P5 Ud. Soto Castromonte, 48
Javier Jiménez
Porque los relatos no siempre han de ser en primera persona, Martina está viva. Quizá ella pueda contar mejor lo que sintió, lo que sentí.
Castromonte, 48 Javier Jimenez Borona
Castromonte, 48
Javier JimĂŠnez Borona
P.5
Al tiempo, párate, a la justicia, actúa, al brutal olvido, recuérdales, a Begoña y Jesús, aguantad.
Ojos cerrados, mente dispuesta, un nuevo mundo espera a ser descubierto, aunque para cuando ella llegue, millones de personas ya habrán recorrido su camino. … Decidió bajarse tres estaciones antes, al fin y al cabo llegaba pronto a la cita. Eran casi las tres de la tarde y Martina estaba perdida en mitad de un barrio que no había pisado nunca. A las cinco y media por fin se vería por primera vez con el chico con el que llevaba hablando casi seis meses, era un poco raro que para la primera cita hubiesen acordado ir a patinar, pero tampoco le apetecía ir al típico bar con oferta de los miércoles, quería recordarlo, que todo fuera perfecto y que ese día se quedara grabado en sus cabezas. Mario era un chico sencillo de Valencia que hacía un tiempo le había comentado una foto por Instagram, alabando lo guapa que era. La verdad es que Martina era una chica guapa, con 20 años ya había hecho sus pinitos en dos series de televisión y había trabajado en alguna que otra pasarela, lo cierto es que pretendientes no le faltaban. Como fuera, empezaron a hablar y lo que comenzó como un simple juego, acabó como una relación a distancia que prometía mucho. Es cierto que ya habían hablado a tiempo real, se habían visto en videollamada y por fotos, así que
tenían la seguridad de ser quién decían, pero ¿sería igual en persona? La verdad es que la ilusión la tenían ambos, y había coincidido que ese miércoles, Mario había tenido que ir a Madrid por trabajo y se quedaría hasta el domingo. Lo cierto es que estos seis meses habían sido caóticos, con Martina viajando y actuando y Mario encerrado en su oficina había sido imposible conocerse antes. Pero hoy era el día, y Martina estaba muerta de los nervios. Salió del vagón siguiendo a la gente, porque realmente no sabía dónde estaba, los carteles indicaban que había dos salidas posibles y se decidió por la de la izquierda, sin apenas pensarlo. En sus últimos pasos hacia la calle ya solo la acompañaban dos personas, un chico de apenas 16 años que caminaba a toda prisa y que a juzgar por su mochila acababa de salir del colegio y una señora de unos ochenta y pico años que iba cargada de bolsas. Parecía que venía de comprar, y por su aspecto, había sido un día duro. Pensó en cómo sería el resto de su vida, en que quizá alguien la esperaba en casa, en que tal vez la recibirían con los brazos abiertos. Esa era su esperanza, lo que no sabía Martina era que esa señora cambiaría, más adelante, su forma de ver la vida.
El sol era casi molesto, hacía un calor insoportable, para estar en febrero… y se había dejado las gafas de sol en casa así que decidió ir por los caminos con más
sombra que pudiera encontrar. La calle estaba sucia y ella, que no estaba acostumbrada a la contaminación de la ciudad, apenas podía respirar. La M-30 lateral era una línea gris y ruidosa que dejaba tras de sí una estela de desgracias, pensó que debía irse de ahí lo más rápido posible. La calle de arena y el descampado de su izquierda solo le dejaban dos posibles opciones a seguir, se decidió por la de la derecha. Se sentía pequeña entre aquellos edificios, parecía que en cualquier momento los ladrillos naranjas y los cristales tintados de finales de los 80 la engullirían y no la dejarían salir de allí jamás, para su sorpresa, la calle acababa apenas 50 metros más arriba y todo el camino recorrido había sido en vano. Volvió sobre sus pasos y tomó el último camino posible. La vía era paralela a la M-30 y sus deseos de alejarse se vieron mermados. A pesar del ruido, el paseo era agradable, los árboles sofocaban el insoportable calor y un pequeño parterre con hierba bajaba la temperatura. El móvil no sonaba desde hacía un rato, así que decidió comprobar si todo iba bien. Ya eran las tres y cinco y Mario debería estar empezando a comer. Justo en ese momento le sonaron las tripas, seguía sin haber tomado nada. No le apetecía parar en un bar, pero se detendría en el primer supermercado que viera. Continuó su camino alejándose del ruido por una calle transversal. La visión del barrio no era muy diferente de la de antes, los grandes edificios seguían teniendo el mismo ladrillo rojo, pero al final de la
calle algo llamó su atención, una pequeña iglesia de barrio que se alzaba sobre un descampado y cuya torre se veía por encima de las casas. Se acercó atraída por los colores dorados y los reflejos que se formaban con la luz, para descubrir que no se trataba de nada del otro mundo, era en realidad una iglesia bastante fea, casi que preferiría no haber recorrido todo ese camino para verla. Se dio la vuelta y comenzó su travesía en busca de un supermercado de nuevo. La calle por la que bajaba ahora estaba llena de árboles, se notaba que era una zona en la que el dinero no faltaba, estaba todo bien cuidado, las casas eran grandes y se distinguían buenos materiales, los coches que circulaban por la calle eran de media o alta gama y si algo llamó su atención, es que todas las señoras con las que se cruzaba, llevaban a las orejas unos pendientes de oro con lo que ella se podría hacer un brazalete o tres pulseras. De pronto estaba en la Jefatura de Tráfico, todos los coches se amontonaban en mitad de la calle con sus luces intermitentes, como esperando que por eso la policía no les pusiera una multa. Nada más lejos, apenas a veinte metros de donde se encontraba Martina, un agente de movilidad sacaba tickets sin parar y los colocaba bajo los limpiaparabrisas. Pobres ilusos, pensó, pero siguió en busca de algún sitio donde comprar su comida. Todo sea dicho, Martina tenía un gran problema con las compras, casi se podía decir que su afición era compulsiva, así que mientras andaba abrió sin quererlo la aplicación de Wallapop y se puso a ver
qué era lo que la gente de ese barrio tenía que ofrecer, aunque esperaba que por esa zona las cosas fueran caras. Efectivamente, lo primero que se encontró fue una PS3 que vendían por 80 euros, Martina pensó que quizá a Mario le gustaría el detalle, pero luego se acordó de que le había dicho que se había comprado la siguiente generación de consola esas mismas navidades, así que siguió buscando. Bolsos, vestidos, zapatos, chaquetas… un joyero. Pensó si vendría con alguna joya de regalo, ojalá, pero no caería esa breva. Para cuando se quiso dar cuenta se encontraba al lado de un supermercado, se enteró por el número de gente que llevaba bolsas de plástico porque si fuera por el letrero del supermercado…, apenas se veía. Sea como fuere acabó entrando con las tripas rugiendo y sin mucha idea de qué era lo que quería. Se movía entre los pasillos como un zombi, mirando de un sitio a otro. Ese supermercado era tan distinto a los de su pueblo que no sabía dónde estaban las cosas, en un momento andaba entre conservas y cuando pestañeaba se encontraba entre los productos de limpieza. Así que como no podía fiarse de su vista, decidió guiarse por su olfato. Cerró los ojos y comenzó a andar con una mano delante para no chocarse. Un olor particular a pan recién hecho inundaba el supermercado y se le hizo la boca agua al percibir distintos matices, habría seguramente más bollería en el horno, eso era lo que olía tan bien. En su exploración percibió colonias que casi la dejaron sin sentido, el olor del vino de una botella rota en el pasillo contiguo y hasta el olor de las flores de pascua
