Qué pendejo eres, si no fueras tan pendejo este hombre quizás estuviera vivo. 92


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O yo muerto, además qué demonios me importa que lo hayan matado si no es familia mía, ni siquiera lo conozco, lo siento pero al que le tocó le tocó. Ya, ya, cállate, que te eché una peseta y has hablado como por sesenta kilos, yo lo voy a revisar, pero lo que le encuentre va a ser sólo mío. Como quieras Katy se acuclilló muy cerca del mulato. Habiendo tantas mujeres solteras, qué necesidad tenía un hombre tan alto y bien parecido como tú, de meterte con una mujer casada, eso fue un error. ¿Le hablas al muerto Katy? ¿Y qué?, llevo años hablándote a ti que estás más muerto que él. No jodas. Habitante de cementerio, me dijo Katy, ya con una mano dentro del bolsillo del pantalón del presunto cadáver, miraba hacia mí, por lo que no pudo ver como el mulato abrió los ojos, pero sí oyó el gemido. Katy se puso de pie. Está vivo, dije y me acerqué. A la luz de la luna los ojos del hombre parecían de un dorado estrafalario, por lo que debían ser muy claros, casi transparentes. Nos miró e intento hablar, pero no pudimos entender nada. Katy volvió a acuclillarse, ahora muy cerca de la cara del hombre, yo me incliné detrás de ella. ¿Qué? Ayúdenme, dijo el tipo e intentó levantar la cabeza. No te muevas, dijo Katy, has perdido demasiada sangre, no te muevas, ahora mismo te ayudamos, luego se viró hacia mí, corre, ve hasta la garita del CVP y dile que llame la ambulancia, rápido. No me moví. Le gustaba decirme el tigre, Manuel el tigre, dijo el hombre y por la expresión de su cara supimos que intentaba sonreír. Está delirando, le dije a Katy que ahora había puesto la cabeza de él sobre las rodillas y le acariciaba la cara. 93


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Ve y llama la ambulancia. No, este hombre está en las últimas y no quiero que nos carguen el muerto a nosotros, mejor revísale los bolsillos y vamos echando. Avísales. No. Si no les avisas no me mires más la cara. Está bien, no te miro más la cara. ¿Me voy a morir, señora? preguntó el hombre apenas con un susurro y nos dimos cuenta de que aún era más joven de lo que parecía. Sí muchacho, admitió Katy, y más que el cabrón este no hace nada por ayudarte. Katy tenía los ojos aguados, ella siempre ha sido una sentimental, e intentaba mirarme a los ojos. Yo negué con la cabeza. Lo siento, dije después y rompí a caminar. A los pocos minutos Katy me alcanzó. Aún lagrimeaba un poco, pero cuando la abracé no me rechazó. Si consigo un jabón y logro que el Truco me permita entrar a su cuarto a bañarme, esta noche voy a ir a casa del Fernando. Pídele cuarenta pesos, veinte no alcanzan para nada. ¿Le revisaste los bolsillos? No, dijo ella, ¿sabes? En todo el jodido mundo no hay un tipo como tú.

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La acera infinita

Anisley NegrĂ­n


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A María Liliana, a su niña y, por qué no, también a su asesino.

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iga las instrucciones al pie de la letra. Vaya a un callejón oscuro. Cualquier callejón, no tiene que ser uno en específico. Allí encontrará al asesino. Acérquesele por detrás, sin hacer ruido. Para esto debe usar zapatos cómodos, que amortigüen el sonido de las pisadas (preferiblemente zapatillas deportivas). Si él se percata de su presencia, no tema. El asesino no es su asesino. De seguro hará como si nada cuando vea que usted no es a quien espera. Sitúese a su lado. Ubíquese en la misma posición que él ocupa. Si está recostado a la pared, recuéstese. Si tiene una pierna descansando tras la otra, descanse la suya. Acompase la respiración a su ritmo. Adopte su expresión, sea de austeridad, de profundidad en la mirada, de resignación, de santa calma. No importa. Asuma sus manías de asesino. Entiéndase: acariciar una navaja, cortarse las uñas, jugar con un mechón de pelo, chasquear los dientes, masticar una pajita…De tanto imitar al asesino, usted se ha convertido en el asesino. Usted es el

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asesino y no viceversa. Una vez superada la primera etapa: de reconocimiento y aceptación, pasemos a la segunda. Por la avenida, a la que desemboca el callejón, pasará una mujer elegante. No tiene que estar vestida de rojo, ni llevar una prenda especial para que usted la reconozca. Simplemente debe recordar que irá elegante. Sígala. No se preocupe por el asesino que deja atrás. Ya usted se asumió como tal y es hora de que interprete su papel. Concéntrese en la mujer a la que está siguiendo. La mujer afinca los pies con fuerza sobre el pavimento, como si quisiera cerciorarse de que esté bien firme. Para no hacerse notar, camine a su paso. No es que vaya a pasar nada si lo nota, pero es mejor precaver. Como usted comprenderá, la calle está desierta y cualquiera puede imaginarse lo que no es; y si presiente que un asesino lo sigue… Cuando se tropiece con el tercer semáforo, la mujer doblará a la derecha. Doble. Recuerde, siempre a su ritmo. En el semáforo está la clave. Ella bien pudo doblar en el anterior y no lo hizo. Lo hace ahora, en el tercero. Pregúntese por qué. La respuesta importa poco. Es una pregunta retórica. Ojo con la mujer, que se está adelantando demasiado y eso no conviene. Ella se parará en la esquina. Mantenga una distancia prudencial, no es bueno que sospeche demasiado. Notará usted que busca en su cartera. Debe quedarse en vilo, porque usted no sabe que sacará de ahí, si un revólver o un cuchillo. Respire cuando logre ver que solo era un cigarro, que la mujer se apresura a encender. Sí, pero no pierda mucho tiempo respirando. Meta usted la mano en su cartera y saque otro cigarro. Fume. De pronto se ve usted vestido elegante, bolso en mano, fumando como esa mujer a la que persigue. Usted es ahora la mujer. Cuídese las espaldas. Arroje el cigarro. No importa cuánto le haya costado, ni si está por la mitad. Arrójelo. En el momento justo en que va a lanzarlo a la calle aparecerá un barrendero conduciendo un tanque de basura sobre ruedas. Espere a que pase por su lado. No se impaciente si nota que es de andar lento. Usted no tiene apuro. Usted tiene todo el tiempo del mundo. Cuando el barrendero esté a su 97


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alcance termine de arrojar el cigarro y métase dentro del tanque de basura. Aguante la respiración si cree que el hedor es insoportable. No se preocupe mucho por arruinarse la ropa. Usted no la paga. Una vez dentro del tanque, esté atenta a todo lo que dice el barrendero. Los barrenderos por lo general hablan solos, de cualquier cosa; incluso, sobre si ya la gente no bota los cabos de cigarro a la basura y se queman los dedos por tratar de extraer lo más que puedan. El barrendero se alegrará de que usted haya lanzado su cigarro con solo haberle dado una o dos chupadas. Seguro dirá: esta es mi noche de suerte, y no se molestará de cargar con usted en su tanque, así tenga que recorrer la ciudad entera. ¿Ya ve cómo una buena acción se paga con otra? Repito, esté atenta a las palabras del barrendero. Deseche la hojarasca. Cuando diga la contraseña es porque el asesino está ahí, pisándole los talones y usted deberá salir del bote de basura y darse a la precipitada. Sé que es difícil descifrar lo que el barrendero dice. Le faltan los dientes. Masca tabaco. Habla con un acento nasal que se asemeja al francés. Todo ello influye; pero no se dé por vencida. Es tanto el rato que lleva esperando a que el barrendero diga la contraseña, que usted ya no es esa mujer elegante a la que persiguen, sino el barrendero mismo. Y ahí está, arrastrando el bote de basura sobre ruedas que pesa más que un tanque de guerra, por ocultar a la santa que arrojó medio cigarro al suelo para que usted lo recogiera. Se recuerda de ella y dice: La acera es siempre infinita. Las palabras salen de su boca empujadas por una fuerza superior a sí mismo. Usted se extraña al decirlas, pero que el extrañamiento no le impida ver al cuerpo que sale disparado del latón de basura y corre, calle arriba, sin mirar atrás. Tras ella, el asesino. En el suelo, la tapa de latón hace un ruido metálico antes de detenerse. Es cambio de turno. Hora de que usted se vaya a casa. La noche es fresca y se presta para caminar. Quizás la mejor ruta sea esa por la que escapó la mujer. A las puertas de su hogar se topará usted con su esposa, que lleva un buen rato esperándolo. No le pregunte qué hace ahí a estas horas. No hará falta. Ella se le adelantará para decirle que sintió una voz de mujer y abrió la puerta. 98


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La mujer se notaba sofocada y un tanto nerviosa. No le dijo mucho, solo que entregara ese papel a la persona correcta. Pero su mujer no hará eso. Las calles, de noche, son mortales para las mujeres. Usted es quien deberá ocupar su lugar. No se queje de sus obligaciones de esposo. Las amas de casa son como la policía; es decir, la autoridad. Se vale sentir un poco de duda o temor. Es natural. Haga lo que ella le orienta, lleve el papel a la dirección indicada. Si siente curiosidad no lo voy a cuestionar. Todos sentimos curiosidad en algún momento de nuestra vida. Si la curiosidad es más fuerte que usted desdoble el papel y léalo. Asuma las consecuencias de sus actos. Usted sabía que al leerlo contaba con dos probabilidades: que le gustara lo que había escrito, o no. Séquese el sudor, que no es bueno presentarse ante personas tan distinguidas, que lo recibirán con diplomacia, como un barrendero cualquiera. Usted no es un barrendero cualquiera. Usted es El Barrendero. Oculte su miedo. Una vez que se vaya acercando al lugar acordado, cerciórese de que nadie lo observa. Voltee a su derecha, a su izquierda, detrás de usted. Debajo de una bombilla pública encontrará un hombre con saco gris, corbata y brazalete negros, como si llevara luto. Encuéntrese con él. Salga rápido de ese asunto. Dele el papel y olvide de plano lo que leyó. No es saludable que lo recuerde. Siempre se corren riesgos. Puede que, mientras duerma, usted sueñe con este incidente y se le vaya la lengua sin querer. Puede que su esposa lo escuche y lo diga a la vecina. Puede que la vecina riegue la voz y la policía venga por usted. ¿A quién le importa un barrendero? Su ausencia no se hará notar. Cuando se vaya a retirar hágalo despacio para darle tiempo, de llamarlo, al hombre que lleva luto: ¡Eh, tú, vuelve acá! Regrese sobre sus pasos y haga exactamente lo que el tipo le oriente. Él le pedirá que lo acompañe a esperar su auto. No tardará mucho —le dirá. Puede que todo esto le huela a gato encerrado, pero acceda. Uno no sabe cuándo se queda bien, ni cuándo mal, con esta gente. El auto aparcará frente a ustedes. Las ventanillas se mantendrán arriba. El tipo le ordenará: Entra. Obedezca. A no ser que quiera amanecer con un plomazo en el cuerpo. Solo irán usted, el tipo y 99


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el chofer. Nadie hablará dentro del auto. No lo haga usted. No es bien visto que el extraño tome la iniciativa, e introduzca un tema de conversación. El auto demorará horas en detenerse. En ese tiempo dedíquese a observar a su contrario. Imite sus movimientos. Adelántese en tomar la botella que él pretende alcanzar. Obvie su cara de contrariedad por tal atrevimiento de su parte. Sírvase un trago. Beba justo como él bebe. Coma cuánto come. Mírelo bien. El tipo es un poco grueso, tendrá usted que aumentar unos kilos para llenar el traje que él viste. Pero no se preocupe. La imitación lo ha hecho transformarse. Usted ya es él. Usted lleva el mando ahora. Cuando el chofer frene, saque al barrendero fuera del auto. Hágalo sin ensuciarse mucho las manos de esa gentuza. Ya tendrá tiempo de desinfectar los asientos. Llévelo hasta la sala de reuniones. Siéntelo en una silla frente a los demás y pregúntele si leyó el papel. Él dirá que no, pero usted sabe que sí. Todos leen el papel. Es un reflejo incondicionado. Pregúntele si entendió lo que decía el papel. Él negará de nuevo. Cabe la posibilidad de que no haya comprendido, es un mensaje cifrado, no está hecho para ser asimilado por todo el mundo. Pero no subestime al enemigo. Dispárele un balazo en la sien sin muchas contemplaciones. Lo más probable es que si lo piensa dos veces no lo haga. Es su deber hacerlo. Su prestigio está en juego delante de los otros. Ellos lo juzgarán por sus acciones. Ordénele a uno (asegúrese que sea el indicado) que abandone el cuerpo en el primer basurero que encuentre. Mándele a buscar y páguele a la patrulla nocturna. Hoy está de ronda el que le debe favores, al que usted le debe pagos. Aproveche la oportunidad. Hágalo con aire de cordialidad. Más que mandar, sugiera. Sea amable. Pásele un brazo por detrás del cuello, al tiempo que introduzca un sobre abultado en bolsillo interno de su saco. Dígale que usted apreciará mucho su acción. Hágale saber cuán importante es la discreción en estos asuntos. Dele unas palmaditas en el pecho. Ríase con él. Contamínese con él. Conviértase. Confío en ti para este trabajo —le dirá el jefe. Usted sabe que es un deber moral cumplir con él. Envuelva el cuerpo en bolsas de 100


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basura. Requerirá por lo menos dos. Introdúzcalo dentro de una maleta que el jefe le propiciará. Arréglese el pelo engominado, que con tanto ajetreo se le ha descompuesto. No puede usted denotar agotamiento si quiere deshacerse de un cuerpo sin levantar sospechas. Baje las escaleras. Salga. Camine despreocupadamente por un rato. Aléjese del lugar de los hechos, así evitará conexión con la banda, el jefe y el muerto; aunque, no olvide que lo que lleva en la maleta es un cadáver, y un cadáver siempre atrae moscas. Y ahí está la primera: la patrulla que se aproxima como si usted oliera a peligro. —¿A dónde se dirige? Conteste que solo pasea. —¿A esta hora de la noche? Asienta con la cabeza. —¿Y para qué lleva una maleta si solo pasea? ¿Qué hay dentro? Responda que se va de viaje y quiso dar una vuelta por la ciudad antes de hacerlo. —¿Qué hay dentro? Ropa, conteste. —Usted tiene cara de ser el enviado del jefe. Es la patrulla indicada, pero usted es un hombre que cambia, que no ha dejado de cambiar, que tal vez tenga otros sueños… Haga silencio unos minutos. Ponga cara de yo no fui. Confiese que él lo obligó a deshacerse de un cuerpo con un balazo en la cabeza y que había sido advertido de hacer lo posible por evadir la ronda nocturna. Tenga presente que todas sus acciones deben quedar perfectas. La policía es la autoridad. El reto es burlarla. Dígale que a usted le pareció que el jefe hacía un gesto de fastidio cuando se refirió a la patrulla, y no le gustó la idea. —¿Así que fastidio? Que se cuide si no quiere ver acabado su negocio y sus días. Insista en la mala cara del jefe cada vez que mencionaba a la patrulla. —¿Y no me mandó lo mío con usted? Niegue, como si no supiera de qué habla. Ya que se está arries101


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gando, mienta. Algo debe ganar. Jure. La mano derecha en el corazón, en el sobre. —Que se prepare ese mal nacido. No se quede parado como una estaca. Indíquele el lugar de reunión a la patrulla. Sírvale de guía. Un favor, para mantener a salvo su condición de hombre libre. Ábrale la puerta sin dejarse ver ante los otros. Alégrese de su suerte. Puede que el jefe y los demás acaben baleados ahí mismo, o vayan presos. Los criminales no valen una moneda de cobre. Usted ya no es un criminal, se acaba de limpiar con esa delación; mientras, ha ganado algo. Acabe de soltar la maleta en ese callejón oscuro que se avista. Enfrente tiene un callejón oscuro, pero también su libertad, un sueño. Todos soñamos. No se preocupe por esa sombra de hombre que sale proyectada hacia la calle. Él no tiene por qué presumir que usted transporta un cadáver, ni tiene que importarle. Usted ya se libró de todo al dejar de pagar para que pagaran otros. Al verlo aproximarse, la sombra se internará más en la oscuridad. Usted, avance. Intérnese en el callejón. Suelte la maleta. Vuélvase para mirar. Fíjese en la cara de la sombra que viene a su espalda, clavándole los ojos en la nuca. Lo reconoce ahora, ¿cierto? El asesino es su asesino. De nada le valió denunciar a ese atajo de criminales para embolsarse un fajo de dinero. Este es el final del camino. El final del camino es un callejón oscuro. Un callejón oscuro es un asesino que espera mientras los demás huyen, encubren, secuestran, ordenan, delatan, se vengan, sienten alivio. Ese ambiguo alivio que usted sintió al mentir y soñar con un futuro, creyendo (por un instante) que liberaba su conciencia y se hacía liviano como un globo inflado de helio. Ahora, desorbite los ojos en señal de temor. Asúmase víctima y déjese matar, aunque no muera.

