AquĂ te cuento
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Aquí te cuento
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Ilustrado por Carolina Lรณpez
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Aquí te cuento
Aquí te cuento Autores varios
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© 2021, Autores Varios, Aquí te cuento. © Grupo 2512 Todos los derechos reservados Práctica profesional sin fines de lucro
Ilustrado por: Carolina López Edición de interiores: Mario Bautista Coordinado por: Alfonso Escalona
ISBN en trámite
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser repodrucida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin permiso previo del coordinador.
Aquí te cuento
Dedicado a nuestros compañeros, mutilados por el semestre, y a nuestro profesor de Laboratorio de Diseño y Edición Gráfica, por guiarnos en el proceso de elaboración de este opúsculo.
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Índice No pierdas la cabeza 15 Ariana Palacios Pobre chica ilusa 17 Athenas Gutiérrez La última pieza 21 Atziri Rodríguez Por chismoso y sordo 23 Carolina López ¿Cansada yo? 25 Cassandra Rodríguez Me va a explotar la cabeza 27 César García Siguiendo la receta 29 Dariana Rubí En aprietos por un par de pantalones Ellioth Apreza
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Barato un rato 35 Gissa López
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Una pequeña tragedia 37 Jaqueline Sarabia Para pasar el rato 39 Jennifer López Alanis A quién le importa 41 Joaquina Bustamante Goico, ser chulo es un arte 43 José Ramírez Un gélido y cálido recuerdo 45 Justin Hernández Las tareas, una tragedia 47 Karely Camarillo Y... ¿Qué vas a hacer mañana? 49 Luis Varela Jugando con el fuego 51 Mariana Alcántara Por un flato de frijoles Mario Martínez
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Todo puede pasar 55 Montserrat León Una no tan dulce navidad 57 Nuri Pelcastre
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¿Todo bien? 59 Roberto Bustamante Faros 61 Samantha García No todo es terciopelo 63 Samantha Suárez Una fabula más 65 Trinity Rocha ¡El colmo! 67 Ubaldo García
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No pierdas la cabeza
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:00 a.m., hora para descender de aquella lata de sardinas. Por fin abajo el semáforo marco el “verde” y todos, cual rebaño de borregos, avanzamos sobre la estrecha calle. Los barrotes pasaban y pasaban, uno tras otro a cada tamborazo de mi pecho. ¿Llegaría tarde a clase? Al parecer no, pues al acercarme a la entrada supe que se habían suspendido ya que era 31 de octubre y todos estaban arreglando para Día de Muertos; había cempasúchil, papel picado y aserrín por todas partes. Ya más tranquila me desparramé en una jardinera intentando idear un disfraz. Quería terminar el boceto para comprar el material de camino a casa, porque bien dicen que el tiempo es oro. Para mi buenísima suerte se me hizo tarde, así que salí como rayo hacia la parada de la chatarra que nos ha tocado por camión escolar y, con un mal paso, ¡zaz!, que azoto como res. Después de la vergüenza subí al camión, me puse los audífonos porque sabía que sería un regreso eterno. De tanto cansancio creí que se me caería la cabeza.
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Finalmente llegué a casa y busqué a mi familia, quería que le echaran un ojito a la idea que tenía, pero... mi boceto no estaba y eso no era lo único, la noche fue de guatemala a guatepeor pues de tan apentontada que iba no me di cuenta del semejante porrazo que traía y así terminó mi jornada: sin boceto, sin disfraz y casi sin rodilla.
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Pobre chica ilusa
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n la larga lista de malas ideas que han cruzado por mi mente, sin duda alguna esta ha sido la peor de todas ellas.
Era un viernes por la tarde, cuando una tormenta que más bien parecía haberse desatado un castigo bíblico. Yo estaba en la preparatoria —congelándome junto a mis amigos— cuando se fue la luz en todo el plantel y nos echaron de patitas a la calle para volver a nuestras casas. Al vivir en el pintoresco Estado de México tenía que esperar a que saliera el transporte escolar para volver a casa, sana y salva, pero tardaría muchas horas en salir y ninguno de mis amigos podía hacerme compañía por tanto tiempo, así que se me ocurrió la brillante idea de volver a casa en trasporte público. Iztapalapa y Chalco no estaban muy lejos, ¿qué podía salir mal? Pobre chica ilusa. Tomar una combi fue una odisea, pero finalmente pude subir a una. Iba como lata de sardinas, pero al menos no
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iba caminando. ¿Por qué tuve que pensar precisamente en ello? No pude ni acomodarme en mi asiento cuando la combi se quedó parada. Logré asomarme entre dos grotescas señoras por la ventana para ver qué ocurría y me encontré con un tráfico apocalíptico y a todos los pasajeros de las combis que nos rodeaban bajando del transporte para comenzar a caminar por la carretera. No pasó mucho tiempo para que mis compañeros de lata hicieran lo mismo. Estaba justo a mitad de camino. Pude haber regresado a la escuela y esperar el trasporte, pero en su lugar creí que sería mejor continuar mi camino a pie. Las primeras dos estaciones del metro fueron un martirio y sólo aumentó cuando el cierre de mi bota decidió atorarse en el alambre salido de una reja y romperse por completo. Tuve que atar mi bota rota con un lazo de dudosa procedencia que encontré en el suelo. Después de algunas horas logré llegar al Puente de la Concordia, en donde me topé con el motivo de aquel tráfico: una laguna de agua puerca, regalo de la espantosa lluvia. A falta de opciones tuve que cruzar a pie, entre una multitud de chilangos pelados y la lluvia que apareció para estropear aún más mi día. Llegué a casa enojada, cansada, hambrienta, sucia y con una bota rota.
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Mi papá, que estuvo dormido toda la tarde y jamás se enteró del aguacero, me miraba de arriba abajo con una sonrisa burlona. —Estás mojada —dijo finalmente. —Si no me dices no me doy cuenta —le respondí.
