EL SUENO CORRECTO
Aline Davidoff
Cuidado editorial: David Moreno Soto Diseño de la cubierta: Efraín Herrera Diseño editorial: Mariana Gutiérrez Primera edición: 2013 D.R. © 2013 Aline Davidoff D.R. © 2013 David Moreno Soto Editorial Itaca Piraña 16, Colonia del Mar, 13270, México, D. F. tel. 58 40 54 52 itaca00@hotmail.com www.editorialitaca.com.mx ISBN 978-607-7957-49-2 Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio sin la autorización escrita del titular de los derechos patrimoniales. Impreso y hecho en México
SOBRE EL CONTINENTE
I Es una tarde de invierno en el hemisferio norte. Es una tarde de invierno en los cielos del hemisferio norte. Una tarde con nubes suspendidas y quietas en el azul brillante de la atmósfera. Es una tarde junto a una ventanilla que no es redonda ni oval, una ventanilla como el ojo entreabierto de una ballena que recién asoma a la superficie. Es así sólo en un parpadeo. De la ventanilla escurre una lágrima de frío que se alarga como clave única de la velocidad. Es una ventanilla entre una hilera de ventanillas idénticas de un lado y otro del avión de línea. Cabezas, ojos, cabelleras aplanadas contra el material altamente resistente y colocado en parte doble. En cada ventanilla, encapsulada, va otra escena: una mano sola atrapada a medio vuelo; una mano que sostiene un vaso, una revista, un libro. Ventanas vacías de los que duermen reclinados en paz; y pocas, pocas, pero algunas, con caras y ojos que miran las nubes. Laura mira las nubes.
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Laura anda en las nubes de más de una manera. Laura vuela a un encuentro. Laura vuela. Han pasado tres meses, ¿o son ya prácticamente cuatro?, desde el último encuentro con F y durante ese tiempo, con lo sucedido, a pesar de lo sucedido, ella sigue con el corazón en vilo. ¿Será que el encuentro se aproxima y que el acto de ir hacia él es un momento de exaltación prolongada? Será una configuración de las nubes la que le despierta esa sensación, pero compara ese vuelo sobre el continente y el ardor en sus mejillas con lo que pudo haber sentido una mujer cruzando un salón de baile en otro siglo, entre los volúmenes alegres y coloridos de los vestidos; entre las nucas y los pechos descubiertos y la sobriedad perfumada del arreglo masculino: pura mirada imantada por otra, en el extremo opuesto del salón y ella que avanza sin vergüenza, ella que expone su pasión a todos, expone la naturaleza del baile que está a punto de emprender. Pero hay algo más. Laura siente que sabe a lo que va. ¿Va a lo que sabe? Él la quiere oculta. Ella lo quiere todo abierto, visible. Ella sabe que él la quiere oculta. Ella imagina que lo oscuro es una fase de gestación para después nacer a la luz del mundo. La nubosidad amordaza. Laura es redonda y fina a la vez, como un lirio de tallo largo. Como una mujer del Renacimiento. Las facciones de su rostro se suceden con una regularidad musical, acompasada, firme. El mentón agudo y la nariz, la frente, las sienes, una mejilla, otra, el pómulo, el lóbulo de la oreja, la comisura de los labios,
un párpado, las pestañas… A ese compás se le suma, sin discordia, una ligera asimetría que acentúa la vida que Laura encarna, y la de su tiempo. Este último, agitado y roto, y ella inteligente, deseosa, herida (¿quién no lo está?), sensual. Laura es la que quiere aprender. La que vuelve a pasar por ese camino, hoy ligeramente cambiado por el tiempo, las décadas, el cambio climático que afecta a todas las especies, la temporada del año y las noticias; la que recorre una y otra vez, con ganas y promesas en sus adentros de que esta vez será distinto, de que esta vez será la buena. Ningún espejo le sirve a Laura. En ninguno se ve. Ve sólo lo que puede ver: un nuevo comienzo. La posibilidad de empezar de nuevo mil veces justificada por las voces de la sabiduría popular: nunca es tarde, nunca es tarde. 11
II Laura se reclina en su asiento de avión, fila 18, letra F. Cierra los ojos. Dentro de su cuerpo todo descansa. Hay un filamento de fuego vivo hasta abajo, en el fondo, pero por ahora quieto, sólo ilumina. Las letras del alfabeto son como una escala musical por la que ella sube, baja. Cada letra un cofre con un mundo contenido dentro. Cada letra una figuración primitiva de sonido. Música del habla, primeros pasos en el intento de describir el mundo y sus maravillas. La cornamenta del cordero, la casa, la recompensa, la puerta… cada letra tiene su historia. Trae la F como un tatuaje en toda la piel visible, eso cree y en su asiento la letra viene aparejada con el número de la suerte. Eso no puede augurar mal. Se sonríe. Si pudiera pegaría un brinco de nueve filas y rompería en un paso de baile. No sabe muy bien cuál podría ser el baile, ¿un tango acaso?, aunque no lo baila, ni le gusta particularmente. Un tango sería, pero jocoso. No es éste un momento dramático, el dra-