que todavía se vendían como regalo. Al final llegó a la zona de panadería y lo tuvo bastante claro en cuanto la vio. Ahí estaba, una mini pizza recién hecha, no era lo mejor para la dieta, pero daba igual, ya lo quemaría. Se puso uno de los guantes de plástico, cogió una bolsa y agarró su preciado bocado. Después fue directa a la caja y de camino agarró lo que parecía un zumo de frutas. 2,67 euros, nada comparado con lo rica que estaba esa pizza. La devoró mientras andaba por la calle. Miraba a un lado y a otro, veía casas bajas y vallas demasiado altas. Pensó que los vecinos apenas se conocerían entre sí y se apenó terriblemente. Miró el reloj, las cuatro menos diez. Se preguntó cómo el tiempo había pasado tan rápido y se dio cuenta de que todavía quedaba una hora y media para su esperada cita. Entre bocado y bocado vio una especie de sendero que se metía entre las casas y que tenía algún que otro banco, no era muy llamativo y estaba un poco mal cuidado, resultado seguramente de algún plan urbanístico con ansias de mejorar la calidad de vida de los vecinos pero que al final acabó en un secarral lleno de envoltorios, bricks y latas. Apartando la basura que se interponía en su paso a patadas y comiéndose lo poco que le quedaba de pizza, consiguió avanzar y ver que el camino llevaba a unas casas bajas, una de ellas abandonada y le recordó a su pueblo de Castilla, a las casas medio caídas de los vecinos que ya no iban o que ya no tenían dueño. Empezó a preguntarse quién había vivido allí, y cuál sería el porqué de que ahora la puerta estuviera
tapiada con ladrillos. ¿La crisis, quizá? ¿Una herencia no deseada? Como fuera, dejó atrás la casa, con la pizza ya terminada y con la botella de zumo en la mano, no sería ella quien contribuyera a empeorar aún más ese camino. Así que su nueva tarea, mientras hacía tiempo, era buscar una papelera. Como estaba cansada y llevaba todo el día fuera, decidió que lo mejor era seguir la pendiente de la calle siguiente y acabó bajando hacia no sabía dónde, pero encontró la papelera, eso sí. Sacó el móvil de nuevo y decidió subir una foto a Instagram de una sesión de la semana anterior, salía súper guapa, pero estaba esperando a subirla porque ya había subido una parecida hacía no mucho. No pasó apenas un minuto desde que la publicó y el móvil ya estaba sonando como si hubiera salido de casa sin decir a dónde iba, así que lo puso en silencio. Cruzó la calle por el paso de peatones y se paró justo delante del escaparate de una inmobiliaria, ¿qué precios tendrían las casas en esa zona? Aunque Martina era de Madrid, todos los días tenía casi una hora de trayecto hasta el centro y sus padres y ella estaban pensando en mudarse, así que pensó que no era mal barrio del todo para vivir, y se paró a mirar. Los precios oscilaban entre los 150.000 euros para apartamentos minúsculos o los 900.000 para algún chalet pequeñito. La verdad es que donde vivía ella podía comprar una mansión con ese dinero, así que decidió dejar de mirar, era un sueño perdido. Lo más
inteligente hubiese sido venirse a vivir a un piso compartido, pero no lo había hecho. Ya eran las cuatro y veinte, miró el móvil y entre los mensajes y “Me gusta” de Instagram consiguió meterse en Maps y ver que todavía le quedaba un camino largo hasta el Palacio de Hielo. Giró a la derecha y de nuevo se vio perdida entre casas bajas, esta vez un poco menos cuidadas, tendrían unos 30 o 40 años y el ladrillo rojo característico que había visto al principio de su travesía inundaba ahora todas las calles. Estaba segura que los vecinos de esas casas apenas se conocían entre sí, como mucho sabrían los nombres de los vecinos de una puerta más allá, una pena. En su pueblo se conocían todos, se pedían las cosas entre ellos y se conocía por dentro las casas de sus vecinos tan bien como la suya, las puertas siempre habían estado abiertas entre ellos y podía decir que su familia no se limitaba a la de sangre. Pero claro, ella lo veía todo distinto, la vida en un pueblo es muy distinta a la vida en la ciudad. Siguió andando entre calles un poco sucias y los típicos toldos verdes, deseando salir ya de esa zona, así que aceleró el paso y no dudó en distraerse de lo que tenía alrededor utilizando el móvil. Se puso a mirar de nuevo la aplicación de Wallapop y le sorprendió no ver otra cosa que ropa interior femenina, de todos los colores. Estaba claro que no sería ella quien comprara eso, nunca se atrevería a comprar ropa interior de segunda mano. Recibió un mensaje de Mario, acababan de pedir el postre y
estaba deseando verla, también le dijo que la quería. Irremediablemente, a Martina se le escapó una sonrisa de la boca. Los gritos de un colegio en la lejanía llamaron su atención y decidió buscarlos con el oído, entre las risas, recordando cómo hacía apenas unos años, era ella quién se comportaba así. Ya era la hora de salida así que los niños estarían encontrándose con sus madres, padres, abuelos y hermanos. Se perdió entre las calles tocando las paredes, las texturas que acompañaban su paso le hacían sentir cada vez más intensamente el camino que recorría y llegó finalmente a las puertas de un parque y se quedó de piedra. Lo recordaba, ella había estado allí. Era un parque pequeño, pero se acordaba de las casas que lo rodeaban, bajas, de dos plantas y una forma pintoresca, eran bastante pequeñas pero todas compartían unos jardines. Recordaba que al lado del cerezo que ahora se alzaba grande y que una vez fueron apenas un par de ramas, había un balancín con el que jugaba con los demás niños. ¿Por qué? No había ido al colegio allí, no daba clases de teatro cerca de allí, no… Ahora lo recordaba, su abuela. No recordaba que fuera ese barrio con total seguridad, pero sabía que ella había vivido cerca de allí, fue el típico recuerdo que se tiene de cuando tienes cuatro años pero era como si lo hubiera vivido el mismo día anterior.
Un sentimiento de tristeza inundó lo más profundo de su alma, pero en cuanto se acordó de su abuela jugando con ella y lo bien que lo pasaban, la nostalgia abordó su corazón. Las casas seguían en el mismo sitio, se acercó a la pared para ver los murales que había en las paredes que cerraban el parque, quizá eran el resultado de algún trabajo con los niños del barrio. Martina estaba reviviendo su niñez, por lo menos la parte alegre. No se podía decir que todo hubiera sido bueno, había tenido que experimentar muchas situaciones difíciles, la separación de sus padres, la muerte de sus abuelos, el cambio de casa… En fin, ahora era todo mejor, ya estaba asentada, tenía sus amigos, sus relaciones… su novio, que por cierto, ya estaría al salir de la reunión. Entre todos los dibujos de niños pequeños vio unos cuantos pandas pintados en distintas partes de la pared, como indicando un camino, así que decidió seguirlo. La verdad es que parecían el típico dibujo de diseñador gráfico del que se hace una plantilla y se va repitiendo, pero llamaba la atención que había distintos modelos y que estaban pintados en distintos colores. Siguiéndolos, se alejó del parque por un callejón un poco oscuro y sucio que llegaba a unas escaleras, no tenía un camino definido, así que subió. Llegó a una especie de patio entre casas que no tenía acceso por ningún lado y aun así estaba lleno de verde, pero cuando se fijó un poco más, descubrió que había sido el lugar elegido por alguien como vertedero para sus botellines de cerveza. ¿Por qué la gente era así?
Siguió su camino de pandas y de repente se dio cuenta de que estaba sola. No había nadie más en la calle, no pasaban coches, apenas corría el viento. Aceleró el paso hacia la carretera, esperando alejarse de las zonas oscuras. Creyó oír na ventana que se abría detrás de ella, pero no se giró para comprobarlo, y de repente Martina pegó un brinco de un sobresalto. Su móvil había empezado a sonar, a esas horas no podía ser nadie más que Mario. Intentó calmarse y cogió el teléfono, tampoco quería que Mario se riera de ella por aquel brote psicótico momentáneo. Descolgó el teléfono. ´-Hola, pequeña -… -¿Martina? ¿Estás bien? -¡Hola! Sí, sí, no es nada, estaba cruzando la calle… -¿Qué tal va el día, has comido? -Pues bien, he estado paseando por el barrio y me he comprado algo tipo picnic. -Ah, ¡genial! Yo acabo de terminar de comer y ya estoy de camino al bus. -¿Cómo ha ido la reunión? ¿Habéis cerrado el acuerdo? -Bueno, no está claro todavía, pero hemos avanzado mucho, así que estamos contentos.