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El olor de los autos en las tardes que duelen

Carlos Manuel Ă lvarez


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ncendió la fosforera y tuvo que soltarla al instante. Se había quemado la falange del dedo gordo. Te va a pasar con frecuencia —le había dicho el viejo Ruiz— pero hasta ese momento nunca le había sucedido. —Parece que me pasé en el gas. —Sí, parece que se te fue la mano —dijo el otro. —No es que se me haya ido la mano, es que con estas Clíper uno trabaja a ciegas. Las de merolico de aquí me gustan más. Son transparentes y se rompen cada una semana. —Tú no eres fácil, socio. —Es difícil, no creas. —No me jodas, qué va a ser difícil arreglar fosforeras. La tarde caía con fuerza sobre la calma del lugar. —Mira, Nene, mejor lo dejamos para mañana. Ya son las seis y casi ni veo. Fidel se levantó de su sillita de madera, recogió los instrumentos, los guardó en el bolso y plegó su mesa de trabajo. La mesa tenía las patas de aluminio y el cuerpo de cristal transparente. Algo sonó contra el suelo del parque. —Se me cayó un dinero —dijo—. Ven Nene, ayúdame a buscarlo. Estuvieron más de un minuto doblados en cuatro patas por todo aquel piso mugriento. El Nene le sugirió que dejara eso, acere, que seguro es un peso, pero Fidel no, yo aquí gano una

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mierda, brote, una mierda. Árboles deshojados. Hojas amarillas y fruticas redondas aplastadas. Al fondo la iglesia católica despintada, sucia, fiel estampa del olvido. Dos o tres viejos de pueblo sentados en el quicio, recostados a la ancha puerta carmelita. Y ellos agachados, arrastrándose, buscando una moneda. Pero no era una moneda, era un destornillador, un destornillador finito, Fide, mira. Oye, cuando uno se prepara pa’ buscar una cosa, lo demás se le pierde de la vista. Fidel tomó el destornillador y lo guardó en el bolsillo. Le dio dos palmadas de agradecimiento en el hombro, pero el Nene las tomó como otra cosa. Las tomó como vamos a bajarnos una cerveza al bar del Santiago-Habana que yo invito. —No, deja eso, yo voy echando. —Dale consorte, dos laguer ni’ mi’, si yo estoy arranca ‘o. Tenía calor. Tenía sed y cansancio. Estuvo el día entero sentado en su sillita de madera, pero estaba agotado, disminuido. Y aceptó. El Santiago-Habana queda en la esquina de la Carretera Central y la calle Real, al frente de una gasolinera. Es el hotel más moderno del pueblo. Tiene alrededor de setenta años. En el extremo derecho, la tienda. De joven, Fidel entraba ahí y robaba dulces y algunas prendas de vestir que se escondía dentro del calzoncillo o bajo la gorra. A la izquierda, el bar: limpio, con luces relucientes, acabado de estrenar tras cinco años de reparación. Antes era un local oscuro, mosqueado, un local más melancólico, un bar más bar. —Ramiro, aquí traigo al Fide, el hijo de Ruiz. Sírveme dos laguer pa’ brindar con el chama. El Nene era un negro alto. Con barriga pero fuerte, de unos treinta años, quizás algo más. Un tipo guapo. Siempre andaba en bronca y llevaba en el cuello una cicatriz gruesa y un bulto de venas salidas, palpitantes. Ninguna cadena de oro y ningún collar. Vivía por Conrado Benítez, a la salida del pueblo, detrás del cementerio y el matadero. Ramiro trajo dos Mayaba. Sacó unos vasos de cristal grueso 105


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medio opaco y los puso sobre la mesa. —¿Ruiz por fin estuvo en el lío de la carne, chama? —El Fide no sabe, Ramiro —dijo el Nene—. El Fide andaba en sus líos por La Habana. En mecánica de estudio y libros y esas cosas. —Ruiz está limpio —dijo Fidel. —Bueno, pero después del rollo con la carne se perdió —dijo Ramiro. —¿Y a ti eso qué te importa, asere? —Suave, chama, suave, que yo conozco a su familia. No se acelere. El Nene se dio un buche largo y con la mano le indicó a Ramiro que anduviera. Ramiro era mulato. Un mulato bajito y calvo, aparentemente inofensivo. Pero en realidad era un camaján, una rata de alcantarilla. Siempre tenía un bisne montado y nunca lo agarraban. Andaba con sus cuatro pesos en el bolsillo y cuando la gente le decía: “este no es el Santiago-Habana, este es el Bar Ramiro”, él daba sus pasillitos, abría las manos, sonreía con cinismo y todo legal, ciudadano, aquí todo está legal. —¿De verdad que tú no sabes nada, chama? —Nada de qué. Fidel miró el reloj que estaba encima de la nevera de las cervezas. —Nada de lo del matadero. Era un reloj cuadrado y azul. Desde que él era un niño estaba ahí, en el mismo lugar. —No, nada. —Si me dices te salvo con algo. Y así sueltas la pinchita incómoda esa de las fosforeras. Lucía debía estar preocupada. Desde que regresó de La Habana no ha dejado de llegar nunca antes de las seis. —Nene, el puro no estaba en eso. En ese giro se fue hasta mi abuela, asere. La tumba de mi abuela también la profanaron. —Pero Ruiz tiene que saber, porque Ruiz era jefe de turno. Además, tu abuela no era su pura, chama, y con el dinero que esa 106


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gente hizo no era pa’ estar creyendo en parientes. Debía andar con un pañuelo por el portal. Dando vueltas. Veinte minutos más y se desmaya. —¿Y cuál es tu interés, Nene, si ese negocio ya murió? Las manos temblorosas amasándose los cabellos. Ella se lo advirtió: “trabajas hasta la tarde y antes que oscurezca vienes para acá”. Le daba un beso en la nariz y se quedaba en el portal hasta que él doblaba por la esquina de Diago. —Que yo y mi familia, chama, comimos mucha carne del matadero... Subió la voz. Un tono de chantaje. Un tono que intentaba ser irónico y terminaba siendo vulgar. Un mal actor de cine independiente (a veces no son malos, lo que pasa es que les toca interpretar lo ridículo de la vida). —…y todo el mundo dice que la cabeza pensante era tu puro, que el cerebro… era Ruiz. —Yo vine hace poco, asere. Sea o no sea, igual desconozco. —Y Lucía se está volviendo loca. —Aguanta con mi mamá, consorte. —No, no, si yo no quiero meterme con Lucía. A mí Lucía me cae bien. El problema es Ruiz, asere, que no cayó preso y… —Y está en otra cárcel. Como era el cerebro tal vez esté apartado en otra cárcel. —…y dejó a to’ la gente del pueblo con la barriga llena de mondongo y de pudrición. Es lo que quiero decir, no malinterpretes. La cerveza estaba caliente. El Nene se tomó la suya de un palo y Fidel sintió asco. Parecía orine. Meao pasando por aquella garganta prieta, tubería cochina de tipejo imbécil. Una pareja entró y se sentó a dos mesas de ellos. Pensó que era el momento. No entendía cómo había ido a parar allí. Ramiro se acercó y conversó algo con los visitantes. Ella era trigueña, con unos ojos verdes que valían toda la persona. El hombre estaba de espaldas, no podía detallarlo. El Nene también se llegó hasta la mesa. Aprovechó y se levantó despacio, en silencio, como si tuviera 107


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prohibido largarse o no quisiera interrumpir el diálogo con los recién llegados. Agarró sus cosas y se despidió de Ramiro, pero el Nene le dijo espera, espera chama, que esto no ha terminado. Se recostó a la puerta. Pensó cerrar los ojos, pero no lo hizo. Escuchaba el gemido, podía sentir el desespero de Lucía. Se acordó de sus palabras: “vira temprano, hijo. Haz tu trabajo y vienes y te bañas y comes y descansa o lees uno de tus libros o miras la televisión”. De la gasolinera nacía un olor agradable. La gente no sospechaba. Llegaban, cargaban su tanque, pagaban el combustible, y volvían a arrancar. Chevrolets, Ladas, Nissans. De todo transitaba por allí. —Ponme otra cerveza y tráeme un cigarro, Ramiro. La pareja se levantó y cuando pasaron por su lado la muchacha le concedió una mirada y una mueca, un gesto extraño de la boca. Pero solo eso. Nada especial. Metió la mano en el bolsillo y avanzó hacia el Nene. Fue un golpe seco. Una hincada finita, Fide, mira, un pinchazo diminuto penetrando, abriéndose paso en la maleza vascular a fuerza de muñeca, de pulmón y rabia, hasta que se dejó de ver el hierro fino y el cabo plástico topó con la caja negra y musculosa del tórax. Arriba un gemido, un estertor, un lamento agónico. Así debía estar Lucía. Desconsolada. Caminó con el cuerpo hasta la pared del fondo y lo sentó en la última silla. Ramiro tenía la cerveza en una mano y el cigarro en la otra. —La cerveza es tuya —dijo Fidel. Sacó un fajo de billetes y los tiró en el mostrador. —Dame el cigarro y deshazte del cuerpo. Respiró el aroma creciente de la gasolina. Un aroma que se mezclaba con las luces de la tienda, con el sabor de la cerveza. Todo andaba perfecto. Se puso el cigarro en la boca y sacó la Clipper. Pero a él no le gustan, nunca le han gustado las Clipper, entonces le preguntó a Ramiro, antes de irse para la casa porque su mamá lo estaba esperando con la comida hecha, si por casualidad no tendría entre sus cosas alguna fosforera de merolico.

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Sombras de las cosas que vendrĂĄn

Reynaldo CaĂąizares


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n ningún número de la revista Mujeres he descubierto que se haya tratado con rigurosidad científica un tema tan complicado como la visión y el poder de escucha que pudiera tener un feto; muchísimo menos cuando todo el tiempo, tras los hechos, está la verdad que se recuerda. —Las mujeres son como puertas abiertas —decía mi padre. Pasados algunos meses vi a mi madre con las piernas muy separadas; la doctora inclinada sobre ella, poderosamente armada, pues iba a aplicarme los fórceps. Me salvó la exclamación de un enfermero: “¡ya viene!”. El hecho de que una mujer pudiera deformarme por siempre, convirtiéndome en alguien acomplejado y oscuro, estaba en una frase. Según fui creciendo, me di cuenta de que las mujeres eran infinitamente más inteligentes de lo que aparentaban, un sistema para aprovecharse del estado de nervios resultante y también una lucha que los hombres habían postergado durante siglos. Después surgirían hechos que me obligaron a dejar de eludirlas y entrar como partícipe en la batalla que iba a entablarse y, si es permitida la expresión, dar la nota patriótica. Para entonces me sentía tan cansado que mis ideas se deslizaban hacia otro lugar o un cúmulo

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de ellas que resultaban muy difíciles de expresar con palabras. Nunca he sido un buen lector, pero el hecho de que me estuviese preparando para la futura contienda cambiaba las cosas. Me convertí en asiduo de la revista bimensual Mujeres; en ella descubría entre líneas cómo las féminas ganaban terreno, irrumpiendo de diversas maneras en los cotos de caza reservados a los hombres. En contrapunto yo incursionaba a mi vez —con el repudio total de mi padre— en las desagradables labores domésticas que encarnaban sus sentimientos. No era material de propaganda que ellas estaban cambiando los métodos de lucha, se imponían los disfraces más sofisticados, las inyecciones letales, los virus disparados a distancia con antígenos desconocidos, infartos cardiacos de artificio, armas de exterminio masivo... aunque existía otro grupo, no por ello menos peligrosas, aferradas a las antiguas tácticas de enfrentamiento que causan una muerte más rápida y dolorosa. Fue una casualidad, por demás desgraciada, que las hostilidades se rompieran precisamente en mi casa, si podía dársele ese nombre a aquel tugurio, una noche en que mamá roció con alcohol los genitales de mi padre, arrojándole acto seguido un mechero encendido. No quedaba más que el escape y, por casualidad y habilidades propias, pude montarme a un tren en marcha y pasar inadvertido a tres sagaces ferromozas. Horas después, a cientos de kilómetros de la conflagración, pude al fin disponer del tiempo suficiente para pensar en cómo protegerme de las cosas que vendrían. La sentencia del mundo cambiante la percibí un amanecer sospechosamente igual a cualquier otro: mezcla de irrealidad con cierta dosis de aventuras, creaciones no propias asociadas al convencimiento de que las hembras eran infinitamente superiores y que a diferencia mía habían de perdurar por la fuerza de sus medios vitales. Una trampa. Conocía a las mujeres tan bien que sus actitudes no deberían producirme ningún efecto; pero reconozco que nunca desapareció la sensación de que iba a ser exterminado sin tregua, acechado en todos los lugares y, lo peor, asaltado en mi propia cama durante el 111


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sueño. Sofocada fue abriéndose paso, adherida al olor que los cuerpos me enviaban al ritmo de la respiración de sus cavidades más íntimas, una idea: “no estar armado”. En eso consistía el verdadero peligro. Durante años me había mantenido vigilante para no ser sorprendido otra vez. No fue, pues, una casualidad que llegado el instante decisivo —hoy precisamente— yo reconociera el ataque y tomara la iniciativa con una astucia que provenía de una temprana exposición a la política de negocios aprendida con Kinito Maraña. El hábito de la angustia acechante, propio de las bestias, proporciona una confianza de especie. Dos de las causas más antiguas: el amor y los negocios, siguen siendo formas de lucha. Dentro de unos minutos o una hora —el tiempo del espíritu es muy complejo— Patas Flacas vendrá por esa puerta y yo abandonaré la oscuridad y el peligro en un acto de legítima defensa. Confío en Patas como lo haría en una caja narcisista de despecho. La pregunta es: ¿estará armada? Antes, Patas Flacas no era hembra ni varón. Tuvo muchísimas oportunidades de aniquilarme a través del veneno, pero no lo hizo porque estaba ajena a la lucha y además vivía de la cosa; es decir, que estaba asociada a Joaquín el Gallego, dueño de la paladar administrada por ella y el tape de un negocio de fotos y cortos pornográficos protagonizados por un grupo de aspirantes a estrellas del cine ibérico. Para ganar esta categoría, las muchachas tenían que ser vistas, estudiadas, inspeccionadas y, por último, templadas por Patas Flacas, presidente del jurado de admisión. La casa paladar era una edificación antigua que había sido modernizada o destruida por la nueva generación. Alguien (Patas, supongo) se había encargado de arrancar cuidadosamente el repello de las paredes, los adornos de la sala y la división entre esta y el comedor. Las sillas eran de troncos recortados que semejaban figuras grotescas y las puertas de aluminio fundido a prueba de robos: en fin, un híbrido que los más jóvenes llamaban moderno, y las personas de más edad una pocilga. En la entrada había col112


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gado un letrero que, un poco en inglés y un poco en francés, se traducía como: “La casa de Patas”. —No tengo nada para ti —me dijo Patas Flacas al verme— y no vengas tanto, me perjudica. Tono quebrado. Me pregunté qué razones podrían llevar a Patas a tomar partido; todavía tenía dudas de que existiera un plan, una idea detrás de todo lo aparente y sencillo. Recordé las palabras de mi padre y acaricié mi pistola. Ya no era un despavorido, ya no era un hombre que vivía con complejo de fuga. —Oye, Paty, no estoy aquí por un asunto mío. Cerró los ojos e inclinó hacia adelante el busto, en lo que consideraba una actitud desafiante. —¡Cógela! —Estás en un aprieto y lo único que tienes a mano es a mí. —¿Seguro no buscas a algún maricón suelto delinquiendo por ahí? Nadie como Patas para localizar a una lesbiana o un gay, no sé de qué arte se valía para ello, debía tener un archivo secreto o algo parecido. —¿Cuánto pagarías por esa mulatica? —me preguntó. Un bomboncito oscuro cubierto con un minivestidito rosa que se movía entre los clientes y a la que ni siquiera se le adivinaba entre la ropa un simple cuchillo de mesa. Cerré los ojos y, dominando todos los sonidos, escuché el ruido que haría al cabalgar a aquella chica; un ruidito muy especial que nadie puede describir, pero que se reconoce siempre. ¡Dios mío, cuánto lo deseaba!, por inoportuno que pudiera ser ese acto o cómo se llamase aquello que se enrollaba alrededor de mí, combándose firme y suavemente, describiendo después una gran curva y luego una gran sonrisa que flotaba llenando todos los espacios. —Ya lo creo que el asunto es tuyo —y agregó—: ¡Madre mía, mírate el pito! —Atiéndeme aunque sea una vez en tu vida —dije, pellizcándole la cara bulbosa—, una de tus muchachas se fue de lengua. En el silencio que siguió a mis palabras me di cuenta que algo 113


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en el aire se transformaba. Pensé que iba a preguntarme: ¿quién? —¿Qué posibilidades tenemos? —Ninguna, y lo peor es que me dieron el caso. Actúo o me voy del aire. Me miró como si yo acabase de surgir de las cenizas de su cigarro. —¿Quién coño crees que eres para venir a decírmelo a esta hora? ¿Tú te imaginas lo que hay invertido en este negocio? —¡Estoy hablando de tus nalgas, carajo! ¡Olvídate de los negocios! La risa de Patas flotó desde la silla, pegó en mi pecho y continuó subiendo hasta chocar con la araña de luz. —¿Qué puedes hacer? —Lo único que se me ocurre es que colabores. Te toca una multa o una condena menor. —Me toca tiempo, es lo que necesito. —Y dale con eso. No te imaginas el riesgo que estoy corriendo ahora. —Ni me importa. Mira a ver cómo arreglas este potaje — ripostó. Hubo una pausa. Reflejo metálico de alerta que en otras circunstancias podía haber pasado inadvertido. —¿De qué hablas? —Entiendes bien. ¡Lárgate ya! Iba saliendo de la paladar cuando escuché que me llamaba. Se había sentado a horcajadas en la silla y encendía otro cigarro. —Con tres días tengo —dijo. —No puedo. La voz sonaba como la de una mujer insoportablemente armada con un hacha corta, pero yo no tenía miedo: —¿Recuerdas cuándo estabas con Kinito? Esta era precisamente una de las preguntas que los años no habían contribuido a aclarar. En realidad no necesitaba respuesta. Cuando conocí a Patas yo tenía quince años y era el protegido del Kinito Maraña, un hampón del barrio de América Latina. Patas Flacas, con ayuda de una mujer, tenía montado un negocio 114


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fructífero de prostitución a domicilio. Como no dije, Patas y su amiga le pagaban protección a Maraña. Mas considerando el precio excesivo, se dieron en protestar; aunque quizás lo hicieran en el lugar equivocado, pues llegó a oídos de Kinito, quien vio en aquello una afrenta a su prestigio personal. Días después se presentó conmigo en casa de Patas y le pidió para mí un favor especial. —Le voy a mandar a una de las muchachas, por la casa —dijo. Kinito se echó a reír, reclinándose en el respaldo de la silla. —El muchacho está encaprichado contigo. Quiere que seas tú y no una de las muchachas. En aquel lugar parecía no haber nadie más que ellos dos, como si fuesen los únicos que tuvieran el derecho de permanecer allí. —¿Cuándo? Yo tenía los ojos fijos en Patas, absorto en la contemplación de su asco y por un segundo me sostuvo la mirada. —Ahora mismo —dijo Kinito. Patas Flacas se puso de pie y echó a andar hacia uno de los cuartos, yo también lo hice. Caminaba y me sentía miserable y conmovido al observar su espalda encorvada, la cabeza caída. Empezó a quitarse la ropa, primero la blusa y el sostén —los senos eran grandes y redondos, como toronjas—, luego el pantalón y el blúmer. Se tiró en la cama, abriéndose, dejando al descubierto el sexo rosado y grandísimo. —Acabemos ya —dijo. Me acerqué. —No voy a tocarte. Se sentó en la cama. No hay nada más doloroso que el rechazo. Nada más terrible para una lesbiana desnuda que la decisión de un hombre de no rozarla siquiera. —La cosa es seria —dijo—, pobrecito... —Ven aquí —me pidió, abriendo lentamente las piernas para 115


