Los lazos que atan

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Los lazos que atan Josep M. ChordĂ Fandos


Los lazos que atan Š del texto y las ilustraciones: Josep M. Chordà Fandos

Borriana, 2017-2020


You sit and wonder just who's gonna stop the rain

Who'll ease the sadness, who's gonna quiet your pain

It's a long dark highway and a thin white line

Connecting baby your heart to mine

We're running now but darling we will stand in time

To face the ties that bind

The ties that bind

Now you can't break the ties that bind

You can't forsake the ties that bind Bruce Springsteen, The Ties That Bind



Los lazos que atan


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De repente me he encontrado clavándole un cuchillo a mi esposa. Es difícil de entender y mucho más de explicar. En realidad, ni yo mismo sé por qué lo he hecho. Ella acababa de cerrar la puerta de la nevera y ha pasado junto a mí, que estaba guardando los cubiertos limpios en el cajón. He tenido como un flash. Me aparté para dejarla pasar y cuando la tuve delante, ¡zas!, se lo clavé. A la espalda. Mejor dicho, al omóplato.

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Utilicé el cuchillo que tenía en ese momento en la mano: largo, y con la hoja ancha, el que utilizamos para abrir los melones o cortar las calabazas. Quiero decir que no es un cuchillo normal, de los de comer habitualmente. Con un mango blanco de plástico. Nos lo regalaron, si no recuerdo mal, cuando nos casamos. Y de eso hace ya más de veinte años. Intento pensar en quién nos lo regaló, pero no lo consigo. Estaría en uno de esos lotes de la lista de bodas que se estilaba en aquellos tiempos. Te presentabas

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en un comercio donde había de todo lo que necesitas en casa —como los bazares chinos de ahora— con tu novia, tu madre y la suya, y entre todos elegíais lo que necesitabas para montar tu hogar —entonces, hasta la boda, vivíamos en casa de los padres—, y tus amigos y familiares te lo regalaban: peroles, cazuelas, cubiertos para servir la sopa, la ensaladilla, la carne, un cuchillo para trinchar el pavo, olla exprés, cafetera de cuatro y de ocho tazas, un cacharrito para servir la leche para el café en la mesa, otro más para infusiones, cuencos para cacahuetes o almendras u olivas, todo tipo de jarrones y objetos diversos para decorar el comedor, la estufita de aire caliente para el cuarto de baño, salvamanteles, bandejas de plata y de plástico, bandeja con patas para cuando estás enfermo y te quedas en la cama, juegos a juego de toallas —grande para la ducha, mediana para las manos, pequeña para el bidé—, posavasos, trapos de cocina de hilo y de algodón, un ajedrez de madera, tuppers de vidrio y de plástico de muchas

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formas, cuadros abstractos que no decían nada pero podían quedar bien en la entrada, paraguas con su correspondiente paragüero a juego, temporizadores que encendían el radiador a la hora deseada, vasos, cubiertos —de diario, de vestir y un par de estuches de los llamados de cadete, de tamaño intermedio entre los de postre y los normales, para cuando los niños fueran creciendo —, platos planos, hondos, de postre —de todos los días y la vajilla buena, esta, bastante cara y alguna marca conocida, se regalaba por lotes: media docena de copas de vino, una docena de platillos de postre, una ensaladera, etc.—, fuentes diversas, otras fuentes para hornear los canelones, coladores variados, embudos, una báscula, maletas y un findesemana, copas de cóctel de gambas, vasos largos para combinados, copas (además de las incluidas en la vajilla buena) de champán y de coñac… Todo. Todo. Todo lo que hacía falta para ponerte a vivir en tu casa y muchas otras cosas que sabías que no usarías jamás, como, pongo por caso,

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una cubitera y un enfriador de botellas demasiado ostentoso. En este lote cuchillero había un par más de cuchillos: uno con la hoja más estrecha pero más largo todavía, y más afilado, que aún conservamos, y otro de los pequeños, de los que cortan mucho y se usan cuando cocinas. Pero ese se rompió. Lo hemos substituido ya varias veces porque es el que más se usa. Y tengo que decir que ninguno de los

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repuestos lo ha igualado en calidad. Y un pelador de patatas con unas pequeñas muescas en el mango para que ajusten bien los dedos, que todavía usamos. Con el mango de plástico blanco, también. Son de muy buena calidad. Y caros. Alemanes, de Solingen, supongo. O quizás no, pero es lo que me viene a la cabeza. Ahora las cosas son diferentes. El ajuar de la cocina suele ser barato y de mala calidad. Lo vas comprando a medida que lo necesitas y buscas cosas económicas y prácticas. Y cuando se rompe algo, un cuchillo carnicero, un abridor, un pica ajos o una cazuela… te compras otro, tan barato y malo como el que tenías, y vuelta a empezar. Antes se miraban más esas cosas. Los peroles eran para siempre, los elegías buenos para que duraran. Dos cazos de acero inoxidable de distintos tamaños, para calentar la leche por las mañanas y para cocer fideos, por ejemplo, era un buen regalo de boda. ¡Y no digamos un par de cazuelas!

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No es nostalgia. No. Ni una revisitación de las costumbres de las últimas décadas del siglo pasado. Tampoco. Ni añoranza. No. Ni un cuánto te quiero ayer y qué asco hoy. No y no. Todo esto es para ver si me olvido del cuchillo de abrir melones clavado en el omóplato de mi esposa. La hoja ha penetrado limpiamente hasta chocar con el hueso, diría que un par de centímetros o tres, no más. Por la misma obertura salió un chorrito de sangre caliente. Mi primera reacción ha sido intentar alejarme, pero ha sido inútil, porque a pesar de no ser excesivamente potente, me ha salpicado en toda la cara, y en la camiseta, que me he quitado

