Cuentos

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CUENTOS SOBRE

VALORES

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La mazorca de oro

Adaptación del cuento popular de Perú En las hermosas y lejanas tierras de Perú vivía una pareja joven que tenía cinco hijos pequeños. Su vida era bastante dura y no podían permitirse ningún lujo. La familia salía adelante gracias al cultivo del maíz en un pequeño terreno que tenían muy cerca de su hogar. Cada mañana, la mujer lo molía y hacía con él pan y tortas para dar de comer a sus chicos. Si sobraba algo de la cosecha, lo vendía por la tarde en la aldea más cercana y regresaba con un par de monedas de plata a casa.

De tanto trabajar de sol a sol, la campesina estaba agotada. Su marido, en cambio, no hacía nada. Se pasaba el tiempo holgazaneando y dando paseos por la montaña mientras los chiquillos estaban en la escuela o jugando al escondite. Un día, la muchacha se sentó en el granero y se puso a limpiar, como siempre, las mazorcas que había recogido durante la jornada. Eran grandes y tenían un aspecto fantástico. Por unos momentos se sintió muy feliz, pero cuando se puso a hacer recuento, comprobó que no había suficiente cantidad para hacer pan para todos y mucho menos, para vender a los vecinos. La pobre, desconsolada, se arrodilló y comenzó a llorar ¿Cómo iba a dar de cenar a sus cinco hijitos si no podía fabricar bastante harina?… Si al menos su marido la ayudara podrían unir fuerzas y cultivar más maíz, pero era un egoísta que solamente pensaba en sí mismo y en su propia comodidad. Miró al cielo y pidió al dios bueno que tuviera compasión y le diera fuerzas para continuar. De repente, notó que en una esquina algo brillaba con intensidad. Se quedó muy extrañada pero ni siquiera se acercó; imaginó que se trataba de un rayo

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de sol que incidía sobre una caja de metal, de esas donde se guardan las herramientas. Se desahogó un rato más y se enjugó las lágrimas con el puño de su desgastada blusa. Al levantar la mirada, con los ojos todavía vidriosos, vio que el extraño brillo seguía allí, sin moverse del rincón del granero. Cayó en la cuenta de que era casi de noche, así que estaba claro que el sol no podía ser. Un poco asustada, se acercó despacito a ver de qué se trataba. El fulgor era más intenso a medida que se aproximaba y hasta tuvo que mirar hacia otro lado para que no le deslumbrara. Su sorpresa fue inmensa cuando descubrió que era una enorme mazorca dorada ¡No se lo podía creer! Sus granos eran de oro puro y de ellos salían intensos haces de luz. La campesina miró hacia arriba ¡El dios le había ayudado atendiendo a sus plegarias! Cogió la mazorca con delicadeza y salió en busca de su marido, que roncaba sobre una hamaca dejando pasar las horas.

Con voz aún temblorosa le contó lo sucedido y el hombre, por primera vez en su vida, se avergonzó de su comportamiento. Comprendió que su esposa había cargado siempre con la responsabilidad de la casa, de los hijos y del duro trabajo en el campo ¡Era a ella y no a él a quien el dios divino había recompensado! A partir de ese día, el muchacho cambió para siempre. Vendieron la mazorca de oro y ganaron mucho dinero. Después, arreglaron la casa, compraron un terreno más grande y sus niños crecieron sanos y felices. Nunca jamás volvió a faltarles de nada.

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Androcles y el león

Adaptación de la fábula de Esopo Hace unos dos mil años, en la Antigua Roma, vivía un esclavo llamado Androcles. Su destino, como el de la mayoría de los esclavos, era luchar en el Coliseo a vida o muerte contra los leones. El temido momento había llegado y esperaba su turno encerrado en una mazmorra de la que era imposible fugarse. Cuando parecía que ya no había más remedio que aceptar que era el fin, la suerte quiso que un soldado guardián se despistara y dejara abierto el cerrojo de la celda. Androcles vio la oportunidad de escaparse…¡Y se escapó! Aprovechó la noche para salir corriendo hacia el bosque, sin un lugar fijo a dónde dirigirse. Durante horas, protegido por la oscuridad, el pobre muchacho vagó de un lado a otro y se alimentó de las poquitas cosas comestibles que halló por el camino.

Casi amanecía cuando, de repente, vio un león que casi no podía moverse y gemía como un gatito. Aunque era grande y lucía una frondosa melena, no parecía un animal agresivo. Androcles se acercó a él manteniendo una distancia de seguridad y le preguntó por qué se quejaba. – ¿Qué te sucede, amigo león? Es la primera vez que veo a una fiera como tú llorar amargamente. – ¡Me encuentro muy mal! He pisado una espina grande y afilada que se me ha clavado en la pata. La herida sangra sin parar ¡Por favor, ayúdame, te lo suplico! – Tranquilo, veré lo que puedo hacer.

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Androcles se enterneció al ver al pobre león sufriendo. Si no le ayudaba, moriría desangrado. Se acercó venciendo el miedo y observó la pata con detenimiento. La verdad es que la herida tenía una pinta muy fea y debía actuar con rapidez. Arrancó un trozo de tela de su manga y se acercó a un pequeño manantial que brotaba a escasos metros. Mojó el tejido y regresó junto al león para limpiarle bien la herida de tierra y sangre. Después, buscó la espina y, con mucho cuidado, la extrajo con habilidad. Para calmar el dolor y bajar la inflamación, utilizó como apósito sobre la zona lesionada unas hojas verdes mezcladas con barro ¡Era un viejo remedio que no solía fallar! Al cabo de un rato, el león se sintió muchísimo mejor. – ¡No sé cómo agradecerte lo que has hecho por mí! ¡Me has salvado la vida! – Bueno… ¡Es lo menos que podía hacer! Nadie se merece sufrir. – Por favor, acompáñame a mi cueva. Allí tengo carne de sobra para los dos y me encantaría compartirla contigo. – ¡Gracias! En las últimas horas sólo he comido unas avellanas y estoy muerto de hambre. El joven y el león se fueron juntos y disfrutaron de una apetitosa comida. Después, pasaron un rato estupendo hablando de sus vidas, muy diferentes pero parecidas en algunas cosas, hasta que llegó el momento en que Androcles tuvo que despedirse. Quería alejarse de la ciudad de Roma y buscar un lugar más seguro donde vivir.