ma quedó atrás. Ahora empieza otro tiempo, pero ¿cuál?, se pregunta. Termina el primer enero del nuevo siglo y ella viaja a encontrarse con un hombre que la tiene cautiva desde agosto o septiembre del año anterior. No el último septiembre sino uno atrás. Fue en ese mes de septiembre que lo que se había insinuado antes cobró cuerpo. En septiembre, durante un viaje que él hizo porque no viven en la misma ciudad ni en el mismo continente, se volvieron amantes. Entonces comenzó el incendio. Desde ese momento se vieron con la regularidad de quienes recortan el tiempo de un calendario de trabajo, el de Laura, para acomodar la distancia. F salía de sus involucrados ocios en Medio Oriente con cierta periodicidad sin otra opción más que la de recorrer medio mundo para acercarse. En dos ocasiones Laura se pudo trasladar a expensas de la compañía a ciudades europeas pero tuvo que trabajar y eso redujo mucho el tiempo efectivo del romance. En Holanda cenaron juntos al terminar, ya muy tarde, la exposición y los cocteles de la línea Obea Plata de vasijas pequeñas y saleros, que tuvieron más éxito del que jamás hubieran podido esperar. Hubo que atender a los clientes mientras hacían sus pedidos y recibir los halagos con gracia. Quedó poco tiempo para el encuentro amoroso. Después de una cena más bien apresurada en un lugar vacío y de unos ardorosos besos a orillas de un canal, se fueron a pasar juntos una noche muy breve. En París, para el Salon de l’Ameublement, dos meses y un sinnúmero de llamadas y mensajes más
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tarde, pasaron unas muy ansiadas horas de la mañana en un cuarto de hotel y después, en la noche, él la citó en un restaurante donde cenaron, sin poner en evidencia la naturaleza íntima de su relación, con una pareja de amigos. Laura no tardó en darse cuenta de que el interés de esa cena era conocer a la mujer. Al presentarle a Mina, F la estaba invitando a su intimidad. Mina era de fuego y de agua. Sus ojos podían lanzar chispas y sumergirse en una languidez oceánica de un minuto a otro. Esos cambios fluían en el compendio de ingenio, profundidad, humor y una cierta inocencia que le daba un aire de frescura perpetua. Así era Mina. Esa noche nadie corrió a aprovechar las últimas horas en la ciudad y ni siquiera se apresuraron para dormir antes de tomar sus respectivos vuelos, en direcciones opuestas, a casa. Fue una noche singular y las dos mujeres hablaron hasta muy tarde. Nunca se volvieron a ver. Laura y Fénix se volvieron a ver hasta el catorce de octubre en la playa y allí (ella lo confirmaría hasta los primeros días de diciembre) pasó, por su edad y por todas las precauciones tomadas, lo impredecible: Laura quedó embarazada. Parecía insólito dada la fecha de su última regla, en vista de que los ciclos de Laura, hasta ese momento, habían sido regulares. Una señal más (había habido otras pequeñas y más bien localizadas en el ámbito de las emociones) de que su periodo de fertilidad llegaba a su fin. El embarazo, además, interfirió con sus planes de pasar el fin de año, fin de siglo, fin de milenio, juntos.
Ella hizo lo necesario y él la acompañó por teléfono y prometió cubrir la mitad de los gastos médicos. Fue una miseria. En vista de su edad, ya entrados los cuarenta, y porque había tenido sangrados, al menos la cuestión de la legalidad del procedimiento no presentó problema. El doctor pudo argüir una intervención necesaria. Le parecía que el producto venía mal. Los análisis, aunque no concluyentes, apuntaban a un embarazo extrauterino y todo mundo sabe que un embarazo así hay que interrumpirlo rápido antes de que avance y mate a la madre primero de un dolor sin fin y luego con una hemorragia que inunda los órganos pélvicos y sale por dónde puede jalando consigo toda la fuerza vital. Una vez en el quirófano y anestesiada la paciente, el doctor procedió a hacer un aborto normal por aspiración. A pesar de que los días y las semanas corrían con una lentitud desgastante, para Laura la decisión del aborto tenía pies ligeros. Fénix le interesaba sobremanera: sentía en él una solidez y un humor que rara vez se le habían presentado en la vida. No era ese el momento de cargar una relación tan joven con la llegada de un hijo. Pero también supo que quería un hijo y la típica imagen del reloj marcando, ya no las horas sino los segundos, vino a visitarla más de una vez. La incertidumbre encontró raíz en el útero. Por eso los sangrados. Ahora la intervención quedaba a más de un mes de distancia y el último encuentro con F, doce o más semanas atrás. ¿Por qué era tan difícil contar? Como si se estuviera ocultando algo. De lo que sí podía es-
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tar segura en ese momento entre las nubes era de la sensación de que la inmensa selva de su deseo había vuelto a crecer después del momento de desahucio. La selva. El terreno donde corría suelta su naturaleza: los hijos posibles, su hambre, su fuerza, sus ganas, sus sueños. En esa selva caen tormentas, suceden hecatombes, y los florecimientos, sin vergüenza ni recato, siguen inundando periódicamente el paisaje con suavidad y aromas. Cuando viene el temporal se deja caer regido por el norte. El norte no da noticia de su llegada. Baja oscuro y veloz. Es una nube negra que no se sabe disipar por días. Después, llueve y llueve. Hoy no hay nubes adentro. Sólo las que se esculpen en la inmensidad del cielo con el fondo impoluto de los 12,000 metros de altura a los que vuela. Desde aquí, la reciente desventura parece una poda y las zonas antes ralas de su selva están cubiertas por un reverdecimiento tupido y corto, vigoroso. ¿Serán las estrategias curativas propias del cuerpo las de dejar sueltas las aguas en el terreno para no sentir más el dolor, para acordarse de que sigue siendo posible volver a empezar? Ese aire renovador es el que Laura respira a fondo, maravillada.