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rápidamente. O al menos, esa es la impresión que tengo, aunque no podría jurar que es cierto del todo. Doy fe de que no es agradable sentir la sangre de tu esposa cubriéndote el rostro. Al tocar hueso y no poder avanzar más, la parte que no llegó a entrar en su cuerpo —casi toda la hoja y el mango, ahora con manchas rojas— se ha quedado moviéndose un momento, hasta que la energía se ha agotado. Supongo que debe haber un nombre para explicar este hecho, e incluso una fórmula para calcularlo todo sobre este fenómeno: la fuerza, el tiempo, la velocidad, la amplitud de los ángulos de desplazamiento..., pero a mí la física dejó de gustarme en primero de bachillerato. Y aunque sigo algunas de las series de televisión que nos muestran las mil y una manera de cometer un asesinato y de descubrir al culpable gracias a la ciencia, me pierdo en los tecnicismos y en sus explicaciones. Seguro que esa policía científica tan perfecta podría saber si la acuchillé de arriba a

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abajo o de abajo a arriba o en paralelo, cosa que yo, ahora mismo, no consigo recordar. Helena se ha quedado parada un instante cuando ha notado el pinchazo. Ha movido ligeramente la espalda, como haces cuando tienes una mosca en un brazo o en la cara, pero se ha olvidado enseguida y ni tan siquiera se ha girado. En cambio, por mi cabeza pasaban miles de pensamientos. La que tenía más cerca la muerte en aquel momento era ella, pero ante mis ojos manchados de su sangre —repito, quizás exagero—,

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sin embargo, se proyectaba el Power Point de mi vida, eso que dicen que se ve cuando estás a punto de morirte: fragmentos, retazos de la vida que has pasado, los mejores y peores momentos, supongo. Yo repito lo que he oído, porque ni he estado al borde de la muerte y he vuelto, ni conozco a nadie que haya pasado por esa experiencia. Eran imágenes extrañas, de hechos de los que ni yo mismo pensaba que podía tener recuerdos: cuando dormía en la habitación de mis padres en la cuna, cuando un profesor se empeñó en quitarme un diente de leche en mitad de la clase y me eché a llorar de rabia, o cuando me dedicaba a arrancar carteles de propaganda política y me los guardaba en una bolsa, en el fondo del armario, y por la noche los examinaba una y otra vez con la agitación que produce saber que estás haciendo algo prohibido —esto, ahora, es una jilipollez, lo sé, pero estoy hablando de cuando los partidos políticos acababan de ser legalizados y el pecé, mi partido favorito, lanzaba octavillas desde un coche

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en marcha a toda pastilla y desaparecía como alma que lleva el diablo—, o casi. O yo muy pequeño con otros niños, con los pantalones cortos, todavía, bajados mostrándonos con muchas risas nuestros penes diminutos, absolutamente ignorantes del arma tan poderosa que teníamos entre las piernas. O el día del primer examen de las oposiciones a cartero que nunca aprobé, a pesar de que me sabía todas las leyes sobre cartería y los códigos postales de todas las capitales de provincia. Mezcladas con esas imágenes del pasado más pasado, se mostraban otras que no lograba identificar porque ni siquiera estaba yo. Quizás eran recuerdos de mi esposa o míos de alguna otra vida, o de otra persona que se estaba muriendo en ese mismo momento en algún lugar y que por alguna extraña interferencia mortal —o defecto del propio software— se proyectaban en mi mente. Solo así me puedo explicar la imagen de una mujer desconocida en un velero a punto de zozobrar en medio de una tormenta o una cena íntima en un

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restaurante hindú con otra mujer, también desconocida para mí, miembro de alguna raza ignota del Pacífico. Interferencias y anomalías aparte, algunas imágenes me conmovieron profundamente: yo vestido de boy scout; yo jugando un campeonato de tenis; yo con mi primera novia en una discoteca; yo discutiendo con mis padres; yo el día del examen de conducir; mis amigos y yo en una fiesta de disfraces; yo el día de mi boda antes del casamiento; yo con nuestro primer hijo; mi yo muy niño a punto de morir ahogado en la playa ante cientos de personas que no se daban cuenta de mi sufrimiento (aunque llevaba flotador y estaba a penas a tres metros de la orilla, no hacía pie porque el fondo estaba muy irregular a causa de una tormenta, y bajo mis piernecitas se había formado una fosa marina. Había bandera roja, un aliciente más para entrar en el agua. Me salvó la vida, literalmente, una señora, que viendo mi desesperación, me sacó a la arena).

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Me he emocionado con esa escena. Volvamos. Me casé a los veintiséis. Ella era un poco más joven que yo, un año y medio menos, exactamente. Era una edad perfecta para casarse en aquella época. De hecho, todos nuestros amigos ya estaban felizmente casados cuando decidimos dar ese paso. Ya llevábamos varios años de noviazgo, empezamos a salir durante el último curso de instituto. Nuestra boda fue, pues, un hecho esperado. Aunque así y todo, tuve que aclararle a mi madre que nos casábamos bien, es decir que Helena no estaba embarazada. Fue humillante para mí, lo reconozco, y todavía no sé por qué lo hice. O sí. Quizás fue porque no encontré la respuesta que esperaba en sus pupilas, sino una mirada de reproche y vergüenza: su hijo, su amado hijo, la abandonaba por otra mujer. De libro, pero real. Como la vida misma. Freud. Siempre me arrepentiré de haberlo hecho, pero cuando le conté nuestras intenciones de boda sus ojos me taladraron. Me deslicé rápidamente por un vacío

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infinito del que solo pude salir pronunciando aquellas palabras serviles, para su regocijo y mi completa desolación. Una vez más, me había vencido suciamente. Finalizado aquel drama con reminiscencia clásica en dos actos —su pregunta no hecha y mi humillación— nuestras miradas compartieron una falsa normalidad. El espectáculo había terminado, todo estaba como debía estar, dentro de lo malo, lo menos peor. Telón.