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descubrir de nuevo la carne prohibida, rosada y negra. Yo era un niño. Jamás debí lanzarme sobre Patas tomando con mis labios sus pezones ni estimular con la lengua su clítoris. No tenía que permitir que me masturbase con los ojos cerrados. No estaba obligado a ver su cuerpo desarticularse —mientras sus quejidos añadían obscenidad a la escena— ni aquellas manos moviéndose sabias en una lucha alegre y feroz. Poco después, cuando estuve preso, era Patas Flacas quien me llevaba las jabas y los cigarros —el dinero de los condenados— a la prisión. Nunca más volvimos a intentarlo, nunca probamos otra fantasía sexual. Pero nos quedó el recuerdo y hoy me avergüenza decir que aquella noche fue como si ascendiéramos juntos por una escala hacia un lugar en el que los convencionalismos no valían nada. —¿Recuerdas cuándo estabas con Kinito? —preguntó Patas Flacas aunque no necesitaba respuestas—. Apuesto a que tu gente no sabe ni la quinta parte de lo que has hecho. Cruzó los brazos en el respaldo del asiento y apoyó la barbilla esperando sin dudas que la bomba estallase. —Adonde yo vaya tú te vas conmigo —agregó. Su sonrisa me desarmaba. La pistola se fue convirtiendo en algo incorpóreo. Las palabras se amontonaron en la garganta ahogando mi respiración. Cerré los ojos, vi a la chica negra con un fusil de cañón recortado bajo el vestido. —Paty, ¿tú no vas a desgraciarme la vida, verdad? —Claro que no, mi sol. Te la vas a joder tú mismo —entonces fue Patas quien pellizcó mi cara. Me sentí fluido, incongruente. Patas Flacas tomó mis manos y las puso en su cabeza mientras yo decía que no; fue trazando con ellas un dibujo en el cerquillo de la frente hasta colocarlo por detrás de las orejas —el pelo era tieso y duro— luego se acarició el rostro mientras se alzaba para besarme. Fue un beso de mujer, suave y largo. —Mira a ver cómo arreglas este potaje —dijo. 116


La mansión desaparecida

Félix Sánchez


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U

n castigo de Dios —dijo la mujer, irónica, resignada, sentada en el cuarto de madera al fondo del solar—. Al menos de los dioses de la literatura. Era la única testigo, y yo el periodista de guardia que había acudido a llenar con argumentos creíbles aquella noticia que ya tenía el título adelantado por mi jefe de redacción. Él, un bromista impredecible, casi no me había dejado opción desde su llamada telefónica, a la casa, poco antes de las siete de la mañana. —¿Conoces la casa de 3ª y O? —¿La mansión verde? —le respondí esperando su chiste, recordando la novela del peruano. —Desapareció totalmente anoche. Estuve seguro de que me había despertado por otra razón, cubrir un acto en Transporte, tomar opiniones en la calle sobre la democracia en la ONU. Se lo dije. Pero solo logré que asumiera un tono más formal y jerárquico. —Es en serio. Se esfumó anoche, hijo. Sí, paredes, techo, todo. 118


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Llégate allá, anda. Lo obedecí todavía desconfiado, ya una vez me había hecho una broma similar. Pero no era este el caso. Media hora después, luego de traspasar casi a empujones un cordón de curiosos de cincuenta metros de espesor, yo tenía a aquella mujer delante de mí, ella misma alarmada. Y apenas con unas palabras acababa de arrancarle una importante confesión, un poco mística, inservible para circular oficialmente por el país, pero importante sin dudas para esclarecer lo ocurrido. “Un castigo de Dios”, había vuelto a decir ella, sabiendo que me dejaba boquiabierto, pasando al hablar sus manos sobre la mesa para sacudir los granos de arroz pegado al nailon azul. Ahora, tras verme sacar el bloc de notas, reparar en mi credencial de periodista, estaba más calmada. Se había sentado nuevamente, tenía los codos apoyados en la mesa y parecía no importarle la presencia creciente de los curiosos, los policías que entraban y salían, tomando fotos, buscando huellas, algún rastro delator en la tierra devuelta esa noche a su virginidad. 2 —Oye, Eduardo, es solo para una pregunta, caballo. ¿Tú llevaste por fin las ventanas? Si me dices que no entonces es que yo me estoy volviendo loco pa’l carajo. Escucha. De las cuarenta y ocho, ¿te acuerdas?, te resolví seis, debían quedar cuarenta y dos y esta mañana viene el almacenero corriendo, asustado, a decirme que están las cuarenta y ocho. ¿Tú…? —Sí, yo las cargué como quedamos, aprovechando que... Mira, Justo, lo que pasa es que... bueno, es extraño. ¿Cómo van a estar las cuarenta y ocho? —No, chico, no me lo digas. Llevo años en esto, lo que pasa es lo que pasa. Yo lo sé. A uno le mandan un almacenero bobo, bobo, compadre. Cuenta con los dedos, como los niños, pero se fija en todo, mete la nariz en todo. Preso, embarcado para uno con gente así... 119


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3 —Él se reía tanto de ese cuento —dijo ella alzando muchísimo las cejas, desnudándose los ojos almendrados—. Los escritores son del carajo, me decía. Oye esto, no te lo pierdas. Una casa que se desbarata sola, que anda hacia atrás en el tiempo. Con tantas otras cosas que hay que contar. Robos, agresiones del norte, jineteras. No, los escritores siempre están más allá, en las nubes, viendo musarañas y la gente riéndose de ellos, o creyéndolos unos genios. Me interesaba más la actitud que habían asumido ahora. Le pregunté por qué no habían denunciado oportunamente el robo de las ventanas. —Mantuvimos las apariencias colocando unas cortinas. Nadie se dio cuenta. No había signos de violencia, siquiera polvo en el piso —trataba de señalar, le era difícil acostumbrarse al vacío circundante—. Cosas como esas podían ocultarse. Inventamos otras respuestas porque la casa se nos iba vaciando día a día. La rotura sin arreglo del televisor, que el juego de sala se lo habíamos regalado a su madre por el cumpleaños. Lo más complicado hasta anoche fue lo que nos ocurrió con la pintura. —¿También la pintura? —recordé el color verde, el aire de confort de la mansión. Quedaba en mi trayecto hasta el periódico. —Ocurrió a los cincuenta días justos de haberse pintado. Fue él quien se dio cuenta. Dijimos a los vecinos que habíamos raspado las paredes durante la noche para pintarlas de nuevo, con otro color más apropiado. No se lo creyeron mucho, era una buena pintura la que tenía. Estábamos preocupados y tensos. Las desapariciones se estaban produciendo ya a un ritmo muy rápido. —No lo informaron tampoco a la policía. —¿A la policía? ¿Para qué a la policía? —sacudió la cabeza—. ¿Qué podía hacer la policía a nuestro favor?

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4 — ¿Más pintura, Eduardo? —No, chico. Lo que yo necesito es que me la guardes y me la resuelvas otra vez, cuando te lo pida. La misma, no otra. Revisa tu almacén, verás que están ahí los seis galones de color verde. Ya me pasó con las ventanas. ¿Entiendes? No, no puedes entender. — ¿La misma? ¿Cómo me explicas eso? —De ningún modo, pero sé que va a pasar, Abigail. Mañana tampoco me quedará un herraje en la casa. Le avisaré a Ñico, el de CIDITMA, para que les dé alta a las tuberías, no vaya a ser que le cojan un sobrante, descuadrado el almacén en la auditoria semanal... 5 Salimos al patio. ¿Salir? Un eufemismo, quería tomar algún testimonio y hacer una descripción detallada. Ella saludó a unos vecinos que trataban de preguntarle algo por sobre el cordón. Reconocí entre los recién llegados al teniente Gálvez, de la Policía Económica, vi detrás de él su vieja moto con sidecar. Estaba con las manos en los bolsillos, pensando, mirando un marco de puerta que se levantaba en medio del solar, como un objeto huérfano, arqueológico. Era aquel marco todo cuanto quedaba de la hermosa mansión. Yo no había reparado en que se me acercaba. Alguien llamó a la mujer para preguntarle si había escuchado ruido de grúas, de camiones, esa noche y ella repitió más tranquila la versión que ya me había dado. —Te han mandado a un buen lugar —sonrió el teniente Gálvez. Nos conocíamos de otros casos. Le devolví el saludo. Me caía bien, uno de los pocos de la Económica que me caía bien. Le pregunté cómo explicaba él, un viejo zorro, aquel marco de puerta resistiendo la destrucción. En lugar de responder, el teniente Gálvez me mostró una planilla que guardaba en la carpeta. No pude leer a esa distancia pero vi que eran visibles su cuño y su fecha. 121


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—Lo compró con su dinero contante y sonante, en una feria de materiales de la construcción. Ella lo recuerda todo detalladamente. Miré hacia el cuarto de madera, aprecié que encajaba perfectamente en aquel paisaje original. Oí a un grupo de muchachos preguntándole a los policías si ya podían pasar al solar para jugar fútbol. Tenían la esperanza de que los autorizaran. Los muchachos viven a ajenos a las desapariciones, solo piensan en su bello mundo de juegos. El marco de madera, enhiesto, con el ancho de esas puertas grandes, como de las catedrales, podía ser una buena portería común. 6 —No, ya se distribuyeron por núcleos. Pero, oye, ¿para qué quieres tú un farol, hermano? ¿Te vas de pesca? —Mañana nos quedaremos a oscuras. —Coño. ¿Dónde vives? ¿No puedes resistir cuatro o cinco horas de tinieblas? ¿No te has acostumbrado todavía al apagón? —Todo ese cable eléctrico me lo consiguieron en un taller en Holguín. Mañana hace cincuenta días. Va a desaparecer, sí, también... Dime, ¿revisaste de nuevo las ventanas? — ¿Las ventanas? Cuarenta y ocho, no hay error, hermano. El almacenero no sabe contar, lo examiné. Su diploma de preuniversitario era falso. Le cerramos el contrato. Ha armado un gran barullo, hecho una reclamación, pero es lo único que lo explica. No vamos a cambiar de opinión aunque intervenga el sindicato. Cuando te digo, un tipo bobo, compadre.... 7 Me esperaban en la redacción a las doce. Ya a las once tenía en mi agenda casi todo lo necesario para la noticia. Paso a paso. La mujer, no obstante esto, seguía hablando. Otra en vez de hablar habría dicho: “Esperen a que mi esposo venga de México”. Otra se hubiera puesto a temblar asustada. Ella, en un alarde de vigor, 122


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de autocontrol, hablaba mirándome abiertamente a los ojos. —¿Quiere saberlo? La marcha de los mosaicos sí me sorprendió. Supe ya que no confiaba en mí, nunca había confiado. Me había dicho una mentira, que le costaron dos mil pesos por allá por Caibarién. Me enseñó incluso los papeles acuñados para tranquilizarme. Sí, esta es una zona muy baja, sin el piso fue horrible la inundación con el aguacero del domingo. Aventó con un trozo de periódico las brasas en el fogón. Se quedó mirando la olla que había acabado de poner al fuego. Soplaba el aire desde el norte y trataba de contenerlo con un pedazo de cartón. No intentaba ocultar su desamparo. El teniente Gálvez nos interrumpió con su habitual delicadeza. Necesitaba precisar algunos detalles sobre el marco solitario, ajeno, acusador, obstinado en resistir solo aquella contraofensiva del tiempo. Le dijo a la mujer: —Nos vamos. Mañana vendremos otra vez. Es un caso delicado. Necesitaremos tomar algunas muestras, precisar lugares de procedencia, almacenes, talleres, escuchar su declaración detallada. La mujer me miró nuevamente a los ojos, apelando a todo su poder de persuasión. “Mañana hace cincuenta días que dejé la casa de mis padres y vine con él, teniente. Mi padre no quería”. El teniente Gálvez tardó en darse cuenta. Pero luego se rió bajito, socarrón y acomodó los papeles en el portafolio. —Los viejos tenemos ese olfato. Deme la dirección de su padre. Le concedí la razón al teniente Gálvez. Le agradecí su ofrecimiento de adelantarme en la moto. Lo esperaban en el puerto, no paraban, día y noche, otro asunto muy complicado, de tres contenedores procedentes del Japón. Acompañé al teniente Gálvez hasta la calle. Cuando me volví, vi por entre el marco de madera, mudo testigo, que ella ya no nos miraba, que había empezado a doblar cuidadosamente su ropa, a colocarla junto al maletín abierto.

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CafĂŠ Cubita

Blanca Blanche


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ada cual hace su cuento, su versión... ¿ya? Su Historia; la de ella, te digo es por donde quiera que la enfoquen, la misma. Peor, y Dios me perdone, es que hubiese seguido soñando con lo que en realidad no fue, no pudo ser: ni antes, ni después, ni nunca. ¿Para continuar en lo mismo? No tienen sentido así las cosas. Claro que terminar de esa forma es —me imagino— bastante doloroso. Él no debió, se le fue la mano, exageró... lo que no entiendo, lo que no alcanzo a comprender es cómo pudo llevarla arrastrada desde su casa a la estación. ¡Son unas cuantas cuadras! ¿Cómo pudo ella llegar viva después de tantos piñazos y patadas? Los forenses afirman que sí, que el primer golpe del tren la mató. Mi abuela siempre decía que la muerte tiene sus virtudes, nos libera de algo. Por lo menos la pobre salió del tipo; muchos, muchos años aguantándole de todo, sin poder hacer nada en lo absoluto. Soñar y soñar. No hay otra cosa que nos haga tanto daño, a nosotras, como esa. ¿Me llamaste para esto o lo del vestido? Sí es lo del vestido, ni cortarlo pude. Después de una noche entera consolando a la niña, a la madre, al padre que no paraban de dar gritos; haciéndoles café y sirviéndolo también. No se me baja la hinchazón de las piernas. Por cierto, sobró un poco y me lo traje para la casa. Pasa por acá hoy y te cuento, con más detalles. Malísima que tengo la cabeza: con todo este 125


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trajín a lo mejor mañana algo se me olvida. El café es del bueno, del buti de verdad. Lo mandó el otro; ni se atrevió a portarse por la funeraria, le daría remordimiento de conciencia. Bien que lo conozco. El muerto al hoyo y el vivo al pollo... mandó el café y se limpió las manos. Se mató o la mataron. No sé bien. La cuestión es que está muerta. ¿Lo sabes, te lo dijeron, te enteraste ya? Se iban a ir juntos, sí... él recogió todo y me lo gritó en mi mismísima cara cuando lo vi de nuevo en la puerta. Porque los hombres recogen y se van, pero tarde o temprano los ves otra vez ahí, parados en tu puerta. Cuando lo vi con aquella cara tan pálida, las manos que le temblaban y el corazón a querer salírsele del pecho, me tiré en sus brazos, le aclaré que no me pidiera perdón, que estaba perdonado. Me partía el alma verlo; empezó a llorar. Imagínate, yo ni sabía qué hacer. Inventé, por supuesto, que sabía. Cada lágrima se la sequé con la punta de mi sayuela. Lloré un poquito también para acompañarlo en su sentimiento, pero un poco: no se debe mostrar una despiadada, pero tampoco debe... agua fría me pidió y le traje un vaso lleno, el cristal quería partirse de lo fría que estaba. Puse la cafetera. Volví a secarle las lágrimas. Lo ayudé a quitarse la camisa, entripadita de sudor. Estaba parada frente al escaparate, con el perchero en la mano para poner la camisa y llevarla a orear al balcón, cuando lo soltó completico, sin respirar, de sopetón. Hasta ese momento yo había presentido que algo malo había ocurrido, que por gusto no lloraba... pero de que la desbarató el tren, eso —te lo juro— que por mi cabeza ni pasaba. Tú no sabes la cantidad de velas que encendí desde las tres de la tarde, cuando salió por la puerta, hasta las cinco y media, que era la hora de salir el tren para Santa Clara. Gracias, virgencita, era lo único que a mi mente venía... no lo permitió, no dejó que me quitaran el marido. Tú me conoces, sabes lo humana y servicial que soy, incapaz de alegrarme de la desgracia ajena, pero quien se lo busca lo encuentra. Ya él se cansará de llorar. Desde que se tomó el café se tiró en la cama y no ha dado en sí. Ni lo molesto. A la funeraria —para que veas quién soy— le envié a la familia de la difunta una caja llena de café Cubita. No quiero que piensen 126


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que él es un tacaño o un desgraciado. No me da la gana que piensen así de mi marido... escúchame, averigua todo bien, hazme ese favorcito. Quiero enterarme con lujo de detalles. No me llames tú: en cuanto pueda yo te doy un timbrazo. Parte el alma verlo como está... pero le estoy preparando una sopita de pollo que levanta hasta a los muertos. ¡Me quito el nombre si no lo encamino otra vez! Esa marca de café es buena, ¿eh? ¿Le gustará a la familia de la difunta? Como me han dicho que no es más que presentación, que sabe a agua el café ese. Averíguame eso también. No, no está. (...) No lo sé. (...) No sé tampoco. (...) Tampoco sé. (...) ¡Noooo! (...) Está bien. Se lo digo. (...) No, no lo olvido. (...) Sí, estoy bien. Gracias. (...) ¿Algo más? Bueno. (...) Que sí. Hasta luego. (...) Nada dejó dicho. (...) Ningún papel dejó. (...) Durmiendo. (...) ¡Sí, a esta hora! ¿Tú nunca has dormido a esta hora? 127