Le dio un fuerte abrazo a su nuevo amigo y tomó un camino de adoquines que sabía que le llevaría a la costa ¡Quizá allí podría coger un barco rumbo a nuevas tierras! Desgraciadamente, los soldados romanos le encontraron antes de llegar a ver el mar y le apresaron para que el emperador decidiera qué hacer con él. La única esperanza que le quedaba de ser libre se diluyó como un terrón de azúcar en un vaso de agua caliente. El bueno de Androcles fue condenado nuevamente a enfrentarse en la arena con un león. Cuando llegó el fatídico día, esperó angustiado en su celda, pues sabía que ante una fiera, tenía todas las de perder. Desde allí escuchaba el tumulto de la gente sentada en las gradas. Un soldado fornido

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y con cara de pocos amigos le sacó a empujones y le condujo por un pasadizo húmedo y oscuro hasta que salió a la arena. Cegado por el sol, se colocó en el centro como le habían indicado. Por una de las puertas del Coliseo, vio aparecer un enorme felino que rugía enseñando los colmillos, se aproximaba a él sin quitarle ojo y estudiaba cada mínimo movimiento que hacía. Androcles sintió que todo el cuerpo le temblaba como una torre de naipes ¡Era imposible vencer a ese animal! Pero a medida que se fue acercando, el león dejó de rugir y de su cara salió una sonrisa. Cuando estuvieron frente a frente, el león se lanzó a sus brazos y comenzó a lamerle con cariño y a gritar su nombre. – ¡Androcles, eres tú! ¡Qué alegría verte! ¡Mi querido Androcles! – ¡Oh, amigo! ¡A ti también te han capturado! ¡Cuánto lo siento!… – ¡No te preocupes, yo jamás te haría daño! Soy incapaz de verte como un enemigo, por mucho que quiera todo este gentío que nos rodea. – ¡Ni yo a ti! ¡Sabes que te quiero muchísimo! Androcles y el león seguían abrazados ante las miles de personas que asistían como público y que se habían quedado en absoluto silencio. El emperador, desde la tribuna, estaba pasmado y no daba crédito a lo que veía ¡Un león y un humano comportándose como dos íntimos amigos! Eso era algo realmente emocionante y debía ser premiado. Se levantó de su asiento y alzando la voz, gritó a todos los presentes: – Por muchos espectáculos que veamos en este anfiteatro, jamás nada podrá compararse a lo que tenemos ante nuestros ojos. El amor que hay entre este esclavo y este león, me conmueve profundamente.

La voz del emperador retumbaba en todo el Coliseo. Tomó aire y continuó. – ¡Como máximo mandatario del Imperio Romano, ordeno que ambos sean puestos en libertad para siempre! Miles de hombres y mujeres se pusieron en pie y comenzaron a aplaudir efusivamente. Androcles y el león comenzaron a llorar emocionados y abandonaron el Coliseo camino de su libertad. A partir de ese día, el león regresó a una zona segura del bosque junto a sus congéneres y Androcles se fue a vivir a una modesta casita donde formó una

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familia y fue muy feliz. El tiempo no les distanció: siguieron viéndose a menudo y su amistad duró eternamente. Moraleja: Los buenos actos siempre son recompensados y los amigos, sin son de verdad, lo son para siempre, sean cuales sean las circunstancias.

Nasreddín y la lluvia

Adaptación del cuento popular de la India Hace mucho, mucho tiempo, vivió en la India un muchacho llamado Nasreddín. Aunque en apariencia era un chico como todos los demás, su inteligencia llamaba la atención. Allá donde iba todo el mundo le reconocía y admiraba su sabiduría. Por alguna razón, siempre vivía historias y situaciones muy curiosas, como la que vamos a relatar. Un día estaba Nasreddín en el jardín de su casa cuando un amigo fue a buscarle para ir a cazar. – ¡Hola, Nasreddín! Me voy al campo a ver si atrapo alguna liebre. He traído dos caballos porque pensé que a lo mejor, te apetecía acompañarme. Otros diez amigos nos esperan a la salida del pueblo ¿Te vienes? – ¡Claro, buena idea! En un par de minutos estaré listo. Nasreddín entró en casa, se aseó un poco y volvió a salir al encuentro de su amigo. Partió montado a caballo y enseguida se dio cuenta de que era un animal viejo y que el pobre trotaba muy despacio, pero por educación, no dijo nada y se conformó. Una vez reunido el grupo, los doce jinetes cabalgaron campo a través, pero el pobre Nasreddín se quedó atrás porque su caballo caminaba tan lento como un borrico. Sin poder hacer nada, vio cómo le adelantaban y se perdían en la lejanía. 7


De repente, estalló una tormenta y comenzó a llover con mucha fuerza. Todos los cazadores azuzaron a sus animales para que corrieran a la velocidad del rayo y consiguieron guarecerse en una posada que encontraron por el camino. A pesar de que fue una carrera de tres o cuatro minutos, llegaron totalmente empapados, calados hasta los huesos. Tuvieron que quitarse las ropas y escurrirlas como si las hubieran sacado del mismísimo océano. A Nasreddín también le sorprendió la lluvia, pero en vez de correr como los demás en busca de refugio, se quitó la ropa, la dobló, y desnudo, se sentó sobre ella para protegerla del agua. Él, por supuesto, también se empapó, pero cuando acabó la tormenta y su piel se secó bajo los rayos de sol, se puso de nuevo la ropa seca y retomó el camino. Un rato después, al pasar por la posada, vio los once caballos atados junto a la puerta y se detuvo para reencontrarse con sus amigos. Todos estaban sentados alrededor de una gran mesa bebiendo vino y saboreando ricos caldos humeantes. Cuando apareció Nasreddín, no podían creer lo que estaban viendo ¡Llegaba totalmente seco! El amigo que le había invitado a la cacería, se puso en pie y muy sorprendido, le habló: – ¿Cómo es posible que estés tan seco? A ti te ha pillado la tormenta igual que a nosotros. Si a pesar de que nuestros caballos son veloces nos hemos mojado… ¿Cómo puede ser que tú, que has tardado mucho más, no lo estés? Nasreddín le miró y muy tranquilamente, sólo le respondió: – Todo se lo debo al caballo que me dejaste. El amigo se quedó en silencio y pensó que allí había gato encerrado. Dispuesto a descubrir el truco, tomó la decisión de que al día siguiente, para el camino de vuelta a casa, le daría a Nasreddín su joven y rápido caballo, y él se quedaría con el caballo lento. Después del amanecer, partieron hacia el pueblo con los caballos intercambiados. De nuevo, se repitió la historia: el cielo se oscureció y de unas nubes negras como el carbón comenzaron a caer gotas de lluvia del tamaño de avellanas. El amigo de Nasreddín, que iba en el caballo lento, se mojó todavía más que el día anterior porque tardó el doble de tiempo en llegar al pueblo. En cambio, Nasreddín, repitió la operación: se bajó rápidamente de su caballo,