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Nos casamos enamorados e ilusionados. Los dos habíamos ido a la universidad y habíamos pasado unos buenos años de estudiantes en una gran ciudad y lejos de la casa familiar, y cuando acabamos los estudios encontramos trabajo en seguida. En todo aquel tiempo tuvimos nuestros altibajos, naturalmente. Reñíamos a veces y nos distanciábamos. Y después venían las reconciliaciones. Como ella me confesó, durante uno de esos períodos en los que cada uno vivía su vida tuvo una aventura con un compañero de clase. Se liaron una noche y llegaron hasta el final. Estuvieron juntos tres o cuatro meses, no lo sé

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exactamente, hay cosas que nunca se cuentan del todo. Después ella lo dejó porque decía que realmente de quien estaba enamorada era de un servidor. Para mí, en cambio, no fue suficiente tiempo para olvidarla y centrarme en otra chica. Estaba demasiado enfadado porque había sido ella quien me había dejado. Y cuando mi relación con una estudiante de arquitectura que vivía en el piso de arriba estaba a punto de pasar del café y el cigarrillo y un poco de magreo por encima y por debajo de la ropa y mordiscos varios después de cenar a algo más íntimo —la cama—, ella volvió a aparecer y se acabó la historia de la arquitecta en ciernes. Aunque la chica me gustaba bastante, me sentía herido y con miedo a otro fracaso. Si Helena no hubiera vuelto con toda seguridad habría sucumbido a otro noviazgo. Más de una noche me arrepentí por no ser más atrevido y lanzarme al vacío con ella. Cuando estaba ya a punto de dar ese paso, todo bien planeado, se presentó Helena en mi casa, sin avisar, y todo se fue al traste. La vecina

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me miraba después con desprecio. Por suerte, al año siguiente cambié de piso y ya no la volví a ver. Triste vida la del estudiante tímido abandonado y recuperado en el último momento. Helena nunca me contó quién fue su amante. Ni si llegaron a vivir juntos o sus encuentros sexuales eran esporádicos. Volvemos al principio, pensé. Pero no. Nuestra relación fue diferente. Ella se había mudado de una residencia de estudiantes a un piso con otras chicas, lo que le proporcionaba más libertad para entrar y salir sin tener que dar explicaciones a nadie. Empezó a quedarse en mi casa. Primero algún día, de vez en cuando. Después más a menudo. Mis compañeros de piso no pusieron ninguna objeción; al contrario, alguno me miraba con envidia. Algunos fines de semana nos quedábamos solos en el piso. Decíamos que teníamos examen o cualquier otra excusa para no tener que regresar a casa y nos pasábamos los días en la cama. No voy a negar que cuando me contó su aventura me invadió silenciosamente la ira, a

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pesar de que ahora era toda mía y no había ninguna sombra entre nosotros. Comprendí, al poco, que el fruto de aquella relación lo disfruté yo. No tenía motivo, vistas así las cosas, de tomármelo como una ofensa personal, si tengo que ser sincero. Aunque anteriormente, en los noviazgos previos, yo había intentado abrirla, sin éxito, numerosas veces, aquel jardín secreto se me resistió siempre. Cada día era una excusa diferente, al principio. Después ni eso. Se las apañaba para que yo me descargara sin haberlo intentado o rodaba por la cama sin darme otra opción que no fuera manosearnos. Al final me rendí, incapaz de comprenderla pero sin

razones para seguir

insistiendo inútilmente. Tuvo que ser el otro. No sé cómo lo consiguió, no lo pregunté, pero para mi goce y disfrute, una vez conquistada, todo lo que escondía aquella fortaleza tan inexpugnable en otro tiempo, fue para mí. Por eso en mi interior agradezco que ella encontrara a aquel tipo y que él le enseñara tanto y tan bien—pues en la cama

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ahora me vacilaba y tiraba de las riendas para llevarme a placeres de otra dimensión, para mi goce otra vez— en tan poco tiempo. Eternamente agradecido. Las cosas, los hechos, van y vienen, siguen su propio camino, y nunca sabes de verdad cuál es la buena y la mala suerte. Al cabo de un par de años de casados Helena se quedó embarazada. No fue premeditado aunque tampoco hicimos demasiado por evitarlo. Tras los primeros meses de amor tórrido vino una época más tranquila y relajada. Estábamos muy a gusto juntos y vivíamos felices, no voy a mentir, pero empezaban a aparecer algunas sombras. Nuestros amigos ya tenían todos descendencia. Cada vez resultaba más difícil salir a cenar o de viaje con ellos. Y la distancia entre nuestro nidito de amor y nuestro círculo de amistades aumentaba cada día. Notábamos, además, un ruido silencioso en casa de nuestros padres cuando íbamos a visitarlos. Nadie preguntaba nada pero podíamos sentir sobre nuestras cabezas el peso de sus interrogantes

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acechándonos en todas las miradas. Esperaban nietos, muchos, por supuesto. Nosotros nos hacíamos los sordos, aparentemente. Aunque todo en la cama iba sobre ruedas, sin prisas pero sin pausas y disfrutándolo todo y bien, una cierta rutina asomaba por debajo del somier. Me planteaba en mi interior ¿estábamos ya aburriéndonos de nuestra vida sexual tal como decían los manuales? Pregunta innecesaria, me contestaba. No, en absoluto. Quizás repetíamos repertorio demasiado a menudo pero, aparte de eso, seguíamos siendo potentes ambos y solo le hacíamos feos a prácticas poco convencionales — éramos muy jóvenes todavía—. Sin embargo, lo cierto es que era difícil evitar seguir el ritmo que la vida te marcaba durante aquellos años. Así, un poco obligados «por las circunstancias», un poco por no quedarnos descolgados, dejamos que fuera la naturaleza quien resolviera. Y, finalmente, resolvió.