III En el taxi rumbo al aeropuerto sintió que se le caía el corazón al suelo al darse cuenta de que había olvidado su tarjeta de crédito. ¿Cómo iba a viajar sin tarjeta? La tarjeta era igual de importante, o más, que el pasaporte. Tendría que volver a casa, pero eso significaría perder el vuelo y con él el boleto, y además un día entero de un viaje que de por sí era corto. Entonces se dijo que su novio (así le decía a F) tenía la solvencia necesaria para mantenerla durante esos días y más. Pero la idea de depender completamente de él la desconcierta. Nunca ha dependido de un hombre, salvo y en su momento, de su papá. Su independencia no la favorece con los hombres. En su mente le parece, con toda racionalidad, que sería más fácil construir una relación con alguien que tuviera la misma condición en la vida: medios para vivir o medios para conseguir los medios para vivir. Sin embargo ha observado que no es así. Ha visto que un hombre se
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acerca con más facilidad a una mujer sin dinero, sin formación ni talentos para ganarse la vida en el mundo, que a una mujer rica de modos y de medios. Son raras las vidas que se hacen juntas. El control que esto presupone; la forma primitiva en la que encierra a las parejas el consabido trueque, alimento, limpieza, orden y sexo por dinero y manutención, todo es un juego viejo, una ecuación cansada, y los que actúan esos roles desgastados son casi sombras. Inmediatamente la mujer sin dinero propio ni manera de ganarlo se vuelve la propiedad incontestable del hombre y los hombres sienten que se fortalecen con la docilidad de la dependencia femenina. Y está el asunto de la docilidad. Y el asunto del juego. A Laura le entusiasma la posibilidad de hacerle ver a F que el olvido de la tarjeta tiene que ver con la docilidad que él ha despertado en ella. Esto pensaba en el taxi rumbo al aeropuerto mientras, con dedos nerviosos, buscaba en los recovecos de su gastada cartera, ya no la auspiciosa presencia de la Amex (cuya casa-habitación veía con claridad en el fondo del cajón de la cómoda de madera roja, en su caja de laca rusa), sino la de un billete cuidadosamente doblado con mirada futurista y previsora. Dinero para un día de apuros. En vez, encontró los billetes que había puesto concienzudamente la noche anterior en un pequeño cierre de su cartera. Estos le iban a servir para el gran transporte a la ciudad y para algo más. No mucho, pero para algo. Su situación era limitada pero no grave. No iba a regresar a casa. Iba a tener que pedir. Su posición de igual a igual con él —al menos en lo económico y a pesar de ser mucho más
joven que él— iba a sufrir cambios, o por lo menos reajustes importantes. No debía exagerar. Cuando habían salido juntos al hotel en la playa o al restaurante él había pagado como caballero y en vista también de ser un caballero de mayor edad. Entonces él no quería oír hablar siquiera de la posibilidad de que ella pusiera unas cuantas monedas para la propina sobre la mesa. Al final, las monedas y los boletos del avioncito que los llevó de la playa a la playa recóndita en la selva finalmente sí los había pagado ella. Esas contribuciones le daban a ella la sensación de igualdad en los pagos y esto sin contar el suceso quirúrgico que ella había acabado por solventar en su totalidad. El asunto de la tarjeta olvidada era incómodo y parecía contener el potencial de revelar un aspecto sumamente desagradable de la relación. No le era fácil enunciar la frivolidad envuelta en una relación que niega la existencia de necesidades más allá del placer. Aunque, ¿qué es el placer sino una necesidad también, una necesidad como las otras venida ésta de un oscuro origen biológico? Los hombres les dan dinero a sus esposas y a las prostitutas, pensaba. Para empezar a las amantes, regalos, y a las hijas, educación, salud, ropa, comida, casa: todo lo necesario, hasta que se hacen cargo de sí mismas o llega otro hombre y se hace cargo de ellas y de los hijos por venir. Pero en todos los casos le parece que el elemento de posesión, de pagar por lo que a él le pertenece, prevalece. Laura no quiere ser de él como un coche o un bono o una corbata. O ¿eso quiere? Ser de él. Enteramente. Perderse en su pantano. Desaparecer.
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Así son, así son, sigue su discurso mientras mira emocionada las nubes y trata de contener la energía de su cuerpo. Quiere y no quiere. Colgar de su cuello, ser un asunto privado en su cartera, llevar su cuerpo adornado a donde él necesite ir. Pero ella no es ni prostituta ni esposa. Ella es amante y de esto hace un aparte en su mente y trata de entender. ¿Qué es ser amante? No espera nada de él. Nada. Al menos eso cree. ¿Existen las relaciones libres de trueque? Algo se intercambia por otra cosa. Cosas que no sean cosas. Algo ha de esperar. La primera parte de la palabra amante. Caricias y tiempo, conversaciones y besos. Por el momento sólo siente el cosquilleo, la risa, las ganas, la alegría de ir al encuentro de un hombre deseado. De un hombre que ve claro y se ríe con ella de lo que ambos entienden. De un hombre que se conoce y la quiere proteger de los roles clásicos que ofrece la situación. Madre o prostituta. ¿Hija o amante? ¿Dónde queda la amante? Empieza a sospechar que la idea de la amante sólo cabe en la mente femenina. Para los hombres la división es clara. (Bernadette Lafont surge sin aviso de la borrosa distancia. Ella era la madre. La puta era una enfermera polaca. Leaud era el niño que seguía la música, entre las dos.) Hay quienes aseguran que los hombres no pueden ser amigos de las mujeres. Para nada. Que siempre subyace el sexo o la posesión de una u otra forma. ¿Cómo se sentirían esos padres con sus hijas? ¿Esas hijas con sus padres? Queda el papel de hermana como única otra posibilidad. Un frente común ante los mayores y experiencias compartidas. El mejor rol quizá, pero de más corta duración en el pa-
norama de la vida. En cuanto se casan, los hombres se alejan de sus hermanas. Mientras piensa estos pensamientos Laura decide que se siente lejos de esos patrones de relaci贸n y los califica de primitivos. Hace un esfuerzo por verse, por ser objetiva: es una mujer independiente, trabajadora, que viaja a una ciudad extranjera a encontrarse con un hombre que le gusta (mucho) y con el que se relaciona porque quiere; porque lleg贸 el momento de gozar la madurez. Y es responsable, como dicen los anuncios. Los anuncios que invaden el mundo como voces descarnadas que gu铆an los pasos de la gente por los pasillos de la vida, de las avenidas, de los aeropuertos.