Pero estoy más contento de poder verte hoy por fin. -Yo también lo estoy, enano, tenemos que hacer que la espera haya merecido la pena, así que a ver qué tal nuestro experimento del patinaje… -Pues seguro que bien, ya verás, tengo una sorpresa. -¿Ah, sí? Dímelo -Entonces perdería la gracia, tendrás que esperar. -Bueno vale, menos mal que no va a ser mucho tiempo, ¿cuánto tardas en llegar? -Creo que llego para nuestra cita, así que si son las cinco menos cinco, treinta y cinco minutos. -Genial, yo estoy a quince minutos andando del Palacio de Hielo, así que a no ser que me caiga un rayo, allí estaré. -Bueno, enana, en un rato por fin te veo. No puedo esperar más. -Ni yo, amor. Te quiero. -Yo a ti más, hasta ahora. -Ciao. ¿En qué momento habían empezado a ser tan sumamente ñoños? No tenía una respuesta, pero
tampoco le importaba mucho, estaba muy contenta con aquello, él no era como los demás, no estaba con ella solo por su aspecto, eso se lo habían demostrado seis meses de conversación desinteresada y comprensión. Mientras pensaba, Martina había seguido andando y sin darse cuenta había llegado a unos pequeños chalets en mitad de un descampado. Medio derruidos algunos, otros con las puertas y ventanas tapiadas de ladrillo y otros que parecían habitados pero aun así se caían a cachos. Las calles eran de tierra y no se dio cuenta de que en realidad paseaba por la ruina arqueológica más viva de la zona. Decidió subir un poco, explorar qué había por allí. Se dio de bruces con una isla de chatarra que había frente a una casa, pero al descubrir lo que ocultaba, una sonrisa se dibujó en su cara. Las vallas y cacharros viejos cercaban una pequeña huerta y protegían un árbol como si fuera una posesión súper preciada. Había sillas alrededor, muebles, herramientas, trozos de leña, era la despensa personal y pública de los habitantes de esa casa. Pensó en lo pintorescos que debían ser, en su forma de apropiarse de lo público sin quitarle su condición primera. Siguió andando cuando una señora con un carrito la sobrepasó. Comenzó a seguirla porque parecía que sabría cómo llegar a alguna calle principal y la verdad era que Martina estaba perdida. En un momento del camino, la señora de unos 80 años, se paró y sacó una bolsa del carrito de la
compra, se acercó a una de las vallas de los chalets y la dejó junto al camino, de manera que se veía al pasar, pero no había ninguna puerta cerca, así que Martina decidió preguntarle por qué había hecho eso. Se acercó un poco más a la señora, que todavía estaba cerca de la bolsa y se lo preguntó. Al acercarse, Martina vio que lo que había ahí dentro no era más que un archivador. La señora no se sobresaltó y muy amablemente respondió la pregunta de Martina, le dijo que era algo que ya no necesitaba pero que podía serle útil a otra persona, que a menudo lo hacía con las cosas que le daba pena tirar, que entre todos debíamos ayudarnos. Martina se preguntó si no era aquello mucho mejor que Wallapop, mucho más desinteresado. Le preguntó a la señora si no había un sitio en el barrio donde poder donar o dejar todas aquellas cosas que a otros les pudieran servir, pero la respuesta, esta vez, fue una negación. Tras muchos años de vida en el barrio, solo la ayuda de puerta a puerta había funcionado, tampoco es que hubieran intentado hacerlo de otra forma, pero aquella señora sabía de buena fe que era la única manera de que alguien se beneficiara, al fin y al cabo, ella lo había hecho. La señora comenzó a contarle a Martina que sus hijos ya no estaban en casa y que había cosas que no necesitaba y que por eso ella las daba. Hablaron de los trabajos de sus hijos y de los nietos de la mujer. Martina le preguntó qué había pasado en aquél barrio para que todo hubiese quedado así de destartalado y en mitad de la conversación, que ya había tomado un
tinte político bastante interesante, otra señora de más o menos la misma edad, se cruzó en el camino. Al principio, Martina, sorprendida por la intervención no la reconoció, pero luego se dio cuenta de quién era. Se trataba de la señora que había visto a la salida del metro, cargada de bolsas. Aquella por la que se había preguntado qué sería de su vida o quién la esperaría en casa. Las dos señoras estaban en medio de un debate político en toda regla y cada una de ellas echaba la culpa a un partido político distinto de la desgracia que había llevado al barrio a aquella situación. La primera, clamaba que había sido culpa del gobierno de izquierdas, que como consecuencia de la crisis todo se había dejado de cuidar, la segunda decía que era resultado de la actuación de todos. La verdad es que la señora que Martina había visto en el metro parecía tener más idea que la primera y en un momento incluso se pusieron a discutir de forma acalorada, con descalificativos incluidos. Julia, la primera, concluyó en un momento de la conversación que ya era suficiente, así que decidió irse, y Martina se quedó a solas con la señora del metro. Aunque no le iba a decir que ella ya la había visto antes, pues no quería que pensara que la había estado siguiendo. Si se habían encontrado, había sido cosa del destino. Se llamaba Begoña y su genio y enfado con las esferas políticas estaban más que justificados.
Hacía ya sesenta años desde que Begoña había llegado a aquel poblado. Anteriormente vivía en Canillas, el antiguo pueblo anexionado a la capital que dio nombre al barrio de hoy en día; pero durante la dictadura franquista se había decidido reubicar a todos los vecinos de aquél pueblo y a los que vivían cerca del arroyo Abroñigal. Las casas se habían construido como algo temporal, para unos 5 años, pero para cuando se quisieron dar cuenta ya habían pasado 30 y todavía nadie había dicho una palabra. Luego, las décadas se fueron alargando y Begoña y su marido seguían viviendo en una casa que se caía a cachos. A pesar de que en los 90 les habían prometido unas nuevas casas, eso no era lo que querían ellos. Begoña había hecho de ese su hogar. Su marido, ebanista, había hecho todos y cada uno de los muebles, los armarios empotrados, las mesas, los cabeceros… algunas de las cosas que allí había eran irremplazables. El acuerdo con el gobierno era que a los sesenta años la casa pasaría en propiedad para ellos y sus herederos, pero justo antes de que llegaran a la fecha acordada, apenas a falta de dos años, el gobierno impuso un nuevo acuerdo sin posibilidad de hablarlo con los vecinos. Se les ofrecía una nueva vivienda por un alquiler de 50 euros al mes durante los primeros 5 años y luego habría una revisión del precio. A simple vista a Martina le pareció un gran trato, pero después Begoña le contó todo lo demás.