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Una mancha de sangre va cubriendo la espalda de Helena, que sigue hablándome como si tal cosa mientras remueve algo que se está cociendo en una cazuela. Yo no la escucho. No puedo. Observo el cuchillo todavía clavado en el omóplato. Ya hace rato que se lo debería haber quitado. Pero no puedo. Mis brazos están agarrotados, tienden lánguidos a lo largo de mi cuerpo. Continúa la presentación. Ahora aparece una imagen de familia feliz. En blanco y negro. Estamos los tres. Sentados en un sofá sonriendo. Yo abrazado a Helena que a su vez tiene al niño en su regazo. Una familia feliz. No debería tener más

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de un año. No recuerdo quién nos hizo la foto, quizás fui yo mismo. Tuvimos un embarazo sin problemas. Digo tuvimos porque yo también lo viví intensamente. Salíamos a pasear cuando tocaba pasear, a comprar ropa de embarazada cuando se le empezó a notar la barriga, a comprar la canastilla cuando llegó el momento, a la gimnasia para preparar el parto, a todas las visitas de la matrona y del ginecólogo… Y cuando llegó el momento, esperé inquieto en la puerta del paritorio porque no me dejaron entrar. Recuerdo perfectamente cómo me impidió el paso con su cuerpo en medio del vano de la puerta, tal como lo cuento, una enfermera bajita y gorda. No me dijo nada, pero sus ojos hablaron por ella: aquí solo mujeres, y el ginecólogo porque no hay más remedio; usted ya ha hecho lo suyo. En aquellos tiempos el marido no tenía derecho a ver nacer a su hijo. Se suponía que el misterio de la vida era cosa de mujeres. Intentamos que nos dieran permiso, pero la burocracia en ese momento actuó

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con la máxima lentitud y la autorización del director del hospital nunca llegó. Ni tan solo pude quedarme en la sala de control donde monitorizaban a las parturientas, de dos en dos si tenías suerte (única y exclusivamente te dejaban quedarte si no había ninguna mujer más, y eso pasaba muy pocas veces, o sea, nunca), o en habitaciones con cinco o seis camas (aquí ni te dejaban acercarte) hasta que alcanzaban la dilatación oportuna. Pedí permiso para ayudarla a acostarse pero enseguida me tiraron porque había otra mujer chillando. Unos altavoces amplificaban los latidos del corazón de las parturientas o de la criatura, no recuerdo bien. Las enfermeras entraban y salían ajenas —quizás por demasiado acostumbradas— a los pequeños universos que se expandían. Y a la soledad del parto solitario. Entonces, y ahora que lo estoy recordando, me pareció todo muy tétrico. Habían convertido la cueva de los milagros en una sala fría y ruidosa. Al cabo de un minuto ya estaba fuera otra vez. Así

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eran las cosas. Y de ese modo me pasé todo el parto, más de seis horas, fumando y caminando, arriba y abajo, por el pasillo. Justo como lo reflejaban las viñetas de los tebeos —de los tebeos de aquellos tiempos—: un hombre histérico rodeado de colillas (sí, se podía fumar todo lo que te apeteciera en los hospitales). Aunque la comadrona nos lo había asegurado («Es un niño» —la odié cuando lo dijo—) cuando salíamos de parto hacia el hospital, nosotros no habíamos querido saber el sexo del bebé. Queríamos que fuera una sorpresa. Fue un varón (¿alguien lo dudaba?). Nació a las tres de la mañana. Teníamos varios nombres pensados para ambos sexos, como es natural. Yo aposté desde el principio por Juliano si era varón y por Penélope si era una niña. Buscaba nombres poco comunes, distinguidos e incluso un poco rebuscados. Al menos eso decía mi esposa. Juliano me parecía un nombre espléndido, poderoso, romano, con mucha historia detrás. Pero el poder de las matronas de la

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familia lo recortó y lo dejó en Julián. Inciso: no sé cómo conseguí que mi propuesta fuera aceptada (aunque descafeinada). Me urge hacer otro inciso dentro de este inciso, mientras mi esposa se desangra, para mencionar, ni que sea brevemente, las interferencias familiares —sobre todo de mi suegra y de mi madre— en todo este acontecimiento. No era la primera vez que mi opinión quedaba relegada ante la insistencia de ambas o de una de ellas sobre cualquier asunto relacionado con el embarazo, parto o posparto. Intentaba ver buena voluntad y ganas de ayudar. Al principio. Después ya no: les di la mano y se cogieron el brazo, y lo digo de este modo porque así las hace a ellas culpables y al mismo tiempo se oculta mi condición de cero a la izquierda en según qué cosas. Helena estaba de su parte, claro. Y, y acabo el inciso, más de una vez y más de dos tuve la impresión de que eran unas brujas. Dada su condición, por tanto, y por lo que pueda pasar, intentaré no volver a nombrarlas, pero que se sepa

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que siempre han estado ahí, al quite de todo. Unas auténticas brujas. Julián lloraba bastante, sobre todo al principio. Naturalmente, éramos jóvenes e inexpertos y todo era nuevo y difícil. Noches sin dormir, malhumor, comidas frías, barba de cuatro días… Eso por fuera. Por dentro las cosas no iban mejor. La ansiedad se apoderaba de nosotros a ratos, a días. Estábamos siempre pringados de papilla, de babas, de mierda… La casa se nos caía encima. Se acabó el salir a pasear, se acabaron los cigarrillos en la cama, se acabó el cine, se acabaron las cenas de tortolitos… Se acabó el sexo… Y aunque intentaba, yo, sublimar todos estos padecimientos con el amor que sentía por Julián, sus berridos de dos a cinco de la mañana o sus cagadas justo en el momento en que me disponía a comerme unos fideos pastosos o un plato de carne fría, me lo ponían muy difícil. A Helena le pasaba algo parecido, quiero creer, pero a penas lo hablábamos. Verbalizar nuestro

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malestar nos producía sentimientos de culpa y acabábamos discutiendo más. En realidad Helena lo llevaba con más dignidad que yo. Diría que no le molestaba tanto. Vaya, que salvo las noches en vela, no tenía nada que alegar contra su parásito. También es cierto que la relación simbiótica que tenía con Julián no se parecía en nada a la que yo vivía. Me di cuenta, entonces, de que mi esposa vivía en su propio universo y que a menudo mi planeta se encontraba en otra galaxia, a varios millones de años luz de distancia…

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Espero que la siguiente diapositiva modifique mi estado de ánimo. Ahora mismo, tras este inoportuno flashback, me siento muy agitado. Mi brazo derecho reacciona, pero lo tengo que parar mentalmente con todas mis fuerzas. Ahora mismo, no sé si su intención, si mi intención, es sacar el cuchillo del omóplato de Helena… o intentar que penetre más en su cuerpo. Noto cómo la sangre desaparece de mi rostro. Noto que me estoy quedando blanco. La sangre continúa empapando la camisa de mi esposa. Diría que casi estoy a punto de desvanecerme. Y si no lo

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hago, si no me desplomo, es porque todavĂ­a me queda un poco de dignidad. Parece que no voy a morirme justo en este momento: el Power Point se ha esfumado.