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IV En los pasillos del aeropuerto de llegada, con el mango de la maleta verde en la mano, mientras la jala, Laura siente una comodidad peculiar. Está en el sueño correcto. Se pierde con facilidad entre la gente. Forma parte del paisaje. No es una cuestión de familiaridad necesariamente. No, hay extrañeza de por medio pero sus pasos son seguros. Son pasos que no se pierden. Son pasos que marcan un ritmo. Pasos sobre la piel tensa de un tambor. En esta parada, en este punto del globo se siente así. Hay otros como ella que van compactos hacia sus vidas o a sus encuentros sin demasiado lastre. La mujer de saco café y zapatos tenis que empuja una maleta sobre un carrito de alquiler tiene la cara suave como si hubiera dormido todo lo largo de un vuelo interminable. Viene descansada, somnolienta, va a casa. Hay un hombre, más joven y bien rasurado que está extraordinariamente despierto. Debe ve-
nir de Oriente. Sin embargo viene prácticamente sin equipaje. Los relojes dan las horas de los distintos meridianos. Los relojes dan las horas del mundo como advirtiendo que aquí, en este lugar, todavía es posible ir a otro. Decidir el tiempo de su vida. Retroceder, avanzar. Aquí el presente todavía no acaba de llegar. Laura jala, jala. Segura de que sí será, sí será una noche de amor. ¿Por qué no habría de serlo? Los oficiales de aduanas la dejan pasar y la sala desemboca en la escalinata de llegadas donde una valla separa a los que llegan de los que esperan a los que llegan, para llevárselos. La valla hace un meandro por entre columnas estructurales. Entonces recuerda los tiempos en los que alguien la hubiera ido a recoger al aeropuerto. Se acuerda de sí misma años antes, muchos años antes, tomando el tren o el taxi o ambos para recoger a E. En ese mismo lugar lo esperó. Le sorprende que el lugar siga intacto. Que siga inmune a las reestructuraciones constantes que se hacen en las ciudades para poder acomodar el creciente flujo de gente que va y viene, va y viene por el mundo. Esta llegada, este puerto de entrada, lleva décadas idéntico. Y no hay señales, todavía no, de cambio. Nada de Disculpe Las Molestias que Esta Obra Le Ocasiona. Nada de eso. Todo igual. Limpio, pintado, pero igual. Después de tanto tiempo (y ya son más de veinte años) le toca a ella llegar de visita. E, F… Laura podría construir un alfabeto, así de justa es la secuencia aunque el intervalo entre letra y letra sea abismal. Veinte años es el tiempo de una odisea.
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O, veinte años no es nada, volviendo al tango del avión. E. La boca se entreabre y sin esfuerzo el cuerpo espira. La E es una ventana, una exhalación, la puntuación final de un suspiro. Eduardo. El tan distante Eduardo Pietakowsky. Sabe que ahora, tantos años después, forma parte de su esencia. Que hasta el final de su vida va a ser así. Si pone atención puede conjurar su rostro casi en la superficie de su conciencia, será porque lo revisa y lo mira mucho y entonces él flota ahí cerca de la membrana de sus ojos. Lo revisa porque a pesar de ese rompimiento radical situado en un pasado ya muy remoto él había sido su gran amor sin escapatoria. Es una figura que no ha sido tocada por la erosión del tiempo y se conserva intacta, a la edad justa del presente en el que existió en la vida de Laura. Eduardo no era un joven cuando se conocieron. Eduardo nunca había sido joven que Laura supiera. Aun en los recuentos de su juventud, Laura sabía que no, que nunca había sido joven. Había nacido grande, serio. Y ella lo había conocido en la cresta de su maduración justo antes del decaimiento, de la caída larga que se da antes de la vejez. Ya no le quedaba pelo en la cabeza pero estaba en pleno vigor, con la piel fresca y un aroma corporal lleno de notas de nuez madura. Un aroma de cueva ocre, protector y excitante, profundo, con una gota amarga que sacudía la
somnolencia, que despertaba el interés, la curiosidad, las ganas. Ella pudo haber sido para él la posibilidad de ser joven como nunca. Le decía Laura pero a veces cambiaba el Laura por Beatrice. Las resonancias de Laura no le bastaban. Faltaba el Dante y la niña que éste percibió de reojo y que lo llevó después al Paraíso. Cuando la conoció, Eduardo se propuso disfrutar ese amor al máximo, quedarse allí, con ella. Pero la tentación de la infidelidad no lo soltó. No podía permitirse el lujo de estar satisfecho con una sola mujer porque entonces tendría que dar más de sí. Quedaría todo él abierto al bienestar y ¿cómo explicarse entonces su oscuridad, su hermetismo? ¿De dónde sacar la fuerza para darse valor y seguir adelante? La relación tenía que ser en sus términos. La libertad esencial de Laura acrecentaba su pánico. Empezó a plantar amoríos en su vida. Con una, con otra. Estas infidelidades acabaron minando el terreno de su relación con Laura. Empezó a maltratarla. Laura sólo valía, para él, por su juventud, por su belleza. Eso se empezaría a borrar, le decía, y después de la frescura de la primera juventud de una mujer no quedaba nada. Una mujer estaba acabada a los veintiséis años. Eduardo se protegía del amor. Del amor que él había descubierto en sí mismo y del amor de una mujer joven. Mucho más peligroso en los tiempos de la anticoncepción y del aborto de lo que jamás había sido. Él fue. ¿Cómo recordarlo de otra manera? Él había sido lo más cercano al caballero andante de su juventud, de su vida. El rojo de sus labios, la barba y el bigote bien cortados, su piel blanca mate, la intensidad de
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la mirada de esos ojos miopes y negros, ojos de carbón vivo, todo hacía de Eduardo una figura anacrónica y deliciosa. Un hombre que hubiera estado mucho más a gusto entre las gruesas pastas de una novela de Tolstoi que suelto entre la gente del hemisferio norte en el continente americano en la segunda mitad del siglo veinte. Algo a medio camino entre Karenin y Vronsky: un ser roto entre su propia tendencia a la infidelidad y la vergüenza del marido humillado por su propia vejación, por su propio comportamiento. —¿Cómo? —se pregunta Laura—, ¿cómo dejé pasar esa vida, ese amor? Tanto tiempo. Tanto. Veinte años. El ciclo óptimo de una divagación. Laura lo recuerda con el registro sonoro grave que emiten las cuerdas abrazadas por una caja de resonancia infinitamente preciosa. Laura conserva esos sonidos en una parte de su mente que, como un jardín inglés, tiene zonas en ruina muy a propósito. Allí escucha en tardes melancólicas y bajo la sombra a los músicos con sus instrumentos, al mundo en busca de armonía. Y en ese mundo, aunque tironeado por la sustanciosa mugre de los tiempos, todavía queda la escena dónde él, Eduardo Pietakowsky, mayor, pero aun joven, responsable, pero no rico, y respetable en su profesión infestada por la peor plaga humana, toma a Laura, con su consentimiento, es verdad, del arbusto donde crecía y se la pone en el ojal del saco que ese día llevaba puesto por equivocación. Laura había sido virgen hasta entonces. El recuerdo está opacado por el paso del tiempo, por los años subsecuentes a la separación de Eduardo. Por todas las demás relaciones, las que duraron dos años o