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(...) De vacaciones. (...) Sí, todavía trabajo allí. (...) Estoy de vacaciones ¿Cómo voy a saberlo? (...) No habían entrado ni juntas, ni gomas. (...) Te aviso con ella. (...) A Santa Clara. ¿Te dijo? (...) Pero se rompió el tren. (...) Mala suerte, sí. (...) En las próximas vacaciones. Es posible... Me parece una tremenda estupidez que gastes tu tiempo en estar buscando un buen abogado. Ni bueno, ni malo. No lo necesito. No la empujé. Nada le hice. Estaba lloviendo a cántaros. Ella se puso a correr por gusto, para zafarse de mí. Lo único que yo hacía era abrazarla. Estábamos muy pegados al andén. No vio el tren. Venía el tren... se resbaló o se tiró. ¿Cuántas veces te lo voy a explicar, mamá? ¡Coño, ella me parió una hija! ¿Cómo la voy a matar? Yo le había dado algún empujón discutiendo, pero no pasaba de ahí. Tú sabes lo falta de respeto que se ponía. A los hombres no se les trata mal, mamá. Fui a buscarla. Yo soy un ingeniero, un hombre. ¿Cómo le voy a mirar la cara a la gente al otro día? Fui a buscarla, no a matarla. Ese imbécil le llenó la cabeza de boberías. “La vida es bella, no horrible como me la haces tú”. Esa mierda me dijo, mamá. Pero de ahí a que yo la empujara a la línea para que la hiciera picadillo el tren... de ahí a que sea un asesino va mucho, mamita. Tú me conoces. Sabes que soy un buen trabajador. Lo buen estudiante que fui. Buen padre, buen hijo, buen marido. ¿Cuándo yo había empujado a una mujer? Nunca; 128


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pero ella era loca, excéntrica, atravesada. Fue ella la que me convirtió en un monstruo. Un poco más y por su culpa caigo en la cárcel. Soy inocente, mami. ¡Confía en lo que tú pariste, coño! Volví a salir. (...) Yo no la vi. (...) Tomo diazepám, nitrazepám, benadrilina... lo que me da la gana. (...) Díselo a la policía, a quien tú quieras, pero no llames más. No me jodan tanto la vida. ¡Déjenme dormir! Ahora me toca a mí. Ya me cansé de oír tus barbaridades. Mi hija no era ninguna cualquiera, ninguna puta como le has dicho a todo el mundo. Un poco ida del aire, de la realidad... pero ni hablaba mal del gobierno, ni era puta. Y si hablaba lo hacía aquí en la casa. No sé de donde inventaste todo eso. Su marido —el degenera’o, hipócrita ese— le dio golpes sí, él le daba por cualquier cosa. Mi niñita era bocona, le costaba morderse la lengua, no se callaba. Pero eso se llama dignidad, de la verdadera. Ay, ¿pero para qué te menciono la palabra?, si tú no sabes ni remotamente lo que quiere decir. Nada más que sabes lo que te dicen por la televisión. Se iban a ir, intentaron hacerlo porque nunca pudo sacar al ingeniero de su casa, la tenía amenazada. Tanto que se enamoró de tu marido y él de ella ¿oíste? No era una aventura. Fueron a coger un tren para huir él de ti que eres una bruja maldita y ella del otro salvaje. Y te digo más: al final se fueron. Tú no pararás en la calle —comprándole pollitos y cosas ricas para que se olvide de ella— pero su pensamiento está en el cementerio, donde mi niñita está también. Y para que te enteres: me mandó un paquetón de café Cubita a la funeraria. Eso hizo tu marido. ¿Qué te parece? Atiéndeme y no hables nada. Las líneas están tomadas. Dice la gente que está la Policía oyendo todo lo que uno habla. La mujer del amante de la difunta —que en gloria esté— me tiene loca llamándome cada cinco minutos. Que si algo nuevo. Que si se lleva129


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ron preso al otro. No me deja vivir. Ahorita todos los del barrio caemos presos. Ella tiene miedo, no para de comprar comida para el marido y para los santos, y velas, y dulces. Tiene miedo. Se comenta que al final la difunta se arrepintió de irse... y él se le atravesó en el camino... y el marido lo empujó... y él también empujó al marido... y ella se cayó... y entre los dos la mataron... y no había ni un tren por todo aquello... y como estaba lloviendo y dio la casualidad que un tren llegaba y pitó. En definitiva tú no hables nada. Mañana voy a probarme el vestido. Te explico mejor. Déjame café. Hasta han dicho que como el otro es ingeniero ferroviario y trabaja arriba, en las oficinas, puede que le haya pagado al que deja caer el palito para que cuando el tren pasara no lo dejara caer. ¡Tremendo enredo! Adelántame el vestido... y no te preocupes tanto. Tú verás que es inocente. Yo sé que en el fondo todavía lo quieres. ¡No me importa! ¡Ya, que se entere la policía, que lo oiga! Si el mundo completo se entera tampoco me importa. Necesito desahogarme. Sí eres o no el culpable de su muerte, o no lo eres y fue el marido o el tren quien la mató, o el destino porque así estaba escrito, ¡nada hace peso en mi conciencia! No es mí a quien le toca la justicia. No vayas a colgar el teléfono otra vez. Por Dios te suplico. Tres veces con ésta intento que me escuches. ¡Basta de evadirme! Todavía te quedan vacaciones. Todavía tienes tiempo. Tienes que huir de todos modos: ya no podrás quedarte. Ella está muerta. Yo viva. Sube de mi mano a ese tren. Vamos juntos a amar. Tenía mucho que coser aquella vez que me lo pediste. ¿Recuerdas? Ahora también tengo muchos encargos. Nada ha cambiado, excepto —y perdona que te lo mencione— que vi su rostro detrás del cristal de la caja triste de muerto. Destrozado totalmente, pero en el fondo, debajo de los golpes y los moretones, se veía dichosa, doliente, heroica. Sentí envidia mezclada con lástima, eso sí. Mientras una locomotora hala de tu cuerpo fugitivo, una mujer te acompaña. ¿No es ese tu sueño? Estoy sola. A nadie tengo por el momento. ¿Qué podría evitarlo? Soy tuya.

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Terapia de progresi贸n

Anabel Enr铆quez


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M

ira tus pies… ¿Llevas calzado? Bajo los párpados los globos oculares se agitan, descienden. —Botas, altas… y con una especie de ¿grebas? —Descríbelas. —Parecen suelas magnetizadas… Sí, las botas me afianzan al suelo… —¿Cómo es el suelo? —Sintético… de ferrolinóleo. Así lo llamamos. Leve distensión de labios, inspiración profunda, gira suavemente la cabeza descubriendo detalles de su estancia mental. El cuerpo laxo, relajado, reporta a los sensoramas ondas eléctricas típicas del trance de progresión a vidas futuras. —Estoy en una especie de nave exploradora. —¿Hay alguien más contigo? Percibe decepción. Otra vez decepción. —No…Nadie —suspira—. Es mi turno de guardia. —¿Puedes ver algún nombre o logotipo que identifique la nave? —Estoy frente a un panel lleno de diagramas. No veo monitores, ni pantallas. Basta que roce con mis dedos las áreas dibujadas y recibo la información. Hay signos de un alfabeto ideográfico en el cabezal del tablero… kanglish, se llaman… —¿Puedes leerlo? 133


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Un gesto despectivo disuelto en otra sonrisa. —Claro que puedo leer. Soy Doctor en Ciencias Cuánticas, y el segundo al mando de… Contracción violenta de los músculos faciales, el aire escapa en un áspero silbido, las manos intentan proteger la cara de una amenaza indefectible. —¡Mi cara! Algo estalló… ¡Estoy ardiendo! —solloza. Lo sacuden leves espasmos. Y deja de moverse. Un segundo después declara parsimonioso. —Estoy muerto… Calcinado. La nave devastada por una eyección de plasma. —Flota sobre tu cuerpo… —la indicación de siempre. Y la misma pregunta—: ¿cómo te sientes? —Tranquilo… Sin dolor… Será una bonita nave hasta ese momento. *** Yo habría renunciado al don de buena gana. A fin de cuentas mi alcance era de apenas dos o tres horas. Con una precisión del 73% no me habrían empleado en otra cosa que no fueran tareas prácticas, acciones militares del tipo “¿cómo evitar ese torpedo que van a disparar dentro de cinco minutos?”. Aburrido. Además, soy pacifista por naturaleza. Habría sido como vivir en un constante dèjá-vu. O un dèjá-verrai. Pero, a todo se adapta uno. Incluso me adapté a que un día nos trataran como superdotados y al otro como trastornos generalizados del desarrollo. Así que algún día… Algún día yo debería adaptarme a estar sin Kate. Kate siempre fue especial, anticipaba como ninguno de nosotros. Francis tenía, o todavía tiene, un span de casi dos semanas con una efectividad del 55%, lo que significa que era capaz de anticipar poco más de la mitad de accidentes de tránsito, actos terroristas y descubrimientos astronómicos de los quince días siguientes. Yavana, con seis veces ese alcance temporal, acertaba solo en un tercio y algo más. También su coeficiente de perturbación era mayor, pero incluso un índice de efectividad del 35% era 134


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muy bueno: la especialidad de Yavana era el clima. Y eran los mejores, hasta que llegó Kate. Un traslado desde el ala izquierda del Instituto, del grupo de los sensoperceptores —o transferidores, como les apodamos con desdén—. Por unos días nos parapetamos en la suspicacia y el hosco rumor promovido por el miedo de sentirnos mentalmente desnudos. Pero Kate nos conquistó a todos con su fraterno anillo único (siempre he creído que a pesar de los exámenes negativos que rindió en el ala izquierda sí tenía el don para la sugestión de masas y la hipnosis colectiva) y terminó por liderar el grupo de anticipadores, que era tal solo porque Kate, con su 88% de eficacia, formaba parte. Formaba parte de la vida de todos. Y un poco más de la mía. Cuando disolvieron los institutos de enseñanza paranormal, cuando de ser los futuros héroes pasamos a ser la crápula elitista que corroe una sociedad baluarte de equidades, nos dispersamos por el país… y luego fuera del país… y algunos fuera del planeta. Como Yavana, quien pasea exposiciones itinerantes con su poética post-apocalíptica —y su capacidad para anticipar cataclismos perfeccionada en años de entrenamiento personal— por los atolones del Pacífico. O como Francis, trabajando para la NASA en sus conspicuas oficinas lunares, anticipando alteraciones en los cinturones de Van Allen. Yo solo anticipo muy de cuando en cuando en la bolsa de New York. Para evitar que me haga millonario un 27% de error ha sido suficiente; junto a ese error garrafal, el error del 100% que es mi vida. Por eso renunciaría con gusto a este don, a esta capacidad de anticipar que otros consideran bendición divina, solo por volver a besar a Kate. Porque he buscado ese beso en tantas bocas y ellas llevan siempre al hastío, a la vacuidad, y por dos veces a sonados divorcios que dejaron casi en cero las cuentas bancarias de mis eficaces anticipaciones. Pero Kate sigue invisible. Quizás oculta bajo un apellido de casada que no logro encontrar, que no he buscado lo suficiente —o que me niego a suponer—; quizás, bajo una existencia anodina autoimpuesta como hicieron muchos para ahogar la diferencia y adaptarse; quizás, Kate no existe. Y es esa ausencia imposible de 135


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llenar la que ha trazado por meses los contornos de este plan absurdo. 2 —Niebla… Espesa y pegajosa… El suelo es fangoso; la hierba, morada… Llevo un traje de rastreador algo gastado, filtros de aire, un contador Geiger que grita los riesgos de atreverse sin protecciones por este lugar. —¿Sabes dónde estás? Su frente forma arrugas horizontales bajo el esfuerzo del ¿recuerdo? —Estoy explorando… No, no sé cómo se llama este lugar. Pero hay algo demasiado familiar en él. He estado aquí antes. —¿Ves alguna persona, otro ser vivo cerca de ti? —No hay nadie. No hay nadie más en este lugar… —otra vez la decepción—. Hierba morada, tierra oscura y niebla. —¿Quieres avanzar hacia el final de esta vida? —Espera… Hay algo detrás de la niebla. Hay una luz. Una luz dorada, las brumas se dispersan. Es… Estoy… —¿Muerto? Asiente. —Ni siquiera sentí cuando llegó, indolora, súbita, supongo que es la mejor de todas las maneras… Además —suspira pesadamente—, no había mucho que ver. Parece que será una vida estéril… Y calla. Es lo mejor, porque la remembranza del presente lo sacaría del trance. —¿Quieres descansar o continuar? —Quiero seguir adelante —insiste tercamente. *** ¿Qué probabilidad hay de encontrar una aguja en un pajar y conseguir después que un camello pase por el ojo de esa misma aguja? Ninguna: lo primero es un improbable, lo segundo un 136


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imposible. Poco menos que eso sería el que la terapeuta de progresión más importante del área, a quien he decido acudir para remediar definitivamente el trauma de mi amor emancipado del tiempo, la doctora en neurofisiología comportamental Karen Érmus —cuyo prestigio mundial me hace tentar la cuota de desgarraduras que hará en mi una ciudad a la que hace mucho dejé de pertenecer—, y Kate, mi Kate, fueran la misma persona. Y lo son. Como escribía un viejo autor de ciencia ficción que ella adoraba en su adolescencia: que digan que la puta diosa ironía no gobierna el universo. Tres cosas en menos de hora y media: recuperarme de la sorpresa al ver el 2D en la contraportada de sus dos últimos libros sobre la terapia de progresión, devorarlos de prisa, replantear mi plan de vida. Replantearlo todo en lo que dura mi vuelo desde Boston y el resto del viaje por carretera. La vida privada de Kate —Karen, desde que en la isla inventariaron a los paranormos en el 28 y les dieron nuevas identidades— apenas se trasluce en los archivos digitales que examino buscando pistas entre montañas de conceptos clínicos. Encuentro una referencia a la elección de este modo terapéutico, heredero del antiguo método de Brian Weiss, “por razones muy personales” que no explica. Pero yo puedo aventurar cuáles: su soberbia capacidad de anticipar y su intuitiva forma de conducir a las personas a los mejores sitios dentro de ellos mismos. ¿Hijos, esposo, pareja, planes inmediatos? Nada. Así que en cuanto me hospedo en la ciudad, esa ciudad extraña y cercana, saturada de pasado y negada al futuro, marco los dígitos de su móvil. Y las primeras palabras —las de ambos— son torpes, entrecortadas, palabras que no saben qué encubrir y qué expresar. Y nos miramos en las pantallas, reconociendo viejos gestos, cicatrices, lunares... ¿Entonces, viniste?, dice y se me escapa el significado exacto de esa frase que enrarece el aire de toda la ciudad. Pero ella lo vuelve respirable con una andanada de preguntas concretas, convencionales, de fácil respuesta. Hablamos por casi dos horas, tratando de actualizarnos con esas pequeñas privacidades que admiten publicarse entre dos antiguos y cercanos 137


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conocidos. Y tu vestido violeta… tenías un vestido y un amor, ¿recuerdas? Y ella: ¿el que cabía en una nuez? Reímos. Y seguimos repasando el añejo pentagrama de nuestros recuerdos. Y saltando por las rutas de amigos de entonces, perdidos en los mapamundis, cartografías galácticas y cartas astrales. ¿Y cómo es que sigues en este lugar, Kate? Todos nosotros, todos, desperdigados por cualquier lugar donde la bota humana grabó su huella y tú… ¿En la misma ciudad, y con la misma gente?, dice enigmática o burlona. Volvemos a reír. Intercambiamos contactos. Ella me envía 3D de su familia: esposo (la razón del nuevo apellido: Érmus), hijas (la belleza de su madre doblemente replicada), mascota (un spaniel champán que me hace recordar al viejo labrador que dejé al cuidado de un amigo en Boston). Le hago llegar las mías: de muchos viajes, por todo el planeta, por Marte, por el Anillo Orbital Ecuatorial. Una junto a Francis en las instalaciones lunares… Francis está gordo, me dice divertida. Sí, ya sé, ya sé, me apuro en justificar mis 85 kilos. No todos pueden hacer que el tiempo no pase por ellos, Kate; mantener el peso, la voz, la sonrisa exacta de la adolescencia —digo sin interés de lisonjear, sinceramente—. Tal vez la clave era mantenernos en el mismo lugar como lo has hecho tú. ¿Crees que lo hice, o lo hago por eso? —y asumo que se refiere al Inventario de Paranormos, el que no pudo evadir y que limitó su posibilidad de asumir una nueva nacionalidad. Algunos como Yavana, Francis, y yo dejamos el país antes de esa fecha, nunca supimos lo que pasó con los que quedaron aquí. La mayoría. Me entero que los que luego quisieron permiso de salida tardaron diez años en conseguirlo. Pero ella nunca lo intentó, y añade—: Alex, sí estoy envejeciendo como todos, quizás más rápidamente justo porque estoy aquí. Voy a ripostar, pero sus niñas: las alergias o las pesadillas, reclaman su atención. Mejor acordamos una cita —dice, y el corazón me da un vuelco—, en mi consulta, claro… para el jueves —comprueba en una agenda—, a las cuatro. Asiento y le mando un tímido beso digital antes de desconectar. Kate es la misma, no solo físicamente es casi exacta a como la recordaba; es casi exacta en su contención, en lo correcto y orde138


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nado de su vida. Comprendo que mi plan inicial, el que existe mucho antes de saber que Karen Érmus y Kate, mi Kate, son la misma persona, sigue siendo el único plan posible. Miro a través de mi ventana la ciudad, que no es la misma ni tampoco su gente. Y el tiempo es de látex ultrarresistente, y se estira con indolencia hasta el día del reencuentro. 3 —Esto no es ningún lugar… —tenue sorpresa—. Quiero decir, estoy en un sitio que parece aislado del tiempo. —Estás en un punto entre dos vidas… Puedes avanzar si lo prefieres, o explorar el lugar. —Hay tanta paz aquí. Como si realmente supiera. La hierba, el aire, el sonido de las aves… Hay una fuente, una fuente de mármol. Me acerco a ella… El agua es purísima. —¿Bebes del agua? Niega suavemente. —Hay una inscripción labrada en el mármol. —¿Puedes leerla? Él sonríe. En los sensoramas que replican cada señal cortical, decodifican y muestran imágenes mentales de la progresión, la fuente ocupa el primer plano. La fuente y la inscripción: “Agua de la Sabiduría solo sed de Amor complacería.” La terapeuta cierra los ojos. Pero el hombre bajo el trance no la ve temblar. Él acaricia el borde rotulado de la fuente y la deja fluir. Un minuto después abre los ojos tras la cuenta regresiva que lo devuelve al presente. *** No es que me sienta físicamente cansado, incluso conservo la ligereza que me ha inducido Kate durante la relajación, pero no estoy satisfecho. En la panopantalla sigo la compilación vertiginosa de mis progresiones. Con sensoramas en la época del instituto 139