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dobló la ropa, se sentó sobre ella, y desnudo, esperó a que cesara la lluvia. Soportó la tormenta sobre su cabeza, pero cuando cesó de llover y salió el sol, no tardó secarse y se puso la ropa seca. Después, retomó el camino a casa. Por casualidad, ambos se cruzaron en el camino justo a la entrada del pueblo. El amigo chorreaba agua por todas partes y cuando vio a Nasreddín más seco que una uva pasa, se enfadó muchísimo. – ¡Mira cómo me he puesto! ¡Estoy tan mojado que tendré suerte si no pillo una pulmonía! ¡La culpa es tuya por darme el caballo lento! Nareddín, como siempre, sacó una gran enseñanza de lo sucedido. Sin levantar la voz, le contestó: – Amigo… Dos veces te ha pillado la tormenta, a la ida en un caballo rápido, a la vuelta en un caballo lento, y las dos veces te has mojado. En tus mismas circunstancias, yo he acabado totalmente seco. Reflexiona: ¿No crees que la culpa no es del caballo, sino de que tú no has hecho nada de nada por buscar una solución? Su amigo, avergonzado, calló. razón.

Nasreddín, como siempre, tenía toda la

Moraleja: Cuando algo nos sale mal, no podemos echar la culpa siempre a los demás o a las circunstancias. Tenemos que aprender que muchas veces, el éxito o el fracaso dependen de nosotros y de nuestra actitud ante las cosas. Si un día estamos ante un problema, lo mejor es pensar en la mejor manera de solucionarlo y actuar con decisión.

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El birrete blanco

Adaptación del cuento anónimo de Islandia Había una vez un chico y una chica que eran amigos desde la infancia porque vivían en el mismo pueblo y eran vecinos. Se llevaban muy bien y a menudo solían merendar juntos y dar paseos por el campo al salir de la escuela. El muchacho era muy travieso y aficionado a gastarle bromas a su amiga. A veces, se escondía tras las puertas para darle un susto o le contaba cosas inverosímiles y fantasiosas para que ella se las creyera. Después, cuando veía su cara de asombro, se partía de risa. En una palabra, le encantaba hacer payasadas y la chica era casi siempre el blanco de sus guasas. Un día que lloviznaba, la muchacha estaba en casa y su madre le dijo: – ¡Hija, la lluvia lo está empapando todo! Ve corriendo y trae la ropa que hay en el tendedero junto al cementerio, antes de que sea demasiado tarde. – Ahora mismo, mamá. Enseguida vuelvo. La chica salió disparada mirando de reojo los nubarrones sobre su cabeza ¡Estaba a punto de caer una buena tormenta! Llegó al tendedero y se dio toda la prisa que pudo. Descolgó la ropa y la metió en un cesto de mimbre. Cuando iba a levantarlo para regresar a su casa, vio que sobre una tumba había una figura con forma humana, totalmente vestida de blanco. Estaba sentada y no se le veía la cara porque la llevaba tapada con un birrete como el que llevan los fantasmas. Para ser sinceros, su aspecto era el de un fantasma de verdad, pero no se asustó lo más mínimo porque pensó que era su amigo bromista que, una vez más, quería burlarse de ella. Sin vacilar ni un momento, se acercó a paso veloz a la supuesta aparición.

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– ¡Serás tonto!… ¡Si crees que vas a asustarme estás muy equivocado! ¡Estoy harta de tus bromitas pesadas! Y levantando el brazo muy enfadada, le dio un fuerte empujón y volvió a por el cesto de ropa limpia. Cuál sería su sorpresa cuando, al llegar a casa, vio que su amigo estaba por allí, jugando con su perro labrador, como si nada hubiera pasado. – ¡Qué raro! ¿Cómo ha podido llegar antes que yo?… Extrañadísima, la joven fue a la cocina y ayudó a su madre a doblar la ropa seca que acababa de traer del tendedero. Entre el montón de prendas, encontró una capucha igual que la que llevaba el fantasma. No había explicación posible. – ¿Quién habrá puesto este capirote en mi cesto? ¡No entiendo nada! Empezó a asustarse de verdad. Le contó a su madre lo que le había sucedido en el cementerio y decidieron pedir una cita con el sabio del pueblo, a ver si podía aclarar el misterio. El anciano les recibió con solemnidad. – Díganme… ¿En qué puedo ayudarles? – Verá, señor… Creo que mi hija se encontró ayer con un auténtico fantasma. El caso es que ella le dio un empujón creyendo que era un amigo suyo disfrazado, pero al llegar a casa apareció, como por arte de magia, un birrete blanco en el cesto de la ropa ¿Qué cree usted que debemos hacer? El viejo sabio se sobresaltó. – ¡Qué coincidencia! Esta misma mañana un vecino me ha contado que vio un fantasma sin capucha sobre una tumba del cementerio ¡Debemos devolvérsela cuanto antes o una desgracia caerá sobre nuestra comunidad! La chica sintió un escalofrío. – ¿Una desgracia? ¿Por qué? El hombre, que de enigmas sabía bastante, le contestó con voz grave y ceremoniosa. – Pues porque nadie debe importunar a los seres del más allá que nos visitan y tú le has empujado sin piedad. Hay que respetarles para que ellos nos respeten a nosotros. Salgamos a la calle y reunámonos con los vecinos.

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Te acompañaremos para que no tengas miedo y repararás el daño causado devolviéndole el birrete. En pocos minutos, la chica y unas veinte personas más, tomaron el camino del cementerio. Encontraron al fantasma sentado cabizbajo sobre una tumba de piedra, desgastada por el paso de los años. Por supuesto, no tenía nada tapándole la cabeza. Todos se quedaron en silencio. La joven sostenía el birrete con sus manos temblorosas. Atemorizada, dio unos pasos al frente para acercarse al espectro, que la miraba fijamente con cara de pocos amigos. Haciendo un esfuerzo por parecer valiente, levantó los brazos y con cuidado le puso la capucha sobre la cabeza. Después, le preguntó: – ¿Ya estás contento? El fantasma, todavía enfadado, se abalanzó sobre la muchacha y le correspondió con otro empujón. La muchacha cayó al suelo como si fuera un saco de patatas. Acto seguido, le contestó con ironía: – ¡Sí, ya estoy contento! Tú me empujaste a mí y ahora yo te he empujado a ti ¡Ya estamos en paz! Ah, por cierto… ¡Gracias por devolverme el birrete! Y sin decir nada más, el fantasma se metió en la tumba y desapareció bajo tierra para siempre.