unos meses; las que tuvieron el impulso de convertirse en algo más allá de la pareja, de convertirse en un matrimonio, en el inicio de una familia propia. Laura fue irresistible para Eduardo pero nunca, nunca (así pensaba Laura) tanto cómo él lo había sido para ella. Eso creyó durante años. Eso seguía creyendo. ¿Sería que esa creencia persistía porque después de todo, no había vuelto a encontrar a un hombre como él con el que quisiera todo sin restricción? Después de la separación, Laura se había hecho cargo de sí. Nadie la había levantado. No supo qué fue peor, lo que vivió o la batalla que hubiera tenido que librar para quedarse con él: sangrienta, horrible y probablemente inútil. Eduardo estaba casado y tenía hijos. Si acaso era cierto que vivía un matrimonio feliz ¿por qué mirarla siquiera? Un matrimonio feliz. Todos los hombres podían sentir conmoción por alguien más. Las mujeres en una pareja, también. Sobre todo cuando el clima empezaba a enfriarse entre los dos. Era cosa de dejar entrar la conmoción; cosa del estado de esas murallas sin las cuales, se dice, no hay amor. No se podía andar con la guardia baja y si se hacía, si se dejaba entrar la brisa en la alcoba, entonces había que estar muy atento: dejarse seducir apenas, y seducir, con lo que había sido seducido de uno mismo, a la pareja que seguía sitiada por las murallas en ruina, sin por eso lastimar a la seductora o al seductor externo. Si se llegase a definir el papel y funcionamiento de las feromonas en el mundo de la seducción y del amor haría falta crear su ética. La ética de las feromonas. Este tema sigue sin autor y no tiene legislación. Pero
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todo es legislable. Entre más se liberaliza el mundo de los humanos y de sus causas más se siente el peso de la ley, de sus innumerables incisos, excepciones y complejidades. Pronto esas esencias se van a atrapar en tubos de ensayo de cristal de roca, tubos de ensayo milimétricos, que van a volar sobre las brisas de un fabricado Abril para conseguir la esencia en la nuca de alguien, o en su pecho, y con eso corroborar después que sí, que fue esa la esencia específica que causó el conflicto en la pareja, o que él o la dueña y portadora de esa esencia merece una reparación en manos del esposo… ya que su esencia fue la esencia que reparó ese matrimonio que se caía en pedazos. Cuántas veces él o la que se interpone en un matrimonio lo salva, aviva el deseo entre la pareja antigua, a costa, claro, del despecho del amante. Es difícil imaginar una ley para los que viven fuera de ella. Es difícil imaginar sociedades de agentes únicos, deseantes, solteros, inaparejables. Eduardo la había tocado allí dónde ella se sentía inalcanzable. Le había hecho sentir su contorno de mármol. Su apreciación precipitó el deshielo. Fue estruendoso. Irrefrenable. ¿Qué era todo este andar entre vestigios del pasado? En el museo de sus antigüedades, o, mejor dicho, en el museo de su antigüedad, Laura pudo ver hermosos torsos mutilados; una pierna masculina, no demasiado atlética, más bien flaca, una pierna que en Grecia hubiera contado como la pierna de un viejo, de alguien que tiene más uso de su mente que de sus piernas, una pierna de alguien que, a lo mucho, va al pozo una vez cada día, o cada dos días, a
sacar agua. Esa misma pierna en vilo y extendida en su intento de alcanzar la otra orilla. Y el perfil de un rostro, el mismo hombre, en el trance de formular un pensamiento. El ojo vivo de quien piensa y busca las palabras para concretar lo que piensa; y los fragmentos de mujer, la mutilación barbárica de siempre. Sin cabeza, sin brazos, sin piernas. El torso inerme. El rostro sin protuberancias, sin pómulos, ni nariz, ni carnosidad del labio superior; todo esto sin sangre, por supuesto, puro mármol y alguna pieza vestigial en bronce; la mirada triste y lejanísima de quien quisiera recobrar sus partes. Laura habría perdido el Beatrice en el camino y ahora era sólo ella, Laura, Laura. De los tiempos en los que era “la niña”, la niña de Eduardo, se acuerda en cascada de domingos laboriosos; se acuerda de no saber cómo se organizaban los días y los meses y los años de la vida. Retiene una necesidad desmedida, una presión física, de volar, de ir, de recorrer el cuerpo de él, de recorrer el barrio, los otros barrios, la ciudad, las ciudades coloniales pertrechadas en las montañas contra el cielo violentamente azul de México, las playas, las fronteras, el mundo entero, con una canción. La canción que fuera. La canción no tenía importancia. Hay tantas maneras de cantar una canción. Y en el acto de cantar lo recordaba a él entregándose a una libertad que tampoco había tenido nunca. Y en ese oleaje una felicidad desbordada, total, en la que era justo vivir. Cuando llegaban las sombras no venían del presente. Amenazaban desde el futuro o desde el pasado. Las
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sombras tenían nombres siempre incompletos que lo dejaban a uno perplejo, sin saber: una sombra podría llamarse Car, nada más, y uno no sabía si se trataba de Carmen o de Carnaval, de Carnal, o Carlos, o de Carlota; o de una palabra en inglés que acababa de frenar frente a la puerta. Las sombras llegaban encarnando el dolor de los otros; la falta de reconocimiento, la subyugación a las autoridades huecas. La tendencia a volverse uno mismo una autoridad hueca al sentir el terror, atacaba también. El placer y los juegos se podían acabar instantáneamente y uno quedaba relegado a un lugar muy pequeño, a un lugar donde uno fácilmente podría ser pisado por otros o, peor aún, a un lugar a donde uno podría tragar polvo hasta secarse por completo de adentro para fuera y desaparecer. Desaparecer sin que nadie, ninguna persona, ningún adulto (en la conciencia de estos terrores no se deja de ser niño) en el cuarto, nadie, se diera cuenta. Nada. Huesos apenas. Uñas. Nada. Polvo. Y la vida alrededor con su naturalidad habitual: mujeres guapas y traición, escenas de seducción y de abandono. Todo contenido en la apacible continuidad de vidas ordenadas, llenas de hábitos, de interiores sólidos y de buen gusto; de jardines moderados; de discusiones políticas; de tradiciones que nunca alcanzan el nivel o grado de la fe pero que se perpetúan desde hace siglos; afiliaciones naturales con causas humanitarias y siempre, siempre, el estallido frente a los sorprendentes contrastes que ofrecía la realidad. La realidad que en ese pasillo del aeropuerto parecía mantenerse como si nada, como si las décadas y el nuevo siglo nunca hubieran pasado por allí.