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Afortunadamente, los tiempos difíciles que siguieron al nacimiento de Julián no duraron excesivamente. Lo justo. Cuando él comprendió que no tenía más remedio que quedarse con los padres que le habían tocado, se relajó. O mejor dicho, concentró su rebeldía inteligentemente para mostrarla únicamente en ciertos momentos de crisis, el resto del tiempo era feliz, aparentemente. Por nuestra parte, envainamos las espadas y empezamos a asumir sinceramente que nada de lo que hiciéramos podía modificar el rumbo

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impredecible, causado por su existencia, que habían tomado nuestras vidas. Excepto en esos ratos de caos, nosotros, otra vez aparentemente, éramos felices también. Puede que ese ‘nosotros’ fuera en realidad ‘yo’, pero pensar que Helena y yo actuábamos, todavía, como un equipo, me daba fuerzas. Alguien podría pensar que exagero al analizar los primeros meses de nuestra nueva vida con nuestro primer vástago, que simplemente Julián crecía y que no es sano dramatizar este periodo, que todos los padres han pasado por ahí y blablablá. Y quizás tenga razón. Pero por mi parte, no puedo negar, sin sentir algo parecido al terror, el poder absoluto de nuestro hijo para invertir por completo el sentido de nuestras vidas, de nuestro destino. Recompuesta superficialmente la normalidad entre nosotros dos volvimos a vivir sin excesivos sobresaltos. Todo, la vida, era la misma que antes, pero diferente. Descubrí que tenía mil temas nuevos de conversación con Helena. Nos podíamos

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pasar horas hablando apasionadamente sobre asuntos tan diversos como por ejemplo, por citar solo algunos, si Julián comía bastante o necesitaba más alimento, o si iba demasiado abrigado, o si ese lloro quería decir hambre o sueño o aburrimiento, o si los pañales fabricados por unos grandes almacenes, más baratos, cumplían tan bien su función como los más caros que se anunciaban en la televisión, o que si estaba realmente resfriado o simplemente había estornudado sin más, o si las heces eran blandas, semiduras, semiblandas o demasiado duras y, en este caso, deberíamos cambiar su dieta o la marca de la leche de los biberones, o si paseábamos bastante o demasiado poco, o si sus medidas antropométricas estaban dentro de los valores normales o pesaba por debajo de la media, lo que quería decir que se quedaba con hambre cuando comía y entonces lloraba, o si, por el contrario, se encontraba justo en el valor medio en todo, lo que quería decir que Julián era un bebé normal y corriente, cuando a nosotros nos hubiera

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gustado que destacara en altura (entre otra muchas cosas). Estas nuevas inquietudes nos llevaban a llamarnos por teléfono al trabajo un par de veces, como mínimo, todos los días. Nadie puede negar que vivimos nuestra primera paternidad muy intensamente. La nueva normalidad se instaló también en el dormitorio: volvimos a tener relaciones sexuales. Durante el periodo inmediatamente posterior al nacimiento de Julián dejamos de follar. Así de claro. Excepto algunos coitos sueltos, nada más. Fueron, además, rápidos y mal ejecutados por ambas partes. Era difícil hacer coincidir nuestros deseos de meternos dentro del cuerpo del otro; casi siempre uno de los dos estaba cansado o se dormía o tenía la regla o no tenía apetito o todo eso a la vez. Aun así, por amor, intentábamos darnos placer mutuamente. Eso sí, deseando acabar cuanto antes. Volvimos pues, en la nueva normalidad, a magrearnos con fruición regularmente. Volvieron las siestas estivales

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cuando Julián dormía cuyo único objetivo era empaparnos de nuestro sudor, las duchas compartidas, las masturbaciones mutuas poniendo a la Luna como testigo, el sexo oral… Aprendimos a forzar la socialización de Julián con nuestras familias para obtener ratos más largos de intimidad e intentar recuperar el sexo como cuando solo existíamos nosotros dos para nosotros dos. Pero habíamos perdido algo. Ambos lo sabíamos, pero hacíamos como que no nos dábamos cuenta. Y no era una cuestión de deseo o de placer, el sexo nos proporcionaba momentos únicos y esplendorosos. Pero era diferente. Y aunque los dos sabíamos que nunca volvería a ser como antes, jamás nos lo dijimos.

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8 A estas alturas me he quedado ensimismado. He tenido una erección y me siento culpable. Si no fuera porque Helena continua sangrando, y hablando, delante de mí, daría media vuelta, me acostaría, apagaría la luz y cerraría los ojos con todas mis fuerzas para dormirme y borrar todo esto. La otra opción posible, masturbarme aquí y ahora, ni me atrevo a considerarla. Quizás por obscena, quizás porque temo no poder llegar finalmente al orgasmo y eso aumentaría más mi frustración y mi sensación de culpabilidad. De todos modos, aunque finalmente me decidiera, sería inútil: estoy clavado en el suelo y no puedo moverme. A mis pies, un pequeño charco de sangre.

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Al cabo de un par de años, más o menos, nació Estrella. No llegó por sorpresa. Nos habíamos acostumbrado tanto a Julián que quisimos dar un paso más y buscarle un hermano. No fue porque nosotros estuviéramos mal, ni tampoco para intentar recomponer algo que se había roto o terminado. No. De ninguna manera. Estrella no fue un parche ni una terapia, ni tampoco una equivocación. Estrella nació porque quisimos que naciera. El día que supimos que estábamos embarazados otra vez brindamos con champán. Estábamos realmente contentos y nos sentíamos con fuerzas para afrontar la nueva situación.