Nasreddín y la invitación a comer

Adaptación de la fábula popular de la India Vivía en la India hace muchísimos años, un muchacho muy inteligente y despierto llamado Nasreddín. Su sabiduría siempre dejaba pasmados a todos hasta tal punto, que era famoso en toda la ciudad. Siempre le sucedían muchas cosas curiosas de las que Nasreddín sacaba una importante enseñanza. Una de esas historias es la que os vamos a relatar. El chico tenía un amigo que vivía rodeado de todo tipo de riquezas en un majestuoso palacio. Un día se encontraron por la calle y el rico caballero le

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invitó a cenar esa misma noche. Nasreddín, que nunca había tenido la oportunidad de disfrutar de una opípara cena porque era pobre, aceptó encantado. Cuando empezó a caer la tarde, Nasreddín se subió a su famélico burrito para ir a casa de su anfitrión. Era la primera vez que le visitaba y cuando llegó, se quedó deslumbrado al ver nada más y nada menos que una enorme mansión de mármol rosa rodeada de increíbles jardines. En la entrada, dos guardias embutidos en un brillante uniforme y convenientemente armados, vigilaban a todo aquel que osaba acercarse. Nasreddín bajó del burro y se presentó. – Buenas noches, señores. Me llamo Nasreddín. Su señor, que es amigo mío, me espera para cenar. Uno de los soldados le miró de arriba abajo con desprecio. Nasreddín iba vestido con una túnica descolorida llena de remiendos y unas sandalias deshilachadas que almacenaban el polvo de muchos años de uso. Sin ningún tipo de miramientos, le dijo con voz seca: – Lo siento, pero no puedo permitirle el paso. Nasreddín se sintió muy ofendido. – ¡Pero si estoy invitado a cenar!… El soldado no estaba dispuesto a dejarse engañar ¡Un hombre tan rico e importante jamás invitaría a un mendigo a su mesa! Se adelantó un paso y mirándole fijamente, volvió a negarse. – Le repito, caballero, que no puedo permitirle el paso ¡Lárguese de aquí ahora mismo o tendré que echarle por las malas! El muchacho se dio la vuelta, se subió al borrico y, compungido, se alejó del palacio. Se sentía fatal, muy humillado, pero no estaba dispuesto a dejarse aplastar por el hecho de ser pobre. Como siempre, tuvo una ingeniosa idea: ir a ver al sastre del pueblo y pedirle ayuda. Era tarde cuando llamó a su puerta, pero el anciano le recibió con una sonrisa. – Hola, Nasreddín ¿Qué te trae por aquí? – Vengo a pedirte un favor. Necesito que me prestes algo de ropa decente para ir a cenar a casa de un amigo. Con estas pintas no me permiten entrar en su palacio.

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– ¡No te preocupes! Tengo ropa de sobra que te sentará muy bien ¡Entra que te la enseño!

El sastre le sugirió que lo primero que debía hacer, era lavarse un poco. Nasreddín, encantado, se dio un buen baño de agua caliente en un barreño y, una vez limpio y perfumado, se probó varias prendas hasta que encontró una realmente elegante. Se trataba de una túnica blanca bordada con hilo de oro y cuello de seda. Para los pies, unas sandalias de cuero nuevas y relucientes ¡Estaba fantástico! – ¡Muchas gracias, amigo mío! ¡Es justo lo que necesitaba! Mañana vendré a devolverte la ropa ¡No sé qué habría hecho sin ti!… – No te preocupes, Nasreddín. Eres bueno y te mereces esto y mucho más ¡Pásatelo bien en la cena! Pulcramente vestido y muy seguro de sí mismo, se presentó Nasreddín en la lujosa casa de su amigo ricachón. Los soldados reconocieron al muchacho pero esta vez se pusieron firmes. El chico pidió que le abrieran las puertas con mucha formalidad. – Estoy invitado a cenar y el señor me espera. El soldado que le había echado un rato antes, le sonrió y e incluso hizo una pequeña reverencia. – Por supuesto, caballero, pase usted. Cuando llegue a la puerta le recibirán los criados que le conducirán al salón donde el señor le estará esperando. Así fue; Nasreddín atravesó el jardín y fue recibido por una corte de sirvientes que anunciaron su llegada. El dueño de la casa le dio un abrazo de bienvenida y le sentó a la cabecera de la mesa junto a otros invitados muy distinguidos de orondas barrigas ¡Se notaba que era gente a la que no le faltaba de nada y que comían de lujo todos los días! El primer plato era una sopa caliente de verduras. Nasreddín estaba muerto de hambre y la comida olía a gloria, pero para sorpresa de todos, en vez meter la cuchara en el caldo, metió la manga derecha de su túnica. ¡Imaginaos las caras de todos los que estaban allí! ¡No sabían a qué se debía esa actitud! ¿Acaso ese muchacho no conocía las normas básicas de educación? Se hizo el silencio. Su amigo, un poco avergonzado por la situación, carraspeó y le preguntó qué le sucedía.

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– Nasreddín, querido amigo… ¿Por qué metes la manga en la sopa? Nasreddín levantó la mirada y como siempre, encontró las palabras adecuadas. – Vine a cenar con ropas andrajosas y no se me permitió pasar. Poco después me presenté bien vestido y me recibieron con reverencias. Está claro que mi ropa es más importante para ustedes que mi persona, así que es justo que la túnica que llevo puesta sea la que tenga el derecho a comer. El dueño de la casa no sabía ni qué decir. Colorado como un fresón, se levantó y pidió perdón al joven, prometiéndole que mientras él viviera, jamás se volvería a prohibir la entrada a nadie porque fuera pobre. Nasreddín aceptó sus disculpas y después dio buena cuenta de la cena más deliciosa de su vida. Moraleja: Debemos valorar a las personas por lo que son y no por las riquezas que posean. Jamás desprecies a nadie porque tenga menos que tú o porque su aspecto no te guste.