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La última pieza
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ací cual gato egipcio, observé un primer destello, todo era ajeno. En mi crecimiento conseguí ropa, un juguete, un papel y así, entre cosas curiosas que pasaban por mis palmas, comencé una colección. La primera fue de piedras que recolectaba de la vena azul que corría cerca de mi casa. Eran colocadas en el patio como reflejo de las constelaciones. Pasaron los años y me mudé, las piedras se quedaron en su lugar y no volví a verlas, conté más de mil alguna vez. Obtuve una nueva colección poco después, esta vez fueron luces, veladoras, candelabros, linternas; a la penumbra de la noche el edén brillaba alegre. Nada perdura y los caminos me guiaron a un viaje inesperado. —¡Qué va!, no hay gota que corra el mismo río dos veces —exclamé al partir. Es inevitable que la nostalgia no toque a la puerta, tinta y papel. Cada semana escribía y recibía memorias de 70 primaveras. Una que otra gota silenciosa inundaba el papel, pero casi siempre me acompañaba un aliento abatido por la alegría. Así pasaron cinco inviernos.
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La ultima pieza
La noche de mi última carta observaba a través de la ventana sintiendo la brisa de otoño acariciar mis mejillas y ahí estaba ella, como una perla, tan majestuosa, tan cercana a mi tacto, tan única; la tuve siempre pero al final nunca fue mía; piedra, luz y memoria, la última pieza fue la Luna.
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Por chismoso y sordo
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as horas pasaban y ellos no aparecían. —¿Y sí se enteraron?
—¡Te dije que tuvieras cuidado, María, todo el mundo sabe que las paredes oyen! Finalmente aparecieron y se acercaron con desgana. No lo entendía. El orgullo y la emoción se desbordaban en mí. Aunque aún estaba en la universidad, ya podía comprar algunas cosas para mis sobrinos, pero estos no daban señales de vida. ¿Cómo era posible? En estas fechas la ansiedad me comía y no podía pegar los ojos. —¿Están bien? Adriana abrió la primera caja y sus ojos se volvieron estrellas. —¡Manuel, eres un chismoso!
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—¡Yo los escuché muy, muy claramente! Parecía lista de mercado. Dijeron que es un brócoli para los dos, para ti una calabaza para peinar, dos vestidos de barba, una bellota y cinco kilos, y que para mí es un carbón, dos pasas y tres kilos. —¡Ahora todo tenía sentido! Manuel nos espió pero escuchó todo mal. ¿Cómo íbamos a regalarles eso?, y... ocho kilos, ¿de qué? —dije entre risas. —Entonces eres, además de chismoso, un sordo —replicó Adriana. Finalmente aclarado el asunto abrieron sus regalos de Día de Reyes. Se trataba de un brincolín, una cabeza para peinar, dos vestidos de Barbie, una pelota, un balón, dos casas y ocho libros muy interesantes. No sé quién disfrutó más de esa cálida mañana de invierno, si mis sobrinos con sus juguetes nuevos o yo al verlos felices.
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¿Cansada yo?
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caso no es extraño estar todo el día en casa.
Porque no sé tú, pero antes me levantaba y me saludaba un amanecer de camino a la universidad y ahora... bueno, lo único que veo es la computadora y no es como que me sonría o algo, lo único que hace es encenderse cuando ella quiere, trabarse cuando se le antoja y, pa´ rematar, apagarse cuando estoy a punto de terminar algún trabajo. Hace unos meses la universidad era parte de mi vida, pero ahora la facultad es mi lado triste. Me levanto y tengo clases, en el cambio de asignatura no hay caminatas de salón a salón ni conversaciones de medio tiempo, sino directo a la siguiente sesión; estoy sentada en el mismo lugar por más de 12 horas, puede que exagere pero ¡dios!… ¡mi espalda parece de 40 y no de 20!; mis ojos son un río de lágrimas por los constantes lloriqueos provocados por la luz de la computadora y mi
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trasero… desde hace varios días ni rastros de él. Y después, bueno… Estar todo el día con mis papás es: “hija esto”, “hija aquello”, yo les respondo que estoy en clases, estoy haciendo tarea, pero ellos insisten. —¿No estás cansada de estudiar?, toma un descanso y ayúdanos. —Bueno ¡padres míos! Eso no es un descanso. En una palabra, ahora parezco zombie por las desveladas, sapo por los ojos hinchados y por más lejos que estemos, o no hablemos; o por más mal y cansados que podamos estar, absolutamente siempre tú eres y serás mi primer y último pensamiento; entonces te pregunto ¿no estás cansado de estudiar?
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Me va explotar la cabeza
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n estos últimos días congelados, las clases en línea, los quehaceres y la soledad que me acompaña me tienen a dos segundos de querer colgar los tennis, pero bien, bien, bien lejos. Y podrán llamarme exagerado, pero al chile ya no está tan padre andar —vivo viviendo la vida—. Los mil años de encierro, bueno 100, bueno no, casi un año de encierro —por cierto, primero que nada, feliz primer año cumpleañero Covid— que ha durado más que yo gustándole a alguien. En verdad estoy súper agradecido contigo por convertir mi vida en risas y felicidad todos los días desde el pasado febrero, vales mil netas… Nunca cambies.
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Me va a explotar la cabeza
El punto es que en este lapso de tiempo de encierro la ansiedad se mudó a mi cuarto, la depresión se ha vuelto mi más íntima amiga y todos los días viene a visitarme; la constante presión es el pan de cada día y me la echo con un café en las mañanas; la crisis existencial no para de fijar recordatorios acerca de mi miseria y la baja autoestima me cita a todas horas frente al espejo. Todo eso ha generado que mi cuerpo sea como carcacha —o sea, desconchingado— y todo me truena. Siento como si me fuera a explotar la cabeza por el constante dolor; la falta de sueño me tiene cual cucaracha fumigada; el llorar a mares, ríos y cascadas me va a dejar seco; la falta de carcajadas me está oxidando y el que nadie me eche los perros me pone triste. Por lo tanto, podré cambiar lo que hago, pero no lo que quiero.