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Helena sí y yo también. Ella me contagió su ilusión. Lo cierto es que con Julián iba todo sobre ruedas, como se suele decir. Dejamos, de nuevo, que la naturaleza decidiera. El tiempo y el espacio estaban más o menos controlados. Al menos aparentemente, otra vez. Fue un embarazo tranquilo. Hasta Julián parecía más contento. Esta vez quisimos saber qué se nos venía encima. En cuanto supimos que era una niña mi madre y mi suegra —tenían que volver a aparecer, obviamente — empezaron a hacer planes, muchos planes, muchos más planes que cuando Julián (o así lo viví yo). Solo que esta vez con mucha más aquiescencia y complicidad por parte de Helena. Entonces volví a comprobar, una vez más, que no pintaba nada para ciertas cosas. Y eso que creía que tenía la lección aprendida sobre el poder de las hembras en mi casa a raíz del nacimiento de nuestro primer hijo. Nada más lejos. Vestiditos, camisitas, peuquitos, braguitas…; mantitas y sabanitas para el carro, para la cuna… Las dos se pasaron los

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últimos meses tejiendo como desesperadas, como si las tiendas de ropa infantil hubieran desaparecido de la faz de la tierra. Todo de color rosa o blanco, en distintas tonalidades y tejidos. Seguramente con Julián hicieron lo mismo, pero mi mente lo había olvidado, como tantas otras cosas que en aquel momento, y ahora, me agobiaban sobremanera. Nuestra relación pasó a un estadio diferente. Era como estar en un limbo. Todo iba bien. Teníamos poco tiempo para nosotros y este poco tiempo intentábamos, yo por lo menos, regalárselo totalmente a Julián, como si quisiera redimir mi culpa por tener que quitarle de golpe y porrazo esa maravillosa sensación de ser el fucking amo del mundo. Le habíamos gastado una putada pero él todavía no era consciente. Por eso tampoco le daba demasiada importancia a la vida ensimismada que vivía mi esposa donde solo habitaban ella misma y el ser que le crecía día tras día en su interior. Cuando llegaron los últimos meses del embarazo empezamos a dar largos

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paseos, los tres. Caminábamos por la playa recogiendo conchas. Nos mojábamos los pies y dibujábamos en la arena para Julián todas las cosas que existían en su mundo. Parecía que estábamos en otra dimensión. Flotábamos. No existía nada más. Incluso la barriga de Helena se tornaba, para mí, invisible. Para Julián ya lo era. Después, se acababa la fiesta bucólica y volvíamos a la rutina diaria. Y el mundo se me caía encima. El peso se aliviaba más tarde, en la cama, porque esos días Helena se sentía muy excitada y follábamos a la primera oportunidad antes de que Julián se despertara por algún motivo que ya habíamos renunciado a comprender. Y debo decir que me gustaba tocarle la barriga hinchada cuando se subía encima de mí y me cubría el pene sin parar de moverse. Estrella se movía también a su ritmo. Yo me dejaba llevar.

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Nuestra hija nació a las seis de la mañana de un día soleado de primavera. Fue un parto fácil y rápido, ya tenía el camino hecho, como se dice. Eso me contaron y yo me lo creí. Esta vez fui previsor y pedí la autorización pertinente para asistir al parto con mucha antelación, pero tampoco fue posible ver con mis propios ojos el milagro. En esta ocasión fue otra enfermera la que me cortó el paso alegando no sé qué para impedirme entrar en su cueva. Y me quedé con la autorización en la mano y con cara de estúpido. La maldije unas cuantas veces y volví a mi pasillo. Siete u ocho cigarrillos después trajeron a Estrella y a su madre a la

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habitación. Estrella era muy buena. Dormía, mamaba y lloraba y lloraba, mamaba y dormía. En ese o en otro orden, era todo lo que hacía. Los primeros días en casa fueron un poco caóticos, pero confiábamos en que en un par de días podríamos controlar la situación. No fue así. Julián se lo tomó bien al principio —o eso nos parecía a nosotros—, pero en cuanto vio que su madre dedicaba casi toda su atención a su hermana decidió hacerse notar. Aunque yo intentaba suplir como fuera aquella ausencia, no servía de mucho. Mejor dicho, servía para que yo me agotara con él y él conmigo, pero finalmente volvía a reclamar su trono y a su madre y entonces se enrabietaba. Fueron días de lloros, vómitos…, e incluso de algunos cabezazos contra la pared. Estrella continuaba tranquila, ajena a la revolución que había provocado su nacimiento, o como si supiera que ahora mandaba ella. Solo de vez en cuando mostraba su genio y se hacía respetar. Por supuesto, mi esposa y yo dejamos de tener vida de

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pareja. Ya nos habían avisado de que en esto de los hijos, el segundo supone un esfuerzo suplementario digno de un héroe, pero fue inútil, estábamos tan seguros de nosotros mismos, de nuestra fuerza… ¡ilusos! Tuvieron que pasar algunas semanas hasta que, por fin, Julián empezó a ceder un poco. Cuando le miraba a los ojos esperaba ver rabia hacia nosotros, incluso un poco de odio…, pero jamás encontré nada que no pareciera inocencia pura. Por su parte, Estrella me hizo darme cuenta de que todavía me quedaba mucho amor en mi corazón, que se convirtió en un gran globo brillante, para ella. Mi vida volvió a llenarse. Mis desvelos y mis sueños tenían ahora dos protagonistas que se ocupaban de que no pasara ni un momento tranquilo, pero por nada de este mundo ni del otro iba a renunciar a esta nueva vida mía que volvía a comenzar, de igual manera, pero diferente.