V Ya sale Laura con el abrigo bien cerrado y una bufanda hasta las orejas a la noche helada, a la noche bajo cero a sentir la contracción de todo el cuerpo, una contracción que augura bien, se dice, mientras mide el tiempo que va a durar en la cola de los taxis para ver si encamina sus pensamientos a otro rumbo o si los deja allí otro rato en el pasado remoto que viene ahora a su encuentro sin haber sido invitado al fin de semana largo, un intruso ese pasado que se va a tener que ir solo, como llegó. No sabe cómo correrlo. No lo quiere correr. Probablemente van a tomar el taxi juntos. Una vez instalada en el asiento y con el cinturón puesto Laura le pide al chofer que baje la calefacción y trata de ver el paisaje. Las marcas de hielo sucio que se escapan del gran río donde de tanto ir y venir, ir y venir, no queda huella de nada. La escena que recuerda tiene la suavidad de la primavera que se va volviendo verano: es una tarde o es de noche pero
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hay luz. El sol languidece oblicuo en un atardecer interminable. Laura espera a Eduardo, ansiosa, en el aeropuerto. Ella es jovencísima, casi adolescente y ya son amantes. Ella había llegado a la ciudad antes, con sus padres, y al llegar él se había sabido desprender de ellos con astucia. Una combinación de astucia suya e indiferencia de los padres, pero al fin iba a estar con él todo el día y toda la noche durante muchos días y muchas noches. Así, desde el momento en que se encontraron hasta su regreso juntos en un avión semivacío, se dedicaron el uno al otro sin respiro. Sería por eso que Laura le pidió a F, por teléfono, —Ve por mí al aeropuerto. F dijo que de ninguna manera y Laura se dio cuenta de a qué grado habían cambiado los tiempos, la edad y la premura del amor. Está bien. Se verían después, esa misma noche. En eso habían quedado. F. La boca. La boca en sí. La cavidad donde resuenan la voz y el silencio. Fénix. Su nombre, Fénix, siempre causó hilaridad y la misma retahíla de preguntas y aseveraciones: —¿Vuelves? —¿Seguirás volviendo siempre? —¿Te tumbaste la ele como protección, como manera de asegurarte que ni tú ni nadie a tu alrededor se acercaría nunca al concepto, a la idea siquiera, del Felix Hombre, el Hombre Felix? —Fénix. Después de todo la voz presa en el nombre también canta el oeste, la virilidad, las botas de piel de serpiente.
¿Le gustaban esas preguntas? A veces se quejaba con los interlocutores acusándolos de caer en el lugar común. Otras veces respondía como si esa fuese la primera vez que alguien le hacía semejante pregunta. Pero juraba haber olvidado el origen del nombre como quien olvida su propio nacimiento. El nombre, por supuesto, no era el de su nacimiento ni tenía lazos con su cultura de origen. Todo lo contrario. El nombre era como un fetiche que hubiera recogido en una batalla lejana en tierras ignotas. El nombre era algo que se le había quedado pegado al cuerpo y que ya no lo dejaría nunca. Ese apelativo se había vuelto más él que él mismo. Fénix la vio desde el primer momento. Reconoció de inmediato el efecto que Laura tuvo sobre él al darse cuenta de que se había distanciado de la escena. Laura y otras dos personas discutían un proyecto en las oficinas de la agencia de marketing de su viejo amigo Ilya. Traían las manos llenas de diagramas y hojas. Fénix se quedó muy quieto y no pudo escuchar nada de lo que se decía. Solamente la veía a ella. La veía moverse con una gran lentitud. Una vez recibida la señal había que encontrar el modo de pasar a la acción. Fénix se incorporó al grupo y empezó a pensar mientras la observaba. Laura tenía una veta melancólica, un algo que la separaba de su presente como si constantemente tuviera que atender a una presencia interna. Parecía inconquistable. Y fue eso lo que Fénix quiso para sí: la zona borrosa de su mirada donde confluían lo agudo y lo suave, la juventud y la madurez, la sensualidad y lo compasivo.