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Siguiendo la receta
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anos limpias, ¡listas!; utensilios, ¡listos!; ingredientes, ¡listos!, y… un momento. Tomé mi celular en búsqueda de la receta que mi madre me había enviado escribiéndome —te toca hacer el pastel para la comida de tu tía, sigue al pie de la letra la receta, ya ves que eres tan buena cocinera; eso sí, nada más no te apuras y vas a ver. Con semejante advertencia y lista para jugar a Master Chef comencé el pastel. Lo primero en la receta era precalentar el horno a 180 °C. Yo, como buena hija, ahí voy a preguntarme —¿Pero por qué voy a prender el horno, si ni he hecho la mezcla? No, mejor primero hago la mezcla y al rato lo enciendo —me dije.
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Siguiendo la receta
El paso dos era engrasar un molde y cubrirlo con harina, reservarlo en el refrigerador. —¡Ay no, bueno!, ¿pero para qué? —me pregunté. ¿Así, vacío, engrasado? Si mal no recordaba se engrasaba con mantequilla, ni modo que con qué. No había ni empezado mi pastel cuando ya mil preguntas inundaban mi mente, pero mi mamá me lo había encargado y la pantufla no tendría piedad, así que me concentré, puse mantequilla, harina en el molde y lo metí al refri. —Muy bien —me dije. Leí el paso tres: calentar el agua y apagar justo antes del hervor. Reservar. Me pareció el colmo, ¿no creen? Si hacia eso cuando la ocupara ya estaría fría —no lo hice por supuesto—. El cuarto paso fue fácil, mezclé los ingredientes secos: la harina, cocoa, el polvo para hornear, bicarbonato y azúcar, y con ayuda de una batidora integré el aceite, la vainilla y los huevos —¿huevos?—, huevos iba necesitar para batir y que no quedaran grumos. Después calenté el agua y la incorporé a mi mezcla poco a poco —chorro a chorro—, hasta que por fin tuve una masa como de programa de televisión. Vertí la mezcla en el molde que había metido al refri justo como decía la receta cuando, de repente, escuché la puerta. Era la voz que más temía escuchar; así es, ¡era mi mamá! Rápidamente vacié mi masa en el
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molde y estaba lista para meterlo al horno, pero —¡oh, mi dios!—, ¿saben quién no precalentó el horno?, así es ¡yo! ¿Y saben quién se las pago a mi mamá?, pues yo. Pero no se preocupen que mi pastel quedó delicioso, total, siguiendo la receta uno no puede llegar tan lejos.
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En aprietos por un par de pantalones
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sa encantadora mañana se me pegaron las sábanas y para acabarla de fregar tenía clase a la primera hora. Con la soga al cuello agarré una playera que tenía a la mano y corrí hacia la bolsa de la lavandería para tomar unos pantalones limpios. En menos de lo que canta un gallo busqué adentro de la bolsa y, para mi buena suerte, mis pantalones preferidos estaban encima; me los puse sin pensarlo dos veces. Salí de mi casa y fui rumbo al Metro, pero sentía algo raro cada que avanzaba, mis pasos eran cortos y tiesos aunque creí que estaba nervioso. Cuando entré a la estación y esperaba el tren vi que no llevaba puesto mi cinturón, como siempre lo hago; desconcertado chequé si no traía los pantalones a media nalga, pero sorprendentemente no, para mi trasero plano como tabla. Al fin pude subir al intrépido vagón y comencé a pensar en la probabilidad de que en la lavandería lavaron con agua caliente mis pantalones y por eso se hubieran encogido.
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En aprietos por un par de pantalones
Después de un largo y apretado día en la Facultad, regresé a mi casa a la hora de la comida. Cuando me iba a sentar noté que mi hermana miraba de forma burlona los pantalones que traía puestos, después de una carcajada me dijo: —Traes las piernas como chile relleno por despistado. Fue ahí que supe que ese par de estrechos pantalones no era mío. Bien dice Fito Paez que “cuando el pecho aprieta a más no poder, canta, cantar hace bien”.
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Barato un rato
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¡Papá, por fin me echaron la mano con el estéreo del carro!”, esas fueron las palabras que dijo mi hermano justo al llegar, y no, no es que fuera la “orejandra” de la casa, pero habitualmente tenía la voz como un taladro. Muy entusiasmado siguió contándole que esto y que lo otro; yo solo pensé «a mí eso qué» y me levanté volando. Y pues sí, al final sí me importaba porque esa noche saldríamos a sacarle “fuego a la pista”. El camino era largo y con la música a todo lo que daba, incluso la noche parecía sonreírnos cuando de pronto una humareda, cual anafre recién encendido dentro del auto. —¿Qué pedo con tu carro Saiy?, huele a balata quemada. —Oríllate por aquí cerca —decíamos todos. —¡Es mi pila güey, espérate! —todos pusieron los ojos como de lechuza asustada al escucharme decir esto, a nada de chillar y con mi bolsa lista para abandonarla en pleno Tlalpan. Orillamos el coche y en cuanto me bajé, tendí mi mercado en la banqueta. Todos revisamos
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perfectamente todo y nos dimos cuenta que no era la pila descompuesta que llevaba días, semanas o hasta meses en mi bolsa, sino que se trataba del estéreo que le habían puesto con las patas. —Por querer ahorrarte unos cuantos… esto suele pasar; acuérdate que lo barato sale caro. Se ve que estaban muy ocupados como para instalarlo bien —dije, pero le prendí más la mecha y me echó una mirada que pude sentir la bala ya atravesada. Mejor hay muere.