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Con el tiempo, Estrella aprovechó que su hermano había bajado la guardia para abrirse paso, a codazos, en la familia y en la casa. Empezó a ocupar más y más espacio y más y más tiempo. Julián se dio cuenta, como yo, de que era absurdo enfrentarse a la cruda realidad: había pasado a ser el número dos, el segundón. Aunque todo esto parezca un melodrama, éramos felices: podría enseñar unas cuantas fotos en las que estamos todos juntos, sonriendo y, por las sonrisas, pues, felices. Lo que quiere decir que todo en esta vida es un poco más

complicado de lo que muestran las

apariencias. Que la procesión va por dentro y que nadie sabe en realidad qué cojones pasa por la mente de la persona que has elegido para compartir tu vida. Y mucho menos, por la de tus hijos.

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Estoy completamente bloqueado. No veo nada. Helena continúa como una estatua ante mí. Estos recuerdos no me están ayudando nada, más bien al contrario. Ahora mismo no siento nada. Nada en absoluto. Puede que la sangre haya dejado de brotar de la herida o puede que no. Puede que el charco llegue ya a mis pies o puede que no. Puede que todavía esté viva, que todavía yo esté vivo, o puede que no. Puede que estemos los dos ya muertos hace años, o puede que no.

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Aparentaba alegría cuando aparecían, pero con el rabillo del ojo observaba cómo mi suegra y mi madre iban aposentándose entre todos nosotros sin remilgos. Pasaban demasiado tiempo en mi casa, para ayudaros, decían, pero las oía cuchichear y hacer planes continuamente. Cuando me rebelaba, pocas veces, e intentaba imponer mi opinión sobre cualquier cosa, por nimia que fuera, sin conseguirlo, claro, mi suegro, que era un buen hombre hecho a la vida, sonreía y me daba palmaditas en la espalda, intentado hacer de

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mediador pero muy tímidamente, porque también sabía que era inútil. Mi padre asistía a estas discusiones y me miraba con condescendencia y un poco de pena, como diciéndome, no vale la pena ni intentarlo, no te agotes, ¡se puede vivir sin pene!, mírame, ¡no es tan importante, no es tan importante…! Pero sí que era importante, era vital. La llegada de Estrella supuso, otra vez, un enfriamiento de las relaciones entre mi esposa y yo. Ella solo tenía tetas para Estrella y el resto del tiempo para Julián. Y, otra vez, volvió la sequía sexual al dormitorio. Si no fuera porque todavía se conservaban frescas en mi memoria las noches recientes de sexo lujurioso con una embarazada caliente, diría que todo había sido alucinaciones. Pero no, fueron absolutamente reales. Entonces retomé la vieja costumbre adolescente de masturbarme los días pares del calendario, sin preocuparme de respetar los días de descanso. Lo hacía a la manera tradicional, sin necesidad de

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recurrir a pornografía dura ni a otro tipo de estimulaciones como no fuera mi propia imaginación, como suponía que se hacía antes, cuando el sexo con uno mismo se limitaba simplemente a eso, uno mismo y pensamientos sucios. Recordaba mis primeras fantasías, que en

el fondo eran las mismas que las últimas: las de siempre, las que me habían acompañado en el

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colegio, en la universidad, en los campamentos de verano, en la playa... Era sencillo y muy efectivo. Aunque, si he de ser sincero, ya había reanudado mis sesiones de sexo conmigo mismo cuando nació Julián, y si he de ser más sincero todavía, ciertamente, nunca había dejado de hacerlo desde que descubrí que existía algo en mi interior tan íntimo y placentero a lo que por nada del mundo podía renunciar. Muchas veces ha evitado, y todavía evita, que me vuelva loco. Mi padre y mi suegro se mostraron tan contentos y solícitos con Estrella como con Julián. O quizás un poco más porque sabían que a ella, sus respectivas, no la iban a castrar. Mi suegro siempre decía que comía demasiado poco. A escondidas le daba galletas o chocolate, era su única obsesión. Por lo demás, se comportaba con corrección y sin armar ruido y me daba conversación cuando me veía abatido y superado por las circunstancias. Lo que más le gustaba a mi padre era tenerla en sus brazos y ver cómo le vencía el sueño. Si

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cuando llegaba a casa ella dormía en la cuna, se ponía a su lado y repetía la misma letanía que ya había utilizado con mi hijo, y antes, muchos muchos años antes, conmigo. Temporada mil novecientos sesenta y tres, mil novecientos sesenta y cuatro: Zamora, Quincoces, Piquer, Vidagany, Roberto Gil, Paquito, Sánchez Lage, Waldo, Héctor Núñez, Guillot, y Cabello; entrenadores, Pasieguito y Mundo. Temporada mil novecientos sesenta y cuatro, mil novecientos sesenta y cinco: Zamora, Mestre, Arnal, Vidagany, Piquer, Roberto Gil, Paquito, Waldo, Guillot, Poli y Héctor Núñez; entrenador, Mundo. Temporada… Cuando le oía recitar el mantra de la alineación de su equipo de futbol, a menudo con el eco de Julián que le acompañaba a media voz, regresaba a mi infancia y recordaba todos aquellos nombres que repetíamos juntos noche tras noche hasta que me quedaba profundamente dormido. Temporada de mil novecientos setenta y cuatro, mil novecientos setenta y cinco: Balaguer, Sol, Cerveró,

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Barrachina, Tirapu, Claramunt, Jesús Martínez, Planelles, Jara, Quino y Keita; entrenadores, Ciric y Milosevic. Temporada mil novecientos setenta y cinco, mil novecientos setenta y seis: Balaguer, Cerveró, Cordero, Barrachina, Tirapu, Planelles, Claramunt, Saura, Rep, Quino y Keita; entrenadores, Milosevic y Mestre. Temporada…

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Estoy llorando. Esto se tiene que acabar ya. Estoy empapado de sudor y de lágrimas. He cerrado los ojos porque no quiero ver nada. Apoyo mi mano izquierda sobre el hombro de Helena y con la derecha, lentamente, para no hacerle más daño, voy sacando el cuchillo, rojo de sangre, de su omóplato. Helena ni se ha inmutado. Lo dejo caer. La sangre sale ahora a borbotones. Daría mi vida por tener clavado ese cuchillo en mi corazón y que todo acabara rápidamente. Intento taponar la herida con mi mano. Me agarro a ella. La abrazo.