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los registros de las anticipaciones habrían sido mucho más exactos. Entonces se limitaban a nuestros subjetivos relatos y al registro de las variaciones de ondas thetas y ondas P, activadas durante el trance, usando las viejas tomografías eléctricas cerebrales. Kate graba mis registros a un mnemochip, lo coloca dentro de un sobre y me lo extiende. —Todas tus progresiones de hoy, para que las repases en casa si lo deseas… Asiento mientras tomo el sobre, manteniendo mi mano a pocos centímetros de la suya, como si un simple roce pudiera quemarnos. Todavía no creo que el reencuentro fuera ese intercambio protocolar, amable y aséptico; sin un beso, sin un abrazo, sin un apretón de manos. Muy en el fondo, sé que debe ser así. Pero en ese fondo hay muchas otras cosas que se niegan a continuar ahí. Y emergen. —Varias veces, Kate, aunque recuerdo bien todo lo que vivimos, me he preguntado por qué terminamos… —Schröedinger— musita ella. Y la miro extrañado. —¿El gato de Schröedinger? Ella asiente. —Existíamos como pareja, hasta que se nos ocurrió observarnos. Entonces dejamos de serlo. Así de simple. Así de simple. Veinte años perdidos por cuenta de un maldito gato… o del colapso de la función de onda que, para el caso, me consuela lo mismo. Kate alza la vista y me observa, y por un instante creo que voy a desaparecer, a ser colapsado por el escrutinio de sus ojos. —Sabía que vendrías. Ahora yo la miro mientras me embarga la conciencia de mis inútiles precauciones. Cuando franqueé la puerta de su consulta anteponiendo la mezcla exacta de emociones que disimularan estos años de extrañarla, inventarla en otras, llenar el tiempo con toda suerte de complicaciones; cuando hablo ahora, mostrando falsas cicatrices para disfrazar las verdaderas, inventando una distorsión a lo inevitable, Kate ya sabía —con un 88% de eficacia— que vendría a verla. 140


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Ella, como si escuchara mi desconcierto o tal vez justo porque no lo escucha, se apura en añadir. —Entonces, mientras comíamos pasteles y lanzábamos las migajas a los gorriones del parque, cuando habíamos dejado de ser novios, pero seguíamos pretendiendo ser amigos, no tenía ni idea de por qué estaba anticipando este futuro… —suspira y clava en mis ojos su mirada febril, ¿ansiosa?, ¿inquisitiva?—. ¿Por qué estás aquí, Alex? ¿Por qué entre los tantos futuros posibles? Veinte años después de aquel día. ¿Veinte años? Casi susurro. ¡Veinte años! En el instituto Kate había realizado anticipaciones de hasta un año y medio, sin afectar su inmarcesible índice de efectividad. Pero yo sabía entonces que podía llegar a tres años desde aquel susurro en la tarde, cuando mi mano buscaba la de ella entre la hierba dúctil, y aferraba sus dedos como si fueran tallos delicados de flores silvestres. Mirábamos el ocaso sobre el cerro en cuyas faldas se alzara el Instituto. “Todo lo que conocemos va a desaparecer, Alex”. Sonreí y con aire pedante intenté acusarla de retórica, pero ella añadió: “En tres años”. Entonces capté el brillo violáceo en sus iris ámbar, que no se debía a los tintes de la tarde, sino al estado de trance de la anticipación. “La escuela, el proyecto, el futuro que auguran para los paranormos… terminará”. Sus labios temblaban cuando precisó categórica: “Resolución 23-405 del 24”. La atraje hacia mí y la besé con fuerza, con furia, quizás con desesperación. La besé para que callara, para que saliera del trance, o tal vez porque éste la hacía más deseable y bella. Cuando descendimos tomados de las manos por el camino hollado a golpe de fugas crepusculares, cargábamos el peso de una sentencia horrible. Sentencia que habíamos acordado, tácitamente, no decir a nadie. Por meses deseé que aquel trance fuera un “falso positivo”, o que Kate hubiera perturbado lo suficiente. Tenía motivos para la esperanza, porque en el Instituto nadie había anticipado una fecha exacta más allá de los nueve meses. Y si ocurría, tal vez no sería en tres años, sino en diez. O no sería exactamente de esa forma. Pero 88% es demasiada probabilidad. —¿Qué buscas en las progresiones? 141


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Me permito mentir, al sonreírle y al contestarle. —Busco una continuidad. Una razón que le dé un sentido a mi vida ahora, sabiendo que este cuerpo no será el fin, ni ha sido el principio… Algo que alivie mi ansiedad de creación, Kate… Convencerme de que seré útil después… Es ella quien sonríe, irónica, divertida. —Te leíste mi libro… —y añade—: Eres un cabrón mentiroso. Me relajo un poco, y creo que ella también. Entonces me autorizo a ser sincero. —Te busco. Arquea la ceja izquierda en ese gesto tan propio y me alegra que no lo haya perdido. —Cuando perdí la esperanza de encontrarte, Kate. Cuando me pareció que ni Vía-Net, ni los escaneos satelitales, ni los caracoles y cocos de los brujos de la Florida me revelarían tu paradero, decidí buscar consuelo en el futuro. Me mira, los ojos muy abiertos; luego se tornan tristes, o compasivos. —¿Consuelo en el futuro, Alex? Pero su conmiseración no me acalla, ahora que se me ha abierto un boquete en el alma y mis entrañas se derraman por él. —Tal vez en alguno de ellos volvería a encontrarte. Y si hay un solo futuro, una sola posibilidad de volver a encontrarnos en esa otra vida, pondré fin a ésta inmediatamente para atenuar al máximo cualquier perturbación. Los párpados de Kate aletean como estrellas temblorosas. Se levanta y camina hacia su buró. Mientras ajusta la iluminación y el contraste de una 3D de las niñas recupera su tono profesional, su compostura, su rol de esposa-madre-terapeuta impoluta. —Seamos sensatos, Alex. No sé qué es lo que funciona en esta terapia, si los deseos de las personas que construyen en el subconsciente una escena acorde con sus filias y fobias, o si soy yo quien induce ese estado. Tengo prohibido anticipar y trato de no hacerlo. No solo por cumplir las reglas, sino porque no quiero. Pero también sé que puedo hacer transferencias de estados mentales, lo sé desde que estaba en el Instituto… pero me caían muy mal los 142


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transferidores… —me aclara a modo de excusa por no haberme confiado su secreto entonces, pero yo me limito a sonreír satisfecho de comprobar lo que siempre supe. Kate bordea el escritorio y continúa en tono didáctico, en impenetrable pose de conferencista—. Tal vez soy quien está transfiriendo mis propias anticipaciones de sus vidas, que igual pueden estar afectadas por un coeficiente de perturbación de miles de años que… —La gente se cura, Kate… ¿es tan importante cómo funciona? —intento desarmarla con sus argumentos, los de sus artículos. —¡Claro que importa, coño! —golpea con furia la madera. Me sorprende la pasión en su voz, de repente ronca—. Por años he tratado de hacerle entender a la gente que el mañana solo puede ser importante cuando se vuelve presente… Trato de que se curen en el presente, que se alimenten de presente, y que dejen de pensar en el maldito, indefectible y escurridizo futuro que solo será importante cuando sea hoy. —Pero la gente necesita proyectarse hacia el futuro… —he perdido la perspectiva de este diálogo, porque ella lo controla ahora y no sé hacia dónde va. —Cállate, Alex —su voz es más grave y las lágrimas han comenzado a escurrir de sus ojos de estrellas—. Que tenga que explicarte a ti, el daño que hace ver… el daño que produce husmear en el tiempo por venir… Varado en ningún momento… siendo siempre parte del nunca… Siendo solo recuerdos del mañana… — me mira con vehemente decepción y su voz se quiebra al terminar la frase—. ¿Y tú quieres morir para vivir después? No quiero morir, Kate, quiero vivir contigo… pero si el precio de eso fuera esta vida… pienso y callo. Mis palabras resuenan dentro de mi cabeza como pueriles pataletas de adolescente, insustanciales, estúpidas. Pienso en Nietzsche, que sugería vivir de modo que llegues a desear vivir otra vez, “porque uno revivirá de todas formas”. Y creo que ni él podría justificarme. Porque Kate sigue llorando frente a mí, un llanto que parece guardado por siglos, y yo no me atrevo a tocar sus manos donde un anillo de compromiso repele como un resguardo; sus manos como tallos de flores silvestres que ella cruza y descruza y lleva 143


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hasta su cara para regarlos con las lágrimas que intenta escurrir inútilmente. —Tú has pasado veinte años intentando borrar el pasado… Yo he pasado veinte malditos años, intentando olvidar el futuro, Alex. Porque cuando anticipé el día en que vendrías, que cruzarías una puerta y volverías de algún modo a mi vida no sabía cuándo exactamente sucedería. No sabía si pasaría en ocho años, en doce… No sabía si era un “falso positivo”, o si había perturbado demasiado. No podía pararme y esperar. Pero así he vivido, Alex, día tras día, detenida en ese instante; sabiendo que tú ibas a cruzar esa puerta y el mundo se pondría de cabeza. Y ahora eres presente… Mi presente. Y no sé qué hacer contigo porque resulta que no cabes en él. Y el llanto de Kate llueve un apocalipsis sobre mi desesperanza, como una fuente de la que mana toda la sabiduría de este instante-infinito. Cuando el mundo se derrumba, se hace polvo ante los ojos en un definitivo holocausto personal, cuando entiendes con cada célula, con cada átomo, que tu sistema de creencias —integradas, sistematizadas, convertidas en axiomas— es pura mierda, lo sabio es dejar que estallen novas, que reviente el universo… Volverá a componerse, de algún modo. Cada cosa buscará sitio, en un nuevo orden —tal vez tampoco sea el correcto, pero se admite el beneficio de la duda—. Al fin de cuentas el tiempo es una rueda inmensurable y nosotros las ardillas que la hacemos girar corriendo adentro. Me levanto del asiento y camino hacia Kate. Tomo su mano, la mano engarzada en el anillo, y los tallos húmedos se aferran a mis dedos, sacudiendo recuerdos eternos. La miro a los ojos, enrojecidos por el llanto, donde no he visto latir desde hace mucho ningún presagio violeta. Vamos, digo sin pronunciarlo. Ahora. Cruzando el umbral tomados de las manos, en tácito acuerdo, el dèjá-verrai se desata ante mis ojos. Una efímera chispa violácea que ella no alcanza a ver, pero que me hace vibrar desde el aura hasta los huesos. En minutos, acaso dos o tres horas, hay al menos un 73% de probabilidades de que esté besando los labios de Kate.

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Cuesti贸n de tiempo

Leonardo Gala Echemend铆a


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A Philip K. Dick

U

n gato… nieve… una pintura en un cuadro… —el hombre frente a mí endurece la mirada—…una pieza de porcelana… un perro… —Puede continuar —interrumpe su compañero. Extiende la mano, y toca a otro transeúnte. Lo detiene. El hombre frente a mí me dedica una última mirada. No, no es de amenaza. Simplemente, ya no saben mirar de otra forma. Vuelvo a colocarme las gafas oscuras. —Gracias —digo. Y me marcho sin esperar respuesta. —Documentos —les oigo pedir al nuevo interpelado. Me alejo mientras repiten con el recién detenido su rutina. Documentos… cacheo… contacto visual… tarjetas al azar, alternándose en la mano de uno de ellos… El transeúnte comienza a responder, bajo la presión de los ojos que lo escrutan fijo. —Un… un guante de terciopelo… un florero… Mejor apuro el paso. Era más fácil antes. Antes de este diluvio de precogs, quiero decir. A uno le hacían llegar su próximo encargo: digamos, cierto anticuario. Uno llegaba a la tienda de antigüedades. Entraba como un cliente más. Hacía tiempo, tal vez al lado de aquel flore146


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ro sobre ese pedestal de mármol. La campanilla de la puerta avisaba cuando la señora gorda decidía volver a la calle, lamentando no haber tomado antes esa pieza de porcelana. Uno se acercaba con la pequeña pieza de porcelana que no cogió la señora gorda en la mano. La ponía sobre el mostrador, el índice apuntando. Aceptando. Uno esperaba a que el viejo anticuario terminara de envolver, y sólo entonces se abría el abrigo, como quien iba a sacar del bolsillo interior la abultada billetera. En vez de eso, uno extraía la pistola con silenciador. Uno disfrutaba la cara de indefensión del anticuario al ver el arma. Uno disparaba. Luego se escondía la pistola nuevamente en el bolsillo, el cañón aún caliente, el silenciador ya separado. La campanilla de la puerta tintineaba cuando uno salía, con algo de premura. Uno se alejaba, mientras esa joven mujer que venía por la acera decidía entrar. Uno sentía el guante de terciopelo presionando con suavidad la puerta, la silueta entrando, la campanilla despertando otra vez. Uno corría, se montaba en el carro. Nadie veía nada. Uno cumplía con su encargo… Ahora no. Ahora, si uno llega a la tienda, si uno es capaz de hacerse a sí mismo atravesar la puerta de la tienda, uno morirá a manos del anticuario. Ahora, el anticuario guarda un arma para uno. El anticuario ahora ya sabe que, después que la señora gorda salga, el cliente que quede dentro de su tienda tratará de matarlo. La policía precog ya no puede estar a tiempo en todas partes… pero el dinero sí. Y el dinero del anticuario sirve para comprarle lo que se visiona en las colmenas precogs. Se involucra, por vías nada psiónicas, en impedir lo que pudiera llegar a sucederle… Y si uno entra, si uno se adelanta y toma la pequeña pieza de porcelana antes que la señora gorda, si uno espera al lado del florero a que esta salga, y luego se dirige hacia el mostrador… uno estará perdido. Uno verá al anticuario alzar esa escopeta recortada, de dos cañones, con cartuchos recién comprados. Uno lanzará la pequeña pieza al piso, y se dirigirá corriendo a la salida, sin 147


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pensar, deseando que el anticuario no dispare esa escopeta recortada. Pero el anticuario disparará. Y uno será proyectado hacia adelante, romperá con su cuerpo el cristal de la puerta, la abultada billetera y la pistola con silenciador inútiles por igual dentro del abrigo cerrado. Uno morirá sin cumplir su encargo, viendo como esa joven mujer, que se ha detenido espantada en la acera, se lleva a la boca una mano enfundada en un guante de terciopelo… Sí, cumplir un encargo era mucho más fácil antes. Antes de que esos tríos de precogs en sus colmenas vislumbraran las escenas de los crímenes por ocurrir. Antes de que, evitando a tiempo los crímenes, cambiaran el futuro y nos enseñaran el camino: Uno tiene que dejar a los precogs hacer primero su labor, para luego poder cumplir con el encargo. Los precogs... Estas calles están llenas de precogs, actuando en pareja. Deteniendo transeúntes, imponiendo su breve empatía uniformada sobre terceros al azar. Buscan una víctima, creada por ellos mismos. Cuestión de tiempo, para los precogs. Cuestión de líneas temporales a evitar. Cerca de la tienda del anticuario me han retenido por un corto tiempo… y luego me han dejado continuar. Pobres precogs. Imagino que tampoco sea fácil para ellos. De tanto cambiar el futuro, ya no se puede confiar en él como antes… Al doblar la esquina, veo venir hacia mí a esa joven mujer, tan elegante. Caminando por la acera. Casi al pasar frente a la tienda de antigüedades suena la campanilla de la puerta. Una señora gorda empuja desde dentro y sale, la cara toda sonriente, su pequeño paquete en la mano. Feliz, como quien ha encontrado justo lo que quisiera tener, y lo ha comprado sin dudar. Un auto se detiene frente a la tienda. La puerta comienza a abrirse ante la señora gorda. Tres pasos más, y estaré frente al cristal de la tienda del anticuario… 148


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La mujer de terciopelo, casi sin yo notarlo, tropieza con la señora gorda. El paquetico cae al suelo, suena a metálico, y a roto. A sueño de porcelana roto. La joven entra en el auto, cierra con suavidad la puerta. El guante de terciopelo y la pistola dicen un adiós apresurado (como el hola de no hace mucho) desde el borde del cristal. Todo ha ocurrido rápido. Como en los viejos tiempos… Ante mí, la señora gorda ha caído. Llego justo hasta su lado, evitando el charco de roja pérdida que va cubriendo toda la acera. La veo exhalar, poco antes de ser empujado contra el cristal de la tienda. Un tropel de policías me rodea, y comienza a golpearme. El viejo anticuario sale de su tienda, y se abre paso. No ha sido él, les grita a todos, su rostro entre sorprendido y aliviado. Por fin me sueltan… Un precog se acerca, es el de la mirada dura. Observa detenidamente, como a través de mí. Me volteo y miro. Un cuadro, tras el cristal. Un gato, jugando en la nieve… Sí, era mucho mejor antes, pienso luego, mientras me alejo. Pero igual uno cumple con su encargo.