El zorro y la perdiz

Adaptación de un cuento popular de Chile El pueblo mapuche que habitaba el sur de Chile hace muchos años, contaba un cuento sobre un zorro y una perdiz que ha llegado a nuestros días. Parece ser que había un zorro que vivía por aquellas tierras que cantaba tan mal, que nadie quería casarse con él. El animal lo pasaba fatal porque no quería pasarse el resto de su vida solo, sin una compañera con quien compartir sus alegrías y sus penas.

Día tras día ocupaba las horas pensando en una posible solución al problema, pero todas las ideas que venían a su cabeza eran demasiado

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disparatadas. Una mañana, se le ocurrió que lo más sensato era pedir ayuda a alguien que supiera cantar mejor que él.

– ¡Decidido! Necesito urgentemente un experto en el tema, pero… ¿Quién podría echarme una mano? Descartados los ciervos, los insectos y las comadrejas ¡Todos esos cantan peor que yo! A ver… ¡Ya lo tengo, la perdiz! Contentísimo porque creía haber encontrado al animal adecuado, salió corriendo a casa de la perdiz moteada. Estaba lejos, muy lejos, y cuando llamó tres veces a su puerta, el sudor le caía a chorros por la frente y tenía las patas doloridas y húmedas por los nervios. La perdiz, que estaba preparando la comida, oyó los golpes y salió. Como es lógico, se asustó mucho al ver la cara colorada del zorro a través de la mirilla. – ¿Qué viene a buscar a mi casa? – Señora, no quiero molestarla. Tan sólo vengo a pedirle un favor. Hay algo que me preocupa y no sé a quién recurrir. La aseguro que no tengo intención de hacerle ningún daño. La perdiz no sabía si fiarse de él, pero como tenía un carácter confiado por naturaleza, decidió quitar el cerrojo y escuchar lo que tenía que contarle ese zorro tan atrevido. – ¡Venga, desembuche, que me tiene en ascuas! – Verá, estoy deseando casarme pero no encuentro novia. Todas las hembras que me gustan dicen que canto fatal y no quieren saber nada de mí. – ¡No me extraña! Tiene una boca enorme y así es imposible entonar algo bonito y afinado. – Vaya… ¡Pues no me había dado cuenta! Desgraciadamente, eso no tiene solución… – El zorro bajó la cabeza y una lágrima rodó por su mejilla hasta llegar a la punta de su respingona nariz. – ¡Se me ocurre algo que puede funcionar! Pero claro… Eso no te saldrá gratis ¡Mi trabajo tiene un precio!

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– Señora, prometo darle todo lo que quiera si consigue que yo pueda cantar bien. Puedo traerle joyas, lindos sombreros y zapatitos de cristal para que vaya bien guapa todos los días.

La perdiz confió en él. – ¡Está bien, trato hecho! Pase y siéntese. Voy a buscar todo lo que necesito para que pueda cantar. El zorro entró en la casa. Era pequeña pero muy coqueta: tenía mantelitos de encaje en el salón, cajas de semillas organizadas por tamaños en la despensa y las habitaciones decoradas con jarroncitos repletos de flores ¡Desde luego la perdiz era una dama con muy buen gusto! En unos minutos, la amable anfitriona apareció en el salón con una enorme aguja y un carrete de hilo negro tan gordo, que más bien parecía sedal para pescar. El zorro puso cara de pánico. – ¡Pero señora! ¿Qué va a hacer usted? – No se preocupe, confíe en mí ¿Acaso no se ha dado cuenta de que los animales que mejor cantan, tienen boquitas pequeñas? ¡Pues eso es lo que voy a hacer! Coseré su boca para que sea chiquitita como la de un jilguero ¡Ya verá qué voz de barítono va a tener de aquí a un rato! Al zorro le temblaba todo. Le costó mucho estar quieto mientras la perdiz enhebraba la aguja, y para qué contar cuando le propinó el primer pinchazo en el labio. – ¡Ay! ¡Ay! ¡Esto duele! – Aguante un poco, hombre, que ya sabe que el refrán dice que para presumir, hay que sufrir. El zorro aguantó estoicamente la operación de reducción de boca y, cuando hubo terminado, se miró al espejo. Ya no tenía el hocico como un buzón, sino una boquita de piñón de lo más mona ¡Hasta se veía bastante más atractivo! – A ver, amigo… Es evidente que está más guapo que antes. Ahora comprobemos si ya puede cantar mejor. El zorro se aclaró la garganta con unos sorbos de agua y empezó a tararear una linda balada. Su voz era dulce y armoniosa, capaz de enamorar a

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cualquiera. De hecho, podría decirse que era casi como la de un ruiseñor. La perdiz sonrió y le miró con satisfacción. – ¡Bueno, pues ya está! ¡Objetivo cumplido! Ya tiene usted una boca bonita y una voz hermosa como ninguna. Ahora, cumpla su parte del trato.

El zorro, que ya tenía lo que quería, comenzó a negar todo lo que había prometido. – ¿Yo, pagarle a usted? ¡Con el daño que me ha hecho! Además, yo no le he ofrecido nada. – ¿Cómo qué no? ¿Qué hay de los sombreros, las joyas y los zapatitos de cristal? ¡Mala memoria tiene usted! – ¡Mire, no me enfade! ¡Aunque ahora tengo la boca más pequeña, sigo siendo un zorro y puedo comérmela en cualquier momento! Al escuchar esas palabras, la pobre perdiz sintió terror y salió volando por la ventana de su casita. El zorro, satisfecho, se fue a la suya de lo más contento con su nuevo aspecto. Un par de días después, dormía el zorro profundamente sobre una piedra grande del camino, cuando pasó por allí la perdiz, deseando vengarse. Se acercó a él y puso su pico casi pegado a su oreja peluda. Cogió aire hinchando el pecho y pegó un grito muy fuerte. El zorro se llevó tal susto que dio un bote y abrió la boca de par en par. Todas las costuras saltaron y, del tirón del hilo, se le quedó todavía más grande que antes. La perdiz comenzó a reírse en su cara y el zorro se arrepintió de haber sido tan desagradecido. Por supuesto, las posibilidades de encontrar esposa se desvanecieron para siempre y sólo consiguió una cicatriz para toda la vida.