Con la pérdida de todos los recuerdos y pertenencias irremplazables, también perderían la propiedad de la casa, por lo que todo el dinero que habían invertido en mejorar las casas a lo largo de su vida no serviría para nada. Todo se perdería. La nueva casa sería un palacio, pero no sería su hogar. Y lo único que querían era pasar lo que les quedaba de vida en el lugar que ellos habían hecho suyo. Begoña invitó a Martina a ir a su casa y conocer los rincones y las historias que habían hecho que ella fuera de aquella forma. Así que se pusieron en camino hacia uno de los pequeños chalets y se pararon justo delante del huerto que poco antes Martina se había quedado mirando, justo en el número 48. Begoña, que llevaba unas cuantas bolsas de la compra se apeó en una de las sillas que estaban frente a su puerta y llamó a su marido, Jesús. Afable y ágil, el hombre salió de casa con una sonrisa, pero se notaba en su mirada el cansancio de años de trabajo y una ligera tristeza que paralizaba la comisura de sus labios a medio camino e impedía que sonriera del todo. Begoña introdujo a Jesús en la conversación e invitó a ambos a sentarse en torno al huerto, sacó la compra y se la enseñó a su marido, para que viera la buena ganga en pan que había conseguido: “tres barras por un euro”. Mientras ellos dos hablaban, Martina analizaba más detenidamente el lugar, resultaba que había mucho más de lo que había visto antes, carbón
natural, cacerolas y cuchillos, cachos de una puerta, una sierra (seguramente Jesús estaría construyendo algo), había también bolsas de plástico con distintas cosas dentro, pero no alcanzaba a ver qué se escondía en cada una. Cuando acabaron de hablar entre ellos, Begoña se dirigió de nuevo a Martina, le contó que donde ahora estaban, había sido una pequeña calle que daba acceso a unas viviendas que anteriormente había justo delante y que, por eso, lo que ahora hacía de carretera tenía, en realidad, suelo de cocinas, salones y baños, lo único que faltaban eran las paredes. Le dijo que al gobierno no le interesaba la vida de los que habitaban las casas, que estaban esperando a que poco a poco murieran para poder tirar las casas sin rendirle cuentas a nadie. Estaban condenadas a desaparecer y lo que una vez fue un barrio muy vivo, de gente que se conocía y ayudaba entre sí, ahora no era más que una escombrera. Mientras tanto, Jesús cogió una de las bolsas, sacó unos cuantos cables y se puso a pelarlos con un cuchillo. Begoña le llamó “tacaño” y viendo lo desconcertada que estaba Martina, Jesús le explicó que lo que hacía era sacar el cobre que luego vendía en una tienda por poco más de un euro. No ganaba nada, pero era su forma sana de pasar el rato, se entretenía y ganaba unos centimillos. Tampoco es que el dinero les sobrara, solo cobraban la pensión de Begoña, por su minusvalía. Tenía
prótesis en ambas rodillas y cada vez se le hacía más complicado el moverse. Begoña le contó a Martina que había removido cielo y tierra por su barrio, que había hablado con todas las instituciones, había ido a plenos del ayuntamiento, había hablado directamente con los dirigentes e incluso contrató un abogado con los pocos ahorros que tenía. Todo parecía poco. Incluso le contó que una vez, un grupo de alumnos de un instituto cercano, en sus ansias de ayudar, se apostaron frente a una casa e hicieron una manifestación y que vinieron incluso helicópteros de televisión. Pero como ella misma dijo, mucho ruido y pocas nueces. Ya no era el valor de la casa o lo que habían invertido en ella remodelando la cocina y los baños, lo que ellos querían mantener eran sus recuerdos, por lo menos, lo que les quedaba de tiempo en este mundo. El día que nació su hijo, -le contó Begoña a Martinaella estaba en León, en la casa del pueblo, mientras Jesús se había quedado en casa reformando la cocina. Era mejor estar en el pueblo con su familia y bien atendida que no en la casa sin medios para cocinar apenas. Cuando por fin dio a luz a su hijo aquella misma tarde fue a la cabina del pueblo y llamó a Jesús para darle la noticia y le dijo que en la parte de detrás del jardín había una pequeña maceta con un pequeño brote, que lo cogiera y lo plantara en la parte de delante. Jesús siguió la historia diciendo que fue lo primero que hizo al enterarse y que, como resultado, ahora
Martina podía ver el enorme árbol que los cubría a todos. Si bien el árbol tenía un tronco grande y algunas hojas brotaban de sus ramas, Martina se dio cuenta de que algo le pasaba. Notó la tristeza con la que ambos miraban al árbol. Hacía dos años, ya habían demolido una de las casas adyacentes con la premisa de construir una nueva calle que pasaría justo por delante de su casa. Esto les parecía bien, pero bastante innecesario, pues podían asfaltar las ya existentes, pero lo dejaron pasar. El caso era que decidieron ir a visitar a una de las hermanas de Jesús, que estaba enferma, durante apenas una semana y cuando volvieron, el ayuntamiento había pasado por allí. A Begoña se le cayó el mundo encima al comprobar que el árbol que tanto representaba y que tan frondoso era, había quedado reducido a un tronco y unas pocas ramas secas. Que nadie había contactado con ellos y que ni los “verdes” habían impedido su tala. Begoña rompió a llorar y se hizo el silencio entre los tres. Jesús y Martina miraban al suelo con los ojos humedecidos. Era un dolor de los que duelen por dentro, de los que no se pasan, de los que te consumen y matan. Tras unos minutos de silencio, Begoña se limpió las lágrimas y miró Martina. Le dijo que hacía unos años uno de sus vecinos se acercó a verla a casa y le dijo que conocía a su abuelo, que cuando era niño había ido a su casa de León, que se acordaba de que su
abuelo les había dado un trozo de pan, un poco de sopa y una manta para que pasaran él y su padre la noche en el granero. Begoña dijo que entonces no dio crédito de lo que escuchaba. Le dijo a Martina que quién iba a su casa pidiendo nunca se iba con las manos vacías, y entonces rompió a llorar de nuevo, ahora, decía, ella no era así, no abría la puerta a nadie y si alguien venía pidiendo, por muy maltrecho que estuviera, lo único que daba era máximo una manzana, que había perdido parte de su humanidad. Que se miraba los pies y se preguntaba dónde estaban sus cimientos. Martina se sintió fatal, porque vio que Begoña era buena persona y las continuas traiciones e intentos por minarles, habían degradado su bondad. En un momento de la conversación, Martina miró la muñeca de Begoña y el reloj que llevaba puesto, cuando se dio cuenta de la hora que marcaba palideció. Eran cerca de las seis, Mario la iba a matar. Sacó corriendo el móvil y vio que tenía seis llamadas perdidas. Begoña y Jesús vieron su reacción al mirar el móvil y Martina les contó su historia rápidamente. Se despidieron con la promesa de que Martina volvería a verles y salió corriendo. Desbloqueó el móvil y llamó a Mario… sin respuesta. ¿Se habría ido? Le escribió y le dijo que le perdonara, se puso a mandarle un mensaje de voz mientras se alejaba
corriendo del pequeño poblado de casas ruinosas y calles arenosas hacia el lugar de su cita y, cuando estaba a punto de mandarlo, el mensaje se cortó por una llamada entrante de Mario. -¿¡Mario!? -Hola, no me digas que me has dado plantón. -¡No! Sabes que no te haría eso, estoy de camino, voy corriendo por la calle, llego en 5 minutos. -¿Pero estás bien? ¿Te ha pasado algo? -Sí, sí, todo bien, ahora cuando llegue te cuento. -Ahora te veo entonces, pequeña, ¿te espero dónde habíamos quedado? -Sí, estoy a tres manzanas. Hasta ahora. Martina iba corriendo todo lo que podía, el bolso se movía de un lado hacia otro y aunque no podía dejar de pensar en Begoña y en su historia, estaba empeñada en llegar lo más rápido posible y sin llevarse a nadie por el camino. Estaba tan empeñada en su tarea que se iba perdiendo todo lo que había a su alrededor. Dejó atrás una iglesia muy llamativa de tejado a dos aguas y más edificios de viviendas bastante simples, pero lo que no se dio cuenta era del número exagerado de comercios cerrados que había. Ya veía el Palacio de Hielo a lo lejos, no le quedaban más de tres minutos para conocer a su novio finalmente en persona.