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Cuadrados

Claudio del Castillo


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H

ace una semana que no duermo. Cada noche doy vueltas y más vueltas en la cama sin que el sueño llegue a mí. Lidia, cada noche también, refunfuña a mi lado y me da de codazos. Solo entonces me estoy quieto, pero no consigo apartar la mirada del óleo que adorna la pared. La luna llena que se cuela por el ventanal ilumina una copia del “Cuadrado negro y cuadrado rojo”, de Kazimir Malévich. La adquirí el mes pasado siguiendo una prescripción del facultativo: Hallará alivio en el arte. Nada complicado para empezar, ¿de acuerdo? Así lo hice. Un fondo blanco cede el protagonismo a un cuadrado negro de tamaño regular y a otro pequeño, de color rojo intenso, más abajo y a la derecha. La pintura no podía ser más simple, ¿verdad? Sin embargo, no bien el muchacho de la galería la hubo colgado frente a mi cama, una pregunta se alojó en mi cerebro: ¿Qué expresa esta obra? Diligente, busqué respuestas en la web; empeño inútil. Rumié el asunto aquellas tardes en que el niño se aburría jugando conmigo a las damas; sufrí un nuevo ataque. Por fin, comprendí que para saber debía interrogar a la obra misma. ¿Qué quieres decir?... ¿Qué quieres decirme?... ¡¿Qué quieres de mí?! Al cabo de un tiempo de obstinado silencio el pequeño cuadrado rojo comenzó a hablarme. Y no ha parado desde entonces. Por eso no puedo dormir. No puedo dormir y temo, porque a mis preguntas responde con otra pregunta: ¿Jugamos a los piratas?, repetida una, cien, mil veces, incansablemente. Cada noche. Cada noche de 151


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esta larga semana, desde que me acuesto hasta que me sorprende el alba. ¿Jugamos a los piratas? En vano he tratado de persuadir al cuadradito rojo de que me falla el control muscular, de que puedo hacerle daño sin quererlo. Su letanía es la invariable respuesta: ¿Jugamos a los piratas? Tú tomas el cuchillo y… Decidido a terminar con todo, le susurro a Lidia: Veré si se ha dormido. Mi esposa no contesta. Sé que últimamente me espía con el rabillo del ojo, pero no importa. Hoy jugaré a los piratas. Recién me han traído el “Cuadrado negro”, del tal Malévich. Pagué la factura en el recibidor y en persona llevé el óleo hasta mi habitación, para que el muchacho de la galería no advirtiera en la alfombra mis huellas ensangrentadas. Lo colgué en la pared, justo a los pies de mi cama. Otro ocupaba ese lugar pero me deshice de él. ¿Qué objetivo tendría conservarlo? De cualquier manera, este sí me gusta. Es un enorme cuadrado negro en un marco de tela blanca. La figura se extiende por casi toda el área, lo cual se agradece. No hay espacio allí para un cuadradito inquisidor, quejica, chillón, rojo vivo, no. Este es negro y es uno solo. Lo contemplo acostado, con mis manos en la nuca. ¡Asombroso! El cuadrado es tan negro que destaca en la penumbra como una mosca en un vaso de leche. Me revuelvo, intranquilo. Lidia no refunfuña. Si está molesta se lo calla. Golpearme no puede pues la tengo bien amarrada de brazos y piernas desde hace horas… ¡no!, días ya. Ahora recuerdo que le he dado de comer un par de veces. La fatalidad me persigue: el cuadrado negro también habla. No, no habla; grita. Más, si cabe, que el antiguo cuadradito rojo. Y claro, mucho más que el otro cuadrado negro, que no pronunciaba letra. ¿Me pregunto si será el mismo? Pero divago. El hecho es que pretendo ignorarlo. Desgarraré mi cara, vomitaré, patearé el colchón, tomaré mis pastillas… Lo que sea, con tal de no oír su reclamo. Un reclamo sordo que llega a mí cual emergido desde el fondo de una cueva. Ese Me ahoga el dolor incesante (monótono tañido de campana que alborota los grillos de mi cabeza...). Fue culpa del cuadradito rojo, le explico muy serio, armándome de paciencia. Me ahoga el dolor. ¿Qué hiciste?... Me incorporo, tambaleante, y cubro el óleo con una sábana. En vano. Su Me ahoga 152


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el dolor sigue ahí, fluyendo a través de los agujeros de la tela; contenido, sofocado, como si estuviera bajo un metro de agua. Ahogándose. Me ahoga... ¡Ahógala! Salto sobre Lidia, con una almohada le obstruyo nariz y boca. —Tengo que asfixiarte. No te resistas. ¿Me habrá escuchado? Lidia forcejea, revelándose potra salvaje. Desorbita los ojos… Bastante hace, la pobre, con lo débil y abatida que está. Consumida por una pena que no alcanzo a entender, una pena que hasta la indujo a agredirme. Al final no tuve opción que no fuese atarla. Sus estertores de gata herida provocan que el batín se le escurra hasta la cintura. Imagino su sexo al descubierto. Y hace tanto que no… Me siento a horcajadas en la almohada, mi lengua desciende para curiosear entre unos muslos que invitan. Escupo. —¡Cerda, te lo has hecho encima! No está funcionando. El aire se filtra por alguna parte. Retiro la almohada y me aplico a la tarea con ambas manos. Lidia maldice, llora, destroza mis dedos con sus dientes. ¡Arde como el infierno! Mi meñique se le aloja en la garganta. Tal vez sería razonable detener esto. Alzo la vista para implorar al Señor, y desde un espejo en sombras el cuadrado me urge con su negra mirada. Presiono fuerte en el rostro de mi esposa y un crac me anuncia que le he roto la mandíbula. Lo sentí en mis propios huesos, lo juro. De a poco se extinguen los resuellos. Compré el “Cuadrado blanco”, de… ¿Marlowitz? Marlowitz. Pagué vía Internet e hice que me lo dejaran en la puerta. Por lo del hedor y los gusanos; además, mi mano derecha está gangrenada y no quiero alarmar a nadie. ¿Cómo describir este óleo? Es hermoso, discreto (quizá introvertido) y solo comunica paz. Y me arrulla. Duerme. Es, con certeza, el que buscaba. Duerme. Sí… Hoy descansaré y nada tendrá que ver el pomo de pastillas que he tomado. Duerme. Duerme. Sí, sí... ¿Y él, duerme? —Como un angelito, querida. Buenas noches...

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La pregunta

Eric Flores Taylor


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D

urante el crecimiento de los niños, existen tres preguntas que una madre siempre va a esperar y temer con la misma intensidad. La primera indica la pérdida de la inocencia, y la segunda anuncia el desarrollo psicológico hacia la madurez sexual. Pero la tercera, la que aguardaba Miriam, es la más difícil de responder y la más intimidante. Como toda madre soltera, cuya vida gira alrededor de su hijo, a Miriam le gustaría que no terminara de crecer, que siempre fuera igual, esa pequeña criatura necesitada del calor materno. Claro, sabía que sus deseos nunca podrían hacerse realidad, pero ¿qué le costaba soñar? Después de todo, su niño solo tenía once años. Aún le faltaba mucho por crecer. Eso era lo que ella se decía diariamente. A veces, con menos confianza de la deseada. Maikel llegó de la escuela, cabizbajo y silencioso. Miriam lo recibió como todos los días, con un beso y un abrazo cariñoso, pero el niño no le correspondió en la misma medida. La madre

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tuvo que ahogar un lamento involuntario, su hijo tenía la misma actitud que cuando hizo las primeras dos. Miriam no necesitaba otros indicios. Estaba segura que esa noche, al igual que en las otras ocasiones, justo a la hora de acostarse, Maikel le haría la última pregunta. No le fue difícil rememorar las dos veces anteriores. El día en que el niño la acusó de mentirosa después de interrogarla sobre los Reyes Magos. Fue un duro golpe para ella. Comprendía que Maikel comenzaba a transitar el camino de la madurez, pero a la vez le dolía verlo perder esa inocencia que tantos adultos envidian y desearían volver a tener. Durante la segunda, su hijo no la culpó, ni la criticó, pero luego de la conversación, Miriam se ocultó en su cuarto y lloró más que en la primera ocasión. ¿Cómo nacemos? Esa había sido la pregunta para la cual ella, no estaba del todo preparada. La interrogante tenía decenas de ramificaciones, todas sexuales y cada una, hacía sentir a Miriam más cercano el momento en que su niño la abandonaría por alguna mujerzuela, que nunca le podría dar un amor y un cariño igual al de su madre. Pero si esas dos fueron experiencias traumáticas, la que tocaba en esta oportunidad hacía parecer a aquellas como simples dudas infantiles. El resto de la tarde lo pasó inquieta y nerviosa. Antes de comer, mientras Maikel miraba la programación infantil, se volteó de repente en su asiento y la llamó. Miriam dejó caer un plato que se hizo añicos a sus pies y lanzó un chillido. Sin importarle lo sucedido, Maikel continuaba gritándole desde la sala. —¡Mamá! ¡Mamá! Ven un momento. —¡Ahora no puedo! —dijo ella, agachándose a recoger los pedazos rotos—. Después te atiendo, sigue con los muñequitos. Maikel no volvió a hablarle durante todo el resto de la noche. Fue una cena triste. Miriam tenía tanto miedo de que saliera el tema, que ni siquiera se atrevió a preguntarle a su hijo por el día en la escuela o por los exámenes cercanos. Al terminar, recogió la vajilla y apresuró el fregado. El niño regresó al televisor, pero ella ya no aguantaba más la situación. Sentía que la tensión la iba a 156


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matar. —Maikel, a dormir —dijo con voz temblorosa. —Pero, mamá, todavía no son las nueve. Yo quiero ver el programa cómico. La protesta del niño la irritó y le dio fuerzas para imponerse. Ella era la madre y él tenía que hacer lo que ella quisiera. —¡Dije, a dormir! ¡Y no quiero más quejas! —Está bien, mamá —respondió Maikel resignado, mientras se levantaba a apagar la televisión—. ¿Me vas a acompañar al cuarto? Aquello la desarmó por completo. —Sí, nene —dijo de manera mecánica—, yo voy contigo. El pasillo hacia las habitaciones nunca le había parecido tan grande y sobrecogedor. Al final de aquel camino la aguardaba su mayor temor. Llegaron al cuarto, ella lo vio acostarse y luego lo ayudó a arroparse con la colcha. Justo cuando se disponía a volver a la sala, Maikel la llamó: —¡Mamá! ¿Puedo preguntarte una cosa? —Sí —respondió ella resignada, mientras regresaba a la cama para sentarse cerca de su hijo. —Mamá, ¿es verdad que no somos humanos? Ahí estaba. Y ahora, ¿qué le iba decir? ¿La verdad? ¿O iba a tratar de mantenerlo engañado? —¿Quién te dijo eso? —preguntó, intentando darle vueltas al tema mientras decidía que responder. —Un niño de octavo, en la escuela. —¿Y qué más te dijo ese muchacho? —Que somos robots —el niño se detuvo a pensar la siguiente palabra—, an-dro-i-des, con IA. Yo no sabía que era una IA, entonces, él me contó que es como un programa de computadora, hecho para que se parezca a la gente normal. Dice que todo es parte de una cosa psi-co-so-ci-al, o algo así, de los verdaderos humanos para probar a los adultos. ¿Es verd…? —¿Y tú le creíste? —se apresuró a interrumpirlo Miriam. Todavía no había analizado todas las opciones posibles y sus 157


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aristas. Aún no estaba lista para responder la pregunta. —No sé —dijo Maikel luego de pensarlo un poco—. Primero no, pero después él siguió hablando y me puso un ejemplo: dice que Luisito, el niño que lleva tres años en sexto grado, no es porque sea bruto, es porque sus padres no han podido pasar la prueba que le ponen los humanos de verdad. ¿Cuál es esa prueba, mamá? Miriam ya no podía seguir dándole vueltas al asunto. De hecho, la mente de Maikel ya había tomado como ciertos los comentarios escuchados y ahora comenzaba a centrarse en otras tangentes del problema. ¿Por qué tienen que crecer tan rápido? —Mamá, ¿cuál es esa prueba? —insistió Maikel. —Ninguna, mi niñito, ninguna —respondió ella acariciándole la cara y, mientras lo hacía, presionó ligeramente con el dedo índice el oído de su hijo. Al momento, un escáner dentro de la cavidad auditiva se activó y al reconocer las huellas dactilares de Miriam, desconectó los controles principales de Maikel. El niño se quedó congelado y sus ojos pasaron del común color verde a un rojo titilante. La madre se mantuvo por un rato acariciándolo mientras lo observaba con ternura. —Lo siento, Maikel, pero no he podido pasar la prueba —le dijo en voz baja, al tiempo que iba recibiendo en sus receptores internos las nuevas directrices del proyecto—. Aún no estoy lista para verte crecer. Tal vez nunca lo esté. Miriam dejó de mimar al niño y se concentró en los informes que le enviaban desde el Centro de Población Mundial. Sí, su caso se sumaba al número de “Madres Solteras” que se negaban al crecimiento de sus hijos, ¿y qué? A ella no le importaba que las “Parejas Disfuncionales” tuvieran mejores porcientos, a pesar de producir menores con problemas de adaptación social. A ella le importaba Maikel. Comparado con él, ¿qué interés podía tener el experimento? ¿Los “especialistas” del Centro, realmente pensaba que a una madre, incluso siendo una IA, le preocupaba cuál sector social era el más capacitado para tener niños? A una madre solo le preocupa su hijo, eso lo sabe cualquiera. 158


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Tras desconectarse de la red, consideró sus opciones. Acababa de suspender la prueba de “Madurez Psicológica en Adultos”. Se había negado al desarrollo del menor y por su culpa Maikel iba a ser llevado a mantenimiento. Luego de borrarle sus últimos recuerdos, el niño repetiría el curso escolar para que Miriam pudiera demostrar ser una madre competente. Eso le daba un año más con su pequeño. Si fracasaba por segunda vez, ella también iría a mantenimiento, y cuando no encontraran fallas en su programación, le darían una última oportunidad. Lo cual significaba: otro año al lado de Maikel. ¿Entonces? Dos años, veinticuatro meses, setecientos treinta días junto a su niñito. ¡Claro que no era suficiente! Pero no podía pedir más, por el momento. ¿Quién sabe? Quizás en ese tiempo consiguiera reprogramarse y huir con Maikel. ¿A dónde? No importaba, siempre que él estuviera con ella. Tal vez a un lugar en el cual no existieran las preguntas, un sitio donde una madre pudiera vivir sabiendo que su hijo nunca iba a crecer, un mundo perfecto.

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Fuga de capital

Yunieski Betancourt


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G

ilberto mira el reloj. Ha pasado casi una hora desde que le inyectó la droga al “paciente”. Según sus cálculos, en cualquier momento debe despertar con la percepción temporal interrumpida, requisito indispensable para efectuar la transferencia de conciencia. Los pocos casos en los que ese paso se ha obviado, han terminado con la aniquilación de la personalidad trasplantada. Algo inaceptable, por supuesto. Pasa la vista por la habitación en penumbras, que semeja una cripta a salvo de cualquier irrupción del exterior. Una sensación equivocada, como bien sabe. La operación es altamente riesgosa. En este periodo hay muchos agentes de la patrulla temporal estadounidense, y pueden localizarlos en un golpe de suerte, ocasionándoles un fracaso que provocaría tantos desastres en el futuro que prefiere no pensar en eso. Es cierto que el último informe de contrainteligencia asegura que la infiltración en las filas de la patrulla temporal brinda la cobertura suficiente, pero jamás puede excluirse un error. Vuelve a mirar el reloj, afuera escucha los pasos del secretario del señor Robert, nervioso por participar en una operación ilegal de este

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calibre, aunque su pago es bueno, información de primera mano de los sitios a salvo de las bombas nucleares que en unos años reducirán a cenizas la mayor parte del planeta. Justo entonces, Robert Glaver se mueve en la cama y recupera el conocimiento. Cuesta imaginar que ese anciano moribundo sea el fundador de Destiny Investment, el mayor consorcio militar del país, creado en la segunda década del siglo XXI. Robert se agarra a los bordes de la cama, estrujando la sábana, y sus ojos se empeñan en aferrarse a los de Gilberto. —¿África? —pregunta en un inglés entrecortado. Gilberto suspira. Siempre es igual, de pronto se les desdibuja la realidad que los produjo y necesitan escuchar detalles del mundo al que irán, detalles que, según los psicólogos, les permite salvar el vacío entre épocas. Algunos, incluso, exigen una descripción exhaustiva del nuevo mundo, como si la muerte fuese un empleado o sirviente al que pueda hacerse esperar. —Señor Robert —dice en voz baja—. El proceso solo puede aplicarse en un periodo de tiempo muy limitado. —Por favor —implora el otro, y se le queda mirando hasta que Gilberto suspira y asiente, comprensivo. —¿Qué quiere saber? —pregunta. —¿África? —insiste el moribundo. —Pues más o menos igual —responde, y por un momento libera sus ojos de los del yaciente—. El imperio Kanem-Bornua y el reino del Congo pelean desde hace años por los límites territoriales y no tienen para cuando acabar. Neosudáfrica se ha venido abajo con el desplome del mercado del oro, y el éxodo de bantúes, zulúes y xhosas desplazados de sus antiguos países por los ajustes de cuentas étnicos. El caos es total. —Por Dios, ¿y los europeos que hacen al respecto? —Como usted sabe —reprocha, veladamente—, siguen expulsando a los africanos que se aventuran más allá del estrecho de Gibraltar. Buena parte de su economía se dilapida en el mantenimiento de la Muralla Gibraltariana y el pago a los miembros de la fuerza de elite encargada de su protección. —¿No han aprovechado el caos africano para introducirse 162


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allí? —Aunque quisieran no pueden. El esfuerzo de la eliminación de los adeptos a las derivaciones del nacional-socialismo, a principios del siglo XXII, destruyó la Unión Europea, dejando a los europeos indefensos ante la emigración ilegal. Los remanentes más importantes de la Unión (la Liga Vaticana, el Grupo Nórdico y la Alianza Eslava), lideran una iniciativa defensiva centrada en establecer un férreo control sobre sus fronteras, apelando a una estricta política de no injerencia en otros continentes. Además, recuerde que deben luchar contra el flagelo de las maras. —¿Las maras? —Si. Como ya le dije, la Federación de Países Centrolatinoamericanos deportó a fines del siglo XXI unos diez mil mareros a Italia, como parte de un acuerdo comercial que pretendía emplearlos como fuerza de trabajo forzado. Ya había sido aplicado con presos provenientes de las mafias eslavas y arias y dejaba buenos dividendos. Sin embargo, los mareros recién llegados, junto a los que ya estaban en España, lograron hacerse fuertes en el territorio italiano, y se expandieron por todo occidente. Eso originó que otros cuarenta mil mareros, esta vez por sus propios medios, emigraran a Europa. Ahora son la mafia dominante en el viejo continente, y dirigen el negocio de las incursiones ilegales a las zonas radioactivas de las antiguas Europa oriental, Arabia, Asia y Oceanía. —¿Asia? ¿Pero Japón sigue siendo una potencia? —Sí. Salió de la última guerra con ímpetu renovado. Se apoderó de enormes territorios, en el pasado pertenecientes a las extintas China, Vietnam y Corea. —¿Representa un peligro para nosotros? Gilberto sonríe. —No, señor —responde en tono bajo—, nuestro país salió bastante bien librado de la Tercera. Muy pocas zonas fueron afectadas, y ahora estamos completamente recuperados, en gran medida debido al aporte de hombres como usted. Robert no reacciona a la lisonja, ocupada su mente en capturar la imagen del mundo futuro. 163