La mochila

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Adaptación de la fábula de Jean de La Fontaine. Se cuenta que hace muchos siglos, Júpiter, el dios de los romanos, mandó llamar a todos los animales de la tierra. Quería reunirlos para que le contasen cómo se sentían y si había alguna cosa que les preocupara, sobre todo en relación a su aspecto físico.

– Os he convocado esta tarde porque quiero saber cómo estáis. Si hay algo de vuestro aspecto que os preocupa o queréis presentar alguna queja, contad conmigo que yo intentaré ayudaros a buscar una solución. Todos se miraron sorprendidos y sin saber qué decir. Viendo que ninguno se animaba a hablar, Júpiter tomó la iniciativa. – A ver… Por ejemplo, tú, monita ¿Hay algo de ti que no te guste y que quieras cambiar? – ¿Yo? Ay, no señor, me siento encantada con mi cara y con mi cuerpo. Tengo suerte de ser un animal estilizado y ágil, no como mi amigo el oso, que como ve está gordo y parece una croqueta gigante. Júpiter buscó al oso con la mirada. Allí estaba, deseando opinar. Con un gesto, le incitó a que lo hiciera. – Gracias por permitirme decir lo que pienso, señor. No estoy de acuerdo con la mona. Es cierto que no soy ágil como ella, pero tengo un cuerpo proporcionado y un pelaje muy bello, no como el elefante, que es pesado, torpe y tiene esas orejas tan grandes que casi las arrastra por el suelo cuando camina. El elefante, por su tamaño, estaba al fondo del salón del trono. Levantó su trompa para pedir permiso. – Di lo que quieras, elefante. – Lo que ha dicho el oso es una bobada ¡Ser grande y pesado es una gran virtud! Me permite ver al enemigo a una enorme distancia y me convierte en un animal casi imbatible. Las orejas son útiles abanicos y casi nunca tengo calor. En cambio, mire el avestruz, que tiene unas orejas que ni se le ven y un cuello demasiado largo ¡Su cuerpo sí que es estrambótico!

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El avestruz frunció el ceño y, adelantándose un paso, se plantó frente al dios. – ¡Ese paquidermo no sabe lo que dice! Soy uno de los animales más veloces que existen y no cambiaría mi cuerpo ni por todo el oro del mundo. Mi cuello es fino y elegante, no como el de la pobre jirafa, que sí que es más largo que un día sin pan.

Todos se giraron para localizar a la jirafa que, muy digna, alzó la voz para que Júpiter y todos los presentes la escucharan bien. – ¡Qué absurdo lo que dice el avestruz! ¿Quejarme yo de mi largo cuello? ¡Todo lo contrario, es fantástico! Lo veo todo y alcanzo los frutos de las ramas más altas a las que nadie llega y que sólo yo puedo degustar ¡Mala suerte tiene la tortuga, que es tan bajita que se pasa el día tragando el polvo del suelo! Júpiter empezaba a hartarse de la situación, pero hizo un barrido con los ojos buscando a la pacífica tortuga. Sí, allí estaba también, situada entre un perro y un gato, por si surgían peleas entre ellos. Con voz cansada, le cedió la palabra. – A ver, tortuga… ¿Tú qué tienes que decir sobre esto? ¿Es cierto que tragas polvo? – ¡Ja, ja, ja! ¡Menuda tontería! Con cerrar la boca es suficiente. Si hay algo que agradezco a la naturaleza es la suerte de llevar la casa siempre a cuestas. Me siento protegida en todo momento y no tengo que preocuparme de buscar refugio. Pienso en lo mal que lo pasan otros como el sapo, siempre a la intemperie, y eso sí que me da pena. El dios Júpiter se levantó enfadado y con su bastón de mando, dio un golpe en el suelo que retumbó como un trueno. – ¡Basta! ¡Basta ya! ¡Cada uno de vosotros os creéis perfectos y estáis muy equivocados! Todos tenéis defectos porque ningún animal del mundo lo tiene todo, pero sois incapaces de verlo. Sólo distinguís los fallos que tienen los demás que están a vuestro alrededor y esa es una actitud muy fea por vuestra parte. La sala se quedó en absoluto silencio. Ni la mosca se atrevió a zumbar y se quedó posada sobre el lomo de una burrita que escuchaba al dios con las orejas gachas.

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– De verdad os digo que cada uno de vosotros lleváis una mochila cargada con vuestros defectos a la espalda para no verlos, y en cambio, una bolsa con los defectos de los demás sobre el pecho, para verlos en todo momento. Y dicho esto, Júpiter, agotado, disolvió la reunión y se fue a descansar con la esperanza de que alguno de esos animales cambiara su comportamiento en el futuro.

Moraleja: Por lo general, vemos los defectos que tienen otras personas pero no nos damos cuenta de que nosotros también tenemos unos cuantos. Es bueno reflexionar, darse cuenta de que todos cometemos errores y ser buenos y justos a la hora de juzgar a los demás. Nadie es perfecto.

El canario y el grajo

Adaptación de la fábula de Tomás de Iriarte Érase una vez un canario que desde pequeñito, se pasaba la vida practicando el bello arte del canto. Interpretaba a todas horas para conseguir que su trino fuera perfecto, el de un verdadero artista. Mejorar cada día le llenaba de satisfacción y veía recompensado su esfuerzo con un don que nadie podía igualar. A su alrededor solían reunirse muchos pájaros que, cada tarde, se posaban cerca de él para escuchar su linda tonada. Incluso en cierta ocasión, un ruiseñor venido de muy lejos, auténtico experto en todo tipo de melodías, alabó su maestría musical. Pero no todo eran aplausos para el canario. Hubo pájaros que sintieron envidia porque ellos eran incapaces de entonar nada mínimamente hermoso y acompasado. Al que más le reconcomía la rabia era al grajo, que de todos,

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era el que tenía la voz menos afortunada ¡Hasta cuando hablaba su voz era tosca y desagradable! Tan grandes eran sus celos, que empezó a criticarle ante el resto de las aves. Como no podía poner defectos a su enorme talento, trató de ridiculizarle como pudo. – ¡No sé para qué perdéis el tiempo escuchando a este mentecato! – decía con desprecio – ¡Mirad qué plumas más finas y poco vistosas tiene! Está claro que no es de por aquí… Seguro que viene de algún lugar inmundo donde no abundan los pájaros exóticos, porque se ve que no tiene clase ni educación.