Aceleró aún más y llegó a la puerta. Había mucha gente esperando para entrar a la pista, sacó el móvil para llamar a Mario y ver dónde estaba. Pero según lo hacía alguien le tapó los ojos por detrás. Su primera reacción fue apartarse, pero cuando se giró, allí estaba, su chico, al que había estado esperando conocer durante tanto tiempo. Su primer instinto fue abrazarse, después se separaron y se miraron detenidamente. Mario era tal y como lo esperaba, incluso mejor en persona, podía decir. La sonrisa no se les quitaba de la cara, se volvieron a abrazar y se fundieron en un beso digno de película. Después de los primeros besos y abrazos, volvieron a separarse y se miraron. Martina tenía el rímel corrido y la frente húmeda de correr tanto, entonces Mario se acordó de que había llegado tarde y le preguntó qué había pasado. Martina le cogió de la mano y le explicó su día, el recorrido que había hecho y cómo había llegado a conocer a Jesús y Begoña. Le contó las historias que le habían contado y cómo había roto a llorar al verles tan destrozados, cómo se le había pasado el tiempo sin darse cuenta y lo tocada que había quedado al hablar con ellos. Le habló de su promesa de ir a verlos y le dijo que fuera de la manera que fuera, les ayudaría. Pero esa tarde necesitaba despejarse y disfrutar de Mario, así que Martina se levantó del suelo con una sonrisa risueña y llevó a Mario hacia la entrada de la
pista, allí compró los tickets y juntos entraron a su primera cita. El tiempo pasaba volando, ya habían congeniado en lo virtual y en el mundo real, ahora se divertían. Creyeron que lo del patinaje sería raro, pero se lo estaban pasando genial y ya de paso conocieron el Palacio de Hielo. Si no se hubiese puesto a mirar “planes originales que hacer en la primera cita” por internet, a Martina nunca se le hubiese ocurrido, más que nada porque no sabía de la existencia del Palacio de Hielo y mucho menos que estaba abierto al público. Al salir, buscaron un bar tranquilo en el que poder tomar algo antes de irse a cenar. Encontraron uno a apenas dos calles de donde estaban y se sentaron en una mesa de la pequeña terracita que habían montado en lo que hasta hacía unos días habían sido dos plazas de aparcamiento. Se pidieron una copa de vino tinto, la necesitaban para brindar por conocerse. Hablaron de muchísimas cosas, de qué tal le había ido la reunión a Mario, qué inquietudes tenían y estuvieron decidiendo donde cenar. Sorprendentemente ambos eran igual de especiales con la comida y mientras la sombra de los edificios de apartamentos se echaba sobre ellos, eligieron un asiático por la zona. Pagaron la cuenta y se fueron a dar un paseo para hacer algo de tiempo. La tarde se había quedado muy tranquila y el barrio por el que estaban les daba seguridad, a pesar de que el sol ya había caído. Las luces de las calles y el sonido de los últimos pájaros eran el escenario
perfecto de una comedia romántica, rodeados de parques, árboles y bloques de no más de tres plantas, sentían que tenían toda la calle para ellos solos. Iban de la mano y se miraban sonriendo, no les hacía falta hablar, querían disfrutar del momento. La pendiente de las calles y su cansancio tras el patinaje les hicieron coger todas las cuestas hacia abajo, aun sabiendo que después tendrían que subir lo bajado, pero no les importaba, por fin estaban juntos. Esa noche fue todo rodado, fueron al restaurante y pidieron un menú degustación, era el típico asiático moderno y si no lo hubieran pedido así, apenas hubiesen comido nada. Después se fueron hacia el centro, donde Mario tenía reservado el hotel y sí, esa noche durmieron juntos. Mario estaría en Madrid hasta el domingo, pero eso no quitaba que no tuviera que trabajar por las mañanas, así que los siguientes días, mientras Mario iba a reuniones y trabajaba desde la sede de su empresa en Madrid, Martina se escapaba a hacer visitas a Begoña, le ayudaba con la compra, acompañaba a Jesús a vender el cobre… y poco a poco se fue metiendo en su rutina. Una de esas tardes Mario se unió al pequeño grupo que los tres habían formado y entendió por qué Martina estaba tan encandilada. Pasaron una tarde genial, les ayudaron en lo poco que podían e hicieron la compra para hacer una cena en el jardín. Era como que ya se conocían desde hacía mucho tiempo y allí, entre ladrillos rotos y medianeras en las que una vez hubo chalets como el
que pisaban, empezaron una amistad con los dos ancianos que les unió todavía más en su relación. Todos estaban encantados, Begoña y Jesús por estar acompañados y Martina y Mario por hacer cosas juntos, este no era un plan convencional, pero les llenaba. Hablaron mucho sobre qué podrían hacer para que se quedaran en su casa, cómo paralizar la expropiación, si es que se podía… Mario con la parte legal y Martina con sus contactos en distintos medios de comunicación estaban tramando algo, pero no decían nada. El sábado, Martina y Mario pasaron la tarde solos, a la mañana siguiente Mario se iría y no sabían hasta cuando no se iban a poder volver a ver. Estuvieron por el centro y aunque hacía la misma temperatura que otros días, tuvieron calor, claro, estaban acostumbrados al viento que corría por el barrio de Begoña y al llegar al centro, con todos los edificios que hacían de barrera, apenas aguantaron dos segundos con las chaquetas puestas. Del pequeño pueblecito en el que se habían sentido tan a gusto, habían pasado a una gran ciudad en la que eran casi dos motas de polvo, eran minúsculos. No aguantaron mucho entre tanta gente y en un momento dado se metieron a un local cerca de la Plaza Mayor. La gala de los Goya había sido justo la noche anterior y todas las televisiones ponían los resúmenes de las partes más importantes. Mientras sonaban de fondo los “vestidos más impactantes”, ambos se sentaron en una mesa junto a la ventana y pidieron un café. El camarero les llevó los cafés con una sonrisa y sus
mejores modales, pero eso no sirvió para mejorar el sabor de lo que estaban a punto de beberse, que como comprobaron más tarde, era bastante malo. En mitad de la conversación, el televisor había pasado a anunciar los ganadores de los premios y los dos se quedaron callados escuchando. Silvia Pérez Cruz subía al escenario a recoger su “cabezón” a la mejor canción original y en vez de hacer el típico discurso, cantaba la canción. Todos en el bar se quedaron callados, escuchando. La letra de la canción les estaba calando hondo, cogían los vasos con más fuerza, como cargados de rabia, a cada “pan” su malestar crecía y con la última frase “gente sin casa, casas sin gente” Martina y Mario no pudieron evitar pensar en Begoña y Jesús. El local quedó en silencio unos segundos, mientras todos asimilaban lo que acababan de escuchar y tres segundos más tarde, un murmullo invadió la habitación de nuevo. A pesar de ello, la joven pareja de la mesa de la ventana siguió en silencio, mirándose. No les hacía falta decir nada para saber lo que ambos estaban pensando, tenían que llevar a cabo su plan y ayudarles como pudieran. El resto de la tarde la pasaron abrazados, por distintos locales y galerías de arte, fue una tarde perfecta, los dos solos, tranquilos. Disfrutaron al máximo del tiempo que tenían juntos y después se fueron al hotel. A la mañana siguiente Mario se despidió de Martina, prometiendo que no pasaría tanto tiempo hasta que se volvieran a ver de nuevo, Semana Santa estaba a la
vuelta de la esquina y seguro que podían hacer un hueco para verse. Los días pasaron y aunque con menos intensidad, porque había empezado a grabar un corto, Martina siguió yendo a ver sus nuevos amigos, pasaba algunas tardes con ellos y la verdad es que tenerlos a ellos como vínculo, había hecho que la relación con Mario fuera todavía mejor. El plan de Martina y Mario iba viento en popa. Habían hablado con distintos colectivos y habían empezado a movilizar a un grupo de arquitectos para que trabajaran de manera conjunta con el bufete de Mario y conseguir hacer algo para que el ayuntamiento no pudiera tirar abajo la casa de Begoña. Mientras, Martina había conseguido un preacuerdo con los medios locales, que le prometieron que si la idea seguía adelante, publicarían el resultado. Febrero había pasado y la Semana Santa estaba al caer, Martina había llegado a un acuerdo con la productora y liberaría cuatro días de grabación para sus vacaciones. Ya tenía los billetes comprados, había decidido irse a Berlín con Mario a un pequeño apartamento de dos habitaciones en el centro, tenía muchas ganas de ir, le habían dicho que era la “Nueva York” europea. Mario estaba enterado de los planes y de lo que iban a ver, pero lo que no sabía era que Martina había comprado dos billetes más, para Begoña y Jesús.