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—¿El Caribe? ¿Cuba? —indaga. —Sumergido en su mayor parte. Lo que quedó de Cuba se convirtió en Pinar Cuba y Baracoa Cuba. Viven en una perenne guerra civil. Presa fácil para las incursiones de los descendientes de dominicanos y puertorriqueños. —¿Los haitianos? —Extintos, señor. Demasiadas ayudas solidarias fallidas. —¿América del Sur? —Devastada, como bien sabe. Las zonas descontaminadas están bajo el control de los indígenas. Poseen las antiguas Bolivia, Venezuela, Chile y Colombia. Regímenes crueles, señor, en el último tercio del siglo XXII el tiro al blanco fue el deporte nacional de esos países. Pero les queda poco tiempo de desenfreno, durante el próximo siglo los meteremos en cintura mediante un ejército de guerreros clonados, magníficos ejemplares. —¿Y esos jodidos mexicanos? —pregunta de súbito. —Irreconocibles, señor. —Así que lo único bueno es Estados Unidos —afirma, casi sin aliento. —Sí, señor. Robert sonríe, y le tiende su mano derecha. —Gracias, amigo mío. Puede usted proceder. —No, gracias a usted, señor. Mi presente es el futuro que hombres como usted hicieron posible. Robert sonríe una vez más y cierra los ojos. Gilberto toma un cilindro de metal, y lo coloca en torno del cráneo del moribundo. Manipula unos controles y una luz verde se enciende, comenzando a titilar. Cuando el color se torna rojo los brazos de Robert caen inertes. Gilberto los toma y se los pone sobre el pecho, luego recupera el cilindro y sale de la habitación. —¿Y bien? —pregunta el hombre que espera fuera. —La transferencia ha sido un éxito. Para el mundo, Robert Glaver, fundador y presidente de Destiny Investment, ha muerto en paz, a las doce de la madrugada de este día 27 de enero de 2084. —Perfecto, señor William —dice el hombre y señala a siete 164


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cajones enormes en el centro de la habitación—. Allí está su pago y el dinero propiedad del señor Robert. ¿Desea revisarlo? —Por favor —replica Gilberto y niega con la cabeza—. Si algo no lo encontrásemos como debe, ya nos encargaremos de corregirlo desde allá. ¿Entiende? El hombre asiente, tembloroso. —Por supuesto. Le agradezco que haya acudido. —No se preocupe. El negocio es el negocio —responde, y desaparece, reapareciendo en una habitación circular gigantesca, atestada de personas. —Hora de llegada —informa un altavoz en perfecto español—, 15 horas del 20 de septiembre de 2329. Gilberto desciende del crono receptor, y señala las cajas a uno de los que salen a recibirle: —Eres el séptimo arribo exitoso del día —le dice el hombre, y mientras se agacha a revisar las cajas, indaga—: ¿Te topaste con algún agente enemigo? —Solo con los nuestros. El trabajo de infiltración sigue siendo un éxito. Nadie sospecha lo que pasa. ¿Y por aquí? —Tampoco. Gilberto le entrega a un técnico el equipo de captura de conciencia. —Trátalo con cuidado —le advierte—. Es nada más y nada menos que Robert Glaver, presidente de Destiny Invesment. —No te preocupes. ¿Te llamo para que veas su despertar? —Claro. Quiero ver como recibe la explicación de cómo es nuestro mundo y su contribución a él. El técnico ríe y se aleja. —Estoy molido —agrega Gilberto—. En mala hora aceptamos esta misión. Cada millonario yanqui a punto de morir cree que puede comprar una vida en nuestro tiempo. —No protestes tanto —le reprende el hombre que revisa el contenido de la caja—, a fin de cuentas la idea de que podían comprar una segunda vida fue nuestra. Gilberto asiente y mira hacia una zona de la habitación, donde resplandece un gigantesco mapamundi. 165


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—¿Somos más grandes? —lo interpela el hombre. —Pues sí. Con par de millonarios más que transfieran sus fortunas a esta época esa mierda de país acabará de desaparecer. Y fija la vista en la sección donde los Estados Unidos de América ha quedado reducido a una fina franja entre los Estados Mixtos Mexicanos, —casi al triple de su tamaño en comparación con el siglo XXI—, y el inalterado Canadá. —Por ahora, cuate —dice, y sale de la habitación.

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La cacerĂ­a

Dennis Mourdoch


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S

e mantiene inmóvil, sabe que lo observa. Mueve con suavidad una de sus manos hasta llegar al gatillo de la pequeña pistola eléctrica. Apunta y dispara. El gatillo libera tres cables energizados que se clavan en el concreto del piso. Burlados por un salto lateral de la presa, que se adentra en la selva roja de tuberías de vapor puro, válvulas y equipos intercambiadores, en busca de protección. Roly se lanza en pos de él. Mueve su anémico cuerpo de doce años con agilidad y precisión entre las peligrosas tuberías llenas de hirviente vapor y cables de alta tensión sin aislamiento. Mientras el sistema de retorno de la pequeña pistola recoge los cables y los energiza. La zona industrial de La Habana, más allá de la Nueva Vía, es su coto de caza. Con sus pies descalzos, su corto pantalón y sucios guantes, se adentra más y más en la zona de producción, mientras su estómago le recuerda que si no lo atrapa seguirá con la mala racha. Uno de los operadores de la línea trata de detenerlo con reumáticos movimientos, síntoma inequívoco de la Herencia. Pero sus intenciones son canceladas por la rapidez de los pies desnudos,

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pequeños y negros que lo evitan con la misma facilidad con la que el hinchado ombligo que se arrastra entre las válvulas con salideros de vapor puro de la vieja fábrica. Un grito de dolor a la espalda de Roly, y dos dardos tranquilizantes que se clavan en el aislamiento de espuma de conducción térmica, le indican que no es el único que está de caza. Que otro depredador más grande y con mejores garras se ha adentrado en su territorio y trata de quitarlo del medio. No se detiene a observar a la competencia. Los continuos gemidos de dolor mezclados con palabrotas, y el metálico sonido de las caídas y los golpes, le advierten que su oponente es demasiado grande y torpe para moverse entre las tuberías. Apresura su paso para poner la mayor cantidad de tuberías y cables entre él y su competencia; y disminuir la distancia entre él y su presa, a la que perdió en la intercepción. Encrucijada. Cinco caminos que forman una estrella se abren ante él. Sus ojos curtidos en la necesidad inspeccionan el suelo de concreto en búsqueda de una hebra de pelo, o una huella en el polvo, algo que le indique la dirección a seguir. Nada. Pierde la calma. Extrae de su bolsillo un pequeño objeto de aspecto arácnido y observa con preocupación la barra de energía. Sólo le quedan unos pocos segundos de carga. No tiene opción; debe apostarlo todo. Después que le venda la pieza al Químico, tendrá el dinero suficiente para remplazar la batería y adicionarle nuevos softwares y accesorios. Se da el lujo de un apretado sueño de reposición, con un futuro que es posible que nunca llegue. Donde pueda construir otros robots como su Kan, donde no tenga hambre y pueda regresar a su casa para rescatar a su mamá del Barrio, las drogas, la prostitución… y sobre todo, de su papá. El calambre en el pie, el hambre y el dardo que rebota en la tubería lo presionan. Despierta a Kan, que se inicia con dolorosa lentitud, y vaga unos segundos por los caminos registrando, escaneando, buscando rastros de olor; mientras la batería tercermundista se agota con terrible rapidez. Ya se dirige a un pasillo des169


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pués de haber encontrado un rastro, cuando la batería se termina. Sus ojos se humedecen; no puede creerlo. Una vez más la necesidad le gana la partida. Casi se rinde, pero el sonido de su estómago y otro dardo que esquiva por los pelos no dejan que tire la toalla. Recoge a Kan, ahora un simple trozo de metal inerme, y sigue encorvado unos ocho metros por el pasillo que el robot le señalara antes de inmovilizarse… ojalá que no para siempre. La insoportable mañana lo recibe al final del pasillo con sus treinta y ocho grados a la sombra. Observa intimidado los paneles metálicos del techo, que le auguran un paseo nada agradable, cuando tropieza por pura casualidad con lo que está cazando. ¡Al fin! Un gato gris, sucio y cubierto de costras y cicatrices se agazapa a la sombra al otro lado del techo. —¡Puedo hacerlo! —se dice. Pero antes necesita un proyectil. Busca a su alrededor; nada. Se adentra en el pasillo, esfuerza su imaginación… le quita la tuerca de sujeción a una válvula. Y se la lanza a la desmarañada cabeza de su competencia, que aparece en la intercepción. La explosión de obscenidades que sigue al aullido de dolor le indica que ha dado en el blanco. Toma otra tuerca y vuelve sobre sus pasos. El maltratado minino sigue aún ahí. Quizás porque ya no le queda otro sitio adónde huir. Sonríe, y desenfunda el arma más sofisticada creada por el hombre, mucho tiempo ¿milenios? atrás. Coloca la tuerca y la sujeta con sus dedos contra la pequeña funda de goma. La estira y suelta el proyectil que impacta al gato en las patas. Herido, el felino corre desesperado sin mirar muy bien adónde. Roly salta al tejado y aguanta como un hombre el calor de los paneles del techo que queman sus gastados pies mientras corre en dirección a su presa, que se eriza y muestra las uñas acorralada. Al llegar, activa el pequeño equipo, cuyo dardo a la vez seda al gato y toma una muestra de su sangre. Bastan unos segundos de análisis, y… —90% —muestra la pantalla. Fantástico: 90 % de ADN puro, original, sin alteraciones. Lo 170


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suficientemente bueno como para dárselo al Químico. Para que pruebe en el pobre animal todos esos productos de tercera, imitaciones baratas de cosméticos y champús que siempre le están llegando. —No está mal —se consuela, mientras observa la salida del pasillo. Toma con cuidado al animal inmóvil pero vivo (se recuperará, seguro, si fuera débil no habría sobrevivido tanto aquí afuera) y se dirige al otro lado del techo con rapidez. Debe salir de ahí, y aprisa: no piensa dejarse quitar lo que con tanto esfuerzo se ganó… De repente, sus pies no le responden y cae. El gato, súbitamente reanimado, se arrastra despacio pero tenaz, tratando de escapar… y él va detrás, tratando de alcanzarlo. Si quiere quitárselo tendrá que matarlo. Una sombra se proyecta deformada contra las ondulaciones ortogonales de los paneles del techo. Escucha los pasos, el sonido de un cigarro al encenderse, una voz ebria de todo tipo de alcoholes y drogas que le ordena que “Deja ya de joder”. Y siente un pinchazo en la pierna. Su respiración se acelera, y el bombeo frenético de su corazón esparce con rapidez la droga por sus piernas. —100% de pureza —escucha decir al extraño, satisfecho. Vaya sorpresa. ¿El? ¿Su ADN es 100% puro? Sin alteraciones, genéticas, nanobóticas, radioactivas ni bioelectrónicas. La cura perfecta para los males genéticos y la epidemia de la Herencia, que hace un lustro ataca a los hijos de millonarios, músicos, deportistas y científicos. Muchos lo llaman justicia, porque esos antes obtuvieron su talento, inteligencia, longevidad y belleza gracias a los milagros del nuevo siglo… Y al Químico. —¡Cabrón, cómo me hiciste correr! ¡Y me chivaste el periférico del cybercerebro! —le escupe al oído, mientras se palpa la frente. —¡Pero ahora me las voy a cobrar todas! —se limpia los dedos en la cara de Roly, dejando tres surcos rojos y plateados. 171


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—El Químico sólo quiere tu cuerpo. No le importa cómo te lleve. En la mente de Roly, una violenta catarata de emociones fluye en un solo pensamiento. No quiere morir. Entonces, de repente, todo queda claro. El miedo se ausenta de sus emociones, igual que el día que apuñaló a su padre. Sus doce años lo han convertido en un profesional de la supervivencia. Su cuerpo está parcialmente paralizado. El yonki descarga a golpes sobre él todo su odio y frustración, por la vida que jodió… y Roly inmóvil, saca fuerza de su experiencia hogareña resistiendo palizas, y aprovecha cada bocanada de aire entre golpe y golpe, para comprar todo el tiempo que puede. Pone su cuerpo, malas palabras y escupidas como carnada. Mientras resguarda su frágil columna vertebral tras su abdomen, pega la cabeza al hirviente panel y se ovilla protegiéndola con sus brazos de las gastadas pero pesadas suelas del drogadicto. Y espera su momento. Que al fin llega. ¡Ahora, cojones! El yonki no se percata de la punta de los cables que muerden su carne a la altura del muslo. La descarga eléctrica bloquea la conexión entre su viejo cybercerebro, su caduco cerebro orgánico y las prótesis cerámicas de su cadera y quijada. Tiembla y cae, convulsionando al lado del pequeño y maltrecho cuerpo de Roly, que sabe que no puede moverse mucho más… todavía. Así que sólo le queda asegurarse de que el otro tampoco lo haga, y es por eso que deja apretado el botón de energizar, para que lo electrocute hasta que se acabe la batería. Nada de resentimiento ni inquina personal. Simple cálculo. **** —0% —le dice el Químico, asombrado, en la sala de su laboratorio casero, al tiempo que examina con más detenimiento y una ligera mueca de asco y placer el contenido de la inmensa bolsa 172


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negra de polietileno que su cyborg de músculos hiperpotenciados ha colocado sobre la báscula como si no pesara nada. —Vaya… toda una sorpresa. Un sujeto con una mutación completa producto de las alteraciones nanobóticas y bioelectrónicas. La materia prima ideal para una nueva generación de potenciadores. —Ya sabes que yo nunca traigo mierdas —se vanagloria Roly. El cyborg no dice nada, porque no tiene cuerdas vocales ni lengua. Un guardaespaldas no las necesita, después de todo. —Si tú lo dices… ¿Te peso ese también? —el Químico señala al gato que, casi cariñosamente, el niño sostiene entre sus manos. Entonces, tras brevísima vacilación, Roly lo tira sobre la pesa. Pero el químico no se deja engañar; elimina el error de medición por la energía cinética, y le paga 850 pesos, que el chico le arranca de las manos, examinándolos con desespero. Muchos son falsos. Burdas imitaciones. Como de costumbre. Pero no dice nada; no le conviene exigir. No está en una posición de fuerza en este negocio. El cyborg guardián del Químico lo haría pedazos al menor gesto agresivo. Está programado para eso. Se guarda los billetes en el bolsillo donde tiene la pistola de dardos tranquilizantes. El contacto con la empuñadura del arma refuerza su decisión de seguir viviendo, sin importar el precio. Ahora le toca apretar los dientes y fingir que todo está bien. Ya se desquitará cuando crezca… si sigue vivo. Vuelve su espalda al Químico y al cyborg que con pesados, metálicos pasos, lo escolta hasta la salida trasera de la casa. Mañana será otro día. Y con suerte, la suerte en la cacería volverá a sonreírle. Ojalá pueda atrapar a otro gato. O mejor a dos. Le gustaría tanto poder quedarse con uno, para jugar… Si fuera posible, un cachorro, un pequeño y hermoso minino de pelaje esponjoso y maullido agudo…

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Cibersex

J.R. Fragela


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A

ndrexa camina con su vestido de novia por el pasillo del Cibersex. Hace dos minutos que entró y todavía se pregunta por qué los sensores de deseo no han captado su voluntad real. Varias chicas desfilan cerca de ella entornando miradas y luces de reconocimiento. Andrexa, sin embargo, sigue recto, sin observarlas, y atraviesa con los dedos los hologramas y dígitos que caen como anuncios de sexo transgresivo. Bien pudiera abrir otro espacio; entrar en un sitio hard; que todo se ofrezca de un modo más específico, donde los anuncios caigan en forma de fibrilaciones y gemidos, y la búsqueda se transfigure en una experiencia obscena. Pudiera buscar en los códigos de género, pero no, prefiere deambular calmada con su vestido de novia y enviarles señales a los sensores de espacio, ágiles captando situaciones a velocidad supersónica, pero endebles al interpretar intenciones en tiempo real. Afuera ya habrá empezado a caer la noche, habrán transcurrido quizás otros dos minutos. Andrexa lo sabe, por eso deja de caminar y comienza a teletransportarse hacia un ángulo abierto. Los sensores, en una especie de duda, lanzan giros azules contra el vestido de novia, proponen alternativas de voz. 175


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Ella de todas formas permanece callada, reprime una sonrisa de burla para los sensores locos, que finalmente le recomiendan otro sitio y desmontan el entorno de chicas depiladas. Luego el espacio se va llenando de símbolos, de vibraciones gruesas; los dígitos se dislocan hacia los costados en exhortaciones de bienvenida; las superficies adquieren un énfasis de liberalidad, de sonrisa; la música progresiva es de aceptación, y frente a Andrexa comienza a perfilarse la figura tranquila de un hombre desnudo. —¿Cómo te llamas? —pregunta ella mientras suspira con las manos en el pecho. Él explica que su nombre es secreto, pero que puede llamarle como quiera. —Te diré Manson —responde Andrexa y le muerde una oreja. El hombre se repliega con los ojos cerrados y emite un sonido de dolor. —¿Por qué haces eso? —le pregunta limpiándose la sangre con los dedos. —Quería saber si eras real, muchas veces nos engañan usando androides o robots, quería estar segura. —En este sitio no hay engaño, todo es legal —responde él y Andrexa se inclina para lamer la sangre–. Eres extraña —añade al tiempo que siente como una boca se desliza por sus músculos, como Andrexa lo besa, le roza las mejillas, las orejas, el pelo, y musita: —Manson, Manson. El hombre desespera, pues la joven es bella y a los lados divagan imágenes subliminales de caricias, eyaculaciones; siluetean mensajes morbosos; se mezclan diversas variantes de jadeos en la música. Dice “ven, ven”, pero Andrexa se resiste al desnudo, a dejarse explorar por el hombre que la sacude, le rompe el vestido. —¡Déjame! —gime ella totalmente excitada y él la voltea, le aprieta la cintura, en lo que Manson aparece y empiezan a desvanecerse los mensajes, las imágenes, el vestido de novia. —¡Déjame! —vuelve a gemir ella y Manson la empuja contra una pared y desconecta de un puñetazo la máquina de Cibersex, que abre por varios segundos su gran hoyo blanco de entrada y se apaga despidiéndose en varios idiomas. —¡Déjenme! —grita con más fuerza. Los robots comienzan a arrastrarla hacia la calle cuando se eleva la música y en la pista de 176


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baile las personas siguen saltando inmersas en el humo alucinógeno que escapa de los inciensos flotantes. Manson camina delante con las manos en la espalda, luego se para en la puerta de salida, espera que la acerquen y le dice: —Lo siento, Andrexa, aquí está prohibido el cibersex. Entonces los robots de vigilancia lo lanzan a la calle, al tiempo que Manson rompe con lentitud la pequeña máquina y la arroja al suelo. Andrex zarandea los brazos, se ajusta los pantalones de vaquero, camina hacia la puerta. Los robots lo golpean, lo lanzan de nuevo a la calle. Andrex se levanta dos o tres veces más, intenta prolongar la pelea hasta que Manson, hastiado del innecesario altercado y de los observadores curiosos, le dispara con su descontinuador de robots. Andrex resiste otro poco, suelta un chillido de mujer y cae finalmente al suelo mientras sus círculos de energía comienzan a agotarse y en la pantalla de sus ojos se reflejan, a intervalos cada vez más lentos, las luces de entrada del Manson Disco Club.