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El asunto no tenía visos de ser una relación casual, así que había que preparar el territorio para disfrutarla al máximo. Tenía que deshacerse de compromisos previos y, sobre todo, despedirse de una vez por todas de Mina como amante esporádica. Dos mujeres de ese calibre al mismo tiempo era un reto excitante pero cada vez menos manejable. Aunque Mina estuviera ya casi enteramente en manos de otro había que proceder con cuidado. Entonces. La conoció lo suficiente como para poder buscarla más tarde. Lo suficiente como para abrirse el apetito y desearla a la distancia. Después, dejó pasar un tiempo. Finalmente, con gran naturalidad se comunicó con ella. La trabajó de lejos con pericia. Viajó de nuevo a verla. A Fénix nunca le faltaron excusas para viajar. Un entrenamiento obtenido en los Servicios Secretos de su juventud, seguramente. Sólo él sabe lo que busca y quiere, nadie más. Nunca se siente constreñido por una idea fija de la realidad. No se siente constreñido por nada. Lo que importa es lo que él quiere. Así que cuando al fin logró levantar la espuma de su expectación, Fénix aterrizó en los terrenos de Laura, un operador sigiloso e impecable, listo para comerse su pastel. En esos días Fénix va descubriendo a Laura en la variedad de sus colores. Llega verde y rosa pálido, azul y rojo clavel. Un día aparece enfundada en una tela flor de fuego magenta. Muy discreto, Fénix le empieza a decir que ella podría ser su novia perfecta: son los colores pero más bien es el brillo de la inteligencia lo que le hace creer que ella está calificada para acompañarlo a todas partes. Al fin del mundo. Porque su
mundo —no duda en aclarar es del tamaño del mundo: de la Tierra de Fuego pasando por la vastedad del Pacífico, cruzando Asia, las Estepas, las Costas Dulces, el África, toda Europa hasta cerrar el manto más allá del derretido Bering. El mundo es suyo. La posesión del mundo como campo de juegos debe sustituir la falta de juventud, de vigor, en él. Laura lo entiende, ese es el propósito de su alarde. El poder es el sustituto más recurrido entre los hombres. Cualquier forma de poder. El papel de reina esporádica, de la reina de él, no deja de tener atractivos pero preferiría otro tipo de ofrecimientos. Menos grandiosos, más sinceros. Se lo dice a él, menciona los ofrecimientos en el inglés de Borges: “I offer you lean streets, desperate sunsets, the moon of the jagged suburbs…” y al terminar el poema, con un brote de emoción en los ojos, se da cuenta de que aunque la encuentre bella la propuesta lo irrita. Pasa por su mente la posibilidad de que él no tenga en sí lo que la sinceridad exige. En este pequeño margen de duda germina una planta exótica que la convence, por su abigarrada forma, por la sombra que da, de que Fénix va a descubrir a través de ella su capacidad de despojarse de todo aquello que le impida darse al amor. ¿Es exótica la planta o está dotada de una forma repetitiva y tramposa que la empuja a embarcarse en esa nave inmaterial del amor y sus delirantes esperanzas? Por otro lado, ¿realmente puede decir con la sinceridad que le quisiera descubrir a él, en su manera de quererla, que tener el mundo entero como campo de juego es algo que no la mueve ni la incita a esa relación? Un poco de todo. La voluntad de pensar, de entender, se
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empieza a alaciar frente a la invitación de conocer a Fénix, frente a la maraña de deseos palpitantes que toman posesión de distintas zonas de su cuerpo y del caudal que corre adentro: sangre, energía, linfa, todas esas sustancias que van mezcladas en el torrente. Laura se enamora. Mientras la fantasía del amor crece ella se afina. ¿Novia perfecta o amante oficial? Fénix le habla, le propone, le dice, él mismo lleno de ensueño. Como si estas concepciones le permitieran cumplir con un ideal de sí mismo. A Laura le parece que el efluvio de expresión que le transmite Fénix confirma su propio poder, inesperado, misterioso, de extraer de él la sinceridad de su sentimiento, la verdad de su vida. Como todo verdadero amor, se trata de un encuentro transformador, vital para ambos. Fénix quiere imaginar que se la lleva, la rapta y la posee. Esto último ya en sus reinos: se sueña a la cabeza de un pueblo viejo y sabio. Se imagina que se ve obligado a delegar sus responsabilidades y deberes por amor a esa mujer. Se ve a sí mismo encerrado en una habitación grande, luminosa, con terraza y, claro, con todas las amenidades de la vida moderna, durante meses. Le sorprende su impulso por dejarse llevar. Abandonar. Nunca antes. Y, en vista de sus años, nunca más. Por lo pronto se siente capaz de todo. Capaz de soltar a Laura desnuda a la orilla del mar para colmar su placer de verla entre las olas. Laura corre al mar y se deja rodear por el agua mientras él la mira. Mientras él la mira y deja, en
la silla de tela que acoge su espalda en esa playa de noche con una luna incierta que matiza la tinta de las olas, toda pretensión de poder, de rapto, de virilidad, más allá del momento y de la sensación táctil que se extiende en él al ver la superficie del mar. Laura se baña esa noche y también a la mañana siguiente, antes de desayunar. En la mañana sale, furtiva, con una alegría en los pies casi olvidada, a entregarse al mismo mar. El mar está revuelto y la arena cubierta de extraños diseños. Pareciera que el agua hubiese trabajado toda la noche a empujones con una fuerza suplementaria enlistada en sus filas y de todas formas, en el resultado, perdurara la indecisión: una obra sin plan preconcebido, sin arquitecto. Mera violencia en la playa, montículos y derrumbes, mordeduras a la orilla del mar. Laura piensa que quizás equivocó el rumbo por esa misma ligereza de sus pies y voltea como para constatar la presencia de otro camino, de una vuelta mal dada y en vez lo ve a él, a Fénix, al acecho, corto de aliento, con un pequeño aparato fotográfico en la mano. (E y F, F y E Letras sueltas que caen en los cuadrados huecos del crucigrama inacabado que se extiende por los cuatro puntos cardinales y el tiempo.) La mano de Fénix exprime la nuca de Laura; aprieta como si fuera una naranja. Los nervios y tendones se crispan. La piel arde. Después la suelta. Conserva la mano atrás pero la suelta. El alivio es más grande que el dolor.