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Una pequeña tragedia
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reo haber tenido unos 5 años cuando algo ocurrió. Mi mamá trabajaba de mesera en un sindicato minero —en ese entonces— y aquel día solo era uno de los muchos que me llevaba a su trabajo. A veces me hacía ayudarla con cosas sencillas —nada tonta mi jefa, ella cobraba y mis trabajitos eran de a grapa. Esa tarde estábamos acomodando los cubiertos limpios en cajones sobre la barra mientras sacábamos el chisme, cuando vi algo moverse frente a la ventana del restaurante del sindicato. En ese momento no supe cómo tomarlo, las siluetas de unos hombres se movían muy rápido; alcancé a ver uno con un arco apuntando a otra persona. «¿Qué fregados ocurre?», pensé. Al principio me imaginé que era un juego, como si uno se sacara un arco del bolsillo para jugar “a ver si me das”. No, lo que estaba pasando ahí era serio; solo que me di cuenta hasta que a los pocos segundos entró un grupo de hombres gritando: —Sáquense a la chingada, que nadie se quede o se los lleva la jodida.
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Una pequeña tragedia
Ese día el foco de mi cabeza nomás no se prendía porque me quedé pasmada procesando si estaban jugando o no. Mucho menos me di cuenta cuando ya estábamos saliendo por la puerta de atrás mientras los salvajes de ahí se daban con todo y chanclas. Ya era de noche cuando llegamos a nuestra casa. Mi mamá llamó por teléfono a sus compañeras y yo me había pegado a sus piernas. Mi tío me preguntó —¿pues qué pasó?, ¿qué con esa cara? A lo cual respondió mi mamá —por supuesto, pregúntale a la niña de 5 años —un genio. –Vino la gente mala y nos sacaron —respondí con la voz temblorosa—. Nada más me di cuenta de eso y empecé a reírme mucho, tanto que se me salieron las lágrimas y empecé a llorar del susto, más el nerviosismo que me había aguantado. Mi tío y mi abuela pasaron de tener su cara seria a reírse de mí y el millón de expresiones distintas que yo estaba haciendo en solo un segundo, todo un récord. Nada más por la chistosada de una niña, el grueso asunto de la pelea pasó a ser risas.
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Para pasar el rato
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n una ocasión un chico me invitó a salir. Pensé para mis adentros «ya se me hizo», así que fui a chacharear —quien quite y pego mi chicle— algo chido. Encontré el vestido perfecto y me quedó fregón. Contenta con mi compra y después de tanto tirar barra fui a mi casa, hice la tarea y me dormí, ya que al día siguiente sería la gran cita. Recién desperté sentí una comezón terrible en mi ojo —ya me cayó el chahuistle —dije. ¡Un pinche mosco me dejó una hinchazón tremenda en el ojo! Puse manos a la obra en buscar tutoriales en YouTube para casos como éste. Después de intentar todo el tiempo avanzaba en el reloj poco a poco y empecé a frustrarme porque no cedía la inflamación. Al ver que ningún esfuerzo era pan comido como pensaba dije: — chínguesu, si me va a querer va ser como soy. Me arreglé y bajé corriendo las escaleras, iba en friega porque se me hacia tarde, pero de repente me caí, mis tacones se enredaron en lo que parecía un hilo, dos escuintles estaban jugando en el patio; en
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Para pasar el rato
cuanto me levanté para rifarme el cuero salieron despavoridos. Regresé a cambiarme y a echarle una boleadita a mis zapatos «sí alcanzo a llegar», pensé mientras el tiempo no paraba. Me fui en chinga y cuando finalmente llegué a mi encuentro le eché plática de todo lo que había pasado en la mañana y el porqué había llegado tan tarde. —¿De plano quieres que te crea todo esto? —Es la neta, te lo juro por Dieguito Maradona —que en paz descanse—. Finalmente me la pase bien, aunque me quedé tiesa con el ojo cerrado y sin varo, porque yo fui la que pagó el pinche helado que me invitó.
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A quién le importa
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usto en el blanco rezago de mi existencia recibí una gran lección de vida mientras dormía en el asiento trasero de un Ford Fiesta blanco sin polvos pica pica.
Cuando de la nada me despertó un silencioso motor —en friega me asomé por la ventana—, se trataba de una motocicleta tipo chopper de aproximadamente 500 c.c. «¡Maldita bestia escandalosa!», pensé. Acto seguido, comencé a crear teorías de quiénes podrían ser aquellos vaqueros curtidos en cuero. En primer lugar, “la chica” no era mal parecida: triángulo lacio, largo y taheño. Por otro lado, el piloto era alto como un árbol y delgado como un palo con exceso de arte en los brazos. Al entrar a Periférico, el caos vial gestó —íbamos a vuelta de rueda—. De pronto, la acompañante se quitó el casco y el conductor le replicó. Eran dos veteranos, dos abuelitos, dos adultos mayores. Pero antes de que soltarán veneno un compa empezó a cantar: …”la gente me señala, me apunta con el dedo, susurra a mis es-
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paldas y a mí me importa un bledo…”, las carcajadas nos ahogaron y casi nos mojaron. En una palabra, los motociclistas rompieron aquel paradigma anticuado, no eran jóvenes ni cirqueros, tampoco viejos ni payasos; sólo dos dioses quemando el asfalto sobre aquel “monstruo de dos ruedas”.
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Goico, ser chulo es un arte
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uestro amigo Goicoechea —o “Goico”— era considerado uno de los más atractivos y fotogénicos de nuestro grupo; siempre buscaba sobresalir en trabajos escolares donde pudiera presumir su físico. —¿Necesitan un modelo para tu producto? Yo te puedo apoyar —dijo él. —No te preocupes, solo recomiéndame y ya, sin rollo —replicaba como loro siempre. Podría decirse que era un chico modelo y perfecto —hasta cierto punto—. Aunque no siempre podía mantener esa imagen, menos cuando un chico quiso jugarle una maldad tratando de robarle sus anteojos de sol de su rostro. —¿Güey, qué quieres ahora? —dijo “Goico”. —Anda, préstame tus espejuelos por un rato, ni que te los fuera a robar —tomando sus lentes por un momento a lo cual “Goico” respondió rápido, cual cohete, empujándolo y quedándose con sus gafas.