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LOS AUTORES


LOS AUTORES

Marcial Gala (La Habana, 1963). Narrador. Es autor de los libros de cuento Enemigo de los ángeles (1991); El juego que no cesa (1993); Dios y los locos (1995) y Es muy temprano (Editorial Letras Cubanas, 2010), así como de la novela Sentada en su verde limón (Letras Cubanas, 2004). Obtuvo el Premio Alejo Carpentier de Novela 2012 por La catedral de los negros (en proceso editorial). Michel Encinosa Fú (La Habana, 1974). Narrador y editor. Ha obtenido, entre otros, el Premio Ernest Hemingway 2002; el Premio Calendario 2006 por partida doble (Cuento y Ciencia Ficción); los Premios Cirilo Villaverde y Hermanos Loynaz 2008; el Premio de Cuento Fundación de la Ciudad de Matanzas 2008 y el Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara 2011. Entre sus libros publicados están Sol negro (Extramuros, 2001); Niños de neón (Editorial Letras Cubanas, 2001); Dioses de neón (Letras Cubanas, 2006); Vivir y morir sin ángeles (Letras Cubanas, 2009) y Casi la verdad (Ediciones Matanzas, 2009). Pedro Juan Gutiérrez (Matanzas, 1950). Narrador y poeta. Licenciado en Periodismo en 1978, ejerció este oficio por veintiséis años. Entre 1998 y 2003 publicó a través de Anagrama los cinco libros del “Ciclo de Centro Habana” (Trilogía sucia de La Habana, El Rey de La Habana, Animal tropical, El insaciable hombre araña y Carne de perro). Luego escribió la noveleta policial Nuestro GG en La Habana y el libro de viajes Corazón mestizo. Fue laureado con el Premio Alfonso García-Ramos de Novela 2000, España, y con el Premio Narrativa Sur del Mundo 2003, Italia. Tiene publicados varios libros de poesía en el extranjero (Espléndidos peces plateados, La realidad rugiendo, Fuego contra los herejes, Morir en París, Yo y una lujuriosa negra vieja y Lulú la pérdida y otros poemas de John Snake). Próximamente aparecerá en Cuba, por primera vez, una selección de su obra poética. El relato “Algunas cosas perduran” pertenece a la Trilogía sucia de La Habana, Editorial Anagrama, España, 2008.

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LOS AUTORES

Baudilio Espinosa Huet (Sagua la Grande, 1959). Narrador, actor y humorista. Licenciado en Filología por la Universidad Central de Las Villas. Integró durante los años 80 la agrupación Leña de Humor de Santa Clara. Ha incursionado como actor en el cine, el teatro y la televisión, en la que, además, trabaja como guionista y conductor. Ha obtenido los premios Aquelarre y Caricatos por sus obras para teatro y ha publicado el libro de cuentos El galán de las lechugas (Ediciones San Librario, Colombia, 2011). Roy Jorge (Orlando Jorge Rodríguez Gutiérrez, Holguín, 1966). Narrador. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido el Premio Francisco Mir Mulet de Narrativa 2006; el Tercer Premio Farraluque de Cuento 2003 y de Poesía 2007. Ha publicado los volúmenes de cuento Chanel y el rayo verde (Ediciones El Abra, 2007) y Eppur si muove (Ediciones Extramuros, 2009). Francisco García González (La Habana, 1963). Narrador, guionista de cine y periodista. Licenciado en Historia por la Universidad de La Habana (con especialidad en Historia de América). Tiene publicado los volúmenes de cuentos Juegos Permitidos (Editorial José Martí, 1994); Color local (Editorial Extramuros, 2000); Presidio Modelo: temas escondidos (Centro Pablo de la Torriente Brau, 2002); ¿Qué quieren las mujeres? (Editorial Unicornio, 2003); Historia sexual de la nación (Editorial Unicornio, 2005); Leve Historia de Cuba (Pureplay Press, 2007); Escribas en el estadio, antología de cuentos de béisbol (Editorial Unicornio, 2007); La cosa humana (Editorial Oriente, 2009); Todos los cuentos de amor (Editorial Letras Cubanas, 2009); y La reja entreabierta, antología sobre el tema de la cárcel (Ediciones UNIÓN, 2009). Ha obtenido los premios en concursos de cuentos nacionales: Pinos Nuevos 1993; Hemingway 1999; Revolución y Cultura 1995; Luis Rogelio Nogueras 1997; Cuentos de Amor de Las Tunas 1995; Aquelarre 2003; Premio Oriente de Narrativa 2008 y La Pupila Insomne 2009. En concursos internacionales: 180


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Giribilla International Association of New York, 1998, y de la Huber Bals Fund, Holanda, 2002. También ha recibido menciones en los Concursos de Narrativa Ítalo Calvino 1997; La Gaceta de Cuba 1993 y 1996; así como Casa de Teatro 2003 y 2005. Es autor de los guiones de las películas Lisanka, del director Daniel Díaz Torres; Boleto al paraíso, del director Gerardo Chijona (ganadora del Premio a la Mejor Película Latinoamericana del Festival de Málaga 2011 y propuesta a los Premios Goya 2012); y del cortometraje Efecto dominó, del director francés Gabriel Gauchet. Ariel Lunar (Mataguá, 1969). Narrador. Licenciado en Inglés. Ganador del Encuentro Debate Provincial de Talleres Literarios en la categoría de Cuento para Adultos en los años 2008, 2009 y 2010, así como del Premio de Cuento Fotuto (Comarcal) en el año 2010. Cábalas y amuletos (Editorial Capiro, 2011) es su primer libro. Rebeca Murga (La Habana, 1973). Narradora y crítica literaria. Ganadora de un Accésit en el Concurso Internacional de Relatos Policíacos de la Semana Negra de Gijón, España (año 2003) y ganadora del Premio en el mencionado concurso un año más tarde (2004). Obtuvo además una Mención en el Concurso de Cuento Luis Felipe Rodríguez de la UNEAC por El jardín de los senderos que se bifurcan (2007). Ha colaborado con la revista española especializada en literatura negra La Gangsterera. Tiene publicados, entre otros, los libros: La enfermedad del beso y otras dolencias de amor (Ediciones UNIÓN, La Habana, 2008); El esclavo y la palabra (Ediciones San Librario, Bogotá, Colombia, 2008) y Todas las emes del mundo (prólogo de Jorge Franco, Ediciones San Librario-La piedra lunar 2011). Anisley Negrín (Santa Clara, 1981). Narradora. Se desempeña desde el año 2004 como Profesora de Derecho de Propiedad Intelectual en la Universidad Central de Las Villas y como repre-

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LOS AUTORES

sentante legal de esta ante el Centro Nacional de Derecho de Autor (CENDA) y la Oficina Cubana de la Propiedad Industrial (OCPI). Es miembro del Taller de Narrativa para la Novela Carlos Loveira de la UNEAC en Santa Clara y graduada del VIII Curso de Técnicas Narrativas en el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso de la capital cubana. Resultó finalista del premio Tristán de Jesús Medina, otorgado en la provincia de Granma en julio de 2005. Ese mismo año obtuvo el Premio Nacional de Relatos Mono Rosa por su obra “La acera infinita”. Ha recibido, además, la Beca de Creación El Caballo de Coral que otorga el Centro Onelio (2006); el Premio Nacional de Cuento Fotuto (2007); el Premio de Minicuentos La Casa Tomada y el Premio de Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios. En el año 2008 ganó una Mención en el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar por su relato “Isla a mediodía”, que forma parte del libro: Skizein (Decálogo del año cero) y otros cuentos. Carlos Manuel Álvarez (Matanzas, 1989). Estudiante de Periodismo en la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Habana. Obtuvo Premio en el Concurso Nacional de Crónicas Miguel Ángel de la Torre 2009 y 2010; Premio UNEAC en el IV Concurso Internacional de Minicuentos El Dinosaurio 2009; I Premio en el Concurso Internacional de Periodismo Literario Notas Migratorias: César Vallejo 2011 y Premio Nacional de Periodismo Cultural Rubén Martínez Villena 2012. Es Colaborador de la publicación digital Cubadebate y de la revista cultural El Caimán Barbudo. Además, administra el blog: http://cronicasobscenas.wordpress.com Reynaldo Cañizares Mesa (Calabazar de Sagua, 1963). Narrador. Ha publicado los libros Espigas y ángeles (La Loma, 1999); Alucinaciones del último sobreviviente (Editorial Capiro, 2001) y Nevermore (Editorial Capiro, 2004). Ha obtenido entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio Onelio Jorge

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LOS AUTORES

Cardoso 1997; Premio Ciudad del Che 2001; Premio Taller de Creación Carlos Loveira 2001 y Premio Raúl Gómez García 2003. Félix Sánchez (Ceballos, Ciego de Ávila, 1955). Narrador y poeta. Ha obtenido, entre otros, el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2010 y el Premio de Novela Guillermo Vidal con Las ruedas de la fortuna. Además es autor de La llave pública (1991, Premio Roque Dalton); Bifurcaciones (1997, Premio Regino Boti); Cielo doblado (2000, Premio Santiago); Memorias de la posguerra (2003, Premio Eliseo Diego), y las novelas Juegos de diciembre (2000, Premio Emilio Ballagas); La estación perpetua (Premio Juan Clemente Zenea) y Zugzwang (Premio UNEAC 2004). Ha publicado también el poemario Poemas para armar (1992) y los libros para niños Cascabeles (Poesía, 1985); Caballito (Poesía, 1991) y Lagri (Novela, 2002, Premio Eliseo Diego). Blanca Blanche (Sagua la Grande, 1970). Narradora, poeta, dramaturga y actriz. Tiene publicado los poemarios Razones de infortunio (Reina del Mar Editores, 2000) y Me abraza lo profundo (Ediciones Capiro, 2004). Poemas suyos han aparecido a su vez en diversas antologías y publicaciones, tanto en Cuba como en el extranjero. “Café Cubita” pertenece al libro de cuentos Ana triste frente al tren (Editorial Sed de Belleza, 2008). Ha publicado además la novela La puerta rota (Editorial Letras Cubanas, 2010). Anabel Enríquez Piñeiro (Santa Clara, 1973). Narradora y ensayista. Licenciada en Psicología y Máster en Ciencias de la Comunicación. Ha obtenido los Premios Calendario 2005 de Ciencia Ficción y Juventud Técnica 2005 en el mismo género, así como la Beca de Creación Ernesto Che Guevara. Ha publicado el libro Nada que declarar (Cuento, Casa Editora Abril, 2007). Relatos suyos han sido incluidos en las antologías Secretos del

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LOS AUTORES

futuro (Editorial Sed de Belleza, 2005); Crónicas del mañana (Editorial Letras Cubana, 2009) y Sinfonía del infinito (en proceso editorial por Letras Cubanas). Sus cuentos, artículos y ensayos han sido publicados en diversos sitios web y ezines nacionales e internacionales. Es fundadora del Grupo de Creación Espiral, desde el que ha promovido y organizado más de diez eventos y festivales dedicados al género fantástico. Leonardo Gala Echemendía. Narrador. Ingeniero Informático. Ha obtenido el Premio La Edad de Oro 2009 de Ciencia Ficción y el Primer Premio Salomón 2008 de Ciencia Ficción y Fantasía. Es creador y editor de la revista digital Cuenta Regresiva. Cuentos y artículos suyos han aparecido en las revistas digitales Informativo Onírica, La Voz de Alnader, Disparo en red, Qubit, miNatura y Korad, así como en la revista La Jiribilla. Ha publicado la noveleta Aitana (Editorial Gente Nueva, 2011); el cuento “Ed Dedos”, como parte de las antologías Crónicas del Mañana (Editorial Letras Cubanas, 2009) y Crónicas do Mañá (Urco Editores, 2010, Galicia, España). La Editorial Letras Cubanas publicará próximamente su libro Cuentos de Bajavel. Claudio del Castillo (Santa Clara, 1976). Ingeniero en Telecomunicaciones y Electrónica. Diplomado en Gerencia Empresarial de la Aviación. Miembro de los talleres literarios Espacio Abierto (dedicado a la Ciencia Ficción, la Fantasía y el Terror Fantástico) y Carlos Loveira. Alumno del curso online de relato breve que impartiera el Taller de Escritores de Barcelona en el período junioagosto de 2009. Ganador en 2009 del I Premio BCN de Relato para Escritores Noveles. Mención en la categoría Ciencia Ficción del I Concurso Oscar Hurtado 2009. Tercer Premio del Concurso de Ciencia Ficción 2009 de la revista Juventud Técnica. Finalista en 2010 en la categoría Fantasía del III Certamen Monstruos de la Razón. Premio en la categoría Fantasía del III Concurso Oscar Hurtado 2011. Finalista en la categoría Terror de la IV Muestra Cryptshow Festival de Relato de Terror, Fantasía y Ciencia Ficción. Primera Mención en la categoría Cuento de Humor del Festival Aquelarre 2011. Finalista en el IX Certamen Internacio184


LOS AUTORES

nal de Microcuento Fantástico miNatura 2011. Ha publicado relatos en Axxón, NGC 3660, miNatura, Tauradk, Cosmocápsula, Qubit, Korad, Cuenta Regresiva, Juventud Técnica, Cryptonomikon 4, Próxima y La cueva del lobo; así como en los blogs literarios del grupo Heliconia. Eric Flores Taylor (La Habana, 1982). Narrador. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. En el año 2004 obtuvo el Premio Arena del Taller Espiral y resultó finalista del Concurso de Minicuentos El Dinosaurio. Ha obtenido varios premios en el concurso convocado por la revista Juventud Técnica. En el año 2010 ganó el Premio Oscar Hurtado de Fantasía del Taller Espacio Abierto y en 2011 mereció también el Casa Tomada. Relatos suyos han sido publicados como parte de las antologías Axxis Mundi y En sus marcas, listos, futuro (Editorial Gente Nueva). Ha sido incluido también en Tiempo Cero (Compilación de Cuentos de Ciencia Ficción a cargo de Raúl Aguiar), presentada en la XXI Feria Internacional del Libro por la Casa Editora Abril. Yunieski Betancourt Dipotet (Yaguajay, Sancti Spíritus, 1976). Narrador. Máster en Sociología por la Universidad de La Habana y profesor universitario. Ha obtenido el Premio en el II Concurso de Cuento Oscar Hurtado 2010, en el género Fantasía, y la Primera Mención en el III Concurso de Cuento Oscar Hurtado 2011, en el género Ciencia Ficción; además del Premio en el Concurso Mabuya de Literatura 2011, en la categoría de Autor Aficionado. Ha publicado en las revistas La Isla en Peso, La Jiribilla, Axxón, miNatura, NM, Papirando, Almiar, Korad, Aurora Bitzine, Letralia y Otro Lunes. Fue incluido en Al este del arco iris: Antología de Microrrelatistas Latinos (Spanish Edition) Estados Unidos, Latin Heritage Foundation, 2011. En septiembre de 2011 la Editorial digital portuguesa Emooby publicó su libro de cuentos Los rostros que habita. Es miembro de la Red Mundial de Escritores en Español (REMES).

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LOS AUTORES

Dennis Mourdoch. (La Habana, 1985). Ingeniero Mecánico. Miembro del Taller de Creación Fantástica Espacio Abierto. Graduado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Obtuvo una Mención en la categoría de Ciencia Ficción en el concurso Oscar Hurtado 2010 y 2011, así como en el Mabuya 2011 (categoría profesional). J.R. Fragela. (Matanzas, 1978). Narrador. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Premio Farraluque de Literatura Erótica 2006, Premio Alfredo Torroella y finalista en el Concurso Internacional de Minicuentos El Dinosaurio de ese mismo año. Ha obtenido también el Tercer Premio de Ciencia Ficción de la revista Juventud Técnica 2007; el Premio Ernest Hemingway 2007; una Mención en el Concurso Internacional de Cuento Casa de Teatro 2009 y el Premio Luis Rogelio Nogueras de Novela 2011.

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Terapia de progresión y otros cuentos -Varios autores-

Acerca de este volumen Terapia de progresión y otros cuentos es el segundo libro de la “Colección 21 Cuentos Cubanos del Siglo XXI”. Al igual que su precedente, El martillo y la hoz y otros cuentos, la nueva compilación se realizó a partir de textos publicados en la web Isliada.com. Literatura Cubana Contemporánea y con los propios lectores a cargo de la selección mediante una encuesta on-line. Escogidos ahora de entre los relatos aparecidos durante los meses de octubre a febrero, este Volumen II ofrece también un muestrario amplio sobre los temas, tendencias, estilos y autores que caracterizan el panorama literario de Cuba en la nueva centuria. Acompañados por otras tantas ilustraciones de artistas cubanos, encontrarán aquí siete piezas de Narrativa de tema general, siete del género Policial y siete de Ciencia Ficción/Fantasía. Los autores de los cuentos son: Marcial Gala, Michel Encinosa Fú, Pedro Juan Gutiérrez , Baudilio Espinosa Huet, Roy Jorge, Francisco García González , Ariel Lunar , Rebeca Murga , Anisley Negrí, Carlos Manuel Álvarez, Reynaldo Cañizares, Félix Sánchez, Blanca Blanche, Anabel Enríquez, Leonardo Gala , Claudio del Castillo, Eric Flores Taylor , Yunieski Betancourt , Dennis Mourdoch y J. R. Fragela .


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