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VI —Mis. Mis. Gui ar hir. Mis. Increíble, pero se había quedado dormida o en trance durante el trayecto. ¿Durante el último tramo del trayecto? Con todo y la emoción algo la había obligado a abandonar el presente. Se incorporó. Abrió el zipper de su bolsa. Sacó la cartera. Calculó rápidamente el importe de la propina y lo sumó a la cifra convenida al abordar. El hecho de que la propina no estuviera incluida en el precio del viaje tenía la ventaja de mantener más o menos viva la agilidad aritmética de los pasajeros. Pero tenía un lado oscuro. Este se dejaba ver cuando existía antipatía entre el conductor y su pasajero, cuando crecían las exigencias, cuando uno de los dos era abusivo con el otro. Éste no era el caso. El viaje había sido tan tranquilo que se había podido abandonar al sueño. Encontró la cartera considerablemente más delgada entre sus dedos al guardarla, pero ya esta-
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ba en su destino. Miró el edificio desde la banqueta dónde ya un portero de gorro y uniforme se acercaba a ayudarle con su pequeña maleta. Sus ojos subían y subían, una torre muy alta, plateada, que cubría su pedazo de cielo. Éste era el lugar. De arriba sería distinto. Y sintió en el bolsillo derecho de su abrigo el cuerpo suave del llavero, la cadena corta y al final, muy fría, la llave.
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—No me pasó nada. ¿Tú a dónde fuiste? —¿No será que ahora tú quieres controlarme a mi? —Es una conversación, nada más. —Cuando viene de ti es conversación, cuando viene de mí es control. Cambiemos de tema. —Sí, cambiemos de tema. —¿Otro trago? —atreve Laura. —No, no más, gracias. —He pensado que aquí, en este punto, puede empezar mi vida real, ¿entiendes? —No, no entiendo. —Sí, ¿te acuerdas del libro del papá de Mina? ¿Cuando encuentra a su familia asesinada y dice que en ese momento termina su vida real? Para mí es el momento inverso… —No entiendo nada de lo que dices, no entiendo cómo siquiera puedes acercarte a eso. —Fénix está enfurecido. —¿Qué tiene que ver? —No te enojes. —Sí me enojo. —Por eso es tan difícil… —¿Tú crees que esto no es la vida real? ¿Tú crees que esta vida sin preocupaciones, sin presión, con dinero, lujos, viajes, es una tragedia comparable a aquélla? —Nunca dije eso. No me estás entendiendo. —Definitivamente no te entiendo. La afabilidad del principio de la entrevista ha dado paso a una furia a conciencia. —Quiero otra cosa. —Ya es hora de que quieras otra cosa. Esas cosas que tú quieres, Laura, esas cosas, como tú les dices, vienen del cielo. Así como tú llegaste a mí.
—¿Perdón? —Sí. Tú llegaste milagrosamente a mí pero no te puedo dar más de lo que te doy. —Yo… —Tú quieres más. —Sí. —Entonces eso es. Se acabó. No hay más. —¿Cómo puedes decirme que ya es hora de que quiera otra cosa? —Creo que sería excelente que una mujer como tú, una buena mujer, una mujer íntegra, tuviera una relación, ¿cómo decir?, tuviera un marido, casa, hijos. —Pero, entonces, ¿qué haces conmigo? —Te disfruto. —Y me alejas de la posibilidad de tener… —Una vida verdadera. —Entonces sí me entiendes… —Lo que tú debes entender es que esta conversación se va a evaporar como lo del vaso que bebes. Este momento va a desaparecer y vamos a salir a la calle y allí volveremos a ser las bestias que somos (hablo de mí) y yo volveré a quererte como te quiero y tú puede que te olvides de lo que ahora sabes y te dejes querer una y otra vez por mí o por alguien como yo. —Creo que no voy a permitir que se evapore lo de mi vaso. Me lo voy a tomar hasta la última gota. —¿Otro? —No —mientras vacía el vaso—, gracias. Antes de irnos y antes de que se me olvide, necesito dinero. —Todos necesitamos dinero. —Sí, lo sé, pero recuerda que salí de casa sin mi tarjeta. Me di cuenta en el taxi rumbo al aeropuerto
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pero si me hubiera regresado habría perdido el avión. Confié en que tú me ayudarías a salir de este apuro. Y… de todas formas, no se si te acuerdes, pero tenemos una cuenta pendiente. —Y ¿el dinero que te di el otro día? —El dinero que…, es cierto. Lo había olvidado. Es cierto. No necesito más. Está prácticamente intacto. —Entonces, ¿estamos a mano? —A mano. El resto de la conversación queda perdida en la velocidad de los sonidos de la noche: las monedas del cambio de la cuenta sobre el mostrador, los coches en el pavimento oscuro, el aire frío, los últimos besos en las mejillas, la puerta que se cierra.
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XVIII La maleta está hecha, el despertador encima de la libreta azul y ésta sobre la maleta. Antes de caer en el sueño Laura pide —como lo haría en un rezo o en una oración— que las visiones de la noche corta pasen por la frontera de cuerno. Sus sentimientos están confusos y no piensa con claridad pero de alguna forma empieza a imaginar, cada vez con más y más claridad, el sueño de sí misma: sin Fénix, sin los hijos de su cuerpo, sin certezas. Al soñarse así siente un jalón suave, un empujón que le dice que sí, que esa es la buena veta para encaminar al sueño hasta la frontera. Y entra.
ÍNDICE
Sobre el contintente.............................................................7 Una torre de plata .............................................................41 A orillas del mar de carbón ...............................................79 En la casa de los aparecidos ...........................................105 Ceniza ..............................................................................121 Donde no hay pasos ......................................................... 149
El sueño correcto, de Aline Davidoff, se terminó de imprimir en los talleres de Impresiones y Acabados Finos Amatl, S. A. de C. V. Fray Juan de Torquemada 108, Colonia Algarín, México, D. F., en mayo de 2013. Se tiraron 1000 ejemplares. La edición estuvo al cuidado de David Moreno Soto. Formación de originales: Mariana Gutiérrez González.