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Su espalda está fría. Noto su sangre caliente en mi pecho desnudo y nos quedamos unidos. Unidos por la sangre para siempre. Busco en mi memoria recuerdos, ilusiones, viajes, comidas, chistes, libros, cervezas, música, el mar, montañas, casas, paisajes, ciudades, muebles, camas, fotografías, deseos, coitos, coches, ríos, noches, lunas, árboles, platos, otra vez el mar, Roma, París, Nueva York, ¡Florencia!, Julián, Estrella, su cuerpo desnudo, su cuerpo en la playa, su cuerpo en la oscuridad, su cuerpo y mi cuerpo en la cama, en la cocina, en el sofá, de día, de noche, mi cuerpo dentro del suyo, su cuerpo apoderándose del mío, mi cabeza, su pelo, su vientre, sus pechos, sus pies, su sexo en mi boca, mi pene en sus labios, el sol del atardecer, mi primer poema, el sueño, el café, la madrugada, el beso cuando me voy al trabajo, el beso cuando viene del trabajo, aquellas discusiones absurdas, mis lágrimas cuando me desespero, su rostro después de la ducha, bailando en los conciertos,

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cantando en el coche, los gritos de guerra, los lloros de reconciliación, las reglas buenas, las reglas malas, aquello que no tiene sentido si no está ella, aquello que solo tiene sentido para mí si está ella, sus sueños, mis pesadillas, sus dolores de cabeza, mis dolores de estómago, el día que nos atracaron en Berlín, el día que perdieron nuestras maletas, el día que Estrella casi se ahoga con una galleta, el día que Julián nos meó mientras lo bañábamos…

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Helena se ha quedado helada. Intento darle calor con mi cuerpo pero lo único que consigo es mancharla toda con su propia sangre. No sé cuánto podremos seguir así. Debo encontrar motivos para salvarla, mejor dicho, para salvarme, porque ahora mismo yo estoy menos vivo que ella. Podría fijarme en cada día que he vivido con Julián, en cada día que he vivido con Estrella, en cada día que hemos vivido los tres y los cuatro, y así encontraría mil y una razones para levantarme por las mañanas, con el pie izquierdo o con el derecho… Pero necesito algo

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más. Podría agarrarme a ellos, como he hecho durante tantos años, y seguir así hasta el día del Juicio Final, pero he llegado a un punto en que eso ya no es posible. Yo soy mi salvavidas, el único responsable de mi futuro.

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Helena me está hablando pero yo no la escucho. Y ella se da cuenta. Ya no hay cuchillo. Ni sangre. Ni salpicaduras en mi cara. Ni un charco de sangre a mis pies. Ni omóplato, bueno, él continúa en su sitio. En cambio, yo sí que estoy desnudo. Y sudando. ¿Otro de tus vahídos? Me dice con una sonrisa libre. Y me mira de arriba a abajo y me ve tal como llegué a este mundo —desnudo y solo— y me pasa un trapo de la cocina.

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Aunque con los años parece que las aristas se han ido puliendo y lo que antes eran esquinas con las que tropezaba en mi camino ahora son ligeras protuberancias que apenas si me rozan cuando paso por su lado, sería ingenuo afirmar que todo se ha resuelto y que finalmente me encuentro en un estado de karma estable. También es cierto que después de haber pasado más de veinte años con Helena, de haber criado a Julián y a Estrella, con todas las frustraciones y renuncias que eso supone, pero también con todos esos momentos con ellos que valen por una vida entera y a los que no

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renunciaría por nada del mundo, porque es la vida que quiero vivir, todo se ve de otra manera. Helena y yo hemos acompasado nuestros biorritmos, nos hemos amoldado el uno al otro tanto como ha sido posible, hemos asumido las renuncias imponderables y aprendido a amarnos como amantes y, muchas muchas veces, a buscarnos y encontrarnos como amigos. Hace tiempo que aprendí a respetar y no condenar sus ausencias emocionales, sus distancia mental de mí y de todo lo que pasa a su alrededor, y las considero como fiebre o síntomas de alguna enfermedad rara pero benigna, porque de alguna manera, siempre acaba aterrizando, aunque muchas veces ni en el momento ni en el lugar en que la necesito. En fin: si yo pudiera menstruar, con total seguridad, tendríamos la regla los mismos días. El brutal cambio de perspectiva que tengo ahora de los años pasados, de mi vida entera, me debería permitir serenarme y centrarme en mi futuro, imperfecto supongo, que mengua lentamente cada día, y no

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volver la vista atrás nunca más y, con certeza, sería lo mejor que podría hacer. Pero el camino es largo y sinuoso. A pesar de todo este maravilloso mundo cuasi perfecto, siguen las incertidumbres, y en mi interior me siento como un náufrago en medio del océano que distingue a lo lejos la costa a la que nunca puede llegar.

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Son las tres de la mañana, estoy desvelado y cansado de dar vueltas en la cama. Helena duerme a mi lado. Respira pausadamente, ajena a todo lo que pasa por mi cabeza, como tantas otras noches. Antes nos hemos besado un rato largo y después hemos hecho el amor sin prisas, los niños no están en casa. Me gustaría zarandearla y despertarla y que velara conmigo esta noche y todas las que puedan llegar. Pero no lo haré. Demasiado esfuerzo en balde. No sabría explicarme. Quizás no me entendería. Me acerco a ella y la abrazo. Acaricio

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levemente sus pechos. No estoy seguro de haber encontrado lo que buscaba en mi interior. Tampoco en mi mundo más próximo. Pero no puedo entender mi vida de otra manera. Mi pretendido naufragio es mío y solo mío y, aunque falso, lo vivo como un lastre atado a mi cuerpo, de día y de noche. Supongo que este también es un modo de ser feliz. Helena se mueve y habla y se ríe en sueños. Suele hacerlo cuando está muy relajada. Aunque intento entender lo que dice, nunca lo he conseguido. La noche se acaba. Me acurruco en mi parte de la cama. Cierro los ojos y me tapo entero con las sábanas. Como si me sumergiera en el mar.

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