La verdad era que ellos tampoco sabían nada, todo les pillaría de sorpresa y esa misma tarde les daría la noticia. Estaba muy ilusionada por llevárselos de viaje, así, mientras ellos estaban fuera, podrían darles una sorpresa a la vuelta. No sabía todo lo que los arquitectos habían desarrollado para hacer en casa de los ancianos, pero eso impediría que les echaran y seguramente mejoraría su calidad de vida. Comió en el set y se escapó corriendo al metro, de camino un grupo de niñas de apenas 15 años la reconocieron y empezaron a pedirla autógrafos y fotos, Martina no dudó en dárselos, tenía tiempo para aquello y estaba de buen humor. Cuando se separó de las chicas y se montó en el metro empezó a hablar con Mario, estaba saliendo de la oficina y había quedado con sus padres para comer, hacía mucho que no les veía, con la emancipación, el trabajo y demás… era complicado. En Valencia hacía casi tan buen tiempo como en Madrid, lo que significaba que los más atrevidos ya estarían dándose los primeros baños del año. Martina ya estaba saliendo del metro, por la misma salida que lo hizo la primera vez que vio a Mario, las cosas seguían igual que entonces, los edificios de ladrillo rojo la miraban desde lo alto, pero el camino verde que la había cubierto del sol, estaba teñido ahora de un color blanquecino y rosado. Los almendros y cerezos estaban en su momento más bonito y Martina disfrutó el camino. Como no era la primera vez, ni la segunda, que hacía ese camino
hacia casa de Begoña, fue directa, pero antes se pasó por el súper para comprar unas pastas para el café. Tardó poco en llegar, se dio cuenta de que habían cerrado una calle para pintar la verja del colegio y unos tres coches estaban parados pensando cuál sería la mejor alternativa para llegar a su destino. El olor intenso de una pescadería cercana le revolvió un poco las tripas, pero una panadería unos pasos más arriba, contrarrestó su malestar con un exquisito olor a pan recién hecho. Cuando llegó, Jesús estaba fuera de la casa, regando el huerto, Begoña había salido a comprar hacía rato y aún no había llegado. Así que se sentó con él a la puerta, con el fresco que desprendían las plantitas que los ancianos cuidaban con cariño. Tardó en llegar una media hora y Jesús y Martina ya habían preparado una mesita con las tazas para el café. Begoña llegó agotada, el paseo de hoy había sido largo y había venido cargada de gangas, así que agradeció el café y las pastas que había comprado Martina. Mientras tomaban el café, notaron a Martina más feliz que de costumbre. Estaba inquieta y no paraba de hablar, parecía que estaba deseando decirles algo y como no podía aguantarse más, finalmente lo soltó. Sacó un sobrecito de su bolso y sacó dos billetes, uno para cada uno, cuando los leyeron, Begoña y Jesús no sabían muy bien para qué eran y Martina se lo explicó. Les dijo que se iban de viaje juntos, que tendrían que preparar las maletas para cuatro días y
que montarían en avión para ir a Alemania. Era mucho que asimilar. Ellos apenas habían salido de España, lo más lejos que habían ido era a Portugal en alguna escapada de jóvenes, nunca habían montado en avión y mucho menos sabían hablar alemán. Pero se mostraron profundamente agradecidos, no era un plan que tuvieran en mente, pero seguro que cambiar de aires durante un tiempo les liberaría de las cargas de su casa. Así que entre café y pastas, los tres empezaron a hablar sobre lo que tenían que llevarse. Los días pasaron y la fecha del viaje llegó. Mario no sabía nada de lo que le esperaba, lo del viaje era cosa de Martina y él solo se había tenido que preocupar de cómo llegar a Madrid. Llegó un día antes de salir, porque quería dar una sorpresa e ir a ver a Martina a su casa, ya había hablado con la madre de Martina y estaban compinchados, así que cuando ella llegara de hacer unos recados, Mario la estaría esperando en su habitación, con las maletas hechas y un ramo de rosas. El pueblo de Martina era muy parecido a la zona de Canillas, aunque bastante mejor cuidado. Era el típico pueblo de chalets individuales y un casco histórico de casas con paredes encaladas. Muy elitista y con bastante seguridad, las urbanizaciones privadas, los coches de alta gama y todas y cada una de las casas que allí había con piscina… Parecía mentira que Martina fuera una chica tan sencilla, no
se le había subido a la cabeza su fama y tampoco se había dejado influenciar por todo lo que le rodeaba. El chalet de Martina era bastante grande, sería unas cuatro veces su apartamento de Valencia y además tenía jardín, algo que él todavía no se podía permitir. Cuando llegó, los padres de Martina le esperaban con los brazos abiertos, estaban muy contentos de conocerle y le guiaron rápidamente a la habitación de Martina, ya que ella estaba a punto de llegar de hacer los recados. Cuando la había visto en fotos, la habitación parecía mucho más pequeña, pero la verdad es que era bastante grande y coqueta. Dejó las maletas en un lado de la habitación y se sentó en la silla del escritorio, dejó el ramo preparado y se puso a hablar con ella por mensajes. Tenía que parecer que él todavía estaba en Valencia y así la sorpresa sería mayor. No pasaron cinco minutos desde que se sentó hasta que oyó cerrarse la puerta de la calle. Martina ya subía. Estaba nervioso pero seguro que se le pasaba al verla. Martina dejó las cosas y subió directa a su habitación y nada más abrir la puerta se llevó las manos a la cabeza. ¡Mario estaba en su casa! Y no podía creérselo. Corrió a abrazarle y ni se dio cuenta del ramo de flores que él tenía en la mano. Solo le importaba que estaba allí y que al día siguiente se irían juntos de viaje. Pasaron toda la tarde en casa, conociendo a la familia de Martina, que había venido para una
barbacoa y para ya de paso, conocer a Mario, cosas de la madre de Martina. Poco después de cenar, se fueron a la cama, el vuelo salía temprano al día siguiente y tenían que madrugar bastante. Cuando despertaron, Martina preparó el desayuno y despertó a su padre, que era quién les llevaría al aeropuerto. Salieron de casa cuando todavía muchos de sus vecinos estaban llegando de fiesta y tomaron rumbo a Madrid. Aunque para ir al aeropuerto no hacía falta pasar por el centro de Madrid, Mario no notó el desvío porque no estaba acostumbrado a meterse por esas carreteras y porque, todo sea dicho, estaba tan cansado, que se durmió en el hombro de Martina. Cuando despertó, estaban aparcando entre dos coches, pero con lo oscuro que estaba todo, no se ubicó y pensó que ya habían llegado a su destino. Nada más lejos, esa era solo una parada en el camino y se sorprendió al ver que Martina se bajaba y hablaba con alguien en la parte trasera del monovolumen. Las voces le resultaban familiares y cuando por fin bajó, no se podía creer quién estaba allí. Fue para ambas partes una sorpresa, era todo idea de Martina, y Mario se sintió muy orgulloso del buen gesto que había tenido Martina. Ahora entendía por qué no quería que les dijera a Begoña y Jesús que su plan para ayudarles a que se quedaran en casa
comenzaría lo antes posible, lo iba a hacer dándoles una sorpresa. Una vez saludados y acomodados todos, partieron de nuevo hacia el aeropuerto y tras los rutinarios controles, la facturación, el embarque y demás, despegaron para poner rumbo a Berlín. El viaje en avión no se les hizo muy largo, porque iban dormidos y cuando llegaron, se arrepintieron de todas las camisetas de manga corta que se habían llevado, el tiempo no era como lo habían pronosticado, hacía frío y estaba empezando a llover. Pero no era nada que no pudieran arreglar con el abrigo que todos habían cogido por si acaso. Llamaron a un taxi para ir hacia la casa, los edificios de Berlín que veían desde las ventanas les recordaban a los del centro de Madrid, todos muy señoriales, blancos y con sus balcones, y de vez en cuando se encontraban un experimento arquitectónico que no tenía mucho que ver con lo de alrededor. Begoña y Jesús tenían una sonrisa en la boca y Martina y Mario no paraban de darse la mano. Su casa estaba en una calle bastante recogida, tenía un supermercado a apenas 300 metros y unos cuantos restaurantes y cafeterías abajo, por si no les apetecía cocinar. Era un apartamento grande, con dos baños, uno para cada habitación, un salón bastante decente y una cocina americana. No es que tuvieran planeado pasar mucho tiempo allí, pero su estancia por lo menos sería agradable. Cuando quisieron dejar las cosas ya era la hora de comer, así que bajaron a uno
de los restaurantes que había justo debajo y pidieron una ensalada y algo más para compartir. Estaban un poco cansados, pero decidieron aprovechar los tres días que tenían por delante, así que se fueron directos a visitar la ciudad. Sacaron un billete de metro de grupo, que les salía más barato que los individuales y después se montaron en dirección a la Alexanderplatz, en un vagón que parecía súper antiguo, era la primera visita obligada, según les habían dicho y se esperaban que la plaza tuviera el encanto de alguna de las de Madrid, pero lo que se encontraron no les motivó mucho… Una plaza bastante desangelada, demasiado grande y gris. El viento corría entre los edificios como si casi hubiera un vendaval. Todos se abrocharon los abrigos al mismo tiempo y trataron de que el frío no entrara por los huecos de la ropa. Se movieron hacia una aglomeración de gente y vieron que un artista estaba pintando un retrato en el suelo con unas tizas, podía verse que lo hacía a diario, pues los dibujos de otros días se iban borrando con el paso de la gente sobre ellos apenas unos metros más a su derecha. Era una pena que aquellos dibujos tan bien hechos fueran tan efímeros. Begoña y Jesús, aunque no entendían ni alemán ni inglés, se estaban dejando guiar por los dos jóvenes y parecían contentos. Mario había hecho un itinerario para que vieran las mejores vistas de la ciudad, los principales museos y los edificios más importantes. Desde la plaza, fueron a la avenida de Karl Marx y allí vieron los enormes bloques de viviendas separados tanto unos de otros, para hacerse
una idea, calcularon que entre cada uno de ellos cabían, por lo menos 30 casas como la de Begoña. Las avenidas eran gigantes y parecía que en cualquier momento un desfile con tanques iba a invadir el espacio en el que estaban. Desde allí, fueron al Ayuntamiento Rojo, se subieron al mirador de la Torre de Televisión y contemplaron la ciudad, que se extendía hasta donde no les alcanzaba la vista. Begoña y Jesús solo habían estado tan altos una vez, cuando se subieron al edificio Madrid de Plaza España. Después de eso se adentraron en el barrio judío y pasearon tranquilamente por sus calles. Vieron muchos edificios de ladrillo y se sorprendieron por la innumerable sucesión de placas doradas en la acera, que servían de recordatorio de las personas que una vez habían vivido allí y que habían sido expulsadas y asesinadas durante la Época Oscura del país. Se pararon justo delante de uno de los edificios, que tenía la pared destrozada. No era el único edificio en Berlín así, pero este llamaba la atención porque se podían contar los balazos, parecía un campo de tiro y los cuatro se quedaron sobrecogidos. Los ancianos eran muy pequeños cuando la Guerra Civil estalló en España, pero se acordaron, al ver ese edificio, de cómo habían quedado muchas de las zonas de la capital. Fue un momento emotivo que Martina y Mario, aunque estremecidos, no vivieron con tanta intensidad.