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—¡Agh!, ya deja de estar de castroso, güey —contestó “Goico” y el otro chico, con lo paciente que es, le suelta un puñetazo al ojo derecho que le tumbó sus Armani. En un silencio amargo todos vieron que “Goico” estaba en el suelo tapando su ojo derecho, pero el izquierdo era el que estaba morado. Cuando le quitan su mano para revisarlo descubren que tiene los dos ojos morados cual uva, pero uno ya estaba desde anoche así por una bronca en el bar. —Sí, no me bajaba de tarado el bartender. ¿Y qué? Tenía que contestarle —le dijo al grupo. Así que traía su cara de chulo ese día de clases con un ocho formado por sus ojos morados, todo por arrogante y prepotente. —Bueno ya, ¿me van a llevar a la enfermería o a la oficina de la directora? Se acabó el drama, mirones. ¡Ámonos! —dijo “Goico” ayudado por un par de compañeros que se lo llevaron en hombros.
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Un gélido y cálido recuerdo
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quel día el invierno aún permeaba sobre nuestros cuerpos cubiertos de capas y capas de abrigos. Y yo —tan feliz y despreocupada— ansiaba el comienzo del Día de Reyes
Sospechaba que por fin podrían regalarme el perro que tanto había pedido en una infinidad de ocasiones y mis esperanzas aumentaron cuando de pronto, frente a mí, se encontraba una caja enorme que con cada segundo que pasaba moría de ganas por descubrir su contenido, pero al ver lo que realmente era grande fue mi sorpresa que me quedé boquiabierta. Se trataba nada más y nada menos que de un bolso en forma de perro que, no obstante de no ser real, ¡ya era mío! Vaya sorpresa. ¡Me quisieron chamaquear! Y yo solo podía pensar en qué rayos había hecho tan mal para recibir un regalo tan triste como ese. No me quedaba más que dar las gracias, aunque bien forzadas debido a su chistesito. No se hubieran molestado. Ya bien desanimada mandé a volar la caja, al fin y al cabo qué importaba. Pero de pronto todos a mi alrededor gritaron “¡no!” mien-
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tras me veían como si fuera la peor persona del mundo y todo porque —sin saber— había aventado a un pobre y hermoso cachorro, tan blanco como un copo de nieve, que se encontraba en el interior y que, a tan solo unos meses de nacido, ya había recibido uno de los peores golpes de su vida. En fin, ese día que apuntaba a convertirse en un día bastante agrio resultó en un recuerdo cálido y divertido de cómo llegó a mi vida “Ponki”, mi peludo compañero de aventuras y alegrías.
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Las tareas, una tragedia
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ra mediodía de un viernes, el sol relucía como nunca antes lo había hecho. Estaba papaloteando con mi mejor amiga cuando recordé que teníamos que entregar un proyecto muy importante en unos días. —No te preocupes, tenemos todo el tiempo del mundo —respondió Lucero. Cuando el fin de semana llegó, decidí adelantar la tarea para tener un colchón de tiempo. Llegado el lunes me habló mi amiguis de sus aventuras y toda clase de chismes que surgieron en el weekend. Ilusa yo, aproveché la oportunidad para preguntarle del gran proyecto que teníamos que entregar. —Luego lo inicio, aún tengo tiempo —dijo ella. Esa semana parecía que los profesores se habían puesto de acuerdo y dejaron más y más tareas, mientras que Lucero veía pasar su vida social tan campante como siempre; no le importaba el no dormir, habitualmente hacía la tarea que se entregaba un día antes.
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Llegó el martes de entrega, Lucero entró al salón con una cara de catrina sin disfraz. —Amiga yo te amo, pero ¿por qué te ves tan demacrada? —pregunté sabiendo la respuesta. —No he dormido en dos días, pero por lo menos terminé el proyecto —respondió con un intento de sonrisa en el rostro. —Te dije que lo empezaras hace días, pero como toda una diva empiezas todo siempre rayando el sol… Por cierto, ¿ya tienes la tarea del viernes? Lucero hizo una mueca y me respondió –No, mañana la hago. —No manches, estás viendo el temblor y no te hincas —expresé como toda una señora— cuando de pronto comenzó a temblar. Lo había invocado sin querer, era la una de la tarde con 14 minutos del martes 19 de septiembre.
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Y... ¿qué vas a hacer mañana?
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s gracioso que nos pregunten qué vamos a hacer con nuestra vida o a qué nos dedicamos cuando ni siquiera podíamos votar o tomar cerveza, ¿no lo crees?
Bueno, pues yo suelo pensar en qué voy a hacer, pero no de mi vida, más bien en mi día; porque para mí ya era demasiado problema poner las cosas en orden por 24 horas, sin que nada intervenga, como para pensar en qué hacer con mi vida. Es un pensamiento que me mata por dentro porque, por cierto, sólo tengo uno y game over. Por otro lado, tengo frente a mí millones de oportunidades en la época más avanzada —tecnológicamente hablando— en la historia de la humanidad, pero con un enemigo invisible e intocable. No estamos en guerra y ya no existen más depredadores que amenacen el cómodo estilo de vida de los changuitos evolucionados que ahora somos; o bueno, no en mi colonia.
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Y... ¿Qué vas a hacer mañana?
Pero sí tengo dentro de mí un pequeño diablo que me pide dinero y exige satisfacer sus necesidades sin importar lo que tenga que hacer, siempre y cuando él esté feliz; aunque también existe su hermano gemelo que me pide películas, videojuegos, ciencia, arte, memes, y mi corazón pide ser una de esas personas legendarias, héroes de la humanidad que cambiaron el planeta dejando su huella en la historia y que todo el mundo conoce, a pesar de que ya se los llevó el viento desde hace siglos. He aquí mi problema con esa maldita pregunta, porque por cada persona con un Oscar en la mano existe un millón de ellos con traje que dios lo bendiga y hacen lo que pueden por pagar sus deudas, que intentaron ser uno de esos intrépidos aventureros, pero perdieron. En síntesis, aquí me encuentro —obviamente no frente a ti, pero sí contigo—; esperando que el diablo que está dentro de mí, su gemelo y mi corazón tomen una elección mientras yo trato de aconsejarles con el tiempo que me queda y, con suerte, lograr hacer algo de mi vida. He dicho.