Algunos de los pájaros se miraron y comenzaron a ver al canario con otros ojos, envenenados por las maliciosas palabras del grajo. Ya no atendían a su canto, sino que se hacían preguntas sobre su vida, algo que hasta ese momento, había carecido de importancia ¿Será verdad que es un forastero? ¿Habrá llegado hasta aquí con alguna mala intención? ¿Por qué su plumaje no es tan amarillo como el de otros canarios?… El grajo, viendo que su maldad calaba entre los oyentes, siguió con su crítica feroz, hasta el punto que se empeñó en demostrar que el canario no era un canario de verdad, sino un burro. – ¡Si os fijáis bien, veréis que este tipo no es un canario, sino un borrico! – sentenció el perverso grajo, dejando a todos abrumados – ¡No me negaréis que su canto suena como un rebuzno! Todos sin excepción, se quedaron pasmados mirando al pobre canario. Sí, la verdad es que cuando cantaba, les recordaba a un burro… El canario dejó de cantar. Oír tanta estupidez le parecía desalentador e incluso comenzó a deprimirse y a perder confianza en sí mismo, encogido por la tristeza. Afortunadamente llegó el águila, la reina de las aves, a poner orden en toda aquella confusión que el grajo había creado. Majestuosa, como siempre, se posó junto al canario y le habló con contundencia. – Quiero escucharte antes de emitir un veredicto. Sólo si cantas para mí, sabré si es cierto que rebuznas. El pajarillo comenzó a cantar moviendo su pico con agilidad y emitiendo las notas más bellas que nadie había oído nunca. Cuando terminó, el águila,

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extasiada y con lágrimas de emoción en los ojos, levantó sus alas hacia el cielo e hizo una petición al dios Júpiter. – ¡Oh, Júpiter, a ti te reclamo justicia! Este grajo malvado y envidioso ha querido humillar con calumnias y mentiras a un auténtico pájaro cantor que alegra nuestras vidas con sus bellas melodías. Como rey de la música no se merece este ultraje. Te suplico que castigues al culpable para que tenga su merecido. Júpiter escuchó su petición. El águila mandó entonces cantar al grajo y de su garganta salió un horroroso sonido, que no era un canto sino un graznido parecido a un rebuzno que le acompañaría para siempre. Todos los animales se rieron y burlones dijeron: – ¡Con razón se ha vuelto borrico el que quiso hacer borrico al canario! Moraleja: si una persona intenta desacreditar a otra mintiendo y jugando sucio, al final se desacredita a sí misma.

El puma recibe una lección

Adaptación de la leyenda mejicana Se cuenta que hace muchos, muchísimos años, vivía en Méjico un puma negro como el carbón y fuerte como ninguno. Consciente de que su presencia causaba miedo a los demás animales de su entorno, disfrutaba dándoles sustos en cuanto veía la ocasión. Si les pillaba despistados, comenzaba a rugir de repente causándoles un gran sobresalto. Otra de sus aficiones favoritas era trepar a los árboles y saltar sin hacer ruido tan cerca de ellos que salían corriendo aterrorizados. El puma se divertía mucho con estas bromas pesadas, pero lo cierto es que los demás animales estaban hartos de su mal gusto. Cierto día, el puma iba corriendo a tal velocidad que tropezó con la casa de un pequeño saltamontes y la destrozó. El saltamontes se enfadó muchísimo. 23


– ¿Te parece bonito lo que has hecho? – le dijo enfurecido, enfrentándose a él con valentía – Estoy harto de que actúes de manera arrogante ¡Mira las consecuencias que tienen tus estúpidos comportamientos! – ¿Cómo te atreves a hablarme así? – El puma rugió con tanta fuerza que se le oyó a cien metros a la redonda – Un insecto tan insignificante como tú no tiene que decirme lo que debo o no debo hacer ¡faltaría más! – ¿Eso piensas? – chilló el saltamontes quedándose casi afónico del esfuerzo por parecer amenazante – Tú has pateado mi hogar y tendrás que hacerte cargo de los gastos de reconstrucción.

– ¡Ja ja ja! ¡Ni lo sueñes, bobo! Quítate de en medio y déjame pasar. Tengo cosas más importantes que hacer que estar aquí perdiendo el tiempo contigo. El puma se disponía a largarse sin dar su brazo a torcer, sin ni siquiera pedir disculpas. El saltamontes, estaba enfurecido. – Como eres tan valiente y te crees más fuerte y listo que nadie, te reto a luchar. Mañana a esta hora, nos enfrentaremos aquí mismo. Yo reuniré a mi ejército y tú al tuyo ¡Ya veremos quién gana! – ¡Está bien! Tú y los tuyos tendréis vuestro merecido y aprenderéis a respetarme- vociferó el puma, convencido de que el listillo del saltamontes tenía todas las de perder. Ambos, cada uno por su lado, fueron en busca de sus tropas. El saltamontes reunió a sus amigas las avispas; el puma, a algunos de sus colegas zorros. Cuando llegó la hora fijada, aparecieron los dos bandos dispuestos a enfrentarse en campo abierto. Se miraban unos a otros con desprecio y vigilando cada movimiento. Uno de los zorros con más experiencia en este tipo de situaciones, decidió que era el momento de atacar. Miró al puma para pedir su aprobación y cuando éste asintió con la cabeza, animó a los demás a lanzarse contra los contrincantes. – ¡Al ataque! ¡Que no quede ni uno de esos insectos! El saltamontes reaccionó y también gritó a su ejército de avispas. – ¡Vamos chicas! ¡Esto va a ser pan comido! ¡Al ataque!

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El puma y los zorros eran mucho más grandes en tamaño y fuerza, pero no contaban con el arma secreta de las avispas, que sacaron sus afilados aguijones y los clavaron sobre los lomos de sus enemigos, una y otra vez. El puma y los zorros comenzaron a revolverse y a saltar por el insoportable dolor. Tan mal lo estaban pasando que salieron disparados hacia el lago más cercano y se lanzaron al agua para aliviar el escozor. Sumergieron sus cuerpos excepto las cabezas. Las decenas de avispas bajo órdenes del saltamontes, se quedaron zumbando a escasa distancia sobre ellos. Si el puma y los zorros querían salir del agua ¡zas!… ¡Volverían a picarles! Así que tuvieron que quedarse durante horas a remojo.