Siguieron andando por las calles del barrio, era muy acogedor y agradable, estaban cómodos y se sentían seguros, no se parecía en nada a lo que una vez habían representado. Mario se descargó una guía turística de la zona y se la fue contando a los demás. La sinagoga que tenían ahora delante había sido pasto de las llamas como represalia contra los crímenes que supuestamente había cometido un grupo de judíos, con suerte, y pese a que las directrices eran que había que dejar que se quemara, un equipo de bomberos apagó el fuego y más tarde se reconstruyó. Anduvieron un poco más y llegaron a la zona de las galerías de arte, allí se fijaron en que algunas tenían una banana dibujada sobre los cercos de las puertas y leyeron más tarde que era una distinción de importancia. Hacía unos años, un misterioso hombre autoproclamado “Banana Man” había comenzado a hacer esos dibujos sobre las puertas de las galerías que consideraba más interesantes. La lista estaba en internet y se tenía muy en cuenta en el mundo del arte. Algunas de las galerías habían intentado incluso falsificar el logotipo, pero si se comprobaba que el nombre no estaba en la lista online, esa acción no hacía más que desprestigiarles. Martina se escapaba de vez en cuando para hablar por teléfono y ver cómo iba su plan en Madrid, Mario, que ya sabía todas las tretas que estaba llevando a cabo Martina, cubría sus espaldas, y a ojos de Begoña y Jesús, sólo eran llamadas de trabajo.
Acabaron en Hackesche Höfe, unos patios interiores por la parte más viva del barrio judío. Cada uno era un pequeño minimundo y los cuatro quedaron maravillados. Había uno muy francés, uno muy Art decó, otro que parecía un parque de niños y uno de ellos en el que no había ni un trozo de pared sin pintar, el barrio de los grafitis y el que más les impactó. Leyeron en la guía que uno de los dibujo de las paredes era de Bansky, Mario y Martina sabían quién era, pero Begoña y Jesús, en este tema estaban completamente perdidos. Cuando por fin lo encontraron, entendieron que el artista lo que hacía era casi poesía gráfica, trataba de reivindicar situaciones sociales injustas de una forma muy poco violenta. Martina tuvo un recuerdo del día que vio a los tres por primera vez, los pandas. Seguramente, si no hubiera seguido aquellas pintadas por el barrio de Begoña, nunca les hubiera conocido y no estarían los cuatro juntos. Cuando acabaron de verlo ya era la hora de cenar, así que tomaron algo ligero y se fueron a dormir, el día siguiente prometía, irían a ver los museos más importantes de Berlín. No se despertaron muy temprano, pero tampoco muy tarde, volvieron a comprar un billete conjunto y se fueron directos hacia los museos, y entraron uno por uno, vieron todas las colecciones y en ocasiones se centraron más en el propio museo en sí que en lo que había dentro. Algunas salas eran dignas de ver, los espacios con la luz tamizada, los expositores cuidados hasta el más mínimo detalle, la sutileza con la que se
pasaba de un ensimismados.
espacio
a
otro, les dejaron
Vieron las colecciones de Kurós, las puertas de Babilonia y la muy aclamada Nefertiti. Begoña, que había ido a un colegio de monjas estaba asombrada de ver el busto en persona. No se lo imaginaba así para nada. Era tan distinto de las fotografías de sus libros de texto… La tarde fue bastante tranquila, dieron una vuelta por la zona de la catedral, tomaron algunos dulces típicos en un bar y Martina y Mario fueron a casa a dejar sus amigos temprano, estaban cansados, así que compraron algo para cenar y se quedaron en casa mientras Martina y Mario se iban a conocer la vida nocturna. Era un pecado que en todo el tiempo que llevaban en Berlín aún no habían probado la cerveza alemana, así que buscaron un bar con buena valoración en internet y se fueron. La noche estaba despejada, no hacía demasiado frío y se podía pasear tranquilamente por la calle. Martina y Mario por fin tenían un momento a solas. No es que no les gustara ir con sus amigos, pero también les apetecía vivir la ciudad en pareja. Hablaron de un montón de temas y Martina puso al día del plan y de los avances a Mario. Entraron al local que habían buscado y se sentaron en un sofá de cuero verde, un poco antiguo y se pusieron a disfrutar del ambiente mientras la camarera venía. Era un sitio pequeño, con no demasiada gente y con una mesa de
DJ. Sonaba Muse en ese momento y, Martina, fan incondicional del grupo, quedó enamorada del sitio. Con esa buena predisposición y con las cervezas que se iban tomando, llegó un punto que se prometieron volver en su próximo viaje. Quizá iban un poco contentillos, pero ese lugar les había cautivado. Volvieron a casa cerca de la una, tampoco era muy tarde, pero al día siguiente les esperaba su última jornada de turismo antes de tener que irse a casa. Afortunadamente al levantarse no tenían resaca, desayunaron todos juntos y se fueron directos al muro de Berlín. En el 79, Begoña y Jesús estaban llevando por primera vez a su hijo al instituto. La noticia de la caída del muro se hacía eco en cada telediario y ese día, verían los restos del muro de la desgracia, como muchos lo habían llamado. Estaban justo en el inicios de la galería del muro cuando un grupo de turistas japoneses llegó, parecía un tópico, pero nada más lejos de la realidad. Decidieron acelerar un poco el paso para poder disfrutar tranquilos de la visita y de las pinturas. Vieron uno por uno los murales de los distintos artistas y se hicieron unas cuantas fotos. Martina y Mario no paraban de subir “historias” a Instagram. Llegaron a uno de los murales más famosos, el de los dos hombres besándose. A pesar de lo que se puede esperar de dos personas mayores, Begoña y Jesús no tenían ningún problema en mirar la imagen, el hermano de Begoña había tenido que sufrir insultos y
acoso por su condición sexual, pero ella siempre le había querido y los dos siempre le habían respetado. Un olor a incienso hizo que apartaran la vista de las pinturas y se giraran hacia una furgoneta aparcada al borde de la calle con las puertas abiertas. Dentro había un chico de unos 30 años dibujando con esmero un diseño a rotulador, la furgoneta estaba llena de serigrafías sobre lienzo y había algunas muy bonitas. Martina decidió comprar una de una mano y Jesús compró otra para su hijo. Mario se decidió por un grabado del hombre de Vitruvio. Con su nueva adquisición y una vez terminada de ver la galería de pinturas murales, fueron de nuevo al metro, directos a la puerta de Brandeburgo. Las calles seguían siendo igual de anchas y la realidad es que andar por aquella ciudad era agotador. Así que se pararon en un Starbucks cerca de allí para reponer fuerzas. Tomaron unos chocolates calientes y después retomaron su camino, se hicieron las típicas fotos de turista y luego se fueron al monumento al holocausto. En un primer momento, a Begoña le pareció demasiado grande e innecesario, pero cuando ella y Jesús anduvieron entre los grandes prismas, su percepción cambió. Si lo que querían era transmitir serenidad y aislamiento, lo habían conseguido. Martina no pidió ninguna foto con Mario, era un lugar de culto y le parecía mal tomarse en broma el sufrimiento de otros. Una vez visto el monumento, se fueron a la cola de las entradas para la cúpula del Reichstag. Había un