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Jugando con el fuego
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espués de lo que pareció ser una mañana eterna viajando en carretera, llegamos a un pequeño rancho en Tequisquiapan con intenciones de reunirnos en familia para festejar la Navidad. Mis hermanos, como siempre, salieron volando a explorar mientras que los demás nos encargábamos de bajar nuestras maletas. A las pocas horas llegó la otra parte de la familia, pero como nadie quería mover ni un dedo de tanto frío que se sentía decidimos hacer una fogata. Al parecer todos los primos se pusieron de acuerdo para evitar que se prendiera el fuego —en las películas parece fácil, pero en realidad no todo funciona para avivarlo y mantener la leña prendida—. Intentaron de todo, le aventaron papel de baño, comida grasosa, líquido flamable, pero lo peor de todo fue cuando uno de ellos pensó que sería buena idea escupirle un shot de vodka. Como era de esperarse, se rindieron después de un rato y fueron a jugar fútbol.
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Jugando con el fuego
Poco a poco pasaba la tarde, seguía sin salir el sol y la fogata seguía más fría que la tapa de un W.C. en pleno invierno. Mientras todo mundo estaba distraído aproveché para acercarme al fuego inexistente e intentar encenderlo yo misma. Inmediatamente vi porqué estaban fracasando. Resulta que armaron una “casita” con la leña, así como las que salen en las caricaturas, en lugar de conservar el calor en el centro y dejar que la madera se volviera incandescente. Por instinto me reí y dije: —estos pendejos. Luego de una expedición al Oxxo más cercano para comprar otra botella de líquido flamable, con ayuda de uno de los adultos y sin esos chamacos, por fin logramos hacer “lo imposible”. En cuanto se acercaron quedaron boquiabiertos y simplemente nos cagamos de risa. En un abrir y cerrar de ojos cuadrados salimos disparados en todas las direcciones buscando ramitas para quemar bombones en la fogata.
Finalmente, al anochecer, salimos a contar historias de terror mientras observábamos aquel clásico contraste de lo frío y azul de la noche junto a la luz y el calor del fuego. Desde luego, el hombre pudo haber descubierto el fuego, pero las mujeres descubrimos cómo jugar con él: Candace Bushnell
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Por un flato de frijoles
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n México el suegro no te recibe con un apretón de manos y una mirada serena o cordial, no. Aquí reciben a uno con fusca en la cabeza, la mirada fija y fría, como dos lanzas atravesando el corazón. Por aquí la cosa va diferente. La primera impresión es la más importante, tienes que lucir decidido, sin rajarse, caballeroso, modesto, aunque no lo suficiente para no parecer maricón. La primera vez que conocí al señor papá de mi novia sentí la sangre helada con esa mirada, un apretón de manos, acero templado tocando mi sudorosa piel. Inmediatamente me encogí, no sabía hacia dónde voltear, tarareaba sin cesar cualquier melodía para distraerme, hasta que sonrió y me invitó a desayunar. No logré dominar a la fiera, pero jeje, al menos no me comió. Pasaron los años y nuestra relación sigue siendo la misma, solo nos decimos hola y adiós… hasta aquel día. Fue una tarde de octubre, mi novia tomaba clases, yo estaba haciéndome pato con el celular, pero de repente… ¡tenía que hacer del baño! Tres años de
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relación no te preparan para entrar al baño en casa ajena y menos después de haber comido tantos frijoles —¡aquello sería una molotov!—. Inhalé hondo, la miré unos instantes pensando que sería la última vez y fui al W.C. Cerré la puerta, tomé mi teléfono para entretenerme mientras realizaba semejante labor y procedí a expulsar mis males… Pasaron los segundos, algunos minutos y de repente se abrió la puerta —¡ocupado! — alcancé a exclamar y un empujón de puerta el individuo se llevó; una risa infernal y conocida sonó del otro lado. Al salir mi dignidad estaba por los suelos, mis mejillas cual manzanas. ¡Había olvidado poner el seguro de la puerta! Al final solo pude reír para mis adentros, mi temible suegro se había fumado todas mis esencias naturales.
Aquí te cuento
Todo puede pasar
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n una ocasión, cuando estaba en mi primer año de preparatoria, mis amigos y yo nos fuimos de fiesta de último minuto para animar a mi mejor amigo que tenía el corazón roto. El boleto nos costó un ojo de la cara ya que toda la prepa iba a ir y para llegar tuvimos que cruzar cielo, mar y tierra. Ya en la fiesta comenzamos a dividirnos uno a uno y todos terminamos teniendo una alocada tarde totalmente diferente. Poco después nos juntamos nuevamente y noté que Carlos —mi mejor amigo— estaba llorando a mares por su exnovia y sus únicas palabras al vernos fueron: —me esfuerzo por olvidarla y, sin querer, la recuerdo. Casi todos estábamos hasta las manitas y el reloj ya nos cantaba la hora. Justo cuando íbamos saliendo nos quedamos de a seis al ver que la patrulla estaba llegando, seguramente por todo el ruido de la fiesta que se escuchaba en toda la colonia. Apenas escucharon y vieron las luces todos salieron con los pelos
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de punta. Menos mal que a empujones fue que logramos huir entre tanta gente; eso sí, todos con sus vasos de alcohol. Una amiga y yo terminamos bañadas. Después de eso lo único que yo quería era llegar a mi casa antes que mi mamá regresara, pero a pesar de que corrí —que se me aparece la virgen— mi madre ya estaba ahí. —¿Con que al cine, no?, ¿acaso crees que nací ayer? —esas fueron sus primeras palabras al ver lo desastrosa que llegué. Mi primer instinto fue negar lo evidente y tal vez pudo haber funcionado si hubiese pensado en una buena excusa y, sobre todo, si no hubiera cantado “oaxaca”.