A medida que anochecía, la temperatura del agua bajaba y la humedad en sus huesos se hizo insoportable. Tenían hambre, sed, y ya no podían más de agotados que estaban por el esfuerzo de mantenerse a flote. Dejando a un lado su orgullo, el puma se rindió. – Está bien, saltamontes. Admito que me he equivocado. Tú y tu ejército habéis ganado la batalla – reconoció con voz cansada. El puma se sentía muy humillado pero no le quedaba otra opción. El saltamontes suspiró y aplaudió a sus fieles amigas las avispas como agradecimiento por su ayuda. Después, miró a los ojos al puma. – Espero que hayas aprendido la lección. La fuerza no es lo más valioso que uno tiene. Tampoco lo es el tamaño ni el creerse mejor que los demás. Y que te quede claro: por pequeños que seamos algunos, unidos podemos vencer al más poderoso.

El príncipe rana

Adaptación del cuento de los Hermanos Grimm

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Érase una vez un rey que tenía cuatro hijas. La más pequeña era la más bella y traviesa. Cada tarde salía al jardín del palacio y correteaba sin parar de aquí para allá, cazaba mariposas y trepaba por los árboles ¡Casi nunca estaba quieta! Un día había jugado tanto que se sintió muy cansada. Se sentó a la sombra junto al pozo de agua que había al final del sendero y se puso a juguetear con una pelota de oro que siempre llevaba a todas partes. Estaba tan distraída pensando en sus cosas que la pelota resbaló de sus manos y se cayó al agua. El pozo era tan profundo que por mucho que lo intentó, no pudo recuperarla. Se sintió muy desdichada y comenzó a llorar. Dentro del pozo había una ranita que, oyendo los gemidos de la niña, asomó la cabeza por encima del agua y le dijo: – ¿Qué te pasa, preciosa? Pareces una princesa y las princesas tan lindas como tú no deberían estar tristes. – Estaba jugando con mi pelotita de oro pero se me ha caído al pozo – sollozó sin consuelo la niña. – ¡No te preocupes! Yo tengo la solución a tus penas – dijo la rana sonriendo – Si aceptas ser mi amiga, yo bucearé hasta el fondo y recuperaré tu pelota ¿Qué te parece? – ¡Genial, ranita! – dijo la niña – Me parece un trato justo y me harías muy feliz. La rana, ni corta ni perezosa, cogió impulso y buceó hasta lo más profundo del pozo. Al rato, apareció en la superficie con la reluciente pelota. – ¡Aquí la tienes, amiga! – jadeó la rana agotada. La princesa tomó la valiosa pelota de oro entre sus manos y sin darle ni siquiera las gracias, salió corriendo hacia su palacio. La rana, perpleja, le gritó: – ¡Eh! … ¡No corras tan rápido! ¡Espera! Pero la princesa ya se había perdido en la lejanía dejando a la rana triste y confundida. Al día siguiente, la princesa se despertó por la mañana cuando un rayito de sol se coló por su ventana. Se puso unas coquetas zapatillas adornadas con

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plumas y se recogió el pelo para bajar junto a su familia a desayunar. Cuando estaban todos reunidos, alguien llamó a la puerta. – ¿Quién será? – preguntó el rey mientras devoraba una rica tostada de pan con miel. – ¡Yo abriré! – dijo la más pequeña de sus hijas. La niña se dirigió a la enorme puerta del palacio y no vio a nadie, pero oyó una voz que decía: – ¡Soy yo, tu amiga la rana! ¿Acaso ya no te acuerdas de mí?

Bajando la mirada al suelo, la niña vio al pequeño animal que la miraba con ojos saltones y el cuerpo salpicado de barro. – ¿Qué haces tú aquí, bicho asqueroso? ¡Yo no soy tu amiga! – le gritó la princesa cerrándole la puerta en las narices y regresando a la mesa. Su padre el rey, que no entendía nada, le preguntó a la niña qué sucedía y ella le contó cómo había conocido a la rana el día anterior. – ¡Hija mía, eres una desagradecida! Ese animalito te ayudó cuando lo necesitabas y ahora te estás comportando fatal con él. Si le has dicho que serías su amiga, tendrás que cumplir tu palabra. Ve ahora mismo a la puerta e invítale a pasar. – Pero papi… ¡Es una rana sucia y apestosa! – se quejó – ¡Te he dicho que le invites a pasar y le muestres agradecimiento por haberte ayudado! – bramó el monarca. La princesa obedeció a su padre y propuso a la rana que se sentase con ellos. El animal saludó a todos muy amablemente y quiso subirse a la mesa para alcanzar los alimentos, pero estaba tan alta que no fue capaz de hacerlo. – Princesa, por favor, ayúdame a subir, que yo solita no puedo. La princesa, tapándose la nariz porque la rana le parecía repugnante, la cogió con dos dedos por una pata y la colocó sobre la mesa. Una vez arriba, la rana le dijo: – Ahora, acércame tu plato de porcelana para probar esa tarta ¡Seguro que está deliciosa!

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La niña, de muy mala gana, compartió su comida con ella. Cuando hubo terminado, el batracio comenzó a bostezar y le dijo a la pequeña: – Amiga, te suplico que me lleves a tu camita porque estoy muy cansada y tengo ganas de dormir. La princesa se sintió horrorizada por tener que dejar su cama a una rana sucia y pegajosa, pero no se atrevió a rechistar y la llevó a su habitación. Cuando ya estaba tapada y calentita entre los edredones, miró a la niña y le pidió un beso. – ¿Me darás un besito de buenas noches, no?

– ¡Pero qué dices! ¡Sólo de pensarlo me dan ganas de vomitar! – le espetó la chiquilla, harta de la situación. La ranita, desconsolada por estas palabras tan crueles, comenzó a llorar. Las lágrimas resbalaban por su verde papada y empapaban las sábanas. La princesa, por primera vez en toda la noche, sintió mucha lástima y exclamó: – ¡Oh, no llores por favor! Siento haber herido tus sentimientos. Me he comportado como una niña caprichosa y te pido perdón. Sin dudarlo, se acercó a la rana y le dio un besito cariñoso. Fue un gesto tan tierno y sincero que de repente la rana se convirtió en un joven y bello príncipe, de rubios cabellos y ojos más azules que el cielo. La niña se quedó paralizada y sin poder articular palabra. El príncipe, sonriendo, le dijo: – Una bruja malvada me hechizó y sólo un beso podía romper el maleficio. A ti te lo debo. A partir de ahora, seremos verdaderos amigos para siempre. Y así fue… El príncipe y la princesa se convirtieron en inseparables y cuando fueron mayores, se casaron y su felicidad fue eterna.

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