problema con el internet y debían esperar un rato para poder reservar la entrada, así que mientras uno se quedaba en la cola, los demás esperaban en una cafetería cercana, resguardados del frío. Martina y Mario fueron los que se turnaron. Finalmente, la avería se solucionó y pudieron subir a la cúpula. El cansancio de estar todo el día fuera se notaba en los ojos de Begoña y de Jesús, pero eso no les impidió disfrutar al máximo de las vistas que ofrecía la cúpula y disfrutaron también, de la propia cúpula en sí. Era un mirador extraño, no se esperaban algo así al verlo desde abajo. A Mario le encantó y no paraba de sacarle fotos a todo, al parasol, a los espejos, a las vistas de la Filarmónica, al edificio de la Televisión a lo lejos… Todo lo que habían visitado durante esos días se veía desde allí. Una vez acabaron la visita se pusieron de acuerdo y se fueron a un supermercado, Martina decidió cocinar ese día, pero Begoña insistió en ayudarla, así que compraron los ingredientes y se fueron a casa. La noche había caído y con las maletas ya preparadas, se dispusieron a cenar. Un banquete de ternera en salsa y patatas asadas les esperaba. Martina y Begoña hacían buen equipo. En el postre, Mario sacó una tarta que había comprado mientras ellas cocinaban y celebraron el viaje que estaba a punto de terminar. A la mañana siguiente el vuelo salía a medio día, así que no había necesidad de madrugar. Nada más montarse en el avión se quedaron dormidos, todos menos Martina, que no paraba de
pensar en cómo iría su sorpresa. Había estado al tanto de todo y había diseñado parte de lo que se iba a hacer, esperaba que a sus amigos les gustara el colofón final, pero no estaba muy segura. En Madrid hacía un sol radiante, las nubes parecían haberse escondido y no corría nada de viento. En el aeropuerto, el padre de Martina les esperaba de nuevo. Mario iba a quedarse unos días más en casa de Martina y luego volvería a su Valencia natal, el trabajo le aguardaba. Cuando estaban a punto de llegar, Martina pidió a Begoña y Jesús que se pusieran unas cintas en los ojos, tenía algo más que enseñarles. Se bajaron del coche a tientas y después de que Martina y Mario se recuperaran del shock de lo que tenían delante, les quitaron las cintas. Begoña se echó las manos a la cabeza y Jesús comenzó a llorar. Cuando Martina les había dicho que tenía una sorpresa, no se imaginaban eso para nada. El primer cambio notable era que por fin tenían una calle en condiciones, la tierra había dejado paso al asfalto, el pequeño huertecillo que tenían se había ampliado y ahora tenía unas vallas en condiciones, que se conectaban directamente con un nuevo porche de madera en la parte delantera de su casa. Ahora podían estar protegidos mientras cuidaban de su pequeño jardín. El hueco que había dejado la casa de sus antiguos vecinos estaba lleno ahora de unas estructuras de metal que podían ampliar su casa en
caso de que necesitaran una nueva habitación en el piso de abajo, por las rodillas de Begoña. Desde fuera, y sobre estas estructuras, había un jardín comunitario que daba un frescor a toda la zona. Martina había diseñado junto con los arquitectos una sala donde dejar todo lo que para algunos ya no era útil y que para otros era un tesoro, así como un pequeño trastero en la parte de detrás de la casa de Jesús y de Begoña para dejar todos sus cacharros. En otro de los solares vacíos habían creado un taller de ebanistería, con todo lo necesario para que Jesús pudiera dar clases a los chicos de la zona. Y una de las casas vacías de la misma calle, había perdido las paredes para dar paso a un parque infantil cubierto de dos plantas. No se creían lo que veían, no daban crédito a que se pudiera haber hecho todo eso en tan poco tiempo. La verdad es que por mucho que hubieran querido hacerlo entre unos pocos, eso había sido un trabajo conjunto de varias asociaciones de vecinos, grupos de estudiantes y gente que Martina había movilizado a través de las redes. Y todos estaban allí presentes, fueron subiendo poco a poco por la colina de detrás de la casa y se juntaron unas cien personas. Algún que otro medio de televisión se había acercado al encuentro y grababa todo lo que pasaba. Mario había tenido una brillante idea, si generaban un espacio público alrededor de la casa, al igual que había sucedido con la Plaza de la Cebada, se convertiría en un lugar intocable y las máquinas no
podrían arrasar con todo lo que encontraran. Así que entre la joven pareja y los arquitectos se pusieron a diseñar un espacio que fuera a la vez privado para Begoña y Jesús y público para todos lo que quisieran acceder a él. El proceso constructivo había sido cosa de los voluntarios, que el mismo día que se fueron los cuatro a Berlín habían empezado a derribar y desescombrar la zona y a prepararla para el trabajo. La mitad de las cosas ya habían sido montadas en taller y lo más difícil fue la organización del trabajo. El dinero se había recaudado a través de una plataforma de afectados por los desahucios, que tomó el problema como suyo y consiguió innumerables aportaciones anónimas. Todavía quedaba dinero para hacer unos cuantos arreglillos más al barrio, si era lo que Begoña y Jesús querían… Los temores de Martina de que a Begoña y Jesús no les gustara lo que veían se desvanecieron en cuanto les vio la cara. Los dos no paraban de sonreír, de llorar de felicidad y de abrazarla. Exploraron su casa a fondo, con las nuevas ampliaciones. Miraron el huerto y el cuidado con el que habían tratado todo, el árbol de su hijo se alzaba ahora imponente sobre las pequeñas verduritas que salían de la tierra. El taller de Jesús, era... bueno, no tenía palabras. Y el parque, los jardines… todo era perfecto. Con el eco de la noticia y con la mejora de lo que quedaba,
conseguirían revitalizar el barrio. El proyecto ya estaba sobre el papel, ya solo quedaba terminarlo. Martina no soltaba la mano de Mario, estaba nerviosa y feliz al mismo tiempo, habían cumplido la promesa que se hicieron el día que se conocieron, que ayudarían a esas personas, que harían que vivieran el resto de sus días en su hogar, y lo consiguieron con el apoyo de mucha gente, algo que hizo que Begoña recuperara un poco más de su fe en la humanidad. Los agradecimientos y celebraciones ese día no pararon, no importaba el cansancio del viaje, ese día iba a cambiar el resto de sus vidas y todavía quedaba mucho más por hacer. En los siguientes meses el pequeño poblado se revitalizó, la amenaza del derribo ya no era un problema y Begoña comenzó a disfrutar con su marido de lo que les habían regalado y su actitud cambió por completo, a mejor. Mario y Martina siguieron con su relación viento en popa y se veían a menudo, casi todos los meses. Aunque quedaban en distintas ciudades de España, solían reservar un día para visitar a las personas que cambiaron su vida, en Castromonte, 48.