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Una no tan dulce navidad
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n algún punto de la infancia uno aprende que las “Estatuas de marfil”, más que un juego, son un entrenamiento de supervivencia fundamental si queremos salir victoriosos en nuestras travesuras o torpezas. “El que se mueva baila el twist” se vuelve un mantra en los momentos donde, como acusada, te encuentras frente a la mirada severa de tu madre esperando que no te rías mientras te mira con una cara que haría reír hasta a un juez, mientras contienes los nervios para descifrar cuándo hablar entre las órdenes de ¡contesta y no me respondas! Entonces sí te vuelves una estatua, petrificada no por su serenidad sino por el miedo de pasar de monumento heroico a fúnebre, pensando ya en cuántas patas habrá de subir tu corcel imaginario, pues en muerte súbita el menor error te manda a la banca, o al menos eso fue lo que aprendí hace algunas vísperas navideñas. Corría diciembre y la noche trajo consigo el interrogatorio para descubrir quién había sido el ladrón del tesoro más valioso que teníamos por esas fechas: una caja de chocolates. Enojados, decepcionados
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y con la mente en toda la felicidad de la que nos habían privado al alejarnos de tan dulces placeres —literalmente—, comenzamos las investigaciones que pronto apuntaron hacia mí por ser la más pequeña de la casa y la más cercana a la escena del crimen. —No te voy a hacer nada —todavía—, sólo dime la verdad, —repetía mi mamá. Me preguntaba dónde había estado toda la tarde y qué había hecho con tal severidad que no pude sino dejar escapar una risa nerviosa que pronto se convirtió en el ataque de risa que me declaró culpable. ¡Ya ni llorar era bueno. Acepté el castigo y me resigné al arresto domiciliario por lo que restaba del mes. No obstante, lo peor no fue descubrir que el clavo que sobresale siempre recibe un martillazo. Fui camino a mi cuarto a ver a mi abuelo —quien se había mantenido neutral toda la tarde— cuando de pronto lo vi levantar el cuerpo del delito: una envoltura de chocolates que se había caído de su chamarra y que decidí no delatar; en parte porque se la debía y en parte porque, cuando nuestras miradas se cruzaron, supe que ese mes no me quedaría sin dulces.
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¿Todo bien?
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ahí estaba frente de mí la mujer más hermosa que jamás había visto; sentada en una banca, leyendo un libro. Así que naturalmente me le acerqué para preguntarle cuál era su nombre cuando, de pronto, un hombre que estaba pasando cerca se tropezó y se cayó, a lo que ella respondió —entre dientes— de manera sarcástica: —Si para pendejo no se estudia. Sonreí y le dije “hola” —un gran pretexto para conocernos—. Me di cuenta de que ella tendía a decir bastantes frases vulgares, pero a mí nunca me molestó; por el contrario, me causaba gracia. Fueron pasando las semanas siendo amigos solamente y no estaba segura de que yo le gustara, me daba temor preguntarle. Hasta que un día me armé de valor y le pregunté.
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—Oye, ¿te gusto? —Ella se sonrojó, me tomó fuertemente de la playera y me dio un beso. —La neta me desilusionó que no te cayera el veinte —dijo ella—. Me traes bien enamorada. Fueron pasando las semanas, ya como pareja, hasta que un día que estaba saliendo de mis clases fui a buscarla y la vi hablando con otro hombre en el pasillo. —¿Eres o te haces? Tú fuiste el que se pasó de lanza y ya no te quiero volver a ver —dijo ella; después le dio una cachetada y el hombre, un tanto sacado de onda, se fue. De inmediato me acerqué y le pregunté sin titubear: —¿Está todo bien? —Sí, al nopal solo se le arriman cuando tiene tunas. Después de eso ella me contó que tiempo atrás ella estaba pasada de peso y que tuvo un novio que la había dejado por ese motivo y esa fue la causa por la cual lo mandó a volar. —En otras palabras, nunca he dejado que mi imagen o mi talla me detenga a nada.
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Faros
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scuchaba la tenue música de Chayanne que mi mamá había puesto para barrer la casa, distrayéndose de repente para bailar con la escoba a la vez que cantaba en voz alta con mucho sentimiento, mientras que el dorado atardecer poco a poco entraba por la ventana invadiendo la blanca pared de mi habitación. Yo me encontraba sentado en el gélido piso, revisando una pequeña caja con pertenencias de mi madre, hallando unas fotografías que parece fueron tomadas hace millones de años. Verlas me provoca un frío sentimiento de lejanía al observar que se realizaron en un verde paisaje, puesto que ahora es casi imposible salir a la esquina. Debajo de aquellas instantáneas descubro un curioso y llamativo empaque con letras rojas, “Faros”, con una ilustración de un hombre trajeado viendo la costa, desprendiendo un aroma a tabaco como el de mi abuelo. —¡Chamaco metiche! —gritó mi mamá detrás de mí al
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verme husmear entre sus cosas. Yo solo me quedé helado con el cartón entre las manos; puedo asegurar que me iba a fulminar con la chancleta, pero se detuvo al escuchar el retumbe de la música del vecino que nuevamente realizaba una fiesta clandestina. —…que la canción, si para tonto no se necesita estudiar —susurró y después se retiró. Yo respiré de alivio, pues me salvé del chanclazo. Dos semanas después, mi madre habla cómodamente por teléfono con una vecina. —Fíjate que sí, don Hermenegildo ya chupó faros, pero quién lo manda a hacer sus reuniones —dice fastidiada, cruzándose de brazos. Inmediatamente voy de prisa por el empaque de cigarros “Faros” para preguntarle si tiene alguna relación; me arrepentí al instante que vi su rostro enojado con su amenazante calzado en mano diciendome con voz amenazante: –La vida es mejor en chanclas, tú dices.
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No todo es terciopelo
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muchos de nosotros millones de veces nos han dicho “no creas todo lo que ves en Internet”. Al parecer nadie se lo había dicho antes a mi amiga Jessica, quien hace unas semanas conoció a un chico por Internet, Johnny. Mi amiga pasaba todo el día hablando por teléfono con él, contándole qué había sucedido en su día y que se moría por estar en sus brazos de terciopelo, que por lo general y conociéndola eso les dice a todos. No voy a negar que “John” en sus fotos se veía todo un gran papucho —auténticamente un muñeco—. Si tuviera que describirlo diría que es un chico alto, cabello castaño obscuro, ojos color miel y, según Jessica, su piel era terciopelo puro. Es capitán del equipo de americano de su universidad y tenía en su Face fotos de sus viajes por todo el mundo. “Jessy” no perdía ni una sola oportunidad para fanfarronear acerca de él y a mí no me latía del todo su supuesto novio. Cuando ella le
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pedía a su “cibernovio” que hicieran una videollamada, él le ponía mil y una excusas. En algún momento comenzamos a dudar que el chico no era quien parecía, pero mi pobre amiga andaba duro y dale con que sí era real. Habían acordado una fecha del mes para verse ya que —supuestamente— “John” vivía en otro estado y estaría de visita en la Ciudad de México algunos días. No nos quedaba más que tomar asiento y esperar. Cuando llegó el día de la cita decidimos acompañarla para asegurarnos que estuviera segura. Se citaron en un café de una colonia que gritaba “aquí vive puro fresa”. Todos y cada uno de mis amigos llegamos puntuales para conocer al tal Johnny cuando, de pronto, entra un chavo bien curiosito: era moreno, con acné, lentes de fondo de botella; no tenía mucha pinta de ser capitán de un equipo de fútbol americano y pa’ mí que más bien se llamaba Juan. Se acercó a saludar a “Jess” —ella quería que la tierra se la tragara viva—. —Güey, no quiero que me vea, vámonos —dijo “Jessy”. —Aunque sea salúdalo, güey —le dije. Finalmente y de forma inesperada ambos salieron huyendo. En fin… No cabe la menor duda que el intelecto tiene razón, pero la intuición nunca se equivoca.
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Una fábula más
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l día más caluroso de agosto un campesino caminaba para su casa cuando se topó con una brecha en medio de un trigal tan brillante como el mismo sol. Cuando lo vio pensó «¿a dónde me llevará?» y atravesó el sembradío para seguir el larguísimo camino. De repente se escucharon ruidos, ¿será que alguien lo seguía? Volteaba pero no veía nada, volvía a voltear y nada; se tropezó con algo duro enterrado en la tierra, lo sacó y para su sorpresa era un lingote de oro tan frío como una nalga de muerto. —¡Orales, qué suerte tengo! —exclamó el campesino cuando de pronto apareció un viejito saliendo del trigal y se dirigió hacia él. —Ese no es su oro, buen hombre. Hay quien piensa que lo ajeno le pertenece, incluso hay quien piensa que lo que uno se gana es la suerte. El campesino le respondió: —¿Asté le dió suerte o por qué lo protege? El viejo lo miró con ojos serios y le dijo: —Hace tiempo me encon-
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tré este oro y no lo tomé porque no me pertenecía, cuando llegué a casa había una bolsa con oro en mi puerta con una nota que decía “Si no estás seguro puedes errar, pero con seguridad puedes llegar muy lejos”. Cuando el campesino escuchó su historia dudó si le hablaba con la verdad y le hizo una pregunta: —¿Qué mercó asté con el oro que estaba en la bolsa? —el viejo le enseñó sus pies y le dijo: —Estos huaraches que me recuerdan no dar un paso sin estar seguro del siguiente. El campesino se empezó a reír y le enseñó sus pies descalzos: —Pues que cree, que yo no doy paso sin huarache. Y que se pinta con el oro.
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¡El colmo!
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ervioso, inquieto, ansioso; lleno de ruido iba y venía el tembloroso, el sudoroso, el joven estudiante, Alexis, de un lado a otro. En su cabeza los problemas le bailaban de hemisferio en hemisferio. ¡Ya era el colmo! Problemas con su padre, el estirado y estricto; problemas con la novia, con todo y cuernos la había dejado; problemas con la facultad, con el profesor Escalona reprobado estaba. ¡Otra vez, el colmo! Tenía mil cosas que hacer y sencillamente ya no podía con más, y ahora… ¡oh! Y ahora esa mendiga y tramposa cáscara de mandarina; un resbalón se dio con ella mientras caminaba por la escuela —ya chupo faros—. Alexis cerró los ojos esperando tremendo trancazo que se iba a dar; sin embargo, nada, no había golpe. Alexis abrió los ojos como platos con sus respectivas legañas para darse cuenta que no había terminado de caer. Se encontraba aún en camino al piso pues lentamente caía. El universo se había vuelto flo-
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jo en ese preciso instante, en ese bendito momento, y el tiempo se alentó. Alexis caía muy lentamente hacia el piso y no podía evitarlo, pues no pudo ni siquiera mover un pelo. Al principio Alexis esperó su inminente caída con miedo; pasada la primera hora Alexis se desesperó tanto que cuando sentía que ya llevaba como medio día cayendo, aburrido, empezó a pensar y pensar y pensar; y reflexionó y reflexionó y reflexionó, ¡y encontró la respuesta!; la respuesta a como hablar con su padre, la respuesta a como disculparse con su novia, la respuesta a como pedirle al profesor Escalona que le permitiera entregar el cuento lúdico con atraso. La respuesta a todas las respuestas. Se sintió ave, se sintió liberado y, emocionado, espero terminar su caída para poder poner en práctica todas esas respuestas. Pero… ¿Qué pasó? Que Alexis, en su caída, tenía su nuca dirigida hacia una banqueta. ¡Ya era el colmo! Cuando Alexis terminó de caer quebró su cabeza contra la banqueta y ahí quedó, se petateó. Alexis se nos murió.
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Aquí te cuento Se compuso con las tipografías: DK Fiebiger Eins 26, 28, 70 pts. Betina Sans Regular: 12, 20 pts. Betina Sans Semibold 10, 12 pts. Beitna Sans Medium Italic 10 pts. & Potato Chips 15 pts. Edición de un solo ejemplar virtual Ejercicio elaborado sin fines de lucro Laboratorio de Diseño Editorial FAD | UNAM Enero 2021
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